El Nacimiento de Una Nueva Física - Cohen

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I.

Bernard Cohén

El nacimiento de la nueva física

Versión española de
Manuel Sellés García

A lia n z a

Editorial
Título original:
The Birtb of a New Pbysics. Revised and Updated. Eata obra ha sido publicada en inglés
por W. W. Norton & Company, New York.

Copyright -IpJ 19S5 by I. Bemard Cohén


Copyright O 1960 by Educatíonal Services Inc.
Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1989
Calle Milin, 3?, 28043 Madrid; teléf. 200 00 45
ISBN: 84-2C6-26C9-0
Depósito legal: M. 35 883-1989
Compuesto en Fernández Gudad, S. L.
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
A
Stillman Drake,
Paolo Galuzzi,
Richard S. Westfall y
Eric Aitón,
quienes han arrojado luz sobre
el pensamiento de
Galileo, Newton,
Kepler y
Leibniz
INDICE

Prefacio......................................................................................... 11

EL N A C IM IE N T O D E LA NUEVA FISICA

Cap. 1. La física de una cierra m ó v il..................................... 17

Cap. 2. La vieja física.............................................................. 25

Cap. 3. La Tierra y el Universo ............................................ 37

Cap. 4. La exploración de las profundidades del Universo ... 65

Cap. 5. Hacia una física integral............................................ 91

Cap. 6. La música celeste de K e pler..................................... 133

Cap. 7. El gran proyecto. Una nuevafís ic a ........................... 159

Apéndice 1. Galileo y el telescopio ........................................ 189

Apéndice 2. Lo que Galileo «vio» en los cielos..................... 193

Apéndice 3. Los experimentos de Galileo sobre caídalibre. 199

Apéndice 4. El fundamento experimental de la ciencia del


movimiento de G a lile o ........................................................ 201
9
Apéndice 5. ¿Creyó Galileo en algún momento que en el
movimiento uniformemente acelerado la velocidad es pro­
porcional a la distancia? ........................................................ 211

Apéndice 6. El método hipotético-deductivo ........................ 213

Apéndice 7. Galileo y la ciencia medieval delmovimiento. 215

Apéndice 8. Kepler, Descartes y Gassendi y la inercia.......... 217

Apéndice 9. El descubrimiento por Galileo de la trayectoria


parabólica............................................................................... 219

Apéndice 10. Resumen de los principales descubrimientos de


Galileo en la ciencia del m ovim iento................................. 221

Apéndice 11. La deuda de Newton con Hooke: el análisis


del movimiento orbital curvilíneo....................................... 225

Apéndice 12. La inercia de planetas y cometas..................... 229

Apéndice 13. Prueba de que de la ley de lainversa del cua­


drado se deduce una órbita planetaria elíptica.................... 231

Apéndice 14. Newton y la manzana: El descubrimiento de


Newton de la ley t ^ / r .......................................................... 235
Apéndice 15. Newton y las masas «gravitatoria» e «iner-
c ia l» ......................................................................................... 237
Apéndice 16. Los pasos de Newton hacia la gravitación uni­
versal ....................................................................................... 241

Guía de lecturas adicionales....................................................... 247

Indice analítico............................................................................. 253


PREFACIO

El nacimiento de la nueva física se ha escrito para el lector


común, para estudiantes de enseñanzas medias o universitarias (bien
sean de ciencias, filosofía o historia), para historiadores y filósofos
y para cualquiera que desee comprender el carácter dinámico y aven­
turero de la ciencia. Espero que los mismos científicos puedan en­
contrar también placer y provecho aprendiendo acerca de las etapas
que condujeron al clímax de la Revolución Científica, la producción
de la mecánica newtoniana y la mecánica celeste.
El propósito de este libro no es el de presentar una historia po­
pular de la ciencia ni exponer al lector común algunos de los resul­
tados recientes de la investigación en historia de la ciencia. Antes
bien, la intención es explorar un aspecto de esa gran Revolución
Científica que acaeció durante los siglos .XVI y xvn, clarificar ciertos
rasgos fundamentales de la naturaleza y desarrollo de la ciencia mo­
derna. Un tema importante es el efecto que la estructura estrecha­
mente vinculada de las ciencias físicas tiene sobre la formación de
una ciencia del movimiento. Desde el siglo xvn hemos visto una y
otra vez que una modificación importante en cualquier parte de las
ciencias físicas ha de producir con el tiempo cambios en todas las
demás; otra consecuencia es la imposibilidad general de probar o
demostrar una afirmación científica aislada, o exclusivamente en sí
misma, al ser cada prueba rr.a's bien una verificación de la proposición
particular bajo discusión juntamente con todo el sistema de la ciencia
física.
11
La característica principal, tal vez única, de la ciencia moderna
es su aspecto dinámico, la manera en que los cambios acontecen
constantemente. Desgraciadamente, las necesidades de presentación
lógica en los libros de texto elementales y las obras generales sobre
ciencia impiden al estudiante y al lector obtener una idea precisa de
esta particular propiedad dinámica. De aquí que otro de los princi­
pales objetivos de este libro sea tratar de indicar la fuerza penetrante
y el profundo efecto que una sola idea puede tener en la alteración
de toda la estructura de la ciencia.
Debido a que este libro no es una historia de la ciencia, sino más
bien un ensayo histórico acerca de uno de los mayores episodios en
el desarrollo de la ciencia, no se ocupa plenamente de cada aspecto
del nacimiento de la dinámica o astronomía modernas. Por ejemplo,
la reforma de Tycho Brahe de la astronomía observacional se men­
ciona sólo de pasada, así como la concepción de Kepler del movi­
miento y de sus causas. Un tema que no se trata en absoluto es el
sistema filosófico cartesiano, incluyendo la idea de un sistema cos­
mológico basado en vórtices. En muchos sentidos, la ciencia cartesiana
representa la parte más revolucionaria de la nueva ciencia del si­
glo xvii Otras figuras principales cuyo trabajo tendría que ser in­
cluido en una historia completa son Christiaan Huygens y Robert
Hooke.
Quisiera agradecer mi deuda intelectual con Alexandre Koyré, de
la École Pratique des Hautes Études (París) y el Institute for Advan­
ced Study (Princeton), nuestro maestro en el especializado arte del
análisis histórico conceptual. Majorie Hope Nicolson (Universidad
de Columbia) nos ha hecho conscientes del vasto significado intelec­
tual de la «nueva astronomía», y particularmente de los descubri­
mientos telescópicos de Galileo. Durante más de una década, para
mi mayor deleite y provecho, pude discutir muchos de los problemas
de la ciencia medieval con Marshall Clagett (Universidad de Wis-
consin, Institute for Advanced Study), y más recientemente con John
E. xMurdoch (Universidad de Harvard) y Edward Grant (Universidad
de Indiana). Durante casi cuatro décadas me he beneficiado de las
críticas de Edward Rosen (Universidad de la Ciudad de Nueva York)
junto con sus eruditas contribuciones. Más recientemente me he for­
mado una nueva idea de la ciencia copernicana gracias a Noel Swerd-
low (Universidad de Chicago). He aprendido mucho de Albert Van
Helden (Universidad de Rice) acerca de la historia y primeros usos
del telescopio. Me siento especialmente obligado con Stillman Drake,
quien a lo largo de los años ha sido más generoso de lo común per­
mitiéndome conocer sus estudios galileanos no publicados y respon­
diendo a mis preguntas, y que ha realizado una lectura crítica del
manuscrito de este libro, primero en su edición original de hace vein­
ticinco años y ahora, de nuevo, en su revisión.
La primera edición de El nacimiento de la nueva física, dedica­
da a mi hija, la doctora Francés B. Cohén, se escribió para las Science
Series, parte de una nueva aproximación a la enseñanza, el estudio
y la comprensión de la física creada por el Physical Science Study
Committee, encabezado por Jerrold Zacharias y el difunto Francis
L. Friedman, del M .I.T. La preparación de esa edición fue facilitada
de todas las formas imaginables por el personal del P.S.S.C. (especial­
mente Bruce Kingsbury); en particular, encontré en John H. Durston
un amable editor que me ayudó a reducir mi labor a proporciones
manejables. Continúo estando especialmente satisfecho de que las
fotografías reproducidas como las láminas V I y V II fueran realizadas
específicamente para este libro por mi antigua maestra y en otro
tiempo estudiante Berenice Abbott, uno de los grandes fotógrafos
de América.
La primera edición ha sido impresa y reimpresa muchas veces, y
ha sido traducida al danés, finlandés, francés, alemán, hebreo, italia­
no, japonés, polaco, español, sueco y turco. La más reciente de estas
versiones, en italiano, ha sido revisada y enmendada considerable­
mente (incluyendo algunas correcciones presentadas a mi atención por
Edward Rosen). Ahora, tras un intervalo de unos veinticinco años,
el libro ha sido actualizado para tomar en consideración desarrollos
y descubrimientos en la historia de la ciencia, principalmente con res­
pecto a Galileo, pero también con respecto a Newton. Muchas de las
correcciones y materiales nuevos se han insertado en el texto, pero
otros habrían ocasionado serios desequilibrios y destruido el ritmo
narrativo del original. Así, pues, estos últimos han sido incorporados
en una serie de apéndices numerados, remitidos en el texto, que am­
plían ciertos puntos cruciales de estudio y comprensión, y que son
esenciales para un juicio equilibrado relativo a algunos de los episo­
dios más significativos en el inicio de la existencia de la ciencia física
moderna.
Aparte de los apéndices, la diferencia más notable entre la prime­
ra edición y la actual reside en el tratamiento de Galileo. Durante el
intervalo entre las ediciones hemos averiguado (inicialmente gracias
a la audaz reproducción llevada a cabo por Thomas B. Settle de uno
de los experimentos más famosos de Galileo) que las experiencias
descritas por Galileo pueden arrojar efectivamente los resultados que
declara. Por lo tanto, se ha producido un desplazamiento considera­
ble en la opinión especializada. Ya no se cree que Galileo se inclinó
por describir únicamente «experimentos mentales», los cuales nunca
realizó o no pudo haber realizado en la forma en que los describió.
Antes bien, hemos llegado a ver a Galileo como un maestro del arte
experimental. En segundo lugar, gracias, en la mayor medida, a los
esfuerzos especializados de Stillman Drake, hemos descubierto la im­
portancia crucial de los experimentos en la formulación y prueba
(y aun su descubrimiento) por G aliko de las ideas básicas sobre el
movimiento.
Me siento muy feliz de que esta nueva edición sea publicada por
W . W . Norton & Company. Estoy agradecido a Edwin Barber, un
vicepresidente, por su interés en mi trabajo. Es bueno saber que el
mundo de la edición y venta del libro aún conserva un lugar para
un editor «veterano» al que le gustan los libros y los autores.

I. B e r n a r d C o h é n

Universidad de Harvard
Cambridge, Mass.

18 de septiembre de 1984
EL
NACIMIENTO
DE
LA NUEVA FISICA
Capítulo 1
LA FISICA DE UNA TIERRA MOVIL

Por extraño que pueda parecer, los puntos de vista que tienen
muchas personas sobre el movimiento forman parte de un sistema
de física que fue propuesto hace más de dos mil años y que se mos­
tró experimentalmente inadecuado hace por lo menos mil cuatrocien­
tos años. Es una cuestión de hecho que hombres y mujeres presumi­
blemente cultos se inclinan todavía hoy a pensar sobre el mundo físi­
co como si la Tierra estuviese en reposo, en lugar de en movimiento.
Con esto no quiero decir que estas personas «realmente» piensen que
la Tierra está en reposo; si se Ies pregunta responderán que de hecho
«saben» que la Tierra describe una revolución diaria en torno a su
eje y que, al mismo tiempo, se mueve en una gran órbita anual al­
rededor del Sol. Aun cuando llegan a explicar ciertos sucesos físicos
comunes, estas mismas personas no son capaces de explicar cómo es
que pueden suceder estos fenómenos cotidianos, tal y como ocurren,
sobre una Tierra móvil. En particular, estos errores de física tien­
den a centrarse sobre el problema de la caída de los cuerpos, sobre
el concepto general de movimiento. Podemos ver así ejemplificado el
viejo precepto: «Ser ignorante acerca del movimiento es ser igno­
rante acerca de la naturaleza.»

¿D ónde caerá?

En la incapacidad de enfrentarse a cuestiones de movimiento en


relación con la Tierra móvil, el individuo medio está en la misma si-
17
tuación que algunos de los más grandes científicos del pasado, lo cual
puede ser una considerable fuente de consuelo. La principal diferen­
cia está, no obstante, en que para el científico del pasado la incapa­
cidad de resolver estas cuestiones era un signo de los tiempos, mien­
tras que para nuestros modernos tal incapacidad es. agraciadamente,
un indicio de ignorancia. Característico de esr^s prc'*!¿mas es un gra­
bado del siglo x v i i (Lámina 1) que muestra u n c a r i a n apuntando al
aire. Observe la cuestión que plantea, «Reto;::¿cri-:-:i?» (¿Volverá a
caer en el mismo sitio?). Si la Tierra está en r e p o s o , no hay duda
de que la bala disparada verticalmente en el a i . e debería finalmente
volver directamente de nuevo al interior del c a ñ ó n . Pero ¿qué suce­
dería sobre una Tierra móvil? ¿Y por qué? ¿ i g r i b a d o ilustra en
realidad un problema aún más complejo de rr.ovinr.ento. Aquí sólo
necesitamos advertir que la naturaleza de la trayectoria de un cuerpo
o proyectil arrojado o dejado caer verticalmente fue contemplada
muy pronto como uno de los obstáculos intelectuales a la hora de
aceptar la idea de que la Tierra se mueve.
Suponga que la Tierra está en movimiento. Entonces una flecha
disparada al aire debe moverse junto con la Tierra mientras asciende
y más tarde desciende; de otro modo, encontraría a la Tierra a mu­
cha distancia del arquero. Una respuesta tradicional inmediata es que
el aire debe moverse con la Tierra y que, por tanto, la flecha, en su
ascenso y descenso, es arrastrada con él. Pero los oponentes tenían
una réplica disponible: Aun si se supusiera que el aire se mueve — una
suposición difícil, puesto que no hay causa aparente para que el aire
se mueva con la Tierra— , ¿no podría moverse mucho más lentamen­
te que la Tierra, ya que es tan distinto en esencia y en cualidad? De
aquí que, en cualquier caso, ¿no podría quedar atrás la flecha? ¿Y
qué sucede con los fuertes vientos que un hombre en una torre ex­
perimentaría si la Tierra estuviera precipitándose a través del espacio?
Para ver más nítidamente estos problemas podemos ignorar por
un momento a la Tierra misma. Después de todo, e! hombre y la
mujer medios podrían muy bien replicar: Yo no se y cap?.z de explicar
cómo una bola soltada desde una t^rre chocará contrj ei suelo al pie
de la misma aun a pesar de que la Tierra esté moviéndose. Pero sí sé
que una bola que se deja caer desciende verticalmente y si sé que la
Tierra está en movimiento. Por tanto, debe existir alguna explicación,
aun cuando no sepa cuál es.
Ocupémonos entonces de otra situación ccmple:imente distinta.
Simplemente suponga que somos capaces de construir algún tipo de
vehículo que se mueva muy rápidamente — n n rápidamente que al­
cance una velocidad de aproximadamente 30 kilómetros por segun­
do— . Un experimentador está en el extremo de este vehículo, sobre
una plataforma de observación en el último vagón, si se trata de un
tren. Mientras el tren se precipita hacia adelante a una velocidad de
30 kilómetros por segundo, toma de su bolsillo una bola de hierro
de alrededor de medio kilo de peso y la arroja verticalmente al aire
hasta una altura de 5 metros. El ascenso dura alrededor de un segun­
do, y la bola invierte otro segundo en caer. ¿Cuán lejos se ha des­
plazado el hombre en el extremo del tren? Puesto que su velocidad
es de 30 kilómetros por segundo, habrá viajado 60 kilómetros desde
el lugar donde arrojó la bola al aire.
Estamos en una posición parecida a la del hombre que trazó el
grabado de un cañón disparando una bala al aire. Preguntamos: ¿Dón­
de caerá? ¿Encontrará la vía en o muy cerca del lugar desde el que
fue arrojada? ¿O bien, de un modo u otro, llegará tan cerca de las
manos del hombre que la lanzó que éste sería capaz de recogerla,
aun a pesar de que su tren está moviéndose a una velocidad de 30 ki­
lómetros por segundo? Si responde que la bola encontrará a la vía
algunas millas por detrás del tren, entonces claramente no entiende
la física de la Tierra en movimiento. Pero si cree que el hombre en
el extremo posterior del tren podrá recoger la bola, entonces tendrá
que afrontar esta cuestión: ¿Qué «fuerza» hace que la bola se mueva
hacia adelante a una velocidad de 30 kilómetros por segundo a pesar
de que el hombre que la lanza le imprime una fuerza hacia arriba y
no a lo largo de la vía? í Quienes puedan sentirse preocupados por
las posibilidades de la fricción del aire pueden imaginar que el expe­
rimento se lleva a cabo en el interior de un vagón cerrado del tren.)
La idea de que una hela lanzada hacia arriba desde el tren en mo­
vimiento continuará moviéndose a la ida y a la vuelta sobre una tra­
yectoria vertical, así como la de que caerá sobre la vía en un punto
alejado por detrás del tren, están estrechamente relacionadas con otra
idea sobre los objetos en movimiento. Ambas forman parte del siste­
ma de física de hace unes dos mil años. Vamos a examinar por un
momento este segundo problema, ya que sucede que las mismas per­
sonas que no entienden cómo los objetos parecen caer verticalmente
sobre una Tierra móvil, :ampoco están completamente seguras de lo
que sucede cuando caen objetos de distinto peso. Cada cual es cons­
ciente, de hecho, de que la caída de un cuerpo en el aire depende
de su forma. Esto puede demostrarse fácilmente si hace un paracaídas
con un pañuelo, anudando las cuatro puntas del pañuelo a cuatro tro­
zos de cordel y sujetándc'.os juntos a un pequeño peso. Enrolle este
paracaídas en una bola, láncelo al aire y observará que descenderá
pausadamente. Pero ahora enróllelo de nuevo en una bola, tome un
trozo de hilo de seda y Líelo en torno al pañuelo y al peso de modo
que el pañuelo no pueda abrirse en el aire y, como observará, el mis­
mo objeto caerá a plomo al suelo. Cuerpos del mismo peso, pero de
distinta forma caen con diferentes velocidades. Pero ¿qué sucede con
objetos de la misma forma, pero de distinto peso? Suponga que fue­
ra a la cima de una alta torre, o al tercer piso de un edificio, y que
dejase caer desde esa altura dos objetos de forma idéntica, bolas es­
féricas, una que pese 10 kilos y la otra 1 kilo. ¿Cuál llegaría primero
al suelo? ¿Y cuán rápido lo alcanzaría? Si la relación entre los dos
pesos, en este caso un factor de 10 a 1, marca una diferencia, ¿se
observaría la misma diferencia en el tiempo de caída si los pesos fue­
ran, respectivamente, de 10 y 100 kilos? ¿Y qué sucedería si fuesen
de 1 y 10 miligramos?

R espuestas a l t e r n a t iv a s

La progresión usual en el conocimiento de la física procede, apro­


ximadamente, así: Primero, existe la creencia de que si las bolas
de 1 y 10 kilos se sueltan simultáneamente, la bola de 10 kilos llega­
rá primero al suelo, y que la bola de 1 kilo tardará diez veces más
en alcanzar el suelo que la bola de 10 kilos. Sigue entonces una etapa
de mayor sofisticación, en la cual el estudiante probablemente ha
aprendido de un libro de texto elemental que la anterior conclusión
está injustificada, que la «verdadera» respuesta es que ambas llegarán
al suelo al mismo tiempo, sean cuales fueren sus pesos respectivos.
La primera respuesta puede denominarse «aristotélica», debido a que
concuerda con los principios físicos que el filósofo griego Aristóteles
formuló unos 350 años antes del inicio de la era cristiana. La segun­
da ejemplifica el criterio del «libro de texto elemental», puesto que
se encuentra en muchos de tales libros. Hasta se dice en ocasiones
que este segundo parecer fue «probado» en el siglo xvn por el cien­
tífico italiano Galileo Galilei. Una versión típica de esta historia es
que Galileo «hizo que unas bolas de distintos tamaños y materiales
cayesen en el mismo instante desde lo alto de la Torre Inclinada de
Pisa. Vieron [sus amigos y colegas] a las bolas iniciar juntas la caída
y caer juntas, y las oyeron golpear conjuntamente el suelo. Algunos
quedaron convencidos; otros volvieron a sus habitaciones para con­
sultar los libros de Aristóteles discutiendo la evidencia».
Tanto el parecer aristotélico como el del «libro de texto elemen­
tal» están equivocados, como ha sido demostrado por el experimen­
to desde hace al menos 1.400 años. Retrocedamos al siglo vi, cuando
Juan Filopón (o Juan el Gramático), un erudito bizantino, estaba es­
tudiando esta cuestión. Filopón argüyó que la experiencia contradice
las opiniones sostenidas comúnmente sobre la caída. Adoptando lo
que podríamos llamar una posición bastante «moderna», dijo que
un argumento basado sobre la «observación real» es mucho más efec­
tivo que «cualquier tipo de argumento verbal». He aquí su argu­
mento basado en el experimento:

Si dejas caer desde la misma altura dos pesos de los cuales uno es muchas
veces más pesado que el otro, verás que la proporción de los tiempos reque­
ridos para el movimiento no depende de la proporción de los pesos, sino que
la diferencia en tiempo es una muy pequeña. Y así, si la diferencia en los pesos
no es considerable, esto es, si uno es, digamos, doble que el otro, no habrá
diferencia de tiempo, o ésta será imperceptible, a pesar de que la diferencia en
peso no es de ningún modo despreciable, con un cuerpo que pesa tanto como
el doble que el otro.

En esta afirmación encontramos una prueba experimental de que


el parecer «aristotélico» está equivocado, debido a que los objetos
que difieren grandemente en peso, o aquellos que difieren en peso
en un factor de dos, llegarán al suelo casi al mismo tiempo. Pero
observe que Filopón también sugiere que el parecer del «libro de
texto elemental» puede ser incorrecto, porque ha encontrado que los
cuerpos de distinto peso pueden caer desde la misma altura en tiem­
pos ligeramente diferentes. Tales diferencias pueden ser tan pequeñas
como para tornarse «imperceptibles». Un milenio más tarde, el inge­
niero, físico y matemático flamenco Simón Stevin realizó un expe­
rimento similar. Su informe dice:

La experiencia contra Aristóteles es la siguiente: Tomemos (como el muy


docto Mr. Jan Cornets de Groot, diligentísimo investigador de los secretos de
la naturaleza, y yo mismo hemos hecho), dos esferas de plomo, una diez veces
mayor y más pesada que la otra, y dejémoslas caer juntas desde una altura de
30 pies sobre un tablero o algo sobre lo cual produzcan un sonido perceptible.
Se encontrará entonces que la más ligera no se demorará en su camino diez veces
más que la más pesada, sino que caerán juntas sobre el tablero tan simultánea­
mente que sus dos sonidos parecerán ser uno y el mismo golpe.

Stevin estaba obviamente más interesado en demostrar que Aris­


tóteles estaba equivocado que en tratar de discernir si había una muy
ligera diferencia, la cual podría haberse acentuado un tanto si hubiera
dejado caer los pesos desde una altura mayor. Por tanto, su informe
no es tan preciso como el que Filopón dio a fines del siglo vi. No tomó
en consideración la pequeña, aunque quÍ2 á con frecuencia «impercep­
tible», diferencia en tiempo.
Galileo, quien realizó este experimento en particular con mayor
cuidado que Stevin, informó definitivamente:
Pero yo ... que he hecho [a prueba puedo asegurar que una bala de cañón,
que pesa uno o dos centenares de libras, o más, alcanzará el suelo apenas un
instante por delante de una bala de mosquete que pesa sólo medio onza, con
tal que ambas se dejen caer desde una altura de 200 codos ... la mayor aventaja
a la menor dos pulgadas, es decir, cuando la mayor ha alcanzado el suelo, la
otra está a dos pulgadas del mismo.

L a n e c e s id a d d e u n a n u e v a f í s i c a

¿Qué tiene que ver, puede todavía preguntarse, la velocidad re­


lativa de la caída de objetos ligeros y pesados con un sistema del mun­
do en el que la Tierra está en movimiento o con los primeros sistemas
en los cuales la Tierra estaba en reposo? La respuesta está en el hecho
de que el viejo sistema de física asociado con el nombre de Aristó­
teles era un sistema completo de ciencia desarrollado para un univer­
so en cuyo centro la Tierra está en reposo; por tanto, derrocar ese
sistema poniendo la Tierra en movimiento requirió una nueva física.
Naturalmente, si pudiera mostrarse que la vieja física era inadecuada,
o que conducía a conclusiones erróneas, se tendría un argumento muy
poderoso para rechazar el antiguo sistema del universo. A la inversa,
para hacer aceptar a la gente un nuevo sistema sería necesario pro­
veer para el mismo una nueva física.
Supongo, de hecho, que usted, el lector de este libro, acepta el
punto de vista «moderno», que sostiene que el Sol está en reposo
y que los planetas se mueven a su alrededor. Por el momento no
vamos a inquirir lo que queremos decir al afirmar «El Sol está en
reposo», o cómo podemos probarlo, sino que simplemente nos con­
centraremos en el hecho de que la Tierra está en movimiento. ¿Cuán
rápido se mueve? La Tierra gira en torno a su eje una vez cada 24
horas. En el ecuador, la circunferencia de la Tierra es aproximada­
mente de 40.000 kilómetros, y por tanto la velocidad de rotación
de un observador situado en el ecuador terrestre es de unos 1.660
kilómetros por hora. Esto supone una velocidad lineal de alrededor
de 460 metros por segundo. Conciba el siguiente experimento. Una
piedra se lanza al aire verticalmente hacia arriba. El tiempo durante
el que sube es, digamos, dos segundos, mientras que para su descenso
se requiere una duración similar. Durante cuatro segundos la rota­
ción de la Tierra desplazará el lugar desde el que fue lanzado el
objeto a una distancia de unos 1.850 metros, un poco menos de dos
kilómetros. Pero la piedra no encuentra a la Tierra a esta distancia;
cae muy cerca del punto desde el que fue lanzada. Preguntamos:
¿Cómo es posible esto? ¿Cómo puede estar girando la Tierra a esta
tremenda velocidad de 1.660 kilómetros por hora sin que oigamos
al viento silbar a medida que la Tierra deja ei aire tras ella? O, para
tomar otra de las objeciones clásicas a la idea de una Tierra en movi­
miento, considere un pájaro posado sobre la rama de un árbol. El
pájaro ve un gusano en el suelo y se arroja del árbol. Mientras tanto
la Tierra va girando a esta enorme marcha, y el pájaro, a pesar de
aletear todo !c que puede, nunca cobrará suficiente velocidad para
apropiarse del gusano — a menos que el gusano esté situado al oeste.
Pero es un hecho de observación que los pájaros vuelan desde los
árboles al suelo y comen gusanos que están tanto al este como al oeste.
A menos que usted pueda orientarse con claridad a través de estos
problemas sin un momento de vacilación, no vive realmente con
plenitud la física moderna, y para usted la aserción de que la Tierra
gira en torno a su eje una vez cada 24 horas no tiene verdaderamente
pleno significado físico.
Si la rotación diaria presenta un serio problema, piense en el
movimiento anual de la Tierra en su órbita. Es relativamente simple
calcular la velocidad con la que la Tierra se mueve en su órbita alre­
dedor del Sol. Hay 60 segundos en un minuto y 60 minutos en una
hora, o 3.600 segundos en una hora. Multiplique este número por
24 para obtener 86.400 segundos en un día. Multiplique esto por
365 Va días, y el resultado será algo más de 30 millones de segundos
en un año. Para encontrar la velocidad a la que se mueve la Tierra
alrededor del Sol, tenemos que calcular la longitud de la órbita terres­
tre y dividirla por el tiempo que tarda la Tierra en completarla. Esta
trayectoria es aproximadamente un círculo con un radio de unos 150
millones de kilómetros, y una circunferencia de unos 900.000.000
de kilómetros (la circunferencia es igual al radio multiplicado por
2 n). Esto equivale a decir que la Tierra se mueve a través de unos
900.000.000.000 de metros cada año. La velocidad de la Tierra es
entonces

900.000.000.000 metros
--------------------- = 30.000 metros/seg.
30.000.000 segundos

Cada una de las cuestiones suscitadas sobre la Tierra en movimiento


puede ser planteada de nuevo de forma ampliada con respecto a una
Tierra moviéndose en una órbita. Esta velocidad de 30.000 metros
por segundo, o de 30 kilómetros por segundo, nos muestra la gran
dificultad encontrada al principio del capítulo. Preguntémonos esta
cuestión: ¿Es posible que nos movamos a una velocidad de 30 kiló­
metros por segundo sin ser conscientes de ello? Supongamos que
dejamos caer un objeto desde una altura de 5 metros; le tomaría alre­
dedor de un segundo llegar al suelo. De acuerdo con nuestro cálculo,
mientras este objeto estaba cayendo, la Tierra tendría que haber
estado desplazándose rápidamente por debajo, ¡y el objeto llegaría
al suelo como a unos 30 km del punto desde el que se dejó caer!
Y en cuanto a los pájaros sobre los árboles, si un pájaro agarrado
desesperadamente a una rama se suelta por un instante, ¿no se per­
dería para siempre en el espacio? Con todo, el hecho es que los pája­
ros no están perdidos en el espacio, sino que continúan habitando
la Tierra y sobrevolándola con sus alegres trinos.
Estos ejemplos nos muestran cuán difícil es en realidad afrontar
las consecuencias de una Tierra en movimiento. Es evidente que
nuestras ideas comunes son inadecuadas para explicar los hechos de
la experiencia cotidiana observados sobre una Tierra que está girando
o moviéndose en su órbita. No cabe dudar, por tanto, que el cambio
desde el concepto de una Tierra estacionaria a una Tierra en movi­
miento implicó necesariamente el nacimiento de una nueva física.
Capítulo 2
LA VIEJA FISICA

A la vieja física se la conoce a veces como la física del sentido


común, debido a que es la física en la que cree la mayor parte de la
gente y de acuerdo con la que actúa intuitivamente. Es el tipo de
física que parece atractiva a cualquiera que usa su inteligencia natu­
ral, pero que no ha sido educado en los principios modernos de la
dinámica. Sobre todo, se trata de una física que está particularmente
bien adaptada a los conceptos de una Tierra en reposo. Algunas veces
se conoce como física aristotélica, debido a que la principal exposi­
ción de la misma en la antigüedad procede del filósofo-científico
Aristóteles, quien vivió en Grecia en el siglo iv a.C. Aristóteles fue
un discípulo de Platón, y fue él mismo tutor de Alejandro Magno,
el cual, al igual que Aristóteles, procedía de Macedonia.

L a f ís ic a d e l s e n t id o c o m ún de A r is tó te le s

Aristóteles fue una figura importante en el desarrollo del pensa­


miento, y no sólo por sus contribuciones a la ciencia. Sus escritos
sobre política y economía son obras maestras, y sus trabajos sobre
ética y metafísica desafían todavía a los filósofos. A Aristóteles se
le ve como el fundador de la biología; Charles Darvin le rindió
homenaje hace un centenar de años: «Cuvier y Linneo han sido en
muchos sentidos mis dos dioses, pero ninguno de ellos llega a la
suela de los zapatos ¿el viejo Aristóteles.» Fue Aristóteles quien
primero introdujo el ccncepto de clasificación de los animales, y
25
también quien llevó a una alta cota el método de observación con­
trolada en las ciencias biológicas. Uno de los temas que estudió fue
la embriología del polluelo; su ambición era descubrir la secuencia
del desarrollo de los órganos. Abrió metódicamente en días sucesivos
huevos de polluelo fertilizados, y realizó cuidadosas comparaciones
para descubrir las etapas a través de !ns cuales se desarrolla el poliue-
lo desde un embrión informe a un joven pollo perfectamente for­
mado. También fue el primero en terTi;?!izar el proceso de razona­
miento deductivo, en la forma del silogismo:

Todos los hombres son mortales.


Sócrates es un hombre.
Por consiguiente, Sócrates es mortal.

Aristóteles señaló que lo que hace de tal conjunto de tres afirma­


ciones una progresión válida no es el contenido particular de «hom­
bre», «Sócrates», y «mortal», sino su forma. Otro ejemplo: todos
los minerales son pesados, el hierro es un mineral, por tanto el hierro
es pesado. Esta es una de las muchas formas válidas de silogismo que
describió en su gran tratado sobre lógica y razonamiento, que abar­
caba tanto la deducción como una forma de inducción.
Aristóteles también subrayó la importancia de la observación en
las ciencias, especialmente en la astronomía. Por ejemplo, entre los
muchos argumentos que formuló para probar que nuestro planeta
es más o menos una esfera, se hallaba la forma de la sombra proyec­
tada por la Tierra sobre la Luna, tal como se observa durante un
eclipse. Si la Tierra es una esfera, entonces la sombra que proyecta
es un cono; así cuando la Luna entra en la sombra de la Tierra, la
forma de esta sombra será siempre aproximadamente circular.
La importancia de la observación puede verse claramente en la
descripción de Aristóteles del arco iris producido por la Luna:

El arco iris se ve de día, y antiguamente -e .pnsaba que nunca aparecía de


noche como un arco iris de la Luna. Esta op..;ión se debía a la rareza del acon­
tecimiento; no fue observado porque, aunque sucede. !o hace muy raramente.
La ra2 Ón es que los colores no son t.íciles de ver -n i i oscuridad y que deben
coincidir muchas otras condiciones, y tedo esto en un solo día del mes. Para
que haya un arco iris de Luna debe ;er Lui'.j llena, y además sólo cuando la
Luna está saliendo o poniéndose. De w.oc.o qu hemos conocido sólo dos ¿asos
de un arco iris lunar en más de cincuenta años.

Estos ejemplos bastan para mostrar que Aristóteles no puede des­


cribirse simplemente como un «fi!¡'=o;c de siüón». Es cierto, sin
embargo, que no sometió cada afirmación a la prueba del experi­
mentó. Indudablemente daba crédito a lo que había oído contar a
sus maestros, del mismo modo que generaciones sucesivas creyeron
lo que había dicho Aristóteles. A menudo se toma esto como base
para criticar como científico tanto a Aristóteles como a sus sucesores.
Pero se debería tener presente que los estudiantes nunca verifican
todas las afirmaciones que leen, ni aún la mayor parte de ellas, espe­
cialmente aquellas halladas en los libros de texto o manuales. La
vida es demasiado corta.

E l m o v im ie n to « n a tu r a l» de lo s o b je to s

Vamos a examinar ahora las afirmaciones de Aristóteles sobre el


movimiento. Para su discusión era fundamental el principio de que
todos los objetos que encontramos en esta Tierra están constituidos
por «cuatro elementos», aire, tierra, fuego y agua. Estos son los «ele­
mentos» de los que hablamos en la conversación ordinaria cuando
decimos que alguien afuera, en una tormenta, ha «desafiado a los
elementos». Queremos decir que tal persona ha estado en un hura­
cán, en un vendaval de polvo, una tempestad, etc., no que se ha
esforzado a través de un tornado de hidrógeno puro o de flúor. Aris­
tóteles observó que algunos objetos de la Tierra parecen ser ligeros
y otros parecen ser pesados. Atribuyó la propiedad de ser pesado o
ligero a la proporción en cada cuerpo de los distintos elementos
— siendo la tierra «naturalmente» pesada y el fuego «naturalmente»
ligero, y el agua y el aire intermedios entre estos dos extremos. ¿Cuál,
preguntó, es el movimiento «natural» de tales objetos? Respondió
que si un cuerpo es pesado, su movimiento natural será hacia abajo,
mientras que si es ligero, su movimiento natural será hacia arriba.
El humo, al ser ligero, asciende en derechura hacia arriba a menos
que sea arrastrado por el viento, mientras que una piedra, una man­
zana, o un pedazo de hierro descienden verticalmente cuando se
sueltan. Por consiguiente, para Aristóteles, el movimiento «natural»
(o sin impedimento) de un objeto terrestre es ascendente o descen­
dente, calculándose el arriba y el abajo a lo largo de una línea recta
trazada desde el centro de la Tierra a través del observador.
Aristóteles, por supuesto, fue consciente de que muy a menudo
los objetos se mueven de maneras distintas a las que se acaban de
describir. Por ejemplo, una flecha disparada desde un arco inicia apa­
rentemente su vuelo en una línea recta que es más o menos perpen­
dicular a una línea trazada desde el centro de la Tierra hasta el obser­
vador. Una bola en el extremo de una cuerda puede ser volteada en
un círculo. Una piedra puede ser lanzada verticalmente hacia arriba.
Tal movimiento, de acuerdo con Aristóteles, es «violento» o contrario
a la naturaleza del cuerpo. Dicho movimiento acontece sólo cuando
alguna fuerza está actuando para iniciar y mantener al cuerpo mo­
viéndose contrariamente a su naturaleza. Una piedra atada con una
cuerda se puede levantar y así someter a un movimiento violento,
pero en el momento en que la cuerda se rompa comenzará a caer
con un movimiento natural, buscando su lugar natural.
Vamos a considerar ahora el movimiento de objetos celestes: las
estrellas, los planetas, y el mismo Sol. Estos cuerpos parecen moverse
en círculos alrededor de la Tierra, saliendo por el este el Sol, la
Luna, los planetas y las estrellas, viajando a través del cielo, y
poniéndose por el oeste (excepto aquellas estrellas circumpolares que
se mueven en pequeños círculos, y que nunca se ocultan por debajo
del horizonte). De acuerdo con Aristóteles, los cuerpos celestes no
están hechos de los mismos cuatro elementos que los cuerpos terres­
tres. Están hechos de un «quinto elemento» o «éter». El movimiento
natural de un cuerpo compuesto de éter es circular, de modo que
el movimiento circular observado en los cuerpos celestes es su movi­
miento natural, acorde con su naturaleza, tal como el movimiento
hacia arriba o hacia abajo en línea recta es el movimiento natural
para un objeto terrestre.

LOS C IE L O S « IN C O R R U P T IB L E S »

En la filosofía aristotélica, los cuerpos celestes tienen una o dos


propiedades más de interés. El éter del cual están hechos es un mate­
rial que es inmutable o, para usar el viejo término, «incorruptible».
Esto contrasta con los cuatro elementos que encontramos sobre la
Tierra — están sometidos a cambio, es decir, son «corruptibles». Así,
sobre la Tierra encontramos tanto «nacimiento» como «degradación»
y «desaparición», al nacer y morir los seres. Pero en los cielos nada
cambia nunca; todo permanece igual: las mismas estrellas, los mismos
planetas eternos, el mismo Sol, la misma Luna. Los planetas, las
estrellas y el Sol se consideraban «perfectos» y a lo largo de los
siglos se compararon a menudo a eternos diamantes o piedras pre­
ciosas debido a sus cualidades inmutables. El único objeto celeste en
el que podía detectarse algún tipo de cambio o «imperfección» era
la Luna — pero la Luna, después de todo, es el cuerpo celeste más
próximo a la Tierra, y se tenía como una especie de frontera entre
la región terrestre del cambio (o corruptibilidad) y la región celeste
de permanencia e incorruptibilidad.
Obsérvese que en este sistema todos los objetos celestes que cir
cundan a la Tierra son más o menos semejantes y son todos distinto;
de la Tierra — en características físicas, composición, y «propiedade:
esenciales». Se puede entender así por qué la Tierra permanece er
reposo sin moverse, mientras que todos los objetos celestes se mué
ven. Además, no sólo se decía que la Tierra no tenía «movimientc
local», o movimiento de un lugar a otro, sino que tampoco se supo­
nía que girase sobre su eje. La principal razón física para esto, segúr
el viejo sistema, era que no es «natural» para la Tierra tener un
movimiento circular; esto sería contrario a su naturaleza, ya se tratase
de un movimiento orbital alrededor del Sol o de una rotación diurna
sobre su propio eje.

Los FA CTORES DEL M O V IM IE N T O

Vamos a examinar ahora un poco más de cerca la física aristo­


télica del movimiento de cuerpos terrestres. En todo movimiento,
decía Aristóteles, hay dos factores principales: la fuerza motriz, que
denotaremos aquí por F, y la resistencia, que denotaremos por R.
Para que exista movimiento, de acuerdo con Aristóteles, es necesario
que la fuerza motriz sea mayor que la resistencia. Por lo tanto, nues­
tro primer principio del movimiento es

F > R [1]

es decir, la fuerza debe ser mayor que la resistencia. Vamos a explo­


rar a continuación los efectos de distintas resistencias, manteniendo
constante en todos los casos la fuerza motriz. Nuestro experimento
se llevará a cabo con cuerpos en caída, cada uno de los cuales se
dejará caer libremente, iniciando la caída a partir del reposo, a través
de un medio resistente distinto. Para mantener las condiciones cons­
tantes, procuraremos que todos los cuerpos en caída sean esferas,
de modo que el efecto de su forma sobre su movimiento sea el mis­
mo. Por supuesto, Aristóteles era perfectamente consciente de que
la velocidad de un objeto, a igualdad de todas las otras condiciones,
depende en general de su forma, un hecho que ya hemos demostrado
con nuestro paracaídas.
Ahora, el experimento. Se usan dos bolas idénticas, del mismo
tamaño, forma y peso. Permitiremos a las dos caer simultáneamente,
una a través del aire, la otra a través del agua. Para llevar a cabo
este experimento se necesita un largo cilindro lleno de agua; sostenga
las dos bolas una junto a otra, una sobre al agua y la otra a la misma
altura, pero justo fuera de esta columna de agua (fig. 1). Cuando
las suelte simultáneamente, verá que, sin lugar a dudas, la velocidad
de la que se mueve a través del aire es muchísimo mayor que la de
la que está cayendo a través del agua. Para probar que el resultado
del experimento no deriva del hecho de que !as bolas están hechas
de acero o tengan un peso en particular, el experimento puede repe­
tirse usando bolas de acero menores, o un par de bolas de vidrio o
de latón, etc. En menor escala, cualquiera puede repetir este expe­
rimento utilizando dos «canicas» de vidrio y un vaso de whisky lleno
de agua hasta el borde. Su resultado puede escribirse en una ecua­
ción, mediante la cual expresamos el hecho de que, bajo circunstan­
cias iguales, la velocidad en el agua (que ofrece gran resistencia o
dificultad al movimiento) es menor que 'a velocidad en el aire (que
no impide el movimiento tanto como e! agua):

1
y<x — [2 ]
R

es decir, que la velocidad es inversamente proporcional a la resisten­


cia del medio a través del que se mueve el cuerpo. Es una experiencia
común que el agua resiste al movimiento; cualquiera que haya inten­
tado correr por el agua a la orilla de una playa sabe cuánto frena el
agua su movimiento, en comparación con el aire.
Ahora llevaremos a cabo el experimento con dos cilindros, uno
lleno de agua y el otro lleno de aceite (fig. 2). El aceite resiste al
movimiento aún más que el agua; cuando se sueltan simultáneamente

r \
Punto de partida —*■*. }

Aire
>

O
dos esferas idénticas de acero, la que pasa por el agua llega al fondo
mucho antes que la que cae a través del aceite. Debido a que la resis­
tencia Rae del aceite es mayor que la resistencia Rag del agua, pode­
mos predecir ahora que, si cualquier pardeobjetosidénticos se deja
caer a travésde estoslíquidos, el que cae por elagua recorrerá una
altura dada más rápidamente que el que atraviesa el aceite. Esta pre­
dicción es fácil de verificar. Por consiguiente, como hemos hallado
que la resistencia Rag es mayor que la resistencia Rai del aire

Rae > Rag


Rag > Raí [3 ]

la resistencia del aceite tiene necesariamente que ser mayor que la


del aire.

Rae ^ Rai [4 ]

También puede verificar esto repitiendo el experimento inicial con


un cilindro lleno con aceite en vez de agua.
Vamos a considerar ahora los efectos de distintas fuerzas motri­
ces. En este experimento usaremos de nuevo el cilindro largo lleno
de agua. En él dejamos caer simultáneamente una bola de acero
grande y otra pequeña. Encontramos que la bola grande, la más pesa­
da de ambas, llega al fondo antes que la más ligera. Aquí, se puede
argumentar, el tamaño podría tener algún efecto, pero si tiene alguno,
la bola grande debería encontrar una resistencia mayor que la peque-
ña. Por lo tanto, el experimento podría servirnos como indicio de
que, cuanto mayor la fuerza empleada para superar una resistencia
dada, tanto mayor es la velocidad. Se puede repetir este experimento
utilizando esta vez una bola de acero y otra de vidrio, de forma que
ambas tengan exactamente el mismo tamaño, pero pesos distintos.
Una vez máshallamos que labola máspesada parece sermucho más
capaz de superar laresistencia del medio; así, llegaprimero alfondo
o alcanza mayor velocidad. También es posible realizar el experi­
mento con aceite y con varios otros líquidos — alcohol, leche, etc.—
para llegar al mismo resultado general. En forma de ecuación, pode­
mos constatar las conclusiones del experimento como sigue:

VocF [5]

es decir, siendo iguales todas las circunstancias restantes, cuanto


mayor es la fuerza, tanto mayor es la velocidad.
Podemos combinar ahora la ecuación [2] con la ecuación [5]
en una única ecuación como sigue:

F
V oc— [6]
R

es decir,- la velocidad es proporcional a la fuerza motriz e inversa­


mente proporcional a la resistencia del medio, o bien, la velocidad
es proporcional a la fuerza dividida por la resistencia. Esta ecuación
se conoce frecuentemente como la ley aristotélica del movimiento.
Deberíamos señalar que el mismo Aristóteles no escribió sus resul­
tados en forma de ecuaciones, una manera moderna para expresar
este tipo de relaciones. Aristóteles y la mayoría de los primeros cien­
tíficos, inclusive Galileo, preferían comparar velocidades con velo­
cidades, fuerzas con fuerzas y resistencias con resistencias. Así, en
vez de escribir la ecuación [5] como lo hemos hecho, habrían prefe­
rido la aserción
V v : Va : : Fv : Fa

El cociente de las velocidades de las bolas de vidrio y de acero se


compara con el cociente de las fuerzas con las cuales estas bolas caen
hacia abajo. Esto es equivalente a la constatación general de que la
velocidad de la bola de vidrio es a la velocidad de la bola de acero
como la fuerza motriz de la bola de vidrio a la fuerza motriz de la
bola de acero.
Vamos a estudiar ahora la ecuación [6], a fin de descubrir algu­
nas de sus limitaciones. Está claro que esta ecuación no se puede
aplicar en general ya que, si la fuerza motriz fuese igual a la resis­
tencia, la ecuación no daría el resultado de que la velocidad V es
igual a cero; ni un resultado cero cuando la fuerza F es menor que
la resistencia R. Por lo tanto, la ecuación [6] está sometida a la limi­
tación arbitraria impuesta por la ecuación [1], y sólo es cierta cuando
la fuerza es mayor que la resistencia. En otras palabras, la ecuación
es una constatación limitada, y no universal, sobre las condiciones
del movimiento.
Se ha dicho en ocasiones que esta ecuación pudo surgir del estu­
dio de una balanza de brazos desiguales, digamos con pesos idénticos
en los dos brazos, o quizás de una balanza de brazos iguales con
pesos distintos en sus extremos. En este caso es imposible que F sea
menor que R, ya que el peso mayor es siempre la fuerza motriz, mien­
tras que el peso menor siempre es la resistencia. Además, tratándose
de una balanza de brazos iguales, si F — R no habrá movimiento.
La ley del movimiento tiene dos últimos aspectos que debemos
introducir antes de abandonar el tema. El primero es que la ley en
sí misma no nos dice nada sobre las etapas según las cuales un objeto
que cae desde el reposo adquiere la velocidad V. La ley sólo nos dice
algo acerca de la velocidad misma: Obviamente es algún tipo de
velocidad «promedio» o velocidad «final», ya que simplemente se
mide el intervalo de tiempo empleado en atravesar una distancia
determinada

lo cual es aplicable a una velocidad media o al movimiento a velo­


cidad constante, pero no a! acelerado o a velocidades que cambian
constantemente. ¿No sabía Aristóteles que la velocidad de un cuerpo
que está cayendo comienza desde cero y alcanza su valor final por
etapas graduales?

El m o v im ie n t o de los cu erpos que caen a través DEL AIRE

Quizá de mayor importancia para nosotros que cualquiera de los


argumentos anteriores es el resultado de otro experimento. Hasta aquí
nos hemos referido al tipo de experiencia positiva que nos haría con­
fiar en la lev del movimiento de Aristóteles, pero hemos omitido
un experimento muy crucial. Volvamos a considerar dos objetos del
mismo tamaño y forma, pero de distinto peso, o de diferente fuerza
motriz F. Hemos dicho que si éstos se dejasen caer simultáneamente
en agua, o aceite, se observaría que el más pesado desciende más
rápidamente. (El lector — antes de continuar con el resto de este
capítulo y lo que queda del libro— encontrará interesante detenerse
y realizar estos experimentos por sí mismo.) Llegamos ahora al últi­
mo de esta secuencia de experimentos; consiste en dejar caer dos
objetos del mismo tamaño, pero de diferente peso, en el mismo
medio, que debe ser el aire. Vamos a suponer que el pe¿o de uno
de nuestros objetos es exactamente el doble que el peso dei Otro,
lo que podría implicar, según el punto de vista antiguo, que la velo­
cidad de objeto más pesado debería ser justamente el doble de la
del más ligero. Para una altura de caída constante, la velocidad es
inversamente proporcional al tiempo, así que

V e - [8 ]
T
o bien,

V2 T,

es decir, las velocidades son inversamente proporcionales a los tiem­


pos de descenso. Por lo tanto, el tiempo de descenso de la bola más
pesada debería ser exactamente la mitad del tiempo de descenso de
la más ligera. Para llevar a cabo esta experiencia, póngase de pie
sobre una silla y deje caer juntos los dos objetos de modo que gol­
peen el suelo desnudo. Una buena manera de dejarlas caer mas o
menos simultáneamente es sostenerlas horizontalmente entre los de­
dos índice y corazón de una mano. Entonces abra de repente los
dedos, y las dos bolas empezarán a caer juntas. ¿Cuál es el resultado
de este experimento?
En lugar de describirlo, permítame sugerirle que lo haga usted
mismo. Luego compare su resultado con los obtenidos por Juan el
Gramático y también con la descripción que hizo Stevin en el si­
glo xvi, y finalmente con la que nos facilitó Galileo en su tamoso
libro Dos nuevas ciencias hace unos 350 años (véase pp. 20-22 ante­
riores). Como Juan el Gramático, Stevin, Galileo y otros hallaron
fácilmente, el experimento contradice las predicciones de la teoría
aristotélica ‘.

1 Para distancias de caída relativamente cortas, digamos desde e! techo al


suelo de una habitación ordinaria, ambas bolas tocarán el suelo con un único
Una pregunta que se debería hacer en este punto es Ja siguiente:
Evidentemente, la ecuación [6] no es válida para el aire, pero ¿lo
sería en realidad para los otros medios que hemos explorado? Para
averiguar si la ecuación [6] es o no es una aserción cuantitativa­
mente correcta, pregúntese si era simplemente una definición de «re­
sistencia» o, si hay alguna otra forma de medir la «resistencia», cómo
se medirían las velocidades. ¿Será suficiente, para medir la velocidad,
utilizar la ecuación [8] v medir el tiempo de caída? 2
En cualquier caso, creo que la mayor parte de los lectores pen­
sará que, a excepción del experimento de dos objetos desiguales
cayendo a través del aire, el sistema aristotélico suena lo bastante
razonable como para poder creerlo. No tenemos motivo para con­
denar demasiado a Aristóteles ni a cualquier físico aristotélico que
jamás haya hecho el experimento de dejar caer simultáneamente dos
objetos de peso desigual a través del aire.

L a im p o s ib ilid a d d e u n a t i e r r a e n m o v im ie n to

Pero, se preguntará todavía, ¿qué tiene que ver todo esto con el
tema de si la Tierra está en reposo en lugar de en movimiento?
Busquemos la respuesta en el libro de Aristóteles Sobre los cielos.
Aquí se encuentra la afirmación de que algunos han considerado a

golpe, a no ser que haya un «error de partida», un error que proviene de que
las dos bolas no se soltaron simultáneamente. Se encontrará una ligera diferen­
cia, tal como observaron Galileo y Juan el Gramático, para un mayor trayecto
de caída.
2 No sabemos cuántos cier.tíficos antes de Galileo y Stevin pueden haber
realizado experimentos de caica de cuerpos. En un artículo sobre «Galileo and
Early Experimentation» (en Rutherford Aris, H. Ted Davis, y Roger H. Stue-
wer, eds., Spritigs of Scientific Creativity, Minneapolis, University de Minnesota
Press, 1983), Tomas B. Settle describe tales experimentos realizados por algunos
italianos del siglo xvi. Benede::o Varchi, un florentino, escribió en un libro de
1544 que «Aristóteles y todos los otros filósofos» nunca dudaron, sino que
«creyeron y afirmaron» que la velocidad de caída de un cuerpo está en razón
ce su peso, pero la «prueba Experimental [proua] ... demuestra que no es ver­
dad». No está claro si Varchi hizo realmente el experimento o si estaba infor­
mando de un experimento hecho por otros, Fra Francesco Beato y Luca Ghini.
Giuseppe Moletti. un matemático que ocupó el mismo puesto de profesor de
•matemáticas en Pisa que más :arde tuvo Galileo, escribió un tratado en 1576
■n el que describió cómo había refutado la conclusión de Aristóteles, según la
cual una bola de plomo de 20 libras que cae desde una torre tendría una velo­
cidad 20 veces mayor que otra de una libra. «Ambas llegan al mismo tiempo»,
escribió Moletti, « y he hecho la prueba [prova] de ello, no una vez, sino mu­
chas veces». Moletti también hizo un ensayo con bolas del mismo tamaño, pero
de distinto material (y por tar.ro de distinto peso), una de plomo y otra de
madera. Halló que, cuando se sueltan las dos simultáneamente desde un lugar
alto, «descienden y llegan a t:erra o al suelo en el mismo instante de tiempo».
la Tierra en reposo, mientras que otros han dicho que se mueve.
Pero existen muchas razones por las cuales la Tierra no puede mover­
se. Según Aristóteles, para poseer una rotación alrededor de un eje,
cada parte de la Tierra debería describir un círculo, sin embargo, el
estudio del comportamiento real de sus partes muestra que el movi­
miento terrestre natural se produce en línea recta hacía el centro.
«Por ello, el movimiento, siendo impuesto [violento] y no natural,
no podría ser eterno; sin embargo, el orden del mundo es eterno.»
El movimiento natural de todas las porciones de materia terrestre se
dirige hacia el centro del universo, que da la casualidad de que coin­
cide con el centro de la Tierra. Como «prueba» de que los cuerpos
terrestres se mueven realmente hacia el centro de la Tierra, dice
Aristóteles: «Observamos que los graves que se mueven hacia la
tierra no lo hacen en líneas paralelas», sino que aparentemente for­
man un poco de ángulo entre sí. «Podemos añadir a nuestras razo­
nes anteriores», apunta después, «que los objetos pesados, si se arro­
jan con fuerza hacia arriba en línea recta, vuelven a su punto de
partida, aun si la fuerza los lanza a una distancia ilimitada». Así,
si un cuerpo se lanzara en derechura hacia arriba y entonces cayera
directamente hacia abajo, calculando estas direcciones con respecto
aJ centro del universo, no llegaría a la tierra exactamente en el punto
desde el cual fue lanzado, si la Tierra se moviese durante el inter­
valo. Esto es una consecuencia directa de la cualidad «natural» del
movimiento rectilíneo de los objetos terrestres.
Los argumentos precedentes muestran cómo se pueden aplicar los
principios de Aristóteles sobre el movimiento natural y el violento
(no natural) para demostrar la imposibilidad del movimiento terres­
tre. Pero ¿qué sucede con !a «ley del movimiento» de Aristóteles,
expresada en la ecuación [6] o en la ecuación [9]? ¿Cuál es su
relación específica con el reposo de la Tierra? La respuesta está
expresada claramente al principio del Almagesto de Ptolomeo, la
antigua obra estándar sobre astronomía geocéntrica. Ptolomeo escri­
bió, siguiendo los principios aristotélicos, «que si la Tierra tuviese
un movimiento habría llegado en el proceso del descenso a adelantar
a cualquier otro cuerpo que cayera, en virtud de su enorme exceso
de tamaño, y habría dejado atrás flotando en el aire a los animales
y a todos los pesos separados, mientras que la Tierra, por su parte,
a esta gran velocidad se habría caído del mismo universo». Esto es
una clara consecuencia de la noción de que los cuerpos caen con una
velocidad proporcional a sus pesos respectivos. Y muchos científicos
debieron estar de acuerdo con el comentario final de Ptolomeo: «Pero
de hecho, esta sugerencia debe considerarse tan sólo para ver que es
totalmente ridicula.»
Capítulo 3
LA TIERRA Y EL UNIVERSO

El año 1543 se considera, con mucha frecuencia, como el año


del nacimiento de la ciencia moderna. En este año se publicaron dos
importantes libros que provocaron cambios significativos en la con­
cepción del hombre sobre !a naturaleza y el mundo: uno era el De
revolutionibus orbium coelestium [ Sobre las revoluciones de los orbes
celestes ] del clérigo polaco Nicolás Copérnico, y el otro el De la
estructura del cuerpo humano, del flamenco Andreas Vesalio. Este
último trataba sobre el hombre desde el punto de vista de la obser­
vación anatómica exacta, y reintrodujo en la fisiología y la medicina
el espíritu de empirismo que había caracterizado los escritos de los
anatomistas y fisiólogos griegos, de entre los cuales el último y más
importante sería Galeno. El libro de Copérnico introducía un nuevo
sistema de astronomía, que se oponía a la noción generalmente acep­
tada de que la Tierra estaba en reposo. Aquí solamente pretendemos
discutir ciertos rasgos determinados del sistema copernicano, sobre
todo algunas consecuencias que surgen al considerar a la Tierra en
movimiento. No nos detendremos en detallar las ventajas y desven­
tajas relativas del sistema en su conjunto, ni tan siquiera haremos
una comparación detenida de sus méritos con los del sistema ante­
rior. Nuestro principal objeto es el de explorar qué consecuencias
tuvo el concepto de una Tierra en movimiento para el desarrollo de
una ciencia: la dinámica.
C o p é r n ic o y el n a c im ie n t o de la c ie n c ia m oderna

En la Grecia antigua se sugirió que la Tierra podría tener una


rotación diana sobre su eje, y completar una revolución anual sobre
una enorme órbita alrededor del Sol. Propuesto por Aristarco en el
siglo n i a.C., este sistema fue rechazado frente a uno en el que la
Tierra estaba en reposo. Había una gran oposición a la idea de que
la Tierra pudiera moverse. Incluso cuando, casi 2000 años mas tarde,
Copérnico publicó su tratado sobre un sistema del universo basado
en una combinación de los dos movimientos terrestres, no hubo
aceptación inmediata. Con el tiempo, naturalmente, el libro de Co­
pérnico mostró contener las semillas de toda la revolución científica
que culminó en la magnífica fundamentación que dio Isaac Newton
a la física moderna. Mirando hacia atrás, podemos ver cómo la acep­
tación del concepto copernicano de una Tierra en movimiento im­
plicaba necesariamente una física no aristotélica. ¿Era esta una
consecuencia aparente para los contemporáneos de Copérnico? ¿Y
por qué no llevó a cabo el mismo Copérnico esta revolución cientí­
fica que transformó al mundo en una medida tal que todavía no
somos completamente conscientes de todas sus consecuencias? En
este capítulo exploraremos estas cuestiones, y veremos en particular
por qué la propuesta de Copérnico de un sistema del mundo en el
que la Tierra se mueve y el Sol está en reposo no era por sí sola
suficiente para rechazar la vieja física.
Para empezar, debemos dejar claro que Copérnico (1473-1543)
fue, en muchos aspectos, más un conservador que un revolucionario.
Muchas de las ideas que introdujo ya había sido escritas, y una y
otra vez le impidió avanzar el hecho de que era incapaz de ir más
allá de los principios básicos de la física aristotélica. Cuando hoy en
día hablamos del «sistema copernicano», nos solemos referir a un
sistema del universo bastante diferente del descrito en el De revolu­
tionibus orbium coelestium de Copérnico. La razón de este proceder
es que deseamos rendir homenaje a Copérnico por sus innovaciones, y
lo hacemos a expensas de la exactitud literal, refiriéndonos al sis­
tema heliocéntrico de la era post-copernicana como «copernicano».
Sería más propio llamarlo «kepleriano», o por lo menos «keplero-
copernicano».

E l s is t e m a d e l a s e s f e r a s c o n c é n t r i c a s

Pero antes de describir el sistema copernicano, permítame expo­


ner algunas de las características fundamentales de los dos principales
sistemas pre-copernicanos. Uno de ellos, atribuido a Eudoxo, fue
mejorado por otro astrónomo griego, Calipo, y recibió su toque final
de Aristóteles. Se trata del sistema conocido como de las «esferas
concéntricas». En este sistema, cada planeta — y también el Sol y
la Luna— se consideraban fijos, en el ecuador de una esfera inde­
pendiente que giraba sobre su eje, con la Tierra estacionaria en'el
centro. Mientras giraba cada esfera, los extremos de los ejes de rota­
ción estaban fijos en otra esfera, que también estaba girando, con un
período diferente y alrededor de un eje que no tenía la misma orien­
tación que el eje de la esfera interior.
Para algunos planetas podían existir hasta cuatro esferas, cada
una insertada en la siguiente, con el resultado de que podía produ­
cirse una gran variedad de movimientos. Por ejemplo, una de estas
esferas podía dar cuenta del hecho de que, dondequiera que se en­
contrara el planeta entre las estrellas, pudiera dar una vuelta alre­
dedor de la Tierra cada 24 horas. Habría otra de tales esferas para
mover al Sol en su revolución diaria aparente, otra para la Luna, y
otra para las estrellas fijas. El conjunto de esferas interiores para
cada planeta explicaría el hecho de que un planeta no sólo parece
moverse a través del cielo con un movimiento diario, sino que tam­
bién cambia su posición con respecto a las estrellas fijas de un día
para otro. Así, un planeta se encontrará a veces en una constelación
y a veces en otra. El nombre de «planeta» se derivó del verbo griego
que significa «vagar», debido a que los planetas se veían errar entre
las estrellas fijas noche tras noche. Una de las características obser­
vadas en ese vagar es que no tiene una dirección constante. La direc­
ción habitual del movimiento es un lento progreso hacia el este, pero
cada cierto tiempo el planeta detiene este movimiento (alcanzando
un punto estacionario) y luego (fig. 3) se mueve durante un corto
tiempo hacia el oeste, hasta que llega a otro punro estacionario, tras
lo cual reemprende de nuevo su movimiento inicial hacia el este a
través de los cielos. El movimiento hacia el este se conoce como
movimiento «directo», y el movimiento hacia el oeste como «retró­
grado». Mediante una apropiada combinación de esferas, Eudoxo fue
capaz de construir un modelo para mostrar cómo las combinaciones
de movimientos circulares podían producir los aparentes movimien­
tos «directo» y «retrógrado» observados en los planetas. De alguna
manera, se trata del mismo tipo de «esferas» que aparecen en el
títu.;- del libro de Copérnico.
Después del declive ce Grecia, la ciencia cayó en manos de los
astrónomos islámicos o árabes. Algunos de entre ellos elaboraron el
sistema de Eudoxo y Aristóteles e introdujeron muchas otras esferas
para obtener una concordancia más exacta entre las predicciones de
este sistema y la observación. Se llegó a pensar que estas esferas,
que habían llegado a obtener un cierto grado de realidad, estaban
hechas de cristal; el sistema adquirió el nombre de «esferas crista­
linas». Debido a que se creía que la orientación de las estrellas y
planetas tenía una importante influencia sobre todos los asuntos
humanos, hombres y mujeres llegaron a pensar que la influencia del
planeta emanaba, no del objeto en sí, sino de la esfera a la que
estaba unido. En esta creencia podemos ver el origen de la expresión
«esfera de influencia», que todavía hoy se utiliza en un contexto
político y económico.

Ptolom eo y el s is t e m a de e p ic ic l o s y deferentes

El otro sistema principal de la antigüedad que rivalizaba con


éste fue el elaborado por Claudio Ptolomeo, uno de los astrónomos
más importantes del mundo antiguo, y se basaba en alguna medida
en conceptos que habían sido introducidos por el geómetra Apolonio
de Perga y el astrónomo Hiparco. El resultado final, que se conoce
generalmente como el sistema ptolemaico, en contraste con el sistema
de Eudoxo-Aristóteles de esferas homocéntricas (con centro común),
tenía una enorme flexibilidad y, en consecuencia, una enorme com­
plejidad. Los mecanismos fundamentales se utilizaban en varias com­
binaciones. En primer lugar, imagine un punto P moviéndose unifor­
memente en un círculo alrededor del punto T, tal como se ve en la
figura 4A. Se trata de un caso de movimiento circular uniforme, que
no permite ni puntos estacionarios ni retrogradación. Tampoco da
cuenta del hecho de que los planetas no tienen una velocidad cons­
tante cuando se mueven aparentemente alrededor de la Tierra. A lo
sumo, se podría obervar tal movimiento sólo en el comportamiento
de las estrellas fijas, pues Hiparco había visto que incluso el Sol se
mueve con una velocidad variable, una observación relacionada con
el hecho de que las estaciones no tienen la misma duración. En la
figura 4B, la tierra no se encuentra en el centro exacto C de este
círculo, sino fuera del centro, en el punto T. Está claro entonces
que, si el punto P corresponde a un planeta (o al Sol), visto desde
la Tierra, éste no parecerá moverse uniformemente con respecto a las
estrellas fijas, aunque su movimiento a lo largo del círculo sea, de
hecho, uniforme. Si la Tierra y el cuerpo celeste forman un sistema
excéntrico como éste, en lugar de un sistema homocéntrico, habrá
momentos en que el Sol o el planeta se encontrarán muy cerca de la
Tierra (perigeo), y momentos en que el Sol o el planeta estén muy
alejados de ella (apogeo). Se puede esperar entonces una variación en
el brillo de los planetas, cosa que también se observa.
Introduciremos ahora uno de los mecanismos principales que uti­
lizaba Ptolomeo para explicar el movimiento de los planetas. Vamos

perigeo

F ig u ra 4
a suponer que, mientras el punto P se mueve uniformemente sobre
un círculo alrededor del centro C (fig. 5), un segundo punto Q
mueve en un círculo alrededor del punto P. Como resultado tendría­
mos una curva con una serie de rizos o lóbulos. El círculo grande
sobre el que se mueve P se llama el círculo de referencia, o ei defe­
rente, y el círculo pequeño en el que se mueve Q se llama el epiciclo.
Por ello, el sistema ptolemaico se describe frecuentemente como un
sistema basado en epiciclos y deferentes. Está claro que la curva que
resulta de la combinación de epiciclo y deferente es tal que el pla­
neta se encuentra más cerca del centro en un momento dado que en
otros, que también existen puntos estacionarios, y que cuando el
planeta se encuentra en el interior de cada rizo, un observador en C
lo verá con movimiento retrógrado. Para que el movimiento esté

Fig. 5.— El 'mecanismo de Ptolomeo para explicar el vagar de los planetas supo­
nía una complicada combinación de movimientos. El Planeta Q viaja alrededor
de P en un circulo (líneas de puntos), mientras que P se mueve en un círculo
alrededor de C. La línea llena, con rizos, es la trayectoria que seguiría Q en el
movimiento combinado.
© ®
Fie. 6.— Con el epiciclo y el deferente (y con ingeniosidad), ios astrónomos
podían describir casi cualquier movimiento planetario observado y seguir todavía
manteniéndose dentro de los límites del sistema ptolemaico. En (A), el punto P
se mueve en un circulo con centro en C, el cual se mueve sobre un círculo me­
nor centrado en X. En i 3), la combinación de deferente y epiciclo tiene el efecto
de trasladar el centro aparente de la órbita de P desde C a C . En (C), la com­
binación da como resultado una curva elíptica. La figura en (D) muestra la tra­
yectoria de P al moverse sobre un epiciclo superpuesto a otro epiciclo; el centro
del círculo de P es R. el cual se mueve sobre un circulo cuyo centro, Q, se halla
sobre un círculo centrado en C.
conforme con la observación tan sólo es necesario escoger el tamaño
relativo del epiciclo y del deferente y las velocidades relativas de
rotación de los dos círculos, de modo que concuerde con las apa­
riencias.
Se desprende claramente de su libro que Ptolomeo nunca se com­
prometió con la cuestión de si existen epiciclos y deferentes «reales»
en los cielos. De hecho, parece mucho más probable que considerara
al sistema que describió como un «modelo» del universo, y no nece­
sariamente como su «verdadera» imagen — cualquiera que sea el sig­
nificado de estas palabras. Es decir, se trataba del ideal griego, que
alcanzaba su más alta cota en los escritos de Ptolomeo, de construir
un modelo que permitiera al astrónomo predecir las observaciones,
o — para utilizar la expresión griega— «salvar las apariencias». Si

Fig. 7.— El ecuante era un artificio ptolemaico para explicar los cambios apa­
rentes en la velocidad de un planeta. Mientras que el movimiento de P desde A
a A', desde B a B', y desde C a C’ no seria unijorme con respecto al centro del
circulo, C, si lo serta con respecto a otro punto, T, el ecuante, porque los ángu­
los a, 0, y son iguales. El planeta se mueve por cada uno de los arcos AA', J3B',
V C C en el mismo tiempo pero, obviamente, con diferentes velocidades.
bien despreciado a menudo, este enfoque de la ciencia es muy similar
al del físico del siglo xx, cuya meta principal es también la de cons­
truir un modelo que suministre ecuaciones que predigan los resul­
tados del experimento. A menudo el físico actual tiene que conten­
tarse sólo con ecuaciones, a falta de un «modelo» en el sentido prác­
tico y ordinario de la palabra.
Se pueden mencionar brevemente ciertas otras características del
viejo sistema ptolemaico. La Tierra no tiene que encontrarse necesa­
riamente en el centro del círculo deferente, o dicho de otro modo,
el círculo deferente (fig. 6A) podría ser excéntrico en vez de homo-
céntrico — es decir, tener un centro que no fuera el de la Tierra.
Además, mientras que el punto P se mueve sobre el círculo grande
(fig. 6B) de referencia, o el deferente, su centro C podía estar mo­
viéndose sobre un círculo pequeño, una combinación que no necesa­
riamente produce una retrogradación, pero que podía tener el efecto
de elevar al círculo, o de transponerlo, o de producir un movimiento
elíptico (fig. 6C). Finalmente, había un mecanismo conocido como
el «ecuante» (fig. 7). Se trata de un punto fuera del centro de un
círculo sobre el que se podía «uniformizar» el movimiento. Es decir,
consideremos un punto P que se está moviendo sobre un círculo con
centro en C en relación con un ecuante. El punto P se mueve de tal
manera que una línea trazada desde P al ecuante barre ángulos igua­
les en tiempos iguales; esto tiene el efecto de que, para un obser­
vador que no se encuentre en el ecuante, P no se mueve uniforme­
mente en su trayectoria circular. Estos artificios se podían utilizar
en muchas combinaciones diferentes. El resultado era un sistema de
gran complejidad. Muchos sabios no podían creer que un sistema
de cuarenta o más «ruedas dentro de otras ruedas» pudiera estar
girando en los cielos, que el mundo pudiera ser tan complicado. Se
dice que Alfonso X , rey de Castilla y León, llamado Alfonso el
Sabio, quien fue mecenas de un famoso conjunto de tablas astro­
nómicas en el siglo x i i i , no podía creer que el sistema del universo
fuera tan intrincado. Cuando se le enseñó el sistema ptolemaico
por vez primera, comentó, según la leyenda: «Si el Todopoderoso
me hubiera consultado antes de embarcarse en la Creación, le hubiera
recomendado algo más sencillo.»
No hay lugar en donde hayan sido expresadas tan claramente las
dificultades para comprender el sistema ptolemaico como en el famo­
so poema de John Milton El paraíso perdido. Milton había sido maes­
tro de escuela, había enseñado en la práctica el sistema ptolemaico
y sabía, por ello, de qué estaba hablando. En estas líneas, el ángel
Rafael responde a las preguntas de Adán sobre la construcción del
universo y le dice que seguramente las actividades del hombre harían
reír a Dios:

... cuando se pongan a modelar el cielo


y a calcular las estrellas, cómo ordenarán
la inmensa estructura, cómo construirán, destruirán, tramarán
para salvar las apariencias, cómo ceñirán la esfera
con céntricas y excéntricas garabateadas sobre ella,
ciclos y epiciclos, orbes dentro de orbes...

Antes de comenzar con las innovaciones de Copérnico, puede


resultar apropiado hacer algún comentario final sobre el viejo sistema
de atronomía. En primer lugar, está claro que parte de la compleji­
dad surge del hecho de que las curvas que representan los movimien­
tos aparentes de los planetas (fig. 5) son combinaciones de círculos.
Si hubiera sido posible utilizar simplemente una ecuación para una

o 9
Sol Mercurio
9 0
Venus Tierra
1d
Luna Marte

*
Júpiter
b
Saturno
#
Urano
f
Neptuno
E
Plutón

F ig . 8 . — Los orígenes de los viejos símbolos planetarios se pierden en la anti­


güedad, pero las derivaciones babitualmente aceptadas provienen de la mitología
griega y latina. El símbolo del Sol representaba probablemente un escudo con
ombligo. El símbolo para Mercurio, o representaba su caduceo, el bastón que
llevaba, o su cabeza con el gcr'0 alado. El símbolo de Venus era el espejo aso­
ciado con la diosa del amor y de ia belleza. El símboio de Marte, dios de la
guerra, se cree que representa, o la cabeza y casco con pluma que se balancea,
o la lar.za y el escudo del guerrero. El ,:~ibolo para Júpiter también tiene deri­
vaciones alternativas — o bien un tosco jeroglífico del águila, «ave de Júpiter»,
o la primera letra de Zeus, el nombre griego de Júpiter. El símbolo de Saturno
es una antigua guadaña, emblema del dios del tiempo. El símbolo de Urano es
la primera letra del apellido de su descubridor, Sir William Herscbel (1738­
1822), con el planeta suspendido del crucero. El tridente ba sido siempre el
símbolo de Neptuno, el dios del océano. El símbolo de Plutón es un evidente
monograma. Es interesante que los alquimistas usaran el símbolo de Mercurio
para el metal mercurio y el símbolo de Venus para el cobre. Hoy en día, los
genetistas designan lo femenino con el símbolo de Venus y lo masculino con
el símbolo de Marte.
curva lobulada tal como la lenaniscata, el trabajo habría sido mucho
más fácil. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en los tiempos
de Ptolomeo no existía la geometría analítica, que utiliza ecuaciones,
v que había crecido una tradición, consagrada tanto por Aristóteles
como por Platón, según la cual el movimiento de los cuerpos celestes
debe explicarse en términos de un sistema natural de movimiento
.— quizá como consecuencia del argumento de que un movimiento
circular no tiene ni comienzo ni fin y que, por lo tanto, es el más
apropiado para unos planetas inmutables, incorruptibles, y en eterno
movimiento. Sea como fuere, como veremos, la idea de explicar el
movimiento planetario sólo mediante combinaciones de círculos per­
duró en la astronomía durante un tiempo muy largo.
El sistema ptolemaico no sólo funcionaba o se podía hacer fun­
cionar, sino que encajaba perfectamente en el sistema de física aris­
totélica. Se asignaron a las estrellas, los planetas, el Sol y la Luna
movimientos en círculos o en combinaciones de círculos, su «movi­
miento natural», mientras que la Tierra no participaba de los mismos,
al hallarse en su «lugar natural» en el centro del universo, y en
reposo. En el sistema ptolemaico, pues, no había necesidad de bus­
car un nuevo sistema de física distinto del que concordaba igual­
mente bien con el sistema de las esferas homocéntricas. A veces,
estos dos sistemas se describen como «geostáticos», porque en ambos
la Tierra está en reposo; la expresión más habitual es «geocéntrico»,
porque en los dos la Tierra se encuentra en el centro del universo.

I n n o v a c io n e s c o p e r n ic a n a s

Cuando Copérnico elaboró su propio sistema, éste tenía mucho


parecido con el sistema de Ptolomeo. Copérnico admiraba mucho a
Ptolomeo; siguió al Almagesto al organizar su libro, ordenar los dis­
tintos capítulos y elegir la secuencia en que iba a introducir los dis­
tintos temas.
El paso de un sistema geostático a uno heliostático (con el Sol
inmóvil) implicaba ciertas explicaciones nuevas. Para verlas, comen­
cemos como Copérnico, examinando primero la forma más sencilla
de un universo heliostático. El Sol está en el centro, fijo e inmóvil,
y a su alrededor se mueven en círculos, y en este orden, Mercurio,
Venus, la Tierra con su luna, Marte, Júpiter, y Saturno (fig. 8a).
Copérnico explicaba los movimientos diarios aparentes del Sol, la
Luna, las estrellas y los planetas, basándose en que la Tierra gira
sobre su eje una vez al día. Las restantes apariencias principales
derivaban, según él, de un segundo movimiento de la Tierra, cons-
F ig . 8A.— Este diagrama del sistema copernicano se ha tomado de A Perfit
Description of the Caelestial Orbes [Una perfecta descripción de los orbes ce­
lestes] (1576), que presenta una traducción al inglés de una parte del De Revo-
lutionibus de Copémico Digges ha añadido una característica al sistema, al hacer
infinita la esfera de las estrellas fijas.

tituido por una revolución orbital alrededor del Sol, como las órbitas
de los otros planetas. Cada planeta tiene un período diferente de
revolución, siendo estos períodos tanto mayores cuanto más alejado
se encuentra el planeta del Sol. Así resulta fácil explicar el movi­
miento retrógrado. Considere a Marte (fig. 9), cuyo movimiento
alrededor del Sol es más lento que el de la Tierra. Se muestran siete
posiciones de la Tierra y de Marte en un momento en que la Tierra
sobrepasa a Marte y éste está en oposición (es decir, cuando una línea
La Tierra y el Universo
F ig . 9.— l.n el sistema copernicano, el movimiento retrógrado aparente de los planetas tiene una explicación sencilla; es una
cuestión de velocidades relativas. Aquí las lineas visuales muestran por qué un planeta superior, más alejado del Sol que la
fierra, parece volver atrás. Se debe a que viaja alrededor del Sol más lentamente que la Tierra.
trazada desde el Sol a Marte pasa por la Tierra). Se observará que
la línea trazada desde la Tierra a Marte en cada una de estas posi­
ciones sucesivas se inclinará primero hacia adelante, luego hacia atrás,
y luego de nuevo hacia adelante. De esta manera Copérnico no sólo
pudo explicar «naturalmente» cómo se produce el movimiento retró­
grado, sino que también pudo mostrar por qué se ve este movimiento
en Marte solamente cuando se encuentra en oposición, correspon­
diendo al tránsito del planeta por el meridiano a medianoche. Cuando
está en oposición, el planeta se encuentra en el lado opuesto de la
Tierra, visto desde el Sol. Por ello alcanzará su posición más alta en
el cielo a medianoche, o cruzará el meridiano a medianoche. De for­
ma análoga (fig. 10), se puede ver que, en el caso de un planeta
inferior (Mercurio o Venus), la retrogradación ocurriría sólo en la
conjunción inferior, que corresponde al tránsito del planeta por el
meridiano al mediodía. (Cuando Venus o Mercurio se encuentran en
línea recta entre la Tierra y el Sol, su posición se llama conjunción.
Estos planetas están en el centro de retrogradaciones en la conjunción
inferior, cuando se encuentran entre la Tierra y el Sol. Entonces
cruzan el meridiano junto con el Sol al mediodía.) Estos dos hechos
tienen pleno sentido en un sistema heliocéntrico o heliostático, pero
si la Tierra fuera el centro del movimiento, como en el sistema pto­
lemaico, ¿por qué habría de depender la retrogradación de los pla­
netas de su orientación con respecto al Sol?
Prosiguiendo con el modelo simplificado de órbitas circulares,
observemos ahora que Copérnico era capaz de determinar la escala
del Sistema Solar. Considere a Venus (fig. 11). Venus se ve tan sólo
como estrella de la tarde o de la mañana, debido a que se encuentra,
o bien un poco por delante del Sol, o bien un poco por detrás, pero
nunca a 180 grados del Sol, como puede ser el caso de un planeta
superior. El sistema ptolemaico (fig. 11 A) explicaba esto sólo me­
diante la suposición arbitraria de que los centros de los epiciclos de
Venus y Mercurio estaban permanentemente fijos en una línea tra­
zada desde la Tierra al Sol; es decir, que los deferentes de Mercurio
y Venus, igual que el Sol, se movían una vez cada año alrededor de
la Tierra. En el sistema copernicano sólo había que suponer que las
órbitas de Venus y de Mercurio (fig. 11B ) se hallaban dentro de la
órbita de la Tierra.
En el sistema de Copérnico, además, se podía calcular la distancia
de Venus al Sol. Las observaciones realizadas noche tras noche indi­
carían cuándo podía verse Venus en su mayor elongación (separación
angular) del Sol. En este momento se podía determinar su separación
angular. Como puede verse en la figura 12, la máxima elongación
F i g . 1 0 .— Iíl movimiento retrógrado de un planeta inferior, cuya órbita se encuentra entre la Tierra y el Sol, también
explica fácilmente mediante líneas visuales. Venus viaja alrededor del Sol más rápido de lo que ¡o hace la Tierra.
Rotación diaria hacia el Oeste

F ig u r a 11

se da cuando una línea trazada desde la Tierra a Venus es tangente


a la órbita de Venus y por lo tanto perpendicular a la línea trazada
desde el Sol a este planeta. Mediante simple trigonometría podemos
escribir esta ecuación y, con una tabla de tangentes, calcular fácil­
mente la longitud VS.

VS
---= sen a
TS
La distancia TS, o el tamaño medio del radio de la órbita de la Tierra
en el sistema copernicano, se conoce como «unidad astronómica».
Por lo tanto, la ecuación [ 1] puede reescribirse como

VS = (sen a) X 1AU [2]

Con este método sencillo, Copérnico pudo determinar las distancias


planetarias (en unidades astronómicas) con gran exactitud, como
puede verse en la tabla siguiente, que muestra los valores de Copér­
nico y los valores aceptados en la actualidad para las distancias de
los planetas al Sol. (El método de Copérnico para determinar estas
distancias difiere ligeramente en el caso de los tres planetas «supe­
riores»: Marte, Júpiter y Saturno.)

\
\
Orbita de la Tierra
\
X

Fig. 12.— El cálculo de la distar, cía entre Venus y el Sol se hizo posible con el
sistema de Copérnico. Cuando la separación angular (es decir, el ángulo cc de
Venus desde el Sol) es máximo, la línea visual desde la Tierra a Venus (TV)
es tangente a la órbita de Venus y por ello perpendicular al radio Vi*. Calcular
la longitud de VS es un fácil problema de trigonometría elemental. En el caso
de cualquier otra orientación, por ejemplo V', la separación angular no es máxima.
C o m p a r a c ió n e n t r e l o s v a l o r e s d e C o p é r n ic o y l o s m o d e r n o s
PARA LOS ELEMENTOS DEL SlSTEMA S O L A R

Período Distancia media


Período sidéreo
sinódico * medio al Sol **
Planeta
C M C M C M

Mercurio 116d lló d 88d 87,91d 0,36 0,391


Venus 584d 584d 225d 225,00d 0,72 0,721
Tierra 365 Wd 365,26d 1,0 1,000
Marte 780d 780d 687d 686,98d 1,5 1,52
Júpiter 399d 399d 12a 11,86a 5 5,2
Saturno 378d 378d 30a 29,51a 9 9,5

* El período sinódico es el intervalo de tiempo transcurrido entre dos con­


junciones de los mismos cuerpos.
** Expresada en unidades astronómicas.

Además, Copérnico era capaz de determinar con análoga preci­


sión el tiempo que necesita cada planeta para completar una revolu­
ción de 360 grados alrededor del Sol, o su período sidéreo. Como
conocía los tamaños relativos de las órbitas planetarias y los períodos
sidéreos de los planetas, pudo predecir con un aceptable grado de
exactitud las futuras posiciones de los planetas (es decir, sus respec­
tivas distancias de la Tierra). En el sistema ptolemaico, las distancias
de los planetas no desempeñaron ninguna función, ya que no había
forma de determinarlas a partir de la observación. En tanto que los
tamaños y períodos relativos del movimiento sobre deferente y epi­
ciclo fueran iguales, las observaciones o apariencias serían idénticas,
como puede verse en la figura 13. En el caso de la Luna puede apre­
ciarse con claridad que el sistema ptolemaico trabajaba sobre todo
con ángulos en lugar de con distancias. Una de las características
más significativas del sistema ptolemaico era que la posición aparente
de la Luna podía describirse con un grado de exactitud relativamente
alto. Pero esto requería un artificio especial, y si la Luna hubiera
seguido realmente el camino ideado, hubiera experimentado una enor­
me variación en su tamaño aparente, mucho mayor de la que se
observa. Hasta hace pocos años, se creía que la teoría de la Luna de
Copérnico era una de sus innovaciones más originales. Pero ahora
sabemos que existía una teoría idéntica en la astronomía islámica.
He dicho anteriormente que el sistema de un único círculo para
cada planeta, con un único círculo para la Luna y dos movimientos
diferentes para la Tierra, constituye una versión simplificada del
F ig . 13.— En el sistema ptcle— .úko, las predicciones de posiciones planetarias
se apoyaban en medidas de Irruios, no de distancias. Esta ilustración muestra
que el resultado de las obser-.~::ones sería el mismo, independientemente de la
distancia, si los períodos relativos del movimiento fueran ios mismos.

sistema copernicano. La reiÜdad es que tal sistema no concuerda con


la observación, salvo de ur.¿ manera muy aproximada. Con el fin de
hacer más exacto su siste—a, Copérnico se vio en la necesidad de in­
troducir cierto número de complejidades, muchas de las cuales nos
recuerdan los artificios utilizados en el sistema ptolemaico. Por ejem­
plo, para Copérnico era evidente (al contrario de lo que había sido
evidente para Hiparco) que la Tierra no puede moverse uniforme­
mente en un círculo con ei Sol como centro. Por ello, Copérnico
situó al Sol, no en el cer.:r3 de la órbita de la Tierra, sino a alguna
distancia de éste. El cen::: del Sistema Solar, y del universo, en el
sistema de Copérnico, no era en modo alguno el Sol, sino más bien
un «sol medio», o centro c ; la órbita de la Tierra. Por consiguiente,
es preferible aludir al sistema de Copérnico como a un sistema helios-
tático en lugar de un sistema heliocéntrico. Copérnico se oponía enér­
gicamente al sistema del ecuante, que había sido introducido por
Ptolomeo. Para Copérnico era necesario, como lo había sido también
para los astrónomos griegos de la antigüedad, que los planetas se
movieran uniformemente en círculos. Para producir órbitas plane­
tarias alrededor del Sol que arrojaran resultados conformes con la
observación real, sin embargo, terminaba por introducir círculos mo­
viéndose en círculos, al igual que había hecho Ptolomeo. La diferen­
cia principal aquí es que Ptolomeo había introducido una tal combi­
nación de círculos para explicar ante todo el movimiento retrógrado,
mientras que Copérnico (fig. 14) explicaba el movimiento retrógrado,
como ya hemos visto, mediante el hecho de que los planetas se mue­
ven en sus órbitas sucesivas a diferentes velocidades La compara­
ción de las dos figuras que representan los sistemas de Copérnico y
Ptolomeo no muestra que uno de ellos fuese, de alguna manera evi­
dente, «más sencillo» que el otro.

C o p é r n ic o versus P tolom eo

¿Cuáles eran las ventajas y desventajas del sistema copernicano,


comparadas con las del ptolemaico? En primer lugar, una indudable
ventaja del sistema copernicano era la relativa facilidad en explicar
el movimiento retrógrado de los planetas y en mostrar por qué sus
posiciones relativas al Sol determinaban tal movimiento. Una segun­
da ventaja de este sistema era que proporcionaba una base sobre la
que determinar las distancias de los planetas al Sol y a la Tierra.
A veces se dice que el sistema de Copérnico constituyó una gran
simplificación, pero esto se debe a un malentendido. Si se considera
al sistema copernicano en su forma rudimentaria de un único círculo
para cada planeta alrededor del Sol, entonces esta suposición es váli­
da. Pero un tal sistema de círculos puros y simples sólo puede ser
una cruda aproximación, como bien sabía Copérnico. Hemos visto
que, para obtener una representación más exacta de los movimientos
planetarios, recurría a la combinación de un círculo moviéndose en

1 Una última complejidad del sistema de Copérnico surgió de las dificultades


que experimentó a la hora de explicar por qué eJ eje de rotación de la Tierra
permanece fijo en su orientación con respecto a las estrellas, a pesar de que la
Tierra se mueve en su órbita. El «movimiento» introducido por Copérnico re­
sultó ser innecesario. Galileo mostró más tarde que, debido a que no hay fuerza
alguna actuando para girar el eje de la Tierra, éste no debe moverse, sino per­
manecer siempre paralelo a sí mismo.
F ig . 14.— El sistema ptolemaico (A) y el sistema copernicano (B) eran de una
complejidad más o menos parecida, como se puede ver en esta comparación.
Los puntos del extremo interior de los radios de los deferentes de los planetas
(círculos grandes) denotan los centros de las órbitas en relación con el centro
de la órbita del Sol en el sistema ptolemaico y en relación al Sol en el sistema

círculo, en alguna medida reminiscente de ias construcciones epicícli-


cas de Ptolomeo, si bien con un propósito distinto.
Vamos a explorar a continuación los motivos para no aceptar el
sistema copernicano. Una razón muy importante era la ausencia de
cualquier paralaje anual de las estrellas fijas. El fenómeno de la para­
laje consiste en el desplazamiento que se produce en la línea visual
cuando se ve al mismo objeto desde dos posiciones diferentes. Sobre
este principio se construyen los telémetros para la artillería y para
para mejorar la visualización. En el sistema ptolemaico, los centros de estos
dos epiciclos permanecen fijos en una línea recta trazada desde la Tierra al Sol
(según William D. Stablman).

las cámaras fotográficas. Considere el movimiento de la Tierra en


el sistema copernicano. Si se examinan las estrellas a intervalos de
seis meses, esto equivale a hacer observaciones desde los extremos
de una línea base de una longitud de 300 millones de kilómetros
(fig. 15), ya que el radio de la órbita de la Tierra alrededor del Sol
es de 150 millones de kilómetros. Como Copérnico y los astrónomos
de su época no podían determinar ninguna paralaje en las estrellas
fijas mediante tales observaciones semestrales, había que suponer que
Ti

T,

Fig. 15.— La paralaje anual de una estrella es el ángulo p, con el cual es postble
calcular la distancia desde el Sol y la Tierra. La posición de la Tierra a inter­
valos de 6 meses se designa por T¡ y T¡. La distancia Ti T¡ suministra una línea
base de 300.000.000 kilómetros de longitud, desde la cual se puede observar
a la estrella P y obtener el ángulo T¡ PT¡, o 2p.

las estrellas se encontraban a una enorme distancia, si es que verda­


deramente la Tierra está moviéndose alrededor del Sol. Era mucho
más fácil decir que la ausencia de cualquier paralaje anual observada
en las estrellas fijas tendía a refutar todo el fundamento del sistema
copernicano. Muchos siglos después de Copérnico, de hecho hace
aproximadamente unos 150 años, telescopios muy perfeccionados
permitieron observar a los astrónomos esta paralaje en las estrellas
fijas. Hasta esa fecha, sin embargo, la existencia de tal paralaje (que
tenía que ser muy pequeña) tuvo que ser aceptada por los astróno­
mos como cuestión de fe.
Tras el fracaso de la observación astronómica, vamos ahora a
tratar del fracaso de la mecánica. ¿Cómo explicaba Copérnico el
movimiento de los cuerpos en una Tierra que se mueve? Se trata
de los problemas que ya hemos discutido en el primer capítulo, nin­
guno de los cuales explicó adecuadamente Copérnico. Suponía que,
de un modo u otro, el aire alrededor de la Tierra se mueve con ella,
y que este aire está de alguna manera ligado a la misma. De acuerdo
con Edward Rosen, «la teoría de la gravedad de Copérnico postu­
laba un proceso separado de cohesión gravitatoria para cada cuerpo
celeste individual, no sólo la Tierra, sino también el Sol, la Luna y
les planetas, cada uno de ellos mantenido en su forma esférica por
la operación de esta tendencia. Los objetos situados en el aire cercano
a la Tierra podían estar sometidos a dicha tendencia, o el aire cer­
cano y los objetos en él podían compartir la rotación de la Tierra
porque son contiguos a ella. Ofreciendo estas sugerencias alternativas
(Revolutiombus I, 8-9), Copérnico contribuyó a sembrar las simien­
tes de lo que más tarde se desarrollaría en los conceptos de la gra­
vitación universal y de la inercia».
Pero había otro problema, de alguna manera aún más difícil de
explicar — la naturaleza del mismo Sistema Solar. Si Copérnico toda­
vía se atenía a los principios de la física aristotélica — y nunca inven­
tó una nueva física para reemplazarla— ¿cómo podía explicar que
la Tierra parece realizar una rotación diaria y moverse en una órbita
circular anual, movimientos ambos contrarios a su naturaleza? De
hecho, Copérnico se vio obligado a decir que la Tierra, al girar alre­
dedor del Sol, era «simplemente otro planeta». Pero la afirmación
de que la Tierra es «simplemente otro planeta» se interpretaría for­
zosamente como una negación del principio aristotélico de que la
Tierra y los planetas están hechos de diferentes materiales, están
sujetos a diferentes conjuntos de leyes físicas, y por ello se com­
portan de manera diferente. El que la Tierra se moviera en una órbita
circular alrededor del Sol podía parecer que implicaba que nuestro
planeta sufría un movimiento violento; pero la física aristotélica
atribuía un movimiento natural lineal sólo a objetos constituidos
por materia terrestre, y no a la Tierra en su conjunto. En la antigua
física aristotélica, la Tierra, en realidad, no podía tener ningún tipo
de movimiento, ni natural ni violento. Copérnico argumentaba que,
en general, «la rotación es natural a la esfera»; y así llegó (Revolu-
tionibus I, 8) a concluir que ya que la Tierra tiene forma esférica
— «si alguien opinara que la Tierra gira, seguramente diría que su
movimiento es natural y no violento». Aunque Copérnico introducía
los preceptos básicos de Aristóteles (como aquel de que la Tierra no
puede moverse), no elaboró un nuevo sistema físico plenamente via­
ble y adecuado al tipo de problemas que suponía el concepto de que
nuestro planeta está en movimiento.
Muchos de los que han leído el libro de Copérnico habrán que­
dado desconcerados por su afirmación de que la Tierra tiene nece­
sariamente una rotación sobre su eje tanto como un movimiento
sobre un gran círculo alrededor del Sol, y que esto era consecuencia
de que tiene una forma esférica. Como hemos visto, Copérnico argu­
mentaba que un movimiento esférico es «natural» para una esfera.
¿Cómo, entonces, podía sostener también que el Sol, que tiene una
forma esférica, está parado y, ni gira sobre su eje, ni se mueve en
una revolución anual?
Un último problema de carácter físico al que tuvo que enfrentarse
se refería a la Luna. En el sistema copernicano era posible explicar
que, aunque la Tierra gire alrededor del Sol, los objetos que caen
siguen cayendo en línea recta hacia abajo, y que los pájaros no se
pierden, porque el aire, de una manera u otra, está vinculado a la
Tierra. Es decir, Copérnico (Revolutionibus I, 8) suponía que, debido
a que el aire alrededor de la Tierra está de algún modo «ligado» a la
misma, participa en sus movimientos; esto es, gira con la Tierra y
se mueve junto con el planeta en su órbita a través del espacio. Por
lo tanto, mientras la Tierra gira sobre su eje y cumple su órbita alre­
dedor del Sol, el aire hace que los objetos que caen mantengan su
posición respecto al suelo mientras están cayendo, de modo que
— para un observador terrestre— parecen caer en línea recta. Su
movimiento es, consecuentemente, «doble; siendo en cada caso un
compuesto de recto y circular». Copérnico no discute el argumento
relativo a pájaros u otras criaturas vivientes, ni siquiera a las nubes,
pero el caso es en gran medida el mismo que para el lanzamiento y
la caída de cuerpos. No obstante, este argumento no puede extenderse
a la Luna, debido a que Copérnico pensaba que solamente el aire
relativamente cercano a la Tierra es arrastrado con ella. Si nos ale­
jamos de la Tierra llegamos a «aquella parte del aire» que, sostiene
Copérnico, «no se ve afectada por el movimiento de la Tierra por
su gran distancia de ella». La Luna requiere otro tipo de explicación.
Para Copérnico era ésta una cuestión difícil de resolver.
Hasta ahora hemos limitado nuestra atención a dos aspectos del
sistema copernicano: que resultaba por lo menos tan complejo como
el sistema ptolemaico, y que si se aceptaba se presentaban problemas
físicos aparentemente irresolubles. Si a estas objeciones añadimos
algunas otras dificultades generales del sistema copernicano, puede
comprenderse fácilmente que la publicación de su libro en 1543 no
pudiera, por sí misma, llegar a revolucionar el pensamiento físico
o astronómico.

Problem as con un u n iv e r s o c o p e r n ic a n o

Aparte de los problemas puramente científicos, el concepto de


una Tierra en movimiento originaba unos serios retos intelectuales.
Después de todo, es bastante tranquilizador pensar que nuestro ho­
gar está fijo en el espacio y que tiene su propio lugar en el esquema
de las cosas, en vez de ser un insignificante puntito dando vueltas
sin fin en uno u otro lugar del vasto o quizá incluso infinito univer­
so. La singularidad aristotélica de la Tierra, basada en su posición
supuestamente fija, daba a la gente un sentimiento de orgullo que
difícilmente podría surgir al sentirse habitantes de un planeta relati­
vamente pequeño (en comparación con Júpiter o Saturno), en un
lugar más bien insignificante fia tercera posición de entre siete órbitas
planetarias sucesivas). La afirmación de que la Tierra es «simplemente
otro planeta» sugiere que posiblemente ni tan siquiera se distinga
por ser el único globo habitado, y esto implica que los terrestres no
son únicos. Y quizá haya otras estrellas que son soles con sus pla­
netas, cada uno con otras clases de hombres y mujeres. La mayoría
de la gente del siglo xvi no estaba preparada p.ira tales ideas, y el
testimonio de sus sentidos fortalecía sus prejuicios. ¡Un planeta, cla­
ro que sí! Cualquiera que mira a un planeta — Veiius, Marte, Júpi­
ter o Saturno— «verá» inmediatamente que se trata de «otra estre­
lla» y no de «otra Tierra». El hecho de que estas «estrellas» plane­
tarias son más brillantes que las otras, que deambulan respecto a las
otras, y que tienen ocasionalmente un movimiento retrógrado no las
convierte en algo diferente a las demás estrellas (o estrellas fijas);
tales propiedades, «obviamente», no hacen que las «estrellas erran­
tes» (que llamamos planetas) tengan algún parecido con nuestra Tie­
rra. Y por si no fuera suficiente que todo el «sentido común» se
rebele contra la idea de que la Tierra sea «simplemente otro pla­
neta», está el testimonio de las Escrituras. Una y otra vez la Sagrada
Escritura menciona un Sol en movimiento y una Tierra inmóvil. In ­
cluso antes de la publicación del De revolutiombus, Martin Lutero
se había enterado de las ideas de Copérnico y las había condenado
violentamente por contradecir la Biblia. Y todos sabemos muy bien
que la subsiguiente defensa de Galileo en favor del nuevo sistema
le puso en conflicto con la Inquisición romana.
Debería haber quedado claro, por tanto, que la alteración del
marco del universo propuesta por Copérnico no se podía lograr sin
hacer estremecer toda la estructura de la ciencia y de nuestra con­
cepción sobre nosotros mismos. El libro de Copérnico condujo final­
mente a una fermentación en el pensamiento sobre la naturaleza del
universo, y de la Tierra, que, en el transcurso del tiempo, provocaría
profundos cambios. En este sentido, podemos fijar la fecha del ini­
cio de la revolución científica en 1543. Los problemas planteados y
sus implicaciones penetraron los mismos fundamentos de la física
y de la astronomía. Por lo dicho hasta ahora debería hacerse eviden­
te la forma en que los cambios en un sector de las ciencias físicas
afectan a todo el conjunto de las ciencias. Hoy en día los científicos
están familiarizados con este fenómeno, al haber sido testigos del
desarrollo de la moderna física atómica y de la teoría cuántica. En
ningún lugar, sin embargo, se puede observar me;or la unidad de
estructura de la ciencia que en el hecho de que el sistema copernica­
no, tanto en su forma más sencilla como en la más compleja, no podía
mantenerse por sí mismo tal como fue expuesto por Copérnico. Re­
quería una modificación de las ideas vigentes en la época acerca de
la naturaleza de la materia, la naturaleza de los planetas, del Sol, de
la Luna y de las estrellas, y acerca de la naturaleza y acciones de la
fuerza en relación con el movimiento. Como bien se ha dicho, la
significación de Copérnico no residía tanto en el sistema que propuso
como en el hecho de que este sistema sería la mecha que iba a en­
cender la gran revolución en la física que asociamos con nombres de
científicos tales como Galileo, Johannes Kepler e Isaac Newton. La
llamada revolución copernicana fue en realidad una revolución poste­
rior de Galileo, Kepler y Newton.
C apítulo 4

LA E X P L O R A C IO N DE LAS P R O F U N D ID A D E S
DEL U N IV E R S O

El desarrollo de la ciencia sigue unos ritmos no del todo diferen­


tes a los de la música. Como en las sonatas, ciertos temas se repiten
en una secuencia de variaciones más o menos ordenada. El lugar de
Copérnico en la historia de la ciencia puede ilustrar bien este proceso.
Aunque su sistema no fue ni tan sencillo ni tan revolucionario como
se presenta con frecuencia, su libro planteó todas las cuestiones que
habían estado ocultas tras cada esquema cosmológico desde la anti­
güedad. Las complicadas pruebas de la inmovilidad de la Tierra que
habían dado Aristóteles y Ptolomeo nunca podían ocultar del todo
a cualquier lector que era posible otro parecer, aquel que ambos ha­
bían atacado.

L a e v o lu c ió n d e l a n u e v a f ís ic a

Como en toda composición de música bien estructurada, el prin­


cipal tema corpernicano aparece en partes separadas. Un hombre de
la antigüedad, Heráclides de Ponto, había presentado la idea de la
rotación de la Tierra, pero no del movimiento orbital, mientras que
Aristarco poseía un esquema según el cual la Tierra giraba sobre su
eje y a la vez daba vueltas alrededor del Sol al igual que los planetas.
En el medievo latino anterior a Copérnico no era infrecuente hallar
pensadores, como el francés Nicolás Oresme v el alemán Nicolás de
Cusa, que consideraban un posible movimiento (un movimiento de
rotación) de la Tierra, y hubiera resultado verdaderamente extraor­
dinario que el tema de la Tierra móvil no se hubiera presentado de
nuevo después de Copérnico. El De revolutionibus contenía la más
completa explicación de un universo heliostático jamás elaborada, y
para los especialistas en astronomía y los cosmólogos proponía mu­
cho de nuevo y de importante. De h misma numera en que la lógica
de una sonata lleva de la exposición original Je un :ema a sucesivas
variaciones, pero sin dictar exactamente cómo serán estas variaciones,
así la lógica del desarrollo de la ciencia nos permite predecir cuáles
habrían tenido que ser algunas de las consecuencias de las ideas de
Copérnico, qué cambios en el pensam iento producirían necesaria­
mente una vez aceptada esta nueva concepción del mundo. Pero sólo
el conocimiento de la historia misma revela que la aceptación gradual
de las ideas copemicanas por un estudioso aquí y otro allá se vio in­
terrumpida brutalmente en 1609, cuando un nuevo instrumento cien­
tífico cambió el nivel y el tono de la discusión sobre los sistemas
copernicano y ptolemaico en tal medida que este año eclipsa al de
1543 en el desarrollo de la astronomía moderna.
Fue en 1609 cuando los científicos comenzaron por vez primera
a utilizar el telescopio para hacer estudios sistemáticos de los cielos.
Las revelaciones demostraron que Ptolomeo había cometido errores
específicos e importantes, que el sistema copernicano encajaba con
pulcritud los nuevos hechos resultantes de la observación y que la Luna
y los planetas tenían propiedades que los hacían muy parecidos a la
Tierra de diversas maneras, y manifiestamente distintos de las es­
trellas.
Después de 1609, toda discusión de los respectivos méritos de
los dos grandes sistemas del mundo debía tratar inevitablemente de
fenómenos que habían estado fuera del alcance e incluso de la ima­
ginación tanto de Ptolomeo como de Copérnico. Y una vez que se
vio que el sistema heliocéntrico podía tener una posible base en la
«realidad», se intensificó la búsqueda ele una -isica que pudiera apli­
carse con igual validez en una Tierra en movimiento y en todas las
partes del universo. La introducción del telescopio habría sido sufi­
ciente por sí misma para cambiar el curso cíe la ciencia, pero otro
acontecimiento de 1609 aceleró aún m.is ¡a revolución: Johannes
Xepier publicó su Astronomía nova, l.i cu.;! r.o sóio simplificó el sis­
tema copernicano al descartar todos lo s e p i c i c l o s , sino que también
estableció firmemente dos leyes del movimiento planetario, como ve­
remos en otro capítulo.
G a l il e o G a l il e i

El científico que fue el principal responsable de la introducción


del telescopio como instrumento científico, y que puso los cimientos
de la nueva astronomía observacional y de una nueva física fue G a­
lileo Galilei. En 1609 era profesor en la Universidad de Padua, en la
República de Venecia, y tenía cuarenta y cinco años, edad conside­
rablemente mayor que aquella en la que la gente cree que se hacen
los descubrimientos científicos de gran importancia. El último gran
italiano, a excepción de nobles y reyes, que la posteridad conocería
por su nombre de pila, Galileo, nació en Pisa, Italia, en 1564, casi
en el mismo día de la muerte de Miguel Angel y un año antes de
que naciera Shakespeare. Su padre le envió a la Universidad de Pisa,
donde su sarcástica combatividad le ganó rápidamente el apodo de
«provocador». Aunque en un principio pensó en estudiar medicina
— estaba mejor remunerada que la mayoría de las otras profesiones—
pronto advirtió que no era una carrera para él. Descubrió la belleza
de las matemáticas y de ahí en adelante dedicó su vida a este tema,
junto con la física y la astronomía. No sabemos con exactitud cuán­
do o cómo se hizo copernicano, pero según su propio testimonio esto
ocurrió antes de 1597.
Galileo hizo su primera contribución a la astronomía antes de
que hubiera utilizado un telescopio. En 1604 una «nova» o nueva
estrella apareció repentinamente en la constelación de Ofiuco. Gali­
leo demostró que se trataba de una «verdadera» estrella, ubicada fue­
ra, en los espacios celestes, y no dentro de la esfera de la Luna. Es
decir, Galileo encontró que esta nueva estrella no tenía una paralaje
medible y que, por lo tanto, se hallaba muy lejos de la Tierra. Asestó
así un buen golpe al sistema de la física aristotélica, pues demostró
que el cambio podía darse en los cielos a pesar de Aristóteles, quien
había mantenido que los cielos eran inmutables, y limitado la región
donde era posible el cambio a la Tierra y sus alrededores. Su prueba
le pareció a Galileo tanto más decisiva cuanto que se trataba de la
segunda nova sin paralaje medible encontrada por los observadores.
La anterior de 1572, en la constelación de Casiopea, había sido es­
tudiada por el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601), la figura
más destacada en la astronomía entre Copérnico y Galileo. Entre los
¡ogros de Tycho se halla el diseño y la construcción de mejores ins­
trumentos para las observaciones a simple vista y el establecimiento
de nuevos órdenes de exacritud en la observación astronómica. La
nova de Tycho, cuyo brillo en su apogeo competía con el de Venus,
para luego desvanecerse paulatinamente, lució durante dieciséis me­
ses. Esta estrella no tenía ninguna paralaje perceptible, y tampoco
participaba del movimiento de los planetas, sino que mantenía una
orientación constante en relación con Jas demás estrellas fijas. Tycho
concluyó correctamente que era posible el cambio en la región de
las estrellas fijas, al margen de lo que hubiera dicho Aristóteles o
cualquiera de sus partidarios. Las observaciones de Tycho contribu­
yeron a acumular pruebas contra Aristóteles, pero el golpe decisivo
tuvo que esperar hasta la noche en que Galileo enfocó por vez pri­
mera su telescopio hacia las estrellas.

E l T E LE S C O P IO : L'N P AS O G I G A N T E

La historia del telescopio es por sí misma un tema interesante.


Algunos especialistas han intentado establecer que tal instrumento
había sido concebido va en la Edad Media. En un libro publicado por
Thomas Digges en 1571 se describía un instrumento quizá parecido
a un telescopio, y alrededor de 1604 un científico holandés poseía un
telescopio con una inscripción que afirmaba que había sido construi­
do en Italia en 1590. El efecto, si es que hubo alguno, que tuvieron
estos tempranos instrumentos sobre el desarrollo definitivo de los
telescopios nos es desconocido; quizá sea éste un ejemplo de un in­
vento que se efectuó y más tarde se perdió. Pero en 1608 este ins­
trumento fue reinventado en Holanda, y hay por lo menos tres per­
sonas que reclaman para sí el honor de haber construido el «pri­
mero». Nos preocupa poco aquí quién merece realmente tal honor,
va que nuestro problema principal consiste en averiguar cómo cam­
bió el telescopio el curso del pensamiento científico. En algún mo­
mento, a principios de 1609, Galileo conoció un informe sobre el
telescopio, el cual, sin embargo, no contenía ninguna información
especifica sobre la manera en que el instrumento estaba construido.
Anotó:

...Ileso a mis oídos la noticia de que cierto flamenco había fabricado un


anteojo mediante el que los objetos visibles muy alejados del ojo del observador
se discernían claramente como sí se hallasen próximos. Sobre dicho efecto, en
verdad admirable, contábanse algunas experiencias a las que algunos daban fe,
mientras que otros las negaban. Este extremo me fue confirmado pocos días
después en una carta de un noble galo, Jacques Badovere, de París [un antiguo
d i s c í p u l o de Galileo], lo que constituyó el motivo que me indujo a aplicarme
por entero a la búsqueda de las razones, no menos que a la elaboración de los
medios p o r los i;ue pudiera alcanzar !a invención de un instrumento semejante,
lo que consegní poco después basándome en la doctrina de las refracciones. Y,
ante todo, m e procuré un tubo de plomo a cuyos extremos adapté dos lentes
de vidrio, ambas planas por una cara, mientras que por la otra eran convexa la
una y cóncava la otra. Acercando luego el ojo a la cóncava, vi los objetos bas­
tante grandes y próximos, ya que aparecían tres veces más cercanos y nueve
veces mayores que cuando se contemplaban con la sola visión natural. Más tarde
me hice otro más exacto que representaba los objetos más de sesenta veces
mayores. Por último, no ahorrando en gastos ni fatigas, conseguí fabricar un
instrumento tan excelente que las cosas con él vistas parecen casi mil veces
mayores y más de treinta veces más próximas que si se observasen con la sola
facultad natural.

Galileo no era el único observador que apuntaba el nuevo ins­


trumento hacia el cielo. Incluso es posible que dos observadores
— Thomas Harriot en Inglaterra y Simón Marius en Alemania— ha­
yan ido en algunos aspectos por delante de él. Pero parece que hay
un acuerdo general en que puede concederse a Galileo el mérito de
haber sido el primero en utilizar el telescopio para fines astronómi­
cos, y que esta atribución queda justificada por «la manera persisten­
te con la que examinó objeto tras objeto, siempre que parecía haber
una perspectiva razonable de obtener resultados; por la energía y
agudeza con las que seguía cada pista; por la independencia de espí­
ritu con la que interpretó sus observaciones, y sobre todo por la pers­
picacia con la que reconocía su importancia astronómica», como afir­
mó Arthur Berry, historiador de la astronomía británico. Además, Ga­
lileo fue el primero en publicar un informe sobre el universo visto a
través de un telescopio. El «mensaje» que Galileo diseminó por todo
el mundo en su libro de 1610 revolucionó la astronomía (véase el
apéndice 1).
Es imposible exagerar los efectos de los descubrimientos telescó­
picos sobre la vida de Galileo; tan profundos fueron. Esto es cierto
no sólo con respecto a su vida y pensamiento personales, sino que
también es igualmente cierto en lo que se refiere a su influencia sobre
la historia del pensamiento científico. Galileo había vivido la expe­
riencia de percibir los cielos tal y como son en realidad quizá por
primera vez !, y dondequiera que miraba encontraba una prueba que
apoyaba al sistema copernicano frente al ptolemaico, o que cuanto
menos debilitaba la autoridad de los antiguos. Esta portentosa expe­
riencia -—observar las profundidades del Universo, ser el primer mor­
tal en conocer e informar al mundo cómo son realmente los cielos—
causó a Galileo una impresión tan honda que sólo considerando los
acontecimientos de 1609 en su justa proporción se puede compren­
der el rumbo que tomaría su vida a partir de entonces. Y sólo de
esta manera podemos apreciar cómo aconteció aquella gran revolución

1 No podía saber si, de hecho, algunos otros observadores se habían anti­


cipado a su estudio de !os cielos a través de un telescopio.
en la ciencia de la dinámica de la que puede decirse con propiedad
que marca el comienzo de la física moderna.
Para ver cómo se produjeron estos acontecimientos volvamos a
los relatos de Galileo sobre sus descubrimientos en un libro que
llamó Sidereus nuncius, es decir, El mensajero sideral (que es posible
traducir también como El mensajero estelar o El mensaje estelar). En
su subtítulo se dice que el libro revela «grandes y muy admirables
maravillas e invita a contemplarlas a rodos, aunque en especial a los
filósofos y astrónomos». Los nuevos fenómenos observados, según de­
clara la portada del libro, se podían hallar «en la faz de la Luna, en
innumerables fijas, en la Vía Láctea, en las estrellas nebulosas, aun­
que sobre todo en cuatro planetas que giran con admirable rapidez
en tomo a la estrella de Júpiter con desiguales intervalos y períodos,
de los que nadie supo hasta este día y que hace poco observó por
vez primera el autor, decidiendo llamarlos astros medíceos».

E l p a is a j e d e l a L una

Inmediatamente después de describir la construcción y el uso del


telescopio, Galileo se ocupa de los resultados. Revisaría «las obser­
vaciones realizadas en los últimos dos meses, invitando a todos los
amantes de la verdadera filosofía a la contemplación de grandes cosas».
El primer cuerpo celeste a estudiar era la Luna, el objeto más
prominente de los cielos (a excepción del Sol), y el más cercano a
nosotros. Los toscos grabados en madera que acompañan al texto de
Galileo no pueden transmitir la sensación de maravilla y deleite que
en él despertó esta nueva visión de la Luna. El paisaje lunar, visto
a través del telescopio (láminas 2 y 3), se despliega ante nosotros
como un mundo muerto — un mundo sin color y, en la medida en
que se puede apreciar, un mundo sin ningún tipo de vida. Pero la
característica que más claramente se destaca en la fotografía, y que
tanto impresionó a Galileo en 1609, es que la superficie de la Luna
parece ser una especie de fantasmal paisaje terrestre. Nadie que vea
estas fotografías, y nadie que mire a través de un telescopio, puede
evitar la sensación de que la Luna es una Tierra en miniatura, por
muv muerta que pueda parecer y de que ailí hay montañas y valles,
océanos y mares con sus islas. Todavía hoy nos referimos a estas re­
giones parecidas a océanos con el término «maria», si bien sabemos,
como más tarde descubrió Galileo, que no hay agua en la Luna, y
que éstas no son mares en modo alguno (véase el apéndice 2).
Las manchas de la Luna, sea lo que fuere lo que se hubiera di­
cho sobre ellas antes de 1609, fueron vistas por Galileo bajo una
luz nueva y distinta (lámina 4). Halló «que la superficie de la Luna
no es de hecho lisa, uniforme y de esfericidad exactísima, tal y como
ha enseñado de ésta y otros cuerpos celestes una numerosa cohorte
de filósofos, sino que, por el contrario, es desigual, escabrosa y llena
de cavidades y prominencias, no de otro modo que la propia faz de
la Tierra, que presenta aquí y allá las crestas de las montañas y los
abismos de los valles». El brillante estilo con el que Galileo describe
el carácter terrestre de la Luna es manifiesto en el siguiente extracto:

Mas ocurre también que no sólo los confines entre las tinieblas y la luz se
ven desiguales y sinuosos en la Luna, sino que además, lo que representa una
mayor maravilla, en la parte tenebrosa de la Luna aparecen innumerables puntos
luminosos completamente separados y desgajados de la región iluminada, ale­
jándose de ella un intervalo no pequeño. Estos puntos, poco a poco y trans­
currido un cierto tiempo, aumentan de tamaño y de luz, uniéndose después, al
cabo de dos o tres horas, a la restante parte iluminada que se ha tornado mayor.
Pero, entretanto, más y más cúspides, cual si brotasen aquí y allí, se encienden
en la parte tenebrosa, crecen y terminan también por unirse a la misma super­
ficie luminosa que se ha ido dilatando cada vez más. ¿Acaso no ocurre lo mis­
mo en la Tierra, donde antes de la salida del Sol las más altas cimas de los
montes se hallan iluminadas por los rayos solares, mientras que la sombra ocupa
aún las llanuras? ¿Acaso al cabo de un tiempo no se va dilatando aquella luz
a medida que se iluminan las partes medias y más amplias de esos mismos mon­
tes y, una vez que el Sol ha salido, no terminan por unirse las partes ilumina­
das de llanuras y colinas? La variedad de tales elevaciones y cavidades de la
Luna parece superar en todos los sentidos la aspereza de la superficie terrestre,
como más adelante demostraremos.

No sólo describió Galileo la aparición de montañas en la Luna;


también midió su altura 2. Es característico de Galileo, como cientí­
fico de la escuela moderna, el que tan pronto como encontraba cual­
quier tipo de fenómeno, quisiera medirlo. Está muy bien que nos
informen de que el telescopio revela la existencia de montañas en la
Luna, como las que hay en la Tierra. ¡Pero cuánto más extraordina­
rio es, y cuánto más convincente, que nos informen de que hay mon­
tañas en la Luna y que tienen exactamente una altura de 4 millas!
El cálculo que hizo Galileo de la altura de las montañas de la Luna
ha resistido la prueba del tiempo, y hoy día concordamos con la es­
timación que hizo de su altura máxima. (Los interesados encontrarán

: Una de las maravillas de nuestra época es que los astronautas hayan via­
jado a la Luna y observado que su superficie es tal y como Galileo la había
descrito; una hazaña que millones de observadores pudieron ver en sus pantallas
de televisión, y que ha quedado registrada para la posteridad en el testimonio
de fotografías y muestras de roca.
en la figura 16 el método que empleó Galileo para calcular la altura
de estas montañas.)
Para ver que es todo un abismo el que separa la descripción rea­
lista que Galileo da de la Luna, que se parece a la descripción que
podría dar un piloto de la Tierra vista desde el aire, de la concepción
comúnmente aceptada, lea las siguientes líneas de la Divina comedia,
de Dante. Escrita en el siglo xiv, esta obra se considera generalmente
como la máxima expresión de la cultura medieval. En esta parte del
poema Dante ha llegado a la Luna y discute ciertas de sus caracterís­
ticas con Beatriz, quien le habla con la «voz divina». Así es como
le pareció la Luna a este viajero medieval del espacio:

Parecíame que nos envolvía una nube lúcida, densa, sólida y bruñida,
como un diamante herido por los rayos del Sol.
La perla eterna nos recibió dentro de sí como el agua que, permane­
ciendo unida, recibe un rayo de lu z...

Dante le preguntaba a Beatriz:

«Pero decidme: ¿qué son esas oscuras señales sobre este cuerpo, que
allá abajo en la Tierra dan ocasión a la gente de contar la patra­
ña de Caín?-»
Se sonrió un poco y me dijo: « Y si la opinión de los mortales se ex­
travía, allá donde la llave de los sentidos no puede abrir,
en verdad no deberían herirte ya las flechas de la admiración; pues
ves que si la razón cede a los sentidos, debe tener muy cortas las
alas . . . »

Dante había escrito que los sentidos del hombre le engañan, que
la Luna es en realidad eterna, perfecta y absolutamente esférica, e
incluso homogénea. Creía que no se debía sobrestimar el poder de
la razón, ya que la mente humana no es lo suficientemente poderosa
como para desentrañar los misterios cósmicos. Galileo, por otro lado,
confiaba en la revelación de los sentidos ampliada por el telescopio,
y así concluyó:

De este modo, si alguien quisiese resucitar la antigua opinión de los pitagó­


ricos según la cual la Luna sería algo así como otra Tierra, la parte más lumi­
nosa de ella representaría más bien la superficie sólida, mientras que la más
oscura sería el agua. Por mi parte, nunca he dudado de que, en el globo terres­
tre visto desde lejos cuando se halla iluminado por los rayos solares, la super­
ficie de la tierra se ofrece a la vista más luminosa y la líquida más oscura.
M N

F ig . 16.— La medición que efectuó Galileo de la altura de las montañas de la


Luna era sencilla pero convincente. El punto N es el terminator (frontera) entre
las partes iluminada y no iluminada de la Luna. El punto Ai es una mancha
brillante observada en la región de la sombra; Galileo supuso correctamente que
la mancha brillante era el pico de una montaña, cuya base permanecía en la
sombra debido a la curvatura de la Luna. Podía calcular el radio de la Luna a
partir de su distancia a la Tierra, ya conocida, y podía estimar la distancia A'Ai
a través de su telescopio. Entonces, por el teorema de Pitágoras, CAI1 = AÍN1 +
+ CN’ o, como R es el radio y x la altura del pico,
'R + x)‘ = R’ + AÍN'
R: - 2Rx + x1 = R1 + AÍN-
x- + 2Rx - AÍN: = O,
ecuación que Se resuelve fácilmente para x, la altura del pico.
Aparte de la afirmación sobre el agua, que Galileo corrigió más
tarde, la importancia de esta conclusión reside en que Galileo vio
que la superficie de la Luna aporta una prueba de que la Tierra no
es única. Como la Luna se parece a la Tierra, había demostrado que
cuanto menos el cuerpo celeste más cercano no goza de esta uniforme
perfección esférica atribuida por las autoridades clásicas a todos los
cuerpos celestes. No se refirió a esto sólo de pasada; algo más ade­
lante vuelve sobre esta idea, cuando compara una parte de la Luna
con una región específica de la Tierra: «El lugar que se baila casi
en el centro de la Luna está ocupado por una cavidad mayor que
todas las demás, siendo de una figura perfectamente redonda... Por
lo que atañe a las luces y sombras, ofrece el mismo aspecto que ha­
bría de presentar sobre la Tierra la superficie similar de Bohemia si
se hallase circundada por montes altísimos dispuestos perfectamente
en círculo.»

LUZ CENICIENTA

En este punto, Galileo introduce un descubrimiento aún más sor­


prendente: la luz lunar cenicienta. Este fenómeno puede verse en la
fotografía reproducida en la lámina 5. En la misma se pone de mani­
fiesto, al igual que puede verse examinando la Luna a través de un
telescopio, lo que Galileo llamaba una iluminación «secundaria» de
la superficie oscura de la Luna. Es posible demostrar geométricamen­
te que esta iluminación concuerda a la perfección con la luz del Sol
que refleja la Tierra hacia las regiones oscuras de la Luna. No puede
ser una luz propia de la Luna, ni una contribución de la luz estelar,
ya que entonces se manifestaría durante los eclipses, y esto no es así.
Tampoco puede provenir de Venus o de cualquier otra fuente pla­
netaria. ¿Qué hay de tan notable, preguntaba Galileo, en una Luna
iluminada por la Tierra? «En justa y agradecida compensación de­
vuelve la Tierra a la Luna una iluminación pareja a la que recibe casi
continuamente de la misma Luna en las más profundas tinieblas de
la noche.» Por muy asombroso que pudiera haber parecido este des­
cubrimiento a los lectores de Galileo, hemos de apuntar que la luz
cenicienta había sido estudiada con ancerioridad por el maestro de
Kepler, Michael Mástlin, en una disputa sobre eclipses (1596), y por
el mismo Kepler en su tratado scbre óptica de 1604.
Galileo termina su descripción de Li Luna informando a sus lec­
tores de que examinará este tema más extensamente en su libro sobre
El sistema del mundo. «En este libro — dice— , con numerosas razo­
nes y experiencias mostraré cuán potente es la luz solar reflejada por
la Tierra a quienes pretendan que ha de atribuirse a la danza de las
estrellas, sobre todo por hallarse [la Tierra] carente de luz y movi­
miento. Por nuestra parte, confirmaremos con demostraciones y aun
con mil razones naturales que aquélla es errante y superior en brillo
a la Luna, y no un sumidero de inmundicias y heces terrenales.» Este
fue el primer anuncio de Galileo de que estaba escribiendo un libro
sobre el sistema del mundo, una obra que se demoró muchos años y
que — cuando finalmente se publicó— motivó su proceso por la In ­
quisición romana y su condena y subsiguiente encarcelamiento.
Pero fíjese en lo que Galileo había probado hasta entonces. Mos­
tró que los antiguos estaban equivocados en sus descripciones de la
Luna. La Luna no es el cuerpo perfecto que habían mostrado, sino
que se parece a la Tierra, la cual, por lo tanto, no puede considerarse
única, y, en consecuencia, distinta de todos los objetos celestes. Y , por
si esto no fuera suficiente, sus estudios sobre la Luna habían mos­
trado que la Tierra brilla. Ya no era válido decir que la Tierra no
es un cuerpo brillante como los planetas. Y si la Tierra brilla al igual
que la Luna, ¡quizás los planetas también brillan del mismo modo, re­
flejando la luz del Sol! Recuerde que en 1609 todavía seguía sin resol­
ver la cuestión de si los planetas brillan con luz propia, como el Sol y
las estrellas, o si brillan a causa de la luz reflejada, como la Luna.
Como veremos en breve, uno de los mayores descubrimientos de Ga­
lileo fue que los planetas brillan por la luz que reflejan al circundar
al Sol en sus órbitas.

A b u n d a n c ia de estrellas

Antes de tratar de este tema vamos a mencionar brevemente al­


gunos de los otros descubrimientos de Galileo. Cuando Galileo miró
las estrellas fijas encontró que, al igual que los planetas, «no parecen
aumentar de tamaño en la misma proporción según la cual se incre­
mentan los restantes objetos, incluyendo la Luna». Además, llamó
la atención sobre «la diferencia que media entre el aspecto de los
planetas y las estrellas fijas» en el telescopio. «Los planetas presen­
tan sus globos exactamente redondos y delineados y, a modo de lu-
nitas completamente inundadas de luz, aparecen orbiculares, mientras
que las estrellas nunca se ven delimitadas por un contorno circular,
sino que presentan como fulgores cuyos rayos vibran en torno y cen­
tellean notablemente.» Tenemos aquí la base de una de las grandes
respuestas de Galileo a los detractores de Copérnico. Evidentemente,
las estrellas tienen que estar a una distancia enorme de la Tierra en
comparación con los planetas, ya que un telescopio puede aumentar
los planetas hasta que parezcan discos, pero no puede hacer lo mismo
con las estrellas fijas.
Galileo relató cómo se sintió «abrumado por la ingente abundan­
cia de estrellas», tantas que encontró que, «diseminadas en torno a
las antiguas y dentro de los límites de uno o dos grados se reúnen
más de quinientas». A las tres estrellas ya conocidas en el Cinturón
de Orion y a las seis de la Espada (véase fig. 17) añadió «ochenta
recientemente contempladas». Presentó los resultados de sus obser­
vaciones en varios dibujos con un gran número de estrellas descu­
biertas por vez primera entre las estrellas antiguas. Aunque Galileo
no lo dijera explícitamente, esto significaba que apenas era necesario
confiar en los antiguos, ya que éstos no habían visto jamás la mayo­
ría de las estrellas, y habían hablado basándose en elementos de jui­
cio lamentablemente incompletos. Galileo expuso una desventaja de
la observación a simple vista en términos de «la naturaleza o carác­
ter de la Vía Láctea». Con la ayuda del telescopio, escribió, se ha
examinado la Vía Láctea, «dirimiendo así con la certeza que dan
los ojos todos los altercados que han atormentado durante tantos si­
glos a los filósofos y liberándonos de las disputas verbales». Vista a
través del telescopio, la Vía Láctea «no es otra cosa que un conglome­
rado de innumerables estrellas reunidas en montón. Hacia cualquier
región que se dirija el anteojo, inmediatamente se presenta a la vista
una ingente cantidad de estrellas». Y esto era cierto no sólo para la
Vía Láctea, sino también para «las estrellas que hasta este día han
denominado todos los astrónomos ‘nebulosas’», y que «son cúmulos
de estrellitas admirablemente esparcidas». Y ahora la gran noticia:
Hemos expuesto brevemente lo que hasta ahora hemos observado respecto
a la Luna, las estrellas inerrantes y la Galaxia. Resta lo que parece más notable
de la presente empresa, cual es mostrar y dar a conocer cuatro p l a n e t a s nunca
vistos desde el comienzo del mundo hasta nuestros días y las circunstancias de
su descubrimiento y observación, así como sus posiciones y las observaciones
realizadas los dos últimos meses acerca de sus desplazamientos y cambios. Asi­
mismo invitamos a todos los astrónomos a que se dediquen a la investigación
y definición de sus períodos, cosa que nosotros no hemos podido hacer en abso­
luto hasta hoy por falta de tiempo. Sin embargo, advertimos nuevamente, a
fin de que no se entreguen inútilmente a tal inspección, que se precisa un ante­
ojo muy exacto, como el que describimos al comienzo de este discurso.

Es interesante observar que Galileo llamaba los objetos que aca­


baba de descubrir «estrellas Mediceas», aunque nosotros las llama­
ríamos lunas o satélites de Júpiter 1. Hemos de recordar que en los

1 Nuestro término «satélite» se convirtió en parte del lenguaje estándar de


la ciencia sólo después de que fuera utilizado en este sentido por Newton en
sus Principia (1687).
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Fig. 17.— El Cinturón y Espada de Orion, visto a través del telescopio de G.ili-
leo, contenía ochenta estrellas -r.ás (las más pequeñas) de las que se podían
discernir a simple vista.
El nacimiento
de la nueva física
Lámina 1 — «¿Volverá a caer en el misino sitio?» lisie antiguo grabado en madera, tomado de la correspondencia de Rene
Descartes, ilustra un experimento propuesto por el Padre Mersenne, contemporáneo y amigo de Galileo, para verificar el
comportamiento de cuerpos en caída. « Retombera t-il?» pregunta la leyenda. ¿Volverá a caer aquí la bala del cañón?
Lám ina I I .— Un paisaje como el de la Tierra, pero muerto, fue lo que impre-
ó a Galileo la primera vez sue enfocó su telescopio hacia la Luna.
L á m i n a II [.— Ga!:!eo fue el primero en ver los cráteres de la Luna. Sus obser­
vaciones acabaron con '.a neja creencia de que la Luna era lisa y perfectamente
j¡;é-ica.
L ám in a I V .— Se reproduce aquí un dibujo de la Luna hecho por el mismo Cali-
leo, pero al revés con respecto 2 la forma en que se muestran habitualmente
¡as fotografías astronómicas. Las cámaras telescópicas toman las fotos invertidas.
tiempos de Galileo casi todos los objetos celestes se denominaban
estrellas — un término que podía incluir tanto las estrellas fijas como
las estrellas errantes (o planetas). De aquí que los objetos recién des­
cubiertos, que eran «errantes» y, por tanto, del tipo de los planetas,
pudieran llamarse también estrellas. La mayor parte del libro de Ga­
lileo, de hecho, está dedicada a sus metódicas observaciones de Jú­
piter y de las «estrellas» que estaban próximas. Unas veces se las
veía al este y otras al oeste de Júpiter, pero nunca muy lejos del pla­
neta. Acompañaban a Júpiter «no sólo en su movimiento directo,
sino también en el retrógrado», de forma que era evidente que esta­
ban de alguna manera relacionados con el planeta.

El t e s t im o n io d e J ú p it e r

La primera idea, la de que éstas podrían ser simplemente algunas


nuevas estrellas cerca de las cuales se veía a Júpiter, fue desechada
cuando Galileo observó que estos objetos recién descubiertos seguían
su camino junto a Júpiter (véase apéndice 2). También le fue posi­
ble mostrar que los tamaños de sus respectivas órbkas alrededor de
Júpiter eran diferentes, al igual que sus tiempos periódicos. Permitá­
mosle exponer con sus propias palabras las conclusiones que extrajo:

Tenemos aquí un argumento notable y óptimo par3 eliminar los escrúpulos


de quienes, aceptando con ecuanimidad el giro de los planetas en torno al Sol
según el sistema copernicano, se sienten con todo turbados por el movimiento
de la sola Luna en torno a la Tierra, al tiempo que ambas trazan una órbita
anual en torno al Sol, hasta el punto de considerar que se debe rechazar por
imposible esta ordenación del universo. En efecto, ahora tenemos, no ya un
planeta girando en torno a otro al tiempo que ambos recorren una gran órbita
en torno al Sol, sino ciertamente cuatro estrellas que, como la Luna alrededor
de la Tierra, nuestros sentidos nos ofrecen errando en torno a Júpiter, a la
vez que todas ellas recorren junto con Júpiter una gran órbita en torno al Sol
en el lapso de doce ar.os.

Júpiter, un modelo a pequeña escala de todo el sistema coperni­


cano, en el que cuatro pequeños cuerpos se mueven alrededor del
planeta del mismo modo en que los planetas se mueven alrededor del
brillante Sol, constituyó, por tanto, la respuesta a una de las princi­
pales objeciones ai sistema copernicano. En este punto, Galileo no
podía explicar por qué era posible que Júpiter se moviera en su ór­
bita sin perder a "os cuatro acompañantes que !e rodeaban, como tam­
poco era realmente capaz de explicar cómo podía moverse la Tierra
a través del espacio sin perder la Luna que gira a su alrededor. Pero,
supiera o no la razón, estaba perfectamente claro que, en todos y
cada uno de los sistemas del mundo que se habían podido concebir,
Júpiter se movía en una órbita, y si podía hacer esto sin perder cua­
tro de sus lunas, ¿por qué no podía moverse la Tierra sin perder una
única luna? Además, si Júpiter tiene cuatro lunas, la Tierra ya no
puede considerarse excepcional en sentido de ser el único objeto en
el universo con una luna. Por lo demás, poseer cuatro lunas es cier­
tamente más impresionante que tener sólo una.
Aunque el libro de Galileo termina con la descripción de los sa­
télites de Júpiter, será conveniente, antes de que exploremos las im­
plicaciones de su investigación, discutir otros tres descubrimientos
astronómicos que hizo con su telescopio. El primero era el hallazgo
de que Venus muestra fases. Por una serie de razones, este descubri­
miento lo llenó de alegría. En primer lugar, esto demostraba que
Venus brillaba por la luz reflejada, y no por una luz propia; esto sig­
nificaba que Venus, en este aspecto, es igual que la Luna y también
que la Tierra (la cual, como Galileo había descubierto anteriormente,
brilla por la luz reflejada del Sol). Aquí había otra característica si­
milar entre los planetas y la Tierra; otra brecha en la antigua barrera
filosófica entre la Tierra y los objetos «celestes». Además, como se
puede ver en la figura 18A, si Venus se mueve en una órbita alre­
dedor del Sol, no sólo pasará por un ciclo de fases completo, sino
que, visto con un aumento constante, las diferentes fases se mostrarán
de diferentes tamaños, debido al cambio en la distancia entre Venus
y la Tierra. Por ejemplo, cuando Venus se encuentra en una posición
tal que podemos verlo como un círculo completo o casi completo, co­
rrespondiente a la Luna llena, el planeta está en el lado opuesto de
la Tierra en su órbita alrededor del Sol, o a la máxima distancia
desde la Tierra. Cuando Venus se presenta como un medio círculo,
correspondiente a un cuarto de Luna, el planeta no está tan lejos de
la Tierra. Finalmente, cuando apenas vemos una luna creciente, Ve­
nus ha de encontrarse en el punto más próximo a la Tierra. Debería­
mos esperar, por tanto, que Venus apareciese muy grande cuando se
muestra con un creciente apenas perceptible; que cuando tiene la apa­
riencia de un cuarto de luna sea de tamaño moderado; y que cuando
vemos el disco completo sea muy pequeño.
Según el sistema ptolemaico, Venus (como Mercurio) no debería
verse nunca lejos del Sol, y, por tanto, podría observársele sólo como
una estrella matutina o vespertina cerca del lugar donde el Sol haya
salido o se haya puesto. E! centro del epiciclo de la órbita estaría
permanentemente alineado con el centro de la Tierra y el centro del
Sol, y se movería alrededor ce la Tierra con un período de un año,
al igual que el Sol. Sin embargo, está perfectamente claro, como po-
Orbita de Venus

- O -O.

Orbita del Sol

Fie. 18.— Las fases de Venus, observadas por ve; primera por Galileo, consti­
tuían itn poderoso argumento contra la astronomía antigua. En (A) puede ver
cómo la existencia de jases concuerda con el sistema de Copérnico y cómo el
cambio en el diámetro aparente relativo de Venus apoya el concepto de que el
planeta tiene una órbita solar. En (B) puede ver por qué este fenómeno sería
imposible en el sistema ptolemaico.
demos ver en la figura 18B, que bajo estas circunstancias nunca se
podría ver la secuencia completa de fases que Galileo había obser­
vado — y que nosotros podemos observar. Por ejemplo, la posibilidad
de ver Venus como un disco se da solamente si Venus se encuentra
más alejado de la Tierra que el Sol; de acuerdo con los principios
ptolemaicos, esto nunca puede suceder. Esto era, pues, un golpe su­
mamente decisivo contra el sistema ptolemaico.
No necesitamos extendernos mucho sobre los otros dos descubri­
mientos telescópicos de Galileo, debido a que tienen menos impacto
que los anteriores. El primero fue el descubrimiento de que Saturno
parece tener en ocasiones un par de «orejas», y que estas «orejas»
cambian a veces su forma e incluso llegan a desaparecer. Galileo nun­
ca pudo explicar este extraño fenómeno, porque su telescopio no
podía resolver los anillos de Saturno. Pero al menos obtuvo un ele­
mento de juicio que demostraba cuán erróneo era considerar a los
planetas como cuerpos celestes perfectos, cuando podían tener formas
tan singulares. Una de sus observaciones más interesantes fue la de
las manchas en el Sol, descritas en un libro que llevaba por título
Historia y demostraciones en torno a las manchas solares y sus acci­
dentes (1613). Estas manchas no sólo eran la prueba de que ni si­
quiera el Sol era el astro perfecto descrito por los antiguos; Galileo
también fue capaz de mostrar, a partir de su observación, que se po­
día probar la rotación del Sol, e incluso calcular la velocidad con la
cual gira sobre su eje. Pero aunque el hecho de que el Sol rota llegó
a ser extremadamente importante en la mecánica del mismo Galileo,
esto no implicaba que forzosamente hubiera de producirse una revo­
lución anual de la Tierra alrededor del Sol.

U n nuevo m undo

Como se puede imaginar, el entusiasmo causado por estos nuevos


descubrimientos fue de boca en boca, y la fama de Galileo se exten­
dió. Bautizar a los satélites de Júpiter con el nombre de «estrellas
mediceas» tuvo el esperado efecto de conseguirle el puesto de mate­
mático del Gran Duque Cósimo de Médicis y le facilitó el retorno a
su querida Florencia. El descubrimiento de los nuevos planetas fue
saludado como el descubrimiento de un nuevo mundo, y Galileo fue
aclamado como igual a Colón. No fueron sólo los científicos y filó­
sofos los que se entusiasmaron con los nuevos descubrimientos; todas
las personas inteligentes y cultas, poetas y cortesanos y pintores, res­
pondieron de la misma forma. Una pintura del artista Cigoli para
una capilla de Roma usó como motivo los descubrimientos telescópi-
eos de Galileo sobre la Luna. En un poema de Johannes Faber, Ga­
lileo recibe la siguiente alabanza:

Cede, Vespucio, y permite que Colón lo haga. Cada uno de estos


intentos, cierto es, un viaje a través del mar desconocido...
Pero sólo tú, Galileo, diste a la especie humana la sucesión de las
nuevas constelaciones del cielo. [estrellas,

El cardenal Maffeo Barberini escribió un poema en elogio de los


descubrimientos de Galileo, aunque más tarde — como el Papa Urba­
no V I I I — ordenaría que Galileo fuese procesado por la Inquisición;
manifestó a éste que quería añadir lustre a su poesía relacionándola
con el nombre de Galileo. Ben Jonson escribió una mascarada que
alude a los descubrimientos astronómicos de Galileo; tituló su obra
Noticias del mundo — no el nuevo mundo de América, sino la Luna,
de donde nos llegan las noticias a través del telescopio (si bien aquí
llegan a través de la poesía). Para hacerse una idea de la manera en
que se difundieron estas noticias, lea el siguiente extracto de una car­
ta escrita el mismo día en que el Sidereus nuncius de Galileo apare­
ció en Venecia, el 13 de marzo de 1610, por sir Henry Wotton, el
embajador británico allí:

Ocupándome ahora de los acontecimientos actuales, por la presente le envío


a Su Majestad la noticia más extraña (como con justicia puedo llamarla) que
jamás haya recibido de parte alguna del mundo; se trata del libro que adjunto
(recibido este mismo día) del Profesor Matemático en Padua, quien con la ayuda
de un instrumento óptico (que amplía y a la vez aproxima el objeto) inventado
por primera vez en Flandes, y mejorado por él, ha descubierto cuatro nuevos
planetas que giran alrededor de la esfera de Júpiter, aparte de muchas otras
estrellas fijas desconocidas; asimismo, la verdadera causa de la Vía Láctea, tan
largamente buscada; y, por último, que la Luna no es esférica, sino dotada de
muchas prominencias, y, lo que es lo más extraño de todo, iluminada con la
luz solar por reflexión desde el cuerpo de la Tierra, como parece que dice. Así
que en cuanto al tema, primero ha desbaratado toda la astronomía anterior
— porque necesitamos de una nueva esfera para salvar las apariencias— y luego
todá la astrolcgía. En virtud de estos nuevos planetas tiene que variar por nece­
sidad la parte judiciaria, y ¿por qué no puede haber allí aún más? Sobre estas
cosas he sido tan atrevido de hablar a Su Señoría, de las cuales aquí todos los
rincones están "enos. Y el autor corre la suerte de o bien ser enormemente
famoso o tremendamente ridículo. Con el próximo barco, Su Señoría recibirá de
mi pane uno de los mencionados instrumentos, tal como ha sido mejorado por
este hombre.

Cuando Kepler escribió sobre los descubrimientos de Galileo en


el prefacio de su Dióptrica, más parecía un poeta que un científico:
«¿Y ahora, querido lector, qué haremos con nuestro telescopio? ¿Lo
tendremos como una varita mágica de Mercurio para cruzar con ella
el éter líquido y, como Luciano, guiar a una colonia a la inhabitada
estrella vespertina, seducidos por la dulzura del lugar? ¿O lo ten­
dremos por una flecha de Cupido que, entrando por nuestros ojos,
ha penetrado en lo más profundo de nuestra mente para encender en
nosotros el amor por Venus?» Embelesado, Kepler escribió: «¡Oh
telescopio, instrumento de tanto conocimiento, más precioso que cual­
quier cetro! ¿Acaso quien te tiene en su mano no se convierte en rey
y señor de la obra de Dios?»
En 1615, James Stephens podía llamar a su amante «mi catalejo,
a través del cual observo la vanidad del mundo». Y Andrew Marvell
escribió sobre el descubrimiento de las manchas solares de Galileo:

Asi el Hombre su audaz tubo al Sol dirigió


y desconocidas manchas de las brillantes estrellas describió;
se ven oscurecerle, si bien de muy cerca complacen,
y parecen sus cortesanos, mas son su enfermedad.
A través del tronco óptico el planeta pareció escuchar,
y las arroja, desde entonces, en su carrera.

John Milton estaba bien enterado de los descubrimientos de Ga­


lileo. Milton, cuyas opiniones sobre el epiciclo se citaron en el capí­
tulo 3, dijo que, cuando estuvo en Italia «hallé y visité al famoso
Galileo, envejecido como prisionero de la Inquisición». En su Paraí­
so perdido se refiere más de una vez a la «lente de Galileo» o a la
«lente óptica» del «artista toscano», y a los descubrimientos realiza­
dos con este instrumento. Escribiendo sobre la Luna en relación con
los fenómenos más importantes descubiertos por Galileo, Milton se
refiere a «nuevos países, ríos o montañas en su manchado globo»; y
el descubrimiento de los planetas de Júpiter sugería que otros pla­
netas también podían tener sus acompañantes: « ... y otros soles, qui­
zá con sus cortejantes lunas, vos divisaréis». Pero, aparte de las refe­
rencias específicas a los descubrimientos astronómicos de Galileo, lo
que principalmente impresionó a Milton fue la inmensidad del uni­
verso y las innumerables estrellas descritas por él:

... estrellas
numerosas, y cada estrella quizá un mundo
destinado a habitación.

Esto transmite el espantoso pensamiento de la inmensidad del es­


pacio, y el hecho de que la Tierra en movimiento debe ser una mi­
núscula punta de alfiler sin lugar fijo en él.
Pocos años después de la publicación del libro de Galileo apare­
ció una sensible reacción al mismo en las obras del poeta John Donne.
Las investigaciones y descubrimientos de Galileo afloran una y otra
vez en los escritos de Donne, y discute en particular a El mensajero
sideral en una obra titulada Ignatius his conclave, en la cual se des­
cribe a Galileo como al «que recientemente ha pedido a los otros
mundos, las estrellas, que se acerquen a él, y le den cuenta de sí mis­
mos». Más tarde, Donne se refiere a «Galileo, el florentino... quien
para estas fechas ya se ha instruido a fondo sobre todas las colinas,
bosques y ciudades del nuevo mundo, la Luna. Y como obtuvo tan­
tos resultados con sus primeras lentes, que vio la Luna a tan poca
distancia que quedó del todo satisfecho, y las partes más ínfimas de
ella, habiendo crecido ahora a una mayor perfección en su arte, hará
que le construyan nuevas lentes, ... podrá traer la Luna, como una
nave flotando sobre las aguas, tan cerca de la Tierra como quiera».
Antes de 1609 el sistema copernicano parecía ser una mera es­
peculación matemática, una propuesta hecha para «salvar las aparien­
cias». La suposición básica de que la Tierra era «simplemente otro
planeta» había sido tan contraria a todos los dictados de la experien­
cia, la filosofía, la teología y el sentido común, que muy pocas per­
sonas se habían enfrentado a las impresionantes consecuencias del
sistema heliostático. Pero después de 1609, cuando se descubrió a
través de los ojos de Galileo cómo era el universo, tuvieron que acep­
tar el hecho de que el telescopio mostraba que el mundo no era pto­
lemaico ni aristotélico, en el sentido de que la singularidad que se
atribuía a la Tierra (y la física basada en esta supuesta singularidad)
no podía corresponder a la realidad. Sólo quedaban abiertas dos po­
sibilidades: una era negarse a mirar a través del telescopio o negarse
a aceptar aquello que se veía por él; la otra era rechazar la física de
Aristóteles y la vieja astronomía geocéntrica de Ptolomeo.
En este libro estamos más interesados en el rechazo de la física
aristotélica que en el de la astronomía ptolemaica, si bien una acom­
pañaba a la otra. La física aristotélica, como hemos visto, se basaba
en dos postulados que no soportarían el ataque copernicano: uno era
la inmovilidad de la Tierra; el otro era la distinción entre la física
de los cuatro elementos terrestres y la física del quinto elemento
celeste. Podemos entender así que, después de 1610, se hiciera cada
vez más claro que había que abandonar la vieja física y establecer
una nueva — una física adecuada a la Tierra móvil que requería el
sistema copernicano 4.

4 Las observaciones de Galileo de las fases y tamaños relativos de Venus,


y de la ocasional fase gibosa de Marte, probaron que Venus, y presumiblemente
Sin embargo, la mayoría de los pensadores de los decenios que
siguieron a las observaciones telescópicas de Galileo no se preocupa­
ban tanto por la necesidad de un nuevo sistema de física como por
la de un nuevo sistema del mundo. Había desaparecido para siempre
el concepto de que la Tierra tenía un lugar fijo en el centro del uni­
verso, ya que ahora se la concebía en movimiento, nunca en el mis­
mo sitio dutante dos instantes inmediatamente sucesivos cualesquie­
ra. También se había desvanecido la idea tranquilizadora de que la
Tierra es única, que es un objeto individual sin parangón en todo el
universo, que nuestra singularidad requiere de una habitación singular.
Había otros problemas que pronto surgieron, uno de los cuales era el
tamaño del universo. Para los antiguos el universo era finito, siendo
cada una de las esferas celestes, incluyendo la de las estrellas fijas,
de un tamaño finito y moviéndose en su movimiento diurno de tal
forma que cada una de sus componentes tenía una velocidad finita. Sí
las estrellas estuvieran a una distancia infinita no podrían moverse
en su movimiento diurno circular alrededor de la Tierra con una ve­
locidad finita, ya que la trayectoria de un objeto situado a una dis­
tancia infinita no puede ser finita. Por tanto, en el sistema geostático
las estrellas fijas no podían estar infinitamente alejadas. Pero en el
sistema copernicano, donde las estrellas fijas no solamente estaban
fijas una respecto a otra, sino que de hecho se consideraban fijas en
el espacio, no había tal limitación sobre su distancia.
No todos los copernicar.os consideraban infinito al universo, y el
mismo Copérnico ciertamente pensaba en el universo como finito, al
igual que Galileo. Pero otros percibían que los descubrimientos de
Galileo indicaban la presencia de innumerables estrellas a infinitas
distancias, y a la misma Tierra disminuida a una partícula. La ima­
gen del trastorno de «este pequeño mundo del ser humano», y lo
que se había llamado «la comprensión de cuán insignificante es el pa­
pel que desempeña el mundo en un universo ampliado y en aumento»

los otros planetas, se mueven en órbitas alrededor del Sol. No hay observación
planetaria mediante la cual nosotros, situados sobre la Tierra, podamos probar
que ésta se mueve en una órbita alrededor del Sol. De este modo, todos los
descubrimientos que Galileo efectuó con el telescopio pueden acomodarse aJ
sistema inventado por Tycho Brahe poco antes de que Galileo iniciara sus
observaciones de los cielos. En este sistema tychónico, los planetas Mercurio,
Venus, Marte, Júpiter y Saturno se mueven en órbitas alrededor del Sol, mien­
tras que el Sol se mueve en una órbita alrededor de la Tierra en un año. Ade­
más, la rotación diaria de los cielos se transmite al Sol y a los planetas, de forma
que la Tierra misma no gira ni da vueltas en una órbita. El sistema tychónico
atraía a aquellos que buscaban salvar la inmovilidad de la Tierra al mismo
tiempo que aceptaban algunas de las innovaciones copernicanas.
fueron brillantemente expresados en estas líneas de un eclesiástico y
poeta sensible, John Donne:

Y la nueva filosofía todo lo pone en duda,


el elemento del fuego está casi extinguido;
el Sol está perdido, y la Tierra, y ningún humano entendimiento
sabe decir dónde ir a buscarlo.
Y los hombres confiesan libremente el fin de este mundo
cuando en los planetas y el firmamento
buscan tanto de nuevo; entonces ven que esto
se descompone otra vez en sus átomos.
Todo está en pedazos, toda coherencia perdida,
todo sólo materia, y todo relación.
Capítulo 5
HACIA UNA FISICA INERCIAL

Tras la segunda década del siglo xvil la realidad del sistema co­
pernicano dejó de ser una vana especulación. El propio Copérnico,
consciente de la índole de sus argumentos, había manifestado bastan­
te explícitamente, en el prefacio de Sobre las revoluciones de las es­
feras celestes, que «la matemática es para los matemáticos». Otro pre­
facio, sin firma, recalcaba la recusación. Insertado en el libro de
Osiander, un eclesiástico alemán a cuyas manos fue confiada la im ­
presión, el segundo prefacio decía que el sistema copernicano no se
exponía para que se debatiera sobre su verdad o falsedad, sino que
simplemente era otro método más de cálculo. No hubo dificultades
hasta que Galileo hizo sus descubrimientos con el telescopio; entonces
cobró urgencia la resolución de los problemas de la física de una Tie­
rra en movimiento. Galileo dedicó una parte considerable de su ener­
gía intelectual a este objetivo, y con resultados provechosos, ya que
estableció los cimientos de la ciencia moderna del movimiento. Inten­
taba resolver dos problemas distintos: primero, explicar el compor­
tamiento de cuerpos en caída sobre una Tierra en movimiento, los
cuales caen exactamente como si se encontraran en una Tierra en re­
poso, y segundo, establecer nuevos principios para el movimiento de
caída de cuerpos en general.

M o v im ie n t o l in e a l u n if o r m e

Vamos a comenzar con el estudio de un problema limitado: el mo­


vimiento lineal uniforme. Bajo esta denominación se entiende un
movimiento efectuado en línea recta de tal modo que, escogiendo dos
intervalos iguales de tiempo cualesquiera, la distancia cubierta durante
ellos siempre será idéntica. Esta es la definición que Galileo facilitó
en su último y quizá más importante libro, Consideraciones y demos­
traciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, publicado en 1638,
después de su proceso y condena por la Inquisición romana . En esta
obra, Galileo expuso sus conclusiones más maduras en relación con
la nueva ciencia del movimiento que había fundado. Subrayó particu­
larmente el hecho de que, al definir el movimiento uniforme, es im ­
portante asegurarse de que la palabra «cualesquiera» esté incluida,
pues de lo contrario, decía, la definición carecería de sentido. Aquí
estaba ciertamente criticando a algunos de sus contemporáneos y pre­
decesores.
Supongamos que existe tal movimiento en la naturaleza; podemos
preguntar con Galileo: ¿Qué experimentos podríamos imaginar para
demostrar su naturaleza? Si nos encontrásemos en un barco o carrua­
je que se mueve uniformemente en línea recta, ¿qué le ocurriría real­
mente a un grave al dejarlo caer libremente? La respuesta, como de­
mostrará el experimento, es que en tales circunstancias la caída será
en línea recta hacia abajo respecto del marco de referencia (digamos
la cabina del barco o el interior del carruaje), y será así independien­
temente de que el marco de referencia esté parado respecto a los al­
rededores o se esté moviendo en línea recta a una velocidad constante.
Expresándolo de otra manera, podemos establecer la conclusión gene­
ral de que ningún experimento puede ejecutarse en una habitación
sellada que se mueve en línea recta a velocidad constante que nos
diga si estamos parados o nos estamos moviendo. En la experiencia
real podemos distinguir frecuentemente si estamos quietos o en mo­
vimiento, porque podemos ver desde una ventana si hay algún movi­
miento relativo entre nosotros y la Tierra. Si la habitación no está
perfectamente sellada podremos notar al aire desplazándose y origi­
nando una corriente. O podremos sentir la vibración del movimiento
u oír el rechinar de las ruedas de un carruaje, un automóvil o un tren.
Se halla implicada aquí una forma de relatividad, y esto fue consta­
tado muy claramente por Copérnico, porque era esencial para su ar­
gumentación establecer que cuando dos objetos, como el Sol y la Tie­
rra, se mueven el uno respecto al otro, es imposible distinguir cuál
está parado y cuál está moviéndose. Copérnico podía señalar el ejem­
plo de dos barcos en el puerto, uno alejándose del otro. Un hombre
situado en uno de ellos pregunta cuál de los dos, si es que hay alguno,

1 Esta obra fue publicada en Leiden. Galileo, evidentemente, no aprobaba


el título (elegido por e! editor), el cual «consideraba inadecuado y plebeyo».
está anclado, y cuál está saliendo con la marea. La única forma de
averiguarlo es observar la tierra, o un tercer barco anclado. En tér­
minos actuales, podríamos usar el ejemplo de dos trenes que se diri­
gen en dirección contraria sobre vías paralelas. Muchos de nosotros
hemos tenido la experiencia de observar un tren en un andén adya­
cente y pensar que nos estamos moviendo, sólo para descubrir, una
vez que el otro tren ha abandonado la estación, que hemos estado quie­
tos todo el tiempo.

U na c h i m e n e a d e l o c o m o t o r a y un b a r c o e n m o v i m i e n t o

Antes de seguir estudiando este punto es conveniente hacer un ex­


perimento. Esta demostración utiliza un tren de juguete que viaja
sobre una vía recta con un movimiento que se aproxima mucho al
movimiento uniforme. La chimenea de la locomotora contiene un pe­
queño cañón, accionado por un muelle, construido de tal forma que
pueda lanzar verticalmente en el aire una bola de acero o una canica.
Cuando el cañón está cargado y el muelle dispuesto, un dispositivo
debajo de la locomotora acciona un pequeño gatillo. En la primera
parte del experimento, el tren permanece en su lugar sobre las vías.
Se arma el muelle, se mete la bola en el pequeño cañón y se acciona
el disparador. En la lámina 6A una serie de fotos estroboscópicas su­
cesivas muestra la posición de la bola a intervalos idénticos. Observe
que la bola viaja hacia arriba en línea recta, llega al máximo y luego
cae hacia abajo en línea recta sobre la locomotora, golpeando casi en
el mismo punto del que había sido lanzada. En el segundo experimen­
to, el tren está en movimiento uniforme y se acciona de nuevo el
muelle. La lámina 6B muestra lo que sucede. La comparación entre
ambas series de fotos nos convencerá, de paso, de que la parte del
movimiento que es hac:a arriba es igual a la que es hacia abajo en
ambos casos, y de que es independiente de que la locomotora esté en
reposo o en movimiento. Volveremos sobre esto más avanzado este
capítulo; de momento nos interesa principalmente el hecho de que la
bola seguía moviéndose hacia adelante con el tren, y que cayó sobre
la locomotora al igual que cuando el tren estaba parado. Obviamente
este experimento concreto, por lo menos si se limita a determinar si
la bola vuelve o no al cañón, nunca nos dirá si el tren está parado o
moviéndose en línea recta con una velocidad constante.
Incluso aquellos que no saben explicar este experimento pueden
llegar a una conclusión muy importante. Que Galileo fuera incapaz
de explicar cómo podía moverse Júpiter sin perder a sus satélites no
restaba efectividad al fenómeno como respuesta a aquellos que pre­
guntaran cómo podía moverse la Tierra sin perder su Luna. Igual­
mente nuestro experimento con el tren — aun sin explicación— seria
suficiente respuesta al argumento de que la Tierra debe estar en repo­
so, porque, de lo contrario, una bola que se suelta no caería vertical­
mente para tocar el suelo en un punto directamente debajo, y una
bala de cañón lanzada verticalmente hacia arriba nunca volvería al
cañón.
Deberíamos observar, y esto es un punto importante sobre el cual
volveremos en otro capítulo, que el experimento que acabamos de
describir no está exactamente relacionado con la situación real de una
Tierra en movimiento, porque durante la rotación diaria de la Tierra
todo punto de su superficie se mueve en un círculo, mientras que en
su órbita anua! la Tierra viaja sobre una gigantesca elipse. No obs­
tante, es cierto que, en experimentos ordinarios, en los que el movi­
miento de caída ocuparía normalmente sólo unos pocos segundos, o
como mucho unos pocos minutos, la desviación del movimiento de
cualquier punto de la Tierra de una línea recta es lo suficientemente
pequeña como para ser insignificante.
Galileo habría dado su aprobación a nuestro experimento. En su
día, el experimento fue discutido, pero pocas veces ejecutado. (En
cuanto a los experimentos de inercia de Galileo, véase el apéndice 9.)
El marco de referencia habitual era un barco en movimiento. Este
fue un problema tradicional, introducido por Galileo en su famoso
Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, como medio para
refutar las creencias aristotélicas. En el transcurso de esta discusión,
Galileo hace decir a Simplicio, el personaje del diálogo que representa
al aristotélico tradicional, que, en su opinión, un objeto que se suelta
desde el mástil de un barco en movimiento tocará su cubierta en al­
gún lugar detrás del mástil. Tras algunas preguntas, Simplicio admite
que nunca ha realizado este experimento, pero está persuadido de
que Aristóteles o alguno de sus seguidores debe haberlo llevado a
cabo, o de otro modo no se tendría noticia de ello. ¡Ah, no!, dice
Galileo, esto es ciertamente una suposición errónea, porque está cbro
que ellos nunca han hecho este experimento. ¿Cómo puede Galileo
estar tan seguro de ello?, pregunta Simplicio. Recibe la siguiente res­
puesta: La prueba de que este experimento nunca fue realizado resi­
de en que su resultado es falso. Galileo ha dado el resultado correcto.
El objeto caerá al pie del mástil, tanto si el barco está en movimien­
to como si está en reposo. A propósito, Galileo afirma en otro lugar
que había ejecutado un experimento de esa índole, aunque no lo men­
cionara en su tratado. En su lugar dijo: «Yo, sin experimentarlo, sé
que el resultado tiene que ser como yo digo, porque es necesario que
así sea.»
¿Por qué un objeto que cae del mástil de un barco en reposo toca
la cubierta en el mismo lugar en el que lo haría cayendo del mástil
de un barco que se mueve en línea recta con velocidad constante?
Para Galileo no bastaba que esto fuera así; requería algún principio
que sería fundamental para un sistema de física que explicara los fe­
nómenos observados sobre una Tierra en movimiento.

La c ie n c ia d e l m o v im ie n t o d e G a l il e o

Nuestro experimento con el tren de juguete, al cual nos referire­


mos de nuevo en el último capítulo, ilustra tres importantes aspectos
de la obra de Galileo sobre el movimiento. En primer lugar, tenemos
el principio de inercia, objeto de los esfuerzos de Galileo, el cual,
como veremos en el capítulo final, requería el genio de Isaac Newton
para plasmarse en su formulación moderna y definitiva. En segundo
lugar, las fotografías del camino descendido por la bola en interva­
los iguales sucesivos ilustran sus principios sobre el movimiento uni­
formemente acelerado. Finalmente, en el hecho de que la tasa de caí­
da hacia abajo durante un movimiento hacia adelante es igual a la
tasa de caída hacia abajo en reposo tenemos un ejemplo de los famo­
sos principios de independencia y composición de vectores — velocidad
de Galileo.
Examinaremos estas tres cuestiones considerando primero los es­
tudios de Galileo sobre el movimiento acelerado en general, luego su
obra con respecto a la inercia y por último sus análisis de movimien­
tos complejos.
Cuando estudiaba el problema de la caída de cuerpos, Galileo,
como sabemos, hizo experimentos que consistían en soltar objetos
desde lo alto y — señaladamente en Pisa durante su juventud— desde
una torre. No podemos saber si esta torre fue la famosa Torre Incli­
nada de Pisa o alguna otra; sus propios registros sólo manifiestan
que se trataba de alguna torre. Más tarde su biógrafo Viviani, quien
lo conoció durante sus últimos años, nos ha contado una fascinante
historia que desde entonces se ha arraigado en la leyenda de Galileo.
De acuerdo con Viviani, Galileo, en su deseo de refutar a Aristóteles,
subió a la Torre de Pisa, «en presencia de todos los otros profesores
y filósofos y de codos los estudiantes» y «mediante repetidos expe­
rimentos» demostró «que la velocidad de objetos en movimiento de
la misma composición, de peso desigual, que se mueven a través del
mismo medio, no se rige por la proporción de su peso, como les fue
atribuido por Arisuóteles, sino que se mueven con igual velocidad...».
Como no existe otra fuente cue documente esta demostración pública,
los especialistas en la materia se inclinan por dudar que sucediera, es­
pecialmente porque al ser contada y vuelta a contar se torna cada vez
más fantasiosa. No sabemos si fue inventada por Viviani o si Galileo
se lo contó en su vejez, sin recordar exactamente qué era lo que ha­
bía sucedido muchas décadas antes. El hecho es que los resultados no
concuerdan con los facilitados por el propio Galileo porque, como
hemos mencionado en un capítulo anterior, Galileo destacó muy cla­
ramente que objetos de peso desigual no alcanzan exactamente la mis­
ma velocidad, al tocar el suelo el más pesado de los dos un poco antes
que el más ligero.
Un experimento como éste, si se ejecuta, sólo puede dar como
resultado la prueba de que Aristóteles estaba equivocado. En los tiem­
pos de Galileo, demostrar que Aristóteles estaba equivocado en algún
aspecto era un logro difícilmente importante. Pierre de la Ramée (o
Ramus) hizo saber algunas décadas antes que todo en la física de Aris­
tóteles era poco científico. Las insuficiencias de la lev de movimiento
aristotélica habían sido evidentes desde hacía por lo menos cuatro
siglos, v durante ese tiempo se había acumulado una considerable can­
tidad de críticas. Si bien asestaron otro golpe a Aristóteles, los ex­
perimentos de la torre, bien se trate de la Torre Inclinada o de otra
cualquiera, ciertamente no revelaron a Galileo una ley nueva y co­
rrecta sobre la caída de cuerpos. Sin embargo, la formulación de la
ley fue uno de sus mayores logros (véase el apéndice 4).
Para apreciar todo el alcance de los descubrimientos de Galileo
debemos comprender la importancia del pensamiento abstracto, al
que éste recurrió como una herramienta que, refinada al máximo,
constituía para la ciencia un instrumento mucho más revolucionario
de lo que incluso pudiera serlo el telescopio. Galileo mostraba cómo
la abstracción puede relacionarse con el mundo de la experiencia, cómo
a partir del pensamiento sobre «la naturaleza de las cosas» se pueden
derivar leyes relativas a la observación directa. En este proceso el
experimento era de extrema importancia para él, como recientemente
hemos podido saber gracias, en gran medida, a las ingeniosas inves­
tigaciones de Stillman Drake. Vamos a esbozar las principales etapas
de los procesos de pensamiento de Galileo, tal como él nos las descri­
be en su Dos nuevas ciencias.
Galileo dice:

No hay. ta! vez. en la naturaleza nada más viejo que el movimiento y no


faltan libios voluminosos sobre tal asunto, escritos por los filosofos. A pesar de
todo esto, muchas de sus propiedades, muy dignas de conocerse, no han sido
observadas ni demostradas hasta el momento.
Galileo reconocía que otros antes que él habían observado que el
movimiento natural de caída de un grave es continuamente acelerado.
Pero dijo que su logro era haber hallado «la proporción según la cual
tiene lugar tal aceleración». Estaba orgulloso de ser él quien había
encontrado por primera vez «que un móvil que cae partiendo de una
situación de reposo recorre, en tiempos iguales, espacios que man­
tienen entre sí la misma proporción que la que se da entre los nú­
meros impares sucesivos comenzando por la unidad». También probó
que «los cuerpos lanzados» no describen simplemente una trayectoria
curva de algún tipo; su trayectoria, de hecho, es una parábola.
Al estudiar los pensamientos de Galileo sobre el movimiento te­
nemos dos opciones muy diferentes. Una es intentar trazar el desa­
rrollo de sus ideas a través de sus manuscritos, correspondencia y
otros documentos; la otra es resumir la presentación pública que mos­
tró en sus Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos
nuevas ciencias. La primera opción es necesariamente tentativa, ya
que depende en parte de la interpretación de ciertas páginas manus­
critas que contienen datos numéricos y diagramas a los que no acom­
paña comentario o explicación alguna (véase el apéndice 4); se trata del
archivo privado, que solamente se empezó a descifrar en el decenio
de 1970. La segunda opción, los registros públicos, incluye la presen­
tación que Galileo pretendía que estudiemos. Es esta presentación pú­
blica (editada) la que realmente condicionó el avance de la ciencia
en el campo del movimiento, desde la revolucionaria nueva cinemá­
tica de Galileo a la moderna ciencia de la dinámica. Llamamos cine­
mática al objeto de estudio de Galileo, porque se trataba en gran
medida de un estudio de movimientos uniformes y acelerados que no
prestaba mucha atención a ¡as fuerzas, mientras que la dinámica re­
vela las fuerzas que actúan sobre cuerpos para producir o modificar
el movimiento, y las leyes que relacionan las fuerzas con los cambios
que producen en éste. Si bien Galileo era consciente de que las ace­
leraciones son el resultado de la acción de fuerzas (por ejemplo, la
aceleración en la caída está producida por la fuerza del peso de los
cuerpos), no se concentraba en esta parte de la cuestión. No obstan­
te, debido a que tuvo en cuenta las fuerzas y los movimientos en al­
gunos casos especiales e importantes, quizá deberíamos describir su
disciplina como cinemática con algo de dinámica. Newton creía que
Galileo conocía y había utilizado los dos primeros de sus tres «axio­
mas o leyes de movimiento», que incorporan los principios más fun­
damentales de la dinámica.
Primero, Galileo examina las leyes del movimiento uniforme, en
el cual la distancia es proporcional al tiempo, y la velocidad es, por
ello, constante. Luego estudia el movimiento acelerado. «Investigar
y explicar la definición que corresponde con exactitud al movimiento
acelerado que nos brinda la naturaleza» es para Galileo el problema
principal. Cualquiera puede «imaginar arbitrariamente ciertas formas
de movimiento», según él. Pero, «desde el momento que la naturaleza
se sirve de una determinada forma de aceleración en los cuerpos pe­
sados en caída libre», decidió «estudiar sus propiedades» a fin de ase­
gurarse de que la definición del movimiento acelerado que estaba a
punto de utilizar concordara «con la esencia del movimiento natural­
mente acelerado». Galileo dice, además, que en el «estudio del movi­
miento naturalmente acelerado» seremos guiados «de la mano», por
decirlo así, por «la observación de las costumbres y reglas que sigue la
misma naturaleza en todas sus obras restantes», en «cuya ejecución
suele hacer uso de los medios más inmediatos, más simples y más fá­
ciles». Galileo estaba invocando aquí un famoso principio, que en reali­
dad se remonta a Aristóteles, que la naturaleza siempre trabaja de la
manera más sencilla posible, o del modo más económico. Dice Galileo:

Cuando observo ... una piedra que cae desde cierta altura, partiendo de una
situación de reposo, que va adquiriendo poco a poco, cada vez más velocidad,
¿por qué no he de creer que tales aumentos de velocidad no tengan lugar según
la más simple y evidente proporción? Ahora bien, si observamos con cierta aten­
ción el problema, no encontraremos ningún aumento o adición más simple que
aquél que va aumentando siempre de la misma manera.

Procediendo según el principio de que la naturaleza es sencilla,


de manera que el cambio más simple es aquel en que el cambio en
sí mismo es constante, Galileo afirma que si el incremento de velo­
cidad es igual en cada intervalo sucesivo de tiempo, se trata clara­
mente del movimiento acelerado más sencillo posible. Poco después,
Galileo pone en boca de Simplicio (el aristotélico) que él se atiene a
una opinión diferente, a saber, que un cuerpo que cae va «aumentan­
do su velocidad en proporción al espacio»; y nosotros, como lectores
críticos, hemos de admitir que esto ciertamente parece ser tan «sen­
cillo» como la definición del movimiento acelerado de Galileo. De
las dos posibilidades

VocT [1]

V ocD [2]

¿cuál es la más sencilla? ¿No son ambas ejemplos de «un aumen­


to... que se repite a sí mismo siempre dela mismamanera», bien
elmismo incremento de velocidad eniguales intervalos detiempo
o bien el mismo incremento en iguales espacios? Son igualmente sen­
cillas porque ambas son ecuaciones de primer grado, ambas ejemplos
de una proporcionalidad simple. Por lo tanto, ambas son mucho más
sencillas que cualquiera de las seis posibilidades que siguen:

[3]

[4]

V oc V [5]

1
Voc — [6 ]
D

1
V oc [7]
D*

VocD 2 [8 ]
¿En qué nos podemos basar para rechazar la relación que sugiere
Simplicio, expresada por la ecuación [2]? Como cada una de las
ecuaciones [1] y [2] es formalmente tan sencilla como la otra,
Galileo se ve obligado a introducir otro criterio para su elección.
Sostiene que la posibilidad número 2 — la velocidad aumenta en
proporción a la distancia de caída recorrida— conducirá a una incon-
sistencia lógica, a diferencia de la relación dada en la ecuación [1],
Por lo tanto, podría parecer que, debido a que una de las suposi­
ciones «sencillas» conduce a una inconsistencia y la otra no, la única
posibilidad es que los cuerpos en caída tengan velocidades que se
incrementan en proporción al tiempo que llevan cayendo.
Esta conclusión, tal como se presenta en la última y más madura
obra de Galileo, tiene un interés especial para el historiador, ya que
el argumento con el que Galileo «demuestra» que la consecuencia
de la ecuación [2] es una inconsistencia lógica contiene un error.
No hay inconsistencia «lógica» aquí; el problema es simplemente
que esta relación es incompatible con la suposición de que el cuerpo
parte del reposo. El historiador también se interesa por descubrir
que, en una época más temprana de su vida, Galileo escribió sobre
este mismo tema a su amigo frav Paolo Sarpi de manera totalmente
distinta. En esta carta, Galileo parece haber pensado que la velocidad
de cuerpos en caída libre aumenta en proporción directa a la distan­
cia recorrida. A partir de esta suposición, Galileo creía que podría
deducir que la distancia atravesada ha de ser proporcional al cuadrado
del tiempo, o que la suposición de la ecuación [2] conduce a la
ecuación

DocT2 [9]

Luego continúa diciendo Galileo que la proporcionalidad de la dis­


tancia al cuadrado del tiempo es «bien conocida». Entre la carta a
Sarpi y la publicación del Dos nuevas ciencias, Galileo corrigió este
aparente error (véase el apéndice 5).
En cualquier caso, en Dos nuevas ciencias, Galileo demuestra
que la relación indicada por la ecuación [9] se sigue de la ecua­
ción [1]. Utiliza para ello un teorema auxiliar:

Proposición I. Teorema I. El tiempo en el cual un espacio dado es recorrido


por un móvil que parte del reposo con movimiento uniformemente acelerado,
es igual al tiempo en el que aquel mismo espacio habría sido recorrido por el
mismo móvil con un movimiento uniforme cuyo grado de velocidad fuese la
mitad del grado de velocidad máxima alcanzado al final del movimiento uni­
formemente acelerado precedente.

Por medio de este teorema y de los teoremas sobre el movimiento


uniforme, Galileo llega a la

Proposición II. Teorema II. Si un móvil cae, partiendo del reposo, con un
movimiento uniformemente acelerado, los espacios por él recorridos en cualquier
tiempo que sea están entre sí como el cuadrado de la proporción entre los tiem-
pos, o lo que es lo mismo, como los cuadrados de los tiempos.

Este es el resultado que se expresa en la ecuación [ 9 ], y conduce


al Corolario I. En este corolario, Galileo demuestra que si un objeto
cae desde el reposo con un movimiento uniformemente acelerado,
los espacios Di, Di, D¡, ... que recorre en intervalos iguales sucesivos
de tiempo «estarán entre sí (en la misma proporción) como los nú­
meros impares, comenzando desde la unidad, es decir, como 1, 3, 5,
7, ...». Galileo señala inmediatamente que esta serie de números
impares se deriva del hecho de que las distancias recorridas en el
primer intervalo de tiempo, en los dos primeros intervalos de tiem­
po, en los tres primeros intervalos de tiempo, ... son como los cua­
drados 1, 4, 9, 16, 25, las diferencias entre ellos son los núme­
ros impares. La conclusión tiene para nosotros un interés especial,
ya que la creencia de que las verdades fundamentales de la naturaleza
se revelaban por relaciones de figuras geométricamente regulares y
relaciones numéricas formaba parte de la tradición platónica, un
punto de vista al que Galileo declara su devoción en una parte
anterior del libro. Le Hace decir a Simplicio: «Tened por seguro que
si hubiera de comenzar mis estudios, seguiría el consejo de Platón
y comenzaría por las matemáticas, las cuales proceden con mucho
escrúpulo y no admiten como algo cierto sino aquello que se demues­
tra con todo rigor.» Para Galileo constituye evidentemente un indi­
cio de la solidez de su discusión sobre la caída de graves el que
pueda concluir: «Por lo tanto, cuando los grados de velocidad aumen­
tan, en tiempos iguales, según la serie de los números naturales, los
espacios recorridos, en los mismos tiempos, adquieren incrementos
según la serie de los números impares desde la unidad.»2

2 Las etapas que sigue Galileo (en las Dos nuevas ciencias) desde la defini­
ción del movimiento uniformemente acelerado
V * T
hasta la ley del movimiento acelerado o la ley de caída libre (la ley del cuadrado
del tiempo)
D r
son fáciles de reescribir en un sencillo lenguaje algebraico. En un tiempo 1\,
comenzando desde un estado de reposo, un objeto adquiere una velocidad V<¡.
El promedio o la velocidad media es VjVY La distancia atravesada bajo acele­
ración durante el tiempo es la misma que recorrería el objeto si se hubiera
movido durante el mismo intervalo de tiempo con una velocidad constante igual
a la velocidad media. La distancia Da recorrida a la velocidad constante !. iV, es
D„ uvvr,
Pero como
V, cc r„
resulta que
D, = 1 2 V .J 0 <x TI
Para ver cómo las secuencias numéricas de Galileo son el resultado de la ley
del cuadrado del tiempo para la distancia, consideremos los intervalos de tiempo
T, 2T, 37". 47", 5i ....... Entonces las distancias serán como T',4T:, 9P , 16T:,
25T'-, ..., o como 1, 4, 9, 16. 25, .... Las distancias recorridas en el primer,
segundo, tercer, cuarto, quinto, ... intervalo de tiempo serán entonces como las
diferencias entre los términos sucesivos de esta serie, o como 1, 3. 5, 7, 9, ....
Si la constante de aceleración en el movimiento uniformemente acelerado es .4.
de manera que V —AT, entonces la última ecuación se convierte (para D¡, V3,
Tj) en
D„ — : 2’ '.*>/To = hiA T ,)T , = y2AT':t
y en general en
D = 1 2 AT1.
la familiar ecuación para la ley del cuadrado del tiempo de Galileo que se en­
cuentra en los libros de texto. En el caso especial de la caída libre, la constante
Aunque el aspecto numérico de la investigación es satisfactorio
para Salviati (el interlocutor en las Dos Nuevas Ciencias que habla
por Galileo), y para Sagredo (el hombre de cultura general y buena
voluntad que usualmente lo apoya), Galileo reconoce que este punto
de vista platónico difícilmente puede contentar a un aristotélico. Por
ello, Galileo declara a través de Simplicio:

Estoy plenamente convencido de que la cosa es tal y como se la ha expuesto,


una vez que se ha aceptado la definición de movimiento uniformemente acele­
rado. Pero que sea tal la aceleración de la que se sirve la naturaleza en lo que
atañe al movimiento de la caída de los graves, es algo, en mi opinión, un tanto
dudoso por el momento. Pienso que tanto por lo que a mí respecta como por
aquellos que piensan como yo, es éste el momento oportuno de presentar algu­
nos de esos experimentos de los que se dice que abundan y que en muchos
casos co^cuerdan con las conclusiones que se han demostrado.

Galileo admite que Simplicio habla «como un verdadero hombre


de ciencia» y que ha hecho una «demanda muy razonable». Sigue
una descripción de un experimento famoso. Permitamos que Galileo
nos lo cuente con sus propias palabras:

En un listón o, lo que es lo mismo, en un tablón de una longitud aproxi­


mada de dcce braccia [codos] ", de medio bruccio de anchura más o menos y
un espesor de tres dedos, hicimos una cavidad o pequeño canal a lo largo de la
cara menor, de una anchura de poco más de un dedo. Este canal, tallado lo
más recto posible, se había hecho enormemente suave y liso, colocando dentro
un papel de pergamino lustrado al máximo. Después, hacíamos descender por
él una bola de bronce muy dura, bien redonda y pulida. Habiendo colocado
dicho listón de forma inclinada, se elevaba sobre la horizontal una de sus extre­
midades, hasta la altura de uno o dos braccia, según pareciera, y se dejaba caer
(como he dicho) la bola por dicho canal, tomando nota como en seguida he de
decir del tiempo que tardaba en recorrerlo rodo. Repetimos el mismo experi­
mento muchas veces para asegurarnos bien de la cantidad de tiempo y pudimos
constatar que no se hallaba nunca una diferencia ni siquiera de la décima parte
de una pulsación.

A esto Simplicio responde: «Hubiera sido para mí una gran satis­


facción haber estado presente en tales experimentos, pero teniendo

se denota por g (llamada a veces la «aceleración de la gravedad»), de manera


que esta ecuación se transforma en
D = '-zgV
en la cual g tiene un valor numérico de aproximadamente 9SU cm/seg en cada
segundo. _ . . . .
•' Se trata del br.rcao florentino, de unos 38.4 cm. Coincide aproximaca-
mente con nuestro codo real, de 57,4 cm. ÍN. de! T.l
por cierta vuestra diligencia al realizarlos y vuestra fidelidad en refe­
rirlos, no tengo ningún escrúpulo en aceptarlos como del todo pro­
bados y verdaderos.»
El procedimiento de Galileo, tal como lo acabamos de describir,
difiere radicalmente de lo que babitualmente se describe en los libros
de texto elementales como el «método científico». Porque, en todas
estas obras, se dice que el primer paso es «recoger todas la informa­
ción relevante», etc. La forma habitual de proceder, se nos dice, es
recoger un gran número de observaciones, o realizar una serie de
experimentos, luego clasificar los resultados, generalizarlos, buscar
una relación matemática y, finalmente, hallar una ley. Pero Galileo
se nos presenta de modo diferente — pensando, creando ideas, tra­
bajando normalmente con un lápiz o una pluma y papel. Natural­
mente, Galileo no era meramente un filósofo «de sillón», un especu­
lador puro. Ahora sabemos que había estado realizando experimen­
tos y que su pensamiento creativo se caracterizaba por una interac­
ción constante entre abstracción y realidad, entre ideas teóricas y
datos experimentales. En las Dos nuevas ciencias, sin embargo, Gali-
leo hace hincapié en el audaz principio general de que la naturaleza
es sencilla. Nos da la imagen de un científico experimental cuvos
pensamientos son dirigidos por abstracciones de la naturaleza. Busca
las relaciones simples de primer grado antes que aquellas otras de
orden más elevado. Su meta es hallar la relación más sencilla que
no conduzca a una contradicción. Empero, aunque la experimenta­
ción había sido una fuerza que le guiaba en el desarrollo de sus ideas,
cuando llegó a la ptesentación final, el experimento del plano incli­
nado servía más bien como experimento de comprobación que como
experimento de investigación, y fue introducido por Galileo en res­
puesta a la exigencia del artistotélico Simplicio, el portavoz de la
doctrina que Galileo estaba criticando. Galileo presenta el informe
sobre el experimento con una exposición preliminar que explica cui­
dadosamente su finalidad. Será úc;! que examinemos este párrafo
(puesto por Galileo en boca de Salviati):

Vos. como un verdadero hombre de ciencia, exigís algo muy razonable. Es


éste el modo de actuar de aquejas ciencias que aplican las demostraciones mate
maricas a los fenómenos naturales, como es e! caso de la perspectiva, de la
astronomía, de 1a mecánica, la música y otras mi¡c.ia<, las cuales confirman sus
principios, que son ios fundamentos de toda Ja estructura subsiguiente, con
experimentos bien establecidos. Espero, de cualquier forma, que no os parezca
una pérdida de tiempo e! haber discutido con cierto detenimiento acerca de
este primer V fundamental principio sobre el cual :e apoya la inmensa máquina
de infinitas conclusiones, sacadas por el autor, de las que sólo una pequeña
parte aparecen en este libro. Bastante habrá hecho aquél con abrirnos de par
en par la puerta hasta ahora cerrada a mentes bien capaces. Por lo que se refiere
a los experimentos, no han sido pasados tampoco por alto por parte del autor;
con el fin de dejar bien probado que la aceleración de los graves que caen de
modo natural se da en la proporción antes desarrollada, me he visto muchas
veces en su compañía.

Ciertamente, Galileo deja claro en esta exposición que el objeto


de estos experimentos sobre un plano inclinado no era encontrar la
ley original, sino verificar que de hecho pueden darse en la natura­
leza aceleraciones tales como las que estudiaba realmente. Causó
verdadero asombro el hallazgo de que Galileo había descubierto en
realidad las leyes del movimiento de una manera totalmente dife­
rente de como lo presentó públicamente en su último tratado, las
Dos nuevas ciencias. Su secreto estuvo muy bien guardado durante
más de tres siglos v medio, hasta que Stillman Drake encontró apun­
tes de Galileo y llamó la atención sobre ellos; parecen ser sin lugar
a dudas el registro de experimentos sobre cuerpos en movimiento,
de alguna manera relacionados con las leyes del movimiento que
había encontrado. Este es uno de los grandes descubrimientos en
la historia de la ciencia de nuestros tiempos, incluso a pesar de que
hasta ahora ni una sola de las interpretaciones de las etapas del
pensamiento de Galileo haya sido universalmente aceptada. (Véase
sobre este tema el apéndice 4, con referencia a la investigación de
Winifred L. Wisan y de R. H. Naylor; véase también el artículo
de M. Segre en la Guía para lecturas adicionales, p. 250. El expe­
rimento descrito en las Dos nuevas ciencias es, sin embargo, de un
tipo distinto. Pero obsérvese que en realidad lo que se demuestra en
tales series de experimentos no es que la velocidad sea proporcional
al tiempo, sino sólo que la distancia es proporcional al cuadrado del
tiempo, asumiéndose que el experimento justifica también el prin­
cipio de que la velocidad es proporcional al tiempo (véase el apén­
dice 6).
Y además debemos advertir que, al introducir el experimento,
Salviati dice que ¿1 mismo había hecho esta particular serie de obser­
vaciones en compañía de Galileo «con el fin de dejar bien probado
que la aceleración de los graves que caen de modo natural se da en
la proporción antes desarrollada». Y no obstante, esta particular serie
de observaciones de bolas rodando sobre planos inclinados no tiene
aparentemente nada que ver con la aceleración de objetos en caída
libre. En la caída libre, el movimiento de los cuerpos no encuentra
obstáculo de ningún tipo, a excepción del pequeño efecto de la resis­
tencia del aire. Pero en este caso, el movimiento del objeto está lejos
de ser libre, ya que el cuerpo está constreñido a la superficie del
plano. En ambos casos, sin embargo, la aceleración está producida
por la gravedad. En los experimentos del plano inclinado, el efecto
de caída de la gravedad está «diluido», sólo una parte de la gravedad
actúa en la dirección del plano. De estos experimentos resulta que
la distancia es proporcional al cuadrado del tiempo cualquiera que
sea la inclinación del plano, cualquiera que sea su pendiente. Los
experimentos están relacionados con la caída libre porque es posible
suponer que en el caso límite, en el que el plano es vertical, se puede
esperar que la ley siga siendo válida. Pero en este caso límite de caída
libre, la bola no rueda en su movimiento Hacia abajo como lo hace
en el plano inclinado — un punto que Galileo nunca menciona— .
Es, sin embargo, una condición muv importante, porque hov sabemos
por la mecánica teórica que se trata de un factor primordial que impe­
diría que el experimento suministre un valor numérico exacto para
la aceleración en la caída libre. Es decir, no es posible utilizar el
método de componentes para obtener la aceleración de ¡a caída libre
a partir de la aceleración sobre un plano inclinado, porque en este caso
el descenso se ve acompañado por la rotación, mientras que en el otro
no. De modo que para un escéptico astuto estaría lejos de ser evidente
que el experimento del plano inclinado muestre que la caída libre es
uniformemente acelerada, o incluso que la caída libre concuerda con la
ley del cuadrado del tiempo para la distancia, aunque los experimen­
tos sí mostraron que la ley del cuadrado del tiempo existe en la natu­
raleza y, por lo tanto, que en ésta existen movimientos uniforme­
mente acelerados.
En nuestros días, cierro número de especialistas ha repetido el
experimento del plano inclinado de Galileo; el primero en hacerlo
fue Thomas B. Settle. Les resultados concordaron plenamente con
el informe de Galileo de que para distintos tramos

llegábamos a la conclusión, después de repetir tales pruebas una y mi! veces,


que los espacios recorridos estaban entre sí como los cuadrados de sus tiempos.
Esto se podía aplicar a tedas las inclinaciones del plano, es decir, del canal a
través del cual se hacía descer.cer la bola. Observamos también que los tiempos
de las caídas por diversas inclinaciones del plano guardan entre sí de modo
riguroso una proporción que es, como veremos después, la que ¡es asignó y
demostró e! autor.

En lü actualidad no tenemos problema alguno en aceptar la afirma­


ción de Galileo de que ■ <tales operaciones, repetidas muchísimas
veces, jamás diferían de una manera sensible» y que la exactitud del
experimento era tal que la diferencia entre dos observaciones nunca
excedía «de la décima parte de una pulsación».
Galileo no se preocupó demasiado de medir los tiempos de caída
libre vertical de un objeto. Suponía que tales datos podían obtenerse
de experimentos realizados con bolas que ruedan sobre planos incli­
nados, sin advertir la diferencia entre los movimientos de rodadura
y de libre deslizamiento por el plano. En sus escritos publicados
sobre el movimiento, Galileo no incluyó ningún cálculo de !a acelera­
ción de un objeto en caída libre basado en el límite del movimiento
sobre un plano inclinado. En una carta a Baliani, sin embargo, sí
explicó una manera de utilizar los experimentos sobre un plano in­
clinado para determinar la velocidad (y por tanto, la aceleración) de
un movimiento de caída libre en vertical.
En la Jornada Segunda de su Diálogo sobre los dos máximos
sistemas del mundo, Galileo calculó el tiempo que necesitaría una
bala de cañón para caer desde la Luna a la Tierra. En «repetidas
experiencias», escribió, una bala de hierro que pesa 100 libras «cae
desde una altura de 100 codos en 5 segundos». Sus propias palabras
(Dialogue Concermng the Two Chief World Systems, Second Day,
trad. Stillman Drake, p. 223) son: «... supongamos que queremos
hacer el cálculo para una bala de hierro de 100 libras, la cual en
repetidas experiencias cae desde una altura de 100 codos en 5 se­

gundos». Utilizando la familiar ley de D = —-gT2, Drake se encuentra

con que estas «repetidas experiencias» proporcionan un valor para


la aceleración en caída libre (g) de 467 cm/seg2, en contraste con
los 980 cm/seg2 (véase además la discusión de Drake en la p. 480
de su traducción). Debatiendo el tema conmigo, Drake me informó
que «un documento de trabajo todavía sin publicar incluye el cálculo
que hizo Galileo de ¡a caída a través de 45 !4 m en 3,11 segundos,
siendo el tiempo en realidad de 3,04 segundos».
El mismo Galileo discute estos datos en su carta a Baliani del
1 de agosto de 1639 (traducida por Drake en Galileo at Work).
Baliani había escrito a Galileo en 1632 preguntándole cómo .'acia
que un grave cae 100 codos (braccia) en 5 segundos, añadiendo que
en Genova no había ninguna torre de esta altura desde la cual inten­
tar el experimento; también se refirió a la distancia de 4 codos de
caída en el primer segundo, que era extremadamente difícil de veri­
ficar. Cuando Galileo respondió algunos años más tarde, admitió
que si Baliani intentaba verificar mediante «el experimento si aquello
que escribí sobre les 100 braccia en cinco segundos es verdad-),
Baliani podía «hallar que no es cierto». Explicó que el tin del argu­
mento era refutar al padre Scheiner, quien había escrito sobre el
tiempo que necesitaría una bala de cañón para cae: desde la Luna
a la Tierra; para el cómputo del tiempo de caída del propio Galileo
«tenía poca importancia si los cinco segundos para 100 braccia eran
ciertos o no». Para nosotros es más significativa la incorrecta supo­
sición de Galileo de que una bala de cañón cayendo desde la Luna a
la Tierra mantendría una aceleración constanteJ.
Las frases de Galileo en los Diálogos parecen decir que «en repe­
tidas experiencias» se había obervado que la bala de hierro de 100
libras descendía desde una altura de 100 codos en 5 segundos. ¿Sería
posible, sin embargo, que Galileo sólo estuviera suponiendo que
«en repetidas experiencias» se podría obtener este resultado? ¿Era
esto lo que quiso decir, que sólo imaginaba que deseábamos hacer
un cálculo? Si solamente estaba escribiendo ex suppositione, enton­
ces habría dicho, en efecto, «supongamos que la experiencia muestra
que una caída de 100 braccia requiere 5 segundos», y no que «repe­
tidas pruebas han demostrado esto». Su frase es sintácticamente
ambigua.
Pero al menos uno de los contemporáneos de Galileo, el Padre
Marin Mersenne, leyó sencillamente el texto y concluyó que Galileo
alegaba que había encontrado el resultado que suministraba a través
de «repetidas experiencias». Galileo «supone», escribió Mersenne

3 La forma en que Galileo calculaba la caída libre consistía en deducir el


valor a partir del movimiento sobre un plano inclinado. Como explicó a Baliani
en 1639 (Galileo at Work, pp. 399-400); «... el descenso de esta bola por un
canal, arbitrariamente inclinado, nos dará todos los tiempos — no sólo de 100
braccia, sino de cualquier otra cantidad de caída vertical— en tanto que (como
usted mismo ha demostrado) la longitud de dicho canal, o llamémoslo plano in­
clinado, es una media proporcional entre la altura vertical de dicho plano y la
longitud de toda la distancia vertical que sería atravesada en el mismo tiempo
por el móvil en caída. Suponiendo entonces, por ejemplo, que dicho canal tiene
una longitud de 12 braccia y que su altura vertical es de medio braccio, un
braccio, o dos, la distancia atravesada en la vertical será de 2S8, 144 o 72 braccia,
como es evidente. Ahora nos queda por encontrar la cantidad del tiempo de
descenso por el canal. Esta ;a obtendremos de la maravillosa propiedad del
péndulo, la cual es que hace todas sus vibraciones, grandes o pequeñas, en
tiempos iguales». Para reducir el movimiento de un determinado péndulo a
segundos, sigue explicando Gí.'üeo. sería necesario calibrarlo contando el nú­
mero de vibraciones durante 2-! horas, a determinar por un grupo de «dos o
tres o cuatro amigos pacientes y curiosos». Ellos marcarían e! transcurso de
24 horas a partir del instante en que una «estrella fija» «se encontrara frente
a algún marcador fijo» hasta -.el retorno de la “estrella fija” al punto de par­
tida». Galileo sugiere esto en su carta a Baliani como un método para deter­
minar la distancia caída en a!¿ún tiempo dado, pero no declara explícitamente
que él mismo haya ejecutado estos experimentos cuantitativos. Esto podría cons­
tituir un argumento a favor ce que, contrariamente al sentido aparente de los
Diálogos (con la rrase «repetida; experiencias»), y tal como habían interpretado
Mersenne y otros, Galileo estaba sólo introduciendo números por mor de la
discusión.
a Nicolás Claude Fabri de Peiresc, el 15 de enero de 1635, «que
una bala [boulet] cae 100 braccia en 5 segundos; de lo cual se dedu­
ce que la bala no caerá más de cuatro braccia en un segundo». El
propio Mersenne estaba convencido de que «caerá [en un segundo]
desde una altura mayor». En su Harmome Universelle [Armonía
Universal] (París, 1636, vol. 1, p. 86), Mersenne se extiende sobre
la diferencia entre los resultados numéricos que obtuvo en París y
sus alrededores y los que Galileo informaba desde Italia. Lamen­
taba que pudiera parecer que estaba reprochando a «un hombre tan
eminente por [haber tenido] poco cuidado en sus experimentos».
Sigue siendo todavía un enigma el por qué un experimentador tan
cuidadoso como Galileo pudo haber dado un valor tan malo. Quizá
estaba sugiriendo un «número redondo» para facilitar el cálculo,
pero, en ese caso, ¿por qué escribir «en repetidas experiencias»?
Retrospectivamente, queda claro para nosotros que en lo expuesto
por Galileo en las Dos nuevas ciencias, el experimento del plano
inclinado fue introducido con el fin de que sirviera para comprobar
si los principios, a los que había llegado mediante el método de
abstracción y las matemáticas, serían efectivamente aplicables al mun­
do de la naturaleza. En lo que concierne al eventual lector, la vera­
cidad de la ley de Galileo sobre caída de cuerpos quedaba garanti­
zada, ante todo, por la exactitud de la lógica y de las definiciones,
por la ejemplificación de la simplicidad de la naturaleza y las rela­
ciones entre números, y no meramente por una serie de experimen­
tos u observaciones. Posiblemente Galileo estaba adoptando aquí la
misma actitud que en su discusión de la caída de un cuerpo desde el
mástil de un barco, donde de nuevo eran la naturaleza de las cosas
y las relaciones necesarias las que contaban, antes que conjuntos par­
ticulares de experiencias. Debe mantenerse el resultado correcto, de
acuerdo con Galileo, incluso frente a la evidencia de los sentidos
(en forma de experimentos u observaciones) que pueda mostrarse
antagónica. En ningún lugar expresó Galileo este punto de vista más
enérgicamente que al discutir la evidencia de los sentidos contra el
movimiento de la Tierra. «Que las razones contra el movimiento
diurno de la Tierra, ya examinadas por nosotros, tengan muy grande
verosimilitud, ya lo hemos visto», escribió Galileo, «y el haberlas
tomado los ptolemaicos, los aristotélicos y todos sus seguidores como
muy concluyentes, es un buen argumento de su eficacia; pero las
experiencias que contrarían el movimiento anual son de tan gran
verosimilitud que, vuelvo a repetirlo, no puedo encontrar término a
mi admiración, al ver cómo en Aristarco y en Copérnico haya podido
hacer la razón tanta violencia contra los sentidos, para que, en con­
tra de éstos, ella se haya hecho la dueña de sus credulidades» (Diá­
logo sobre los dos máximos sistemas del mundo).
Para recapitular, Galileo demostró matemáticamente que un mo­
vimiento que parte de un estado de reposo, en el que la velocidad
experimenta el mismo cambio en cada intervalo igual de tiempo
(llamado movimiento uniformemente acelerado), corresponde al reco­
rrido de distancias que son proporcionales a ¡os cuadrados de los
tiempos transcurridos. Luego mostró mediante un experimento que
el movimiento sobre un plano inclinado ejemplifica esta ley. A partir
de estos dos resultados, Galileo razonó que el movimiento de la
caída libre es un caso de tal movimiento uniformemente acelerado.
En ausencia de cualquier resistencia del aire, el movimiento de un
cuerpo en caída libre estará siempre acelerado según esta ley. Cuando
Robert Boyle, unos 30 años más tarde, fue capaz de extraer el aire
de un cilindro, mostró que en este vacío todos los cuerpos caen con
idéntica velocidad independientemente de la forma que tengan. Se
dispuso así de la prueba de lo que había afirmado Galileo — una
extrapolación de la experiencia— , que sin resistencia del aire, todos
los objetos caen igualmente, con la misma aceleración. Por tanto,
la velocidad de un objeto que cae, salvo por el factor usualmente
insignificante de la resistencia del aire, depende sólo de la duración
del tiempo de caída, y no de su peso o de la fuerza que lo mueve,
como había supuesto Aristóteles. Hoy sabemos que el valor correcto
de la aceleración en la caída libre (a veces llamado «aceleración de
la gravedad») ronda los 9,8 metros por segundo de cambio de la velo­
cidad en cada segundo.
El logro supremo de Galileo no consistió solamente en demostrar
que Aristóteles se había equivocado y en descubrir que todos los
cuerpos, salvo el factor de resistencia de aire, caen juntos a pesar
de que sus pesos sean diferentes; otros antes que él habían observado
este fenómeno. No, lo que fue original en Galileo y revolucionario
en sus implicaciones era el descubrimiento de las leyes de la caída
de cuerpos y la introducción de un método que combinaba la deduc­
ción lógica, el análisis matemático y el experimento.

Los PREDECESORES DE G a L IL E O

Si queremos apreciar con propiedad la grandeza de Galileo, debe­


mos compararlo con sus contemporáneos y predecesores. Cuando
veamos en el capítulo final el grado en que Newton dependió de los
logros de Galileo. llegaremos a comprender algo de su importancia
histórica. Pero ahora veremos exactamente su significado mediante
una evaluación de su originalidad más realista de la que se puede
encontrar en la mayoría de los libros de texto y en demasiadas his­
torias.
Recuérdese que una característica de la física griega tardía (ale­
jandrina y bizantina) consistía en la crítica de Aristóteles antes que
en la aceptación de cada una de sus palabras como si fuese la verdad
absoluta. El mismo espíritu crítico era típico del pensamiento cien­
tífico islámico y de los escritos del occidente latino medieval. Así
Dante, cuyas obras se consideran frecuentemente como el apogeo de
la cultura europea medieval, criticaba a Aristóteles por creer «que
no había más que ocho cielos [esferas]» y que «el cielo [la esfera]
del Sol vendría directamente después de la de la Luna, es decir, que
estaría en segundo lugar desde nuestra posición».
Los estudiosos sometieron a la ley del movimiento de Aristóteles
a varias correcciones, cuyas características principales eran: 1) con­
centración en las etapas graduales a través de las cuales cambia el
movimiento, es decir, en la aceleración; 2) el reconocimiento de que
al describir un movimiento cambiante, sólo es posible hablar de velo­
cidad en un momento dado; 3) una definición cuidadosa del movi­
miento uniforme — un estado descrito en un resumen de 1369 (por
Juan de Holanda) como aquel en el cual «el objeto atraviesa un
espacio igual en cada intervalo de tiempo igual» (in omni parte equali
temporis) (que contradice la afirmación de Galileo de la p. 98 de
que él habría sido el primero en definir así el movimiento uniforme);
4) el reconocimiento que el movimiento acelerado podría ser o bien
uniforme o bien no uniforme, como queda reflejado en el siguiente
esquema:

Movimiento uniforme

Movimiento
Movimiento uniformemente
acelerado

Movimiento no uniforme o
(acelerado)
Movimiento
no uniformemente
acelerado

En su exposición, Galileo pasó por este mismo tipo de análisis. El


movimiento más sencillo, dijo, es el uniforme (el cual definió a la
manera de los escolásticos del siglo xrv). A éste le sigue ei movi­
miento acelerado, que puede ser bien uniformemente o bien no
uniformemente acelerado. Eligió el más sencillo, y luego exploró si
la aceleración es uniforme con respecto al tiempo o a la distancia.
Cuando examinaban cómo puede cambiar uniformemente la velo­
cidad, los escolásticos del siglo xiv probaron lo que se conoce a
veces como la «regla de la velocidad media». Esta afirma que el
efecto (distancia) de un movimiento uniformemente acelerado du­
rante cualquier intervalo de tiempo es exactamente el mismo que
se produciría si durante este intervalo el cuerpo en movimiento hu­
biera experimentado un movimiento uniforme que fuera el promedio
del movimiento acelerado. Veamos esta regla expresada en símbolos.
Supongamos que durante el tiempo T un cuerpo es acelerado unifor­
memente desde una velocidad inicial Vi hasta una velocidad final VY
¿Cuán lejos (D ) irá? Para encontrar la respuesta, determinemos la
velocidad media V durante el intervalo de tiempo; entonces la dis­
tancia D es la misma que habría recorrido el cuerpo en el caso de que
se hubiera movido a la velocidad constante V durante el tiempo T,
o D = VT. Además, como el movimiento es un ejemplo de acele­
ración uniforme, la velocidad media V durante el intervalo de tiempo
es la media entre la velocidad inicial y final, es decir

, V; + V,
V = -----------
2

Esto está muy cerca del teorema utilizado por Galileo para demos­
trar su propia ley, que relaciona la distancia con el tiempo en el
movimiento acelerado. ¿Cómo lo probaron los hombres del siglo xiv?
Las primeras pruebas se produjeron en el Merton College, en Oxford,
mediante un tipo de «álgebra de palabras», pero en París Nicolás
Oresme demostró el teorema geométricamente, utilizando un dia­
grama (fig. 19) muy parecido a aquel que se encuentra en las Dos
nuevas ciencias*.
Una diferencia importante entre las exposiciones de Galileo y
Oresme es que la de este último estaba redactada en términos de
cualquier «cualidad» cambiante que se pudiera cuantificar — inclu­

4 De la ecuación para la velocidad media (V) resulta que si la velocidad


¡nidal Vi es cero, correspondiente a un movimiento a partir del reposo, enton­
ces, para cualquier velocidad V en un tiempo T, V = V^{0 + V) = YiV. Susti­
tuyendo este resultado en la ecuación D = VT tenemos D — Vi(V)T. Como el
movimiento uniformemente acelerado es por definición un movimiento en el que
la velocidad es proporcional al tiempo, o V oc T, la relación D — Vi(V)T lleva
a D oc P , d resultado obtenido por Galileo de que en un movimiento unifor­
memente acelerado a partir del reposo, la distancia es proporcional al cuadrado
del tiempo transcurrido. Si la constante de proporcionalidad es A (llamada «la
aceleración»), de manera que V = AT, entonces la ecuación D — V$(V)T se
convierte en D = Vi(.,4T)T o en D = ViAT1-. Véase también pág. 95.
yendo «cualidades» físicas como velocidad, desplazamiento, tempera­
tura, blancura, peso, etc., pero también «cualidades» no físicas como
amor, caridad, y gracia. En ningún momento, sin embargo, efectua­
ron estos hombres del siglo xiv una prueba de sus resultados, como
lo hizo Galileo, para ver si eran aplicables al mundo real de la expe­
riencia. Para estos hombres, el ejercicio lógico de probar la «regla
de la velocidad media» constituía en sí mismo una experiencia satis­
factoria. Por ejemplo, los científicos del siglo xiv, por lo que sabe­
mos, nunca exploraron ni siquiera la posibilidad de que dos objetos
de peso desigual pudieran caer prácticamente juntos. No obstante,
si la escolástica del siglo xiv que había descubierto la «regla de la
velocidad media» no aplicó el concepto de una aceleración uniforme
en el tiempo a la caída de graves, sí lo hizo uno de sus sucesores del
siglo xvi. En la época de Galileo, la afirmación de que la velocidad
en la caída de graves se incrementa continuamente como una función
del tiempo había sido publicada en el libro del español Domingo de
Soto, en el que la «regla de la velocidad media» estaba al alcance
de la mano. Pero esta afirmación de de Soto apareció como un «apar­
te» y no se presentó como un teorema importante de la naturaleza.
Estaba prácticamente enterrada debajo de una masa de teología y
filosofía aristotélica (véase el apéndice 7).

Velocidad

T T iem po

Fig. 19 .— Nicolás Oresme de París utilizaba la geometría para probar que un


cuerpo uniformemente acelerado desde una velocidad inicial V, a una velocidad
final V . atravesaría la misma distancia D en el mismo intervalo de tiempo T que
emplearía moviéndose a una velocidad constante V, la media entre V, y V2.
Asumía que el área por debajo del gráfico de la velocidad trazado en función
del tiempo sería la distancia D. Para el movimiento uniformemente acelerado,
el gráfico sería una línea indinada, y para el movimiento uniforme la línea hori­
zontal. El área por debajo de la primera sería el área de un triángulo o ViT X
X V:. El área de la segunda sería el área del rectángulo o T X PiV¡, siendo la
altura del triángulo el doble de la del rectángulo. Las áreas y, por lo tanto, las
distancias atravesadas, serían iguales.
Otro concepto medieval importante para comprender el pensa­
miento científico de Galileo es el «Ímpetus». Se trata de una pro­
piedad que se suponía que mantenía moviéndose cosas como los pro­
yectiles, una vez que habían abandonado el «proyector». El Ímpetus
se parece al momento y a la energía cinética, pero en realidad no
tiene un equivalente exacto en la dinámica moderna. Era un lejano
predecesor del concepto de inercia de Gaiileo, que se desarrolló hasta
el moderno concepto newtoniano s.
Por lo tanto, la originalidad de Galileo no era aquella de la que
se presumía. Ya no necesitamos creer en algo tan absurdo como que
no se habían hecho progresos en la comprensión del movimiento
entre los tiempos de Aristóteles y los de Galileo. Y podemos pasar
por alto los muchos relatos que pretenden que Galileo inventó la
moderna ciencia del movimiento ignorando por completo cualquier
predecesor medieval o antiguo.
Esto era un punto de vista alentado por el mismo Galileo, cuyo
sostenimiento, empero, era más justificable hace cien años que en
la actualidad. Una de las más provechosas áreas de investigación en
la historia de la ciencia en los últimos tres cuartos de siglo — iniciada
principalmente por el erudito y científico francés Pierre Duhem—
fue la de las «ciencias exactas» de la Edad Media. Estas investiga­
ciones descubrieron una tradición de crítica de Aristóteles que pre­
paró el camino para las contribuciones de Galileo. Para precisar
exactamente la medida en que éste sobrepasó a sus predecesores,
podemos perfilar más certeramente sus dimensiones heroicas. De
este modo, además, la historia de la vida de Galileo se torna más
real para nosotros, porque somos conscientes de que en el progreso
de las ciencias, cada uno construye sobre lo ya edificado por sus
antecesores. Nunca este aspecto de la labor científica fue mejor expre­
sado que en las siguientes palabras de Lord Rutherford (1871-1937),
fundador de la física nuclear:

... No está en la naturaleza de las cosas que el hombre por sí sólo haga de
repente un descubrimiento vital; la ciencia avanza paso a paso, y cada uno
depende del trabajo de sus predecesores. Al tener noticias de un repentino
descubrimiento inesperado — que cae como una bomba, por decirlo así— siem­
pre se puede estar seguro de que maduró por la influencia de un hombre sobre
otro, y es esa influencia mutua la que produce esta enorme posibilidad de avan-

5 StiUman Drake ha argumentado que «los filósofos naturales del medievo


adoptaron la teoría del Ímpetus para su regla de la caída, y ésta excluía la posi­
bilidad de considerarla como un tipo de movimiento uniformemente diforme».
Se traía de una explicación ingeniosa del «por qué nadie nunca planteó explí­
citamente la cuestión de si las velocidades cambian con el tiempo o con la dis­
tancia».
ce científico. Los científicos no dependen de las ideas de una única persona
sino del saber combinado de miles de personas, pensando todas en el mismo
problema y cada uno aportando su pequeño grano para añadirlo a la gran es­
tructura del saber que se está levantando paulatinamente.

Ciertamente, ambos, Galileo y Rutherford, representan el espíritu de


la ciencia.
Sin embargo, fue Galileo quien, por primera vez, mostró cómo
resolver el complejo movimiento de un proyectil en dos componentes
separadas y diferentes — una uniforme y otra acelerada— y fue Gali­
leo el primero que sometió las leyes del movimiento a la prueba de
experimentos rigurosos y probó que se podían aplicar al mundo real
de la experiencia. Si parece que esto es sólo un pequeño logro, re­
cuérdese que los principios que Galileo precisó y que utilizó como
una parte de la física antes que como una parte de la lógica eran
conocidos desde mediados del siglo xrv, sin que nadie, durante este
intervalo de 300 años, fuera capaz de discernir cómo relacionar tales
abstracciones con el mundo de la naturaleza. Quizá es aquí donde
podemos ver mejor la particular grandeza de su genio, al combinar
la perspectiva matemática del mundo con la empírica, obtenida me­
diante la observación, la experiencia crítica y el experimento real
(véanse los apéndices 9 y 10).

La f o r m u la c ió n de l a le y d e in e r c ia

Vamos a explorar un poco más la contribución de Galileo a la


metodología científica al insistir en una relación exacta entre las abs­
tracciones matemáticas y el mundo de la experiencia. Por ejemplo,
la mayoría de las leyes de] movimiento, tal como las formuló Gali­
leo, sólo se cumplirían en el vacío, donde no habría resistencia del
aire. Pero en el mundo real es necesario tratar el movimiento de los
cuerpos en diferentes tipos de medios, los cuales presentan resisten­
cia. Si las leyes de Galileo habían de aplicarse al mundo real que le
rodeaba tenía que saber con exactitud cuá! sería el efecto de la resis­
tencia del medio. En particular, Galileo fue capaz de mostrar que el
efecto del aire sobre cuerpos de algún peso, con una figura tal que
no se presente una resistencia enorme al movimiento, era casi insigni­
ficante. Era este ligero factor de resistencia del aire el responsable
de la pequeña diferencia entre los tiempos de descenso de objetos
ligeros y pesados desde una determinada altura. Esta diferencia era
importante, ya que indicaba que el aire ofrece alguna resistencia,
pero su pequeñez mostraba cuán ínfimo es normalmente el efecto
de la misma.
Galileo pudo demostrar que un proyectil sigue la trayectoria de una
parábola porque e! proyectil posee simultáneamente una combinación
de dos movimientos independientes: un movimiento uniforme en la
dirección de avance horizontal, y un movimiento uniformemente ace­
lerado hacia abajo, en la dirección vertical.
Comentando este resultado, Galileo hace decir a Simplicio, bas­
tante razonablemente, que

pienso que no es posible evitar la resistencia del medio, la cual ha de destruir


la uniformidad del movimiento horizontal, así como la ley de la aceleración en
los cuerpos que caen. De todas estas dificultades se deduce que es sumamente
improbable que lo que se ha demostrado, al apoyarse en supuestos tan poco
dignos de confianza, se pueda experimentar prácticamente.

Entonces Salviati le responde:

Todas las dificultades y objeciones suscitadas están tan bien fundadas que
pienso que no es posible solucionarlas. Por lo que a mí me atañe, las acepto
todas, como pienso que las admitiría también nuestro autor. Concedo igual­
mente que las conclusiones probadas en abstracto se alteran y son tan engaño­
sas en concreto que ni el movimiento transversal es uniforme ni la aceleración
natural tiene lugar según la proporción que hemos supuesto, ni la línea descrita
por el proyectil es una parábola, etc.

Galileo pasa entonces a probar que

en el caso de los proyectiles que usamos nosotros, que están hechos de materia­
les pesados y de figura redonda, o incluso con materiales menos pesados con
forma cilindrica, como son las flechas lanzadas con hondas o arcos, la desvia­
ción que tenga su movimiento del curso exacto de la parábola será insignifi­
cante. Más aún (y me gustaría tomarme un poco más de libertad) os puedo
mostrar, por medio de un par de experiencias, que las dimensiones de nuestros
instrumentos son tan pequeñas que las resistencias externas y accidentales, entre
las cuales la del medio es la más considerable, son apenas observables.

En uno de sus experimentos con cuerpos en caída libre, Galileo


utilizó dos bolas, la una diez o doce veces más pesada que la otra;
«tal sería el caso, por ejemplo, de una bola de plomo y otra de made­
ra, ambas descendiendo desde una altura de 150 ó 200 braccia».
Según Galileo,

considerando el caso de dos bolas que tengan la misma dimensión, siendo el


peso de una diez o doce veces mayor que el de la otra; tal sería el caso, por
ejemplo, de una bola de plomo y otra de madera, ambas descendiendo desde
una altura de 150 ó 200 codos. Puesto que las dos llegan a tocar tierra con una
diferencia de velocidad pequeñísima, tal experimento nos confirma que la resis­
tencia y el retraso causado por el aire es mínimo; porque si la bola de plomo,
que parte en el mismo instante y desde la misma altura que la bola de madera,
sufriera poco el efecto del tetraso mientras que la de madera lo padeciera
mucho más, aquélla debería llegar a tierra con una notable ventaja con respecto
a ésta, al ser su peso diez veces mayor. Ahora bien, no es esto lo que sucede,
sino que, por el contrario, su ventaja no llegará ni siquiera a la centésima parte
de toda la distancia recorrida en la caída. En el caso de una bola de plomo y
otra de piedra, siendo el peso de esta última un tercio o la mitad de aquélla,
sería imperceptible la diferencia de sus tiempos respectivos al tocar tierra.

A continuación, Galileo muestra que, aparte el peso,

la resistencia del aire con respecto a un móvil que va a gran velocidad no es


mucho mayor que si se mueve lentamente.

Asumió que la resistencia del aire a los movimientos bajo estudio


«llega a perturbarlos a todos y los perturba en una variedad infinita
de modos, como infinitos son los modos en que varían las figuras,
los pesos y las velocidades de los móviles». Entonces explica:

Por lo que atañe a la velocidad, a medida que ésta sea mayor, mayor tam­
bién será la resistencia ofrecida por el aire; esta oposición crecerá a medida que
los móviles sean menos pesados, de forma que si bien el cuerpo que desciende
debería recorrer, con movimiento aceletado, un espacio proporcional al cuadrado
de la duración de su movimiento, no obstante, por muy pesado que sea tal
móvil, si cae desde una altura muy considerable, será tal la resistencia que sobre
él ejerza el aíre que le impedirá que vaya incrementando su velocidad hasta
reducirlo a un movimiento uniforme e igual. Esta uniformidad se alcanzará
tanto más rápidamente y en menor altura cuanto menos pesado sea el móvil.

En esta conclusión sumamente interesante, Galileo afirma que


si un objeto cae durante un tiempo lo suficientemente largo, la resis­
tencia del aire aumentará en alguna proporción a la velocidad, hasta
que dicha resistencia iguale y compense al peso que atrae el objeto
a la tierra. Si dos objetos tienen el mismo tamaño, y la misma resis­
tencia debido a que tienen una forma similar, el más pesado acele­
rará durante más tiempo porque tiene un peso mayor. Continuará
acelerando hasta que la resistencia (proporcional a la velocidad, que
a su vez es proporcional al tiempo) iguale al peso. Lo que nos inte­
resa no es tanto este importante resultado como la conclusión gene­
ral de Galileo: Cuando la resistencia se torna tan grande que iguala
al peso del grave, esta resistencia impedirá todo aumento de velo­
cidad y transformará el movimiento en uniforme. Lo que quiere decir
que, si la suma de todas las fuerzas que actúan sobre un objeto (en
este caso, la fuerza dirigida hacia abajo, del peso y la fuerza dirigida
O 15 m 30 m 45 m 60 m

sivos segundos, si no hubiese resistencia del aire y ninguna componente hacia


abajo, produciéndose en este caso un movimiento horizontal uniforme, avan­
zando la granada a 15 metros por segundo. En dirección hacia abajo hay un
movimiento acelerado. Los puntos a, b, c, d muestran dónde estaría la granada,
si cayera sin encontrar resistencia del aire y sin movimiento hacia adelante. Como
la distancia se calcula según la ley
D = hA T :
y la aceleración A es de 9,8 mjse¿, las distancias correspondientes a estos
¿tempos son
T r V2A T D
1 seg 1 seg: 4,9 m/seg^ X 1 seg1 4,9 m
2 seg 4 seg-’ 4,9 m/seg7 X 4 seg! 19,6 m
3 seg 9 seg' 4,9 m/se¡T X 9 seg2 44,1 m
4 seg 16 seg; 4,9 m /sejf x 16 seg: 78,4 m
hacia arriba de la resistencia) se equilibra o arroja un valor neto de
cero, el objeto, a pesar de todo, continuará moviéndose y se moverá
uniformemente. Esto es antiaristotélico, ya que Aristóteles sostenía
que, cuando la fuerza motriz iguala a la resistencia, la velocidad es
cero. Se trata, de un modo limitado, de una formulación de la pri­
mera ley del movimiento de Newton, o principio de la inercia. De
acuerdo con este principio, la ausencia de una fuerza externa neta
permite a un cuerpo moverse en línea reaa con velocidad constante,
o quedar en reposo, y establece por lo tanto una equivalencia entre
el movimiento rectilíneo uniforme y el reposo, un principio que
puede considerarse uno de los fundamentos m:is importantes de la
moderna física newtoniana (véase el apéndice 8).
¿Pero el principio de Galileo es realmente el mismo que el de
Newton? Observemos que, en su declaración, Galileo no hace nin­
guna referencia a una ley general de la inercia, sino solamente al
caso particular del movimiento de descenso. Este es un movimiento
limitado, ya que solamente puede continuar hasta que el grave toca
el suelo. No hay posibilidad, por ejemplo, de que un tal movimiento
continúe uniformemente en línea recta sin límite, como se puede
deducir de la formulación más general de Newton.
En las Dos nuevas ciencias, Galileo se acercó al problema de la
inercia en relación sobre todo con su estudio de la trayectoria de un
proyectil; buscaba demostrar que ésta consistía en una parábola
(fig. 20). Galileo considera un cuerpo arrojado en dirección hori­
zontal. Tendrá entonces dos movimientos separados e independientes.
En dirección horizontal se moverá con velocidad uniforme, salvo por
el pequeño efecto de frenado de la resistencia del aire. Al mismo tiem­
po, su movimiento hacia abajo será acelerado, precisamente del mismo
modo que el de un objeto en caída libre. La combinación de estos
dos movimientos es la que origina que la trayectoria sea parabólica.

Como en realidad la granada tiene los dos molimientos simultáneamente, la


trayectoria resultante es la que corresponde a ¡a curva.
Para los que gustan de un poco de álgebra, a - j v la velocidad constantehori­
zontal y x la distancia horizontal, de modo q:ts x = it. Sea y ladistancia en
la dirección vertical de modo que y — V¡AT:. Entonces, xr = v!t2,o bien

l •
I IT

) - = r
\A r
x* 2y A ,
y — = — o y — ----x* , que es de l.z lory.a y — k.v, donde k es una
v1 A 2ir
constante, y que es la clásica ecuación de la parábola.
Para su postulado de que la componente hacia abajo del movimiento
es la misma que ia de un cuerpo en caída libre, Galileo no suministró
ninguna prueba experimental, si bien indicó la posibilidad de efec­
tuar una. Concibió una pequeña máquina en la que una bola se
proyecta horizontalmente sobre un plano inclinado (fig. 21), para
que describa una trayectoria parabólica (véase el apéndice 9).
Hoy día es fácil demostrar esta conclusión tomando un par de
bolas y lanzando una horizontalmente, mientras que a la vez se deja
caer a la otra libremente desde la misma altura. El resultado de este
experimento se ilustra en la lámina 7, donde una serie de fotografías
estroboscópicas tomadas en instantes sucesivos muestra que, aunque
una de las bolas se mueva hacia adelante mientras la otra cae verti­
calmente, las distancias de descenso en los sucesivos segundos son
las mismas para ambas. La misma situación se tendría en el caso de
una bola que cae dentro de un tren que se mueve a velocidad cons­
tante sobre una vía recta. Cae verticalmente segundo a segundo tal
como lo haría si el tren es reviese parado. Como también se mueve
horizontalmente a la misma velocidad uniforme del tren, su verda­
dera trayectoria con respecto a la tierra es una parábola. Otro moder­
no ejemplo es el de un avión que vuela horizontalmente a velocidad
constante y que suelta una bomba o un torpedo. La caída hacia abajo
es la misma que se daría si la bomba o el torpedo se hubiese dejado
caer desde un objeto en repeso a la misma altura, digamos un globo
cautivo en un día de calma. Al tiempo que la bomba o el torpedo
cae del avión, seguirá moviéndose hacia adelante con la velocidad
uniforme horizontal de éste y, salvo por los efectos del aire, perma­
necerá directamente por debajo del aparato. Pero para un observador
fijo en tierra, su trayectoria será una parábola.
Consideremos finalmente una piedra que se deja caer desde una
torre. Con respecto a la tierra (y para una caída tan corta el movi­
miento de la Tierra puece considerarse lineal y uniforme) cae en

Fig. 21.— El sencillo aparato utilizaba Galileo para demostrar el movimiento


de proyectiles era una cuña. L bola puesta en movimiento horizontal en el
punto más alio de la cuña cae :i::a el fondo de! plano inclinado en una trayec­
toria parabólica.
L á m i n a V .— « £ « un intercambio justo y gracioso», como dijo Galileo, la Tierra
aporta iluminación a la Luna. Esta jotograjia, realizada en el observatorio de
Yerkes, muestra iluminada por la Tierra una parte de la Luna que de otro modo
estaría en la sombra
V I .—Una bola lanzada mediante un cañón de muelle desde la chimenea de una locomotora de juguete en movimien­
L á m in a
to describe una parábola y aterriza en la locomotora, en lugar de subir y bajar en linea recta, como seria el caso cuando la
locomotora está parada, listas fotos estroboscúpicas, con exposiciones a intervalos de I / )0 segundos, ilustran vividamente
uno de los argumentos de Galileo sobre el comportamiento de objetos en cuida y zanjan el antiguo debate sobre cuerpos
soltados desde los mástiles de barcos en movimiento. Si la velocidad de la locomotora fuese absolutamente uniforme y si la
bola no encontrara resistencia del aire, aterrizaría en la chimenea. (De hecho, incluso bajo las condiciones imperfectas del
experimento, la bola, las más de las veces, toca la chimenea.) Adviértase que la bola alcanza la misma altura independiente­
mente de si la locomotora está parada o en movimiento. Nótese también que en la foto en la que la locomotora está para­
da, las distancias recorridas por la bola en los intervalos de exposición se corresponden casi exactamente. Al ascender, la
gravedad la frena; al descender, la gravedad la acelera. Fotografías de Berenice Abbot.
V I I .— Esta fotografía estroboscópica ilustra la independencia de las
L á m in a
componentes vertical y horizontal del movimiento del proyectil. En intervalos
de 1/30 segundos, la bola proyectada, que describe una trayectoria parabólica,
recorre al caer exactamente la misma distancia que la bola que se deja caer
verticalmente. Fotografía de Berenice Ab'oot.
> ¿ ., f ^py^í, > .••

NlsWTÜN .I
KEPLER - • • •••• GAIJLEQ
- i
L á m in a V III
línea recta hacia abajo. Pero con respecto al espacio determinado
por las estrellas fijas, retiene el movimiento compartido con la Tierra
en el momento de ser soltada y, por consiguiente, su trayectoria es
una parábola.
Estos análisis de trayectorias parabólicas se basan todos en el
principio de Galileo de separar un movimiento complejo en dos mo­
vimientos (o componentes) que forman entre sí un ángulo recto.
Ciertamente es una medida de su genio el que viera que un cuerpo
podía tener simultáneamente una componente de velocidad horizon­
tal uniforme y no acelerada y otra vertical y acelerada — sin afectar
una a la otra en manera alguna. En cada uno de estos casos, la com­
ponente horizontal ilustra la tendencia de un cuerpo que su mueve
a velocidad constante en línea recta a continuar este movimiento,
aunque pierda su contacto físico con la fuente original de dicho mo­
vimiento uniforme. Esto se puede también describir como una ten­
dencia de todo cuerpo a resistirse a cualquier cambio en su estado
do movimiento, una propiedad conocida generalmente desde los tiem­
pos de Newton como la inercia de un cuerpo. Ya que la inercia es
de una importancia tan evidente a la hora de comprender el movi­
miento, profundizaremos algo más en los conceptos de Galileo — no
tanto para mostrar sus limitaciones como para ilustrar cuán difícil
era formular la ley completa de inercia y desbaratar los últimos ves­
tigios de la vieja física.
Pero primero podemos observar que en su análisis de la trayec­
toria parabólica, Galileo parte de una cinemática estricta e introduce
algunas consideraciones de dinámica. La razón por la que existe una
aceleración en la componente vertical del movimiento, pero no en
la componente horizontal, es que la gravedad actúa vertical y no
horizontalmente. Galileo no concibió las fuerzas como abstracciones,
y no generalizó los principios que utilizaba para analizar los movi­
mientos de proyectiles de modo que descubriera una versión cuali­
tativa de la segunda ley de Newton. Pero, más tarde, los científicos
vieron en esta parte de su obra las semillas de la dinámica. (Para un
resumen de los logros de Galileo en la ciencia del movimiento véase
el apéndice 10.)

D if ic u l t a d e s y logros de G a l il e o : la ley de l .a i n e r c i a

Hacia el final de su Dos nuevas ciencias, Galileo introduce así el


tema del movimiento de los proyectiles:

Im aginém onos un m óvil proyectado sobre un plano horizontal del que se


ha q uitado el más m ínim o roce; sabemos ya que en cal cosa, y según lo que
hemos expuesto detenidamente en otro lugar, dicho movimiento se desenvol­
verá sobre tal plano con un movimiento uniforme y perpetuo, en el supuesto
de que este plano se prolongue hasta el infinito.

¿Pero puede haber un plano que «se prolongue hasta el infinito»


en el mundo físico de Galileo? En el mundo real, ciertamente, nunca
se encontraría un tal plano.
Al discutir el movimiento sobre un plano, Galileo admite las
dificultades que menciona Simplicio:

Una de ellas [de estas dificultades] consiste en suponer que el plano hori­
zontal, al carecer de inclinación tanto hacia arriba como hacia abajo, es una
línea recta y parecería que en una tal recta todos sus puntos fuesen igualmente
distantes del centro, lo cual no es cierto. La razón de ello estriba en que cuando
uno se va alejando del centro hacia uno de los extremos, resulta que se aleja
también más y más del centro [de 1a Tierra] y, en consecuencia, va hacia arriba.

Así, si una bola se mueve sobre cualquier plano de extensión con­


siderable tangente a la superficie de la Tierra, comenzará a moverse
cuesta arriba, lo que destruiría la uniformidad de su movimiento.
Pero en el mundo real del experimento las cosas son distintas; Gali­
leo afirma que

en la práctica, nuestros instrumentos y las distancias con las que operamos son
tan pequeños en comparación con la distancia que nos separa del centro del
globo terrestre, que podemos tomar tranquilamente un minuto de un grado del
círculo máximo como si fuese una línea recta, y dos perpendiculares que cuel­
gan de sus extremos como si fuesen paralelas.

Y explica lo que significaría considerar un arco como una línea recta:

He de añadir, llegados a esre punto, que podemos decir que tanto Arquí-
medes como los otros dieron por supuesto, en sus consideraciones, que estaban
separados por una distancia infinita del centro de la Tierra, en cuyo caso sus
suposiciones no eran falsas y sus demostraciones eran absolutamente concluyen­
tes. Por tanto, cuando queremos aplicar las conclusiones que hemos probado y
que se refieren a distancias inmensas, hemos de hacer las correcciones necesa­
rias, ya que nuestra distancia al centro de la Tierra, aunque no sea realmente
infinita, es tal que se puede considerar inmensa si la comparamos con la insig­
nificancia de nuestros instrumentos.

Al igual que en su discusión de la resistencia del aire, Galileo quiere


saber aquí precisamente cuál sería el efecto de un factor al que desea
ignorar. ¿Cuánto error se introduce al considerar como un plano una
pequeña parte de la Tierra? Muy poco, para la mayoría de los pro­
blemas.
Anteriormente, al introducir el pensamiento de Galileo sobre
velocidades terminales, se llamó la atención sobre su idea de que la
resistencia del aire aumenta como alguna función de la velocidad.
Así, después de caer durante algún tiempo, un grave puede generar
una resistencia del aíre igual a su peso, y luego no experimentar
ninguna aceleración adicional. Bajo una fuerza resultante externa
nula, el grave se moverá en línea recta a una velocidad constante.
Esto ilustra claramente córr? un movimiento vertical descendente
hacia la tierra puede ejemplificar el principio de inercia. Asimismo,
el proyectil parecía constituir un ejemplo del principio de inercia
en su movimiento horizontal, la componente de velocidad a lo largo
de la tierra. Sin embargo, ahora se nos dice que, si el movimiento
horizontal significa un movimiento a lo largo de un plano tangente
a la Tierra, este movimiento no puede ser realmente inercial, ya que
en cualquier dirección a partir del punto de tangencia el cuerpo,
aunque siga moviéndose sobre el plano, ¡estará moviéndose cuesta
arriba! Evidentemente, tenemos que aceptar la conclusión de que,
si un tal movimiento ha de ser inercial y mantenerse a velocidad
constante sin una fuerza exterior, el «plano» sobre el que se mueve
el cuerpo no es en modo alguno un auténtico plano geométrico, sino
una parte de la superficie de la Tierra, que se puede considerar
plana únicamente debido al radio relativamente grande de nuestro
planeta. Se podría pensar que, para Galileo, el principio de inercia
era limitado; se restringía a objetos, bien en movimiento descendente
sobre segmentos de una línea recta que termina en la superficie de
la Tierra, bien sobre pequeñas áreas de esta misma superficie. Debido
a que este último movimiento no se realiza en realidad sobre una
línea recta, a veces se alude al concepto de Galileo como a un tipo
de «inercia circular». Pero esto no está justificado, ya que atribuye a
Galileo un principio falso: no existe ningún tipo de «inercia» que
por sí misma, y sin mediar nada más, pueda mantener a un cuerpo
en un movimiento circular constante.
Para aclarar el punto de vista de Galileo, podemos volver sobre
su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. En esta obra
escribe sin ambigüedades sobre el movimiento que él llamaría iner­
cial en términos de un principio más bien circular que lineal. Aquí
— como en las Dos nuevas ciencias— discute un movimiento com­
puesto de otros dos separados e independientes: movimiento unifor­
me en un círculo y movimiento acelerado en línea recta hacia el
centro de la Tierra. La razón por la que Galileo pensaba en términos
de un tipo de inercia no lineal parece ser el deseo de explicar cómo,
en una Tierra en rotación, un cuerpo siempre caerá del mismo modo
en que lo haría en el caso de que la Tierra estuviera en reposo.
Evidentemente, la caída hacia abajo en línea recta de un grave sobre
ana Tierra que gira implicaba para Galileo que el grave que cae
tiene que continuar girando con ella. Así concibió que una bola que
cae desde una torre continuará moviéndose a través de arcos circu­
lares iguales en tiempos iguales (como lo hace cualquier punto de la
Tierra), mientras que, no obstante, está descendiendo de acuerdo
con la ley de cuerpos uniformemente acelerados hacia el centro de
la Tierra.
Hay un momento del Diálogo en el que casi parece que Galileo
expresó el principio de inercia. Salviati pregunta a Simplicio qué le
sucedería a una bola situada en un plano inclinado. Simplicio está
de acuerdo en que aceleraría hacia abajo espontáneamente. Similar­
mente, para remontar la pendiente, se necesitaría una fuerza para
«empujarla hacia adelante o incluso para mantenerla en su sitio».
¿Qué pasaría si un cuerpo como éste fuera «colocado sobre una
superficie sin pendiente?» Simplicio dice que no habría ni una «ten­
dencia natural hacia el movimiento» ni una «resistencia a ser movi­
do». Por tanto, el objeto permanecería estacionario, o en reposo.
Salviati asiente en que esto pasaría si la bola fuera colocada con
suavidad, mas ¿qué sucedería si fuese empujada en una dirección
cualquiera? Simplicio responde que se movería en esa dirección y
que no habría «causa de aceleración o deceleración, al no haber nin­
guna inclinación» para que «llegue a pararse». Salviati pregunta
entonces cuán lejos seguiría moviéndose la bola en estas circunstan­
cias. La respuesta es «tan lejos como la extensión de la superficie
continué sin subir o bajar». Salviati continúa diciendo: «Entonces,
si un espacio como éste fuera ilimitado, ¿el movimiento por él sería
igualmente ilimitado, es decir, perpetuo?» A lo que Simplicio asiente.
Podría parecer que en este punto Galileo ha postulado la forma
moderna del principio de inercia, según la cual un cuerpo proyec­
tado sobre un plano infinito continuaría moviéndose uniformemente
por siempre. Y esto queda subrayado al decir Simplicio que el movi­
miento sería «perpetuo» si «el cuerpo fuera de materia duradera».
Mas luego Salviati le pregunta cuál sería, en su opinión, «la causa
de que la bola se mueva espontáneamente sobre un plano inclinado
hacia abajo, pero sólo con violencia sobre uno elevado». Simplicio
contesta que «la tendencia de los graves es moverse hacia el centro
de la Tierra, y moverse hacia arriba por su circunferencia solamente
a la fuerza» al ser puestas en un movimiento violento. Salviati con­
tinúa: «Entonces para que una superficie esté [inclinada] ni hacia
abajo ni hacia arriba, todas sus partes deben estar igualmente aleja­
das del centro. ¿Existen superficies como éstas en el mundo?» Sim­
plicio responde: «Muchas de ellas; así sería la superficie de nuestro
globo terrestre si fuera lisa, y no áspera y montañosa como es. Pero
existe la del agua, cuando está plácida y tranquila.» Salviati prosigue
diciendo que, por consiguiente, «un barco que se mueve sobre el
mar en calma es uno de estos móviles que se mueve sobre una super­
ficie que no está inclinada y, si fueran eliminados todos los obstácu­
los externos y accidentales, estaría por tanto en condiciones de avan­
zar incesante y uniformemente con el impulso recibido una sola vez».
Simplicio asiente: «Parece que debe ser [así].»
Así, evidentemente, lo que en principio pareció ser un plano
infinito ha encogido en la discusión y se ha convertido en un seg­
mento de la superficie esférica de la Tierra. Y este movimiento que
se decía «perpetuo», y que parecía ser un movimiento uniforme a
lo largo de un plano infinito, se ha convertido en un barco cruzando
un mar en calma, o en cualquier otro objeto que se mueva a lo
largo de una esfera lisa como la Tierra. Y es precisamente éste el
punto que Galileo quería probar, porque ahora puede explicar que
una piedra que se deja caer desde un barco continuará moviéndose
alrededor de la Tierra mientras se mueve el barco, y así, soltada des­
de lo alto del mástil, caerá al pie del mismo. «Ahora, en cuanto a
esa piedra que está en lo alto del mástil. ¿No se está moviendo, trans­
portada por el barco por la circunferencia del círculo y alrededor de
su centro? Y, consiguientemente, ¿no hay en ella un movimiento
indeleble, al haberse eliminado todos los impedimentos externos?
¿Y no es su movimiento tan rápido como el de! barco?» A Simplicio
se le permite llegar a su propia conclusión: «Vos queréis decir que
la piedra, moviéndose con un movimiento impreso en ella indeleble­
mente, no puede abandonar el barco, sino seguirlo, y finalmente caer
en el mismo lugar donde caería si el barco estuviera inmóvil.»
Una de las razones por las que a Galileo le habría parecido obje­
table el principio de inercia en su forma newtoniana es la de que
implica un universo infinito. El principio newtoniano de inercia afir­
ma que un cuerpo que se mueve sin la acción de fuerza alguna con­
tinuará moviéndose siempre en línea recta a velocidad constante, y
si se mueve por siempre a velocidad constante, debe tener la poten­
cialidad de moverse a través de un espacio ilimitado y sin fronteras.
Mas Galileo afirma en su Diálogo sobre los dos máximos sistemas
del mundo que «todo cuerpo constituido en un estado de reposo,
pero por su naturaleza capaz de movimiento, se moverá, al ser puesto
en libertad, sólo si posee una inclinación natural hacia algún lugar en
particular». Luego un cuerpo no puede simplemente alejarse de un
sitio, sino solamente dirigirse a él. También afirma sin dejar lugar
a dudas: «Además, siendo el movimiento rectilíneo por naturaleza
infinito (ya que una línea recta es infinita e indeterminada), es im­
posible que alguna cosa tenga por naturaleza el principio de moverse
en línea recta; o, en otras palabras, de moverse hacia un lugar a don­
de le es imposible llegar, no existiendo ningún punto final. Pues la
naturaleza, como el mismo Aristóteles dice muy bien, nunca em­
prende algo que es imposible hacer, ni se empeña en mover hacia
donde no es posible llegar.» Por consiguiente, es obvio que Galileo,
cuando habla de movimiento rectilíneo, se refiere al movimiento a
lo largo de una parte limitada de una línea recta, o, como diríamos
en términos técnicos, a lo largo de un segmento de una línea recta.
Para Galileo, al igual que para sus predecesores medievales, mo­
vimiento todavía significa «movimiento local», una traslación de un
lugar a otro, un movimiento hacía un destino fijo y no uno que sim­
plemente continúa eternamente en alguna dirección particular — salvo
en el caso de movimientos circulares.
La primera referencia publicada de Galileo a algún tipo de iner­
cia aparece en su famosa Historia y demostraciones en torno a las
manchas solares y sus accidentes publicada en Roma en 1613, cuatro
años después de que comenzara sus observaciones con el telescopio.
Hablando de la rotación de las manchas alrededor del Sol, desarrolló
un principio de inercia restringida, sosteniendo que un objeto situado
sobre una trayectoria circular continuará eternamente este recorrido
a velocidad constante a lo largo de un círculo, a no ser que actúe
una fuerza exterior. Dice lo siguiente:

Pues me parece haber observado que los cuerpos físicos poseen una inclina­
ción física a algún m ovim iento (como la de los graves hacia abajo), el cual es
ejercido por ellos a través de una propiedad intrínseca y sin necesidad de un
motor externo particular, siempre que no se hallen impedidos por algún obstácu­
lo. Y tienen repugnancia a algún otro m ovim iento (como la de los mismos gra­
ves a moverse hacia arriba), y por tanto nunca se mueven de esa manera a
menos que sean violentam ente arrojados por un m otor externo.
Finalm ente, son indiferentes a algunos m ovim ientos, como lo son estos mis­
mos graves al m ovim iento horizontal, con respecto al cual no tienen ni inclina­
ción (ya que no es hacia el centro de la Tierra), ni repugnancia (ya que no los
aleja de este centro). Y por esta razón, elim inados todos los obstáculos exter­
nos, un grave situado sobre una superficie esférica concéntrica con la Tierra
será indiferente al reposo y a los m ovimientos hacia cualquier parte del hori­
zonte. Y se m antendrá él mismo en ese estado en el que ha sido situado; es
decir, si se halla moviéndose hacia el oeste (por ejemplo), se mantendrá en este
movimiento. Así un barco, por ejemplo, habiendo recibido en una ocasión algún
ím petu a través del mar en calma, se moverá continuam ente en torno a nuestro
globo sin detenerse nunca; y sircado en reposo permanecerá perpetuamente en
reposo, si en el prim er caso se pudieran elim inar todos los obstáculos externos,
y en el segundo no se adicionara una causa externa de movimiento.
Podemos observar aquí que el movimiento continuo examinado
por Galileo no es circular en general, sino sólo circular en la medida
en que se trata de un círculo sobre la superficie de la Tierra, o sobre
una superficie esférica mayor, concéntrica con la Tierra. Hemos
visto que Galileo no consideraba a un pequeño arco de un círculo
terrestre notablemente diferente de una línea recta. Aún más impor­
tante, no obstante, es su introducción (en el segundo párrafo que
acabamos de citar)6 del concepto de un «estado» — de movimiento
o de reposo— el cual (véase el apéndice 8) se convertiría en uno de
los conceptos más importantes de la nueva física inercial de Descartes
y de Newton. El problema se vuelve más complicado debido al hecho
de que Galileo estaba indudablemente actuando conforme a las ideas
generales de su tiempo, en las que se otorgaba un lugar especial a
los movimientos circulares. Este era el caso, no sólo de la física aris­
totélica, sino también del planteamiento copernicano del universo.
Copérnico, haciéndose eco de una idea neoplatónica, había dicho
que el universo es esférico «bien porque esta figura es la más per­
fecta..., bien porque es la más capaz [es decir, de entre todos los
sólidos posibles, la esfera es la que posee el mayor volumen para una
superficie dada] y por ello es la más apropiada para lo que ha de
contener y preservar todas las cosas; o también porque todos sus ele­
mentos perfectos, a saber, el Sol, la Luna y las estrellas, están así
formados, o también porque todas las cosas tienden a asumir esta
forma, como se ve en el caso de las gotas de agua y cuerpos líquidos
en general si se forman libremente». Como la Tierra es esférica,
Copérnico preguntó: «¿Por qué, entonces, dudamos en conceder a
la Tierra este poder de movimiento propio de su forma [esférica],
en vez de suponer un deslizarse alrededor de todo el universo, cuyos
límites son desconocidos e incognoscibles?» La insistencia de Galileo
en los círculos y en el movimiento circular puede interpretarse como
concomitante de su defensa del sistema copernicano.
Si contemplamos a Galileo como un producto de su tiempo, toda­
vía aprisionado por los principios de circularidad en la física, pode­
mos observar la medida en que las pautas generales que fijan el pen­
samiento de una época pueden limitar a los genios más grandes. Y
las consecuencias, en el caso de Galileo, son particularmente intere­
santes en el contexto del presente libro. Queremos llamar la aten­
ción sobre dos de ellas, que se examinarán en el capítulo siguiente.

6 Los puntos de vista de Galileo sobre el movimiento inercia! son examinados


en The New Science of Mot:on de Winifred L. Wisan (1974), pp. 261-263;
también se puede encontrar allí una valiosa presentación del principio «proto-
inercia!» de predecesores de Galileo tales como Carda.no y Benedetti (pp. 149­
150, 205, 236-237).
Ante todo, el apego de Galileo a los círculos para órbitas planetarias
le impidió aceptar el concepto de órbitas elípticas, el extraordinario
descubrimiento de su contemporáneo Kepler, publicado en 1609, jun­
tamente cuando Galileo apuntaba su telescopio hacia los cielos. En
segundo lugar, al restringir el principio de inercia, tal como él lo
concebía, a cuerpos en rotación y a graves moviéndose libremente so­
bre esferas lisas con el mismo centro que la Tierra (con la excepción
de objetos terrestres recorriendo segmentos limitados de líneas rec­
tas), nunca logró concebir una verdadera mecánica celeste. Aparente­
mente no intentó explicar el movimiento orbital de los planetas
mediante algún tipo de principio inercial de acción circular, y, como
muy bien dijo Stillman Drake, el primer experto americano sobre
Galileo, «no hizo ninguna tentativa de explicar la causa de los movi­
mientos planetarios, salvo para insinuar que si la naturaleza de la
gravedad fuese conocida, esto también se podría descubrir». Este era
un logro reservado para Newton.
Veremos que Newton estableció una física inercial que propor­
ciona una dinámica tanto de cuerpos celestes como de objetos terres­
tres, y en la que sólo hay inercia lineal, sin ninguna inercia circular
en absoluto. De hecho, una no pequeña parte del genio de Newton
se exhibe en su análisis de los movimientos orbitales planetarios,
donde se sirve de una idea que le comunicó Hooke, según la cual,
en el movimiento curvilíneo, hay una componente inercial en la direc­
ción lineal, combinada con una caída continua desde la línea recta
a la trayectoria orbital. Así, a diferencia de Galileo, Newton demostró
que el movimiento a lo largo de un círculo no es inercial; por con­
siguiente, requiere una fuerza. Newton y su contemporáneo Christiaan
Huygens mostraron que en el movimiento circular uniforme hay
una aceleración que no es uniforme y por tanto de un tipo que se
hallaba fuera del alcance de Galileo.

En opinión de algunos especialistas, toda la carrera científica de


Galileo representa su batalla en favor del sistema copernicano. Cier­
tamente, su lucha contra Aristóteles y Ptolomeo pretendía destruir
tanto el concepto de un universo geostático como la física basada en
él. El telescopio le permitió hacer tambalear los fundamentos de la
astronomía ptolemaica, y sus investigaciones en la dinámica le lleva­
ron a un nuevo punto de vista, según el cual los acontecimientos
en una Tierra en movimiento tendrían la misma apariencia que en
una Tierra estacionaria. Galileo no explicó realmente cómo podía
moverse la Tierra, pero demostró positivamente por qué los expe-
rimemos terrestres tales como la caída de graves no pueden probar
ni refutar el movimiento de la Tierra.
La armonía de la vida científica de Galileo, en la que combinaba
la astronomía observacional y la física matemática, deriva de su dedi­
cación a un universo centrado en el Sol — una dedicación reforzada
por casi cada descubrimiento principal de los que hizo tanto en física
como en astronomía. Habiendo sido el instrumento a través del cual
los gloriosos aspectos de la creación en los cielos se habrían revelado
plenamente, por vez primera, a un mortal, Galileo debió sentir una
especial urgencia por convertir a todos sus semejantes al verdadero
sistema del mundo — es decir, al copernicano— . Su conflicto con la
Iglesia Católica Romana surgió porque Galileo, en lo profundo de
su corazón, era un verdadero creyente. No había para él ninguna vía
de compromiso, ninguna manera de poseer dos cosmologías sepa­
radas, una secular y otra teológica. Si el sistema copernicano era el
verdadero, como él creía, entonces ¿qué otra cosa podía hacer, sino
luchar con cada arma de su arsenal de lógica, retórica, observación
científica, teoría matemática, y astuta perspicacia para que su Iglesia
aceptara el nuevo sistema del mundo? Desgraciadamente para Gali­
leo, no era el momento para que la Iglesia acometiera este cambio,
o así lo parecía entonces, tras el Concilio de Trento y sus insistencia
sobre la interpretación literal de las Escrituras. No había manera de
evitar el conflicto, y las consecuencias todavía prolongan su eco a
nuestro alrededor en un sinfín de escritos polémicos. En el contraste
entre la heroica postura de Galileo al intentar reformar la base cos­
mológica de la teología ortodoxa y su capitulación al renegar, humi­
llado y de rodillas, de sus convicciones copernicanas, podemos per­
cibir las tremendas fuerzas con que tropezó el nacimiento de la cien­
cia moderna. Y posiblemente vislumbremos algo del espíritu de este
gran hombre al recordarlo, después de su proceso y condena, viviendo
bajo un tipo de vigilancia o arresto domiciliario, como lo vio Milton
en Arcetri, y completando su obra científica más importante, Consi­
deraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias.
Este libro constituyó la base sobre la cual la siguiente generación de
científicos comenzaría la gran exploración de los principios dinámi­
cos de un universo heliocéntrico.
Capítulo ó
LA MUSICA CELESTE DE KEPLER

Desde la época de los griegos, los científicos han insistido en que


la naturaleza es simple. Una conocida máxima de Aristóteles es que
«la naturaleza no hace nada en vano, nada superfluo». Otra expre­
sión de esta filosofía ha llegado a nosotros a través de un monje y
estudioso del siglo xiv, Guillermo de Occam. Conocida como su
«ley de economía» o «la navaja de Occam» (quizá por su implacable
extirpación de lo superfluo), mantiene que «los entes no deben mul­
tiplicarse innecesariamente». «Es vano hacer con más lo que puede
ser hecho con menos», resume quizá esta actitud. Como Newton
declaró en los Principia, «la naturaleza no hace nada en vano, y más
causas son vanas donde pocas bastan». La razón es que «la naturale­
za es simple y no se permite el lujo de causas superfluas».
Hemos visto a Galileo asumir un principio de simplicidad en su
método de abordar e! problema del movimiento acelerado, y los es­
critos de la moderna ciencia física proporcionan innumerables ejem­
plos. Claro está, la física de hoy día está en un apuro, o al menos
en una situación incómoda, a causa de que las recientemente descu­
biertas «partículas elementales» nucleares exhiben una tenaz aversión
a aceptar leyes sencillas. Hace tan sólo unos pocos decenios los fí­
sicos suponían complacientemente que el protón y el electrón eran
las únicas «partículas fundamentales» que necesitaban para explicar
el átomo. Pero ahora se ha ido infiltrando una «partícula fundamen­
tal» tras otra, hasta tal punto que parece que muy posiblemente exis­
tan tantas como elementos químicos. Enfrentado con esta desconcer­
tante colección, el físico medio está tentado de hacerse eco de Alfonso
el Sabio y lamentar el hecho de que no haya sido consultado antes.
Cualquiera que examine la figura 14 (págs. 57-58) verá en segui­
da que ni el sistema ptolemaico ni el copernicano eran, en cualquier
acepción de la palabra, «sencillos». Hoy sabemos por qué estos sis­
temas carecían de simplicidad. Limitar los movimientos celestes a
círculos introducía muchas curvas y centros de movimiento por de­
más innecesarios. Si los astrónomos hubieran usado algunas otras
curvas, especialmente la elipse, un número menor de ellas podría
haber hecho mejor el trabajo. Una de las grandes contribuciones de
Kepler a la astronomía fue haber encontrado esta verdad.

La e l ip s e y el u n iv e r s o k e p l e r ia n o

La elipse nos permite centrar el sistema solar en el Sol verdadero


en lugar de en algún «Sol medio» o el centro de la órbita de la Tie­
rra, como hizo Copérnico. De este modo el sistema kepleriano pre­
senta un universo de estrellas fijas en el espacio, un Sol fijo y una
única elipse para la órbita de cada planeta, con una adicional para la
Luna. En realidad, muchas de estas elipses, excepto para la órbita de
Mercurio, se parecen tanto a círculos que a primera vista el sistema
kepleriano parece ser el sistema copernicano simplificado mostrado
en la página 58 del capítulo 3: un círculo para cada planeta en su
movimiento alrededor del Sol y otro para la Luna.
Una elipse (fig. 22) no es una curva tan «sencilla» como un círcu­
lo, como vamos a ver. Para trazar una elipse (fig. 22 A) se clavan
dos alfileres o chinchetas en una tabla, y a ellos se atan los extremos
de un trozo de hilo. Ahora se traza la curva moviendo un lápiz den­
tro del rizo de hilo de modo que el hilo siempre permanezca tenso.
De este método de dibujar la elipse es evidente la siguiente condición
definidora: cada punto P sobre la elipse tiene la propiedad de que
la suma de las distancias desde él a los otros dos puntos Fi y F i, cono­
cidos como focos, es constante. (La suma es igual a la longitud del
cordel.) Para cada par de focos, la longitud del cordel escogida de­
termina el tamaño y forma de la elipse, la cual también puede va­
riarse usando la misma longitud de cordel y situando los alfileres
más cerca, o más lejos, uno de otro. De este modo una elipse puede
tener una forma (fig. 22 B) con más o menos las proporciones de
un huevo, un cigarro o una aguja, o puede ser casi redonda e igual
a un círculo. Pero, a diferencia del verdadero huevo, cigarro o agu­
ja, la elipse debe ser siempre simétrica (fig. 23) con respecto a los
ejes, uno de los cuales (el eje mayor) es una línea trazada de un
®

Fig. 22.— La elipse, dibujada la forma que se muestra en (A), puede adoptar
todas las formas que se muestran en (B) si se usa el mismo cordel, pero se varía
.a distancia entre los alfileres, situando uno de ellos en Fj, Fj, etc.
Eje menor

Fig. 2 3 .— La elipse siempre es simétrica con respecto a sus ejes mayor y menor.

lado a otro de la elipse y que pasa por los focos, y el otro (el eje
menor) es una línea trazada de un lado a otro de la elipse a lo largo
de la perpendicular al eje mayor y que lo bisecta. Si los dos focos se
aproximan hasta coincidir, la elipse se transforma en un círculo;
otra manera de expresar esto es decir que el círculo es una forma
«degenerada» de la elipse.
Las propiedades de la elipse fueron descritas en la antigüedad
por Apolonío de Perga, el geómetra griego que inauguró el esquema
de epiciclos usado en la astronomía ptolemaica. Apolonio mostró que
la elipse, la parábola (la trayectoria de un proyectil de acuerdo con
la mecánica galileana), el círculo y otra curva denominada la hipér­
bola se pueden formar pasando planos con diferentes inclinaciones a
través de un cono recto o cono de revolución. Pero hasta la época
de Kepler y Galileo nadie había mostrado que las secciones cónicas
se dan en los fenómenos naturales del movimiento.
No discutiremos en este libro las etapas por las que Johannes
Kepler llegó a hacer sus descubrimientos. No porque el tema esté
desprovisto de interés. ¡Lejos de ello! Pero ahora estamos interesa­
dos en el nacimiento de una nueva física, y la forma en que se rela­
ciona con los escritos de la antigüedad, la Edad Media, el Renaci­
miento y el siglo xvii. Los libros de Aristóteles fueron ampliamente
leídos, del mismo modo que lo fueron los escritos de Galileo y de
Newton. Se estudiaba cuidadosamente el Almagesto de Ptolomeo y
el De revolutionibus de Copérnico. Pero los escritos de Kepler no
fueron leídos con tanta generalidad. Newton, por ejemplo, conocía
los trabajos de Galileo, pero aparentemente no leyó los trabajos as­
tronómicos de Kepler. Su conocimiento de las leyes de Kepler lo
Fig. 24.— Las secciones cónicas se obtienen seccionando un cono en las formas
que se muestran. Advierta que el circulo se obtiene mediante un corte paralelo
a la base del cono, y la parábola mediante uno paralelo a un lado.

adquirió de segunda mano, del manual de astronomía de T. Streete


y del libro de texto de V. Wing. Aun en la actualidad los principales
trabajos de Kepler no están disponibles en traducciones completas al
inglés, francés o italiano.
Este descuido de los textos de Kepler no es difícil de entender.
El lenguaje y el estilo son de una dificultad y prolijidad inimagina­
bles, lo cual, en contraste con la claridad y vigor de cada palabra de
Galileo, parece tremendamente enojoso. Esto es de esperar, pues los
escritos reflejan la personalidad de su autor. Kepler fue un místico
atormentado, que tropezó con sus grandes descubrimientos en un
fantástico avanzar a tientas que ha llevado a uno de sus biógrafos 1 a

1 Arthur Koesder, The Sleepwalkers, Londres, Hutchinson & Co., 1959.


[Trad. cast., Los sonámbulos, Buenos Aires, Eudeba, 1963 y Barcelona, Salvat,
1986.]
calificarlo de «sonámbulo». Tratando de probar una cosa, descubría
otra, y en sus cálculos cometió algunos errores de bulto que se can­
celaban entre sí. Fue completamente distinto de Galileo y de Newton;
sus resueltas búsquedas de la verdad posiblemente nunca podrían
merecer la descripción de sonambulismo. Kepler, que escribió bos­
quejos de sí mismo, dijo que se tornó copernicano cuando era estu­
diante y que «había tres cosas en particular, a saber, el número, dis­
tancias y movimientos de los cuerpos celestes, para las cuales yo
buscaba celosamente las razones por las que eran como eran, y no
de otra forma». Sobre el sistema centrado en el Sol de Copérnico,
Kepler escribió en otro momento: «Ciertamente sé que le debo este
servicio: que desde que lo confirmé como cierto en lo más profundo
de mi alma, y desde que contemplé su belleza con increíble y embe­
lesado deleite, debo también defenderlo públicamente ante mis lec­
tores con toda la fuerza de que dispongo.» Pero no fue suficiente
defender el sistema; se dispuso a dedicar su vida entera a encontrar
una ley o un conjunto de leyes que mostraran cómo el sistema se
mantiene unido, por qué los planetas tienen las órbitas particulares
en las que se encuentran y por qué se mueven como lo hacen.
La primera entrega de este programa, publicada en 1596, cuando
Kepler tenía veinticinco años de edad, se titulaba Prodrorrrus. En este
libro Kepler anunciaba lo que consideraba un gran descubrimiento
relativo a las distancias de los planetas al Sol. Este descubrimiento
nos muestra cuán enraizado estaba Kepler en la tradición platónico-
pitagórica, cómo buscó encontrar regularidades en la naturaleza aso­
ciadas con las regularidades de las matemáticas. Los geómetras grie­
gos habían descubierto que había cinco «sólidos regulares», que se
muestran en la figura 25. En el sistema copernicano hay seis plane­
tas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. De aquí
se le ocurrió a Kepler que cinco sólidos regulares pueden separar seis
órbitas planetarias.
Comenzó con el más simple de estos sólidos, el cubo. Un cubo
puede ser circunscrito por una y sólo una esfera, precisamente del
mismo modo en que una y sólo una esfera puede ser inscrita en un
cubo. Por lo tanto, podemos tener un cubo que es circunscrito por
la esfera número 1 y contiene a la esfera número 2. Esta esfera nú­
mero 2 contiene al siguiente sólido regular, el tetraedro, el cual, a su
vez, contiene a la esfera número 3. Esta esfera número 3 contiene al
dodecaedro, el cual, a su vez, contiene a la esfera número 4. Ahora
sucede que en este esquema los radios de las sucesivas esferas se ha­
llan más o menos en la misma proporción que las distancias medias
de los planetas en el sistema copernicano, excepto para Júpiter — lo
cual no es sorprendente, cijo Kepler, considerando cuán lejos se halla
Tetraedro Cubo Octaedro

Fig. 25.—Los poliedros «regulares». El tetraedro tiene cuatro curas, siendo cada
una un triángulo equilátero. El cubo tiene seis caras, cada una de ellas un cua­
drado. El octaedro tiene ocho caras, cada una un triángulo equilátero. Cada una
de las doce caras del dodecaedro es un pentágono equilátero. Las veinte caras
del icosaedro son todas triángulos equiláteros.

Júpiter del Sol. El primer esquema kepleriano (fig. 26), entonces,


fue éste:

Esfera de Saturno
Cubo
Esfera de Júpiter
Tetraedro
Esfera de Marte
Dodecaedro
Esfera de la Tierra
Icosaedro
Esfera de Venus
Octaedro
Esfera de Mercurio
«Emprendí la tarea — dijo— de probar que Dios, en la creación
de este universo móvil y la disposición de los cielos, tuvo en cuenta
los cinco cuerpos regulares de la geometría célebres desde los días de
Pitágoras y Platón, y que El había acomodado a su naturaleza, el
número de los cielos, sus proporciones y las relaciones de sus movi­
mientos.» Aun a pesar de que este libro no alcanzó un éxito incon­
dicional, estableció la reputación de Kepler como un hábil matemá­
tico y como un hombre que realmente sabía algo de astronomía.
Sobre la base de este logro, Tycho Brahe le ofreció un trabajo.
De Tycho Brahe (1546-1601) se ha dicho que fue el reforma­
dor de la observación astronómica. Usando instrumentos enormes
y bien construidos, había incrementado tanto la precisión de las de­
terminaciones a simple vista de las posiciones planetarias y de las
localizaciones de las estrellas relativas una a otra, que se hizo claro
que ni el sistema de Ptolomeo ni el de Copérnico podían predecir
verdaderamente las apariencias celestes. Además, en contraste con
astrónomos anteriores, Tycho no se limitó a observar los planetas
en un momento dado y suministrar entonces los factores para una
teoría o para buscar tal teoría; en su lugar, observó un planeta siem-
ple que era visible, noche tras noche. Cuando Kepler, con el tiempo,
se convirtió en el sucesor de Tycho, heredó la más amplia y exacta
colección de observaciones planetarias — especialmente para el pla­
neta Marte— que fuera reunida jamás. Como se recordará, Tycho
no creía ni en el sistema ptolemaico ni en el copernicano, sino que
había propuesto un sistema geocéntrico de su propia invención. Kepler,
fiel a una promesa que le había hecho a Tycho, intentó encajar los
datos de Tycho sobre el planeta Marte en el sistema tychónico.
Fracasó, como fracasó también a la hora de encajar los datos en el
sistema copernicano. Pero veinticinco años de labor produjeron una
nueva y perfeccionada teoría del sistema solar.
Kepler presentó sus primeros resultados principales en un trabajo
titulado «Nueva astronomía... presentada en forma de comentarios
sobre los movimientos de M arte», publicado en 1609 el año en el
cual Galileo apuntó por primera vez su telescopio en dirección a los
cielos. Kepler había llevado a cabo setenta tentativas distintas de
disponer los datos obtenidos por Tycho en los epiciclos copernicanos
y en los círculos tvchónicos, pero siempre fracasó. Evidentemente, era
necesario renunciar a todos los métodos aceptados de calcular ¡as

2 Como indica el título, se trata de una Astronomía nova, una «nueva astro­
nomía», en el sentido de relacionar los movimientos planetarios con sus causas
para llegar a una «física celeste». Kepler no tuvo éxito en alcanzar este particu­
lar objeto — la primera obra moderna que revela la relación entre movimientos
celestes y causas físicas fue los Principia de Newton (1687).
F ig .26.— El modelo del universo de Kepler. Apreció mas J este extraño dis­
positivo. que consiste en los cinco sólidos regulares encalados uno en otro, que
a las tres leyes sobre las que reposa su ¡ama. De su libro de 1596.
órbitas planetarias o rechazar las observaciones de Tycho como in­
exactas. El fracaso de Kepler no parece tan desafortunado como él
creía. Después de calcular excéntricas, epiciclos y ecuantes en ingenio­
sas combinaciones, fue capaz de obtener un acuerdo entre las predic­
ciones teóricas y las observaciones de Tycho con una discrepancia de
sólo 8 minutos (8’) de arco. Copérnico mismo nunca había esperado
alcanzar una precisión mayor de 10’, y las Tablas prusianas, calcu­
ladas por Reinhold sobre la base de los métodos copernicanos, llega­
ban a discrepar hasta en 5o. En 1609, antes de la aplicación de los
telescopios a la astronomía, 8’ no era un ángulo grande; 8’ es preci­
samente el doble de la separación mínima entre dos estrellas que el
ojo medio puede distinguir sin ayuda como entidades separadas.
Pero Kepler no iba a quedar satisfecho con cualquier aproxima­
ción. Creía en el sistema copernicano centrado en el Sol y también
creía en la exactitud de las observaciones de Tycho. Así, escribió:

Puesto que la divina bondad nos ha dado en Tycho Brahe un observador


muy cuidadoso, de cuyas observaciones el error de 8’ se muestra en este cálculo
... es justo que reconozcamos con gratitud y hagamos uso de este don de Dios...
Pues si yo hubiera tratado los 8’ de longitud como despreciables, habría corre­
gido ya suficientemente la hipótesis ... descubierta en el Capítulo X V I. Pero
como no pueden ser ignorados, tan sólo estos 8' han señalado el camino hacia
una completa reforma de la astronomía, y se han constituido en el objeto de
gran parte de este trabajo.

Comenzando de nuevo, Kepler dio finalmente el paso revolucio­


nario de rechazar del todo los círculos, probando con una curva ovi­
forme y finalmente con la elipse. Para apreciar cuán revolucionario
fue en realidad este paso, recuérdese que tanto Aristóteles como
Platón habían insistido en que las órbitas planetarias debían ser com­
binaciones de círculos, y que este principio fue una característica
común tanto al Almagesto de Ptolomeo como al De revolutionibus
de Copérnico. Galileo, amigo de Kepler, ignoró cortésmente la ex­
traña aberración. Pero la victoria final fue de Kepler. No sólo se
desembarazó de innumerables círculos, no requiriendo sino una curva
oval por planeta, sino que hizo exacto al sistema y encontró una
relación completamente nueva e insospechada entre la localización
de un planeta y su velocidad orbital.

L as t r e s le y e s

El problema de Kepler no fue sólo determinar la órbita de Marte,


sino hallar al mismo tiempo la órbita de la Tierra. La razón es que
F i g . 2 7 . —Ley
de Kepler de las áreas iguales. Como un planeta atraviesa los
arcos AB, CD y EF en tiempos iguales (ya que las áreas SAB, SCD y SEF son
iguales), viaja más rápido en el perihelio, cuando está más cerca del Sol, y más
lento en el afelio, cuando se halla más alejado. La forma de esta elipse es la de
una órbita cometaria. Las elipses planetarias se aproximan mucho más a un
círculo.

nuestras observaciones de Marte se efectúan desde la Tierra, la cual


no se mueve uniformemente en un círculo perfecto alrededor del Sol.
Afortunadamente, sin embargo, la órbita de la Tierra es casi circu­
lar. Kepler descartó la idea de Copérnico de que todas las órbitas
planetarias deben centrarse en el punto medio de la órbita de la Tie­
rra. Descubrió, en cambio, que la órbita de cada planeta tiene la
forma de una elipse con el Sol situado en un foco. Este principio se
conoce como la primera ley de Kepler3.
La segunda ley de Kepler nos informa acerca de la velocidad con
la que un planeta se mueve en su órbita. Esta ley establece que en
cualesquiera intervalos de tiempo iguales, una línea trazada desde el
planeta al Sol barrerá áreas iguales. La figura 27 muestra áreas igua­
les para tres regiones de una órbita planetaria. Como las tres regiones
sombreadas tienen la misma área, el planeta se mueve más rápida­
mente cuando está más cerca del Sol y más lentamente cuando está

3 En su libro sobre Marte, Kepler deriva primero una ley general de áreas
que es independiente de cualquier órbita en particular. Sólo más tarde, y a
fuerza de un enorme trabajo de cálculo, inventó el concepto de una órbita elíp­
tica, para luego hallar que la órbita encajaba con las observaciones de Marte.
Alrededor de ochenta años más tarde, Newton, en sus Principia, comenzaría
con la ley sobre áreas (prop. 1-3) y sólo después (prop. 11) se ocuparía de la
ley sobre órbitas elípticas.
más alejado. Esta segunda ley nos indica así inmediatamente que la
irregularidad aparente en la velocidad con la que los planetas se mue­
ven en sus órbitas es una variación que es función de una sencilla
condición geométrica.
La primera y segunda leyes muestran claramente cuánto alteró
y simplificó Kepler el sistema copernicano. Pero la tercera ley, co­
nocida también como la ley armónica, es aún más interesante. Se
denomina ley armónica debido a que su descubridor pensó que de­
mostraba las verdaderas armonías celestes. Kepler hasta tituló el
libro en el cual la anunciaba La armonía del mundo (1619). La ter­
cera ley establece una relación entre los tiempos periódicos en los
cuales los planetas completan sus órbitas alrededor del Sol y sus dis­
tancias medias al Sol. Hagamos una tabla de los tiempos periódi­
cos (T) y de las distancias medias (D ). En esta tabla y en el texto
que sigue las distancias se dan en unidades astronómicas. Una unidad
astronómica es, por definición, la distancia media de la Tierra al
Sol. Esta tabla nos muestra que no hay una relación sencilla entre
D y T. Por esta razón Kepler trató de ver qué sucedería si tomaba

Mercurio Venus Tierra Marte Júpiter Saturno

Tiempo medio T 0,24 0,615 1 ,0 0 1 ,8 8 1 1 ,8 6 29,457


(años)
Distancia media 0,387 0,723 1 ,0 0 1,524 5,203 9,539
desde el Sol D
(Unidades
astronómicas)

los cuadrados de estos valores, D 2 y T1. Estos pueden ser tabulados


como sigue (usando valores actuales):

Mercurio Venus Tierra Marte Júpiter Saturno

T- 0,058 0,378 1 ,0 0 3,53 141 867,7


Dí 0,150 0,523 1 ,0 0 2,323 27,071 90.993

Todavía no hay una relación discernible entre D y T2, o entre


D 2 y T, o aun entre D 2 y T2. Cualquier mortal ordinario habría re­
nunciado en este punto. ¡Kepler no! Se hallaba tan convencido de
que estos números debían estar relacionados que nunca habría re­
nunciado. La siguiente potencia es el cubo. Resulta que T3 no tiene
ninguna utilidad, pero D 2 depara los siguientes números. Obsérvelos
y luego retorne a la tabla de cuadrados.

Mercurio Venus Tierra Marte Júpiter Saturno

Di 0,058 0,378 1,00 3,54 141 867,9

A quí se hallan entonces las armonías celestes, la tercera ley, que


establece que los cuadrados de los tiempos de revolución de cada dos
planetas alrededor del Sol (la Tierra incluida) son proporcionales a
los cubos de sus distancias medias al Sol.
E n lenguaje matemático, podemos decir que «T2 es siempre pro­
porcional a t í3», o bien que

D3
= K
TT
donde K es una constante. Si escogemos como unidades para D y T
la unidad astronómica y el año, entonces K tiene el valor numérico
de la unidad. (Pero si la distancia se midiera en kilómetros y el tiem­
po en segundos, el valor de la constante K no sería la unidad,) Otra
manera de expresar la tercera ley de Kepler es

D ,3 D 23 DS D 43
- K
77 ~t T ~TV" Ti 2

donde Di y T i, Dz y Tz, .... son las respectivas distancias y períodos


de cada planeta en el sistema solar.
Para ver cómo puede aplicarse esta ley, vamos a suponer que se
descubriera un nuevo planeta a una distancia media de 4UA del Sol.
¿Cuál es su período de revolución? La tercera ley de Kepler nos dice
que el cociente D 3/T 2 para este nuevo planeta debe ser el mismo que
el cociente D J'/T 02 para la Tierra. Es decir.

D3 (M U )3

Y2 ( I a)2
Como D = 4AU,

(4 A U f (11M)3
JJ “ (JO)!

64 _ 1

T2 ~~ ( I a)2

T2 = 64 X ( I a)2

T = 8a

También se puede resolver el problema inverso. ¿Cuál es la dis­


tancia del Sol a un planeta que tiene un período de 125 años?

D3 (1 1 M )3

V~ ( I a)2

D3 (1C7/1)3

{125a)2 ~ ( I a)2

D3 _ { lU A f

(125 X 125) ~~ 1

D 3 = 25 X 25 X 25 X (11L4)3

D = 25UA

Pueden resolverse problemas análogos para cualquier sistema de


satélites. La trascendencia de esta tercera ley es que se trata de una
ley de necesidad; es decir, establece que, en cualquier sistema de saté­
lites, es imposible para éstos moverse a cualquier velocidad o a cual­
quier distancia. Una vez se Ha dado la distancia, la velocidad está
determinada. En nuestro Sistema Solar esta ley implica que el Sol
suministra la fuerza rectora que mantiene a los planetas moviéndose
como lo hacen. De ninguna otra manera podemos dar cuenta del
hecho de que la velocidad esté tan puntualmente relacionada con la
distancia Sol. Kepler pensaba que la acción del Sol era, cuanto
menos en parte, magnética. Se sabía en su día que un imán atrae a
otro imán aún a pesar de que los separen distancias considerables.
El movimiento de un imán produce movimiento en el otro. Kepler
estaba informado de que un físico de la reina Isabel, W illiam Gil-
bert (1544-1603), había mostrado que la Tierra es un enorme imán.
Si todos los objetos en el Sistema Solar son semejantes antes que
diferentes, como había mostrado Galileo y como supone el sistema
heliocéntrico, ¿por qué el Sol y los otros planetas no podrían ser
también imanes como la Tierra?
La suposición de Kepler, pese a ser atractiva, no conduce direc­
tamente a una explicación de por qué los planetas se mueven en elip­
ses y barren áreas iguales en tiempos iguales. Ni nos dice por qué
la particular relación distancia-período que encontró es efecivamente
válida. Ni parece relacionada de alguna forma con problemas tales
como la caída de graves — conforme a la ley galileana de caída—
sobre una Tierra estacionaria o en movimiento, ya que la piedra
corriente o el trozo de madera no son magnéticos. Y sin embargo
veremos que Newton, el cual respondió con el tiempo a estas cues­
tiones, basó sus descubrimientos en las leyes encontradas por Kepler
y Galileo.

K epler versus los c o p e r n ic a n o s

¿Por qué los bellos resultados de Kepler no fueron universal­


mente aceptados por los copernicanos? Entre el momento de su pu­
blicación (I, II , 1609; I I , 1619) y la publicación de los Principia de
Newton en 1687, hubo muy pocos trabajos que contuvieran refe­
rencias a las tres leyes de Kepler. Galileo, que había recibido copias
de los libros de Kepler y que ciertamente tenía conocimiento de la
sugerencia de las órbitas elípticas, nunca mencionó en sus escritos
científicos ninguna de las leyes de Kepler, ni para alabarlas ni para
criticarlas. En parte, la reacción de Galileo debe haber sido coperni-
cana, anclada en la creencia de la auténtica circularidad, implícita en
el mismo título del libro de Copérnico: Sobre las revoluciones de las
esferas celestes. Esta obra se abría con un teorema: 1. Que el mundo
es esférico. Este era seguido poco después por una discusión del tema
«Que el movimiento de los cuerpos celestes es regular y circular,
perpetuo o compuesto por movimientos circulares». Aquí el prin­
cipal argumento es:

La movilidad de la esfera es girar en un círculo, expresando mediante el


mismo acto su forma, en un cuerpo simplicísimo, donde no se puede encontrar
ni principio ni fin, ni distinguir uno de otro, mientras la esfera pasa hacia los
mismos puntos volviendo hada los mismos... Y no menos conviene confesar
que los movimientos son circulares, o compuestos por muchos círculos, porque
mantienen las irregularidades según una ley íija y con renovaciones constantes:
lo que no podría suceder si no fueran circulares. Pues el círculo es el único que
puede volver a recorrer el camino recorrido. Como, por ejemplo, el Sol, con su
movimiento compuesto de círculos, nos trae de nuevo, una vez y otra, la irre­
gularidad de los días y las noches y las cuatro estaciones del año.

De este modo, Kepler estaba comportándose de una forma altamente


no-copernicana por no aceptar que las órbitas planetarias son «círcu­
los» o «compuestas de círculos»; además, había llegado en parte a
esta conclusión por la reintroducción, en una etapa de su pensamien­
to, del aspecto de la astronomía ptolemaica que más había objetado
Copérnico, el ecuante. En su astronomía, Kepler introdujo una sen­
cilla aproximación para ocupar el lugar de la ley de las áreas. Kepler
dijo que una línea trazada desde cualquier planeta al foco vacío de
su elipse (fig. 28) gira uniformemente, o lo hace muy aproximada­
mente. El foco vacío, o el punto sobre el cual tal línea giraría des­
cribiendo ángulos iguales en tiempos iguales, es el ecuante. (Inciden­
talmente, podemos observar que este último «descubrimiento» de
Kepler no es cierto.)
Desde casi todo panto de vista, las elipses deben haber parecido
objetables. ¿Qué tipo de fuerza podría conducir a un planeta a lo
largo de una trayectoria elíptica con justamente la variación precisa

F ig . 28.— Ley de Kepler del ecuante. Si un planeta se mueve de modo que en


tiempos iguales barre ángulos iguales con respecto a un foco vacio en F, reco­
rrerá los arcos AB y CD en el mismo tiempo, puesto que los ángulos a y (3 son
iguales. De acuerdo con esta ley, el planeta se mueve más rápido por el arco
AB (en el perihelio) que por el arco CD (en el afelio), como predice la ley de
las áreas iguales. No obstante, esta ley es sólo una tosca aproximación. En el
siglo X V II se añadieron a la misma ciertos factores de corrección para hacerla
dar unos resultados más aproximados.
de velocidad demandada por la ley de las áreas? No reproduciremos
la discusión de Kepler sobre este punto, sino que limitaremos nues­
tra atención a un aspecto del mismo. Kepler supuso que algún tipo
de fuerza o emanación sale del Sol y mueve los planetas. Esta fuerza
— a veces denominada una anima motrix— no se disemina desde el
Sol en todas direcciones. ¿Por qué debería hacerlo? Después de todo,
su función es sólo mover los planetas, y todos los planetas se encuen­
tran en, o muy aproximadamente en, un solo plano, el plano de la
eclíptica, De aquí Kepler supuso que esta anima motrix se disemi­
naba sólo en el plano de la eclíptica. Había descubierto que la luz,
la cual se propaga en todas direcciones desde una fuente luminosa,
disminuye en intensidad como el inverso del cuadrado de la distan­
cia; es decir, que si hay una cierta intensidad o brillo a tres metros
de una lámpara, el brillo a seis metros de ella será una cuarta parte
del anterior, porque cuatro es el cuadrado de dos y la nueva distancia
es el doble de la antigua. En forma de ecuación,

intensidad <x — ---— — ■


(distancia)2

Pero Kepler sostuvo que la fuerza solar no se disemina en todas las


direcciones de acuerdo con la ley de la inversa del cuadrado, como
lo hace la luz solar, sino sólo en el plano de la eclípica y de acuerdo
con una ley bastante diferente. Es a partir de esta doblemente errónea
suposición que derivó su ley de las áreas — ¡y lo hizo antes de haber
encontrado que las órbitas planetarias son elipses! La diferencia entre
su procedimiento y el que consideraríamos «lógico» es que no des­
cubrió primero la trayectoria verdadera de Marte alrededor del Sol,
y calculó entonces su velocidad en términos del área barrida por una
línea trazada desde el Sol a Marte. Este no es sino un ejemplo de la
dificultad en seguir a Kepler a través de su libro sobre Marte.

El logro k e p l e r ia n o

A Galileo le desagradaba particularmente la idea de que las ema­


naciones solares o misteriosas fuerzas actuando a distancia pudieran
afectar la Tierra o cualquier parte de la Tierra. No sólo rechazó la
sugerencia de Kepler de que el Sol puede ser el origen de una fuerza
atractiva que mueve la Tierra o los planetas (en la cual estaban basa­
das las primeras dos leyes de Kepler), sino que también rechazó espe­
cialmente la sugerencia de Kepler de que una fuerza lunar o emana­
ción pudiera ser una causa de las mareas. Así, escribió:
Pero entre todos los grandes hombres que han filosofado sobre este notable
efecto, estoy más sorprendido con Kepler que con cualquier otro. A pesar de
su mente abierta y aguda, y a pesar de que tiene en las puntas de sus dedos
los movimientos atribuidos a la Tierra presta su oído, sin embargo, y su apro­
bación al dominio de la Luna sobre las aguas, y a propiedades ocultas, y a pue­
rilidades de este tipo.

En cuanto a la ley armónica, o tercera ley, podemos preguntar


con la voz de Galileo y sus contemporáneos, ¿esto es ciencia o nume-
rología? Kepler ya se había comprometido públicamente con la opi­
nión de que el telescopio revelaría no sólo los cuatro satélites de
Júpiter descubiertos por Galileo, sino también dos de Marte y ocho
de Saturno. La razón para estos números en particular era que así
ei número de satélites por planeta se incrementaría de acuerdo con
una secuencia geométrica regular: 1 (para la Tierra), 2 (para Marte),
4 (para Júpiter), 8 (para Saturno). ¿No era la relación distancia-
período de Kepler algo del mismo puro malabarismo de número antes
que verdadera ciencia? ¿Y no se podrían hallar pruebas del aspecto
generalmente acientífico de todo el libro de Kepler en la forma en
que intentó acomodar los aspectos numéricos de los movimientos y
localizaciones de los planetas en las cuestiones planteadas por la tabla
de contenidos del Libro Quinto de su Armonía del mundo?

1. Acerca de las cinco figuras sólidas regulares.


2. Sobre la relación entre ellas y las razones armónicas.
3. Resumen de la doctrina astronómica necesaria para la con­
templación de las armonías celestes.
4. En qué cosas relativas a los movimientos planetarios han
sido expresadas las armonías simples y que todas aquellas
armonías que están presentes en el canto se encuentran en
los cielos.
5. Que las claves de la escala musical, o tonos del sistema, y
los tipos de armonías, la mayor y la menor, están expre­
sadas por ciertos movimientos.
6. Que cada Tono o Modo musical está expresado en cierta
forma por uno de los planetas.
7. Que los contrapuntos o armonías universales de todos los
planetas pueden existir y ser distintos uno de otro.
8. Que los cuatro tipos de voz están expresados en los plane­
tas: soprano, contralto, tenor, y bajo.
9. Demostración de que para asegurar esta disposición armó­
nica, esas mismas excentricidades planetarias que tiene cada
planeta como propias, y no otras, tenían que ser establecidas.
10. Epílogo acerca del Sol, por vía de muy fecundas conjeturas.
Abajo se muestran las «melodías» desempeñadas por los planetas en
el esquema kepleriano.

* 7*
y - ** rt; ,
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^1“
Saturno Júpiter

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*
Marte Tierta
(aproximado)

TT -O-
«J „ t, o
Venus Mercurio

n O ° ° tt

Luna
Fie. 29.— Ld música de los planetas de Kepler, de su libro La armonía del
mundo. No es sorprendente que un hombre como Galileo nunca se molestara
en leerlo.

Seguramente un hombre como Galileo encontraría difícil considerar


tal libro como una contribución seria a la física celeste.
El último libro importante de Kepler fue un Epítome de la astro­
nomía copernicana, terminado para publicación nueve años antes de
su muerte en 1630. En él defendió sus desviaciones del sistema
copernicano original. Pero lo que es de mayor interés para nosotros
es que en este libro, como en la Armonía del mundo (1619), volvió
a presentar orgullosamente sus primeros descubrimientos relativos
a los cinco sólidos regulares y a los seis planetas. Era, mantenía toda­
vía, la razón para que el número de planetas fuera seis.
Deber haber supuesto casi tanto trabajo desenmarañar las tres
leyes de Kepler de entre el resto de sus escritos como rehacer los
descubrimientos. Kepler merece el crédito de haber sido el primer
científico en reconocer que el concepto copernicano de la Tierra como
un planeta v ios descubrimientos de Galileo demandaban una física
__ .iriicara igualmente a los objetos celestes y a los cuerpos
terrestres ordinarios. Pero, ¡ay!, Kepler permaneció tan enredado
en la tísica aristotélica que cuando intentó proyectar en los cielos una
física terrestre, las bases todavía surgieron esencialmente de Aristó­
teles. De este modo, el principal objetivo de la física kepleriana per­
maneció i:\iicjnzjdo, y la primera física factible para el cielo y la
Tierra no derivó de Kepler, sino de Galileo, y cobró su forma bajo
la direccio.i magistral de Isaac Newton 4.

„■
! :o:r.'.:r.o «inercia» en la física del movimiento, pero el
n-t - J era muy distinto del significado posterior (y
-Sí Jpendice 8.
Capítulo 7
EL GRAN PROYECTO. UNA NUEVA F IS IC A

La publicación de los Principia de Isaac Newton en 1687 fue


uno de los acontecimientos más notables en toda la historia de la
ciencia física. En esta obra se puede encontrar la culminación de
miles de años de esfuerzos por comprender el sistema del mundo,
los principios de la fuerza y del movimiento, y la física de los cuerpos
que se mueven en medios diferentes. No es pequeño testimonio de
la vitalidad del genio científico de Newton el que, a pesar de que
la física de los Principia haya sido alterada, perfeccionada, y desafia­
da desde entonces, aún emprendamos la resolución de muchos pro­
blemas de mecánica celeste y de la física de grandes cuerpos proce­
diendo esencialmente como lo hizo Newton hace unos 300 años.
Los principios newtonianos de mecánica celeste guían nuestros saté­
lites artificiales, nuestras lanzaderas espaciales, y cada astronave que
lancemos a explorar las vastas extensiones de nuestro Sistema Solar.
Y si no bastara con esco para satisfacer los cánones de grandeza, se
puede decir que Newton fue igualmente grande como matemático
puro. Inventó los cálculos diferencial e integral (producidos simul­
tánea e independientemente por el filósofo alemán Gottfried Wilhelm
Leibniz), que constituyen el lenguaje de la física; desarrolló el teore­
ma del binomio y varias propiedades de las series infinitas; y esta­
bleció los fundamentos del cálculo de variaciones. En óptica, Newton
inició el estudio experimental del análisis y composición de la luz,
mostrando que la luz blanca es una mezcla de luz de muchos colores,
cada uno con un índice de refracción característico. Sobre estas inves-
ligaciones han surgido la ciencia de la espectroscopia y los métodos
de análisis colorimétrico. Newton inventó un telescopio reflector y
mostró así a los astrónomos cómo trascender las limitaciones de los
telescopios confeccionados con lentes. En resumen, se trató de un
fantástico logro científico — de un tipo que nunca ha sido igualado
y puede que nunca llegue a serlo.
En esta obra nos ocuparemos exclusivamente del sistema de diná­
mica y gravitación de Newton, los problemas centrales para los que
han sido una preparación los capítulos precedentes. Si los ha leído
cuidadosamente, tiene en mente todos menos uno de los principales
ingredientes que se requieren para la comprensión del sistema new-
toniano del mundo. Pero aun si éste fuese dado — el análisis del
movimiento circular uniforme— , todavía se requeriría la mano con­
ductora de Newton para colocar juntos estos ingredientes. Requirió
genio suministrar el nuevo concepto de gravitación universal. Vamos
a ver lo que Newton hizo realmente.
Antes que nada, debe comprenderse que el mismo Galileo nunca
intentó presentar esquema alguno de fuerzas que dieran cuenta del
movimiento de los planetas, o de sus satélites. En cuanto a Copér­
nico, el De revolutionibus no contiene ninguna insinuación de im­
portancia en una mecánica celeste. Kepler había intentado suminis­
trar una mecánica celeste, pero el resultado nunca fue muy feliz.
Sostuvo que el anima motrix que emanaba del Sol causaría que los
planetas girasen en círculos alrededor de éste. Supuso además que
las interacciones magnéticas del Sol y un planeta podrían desplazar
al planeta a una órbita elíptica a partir de una revolución que de
otro modo sería circular. Otros que meditaron los problemas del
movimiento planetario propusieron sistemas de mecánica que con­
tenían ciertas características que iban a aparecer más tarde en la diná­
mica newtoniana. Uno de éstos fue Robert Hooke, quien pensó bas­
tante comprensiblemente que Newton le debería haber dado más
crédito que una mera referencia de pasada por haber anticipado partes
de las leyes de la dinámica y la gravitación.

L as in t u ic io n e s n e w t o n ia n a s

El capítulo culminante en el descubrimiento de la mecánica del


universo comienza con una preciosa historia. Hacia el tercer cuarto
del siglo x v ii , un grupo de hombres se había ilusionado tanto por
desarrollar las nuevas ciencias matemáticas experimentales que se
asociaron de común acuerdo para realizar experimentos, presentarse
uno a otro problemas por resolver, e informar de sus propias inves­
tigaciones y de aquellas de otros reveladas por correspondencia, libros
o folletos. Así sucedió que Robert Hooke, Edmond Halley, y sir
Christopher Wren, el principal arquitecto de Inglaterra, se reunieron
para discutir esta cuestión: ¿Bajo qué ley de fuerza seguiría un pla­
neta una órbita elíptica? A partir de las leyes de Kepler — especial­
mente la tercera ley o armónica, pero también la segunda o ley de
las áreas— estaba claro que, de un modo u otro, el Sol debe con­
trolar o cuanto menos afectar el movimiento de un planeta de acuerdo
con la proximidad relativa del planeta al Sol. Aun si los mecanismos
particulares propuestos por Kepler (una anima motrix y una fuerza
magnética) tenían que ser rechazados, no podía haber duda de que
algún tipo de interacción planeta-Sol mantenía a los planetas en sus
cursos. Además, una intuición más penetrante que la de Kepler per­
cibiría que cualquier fuerza que emane del Sol debe diseminarse
en todas direcciones desde este cuerpo, disminuyendo presumible­
mente de acuerdo con la inversa del cuadrado de su distancia al Sol
— del mismo modo que la intensidad de la luz disminuye en rela­
ción con la distancia— . Pero decirlo es algo muy distinto de pro­
barlo matemáticamente. Para probarlo se requeriría una física com­
pleta con métodos matemáticos aptos para resolver todos los proble­
mas concomitantes y consiguientes. Cuando Newton se negó a reco­
nocer el mérito de los autores que presentaban afirmaciones generales
sin ser capaces de probarlas matemáticamente o de acomodarlas en
un marco dinámico válido, estaba bastante justificado al decir, como
lo hizo de las pretensiones de Hooke: «Qué bonito, ¿no? Resulta
que los matemáticos que hacen los descubrimientos, establecen las
cosas y hacen todo el negocio han de contentarse con ser simples
calculadores y peones y otro que no hace nada, si no es alardear y
usurpar todo, ha de llevarse toda la invención, tanto de los que lo
siguen como de los que lo preceden.»
En todo caso, hacia er.ero de 1684, Halley había concluido que
la fuerza que actúa sobre los planetas para mantenerlos en sus órbitas
«decrece en la proporción de los cuadrados de las distancias recípro­
camente»,
1
F ce —
D2

pero no fue capaz de deducir de esta hipótesis los movimientos obser­


vados en los cuerpos celestes. Cuando Wren y Hooke se reunieron
más avanzado el mes, concordaron con la suposición de Halley de
una fuerza solar. Hooke se jactó de «que sobre este principio todas
las leyes de los movimientos celestes iban a ser [¿ e., deberían ser]
demostradas, y que él mismo lo había hecho». Pero pese a las repe­
tidas incitaciones y a la oferta de W ren de un considerable premio
monetario, Hooke no llegó a — y presumiblemente no pudo— ■pre­
sentar una solución. Seis meses después, en agosto de 1684, Halley
decidió ir a Cambridge a consultar a Isaac Newton. A su llegada se
enteró de las «buenas noticias» de que New ton «había hecho esta
demostración a la perfección». H e aquí el relato casi contemporáneo
de DeMoivre de esta visita:

Después de estar juntos algún tiempo, el Dr. Halley le preguntó cuál pen­
saba que debía ser la curva descrita por los planetas suponiendo que la fuerza
de atracción hacia el Sol fuese recíproca al cuadrado de su distancia a él. Sir
Isaac respondió inmediatamente que debía ser una elipse. El Doctor, sorpren­
dido por la alegría y el asombro, le preguntó cómo lo sabía. Porque, respondió,
lo he calculado. Tras lo cual el Dr. Halley le preguntó inmediatamente por sus
cálculos. Sir Isaac miró entre sus papeles y no pudo hallarlos, pero prometió
rehacerlos y enviárselos. Sir Isaac, tratando de cumplir su promesa, puso de
nuevo manos a la obra, pero no logró llegar a la conclusión que creía haber
obtenido antes mediante un examen cuidadoso. No obstante, ensayó una nueva
vía que, aunque más larga que la anterior, le condujo de nuevo a su primitiva
conclusión. Entonces examinó con cuidado las causas por las que su primer
cálculo resultó ser erróneo, y halló que, al dibujar una elipse deprisa y a mano,
había dibujado los dos ejes de la curva en lugar de dibujar dos diámetros un
tanto inclinados uno hacia el otro, de modo que posiblemente fijó su imagina­
ción en dos diámetros conjugados, lo cual era un requisito imprescindible. Al
darse cuenta, hizo que ambos cálculos coincidieran.

Acicateado por la visita de Halley, Newton reanudó el trabajo


sobre una cuestión que había llamado su atención a los veintitantos
años, cuando había establecido los fundamentos de sus otros grandes
descubrimientos científicos: la naturaleza de la luz blanca y del color
y los cálculos diferencial e integral. Puso ahora en orden sus indaga­
ciones, hizo grandes progresos, y en el otoño de ese año discutió su
investigación en una serie de conferencias sobre dinámica que impar­
tió en la universidad de Cambridge, como lo requería su cátedra.
Finalmente, con el estímulo de Halley, un borrador de estas confe­
rencias, De motu corporum, se convirtió en uno de los más grandes
e influyentes libros que haya concebido el hombre. Más de un cien­
tífico se ba hecho eco del sentir que Halley expresó en la oda que
escribió como prefacio a los Principia de New ton (o, para dar a la
obra maestra de éste su título completo, los Philosophiae naturalis
principia malhematica, Principios matemáticos de la filosofía natural,
Londres, 1687):
Vosotros, los que gozáis del néctar celeste,
Celebrad conmigo a quien tales cosas nos muestra,
A Newton que abre el cerrado cofre de la verdad,
A Newton, amado de las musas, en cuyo limpio pecho
Habita Febo, de cuya mente se apoderó con todo su Numen;
Pues no está permitido a un mortal tocar más de cerca a los dioses.

LOS «P R IN C IP IA »

Los Principia están divididos en tres partes o libros; fijaremos


nuestra atención en el primero y el tercero. En el Libro Primero
Newton desarrolla los principios generales de la dinámica de cuerpos
en movimiento, y en el Libro Tercero aplica estos principios al meca­
nismo del universo. El Libro Segundo trata de un aspecto de la
mecánica de fluidos, de la teoría de ondas, y de otros aspectos de
la física.
En el Libro Primero, a continuación del prefacio, de un . con­
junto de definiciones, y de una discusión sobre la naturaleza del tiem­
po y del espacio, Newton presentó los «axiomas, o leves del movi­
miento»:

Ley Primera

Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y


rectilíneo a no ser en tanto que sea obligado por fuerzas impresas a cambiar
su estado.

Ley Segunda

El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y


ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime.
[Véase la nota suplementaria de la pág. 187.]

Observe que si un cuerpo está en movimiento uniforme sobre


una línea recta, una fuerza que forme ángulo recto con la dirección
del movimiento del cuerpo no afectará al movimiento de avance.
Esto se sigue del hecho de que la aceleración está siempre en la
misma dirección de la fuerza que la produce, de modo que en este
caso la aceleración está en ángulo recto con la dirección del movi­
miento. Así, en el experimento del tren de juguete del capítulo 5,
la principal fuerza que actúa es la fuerza de gravedad, dirigida hacia
abajo, que produce una aceleración vertical. La bola, bien esté mo­
viéndose hacia adelante o en reposo, se ve así obligada a retardar su
movimiento ascendente hasta que llega al reposo, y entonces es ace­
lerada en su camino de descenso.
La comparación de los dos conjuntos de fotografías (p. 121) mues­
tra que los movimientos de ascenso y descenso son exactamente los
mismos, bien esté el tren en reposo o en movimiento uniforme. En
la dirección de avance no hay efectos del peso o gravedad, puesto
que éste actúa únicamente en una dirección vertical. La única fuerza
en la dirección de avance u horizontal es la pequeña cantidad de la
fricción del aire, que es casi despreciable; por !o que puede decirse
que en la dirección horizontal no hay ninguna fuerza actuando. De
acuerdo con la primera ley de Newton del movimiento, la bola con­
tinuará moviéndose hacia adelante con movimiento uniforme en línea
recta precisamente del mismo modo en que lo hace el tren — un
hecho que se puede confirmar inspeccionando la fotografía— . La
bola permanece sobre la locomotora tanto si el tren está en reposo
como si está en movimiento uniforme en línea recta. Esta ley de
movimiento se denomina algunas veces el principio de inercia, y la
propiedad que tienen los cuerpos materiales de continuar en un esta­
do de reposo o de movimiento uniforme en línea recta es conocida
en ocasiones como la inercia de los cuerpos'.
Newton ilustró la Primera Ley refiriéndose a proyectiles que
continúan en sus movimientos de avance «a no ser en cuanto son
retardados por la resistencia del aire y son empujados hacia abajo
por la gravedad», y se refirió también a «los cuerpos más grandes
de los cometas y de los planetas». (Sobre el aspecto inercial del mo­
vimiento de «cuerpos más grandes» tales como «cometas y planetas»,
véase el apéndice 12). Con este plumazo, Newton postuló la opinión
opuesta a la física aristotélica. En esta última, ningún cuerpo celeste
puede moverse uniformemente en línea recta en ausencia de una fuer­
za, ya que esto sería un movimiento «violento» y por lo tanto con­
trario a su naturaleza. Ni podría un objeto terrestre, como hemos
visto, moverse a lo largo de su línea recta «natural» sin un motor
externo o una fuerza motriz interna. Newton, presentando una física

1 La primera formulación conocida de esta iey la efectuó Rene Descartes


en un libro que no publicó. Apareció impresa por vez primera en una obra de
Pierre Gassendi. Pero antes de los Principia de Newton no existía una física
inercia! completamente desarrollada. No deja de ser significativo que este primer
libro de Descartes estuviera basado en el punto de vista copernicano; Descartes
lo suprimió al saber de la condena de Galileo. Gassendi fue, igualmente, un
copernicano. Llevó a cabo experimentos con objetos en caída desde barcos y
carruajes en movimiento, para comprobar las conclusiones de Galileo sobre el
movimiento inercial. Descartes publicó por vez primera su versión de la ley de
inercia en sus Principios de filosofía (1644); su formulación anterior, en su
obra El mundo, se publicó después de su muerte en 1650. Véase el apéndice 8.
que aplica simultáneamente tanto a objetos terrestres como celestes,
afirmó que en ausencia de una fuerza los cuerpos no permanecen
quietos o llegan al reposo como suponía Aristóteles, sino que pueden
moverse rectilíneamente con velocidad constante. Esta «indiferen­
cia» de todo tipo de cuerpos al reposo o al movimiento uniforme
en línea recta en ausencia de una fuerza constituye claramente una
forma superior de la afirmación de Galileo en su libro sobre las
manchas solares (p. 98), rjdicando la diferencia en que en ese tra­
bajo Galileo estaba escribiendo acerca del movimiento uniforme
sobre una gran superficie esférica concéntrica con la Tierra.
Newton dijo de las leyes del movimiento que eran «principios
aceptados por los matemáticos y confirmados por muy amplia expe­
riencia. Por las dos leyes primeras y los dos Corolarios primeros,
Galileo descubrió que la caída de los graves ocurre según la razón
cuadrada del tiempo y que el movimiento de los proyectiles ocurre
en parábola, de acuerdo con la experiencia, a no ser en la medida en
que tales movimientos se retardan un poco por la resistencia del aire».
Los «dos Corolarios» versan sobre los métodos utilizados por Gali­
leo y muchos de sus predecesores para combinar dos fuerzas distintas
o dos moviimentos independientes. Cincuenta años después de la
publicación de Dos nuevas ciencias de Galileo le resultaba difícil de
concebir a Newton, quien ya había establecido una física inercial,
que aquél hubiera llegado tan cerca como lo hizo del concepto de
inercia sin haber abandonado totalmente la circularidad y sin haber
conocido el verdadero principio de inercia lineal.
Newton estaba siendo muy generoso con Galileo porque, a pesar
de que se pueda argumentar que Galileo «realmente llegó» a dispo­
ner de la ley de inercia o Primera Ley de Newton, se requiere un
gran esfuerzo de imaginación para asignarle alguna contribución a la
Segunda Ley. Esta ley tiene dos partes. En la segunda mitad de la
formulación de Newton de la Segunda Ley, el «cambio de movimien­
to» producido por una fuerza «impresa» o «motriz» — ya se trate
de un cambio en la velocidad con la que se mueve un cuerpo o de
un cambio en la dirección en que está moviéndose— se dice que se
produce «según la línea rec:a a lo largo de la cual aquella fuerza se
imprime». Mucho de esto está ciertamente implícito en el análisis
de Galileo del movimiento de proyectiles, ya que Galileo asumió
que en la dirección de avance no hay aceleración porque no existe
fuerza horizontal, excepto la acción despreciable de la fricción del
aire; pero en la dirección vertical hay una aceleración o incremento
continuo de la velocidad de caída, a causa de la fuerza del peso, que
actúa hacia abajo. Pero la primera parte de la Segunda Ley — que el
cambio en la magnitud del movimiento está relacionado con la fuerza
motriz— es algo nuevo; sólo un Newton pudo haberlo visto en los
estudios de Galileo sobre la caída de cuerpos. Esta parte de la ley
dice que si un objeto estuviera afectado primero por una fuerza F¡,
y luego por alguna otra fuerza F2 , las aceleraciones o cambios produ­
cidos en la velocidad, A¡ y A 2 , serían proporcionales a las fuerzas,
es decir

El - di
~Fi~ ~Ai
o bien

El - El
Ai A2

Pero al analizar la caída, Galileo se estaba ocupando de una situación


en la que sólo actúa una fuerza sobre cada cuerpo, su peso P, y la
aceleración que producía era g, la aceleración de un cuerpo en caída
libre. (Sobre las dos formas de la Segunda Ley de Newton, véase
la p. 187. '
Donde Aristóteles había dicho que una fuerza determinada im ­
primía a un objeto una cierta velocidad característica, Newton decía
ahora que una fuerza dada siempre produce en ese cuerpo una acele­
ración concreta A. Para conocer la velocidad V, debemos saber du­
rante cuánto tiempo T ha actuado la fuerza, o en qué medida ha sido
acelerado el objeto, de modo que la ley de Galileo

V — AT

se pueda aplicar.
En este punto vamos a ensayar un experimento mental, en el
que suponemos que tenemos dos cubos de aluminio, siendo el volu­
men de uno justamente el doble del volumen del otro. (Incidental­
mente, «duplicar» un cubo — o hacer un cubo que tenga justamente
el doble del volumen de algún cubo determinado— es tan imposible
dentro del marco de la geometría euclídea como trisecar un ángulo
o cuadrar un círculo). Sometamos ahora al cubo menor, a una serie
de fuerzas F¡, F 2, F¡, y determinemos las correspondientes acele­
raciones A¡, A /lj, ... De acuerdo con la Segunda Ley, hallaremos
que existe un cierto valor constante para el cociente entre la fuerza
y la aceleración

El -E l ~E l ~
A\ A2 A¡
al cual, para este objeto, llamaremos mf. Ahora repitamos estas ope­
raciones con el cubo mayor y hallaremos que el mismo conjunto de
fuerzas Fi, F 2 , F 3 , produce respectivamente otro conjunto de ace­
leraciones a¡, ai, a¡, __ De acuerdo con la Segunda Ley de Newton,
el cociente fuerza-aceleración es de nuevo una constante, que para
este objeto podemos llamar m¡

- - - - - - - M
a\ a2 a¡

Para el objeto mayor, la constante resulta ser justamente el doble


que la constante obtenida para el menor y, en general, en la medida
en que nos ocupemos de una sola variedad de materia como el alumi­
nio puro, esta constante es proporcional ai volumen y así es una me­
dida de la cantidad de aluminio de cada muestra. Esta constante par­
ticular es una medida de la resistencia de un objeto a la aceleración,
o una medida de la tendencia de ese objeto a permanecer como está
— ya sea en reposo, o en movimiento en línea recta— . Pues observe
que mg era el doble de mp\para im prim ir a ambos objetos la misma
aceleración o cambio de movimiento, la fuerza requerida para el obje­
to mayor es justamente el doble de la que se requería para el menor.
La tendencia de cualquier objeto a continuar en su estado de movi­
miento (a velocidad constante en línea recta) o en su estado de repo­
so se llama su inercia-, de aquí que la Primera Ley de Newton se
denomine también el principio de inercia. La constante determinada
hallando el cociente constante fuerza-aceleración para cualquier cuerpo
dado puede entonces llamarse la inercia del cuerpo. Pero para nues­
tros bloques de aluminio esta misma constante es también una medida
de la «cantidad de materia» en el objeto, la cual se denomina su
masa. Precisemos ahora la condición para que dos objetos de dis­
tinto material — digamos uno de latón y otro de madera— tengan
la misma «cantidad de materia»; es la de que tengan la misma masa,
o la misma inercia.
En la vida corriente, no comparamos la «cantidad de materia» en
los objetos en términos de sus inercias, sino en términos de su peso.
La física newtoniana deja claro por qué podemos hacerlo, y a través
de su clarificación somos capaces de entender por qué en cualquier
lugar de la Tierra dos pesos desiguales tienen la misma tasa de caída
en el vacío. Pero podemos observar que cuanto menos en una situa­
ción común comparamos siempre las inercias de los objetos en lugar
de sus pesos. Esto sucede cuando una persona sopesa dos objetos
para saber cuál es el más pesado, o el que tiene la mayor masa. No
los extiende para ver cuál tira más de su brazo hacia abajo; en lugar
de esto, los balancea arriba y abajo para ver cuál es más fácil de mo­
ver. De este modo determina cuál tiene mayor resistencia a cambiar
su estado de movimiento en línea recta o de reposo — esto es, cuál
tiene mayor inercia. (Sobre el concepto de inercia de Newton, véase
el apéndice 15.)

F o r m u l a c ió n f in a l de la ley de in e r c ia

En un punto de sus Consideraciones y demostraciones sobre dos


nuevas ciencias, Galileo imaginó una bola rodando sobre un plano
y señaló que «dicho movimiento se desenvolverá sobre tal plano con
un movimiento uniforme y perpetuo, en el supuesto de que este
plano se prolongue hasta el infinito». Un plano ilimitado está bien
para un matemático puro, que es, en cualquier caso, un platónico.
Pero Galileo era precisamente un hombre que combinaba tal plato­
nismo con un interés por las aplicaciones al mundo real de la expe­
riencia sensible. En el Dos nuevas ciencias, Galileo no estaba única­
mente interesado en las abstracciones como tales, sino en el análisis
de los movimientos reales sobre o cerca de la Tierra. Así se com­
prende que habiendo hablado de un plano sin límites no prosiga con
tal ficción, sino que pregunte qué sucedería sobre tal plano si se
tratase de un plano terrestre real, lo que para él significa que es
«limitado y en declive». La bola, en el mundo real de la física, llega
al extremo del plano y comienza a caer al suelo. En este caso,

el móvil, que suponemos dotado de gravedad, una vez que ha llegado a] extre­
mo del plano y continúe su marcha, añadirá al movimiento precedente, uniforme
e inagotable, esa tendencia hacia abajo, debida a su propia gravedad. Nace de
aquí un movimiento compuesto de un movimiento horizontal uniforme más un
movimiento descendente naturalmente acelerado. Pues bien, a este tipo de mo­
vimiento lo llamo proyección.

A diferencia de Galileo, Newton marca una clara separación entre


el mundo de las matemáticas abstractas y el mundo de la física, al
cual aún denominaba filosofía. Así, los Principia incluían a la vez
«principios matemáticos» como tales y aquellos otros que pueden
ser aplicados en la «filosofía natural», pero las Dos nuevas ciencias
de Galileo incluían tan sólo aquellas condiciones matemáticas ejem­
plificadas en la naturaleza. Por ejemplo, Newton sabía claramente
que la fuerza atractiva ejercida por el Sol sobre un planeta varía
como el inverso del cuadrado de la distancia

pero en el Libro Primero de los Principia exploró las consecuencias,


no sólo de esta fuerza en particular, sino también de otras con una
dependencia de la distancia bastante diferente, incluyendo

F oc D

«E l s is t e m a del mundo»

Al principio del Libro Tercero, que estaba dedicado al «sistema del


mundo», Newton explicó cuánto difería de los dos precedentes, que
se habían ocupado «del movimiento de los cuerpos»:

He ofrecido en los Libros interiores principios de filosofía, aunque no tanto


filosóficos cuanto meramente matemáticos, a partir de los cuales tal vez se
pueda disputar sobre asuntos filosóficos. Tales son las leyes y condiciones de
los movimientos y las fuerzas, que en gran medida atañen a la filosofía. Sin
embargo, para que no parezcan estériles, los he ilustrado con algunos Escolios
filosóficos en los que he trarado sobre aquellas cosas que son más generales y
en las cuales la filosofía parece hallar mayor fundamento, tales como la densidad
y resistencia de los cuerpos, les espacios vacíos de cuerpos y el movimiento de
la luz y de los sonidos. Nos falta mostrar, a partir de estos mismos principios,
la constitución del sistema del T.undo.

Creo que es justo decir que fue la libertad de considerar los pro­
blemas de un modo puramente matemático o de un modo «filosó­
fico» (o físico) lo que permitió a Newton expresar la primera ley y
desarrollar una completa física inercial. Después de todo, la física
como ciencia se puede desarrollar de una forma matemática, pero
debe apoyarse siempre en la experiencia — y la experiencia nunca
nos muestra un movimierro inercial puro— . Aun en los limitados
ejemplos de inercia lineal discutidos por Galileo, había siempre algu­
na fricción del aire y el movimiento cesaba casi enseguida, como
cuando un proyectil golpea el suelo. En todo el ámbito de la física
explorada por Galileo no hay un solo ejemplo de un objeto físico
que tuviera siquiera una componente de movimiento inercial puro
durante más de un breve lapso de tiempo. Quizás por esta razón
Galileo nunca formuló una ley general de inercia. Tenía demasiado
de físico.
Pero como matemático, Newton podía concebir fácilmente a un
cuerpo moviéndose para siempre con velocidad constante a lo largo
de una línea recta. El concepto «para siempre», que implica un uni­
verso infinito, no le espantaba. Observe que esta afirmación de la
ley de inercia, según la cual la condición natural de los cuerpos es
moverse en línea recta a velocidad constante, se da en el Libro Pri­
mero de los Principia, la parte que según dijo él era matemática antes
que física. Ahora bien, si la condición natural del movimiento de
los cuerpos es moverse uniformemente en línea recta, entonces este
tipo de movimiento inercial debe caracterizar a los planetas. Estos,
sin embargo, no se mueven en línea recta, sino en elipses. Usando
un tipo de aproximación galileana a este problema singular, Newton
diría que los planetas, por consiguiente, deben estar sometidos a dos
movimientos: uno inercial (a velocidad constante a lo largo de una
línea recta) y otro siempre en ángulo recto a esta línea arrastrando
a cada planeta hacia su órbita. (Véanse, además, los apéndices 11
y 12). ^
A pesar de no moverse en línea recta, cada planeta, no obstante,
representa el mejor ejemplo de movimiento inercial observable en
el universo. Si no fuera por esa componente de movimiento inercial,
la fuerza que continuamente aparta al planeta de la línea recta podría
arrastrarlo hacia el Sol hasta que los dos cuerpos colisionaran. New­
ton usó este argumento en una ocasión para probar la existencia de
Dios. Si los planetas no han recibido un impulso para proporcionar­
les una componente inercial (o tangencial) del movimiento, dijo, la
fuerza atractiva solar no los arrastraría en una órbita, sino que tras­
ladaría a cada planeta en línea recta hacia el mismo Sol. De aquí que
no pueda explicarse el universo sólo en términos de materia.
Para Galileo, el movimiento circular puro aún podía ser inercial,
como en el ejemplo de un objeto sobre o cerca de la superficie de
la Tierra. Pero para Newton el movimiento circular puro no era
inercia!; era acelerado y requería una fuerza para su mantenimiento.
Fue así Newton quien finalmente rompió las cadenas de la «circu-
laridad», que todavía habían esclavizado a Galileo. De este modo,
podemos entender que fuera Newton quien mostró cómo construir
una mecánica celeste basada en las leyes del movimiento, ya que el
movimiento orbital elíptico (o casi circular) de los planetas no es
puramente inercial, sino que requiere adicionalmente la acción cons­
tante de una fuerza, que resulta ser la fuerza de la gravitación uni­
versal.
Así Newton, de nuevo a diferencia de Galileo, se dispone a «mos­
trar la constitución del sistema del mundo» o — como diríamos hoy—
a mostrar cómo las leyes generales del movimiento terrestre pueden
aplicarse a los planetas y a sus satélites.
En el primer teorema de los Principia, Newton mostró que si
un cuerpo se moviese con un movimiento puramente inercial, enton­
ces con respecto a cualquier punto situado fuera de la línea del movi­
miento debía ser aplicable la ley de las áreas iguales. En otras pala­
bras, una línea trazada desde tal cuerpo a tal punto barrería áreas
iguales en tiempos iguales. Imagine un cuerpo que se mueve con un
movimiento puramente inercial a lo largo de la línea recta de la cual
PQ es un segmento. Entonces, en una sucesión de intervalos de
tiempo iguales (fig. 30), el cuerpo se moverá a través de distancias

F ig u r a 30

iguales AB, BC, CD, ... porque, como mostró Galileo, en un movi­
miento uniforme un cuerpo se mueve atravesando distancias iguales
en tiempos iguales. Pero observe que una línea trazada desde el punto
O barre áreas iguales en estos tiempos iguales, o bien, que las áreas
de los triángulos OAB, OBC, OCD, ... son iguales. La razón es que
el área de un triángulo es la mitad del producto de su altura por su
base; y todos estos triángulos tienen la misma altura O H y bases
iguales. Como

AB = BC = CD = ...

se cumple que

1 1 1
— AB X O H = — BC X O H = — CD X O H =
2 2 2
área de AOAB = área de A OBC = área de AO C D = ...

Así, el primer teorema demostrado en los Principia mostraba


que el movimiento puramente inercial conduce a una ley de áreas
iguales, y por tanto está relacionado con la segunda ley de Kepler.
Luego Newton demostró que si un cuerpo que se mueve con movi­
miento inercial puro recibiera a intervalos regulares de tiempo un
impulso momentáneo (una fuerza que actúa sólo durante un instante),
estando dirigidos todos estos impulsos hacia el mismo punto S, en­
tonces el cuerpo se movería en cada uno de los intervalos de tiempo
iguales entre impulsos de tal modo que una línea trazada a él desde
S barriera áreas iguales. Esta situación se muestra en la figura 31.

F i g . 31.— Si en B el cuerpo no hubiera recibido ningún impulso, se habría mo­


vido, durante el tiempo T, a lo largo de la prolongación de AB hasta c. El im-
ptdso en B, sin embargo, le imprime al cuerpo una componente de movimiento
hacia S. Si el único movimiento del cuerpo procediera de este impulso, durante
T se habría movido desde B hasta c . La combinación de estos dos movimientos,
Be y Be', da como resultado un movimiento de B a C durante el tiempo T.
Newton probó que el área del triángulo SBC es igual al área del triángulo SBc.
Por tanto, aun cuando existe una fuerza impulsiva dirigida hacia S, sigue cum­
pliéndose la ley de las áreas.
Cuando el cuerpo alcanza el punto B recibe un impulso hacia S. El
nuevo movimiento es una combinación del movimiento original a
lo largo de AB y de un movimiento hacia S, lo cual produce un movi­
miento rectilíneo uniforme hacia C, etc.: Los triángulos SAB, SBC,
v SCD ... tienen la misma área. El siguiente paso, de acuerdo con
Newton, es como sigue:

Auméntese ahora el número de triángulos y disminuyase su altura in infinitum


y su perímetro último A D F será una línea curva (por el Corolario 4 del
Lema III); y por tanto la fuerza centrípeta, por la que un cuerpo es continua­
mente separado de la tangente de dicha curva, actúa continuamente; y áreas
cualesquiera descritas SADS, SAFS proporcionales siempre a los tiempos en
que se describen, serán, en este caso, proporcionales a los mismos tiempos.
Q.E.D.

De esta forma, Newton procedió a probar:

Proposición 1. Teorema I.
Las áreas, descritas por cuerpos que giran sujetos a un centro de fuerzas
inmóvil por radios unidos a dicho centro, están en el mismo plano inmóvil y
son proporcionales a los tiempos.

En lenguaje sencillo, Newton demostró en el primer teorema del


Libro Primero de los Principia que si un cuerpo es atraído continua­
mente hacia algún centro de fuerzas, su movimiento de otro modo
inercial se transformará en movimiento sobre una curva, y que una
línea trazada al cuerpo desde el centro de fuerzas barrerá áreas igua­
les en tiempos iguales. En la proposición 2 (teorema II) probó que
si un cuerpo se mueve sobre una curva de modo que !as áreas des­
critas por una línea trazada desde el cuerpo a algún punto son pro­
porcionales a los tiempos, entonces debe existir una fuerza «central»
(centrípeta) que impulse continuamente al cuerpo hacia este punto.
El significado de la Ley I de Kepler no aparece hasta la proposición
11, cuando Newton se dispone a encontrar «la ley de la fuerza cen­
trípeta tendente al foco de la elipse». Esta fuerza varía «inversa­
mente como el cuadrado de la distancia». Entonces Newton demues­
tra que si un cuerpo que se mueve en una hipérbola o en una pará­
bola está sometido a una fuerza centrípeta dirigida a un foco, la
fuerza aún varía como la inversa del cuadrado de la distancia. Varios
teoremas después, en la proposición 17, Newton prueba la conversa,
que si un cuerpo se mueve sometido a una fuerza centrípeta que
varía como la inversa del cuadrado de la distancia, la trayectoria del
cuerpo debe ser una sección cónica: una elipse, una parábola, o una
hipérbola. (Véase el apéndice 13.)
Podemos observar que Newton trató las leyes de Kepler exacta­
mente en el mismo orden en que lo hizo el mismo Kepler: primero
la ley de las áreas como un teorema general, y sólo después la forma
particular de las órbitas planetarias como elipses. Lo que al principio
parecía una manera de proceder un tanto extraña, se ha visto que
representa una progresión lógica fundamental de un tipo que es el
opuesto de la secuencia que se habría seguido en un método de abor­
darlo empírico u observacional.
¡En el razonamiento de Newton sobre la acción de una fuerza
centrípeta que actúa sobre un cuerpo que se mueve con un movi­
miento puramente inercial, el análisis matemático, por vez primera,
revela el verdadero significado de la segunda ley de Kepler, la de las
áreas iguales! El razonamiento de Newton mostró que esta ley im ­
plica un centro de fuerzas para el movimiento de cada planeta. Ya
que en el movimiento planetario las áreas iguales se calculan con
respecto al Sol, la segunda ley de Kepler se convierte, en el trata­
miento de Newton, en la base para probar rigurosamente que una
fuerza central que emana del Sol atrae a todos los planetas.
Hasta aquí el problema planteado por Halley. Si Newton hubiera
detenido su trabajo en este punto, todavía admiraríamos enorme­
mente su logro. Pero Newton continuó, y los resultados fueron aún
más sobresalientes.

E l G O L P E M A E S T R O : L A G R A V IT A C IÓ N U N IV E R S A L

En el Libro Tercero de los Principia, Newton mostró que, dado


que los satélites de Júpiter se mueven en órbitas alrededor de este
planeta, una línea trazada desde Júpiter a cada satélite «describe áreas
proporcionales a los tiempos», y que la razón entre los cuadrados de
sus tiempos y los cubos de sus distancias medias al centro de Júpiter
es una constante, si bien con un valor distinto al de la constante para
el movimiento de los planetas. Así, si T¡, T¡, T¡, Tt son los tiempos
periódicos de los satélites, y a\, ai, a¡, a\son sus respectivas distancias
medias a Júpiter,

[a¡f _ (a2f _ (á j)3 _ (<74)3

OYf ~ ov “ rñ)7“ TñF


No sólo se apli can estas leyes de Kepler al sistema jovial, sino tam­
bién a los cinco satélites de Saturno conocidos por Newton — un
resultado totalmente ignorado por Kepler— . La tercera ley de Kepler
no puede aplicarse al satélite terrestre, porque éste es único, pero
Newton expuso que su movimiento concuerda con la ley de áreas
iguales. Por lo tanto, se puede ver que existe una fuerza central, que
varía como la inversa del cuadrado de la distancia, que retiene a cada
planeta en una órbita en torno al Sol y a cada satélite planetario en
una órbita alrededor de su planeta.
Ahora da Newton el golpe maestro. Muestra que una única fuer­
za universal (a) mantiene a los planetas en sus órbitas alrededor del
Sol, (b) retiene a los satélites en sus órbitas, (c) ocasiona que los
objetos en caída desciendan como se ha observado, (d) retiene a los
objetos sobre la Tierra, y (e) origina las mareas. Es la fuerza deno­
minada de gravitación universal, y su ley fundamental puede escri­
birse

Esta ley establece que entre cualesquiera dos cuerpos, de masas


m y m ', en cualquier lugar del universo en que se hallen, separados
por una distancia D, existe una fuerza de atracción que es mutua, y
cada cuerpo atrae al otro con una fuerza de idéntica magnitud, la
cual es directamente proporcional al producto de las dos masas e in­
versamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos. G es
una constante de proporcionalidad, y tiene el mismo valor en todas
las circunstancias — sea en la atracción mutua de una piedra y la Tie­
rra, de la Tierra y la Luna, del Sol y Júpiter, de una estrella y otra,
o de dos guijarros en una playa— . Ésta constante G se denomina la
constante de la gravitación universal y puede compararse con otras
constantes «universales» — de las cuales no hay muchas en el con­
junto de la ciencia— tales como c, la velocidad de la luz, que figura
tan prominentemente en relatividad, o h, la constante de Planck,
que es tan básica en teoría cuántica.
¿Cómo encontró Newton esta ley? Es difícil describirlo con de­
talle, pero podemos reconstruir algunos de los aspectos básicos del
descubrimiento.
Por un memorándum posterior (alrededor de 1714) sabemos que
cuando Newton era joven «comencé a considerar que la gravedad se
extendía a la órbita de la Luna, y habiendo hallado cómo estimar la
fuerza con la que [un] globo que gira dentro de una esfera presiona
la superficie de la esfera, partiendo de la regla de Kepler de los tiem­
pos periódicos de los planetas, que se hallan en una proporción ses­
quiáltera [esto es, como la potencia 3/2] de sus distancias a los
centros de sus órbitas, deduje que las fuerzas que mantienen a los
planetas en sus órbitas deben ser recíprocamente como los cuadrados
de sus distancias a los centros en torno a los que giran; por tanto,
comparé la fuerza necesaria para mantener a la Luna en su órbita
con la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra, hallando
que ambas encajaban bastante aproximadamente».
Con esta declaración como guía, consideremos en primer lugar
una esfera de masa m y velocidad v que se mueve sobre un círculo
de radio r. Entonces, como Newton averiguó, y como el gran físico
holandés Christiaan Huygens (1629-1695) también descubrió (y, para
el disgusto de Newton, lo publicó primero; véase el apéndice 14),
debe existir una aceleración central, de magnitud i¿/r. Es decir, que
del hecho de que la esfera no está en reposo ni moviéndose a velo­
cidad constante en línea recta se sigue una aceleración; por la Ley I
y la Ley I I , debe existir una fuerza y, por tanto, una aceleración. No
demostraremos que esta aceleración tiene una magnitud v2/r, pero
usted puede ver que está dirigida hacia el centro si hace girar una
bola en círculos al extremo de una cuerda. Se precisa una fuerza que
empuje constantemente a la bola hacia el centro, y por la Ley I I la
aceleración debe tener siempre la misma dirección que la fuerza ace­
leradora. Así, para un planeta de masa m, que se mueve aproximada­
mente en un círculo de radio r con una velocidad v, debe existir
una fuerza central F de magnitud

i>2
F = mA — m —.

Si T es el período, o el tiempo que invierte el planeta en moverse


a lo largo de 360°, entonces en el tiempo T el planeta describirá un
círculo de radio r, o una circunferencia de longitud 2Ttr. Por lo tanto,
la velocidad v es 2 tcr/T, y

2izr 1
F = mA — m i/ X — — m X —
r T r

4-cV 1
= m X X —
r

= m X X — X —
V r r

4T?m X r3 ArC-m r3
VXr*
Como para cada planeta del Sistema Solar r ’/T 1 tiene el mismo
valor K (por la regla o tercera ley de Kepler),

4trm , m
F = ----X K — 4i¿K — .
r r2

El radio r de la órbita circular corresponde en la realidad a D,


la distancia media de un planeta al Sol. Por lo tanto, para cada pla­
neta la ley de la fuerza que lo mantiene en su órbita debe ser

, m
F = —
D2

donde m es la masa del planeta, D es la distancia media del planeta


al Sol, K es la «constante de Kepler» para el Sistema Solar (igual al
cubo de la distancia media de cada planeta al Sol dividido por el cua­
drado de su período de revolución) y F es la fuerza con la que el Sol
atrae al planeta y lo arrastra continuamente fuera de su trayectoria
puramente inercial haciéndolo describir una elipse. Hasta aquí pue­
den conducir las matemáticas y la lógica a un hombre de talento
superior que conoce las leyes newtonianas del movimiento y los prin­
cipios del movimiento circular.
Pero reescribamos ahora la ecuación así:

Ai, D2

donde Ais es la masa del Sol, y digamos que la cantidad

4ií 2K
= G
Aís

es una constante universal, que la ley

Aí sot
F = G
D2

no se limita a la fuerza entre el Sol y un planeta. Se aplica también


a cada par de cuerpos en el universo, convirtiéndose Aís y m en las
masas m y m ’ de estos dos cuerpos, y D en la distancia entre ellos:
No hay matemáticas — ya se trate del álgebra, la geometría o el
cálculo— que justifiquen este audaz paso. Sólo se puede decir del
mismo que constituye uno de esos triunfos que humillan al hombre
ordinario en la presencia del genio. Y fíjese en lo que implica esta
ley. Por ejemplo, este libro que sostiene en sus manos atrae al Sol
en una medida calculable; la misma fuerza obliga a la Luna a reco­
rrer su órbita y a una manzana a caer del árbol. Más avanzada su
vida, Newton dijo que fue esta última comparación la que inspiró
su gran descubrimiento. (Véase, además, el apéndice 14.)
^ La Luna (véase la fig. 32), si no fuese atraída por la Tierra, ten­
dría un movimiento puramente inercial y, en un pequeño lapso /, se

A B

movería uniformemente a lo largo de una línea recta (una tangente)


desde A a B. No lo hace, dijo Newton, porque mientras que su mo­
vimiento inercial la hubiera conducido de A a B, la atracción gravi-
tatoria de la Tierra la habrá hecho caer hacia ella desde la línea AB
hasta C. Así, la desviación de la Luna de una trayectoria rectilínea
puramente inercial está causada por su continua «caída» hacia la
Tierra y esta caída es precisamente igual a la caída de una man­
zana •. ¿Es cierto esto? Bien, Newton sometió la proposición a una
prueba, como sigue:
¿Por qué cae a la Tierra una manzana de masa m ? Lo hace,
podemos decir ahora, porque existe una fuerza de gravitación uni­
versal entre ella y la Tierra, cuya masa es Aft- Pero ¿cuál es la dis­
tancia entre la Tierra y ia manzana? ¿Son los pocos pies que separan
a la manzana del suelo? La respuesta a esta cuestión está lejos de
ser obvia. Newton fue finalmente capaz de probar que la atracción
entre un cuerpo pequeño y otro más o menos homogéneo y más o
menos esférico es exactamente la misma que si toda la gran masa
de este último cuerpo estuviese concentrada en su centro geométrico.
Este teorema significa que, al considerar la atracción mutua de la
Tierra y una manzana, la distancia D en la ley de la gravitación uni­
versal debe tomarse como el radio de Ja Tierra, R t. Por lo tanto, la
ley establece que la atracción entre la Tierra y una manzana es:

mM t
F = G ---- ,
Ri

donde m es la masa de la manzana, Aít la masa de la Tierra y R¡ el


radio de la misma. Pero ésta es una expresión para el peso P de la
manzana, porque el peso de cualquier objeto terrestre es simplemente
la magnitud de la fuerza con la que es atraído gravitacionalmente por
la Tierra. Así,
mMt
P = G ---- .
Rt2

Hay otra forma de escribir la ecuación para el peso de una man­


zana o de cualquier otro objeto terrestre de masa m. Usamos la Ley I I
de Newton, que afirma que la masa m de cualquier cuerpo es el co­
ciente entre la fuerza que actúa sobre el mismo y la aceleración pro­
ducida por esta fuerza,
F
m= —

o bien
F = mA.

Advierta que cuando una manzana cae del árbol la fuerza que
tira de ella hacia abajo es su peso P, de modo que

P = mA.
Como ahora tenemos dos expresiones matemáticas distintas de la
misma fuerza o peso P, deben ser iguales entre sí, es decir,

mMt
mA = G ---
R.2

y podemos dividir ambos miembros por m para obtener

A —G
R,2

Así, por medio de los principios newtonianos, hemos explicado


inmediatamente por qué en cualquier lugar de esta Tierra todos los
cuerpos — cualquiera que sea su masa m o su peso P— tendrán la
misma aceleración A cuando caigan libremente, como en el vacío. La
última ecuación muestra que esta aceleración de caída libre está de­
terminada por la masa M, y el radio Rt de la Tierra y por una cons­
tante universal G, ninguna de las cuales depende en modo alguno
de la masa particular m o del peso P del cuerpo que cae.
Vamos a escribir ahora la última ecuación de una forma ligera­
mente diferente,

a = c m'
D,*

donde D, representa la distancia desde el centro de la Tierra. En o


cerca de la superficie de la Tierra, D, es simplemente su radio R t.
Considere ahora un cuerpo situado a una distancia D t de 60 radios
terrestres del centro de la Tierra. ¿Con qué aceleración A ’ caerá hacia
este centro? La aceleración A ‘ será

A’ = G — — - = G = - i - G A1-
(60 R tf 3600 R,2 3600 R t2

Precisamente sabíamos que en la superficie de la Tierra una man­


zana o cualquier otro objeto poseerá una aceleración hacia abajo igual
Mi
a G --- , y hemos probado ahora que un cuerpo situado a 60 radios
Ri2
terrestres tendrá una aceleración que será justamente 1/3600 de ese
valor. Por término medio, un cuerpo en la superficie de la Tierra
recorre en un segundo, al caer hacia ésta, una distancia de 4,9 metros,
por lo que a una distancia de 60 radios terrestres del centro de la
Tierra un cuerpo recorrerá

1/3600 X 4,9 m. = 1/3600 X 4,9 X 100 cm. = 0,1361 cm.

Ocurre que existe un cuerpo, nuestra Luna, que se halla en el


espacio a una distancia de 60 radios terrestres, y así Newton dispu­
so de un objeto para comprobar su teoría de la gravitación universal.
Si la misma fuerza gravitatoria produce la caída de la manzana y de
la Luna, entonces la Luna caerá en un segundo, para mantenerse en
su órbita, 0,1361 centímetros desde su trayectoria inercial. Un cálcu­
lo aproximativo, basado en las suposiciones simplificadoras de que
la órbita de la Luna es un círculo perfecto y que ésta se mueve uni­
formemente, sin ser afectada por la atracción gravitatoria del Sol,
proporciona una distancia de caída en un segundo de 0,1369 centí­
metros — ¡es decir, un notable acuerdo dentro de un margen de
0,0008 centímetros!— . Otra forma de ver cuán ajustadamente con­
cuerda la observación con la teoría es observar que los dos valores
difieren en 8 partes sobre unas 1.350, que viene a ser lo mismo que
6 partes en 1.000 ó 0,6 partes en 100 (0,6 % ). Otra manera de ha­
cer este cálculo {quizás siguiendo los pasos que el mismo Newton
indica en la cita de la pág. 169) es como sigue:
1) Para un cuerpo sobre la Tierra (la manzana) la aceleración
(g) de caída libre es

2) Para la Luna, la forma de la tercera ley de Kepler es

T\2

donde Ri y Ti son, respectivamente, el radio de la órbita de la Luna


y su período de revolución. Si la fuerza gravitatoria es universal, en­
tonces la relación deducida anteriormente para planetas que se mue­
ven en torno al Sol
puede reescribirse para el caso de la Luna moviéndose en torno a la
Tierra, en la forma

G =
A ir '

Por lo tanto, podemos calcular g de la ecuación (1) como sigue:

4ti2¿
= 4ir k
A í, R,2 Re

R¡s 1 R? R,
= 4ir = 4-ir
Tr Rt2 Te R,2 R,

R\ >
' Rt
4-rc2

. R> . . T‘2 .
Como

Ri
----- 60, y R, — 6.400.000 metros
Rt

Ti = 28 d — 28 X 24 X 3600 seg

podemos calcular que

g x: 10 m/seg2.

Newton dijo, en el memorándum autobiográfico que he citado,


que «comparó la fuerza necesaria para mantener a la Luna en su
órbita con la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra».
En el Libro Tercero de los Principia, Newton muestra que la
Luna, para mantenerse en su órbita observada, recorre al caer desde
su trayectoria inercial en línea recta una distancia de 15‘/ 2 pies de
París (una medida antigua) en cada minuto. Si se imagina a la Luna,
dice, «desposeída de todo movimiento y abandonada a sí misma, de
modo que, bajo la acción de toda aquella fuerza por la cual... es re­
tenida en su órbita, desciende hacia la Tierra». En un minuto de
tiempo descenderá atravesando la misma distancia que recorre cuan­
do este descenso ocurre junto con el movimiento inercial normal.
Luego supone que este movimiento hacia la Tierra se debe a la gra­
vedad, una fuerza que varía inversamente al cuadrado de la distan­
cia. Entonces en la superficie de la Tierra esta fuerza sería mayor
que en la órbita de la Luna en un factor de 60 X 60. Como, por la
segunda ley de Newton, la aceleración es proporcional a la fuerza
aceleradora, un cuerpo traído desde la órbita de la Luna a la super­
ficie de la Tierra sufriría un incremento en su aceleración de 6 0 x 6 0 .
Así, argumenta Newton, si la gravedad es una fuerza que varía in­
versamente como el cuadrado de la distancia, un cuerpo en la super­
ficie de la Tierra caería, partiendo del reposo, a través de una distan­
cia de aproximadamente 60 X 60 X 15'A pies de París en un minuto,
ó 15 V 2 pies de París en un segundo.
Del experimento con el péndulo de Huygens, Newton obtuvo el
resultado de que sobre la Tierra (en la latitud de París), un cuerpo
recorre al caer precisamente una distancia como ésta. Así probó que
es la fuerza de gravedad de la Tierra la que retiene a la Luna en su
órbita. Efectuando el cálculo, predijo a partir de las observaciones
del movimiento de la Luna y de la teoría de la gravitación que la
distancia de caída recorrida por un cuerpo sobre la Tierra en un
segundo sería de 15 pies de París, 1 pulgada y 1 4/9 líneas (1 lí­
nea = 1/12 de pulgada). El resultado de Huygens para la caída libre
en París era de 15 pies de París, 1 pulgada y 1 7/9 líneas. La dife­
rencia era de 3/9 o 1/3 de una línea, y por lo tanto de 1/36 de
una pulgada — una cantidad verdaderamente muy pequeña— . Por
la época en que Newton escribió los Principia, había hallado un acuer­
do mucho mejor entre la teoría y la observación que en esta prueba
aproximativa realizada veinte años antes.
Newton dijo en esta prueba que la observación concordaba «bas­
tante aproximadamente» con la predicción. En esta frase se hallaban
involucrados dos factores. El primero, que escogió un valor poco
adecuado para el radio de la Tierra y obtuvo así malos resultados
numéricos, los cuales sólo concordaban más o menos, o «bastante
aproximadamente». El segundo, que como no había sido capaz de
probar rigurosamente que una esfera homogénea atrae gravitacional-
mente como si toda su masa estuviera concentrada en su centro, la
prueba era, en el mejor de los casos, tosca y aproximativa.
Pero este ensayo le demostró a Newton que era válido su con­
cepto de la gravitación universal. Puede apreciar lo notable que fue
si considera la naturaleza de la constante C. Hemos visto antes que
4tzzK
G = --- , y bien podemos preguntarnos que tienen que ver tanto
Ai 5
K (el cubo de la distancia de cada planeta al Sol, dividido por el cua­
drado del tiempo periódico de la revolución de ese planeta en torno
al mismo) como M¡ (la masa del Sol), con la atracción de la Tierra
sobre una piedra, o la atracción de la Tierra sobre la Luna. Si la cir­
cunstancia de que la Tierra esté dentro del Sistema Solar minimiza
el prodigio de que G pueda aplicarse a la piedra y a la Luna, con­
sidere un sistema de estrellas dobles situado a millones de años luz
de distancia del Sistema Solar. Tal par de estrellas pueden constituir
una binaria eclipsante, en la cual una de las estrellas gira en torno a
la otra, tal como la Luna lo hace en torno de la Tierra. Ahí afuera,
más allá de cualquier posible influencia del Sol, la misma constante

G = --- se aplica a la atracción de cada una de estas estrellas por


Afj
la otra. Esta es una constante universal a pesar del hecho de que,
en la forma en que Newton la descubrió, estuviera basada en ele­
mentos de nuestro Sistema Solar. Evidentemente, la operación de
dividir la constante de Kepler por la masa del cuerpo central alrede­
dor del cual giran los otros elimina cualesquiera aspectos especiales
de ese sistema particular — ya se trate de planetas girando en torno
al Sol, o de satélites girando en torno de Júpiter o de Saturno. (Véase,
además, el apéndice 15.)

L as d im e n s io n e s del logro

Unos pocos logros más de la dinámica newtoniana, o de la teoría


de la gravitación, nos permitirán comprender sus dimensiones heroi­
cas. Suponga que la Tierra no fuese una esfera totalmente perfecta,
sino que fuese esferoidal — achada por los polos y abultada por el
ecuador— . Considere ahora la aceleración A de un cuerpo que cae
libremente en un polo, en el ecuador, y en dos lugares intermedios
a y b. Claramente, el «radio» R de la Tierra, o la distancia desde el
centro, se incrementaría desde el polo al ecuador, de modo que

Rp <C Rb ^ R~a ^ Rt

Como resultado, la aceleración A de caída libre en estos lugares ten­


dría diferentes valores:

„ ^ M, a M, „ _ M, „ Mt
Ap — G --- ; Ab — G ----; Aa — G ---- ; A c — G
Rb2 Ra2 RJ
así que

Ap Ab ^ Aa A¿.
Los siguientes datos, obtenidos a partir de observaciones actuales,
muestran cómo varía la aceleración con la latitud:

Latitud Aceleración de caída libre

0” (ecuador) 978,039 cm/seg2

20° 978,641

40° 980,171

60“ 981,918

90° 983,217

En los días de Newton, la aceleración de caída libre se hallaba


determinando la longitud de un péndulo de segundos — uno que
tiene un período de dos segundos— . La ecuación para el período T
de un péndulo simple que oscila sobre un arco pequeño es

T = 2-k ^ L
v &

donde l es la longitud del péndulo (calculada desde el punto de sus­


pensión hasta el centro de la lenteja) y g es la aceleración de caída
libre. Halley, cuando viajó de Londres a Santa Helena, encontró que
era preciso acortar la longitud de su péndulo para que continuara
batiendo segundos. La mecánica de Newton no sólo explica esta va­
riación, sino que conduce a una predicción de la figura de la Tierra,
un esferoide achatado en ¡os polos y abultado en el ecuador.
Las variaciones de g, la aceleración de caída libre, implican varia­
ciones concomitantes en el peso de cualquier objeto físico trasladado
de una latitud a otra. Un análisis completo de esta variación en el
peso requiere la consideración de un segundo factor, la fuerza que
surge de la rotación que el objeto efectúa junto con la Tierra. El
factor que interviene aquí es v1/r, donde v es la velocidad lineal a
lo largo de un círculo y r el radio de éste. En distintas latitudes se
darán valores diferentes de v y de r. Además, para relacionar el
efecto rotacional con el peso, debe tomarse la componente sobre una
línea trazada desde el centro de la Tierra a la oposición en cuestión,
puesto que el efecto rotacional se da en el plano del movimiento
circular, sobre un paralelo de latitud. A causa de estas fuerzas rota­
cionales, de acuerdo con la física newtoniana, la Tierra adquirió su
forma.
Una segunda consecuencia del abuJtamiento ecuatorial es la pre­
cesión de los equinoccios. En realidad, la diferencia entre los radios
polar y ecuatorial de la Tierra no parece muy grande:
radio ecuatorial = 6.378,388 km
radio polar = 6.356,909 km

Pero si representamos a la Tierra como un globo de un metro, la dife­


rencia entre los diámetros menor y mayor sería de alrededor de 3 mi­
límetros. Newton mostró que la precesión se produce porque la Tierra
está rotando sobre un eje inclinado con respecto al plano de su órbita,
el plano de la eclíptica. Además de la atracción gravitacional que
mantiene a la Tierra en su órbita, el Sol ejerce una atracción sobre
el abuitamiento, tendiendo así a enderezar el eje. Esta fuerza del
Sol tiende a hacer al eje terrestre perpendicular al plano de la eclíp­
tica (fig. 33A ), o a hacer coincidir el plano del abultamiento (o del
ecuador de la Tierra) con el plano de la eclíptica. Al mismo tiempo,
la atracción de la Luna tiende a hacer coincidir al plano del abulta-
miento con el plano de su órbita (inclinada unos 5o con respecto al
plano de la eclíptica). A este respecto, la fuerza de la Luna es algo
mayor que la del Sol. Si la Tierra fuese una esfera perfecta, la atrac­
ción sobre ella del Sol o de la Luna sería simétrica, y no habría esta
tendencia del eje de rotación a «enderezarse»; las líneas de acción de
las atracciones gravitatorias del Sol y de la Luna pasarían por el cen­
tro de la Tierra. Pero si ésta fuese un esferoide achatado por los
polos, como suponía Newton, entonces existiría una fuerza neta ten­
dente a desplazar su eje. Y , por consiguiente, existiría un efecto pre­
decible.
Ahora bien, un resultado de la física newtoniana es que sí se
ejerce una fuerza para cambiar la orientación del eje de un cuerpo
en rotación, el efecto será que dicho eje, en lugar de cambiar su
orientación, adoptará un movimiento cónico. Puede verse este efecto
en una peonza. Usualmente, el eje de rotación no es absolutamente
vertical. El peso de la peonza actúa, por lo tanto, para girar el eje
sobre el punto de rotación a fin de ponerlo horizontal. El peso tiende
a producir una rotación cuyo eje forma ángulo recto con el eje de
giro de la peonza, y el resultado es el movimiento cónico de este
último mostrado en la figura 33B. El fenómeno de la precesión se
conoce desde su descubrimiento por Hiparco en el siglo I I a.C., pero
su causa era completamente desconocida antes de Newton. La expli­
cación de éste no sólo resolvió un antiguo misterio, sino que fue un
ejemplo de cómo se podía predecir la forma exacta de la Tierra apli­
cando la teoría a las observaciones astronómicas. Las predicciones
de Newton se verificaron cuando el matemático francés Pierre L. M.
de Maupertuis midió la longitud de un grado de arco de meridiano
en Laponia y comparó el resultado con la longitud de un grado de
meridiano cerca del ecuador. El resultado supuso una impresionante
victoria de Ja nueva ciencia.
Otro logro de la teoría newtoniana fue una explicación general de
las mareas, relacionándolas con la acción gravitatoria del Sol y de la
Luna sobre.las aguas de los océanos. Podemos comprender bien el
espíritu de admiración que inspiró el famoso pareado de Alexander
Pope:

La Naturaleza, y las Leyes de la Naturaleza estaban ocultas en la


Dios dijo, ¡Que Newton sea! y todo fue Luz. [Noche.

Viendo cómo la mecánica newtoniana permite al hombre explicar


los movimientos de los planetas, satélites, piedras en caída, mareas,
trenes, automóviles y cualquier otra cosa que esté acelerada — aumen­
tando su velocidad, disminuyéndola, iniciando su movimiento o dete­
niéndose— hemos resuelto nuestro problema original. Pero restan
uno o dos detalles que requieren alguna palabra más. Es cierto, como
observó Galileo, que para los cuerpos ordinarios sobre la Tierra (que
pueden considerarse girando en una gran órbita elíptica a una distan-
ccia media del Sol de unos 93 millones de millas), la situación es
muy parecida a la que se tendría si estuvieran sobre algo que se mue­
ve en línea recta, y que, en lo que concierne a todos los problemas
dinámicos, existe una indiferencia al movimiento rectilíneo uniforme
o al reposo. Sobre la Tierra en rotación, donde el arco descrito du­
rante cualquier intervalo de tiempo, como el del recorrido de una
bala, es una parte de «círculo» menor que el de la órbita anual, puede
invocarse otro tipo de principio newtoníano, el principio de conser­
vación del momento angular.
El momento angular de un pequeño objeto que gira en un círculo
(como una piedra soltada desde lo alto de una torre sobre una Tierra
en rotación) viene dado por la expresión mvr, donde r es el radio
de giro, m la masa, y v la velocidad a lo largo del círculo. El prin­
cipio afirma que, bajo una gran variedad de condiciones (específica­
mente, en todas las circunstancias en las que no actúa una fuerza
externa de un tipo especial), el momento angular permanece cons­
tante.
Se puede dar un ejemplo. Un hombre se halla sobre una plata­
forma giratoria, con sus brazos extendidos y sujetando un peso de
10 kilos en cada mano. Está girando lentamente sobre la plataforma,
y entonces se le dice que lleve sus manos hacia el cuerpo sobre un
plano horizontal, tal como indica la figura 34- Encuentra que gira
cada vez más rápido. Al estirar sus brazos, de nuevo el giro se hará
más lento. Cualquiera que no haya visto antes tal demostración (se
trata de una postura estándar en el patinaje sobre hielo), quedará
bastante sorprendido al contemplarla por primera vez. Veamos ahora
por qué ocurren estos cambios. La velocidad v con la que giran las
masas m que sostiene en sus manos es
2zr
v = ---
t
donde t es el tiempo empleado en una rotación completa, durante
la cual cada masa m describe una circunferencia de un círculo de
radio r. Al principio, el momento angular es
2^7 iTim r2
mvr = m X --- X r = ------.
t t
Pero cuando el hombre lleva sus brazos al pecho, hace a r mucho

menor. Si - IW f - tiene que mantener el mismo valor, como exige

la ley de conservación, también debe disminuir t, lo q u e significa que


el tiempo invertido en una revolución disminuirá cuando r lo haga
jQ ué tiene que ver esto con una piedra que cae desde u n a torre
En To alto de la torre, el radio de rotación es R + r donde K es el
radio de la Tierra y r la altura de la torre. Cuando la piedra alcanza
el suelo, el radio de rotación es R. Por lo tanto al igual que las masas
llevadas hacia dentro por el hombre que gira, la piedra debe move
e» un círculo menor cuando está en la base de la torrej e cuando
está en su cima, y girará así con mas rapidez. Lejos de quedar atras,
L p ie d r a ” dTacuerdo con núes.,a teoría se adelantará un poco a la
torre. ¿Qué magnitud tiene este efecto? Como el problema depen
de t el tiempo invertido en una rotación de 360° podemos hacernos
una idea mucho mejor de la magnitud del p r o b ^ m a si estud.amos
la velocidad angular que si consideramos alguna velocidad lineal (tal
como hicimos en el capitulo i). Mire las saetas en
un reloj prestando especial atención a la de las horas. ¿Cuanto par
cerá desplazarse en, digamos, cinco minutos, lapso de tiempo que
corresponde a la caída de una bola desde una a lt u r a mucho mayor
que la del Empire State Building? Ninguna cantidad apreciable.
Ahora b í n , la rotación de la Tierra a través de 360 se efeenja en
precisamente el doble del tiempo que invierte nuestra agu|a en u n a
r o t a c ió n rompiera (12 horas). Como en cinco minutos el m o « o
angular o rotación de nuestra aguja no es distinguible a simple vista,
un movimiento que es el doble de lento no produce prácticamente
ningún efecto. Excepto en el caso de problemas de fuego de artille­
ría de largo alcance, análisis de los movimientos de los vientos alisios,
y otros fenómenos de una escala ampliamente mayor que la caída de
una piedra, podemos despreciar el movimiento de rotación de la
Tierra.

Tal fue la gran revolución newtoniana, que alteró toda la estruc­


tura de la ciencia y, claro está, cambió el curso de la civilización occi­
dental. ¿Cuán lejos se ha llegado en los últimos 300 años? ¿Aún es
cierta la mecánica newtoniana?
Se hace con demasiada frecuencia la afirmación de que la teoría
de la relatividad ha mostrado que la dinámica clásica es falsa. ¡Nada
más lejos de la verdad! Las correcciones relativistas se aplican a obje­
tos que se mueven a unas velocidades v para las cuales el cociente
v/c es una cantidad significativa, siendo c la velocidad de la luz,
300.000 kilómetros por segundo. A las velocidades alcanzadas en los
aceleradores lineales, ciclotrones, y otros dispositivos para el estudio
de las partículas atómicas y subatómicas, ya no es cierto que la masa
m de un objeto físico permanezca constante. En vez de ello, se en­
cuentra que la masa en movimiento viene dada por la ecuación

mo
m = —

V 1 — v 'l c2
donde m es la masa de un objeto que se mueve a la velocidad v
relativa al observador, y mo es la masa del mismo objeto observado
en reposo. A esta corrección hay que unir la ya familiar ecuación de
Aibert Einstein que relaciona la masa y la energía, E = me2, y la
negación de la validez de la creencia de Newton en un espacio «abso­
luto» y en un tiempo «absoluto». Y bien, ¿podemos aprobar el nuevo
pareado que j. C. Squire añadió al de Pope anteriormente citado?

No duró: el Diablo, clamando «Hop,


que Einstein sea», restauró el status quo.

Pero para toda la gama de problemas discutidos por Newton


— ejemplificados hoy día por el movimiento de estrellas, planetas,
lunas, aeroplanos, naves espaciales, satélites artificiales, automóviles,
pelotas de béisbol, cohetes y cualquier otro tipo de cuerpos volumi­
nosos— las velocidades v alcanzables son tales que v/c, en la prác-
rica, tiene el valor cero, y todavía es correctamente aplicable la diná­
mica newtoniana. (Existe, sin embargo, un ejemplo muy notable de
fracaso de la física newtoniana: un error muy pequeño en la predic­
ción del avance del perihelio de Mercurio — ¡40" por siglo!— , para
el que es preciso invocar a la teoría de la relatividad.) Así pues, para
la ingeniería y para toda la física, excepto una parte de la física ató­
mica y subatómica, es aún la física newtoniana la que explica los
acontecimientos del mundo externo.
Si bien es cierto que la mecánica newtoniana es todavía aplicable
a la extensión de fenómenos para los que fue concebida, el estudiante
no debe cometer el error de pensar que es igualmente válido el marco
de referencia en el cual se estableció originalmente este sistema.
Newton creía que existía un sentido en el cual el espacio y el tiempo
eran entidades físicas «absolutas». Todo análisis profundo de sus
escritos muestra cómo, en su pensamiento, dependían sus descubri­
mientos de estos «absolutos». Con seguridad, Newton era consciente
de que los relojes no miden el tiempo absoluto, sino sólo el tiempo
local, y que en nuestros experimentos tratamos con el espacio local
y no con el absoluto. En realidad, no sólo desarrolló una ley de fuerza
gravitatoria y un sistema de reglas para calcular las respuestas a los
problemas de la mecánica, sino que también construyó un sistema
completo basado en una concepción del mundo, incluyendo las ideas
de espacio, tiempo y orden. Hoy en día, tras el experimento de Mi-
chelson-Morley y la relatividad, ya no puede considerarse a esta con­
cepción como una base válida para la ciencia física. Se considera que
los principios newtonianos son sólo un caso especial, aunque extre­
madamente importante, de un sistema más general.
Algunos científicos sostienen que una de las mayores validaciones
de la física newtoniana está constituida por el conjunto de prediccio­
nes relativas al movimiento de los satélites; nos han permitido poner
en órbita a una sucesión de vehículos espaciales, y predecir lo que les
sucederá en el espacio exterior. Puede ser así, pero para el historiador
el mayor logro de la ciencia newtoniana debe ser siempre la primera
explicación completa del universo sobre principios mecánicos — un
conjunto de axiomas y una ley de gravitación universal que se aplican
a toda la materia dondequiera que se encuentre: tanto sobre la Tierra
como en los cielos. Newton reconoció que el único ejemplo en Ja
naturaleza en el que se da un movimiento inercial puro que continúa
y continúa, sin interferencias fricciónales o de otro tipo que le obli­
guen a detenerse, es el movimiento de los satélites y planetas. Y aún
no es éste un movimiento uniforme o sin cambios a lo largo de una
línea recta, sino más bien a lo largo de una línea recta que cambia
constantemente, ya que los movimientos planetarios son una com-
binación de un movimiento inercial con una caída continua desde el
mismo. Advertir que los satélites y planetas ejemplifican el movi­
miento inercial puro requirió el mismo genio que se precisaba para
comprender que la ley planetaria podía generalizarse para toda la
materia en una ley de atracción universal, y que el movimiento de
la Luna tiene el mismo carácter que el de una manzana que cae.
El sistema de mecánica de Isaac New i llegó a simbolizar el
orden racional del mundo, funcionando baje la «regla de la natura­
leza». La ciencia newtoniana no sólo podía dar cuenta de los fenó­
menos del presente y del pasado; también podían aplicarse los prin­
cipios a la predicción de acontecimientos futuros. En los Principia,
Newton probó que los cometas son parecidos a los planetas, movién­
dose en grandes órbitas que deben ser (de acuerdo con las reglas
newtonianas) secciones cónicas. Algunos cometas se mueven en elip­
ses, y éstos deben retornar periódicamente desde el espacio remoto
a las regiones visibles de nuestro Sistema Solar, mientras que otros
visitan nuestro Sistema y nunca volverán. Edmond Halley aplicó
estos resultados newtonianos al análisis de los registros cometarios
del pasado, y encontró — entre otros— un cometa con un período
de unos setenta y cinco años y medio. Efectuó la audaz predicción
newtoniana de que este cometa reaparecería en 1758. Cuando lo
hizo de acuerdo con lo previsto, si bien Newton y Halley habían falle­
cido mucho tiempo antes, por todo el mundo los hombres y mujeres
experimentaron un nuevo sentimiento de respeto hacia el poder de
la razón humana ayudada por las matemáticas. La nueva considera­
ción hacia la ciencia se expresó con adjetivos tales como «asombro­
so», «fenomenal» o «extraordinario». Esta afortunada predicción de
un acontecimiento futuro simbolizó la potencia de la nueva ciencia:
la perfección de la comprensión matemática de la naturaleza, puesta
de manifiesto por la capacidad de hacer fidedignas predicciones del
futuro. No sorprendentemente, los hombres y mujeres de todas partes
lo vieron como una promesa de que todo el conocimiento y la regu­
lación de los asuntos humanos se sometería a un sistema racional
similar de deducción e inferencia matemática asociado con el expe­
rimento y la observación crítica. El siglo x v m no fue sólo el siglo
de la Ilustración, sino que llegó a ser «la época por excelencia de la
fe en la ciencia». Newton se convirtió en el símbolo de la ciencia
triunfante, el ideal para todo pensamiento — en filosofía, psicología,
gobierno, y en la ciencia de la sociedad.
El genio de Newton nos permite apreciar plenamente el signi­
ficado de la mecanica galileana y de las leyes de Kepler del movimien­
to planetario, tal como se manifestó en el desarrollo de los principios
de inercia requeridos por el universo copernicano-kepleriano. Fue un
gran matemático francés, Joseph Louis Lagrange (1736-1813), quien
mejor definió el logro de Newton. Sólo existe una ley en el universo,
dijo, y Newton la descubrió. Newton no desarrolló completamente
por sí mismo la dinámica moderna, sino que dependió en gran me­
dida de ciertos de sus predecesores; esta deuda no minimiza en modo
alguno la magnitud de su logro. Sólo acentúa la importancia de hom­
bres tales como Galileo y Kepler, y Descartes, Hooke y Huygens,
quienes fueron lo bastante grandes como para hacer significativas con­
tribuciones a la empresa newtoniana. Sobre todo, en el trabajo de
Newton podemos ver el grado en el que la ciencia es una actividad
colectiva y acumulativa, y podemos apreciarlo en la magnitud de la
influencia de un genio individual sobre el futuro de un esfuerzo
científico cooperativo. En el logro de Newton vemos cómo avanza
la ciencia por heroicos ejercicios de la imaginación, más que por la
paciente recolección y clasificación de miríadas de hechos individua­
les. ¿Quién, tras estudiar la magnífica contribución de Newton al
pensamiento, podría negar que la ciencia pura ejemplifica la cúspide
del talento creativo del espíritu humano?

N ota s u p l e m e n t a r ia sobre las d o s form as de la segu nda

ley de N ew ton

Los Principia de Newton contienen dos formas de la segunda ley.


Desde la época de Newton, usualmente sólo consideramos el caso
de una fuerza F que actúa continuamente sobre un cuerpo de masa m
para imprimirle una aceleración A, siendo F = mA. Pero Newton
daba primacía a otro caso, el de una fuerza instantánea — un impacto
o golpe— , como cuando una raqueta de tenis golpea a la pelota, o
una bola de billar percute a otra. En tales casos, la fuerza no produce
una aceleración continua, sino un cambio instantáneo en la cantidad
de movimiento del cuerpo (o momento). Este es el «cambio en el
movimiento» que se dice que es proporcional a «la fuerza motriz
impresa» en el enunciado de Newton de la Ley I I citado en la
página 157. Newton concebía que F — mA es un caso límite de la
ley de impacto, la situación que se produce cuando el tiempo trans­
currido entre impactos sucesivos decrece indefinidamente, de modo
que la fuerza alcanza por último la condición límite de actuar conti­
nuamente. La ley F = mA fue, pues, considerada por Newton como
una ley derivada'de la del impacto, expuesta en la página 157.
Galileo, ciertamente, no inventó el telescopio, y nunca pretendió
haberlo hecho. Ni tampoco fue el primer observador en dirigir tal
instrumento hacia los cielos. -Un folleto de octubre de 1608, alrede­
dor de un año antes de que Galileo construyera su primer instru­
mento, traía la noticia de que el catalejo no sólo podía hacer que los
objetos terrestres distantes parecieran más próximos, sino que tam­
bién permitía ver «aún las estrellas que ordinariamente son invisibles
a nuestros ojos». Existe muy buenos testimonios de que Thomas
Harriot había estado observando la Luna antes de que Galileo empe­

1 Este apéndice está basado en una comunicación sobre este tema, de Albert
Van Helden, en un congreso internacional sobre Galileo celebrado en Pisa,
Padua, Venecia y Florencia en abril de 1983, y publicado en las actas de este
congreso, editadas por Paolo Galluzzi: biovtta celesti e cnsi del supere (supl. a
Annali delilnstituto e Museo di Stona della Scienza, Florencia, 1983). Véase
también !a monografía de Van Helden en la Guía de lecturas adicionales, en la
página 211.
En El mensaje sideral, Galileo afirma que sólo había oído hablar del nuevo
dispositivo, pero que en realidad no había visto ninguno, cuando aplicó sus cono­
cimientos de la teoría de la refracción para construir un catalejo. Pero, por esta
época, los nuevos instrumentos no eran infrecuentes en Italia, y uno ya había
llegado a Padua y se estaba hablando de él. Quizá se encontraba en Venecia
cuando el catalejo se estaba exhibiendo en Padua. En El ensayador (II saggia-
tore), de 1623, volvió a relatar el papel que desempeñó en la creación del teles­
copio astronómico y discutió extensamente las etapas que le condujeron a rein-
ventar este instrumento. Aquí, sin embargo, nos interesa menos la invención
del telescopio que el uso que Galileo hizo del mismo.
zara sus observaciones telescópicas; las pretensiones de Simón Marius
(p. ej., de que él había descubierto los satélites de Júpiter), están peor
fundadas.
El informe de Galileo (véase la página 68) está tomado de su
Sidereus nuncius (1610). Escribió otras versiones de su primer en­
cuentro con el telescopio que difieren un tanto en los detalles, por
ejemplo con respecto a su conocimiento de la construcción del ins­
trumento (es decir, la combinación de dos lentes, una positiva y la
otra negativa). Lo más significativo no estriba en que Galileo cono­
ciera (o no) el tipo de lentes que se necesitaban para hacer tal teles­
copio o catalejo, sino en que muy rápidamente hizo telescopios muy
superiores en poder de aumento y en calidad a cualesquiera otros,
telescopios lo bastante buenos como para servir al propósito del des­
cubrimiento astronómico. En este sentido, Galileo transformó el tosco
catalejo en un refinado telescopio astronómico.
Los contemporáneos de Galileo que construyeron o vendieron
anteojos utilizaron lentes comunes de fabricantes de gafas que alcan­
zaban muy pocos aumentos (sobre tres o cuatro veces). Aun Thomas
Harriot, quien aparentemente estuvo en posesión de catalejos mucho
antes que Galileo, sólo fue capaz de llegar a un instrumento de 6 au­
mentos hacia agosto de 1609, momento en el cual Galileo (quien
acababa de saber del instrumento ese mes o en el mes de julio ante­
rior) había hecho ya uno de 8 o tal vez 9 aumentos. A finales de ese
año había alcanzado 20 aumentos e introducido un diafragma para
mejorar la imagen.
Galileo no sólo pulió sus propias lentes, de un aumento mayor
que las utilizadas por los fabricantes de anteojos, sino que sus lentes
eran, además, de mejor calidad, y sus instrumentos tenían la ventaja
de incorporar la nueva característica de un diafragma. Albert Van
Helden, el principal especialista en este tema, concluye: «Aún a
pesar de que Harriot le precedió en observaciones lunares con el
nuevo instrumento, Galileo fue probablemente el primero en com­
prender plenamente el sentido de las características lunares, la natu­
raleza similar a la terrestre de la Luna.» Hacia marzo de 1610, Gali­
leo había descubierto estrellas antes nunca vistas, la diferencia en
apariencia entre planetas (que presentan un disco a través del telesco­
pio) y estrellas fugaces (que aparecen como centelleantes puntos de
luz), las estrellas que componen la Vía Láctea, y los satélites de
Júpiter. Estos descubrimientos se publicaron en el Sidereus nuncius
en la primavera de 1610. Hacia julio, había descubierto protuberan­
cias en Saturno y, más avanzado el año, las fases y variaciones corre­
lativas en la magnitud de Venus.
Galileo, de hecho, encontró casi todo lo que se podía descubrir
con este tipo de telescopio — siendo el primero en hacerlo debido a
que fue el primero en tener un instrumento adecuado— . Pero hacia
1611 otros habían obtenido telescopios que les permitían distinguir
fenómenos celestes, aun a pesar de que (como señala Van Helden)
sus telescopios no eran probablemente tan buenos como los de Gali­
leo. Así que aparecieron rivales que reclamaban el descubrimiento de
las manchas solares en 1611. Van Helden comenta que éste fue «el
último descubrimiento importante de esta fase inicial de la astronomía
telescópica». Otros descubrimientos de importancia requerirían mayor
aumento y una resolución que estaba más allá de la capacidad de las
lentes de este primer período.
Hasta la década de 1630, Galileo estuvo todavía fabricando y
distribuyendo telescopios. Pero las siguientes décadas presenciaron
el surgimiento de nuevos instrumentos, no compuestos ya de una
sola lente negativa como ocular y de una sola lente positiva como
objetivo. En el decenio de 1630, otros astrónomos elaboraron mapas
de la Luna y estudios de las manchas solares, observaron los tránsitos
de Mercurio en 1631 y de Venus en 1639, y encontraron señales en
la superficie de Júpiter. Galileo no participó en esos desarrollos pos­
teriores.
El inicio de la «segunda ola de descubrimientos» con nuevos te­
lescopios puede datarse en 1655, con el descubrimiento por Huygens
de Titán, un satélite de Saturno. Más tarde, Huygens fue capaz de
resolver las enigmáticas observaciones de Galileo sobre las protube­
rancias de Saturno. Encontró que consistían en un anillo plano que
rodeaba al planeta.
La principal contribución de Galileo al telescopio ha sido resu­
mida como sigue'. Cambió «un débil catalejo en un potente instru­
mento de investigación». Fue el primero capaz de «pulir objetivos
de gran distancia focal» (que eran de buena calidad) y fue el primero
en equipar sus instrumentos con diafragmas. En suma, fue el primer
científico en lograr «aumentos astronómicamente significativos con
calidades aceptables». Van Helden concluye que Galileo «descubrió
por sí mismo todas las cosas importantes que se podían descubrir
con esta generación de instrumentos, excepto las manchas solares,
que fueron descubiertas independientemente por varios otros obser­
vadores».
El análisis de la experiencia de Galileo mirando los objetos celes­
tes a través del telescopio en 1609 y años sucesivos muestra cómo su
compromiso con las doctrinas copernicanas condicionó y aun, en
alguna medida, dirigió la interpretación de lo que realmente observó.
Los autores de historia de la ciencia transmiten a menudo la impre­
sión de que en 1609 Galileo descubrió o «vio» montañas en la Luna
y satélites de Júpiter. Una cuidadosa lectura de los documentos ma­
nuscritos de Galileo o del relato publicado de sus descubrimientos
que él presenta en su Mensaje Sideral de 1610 muestra, sin embar­
go, que cuando Galileo examinó la Luna a través del telescopio, lo
que realmente vio fue un gran número de manchas, tal como ha­
bía esperado. Algunas de las manchas eran más oscuras y mucho
mayores que las otras; Galileo las llamó «las manchas ‘grandes’
o ‘antiguas’», puesto que éstas eran las que habían sido divisadas
y descritas por los observadores a simple vista a lo largo de muchos
siglos. Se distinguían de ciertas manchas máspequeñas y muy nume­
rosas que nunca habían sido observadashasta la invención del teles­
copio — o, como dijo Galileo, «nunca nadie las observó antes que
yo». Estas nuevas manchas eran los datos crudos de la experiencia
1 Este apéndice está basado en mi monografía «The influence of Theore-
ucal Perspective on the Interpretation of Sense Data», en Annalt de'.l'lstiiulo
e Museo di Storia ¿ella Scienza di Firenze, anno V (1980), fascicolo 1. Las citas
de El mensaje sideral se han temado de la obra de Stillman Drake Dtscoveries
and Opintons of Galileo, Garden City, N.Y., Doubleday & Co., 1957. [La tra­
ducción al castellano se indica en la Guía de lecturas adicionales.]
de los sentidos. O , para decirlo de otra forma, lo que Galileo real­
mente vio a través del telescopio fue una colección de manchas de
dos tipos. Transcurrió algún tiempo hasta que, como nos relata Gali­
leo, transformó estos datos de los sentidos o imágenes visuales en
un nuevo concepto: una superficie lunar con montañas y valles, el
origen y causa de lo que había visto por el telescopio. A este respecto
no puede haber ninguna duda, como el mismo Galileo dejó claro en
su relato publicado. Dejémoslo hablar:

De las tantas veces repetida inspección de estas manchas he derivado la opinión,


que tengo por firme, de que la superficie de la Luna y de los demas cuerpos
celestes no es de hecho lisa, uniforme y de esfericidad exactísima, tal y como
ha ensenado de ésta y de otros cuerpos celestes una numerosa cohorte de filó­
sofos, sino que, por el contrario, es desigual, escabrosa y llena de cavidades y
prominencias, no de otro modo que la propia faz de la Tierra, que presenta
aquí y allá las crestas de las montañas y los abismos de los valles.

Entonces describe Galileo las observaciones reales que ha hecho


«a partir de las cuales ha podido inferir tales cosas». Advirtamos que
muchas de ellas sugirieron al pensamiento de Galileo una analogía
con fenómenos terrestres. Por ejemplo, ciertas «pequeñas manchas
negruzcas» presentaban «la parte negruzca vuelta hacia el lugar en
que se halla el Sol», mientras que en la cara opuesta al Sol aparecían
«coronadas de contornos muy luminosos cual montañas refulgentes».
Vemos un fenómeno similar en la Tierra a la salida del Sol, señala
Galileo, «cuando, aún no inundados los valles de luz, vemos con
todo que los montes que los circundan están ya todos resplandecien­
tes y refulgentes». Otra «sorprendente» observación fue la de una
serie de «puntos luminosos» en la región oscura de la Luna, mucho
ma's allá del terminator. Encontró que éstos aumentaban gradual­
mente de tamaño y finalmente se unían «a la restante parte iluminada
[de la Luna] que se ha tornado mayor». Estos, concluyó, debían
ser picos montañosos brillantes, que se elevaban a tal altura sobre
la superficie de la Luna que eran iluminados por los rayos del Sol,
si bien sus bases se hallaban en la región de sombra o en la oscu­
ridad. De nuevo Galileo recuerda a su lector una analogía terrestre,
ya que «¿acaso no ocurre lo mismo en la Tierra, donde antes de la
salida del Sol las más altas cimas de los montes se hallan iluminadas
por los rayos solares, mientras que la sombra ocupa aún las llanuras?».
La transformación intelectual de estas observaciones lunares en
conclusiones que concuerdan con lo que Galileo llama «la antigua
opinión de los pitagóricos según la cual la Luna sería algo así como
otra Tierra» fue impulsada por su compromiso con el sistema coper­
nicano. Debió darse una enorme presión inconsciente para justificar
la posición copernicana de que la Tierra es simplemente otro planeta,
que no es fundamentalmente distinto de los otros planetas y de la
Luna. Si la Tierra no es un cuerpo singular, no se halla especialmente
condicionada a estar en reposo y en el centro del universo. Así, el
compromiso de Galileo con el copernicanismo le llevó a transformar
los datos de la observación en el argumento de que la Luna se parece
a la Tierra.
Un proceso un tanto similar de transformación de los datos sen­
soriales de la experiencia se dio en relación con 1o que Galileo llamó
«la cuestión que en mi opinión es digna de ser considerada la más
importante de todas — la revelación de cuatro Planetas nunca vistos
desde el comienzo del mundo hasta nuestros días». En esta declara­
ción, Galileo está usando el término «planeta» en el sentido griego
original de cualquier cuerpo errante en los cielos, y se refiere a su
descubrimiento de los satélites de Júpiter, o planetas secundarios que
acompañan al planeta primario Júpiter. Lo que realmente «vio» no
fue un conjunto de lunas o satélites. En realidad, el 7 de enero de
1610, observó «además del planeta... tres estrellitas, pequeñas sí,
aunque en verdad clarísimas». Estos puntos luminosos, parecidos a
estrellas a pesar de su proximidad a Júpiter, constituían los datos
sensoriales efectivos. AI principio, Galileo sólo realizó la simple y
obvia transformación de la visión de estos puntos luminosos y con­
cluyó que había visto estrellas. Tal como manifestó, «consideré que
eran del número de las hjas». Los únicos aspectos especiales que
despertaron su curiosidad, prosiguió, fueron que «aparecían dispues­
tas exactamente en una lír.ea recta paralela a la eclíptica, así como
más brillantes que las otras de magnitud pareja». Tan lejos se hallaba
de concebir que pudieran tratarse de satélites de Júpiter que nos dice
que «me preocupé muy pcco de las distancias entre ellas y Júpiter
al considerarlas fijas, como dijimos al principio». Su segunda obser­
vación se produjo en la noche siguiente y mostró que «las estrellas
eran todas tres occidentales, más próximas que la noche anterior unas
a otras y a Júpiter y mutuamente separadas por similares distancias».
Aun entonces, Galileo no sospechó que se trataba de satélites. En
vez de ello, nos dice,

Comencé con todo a preguntarle de qué modo podría Júpiter ponerse al oriente
de todas las fijas mencionadas, rallándose la víspera a occidente de dos de ellas.
Por consiguiente, temí que qu;zá [su movimiento] fuese directo, en contra del
cálculo astronómico, adelantarlo a dichas estrellas por su movimiento propio,
razón por la cual esperé a la "oche siguiente con grandes ansias.

Tras nuevas observacicnes, finalmente, «determiné y establecí


fuera de teda duda que er. el cielo había tres estrellas errantes en
torno a Júpiter, a la manera de Venus y Mercurio en torno al Sol».
Poco después, encontró que «cuatro son los astros errantes que reali­
zan sus circunvoluciones en torno a Júpiter». No esta desprovisto de
interés el que Galileo estableciera una analogía entre los satélites o
luces menores moviéndose alrededor de la luz mayor de Júpiter y el
movimiento de Venus y Mercurio en torno a la brillante luz del Sol.
Esta analogía indicaría que el copernicanismo de Galileo estaba direc­
tamente relacionado (según su propio testimonio) con su transfor­
mación de la idea de que había estrellas moviéndose junto con Júpi­
ter en la idea de que había satélites moviéndose alrededor de Júpiter 2.
El ejemplo de los satélites de Júpiter difiere en un aspecto esen­
cial de la anterior experiencia con las manchas de la Luna. El coper­
nicanismo y el antiaristotelismo de Galileo precondicionaron obvia­
mente su mente hacia la posibilidad de que la Luna pudiera ser simi­
lar a la Tierra. Pero no había nada en su propensión antiaristotélica
o en su compromiso procopernicano que le preparara para la exis­
tencia de un modelo en miniatura del sistema copernicano en la forma
de un sistema de satélites alrededor de Júpiter. Mirando hacia atrás,
retrospectivamente, puede parecer verosímil el siguiente razonamien­
to: Si la Tierra no es singular, resultaría entonces que la Tierra no
es el único planeta con un satélite. Esta línea de pensamiento quizá
haya formado parte de la idea final de Galileo de que eran satélites
de Júpiter. Pero, de hecho, Galileo no menciona la analogía con la
Tierra y su Luna. En todo caso, hay una asombrosa gran diferencia
entre un planeta que tiene una sola luna y la existencia de todo un
sistema de cuatro nuevos «planetas» rodeando a Júpiter. Aun un
copernicano tan firme como Kepler quedó quebrantado por la noticia
de que Galileo había descubierto cuatro nuevos planetas o estrellas
errantes, puesto que no sabía exactamente cómo podía incorporarlos
a su esquema, en el cual la separación entre seis planetas estaba rela­
cionada con la existencia de cinco, y sólo cinco, sólidos geométricos
regulares.

- Sobre las observaciones reales de Galileo y un nuevo «esclarecimiento sobre


el proceso realmente seguido para alcanzar la conclusión de que estaba contem­
plando unos cuerpos que materialmente giraban en torno a Júpiter», véase Still-
rmn Drake, Galileo al Work: His Scieniific Biography, Chicago y Londres, The
University of Chicago Press, 1978, 146-153, esp. 1-48-149.
Drake también ha mostrado que para Galileo constituyo una labor de pro­
porciones heroicas el determinar los períodos y radios orbitales (o máximas elon­
gaciones) de los satélites de Júpiter. Debió comprometerse grandemente con el
concepto de satélites para emprender tal enorme labor. Véase Drake, «Galileo
and Satellite Prediction», Journal for íhe Hislory of Aslronomy 10 (1979),
75-95.
Desde luego, el nuevo descubrimiento, una vez hecho, tenía una
propiedad, y era que respondía a los reparos de los anticopernicanos,
quienes argumentaban que la Tierra no podría moverse en su órbita
(y recuerde que lo hace a la enorme velocidad de unos 30.000 kiló­
metros por segundo) sin perder su luna. Todos admitían que Júpiter
se mueve; bien, pues si Júpiter puede moverse en una órbita sin
perder cuatro lunas, ¡seguramente no habrá objeciones a que la Tierra
pueda moverse sin perder a su única luna!
Poco tiempo después, Galileo (y otros) hizo otro notable descu­
brimiento, a saber, que el Sol tenía manchas. Estas manchas consti­
tuían el hecho, el dato de la observación sensorial. Lo significativo
es cómo los transformó o interpretó la mente de Galileo. Es bien
sabido que Galileo las reveló como manchas reales en la superficie
del Sol, e interpretó así su movimiento como una indicación de que
el Sol rota sobre su eje. Otros, que sostenían un punto de vista cien­
tífico y filosófico distinto, intentaron dar otra interpretación, soste­
niendo que se trataba de sombras proyectadas sobre el Sol, posible­
mente por «estrellas», bien «fijas» o «errantes» (es decir, «plane­
tas»), que «giraban a su alrededor al modo de Mercurio o Venus».
Estas dos interpretaciones muestran cuán distintos puntos de vista
interactúan con los datos de la observación en la mente de un cientí­
fico. Un aristotélico tiene que pensar que el Sol es puro e inmacu­
lado, mientras que un antiaristotélico como Galileo no se preocupaba
por si el Sol tenía o no manchas, por si era inmutable o sufría cam­
bios a diario. En el presente contexto, las manchas solares nos inte­
resan en un sentido histórico, porque resulta que en la Edad Media
hubo un cierto número de observaciones de estas manchas, pero ten­
dían a ser interpretadas como casos del paso de un planeta (Mercurio
o Venus) a través del disco del Sol, puesto que la filosofía predomi­
nante no permitía que estas observaciones fueran transformadas en
la afirmación interpretativa de que el Sol tiene manchas
La doctrina de la transformación contribuye a concretar el acon­
tecimiento efectivo sobre el cual el historial del científico, su orien­
tación filosófica, o su punto de vista científico interactúan con los
datos sensoriales para suministrar el tipo de base sobre el que avanza
la ciencia. La siguiente fase de la investigación sería identificar, cla­
sificar e interpretar, en varios ejemplos, aquellas partes del historial
de los científicos que actúan en los descubrimientos. Una primera

1 Sobre el debate acerca de !as manchas solares, véase la traducción de Still-


man Drake de la Misiona y demostraciones en torno a las manchas solares y
sus accidentes de Galileo, 59-144,_esp. 91-92, 95-99. Bernard R. Goldstein ha
escrito «Some Medieval Reports of Venus and Mercurv Transits» en Centaurus
14 (1969), 49-59.
tarea consistiría en tratar de distinguir entre el efecto de la educación
general en ciencia y filosofía y el efecto de la personalidad particular
del científico. Sería importante tratar de encontrar el grado en que
las transformaciones intelectuales están relacionadas con la educación
o son independientes del científico particular. Apenas si se han dado
los primeros pasos en esta área general del trasfondo filosófico del
descubrimiento. En particular, éste fue el tema de un conjunto muy
penetrante de observaciones hechas por N. R. Hanson, y ha sido
explorado por Leonard K. Nash. La psicología de la gestalt puede
hacer aquí grandes contribuciones. Y no hay duda de que los estu­
dios de los psicólogos experimentales tales como R. L. Gregory y de
los historiadores del arte como E. H. Gombrich acabarán por arrojar
mucha luz sobre esta cuestión *.

4 Norwood Russell Hanson, Patterns of Discovery: An Inquiry into the


Conceptual Foundations of Science, Cambridge, en la University Press, 1958.
[Trad. cast., Patrones de descubrimiento, Madrid, Alianza, 1977.] Leonard
K. Nash, The Nature of the Natural Sciences, Boston, Little, Brown and Com-
pany, 1963. Sobre la cuestión de la Gestalt en relación con el descubrimiento
científico, véase, además de los trabajos de Hanson y Nash, Thomas S. Kuhn,
The Structure of Scientific Revolutions, 2." ed., Chicago, The University of
Chicago Press, 1970, 64, 85, 111, 122, 150. [Trad. cast., La estructura de las
revoluciones científicas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1975.] y Kuhn,
The Essential Tensión, Chicago, University of Chicago Press, 1977, xiii. [Trad.
cast., La tensión esencial, México, F.C.E., 1978.] Véase también R. L. Gregory,
The Intelligent Eye, Londres, Weidenfeld and Nicolson; Nueva York, McGraw
Hill Book Co., 1970; Gregory, Eye and Brain: The Psichclogy of Seeing, Nue­
va York, McGraw Hill Book Co., World University Library, 1966. [Trad. cast.,
Ojo y cerebro, Madrid, Guadarrama.] R. L. Gregory y E. H. Gombrich, eds.,
Illusion in Nature and in Alt, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1973, y
E. H. Gombrich, Art and Illusion, Nueva York, Pancheon Books, 1960,
LOS E X P E R IM E N T O S DE G A L IL E O
SOBRE C A ID A L IB R E

En algunos escritos inéditos de sus días de Pisa, Galileo describió


experimentos de caída de pesos desiguales desde una torre. No indicó
qué torre había utilizado, pero supongo que debe haber sido la famosa
Torre Inclinada de Pisa. Cuando repetí este experimento, en com­
pañía de un grupo de especialistas reunidos en Florencia y Pisa con
ocasión de un Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, des­
cubrí que, a causa de las características arquitectónicas de la torre,
era preciso asomarse con los brazos extendidos horizontalmente, sos­
teniendo un peso en cada mano. Claramente, el resultado del expe­
rimento — si los pesos llegan al suelo simultáneamente o en instantes
distintos— depende del grado de simultaneidad con que se los suelte.
Las notas de Galileo indican que, en ocasiones, una bola pesada podía
comenzar su caída más lentamente que una ligera, alcanzándola luego
durante el descenso. Se trataba de un resultado enigmático — y tanto
más porque aparecía en sus manuscritos inéditos, los cuales podemos
suponer que contienen un registro verdadero e imparcial de lo que
realmente observó. En otris ocasiones, Galileo anotó que dos pesos
desiguales caen casi simultáneamente, o que se daba tan sólo la pe­
queña diferencia que menciona en Dos nuevas ciencias.
Si Galileo fue un experimentador cuidadoso, ¿qué sucede con los
resultados relativos a una cola ligera que se mueve por delante de la
pesada? Ciertamente es ur. mérito de Galileo el que registrara este
fenómeno (y dijo que lo había observado «muchas veces»); incluso
trató de explicar este extrar.o caso, que no encajaba bien en sus teo­
rías. Las afirmaciones de Galileo son inequívocas. Escribió que «si
se hace la observación, el cuerpo más ligero, al comienzo del movi­
miento, se moverá por delante del más pesado y será el más veloz».
De nuevo, si dos esferas del mismo tamaño, teniendo una el doble
del peso de la otra, se «dejan caer desde una torre», se encontrará
que al comienzo del movimiento «la más ligera se moverá por delante
de la más pesada, y a lo largo de alguna distancia se moverá más
rápidamente». Galileo intentó dar cuenta de este fenómeno en un
capítulo de su tratado inédito sobre el movimiento titulado «Donde
se da la causa del por qué, al principio de su movimiento natural, los
cuerpos que son menos pesados se mueven más rápidamente que los
más pesados». No sólo afirmó que había observado este fenómeno,
sino que también citó una observación similar efectuada por Giro-
lamo Borro en un libro de 1575; Borro fue profesor en Pisa, ense­
ñando allí todavía durante los días de estudiante de Galileo. Borro
dejó caer trozos de madera y de plomo del mismo peso, pero de
tamaño desigual, y encontró que el «plomo descendía más lentamen­
te». Escribió que la prueba se realizó «no sólo una vez, sino muchas
veces», y «con el mismo resultado».
Debemos agradecer a Thomas B. Settle 1 la solución de este enig­
ma. Informa que, cuando un experimenador sostiene dos pesos des­
iguales, con las palmas hacia abajo, en sus brazos extendidos, no es
posible soltarlos simultáneamente. Aun cuando el experimentador
esté totalmente convencido de que los dos han sido soltados en el
mismo instante, la prueba fotográfica muestra incontrovertiblemente
que la mano que sostiene el más pesado se abre invariablemente un
corto tiempo después de la que sostiene el más ligero. Se trata, apa­
rentemente, de un efecto de fatiga muscular diferencial que depende
de la magnitud del peso. El descubrimiento de que en este caso, como
en otros, los resultados del experimento concuerdan con los informes
de Galileo, nos imprime confianza en éste como un agudo experi­
mentador que registró e informó exactamente lo que había observado.
Además, este episodio suministra un testimonio adicional de que
Galileo estaba haciendo experimentos con objetos en caída libre en
una etapa muy temprana de su carrera, y de que los experimentos
tuvieron una trascendencia real en su exploración de la ciencia del
movimiento.

1 «Galileo and Earlv Experimentation», en Rutherford Aris, H. Ted Davis,


y Roger R. Stuewer, eds., Springs of Scientijic Creaiivity, Minneapolis, Univer-
sitv of Minnesota Press, 1983, 3-20.
EL FUNDAMENTO EXPERIMENTAL
DE LA CIENCIA DEL MOVIMIENTO DE GALILEO

Hasta hace poco, nuestro conocimiento sobre los estudios del


movimiento de Galileo se basaban en sus libros y tratados (los publi­
cados por él durante su vida y aquellos editados más tarde y publi­
cados tras su muerte), notas manuscritas, y correspondencia. Todo
ello fue reunido en una magnífica edición de veinte volúmenes, bajo
la dirección general de Antonio Favaro (1890-1909; reimpreso en
1929-1939, y de nuevo en 1964-1966). De estos materiales emergía
una historia del desarrollo de sus ideas que llevaba, desde su primer
pensamiento en términos de un tardío modo medieval de la física de¡
Ímpetus, a su descubrimiento de las leyes de la caída libre (que existe
una aceleración constante que produce una velocidad que aumenta
en proporción al tiempo y una distancia que aumenta como el cua­
drado del tiempo), y a su brillante aplicación de los principios de
resolución y composición de vectores velocidad para analizar las tra­
yectorias de proyectiles.
En los decenios que siguieron a la Segunda Guerra Mundial,
muchos especialistas — siguiendo el ejemplo de Alexandre Koyré—
habían llegado a la conclusión de que en las etapas de descubrimiento
y desarrollo de los principios del movimiento, el papel de los verda­
deros experimentos fue mínimo. Se vio a Galileo como un pensador
y analista, no como a quien sometió cuestiones directas a la prueba
de la experiencia. Y aún se llegó a dudar de que Galileo hubiera rea­
lizado alguna vez el experimento del plano inclinado descrito en las
Dos nuevas ciencias como una confirmación de las conclusiones a
las que llegó mediante el análisis matemático. Muchos especialistas
coincidieron en que la exactitud con que se daba cuenta de las obser­
vaciones, dentro de «un décimo de pulsación», excedía con mucho
la capacidad de su aparato; había elementos de juicio aparentes de
que Galileo probablemente nunca llevó a cabo este experimento.
Lo mejor que podría decirse de Galileo era que había exagerado
jactanciosamente los resultados. Esta opinión parecía tanto más jus­
tificada en la medida en que Galileo no proporcionaba datos numé­
ricos. Estas dudas relativas al plano inclinado no se expresaron por
vez primera en el siglo xx. En la misma época de Galileo, el padre
Marin Mersenne escribió en la Harmonie Üniverselle [Armonía uni­
versal], 1 (París, 1636), 112: «Dudo que Galileo realizara experi­
mentos con el plano inclinado, pues nunca habla de ellos y la propor­
ción dada contradice a menudo a los datos experimentales.»
Nuestro punto de vista sobre la cuestión ha sufrido hoy un giro
radical. En 1961 Thomas B. Settle ideó y llevó a cabo un experi­
mento que replicaba estrechamente el descrito por Galileo en las
Dos nuevas ciencias. En su informe («An Experiment in the History
of Science» [Un experimento en la historia de la ciencia], Science,
133 [ 1961 ], 19-23), Settle mostró que la exactitud de los resultados,
precisamente como dijo Galileo, se hallaba holgadamente dentro de
un décimo de latido del pulso. Otros confirmaron los resultados de
Settle. Otro experimentador, James MacLachlan (Isis, 64 [1973],
374-79), repitió un efecto descrito por Galileo que había sido ob­
jeto de particular irrisión y había sido utilizado para subrayar el he­
cho de que los experimentos de Galileo eran sólo «experimentos
mentales» y obviamente no era posible que arrojaran los resultados
descritos por él. Pero MacLachan encontró que este experimento,
impensable a primera vista, concordaba exactamente con la descrip­
ción de Galileo. Hemos visto (en el apéndice 3) que a principios del
decenio de 1590, mientras se hallaba todavía en Pisa, Galileo estaba
realizando experimentos de caída de cuerpos, y que existe una expli­
cación razonable para el extraño resultado que relató de que un
cuerpo ligero inicia su caída por delante de un cuerpo pesado cuando
ambos se sueltan «simultáneamente».
El creciente conocimiento de los experimentos realmente llevados
a cabo por Galileo ha conducido a una renovación del interés por
tratar de dilucidar, tan precisamente como sea posible, el camino que
siguió Galileo en su descubrimiento de las leyes del movimiento.
¿Fueron dirigidos sus pasos principalmente por el análisis intelectual,
como sus trabajos publicados podrían hacernos creer? ¿O se desarro­
llaron sus ideas mientras se hallaba realizando experimentos? A prin­
cipios del decenio de 1970, Stillman Drake realizó un nuevo estudio
de los manuscritos de Galileo. Entre ellos encontró páginas que ha­
bían sido omitidas por Favaro en la edición de sus obras, a causa de
que «contenían tan sólo cálculos o diagramas sin proposiciones o ex­
plicaciones que los asistieran»
Drake concluyó su análisis de estos datos y diagramas afirmando
que incluían «cuanto mer.os un grupo de notas que no se pueden
explicar satisfactoriamente salvo que representen una serie de expe­
rimentos diseñados para poner a prueba una suposición fundamen­
tal, que conducía a un nuevo e importante descubrimiento». La su­
posición, según Drake, era la de la inercia lineal; el descubrimiento
fue que un proyectil moviéndose lentamente (una bola que rueda
hacia abajo por un plano Inclinado, encuentra un deflector y es lan­
zada al espacio) tiene una trayectoria curva que se asemeja a una pa­
rábola. Drake confirmó la sospecha de Favaro de que Galileo había
descubierto la trayectoria parabólica de los proyectiles en una fecha
tan temprana como 1609 y que, además, en esta época conoció y
redactó por completo las pruebas de las proposiciones relativas a los
movimientos parabólicos esencialmente tal y como se presentan en
la Cuarta Jornada de las Dos nuevas ciencias. Drake ha analizado
también algunas otras páginas manuscritas que recogen datos con­
cordantes con una forma ce descubrimiento de la ley de caída libre
por medio de experimentes.
La nueva imagen de Galileo que emerge de los estudios de Drake
es la de un científico de corte moderno que explora la cuestión del
movimiento a través de experimentos (en gran medida de la misma
forma en que han procedido los físicos durante los dos siglos pasa­
dos), y comprometido con una filosofía de la ciencia similar a la
adoptada por muchos físicos de este siglo. Drake minimiza la pre­
tendida dependencia de Galileo de los precursores medievales, seña­
lando la ausencia del concepto de velocidad media en sus primeros
escritos V mostrando cómo usó una aproximación eudoxiana a la teo­
ría de proporciones.
No todos los historiacores concuerdan por completo con el con­
junto de los análisis y ccr.clusiones de D rake2. Uno de los proble­

1 Los análisis de Stillman Drake se han publicado en varios artículos, entre


ellos «Galileo’s Experimental Confirmaron of Horizontal Inertia», ¡sis 64
(1973). 291-305; «Galileo's D:íCOvery of the Law of Free Fall», Scientific Ame­
rica» 228, núm. 5 (mayo 1973 . 84-92; «Mathematics and Discovery in Galileo's
Phvsics»,' Historia Mathema:::-, 1 (1974), 129-150; y con James MacLachlan,
«Galileo’s Discovery of the Parabolic Trajectory», Scientific American 232,
núm. 3 (marzo 1975), 102-111. Para una síntesis, véase el Galileo at Work de
Drake.
2 Dos de los principales tspecialistas que no se han mostrado de acuerdo
con las conclusiones de Drakt son Winifred L. Wisan y R. H. Naylor. El tra-
mas es que éste parece demasiado comprometido con una imagen de
Galileo como físico moderno (por ejemplo, del siglo xix o posterior),
un hombre que rompió con la tradición, mientras que muchos histo­
riadores se inclinan por ver a Galileo como un innovador que, sin
embargo, tiene fuertes vínculos con los pensadores medievales y re­
nacentistas 3. Además, Drake no ha moderado sus opiniones. Por
ejemplo, afirma abiertamente que «hallar elementos de juicio manus­
critos de que Galileo se encontraba en el laboratorio de física como
en su casa es algo que difícilmente me puede asombrar». Y ataca
abiertamente a la opinión aceptada «por nuestros más sofisticados co­
legas», quienes, dice, han propuesto «interpretaciones filosóficas»
cuyo único mérito reside en que «cuadran con las opiniones precon­
cebidas de un metódico desarrollo científico a largo plazo». Drake
rechaza la idea, que considera peyorativa, de que «Galileo fue un
especulador de sillón». Antes bien, quiere convencernos de que, en
una «notable medida», Galileo «hizo uso en la ciencia de métodos
experimentales que ahora damos por sentados, pero que en el siglo xvn
no constituían una forma usual de proceder». Por lo tanto, sus re­
sultados implican que la forma en que Galileo presenta sus princi­
pios y leyes del movimiento difiere radicalmente de su trayectoria de
descubrimiento.
Aun cuando los especialistas no acepten los detalles de los aná­
lisis individuales de Drake y sus conclusiones, cabe poca duda de
que sus investigaciones han mostrado que Galileo estaba efectuando

bajo más significativo de Winifred Wisan es «The New Science of Motion:


A Study of Galileo’s De motu locali», Archive for History of Exact Sciences 13
(1974), 103-306; véase también «Mathematics and Experiment in Galileo’s
Science of Motion», Anndi dell’Istituto e Museo di Storia della Sctenza di Fi-
renze 2 (1977), 149-160, y «Galileo and the Process of Scientific Creaticn», Isis
75 (1984). 269-286. Las ideas de R. H. Naylor se presentan en sus artículos
«Galileo and the Problem of Free Fall», British Journal for the History of
Science 7 (1974), 105-134; «The Role of Hxperiment in Galileo’s Earlv Work
on the Law of Fall». Annals of Science 37 (1980), 363-378, v Galileo’sTheorv
of Projectile Motion», Isis 71 (1980), 550-570.
3 Drake no sólo afirma que los experimentos desempeñaron un papel esen­
cial en el descubrimiento por Galileo de las leyes del movimiento, y que su
interpretación particular de los diagramas y datos de Galileo revela su travec-
toria real de razonamiento y análisis; también niega la importancia para éste de
los últimos estudios medievales sobre el movimiento. La amplitud y significa­
ción del conocimiento de Galileo (y su uso) de ideas de los siglos xiv y xv, y
de conceptos, principios y métodos del siglo xvi, es objeto en la actualidad de
un intenso estudio histórico por parte, entre otros, de William Wallace. Alistair
Crombie, y Antonio Carrugo. John E. Murdoch y Edith D. Sylla han publi­
cado una exploración de las ideas medievales sobre el movimiento que tiende a
minimizar el significado de este desarrollo para la física del siglo xvn (véase
e[ apéndice 7).
experimentos sobre el movimiento en una etapa temprana de su vida
científica, y que tales experimentos estaban de algún modo muy es­
trechamente relacionados con sus grandes descubrimientos. Drake nos
ha proporcionado una versión de los pasos que llevaron al descubri­
miento de las leyes del movimiento que concuerda razonablemente
con los diagramas y datos numéricos de Galileo. Queda todavía
abierta la cuestión de si es posible que una versión algo diferente
explique también estos escuetos apuntes. En ausencia de comentarios
o anotaciones explicativas del mismo Galileo, cualquier reconstruc­
ción debe ser un tanto tentativa e hipotética. Para efectuar estas
reconstrucciones y dar un significado físico a los números, diagramas
y notas ocasionales de Galileo, Drake ha tenido que hacer cierto nú­
mero de suposiciones, conjeturar las posibles etapas intermedias de
su pensamiento. Lo que emerge es una imagen consistente, pero que
no ha sido umversalmente aceptada.
En el contexto de nuestro estudio sobre el nacimiento de una
nueva física, no obstante, podemos concluir como mínimo que Drake
ha probado que, en el caso de Galileo, se dio una enorme diferencia
entre lo que Alfred North Whitehead llamó una vez la «lógica del
descubrimiento» y la «lógica de lo descubierto». El analisis de Drake
de las páginas manuscritas de Galileo indica que las investigaciones
experimentales debieron haber desempeñado una función esencial en
la «lógica del descubrimiento», la manera en la que Galileo pudo
haber obtenido sus resultados. Como su presentación publicada no
incluye tal base experimental, debe, por lo tanto, constituir una
«lógica de lo descubierto», una reelaboración del tema por Galileo
efectuada de tal modo que el orden y forma de presentación de su
nueva ciencia del movimiento siguiera alguna secuencia lógica pre­
dilecta. Sea como fuere, queda el hecho histórico de que durante los
cuatro siglos transcurridos desde los días de Galileo hasta el presen­
te, el desarrollo de la ciencia y del pensamiento científico influencia­
dos por Galileo han tenido que depender de la presentación que nos
legó en sus Dos nuevas ciencias .

4 Muchos científicos e historiadores de finales del siglo xix y principios


del XX supusieron ¿críticamente que, puesto que Galileo fue el «padre» de la
física moderna (si no de la ciencia moderna), fue igualmente el inventor e ini­
ciador del método experimental. De lo que resultó que debía haber realizado
todos sus descubrimientos mediante el experimento. Tan predominante fue esta
opinión que los traductores de las Dos nuevas ciencias de Galileo, Henry Creu-
y Alfonso de Salvio, añadieron las palabras «por el experimento» al texto de
Galileo, de modo que su introducción al tema del movimiento no aludía sim­
plemente a los principios que Galileo mismo dijo que había «hallado» (compe-
rio, «hallé»), sino que se le hacía decir que se trataba de nuevos principios
que «he descubierto por el experimento».
Existe, no obstante, un conjunto de factores que apunta en favor
de los argumentos de Drake, además del hecho de que su reconstruc­
ción encaje con los números de las páginas manuscritas y diagramas
de Galileo. Estos factores adicionales son ampliamente negativos; es
decir, que suministran elementos de juicio a favor de que la trayec­
toria de Galileo hacia el descubrimiento — aun cuando resultase dife­
rir en buena medida de la propuesta de Drake— no pudo haber sido
el pulcro análisis que presentó en las Dos nuevas ciencias. Ante todo,
en los primeros escritos de Galileo no se usa la idea de una acelera­
ción continua, que tan prominentemente aparece en las Dos nuevas
ciencias, y que presumiblemente pudo haber aprendido de los últimos
escritos medievales sobre el movimiento. En este primer tratado so­
bre el movimiento (redactado en Pisa hacia 1590) exploró velocida­
des sobre planos inclinados, concluyendo incorrectamente que a lo
largo de planos de diferentes longitudes, pero de la misma altura, las
velocidades deben ser proporcionales a las longitudes de los mismos.
En esa época consideraba evidentemente a la aceleración sólo como
un efecto menor al comienzo del movimiento, y no como algo que
opera continuamente. Tampoco aparece el verdadero concepto de ace­
leración en un tratado de mecánica compuesto en 1592, poco des­
pués de que fuese a Padua. Hacia 1602 había hallado que el tiempo
sería siempre el mismo para un cuerpo «cayendo» libremente a lo lar­
go de cualquier cuerda de un círculo vertical que terminase en su
punto más bajo. Pero en su discusión de este resultado tampoco
aparece la aceleración. Sólo en 1603-1604 comenzó a concentrarse en
el concepto de aceleración, en su búsqueda de una regla que diera
cuenta de la caída libre en términos de distancias, velocidades y tiem­
pos. Ahora bien, el momento en la carrera de Galileo en el que fue
más consciente de los últimos análisis medievales del movimiento
debería haber sido casi con certeza al principio de sus investigaciones,
cuando era un joven profesor en la universidad, no mucho después
de que finalizara su período de estudiante. Y precisamente es éste el
momento en el que el concepto de aceleración y sus consecuencias
parece notablemente ausente de su pensamiento, o de poca importan­
cia. De aquí que parezca haber seguido una trayectoria independiente
de exploración y descubrimiento, en lugar de aplicar simplemente
resultados anteriores.
Además, un concepto clave en el análisis del movimiento de los
siglos xiv, xv y xvi fue la «velocidad media», que figuró prominen­
temente en el teorema de la velocidad media o la ley de la media.
De nuevo parece que este concepto se encuentra en los primeros
escritos de Galileo. En las Dos nuevas ciencias, que es su último tra­
bajo, encontramos una exposición muy parecida a la del teorema de
la velocidad media, pero desarrollado por Galileo en una forma algo
distinta, como revela un análisis concienzudo. Aun cuando pudiera
argumentarse que Galileo llegó a la teoría medieval del movimiento
en una época más tardía, es decir, tras sus escritos de 1590-1602,
sería todavía un misterio por qué el concepto de velocidad media no
aparece en una posición destacada en sus escritos más maduros. Exis­
te así alguna prueba de que las etapas de desarrollo del pensamiento
de Galileo sobre el movimiento no siguen simplemente la línea de
los pensadores medievales.
Se ha mencionado que una de las críticas dirigidas a Drake es
que ha tenido que introducir ciertas suposiciones o hipótesis para las
que no hay ninguna prueba directa, y que al hacerlo puede haber
estado fuertemente motivado por el deseo de presentar una imagen
de Galileo como un tipo esencialmente moderno de físico de una
clase especial. Drake no hace ningún secreto de esta imagen, y se
muestra bastante abierto acerca de sus suposiciones. Yo mismo me
inclino a favor de muchos de sus análisis, pese a que me preocupa
alguna de las hipótesis secundarias que se requieren para conseguir
que sus conclusiones encajen con los datos registrados. Pero disiento
enérgicamente de su postura polémica, expresada por él mismo en
estas frases:

Es cierto que si Galileo hubiese partido de una definición correcta de la acele­


ración uniforme, como lo hizo en su último libro publicado, habría llegado
ineludiblemente a sus conclusiones; y es también cierto que tal definición se
había enunciado en la Edad Media. Lo único que hubiera tenido que hacer era
aplicar esta definición al casc de la caída libre, y luego haber añadido el postu­
lado relativo a las velocidades al final de los planos inclinados, lo que parece
ser realmente bastante trivial y fácil. Y así es como se presenta en los libros
de texto el trabajo de Galileo. como una extensión bastante vulgar de los aná­
lisis medievales del movimier.-.o.

Si desapruebo tal afirmación, lo hago como un crítico que ha


sido durante decenios un amigo y admirador del autor. Fíjese en la
segunda frase, que comienza diciendo; «Lo único que hubiera tenido
que hacer...» Durante ¿es siglos enteros (xrv, xv) ninguno de los
autores que escribió sobre este tema «aplicó esta definición al caso
de la caída libre», y en el siguiente siglo (xvi) sólo lo hizo uno, pero
de una forma trivial que no tuvo ningún efecto o influencia. Por lo
tanto, los elementos de juicio prueban que efectuar tal aplicación
debió ser un paso heroico y tremendo que nunca había sido dado por
ninguno de los grandes filósofos (o filósofos naturales), teólogos o
matemáticos preocupados por esta cuestión. Es sencillamente ahis-
tórico referirse a este paso gigantesco, que de hecho requirió una
actitud completamente nueva y revolucionaria respecto a las mate­
máticas y a la naturaleza, y el paso correlativo del postulado referen­
te a velocidades en los extremos de los planos inclinados, como pa­
reciendo ser «realmente bastante trivial y fácil». Y, aun cuando el
uso por Galileo de conceptos medievales y leyes del movimiento uni­
forme y uniformemente acelerado aparezca sólo en su presentación
final y no dé cuenta por completo de sus descubrimientos, constitu­
ye seguramente una gran distorsión hablar de «una extensión bastante
vulgar de los análisis medievales del movimiento».
En resumen, Drake ha llamado la atención sobre algunos proble­
mas fundamentales en la aceptación del análisis del movimiento que
suministra Galileo en las Dos nuevas ciencias como si se tratase de
un informe veraz y completo de sus etapas de descubrimiento. A di­
cionalmente, Drake ha mostrado de forma incontrovertible que, al
principio de su carrera, Galileo estaba experimentando con el movi­
miento durante el descubrimiento de sus famosas leyes. Drake ha
proporcionado también una reconstrucción alternativa del pensamien­
to de Galileo que concuerda con los datos, si asentimos a ciertas
suposiciones no irrazonables. Pero existe un fundamento legítimo
para no aceptar por completo cada parte de su reconstrucción y para
preguntarnos en qué medida el que tenemos ahora es verdaderamente
el único guión posible. Quizás un conjunto alternativo de suposicio­
nes pueda combinar los diagramas y datos con algunos aspectos cuan­
to menos de la presentación que el mismo Galileo nos da en las Dos
nuevas ciencias. No hay, sin embargo, razones para dudar de que el
experimento desempeñase una función significativa en sus estudios
sobre los principios del movimiento y el descubrimiento de sus leyes,
en una forma que no estaba basada en pruebas hasta las investigacio­
nes de Drake entre sus manuscritos en 1972. Puede decirse, en con­
clusión, que la reconstrucción de Drake hace encajar los diagramas
y los datos. Es, por lo tanto, razonable concluir que está esencial­
mente en lo cierto, pese a que el entusiasmo del descubridor pueda
haber reforzado su imagen de Galileo como un físico experimental
moderno y restado importancia al pape! del intelecto y a su deuda
con alguno de los últimos conceptos y reglas medievales relativos al
movimiento. En este caso tenemos que aceptar la curiosa situación de
que Galileo no sólo presentó sus resultados en las Dos nuevas cien­
cias de una forma totalmente distinta a aquella en la que los había
descubierto, sino que efectivamente encubrió cualquier indicio de los
pasos que le llevaron a estos descubrimientos. En este informe intro­
dujo un experimento (o la prueba del experimento) no en relación
con e! descubrimiento, como hemos visto, sino sólo un test o en­
sayo de que la relación D ocT"2 se da en la naturaleza. Y esto apa­
rece en una sección de las Dos nuevas ciencias en Ja que Galileo
introduce el tema del movimiento con una referencia a las nuevas
cosas «que yo descubrí» (comperio). A los especialistas les ha lleva­
do como tres siglos y medio descubrir y estudiar las páginas despa­
rejadas de sus apuntes y cálculos y comenzar a penetrar más allá de
la fachada lógica de las Dos nuevas ciencias, a fin de encontrar los
primeros pasos de descubrimiento e innovación.
¿CREYO GALILEO EN ALGUN MOMENTO
QUE EN EL MOVIMIENTO UNIFORMEMENTE
ACELERADO LA VELOCIDAD ES PROPORCIONAL
A LA DISTANCIA?

En un estudio acerca de «Galileo’s W ork on Free Fall in 1604»


[El trabajo de Galileo sobre la caída líbre en 1604] (en Physis, 16
[1974], 309-22), Stillman Drake ha discutido la carta que Galileo
escribió a Paolo Sarpi, en la que afirmaba que si puede suponerse
que en la caída libre las velocidades aumentan como la distancia, po­
dría probar que las distancias son como el cuadrado del tiempo. El
análisis de Drake se basa en páginas manuscritas de los apuntes de
Galileo. Drake concluye que Galileo estaba midiendo una velocita por
efectos de impacto, como en la acción de un martinete, una magni­
tud que podría relacionarse con nuestra V1 en vez de con V. Si en­
tonces tradujéramos la afirmación condicional de Galileo a Sarpi al
lenguaje de las proporciones algebraicas, Galileo habría dicho que la
condición

ocD

lleva a la relación

D o zT '.

Puede verse fácilmente que éste es simplemente otro aspecto de la


relación fundamental

VocT
es decir,

V2 « T 2.

En las Dos nuevas ciencias, sin embargo, Galileo admite bastan­


te explícitamente que al principio había pensado que

Voc 5

y sólo más tarde se convenció del principio correcto, que

VocT.

Sagredo (en el diálogo de la Jornada Tercera) pregunta si el «movi­


miento uniformemente acelerado» no es «aquel en el cual la veloci­
dad va aumentando en la misma proporción en la que aumenta el
espacio que atraviesa». La respuesta de Salviati (quien generalmente
habla por Galileo) es que encuentra «un consuelo considerable en te­
ner un compañero tal en el error» y que «nuestro autor mismo...
había incurrido durante cierto tiempo en la misma falacia». Simplicio
(el miembro aristotélico del grupo de interlocutores) suma su voz:
él también piensa que «la velocidad aumenta en proporción al es­
pacio».
Apéndice 6
EL METODO HIPOTETICO-DEDUCTIVO

En su ensayo experimental, Galileo presenta la esencia del que


ha sido llamado a la vez método matemático-experimental e hipotéti-
co-deductivo. Galileo deseaba comprobar la relación V ce T, pero no
encontraba la forma de establecer una correlación directa de veloci­
dades y tiempos determinada por el experimento. Sabía, no obstante,
que si V cc T, entonces D ocT2; esto es, que D « T2 puede deducirse
de la hipótesis V oc T. Sabía asimismo que podía efectuar un ensayo
experimental de D ocT1. La confirmación de esta relación le hizo
confiar en que V oc T, de la que se deducía D oc T2, era válida.
En términos simbólicos, lo que hizo Galileo fue deducir B de A;
a continuación comprobó B, y entonces concluyó que A era válida.
Debe advertirse, no obstante, que este método no incluye una garan­
da de A. Por ejemplo, podría suceder que B pudiera deducirse tam­
bién de A ’. Además, se supone que el proceso de deducción de B
de A es correcto. Tradicionalmente esto significa corrección en la de­
ducción lógica. El método de Galileo consiste en derivar B de A con
la ayuda de las matemáticas. Debido a que B se ha derivado de A por
medio de las matemáticas y entonces se ha ensayado mediante expe­
rimentos, el método puede denominarse también matemático-deduc­
tivo. En el siglo x v i i fue usado también el término «matemático-
experimental». Se denomina a este método «hipotético-deducdvo»
porque queremos comprobar la hipótesis A, pero no podemos hacerlo
mediante un experimento directo. Por eso deducimos B de A y en­
tonces comprobamos la deducción de B por el experimento. (El uso
por Galileo de este método en relación con la hipótesis V oc T y la
deducción ensayable D « T1 puede encontrarse en las págs. 98 ss.
supra.)
GALILEO Y LA CIENCIA MEDIEVAL
DEL MOVIMIENTO

Al intentar relacionar el desarrollo de las ideas de Galileo sobre


el movimiento con los últimos análisis escolásticos debe tenerse cui­
dado en distinguir cualquier uso que pudiera haber hecho Galileo del
trabajo de estos predecesores en el transcurso del descubrimiento
(véase el apéndice 4) y en la presentación lógica de esta cuestión en
las Dos nuevas ciencias. Además, debe tenerse presente que los auto­
res medievales trataban con abstracciones y no con el mundo de la
naturaleza tal y como nos es revelado por nuestros sentidos y cono­
cido por el experimento y la observación. John Murdoch y Edith
D. Sylla 1 han resumido así la cuestión:

Aun cuando las causas de un movimiento se presentaran y midieran como las


fuerzas y resistencias que determinan este movimiento, el interés no se dirigía
a estas fuerzas y resistencias consideradas como residiendo en algún motor, móvil
o medio particular, sino a fuerzas y resistencias con abstracción de los agentes
y pacientes concretos.

Por consiguiente, es un error contemplar los «nuevos y caracterís­


ticos esfuerzos del siglo xiv como dirigiéndose muy directamente ha­
cia la temprana ciencia moderna». Si bien «Galileo conocía los tra­
bajos medievales sobre el movimiento», y pudo haber puesto el «teo­

1 John E. Murdoch y Edith D. Sylla, «The Science of Motion», en David


Lindberg, ed., Science in the Middle Ages, Chicago, The University of Chicago
Press, 1978, 206-264. '
rema medieval de la velocidad media y aun su prueba a su servicio
en su investigación del movimiento naturalmente acelerado», debe
recordarse que «lo que se estaba utilizando entonces no era sino una
parte, un fragmento, de la ‘ciencia del movimiento’ medieval, una par­
te separada de su contexto y, en manos de Galileo, empleada para
realizar una tarea completamente distinta».
En pocas palabras, «el objetivo, en realidad, la empresa entera,
de muchos de los estudiosos medievales que trataban movimientos
estaba a mundos de distancia del de Galileo y sus colegas». Aun el
teorema de la velocidad media no se compaginó «nunca (excepto en
una ocasión, casi por accidente) con el movimiento de caída libre,
que es lo que hizo Galileo».
Estas críticas sirven para recordarnos que no pudo haberse dado
una transición fácil desde estos últimos escritos escolásticos a la nue­
va y revolucionaria ciencia del movimiento de Galileo. De hecho,
no hay mejor exponente del carácter verdaderamente revolucionario
de la nueva ciencia del movimiento de Galileo que la comparación
entre estas abstracciones medievales divorciadas de cualquier conta­
minación de la naturaleza y la ciencia galileana basada de lleno en
observaciones y experimentos y contrastada por su grado de confor­
midad con la naturaleza tal y como la muestran los experimentos.
KEPLER, DESCARTES Y GASSENDI
Y LA INERCIA

En esta presentación he omitido las contribuciones de Kepler,


Descartes y Gassendi. Kepler introdujo el término inertia en el dis­
curso sobre el movimiento. Pero para Kepler la inertia (del término
latino que significa indolencia o indiferencia) implicaba ante todo que
la materia no puede por sí misma empezar a moverse o continuar en
movimiento si está moviéndose. Mejor dicho, debido a su inerciali-
dad la materia necesita de un motor. Siempre que el motor deja de
actuar, el cuerpo debe volver al reposo, y debe hacerlo dondequiera
que se halle. Por sí mismo y sin un motor un cuerpo no continuaría
moviéndose a algún «lugar natural». De este modo, la física de Kepler
implicaba que no podían existir lugares naturales que pudieran buscar
los cuerpos, como había pensado Aristóteles. Esta radical conclusión
era necesaria para Kepler. puesto que en el universo copernicano la
Tierra está en constante movimiento y, por lo tanto, no puede existir
un lugar fijo o natural para los cuerpos terrestres.
Descartes tenía una idea mucho más radical. Propuso la idea de
que el movimiento uniforme en línea recta es un «estado», tal como
lo es el reposo. Como un cuerpo puede mantenerse a sí mismo en
cualquier «estado» sin la acción de una fuerza externa, Descartes, en
esencia, estaba estableciendo una equivalencia dinámica entre un es­
tado de reposo y un estado de movimiento, con tal de que este último
sea uniforme y rectilíneo. Descartes expuso por primera vez este
nuevo principio en una obra titulada Le Monde, es decir, El mun­
do o El universo. Pero no publicó este tratado, que estaba compuesto
sobre una base copernicana. Cuando Descartes se enteró de la con­
dena de Galileo por la Inquisición romana decidió que sería impru­
dente presentar Le Monde para su publicación.
Más tarde Descartes escribió y publicó otro trabajo que contenía
la ley o principio de inercia, denominado Principia philosophiae, o
Principios de filosofía. Mientras tanto la ley había sido publicada
por Pierre Gassendi, un filósofo y científico francés. Gassendi tam­
bién hizo experimentos para comprobar esta ley. Estos incluían el
dejar caer pesos en carruajes y barcos en movimiento.
Los Principia de Descartes tuvieron una tremenda influencia; por
ejemplo, fue ésta una obra que influyó grandemente en Isaac New-
ton. Los Principia de este último se denominaban así para hacerlos
aparecer como una mejora de los de Descartes. Descartes había escri­
to unos Principia philosophiae, pero Newton daba un paso adelante
creando unos Philosophiae naturalis principia mathematica. Es de­
cir, que Newton no estaba tan preocupado por los principios de la
filosofía en general como por la filosofía natural o ciencia física, y
sus principios matemáticos. En su formulación de la ley de la inercia,
Newton incluso usó ciertas expresiones que se encontraban en los
Principia de Descartes, tal como status («estado») y quantum in se
est («en cuanto que de él depende»). Y aún podría parecer que la
presentación por Newton de esta ley como el primero de sus «axio­
mas o leyes del movimiento» (axiomata, si ve leges motus) había
sido condicionada por la calificación por Descartes de su ley como
una de «ciertas reglas o leyes de la naturaleza» (regulae quaedam
sive leges naturae).
EL DESCUBRIMIENTO POR GALILEO
DE LA TRAYECTORIA PARABOLICA

El descubrimiento por Galileo de la trayectoria parabólica pare­


ce tener dos partes. Una es la prueba matemática de que un proyec­
til que se mueve en un espacio libre de resistencia tendrá dos com­
ponentes independientes: una componente vertical que obedece a la
ley de la caída libre (precisamente como si no hubiera componente
horizontal) y una componente horizontal de movimiento hacia ade­
lante que es uniforme (precisamente como si no hubiera componente
vertical). Verticalmente la distancia caída Dy es proporcional al cua­
drado del tiempo T; horizcntalmente, la distancia D x, a través de la
cual avanza el cuerpo, es proporcional al tiempo. La combinación de
D y ocT2 y D x ocT da como resultado una parábola (véase el apéndi­
ce" 10, sec. 8). Galileo conocía la ley de la caída libre (D , <xT2) en
una fecha tan temprana como 1604. Stillman Drake encuentra que
es «seguro que Galileo descubrió la trayectoria parabólica no más
tarde de 1608 y la probó matemáticamente a principios de 1609».
Pero Galileo no mencionó este descubrimiento en su obra impresa
hasta unos treinta años desoués, en sus Dos nuevas ciencias.
La reconstrucción de Drake del descubrimiento de Galileo se
basa en la interpretación ce algunos diagramas, datos numéricos y
cálculos en algunas páginas sueltas de las notas de Galileo, sin texto
explicativo. Drake muestra que estas notas concuerdan con un expe­
rimento en el cual una bc!a rueda hacia abajo por un plano inclinado
y es luego desviada para que se mueva horizontalmente. Galileo,
presumiblemente, estaba examinando el movimiento horizontal íner-
cial, y este dispositivo le permitía lanzar bolas en dirección horizon­
tal con una velocidad determinada. Drake concluye su análisis de
estos documentos con la sugerencia de que Galileo debió haber ob­
servado la trayectoria parabólica como un subproducto de estos ex­
perimentos. Las pruebas suministradas por Drake no consisten sólo
en que pudiera reproducir los números y resultados calculados por
Galileo, sino también en que fue capaz de idear y construir un mon­
taje experimental en el cual los datos que recogió eran lo «suficien­
temente parecidos a los datos registrados por Galileo como para ve­
rificar la hipótesis de que obtuvo experimentalmente conjuntos de
números medidos hasta la tercera o cuarta cifras significativas». Si
éste es un análisis correcto, no podemos más que sorprendernos de
que en su discusión final (publicada) de las trayectorias parabólicas
Galileo no se refiriera a algunos experimentos cuantitativos o tan si­
quiera insinuara que éstos eran posibles.
RESUMEN DE LOS PRINCIPALES
DESCUBRIMIENTOS DE GALILEO
EN LA CIENCIA DEL MOVIMIENTO

La obra Dos nuevas ciencias de Galileo presenta una teoría ma­


temática de la caída libre de los cuerpos que en gran parte parece
haber descubierto unos treinta años antes. Entre los principales des­
cubrimientos de Galileo se cuentan los siguientes.

1. Contrariamente a la creencia común, un cuerpo pesado y otro


ligero no caen desde un lugar elevado (por ejemplo, una to­
rre) con velocidades proporcionales a sus pesos, sino con ve­
locidades casi idénticas.
2. Si un cuerpo cae en el aire (o en cualquier otro medio resis­
tente), la resistencia aumentará como alguna función de la ve­
locidad; cuando la resistencia llegue a igualar al peso del
cuerpo cesará la aceleración y el cuerpo continuará movién­
dose hacia abajo con velocidad uniforme.
3. En determinadas circunstancias (por ejemplo, sobre un plano
horizontal liso, o cuando la resistencia del aire iguala y can­
cela a la fuerza aceleradora del peso), un cuerpo continuará
con el movimiento que se le ha impreso o ha adquirido. (Ga­
lileo supuso que este principio limitado o restringido de iner­
cia también se aplicaba a una gran superficie esférica concén­
trica con la Tierra, por ejemplo, la superficie de ésta. También
vinculó este principio con la tendencia de un cuerpo a man­
tener la rotación.)
4. En la aceleración natural, o en el movimiento uniformemente
acelerado, la velocidad crece como los enteros 1, 2, 3... (Es­
cribimos algebraicamente esta ley, partiendo del reposo, como
V oc T o V — AT.) Se sigue que la distancia crece como el
cuadrado del tiempo, es decir, D oc T2 (en realidad, D = */2
AT2). Galileo mostró experimentalmente que D oc T2 es váli­
da para el movimiento de una bola rodando hacia abajo por
cualquier plano inclinado.
(a) En tal movimiento las distancias recorridas en sucesivos
intervalos iguales de tiempo son como los números im­
pares 1, 3, 5, 7 ..., ya que las distancias totales recorri­
das son como los cuadrados ( 1 ,4 ,9 , 16...) y 4 — 1 = 3
9 — 4 = 5, 16 — 9 = 7...

5. La caída libre y el movimiento de rodadura hacia abajo so­


bre un plano inclinado son ejemplos de movimiento unifor­
memente acelerado. De aquí que las leyes de la caída libre
sean V oc T y D oc T2.
(a) A causa de su resistencia, la caída en el aire no es un
ejemplo de aceleración uniforme pura; ésta es la razón
de que cuando desde una torre se dejan caer dos cuer­
pos de peso desigual, el más pesado llegue al suelo justo
un momento antes que el más ligero.

6. En el movimiento sobre un plano inclinado, la velocidad fi­


nal será la misma para todos los ángulos de inclinación siem­
pre que el punto de partida esté a la misma altura sobre el
nivel de referencia.
(a) El tiempo de descenso es el mismo a lo largo de todas
las cuerdas de un círculo vertical que terminan en el pun­
to más bajo de un círculo.
(b) Si un cuerpo se acelera uniformemente durante un in­
tervalo de tiempo dado, y entonces se desvía para que
se mueva uniformemente con la velocidad adquirida, du­
rante otro intervalo de tiempo igual se moverá unifor­
memente a través del doble de la distancia que recorrió
bajo la aceleración inicial.

7. Las componentes vertical y horizontal de un movimiento com­


puesto son independientes; de aquí que un cuerpo (por ejem­
plo, un proyectil) pueda tener una componente de movimiento
horizontal uniforme y una vertical de movimiento uniforme­
mente acelerado, al ser la una independiente de la otra.
8. La trayectoria de un proyectil (despreciando el factor de la
resistencia del aire) es una parábola. La razón es que el mo­
vimiento horizontal hacia adelante es uniforme, y el movi­
miento vertical es uniformemente acelerado. En coordenadas
rectangulares, x = V0T e y = V2 AT2. Como V0 y V2 A son
constantes, digamos c y k, estas ecuaciones se transforman en
x* y
x — cT e y — kT2, v, por consiguiente, — = T2 e — = T2,
c* k
k , .
de donde y = Kx* (donde K = - j), que es la ecuación de

una parábola.

9. GaliJeo dijo que el movimiento puede ser un «estado» seme­


jante a un «estado de reposo», lo que equivale a decir que
un movimiento puede continuar indefinidamente de y por sí
mismo, sin la mediación de fuerza externa alguna. El con­
cepto de «estado de movimiento» fue desarrollado por Des­
cartes y se convirtió en una pieza angular del edificio de la
mecánica racional de Newton.

Podemos comprobar la validez de la «regla de la doble distancia»


(6b) de Galileo usando sencillas operaciones algebraicas. En un mo­
vimiento uniformemente acelerado durante un tiempo T,

V = AT

D = l/ i A V

Transcurrido el tiempo T, se permite que el cuerpo comience a mo­


verse uniformemente con la velocidad adquirida V durante otro in­
tervalo de tiempo igual a T. La distancia que recorrerá es

«distancia» = VT.

Pero como
V = AT

se sigue que

«distancia» = (AT) X T = AT2.

La cantidad AT2 es el doble de '/ 2 AT2 = 2 ( ' / ’ AT') — 2D .


En uno de sus primeros manuscritos, tal como lo interpreta StiU-
man Drake, Galileo intentó aplicar este resultado correcto al caso
de una boia que rueda hacia abajo por un plano inclinado y es luego
desviada horizontalmente por un deflector curvo. Las distancias ob­
servadas no coincidieron con las calculadas. La razón es clara para
nosotros. Hubiera habido acuerdo si se hubiese tratado de un des­
lizamiento sin fricción por el plano inclinado, como podría ser el
caso del deslizamiento de un bloque de hielo seco que flotara sobre
un colchón de dióxido de carbono gaseoso, o un trozo de hielo ordi­
nario deslizándose por un plano inclinado muy caliente. Pero apa­
rentemente Galileo había estado experimentando con una bola que
rodaba sobre un plano inclinado; no sabía que encontraría una gran
discrepancia a causa del hecho de que el movimiento y energía de la
bola no son traslacionales, sino que incluyen la rotación (un factor
de dos séptimos del movimiento).
LA DEUDA DE NEWTON CON HOOKE:
EL ANALISIS DEL MOVIMIENTO ORBITAL
CURVILINEO

En un áspero debate, en el cual Hooke buscaba que Newton


reconociera su anticipación de la ley de gravedad inversamente pro­
porcional al cuadrado de la distancia, Newton comentó la contribu­
ción real de Hooke a su pensamiento. La contribución no consistió
en que éste sugiriera la ley del inverso del cuadrado, la cual Newton
correctamente pensaba que se seguía de una forma bastante simple
(cuanto menos para órbitas circulares) del análisis del movimiento
circular, una vez conocida la ley i¿¡r. Lo que Hooke enseñó a Newton
era mucho más fundamental, a saber, la forma correcta de analizar
el movimiento curvilíneo.
En 1679 Hooke (nombrado recientemente secretario de la Royal
Society de Londres) escribió a Newton una carta amistosa, expre­
sando su esperanza de que éste enviase a la Sociedad algunas comu­
nicaciones científicas. En esa ocasión, Hooke solicitó a Newton que
hiciera un comentario sobre lo que Hooke llamó una «hipótesis...
mía... de componer los movimientos celestes de los planetas a partir
de un movimiento directo por la tangente y un movimiento atractivo
hacia el cuerpo central». En su respuesta, Newton introdujo otra
cuestión, pero no discutió la «hipótesis» de Hooke. En una carta
posterior (6 de enero de 1680), Hooke escribió sobre «mi suposi­
ción» relativa a la fuerza de atracción que mantiene a los planetas
en sus órbitas: esta «atracción siempre está en una proporción du­
plicada a la distancia desde el centro recíprocamente, y consiguiente­
mente... la velocidad será... como Kepler supone recíprocamente a
la distancia». Hablar de la atracción como en «una proporción du­
plicada a la distancia... recíprocamente» es una antigua forma de
decir que la atracción es inversamente proporcional al cuadrado de
la distancia. Se supone aquí que ia velocidad es inversamente pro­
porcional a la distancia. Hooke le subrayó a Newton que era impor­
tante resolver los problemas del movimiento planetario y dei movi­
miento de la Luna, puesto que tal conocimiento podía llevar a resol­
ver el problema de la longitud en el mar, el cual «será de gran inte­
rés a la humanidad». Hooke estaba tan ufano de su carta a Newton
que la leyó públicamente en una reunión de la Royal Society. En una
carta posterior (17 de enero) reiteró su «suposición» de «una fuerza
atractiva central» y sugirió que el «excelente método» de Newton
podría «fácilmente» permitirle «encontrar lo que esa curva debe
ser» como resultado de esta fuerza y «sugerir una razón física de
esta proporción».
En una de las respuestas de Newton a Hooke, afirmó clara y sim­
plemente que no había oído hablar nunca de la «hipótesis» de Hooke
de componer movimientos orbitales a partir de un movimiento tan­
gencial y «un movimiento atractivo hacia el cuerpo central». Sabe­
mos que Newton mismo había pensado en un tipo de fuerza centrí­
fuga, es decir, una fuerza asociada con lo que parece una tendencia
de todos los cuerpos que se mueven sobre curvas a empujar o ser
empujados hacia afuera, lejos del centro.
El análisis de Hooke contiene la clave para el estudio de los mo­
vimientos celestes, y se torno central para el desarrollo de la mecá­
nica celeste de Newton en los Principia. En muchos documentos,
Newton admitió que lo que le inició en este tema fue su correspon­
dencia con Hooke. Newton le dio un nombre a la fuerza dirigida cen­
tralmente: «centrípeta». Lo hemos utilizado desde entonces. El tipo
de análisis que hizo Newton, empleando lo que aprendió de Hooke,
se muestra en la figura 32 de la página 172 y en la figura 31 de la
página 166.
Al parecer, Newton elaboró su primer ensayo sobre mecánica ce­
leste tras la correspondencia con Hooke en 1679-80. Fue a esto a lo
que se refirió cuando le contó a Halley, durante su última visita en
1684, que había calculado la órbita de un planeta bajo la acción de
una fuerza como la inversa del cuadrado. Pero Newton no necesitó
que Hooke le dijera que la fuerza varía como el inverso del cuadra­
do de la distancia. Esto se seguía del álgebra más sencilla (véanse
las págs. 170-71). una vez que se sabía que la fuerza en un mo­
vimiento circular es proporcional a ir/r; cuanto menos, esto es así
para órbitas circulares, y no tenía mucho de conjetura el que lo fue­
ra también para elipses. Pero, como Newton supuso bastante correc-
tamente, una cosa es hacer una buena conjetura y otra encontrar
una verdad matemática y sus consecuencias. Es fácil hacer la primera,
pero difícil hacer la última. El mismo había conjeturado que la fuer­
za podría ser como la inversa del cuadrado, pese a que había estado
considerando infructuosamente una fuerza centrífuga en lugar de
una centrípeta. Pero conocía la ley ir /r mucho antes de que Huygens
la publicara en 1673.
Newton era plenamente consciente de que Hooke no había en­
tendido completamente aquello sobre lo que estaba escribiendo. A pe­
sar de su perspicaz análisis del movimiento curvilíneo, cometió un
importante error al concluir que la velocidad debería ser inversamen­
te proporcional a la distancia. Como Newton probó fácilmente, la
velocidad es inversamente proporcional a la perpendicular a la tan­
gente. Supóngase en la figura un planeta en P . Lo que Hooke decía
equivale a la afirmación de que la velocidad en P es inversamente
proporcional a la distancia al Sol SP, es decir,

1
V o c ------
SP

pero Newton decía, en cambio, que la velocidad es inversamente pro­


porcional a ST, el segmento trazado desde el Sol S perpendicularmen­
te al punto T sobre la tangente a la órbita en P,

1
V oc ------.
ST
La ley de Hooke sólo se cumple en los ápsides. Además, su ley de
la velocidad no concuerda con la ley de las áreas de Kepler. El mis­
mo Kepler averiguó esto más tarde, tras lo cual abandonó la ley de
la velocidad como la inversa de la distancia, de la que todavía pen­
saba Hooke que era una ley válida para el movimiento orbital pla­
netario.
Por tanto, Newton juzgó correctamente que, en realidad, Hooke
no entendía las consecuencias de su conjetura de que la fuerza atrac­
tiva varía como el inverso del cuadrado de la distancia, y que, por
consiguiente, no merecía el reconocimiento por la ley de la gravita­
ción universal. Este juicio podría haberse visto reforzado por el he­
cho de que Newton era consciente de que no necesitaba que Hooke
le sugiriera el carácter inversamente proporcional al cuadrado de la
fuerza. La reclamación de Hooke de la ley de la inversa del cuadra­
do ha enmascarado la deuda mucho más fundamental de Newton
hacia él, el análisis del movimiento orbital curvilíneo. Reclamando
demasiado mérito, Hooke se negó eficazmente a sí mismo el mérito
que se le debía por una idea tan fructífera. (Para más información,
véase mi The Ñewtonian Revolulion [Cambridge y Nueva York:
Cambridge University Press, 1980, 1983]; traducida al castellano:
La revolución newtoniana y la transformación de las ideas científicas
[Madrid, Alianza, 1983], secs. 5.4, 5.5.)
Apéndice 12
LA INERCIA DE PLANETAS Y COMETAS

La afirmación de Newton de que el movimiento de los planetas


ycometas ilustra el principio de inercia puede parecer un enigma,
puesto que su movimiento es curvo. Newton supuso que sus lecto­
res entenderían que tal movimiento tenía dos componentes: un movi­
miento lineal inercial a lo largo de la tangente a la curva y un mo­
vimiento continuamente acelerado «de caída» hacia el centro (centrí­
peto) que mantiene al movimiento sobre la curva en vez de alejarse
en la dirección de la tangente. Como el movimiento ae los planetas
y cometas se ha mantenido durante mucho tiempo (sin disminuir por
la fricción), e igualmente proseguirá durante largo tiempo, la compo­
nente tangencial de su movimiento orbital constituye el mejor ejem­
plo de un movimiento inercial que continúa incesantemente sin dis­
minución sensible. Los movimientos terrestres, tales como los de los
proyectiles, no son buenos ejemplos porque se trata de movimientos
retardados por la fricción del aire y no se prolongan demasiado, ya
que todos los proyectiles caen finalmente al suelo.
Newton también ilustró el movimiento inercial mediante el giro
de una peonza o la rotación de la Tierra. En ambos casos las par­
tículas individuales del cuerpo en rotación tienen una componente
tangencial lineal de movimiento inercial, pero a causa de la tuerza
de cohesión que mantiene unidas a estas partículas, no se alejan en
la dirección de la tangente. De hecho, sabemos por la experiencia
cuán correcto es este análisis, puesto que m u c h o s cuerpos>pueden ha­
cerse girar tan rápidamente que sus partes se alejen, deshaciéndolos,
el motivo es que sus partes componentes poseen una velocidad tan­
gencial tan grande que la fuerza de cohesión ya no es lo bastante
fuerte como para mantenerlas moviéndose en una trayectoria circu­
lar. La situación seria análoga si la Luna sufriera súbitamente un gran
incremento de velocidad. En este caso, la fuerza requerida para que
la Luna cayera lo suficientemente rápido como para mantenerse en
su órbita debería aumentar (de acuerdo con la ley de v2/r). Esta
fuerza se tornaría mayor que la fuerza gravitatoria que ejerce la Tie­
rra en su atracción sobre la Luna, y ésta comenzaría a alejarse en
dirección tangencial.
PRUEBA DE QUE DE LA LEY DE LA INVERSA
DEL CUADRADO SE DEDUCE UNA ORBITA
PLANETARIA ELIPTICA

En una serie de proposiciones (props. 11-13) del Libro Primero


de los Principia, Newton prueba que si un planeta se mueve en una
órbita describiendo una elipse, una parábola o un hipérbola la fuerza
varía inversamente al cuadrado de la distancia a un foco. Para hacerlo
invoca la ley de las areas (props. 1, 2, 3) y una medida matemática
de una fuerza muy original (prop. 6). Entonces, en la primera edi­
ción, en el corolario 1 a las proposiciones 11-13, Newton afirma,
pero no prueba, la recíproca de las proposiciones 11-13: dada una
fuerza que varía con la inversa del cuadrado, la órbita será una sec­
ción cónica. En la subsiguiente proposición 17 Newton muestra qué
condición lleva a un círculo, una elipse, una parábola o una hipérbo­
la, cuando la fuerza varía como el inverso del cuadrado de la distan­
cia. En la segunda edición de los Principia añade los pasos de la de­
mostración del corolario a las proposiciones 11-13.
Muchos autores han confundido las dos proposiciones: (a) que
una sección cónica implica una fuerza que varía como la inversa del
cuadrado, y (b) que una fuerza que varía como la inversa del cuadra­
do implica una sección cónica. La demostración de una no implica
por sí misma, sin más, la prueba de la otra. Newton mismo era ple­
namente consciente de que una demostración de que «A implica B»
no prueba que «B implica A». Por ejemplo, en la proposición 1 de
los Principia prueba que si una fuerza centrífuga actúa sobre un cuer­
po que posee una componente inicial de movimiento inercial, se cum­
ple ia ley de las áreas; pero luego introduce la proposición 2, para
probar la conversa, que la ley de las áreas implica una fuerza centrí­
peta. En la primera edición de los Principia Newton realmente no
suministró su demostración de que una fuerza que varía con la in­
versa del cuadrado implica una órbita planetaria elíptica, pero esto
no significa necesariamente que no pensara que se precisaba tal de­
mostración, o que no la tuviese en mente. Los Principia es un libro
muy idiosincrásico. Mucho de lo que Newton omitió como «obvio»
está lejos de parecer evidente a sus lectores, y, sin embargo, hay otras
ocasiones en que se extiende ampliamente sobre lo que nos parece
obvio o trivial.
Lo que Newton parece haber probado tras su correspondencia
con Hooke (véase el apéndice 11) es que una órbita elíptica implica
una ley de inversa del cuadrado, y el tratado que escribió tras la
visita de Halley en 1684 prueba esta proposición. Este es también
el caso en la primera edición de los Principia. Y, no obstante, de
acuerdo con la narración de Conduitt de la visita de Halley, éste
preguntó a Newton cuál podría ser la órbita de un planeta, dada una
fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia (no
qué fuerza podría ser, dada una órbita elíptica), y Newton respondió
que la trayectoria sería una elipse y que él lo había «calculado».
Desde luego, se trata del recuerdo de Conduitt de lo que Halley le
contó acerca de una conversación con Newton sostenida muchos años
antes. No podemos estar seguros de que éste sea un registro exacto
de lo que Halley o Newton dijeron en esa famosa ocasión. En un
intento posterior de explicar la historia de su evolución, Newton
dijo que en 1676-77 (un error por 1679-80) «halló la proposición
de que por una fuerza centrífuga [léase fuerza centrípeta] recípro­
camente como el cuadrado de la distancia un planeta debe girar en
una elipse alrededor de! centro de la fuerza situado en el ombligo
inferior [o foco] de la elipse, describiendo mediante un radio tra­
zado a dicho centro áreas proporcionales a los tiempos».
Son posibles varias conclusiones, entre ellas: (1) Newton probó
que la elipse implica una fuerza como la inversa del cuadrado y erró­
neamente pensó que había probado también la conversa; (2) Newton
probó que la elipse implica una fuerza como la inversa del cuadrado
y desarrolló (mentalmente o sobre el papel) la demostración de la
conversa; (3) Newton no comprendió lo que había probado y pensó
que había demostrado que una fuerza como la inversa del cuadrado
implica una órbita planetaria elíptica; (4) Newton probó que la
elipse implica una fuerza como la inversa del cuadrado y simplemen­
te dio por supuesto que era posible probar la conversa. No es útil
hacer hipótesis acerca de la historia posible en ausencia de cualquier
elemento de juicio. Pero no es muy probable, en mi opinión y en la
de otros estudiosos de Newton, que éste hubiera cometido la gran
equivocación de (1), una obvia falacia lógica. Del mismo modo es
impensable que un matemático de la capacidad de Newton pudiera
haber cometido el error de (3). Pero (2) y (4) son posibles. No tene­
mos noticia de que Newton fuera criticado por no haber suminis­
trado, en la primera edición de los Principia, una demostración de
que una ley de la inversa del cuadrado implica una órbita elíptica, y
que, por consiguiente, añadiera un corolario a las proposiciones 11-13
en la segunda edición, conteniendo tal demostración'. Cuanto menos
en una ocasión, Newton mismo discutió este asunto. En una historia
inédita del desarrollo de los Principia escribió: «Siendo muy obvia la
demostración del primer corolario de las proposiciones 11, 12 y 13,
la omití en la primera edición...»
Los hechos, pues, son que en la primera edición Newton afirmó
(sin dar la demostración) que la ley como la inversa del cuadrado im­
plica una órbita elíptica; en la segunda edición suministró tal demos­
tración. Sólo podemos conjeturar o hacer hipótesis respecto de esta
secuencia. Como dijo Newton, no es conveniente que edifiquemos el
conocimiento basándonos en hipótesis.

1 Los especialistas están en deuda con Robert W einstock {American Journal


of Physics 50, pp. 610-617) por haber llam ado su atención sobre este proble­
ma. Pero hay poco acuerdo con su posición extrema, que corresponde a la posi­
bilidad 1. Es una cuestión com pletam ente distinta si la prueba que da N ewton
es o no rigurosa o aun digna de confianza; el Prof. W einstock sostiene que no
es en absoluto una demostración legítim a.
Las afirmaciones autobiográficas de N ew ton están recogidas (y transcritas)
en el apéndice I de m i lr.troduclton lo Newlon's Principia, Cambridge, Mass.,
Harvard Universitv Press, 1971. Fueron redactadas durante las disputas de New-
ton sobre prioridad para establecer 1o que por otros elementos de juicio sabe­
mos que es una incorrecta cronología de descubrim iento, y por tantc deben
tomarse con cierta precaución. Sobre esta cuestión, véase mi The blewlonian
Revoluíion, Cambridge y Nueva Y o rk , Cambridge University Press, 1980, 1983,
pp. 248-2-19. [Trad. cast,, La revolución newtoniana y la transformación de las
ideas científicas, M adrid, Alianza, 1983.]
NEWTON Y LA MANZANA:
EL DESCUBRIMIENTO DE NEWTON
DE LA LEY v'/r

Newton dedicó mucho tiempo y energías a elaborar y presentar


una cronología de sus descubrimientos que situaría a muchos de ellos
en una fecha anterior a la que podrían garantizar los principales do­
cumentos históricos. La razón para su imposición sobre la historia
de una cronología imaginada fue quizás la de fechar sus descubri­
mientos tan tempranamente que pudiera combatir con éxito a sus
oponentes en las controversias que surgieron sobre la prioridad.
Newton pudo haber inventado la historia de la manzana, la cual
podría fecharse a mediados del decenio de 1660, cuando declaró que
había hecho la prueba de la Luna. Sabemos que él mismo contó la
historia de la caída de la manzana, el origen de la tan repetida afir­
mación de que fue lo que motivó su idea de extender la gravedad a
la Luna. Pudo también haber llegado a creer, en años posteriores y
mucho después del suceso, que había calculado la caída de la Luna
en el decenio de 1660, y hallado que la prueba concordaba aproxi­
madamente. Pero lo que realmente estaba calculando no era la caída
de la Luna, como en la famosa prueba de la Luna en el escolio a la
proposición 4 del Libro Tercero de los Principia, sino algo bastante
diferente

1 Acerca de los cálculos de Newton y su significado, véase mi monografía


sobre «The Principia, Universal Gravitation, and the “Newtonian Style”», en
Zev Bechler, ed., Contemporary Newtonian Research, Dordrecht (Holanda) y
Bosron, D. Reidel Publishing Co., 1982); y la sec. 5,3 de mi The Newtonian
?.:vclution.
Por lo que respecta a su temprano descubrimiento de la ley i/ / r
del movimiento circular uniforme, pisamos terreno más firme. En
ese momento Newton estaba buscando una medida del «esfuerzo
centrífugo»; sólo más tarde, en 1680 (véase el apéndice 11), se con­
virtió por obra de Hooke al concepto de la fuerza centrípeta. Des­
pués de que Halley informara a Newton de que Hooke deseaba que
se le reconociese su contribución a la ley de la inversa del cuadrado,
Newton envió a Halley un bosquejo de una demostración, basada en
su investigación de unos veinte años antes, para que fuera añadida
al final del escolio que seguía a la proposición 4 del Libro Primero
de los Principia. Newton quería que todos los lectores tuviesen claro
que conocía la ley i? ¡r antes (cuanto menos, una década antes) de
su publicación por Christiaan Huygens en su Horologium oscillato-
rium de 1673. Como la proposición 4 trata del movimiento circular
uniforme, Newton estaba diciendo en realidad que hacía largo tiempo
que había averiguado que, en este caso, la fuerza es como it/r , y de
aquí sería fácil mostrar (con un poco de álgebra y la tercera ley de
Kepler) que la fuerza es como 1/r2. De este modo, no hubiera nece­
sitado que Hooke le hablara veinte años antes acerca de una fuerza
como 1 /r.
En 1960, John Herivel analizó algunos de los primeros manus­
critos de Newton sobre la fuerza y el movimiento, escritos por éste
en un Waste Book a principios de 1665 o poco después. Herivel mos­
tró que en este documento Newton había derivado la ley v2/r de una
forma muy original", Por consiguiente, no cabe duda de que Newton
había encontrado esta ley mucho antes y con completa independencia
de Huygens.

2 Véase John H. Herivel, «Newton’s Discovery of the Law of Centrifugal


Forcé», Isis 51 (1960), 5-16-563; también de Herivel, The Background to Neui-
lon’s Principia, Oxford, Clarendon Press, 1965, 7-13.
NEWTON Y LAS MASAS «GRAVITATORIA»
E «INERCIAL»

En la deducción de las páginas 173-75 se dan dos ecuaciones


para la fuerza que actúa sobre un objeto terrestre, tal como una man­
zana. Una es la ecuación gravitatoria,

F = G ^
R‘

o bien,

P = C — '
r ;

y la otra es la ecuación dinámica o inercial,

F
m ——
A

o bien,
F = mA

la cual, en el caso del peso, se convierte en

P = mA.
237
Obsérvese que en el segundo grupo de ecuaciones la cantidad m es
una medida de la inercia del cuerpo, es decir, de la resistencia iner­
cial [F ¡A ) del cuerpo a ser acelerado o sufrir un cambio en su esta­
do de movimiento o de reposo. Para ser precisos, vamos a llamar a
esta cantidad con un nombre especial del siglo xx, «masa inercial»,
y a remplazar el símbolo m por mxpara denotar esta cualidad inercial.
Las ecuaciones finales de más arriba pueden rcescribirse ahora como

F = niiA
P = m,A.

Vamos a considerar ahora la cantidad m {o la masa) que aparece


en el primer grupo de ecuaciones
mM,
F = G
R]

Aquí m no tiene una conexión obvia con la resistencia inercial del


cuerpo a ser acelerado, a experimentar un cambio en su estado. Más
bien, esta cantidad es una medida (o es el factor determinante) de
la respuesta gravitatoria del cuerpo a la Tierra. O , para usar el len­
guaje de la física actual, es una medida (o el determinante) de la
respuesta del cuerpo al campo gravitatorio de la Tierra (o a cualquier
otro campo gravitatorio). De este modo puede dársele el nombre del
siglo xx de «masa gravitacional». De acuerdo con esto, podemos usar
el símbolo mg para esta cantidad. Las primeras dos ecuaciones se
transforman ahora en

mgM t
F = G
R]
m¡Mt
P = G
R)
Cuando igualamos las dos expresiones para W , tenemos
r m,M,
mtA — G •
R]

Cancelar aquí el factor m equivale a suponer que


w, - mt

un paso que requiere un análisis adicional. ¿Es m¡ siempre igual a i;it?


Ambas variedades de masa — masa gravitacional y masa inercial—
corresponden a nuestro concepto intuitivo de «cantidad de materia.»
En el caso de una sustancia pura tal como el aluminio, ambas serían
proporcionales al volumen de aluminio (el cual sería una medida de
la cuantía o «cantidad» de aluminio). El problema conceptual puede
enunciarse como sigue: ¿Existe alguna razón lógica por la cual la
respuesta de un cuerpo al campo gravitatorio (o su masa gravitacio-
nai) deba ser la misma que su resistencia a ser acelerado por fuerzas
tanto no gravitatorias como gravitatorias (o su masa inercial)? De
hecho, en el marco de la física newtoniana o «clásica», la respuesta
es un no categórico. Sólo en la física post-newtoniana o relativista se
da una necesaria «equivalencia» entre masa gravitacional y masa iner­
cial. ¿Cómo, entonces, se enfrentó Newton a este problema?
Antes de presentar la solución de Newton, observemos el alto
nivel de reflexión al que conduce su física. Mientras que Galileo se
ocupó del peso de un cuerpo, Newton introdujo un muy diferente
y moderno concepto de masa. Este concepto es original de Newton,
si bien (como en el caso de cualquier nuevo concepto científico) se
pueden encontrar algunos antecedentes — por ejemplo, en los escri­
tos de Kepler sobre moles (un tipo de «voluminosidad») y en ciertas
discusiones de Huygens.
Si la equivalencia entre las masas inercial y gravitacional no se
sigue de la lógica, y no constituye una parte integral de la teoría,
entonces la única forma en que se puede conocer es mediante expe­
rimentos. Newton reconoció por primera vez la necesidad de efectuar
tal experimento en algún momento de 1685, tras completar la pri­
mera versión de su tratado De motu. El experimento utilizaría dos
péndulos iguales, con lentejas conteniendo diversos tipos de materia;
cualquier variación en la proporción de la masa inercial a la gravita­
cional se mostraría como una diferencia en el período de oscilación.
Poco después, en un conjunto de De motu corporum dejinitiones
[Definiciones relativas al movimiento de cuerpos], hace una lista
de las sustancias con las que na realizado el experimento: oro, plata,
plomo, vidrio, arena, sal común, agua, madera y trigo. En las ver­
siones preliminar y final del Libro Tercero de los Principia (prop. 6
del Libro Tercero, sec. 9 del Sistema del mundo), Newton describe
con detalle el experimento. Había construido dos largos péndulos de
la misma longitud, con lentejas a modo de vasijas en las que podía
situar cantidades iguales de estas nueve sustancias. Como los péndu­
los tenían lentejas idénticas, hallaban el mismo factor de resistencia
del aire. Había demostrado matemáticamente que la existencia del
mismo período de oscilación para estas lentejas que contenían can­
tidades iguales de las nueve sustancias probaba que sus pesos eran
proporcionales a sus cantidades de materia. Por inducción simple,
Newton llegó a la ley general.
Newton describe la materia en términos de su peso y de su can­
tidad; esta última constituye, para él, la inercia de la materia. Las
expresiones de masa gravitacional e inercial fueron introducidas en
la física por los escritos de Albert Einstein sobre relatividad. Newton,
además, no desarrolló las ecuaciones en la forma en que yo lo he
hecho. Pero, esencialmente, procedió a desarrollar esta cuestión en
la forma que estas ecuaciones simbolizan. Concluyó así que sus expe­
rimentos con el péndulo habían mostrado con gran exactitud los resul­
tados durante largo tiempo observados (remontándose a los experi­
mentos de la «torre» de Galileo) de que, aparte del pequeño factor
de la resistencia del aire, todos los tipos de cuerpos pesados caen a
tierra, desde alturas iguales, en tiempos iguales.
Una de las razones por las que es tan importante el concepto de
masa de Newton es que la masa es una propiedad fundamental o
permanente de los cuerpos, mientras que el peso es una propiedad
accidental. La física de Newton mostró, por ejemplo, que el peso de
un cuerpo (o el efecto sobre un cuerpo de la atracción de la Tierra)
podía variar con su posición sobre la misma, al ser el peso una pro­
piedad calculable de la latitud geográfica. Un cuerpo, por otra parte,
pesaría menos en el espacio exterior que en la superficie de la Tierra,
de acuerdo con la ley de la inversa del cuadrado. Además, el «peso»
de un cuerpo hacia la Luna sobre la superficie de ésta sería notable­
mente diferente del que tendría sobre la superficie de la Tierra, Pero
sea cual fuere el lugar en que un cuerpo pueda hallarse, su masa (de
acuerdo con la física newtoniana) es siempre la misma — tanto su
masa inercial (su resistencia a ser acelerado) como su masa gravita­
cional— . Además, la masa es una propiedad de importancia a con­
siderar en relación con los cuerpos del espacio exterior — Sol, pla­
netas, satélites y estrellas— aun cuando su «peso» (en el sentido de
la atracción de la Tierra sobre ellos) no tiene importancia. Despla­
zando las discusiones de la física desde el peso a la masa, Newton
hizo posible una ciencia universal en lugar de una ciencia terrestre
local.
Muchos lectores saben que, en física relativista, la masa ya no
se concibe como una constante independiente de un cuerpo. En vez
de ello, resulta estar relacionada con la velocidad del cuerpo relativa
al sistema de referencia. Pero para cuerpos ordinarios (es decir, aque­
llos cuyas velocidades son pequeñas con respecto a la velocidad de
la luz), la diferencia entre las dos es despreciable.
LOS PASOS DE N EW TON
H A C IA LA G R A V IT A C IO N U N IV E R S A L

En el otoño de 1684, después de la visita de Halley, Newton


compuso su tratado De motu, en el que probó la siguiente proposi­
ción: El movimiento en una elipse de acuerdo con la ley de las áreas
requiere que una fuerza central o centrípeta inversamente proporcio­
nal al cuadrado de la distancia esté dirigida hacia el punto con res­
pecto al cual se calculan las áreas iguales. Puesto que los planetas se
mueven en órbitas elípticas, con el Sol en un foco, y puesto que una
recta trazada desde el Sol al planeta barre áreas iguales en tiempos
iguales, Newton concluyó: 1) que debe existir una fuerza dirigida
al Sol desde cada planeta, y 2) que esta fuerza dirigida al Sol varía
inversamente al cuadrado de la distancia. Con evidente orgullo por
el descubrimiento de la ley de la fuerza planetaria, escribió que había
probado que, para citar sus propias palabras, «los planetas mayores
giran en elipses con un foco en el centro del Sol, y los radios trazados
[desde los planetas] al Sol describen áreas proporcionales a los tiem­
pos, enteramente como supuso Kepler...».
En realidad, Newton no había probado esta proposición, ni con­
tinuó pensando en ella durante mucho tiempo. Estrictamente ha­
blando, es falsa. Como Newton comprendió rápidamente, los planetas
no se mueven exactamente de acuerdo con la ley de las áreas en sen­
cillas órbitas elípticas keplerianas con el Sol en un foco. En lugar de
esto, el foco se halla en el centro de masas común, porque no sólo
el Sol atrae a cada planeta, sino también cada planeta atrae al Sol
(y los planetas se atraen entre sí). Si Newton hubiera formulado ya
su principio de gravitación universal, no habría propuesto, y acep­
tado que había probado, esta proposición errónea.
Newton se dio cuenta muy rápidamente de que no había probado
que los planetas se mueven precisamente de acuerdo con la ley de
órbitas elípticas y la ley de las áreas. Había hallado tan sólo que
estas dos leyes planetarias de Kepler eran válidas para un «sistema»
de un cuerpo: una única masa puntual moviéndose con una compo­
nente inicial de movimiento inercial en un campo de fuerzas centrales.
Reconoció que el sistema de un cuerpo no corresponde al mundo
real, sino a una situación artificial, la cual es más fácil de investigar
matemáticamente. El sistema de un cuerpo reduce a la Tierra a una
masa puntual y al Sol a un centro de fuerzas inmóvil.
En su júbilo prematuro, Newton había olvidado tomar en con­
sideración lo que hoy conocemos como la tercera ley newtoniana del
movimiento: que por cada acción debe existir una reacción igual y
opuesta. En otras palabras, que si un cuerpo A ejerce una fuerza
sobre un cuerpo B, entonces el cuerpo B debe ejercer simultánea­
mente una fuerza igual y opuesta sobre el cuerpo A. En el caso del
Sol y un planeta, digamos la Tierra, esta ley implica que si el Sol
ejerce una fuerza sobre la Tierra para mantenerla en su órbita, enton­
ces la Tierra debe ejercer una fuerza igual sobre el Sol. En teoría,
cada uno de estos dos cuerpos atrae al otro, con el resultado de que
cada uno debe moverse en una órbita alrededor de su centro de
gravedad común. Como la masa de la Tierra es minúscula comparada
con la masa del Sol, su centro de gravedad común está prácticamente
en el centro del Sol, y el movimiento del Sol es virtualmente inexis­
tente. Pero éste no es el caso para ei Sol y Júpiter, el planeta más
masivo del Sistema Solar, ni para la Tierra y la Luna.
El desarrollo del pensamiento de Newton sobre la acción y reac­
ción tras haber completado el primer borrador del De motu se expone
en las secciones que abren el Libro Primero de los Principia. En la
introducción a la sección 11, Newton explica que se ha limitado
hasta el momento a una situación que «es difícil que exista en el
mundo real», a saber, los «movimientos de cuerpos atraídos hacia
un centro inmóvil». La situación es artificial porque «las atracciones
por lo general están dirigidas hacia los cuerpos y — por la tercera ley
del movimiento— las acciones de cuerpos atrayentes y atraídos son
siempre mutuas e iguales». Como resultado, «si hubiese dos cuerpos,
ni el atrayente ni el atraído podrían estar en reposo». Antes bien,
«ambos cuerpos (por el corolario cuarto de las leyes) girarán alre­
dedor de un centro común, como por la atracción mutua».
Newton había visto que si el Sol atrae a la Tierra, ésta debe
también atraer al Sol con una fuerza de igual magnitud. En este sis­
tema de dos cuerpos, la Tierra no se mueve en una órbita sencilla
alrededor del Sol. En lugar de esto, el Sol y la Tierra se mueven
cada uno alrededor de su centro de gravedad mutuo. Una consecuen­
cia adicional de la tercera ley del movimiento es que cada planeta
es tanto un centro de fuerza atrayente como un cuerpo atraído; se
sigue que un planeta no sólo atrae y es atraído por el Sol, sino que
también atrae y es atraído por cada uno de los otros planetas. Newton
ha dado aquí el paso trascendental desde un sistema interactivo de
dos cuerpos a un sistema interactivo de muchos cuerpos.
En diciembre de 1684, Newton completó un borrador revisado
del De motu que describía el movimiento planetario en el contexto
de un sistema interactivo ce muchos cuerpos. A diferencia del borra­
dor anterior, el revisado concluía que «los planetas no se mueven
exactamente en elipses ni ¿escriben dos veces la misma órbita». Esta
conclusión Llevó a Newton al siguiente resultado: «Hay tantas órbitas
para un planeta como revoluciones describe, como en el movimiento
de la Luna, y la órbita de cualquier planeta depende del movimiento
combinado de todos los planetas, sin contar las acciones de todos
éstos entre sí.» Entonces escribe: «Considerar simultáneamente todas
estas causas de movimiento y definir estos movimientos mediante
leyes exactas que permitan un cálculo accesible excede, si no me
equivoco, la fuerza del entero intelecto humano.»
No existen documentos que indiquen cómo, en el mes o así trans­
currido entre la redacción del primer borrador del De motu y su
revisión, llegó Newton a percibir que los planetas actúan gravitacio-
nalmente uno sobre otro. Con todo, las frases citadas más arriba
expresan esta percepción en un lenguaje inequívoco: eorum omnium
actiones in se invicem («las acciones de todos ellos unos sobre otros»).
Una consecuencia de su arracción gravitatoria mutua es que ninguna
de las tres leyes de Kepler es estrictamente cierta en el mundo de
la física, siendo sólo verdaderas en un constructo matemático en el
cual masas puntuales que no interactúan entre sí orbitan sobre un
centro matemático de fuerzas o un cuerpo atrayente estacionario. La
distinción que traza Newton entre la esfera de las matemáticas, en
la cual las leyes de Kepler son verdaderamente leyes, y la esfera de la
física, en la cual son sólo «hipótesis», o aproximaciones, es una de
las características revolucionarias de la dinámica celeste newtoniana.
En la primavera de 1Í35, unos pocos meses después de revisar
el De motu, Newton estaba cerca de terminar el primer borrador de
los Principia. En la versión inicial de lo que iba a constituir un se­
guido libro, «El sistema del mundo», describió los pasos que le
llevaron al concepto de interacciones gravitacionales planetarias. En
estos pasos, la tercera ley del movimiento desempeña el papel prin­
cipal. No existen razones para pensar que éstos no son los mismos
pasos que le llevaron al mismo concepto unos pocos meses atrás,
cuando revisó el De motu.
He aquí dos fragmentos del primer borrador del Sistema del
mundo (recientemente traducido del latín por Anne Whitman y el
autor) * que ponen de manifiesto el papel crucial de la tercera ley
del movimiento:

20. Convergencia de Analogías.


Puesto que la acción de la fuerza centrípeta sobre el cuerpo atraído, a dis­
tancias iguales, es proporcional a la cantidad de materia de este último, es razo­
nable también que sea proporcional a la cantidad de materia del cuerpo que
atrae. Así pues, la acción es mutua, y hace que los cuerpos se atraigan mutua­
mente con acciones mutuas (por la Ley 3 del Movimiento) y por tanto debe
ser conforme a cada uno de los dos cuerpos. Puede considerarse a un cuerpo
como atrayente y al otro como atraído, pero esta distinción es más matemática
que natural. En realidad la atracción es de cada cuerpo sobre cada cuerpo y por
tanto del mismo género en todos.

21. Y coincidencia.
Y por esto es por lo que la fuerza atractiva se halla en cada uno. El Sol
atrae a Júpiter y al resto de los planetas. Júpiter atrae a los satélites, y por la
misma razón los satélites actúan mutuamente entre sí y sobre Júpiter, y todos
los planetas entre ellos. Y aunque las acciones mutuas de dos planetas podrían
distinguirse entre sí y ser consideradas como dos acciones mediante las cuales
cada uno atrae al otro, sin embargo, en tanto que son intermedias, no son dos,
sino una operación simple entre dos términos. Por la contracción de un solo
cordón interpuesto entre ellos pueden dos cuerpos ser atraídos entre sí. La
causa de la acción es doble, claramente la disposición de uno y otro cuerpo;
pero en tanto que es entre dos cuerpos, es simple y única. No es una la ope­
ración por la que el Sol atrae por ejemplo a Júpiter y otra operación aquella
por la que Júpiter atrae al Sol, sino una operación por la que el Sol y Júpiter
intentan acercarse entre sí, por la acción por la que el Sol atrae a Júpiter inten­
tan Júpiter y el Sol acercarse entre sí (por la Ley 3 del Movimiento) y por la
acción por la que Júpiter atrae al Sol, intentan también Júpiter y el Sol acer­
carse mutuamente; el Sol, pues, no es atraído hacia Júpiter por una acción doble
y tampoco lo es Júpiter hacia el Sol, sino que hay una sola acción intermedia
por la que ambos tienden uno hacia otro.

Después, Newton concluyó que «de acuerdo a esta ley todos los
cuerpos deben atraerse entre sí». Presentó con orgullo la conclusión y
explicó por qué la magnitud de la fuerza atractiva es tan pequeña

* Existe una traducción al castellano, a cargo de E. Rada García: I. Newton,


El sistema del mundo, Madrid, Alianza Ed., 1983. (N. del T.)
que es inobservable. «Es posible», escribió, «observar estas fuerzas
tan sólo en los enormes cuerpos de los planetas».
En el Libro Tercero de los Principia, que trata también del sis­
tema del mundo, pero de forma algo más matemática, Newton toca
esencialmente de la misma manera el tema de la gravitación. Primero,
en lo que se denomina la prueba de la Luna, extiende la fuerza del
peso, o gravedad terrestre, a la Luna y demuestra que esta fuerza
varía inversamente con el cuadrado de la distancia. Entonces identi­
fica esta misma fuerza terrestre con la fuerza del Sol sobre los plane­
tas y la fuerza de un planeta sobre sus satélites. A todas estas fuerzas
las denomina ahora gravedad. Con la ayuda de la tercera ley del
movimiento transforma el concepto de una fuerza solar sobre los
planetas en el de una fuerza mutua entre el Sol y los planetas. Del
mismo modo, transforma el concepto de una fuerza planetaria sobre
los satélites en el de una fuerza mutua entre los planetas y sus saté­
lites y entre estos últimos. La transformación intelectual final depara
el principio universal de que todos los cuerpos interactúan gravi-
tacionalmente.
Podemos ver ahora cómo la imaginación creativa de Newton le
dirigió hacia el concepto de la gravitación universal. El mismo argu­
mento que le condujo a las fuerzas interplanetarias puede aplicarse
a sistemas de satélites, a la Tierra, y a una manzana. Ya que todas
las manzanas deben ser cuerpos que originan una atracción gravita­
toria y a la vez reaccionan a una atracción gravitatoria, deben atraerse
entre sí. Finalmente esta cadena de razonamientos le lleva a la audaz
conclusión de que dos cuerpos cualesquiera, en cualquier lugar del
universo, interactúan gravitacionalmente. De este modo, la lógica de
la física, guiada por una creativa intuición matemática, produce una
ley de fuerza mutua que se aplica a todos los cuerpos, terrestres o
celestes, dondequiera que puedan hallarse. Esta fuerza varía inversa­
mente al cuadrado de la distancia y es proporcional a las masas gra­
vita torias:

m \m i
F oc-----
D2

o bien
m iw»
F = G -----
D2

donde m\ y w? son las masas, D la distancia entre ellas, y G la cons­


tante de la gravitación universal.
N i que decir tiene que este análisis de las etapas del pensamiento
de Newton no minimiza en modo alguno la extraordinaria fuerza de
su genio creativo; antes bien, debería hacer plausible este genio. El
análisis muestra la fecunda forma de pensar de Newton sobre física,
en la cual las matemáticas se aplican al mundo externo tal como es
revelado por el experimento y la observación crítica. Esta forma de
razonamiento científico creativo, que ha sido denominada «el estilo
newtoniano», está fielmente recogida en el título castellano del gran
trabajo de Newton: Principios matemáticos de la filosofía natural.
G U IA DE LECTURAS A D IC IO N A L E S

Los asteriscos senalan los trabajos de los cuales se han tomado las citas, con
el permiso de los editores, incluidas en este libro.

C ontexto general y c ie n c ia tem pran a

Marshall Clagett, Greek Science in Antiquity. Nueva York, Abelard-Schuman,


1955. Reimp. revisada, Nueva York, Collier Books; Londres, Collier-Mac-
millan, 1966.
O. Neugebauer, The Exact Sciences in Antiquity. Princeton, Princeton Univer-
síty Press, 1952; 2.‘ ed., Providence, R. I.: Brown University Press, 1957;
Nueva York, Harper Torchbooks, 1962. También Astronomy and History:
Selected Essays. Nueva York y Berlín, Springer-Verlag, 1983.
*Sir Thomas Little Heath, Aiistarchus of Sumos, the Ancient Copernicus: A
History of Greek Astronomy to Aristarchus. Oxford, Qarendon Press, 1913.
Edward Grant, Physical Science in the Middle Ages. Nueva York y Londres,
John Wiley & Sons, 1971; Cambridge, Cambridge University Press, 1981.
[Trad. cast.. La ciencia física en la Edad Media. Mé.xico, FCE, 1976.]
Alistair C. Crombie, Medieval and Early Modern Science. 2 vols., 2.' ed., Gar-
den City, Nueva York, Dcubleday Anchor Books, 1959. Publicado también
como Augusttne to Galileo, 1952, 1961, 1979, etc. [Trad. cast., Historia de
l j áenda: De San Agustín a Galileo, 2 vols., Madrid, Alianza, 1974.]

L a r e v o l u c ió n c ie n t íf ic a

Marie Boas, The Scientific Renaissance 1450-1630. Nueva York, Harper & Bro­
thers, 1962; Harper Torchcooks, 1966.
mantienen las irregularidades según una ley fija y con renovaciones constantes:
lo que no podría suceder si no fueran circulares. Pues el círculo es el único que
puede volver a recorrer el camino recorrido. Como, por ejemplo, el Sol, con su
movimiento compuesto de círculos, nos trae de nuevo, una vez y otra, la irre­
gularidad de los días y las noches y ¡as cuatro estaciones del año.

De este modo, Kepler estaba comportándose de una forma altamente


no-copernicana por no aceptar que las órbitas planetarias son «círcu­
los» o «compuestas de círculos»; además, había llegado en parte a
esta conclusión por la reintroducción, en una etapa de su pensamien­
to, del aspecto de la astronomía ptolemaica que más había objetado
Copérnico, el ecuante. En su astronomía, Kepler introdujo una sen­
cilla aproximación para ocupar el lugar de la ley de las áreas. Kepler
dijo que una línea trazada desde cualquier planeta al foco vacío de
su elipse (fig. 28) gira uniformemente, o lo hace muy aproximada­
mente. El foco vacío, o el punto sobre el cual tal línea giraría des­
cribiendo ángulos iguales en tiempos iguales, es el ecuante. (Inciden­
talmente, podemos observar que este último «descubrimiento» de
Kepler no es cierto.)
Desde casi todo punto de vista, las elipses deben haber parecido
objetables. ¿Qué tipo de fuerza podría conducir a un planeta a lo
largo de una trayectoria elíptica con justamente la variación precisa

F ig . 28.— Ley de Kepler del ecuante. Si un planeta se mueve de modo que en


tiempos iguales barre ángulos iguales con respecto a un foco vacio en F, reco­
rrerá los arcos AB y CD en el mismo tiempo, puesto que los ángulos a y 3 son
iguales. De acuerdo con esta ley, el planeta se mueve más rápido por el arco
AB (en el perihelio) que por el arco CD (en el afelio), como predice la ley de
las áreas iguales. No obstante, esta ley es sólo una tosca aproximación. En el
siglo X V II se añadieron a la misma ciertos ¡actores de corrección para hacerla
dar unos resultados más aproximados.
de velocidad demandada por la ley de las áreas? No reproduciremos
¡a discusión de Kepler sobre este punto, sino que limitaremos nues­
tra atención a un aspecto del mismo. Kepler supuso que algún tipo
de fuerza o emanación sale del Sol y mueve los planetas. Esta fuerza
— a veces denominada una anima motrix— no se disemina desde el
Sol en todas direcciones. ¿Por qué debería hacerlo? Después de todo,
su función es sólo mover los planetas, y todos los planetas se encuen­
tran en, o muy aproximadamente en, un solo plano, el plano de la
eclíptica. De aquí Kepler supuso que esta anima motrix se disemi­
naba sólo en el plano de la eclíptica. Había descubierto que la luz,
la cual se propaga en todas direcciones desde una fuente luminosa,
disminuye en intensidad como el inverso del cuadrado de la distan­
cia; es decir, que si hay una cierta intensidad o brillo a tres metros
de una lámpara, el brillo a seis metros de ella será una cuarta parte
del anterior, porque cuatro es el cuadrado de dos y la nueva distancia
es el doble de la antigua. En forma de ecuación,

intensidad oc---------
(distancia)2

Pero Kepler sostuvo que la fuerza solar no se disemina en todas las


direcciones de acuerdo con la ley de la inversa del cuadrado, como
lo hace la luz solar, sino sólo en el plano de la eclípica y de acuerdo
con una ley bastante diferente. Es a partir de esta doblemente errónea
suposición que derivó su ley de las áreas — ¡v lo hizo antes de haber
encontrado que las órbitas planetarias son elipses! La diferencia entre
su procedimiento y el que consideraríamos «lógico» es que no des­
cubrió primero la trayectoria verdadera de Marte alrededor del Sol,
y calculó entonces su velocidad en términos del área barrida por una
línea trazada desde el Sol a Alarte. Este no es sino un ejemplo de la
dificultad en seguir a Kepler a través de su libro sobre Marte.

El lo g r o k e p le r ia n o

A Galileo le desagradaba particularmente la idea de que las ema­


naciones solares o misteriosas fuerzas actuando a distancia pudieran
afectar la Tierra o cualquier parte de la Tierra. No sólo rechazó la
sugerencia de Kepler de que el Sol puede ser el origen de una fuerza
atractiva que mueve la Tierra o los planetas (en la cual estaban basa­
das las primeras dos leyes de Kepler), sino que también rechazó espe­
cialmente la sugerencia de Kepler de que una fuerza lunar o emana­
ción pudiera ser una causa de las mareas. Así, escribió:
Pero entre todos los grandes hombres que han filosofado sobre este notable
efecto, estoy más sorprendido con Kepler que con cualquier otro. A pesar de
su mente abierta y aguda, y a pesar de que tiene en las puntas de sus dedos
los movimientos atribuidos a la Tierra presta su oído, sin embargo, y su apro­
bación al dominio de la Luna sobre las aguas, y a propiedades ocultas, y a pue­
rilidades de este tipo.

En cuanto a la ley armónica, o tercera ley, podemos preguntar


con la voz de Galileo y sus contemporáneos, ¿esto es ciencia o nume-
rología? Kepler ya se había comprometido públicamente con la opi­
nión de que el telescopio revelaría no sólo los cuatro satélites de
Júpiter descubiertos por Galileo, sino también dos de Marte y ocho
de Saturno. La razón para estos números en particular era que así
el número de satélites por planeta se incrementaría de acuerdo con
una secuencia geométrica regular: 1 (para la Tierra), 2 (para Marte),
4 (para Júpiter), 8 (para Saturno). ¿No era la relación distancia-
período de Kepler algo del mismo puro malabarismo de número antes
que verdadera ciencia? ¿Y no se podrían hallar pruebas del aspecto
generalmente acientífico de todo el libro de Kepler en la forma en
que intentó acomodar los aspectos numéricos de los movimientos y
localizaciones de los planetas en las cuestiones planteadas por la tabla
de contenidos del Libro Quinto de su Armonía del mundo?

1. Acerca de las cinco figuras sólidas regulares.


2. Sobre la relación entre ellas y las razones armónicas.
3. Resumen de la doctrina astronómica necesaria para la con­
templación de las armonías celestes.
4. En qué cosas relativas a los movimientos planetarios han
sido expresadas las armonías simples y que todas aquellas
armonías que están presentes en el canto se encuentran en
los cielos.
5. Que las claves de la escala musical, o tonos del sistema, y
los tipos de armonías, la mayor y la menor, están expre­
sadas por ciertos movimientos.
6. Que cada Tono o Modo musical está expresado en cierta
forma por uno de los planetas.
7. Que los contrapuntos o armonías universales de todos los
planetas pueden existir y ser distintos uno de otro.
8. Que los cuatro tipos de voz están expresados en los plane­
tas: soprano, contralto, tenor, y bajo.
9. Demostración de que para asegurar esta disposición armó­
nica, esas mismas excentricidades planetarias que tiene cada
planeta como propias, y no otras, tenían que ser establecidas.
10. Epílogo acerca del Sol, por vía de muy fecundas conjeturas.
Abajo se muestran las «melodías» desempeñadas por los planetas en
el esquema kepleriano.

- Y -
r

----- 9 — U " U — a --------- : f ü * a ^

Saturno Júpiter

i
JCS_

Marte Tierra
(aproximado)

--------------------

i JJ.

Venus
______

Mercurio

CJ
Luna
Fig. 29.— La música de los planetas de Kepler, de su libro La armonía del
mundo. No es sorprendente que un hombre como Galileo nunca se molestara
en leerlo.

Seguramente un hombre como Galileo encontraría difícil considerar


tal libro como una contribución seria a la física celeste.
El último libro importante de Kepler fue un Epítome de la astro­
nomía copernicana, terminado para publicación nueve años antes de
su muerte en 1630. En él defendió sus desviaciones del sistema
copernicano original. Pero lo que es de mayor interés para nosotros
es que en este libro, como en la Armonía del mundo (1619), volvió
a presentar orgullosamente sus primeros descubrimientos relativos
a los cinco sólidos regulares y a los seis planetas. Era, mantenía toda­
vía, la razón para que el número de planetas fuera seis.
Deber haber supuesto casi tanto trabajo desenmarañar las tres
leyes de Kepler de entre el resto de sus escritos como rehacer los
descubrimientos. Kepler merece el crédito de haber sido el primer
científico en reconocer que el concepto copernicano de la Tierra como
2 (1947), 1-32. [Trad, cast., Sobre las revoluciones M a d rid , Editora Nacio­
nal, 198; ed. revisada, M adrid, Tecnos, 1987.]
*Johannes Kepler, The Harmomes of the World, Book 5, trad. de Charles Glenn
W allis. Great Books o f the W estern W o rld , 16. Chicago, Encyclopaedia
Britannica, 1952.
*The Principal Works of Simón Stevin. V ol. 1. General Introduction, Mecha­
ntes. Ed. por E. J. Dijksterhuis. Am sterdam , C. V . Swets y Zeitlinger, 1955.
IN D IC E A N A LIT IC O

acción y reacción, 242-243 razonamiento deductivo de, 26


aceleración, véase movimiento, acele­ armonía del mundo, La (Kepler), 144,
rado 150-151
afelio, 143, 148 Arquímedes, 125
Alejandro I I I (rey de Macedonia), 25 Art and 1Ilusión (Gombrich), 198 n
Alfonso X, rey de León y Castilla, 45, Astronomía nova (Kepler), 66
134 astrónomos griegos, 56
Almagesto (Ptolomeo), 36, 47, 130, Aristarco, 39, 65, 108
137 Calipo, 39
American Journal of Physics, 233 Eudoxo, 39-40
anima motrix, 149, 154-155 Heráclidcs, 65
apogeo, 41 Hiparco, 40, 55, 181
Apolonio de Perga, 40, 130 astrónomos islámicos, 54, 110
Annali dell'Istituto e Museo di Storia
della Scienza di Firenze, 193 n, 204 n
Annals of Science, 204 n Background of Newton's Principia, The
Archive for History o) Exact Sciences, (Herivel), 236 n 1
204 n Badovere, Jacques, 68
Aris, Rutherford, 200 n Baliani, Giovanni Battista, 106-107
Aristarco, 38, 65, 108 Beato, Francesco, 35 n 2
Aristóteles: Bechler, Zev, 235 n 1
astrónomo, 35-36, 39-40 Berry, Arthur, 69
Del Cielo, 35 binomio, teorema del, 153
estudios embriológicos, 25-26 Borro, Girolamo, 200
fundador de la biología, 25 Boyle, Robert, 109
observación, su importancia para, Brahe, Tycho, 88 n 4
26 Kepler, su asociación con, 140, 142
observación astronómica, su perfec­ constante de la gravitación universal,
cionamiento por, 12, 67-68 169, 174, 178
observaciones planetarias, 140 constante de Kepler, 171, 178
sistema copernicano refutado por, Contení por ¿ry Sjwtonian Research
140-142 (Bechler. ed.), 235 n 1
sistema ptolemaico refutado por, 140­ Copérnico, Nicolás, 37, 91, 108, 136,
142 147
British Journal for the History of mecánica celeste descuidada por, 154
Science, 203 n 2 natjrale“a cor.¿crvadora, 38
Ptolomeo .'jj.Tiirado por, 47
caída de cuerpos, véase cuerpos en Sobre l-s revoluciones de las esferas
caída l c U ’ s .' j s ' D - s revolutionibus), 48,
Calipo, 39 62, 65-66 91, 136, 147
cálculo, su invención por Newton, 153, Comets de G.-'Ot, Jan, 21
156 Crew, Henry, 205 n 4
Cambridge, universidad de, 156 Crombie, Alistair, 204 n 3
Carrugo, Antonio, 204 n 3 cubos, 138
Centauras, 197 n 3 cuerpos en caída:
dencía: experimentos con, 18-22, 34, 93-95,
fundamento filosófico y, 197-198 106-108, 116, 121, 199-200
idea de desarrollo en la, 65-66, 197­ explicación aristotélica, 20-22, 35,
198 36, 994-95
ciencia cartesiana, 12 explicación copernicana, 59-61
ciencia medieval, 215-216 explicaciones elementales, 20-21
Galileo, su deuda a, 206-207, 215­ explicación newtoniana, 157-158
216 forma y velocidad de, 19-20, 29-30,
Cigoli, Lodovico Cardida, 85 109
cinemática, 97, 124 fuerza motriz y velocidad de, 31­
circular, movimiento, véase movimien­ 32
to circular Galileo, sus estudios sobre, 20-22,
Cohén, I. Bernard, 193 n 1, 228, 233 34, 95-109. 116, 126-128, 199-200,
n i , 235 n i 211 - 2 1 2 , 221
cometa de Halley, 186 gravedad universal y, 169, 172-174
cometas, 186, 222 leyes matemáticas, 98-102
Concilio de Trento, 132 masa y velocidad de, 174
Conduitt, John, 232 memento angular y, 182-183
Consideraciones y demostraciones ma­ movimiento acelerado de, 96-103,
temáticas sobre dos nuevas ciencias 105, 109. 112-118, 126, 157, 221­
(Galileo), 34, 92, 97, 98-104, 111, 222
162-163, 205-209, 211-212, 215 movimientos planetarios en relación
caída de cuerpos, 199, 221 con. 17-19, 94
importancia, 138 movimiento ce la Tierra y, 17-19,
inercia, 118 22-23. 36, 126-127, 131
movimiento compuesto, 126 peso v v"!'c:dad de, 20-22, 34-35, 96,
movimiento de proyectiles, 124-125, 10^. i:3 . lió , 161-162, 174, 199­
203, 219 204, 221. 2JO
plano inclinado, experimento, 108, planos ¡rcilr.jdcs vs., 105-106, 109,
201-202 222
proyectiles como, 119 reconstrucción del descubrimiento de
resistencia y velocidad de, 30-31, Galileo de la trayectoria parabó­
109, 114-115, 116-221 lica, 219-220
tiempo y velocidad de, 109, 211-212 estudios de los manuscritos de Ga­
Cusa, Nicolás de, 65 lileo, 202-203
Duhem, Pierre, 113

Dante Alighieri, 72, 110


Darwin, Charles, 25 ecuantes, 44-45, 56, 148
Davis, H. Ted, 200 n elementos aristotélicos:
De la estructura del cuerpo humano corruptibilidad, 28-29
(Vesalio), 37 movimientos naturales, 27-28
deductivo, razonamiento, 26 movimientos planetarios explicados
deferentes, 42-45 por, 28-29
Definiciones relativas al movimiento elipses:
de cuerpos (De motu corporum de- círculos en relación con, 140
finitiones) (Newton), 239, 241, 242, definición, 134-136
244 focos, 134
De Groot, Jan Comets, 21 fuerza centrípeta y, 167
De Moivre, A., 156 Kepler, su uso, 131, 134, 143, 241­
De Salvio, Alfonso, 205 n 4 242
Descartes, Rene, 78, 187 ley de la inversa del cuadrado y, 167,
estado de movimiento, 217-218, 223 231-233
inercia, su descripción por, 130, órbitas planetarias como, 131, 134,
158 n i , 217-218 143, 231-233, 241-243
Newton influido por, 218 simetría, 134, 136
de Soto, Domenico, 112 energía cinética, 113
Diálogo sobre los dos máximos siste­ Ensayador, El (II Saggiatore) (Gali­
mas del mundo (Galileo), 94, 102­ leo), 189 n 1
104, 106, 107 n 1, 126, 127, 128 Einstein, Albert, 184, 239
Digges, Leonard, 68 epiciclos, 4245, 57
Digges, Thomas, 48
Epítome de la astronomía copernicana
(Kepler), 151
dinámica, 97, 124
equinoccios, precesión de los, véase
D ióptrica (Kepler), 86
precesión de los equinoccios
Discoveries and Opinions of Galileo esferas concéntricas, 46
(Drake), 193 n 1
esferas cristalinas, 40
Divina comedia (Dante), 72 espacio, absoluto vs. relativo, 184-185
doble distancia, regla (Galileo), 222­ estaciones, duración variable de las, 41
224 estrellas:
dodecaedros, 138 apariencia telescópica de, 75
Donne, John, 88, 89-90 Galileo, sus observaciones de, 75-76,
Drake, Stillman, 14, 96, 104, 106, 190
113 n 5, 131, 193 n 2, 196 n 2, 197 Vía Láctea compuesta de, 76
n 3, 202, 203-205, 206, 208, 211­ «estrellas mediceas»:
212, 219-220, 224 Galileo, su descubrimiento de, 70,
sobre los experimentos de Galileo, 76
203 Júpiter, sus lunas como, 76, 82
Eudoxo, 38-40 Newton, primera ley contraria a,
estructura de las revoluciones científi­ 158 ’
cas, La (Kuhn), 198 n 4 quinto elemento en, 28, 88
«Experiment in the History of Scien­ resistencia en, 29
ce, An» (Settle), 202 sentido común en, 25
experimentos: sistema copernicano y, 38, 59-60
con cuerpos en caída, 18-22, 34, 93­ sistema ptolemaico compatible con,
95, 106-108, 116, 121, 199-200 47
Galileo, su uso de, 201-209 universo inmutable en, 67
sobre masas gravitatoria e inercial, física newtoniana:
239-240 aplicabilidad moderna de, 184-185
Michelson-Morley, 185 aplicaciones celestes de, 159, 165
pensamiento abstracto en relación aplicaciones terrestres de, 159, 165
con, 96, 103-104, 107-108, 114, caída de cuerpos explicada por, 157­
163, 176 158
sobre el movimiento acelerado, 102­ espacio y tiempo absolutos en, 184­
104, 106-107 185 "
sobre el movimiento de proyectiles, física relativista vs., 184-185
119-120, 203 , 219-220 invalidez de las bases de, 185
con planos inclinados, 102-108, 201­ mareas explicadas por, 181
202, 217
masa en, 237-240
matemáticas vs. física en, 162-164
Faber, Johannes, 86
momento angular explicado por, 182­
Favaro, Antonio, 201, 203
184 ’
Filopón, Juan, 20-21
movimiento planetario explicado por,
física aristotélica:
163-164, 167, 186, 241-245
aceleración, 110-111
precesión de los equinoccios expli­
caída de graves explicada por, 20­
cada por, 179-181
22, 33-35, 36, 94-95
científicos islámicos críticos de, 110 predicciones posibilitadas por, 183
como sistema de muchos cuerpos,
correcciones por los estudiosos, 110­
111 243
cuatro elementos en, 27, 88 Tierra, su forma determinada por,
Dante, crítica de, 110 178-180, 181
físicos griegos críticos de, 110 física nuclear, su complejidad, 133
fuerza motriz en, 29, 31 física relativista:
Galileo, refutación de, 67-68, 88, 95, física newtoniana vs., 184-185
110, 116-118, 131 masa en, 184, 239, 240
inmovilidad de la Tierra en, 35-36, relatividad, 239-240
60, 65, 88 focos de las elipses, 134
Kepler, uso de, 152 forma:
manchas solares y, 197-198 de la Tierra, 178-180, 181
movimiento explicado por, 27-29, 32­ del universo, 130, 147
33 velocidad afectada por la, 19-20. 29­
movimiento circular, su importancia 30, 109
en, 130, 142 fuerza centrípeta:
movimientos planetarios explicados denominada por Newton, 226
por, 27-29 descubrimiento, 226
en el movimiento planetario, 222, física aristotélica refutada por, 67­
241, 243 68, 89, 96, 109, 118, 131
órbitas elípticas y, 167 como físico moderno, 204, 206
fuerza motriz: inercia, su anticipación por, 113, 118,
caída de cuerpos y, 31-32 124, 126-128, 131, 159, 203, 219,
en física aristotélica, 29, 32 221
en física newtoniana, 159-160 inercia circular concebida por, 126,
movimiento acelerado y, 159-160 129, 131, 164, 221
movimiento de proyectiles y, 159­ influencias copernicanas sobre, 193,
160 194-198
peso como, 31-32, 159-160 Inquisición romana y, 62, 75, 86, 92,
velocidad afectada por, 31-32, 159­ 132, 218
160 juventud de, 66
fuerzas magnéticas, en sistema keple- Kepler, su admiración por, 86-87
riano, 146-147, 154-155 ley del cuadrado del tiempo, su de­
rivación por, 101 n 2, 103, 106,
1 1 1 n 4, 222
Galeno, 37 la Luna, su estudio por, 70-75, 79­
Galileo Galilei, 63, 187 81, 193-194
aceleración, concepto de, 206 luz cenicienta descrita por, 74-75,
anillos de Saturno, su descubrimien­ 120
manchas solares, su descubrimiento
to por, 85, 196
por, 85, 191, 197
caída de graves, su estudio por, 20­
mecánica celeste, su descuido por,
22, 34, 95-109, 116, 126-128, 199­
159
200, 211-212, 221, 240
mensaje sideral, El, 70, 86, 88, 193,
como científico experimental, 13-14,
196
199-209, 216, 219 método hipotético-deductivo, 205 y
Consideraciones, véase Consideracio­ n4
nes y demostraciones; doble dis­ movimiento acelerado, su estudio
tancia, regla, 222-224 por. 95-109, 206-207, 222
Copérnico, su importancia para, 63, movimiento, experimentos sobre,
193, 195 199-200, 201-209
creencias católicas de, 132 movimiento lineal uniforme, su es­
Diálogo sobre los dos máximos sis­ tudio por, 91-92
temas del mundo, 94, 102-104, movimiento planetario, su explica­
106, 107 n 1, 126, 127, 128 ción por, 130-132
Dos nuevas ciencias, véase Conside­ movimiento, principales descubri­
raciones y demostraciones mientos, 221-224
ensayador, El. 189 n 1 movimiento de proyectiles, su aná­
errores cometidos por, 105-108 lisis por, 97, 114, 115, 118-119,
estrellas descubiertas por, 75-76, 82 124, 203, 219-220
«estrellas mediceas», su descubri­ movimiento uniformemente acelera­
miento por, 70-76 do, su análisis por. 97-102, 211­
experimentos mentales, 202 212
explicaciones sencillas, su búsqueda movimientos complejos analizados
por, 98-99, 103, 133 pot, 114, 124, 126, 226
fama de, 86-88, 136 nebulosas, su estudio por, 76
observaciones, y su interpretación, «Galileo and Satellite Prediction» (Dra­
193-198 ' ke), 196 n
originalidad de, 109, 113-114 Galileo at Work: this Scientijic Bio-
pensadores medievales y, 206-207, graphy (Drake), 106, 196 n, 203 n 1
215-216 «Galileo’s Discovery of the Law of
pensamiento abstracto, su uso por, Free Fall» (Drake), 203 n 1
96-97, 103, 114, 162, 164, 201­ «Galileo’s Discovery of the Parabolic
202 Trajectory» (Drake y MacLachlan),
percepciones modernas de, 201-204 203 n 1
plano indinado, experimento del, «Galileo's Experimental Confirmation
102-104, 201 of Horizontal Inertia» (Drake), 203
precisión de las mediciones, 71 n 1
predecesores, sus contribuciones a, «Galileo’s Theory of Projectile Mo-
109-114 tion» (Naylor), 203 n 2
primera ley de Newton, su antici­ «Galileo’s Work on Free Fall in 1604»
pación por, 118, 159 (Drake), 211
Saggiatore, II, 189 n 1 Galluzzi, Jaolo, 189 n 1
satélites de Júpiter, su descubrimien­ Gassendi, Pierre, 158 n 1, 227
to por, 76, 82-83, 190, 193. 195­ geocéntrico, universo, 47
197 geostático, universo, 47
segunda ley de Newton y, 159-160 tamaño del, 89
sistema copernicano, su defensa por, Ghini, Luca, 35 n 2
89, 91, 131, 195 Gilbert, Wilíiam, 147
sistema kepleriano, su rechazo por,
Goldstein, Bernard R., 197 n
137, 147, 150-152
Gombrich, E. H., 198
sistema ptolemaico refutado por, 89,
gravedad, véase gravitación universal
131
gravitación universal:
superficie lunar, su estudio por, 70­
aceleración debida a, 109
74, 76, 79-81, 194-195
telescopio, su introducción por, 67, caída de cuerpos y, 160, 172-174
68-70, 131 constante de, 169-174-178
telescopio, su perfeccionamiento por, entre todos los cuerpos, 245
190-191 ecuación para, 170-171
Torre Inclinada de Pisa, 95-96, 199 funciones de, 168
trayectoria parabólica, 203 Kepler, su tercera ley y, 168, 171
velocidad media, su olvido por, 112, ley de, 168-169
206 ley de la inversa del cuadrado de,
velocidad terminal, su discusión por, 226-228
116, 221 lógica del descubrimiento, 245
Venus, su estudio por, 83-85 Luna, su órbita y, 172, 175, 177
Vía Láctea, su estudio por, 76, 190 mareas y, 169. 181
«Galileo and Early Experimentation» masa y, 169, 230
(Settle), 200 n movimiento planetario y, 169, 241­
«Galileo and the Problem of Free 245
Fall» (Naylor), 203 n 2 Newton, su descubrimiento de, 168­
«Galileo and the Process of Scienti- 178
fic Creation» (Wisan), 203 n 2 Newton, sus pasos hacia, 241-246
paso esencial hacía, 243 icosaedro, 138
peso y, 173 Iglesia católica romana, devoción de
satélites y, 168 Galileo hacia, 132
teoría de comprobación de, 175-178 Ignatius His Conclave (Donne), 88
teoría copernicana de, 59, 60-61 Illusion in Nature and in Art (Grego-
Gregorv, R. L., 198 ry y Gambrich, eds.), 138 n 4
Guillermo de Occam, 133 ímpetus, 113 y n 5
inercia:
circular, 121, 129, 131, 160, 221
Halley, Edmund. 155-156, 168, 179, de cometas, 229-230
226, 232, 236, 241 definición de, 158
visita a Newton, 155-156, 226, 232, Descartes, su concepto de, 130, 158
241 n 1, 217-218
Hanson, Norwood Russell, 198 fuerza-aceleración, su cociente como,
Harmonie universelle (Mersenne), 107, 156-157
202 Galileo, su anticipación de, 113, 118,
Harriot, Thomas, 69, 189-190 124, 126-128, 131, 159, 203, 219,
heliocéntrico, universo, 56 221
heliostático, universo, 47, 56 Gassendi, su concepto de, 217-218
tamaño del, 89 infinitud del universo y, 128-129
Heráclides, 65 Kepler, su concepto de, 151, 217
Kepler, su introducción del térmi­
Herivel, John, 236
no. 210
Herschel, William, 46
lineal, 130-131, 159
Hiparco, 40, 55, 181
masa relacionada con, 156-157, 237■
hipotético-deductivo, método
240
Galileo y, 213-214
en el movimiento planetario, 164,
Historia y demostraciones en torno a
229-230
las manchas solares y sus acciden­
en la naturaleza, 159-160
tes (Galileo), 85, 129, 198 n 4
Newton sobre, 229-230
Historia Mathematica, 203 n 1 Newton, su primera ley y, 158
Hooke, Robert, 12 de planetas y cometas
contribución al pensamiento de New­ infinitud:
ton, 225 Galileo, sus conceptos de, 128-129
error cometido por, 227 inercia y, 128-129
y la ley de las áreas de Kepler, 227 movimiento rectilíneo y, 129
movimiento curvilíneo, su análisis Newton, sus conceptos de, 128, 164
por, 131, 225-228 del universo, 89, 128-129, 164
Newton, su deuda a, 184, 225-228, «Influence of Theoretical Perspective
236 on the Interpretation of Sense Data»
Newton, su rivalidad con, 154-156, (Cohén), 193 n 1
225-228 Inquisición romana, Galileo y, 62, 75,
Huygens, Christiaan, 12, 187 86, 92, 132, 218
aceleración, su estudio por, 131, 170, Intelligent Eye, The (Gregorv), 198 n 4
227-232 Introduction to Newton's Principia
concepto de masa, 239 (Cohén), 233 n 1
Newton, su anticipación a, 236 Isabel I, reina de Inglaterra, 147
Saturno, su estudio por, 197 Isis, 202, 203 n 1, 236 n 2
Jonson, Ben, 86 Koestler, Arthur, 137 n 1
Journal for the History oj Astronomy, Koyré, Alexandre, 201
196 n 2 Kuhn, Thomas S., 198 n 4
Juan de Holanda, 110
Júpiter:
Lagrange, Joseph Louis, 187
distancia al Sol, 138
Leibniz, Gottfried Wilhelm, 153
Galileo, sus estudios sobre, 76, 82­
ley de las áreas iguales:
83, 168, 190, 193, 195-197
Kepler, su segunda ley como, 143,
satélites de, 76, 82-83, 168, 190, 193,
144, 164-166, 167
195-197
movimiento inercial y, 164-166
sistema copernicano y, 82-83
movimiento planetario y, 143-144,
167, 241
Kepler, Johannes, 63, 187
ley del cuadrado del tiempo, 101 n 2,
Armonía del mundo, 144, 150-151
103, 106, 111 n 4, 222
Astronomía nova, 66
ley de gravedad de la inversa del cua­
astrónomos, su desatención por, 137,
drado:
147
descubrimiento, 225-228, 235-236
Brahe, su asociación con, 140
Diáptnca, 86 Hooke, su sugerencia a Newton, 225
órbitas elípticas implicadas por, 167,
estilo literario de, 136-137
231-233
física aristotélica utilizada por, 152
Ley del movimiento aristotélico:
Galileo admirado por, 86-87
ecuación, 32
e inercia, 217-218
limitaciones, 32-33
ley de las áreas e incorrecta ley de
movimiento de la Tierra y, 35-36, 60
velocidad, 227-228
Lindberg, David, 215 n 1
ley armónica de, 143-147, 150
longitud, método de hallar, 226
leyes, su significación física, 241-242
Luna:
luz cenicienta descrita por, 74
concepción medieval de, 71-72
Marte, su estudio de, 139, 140, 142,
Galileo, sus estudios de, 70-75, 79­
149
81, 193-194
masa, concepto de, 239
mareas afectadas por, 149, 178
mecánica celeste concebida por, 154
naturaleza terrestre de, 70, 74, 75,
metodología de, 137-138, 148
Newton, su olvido de, 136 193
opinión pitagórica de, 74, 194
Nueva astronomía, 66
en el sistema copernicano, 60-61
órbitas elípticas descubiertas por,
superficie de, 70-74, 75, 79-81, 193­
131, 134, 142, 241
194
primera lev de, 143, 144
Prodromus, 138 Lutero, Martín, 62
luz cenicienta, 74-75, 120
segunda ley de, 143, 144, 164-166,
luz, estudios de Newton sobre, 153,
167
156
sistema circular rechazado por, 142
sistema copernicano defendido por,
138, 140, 193 Mac Sachlan, James, 202, 203 n I
sistema copernicano simplificado por, manchas solares:
66, 144 física aristotélica y, 197-198
tercera ley de, 144-147, 163, 170 Galileo, su descubrimiento de, 85,
tradición platónico-pitagórica de, 140 191, 197
interpretaciones de, 197 Merton College, Oxford, 111
mareas: método científico:
gravitación universal y, 169, 181 Galileo, su desviación del, 103
Kepler, su explicación de, 149 Galileo, su uso del, 201-209
Luna, su efecto sobre, 149, 178 Michelson-Morley, experimento, 185
Newton, su explicación de, 181 Milton, John, 45, 87, 132
Sol, su efecto sobre, 181 Moletti, Giuseppe, 35 n 2
Marius, Simón, 69, 190
momento, 113
Marte, estudios de Kepler de, 139, 140,
momento angular:
142, 149
caída de cuerpos y, 183-184
Marveíl, Andrew, 87
Newton, explicación del, 182-183
masa:
como cantidad, 239-240 movimiento:
definición de, 173 de cometas, 186, 229
en física newtoniana, 237-241 conceptos erróneos modernos de, 17
en física relativista, 184, 239, 240 explicación aristotélica, 27-29, 32-33
gravedad universal y, 169, 238 Galileo, sus descubrimientos relati­
gravitacional, 238-240 vos a, 221-224
Huygens, su concepto de, 235 Galileo, sus experimentos sobre, 199­
inercia relacionada con, 161, 237-240 200, 201-205
inercial y gravitación, 237-241 infinitud y, 129
inercial, 237-240 natural, 27-28, 36
Kepler, su concepto de, 239 parabólico, 97, 114, 115, 116-119,
peso relacionado con, 173, 239-240 124, 219, 223
velocidad afectada por, 174 perpetuo, 127-128
Mastlin, Michael, 74 resolución del, 129
Matemáticas y el mundo de los fenó­
retrógrado, 42, 45, 50, 56
menos, 243
uniforme, 91-95, 97, 110, 116-118,
matemático-experimental, método, 213­
125-126, 128
214
violento, 27-28, 36, 127, 158
«Mathematics and Discovery in Gali­
leo’s Physics» (Drake), 203 n 1 véase también ley de la velocidad
«Mathematics and Experiment in Ga­ media; Newton, su primera ley
lileo’s Science of Motion» (Wisan), del movimiento; Newton, su se­
203 n i gunda ley del movimiento; New­
Maupertuis, Pierre L. M. de, 181 ton, su tercera ley del movimiento,
mecánica celeste: movimiento inercial, ley de las áreas
Copérnico, su desatención por, 154 iguales y, 165-166
Galileo, su desatención por, 154 movimiento acelerado:
Kepler, sus teorías de, 154 de cuerpos en caída, 96-104, 105,
Newton, su descubrimiento de, 153­ 109, 112-116, 126, 157, 125-126
154 derivación de la ley para, 101 n 2,
Médicis, Cosme, Gran Duque, 85 222
mensaje sideral, El (Sidereus nuncius) en física aristotélica, 109-110
(Galileo), 70, 86, 88. 193, 196 fuerza motriz y, 159-160
Mersenne, Marin, 67, 107 y n 1, 202 Galileo, sus cálculos del, 106-107
sobre el experimento del plano in­ Galileo, su concepto del, 126, 206­
clinado de Galileo, 202 207
Galileo, sus experimentos sobre, 102­ sistema ptolemaico del, 40-48
104, 106-108 Sol, su efecto sobre, 146, 149, 154,
Galileo, sus teorías del, 97-101, 222­ 155, 241-245
224 teoría de las esferas concéntricas del,
Huygens, sus estudios del, 131, 170, 39
227 velocidades aparentemente variables
leyes del, 222 del, 40-42, 45
no uniforme, 110, 132 movimiento proyectiles:
sobre planos inclinados, 102, 105, componentes del, 118-119, 122, 124,
109, 222, 224 219, 222
resistencia del aire y, 116-118, 125­ experimentos sobre, 119-120, 203,
126, 221-222 219-220
uniforme, 110-112 fuerza motriz y, 159-160
movimiento circular: Galileo, su análisis del, 97, 114, 115,
en física aristotélica, 130, 142 118-119, 124, 203, 219-220
Galileo, sus conceptos del, 126, 129­ naturaleza parabólica del, 97, 114,
131 115, 118-120, 219, 223
inercia y, 126, 129, 131, 164 movimiento de la Tierra:
inercia lineal en, 131-132 caída de cuerpos y, 17-19, 22-23, 36,
Kepler, su rechazo del, 142 94, 126-127, 131
Newton, su análisis del, 230 imposibilidad aristotélica del, 33-36,
en el sistema copernicano, 56, 130, 60, 65, 88
142, 147 en el sistema copernicano, 37, 47,
en el sistema ptolemaico, 47-48 56 n, 60-61,217
movimiento curvilíneo, su análisis, 218­ teorías antiguas del, 65
219 teoría de las esferas concéntricas del,
movimiento planetario: 39
caída de cuerpos en relación con, teorías griegas del, 37-40
17-19, 94 velocidad del, 22-23
causas del, 131, 140 n 2, 154 mundo, El (Le monde) (Descartes),
como circular, 131 158 n i , 217
componentes del, 159, 229-230 Murdoch, John E., 204 n 3, 205 n 1
como elíptico, 131, 134, 142, 231­
233, 241-243 Nash, Leonard K., 198
explicación aristotélica del, 27-29 Newton, primera ley del movimiento:
fuerza centrípeta en, 222, 241, 243 caída de cuerpos explicada por, 157­
Galileo, su explicación dei, 130-132 159
gravitación universal y, 168, 241-245 establecimiento de, 157
inercia en, 164, 229-230 física aristotélica contraria a, 158
ley de las áreas iguales y, 143-144, Galileo, su anticipación de, 118, 159
167, 241 ' ’ inercia y, 158
Newton. su explicación dei, 163­ Nature of the Natural Sciences, The
164, 167, 186, 241-245 (Nash), 198 n 4
Newton, su tercera ley y, 242-245 Naylor, R. H., 203 n 2
retrógrado, 39, 42, 45, 47-50, 56 nebulosas, 70, 76
sistema copernicano del, 47-55 Nueva astronomía... presentada en for­
en el sistema kepleriano, 131, 134­ ma de comentarios sobre los movi­
142, 241 mientos de Marte (Kepler), 140
New Science of Modo», The (Wisan), óptica estudiada por, 153
203 n 2 pensamiento abstracto en, 162
«New Science of Motion, The: A Study Principia, véase Principios matemá­
of Galileo’s De motu locali» (Wi- ticos
san), 203 n 2 series infinitas desarrolladas por
Newes ¡rom the New World (Jonson), 153
86 simplicidad apreciada por, 133
Newton, Isaac, 38, 63, 76 n 3, 97, 130, Sistema del mundo, 243-244
140 n 2, 143 n 3, 147 telescopio reflector inventado por,
anticipa el análisis de Huygens de) 153
movimiento circular, 236 teorema del binomio desarrollado
caída de la manzana, 235-236 por, 153
cálculo inventado por, 153, 156 «Newton’s Discovery of the Law of
como matemático, 153, 162-164 Centrifugal Forcé» (Herivel), 236
Definiciones relativas al movimien­ n2
to de cuerpos, 239, 241, 242, 244 Newton, segunda ley del movimiento:
De motu, 241-242, 243 caída de cuerpos explicada por, 157­
Descartes, su influencia sobre, 218 159
Dios, sobre su existencia, 164-165 establecimiento de, 157
fama de, 136 Galileo y, 159-160
fuerza centrípeta denominada por, Newton, tercera ley del movimiento:
226, 236 movimiento planetario y, 242-244
fuerza centrípeta estudiada por, 226 Novita celesti e crisi del sapere (Ga-
genio de, 153-154, 187, 246 luzzi, ed.), 189 n 1
gravitación universal descubierta por,
168-178, 237-240, 241-246
observación:
Halley, su visita a, 241
Aristóteles, su énfasis sobre, 26
Hooke, sus contribuciones a, 225-228,
de Galileo, 189-190, 193-200
236
telescópica vs. simple vista, 76
Hooke, su rivalidad con, 154-156,
octaedros, 138
225-228
Ofiuco, 67
inercia circular y, 131
Ojo y cerebro (Gregory), 198 n 4
infinitud concebida por, 128, 164
oposición, 50
Kepler olvidado por, 131
óptica, 153
ley de la inversa del cuadrado deri­
Oresme, Nicolás, 65, 111, 112
vada por, 225-228, 231-233, 235­
Orion, 70-71
236
Osiander, Andreas, 91
leyes de, véase Newton, leyes espe­
Oxford, Merton College de la uni­
cíficas
versidad de, 111
luz, su composición estudiada por,
153, 156
mareas explicadas por, 181 Padua, universidad de, 67
sobre las masas gravitacional e iner­ parabólica, trayectoria, véase proyec
cial, tiles
mecánica celeste descubierta por, 153­ Paraíso perdido (Milton), 45-46, 87
154 paralaje, 59
órbitas elípticas y fuerzas como la Patrones de descubrimiento (Hanson),
inversa del cuadrado, 198 n 4
Peiresc, Nicolás Claude Fabri de, 108 experimentos con, 102-109, 104-109,
pensamiento abstracto: 201-203
en la ciencia medieval, 215-216 Galileo, sus experimentos con, 102­
Galileo, uso del, 96, 103, 107-108, 104, 201-203, 224
114, 162, 164, 201-202 movimiento acelerado sobre, 102,
Newton, uso del, 162-163 105, 109, 215
observación experimental en relación Platón, 25, 101
con el, 96, 103,114,164, 177 platónica, tradición, 101, 138
Perfil Description of the Caelestiae Pope, Alexander, 181
Orbes, A (Digges), 48 precesión de los equinoccios:
perigeo, 41 descubrimiento, 181
perihelio, 143, 148 Luna, su atracción y, 181
períodos sidéreos, 54 Newton, su explicación de, 179-181
perturbación, fuerza planetaria de, 245 Sol, su atracción y, 179-181
peso: Principia (Newton), véase Principios
fuerza gravitatoria como, 173 matemáticos de la filosofía natural
como fuerza motriz, 31-32, 159-160 (Newton)
inercia relacionada con, 161 «Principia, Universal Gravitation and
masa relacionada con, 173, 239-240 the ‘Newtonian Style’, The» (Co­
velocidad afectada por, 20-22, 34-35, hén), 235 n 1
96, 109, 115, 116, 161-162, 199­ Principios de filosofía (Principia phi-
200, 221-240 losophiae) (Descartes), 158 n 1, 218
Physics, 211 Principios matemáticos de la filosofía
natural (Philosophiae naturahs prin­
Pisa, véase Torre Inclinada
cipia mathematica (Newton), 76 n 1,
pitagórica, tradición, 138
143 n 1, 246
Planck, constante de, 169 causas del movimiento planetario en,
planetas: 140 n 1
apariencia telescópica, 75 cometas estudiados en, 186
atraídos por el Sol, 168, 241-245 cronología de descubrimientos en,
brillo variable, 41 235-236
distancias entre, 50-54, 59, 138-140 Descartes, su influencia sobre, 218
distancias al Sol, 138, 143-145 gravitación universal discutida en,
luz reflejada vs. luz intrínseca, 75 177,245
movimiento de, véase movimiento importancia de, 153
planetario ley de las áreas iguales en, 143 n 3,
origen del término, 39, 195 164-168, 231
períodos sidéreos, 54 ley de la inversa del cuadrado en.
símbolos, 46 231-233, 236
Sol atraído por, 241-245 matemáticas vs. física en, 162-164
supuesta perfección de, 74, 85 organización de, 157
tiempos periódicos, 144 tercera ley de Newton en, 242, 243­
la Tierra como, 70-74 245
velocidad de, 143-145 Prodromus (Kepler), 138
véanse también planetas específicos proyectiles, experimentos de Galileo
planos inclinados: con, 203
caída de graves vs., 104-105, 109, proyectiles, trayectoria parabólica de,
222, 224 118-119, 219-220, 223
Ptolomeo, Claudio, 41*47, 136 Scientific American, 203 n 1
Almagesto, 36, 47, 136, 142 separación angular, 50-53
series infinitas, 153
Ramee, Pierre de la (Ramus), 95 Settle, Thomas B., 13, 35 n 2, 105-106,
regla de la velocidad media, 110-112, 20 0n 1, 202
207, 215-216 silogismo, 26
Reinhold, Erasmus, 142 simplicidad:
resistencia: Aristóteles, su creencia en, 133
afectada por la velocidad, 116-117, Galileo, su creencia en, 98-99, 103.
125-126, 221 133
del aire, 109, 114-115, 116, 125, 221 en la naturaleza, 98-99, 103, 133
en física aristotélica, 29, 32 Newton, su aprecio por, 133
Galileo, su reconocimiento de, 109, sistema copernicano:
114-115, 221 Brahe, su prueba en contra del, 140­
velocidad afectada por, 29-33, 109, 142’
114-115, 116, 221 caída de cuerpos explicada por, 59­
revolución newtoniüna, La (Cohén), 61
228, 233 n 1, 235 n 1 complejidades, 55-56, 57, 134
Revolutionibus (Copérnico), 48, 62, 65­ distancias interplanetarias en, 50-54,
66, 91, 136, 147 59, 138
«Role of Experiment in Galileo's Early epiciclos en, 57
Work on the Law of Fall. The» física aristotélica y, 38, 60-61
(Naylor), 203 n 2 forma del universo,
Rosen, Edward, 59 Galileo, su apoyo al, 88, 91, 131,
Royal Society de Londres, 225, 226 195
Ruthenford, Lord Ernest, 114-115 Galileo influido por, 193, 194-198
gravedad explicada por, 59, 60-61
Sarpi, Paolo, 99 insuficiencias del, 59-61
Júpiter, sus datos en apoyo del, 82
satélites:
gravitación universal y, 168 Kepler, su defensa del, 138, 140,
de Júpiter, 76, 82-83, 168, 190. 193, 193
195-197 Kepler, sus simplificaciones del, 66,
Kepler, su tercera ley se cumple por 144
los, 168 Luna inexplicada por, 60-61
origen del término. 76 n 1 movimiento circular en, 56. 130. 143,
de Saturno. 168. 191 147
Saturno: movimiento planetario en, 47-56
anillos, 85, 190, 191 movimiento retrógrado explicado por,
Galileo, sus estudios de, 85, 190 47, 50, 56, 57
Huygens, sus estudios de, 191 naturaleza heliostática del, 47, 56,
satélites de, 168, 191 60,66
Scheiner, Christopb, 106 naturaleza revolucionaria del, 37
Science, 202 observación telescópica y, 66, 69
Science in the M:Jdle Ages fLind- paralaje, su observación en, 59-60
berg, ed.), 215 n 1 precisión del, 53-54, 142
«Science of Motion, The» (.Murdoch retos intelectuales al, 61-62
y Sylla), 215 n 1 sistema kepleriano vs., 147-148
sistema ptolemaico en comparación ecuantes en, 4445, 56, 148
con, 56-59 epiciclos en, 4145, 57
«sol medio» como centro del, 134 física aristotélica compatible con, 47
tamaño del universo, 89, 142 Galileo, su rechazo de, 89, 131
Tierra, su movimiento descrito por, como modelo, 4145
32,47, 56 n, 60-61,217 movimiento circular en, 47
valor predictivo, 53-54 movimiento planetario en, 41-47
sistema kepleriano: movimiento retrógrado explicado por,
anima motrix en, 149, 154-155 42, 45, 50, 56
aspectos musicales de, 150-151 observación telescópica y, 66, 69
distancias interplanetarias en, 137­ sistema copernicano comparado con,
140 56-59
ecuantes usados en, 148 Tierra, su inmovilidad en, 47, 65
exactitud de, 242, 243 valor predictivo del, 43, 44, 54
fuerzas lunares en, 150 Venus como prueba en contra, 83
fuerzas magnéticas en, 146-147, 154­ sistema tychónico, 88 i 1, 146
155 Sobre los cielos (Aristóteles), 35
Galileo, su rechazo del, 137, 147, Sobre las revoluciones de las esferas
150-152 celestes (De revolutionibus orbium
inercia en, 151, 217 coelestium) (Copérnico), 48, 60, 62,
mareas explicadas por, 149 91, 136, 147
Marte estudiado por, 139, 140, 142, importancia de, 37, 38, 65-66
149 Sol:
movimiento planetario en, 131, 134­ atraído por los planetas, 241-245
147, 241 como centro del Sistema Solar, 22,
naturaleza revolucionaria del, 142 143,243
objeciones al, 148-151 mareas afectadas por, 181
olvido del, 148 movimiento planetario afectado por,
órbitas elípticas en, 131, 134, 142, 146, 149, 154, 155,241-245
241-242 planetas atraídos por, 168, 241-245
satélites de Júpiter contrarios al, rotación de!, 85, 243
196 «Some Medieval Reports of Venus and
sistema copernicano vs., 147-148 Mercury Transits» (Goldstein), 198
como sistema de un cuerpo, 242 n4
Sol, su localización en, 134, 142 sonámbulos, Los (Koestler), 137 n 1
Sol como rector en, 146, 149, 154 Springs of Scientific Creativity (Aris,
suposiciones erróneas del, 149. 241 - Davis y Stuewer, eds.), 20 n 1
243 Squire, J. C., 184
velocidad de los planetas en, 143-147 Stephens, James, 87
Sistema del mundo (Galileo), 74, 239, Stevin, Simón, 21-22, 34
244 Streete, T., 137
Sistema del mundo (Newton), 243-244 Stuewer, Roger H., 200 n
sistema ptolemaico: Sylla, Edith D , 204 n 3, 215 n 1
Brahe, su refutación de, 138-140
complejidad del, 41, 45, 57, 134
deferentes en, 4145 Tablas prusianas (Reinhold), 142
deficiencias matemáticas de, 4547 telescopio:
distancias interplanetarias en, 53-54 diafragmas, 190
Galileo, su introducción del, 67, 68­ velocidad:
70, 131-132 afectada por la forma, 19-20, 29-30,
Galileo, su perfeccionamiento del, 109
190-191 afectada por la fuerza motriz, 31-32,
impacto del, 66, 69-70, 190-191 159-160
invención del, 68, 185 afectada por el peso, 20-22, 34-35,
Newton, sus contribuciones al, 153 96, 109, 115, 116, 161-162, 199­
reflector, 153 200, 221, 240
tensión esencial, La (Ruhn), 158 n 4 afectada por la resistencia, 29-33,
tercera ley del movimiento, 242-245; 109, 114-115, 116, 221
véase Kepler, Newton de cuerpos en caída, 20-22, 34-35, 96,
tetraedros, 138 109, 115, 116, 161-162, 174, 199­
tiempo: 200,221
absoluto vs. relativo, 184-185 de la Tierra, 22-24
velocidad y, 109, 211-212 de planetas, 143-147
Tierra: fuerza motriz y, 31-32, 159-160
como cuerpo brillante, 75 masa y, 174
forma de, 177-179, 181 resistencia afectada por, 116-117, 125­
movimiento de, véase movimiento 126, 221
de la Tierra resistencia del aire afectada por, 116­
como un planeta, 74-75 117, 125-126, 221
no singularidad de, 74-75, 83, 89 tiempo y, 109, 211-212
velocidad de, 22-23 velocidad de la luz, 169, 184
Titán, 191 velocidad media, olvido de Galileo de,
torre, experimentos de Galileo desde, 112, 206
199-200; véase Torre Inclinada velocidad terminal, 116, 221
Torre Inclinada de Pisa, 95-96, 199, Venus, 83-85
200 Vesalio, Andreas, 37
trayectoria, véase proyectil Vía Láctea, estudios de Galileo de, 76,
190
Viviani, Vincenzo, 95
unidad astronómica (UA), 53-54
universo:
forma del, 130, 147 Wallace, William, 204 n 3
geocéntrico, 47 «Waste Book», de Newton, 236
geostático, 47, 8 Weinstock, Robert, 233 n 1
heliocéntrico, 54 Whitehead, Alfred North, 205
heliostático, 47, 56, 65, 89 Whitman, Anne, 244
infinitud del, 128-129, 164 Wing, V., 137
inmutabilidad aristotélica del, 67 Wisan, Winifred L., 130 n 6, 203 n 2
tamaño de!, 89. 128, 164 Wotton, Henry, 86
Urbano V III, 86 Wren, Sir Christopher, 155-156

Van Helden, Albert, 189 n i , 190-191


Varchi, Benedetto, 35 n 2 Yerkes, observatorio de, 120

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