Saramago Descubrámonos Los Unos A Los Otros

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Descubrámonos los unos a los otros

JOSÉ SARAMAGO
Premio Nobel de Literatura 1998

En este tiempo en que vivimos, donde proliferan las librerías repletas de libros
capaces de enseñar todas las técnicas y tecnologías, todos los sistemas y métodos,
todos los trucos y artificios -como, v, g., el arte de ser mujer y no morir
en el intento, quizá incluso un día el arte de ser humano y no matar por
costumbre- no faltarán seguramente los manuales de cómo impartir una con-
ferencia, bien ordenados en secciones, capítulos y subcapítulos, de acuerdo
con los procesos mentales lógicos más adecuados al conferenciante, así como
a los conocimientos y expectativas de los asistentes; tengamos en cuenta, además,
que según las lecciones que nos vienen del otro lado del Atlántico toda la
información y los análisis expresados en una conferencia deberán ir acom-
pañados de un ingrediente considerado indispensable a la buena digestión y
asimilación de las ideas ofrecidas. Tal ingrediente es el humor. Temo, sin
embargo, que, en el caso de la charla que han venido a escuchar, tanto la
información como el análisis no resulten suficientemente satisfactorios, y por
lo que respecta al humor, pienso, al/contrario de 10 que se cree generalmente,
que se trata de algo demasiado serio como para tomárselo a broma.
Quiero decir con esto que no debéis esperar grandes novedades y alardes
del simple novelista que soy, y que aunque no me sean del todo ajenas las
virtudes de la ironía y del humor, no me parece que el tema que aquí os
traigo hoy se preste a exhibiciones de esa naturaleza, a no ser que nos refiramos
a esa otra modalidad del humor y de la ironía, que es, sin duda, la más saludable
entre todas ellas y no consiste sino en ser uno al mismo tiempo el agente
y el objeto de la misma.
En esos manuales del perfecto conferenciante, de cuya real existencia no
estoy enteramente seguro (aunque ciertamente no habrán escapado a la ima-
ginación de los autores y a la perspicacia de los editores, empeñados unos
y otros en hacernos la vida más fácil), sin duda se hablará de los modos prin-
cipales de abordar un asunto: el primero de los cuales es el del sopetón, que
casi no da tiempo a que los asistentes se acomoden en sus sillas, aturdidos
inmediatamente por la vehemencia de la alocución, por la profundidad de
los conceptos o por aquello que algunos llaman actualmente comunicación
agresiva; mientras que el segundo modo es el de no tener prisa e invita a

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José Saramago

proceder dando pequeños pasos y avanzar mediante mínimas aproximaciones.


Este último es el estilo de aquellos que, sabiendo que la especíe humana se
halla destinada a hablar hasta el final de los tiempos, desean que su propia
voz no se ausente demasiado pronto del concepto general y simulan no tener
prisa. Como se sabe, en mis libros me inclino preferentemente por una escritura
narrativa de tipo lento y minucioso, por lo que no se extrañarán si, llegada
la hora de hablar, decido comenzar por describir el bosque antes de examinar
una por una, hasta donde alcance mi conocimiento, las especies vegetales...
Por esto me pareció muy apropiado citar aquí un cierto libro mío que,
por tratar de navegaciones, es verdad que insólitas, y de rumbos, es verdad
que imprecisos, espero que acabe por ayudarme a llevar más o menos a puerto
de salvación la nao de esta conversación. Me refiero, como algunos de los
presentes habrán adivinado ya, a esa novela titulada La balsa de piedra, que,
si no llegó a darle la vuelta al mundo, logró perturbar algunas cabezas europeas
excesivamente susceptibles que pretendieron ver en ella, más que la ficción
que es, un acta de protesta y de rechazo contra la Europa comunitaria. Confieso
que alguna perturbación, de otra naturaleza, comenzó por tocar al propio autor
del libro, que de tanto enredarse en las corrientes de la marítima historia
que iba narrando, llegó al extremo de imaginarse marinero de la fantástica
embarcación de piedra en que había transformado la Península Ibérica, fluc-
tuando impávida sobre las aguas del Atlántico, rumbo al sur y a las nuevas
utopias.
La alegoría era de las más transparentes. Aunque aprovechando y desarro-
llando ficcionalmente algunas semejanzas con las conocidas razones de los
emigrantes que viajan a tierras extrañas para buscarse la vida, había en este
caso una diferencia sustancial y definitiva, por así decirlo: la de viajar conmigo
en la inaudita migración, además de mí país, para no quedarse amputada la
península, la propia España, separada ella, irónicamente, de Gibraltar, y dejando
agarradas al fondo del mar, bien firmes, las Islas Baleares y las Islas Canarias.
Esas mismas Islas Canarias donde no imaginaba yo que las circunstancias de
la vida me llevarían un día, para en una de ellas vivir...
Esa mi Balsa de piedra es, toda ella, desde la primera a la última página,
la consecuencia literaria de un resentimiento histórico. Puestos por las casua-
lidades de la geografía en el extremo occidental del continente europeo, los
portugueses, a pesar de con España haber llevado (tanto para bien como para
mal) a otras partes del mundo el nombre y el espíritu de Europa, quedaron
después, de cierto modo, al margen de la historia subsecuente. Nos cabe a
nosotros (me refiero ahora, evidentemente, a Portugal) una parte de respon-
sabilidad en esa especie de exilio dentro de lo que en nuestros días se dio
en llamar la casa común europea. En todo caso, el gusto por la autoflagelación
que nos es muy característico no deberá hacer olvidar el desdén y la arrogancia
de que nos dieron abundantes muestras las potencias europeas a lo largo de
cuatro siglos, comenzando por el más antiguo aliado de Portugal, que es Gran

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Bretaña, para quien, hasta tiempos bien recientes, cualquier intento de acer-
camiento y conciliación de los intereses de los dos Estados peninsulares siempre
fue visto como una potencial amenaza a sus propios e imperiales intereses.
Al decir que hemos llevado el espíritu de Europa a desconocidas regiones
del mundo no es mi intención entonar las acostumbradas aleluyas, el canto
habitual de alabanzas a las culturas y a la civilización europeas. No os voy
a cansar repitiendo al extensísimo catálogo de sus maravillas, desde los griegos
y los latinos hasta los tiempos de hoy. De más sabemos que Europa es madre
ubérrima de culturas, faro inapagable de civilización, lugar donde vino a ins-
tituirse el modelo humano que más próximo está, supongo, al prototipo que
Dios tendría en mente cuando colocó en el paraíso al más antiguo ejemplar
de nuestra especie... Por lo menos es así, de esta manera idealizada, como
los europeos se contemplan a sí mismos, por lo menos es ésta la respuesta
que a sí mismos se vienen dando invariablemente: «Yo soy 10 que de más
bello, más inteligente, más perfecto, más culto y civilizado la Tierra ha producido
hasta ahora»
Ante las convictas certezas con que los europeos suelen embalar sus ilu-
siones, y como contrapartida de ellas, sería ahora el momento de describir
la ciertamente no menos extensa relación de los desastres y horrores de Europa,
los cuales, probablemente, acabarían por llevarnos a la deprimente conclusión
de que la famosa batalla celeste aquélla, entre los ángeles sublevados y los
ángeles obedientes, fue ganada por Lucifer, y que el único habitante del paraíso,
finalmente, habría sido la serpiente, encarnación tangible del mal y su gráfica
representación. Serpiente que no precisó de macho, o de hembra, si macho
era, para proliferar en número y en cualidad... Sin embargo, no haremos esa
relación, como no hicimos antes, aquel catálogo. Cubriremos piadosamente
el espejo de las verdades acusadoras para que él no tenga que pronunciar,
siquiera, la primera palabra de la respuesta terrible que ya estaremos adivinando
en nuestro corazón.
Claro que, desde un punto de vista abstracto, Europa no tiene más culpas
en la notaría de la Historia que cualquier otro lugar del mundo donde, ayer
y ahora mismo, por todos los medios, se hayan disputado o se estén disputando
poder y hegemonía. Pero la ética, ejerciéndose, como lo dice el sentido común,
sobre lo social concreto, deberá ser la menos abstracta de todas las cosas,
y aunque variable según el tiempo y el lugar, siempre estará ahí, como una
presencia callada y rigurosa que, con su mirada fija, nos pide cuentas todos
los días. Europa debería presentar al tribunal de la conciencia mundial (si
eso existe) el balance de su gestión histórica (perdonéseme este lenguaje de
burócrata), para que no siga prolongándose su pecado mayor y su mayor per-
versión, que es, y ha sido, la existencia de dos Europas, una central, otra
periférica, con el consiguiente lastre de injusticias, discriminaciones y resen-
timientos, cuya responsabilidad la nueva Europa comunitaria no parece querer
asumir, esa paralizadora tela de prejuicios y opiniones hechas que todos los

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días se manifiesta y nos distancia de un espíritu auténtico de diálogo y cola-


boración. No estoy hablando de guerras, de invasiones, de genocidios, de eli-
minaciones étnicas selectivas, que no cabrían en un discurso como éste. Hablo,
sí, de la ofensa grosera que es, más allá de la congénita malformación que
denominamos euroccntrismo, aquel comportamiento aberrante que consiste
en ser Europa eurocéntrica en relación a sí misma. Para los Estados europeos
más ricos y, si acreditamos la narcisista opinión en que acostumbran com-
placerse, culturalmente superiores, el resto del continente sigue siendo algo
más o menos vago y difuso, con un tanto de exotismo, con un tanto de pintoresco,
merecedor, cuando mucho, del interés de antropólogos y arqueólogos, pero
donde, a pesar de todo, contando con las adecuadas colaboraciones locales,
aún se pueden hacer algunos buenos negocios.
Ahora bien: es mí parecer que no habrá una Europa nueva si ésta que
tenemos no se instituye decididamente como una entidad moral, como tampoco
habrá una nueva Europa en tanto no se haya eliminado, más que los egoísmos
nacionales o regionales, que casi siempre son reflejos defensivos, en cuanto
no se haya eliminado, digo, el prejuicio de un supuesto predominio o subor-
dinación de unas culturas en relación a otras. Tengo presente, claro está, como
pura obviedad que es, la importancia de los factores militares y políticos en
la formación de las estrategias globales, pero siendo, por fortuna o disfortuna,
hombre de libros, es mi deber, si aquí vengo, recordar que las hegemonías
culturales de nuestro tiempo han resultado, esencialmente, de un doble y acu-
mulativo proceso de evidenciar lo suyo y ocultar lo ajeno, y que ese proceso
que, con el paso del tiempo, tuvo el arte de imponerse como algo inevitable,
ha sido muchas veces favorecido por la resignación, cuando no por la com-
plicidad, de las propias víctimas. ,'-
Ningún país, por más rico y poderoso que fuera, debería arrogarse voz
más alta que los demás. Y ya que de culturas venimos hablando, diré también
que ningún país, o grupo, o tratado, o pacto de países, tiene el derecho de
presentarse como mentor o guía cultural de los restantes. Las culturas no
deben ser consideradas mejores o peores, no deban ser consideradas más ricas
o más pobres: son, todas ellas, culturas, y basta. Desde ese punto de vista,
se valen unas a las otras, y será por el diálogo entre sus diferencias, las cua-
litativas, no las cuantitativas, por lo que se encontrarán justificadas. No hay,
y espero que no la haya nunca, por ser contraria a la pluralidad del espíritu
humano, una cultura universal. La Tierra es única, pero no el hombre. Cada
cultura es, en sí misma, un espacio comunicable y potencialmente comunicante:
el espacio que las separa es el mismo que las liga, como el mar separa y
liga a los continentes.
Dentro de la mal avenida casa europea, las dificultades de relación entre
los pueblos fueron y, aunque en otro nivel, siguen siendo el más serio de
los problemas que tendremos que resolver si queremos llegar a un enten-
dimiento que haga de la vida en Europa algo diferente de lo que hasta ahora

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ha sido -una lucha obsesiva por más y más riqueza, por más y más poder-o
¿Qué no se dirá entonces de la relación de Europa, en su conjunto, con los
°
pueblos que, a partir del siglo xv, de grado forzados, entraron en el proceso
general de ensanchamiento y conocimiento del mundo iniciado con los des-
cubrimientos y las conquistas?
En verdad, desde que Colón, en 1492, tocó tierra americana, creyendo
que había llegado a la India, y Álvarez Cabral, en 1500, por casualidad o
a caso hecho, encontró Brasil, fueron diversas, pero jamás contradictorias, las
imágenes que Europa recibió de ese nuevo mundo, en muchos aspectos incom-
prensible para ella. Aunque, como la Historia vino luego a demostrar, bastante
dúctil y moldeable, bien par la violencia de las armas, bien por la persuasión
religiosa, a los intereses materiales y a las conveniencias ideológicas de aquellos
que, habiendo comenzado como descubridores (siempre alguien tuvo que des-
cubrir, siempre alguien tuvo que ser descubierto), inmediatamente pasaron
a explotadores. El soldado y el fraile que pusieron pie en la"> tierras nuevamente
descubiertas, llevaban a los combates armas diferentes. Uno blandía la espada,
el otro imponía la cruz. Si no fueron iguales los medios usados, sin duda
coincidieron ellos en los fines: la dominación de las almas transportadas por
los cuerpos, la dominación de los cuerpos animados por las almas.
Par una dádiva suplementaria del Creador -séame permitida la melancólica
ironía-, el oro y (os diamantes hicieron más atractiva y compensadora la
empresa de la evangelización. Ante tantas riquezas y maravillas, ya se sabe
qué poco irían a significar las devastaciones, los saqueos y los genocidios, menos
aún en las conciencias de la época, que ponían, par encima de todo, a la
vez que sus intereses los de Dios y de la Corona, justificados éstos, en cada
caso dudoso, por adecuadas razones de Fe y de Estado. Previniendo uno u
otro escrúpulo moral, siempre posible en la problemática naturaleza humana,
quisieron el Azar y la Providencia que viniesen al mundo, en el momento
necesario, un Bartolomé de las Casas y un Antonio Vieira para que en España
y en Portugal pudieran tener los indios sus defensores, aunque solamente ofi-
ciosos, contra las peores arbitrariedades y las más escandalosas extorsiones...
Los tiempos fueron mudando, la Historia perfeccionó los métodos. De acuerdo
con sus intereses nacionales, cada país de Europa, a lo largo de los siglos,
miró a América a su propia e interesada manera, y, por ese modo particular
de mirar, pretendió, invariablemente, sacar de ella algún provecho, aunque
para ello haya sido preciso presentarse, cuando convino, con la imagen y la
apariencia de un libertador.
Llegados a esta altura, creo que comenzará a entenderse el motivo por
él que di a este escrito el título aparentemente conciliador de Descubrámonos
los unos a los otros. Quiero dejar claro que no fue ni es mi objetivo, de modo
más o menos metafórico, y con un oportunismo que vendría fuera de tiempo,
intentar armonizar aquí la polémica palabra descubrimiento con los diplomáticos
pero inútiles arreglos de última hora con que se pretendió, por vía de una

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simulación que ni las buenas intenciones lograban disculpar, sustituirla por


expresiones presuntamente más consensuales, como serían las de encuentro
de pueblos y diálogo de culturas. Tanto por un modo de ser propio como por
formación adquirida, he procurado, a lo largo de toda mi vida, no caer en
la fácil tentación de colar a la realidad conceptos que no se correspondan
con aquel grado de fidelidad (siempre relativa, ay de mí) que, a pesar de
las reconocidas debilidades del espíritu humano en general (y del mío en par-
ticular), nos defiende de incurrir en excesivas perversiones de juicio. Con esto
quiero decir que si a unos, los del otro lado del océano, no agradó ni agrada
la palabra descubrimiento (lo que, siendo un derecho de ellos, no basta para
borrar la evidencia histórica), los otros, los de este lado, sean portugueses
o españoles, no pueden esperar absolución alguna por el hecho de llamar
hoy diálogo de culturas o encuentro de pueblos a lo que entonces fue violencia,
depredación y conquista.
Aprovechando la ocasión, podría yo introducir ahora en mi discurso la
nómina de los mil y un actos bárbaros practicados por los españoles en las
tierras y contra las gentes del Nuevo Mundo, según rezan las crónicas y nadie,
por más explicaciones que invente, logrará justificar algún día. Pero muy cierto
y muy buen consejero es el refrán que nos avisa que no debe tirar piedras
al tejado del vecino quien lo tenga de vidrio en su propia casa. Por eso renuncio
a tomar como blanco de mi puntería los tejados del vecino peninsular y, al
contrario, pongo a la vista mis propios y frágiles techos. En una carta fechada
el 20 de abril de 1657, nuestro Padre Antonio Vieira, ya antes citado, escribía
desde Brasil al rey D. Alfonso VI de Portugal: «Las injusticias que se han
infli~ido a los naturales de esta tierras exceden en mucho a las que se hicieron
en Africa. En el espacio de cuarenta años se mataron y destruyeron en esta
costa y territorios más de dos millones de indios y más de quinientas poblaciones
y grandes ciudades, y de esto nunca se vio castigo.»
No continuaré citando, no buscaré otras fuentes: por esta única teja partida
entra el huracán de las atrocidades portuguesas, tan destructor como aquel
que preparó a España la materia de la Leyenda Negra, uniendo a unos y
a otros, a portugueses y a españoles, como iguales de cuantos pueblos, desde
el comienzo de la Historia, ejercieron dominio violento e intolerante sobre
otros pueblos. No llevamos nuestras culturas a un diálogo con otras culturas,
fuimos, sí, a corromper las que encontramos, y en el caso de los pueblos incas,
mayas y aztecas, a destruir las civilizaciones que les habían dado origen y
de las que se sustentaban. De esa culpa añadida estamos nosotros, los por-
tugueses, por una pura casualidad, exentos, tan sólo porque nuestros indios,
los de Brasil, se encontraban aún, en todos los aspectos, en un nivel de desarrollo
inferior. ..
No aceptaremos que nos condenen como a los mayores criminales de la
Historia, pero no procuremos absoluciones a todo costo. Levantar un monu-
mento a las víctimas de la invasión europea de 1492, como lo hizo o lo quiso

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hacer un digno alcalde de Puerto Real, no sólo demuestra una ingenuidad


filosófica totalmente al margen de las realidades históricas, sino parece ignorar
que los responsables del dominio político y económico de que son víctimas,
hoy y no ayer, hoy y no hace cinco siglos, los pueblos de América Latina
no se llaman Colón ni Cabral, antes bien usan nombres y apellidos de un
inconfundible acento anglosajón. Por otro lado, si persistimos en esas ideas
de una póstuma e inocua justicia, no tendremos más remedio que cubrir toda
la tierra de monumentos a víctimas de invasiones, por cuanto, como bien sabe-
mos, el mundo, desde que es mundo, no ha hecho otra cosa que invadir al
mundo...
Ahora sí se tornaron definitivamente claras las palabras que componen
el título de esta conferencia: lo que pretendo, finalmente, es decir que el des-
cubrimiento del otro ha significado casi siempre (las excepciones, de haberlas,
no cuentan, dado que no pudieron ni podrían contrariar la regla) la emergencia,
en el espíritu del descubierto, de las diversas expresiones de la intolerancia,
desde el rechazo de diferencias simples hasta las manifestaciones más extremas
de xenofobia y racismo. La intolerancia, después de tantas pruebas dadas,
ya se nos presenta como una expresión trágicamente configuradora de la especie
humana y de ella inseparable, y probablemente tiene raíces tan antiguas como
el momento en que se produjo el primer encuentro entre una horda de pite-
cántropos rubios con una horda de pitecántropos negros ...
No nos engañemos a nosotros mismos: en el día en que Cabral y Colón
pusieron pie en las tierras por primera vez descubiertas, 10 que dentro de
ellos y de quienes les acompañaban despertó violentamente fue, una vez más,
el demonio de la intolerancia, la dificultad de aceptar y reconocer al otro
en todas sus diferencias, y peor todavía, el rechazo a admitir que la razón
del otro pudiera, racionalmente, prevalecer sobre la nuestra, y que cl espíritu
del otro hubiera podido alcanzar, por sus propios medios, una plenitud igual
o superior a aquella a la que suponemos ha llegado al nuestro. Descubrimos
al otro y de paso lo rechazamos. Así como Macbeth podía decir que no bastaría
todo el agua del gran Neptuno para lavar la sangre de sus manos, tampoco
habrá dialéctica no sofística capaz de encubrir o disfrazar la intolerancia que
llevamos en la masa de nuestra propia sangre.
Ciertamente, aquellos que, por inclinación personal o por la formación
recibida, pudieron beber del manantial de .las humanidades y aprendieron, en
sus propias flaquezas, la dura lección de las imperfecciones y de las vulgaridades
humanas, ésos logran oponerse, de un modo que yo llamaría culturalmente
espontáneo, a todo comportamiento intolerante, cualquiera que sea su origen
y fundamento, de raza o de frontera, de color o de sangre, de casta o de
religión. No olvidemos, sin embargo, que las propias clases sociales, por su
ordenamiento piramidal y las resultantes contradicciones y tensiones internas
de poder y de dominio, activan, en sus conflictos, comportamientos de into-
lerancia semejantes. Entre nosotros, el negro tiene, cuántas veces, la piel blanca,

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y el árabe pueda muy bien ser aquel cristiano cumplidor que, aunque bautizado
y crismado, aunque regularmente se confiese y comulgue, pertenece a otra
iglesia social.
Todas las protestas, todos los clamores, todas las proclamaciones contra
la intolerancia son justas y necesarias, pero la experiencia de tantas expectativas
defraudadas, y de tantas ilusiones perdidas, debería aconsejarnos moderar nues-
tra satisfacción cuandoquiera que, como consecuencia de esas u otras acciones,
la intolerancia parezca detenerse en su avance, e incluso recule ocasionalmente,
a la espera, ya deberíamos saberlo, de tiempos más propicios. Prácticamente,
todas las causas de la intolerancia han sido ya identificadas, desde las pro-
posiciones políticas con objetivos finales de apropiación territorial, dando como
pretexto supuestas purezas étnicas, que frecuentemente no dudan en adornarse
con las neblinas del mito, hasta las crisis económicas y las presiones demográficas
que, aunque en principio no necesitan de justificaciones externas, tampoco
las desdeñan si, en un momento agudo de esas mismas crisis, se considera
conveniente el recurso táctico a esos potenciadores ideológicos, los cuales,
a su vez, en un segundo momento, podrán llegar a transformarse en móvil
estratégíco au tosuñciente,
Infelizmente, los brotes de intolerancia, sean las que sean sus raíces his-
tóricas y sus causas inmediatas, y corno si los hechos anteriores de naturaleza
y consecuencias semejantes hubiesen sucedido en un planeta sin comunicación
con éste, encuentran invariablemente facilitadas sus operaciones de corrupción
de las conciencias. Entorpecidas ya por egoísmos personales o de clase, éti-
camente paralizadas por el temor cobarde de parecer poco patriotas o poco
creyentes, según los casos, en comparación con la insolente y agresiva propaganda
racista o confesional, en las conciencias se va despertando, poco a poco, la
bestia que dormía hasta hacerla saltar dispuesta a la violencia y al crimen.
De hecho, nada de esto debería sorprendernos. Sin embargo, con desconcertante
ingenuidad, aquí andamos preguntándonos, una vez más, cómo es posible que
haya retornado el flagelo, cuando lo considerábamos extinto para siempre,
en qué mundo terrible seguirnos viviendo cuando tanto creíamos haber pro-
gresado en civilización, cultura, derechos humanos y otras prendas...
Que esta civilización -y no me refiero solamente a la que, de modo sim-
plificador, denominarnos occidental- está llegando a su término parece ser
un punto indiscutible para todo el mundo. Que entre los escombros de los
regímenes desmoronados o en vías de desmoronarse (socialismos pervertidos
y capitalismos perversos) comienzan a esbozarse, entre tanteos y dudas, recom-
posiciones nuevas de los viejos materiales, eventualmente articulables entre
ellos, o bien -guiados por la lógica de las nuevas interdependencias económicas
y la globalización de la información- prosiguen con estrategias perfeccionadas
los conflictos de siempre, todo esto parece estar igualmente bastante claro.
De un modo mucho menos evidente, tal vez por pertenecer al territorio de
aquello que, metafóricamente, yo denominaría las ondulaciones profundas del

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Descubrámonos los unos a los otros

espíritu humano, creo que es posible identificar en la circulación de las ideas


un impulso apuntado a un nuevo equilibrio, en el sentido de una reorganizacián
de valores que debería suponer una rcdcfinición, al mismo tiempo racional
y sensible, de los viejos deberes humanos, tan poco estimados en nuestros
días. De este modo quedaría colocada, al lado de la carta de los derechos
del hombre, la carta de sus deberes, ambas indeclinables e imperiosas, y ambas,
en el mismo plano, legítimamente invocables. A Colón y a Cabral nos se les
podía exigir que pensaran en estas cosas, pero nosotros no podemos permitirnos
ignorarlas.
Es tíempo de terminar. entretanto, la balsa de piedra navegó hacia el sur
unas cuantas millas más. Su ruta terminará en un punto del Atlántico situado
en algún lugar entre África y América del Sur. Ahí, como una nueva isla,
se detendrá. Transportó a los pueblos de la Península herederos de los antiguos
descubridores, los llevó al reencuentro con las raíces que allí por entonces
fueron plantadas (los árboles europeos convertidos en selvas americanas...),
y si, como propongo en esta charla, descubrir al otro será siempre descubrirse
a sí mismo, mi deseo al escribir ese libro fue que un nuevo descubrimiento,
un encuentro digno de ese nombre, un diálogo nuevo con los pueblos ibe-
roamericanos e iberoafricanos, permitiesen descubrir en nosotros capacidades
y energías de signo contrario a aquellas que hicieron de nuestro pasado de
colonizadores un terrible eargo de conciencia.
Un político catalán, escribiendo sobre La balsa de piedra, sugirió que mi
pensamiento íntimo no habría sido separar a la Península Ibérica de Europa,
sino transformarla en un remolque que nevase a Europa hacia el sur, apar-
tándola de las obsesiones triunfalistas del norte y tornándola solidaria con
los pueblos explotados del Tercer Mundo. Es bonita la idea, pero en verdad
no me atrevería a pedir tanto. A mí-me bastaría con que España y Portugal,
sin dejar de ser Europa, descubrieran en sí, finalmente, esa vocación de sur
que llevan reprimida, tal vez como consecuencia de un remordimiento histórico
que ningún juego de palabras podrá borrar, y sólo acciones positivas con-
tribuirían a hacerlo soportable. El tiempo de los descubrimientos aún no ha
terminado. Continuemos, pues, descubriendo a los otros, continuemos des-
cubriéndonos a nosotros mismos.

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Enero 1999

WEIMAR,
ENCRUCUADADELACULTURAEUROPEA

Walter Benjamín, Thomas Bernhard, Bruno Bettelheim,


J. P. Eekermann, Franz Kafka, Bernd Kauffmann,
Volkhard Knigge, Thomas Mann, L. F. Moreno Claros,
José Ortega y Gasset, -Ioseph Roth, José Manuel Sánchez Ron,
Hernán Santiváñez, Siegfried Seifert, Ignacio Sotelo

Febrero 1999

ARTE Y PENSAMIENTO
ESTETICO EN FRANCIA

Georges Didi-Huberman, Gerard Genette,


Yves Michaud, Annette Messager, Robert Storr

Un cuento de

Luis Magrinyá

Miguel Morey escribe sobre


María Zambrano

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