Saramago Descubrámonos Los Unos A Los Otros
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JOSÉ SARAMAGO
Premio Nobel de Literatura 1998
En este tiempo en que vivimos, donde proliferan las librerías repletas de libros
capaces de enseñar todas las técnicas y tecnologías, todos los sistemas y métodos,
todos los trucos y artificios -como, v, g., el arte de ser mujer y no morir
en el intento, quizá incluso un día el arte de ser humano y no matar por
costumbre- no faltarán seguramente los manuales de cómo impartir una con-
ferencia, bien ordenados en secciones, capítulos y subcapítulos, de acuerdo
con los procesos mentales lógicos más adecuados al conferenciante, así como
a los conocimientos y expectativas de los asistentes; tengamos en cuenta, además,
que según las lecciones que nos vienen del otro lado del Atlántico toda la
información y los análisis expresados en una conferencia deberán ir acom-
pañados de un ingrediente considerado indispensable a la buena digestión y
asimilación de las ideas ofrecidas. Tal ingrediente es el humor. Temo, sin
embargo, que, en el caso de la charla que han venido a escuchar, tanto la
información como el análisis no resulten suficientemente satisfactorios, y por
lo que respecta al humor, pienso, al/contrario de 10 que se cree generalmente,
que se trata de algo demasiado serio como para tomárselo a broma.
Quiero decir con esto que no debéis esperar grandes novedades y alardes
del simple novelista que soy, y que aunque no me sean del todo ajenas las
virtudes de la ironía y del humor, no me parece que el tema que aquí os
traigo hoy se preste a exhibiciones de esa naturaleza, a no ser que nos refiramos
a esa otra modalidad del humor y de la ironía, que es, sin duda, la más saludable
entre todas ellas y no consiste sino en ser uno al mismo tiempo el agente
y el objeto de la misma.
En esos manuales del perfecto conferenciante, de cuya real existencia no
estoy enteramente seguro (aunque ciertamente no habrán escapado a la ima-
ginación de los autores y a la perspicacia de los editores, empeñados unos
y otros en hacernos la vida más fácil), sin duda se hablará de los modos prin-
cipales de abordar un asunto: el primero de los cuales es el del sopetón, que
casi no da tiempo a que los asistentes se acomoden en sus sillas, aturdidos
inmediatamente por la vehemencia de la alocución, por la profundidad de
los conceptos o por aquello que algunos llaman actualmente comunicación
agresiva; mientras que el segundo modo es el de no tener prisa e invita a
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Bretaña, para quien, hasta tiempos bien recientes, cualquier intento de acer-
camiento y conciliación de los intereses de los dos Estados peninsulares siempre
fue visto como una potencial amenaza a sus propios e imperiales intereses.
Al decir que hemos llevado el espíritu de Europa a desconocidas regiones
del mundo no es mi intención entonar las acostumbradas aleluyas, el canto
habitual de alabanzas a las culturas y a la civilización europeas. No os voy
a cansar repitiendo al extensísimo catálogo de sus maravillas, desde los griegos
y los latinos hasta los tiempos de hoy. De más sabemos que Europa es madre
ubérrima de culturas, faro inapagable de civilización, lugar donde vino a ins-
tituirse el modelo humano que más próximo está, supongo, al prototipo que
Dios tendría en mente cuando colocó en el paraíso al más antiguo ejemplar
de nuestra especie... Por lo menos es así, de esta manera idealizada, como
los europeos se contemplan a sí mismos, por lo menos es ésta la respuesta
que a sí mismos se vienen dando invariablemente: «Yo soy 10 que de más
bello, más inteligente, más perfecto, más culto y civilizado la Tierra ha producido
hasta ahora»
Ante las convictas certezas con que los europeos suelen embalar sus ilu-
siones, y como contrapartida de ellas, sería ahora el momento de describir
la ciertamente no menos extensa relación de los desastres y horrores de Europa,
los cuales, probablemente, acabarían por llevarnos a la deprimente conclusión
de que la famosa batalla celeste aquélla, entre los ángeles sublevados y los
ángeles obedientes, fue ganada por Lucifer, y que el único habitante del paraíso,
finalmente, habría sido la serpiente, encarnación tangible del mal y su gráfica
representación. Serpiente que no precisó de macho, o de hembra, si macho
era, para proliferar en número y en cualidad... Sin embargo, no haremos esa
relación, como no hicimos antes, aquel catálogo. Cubriremos piadosamente
el espejo de las verdades acusadoras para que él no tenga que pronunciar,
siquiera, la primera palabra de la respuesta terrible que ya estaremos adivinando
en nuestro corazón.
Claro que, desde un punto de vista abstracto, Europa no tiene más culpas
en la notaría de la Historia que cualquier otro lugar del mundo donde, ayer
y ahora mismo, por todos los medios, se hayan disputado o se estén disputando
poder y hegemonía. Pero la ética, ejerciéndose, como lo dice el sentido común,
sobre lo social concreto, deberá ser la menos abstracta de todas las cosas,
y aunque variable según el tiempo y el lugar, siempre estará ahí, como una
presencia callada y rigurosa que, con su mirada fija, nos pide cuentas todos
los días. Europa debería presentar al tribunal de la conciencia mundial (si
eso existe) el balance de su gestión histórica (perdonéseme este lenguaje de
burócrata), para que no siga prolongándose su pecado mayor y su mayor per-
versión, que es, y ha sido, la existencia de dos Europas, una central, otra
periférica, con el consiguiente lastre de injusticias, discriminaciones y resen-
timientos, cuya responsabilidad la nueva Europa comunitaria no parece querer
asumir, esa paralizadora tela de prejuicios y opiniones hechas que todos los
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ha sido -una lucha obsesiva por más y más riqueza, por más y más poder-o
¿Qué no se dirá entonces de la relación de Europa, en su conjunto, con los
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pueblos que, a partir del siglo xv, de grado forzados, entraron en el proceso
general de ensanchamiento y conocimiento del mundo iniciado con los des-
cubrimientos y las conquistas?
En verdad, desde que Colón, en 1492, tocó tierra americana, creyendo
que había llegado a la India, y Álvarez Cabral, en 1500, por casualidad o
a caso hecho, encontró Brasil, fueron diversas, pero jamás contradictorias, las
imágenes que Europa recibió de ese nuevo mundo, en muchos aspectos incom-
prensible para ella. Aunque, como la Historia vino luego a demostrar, bastante
dúctil y moldeable, bien par la violencia de las armas, bien por la persuasión
religiosa, a los intereses materiales y a las conveniencias ideológicas de aquellos
que, habiendo comenzado como descubridores (siempre alguien tuvo que des-
cubrir, siempre alguien tuvo que ser descubierto), inmediatamente pasaron
a explotadores. El soldado y el fraile que pusieron pie en la"> tierras nuevamente
descubiertas, llevaban a los combates armas diferentes. Uno blandía la espada,
el otro imponía la cruz. Si no fueron iguales los medios usados, sin duda
coincidieron ellos en los fines: la dominación de las almas transportadas por
los cuerpos, la dominación de los cuerpos animados por las almas.
Par una dádiva suplementaria del Creador -séame permitida la melancólica
ironía-, el oro y (os diamantes hicieron más atractiva y compensadora la
empresa de la evangelización. Ante tantas riquezas y maravillas, ya se sabe
qué poco irían a significar las devastaciones, los saqueos y los genocidios, menos
aún en las conciencias de la época, que ponían, par encima de todo, a la
vez que sus intereses los de Dios y de la Corona, justificados éstos, en cada
caso dudoso, por adecuadas razones de Fe y de Estado. Previniendo uno u
otro escrúpulo moral, siempre posible en la problemática naturaleza humana,
quisieron el Azar y la Providencia que viniesen al mundo, en el momento
necesario, un Bartolomé de las Casas y un Antonio Vieira para que en España
y en Portugal pudieran tener los indios sus defensores, aunque solamente ofi-
ciosos, contra las peores arbitrariedades y las más escandalosas extorsiones...
Los tiempos fueron mudando, la Historia perfeccionó los métodos. De acuerdo
con sus intereses nacionales, cada país de Europa, a lo largo de los siglos,
miró a América a su propia e interesada manera, y, por ese modo particular
de mirar, pretendió, invariablemente, sacar de ella algún provecho, aunque
para ello haya sido preciso presentarse, cuando convino, con la imagen y la
apariencia de un libertador.
Llegados a esta altura, creo que comenzará a entenderse el motivo por
él que di a este escrito el título aparentemente conciliador de Descubrámonos
los unos a los otros. Quiero dejar claro que no fue ni es mi objetivo, de modo
más o menos metafórico, y con un oportunismo que vendría fuera de tiempo,
intentar armonizar aquí la polémica palabra descubrimiento con los diplomáticos
pero inútiles arreglos de última hora con que se pretendió, por vía de una
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y el árabe pueda muy bien ser aquel cristiano cumplidor que, aunque bautizado
y crismado, aunque regularmente se confiese y comulgue, pertenece a otra
iglesia social.
Todas las protestas, todos los clamores, todas las proclamaciones contra
la intolerancia son justas y necesarias, pero la experiencia de tantas expectativas
defraudadas, y de tantas ilusiones perdidas, debería aconsejarnos moderar nues-
tra satisfacción cuandoquiera que, como consecuencia de esas u otras acciones,
la intolerancia parezca detenerse en su avance, e incluso recule ocasionalmente,
a la espera, ya deberíamos saberlo, de tiempos más propicios. Prácticamente,
todas las causas de la intolerancia han sido ya identificadas, desde las pro-
posiciones políticas con objetivos finales de apropiación territorial, dando como
pretexto supuestas purezas étnicas, que frecuentemente no dudan en adornarse
con las neblinas del mito, hasta las crisis económicas y las presiones demográficas
que, aunque en principio no necesitan de justificaciones externas, tampoco
las desdeñan si, en un momento agudo de esas mismas crisis, se considera
conveniente el recurso táctico a esos potenciadores ideológicos, los cuales,
a su vez, en un segundo momento, podrán llegar a transformarse en móvil
estratégíco au tosuñciente,
Infelizmente, los brotes de intolerancia, sean las que sean sus raíces his-
tóricas y sus causas inmediatas, y corno si los hechos anteriores de naturaleza
y consecuencias semejantes hubiesen sucedido en un planeta sin comunicación
con éste, encuentran invariablemente facilitadas sus operaciones de corrupción
de las conciencias. Entorpecidas ya por egoísmos personales o de clase, éti-
camente paralizadas por el temor cobarde de parecer poco patriotas o poco
creyentes, según los casos, en comparación con la insolente y agresiva propaganda
racista o confesional, en las conciencias se va despertando, poco a poco, la
bestia que dormía hasta hacerla saltar dispuesta a la violencia y al crimen.
De hecho, nada de esto debería sorprendernos. Sin embargo, con desconcertante
ingenuidad, aquí andamos preguntándonos, una vez más, cómo es posible que
haya retornado el flagelo, cuando lo considerábamos extinto para siempre,
en qué mundo terrible seguirnos viviendo cuando tanto creíamos haber pro-
gresado en civilización, cultura, derechos humanos y otras prendas...
Que esta civilización -y no me refiero solamente a la que, de modo sim-
plificador, denominarnos occidental- está llegando a su término parece ser
un punto indiscutible para todo el mundo. Que entre los escombros de los
regímenes desmoronados o en vías de desmoronarse (socialismos pervertidos
y capitalismos perversos) comienzan a esbozarse, entre tanteos y dudas, recom-
posiciones nuevas de los viejos materiales, eventualmente articulables entre
ellos, o bien -guiados por la lógica de las nuevas interdependencias económicas
y la globalización de la información- prosiguen con estrategias perfeccionadas
los conflictos de siempre, todo esto parece estar igualmente bastante claro.
De un modo mucho menos evidente, tal vez por pertenecer al territorio de
aquello que, metafóricamente, yo denominaría las ondulaciones profundas del
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Enero 1999
WEIMAR,
ENCRUCUADADELACULTURAEUROPEA
Febrero 1999
ARTE Y PENSAMIENTO
ESTETICO EN FRANCIA
Un cuento de
Luis Magrinyá