Apuntes San Agustín

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AGUSTÍN DE HIPONA

(354-430 D. C.)

Agustín de Hipona, también llamado san Agustín, es el filósofo cristiano más importante de todos los tiempos
junto con Tomás de Aquino. Se trata del más importante de los Padres de la Iglesia y el máximo pensador del
cristianismo del primer milenio. Su filosofía y teología son la base de la doctrina de la Iglesia católica. Por tanto,
estudiar a Agustín de Hipona es entender el cristianismo, religión que ha marcado la historia e idiosincrasia
española, europea y occidental
hasta nuestros días.

Conocimiento y realidad en Agustín de Hipona

Para explicar san Agustín comenzamos por la relación entre fe y razón. Agustín sintetiza la filosofía de Platón
con el cristianismo, pues para él el platonismo es íntimamente afín a la fe cristiana. Agustín es filósofo, pero ante
todo, es cristiano. Y como tal, sólo concibe una verdad: el cristianismo. Dios ha hablado a los seres humanos
según el mensaje cristiano, a través de profetas del Antiguo Testamento y, después, él mismo directamente,
encarnado en Cristo. Es decir, Dios se ha hecho hombre y nos ha comunicado la verdad. Esa es la creencia
cristiana, y ante ello no cabe discusión. Ningún filósofo griego creyó jamás estar en posesión de la verdad
absoluta. El cristianismo, en cambio, la posee.

Se parte, por tanto, de la fe: la fe en la Biblia, la fe en que Dios se hizo hombre, Jesucristo, y nos reveló la verdad.
Y a partir de ahí, la razón nos ayuda a comprender los contenidos de la fe. Pero la base es la fe: “Sin haber
creído, no entenderéis”. La razón por sí sola no puede conocer a Dios, la verdad absoluta. Sólo puede hacerlo
partiendo de la fe: la fe orienta e ilumina. Por otro lado, la razón ayuda a la fe, aclarando los contenidos de la
creencia, los dogmas religiosos. No hay separación entre razón y fe, ambas tienen el mismo objeto de
conocimiento y colaboran: Dios.

La razón no es autónoma, sino que está supeditada a la fe. No hay verdadera razón sin fe, pero tampoco hay fe
sin razón. Pues la fe es un modo de pensar. Nace así un filosofar en la fe. La fe no sustituye a la inteligencia y
tampoco la elimina; al contrario, la fe estimula y promueve la inteligencia. Y al contrario, la inteligencia tampoco
elimina la fe, sino que la refuerza y aclara. Fe y razón son complementarias.

Credo ut intelligam e intelligo ut credam: creo para entender, entiendo para creer. La fe es un pre-conocimiento
respecto a la razón (credo ut intelligam), pero la razón puede y debe examinar críticamente las verdades de fe
(intelligo ut credam). En verdad, la plenitud de la inteligencia respecto a las verdades últimas sólo puede
darse en combinación con la revelación divina. Platón comparaba la búsqueda de la verdad con la navegación
de una barca: la primera navegación es la que se hace a vela (metafóricamente quiere decir recurrir al
conocimiento sensible para conocer); la segunda navegación se hace a remo, con las fuerzas propias, y simboliza
la adquisición de la dimensión suprasensible, el conocimiento intelectual de las Ideas. Pero, según Platón,
estaríamos más seguros si tuviésemos una revelación divina, un logos divino en el que confiar: esa revelación
sería una embarcación más segura. Agustín conecta directamente con estas palabras y habla de una tercera
navegación, aquella que nos lleva a alcanzar los horizontes últimos que sólo nos da la fe cristiana.

¿Cómo conoce, pues, el ser humano la verdad? El camino pasa por la interiorización y el autotrascendimiento.
“No busques fuera de ti; entra en ti mismo; la verdad se encuentra en el interior del alma humana; y si hallas que
tu naturaleza es mudable, trasciéndete también a ti mismo”. La verdad se conoce en el interior de cada uno.
Hay que replegarse sobre sí, y ese es el punto de partida del proceso ascendente que lleva al ser humano
más allá de sí mismo, al autotrascendimiento: que el ser humano vaya más allá de sí mismo, de su yo individual, y
se una con Dios.

A nuestro alrededor sólo encontramos cosas cambiantes, puro devenir, como afirmaba Heráclito. Es el nivel de la
sensación, del conocimiento sensible. El alma juzga las cosas corpóreas con razón, las aprehende en conceptos y
leyes. Las cosas corpóreas son imperfectas y mudables, mientras que los criterios con los que el alma las juzga son
inmutables y perfectos. Juzgamos objetos sensibles en función de conceptos matemáticos, geométricos, estéticos,
igual que juzgamos las acciones según criterios morales. Estos conceptos matemáticos, estéticos o morales son
necesarios, inmutables y eternos, son las Ideas de las que ya hablaba Platón, la verdad que se sitúa incluso por
encima del alma misma. Son para Agustín las supremas realidades inteligibles.

No obstante, Agustín rectifica a Platón en dos puntos. En primer lugar, para él esas ideas, arquetipos platónicos,
no existen en sí, sino en la mente de Dios. En segundo lugar, Agustín rechaza la doctrina platónica de la
reminiscencia. No conocemos las ideas gracias al recuerdo, a que nuestro alma las haya visto antes de encarnarse
en el cuerpo, sino gracias a la iluminación divina. La suprema Verdad de Dios es una luz que ilumina la mente
humana en el acto del conocimiento, permitiéndole captar las ideas, entendidas como las verdades eternas e
inteligibles que se hallan en la misma mente divina. Así, conocemos la verdad gracias a la iluminación de Dios.
Pero no todas las almas son idóneas para ello, sino sólo aquellas que sean santas y puras. La pureza y santidad
del alma son para Agustín la condición para ver las ideas y conocer la verdad.

El mundo y la realidad en su conjunto son para Agustín producto de la creación de Dios. Dios crea el mundo, y lo
crea de la nada. En esta creación, las ideas realizan una función esencial. En Platón eran paradigmas absolutos,
fuera del Demiurgo, a los cuales éste se subordinaba. Para Agustín, las ideas están en la mente de Dios, y se sirve
de ellas para crear el mundo. Dios crea el mundo según estas ideas-modelo de su mente. Crea el mundo y todas
las cosas según un modelo que él mismo produce como pensamiento suyo. Pero además de esta
reinterpretación de la platónica teoría de las ideas, Agustín asume la teoría de las razones seminales. La creación
del mundo acontece de manera simultánea. Sin embargo, Dios no crea la totalidad de las cosas posibles de una
sola vez y de manera actualizada, sino que introduce en lo creado las simientes o gérmenes de todas las cosas
posibles, que más adelante en el transcurso del tiempo se irán desarrollando. La evolución del mundo en el
tiempo no es más que la actualización de dichas razones seminales, y por tanto, una prolongación de la
acción creadora de Dios.

Teología de Agustín de Hipona

Cuando el ser humano alcanza la verdad, también llega a Dios. Agustín entiende la noción de verdad en su sentido
más fuerte como idéntica con Dios. Dios es la Verdad, la verdad en sentido estricto, la verdad suprema. Por
consiguiente, la demostración de la existencia de la certeza y la verdad coincide con la demostración de la
existencia de Dios. Esto es, aceptar que existen la certeza y la verdad es equivalente a aceptar que Dios existe.
Primero se pasa, pues, desde la exterioridad de las cosas a la interioridad del alma humana y, luego, desde la
verdad que está presente en el alma hasta el principio de toda verdad, que es precisamente Dios.

Además de esta prueba principal, en Agustín se encuentran tres pruebas más. En primer lugar, encontramos
aquella que, analizando los rasgos de perfección del mundo, concluye en la existencia de su artífice. En segundo
lugar, encontramos la prueba conocida con el nombre de consensus gentium. Es decir, la existencia de Dios es un
consenso entre todos
los pueblos: toda la especie humana confiesa que Dios es el creador del mundo. En tercer lugar, hay una prueba
que remite a los diversos grados de bien, desde los cuales se asciende hasta el primer y supremo bien, que es
Dios. Es importante señalar que Agustín no demuestra a Dios con un interés meramente teórico. Lo hace para
“gozar de Él”, para colmar el vacío del alma y ser feliz. Dios es para él una necesidad personal, espiritual,
existencial.

Hemos dicho ya que Dios es la Verdad suprema. Es también el Ser supremo, pues de él reciben su ser todos los
demás, es la fuente de ser de todo. Y es además, el Bien: Dios es todo lo positivo que se encuentra en la creación,
pero sin los límites e imperfecciones de ésta, sino de manera inmutable e ilimitada. Ser, Verdad y Bien son los
atributos esenciales de Dios.

Pero la concepción filosófica de Dios debe completarse, no obstante, con el gran problema teológico del
cristianismo: el dogma de la Trinidad. Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Cómo explicar, siendo esto así, que
se trate de un Dios y no de tres? Agustín afirmó la identidad sustancial de las tres personas. Esto significa que
Dios, en sentido absoluto, es tanto el Padre como el Hijo como el Espíritu Santo, que son inseparables en el ser y
actúan inseparablemente. No obstante, las tres personas son distintas, no desde el punto de vista de la sustancia,
sino de la relación, por la que el Padre tiene al Hijo pero no es el Hijo, y el Hijo tiene al Padre pero no es el Padre,
y lo mismo ocurre con el Espíritu Santo. Dios es uno. Pero se relaciona consigo mismo siendo Padre, Hijo y
Espíritu Santo: es padre de sí mismo, hijo de sí mismo y la unión de ambos. Además, Agustín descubre analogías
de esta Trinidad en lo creado, vestigios de la Trinidad, de los cuales el más importante es el alma humana, que es
la imagen misma de la Trinidad.

Para terminar con el tema de Dios, hay que hacer referencia a una de las explicaciones más originales de Agustín:
su doctrina de la creación. Dios es, afirma el Cristianismo, el creador del mundo. Éste es un punto de clara
diferenciación respecto de la filosofía griega: la creación ex nihilo. Dios crea el mundo de la nada. Agustín
distingue entre creación, generación y fabricación. Una realidad puede proceder de otra por alguna de estas tres
vías. En la generación, la sustancia misma deriva del generador, como el hijo deriva del padre y de la madre. En
la fabricación, la cosa fabricada procede de algo ya existente fuera del que la fabrica, es decir, de una materia (por
ejemplo, un jarrón fabricado a partir de la arcilla). Pero lo que hace Dios es crear el mundo de la nada. En la
creación, lo creado proviene de la nada absoluta, esto es, ni de la propia sustancia de Dios ni de una materia
exterior a Dios. La creación es así un don divino, gratuito, motivado por la libre voluntad y bondad de Dios y
su infinito poder. Dios, al crear el mundo, creó junto con el mundo el tiempo mismo. Por ello, para Agustín,
antes del mundo no había un “antes temporal”, porque no había tiempo: había eternidad, que es como un infinito
presente atemporal.

La concepción agustiniana del ser humano

La antropología agustiniana está teñida de platonismo. El ser humano es una unión de cuerpo y alma (o
mente). En el alma, Agustín distingue una razón inferior y una razón superior. La razón inferior se encarga del
conocimiento del mundo y de la ciencia. La razón superior tiene como objeto la sabiduría, el conocimiento de lo
inteligible, de las ideas inmutables y eternas, y su fin último es elevarse hasta Dios. Es en esta razón superior
donde tiene lugar la iluminación divina. Pero en contra de Platón, Agustín niega la preexistencia y reencarnación
de las almas. Sí comparte Agustín con Platón la afirmación de la inmortalidad del alma, y además lo hace con
argumentos platónicos.

Además, Agustín, como cristiano, incluye que al final de los tiempos los cuerpos resucitarán. Esta afirmación
resultaba especialmente extraña para el pensamiento griego.

La mente humana es para Agustín la imagen más elevada de la Trinidad, pues el ser humano está hecho a imagen
y semejanza de Dios. La mente es una y trina, pues en la medida en que es mente, se conoce a sí misma y se ama.
Ser mente, conocerse y amarse son pues tres cosas, y estas tres cosas no son más que una. El conocimiento del ser
humano y el conocimiento de Dios se iluminan recíprocamente, como en un juego de espejos: conocer a Dios a
través de la propia alma, y al alma propia a través de Dios.

Antes de la creación no había un “antes”, pues con la creación del mundo Dios crea también el tiempo. Tiempo y
eternidad son dimensiones inconmensurables. Dios es eterno; el tiempo, por contra, es la forma de existir de la
creación. No obstante, para Agustín, el tiempo tiene una naturaleza fundamentalmente espiritual. El tiempo sólo
reside en el alma humana. Pues el tiempo implica pasado, presente y futuro. Pero el pasado ya no existe y el
futuro aun no es. Y el presente, en verdad, es un continuo dejar de ser, un tender continuamente hacia el no-ser.
Toda la existencia del tiempo se circunscribe en sentido estricto al alma humana. Sólo allí existen pasado, presente
y futuro: el pasado en tanto que memoria, el presente en tanto que atención y el futuro en tanto que espera.

En la antropología hay que destacar una fundamental aportación agustiniana y cristiana: el descubrimiento de la
persona y la afirmación de la libertad individual. Lo que hace que Agustín supere los límites del pensamiento
griego es la referencia al ser humano, pero no al individuo abstracto y general, por el que también se interesaron
los griegos, sino al sujeto, al yo singular, a la persona. Agustín no plantea el problema del ser humano en
abstracto, o sea, el problema de la esencia del ser humano en general. Plantea el problema más concreto del yo,
del ser humano como individuo irrepetible, como persona, como individuo independiente y autónomo. Agustín
descubre el yo, la personalidad, en un sentido inédito hasta entonces. Este concepto de persona lo elabora
sobre la base de la voluntad, invirtiendo la antropología griega. Con Agustín, la voluntad se impone al
entendimiento. La voluntad es reconocida por él como una facultad independiente de la razón y además como una
voluntad libre. La razón puede conocer el bien y la voluntad puede rechazarlo.

La razón conoce, la voluntad elige y puede elegir incluso lo irracional. Agustín y el cristianismo traen la libertad
individual como posibilidad de elegir entre el bien y el mal al primer plano. Los filósofos griegos apenas
reflexionaron sobre la libertad en el plano moral a causa de su intelectualismo: el que obra mal no lo hace porque
elija libremente realizar una conducta reprobable, sino porque su ignorancia le conduce a creer que esa conducta
es la mejor. Para los griegos, a partir de Sócrates, el individuo bueno es aquel que sabe y conoce, y el bien y la
virtud consisten en la ciencia. Agustín, en cambio, afirma que el individuo bueno es aquel que ama, aquel que ama
lo que debe amar.

Ética

La afirmación de la libertad y la experiencia de la misma son un elemento fundamental de la doctrina cristiana.


Cada persona es libre de aceptar o no aceptar el mensaje del cristianismo. Es libre para salvarse o condenarse.
Es verdad que la voluntad humana tiende por naturaleza a la felicidad y que esta sólo se encuentra en el amor a
Dios. Pero el ser humano siempre puede apartarse de Dios por su libre decisión.

Ya desde Sócrates, la virtud para los griegos consistía en el conocimiento: el sujeto bueno y virtuoso es el que sabe
y conoce. Agustín, sin embargo, afirma que el hombre bueno es aquel que ama lo que se debe amar. El ser
humano debe amar cada elemento de la creación según su importancia natural y jerárquica, y debe amar
primordialmente a Dios. Cuando el amor del individuo se dirige hacia Dios, y ama a los seres humanos y las
cosas en función de Dios, es charitas; en cambio, cuando se dirige hacia sí mismo y hacia las cosas de este
mundo, es cupiditas. Amarse a uno mismo y a los seres humanos según el juicio de Dios, y amar a Dios sobre
todas las cosas, es amar de manera justa. Así pues, la virtud del ser humano reside en la charitas, en amar según
el orden natural, según el ordo amoris. Es amarse a uno mismo, a los demás y a las cosas según la dignidad
ontológica que es propia de cada uno de estos seres. En eso reside la virtud y la bondad humanas. Así se entiende
la exhortación de Agustín: ama y haz lo que quieras.

Ahora bien: el ser humano es libre. Dios nos ha dado la libertad para obrar bien y amarlo, pero con ello está dada
la posibilidad del pecado. El pecado consiste en conocer el bien pero hacer lo contrario. La voluntad humana se
sitúa entre dos fuerzas: por un lado una inclinación al mal, fruto de su naturaleza corrupta; por otro lado, la fuerza
de la gracia divina que lo empuja hacia el bien. ¿Por qué la naturaleza humana es corrupta? Por el pecado
original de Adán, que se ha transmitido a toda la humanidad. Esto hace que para hacer el bien y salvarnos
necesitemos la gracia (ayuda) de Dios. Para Agustín, el ser humano es libre, pero no puede ser autárquico en su
vida moral. Tiene necesidad de la ayuda divina. Por tanto, cuando intenta vivir rectamente apelando
exclusivamente a sus propias fuerzas, sin la ayuda de la gracia divina, resulta vencido por el pecado. Por el
contrario, se libra del mal si cree y ama a Dios, si cree en la gracia que lo salva y elige libremente esa gracia.

Estrechamente ligada con el tema de la libertad se halla la cuestión sobre el origen y la naturaleza del mal. La
existencia del mal en el mundo como mal moral y humano plantea un problema religioso de primer orden. ¿No es
Dios, en último término, que todo lo puede, el responsable de la existencia del mal en el mundo? Si todo proviene
de Dios, que es el Bien, ¿de dónde procede el mal? Este problema preocupó profundamente a Agustín. En su
juventud trató de hallar la solución al problema del mal en el maniqueísmo, una secta cristiana según la cual
existen dos principios metafísicos, del bien el uno y del mal el otro. Dios es el principio del bien y lucha contra el
mal. Pero esta posición implica que Dios tenga un contrapoder y no sea todopoderoso, y esto, a su vez, pone en
cuestión su estatus de creador. Por eso, Agustín abandonó el maniqueísmo y elaboró una explicación propia,
aunque muy influida por Plotino: el mal no es ser, sino carencia y privación de ser.

Agustín considera el problema del mal desde tres puntos de vista. 1) Desde el punto de vista metafísico u
ontológico, en el cosmos no existe el mal, sino que existen solamente grados inferiores de ser en comparación con
Dios. La creación de los seres está ordenada de manera jerárquica, en grados. No obstante, lo que pudiera
superficialmente parecer un defecto y por tanto un mal, en realidad desaparece visto desde la perspectiva del
universo en su conjunto, pues los grados inferiores de ser constituyen momentos articulados de un gran conjunto
armónico. Por ejemplo, cuando juzgamos que es un mal la existencia de ciertos animales u organismo nocivos, en
realidad estamos empleando la medida de nuestra propia utilidad, y juzgamos desde una perspectiva errónea.
Desde una visión de conjunto, cada cosa, hasta la más insignificante, posee su lugar y su razón de ser. 2) El mal
moral es el pecado, y el pecado depende de la mala voluntad. La voluntad es libre y es creación de Dios, y debería
tender hacia el supremo Bien que es él mismo. Pero existen numerosos bienes creados y finitos, y la voluntad
puede tender hacia éstos invirtiendo el oren jerárquico, prefiriendo los bienes inferiores a los superiores,
prefiriendo una criatura, por ejemplo, en vez de Dios. El mal moral procede de que no hay un único bien, sino
muchos, y consiste en una elección incorrecta entre éstos: es una aversión a Dios y una conversión a las criaturas.
3) Por último, el mal físico, como las enfermedades, los dolores y la muerte, son la consecuencia del pecado
original, es decir, la consecuencia del mal moral de los seres humanos.

Política en Agustín de Hipona

La reflexión sobre la política y la sociedad en Agustín se encuentra sobre todo en una de sus grandes obras: La
ciudad de Dios. El mal moral es amor de sí (soberbia) y el bien es el amor a Dios, es decir, el amor al
verdadero bien. Esto se aplica al ser humano como individuo y al que vive en comunidad con los demás. Hay, por
un lado, el conjunto de los seres humanos que viven para Dios y que constituye la ciudad celeste. La ciudad
celeste es la de quienes “aman a Dios hasta el menosprecio de sí mismos”. Forman la comunidad humana de amor
a Dios (charitas), la Iglesia. Hay, por otro lado, el conjunto de los sujetos que viven para sí mismos, que se aman
a sí mismos más que a Dios (cupiditas), forman la ciudad terrena. La ciudad terrena es la de quienes “se aman a
sí mismos hasta el menosprecio de Dios”.

En la historia conviven ambas ciudades. La ciudad celeste tiene a Dios por la máxima gloria; la ciudad terrena
busca la gloria en sí misma. En este mundo, el ciudadano de la ciudad terrena parece ser el que domina. En
cambio, el ciudadano de la ciudad celeste está de paso, es un peregrino de camino a Dios. El primero está
destinado a la condenación eterna; el segundo, a la salvación eterna. Esta teoría es una fundamentación teórica de
la primacía de la Iglesia sobre el Estado. La Iglesia es superior al Estado porque es la comunidad de los individuos
que aman a Dios y la depositaria de las verdades del cristianismo. El Estado debe dirigir la sociedad, pero bajo las
directrices de la Iglesia, que es la autoridad de Dios en la Tierra y la que legitima la autoridad del Estado en última
instancia (legitimación teológica del poder político).

De los diferentes destinos (condenación y salvación eternas) de ambas ciudades se deriva además una concepción
de la historia completamente desconocida para los griegos. La cultura griega antigua no pensaba que el mundo
tuviese ni principio ni fin: ha existido y existirá siempre. Algunos griegos incluso habían concebido el acontecer
universal como un proceso cíclico. De acuerdo con esta idea, agotado un período, comienza otro de la misma
duración en el cual los acontecimientos del período anterior se repiten y lo que sucedió a lo largo de un período
vuelve a suceder en el siguiente: los seres humanos vuelven a vivir la misma vida en el mismo cuerpo y en el
mismo sitio, una y otra vez. Es una concepción cíclica del tiempo, que era mantenida por pitagóricos y estoicos.
Restringida a la política y la sucesión de las formas de gobierno, esta concepción cíclica también la mantenían
Platón y Aristóteles. Nietzsche, posteriormente, la recuperará bautizándola como eterno retorno.

El cristianismo, con Agustín de Hipona como gran exponente, inaugura una concepción lineal de la historia. La
historia comienza con la creación del mundo y acaba con el fin del mundo, es decir, con el Juicio Final y con la
resurrección. Posee tres momentos esenciales de carácter intermedio, que vertebran su trayectoria: (1) el pecado
original con sus consecuencias, (2) la espera de la venida del Salvador y (3) la encarnación y la pasión del Hijo de
Dios, junto con la constitución de su Iglesia. La historia concluirá con el día del Señor, que será como el octavo
día consagrado a la resurrección de Cristo, en el que se efectuará, en sentido global, el descanso eterno. Agustín
se convierte así en el primer pensador que reflexiona filosóficamente sobre la historia, intentando ir más allá
de los meros hechos para tratar de interpretarlos como pasos hacia la consecución del fin de la Historia. La
historia avanza hacia un acontecimiento definitivo, tiene sentido, es un vector, se encamina hacia un destino final.

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