Clarimonda

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La Vampira Amorosa

Téophile Gautier
*(1836)*

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Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor: pues


bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga
ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las
cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero rehusarle nada: en
todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta
que la suya. Se trata de sucesos tan extraños, que casi no me arriesgo a
creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he
encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión
diabólica. Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches
en sueño (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño) una vida de
Sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto
complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi
alma a la pérdida; pero por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de
mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi
existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna
suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día, era
un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de
noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino
conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor,
blasfemo; y cuando, al alba, me despertaba, la impresión que
experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que
hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo
desgraciadamente indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber
visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se
diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que,
después de haber aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo,
se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada
demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en realidad,
envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en el
fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las
cosas del siglo.

Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor
furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi
corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué
noches! ¡Qué noches!

La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna


infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y
mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado.
Concluidos los estudios de teología y pasados todos los grados menores,
mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de
trasponer el último y más temible umbral. Quedó establecido que yo sería
ordenado sacerdote durante la semana de Pascua.

Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía
colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al
nombre de "mujer", pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de
una inocencia perfecta.

No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el


compromiso irrevocable que estaba por contraer: me sentía lleno de
regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas
que le separan de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía
siquiera dormir, excitado por la idea de que podría decir misa. Ser
sacerdote: no concebía nada más bello en el mundo: hubiera rehusado
convertirme en rey o poeta.

Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que
me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y
me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque
éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la
noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante
con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en
actitud de contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del
templo entreveía el cielo.

Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia: bendición,


comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los
catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al
unísono con el obispo.

¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto


anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza
y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun
cuando, en realidad, estuviera más bien lejos), una joven mujer de rara
belleza, vestida como una reina. Fue como si me cayeran escamas de los
ojos: experimenté la sensación de un ciego, que recobra de improviso la
vista. El obispo, tan esplendoroso hasta ese momento, se apagó
inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus candelabros de oro,
como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo
una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel
escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara
por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.* *

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme


a toda sugestión que pudiera provenir del exterior; porque, en realidad,
me sentía siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer.

Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las


pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si estuviera
mirando el sol.

¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de
hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo
ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella
fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta
podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la iluminaba
procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno ni
del otro.

A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta


entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la vida se me
aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva
existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el
corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo
y un siglo. La ceremonia, sea como fuere, proseguía, y me transportaba
siempre más lejos de aquel mundo, cuya entrada asediaban furiosamente
mis deseos recién nacidos. No obstante, en el momento fatal dije "sí".
Hubiera querido decir "no", todo en mí se rebelaba y protestaba contra
la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza
oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual
debe acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme
resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de
penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo
igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que terminan tomando
el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en
el momento de los votos. No se osa hacer estallar escándalo semejante en
presencia de todos, ni decepcionar la expectativa de tantas excelentes
personas. Se adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la
voluntad de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como
una capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente
preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece tan
evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal sucumbe bajo
aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente.

La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de expresión, a


medida que la ceremonia continuaba. Al principio tierna y acariciadora,
se teñía más y más de una suerte de desdén y desaprobación, como
expresando descontento por no haber sido escuchada.

Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para mover una


montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad de no hacerme
sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada al paladar, y me fue
imposible traducir mi intención con el más insignificante gesto
negativo. Me encontraba, aunque despierto, en una suerte de pesadilla.

Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y, como si


quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus
ojos eran un poema, de los que cada mirada constituía una canción.

Era como si me dijera:

"Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que cuanto
puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos.
Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la
belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. Nuestra
existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno
beso. Tira por tierra el vino del cáliz que te ofrecen, y serás libre.
Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un
lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero
arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman
inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él".

Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una música de infinita


dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y las frases que sus
bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo profundo de mi corazón
como si una boca invisible me las soplara en el alma. Me sentía muy
dispuesto a renunciar a Dios, pero entretanto continuaba maquinalmente
cumpliendo todas las formalidades del rito. La hermosa me echó una
mirada tan suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas
traspasaran mi corazón.

Pero ahora estaba hecho: era sacerdote.

Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más desgarradora: la
muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por
un síncope, la madre que encuentra vacía la cuna de su niño, el avaro
que encuentra una piedra en el sitio de su tesoro, el poeta que ha
dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más
importante, no tienen ciertamente una expresión más desolada e
inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le
cayeron a lo largo del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas
ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente
bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante
hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían
aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el
peso íntegro de la cúpula.

Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró bruscamente la


mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado nunca: era fría como la
piel de una serpiente, y sin embargo me dejó una sensación ardorosa como
la marca de un hierro candente. Era ciertamente ella. "¡Desdichado! ¡Qué
has hecho!", me susurró. Luego, desapareció entre el gentío.

Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En efecto, mi


continente debía parecer harto extraño: palidecía y enrojecía de
continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba vueltas. Uno de mis
compañeros tuvo piedad de mi estado, y se tomó la molestia de
acompañarme de nuevo: solo, no hubiera encontrado ciertamente el camino
del seminario. A la vuelta de una callejuela, mientras mi compañero
miraba a otro lado, un pajecito negro, extrañamente vestido, se me
acercó y, sin detenerse, me entregó una pequeña cartera preciosamente
historiada, haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga,
y no la saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice
saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel con
estas palabras: "Clarimonda, palacio Concini". Estaba tan poco
informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de
Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además
ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil
conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que
contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me
importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.

Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera indestructible, y


ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo. Esa mujer me dominaba

ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre,
besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras
repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan
claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de
continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia:
"Desdichado, ¿qué has hecho?". Me daba cuenta del horror de mi situación
y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con
nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor,
no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda
belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra
gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con
moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con
esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además
como sudario para envolverse en el ataúd!

¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No hallaba ningún pretexto


para salir del seminario, pues que no tenía amistades en la ciudad.
Además, ni siquiera debía quedarme en esos lugares, antes esperaba que
me destinaran a una parroquia. Intentaba arrancar las barras de mi
ventana, pero estaba a una altura impresionante, y además no tenía una
escala de cuerdas, por consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra
parte, sólo hubiera podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir
de apuros en el dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas
dificultades, que para otro tal vez hubieran sido insignificantes,
parecían insalvables al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin
experiencia, sin dinero y sin ropas.

¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días;
habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido como estaba, y,
en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría
ropas de seda y velludo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los
perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de
una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento
de rizos. Tendría hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio,
una sola horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de
mala gana, habían bastado para sacarme completamente del número de los
vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el
cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba
maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes
primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía
irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía.
Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines
y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos
de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían
resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar
ese espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el
corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el
cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.

No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía en la cama con


rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion inmóvil en medio de la
habitación, estudiándome atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo y,
dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos.

"Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal", me dijo


apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio. "Tu conducta
es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce como tú se
agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de no escuchar las
sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno, irritado por saberte
desde ahora consagrado al Señor, te ronda y hace el último esfuerzo por
atraerte hacia él. En vez de dejarte abatir, querido Romualdo, hazte una
hermosa coraza de plegarias y mortificaciones, y combate con fuerza a tu
enemigo: sólo así vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las
almas más aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita,
ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada".

El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a encontrarme a mí


mismo, y a restituirme un poco de calma.
"Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha muerto el
sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha designado para
sucederle. Encuéntrate listo mañana."

Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de nuevo solo.

Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las palabras se me


confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de la mano sin que yo
hiciera nada para retenerlo.

¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una ulterior


imposibilidad a todas las que ya se interponían entre nosotros. Perder
para siempre la esperanza de encontrarla, de no ser por milagro. ¿Y si
le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme, vestido como lo estaba de
los sacros paramentos? Experimenté una angustia indecible. Me volvió a
la mente lo que el abad había dicho de los ardides del diablo, lo raro
de toda la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el
resplandor fosforescente de sus ojos, el tacto ardiente de sus manos, la
turbación en que me sumiera, la transfiguración que en mí se había
operado, mi devoción que se deshiciera en un instante, todo probaba con
claridad la presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese
sino el guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron
un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.

Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas aguardaban en la


puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo las calles de la
ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para ver si en ella
aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano, y la ciudad no había
abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de penetrar más allá de los
cortinados que cubrían las ventanas de los palacios a lo largo de
nuestro camino. Serapion debía sin duda atribuir este interés mío a la
admiración por la elegante arquitectura de aquellos lugares, porque
demoraba el paso de su cabalgadura para darme tiempo de ver todas las
cosas.

Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a ascender la


colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver de nuevo los
lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría toda la
ciudad. Los techos azules y rojos estaban dispersos en una media tinta
general, sobre la que flotaban, con blancos copos de espuma, los humos
de la mañana. Por un singular efecto óptico resaltaba, dorado por el
único rayo de luz un edificio que sobrepasaba en altura a todas las
construcciones cercanas, inmersas en la niebla y, aunque se encontraba
en realidad a más de una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y
podía distinguir todos sus detalles.

"¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?", pregunté a Serapion. Se


resguardó de la luz con la mano y me contestó: "Es el antiguo palacio
que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonda. Parece
que es teatro de orgías monstruosas".

Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me pareció


advertir en la terraza una clara pequeña figura que resplandeció un
segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda ! ¿Sabía acaso que en ese
mismo momento, desde lo alto de aquel áspero sendero que me alejaba aún
más de ella, yo cubría con los ojos su casa, que un burlón juego de
luces parecía poner al alcance de mi mano, casi invitándome a entrar en
ella como señor? Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado
afín a la mía para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro
éste el sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos
nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.

La sombra engulló también el palacio quedándome delante sólo un océano


inmóvil de techos, además de los cuales no se distinguía sino una
ondulación montañosa. Serapion estimuló a su mula, y la mía la siguió.
Una curva del sendero quitó para siempre de mi vista la ciudad de S. a
la que no debía ya volver.

Después de tres días de camino, a través de campos asaz desolados, vimos


apuntar el gallo de la cima del campanario de la iglesia donde debía
servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de cabañas y corrales, nos
encontramos ante el edificio, que no era de magnífico. Un vestíbulo
ornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de cerámica
groseramente tallados, un techo de tejas y contrafuertes de arenisca
igual al de los pilares, era todo. A la izquierda, el cementerio lleno
de hierbas, con una gran cruz de hierro en el centro. A la derecha, a la
sombra de la iglesia, el presbiterio, harto desnudo y mísero.

Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad. Entramos.


Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos de arena.
Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los eclesiásticos, en
nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas se molestaron para
dejarnos pasar.

Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un perro acercarse.


El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la mirada sin brillo, la
pelambre gris y todos los síntomas de la más alta vejez que puede un
perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él también se puso a caminar a
mi lado con un aire de inexpresable satisfacción.

Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo
cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de haberme hecho
entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla.

Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella como al perro


y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había
dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado de euforia. Por
su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el precio que ella pidió.

Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al seminario. Por


tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio. El recuerdo de
Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los esfuerzos que hice
por rechazarlo, no siempre lo logré.

Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del jardincillo, me


pareció ver a través de la enramada una forma femenina que seguía todos
mis movimientos, y el destello entre el follaje de dos iris verdes de
mar; pero no era sino una ilusión; y tras pasar al otro lado de la
alameda, no encontré nada más que la huella de un pies sobre la arena,
tan breve que podía confundirse con la del pie de un niño. El jardín
estaba rodeado por muy altas murallas; registré todas las esquinas y
rincones, mas no había nadie. Jamás pude explicarme tales circunstancias
que, por lo demás, no fueron nada comparadas con los extraños
acontecimientos que me debían ocurrir.

Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las obligaciones de mi


estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba
limosna hasta quedarme sólo con lo que satisficiera mis necesidades
fundamentales.
Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las fuentes de la
gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa satisfacción que
otorga el cumplimiento de una santa misión; mi ideal estaba más lejos, y
las palabras de Clarimonda con frecuencia regresaban a mis labios como
un refrán involuntario. ¡Oh, hermano, medita bien en esto!. Por haber
levantado una sola vez la vista hacia una mujer, por una falta tan
ligera en apariencia, padecí durante muchos años la agitación más
miserable: mi vida se vio afectada para siempre.

No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas victorias


interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas, y pasaré de
inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche, tocaron con violencia
a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y un hombre de piel
morena, ricamente vestido, se recortó en el umbral. Algo en su aspecto
atemorizó al principio a la anciana, pero el hombre la tranquilizó y le
dijo que había venido a buscarme para una tarea que incumbía a mi
ministerio. Su dueña, una gran dama, se estaba muriendo, y deseaba un
sacerdote. Tomé lo que era menester para la extremaunción, y me di prisa
en seguirle. Ante la puerta resoplaban impacientes dos caballos negros
como la noche y un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me
ayudó a montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó
las rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una
flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra
desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los
árboles huían a los costados como un ejército en derrota. Atravesamos un
bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la piel un escalofrío de
terror supersticioso. Las centellas, que las herraduras de nuestros
caballos arrancaban a las piedras, formaban tras de nosotros una estela
de fuego, y si alguien hubiera podido vernos a mí y a mi guía en aquella
hora de la noche, nos habría tomado por dos espectros a caballo de un
íncubo.

La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más, arroyos de sudor


corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía extenuarse, el escudero,
para reanimarlos, daba un grito gutural, que no tenía nada de humano, y
la carrera recobraba aun mayor furia. El paso de nuestras cabalgaduras
resonó más estrepitoso sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una
siniestra arcada oscura que se abría entre dos inmensas torres. En el
castillo reinaba gran agitación: bandadas de domésticos, antorcha en
mano, atravesaban el patio en todas direcciones, y luces diversas salían
y bajaban lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas
arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de construcciones
digno de un palacio real.

Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de Clarimonda y


que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y un mayordomo,
vestido de velludo negro, vino hacia mí. apoyándose en un bastón de
marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca.
"¡Demasiado tarde!" , dijo, meneando la cabeza. "Demasiado tarde. Pero
si no hizo a tiempo para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo."

Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria. Yo lloraba


tanto como él, porque había adivinado que la muerta no era otra que mi
Clarimonda, tan desesperadamente amada.

Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se encontraba en


medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos con fervor,
agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro aquella mujer y yo, lo
que me permitía citar en mi plegaria su nombre, ahora santificado. Pero
poco a poco mi santo fervor disminuyó y comencé a fantasear. Aquella
cámara no tenía nada de una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y
cadaverino que respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume
de esencias orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba
dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más
bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad, que el
lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver. Pensaba en
el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo a Clarimonda
justamente en el momento en que la perdía por siempre, y un suspiro de
pena escapó de mi pecho.

Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me volví


instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis ojos
cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.

Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la muerta, extendida,


con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta de una sábana de
lino, de una blancura deslumbradora, que resaltaba aun más al lado del
color sanguíneo de las colgaduras y tan sutil que no lograba ocultar
nada del seductor relieve de su cuerpo. Antes bien se dijera una estatua
de alabastro, o mejor, una joven durmiente sobre quien hubiera caído la
nieve.

No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me exaltaba, y yo caminaba


a largos pasos por toda la estancia, parándome continuamente a
contemplar la hermosa difunta, bajo la transparencia del sudario.
Extraños pensamientos pasaban por mi mente. Me imaginaba que no
estuviera realmente muerta, y que todo fuese una maña suya para atraerme
al castillo y hablarme de su amor.

Y luego me dije: "¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué prueba tengo de


ello? El pajecito negro podría haber cambiado de amo. Soy un loco en
desesperarme así". Me aproximé al lecho mortuorio, y miré con intensidad
aún mayor la causa de mi tortura. ¿Debo confesarlo? La perfección de sus
formas me turbaba más de lo que fuera el caso, y ese reposo era tan
semejante a un simple sueño que cualquiera habría podido engañarse.

Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y me creí un


esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer que, púdica, se
cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado del gozo,
temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y levanté lentamente
la punta del sudario, reteniendo la respiración por temor de
despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera en la iglesia el
día en que había sido ordenado sacerdote: estaba seductora como
entonces, y la muerte le agregaba sólo una coquetería complementaria.
Permanecí largamente absorbido en aquella muda contemplación, y entanto
más la miraba, menos podía convencerme de que la vida hubiera podido
verdaderamente abandonar ese cuerpo estupendo. Le toqué ligeramente el
brazo, estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el
portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación y de
impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y, sintiendo
acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y
suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que
había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una leve respiración se unió a
la mía y los labios de Clarimonda respondieron a la presión de mi boca:
sus ojos se abrieron, recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los
brazos y me los echó alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.

"Romualdo", me dijo con voz lánguida y dulce, como las vibraciones


últimas de un arpa. "¿Qué haces? Te he esperado tan largamente que me he
muerto. Pero somos prometidos. Podré verte y llegarme hasta ti. Adiós,
Romualdo, adiós. Te amo y te ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí
por un instante con un beso. Hasta pronto."

Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me ceñían. Un


torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró en la estancia.
La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el pecho de la
hermosa difunta.

Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el pequeño


dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se afanaba en la
habitación con senil agitación, abriendo y cerrando gavetas, o mezclando
polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos, la anciana dio un
gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no pude decir una
palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había permanecido en aquel
estado durante tres días enteros, no dando otro signo de vida que una
respiración casi imperceptible. El ama de llaves me refirió que el mismo
hombre de la piel oscura que me viniera a buscar de noche, me había
traído a la mañana siguiente en una litera, marchándose en seguida.
Apenas pude discernir las ideas, repasé mentalmente todas las
circunstancias de aquella noche fatal. Al principio pensé que quizás
había sido víctima de una ilusión, pero la existencia de circunstancias
reales y palpables destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer
que había soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el
hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo hizo
extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el dintorno de un
castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a Clarimonda.

Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía noticias de mi


salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí sus amarillas
pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una sonda en el fondo del
alma. Después, me hizo algunas preguntas sobre el modo como yo gobernaba
mi parroquia, si me encontraba bien en ella, cómo empleaba mi tiempo
libre, cuáles eran mis lecturas favoritas, y otras cuestiones
insignificantes de este género. La conversación no tenía, es evidente,
ninguna relación con aquello que en realidad él había venido a decirme.
De pronto, sin preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera
acordado de algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante,
que resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:
"La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía de ocho días
y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los
hechos horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. Los
convidados eran servidos por esclavos de piel negra que hablaban una
lengua desconocida y que, a mi entender, no son sino demonios. Sobre
Clarimonda han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han
terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una
vampira. Pero para mí, es Belcebú en persona".

Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en
mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir
nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro,
aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada
preocupada y severa. Luego me dijo: "Hijo mío, debo ponerte en guardia.
Tienes un pie sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás
usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas.
Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello,
porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios
vele sobre ti, Romualdo".

Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud.

Estaba completamente restablecido, y ahora había retomado mis funciones


habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad
estaban siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento
extraordinario hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de
Serapion. Comenzaba a pensar que sus temores y mis terrores fueran
excesivos, cuando una noche tuve un sueño. Apenas me había dormido,
cuando sentí levantarse las cortinas de mi lecho.

Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí.


Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano una linternilla del
tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más
transparentes sus dedos afilados. Por toda vestimenta tenía el sudario,
cuyos pliegues retenía sobre el vientre como si se avergonzara de estar
tan escasamente vestida; pero su pequeña mano no lograba por completo su
intención. Era tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la
palidez de su carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en
aquel fino tejido que traicionaba todos los contornos de su joven
cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista
que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o
cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus
pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla
sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo,
inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo argentina y
aterciopelada que nunca sentí a nadie:

"Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había
olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde
ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni
espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin
embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por
vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje.
Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad,
ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. Qué fatiga para levantar la
tierra con que me habían cubierto. Mira: la palma de mis manos está
martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor dilecto."

Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las
bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable
complacencia.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los


consejos del abad Serapion, y mi propio hábito talar. Había caído sin
oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado
rechazar la tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonda
penetraba en la mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos
escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que luego vi, me apena aún
creer que fuese un demonio. Por lo menos no tenía ciertamente apariencia
de tal, y Satanás nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada
sobre el costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea
coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y formaba
rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi rostro, de
diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable complacencia,
mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla.

"Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por


todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en
seguida: Qes élf. Cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí.
Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón para mi sola, yo que por ti he
forzado mi tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para
hacerte feliz."

Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron


al punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y
decirle que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus
pupilas se reavivaron.

"Es verdad. Me amas tanto como a Dios", exclamó abrazándome. "Desde el


momento que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya.
Dejarás esos horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más
envidiado de los caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el
amante confeso de Clarimonda, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida
dulce y dorada llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos?"

"¡Mañana! ¡Mañana!", grité en mi delirio.

"Esta bien, mañana", prosiguió Clarimonda. "Tendré así tiempo para


cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un
largo viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen
muerta. Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a
buscarte a esta misma hora."

Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las


cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un
sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la
mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo
de aquella singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé
por persuadirme de que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin
embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer
que no fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche,
después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso
pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.

Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se


reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonda no ya
diáfana en su blanco sudario, sino gaya y esplendorosa, en un soberbio
vestido de velludo verde con recamados de oro. Sus rizos rubios
escapaban de un amplio sombrero negro, recargado de blancas plumas;
tenía ella en la mano una pequeña fusta con un chiflo de oro en la
punta. Me tocó suavemente y me dijo: "¿Entonces, bello durmiente? ¿Es
así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay
tiempo que perder. Vístete y partamos."

Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de
un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su
justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma,
presentándome luego un espejo. "¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu
camarera personal?"

No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una


estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada.
Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta
metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo
bordado, hacían de mí un personaje completamente distinto. El espíritu
de mi ropa penetraba en mi piel. Di algunos pasos de aquí para allá en
el aposento, para adquirir una cierta soltura de movimientos. Clarimonda
me observaba, satisfecha de su obra: "Bien, basta ahora de niñerías,
queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino
si queremos llegar". Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas
las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.

En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de


guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para
cada uno de nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de
yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían más veloces que el
viento, y la luna, que se levantara en el momento de nuestra partida
para iluminarnos, rodaba en el cielo como la rueda desprendida de un
carro: la veíamos saltar de árbol en árbol y reforzarse para mantenernos
detrás. Desde aquella noche en adelante mi naturaleza, en cierto
sentido, se duplicó: había en mí dos hombres, uno de los cuales no
conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches
pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un
sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía
dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor
fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las
acciones disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la
otra, sin jamás tocarse no obstante, representarían bien la imagen de
aquella vida bicéfala que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta
situación, no creo, sin embargo, haber rozado con la locura, ni siquiera
un instante. Siempre conservé bien precisa la percepción de mis dos
existencias. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o
sea, el sentimiento de un mismo "yo" que podía subsistir en dos hombres
tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta, sea que
creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo, amante
reconocido de Clarimonda.

Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia.


Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de
ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en un grandioso palacio de
mármol sobre el Canal Grande, rico de estatuas y de frescos, con dos
Tiziano de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda. Teníamos a
nuestra disposición una góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara
de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y
había algo de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una
vida de príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la
familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la
república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino para
ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída celestial de
Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente que yo. Iba al
Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la mejor sociedad,
hijos de papá, también arruinados, actrices, estafadores, parásitos y
espadachines. Sin embargo, a pesar de las costumbres disolutas,
permanecí fiel a Clarimonda. La amaba perdidamente. Ella había
despertado la saciedad y detenido la inconstancia. Tener a Clarimonda
era como gozar de veinte amantes distintas; como poseer todas las
mujeres, tan movediza, voluble, multiforme, era ella: un verdadero
camaleón. Hacía cometer con ella misma la infidelidad que se habría
realizado con otras, asumiendo completamente el carácter, el talante y
el tipo de belleza de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado,
ella me devolvía su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun
los viejos del Concilio de los Diez le hicieran magníficas
proposiciones. Hasta un Foscari se hizo llegar a ella para proponerle
desposarse; ella rehusó del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba
más que el amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que debía
ser el primero y el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente
feliz de no ser por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que
me hacía creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por
sus excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la
costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el modo
extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las palabras del abad
Serapion regresaban a veces a mi memoria despertándome cierta inquietud.

Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era menos perfecta. Su


tez cotidianamente palidecía más y más. Los médicos nada comprendían de
su enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron remedios
insignificantes, y no volvieron más. Pero ella continuaba palideciendo a
ojos vista, y su piel era siempre más fría. Estaba blanca y casi
amortecida como en aquella noche afamada del castillo desconocido. Me
desesperaba verla languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me
sonreía dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que
pronto deben morir.

Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su lecho, por no


dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta, me hice por
casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La sangre brotó en
seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas salpicaron a Clarimonda. De
inmediato sus ojos brillaron, su fisonomía asumió una expresión de
salvaje alegría que nunca le viera. Saltó fuera del lecho con agilidad
animal, como un gato o una mona, y se precipitó sobre mi herida,
poniéndose a chuparla con voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a
cortos tragos, lenta y gustosamente como un experto que saborea un Jerez
o un vino de Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se
había vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano,
luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida,
para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio que
ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes, más
rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano tibia y húmeda,
en suma, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.

"No moriré más. ¡No moriré más!", gritó, loca de alegría, colgándose de
mi cuello. "Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti.
Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier
elixir, me han devuelto a la vida."

Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más


extraños pensamientos sobre Clarimonda. Esa misma noche, apenas el sueño
me trajo de nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más
grave y más preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: "No
contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu cuerpo.
Joven infeliz, has caído en una trampa". El tono con que pronunció estas
pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella impresión no me duró
mucho; numerosos cuidados disiparon mi atención de la escena. Sin
embargo, una noche, en un espejo, cuya posición traidora ella no había
calculado, vi que Clarimonda vertía un polvillo en la taza de vino
aromatizado que acostumbraba prepararme al término de la cena. Tomé la
taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre un mueble, como
si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa
me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después
a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme
cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda entró en
camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí
en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido,
luego me desnudó un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de
oro, comenzó a murmurar:

"¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que


tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa
sangre, tan brillante. Duerme, mi bien; duerme, mi dios; duerme, mi
niño; no te haré ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me
basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, podría
servirme de las venas de cualquier otro amante, pero, desde que te
conozco, todos el resto me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco.
No me decido a punzar esta bella pequeña vena amor mío." Y mientras
hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo.
Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se
puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas,
el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de
haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente.

Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de


la certeza, no podía impedirme amar a Clarimonda, y le hubiera dado con
gusto toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial
existencia. Por otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer
frenaba a la vampiro; y lo que había visto y escuchado, lo demostraba
por completo; tenía, además, venas copiosas que no podían agotarse tan
pronto, y no me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta
me hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: "Bebe, y que mi
amor se inflitre en tu cuerpo con mi sangre". Evitaba aludir al
narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía
perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome
como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar
y mortificar mi carne. Aunque todas estas visiones pudieran ser
involuntarias, y yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a
Cristo con las manos tan impuras y un con un espíritu impregnado por
libertinaje semejante, real o producto del sueño. A fin de evitarme el
caer en poder de aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no
dormir, teniendo mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de
pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el
sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy
pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y
cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas pérfidas
riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me
reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto
que de costumbre, me dijo: "Para librarte de esta obsesión no hay más
que un remedio, y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé
dónde ha sido sepultada Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que
veas en cuál estado lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor.
Ya no te sentirás tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado
por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro en
ti, después de esta experiencia". Estaba tan enervado por aquella doble
vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién, entre el
sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido
a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que
vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no
podía durar.

El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a


medianoche fuimos al cementerio de *** cuya disposición conocía al
dedillo. Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna,
llegamos finalmente a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada
por el musgo y las plantas parásitas, sobre la cual desciframos el
comienzo de una inscripción:

/ Aquí yace Clarimonda/

/ La más bella de las mujeres/

/ que cuando vivió.../


"Es justamente aquí", dijo Serapion, y posando en tierra la linterna,
introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y comenzó a
levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con la azada. Le
miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En cuanto a él,
doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en sudor, jadeaba, y su
afanosa respiración parecía el estertor de un agonizante. Era un extraño
espectáculo, y quien nos hubiera visto, nos tomara por profanadores o
ladrones de sudarios, antes que por dos sacerdotes. El celo de Serapion
tenía algo de duro y salvaje que lo tornaba más semejante a un demonio
que a un apóstol, y su rostro de grandes rasgos austeros, profundamente
marcados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador.
Sentía un sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se
erizaban en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero
Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de las
nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros surgiera un
triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos, encaramados en
los cipreses, inquietados por el resplandor de la linterna, venían a
batir pesadamente contra el vidrio sus alas polvorientas, emitiendo
penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros
laceraban el silencio. Finalmente, la azada de Serapion golpeó el ataúd,
y se escucharon resonar sus tablas con un rumor seco y sonoro, ese
espantoso rumor sordo que sale de la nada cuando se la roza. Serapion
abrió la tapa, y vi a Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las
manos. El albo sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota
roja parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al
verla, se enfureció: "Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada,
bebedora de sangre y de oro". Asperjó con agua bendita el cuerpo y el
ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre Clarimonda,
apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en polvo. No quedó más
que una mezcla informe de cenizas y huesos medio calcinados. "He aquí tu
amante, señor Romualdo", dijo el inexorable presbítero mostrándome esos
tristes despojos, "¿aún te aún estaríais tentado por dar un paseo por el
Lido y Fusina con vuestra belleza?" Bajé la cabeza. Una gran ruina se
hizo en mi interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante
de Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto
tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche siguiente a
Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de la iglesia:
"Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese sacerdote
imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te había hecho para
darte el derecho de violar mi tumba miseranda y poner al desnudo las
miserias de mi nada? toda comunicación entre nuestras almas y nuestros
cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me extrañarás".

Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca más. Por


desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la lloro
todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor de Dios
no fue luego sobrado para remplazar al suyo. "Ésta es, hermano, la
historia de mi juventud. No mire jamás a una mujer, y camine con los
ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que usted sea, basta un minuto
para perder la eternidad."

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