Clarimonda
Clarimonda
Clarimonda
Téophile Gautier
*(1836)*
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Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor
furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi
corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué
noches! ¡Qué noches!
Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía
colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al
nombre de "mujer", pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de
una inocencia perfecta.
Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que
me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y
me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque
éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la
noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante
con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en
actitud de contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del
templo entreveía el cielo.
¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de
hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo
ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella
fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta
podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la iluminaba
procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno ni
del otro.
"Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que cuanto
puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos.
Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la
belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. Nuestra
existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno
beso. Tira por tierra el vino del cáliz que te ofrecen, y serás libre.
Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un
lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero
arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman
inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él".
Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más desgarradora: la
muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por
un síncope, la madre que encuentra vacía la cuna de su niño, el avaro
que encuentra una piedra en el sitio de su tesoro, el poeta que ha
dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más
importante, no tienen ciertamente una expresión más desolada e
inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le
cayeron a lo largo del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas
ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente
bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante
hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían
aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el
peso íntegro de la cúpula.
ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre,
besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras
repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan
claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de
continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia:
"Desdichado, ¿qué has hecho?". Me daba cuenta del horror de mi situación
y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con
nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor,
no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda
belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra
gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con
moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con
esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además
como sudario para envolverse en el ataúd!
¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días;
habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido como estaba, y,
en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría
ropas de seda y velludo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los
perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de
una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento
de rizos. Tendría hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio,
una sola horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de
mala gana, habían bastado para sacarme completamente del número de los
vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el
cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba
maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes
primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía
irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía.
Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines
y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos
de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían
resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar
ese espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el
corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el
cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.
Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo
cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de haberme hecho
entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla.
Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en
mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir
nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro,
aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada
preocupada y severa. Luego me dijo: "Hijo mío, debo ponerte en guardia.
Tienes un pie sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás
usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas.
Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello,
porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios
vele sobre ti, Romualdo".
"Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había
olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde
ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni
espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin
embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por
vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje.
Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad,
ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. Qué fatiga para levantar la
tierra con que me habían cubierto. Mira: la palma de mis manos está
martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor dilecto."
Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las
bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable
complacencia.
Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de
un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su
justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma,
presentándome luego un espejo. "¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu
camarera personal?"
"No moriré más. ¡No moriré más!", gritó, loca de alegría, colgándose de
mi cuello. "Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti.
Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier
elixir, me han devuelto a la vida."
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