Cruzadas Menores
Cruzadas Menores
Cruzadas Menores
Durante la primera década del Siglo XIII los Estados latinos de Tierra Santa veían como la causa
cruzada en el Levante cada vez tomaba menos fuerza, puesto que los intereses de Occidente se
había desviado hacia Grecia después de los acontecimientos de 1204, donde la cuarta cruzada se
torció al Imperio Bizantino. Esto no impidió que el pontífice Inocencio III publicara la bula Quia
Maior en 1213, en donde convocaba a toda la cristiandad no solo a recuperar Jerusalén, sino
también a dar fin al Sultanato Ayyubí (imperio fundado por Saladino). Dos años más tarde publicó
otra bula, la Ad Liberandam.
En 1215 Inocencio III convocó el IV Concilio de Letrán, donde asistió el patriarca latino de
Jerusalén, y se expuso la preocupación sobre el estado de los reinos cristianos en Tierra Santa. En
esta ocasión, Inocencio no se quería arriesgar a que se cometan los mismos errores de la cuarta
cruzada, y prefirió que la expedición esté dirigida en nombre del papado y no en nombre de
alguna república como Génova o Venecia.
El papa intentó obtener el apoyo de los caballeros franceses en la cruzada, pero estos se
encontraban indispuestos, ya que estaban ocupados luchando en la cruzada albigense contra los
cátaros. Sin haber logrado encontrar mucho apoyo, en 1216 falleció Inocencio III, siendo sucedido
por Honorio III. El nuevo papa también intentó reclutar a los príncipes europeos, y debido a la
negativa de varios se tuvo que conformar con el liderazgo del rey Andrés II de Hungría y del duque
Leopoldo VI de Austria.
Húngaros y austríacos se agruparon en la ciudad croata de Split, y desde ahí partieron rumbo a
Tierra Santa. La expedición desembarcó en Acre en 1217, donde Andrés II fue recibido por el rey
titular de Jerusalén, Juan I de Brienne. En Acre se realizó un consejo de guerra, donde Leopoldo VI,
Andrés II y Juan I se reunieron con el patriarca latino de Jerusalén, con el príncipe Bohemundo IV
de Antioquía, con el rey de Chipre Hugo I y con los maestres de la Orden Teutónica. El objetivo era
atacar a los ayyubíes en Siria.
Los ejércitos cruzados se dirigieron al norte: cruzaron el Mar de Galilea, y se enfrentaron a los
sarracenos en el río Jordán. Después de estas victorias iniciales los cruzados regresaron a Acre;
Andrés optó por recolectar las reliquias que obtuvo en Cafarnaúm y volver a Hungría a principios
de 1218. Pero esto solo fue el inicio de la cruzada, puesto que llegaron una serie de refuerzos
alemanes encabezados por los condes Guillermo I de Holanda y Oliver de Colonia.
El monumental ejército (el más grande en la historia de las cruzadas) se dirigió a Egipto, centro de
poder del Imperio Ayyubí. Los cruzados, encabezados por Leopoldo VI de Austria, Oliver de Colonia
y Juan de Brienne, desembarcaron en la ciudad portuaria de Damieta. Fue un asedio largo y
costoso, donde perdieron la vida cristianos y musulmanes; entre ellos el sultán ayyubí Al-Adil I, el
anciano hermano de Saladino. Tras la retirada de los sarracenos de Damieta en 1219, los cruzados
se organizaron para partir rumbo a El Cairo. Pero las continuas disputas entre los cristianos por el
control de los territorios conquistados hicieron retrasar la expedición al corazón egipcio hasta
1221.
Ilustración del Asedio de Damieta
Cuando los cruzados finalmente se propusieron marchar hacia El Cairo ya era demasiado tarde. El
nuevo sultán, Al-Kamil, había tenido el tiempo suficiente para reorganizar sus tropas, y cuando los
cruzados marchaban a través de las orillas del río Nilo los sarracenos los fulminaron. Además, las
inundaciones del Nilo entorpecieron el avance cristiano, ya que varios terminaron atascados en el
fango o ahogados. Este desastre de cruzada acabó con la recuperación musulmana de Damieta y
con un tratado de paz de ocho años entre los Estados latinos y el sultán Al-Kamil.
Sexta Cruzada
La sexta cruzada se llevó a cabo en 1228, tan solo siete años después del fracaso en la quinta
cruzada, y significó otra oportunidad para recuperar Jerusalén. En esta expedición solo participó
Federico II Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quien encontró en la
negociación el éxito que no tuvieron las armas.
Previamente, Federico II había brindado asistencia durante la quinta cruzada enviando tropas
alemanas, pero no acudió personalmente ya que prefirió consolidar su poder en el imperio antes
de embarcarse en la expedición. En 1220 fue coronado emperador por el Papa Honorio III con la
promesa de llevar a cabo una cruzada, pero Federico optó por posponerla, lo que le valió críticas
por parte de la Santa Sede. En 1225 Federico enviudó de su primera esposa, Constanza de Aragón
– hija del rey aragonés Alfonso II el Casto – ; por lo que contrajo nupcias con Yolanda de Jerusalén,
hija del rey titular de Jerusalén, Juan de Brienne, y de María de Montferrato. Gracias a este
estratégico matrimonio, el emperador alemán pasó a tener pretensiones legítimas sobre el trono
cruzado, y con mayor motivo, ir a recuperar Jerusalén.
Para 1227, la relación entre Federico II y el Papa Gregorio IX (sucesor de Honorio) era tensa, más
aún cuando los ejércitos alemanes partieron de Brindisi hacia Siria, pero tuvieron que volver a
Italia por culpa de una epidemia. Esta desventura le dio la excusa perfecta a Gregorio de
excomulgar a Federico por romper sus votos de cruzado; esto se le suma al hecho de que el
emperador y el pontífice llevaban protagonizando una pugna diplomática y militar por el control
de Italia.
El motivo por el cual Al-Kamil cedió Jerusalén era que el ayyubí tenía dificultades para controlar
tan extenso imperio, especialmente por la rebelde Damasco; y más allá del subjetivo valor
religioso, no había mayor valor económico o militar en Jerusalén. En tal sentido, Jerusalén era una
barata ficha de negociación que podría suponer una temporal paz con el mundo cristiano mientras
Al-Kamil mediaba la compleja situación política que atravesaba su sultanato.
Era la primera vez que los cristianos pisaban pie en Jerusalén desde la conquista de Saladino de
1187; y por lo tanto – entre los puntos del tratado – Al-Kamil demandó que las murallas de la
ciudad no fuesen reconstruidas, para que así la ciudad no vuelva a ser el centro del poder cristiano
en el Levante. Por otro lado, el Papa Gregorio IX vio la cruzada como un intento de Federico II de
expandir el poder imperial, y por ende se opuso al tratado y declaró que esa acción no podría
interpretarse como guerra santa. Aún sin la aprobación papal, en 1229 Federico se coronó rey de
Jerusalén en la Iglesia del Santo Sepulcro. Esta cruzada terminó agudizando los enfrentamientos
entre el Papado y el Sacro Imperio.
Tras la sexta cruzada, tanto cristianos como sarracenos respetaron el tratado y la tregua de diez
años; aunque fue duramente criticada por las autoridades cristianas, ya que Federico II dejaba
indefenso al Este Latino a futuros ataques de los ayyubíes. Además, debido al hecho de que
Federico vinculó la corona del Reino de Jerusalén con la corona del Sacro Imperio Romano
Germánico, la cruzada fue vista como un interés personal del emperador de ampliar su patrimonio
real y no como una genuina guerra santa.
Durante ese periodo (1229-1239) hubo paz entre los cruzados, quienes intentaron reconstruir su
reino; por su parte, Al-Kamil luchó contra los selyúcidas y corasmios que amenazaban sus
fronteras. Sin embargo, el tratado expiraba en 1239, lo que vulneraba la soberanía cristiana sobre
Tierra Santa. A modo de prevención, el Papa Gregorio IX comenzó a organizar una nueva cruzada
desde 1234, con la esperanza de que esta se lleve a cabo en 1239, y así garantizar que se
mantenga el control cristiano en Jerusalén.
En 1234 se emitió la bula papal Rachel suum videns, exhortando a los cristianos de Inglaterra,
Francia y Hungría a ir a Tierra Santa; la predicación de la cruzada también contó con varios frailes
dominicanos y franciscanos, quienes persuadieron a la poblaciones en favor de alistarse en la
próxima cruzada. En 1239 se puso en marcha la cruzada de los barones, encabezada por el rey
Teobaldo I de Navarra, los duques Hugo IV de Borgoña y Pedro I de Bretaña, el conde Amalarico VI
de Montfort, entre otros.
Esta cruzada vio una extraña combinación de acciones militares y diplomáticas, ya que los
cristianos aprovecharon la guerra civil que se desató en el Imperio Ayyubí entre los hijos de Al-
Kamil: Al-Salih y Al-Adil II. Pese a ser derrotados en Gaza, los cristianos negociaron el regreso de
Ascalon, Sidón, Tiberíades, y la mayor parte de Galilea, Belén y Nazaret. Además, reconstruyeron
algunas fortalezas templarias, teutónicas y hospitalarias. En 1240, Teobaldo regresó a Navarra, por
lo que los esfuerzos cruzados recayeron en Ricardo de Cornualles, hijo del difunto rey Juan I de
Inglaterra.
Ricardo no vio ningún combate en Tierra Santa, y más bien se dedicó a continuar con la
negociación de las concesiones con los sarracenos, y además fortificó la ciudad de Ascalon. Sin
embargo, los cruzados estaban de manos atadas en cuanto a cualquier tipo de fortificación en
Jerusalén. Esta breve cruzada, logró expandir las concesiones efectuadas en la sexta cruzada; no
obstante, al ser ausente la figura de un rey cruzado presente en Jerusalén, el arbitraje entre los
barones regentes se complicó, y las tensiones entre los cruzados se agudizaron.
Séptima Cruzada
En 1244, mercenarios corasmios aliados con el sultán ayyubí Al-Salih invadieron el territorio
cruzado y saquearon Jerusalén. Como consecuencia del saqueo – y de la posterior derrota de
templarios, lazaristas, y hospitalarios en la Batalla de la Forbie – los sarracenos volvieron a tomar
Jerusalén. Sin embargo, la noticia de la caída de Jerusalén fue recibida en Occidente con estupor, y
no causó la alarma que hubiese producido en otra época. Por lo tanto, esta séptima cruzada no
fue inmediata ni tampoco se generalizó en buena parte de Europa.
Sucedió que durante la primera mitad del Siglo XIII, los mongoles hicieron su aparición en el
mundo cristiano, e invadieron de forma devastadora todo el este de Europa; absorbieron a los
principados rusos, y arrasaron en Polonia y Hungría. Por ende, la cruzada a Tierra Santa no suponía
la mayor de las urgencias. Únicamente el devoto rey Luis IX de Francia declaró su intención de
participar en esta nueva cruzada. El Papa Inocencio IV oficializó la convocatoria de la séptima
cruzada en el Concilio Ecuménico de Lyon de 1245, cuyo mando delegó a San Luis IX.
Junto al rey de Francia marchaban sus hermanos Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de
Artois, así como varios parientes de la familia Capeto, y otros barones franceses. ”En aquella
época, Francia era posiblemente el estado más fuerte de Europa, y tras tres años recolectando
fondos, reunió un poderoso ejército, de unos 1500 hombres, 2800 caballeros fuertemente
armados, y unos 5000 ballesteros, y partió de los puertos de Marsella y Aigues-Mortes (Aguas
Muertas) en verano de 1248”. Su objetivo era llegar a Egipto, centro del poder musulmán, y
conquistar todo el delta del Nilo; para así utilizar el territorio como moneda de cambio o bien para
asentarse ahí.
La flota francesa llegó a Chipre, donde gobernaba el rey cruzado Enrique I de Lusignan. El chipriota
se unió a la expedición, al igual que dos huestes templarias y hospitalarias, y un contingente inglés.
Los cruzados pasaron el invierno de 1248-1249 en la isla, y la larga estancia termino debilitando la
disciplina de los soldados. Disputas, conflictos, negociaciones infructuosas y mal tiempo
terminaron postergando la partida del ejército cristiano hasta inicios de junio de 1249.
Al igual que en la quinta cruzada, el ataque se centraría en la ciudad portuaria de Damieta, la cual
fue capturada con relativa facilidad el 6 de junio. Los ayyubíes entraron en pánico y evacuaron la
ciudad ante la llegada del rey San Luis, obligando al sultán ayyubí, Al-Salih, a instalarse con su
ejército en Mansura (ciudad egipcia de camino a El Cairo). Para 1249, el sultán Al-Salih estaba
gravemente enfermo de tuberculosis y agonizaba, pero ello no impidió que organizara las defensas
del Nilo.
San Luis optó por instalarse en Damieta y sus alrededores en lugar de continuar con el avance
hacia El Cairo. Esto se debió a tres motivos: la espera de la llegada de Alfonso de Poitiers (hermano
del rey) con refuerzos, las inundaciones del Nilo (ya que de intentar marchar a través del Nilo,
mientras el río estaba en medio de una inundación anual, hubiera supuesto importantes
problemas logísticos), y el desacuerdo entre los mandos cristianos sobre como se procederá a
partir de la toma de Damieta.
Los franceses permanecieron cinco meses en Damieta. Entretanto, San Luis remodeló la ciudad,
cambió la mezquita por catedral, nombró a un obispo, asignó mercados a las repúblicas
mercantiles italianas, y además tuvo que lidiar con el desánimo de las tropas, las enfermedades
que aquejaban, el caluroso verano, y las frecuentes escaramuzas en los campamentos (las cuales
terminaron con muchos cruzados capturados y enviados a El Cairo, ya que el sultán prometía
pagar jugosas recompensas por la cabeza de los infieles). En ese periodo, el rey también rechazó
un intento de negociación para intercambiar Jerusalén con Damieta.
Finalmente, el 20 de noviembre de 1249 inició la marcha cristiana rumbo a El Cairo, capital del
Sultanato Ayyubí. Mientras las fuerzas de San Luis avanzaban lentamente a lo largo del Valle del
Nilo, en Mansura fallecía el sultán Al Salih, debido al gran número de enfermedades que portaba.
La muerte del sultán se mantuvo en secreto, y se formó una junta encabezada por la viuda y los
mamelucos – esclavos guerreros que conformaban la guardia de Al-Salih -, a la espera de la llegada
del heredero Turan Shah.
Por otro lado, el grueso del ejército cruzado, comandado por San Luis, logró construir un puente y
atravesar las defensas enemigas, pero se vio incapaz de tomar la ciudad ante constantes ataques
por su retaguardia; lo que se produjo fue un estancamiento al ninguna fuerza ser capaz de superar
a la otra.
El 28 de febrero, Turan Shah, el heredero del fallecido Al-Salih, llegó a Egipto y se hizo con el
poder. El nuevo sultán ordenó la construcción de una flotilla en el Nilo, para así lograr apretar el
cerco que rodeaba a los franceses, además implementó un bloqueo para cortar las líneas de
abastecimiento que llegaban a San Luis desde Damieta. Estas nuevas medidas llevaron a las
huestes francesas a ser acechadas por el hambre y las enfermedades, al punto que la única opción
táctica restante era emprender la retirada.
Las fuerzas francesas, golpeadas por la derrota, el hambre, la disentería, la fiebre de tifoidea y el
tifus, partieron de regreso a Damieta. En su camino de regreso las huestes francesas fueron
emboscadas por los sarracenos, lo que terminó con la captura de San Luis; además, varios de los
barcos que llevaban heridos y suministros también fueron interceptados. San Luis, sus hermanos
Alfonso de Poitiers y Carlos de Anjou, y sus respectivos ejércitos, fueron llevados cautivos a
Mansura. El objetivo del sultán ayyubí era utilizar al rey como moneda de cambio para recuperar
Damieta, regentada por Margarita de Provenza, mujer de San Luis.
Como los egipcios carecían los hombres suficientes para resguardar a tan numeroso ejército de
prisioneros, no tuvieron mayor inconveniente en decapitar a los prisioneros más pobres (se calcula
que se decapitó a un total de 300 prisioneros), de este modo el número de cautivos se redujo a un
tamaño manejable. Del mismo modo, los cristianos de Tierra Santa ya habían iniciado las
negociaciones para recuperar al rey de Francia, a los condes de Poitiers y Anjou, y a todos los
barones y caballeros templarios, hospitalarios y franceses que permanecían bajo cautiverio
egipcio.
Miniatura medieval que representa a Luis IX de Francia como prisionero de los ayyubíes
Desde Acre, San Luis continuó negociando la liberación de los prisioneros cristianos restantes,
concretando la libertad de 3000 prisioneros. Tras reforzar las defensas, fortificar algunas ciudades
y servir como mediador entre los señores cristianos de Tierra Santa por los siguientes tres años;
San Luis optó por volver a Francia dando por finalizada esta cruzada infructuosa en 1254.
Si bien es cierto que la campaña de San Luis terminó en un fracaso total, su prestigio en Europa
aumentó, y pronto decidió poner en marcha los preparativos para llevar a cabo una nueva guerra
santa. En 1260 Baibars asumió como nuevo sultán mameluco. Él era un musulmán fanático que
rechazaba todo lo cristiano, por ello llevó a cabo grandes campañas contra los Estados cruzados de
Tierra Santa, los cuales dominaban una estrecha franja costera en el Levante que se extendía
desde Cilicia hasta Gaza.
Lo que mantenía con vida a los reinos cruzados eran las múltiples fortalezas de templarios y
hospitalarios que se extendían por Siria y Palestina. Baibars atacó varios de estos castillos, como la
fortaleza siria del Crac de los Caballeros, símbolo del poder y prestigio de los hospitalarios desde la
primera cruzada. Con la defensa colapsada en varios puntos del Este Latino, Baibars logró tomar
ciudades estratégicas. El sultán mameluco se hizo con Cesárea, Arsuf, Jaffa, e incluso con todo el
Principado de Antioquía en 1268, gobernado por Bohemundo VI.
Las conquistas de Baibars resultaron fulminantes, los cruzados no habían presenciado semejante
azote desde tiempos de Saladino. Para el último tercio del Siglo XIII, el Reino de Jerusalén apenas
abarcaba una minúscula franja entre Acre y Sidón; mientras que el Condado de Trípoli solo
conservaba su capital homónima, Tortosa y Biblos. Esta precaria situación en Tierra Santa motivó
al rey de Francia, San Luis, a emprender una nueva expedición en Egipto.
Aún pese a la terminal situación del Este Latino, Carlos de Anjou, convenció a su hermano – el rey
San Luis – de redirigir la cruzada hacia Túnez, donde gobernaba el Emirato Háfsida. Carlos de
Anjou, quien además era rey de Sicilia, argumentaba que el emir tunecino, Al-Mustansir, estaba
dispuesto a dejar el Islam y convertirse al Catolicismo, pero los enemigos en la corte se lo
impedían. San Luis aceptó la propuesta, puesto que sonaba prometedora la creación de un reino
cristiano en el norte de África y partió rumbo a Ifriqiya en 1270.
Con él viajaban el rey Teobaldo II de Navarra, y sus tres hijos varones. Además, Carlos de Anjou y
el príncipe Eduardo de Inglaterra, hijo de Enrique III de Inglaterra, prometieron unírsele con
refuerzos.
La expedición llegó a Túnez en 1270, y arribaron a las ruinas de la mítica Cartago en pleno verano
magrebí. El calor era inaguantable, y las epidemias pronto golpearon a los caballeros de esta
octava cruzada. Para empeorar las cosas, el emir tunecino no recibió a los recién llegados con los
brazos abiertos, ni tampoco tenía intenciones de convertirse al credo católico, y más bien se
atrincheró en la ciudad de Túnez.
Los cruzados asediaron la capital hásfida, sin embargo fueron golpeados duramente por la
epidemia de disentería que se esparcía por el Magreb. La letalidad de esta peste fue tal que varios
altos mandos cristianos se vieron afectados, como el segundo hijo del rey, Juan Tristán; incluso el 3
de agosto de 1270 San Luis sucumbió ante la disentería a los 56 años. Cuando Carlos de Anjou
llegó a Ifriqiya con refuerzos, se enteró que su hermano acababa de fallecer.
Carlos, viendo el fatal panorama, decidió pactar con el emir tunecino, y en otoño se realizó la
evacuación de las tropas francesas de Túnez. La campaña fue tan desastrosa que varios cristianos
fallecieron en su viaje a casa, como el rey Teobaldo II de Navarra, o la viuda de San Luis. Además,
una tormenta hundió casi la totalidad de los barcos de Carlos de Anjou, muriendo un aproximado
de 4000 personas.
Tras la partida de Eduardo I, los conflictos en Tierra Santa se intensificaron. Aunque varios papas
intentaron pregonar nuevas cruzadas, su espíritu se había perdido y ya no se organizaron más.
Igualmente, los mamelucos siguieron hostigando a las escasas ciudades cristianas restantes en el
Levante, en 1289 cayó Trípoli, y en 1291 cae la ciudad portuaria de San Juan de Acre. Tras la caída
de Acre, se emprendió la evacuación de las últimas posesiones en Tierra Santa, las cuales no
volverían a poder cristiano hasta la Primera Guerra Mundial.
Las cruzadas han sido eventos de alta trascendencia en la historia debido al gran impacto que
generaron, no solo al nivel de la obvia muerte y destrucción que causaron, sino también a nivel
político, religioso, económico, geopolítico, social y cultural. La repercusión más notoria de las
cruzadas en Occidente fue la consolidación del poder papal en Europa.
Las cruzadas, de por sí, tenían el elemento impulsor de unificar a la Iglesia Católica con la Iglesia
Ortodoxa: dos comunidades que ya llevaban tiempo distanciadas. Pero las cruzadas lograron un
efecto adverso, ya que el disruptivo reencuentro entre católicos y ortodoxos en el Siglo XI solo fue
amargando las relaciones, lo que eventualmente se tradujo con el saqueo de Constantinopla de
1204, provocando un agudo resentimiento entre los ortodoxos. Al punto que los bizantinos
exclamaron dos siglos más tarde: ”es preferible el turbante turco que la tiara latina”.
Por otro lado, en Europa la idea de la guerra santa adquirió un prestigio importante, al punto que
el término de cruzada fue acuñado a otro tipo de campañas que no tenían la estricta intención de
tomar Tierra Santa: la cruzada albigense contra los cátaros, las cruzadas bálticas, la cruzada contra
la Corona de Aragón, la cruzada contra Federico II Hohenstaufen, episodios de la Reconquista
como la Batalla de las Navas de Tolosa o la Guerra de Granada, las cruzadas húngaras contra el
Imperio Otomano, incluso la idea de cruzada fue utilizada para proporcionar una justificación
religiosa durante la conquista de América.
Las cruzadas también representaron ser disruptivas entre las tres religiones monoteístas. Los
cristianos presentaron al Islam como un enemigo a abatir, y a su vez los musulmanes dejaron de
respetar al Cristianismo como uno de los ”pueblos del libro”, y más bien lo consideraron un
enemigo natural. Los judíos, por su parte, sufrieron bastante persecución durante la predicación y
la ejecución de las campañas.
Las cruzadas debilitaron a los señores feudales; muchos perdieron la vida o se instalaron en
Levante; mientras que otros se empobrecieron con la venta de sus tierras; además, su prolongada
ausencia les impidió hacer valer sus derechos. Los reyes confiscaron los feudos vacantes y
redujeron tenazmente los privilegios de los señores. Por su parte, los sirvientes y vasallos
adquirieron su libertad a cambio de las riquezas que obtuvieron en sus viajes. Las ciudades y la
burguesía obtuvieron grandes ganancias de los beneficios obtenidos de los suministros, el
transporte de ejércitos y el aumento del comercio con Oriente. A todo esto se le conoce como
crisis del feudalismo.
Al mismo tiempo, el comercio marítimo obtuvo un mayor impulso en perjuicio del terrestre, ya
que las rutas comerciales hacia Oriente comenzaron a ser bloqueadas gracias a las invasiones de
turcos o mongoles. Por ende, ciudades como Constantinopla perdieron su hegemonía mercantil en
favor de Venecia, Pisa, Génova, Barcelona o Marsella.