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Documento de apoyo curricular Nº 3

PROBLEMAS DE ÉTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA


Yamile Socolovsky

(fragmento)

2.5. Debates contemporáneos

Kant presuponía que era posible que los sujetos, actuando como sujetos racionales, concordaran en su
autodeterminación, porque concebía a la razón en términos universales. En esta perspectiva, la razón
consultada por el sujeto actuante, aquella que dicta a cada uno la Ley Moral, no es una facultad del sujeto
empírico, sino del Sujeto Trascendental, en el cual se realiza la plena coincidencia entre una voluntad
racional y la racionalidad práctica que sólo imperan en nosotros, los sujetos concretos reales, a costa de
una lucha permanente con los impulsos sensibles que llevan a cada uno tras la búsqueda de satisfacción de
su interés particular.

La conciliación entre los principios de autodeterminación y de universalización se halla entonces en la teoría


de Kant amparada por aquella pretensión: si cada uno determina su voluntad, al actuar, siguiendo a su
razón, todos lo haremos en el mismo sentido, puesto que la razón de cada uno es La Razón Universal. Los
intereses y las inclinaciones nos conducen por caminos diversos y frecuentemente antagónicos; la razón
señala un camino común. Es por eso que Kant, sin desconocer que somos seres doblemente
condicionados (racional y patológicamente), se atreve a sostener que la historia de la humanidad deja ver,
tras los conflictos que la signan, una tendencia o disposición hacia un “estado mejor” en el que se
desarrollarían plenamente las facultades humanas. En la medida en que logre imponerse la razón en la
organización política de las unidades en las que los hombres conviven (los Estados nacionales), la
“ilustración” hará posible un futuro de paz universal, basado en una confederación de naciones. (Kant, Idea
de una Historia Universal en sentido cosmopolita,1784)

La idea de una razón a-histórica y universal ha sido severamente criticada junto con los conceptos centrales
de la modernidad ilustrada. Una vez que se asume que la postulación de una noción sustantiva de razón
traduce las concepciones, los ideales, las expectativas propias de una determinada época y cultura, las
éticas universalistas tienen que apelar a otros modos de fundamentación de las normas universales que,
pese a todo, parecen ser las únicas capaces de garantizar la posibilidad de atribuir a los individuos un
conjunto de derechos cuyo reconocimiento no esté sometido a las contingencias de la pertenencia a tal o
cual orden jurídico-político o estado de lo social.

Una de las referencias más importantes de los críticos contemporáneos de la ética kantiana es Hegel, quien
observó la insuficiencia de la Möralitat (el nivel de la dimensión subjetiva en el que reconocía la validez de
los postulados kantianos) para lograr erigirse como guía de la acción humana, dada su formalidad y
abstracción. A la conciencia moral pura que Kant entroniza como sede de nuestros juicios éticos, Hegel
opone una conciencia moral concreta, que actúa aún a sabiendas de sus limitaciones y que se asume como
históricamente situada para a partir de allí luchar por su reconocimiento y por superar el subjetivismo de su
punto de vista. A partir de aquí, diversos pensadores desarrollan una pluralidad de líneas de ataque al
universalismo que se constituyen sobre la base de la sospecha de que la moral universal es un engaño.
Esta sospecha es común a diversas teorías que han resultado fundamentales para el desarrollo
subsiguiente del debate ético-filosófico (aún cuando algunas de ellas se constituyen en áspera polémica con
el resto del pensamiento hegeliano): Marx (quien señala el carácter ideológico de la ética en tanto que
superestructura de la totalidad social existente), Nietzsche (quien denuncia la falsa universalidad de los
valores morales, expresión de intereses inconfesables tras una supuesta neutralidad de la verdad, y que
sindica a la conciencia como la “voz del rebaño en nosotros” que limita a la vida imponiendo la culpa), Freud
(quien advierte la contradicción en la que se debate irremediablemente el ser humano, creador, junto a las
condiciones que hacen a su bienestar – esto es, la cultura – de los mecanismos de su infelicidad por la
represión del deseo y la imposibilidad de satisfacer los deberes que socialmente se impone).

Aquellas objeciones, y otras de similar tenor, obligaron más tarde a todo intento de fundar racionalmente la
ética y de establecer con ella algún criterio para someter a crítica las acciones e instituciones, a buscar un
modo de superar la insostenible apelación a una racionalidad universal sustantiva, esto es, portadora de
fines y valores que pudieran considerarse constitutivos de una naturaleza humana a-histórica y trans-
cultural. Pero antes de que estos intentos se desarrollaran - especialmente durante la década del ’80, en el
marco de un proceso de “reconstrucción de la ética” - se extendió en el ámbito académico un período en el
cual el reinado del positivismo implicó una negación de la posibilidad misma de una fundamentación y
discusión racional de las normas. La concepción ética más destacada que elaboró el neo-positivismo fue la
que se denominó “emotivismo” (Stevenson, Ayer). El neo-positivismo abrevaba aquí – como en su
concepción epistemológica – en su propia interpretación del Tractatus Lógico-Philosophicus de Lüdwig
Wittgenstein, quien había afirmado (contra la estrechez de la lectura positivista) que su obra era un tratado
de ética y no de lógica. La ética, sin embargo, estaba presente en el Tractatus como “lo no dicho”,
justamente aquello que para Wittgenstein (he allí el error positivista) era “lo más importante”. La ética, para
el austriaco, pertenece al ámbito de lo que no puede decirse, pero puede ser mostrado; aquello que, en
tanto no habla de hechos, no está sujeto a las reglas lógicas que rigen la articulación de nuestras
proposiciones descriptivas. Los juicios éticos no son racionales (pertenecen a “lo místico”), pero son sin
embargo categóricos y absolutos.

El positivismo sacó sus conclusiones: los juicios éticos no describen hechos, son proposiciones valorativas.
No hay, por lo tanto, posibilidad establecer su verdad o falsedad, ni de someterlos a crítica racional. Estos
juicios expresan emociones, y su función no es descriptiva o informativa, sino persuasiva: cuando se nos
dice que algo es “bueno” o “correcto”, se trata de convencernos de actuar de determinada manera. En
aquella distinción entre proposiciones descriptivas y valorativas se basaba también el intuicionismo (Moore),
según el cual no es posible definir “bueno”, pero sin embargo es posible intuir qué cosas son absolutamente
buenas. Esta pretensión que atribuye un carácter absoluto a las valoraciones éticas distingue sensiblemente
al intuicionismo del emotivismo; pero aún así, ambas concepciones asumen la irracionalidad de los juicios
éticos.

Frente a estos extremos, incluso la filosofía analítica, continuadora del neopositivismo, se ocupó de estudiar
cuál es – ya que no descriptiva – la función propia de los juicios éticos, y de recuperar para la ética el
reconocimiento de una racionalidad específica. En este sentido, la propuesta de Richard Hare inició el
proceso de una “reconstrucción de la ética”, reafirmando el antinaturalismo positivista que profesara el
emotivismo, pero reivindicando la racionalidad de los juicios éticos. Éstos son, según Hare, prescriptivos,
universalizables y razonables. Los juicios éticos no derivan de hechos, pero no son por ello ni arbitrarios ni
meramente subjetivos: remiten a valoraciones aprendidas, adquiridas por la pertenencia a determinado
entorno cultural, y su valor moral radica en su carácter universalizable. Hare deduce estas propiedades de
un análisis del lenguaje de la moral; especialmente del significado del término “deber”.

Los aportes más significativos a esta “reconstrucción de la ética” son los que realizaron, desde tradiciones
diversas, John Rawls y Jürgen Habermas. El primero elaboró una teoría de la justicia que coloca esta
noción en el centro del problema ético, asumiendo que no corresponde a la filosofía establecer los
fundamentos de la pretendida superioridad de una concepción determinada de la buena vida, sino definir
aquellos principios que permitirían ordenar las instituciones de la sociedad con vistas al reconocimiento de
la capacidad de cada quien para definir y promover su propia concepción del bien, y a garantizar las
condiciones mínimas en las que todos podrían hacerlo. Rawls ha denominado a su teoría “justicia como
imparcialidad”, porque ella se basa en la idea de que esta es la condición fundamental que debe traducirse
en el diseño de una situación inicial hipotética en la que podemos concebir qué principios escogerían para
establecer las bases de una “sociedad bien ordenada” una pluralidad de agentes situados tras un “velo de
ignorancia”, el cual les impediría estar condicionados por intereses particulares o concepciones del bien
determinadas. Esta limitación, junto al hecho de que tales agentes hipotéticos serían representativos de la
condición de la persona moral - capaz de regular su comportamiento por una concepción de la justicia y
capaz también de elegir su propia concepción del bien – aseguraría – por la imparcialidad del procedimiento
de selección de los principios – la imparcialidad del resultado (justicia procedimental); es decir que los
principios de justicia resultantes no favorecerían a ninguna concepción particular de la buena vida ni a un
grupo de miembros de la sociedad frente a los otros. De la deliberación de las partes en la “posición
originaria” (que actualiza la noción del estado de naturaleza de las teorías modernas del contrato social)
resultan dos principios fundamentales que ordenan la distribución de una serie de “bienes básicos”. El
primer principio establece la igual libertad para todos; el segundo consta de dos partes: una, que asegura la
igualdad de oportunidades, y otra – el llamado “Principio de la Diferencia” – que prescribe que no será justa
una mejora en la condición de los “mejor situados” si ello redunda en un empeoramiento de la condición de
los “peor situados”.

Esta pretende ser una concepción universalista y deontológica de la justicia; sin embargo Rawls ha tenido
que reconocer que no se trata de una concepción que pudiera extender su validez fuera del contexto de las
sociedades modernas desarrolladas y complejas, puesto que, aún insistiendo en la formalidad de la justicia
procedimiental, e incluso tomando como punto de partida el “hecho del pluralismo” en las concepciones de
vida que caracteriza a estas sociedades, la elaboración de la teoría incorpora una serie de nociones básicas
que se asumen como compartidas por los miembros de dichas sociedades, al menos en grado suficiente
como para que haya en torno de las mismas un consenso que permitiría apoyar en ellas la deliberación
hipotética de la que proceden los principios de la justicia. La validez de estos principios sería entonces
universal en un sentido restringido; esto es, dentro del universo cultural de las sociedades pluralistas
modernas, tal como Rawls las concibe.

La teoría de la justicia como imparcialidad ha sido por muchos años el centro de los debates que vigorizaron
el resurgimiento de la ética como disciplina filosófica, y buena parte de sus críticos han desarrollado sus
propias teorías como versiones modificadas de aquella, manteniendo sus presupuestos fundamentales. Las
críticas más severas que ha recibido Rawls, de muchas de las cuales se ha hecho eco en sus trabajos
posteriores, proceden del comunitarismo. Influidos ya sea por Aristóteles, ya sea por Hegel, otros teóricos
han señalado que la Justicia como Imparcialidad, o bien introduce subrepticiamente una concepción
particular de la buena vida (aquella que es reivindicada por la cultura hegemónica en las sociedades
capitalistas modernas), o bien resulta impracticable e insensible al verdadero carácter del sujeto moral, por
ignorar deliberadamente el hecho de que los individuos se comprometen con una concepción de la justicia
sólo en tanto y en cuanto a través de ella se pretende realizar una noción del bien que siempre remite a un
contexto comunitario en el que la personalidad se desarrolla a través de modos de interacción determinados
y en el cual cobran sentido los propios términos en que se formulan las cuestiones éticas. Muchas otras
objeciones se han planteado en torno a las implicancias concretas que tendría la aplicación de cada uno de
los principios de la justicia (especialmente el Principio de la Diferencia, que asume la inviabilidad de todo
programa igualitarista en relación con la distribución de bienes y, particularmente, de la riqueza) y del orden
de prioridad que se establece entre ellos (otorgando primacía absoluta a un reconocimiento formal de igual
libertad para todos que relega a un segundo plano las condiciones materiales que asegurarían un igual
disfrute de esas libertades).

La segunda corriente que ha intentado rescribir una ética universalista, recuperando desde otro ángulo la
tradición kantiana, es la que se ha dado en identificar como “ética comunicativa”, desarrollada por Karl-Otto
Apel y Jürgen Habermas. Esta ética se basa en una teoría de la acción de acuerdo con la cual es
constitutiva de los seres humanos una “competencia comunicativa”; esto es, una capacidad para
comunicarnos a través del lenguaje y para desarrollar una comunicación “racional”, libre de dominación y
asimetrías, que nos permite establecer acuerdos. Las condiciones de posibilidad de una comunicación de
estas características constituyen, en la ética comunicativa, el a priori que en la ética kantiana se encontraba
en la estructura de la razón, en el Sujeto Trascendental. Si la ética comunicativa es, al igual que los otros
resurgimientos del kantismo que hemos considerado – el de Rawls y el que, desde su concepción analítica,
propone Hare – una teoría deontológica, procedimental y cognitivista (puesto que considera que el
procedimiento por el cual llegamos a determinar qué es lo correcto es análogo al que empleamos para
determinar lo verdadero, y que hay una racionalidad específica del ámbito práctico que permite distinguir lo
válido de lo que simplemente está vigente y, por lo tanto, someterlo a crítica), se diferencia de ambas
porque encuentra estos caracteres en el marco comunicativo o dialógico. Uno de los aportes más
interesantes de esta perspectiva en la ética es que permite pensar que las condiciones en las cuales
interactuamos (comunicativamente) con otros son constitutivas de la moralidad y, más aún, de la
racionalidad misma.

Desde esta perspectiva, la validez de las normas debe determinarse a través de un diálogo entre todos
aquellos que serían afectados por su puesta en vigor, porque la moral trata con los intereses de los
individuos concretos, y el cumplimiento de una norma no podría exigirse si no respondiera o se adecuara a
los intereses de todos y cada uno. De modo que habrá que establecer que las normas satisfagan sólo
aquellos intereses que sean universalizables. Así, la ética discursiva intenta superar la antítesis kantiana
entre un interés moral puramente racional y el interés patológico o sensible que determina a los sujetos
concretos que deben acatar las normas, situando las condiciones de la racionalidad en el procedimiento por
el cual sujetos reales deliberan y argumentan atendiendo a sus intereses para obtener un consenso sobre lo
que considerarán correcto para todos y cada uno. Aquí la noción ética de “persona” es entendida como la de
un “interlocutor válido”, cuyos derechos a argumentar y replicar tienen que ser reconocidos para que el
procedimiento sea válido, lo cual supone la adopción de una versión dialógica de la autonomía y una
reconstrucción comunicativa del Imperativo Categórico kantiano. En la medida en que, dentro de paradigma
pragmático-lingüístico, el sujeto es pensado como un hablante que interactúa con un oyente, y no como un
observador (de sí mismo, de los demás y del mundo), el yo es desde el inicio el alter ego (otro yo) de otro, y
la auto-conciencia se piensa como generada en esta interacción comunicativa (y no en la soledad de la
reflexión de la conciencia sobre sí misma).

Evidentemente, nuestro mundo social difiere enormemente de aquello que en la ética discursiva se conoce
como “situación ideal de habla”. Quienes la defienden sostienen que esta es, sin embargo, una orientación
para la acción (una “idea regulativa” en sentido kantiano), un parámetro crítico que nos permitiría intentar
acercar la comunidad comunicativa real de la que formamos parte a la comunidad ideal a la que
pertenecemos también en tanto somos seres que pretendemos sentido y validez para nuestras acciones
comunicativas. Desde esta perspectiva se pretende que es posible superar las objeciones que han sido
planteadas a la concepción moderna del sujeto y la racionalidad, y fundar sin embargo en una
reconstrucción de estas nociones la posibilidad de una ética crítica, que no se limite a apoyarse en las
concepciones básicas que se han tornado parte del “sentido común” de las sociedades occidentales.

Estas éticas, desarrolladas a partir de la década del ’70, recibieron en el decenio siguiente una serie de
críticas en las que resonaban acentos aristotélicos o hegelianos. Algunas de ellas tienen un carácter
netamente conservador y contra-moderno; otras se inscriben en programas de reconstrucción del proyecto
moderno que asumen la necesidad de superar las dificultades planteadas por las objeciones interpuestas al
universalismo, el formalismo procedimentalista, y el rigorismo racionalista de las éticas de base kantiana.
Estas objeciones podrían resumirse de este modo: (a) el mundo moral es más amplio y complejo de lo que
llegan a advertir las éticas racionalistas, que pretenden constituirse a partir de un punto de vista “universal”,
enajenado de la esfera moral concreta en la que se desenvuelven los sujetos. De allí que algunos autores
destaquen la preeminencia de formas de la sensibilidad moral, el carácter necesariamente contextual de los
juicios éticos, y/o el carácter material, histórico y culturalmente determinado de los valores y los criterios de
valoración moral. Algunos de estos autores consideran, sin embargo, que existen contenidos universales en
nuestra vida moral, ligados a las nociones de autonomía y de justicia. (b) lo justo adquiere sentido en el
interior de una concepción del bien. Es así que autores como Charles Taylor o Michael Walzer elaboran
propuestas que permiten fundamentar los principios de la justicia en la referencia a una pluralidad de bienes
comunitariamente valorados. Desde esta perspectiva, el universalismo ético es asumido como una
concepción históricamente situada, y no se pretende ya que ella remita a un fundamento a-histórico y trans-
cultural. (c) la moralidad y el lenguaje en el que se expresan y resuelven nuestros conflictos morales
requieren el trasfondo de una comunidad cultural relativamente consistente y homogénea. De aquí que
algunas de estas críticas remitan todo programa ético a un contexto comunitario, o bien – como es el caso
de MacIntyre – denuncien la situación de fragmentación cultural que caracterizaría a la sociedad
contemporánea como una imposibilidad para la fundamentación de una ética común. (Thiebaut, C.;
“Neoaristotelismos contemporáneos”, EIAF Nº2)

2.6. De la ética a la política

La mayoría de estas versiones de la ética universalista – y, como hemos visto, también algunas de las
críticas comunitaristas - apuntan, en definitiva y con matices, a fundamentar las instituciones características
de las democracias representativas modernas. Todas ellas asumen en diverso grado que, en la actualidad,
el pluralismo de concepciones del bien que las personas adoptan sólo haría posible establecer una idea
común de la buena vida bajo algún esquema social autoritario. Si vamos a respetar la capacidad que cada
uno tiene de elegir qué va a entender como bueno para sí, en qué términos va a proyectar su realización
personal, habrá que buscar algunos mínimos comunes que permitan a cada quien llevar adelante sus
planes y que, al mismo tiempo, regulen la convivencia entre todos. Estas éticas se han desarrollado como
“teorías de la justicia”, porque entienden que no es competencia de una teoría prescribir cómo debe vivir
cada uno, sino fundamentar el orden normativo dentro del cual cada uno pueda elegir – sin necesidad de
justificarlo ante nadie – cómo quiere vivir. Y son universalistas; esto es, pretenden que puede justificarse la
validez de los principios que proponen independientemente de cualquier punto de vista particular y que por
lo tanto dichos principios serían imparciales o neutrales (no comprometidos con ninguna concepción
específica del bien, ni con los intereses de ningún grupo o sector de la sociedad).

Como hemos advertido, una de las críticas que se han interpuesto a estas teorías consiste en el
señalamiento de su compromiso con una concepción particular de la buena vida (liberal-burguesa-
occidental) y/o con el interés propio de una clase social (tendiente a reproducir – aún con reformas – el
orden de la desigualdad reinante). Algunas de ellas, como también observábamos, han aceptado esta
limitación y la han justificado de diversas maneras, especialmente apelando al hecho de que su fundamento
es acorde con un conjunto de concepciones abrumadoramente extendidas (aquel “sentido común” de las
sociedades contemporáneas), y en algunos casos han tratado de mostrar que sus respectivos modelos
permitirían fundamentar otras visiones de la sociedad y la política. La diversidad de concepciones que
encontramos entre ellas, de todos modos, se desarrolla a partir de una matriz conceptual común, y traza un
abanico que va desde doctrinas afines a un liberalismo que reduce al mínimo la intervención del Estado
(usualmente llamado “libertarismo”, por ejemplo, el de Robert Nozick) y deja toda distribución de los bienes
en manos de la dinámica del mercado, hasta un liberalismo que procura fundamentar las instituciones de lo
que se ha conocido como “Estado de bienestar” (liberalismos “igualitaristas”, como el de John Rawls o
Robert Dworkin), en el cual se argumenta a favor de una acción positiva por parte del Estado, que tiende a
corregir los “fallos del mercado” para compensar en alguna medida las desigualdades que condicionan el
disfrute de las libertades y de la igualdad de oportunidades.

Las teorías éticas de la justicia llegaron a ocupar, especialmente en las décadas del ’80 y ’90, el lugar de la
reflexión filosófica sobre la política. Al asumir que el concepto central que debe definir una teoría ética es el
de la justicia, estableciendo y justificando los principios que deberían regir la vida de los miembros de una
sociedad en el ámbito público, y relegando al ámbito privado la determinación de la concepción de la buena
vida a través de la cual cada uno procuraría realizar su felicidad de acuerdo con su arbitrio individual, estas
teorías delimitaron para sí un objeto y una problemática que se solapaba con el problema político. Sin
embargo, estas teorías abordan el problema desde una perspectiva ético-filosófica, lo cual significa que
ellas establecen una serie de principios normativos derivados de un conjunto de conceptos que pertenecen
al ámbito del “deber ser”. Y si bien una perspectiva semejante es defendible en la medida en que permitiría
sostener un punto de vista crítico respecto de la realidad de la política, no puede perderse de vista que ésta
se desarrolla siempre en el terreno de lo contingente, en una tensión irreductible entre el orden y el conflicto,
los procesos de institucionalización y los momentos de ruptura. Ninguna concepción sobre lo que “debe
ser” logra legitimarse en términos políticos exclusivamente a partir de una pretensión de verdad; es decir,
para que sea asumida por el conjunto de los miembros de una sociedad no basta con demostrar que tiene
un fundamento teórico adecuado, y mucho menos si se pretende suscribir a una concepción política
democrática.

La política, entonces, interactúa con la ética de manera compleja, pero no se agota en ella. La reflexión
filosófica sobre la política forma, junto a la ética, un campo más amplio de cuestiones ligadas a la práctica
(de allí que normalmente se las incluye en un capítulo de la filosofía denominado “filosofía práctica”), pero
tiene su especificidad propia. Veremos en seguida de qué modo han sido abordadas por la filosofía algunas
cuestiones centrales a esta problemática.

2.7. Filosofía política: conceptos, enfoques

A diferencia de lo que hemos intentado realizar en las secciones en las que nos ocupamos de la ética,
abordamos ahora el problema político y el modo en que la reflexión filosófica se ha ocupado del mismo sin
detenernos a considerar doctrinas particulares. Procuraremos señalar algunos enfoques y conceptos que
nos permitirían esbozar un camino de indagación posible en torno de los supuestos que estructuran,
entrecruzando tradiciones y teorías, el discurso y las instituciones que constituyen nuestra realidad política
inmediata. A dicho fin sirve destacar el modo en que las novedades introducidas por la modernidad han
alterado el horizonte en el que dicha reflexión se desplegaba, llegando a formar parte de los supuestos casi
indiscutidos de la teoría y la práctica política actual. De allí que coloquemos un énfasis particular en la
consideración de los principios de la filosofía política moderna, sin dejar de indicar algunos de los temas y
problemas que constituyen el debate contemporáneo.

En la Antigüedad, la teoría política se centraba en la vida de la polis, entendida como la comunidad de los
hombres libres. Aristóteles asume que la relación propiamente política es la que se establece entre aquellos
que pueden disponer de sí mismos, de sus acciones y de sus bienes. En este sentido, la política
presupone desde el comienzo de la reflexión filosófica la igualdad y la libertad entre los sujetos que
participan de ella. La relación entre los no-iguales no es política, es una relación de dominación, como la
que mantiene el padre de familia con la esposa, los hijos, los esclavos. Y este tipo de relación es
considerada legítima – en el ámbito privado de la economía doméstica - en tanto se presume que hay
algunos que están dotados naturalmente de la capacidad de mandar, y otros necesitan ser mandados. Los
esclavos por naturaleza sólo son “instrumentos animados”, y si se diferencian de los animales es porque
tienen el entendimiento suficiente para comprender lo que se les ordena, pero no pueden mandarse a sí
mismos. Mucho menos, entonces, podrían mandar a otros.

Estos otros, señala Aristóteles, aquellos que porque tienen auto-dominio gozan de la capacidad de mandar
tanto como de obedecer, son los ciudadanos de la polis. La teoría política que recibimos de la Antigüedad
ha sido anti-democrática; no sólo porque se ha ocupado de intentar demostrar que el mejor régimen al que
pueden aspirar los hombres es siempre alguna versión del gobierno aristocrático – esto es, el gobierno de
“los mejores” - , sino porque se ha desarrollado en términos históricos en una confrontación explícita con la
democracia ateniense, que estos autores describen siempre como un (des)orden en el que imperan las
pasiones, fundado en una concepción errónea de la justicia que supone que esta consiste en la igualdad,
cuando – para los filósofos aristocráticos – ella prescribe “igualdad para los iguales, y desigualdad para los
desiguales” (Aristóteles), o la adecuada armonía entre las partes de un todo en el que cada cual debe
ocupar su lugar natural y desempeñar la función que le compete en aras de la preservación del conjunto
(Platón, Aristóteles). Es decir que unos gobiernen, otros custodien, y los más trabajen. Así es que, aunque
Aristóteles es muy claro en cuanto a la conciencia de que la polis se compone de dos partes principales:
ricos y pobres, y en la observación de que en definitiva todos los conflictos remiten a esta escisión originaria
que la comunidad debe lograr armonizar para preservarse, estas posiciones y los roles sociales que
normalmente les son adscriptos son concebidas como naturales, fundadas en diferencias que se pretende
radican en la constitución propia de las diversas clases de hombres. De modo que si entre los hombres no
todos son libres, entre los libres mismos habrá que distinguir entre aquellos que pueden llegar a desarrollar
la excelencia propia del hombre (los mejores, los pocos, los ricos), y los que probablemente permanecerán
siempre ligados a una existencia embrutecedora, incapacitados para ocuparse de los asuntos políticos
(aquellos que realizan trabajo manual, los más, los pobres).

Será la filosofía moderna la que modifique sustancialmente esta concepción, al asumir la igualdad
fundamental de todos los hombres como un presupuesto básico de la teoría política. Esta
universalización de la condición de racionalidad, a partir de la cual – como sostenía por esta época
Descartes – debía entenderse que, al menos potencialmente, todos los hombres, en tanto que seres
racionales, se hallan capacitados para acceder al conocimiento de todas las verdades (dentro de los límites
– igualmente universales – de la humana finitud), implicará también la necesidad de admitir que el
consentimiento es la condición necesaria para legitimar al poder político como autoridad que todos
los miembros de un conjunto social deben obedecer. Podría pensarse que este principio igualitario
impone la necesidad de fundar democráticamente el orden político. Sin embargo, la democracia sigue
siendo para la mayoría de los pensadores modernos un régimen inevitablemente caótico, frente al
cual oponen la monarquía o la aristocracia como únicos regímenes en los cuales sería posible preservar un
orden que asegure las condiciones de una existencia pacificada para los miembros de la sociedad. Incluso
las primeras teorías que defienden la democracia “representativa” – como la que adoptan los Federalistas
norteamericanos – apoyan sus argumentos a favor de un principio de representación en la necesidad de
que sean los “mejores” quienes tengan bajo su responsabilidad la resolución y administración de los asuntos
públicos. (Hamilton, A.; Madison, J.; Jay, J.; El Federalista) De allí que, para muchos autores, la democracia
moderna no sea otra cosa que una variante aristocrática del gobierno de los “menos”, que implica en su
propia denominación (“democracia representativa”) una contradicción en los términos. (Rubio Carracedo, J.;
¿Democracia o representación? Poder y legitimidad en J. J. Rousseau). Algunas de las teorías vinculadas
de un modo u otro a la tradición republicana adoptan una visión significativamente diferente de la actuación
popular en el gobierno, sin que ello implique en todos los casos un pronunciamiento a favor del régimen
democrático pleno. Nicolás Maquiavelo, por ejemplo, desarrolla en el siglo XVI una teoría del gobierno
popular que justifica la necesidad de que el pueblo tenga un rol activo en la vida política de una república,
como garante de la libertad, al entender que su participación debe poner coto a la ambición que tipifica el
comportamiento de la nobleza. Jean-Jacques Rousseau, en el siglo XVIII, rechazará con absoluta claridad
la posibilidad de una representación de la voluntad ciudadana, y asumirá plenamente las consecuencias de
un reconocimiento de la necesidad de una intervención directa de la ciudadanía en el proceso de
deliberación y toma de decisiones que atañen al orden de la república.

La filosofía política moderna discurre así en el cruce entre dos corrientes de ideas: aquellas que comienzan
a configurar el ideario del liberalismo, y las que proceden de la tradición republicana clásica. Algunos
autores pueden adscribirse sin vacilación en una u otra de estas orientaciones; otros, tal vez la mayoría,
ofrecen distintas combinaciones y reescrituras de ambas perspectivas. Nuestra tradición de pensamiento
político, tal como, por ejemplo, se manifiesta en la Constitución Nacional, acusa esta doble referencia: el
gobierno se legitima a través del sufragio universal, y la soberanía pertenece al pueblo entendido como el
conjunto de la ciudadanía, pero “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”; está
consagrado el derecho del pueblo a levantarse en armas en defensa de la Constitución, pero el gobierno
monopoliza el uso de la fuerza legítima; los poderes del Estado se hallan sujetos a una tripartición cuyo
fundamento procede inmediatamente de la teoría de Montesquieu, que es a su vez una reelaboración de la
teoría republicana del gobierno mixto.
Para ordenar algunos de estos conceptos podríamos considerar el siguiente esquema, que inmediatamente
habremos de matizar:
REPUBLICANISMO

1. Teoría del gobierno mixto


2. LIBERTAD = ausencia de
dominación
3. Vida activa / participación
4. fin del Estado = libertad
5. Estado como totalidad de partes
(clases)
6. Virtud

LIBERALISMO

1. Teoría del Contrato social


2. LIBERTAD = ausencia de
impedimentos externos al propio
movimiento (libertad negativa)
3. Delegación / consentimiento
tácito
4. Fin del Estado = seguridad
5. Estado como mecanismo de
composición de una pluralidad de
individuos
6. Interés
1. Estado, gobierno, régimen político

- La teoría del gobierno mixto. Una de las características distintivas del republicanismo – que no
constituye propiamente una teoría sino una tradición en la que diversas doctrinas se inscriben
compartiendo en distinta medida algunas concepciones – es que recoge la idea de que, dado que
la sociedad se halla escindida en partes (clases, estamentos) cuyos intereses propios son
frecuentemente antagónicos y que adoptan comportamientos políticos diversos, la mejor manera
de asegurar que las decisiones que afectan a todos se hallen encaminadas a preservar o
promover el interés común consiste en establecer ordenamientos institucionales que impliquen la
participación de todos los sectores en instancias diferenciadas. El concepto de gobierno mixto
procede de Aristóteles, quien entendía que de la combinación de las tres formas ideales de
gobierno (monarquía, aristocracia y democracia) surgía una forma estable, en mejores
condiciones para resistir a la corrupción que degrada a aquellas (de las cuales derivan tarde o
temprano la tiranía, la oligarquía y la anarquía). El republicanismo renacentista y moderno retoma
esta concepción – que supone, en su origen, una visión cíclica y no progresista de la historia,
razón por la cual los modernos la rescribirán más tarde en términos de la necesidad de un balance
de poderes -, que se traduce en la defensa de un orden en el cual existe un cuerpo colegiado
restringido responsable de debatir y proponer las leyes, un consejo más amplio al que le compete
resolver (aceptar o rechazar lo propuesto), y una cabeza ejecutiva, frecuentemente de carácter
electivo y provisional. Estos republicanos no son democráticos, pero debaten sobre la amplitud
que debería poseer el consejo mayor y sobre qué clase de cualificaciones deberían exigirse para
establecer la integración de estas instancias de gobierno. Así, por ejemplo, lo que distingue a
Maquiavelo de la mayor parte de sus contemporáneos es el carácter popular de la república que
defiende. (Ver los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio).
- Las teorías del contrato social. El liberalismo político tiene su matriz teórica en las teorías
modernas del contrato social (aún cuando no todas las doctrinas que apelan a esta categoría
puedan ser calificadas como liberales, por ejemplo la de Rousseau, y aunque algunos defensores
del liberalismo no recurran a este tipo de fundamentación, tal el caso de los utilitaristas, ligados a
los planteos de la economía política clásica). Estas teorías – de las cuales es la de Thomas
Hobbes la que provee el modelo típico que otros autores reproducen con variantes a veces
significativas – desarrollan una fundamentación de la necesidad y legitimidad de la existencia de
un orden y una autoridad política a partir de un esquema en el que se articulan tres conceptos
centrales: (1) el “estado de naturaleza”, (2) el estado social, político o civil, (3) el contrato o pacto
que media entre aquéllos. El estado de naturaleza es la representación hipotética de la condición
en la que se encontrarían los hombres en ausencia de una autoridad común que regulara sus
interacciones. Esta situación se demuestra como insostenible y requerida de superación. En la
versión de Hobbes, porque - en ausencia de un poder común que atemorice, y dado que no
existen normas comunes en la condición pre-política - la convivencia entre los individuos se torna
insoportable en la medida en que ellos son naturalmente llevados por su impulso a la auto-
preservación a enfrentarse unos contra otros para acumular mayor poder (por ambición o por un
cálculo defensivo racional), configurando así esta situación como un “estado de guerra” en el que
prima el “temor a la muerte violenta en manos de otros hombres”. (Hobbes, Th.; Leviatán). En la
teoría de John Locke, porque, pese a que para este autor existe – previo a, e independientemente
de, la institución de un orden político - una Ley de Naturaleza que ordena respetar a los demás en
cuanto a su libertad, vida y bienes, no hay garantías para nadie de que tal norma sea respetada
de manera uniforme, y debidamente castigadas sus transgresiones, porque nadie puede ser
objetivamente juez en causa propia. De modo que si bien el estado de naturaleza no sería en si
mismo un estado de guerra, es una condición en la cual la guerra puede desencadenarse y
extenderse en cualquier momento dado que faltan: (a) una trascripción positiva de la Ley de
Naturaleza que especifique claramente para todos y cada uno cuáles son los límites legítimos de
su acción, (b) un juez imparcial reconocido por las partes que pueda mediar en los conflictos, y (c)
un poder coercitivo que respalde aquella normatividad. (Locke, J.; Segundo Tratado sobre el
gobierno civil). Estos inconvenientes motivan a los hombres para asumir, a través de un acto
contractual - que representa la necesidad de que la autoridad política se funde en el
consentimiento de quienes se someterán a ella – la limitación de su libertad natural originaria y la
obediencia a la voluntad de un hombre o un grupo de hombres que definirán (de manera
incondicionada, para Hobbes, o dentro de los límites y finalidades que señala la Ley de
Naturaleza, según Locke) los términos que regularán la convivencia de todos, posibilitando
artificialmente la unión pacificada de una pluralidad de individuos naturalmente conflictiva. (Ver
Bovero, M.; “Política y artificio. La lógica del modelo iusnaturalista”, en Bobbio, N. – Bovero, M.;
Orígenes y fundamentos del poder político).

2. El concepto de libertad

- Libertad republicana. Su concepción de la libertad es otro aspecto que distingue claramente a la


tradición republicana. A diferencia de la noción negativa que es propia del liberalismo y que ha
llegado en nuestros días a imponer su sentido, la libertad republicana se define, en antítesis con la
esclavitud, como ausencia de dominación, esto es, como la condición de no sometimiento a la
voluntad arbitraria de otros hombres. Esta definición (Pettit, Ph.; Republicanismo. Una teoría sobre
la libertad y el gobierno) permite entender que el sometimiento a las leyes, cuando estas proceden
de un mecanismo legítimo de toma de decisiones, no implica una lesión o una limitación para la
libertad, así como no lo constituiría tampoco la obediencia a las autoridades legítimas, en tanto
ninguna de ellas – leyes y autoridad – se considerarían arbitrarias). En estos términos, la vida en
sociedad, dentro de un orden normativo-legal, no necesariamente supone una restricción a la
libertad de los individuos (como sostendrá el liberalismo), sino que es condición de posibilidad de
su realización.
- Libertad negativa. En la visión liberal de la política, a partir de Hobbes, se introduce una
concepción de la libertad que se ha denominado “negativa”, en oposición a la concepción
“positiva” de los antiguos, que la entendían en términos de autodeterminación; es decir, en el
ámbito de lo político, como aquella capacidad que los hombres ejercen al tomar parte del gobierno
de los asuntos comunes. (Berlin, I.; “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la
libertad) La definición más clara de esta libertad en sentido negativo es la que proporciona
Hobbes, quien la entiende como la ausencia de impedimentos externos al propio movimiento; es
decir, como la condición que goza el individuo al no estar limitado por ningún factor ajeno a su
propia voluntad para hacer lo que desea hacer. En esta concepción, toda interferencia que
constituya un límite para la satisfacción de los deseos o intereses del individuo debe consignarse
como una restricción a su libertad originaria o natural. En este sentido, las leyes o la acción de
otros individuos puede ser (y normalmente es) un impedimento, que si bien puede evaluarse como
necesario no deja de representar una pérdida: las leyes que obligan a los individuos, para hacer
posible la convivencia, a no hacer determinadas cosas que podrían querer hacer. Es por eso que
en esta concepción, estrictamente, las leyes no hacen posible la libertad, sino que garantizan la
seguridad (aseguran para el individuo el disfrute de un ámbito de no interferencia) a costa de la
pérdida de algún grado de una libertad que se considera propiedad absoluta y no política de los
sujetos.

3. La ciudadanía. el problema de la representación

- Ciudadanía como participación. Es propio del republicanismo insistir en la necesidad de


la intervención ciudadana en los asuntos públicos. Basada en la concepción aristotélica
del hombre como animal político (zoon politikon), y en la idea de que el ser humano
realiza su perfección propia en la vida de la polis, atendiendo a la mejor consecución de
aquello que es bueno para todos, esta perspectiva es esgrimida polémicamente por los
humanistas cívicos y los republicanos renacentistas contra el ideal cristiano de la vida
contemplativa que repliega al hombre al ámbito de la vida privada.
- Ciudadanía por delegación. El liberalismo asume que los individuos son, normalmente
auto-interesados, es decir, que tienden a anteponer sus intereses particulares al interés
general, y entiende que lo que el orden político debe procurar – si no va a ser un orden
autoritario, que imponga por la fuerza o el temor una finalidad común para todos los
miembros del cuerpo social – es que las acciones de estos individuos puedan
compatibilizarse en un orden que asegure que, dentro de ciertos límites establecidos y
conocidos, cada uno podrá promover sus metas privadas sin sufrir interferencias
arbitrarias. No se supone ni requiere que los súbditos o ciudadanos del Estado tengan
una disposición a intervenir en el proceso de deliberación y toma de decisiones por el cual
se determina este orden. Basta con que algunos se ocupen de ello, si cuentan con la
aprobación de los demás – esto es, si son reconocidos o “autorizados” por el conjunto -
para “representarlos” en el ejercicio de la actividad política. En rigor, lo que se requiere de
estos individuos a-políticos es – como lo expresa el artificio del contrato - el
consentimiento, el cual se manifiesta de hecho en la obediencia (a la autoridad, a las
leyes). En las modernas democracias representativas, este principio se traduce en el
sufragio, que frecuentemente constituye la única forma de actuación política requerida de
la mayoría. El reconocimiento de las dificultades concretas que acarrea esta cultura
política en la vida de los Estados democráticos ha llevado a los mismos teóricos
contemporáneos afines al liberalismo a contraponer la idea de una “democracia débil” a
algún diseño de “democracia fuerte” (strong democracy) que apuntaría a lograr una mayor
intervención ciudadana en la determinación o gestión de los asuntos de interés público.

4. El fin del estado

- Libertad. Para el republicanismo, la finalidad de la vida política y del Estado es


fundamentalmente la preservación de la libertad. Maquiavelo y sus contemporáneos
republicanos se preguntan por aquellas condiciones que se requieren para asegurar un
“vivir político libre”, entendiendo que un Estado libre es aquel que no se halla sometido a
otro, pero también aquel en el cual la generalidad de los miembros no se encuentra bajo
el dominio de una voluntad particular. La independencia del Estado y la autodeterminación
ciudadana son metas concordantes, que se refuerzan la una a la otra. También en la
teoría de Rousseau es claro que la república es la forma política que asegura la libertad,
porque en ella los ciudadanos no se someten a otra voluntad que la que ellos mismos
componen en tanto intervienen en un proceso asambleario que es el único medio a través
del cual puede manifestarse la voluntad general que legitima las leyes. De modo que el
énfasis en la concepción activa de la ciudadanía completa la visión de la libertad a la que
hacíamos referencia, y explica el lema republicano que sostiene que “la libertad exige una
eterna vigilancia”.
- Seguridad. Ya hemos adelantado que la finalidad de la institución del Estado, en la
perspectiva liberal, es fundamentalmente la seguridad. En este aspecto, la teoría
contractualista que constituyó la base para el desarrollo del liberalismo político retoma una
idea propia de los teóricos escolásticos medievales que los republicanos renacentistas
pusieron en debate. Para aquellas doctrinas, la finalidad principal del orden político era la
paz, entendida fundamentalmente como “paz interior”, es decir, como orden interno.
Como ese orden interno podía verse afectado por los conflictos que inevitablemente
acarrearía la participación del pueblo en la vida política de los Estados (vista casi siempre
en la tradición occidental como disruptiva o amenazante, como generadora de caos, o
como fácilmente manipulable por individuos interesados: los “demagogos”), los teóricos
afines a esta perspectiva tendían a defender la idea de que el gobierno de unos pocos
buenos (una aristocracia) o incluso de uno solo (un monarca “virtuoso”, o más tarde
“ilustrado”) podría ser no sólo suficiente sino más adecuado que un régimen mixto (ni
digamos democrático) para conservar la paz. El liberalismo puede compartir estas
conclusiones (por eso, al igual que el republicanismo, no necesariamente es
democrático), pero como traduce esa “paz interior” como “seguridad” para los individuos
auto-interesados, atenderá a que tal orden, no importa qué grado de intervención
ciudadana requiera para ser considerado legítimo, garantice para cada uno un conjunto
de “derechos” como “áreas de no interferencia” tanto de parte de los demás individuos
como (especialmente) de parte del poder político, del Estado. Las teorías democrático-
liberales argumentarán que la mejor o la única garantía para que estos derechos
individuales sean reconocidos y respetados es algún grado de participación ciudadana en
la cosa pública (desde el mínimo grado del sufragio periódico hasta diversas formas de
contralor e iniciativa ciudadana).

5. La unidad política. Interés vs. virtud

- Como advertíamos antes, el republicanismo tiende a asumir – a diferencia del


contractualismo liberal – la realidad de la escisión de la sociedad en clases (escisión que
en muchos casos resulta “naturalizada”, como observará la crítica marxiana, que asume
muchos de los conceptos de la tradición republicana pero en la perspectiva de una
concepción dialéctico-materialista del proceso histórico-social). El Estado (o la polis, la
ciudad, antes de que la noción abstracta de Estado fuera desarrollada en el siglo XVII) es
pensado como la totalidad en la cual aquellas partes deben armonizarse, a partir de sus
intereses específicos y de la clase de comportamiento político que les es propio. Esta es
la perspectiva que asume, por ejemplo, Maquiavelo. Podría pensarse que ello implica de
parte del republicanismo una aceptación de la inevitabilidad o deseabilidad de la
persistencia de dicha división. Sin embargo, muchos de estos pensadores no dejan de
observar que el ejercicio de la ciudadanía requiere del disfrute de un grado suficiente de
autonomía material como condición de la autonomía política de los individuos. Esto es,
ellos son conscientes de que la voluntad política de un hombre se halla condicionada por
su dependencia material respecto de otros; de allí que asuman que la desigualdad – al
menos si alcanza un nivel relativamente importante – es un factor que atenta contra la
posibilidad de que se realice un “vivir político libre”. Un grado de igualdad material
suficiente es entonces indicado como requisito para hacer posible la vida en una
república. Este enfoque suele completarse con una doctrina de las virtudes, que define a
la virtud ciudadana como la disposición a anteponer el interés general al interés particular,
y la corrupción como la inclinación contraria. De esta centralidad de las virtudes deriva
también el rol destacado que el republicanismo otorga a la educación como preparación
para la ciudadanía.
- El liberalismo, a través del contractualismo, es tributario de la visión del Estado como una
maquinaria institucional dispuesta para encauzar las pasiones e intereses particulares que
mueven a los individuos en sentidos diversos y frecuentemente antagónicos. Se trata de
elaborar un dispositivo que permita que ellas, sin ser modificadas o condicionadas en lo
fundamental, puedan realizarse o ser perseguidas sin perjuicio de una mínima armonía
del conjunto, necesaria para que todos y cada uno puedan llevar adelante sus planes con
el mayor grado de seguridad posible de que no serán – como ya dijimos – interferidos.
Esta concepción es acorde con el desplazamiento de la centralidad de la noción de virtud
que se produce en la modernidad. La idea del ciudadano virtuoso – que subsiste con
matices en algunos teóricos republicanos – es sustituida por la del individuo auto-
interesado, y, consecuentemente con ello, la estabilidad y viabilidad del orden político ya
no se basará en una apelación a la disposición de los sujetos a anteponer el bien común
al interés particular, sino en el diseño de una estructura institucional que permita coordinar
los intereses particulares en función del único interés general que puede postularse, y que
no es otra cosa que la preservación del orden dentro del cual cada uno puede promover
sus fines propios del mejor modo posible. Se trata de hacer, como se ha dicho, de los
“vicios privados, virtudes públicas”.

2.8. La teoría política y la crítica de la sociedad contemporánea

No nos hemos detenido en la consideración de aquellos enfoques teóricos que someten a crítica las
condiciones características de la organización política de la sociedad contemporánea, en parte porque
hemos priorizado la indicación de la procedencia y el entrecruzamiento de los conceptos que – al contrario
– procuran legitimarla y por ello forman parte del discurso imperante y las instituciones vigentes en
sociedades como la nuestra. Existe, y es imprescindible hacer mención de ello, una corriente del
pensamiento teórico-político erigida decididamente contra ese orden, que si bien retoma algunos de los
conceptos mencionados, los sitúa en una perspectiva radicalmente diversa en virtud de los supuestos
sobre los que elabora una visión distinta del proceso histórico-social, y, en ese contexto, de la cuestión
política. En esta perspectiva crítica, es central el lugar que ocupa el marxismo, y aún cuando pretendemos
retomar algunos de los análisis y debates que surgen del desarrollo de esta corriente teórica en el
Documento Nº 4 - cuando nos ocupemos de la reflexión filosófica sobre la cultura, la historia y la sociedad
- creemos necesario hacer ahora algunas consideraciones generales al respecto.

Karl Marx no elaboró una teoría política sistemática; más bien propuso y empleó algunos conceptos que,
en el marco de un enfoque dialéctico-materialista en la explicación del proceso histórico-social, permiten
desarrollar un análisis crítico de las instituciones políticas históricamente existentes, así como un
programa de acción que ha sido interpretado de diversas maneras por las distintas corrientes que han
asumido al marxismo como fundamento teórico de su praxis. En síntesis, Marx considera que la sociedad
se halla escindida en clases; clases que, como hemos dicho, tienen su origen no en diferencias naturales
entre los hombres sino en las condiciones en las que se ha dado históricamente el proceso a través del
cual ellos producen y reproducen indirectamente su propia vida, es decir, la producción, entendida no
meramente como una relación de intercambio con el medio natural sino al mismo tiempo como una
relación social. En tanto la política constituye uno de los momentos superestructurales de la totalidad
social, la explicación de los procesos que en ella se desarrollan debe remitirse siempre a las
contradicciones existentes en la estructura, es decir, en el terreno de las relaciones de producción. Así, los
conflictos que se producen en el ámbito de lo político, los posicionamientos de los grupos que actúan en
él, el sentido de sus intervenciones, deben estudiarse en conexión con el antagonismo de las clases, sus
intereses, el estado de desarrollo de las contradicciones tal como ellas se despliegan en la estructura que
conforman las relaciones y las fuerzas productivas sociales. En la sociedad moderna, el Estado se
presenta – especialmente en la perspectiva del liberalismo - como el ámbito en el cual se realiza el interés
general de una sociedad que, por otra parte, se representa (sociedad civil) como dinamizada por el
entrecruzamiento de las acciones de individuos auto-interesados que compiten entre sí en procura de la
realización de sus planes particulares de vida. Frente a la sociedad civil, en la que reina la diferencia, el
individuo, el interés particular, el egoísmo, se erige el Estado como lugar de la universalidad, la
humanidad, el interés general y la comunidad. El Estado aparece como el agente capaz de regular
aquellas interacciones de los individuos en la sociedad civil en términos de una normativa universal
fundada en la promoción y preservación de un interés general. Sin embargo, denuncia Marx, ese Estado
no es, en la sociedad escindida en clases, otra cosa que una agencia al servicio de los intereses de la
clase dominante, que cumple ese rol en tanto contribuye a la reproducción de las condiciones generales
en las que dicha clase ejerce su supremacía.

Aquella caracterización ha dado lugar a un extendido e inconcluso debate en torno al significado de lo


político en Marx. Para algunos intérpretes, hay que asumir la identificación de la política con el Estado, y
entenderla siempre como un elemento de la superestructura ideológica que contribuye a enmascarar la
realidad de la dominación y la explotación en la sociedad capitalista-burguesa. De modo que debe
concluirse que, en una sociedad sin clases, la supresión del Estado implicaría el “fin de la política”. Sin
embargo, hay que atender a la caracterización marxiana del proceso de alienación que en la sociedad
moderna conduce a la separación, en el individuo mismo, entre el burgués y el ciudadano - el sujeto
privado interesado exclusivamente en la promoción de su interés particular, guiado en su acción por el
cálculo racional de la maximización en la satisfacción de su deseo inmediato, por una parte, y el sujeto
universal, reconocido en su condición igualitaria respecto de todos los demás, sujeto de derecho – y, en la
totalidad social, entre un ámbito “privado” de la sociedad civil y un ámbito “político” del Estado. Porque a
partir de esa caracterización es posible entender que, si bien en la sociedad moderna la política tiende a
concentrarse en la vida del Estado, y además este Estado se presenta “como si” toda actividad que los
individuos realizaran por fuera de su órbita careciera de sentido político, y fuera, por lo tanto, meramente
“privada” (en estos términos: social), ello no significa que esa tendencia lo absorba todo, ni que las cosas
sean como parecen ser. Esto es, no se trata de que no exista actividad política que no sea estatal, sino de
que la condición política le es negada a cualquier acción, iniciativa o proceso que no proceda del Estado y
sea legitimada por él. Esto es lo que ocurre cuando se prejuzga que las organizaciones de la “sociedad
civil” no desarrollan una actividad política (una limitación que esas mismas organizaciones frecuentemente
asumen por sí mismas). En estos términos, no habría por qué asociar el fin del Estado con el fin de la
política, sino tal vez al contrario, con una expansión y restitución de la política – en el sentido de una
actividad orientada por un interés que se pretenda general – en la dimensión concreta de la vida de los
hombres. (Marx, La Cuestión Judía)

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