02 - Mark Halloran - Los Muertos Viajan
02 - Mark Halloran - Los Muertos Viajan
02 - Mark Halloran - Los Muertos Viajan
MARK HALLORAN
LOS MUERTOS
VIAJAN
1ª EDICIÓN
NOVBRE. – 1952
2—
EDITORIAL BRUGUERA
BARCELONA
—3
PRINTED IN SPAIN
R e s e r v a d o s l o s d e r e c h o s p a r a l a p r e s e n t e e d i c i ó n.
Impreso en Gráficas Bruguera, Proyecto, 2 – Barcelon a
4—
CAPÍTULO PRIMERO
— 11
CAPÍTULO II
16 —
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
— 33
34 —
—Pues yo diría… que es un gran carnicero o algo así, uno
de esos magnates de la ganadería —se rascó la cabeza—. No
sé, y que ha venido a Los Cerros a descansar. No da golpe.
Casi nunca sale de casa, si no es alguna noche, para irse con la
rubia por ahí.
—¿Por qué precisamente un gran carnicero?
—Porque es de Chicago.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el cartero. Me dijo que Konno está suscrito al
«Chicago Herald».
Guardé silencio un instante.
—Nada, no doy con él. Y he de recordarle… ¿No sabe más,
amigo?
Rompió a reír.
—¡Ni que fuera usted un poli! No, no sé más. Vaya a verle
y saldrá de dudas.
—Lo intentaré —dije.
—Buena suerte.
Subí al coche. Ignoro si el dependiente se sorprendería de
que me alejara en dirección al centro de la ciudad.
Como disponía de tiempo me detuve en un bar a tomar
unas copas e hilvanar unas cuantas ideas para mi artículo.
Hilvanar ideas fue lo más difícil. Transcurrió una hora sin que
lo hubiera logrado del todo.
El «Navajo» era un dancing de ciertas pretensiones. Estaba
bien montado y no le faltaban chicas guapas, como ocurría con
todos los negocios de Tony Lilac. Cuando llegué a él se hallaba
en el apogeo de la animación y de los solos de trompeta. Le
dije al portero quién era y lo que pretendía, y él llamó a uno de
los matones del local y me encomendó a sus cuidados. El
matón me condujo directamente al despacho de Lilac. Llamó a
la puerta, la abrió, me hizo pasar y me siguió al interior.
Tony Lilac se hallaba solo en la habitación. No nos
miramos al principio. Luego me hizo una seña.
—Siéntese.
Me senté.
Lilac, después, anduvo parsimoniosamente hacia su
escritorio y se sentó detrás de él. Era quizá el hombre mejor
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vestido de la ciudad; su traje de etiqueta no tenía el menor
defecto. Llevaba en el ojal una gardenia Su corpulencia era
exactamente la apropiada a sus cuarenta años de edad y a su
metro ochenta de estatura. El cabello le griseaba en las sienes.
Su rostro moreno, duro y enérgico, era un prodigio de
cincelado. Hubiera hecho sin duda el senador más arrogante del
país, si resultaba elegido; pero yo sabía que no sería elegido
jamás. ¿Sueños? Estaba seguro. Hubiera apostado mi último
dólar.
Me miró a los ojos.
—Bien. Marty, usted dirá a qué debo el placer de esta
visita. Sé que acaba de regresar a Los Angeles y sé que ha
llegado a un acuerdo con Crockett. Eso es un motivo de alegría
para los dos. ¿Quiere un trago? Sí, claro que lo quiere. A ver,
sirve unos vasos, Buddy.
El matón abrió una alacena y sirvió whisky. Yo no abrí la
boca hasta que tuvo los vasos llenos.
—Prefiero hablarle a solas, Lilac —dije entonces.
Lilac hizo un gesto con la mano.
—No se preocupe por Buddy. Es un antiguo amigo.
—No me preocupo. Lo que ocurre es que no considero
necesaria su presencia. Con quien quiero hablar es con usted.
Lilac se encogió de hombros.
—Escúcheme, Marty. Tengo por costumbre que Buddy
asista a todas mis conversaciones, y estoy en mi casa y hago en
ella lo que me da la gana. Buddy no va a molestamos… y es
mejor para los dos que se quede aquí.
—No —dije—. Ha de retirarse.
Buddy rió brevemente. Su risa semejó el roncar de un
motor de cuarenta caballos. Por el rabillo del ojo pude ver que
me observaba, calculando mis fuerzas y dándose cuenta exacta
de que me pasaba un palmo y pesaba veinte kilos más que yo.
—No sea tonto, Marty —dijo Lilac, tratando de mostrarse
amable. Me volví a Buddy.
—Márchese de aquí, hermano. Váyase a bailar. Necesita
ejercicio. Se está volviendo fofo.
No le gustó lo que le dije. Depositó su vaso en el escritorio
y se plantó ante mí con los puños cerrados. En aquella actitud
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hubiera intimidado al más valiente.
Se inclinó un poco.
—Fofo, ¿eh? —articuló—. Usted debe creerse muy duro,
¿verdad? ¿Por qué no lo probamos?
Le dejé que se acercara, y en el momento de elevar las
manos sobre mí le dirigí un golpe de refilón, con el pie
izquierdo, a la espinilla. Cuando intentaba retroceder para
evitar el puntapié le empujé, haciéndole perder el equilibrio, al
tiempo que con las puntas de los dedos le propinaba un golpe
en los músculos del cuello. Se contrajo a causa del dolor, y
entonces fue el dorso de mi mano el que dio de lleno en sus
riñones. Jadeó, se quedó indeciso y trató de apartarse de mí. Le
seguí sin perder el contacto y, con la mano plana, le acaricié
primero la nuca y luego la nuez.
Soltó un ruido parecido al del parche de un tambor al
romperse, y se cayó sentado. Le contemplé un momento.
Después dije a Lilac, por encima del hombro:
—Es judo. ¿Le gusta?
Lilac se llevó el vaso de whisky a los labios y asintió. Me
pareció que le había impresionado.
—Levántese, Buddy —dije al matón—. No he querido
hacerle daño, pero lárguese de una vez. Estará más seguro ahí
fuera.
Se levantó. No había escarmentado, sin embargo, porque al
pasar junto a mí se me echó bruscamente encima, tratando de
cazarme desprevenidamente. Se equivocó. Le agarré una mano,
y al ver que adelantaba la otra, sin soltársela, le apliqué una
presa de cuello.
Emitió un ronquido desagradable. Estaba inmóvil, con la
cabeza rígida, mirando fijamente ante sí.
—Interesante, ¿verdad? —le dije a Lilac—. Paralizado, por
completo. No puede moverse. Si le suelto, continuará
inconsciente un minuto O dos. Indefenso como un niño.
Deshice, la presa y le solté la mano. Permaneció
acartonado, tratando en vano de mover la cabeza. Le di un
bofetón para ayudarle. Sus labios empezaron a sangrar, y poco
a poco el color, fue volviendo a su rostro.
—Coja su vaso y márchese ya, ¡y rápido porque empiezo a
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cansarme de verle!
Miró a Lilac, titubeando, y éste asintió. El matón tomó el
vaso con manos temblorosas.
No me volví para verle salir.
—Muy instructivo —dijo Lilac, indiferente—. Pero, ¿cree
de veras que era necesario?
Me senté ante él y encendí un cigarrillo, adelantándome a
que me ofreciera su caja de habanos.
—Lo era, Lilac —repuse—. Lo era por usted. A ningún
hombre le gusta que haya espectadores mientras declina su
estrella.
38 —
CAPÍTULO VI
— 45
CAPÍTULO VII
— 51
CAPÍTULO VIII
58 —
CAPÍTULO IX
— 65
CAPÍTULO X
— 67
Le arrojé el paquete y mi encendedor. Rosanna expelió dos
chorros de humo por la nariz. Su victoria la había serenado
notablemente.
—Que Lea te dé un vestido no significa que te permita
marcharte —dije, mirándola a los ojos y sin amabilidad—.
Estás metida en un lío demasiado gordo y no te conviene salir
de aquí.
—Necesito salir —repuso con voz cansada.
—Supongo que para procurarte morfina, ¿no? Si es por otro
motivo, dilo.
Se encogió de hombros, sin replicar.
—Muy bien —proseguí—, si sólo se trata de eso, yo lo
arreglaré. Te daré la morfina que quieras… con tal que te
quedes aquí… y contestes a lo que te pregunte.
Me miró recelosamente.
—¿Que conteste a qué?
Lea regresó del dormitorio. Ponía cara de pocos amigos.
—Siéntate también, y atiende, Lea —le dije.
Obedeció.
—¿Qué es esto? —preguntó Rosanna—. ¿Una conferencia?
—Ayer se encontró el cadáver de «Dandy» —dije yo—.
Llevaba muerto tres o cuatro días, y fue Tony Lilac quien le
hizo matar… si no le mató en persona. Voy a conseguir que le
sienten en la silla eléctrica por esto, pero necesito tu ayuda,
Rosanna. Cuento con ella.
Rosanna se quedó muy quieta. Empezó a sonreír.
—Ya veo —murmuró—. ¿Dónde está la morfina, Don?
—La tendrás luego.
Su sonrisa se congeló.
—Ahora, o no hay trato.
Vacilé, y al fin salí del departamento, fui al mío, tomé el
bolso de Rosanna y saqué de él la jeringuilla y la cápsula llena.
Regresé y se las di. Ávidamente, Rosanna apartó la bata y, sin
preocuparse de esterilizarla, hundió la aguja en la capsulita,
extrajo el líquido y se lo inyectó diestramente.
Esperé cosa de un minuto. Durante él, Rosanna se
transfiguró. Un rayo de luz pareció acariciar su rostro, que
tomó una expresión beatífica de paz, de alivio y de contento.
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Sus rasgos se distendieron. Su sonrisa se dulcificó.
Transcurrido el minuto, se recostó lánguidamente en el diván y
nos dirigió a Lea y a mí una mirada que era humana por
primera vez. La cara de Lea reflejaba profundo disgusto y un
poco de repulsión. No semejaba, empero, dispuesta a
pronunciar ni una palabra.
—¿Qué quieres saber, Don? —dijo Rosanna, con
naturalidad.
—En primer lugar, cuándo viste por última vez a « Dandy».
—¿Qué día es hoy?
—Viernes.
—Pues le vi el domingo por la noche. Tuvimos una disputa
y se fue.
—¿A dónde supusiste que había ido?
—Por ahí, a tomar unas copas.
—¿Qué hora era?
—Las once, o las doce.
—¿Qué has hecho desde entonces?
—Nada. Al principio, esperar. Después, buscarle.
—¿Dónde le has buscado?
—Pregunté a sus amigos.
—¿A Tony Lilac?
—Sí, y a toda la pandilla. Le vieron el domingo. Estuvo…
bueno, jugándose unos pavos hasta las dos de la madrugada.
Luego desapareció.
—¿Ganó o perdió?
—Perdió, pero poco.
—¿Dandy» era muy amigo de Tony Lilac?
—Regular.
—¿De qué vivía?
—De sus negocios.
—Vamos, Rosanna, di la verdad. ¿A qué se dedicaba? ¿Al
chantaje? ¿A la coacción? ¿A la venta de estupefacientes? ¿O
era sólo un pistolero a sueldo de Lilac?
Un velo pareció correrse ante las pupilas de Rosanna.
—De todo sacaba pasta. Era listo.
—Pero, ¿no distribuía drogas? ¿No te las proporcionaba a
ti?
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—Sí, también.
—Lo hacía por cuenta de Lilac, ¿no?
—No lo sé.
—¿Qué relación había, exactamente, entre Lilac y
«Dandy»?
—¡No lo sé!
—¿Y entre ellos dos y Frankie Konno?
—¡No lo sé, Don!
—¿Por qué mató Lilac a «Dandy»? ¿Le traicionaba?
—¡Vete al diablo!
Rosanna jadeaba.
—¡No mientas, estúpida! —grité—. ¡Tú lo sabes todo! Han
matado a tu hombre, ¿no te das cuenta? ¡Suéltalo! ¿No estabas
loca perdida por él?
Rosanna echó atrás la cabeza y lanzó una nerviosa
carcajada.
—¡Loca perdida! —exclamó—. No seas tontaina, Don…
Yo no quería a «Dandy», ¿cómo iba a quererle? Le quise hace
mucho tiempo… y sólo unos días… hasta descubrir qué clase
se sapo era. Pero ahora… ¡le odiaba! Me tenía atada muy corto,
¡pero le odiaba! Estoy perdida sin él, ¡pero le odiaba! ¿Te
enteras, borrico? Estar loca por él… loca por él… ¡Cerdo! ¿Tú
qué te has creído, Don? ¿Qué me chupo el dedo?
—No me he creído nada.
—No, ¿eh? Y dices que si me quedo aquí y conecto el
micro y té regalo los oídos con lo que sé vas a darme toda la
morfina que quiera, ¿verdad? ¡Narices! Sé de dónde sacaste la
que me has dado: de mi bolso. Y no hay más. ¿Para que
necesitas más? En cuanto recite la lección entera, nanay. Se
acabó lo que se daba. ¡Oh, no, Don! Ese trato no me conviene.
El tono con que pronunció la última frase me obligó a
enderezar la cabeza. Algo tramaba.
—Ve con cuidado, Rosanna —dije—. Adivino lo que
buscas. Estás tan hundida en la porquería que no te importa que
el asesinato de «Dandy» quede impune con tal de disponer de
un medio de hacerle chantaje al asesino y conseguir de él tus
cochinas drogas. Por eso no quieres hablar. Pero es peligroso.
No durarás si lo intentas. No daría un centavo por tu vida.
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—No lo des —replicó tranquilamente—. Nadie te lo ha
pedido.
—Eso es una imbecilidad —insistí—. Te quedarás
encerrada aquí hasta que revientes. Si yo no te doy morfina, no
te la dará nadie. Despierta, paloma. No sueñes. No tienes otro
camino que confiarte a mí.
—Prefiero reventar. Me parece que hay una cosa que no
entiendes, Don.
—¿Qué es?
—Te he dicho que odiaba a «Dandy», ¿recuerdas? Y
prefiero reventar que mover un solo dedo contra el hombre que
me hizo el inmenso favor de matarle. A ese hombre, Don,
quisiera ponerle encima de un pedestal y adorarle el resto de mi
existencia.
Comprendí que, en cierto modo, tenía razón.
—Está bien —dije, no obstante—. Ahora acabas de
drogarte y piensas así. Ya veremos si sigues pensando igual
cuando pase el efecto de la droga.
—Ya veremos —me desafió Rosanna.
Di una mirada maquinal a mi reloj y me quedé boquiabierto
al ver que era casi la una de la tarde.
—¡Eh, Lea, vámonos a almorzar! —exclamé.
—¿Y Rosanna? —inquirió ella.
—Le traerás unos bocadillos. Enciérrala en el dormitorio y
vámonos.
Rosanna se asió a los almohadones del diván.
—No pienso moverme —anunció.
Fui hacia ella, esquivé el almohadón que me arrojó, la tomé
en brazos y, soportando sus puñetazos y sus pataleos, la llevé a
la habitación contigua y la dejé encima de la cama. Lea me
siguió. Salimos y cerramos la puerta con llave.
Doce minutos después estábamos sentados frente a frente,
consultando un menú.
—Es terca como una mula —dijo Lea.
—¿Rosanna? Tiene sus motivos —repuse—. Son
equivocados, pero los tiene. Nos va a dar trabajo.
—¿Tú crees que sabe mucho de «Dandy»?
—Yo creo que lo sabe todo. Y tarde o temprano se lo
— 71
sacaré. Ahora gallea mucho…, pero la simple necesidad de
morfina la vencerá. Es un juego tratar con adictos: se consigue
de ellos lo que uno quiere. Sólo hace falta paciencia.
Aquello parecía cierto entonces, pero dejó de parecerlo
algún tiempo después.
Exactamente cuándo le llevamos a Rosanna unos
bocadillos.
Rosanna se había puesto el vestido, había abierto una
ventana y huido por la escalera de incendios. Jamás en mi vida
me he sentido tan estúpido.
72 —
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
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CAPÍTULO XIV
94 —
Stolz era un hombre duro. No obstante, cuando estreché su
mano antes de subir a mi departamento, vi en sus ojos un
destello de emoción que presagiaba tormenta. Ciclones
desatados. Me gustó. Resultó electrizante. Sonreí y le di una
palmada en el hombro.
—Mañana hablaremos —dije.
Tomé con Lea el ascensor hasta nuestro piso, y al llegar
ante mi puerta se me ocurrió que no podía permitirla que se
quedara rumiando a solas las ideas lúgubres que la muerte de
Rosanna le habría inspirado, de modo que le ofrecí una copa,
un cigarrillo y un rato de charlar. Titubeó. Mientras titubeaba
empujé la puerta, cuyo cerrojo, destrozado por Buddy y Sloane,
esperaba todavía una reparación. Dentro estaba la luz
encendida.
Me palpé el bolsillo y me maldije por haber olvidado la
pistola.
—Espera —murmuré.
Entré sin vacilar. Lo primero que vi fueron unas piernas
femeninas balanceándose al borde de un sillón. Luego un
ajustado vestido granate. Una mano que empuñaba un revólver.
Una corona de cabello rubio.
Era Nancy.
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Bajó el arma al reconocerme y me hizo un gesto. Me volví
rápidamente, pero era tarde ya. Lea no había
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CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
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CAPÍTULO XVII
FIN
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