02 - Mark Halloran - Los Muertos Viajan

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1—

MARK HALLORAN

LOS MUERTOS
VIAJAN

1ª EDICIÓN
NOVBRE. – 1952

2—
EDITORIAL BRUGUERA
BARCELONA

—3
PRINTED IN SPAIN
R e s e r v a d o s l o s d e r e c h o s p a r a l a p r e s e n t e e d i c i ó n.
Impreso en Gráficas Bruguera, Proyecto, 2 – Barcelon a

4—
CAPÍTULO PRIMERO

Debe ser muy agradable volver al hogar, tras unos meses de


ausencia, y encontrarse con que una mujercita morena le está
esperando a uno con los brazos abiertos y un montón de
sonrisas, de besos y de lágrimas. A mí, sea como sea, no me
esperaba nadie. Entré en mi departamento, lo hallé vacío y me
tendí a dormir en mi cama de solterón. El viaje me había
agotado.
Sólo cuando me hube bañado y vestido de nuevo, cuando
salí, la encontré.
Me pareció imposible haberla olvidado, porque no era una
de esas mujeres que se olvidan, pero la verdad es que casi no
me acordaba ni de su cara. Se llamaba Lea Bates y vivía en el
departamento inmediato. Habíamos sido buenos vecinos, y
algo más, desde el momento en que se instaló allí hasta que yo
emprendí el vuelo a Europa.
Hacía de ello cuatro meses. No había cambiado. Seguía
siendo morena y bien plantada, con una cintura magnética,
unas caderas cinematográficas y unas piernas de anuncio de
medias «Du Pont»; seguía teniendo dos reflectores por ojos,
una piel tersa y mate y unos labios oscuros, frescos, tentadores,
no aptos para personas emotivas. Era la clase de muchachas
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que uno encuentra en el estudio de un gran fotógrafo
publicitario o en el guardarropa de un club lujoso. Había
optado por el guardarropa, ignoro la causa: el guardarropa de
«Samoa», en Cañón Uno.
La vi mientras cerraba la puerta. Ella acababa de cerrar la
suya.
—¡Don Marty! —exclamó cálidamente, con un placer y un
afecto sinceros vibrando en su voz—. ¡Que me lleve el diablo
si no eres Don Marty!
—Soy su hermano gemelo —repuse, sonriendo.
Vino hacia mí con las manos extendidas y se las estreché
mirándola de pies a cabeza, deleitándome en su cabello
ensortijado y corto, en las grandes flores multicolores
estampadas en la seda negra de su ajustado vestido, en sus
finos tobillos, en sus sandalias trenzadas.
—¿Cuándo has regresado?
—Este mediodía.
—¿Por mucho tiempo?
—Para siempre, al parecer.
—¡Eso es estupendo!
—No para mí, Lea.
La intrigó lo que dije. Se colgó de mi brazo, me llevó hacia
el ascensor y pulsó el botón de llamada.
—¿Alguna dificultad? —preguntó.
—Innumerables.
Alguien retenía el ascensor en el séptimo piso.
—Pues leí algunos de tus artículos… Desde Alemania,
¿verdad? Eran interesantes. No recuerdo nada de ellos, salvo
que eran muy interesantes.
—No leerías los últimos. Me miró de reojo.
—¿Qué quieres decir?
—Que no los publicaron. Tuve una agarrada con Crockett.
Estuvo a punto de darme la patada, por eso he vuelto. Y
todavía no es seguro que no me la de. Lo sabré esta noche.
—Habrá tormenta, ¿eh?
—Eso espero.
Entramos en el ascensor.
—Pero, ¿por qué, Don? ¿Qué ha ocurrido?
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—Me gustaría saberlo. Algo está pasando con el «Leader».
Política, supongo… Siempre pasan cosas cuando se acercan las
elecciones. Decidieron ponerme un bozal y yo me negué a
llevarlo puesto. Crockett me envió un ultimátum… ¿Qué iba a
hacer? Soy sólo un empleado suyo…
—¿Para qué necesitabas un bozal en Alemania?
—Ahí está el misterio, Lea, y sólo suponiendo que el
«Leader» se hubiera uncido al carro electoral de algún
personaje se explicaría. Pero el «Leader» ha sido hasta ahora
un periódico independiente.
Llegamos al vestíbulo.
—Hum… —hizo Lea—. Ya veo. Tú no hablarías de Tony
Lilac en tus artículos, ¿verdad, Don?
Me detuve.
Por cierto que sí. El fango que sembró hace dos años en
Alemania sigue allí todavía.
—Entonces, tu misterio se llama Tony Lilac.
—¿Qué hay con él?
—Pretende ser elegido senador.
—¿Tony Lilac?
—El mismo.
Tragué saliva.
—Eso es absurdo, Lea. Lo mismo daría que Al Capone o
Dillinger hubieran aspirado a la presidencia de la Unión.
—Quizá no se les ocurrió hacerlo. Esta es la verdad, Don.
Informes de primera mano. Todavía no se ha hecho público,
pero Lilac anda desplegando sus fuerzas en la oscuridad. Lo sé.
Te sorprenderían las cosas que se averiguan en un guardarropa
como el de «Samoa» con sólo tener el oído atento.
—Lo imagino.
Salimos a la calle y, al llegar a la esquina, Lea hizo alto.
—Bien, Don, espero qué seguiremos viéndonos —dijo—.
He de tomar el autobús. Te deseo suerte con Crockett.
—Aguarda —repuse, asiéndola por el codo—. Tengo el
coche ahí. Te llevaré.
Conduje en silencio, reflexionando acerca de lo que Lea me
había dicho. Sentía asco. Siempre me había dado asco Tony
Lilac, pero más desde que me enteré de qué clase de
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actividades desarrolló en Alemania durante su estancia allí.
Que el «Leader» estuviera de un modo u otro relacionado con
él era algo que no me sentía dispuesto a soportar.
—¿Cómo te han ido a ti las cosas, Lea? —pregunté.
—¡Psé! Todo sigue igual que antes. Como si no pasara el
tiempo.
—¿Qué ha sido de Rosanna?
Hice aquella pregunta por el puro cumplido de hacerla,
pero al instante descubrí que había puesto el dedo en una llaga.
Increíble. Rosanna Grant era una compañera de trabajo de Lea,
con la que compartía su departamento cuando yo me fui. Una
muchacha vistosa, de risa fácil, cuerpo cimbreante y ojos
soñadores. La mencioné únicamente porque infinidad de veces
habíamos hecho los tres juntos aquel viaje, a primera hora de la
noche, cuando ellas se dirigían a «Samoa» y yo a la Redacción
del «Leader». Únicamente por esto.
El rostro de Lea se demudó.
—¿Qué le pasa a Rosanna? —inquirí.
Lea apoyó una mano en mi brazo y me lo apretó.
—Oh, Don, ahora me alegra de veras que hayas regresado
—dijo—. Necesito… necesito ayuda… No puedo más. Y no
sabía a quién recurrir…? Pero tú lo arreglarás. Tú puedes
hacerlo.
—¿Y bien? —insistí, preocupado por la ansiedad que
trascendía de toda su persona—. ¿Es algo malo?
—Es algo infernal. Ya sabes que aprecio a Rosanna como a
una hermana… Bueno, pues esto empezó poco después de que
te fuiste. Conoció a un hombre en «Samoa», un tipo a quien
llaman «Dandy» Tolliver. Thomas Tolliver. Tiene gran cartel
entre las mujeres.
—¿Por qué? —la interrumpí.
—No lo sé —se encogió de hombros—. Yo debo ser una
excepción. Tolliver mariposeó por el guardarropa, pero se
cansó pronto. Luego cazó a Rosanna. Yo le tenía ya catalogado
y me apresuré a prevenirla, pero… ¿Cómo ocurren estas cosas,
Don? Las mejores amigas del mundo nos convertimos en
enemigas en cuanto un hombre se interpone. Rosanna me acusó
de entrometerme por celos, por envidia y por qué sé yo…
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Reñimos. Al día siguiente abandonó su empleo y poco después
supe que «Dandy» la había lanzado con un numerito en un
music-hall de ínfima categoría. Había prometido hacerla
«estrella», pero, por el momento, no era más que su amante.
¿Recuerdas bien a Rosanna, Don? Era una ingenua, una ilusa
terrible. No bebía una gota de alcohol y ni siquiera fumaba…
Pronto cambió. Ahora… te asustará verla… si la reconoces. No
puede vivir sin sus drogas.
—Entiendo.
—Supongo que la historia no es muy original. Una las ha
oído contar a docenas, pero hasta que la rozan de cerca no se da
cuenta de cómo duelen. «Dandy» es una bestia inmunda, uno
de esos seres que necesitan constantemente sentirse superiores
porque no lo son y tienen miedo de sí mismos. Ha hecho de
Rosanna su esclava. Debió divertirse mucho degradándola…
Hay nombres a quienes eso divierte. Ahora puede despreciarla
y esto le hace feliz. No la abandonaría ni a precio de oro. Ni
ella a él. Ha perdido la voluntad.
—Eso significa que has intentado separarles.
—Por supuesto, pero, ¿qué puedo hacer yo? Confío en que
no sea demasiado tarde para salvar a Rosanna, pero, ¿qué
puedo hacer?
—¿Y yo?
—¡Oh, tú eres un hombre… y un periodista! Podrías
amenazar a «Dandy», coaccionarle.
—¿Qué clase de pájaro es? ¿De qué vive? ¿De dónde salió?
—Apareció en Los Angeles hace cuatro meses. Elegante,
alto, suave, amable, generoso con el dinero… Hay muchos,
más o menos parecidos a él. ¿De qué vive? ¿De qué viven esos
tipos, Don?
—¿Drogas?
—Se las proporciona a Rosanna, por lo menos.
—¿Tiene amigos?
—Pocos. Pero…
—¿Qué?
—Tony Lilac es el propietario de «Samoa», y si «Dandy»
viene allí es para hablar con él. Y todos los locales donde
Rosanna ha actuado pertenecen directa o indirectamente a
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Lilac.
—Ese es un argumento contra Lilac, no contra «Dandy». A
«Dandy» le favorece. Será difícil atacarle si tiene un amigo tan
poderoso como Lilac.
—Eso es lo que me ata a mí las manos. Dependo de Lilac
para vivir, es él quien paga mi sueldo, y los tiempos no están
para despreciar un empleo como el mío.
Volví la cabeza para mirarla.
—A una chica con tu figura debieran lloverle empleos
mejores.
Tiró de su falda hasta cubrirse las rodillas.
—Puede que, en cierto sentido, no fueran mejores —repuso
secamente.
—Me refería a empleos honestos. De todos modos, si es
cierto que el «Leader» está ligado a Lilac, no soy tampoco,
precisamente, quien va a tener las manos libres. Y a mí no me
queda el recurso de valerme de mi físico si Crockett me echa a
la calle.
—Pero, Don…
—Haré lo que pueda, descuida. ¿Dónde puedo ver a
Rosanna? ¿Dónde actúa?
—Ya no está en condiciones de actuar en ninguna parte. La
encontrarás en casa de «Dandy», supongo.
—¿Dónde queda eso?
—No lo sé. Lo averiguaré esta noche.
—De acuerdo. Pasaré a buscarte cuando termines tu
trabajo. ¿O vas a tener algún compromiso?
—No, Don, ningún compromiso. Todo… todo sigue igual.
—¿No te picó el bicho?
—¿Qué bicho?
—El del amor.
Hizo una mueca que no expresaba nada.
—Sé puntual —dijo solamente.
El «cocktail» de luces de «Samoa» surgió ante nosotros.
Cañón Uno estuvo, pocos años antes, situado en plena
campiña, pero ya el rápido crecimiento de la ciudad lo había
convertido en un arrabal. Y en un arrabal próspero. Había tres
locales más tan bien iluminados como «Samoa» entre los pinos
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que bordeaban la autopista. Los tres pertenecían a Tony Lilac.
Detuve el coche en el límite mismo de la gran mancha de
luz. Lea abrió la portezuela para apearse, pero la retuve por la
muñeca.
—Has dicho que todo seguía igual, Lea.
Sonrió. Sin responder, se inclinó hacia mí. Dejó que la
estrechase contra mi pecho y cerró los ojos mientras la besaba.
Ciertamente, todo seguía igual, pensé después. Pero sólo
entre Lea y yo. Lo demás había cambiado mucho en cuatro
meses.

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CAPÍTULO II

Hasta que me vi frente a Crockett, empero, no pude darme


cuenta exacta de cuánto habían cambiado realmente las cosas.
Cuatro meses antes, aunque tenía sesenta y cinco años,
Crockett era un hombre de espíritu joven, luchador, enérgico y
valiente. Ahora parecía hallarse al borde de la tumba. Desde
que entré en su oficina deduje, por su aspecto, que la tan
temida tempestad no estallaría. Crockett no estaba para
tempestades.
Dijo que se alegraba mucho de verme, y lo dijo con un
sorprendente brillo de emoción en los ojos.
—Siento lo que ha pasado —agregó— pero no estaba en mi
mano ponerle remedio. Tenemos que hablar, Marty. Ya
comprendo que arde usted en deseos de acosarme a preguntas.
Se las responderé todas.
—¿Qué le pasa, jefe? —repliqué—. Usted no es el mismo.
—No.
—Ni tampoco el «Leader» es el mismo. ¿Dónde están
Brown, Karrigan, Leonard y Anne Williams? He preguntado
por ellos en la sala de Redacción y me han dicho…
—Que se largaron. Es verdad. Me han abandonado. Y
supongo que usted hará otro tanto esta noche.
—¿Crisis?
—No de dinero.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Empezó hace una semana.
Saqué un cigarrillo y lo encendí mirando al viejo periodista
a los ojos.
—Crockett, me han dicho que si se negó usted a publicar
mis últimas crónicas de Alemania fue porque mencionaban a
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Tony Lilac. ¿Es cierto?
Crockett asintió lentamente.
—Lo cual significa —proseguí— que el «Leader» va a
apoyar a Lilac en la campaña electoral que se prepara.
¿También es cierto?
—Sí, lo es, Marty.
—¿Y por eso le han abandonado Anne y los muchachos?
—Por esto.
Expelí el humo por la nariz, mientras reflexionaba.
—El «Daily Leader» es un periódico independiente —
puntualicé.
—Lo era.
—La junta de propietarios…
—No existe junta de propietarios. Tony Lilac es ahora el
dueño.
—¡Crockett! —exclamé—. ¿Y ha sido usted capaz de
seguir en su puesto?
—¿Qué voy a hacer, Marty? —repuso lastimeramente—.
He llevado una vida de cigarra, no de hormiga, y me toca
purgarlo. Debo seguir al pie del cañón hasta que reviente.
¿Quién querrá a un viejo caduco como yo? ¿Cree que si no he
dimitido ha sido por mi gusto? ¡Dios, qué no pagaría yo por
darle a Lilac un puntapié donde más le duela y volverle
tranquilamente la espalda! Pero, ¿qué será de mí si lo hago?
—Todos los periódicos de la ciudad se lo disputarán. Su
experiencia y su reputación…
—Lo he intentado, Marty —me interrumpió
significativamente.
Incliné la cabeza.
—Lo siento, jefe.
Hubo un largo silencio.
—Sólo una cosa me sostiene —dijo Crockett, al fin—: mi
cariño al viejo «Leader», la idea de que le sigo fiel, aun en la
adversidad.
—Eso no es serle fiel al «Leader», sino a Lilac. El
«Leader» que nosotros amábamos ha muerto.
—Puede… puede resucitar.
—¿Manchado de estiércol?
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—Hagamos la prueba, Marty.
Arrojé él cigarrillo a un rincón.
—No cuente conmigo.
Crockett me contempló restregándose nerviosamente las
manos.
—Marty —dijo—, cuando se recibieron sus últimas
crónicas, se me dio orden de despedirle automáticamente.
Procuré contemporizar y logré que se le permitiera regresar a
Los Angeles bajo promesa de que intentaría convencerle para
que siguiera trabajando con nosotros. No sé a qué apelar, se lo
juro: a nuestra vieja amistad, a la compasión que yo pueda
inspirarle, al nombre del «Leader», a los lazos que estos años
de labor en común han creado entre usted y yo… Pero le
necesito, Marty. Si usted me abandona como los demás, será la
muerte para mí. ¿No quiere comprenderlo? Trato de continuar
al timón del «Leader» para que la catástrofe no se consume.
Sin colaboradores, fracasaré.
—Mi colaboración sólo le haría las cosas más difíciles. Yo
no puedo ser fiel al periódico y a Lilac al mismo tiempo.
—Inténtelo, se lo suplico, Marty.
Me dio lástima. Me sentí profundamente incómodo.
—Imposible —insistí, sacudiendo la cabeza—. Usted
conoce como yo la verdadera personalidad de Tony Lilac y
sabe que no es más que un «gangster». Vestido de smoking,
pero un «gangster». Lilac se fue a Alemania y se llenó los
bolsillos de oro a costa del hambre, el desorden y la
desmoralización de la postguerra. Falsificó certificados en
nombre de falsos soldados americanos y sacó a varias docenas
de muchachas de Europa para traerlas a los Estados Unidos.
Usted sabe con qué fines. Yo también. A esto se le llama trata
de blancas y está penado por todas las leyes del mundo. Estuvo
a punto de descubrírsele el pastel y lo disimuló con dinero e
influencias. Yo lo he descubierto de nuevo. ¿Va a pedirme, no
sólo que calle una información por la que cualquier periódico
de la ciudad me pagaría una fortuna, sino que coopere a que un
hombre así ocupe un puesto en el Senado de mi patria? ¿Es eso
lo que quiere, Crockett?
Crockett, de pronto, dejó las manos muy quietas sobre su
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mesa. Su mirada se había endurecido. Un poco de su antigua
personalidad pareció volver a él.
—Lo único que quiero, Marty —dijo—, es que espere.
—¿Que espere a qué?
—Ha dicho que no podía ser fiel al «Leader» y a Lilac al
mismo tiempo. Muy bien, no lo sea. Me ha dado una idea.
Espere. Si quiere combatir a Lilac, si quiere hundirle, hágalo al
abrigo de la capa del periódico. Tendrá su oportunidad.
Quédese y trabaje.
—¿Una traición?
Crockett se encogió de hombros.
—Dele el calificativo que guste. El «Leader» es lo único
que nos interesa a usted y a mí.
—No puede ser.
—¿Cómo lo sabe? ¿Lo ha intentado, acaso?
—Necesito pensarlo.
—Piénselo mientras trabaja.
El viejo era astuto. Sus extraordinarias cualidades resistían
los golpes de la adversidad.
—¿Qué le pasa? —pregunté—. ¿Se ha quedado sin
redactores? ¿Es eso lo que le induce a tratar de retenerme sin
reparar en los medios?
—En parte —admitió.
—Si acepto, ¿está seguro de que no va a arrepentirse?
—No lo sé, Marty. Ni me importa. Pero el «Leader» sin
usted no será el «Leader». Es su firma la que lo sostiene. Le
aumentaré el sueldo. Lilac se presta a doblárselo si es preciso.
—Deje que lo doble. Las traiciones se pagan caras.
—Luego, ¿acepta?
—A prueba.
Crockett cerró los ojos y se hundió suspirando en su sillón.
—De acuerdo —dijo, en tono de infinito cansancio—. No
hay más que hablar. Se lo agradeceré eternamente, Marty.
Ahora, tome el coche y váyase a Los Cerros.
—¿Qué?
Crockett volvió hacia arriba las palmas de sus manos.
—Comprendo que estará cansado y necesitará unas
vacaciones, pero no puedo dárselas. Estoy apurado…
— 15
—¿Qué ocurre en Los Cerros?
—Los empleados del ferrocarril se han declarado en huelga
esta mañana. El conflicto está, por el momento, localizado,
pero si se extiende a toda la «Southern Pacific» va a haber tela
para vestir a un ejército. Vaya allí y entérese de lo que pasa.
—Pero, jefe…
—Sí, lo admito, este no es un trabajo para usted. Lo
hubieran hecho Leonard o Karrigan, pero se fueron. Tengo a
Hawks y a O’Hara muy ocupados y quiero la información de
Los Cerros antes de que sea demasiado tarde. Hágame este
favor, Marty. No olvide que le doblo el sueldo.
—Está bien —gruñí, disgustado—; pero conste que no es
un buen principio.
—¡Maldita sea! —estalló el viejo—. ¿Por qué no intenta
que Karrigan y los demás vuelvan al «Leader», si va a
mostrarse tan remilgado?
—¿También con sueldo doble?
—Posiblemente.
Me levanté y me encaminé a la puerta.
—Veré lo que se puede hacer. Será curioso observar cómo
Tony Lilac se dedica a criar cuervos.
—Oiga una cosa, Marty —dijo Crockett, cuando ya me
hallaba en el umbral—. Tony Lilac no es tonto, no se
equivoque. Se pasa de listo. No criará cuervos, a no ser que
saque de ellos algún provecho. Sabe muy bien qué clase de
lealtad puede esperar de ustedes y de mí.
—Pero se arriesga, aun sabiéndolo.
—Puede arriesgarse.
—Allá él, entonces.
Salí. No me sentía demasiado satisfecho de mí mismo, me
parecía como si Crockett hubiera logrado engañarme. Con
todas las salvedades, estaba trabajando para Lilac y tendría que
tragar mucha saliva en cuanto el «Leader» se lanzase de lleno a
la campaña electoral. Mi posición de víbora dormida en el
polvo no me gustaba. Ni con sueldo doble. Dicen que quien
roba a un ladrón tiene cien años de perdón, pero no creo que
sea cierto.

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CAPÍTULO III

La huelga era una nadería: media docena de empleados se


habían negado, en la estación de Los Cerros, a descargar un
vagón; el factor trataba de obligarles, amenazaba con
despedirles, y ellos habían recurrido al sindicato. Este tenía a la
sazón la cuestión en estudio y de sus decisiones dependía que
el conflicto se generalizase o continuara localizado. Hablé con
el factor y con el delegado sindical. Fue el delegado quien se
mostró más pesimista.
—Los muchachos tienen razón —dijo, sacudiendo la
cabeza—. No hay derecho. Es un abuso. Puede usted ponerlo
con estas mismas palabras en los papeles: un abuso. Si quiere
que le dé mi opinión, creo que esto llegará lejos. No se puede
jugar con la dignidad humana.
—El señor Kent, el factor, no ha mencionado la dignidad
humana —repuse—. Según él, sus empleados se niegan a
descargar más vagones como no vengan llenos de agua de
colonia. Le parece una pretensión excesiva y, francamente, a
mí también.
El delegado no se inmutó,
—Ese es sólo su modo de presentar las cosas. Los
muchachos no quieren descargar Un vagón. Un único vagón.
Descargar los demás les importa poco.
—¿Porque no viene lleno de agua de colonia?
—No sea tonto. Porque huele mal.
—Pobrecitos —dije—. ¿El mal olor ofende sus naricitas?
¿Por qué no se ponen un taponcito?
—Es una cuestión de principios. Y, en cierto modo,
también de grado.
—¿De grado?
—Del grado de peste que despida el vagón. Le juro,
reportero, que es un grado irresistible.
Todo aquello eran tonterías. Estaba perdiendo mi tiempo y
el del «Leader». Se lo dije al delegado.
—Para mucha gente —asintió—, defender los derechos
humanos es perder el tiempo. Yo no pienso así.
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—¿Quiere un consejo? —le pregunté.
—No —repuso.
Se lo di de todos modos:
—Convenza a sus muchachos de que se dediquen a cultivar
flores. Este trabajo no se ha hecho para temperamentos tan
sensibles.
Se me quedó mirando.
—Es usted uno de esos que se la dan de irónicos, ¿eh? Me
encogí de hombros.
—Bueno, adiós, amigo. Me asió de una manga.
—Espere.
—¿Qué mosca le ha picado?
—¿Usted ha olido el vagón?
—No.
—Entonces, ¿por qué habla tanto? Si quiere hacer un
reportaje como es debido, venga y lo olerá; si no, váyase al
cuerno.
Bostecé.
—Vamos.
Me sacó del andén donde estuvimos charlando y me
condujo a lo largo de una red de vías hasta el más lejano de los
apartaderos. A la luz de una hilera de faroles vi allí un vagón
de mercancías solitario. El cuerpo del delito, pensé. Vi también
que tres huelguistas estratégicamente situados lo vigilaban,
pero lo que me sorprendió fue que se mantenían
considerablemente distanciados de él. Exageradamente
distanciados sería quizá la expresión exacta.
En cuanto los rebasamos, no obstante, comprendí el
motivo. En cierta ocasión tuve la humorada de abrir una lata de
jamón en conserva que presentaba en una de sus caras un
abultamiento sospechoso, y en cuanto la perforé con el
cortafríos salió de ella un chorro líquido que despedía un hedor
tan intenso y tan repugnante que se me quedó semanas enteras
pegado al olfato y ni con los años logré olvidarlo
completamente. Pues bien, aquel hedor fabuloso,
indescriptible, horrendo, flotaba en el aire en torno al vagón, y
los tres huelguistas, simplemente, se mantenían fuera de su
alcance.
18 —
El delegado sacó un pañuelo y se lo aplicó a la nariz. Yo no
le imité por puro puntillo.
—¿Qué me dice ahora? —preguntó, cuando nos fue ya
materialmente imposible avanzar más.
Me quedé pensativo un momento.
—¿Qué contiene el vagón?
—Facturaciones.
—¿Qué clase de facturaciones?
—¡Cualquiera sabe! Paquetes y cosas así.
—¿Cuándo llegó?
—Esta mañana.
—¿De dónde?
—De la central de Los Angeles.
El hedor estaba a punto de dar conmigo en tierra.
—Vámonos de aquí, aprisa.
El delegado rió sordamente.
—¿Qué me dice ahora? —repitió.
—¿Cómo no se ha descubierto antes que ese vagón olía tan
mal? —le pregunté—. ¿Cómo no lo descubrieron en Los
Angeles? ¿Tenían atrofiado el olfato?
—Oh, es fácil que no se dieran cuenta. No olería así cuando
lo cargaron, ni tampoco cuando llegó aquí esta mañana, a las
nueve. Las mercancías no viajan precisamente como los
expresos, ya lo sabe usted, y a lo mejor se pasan un par de días
en un apartadero a la espera de que se forme un tren. Además,
hoy ha hecho mucho calor. Todo ha ido sumándose, creo yo. El
caso es que, cuando los muchachos han abierto las puertas de
ese vagón, a las cinco de esta tarde, les ha caído un Niágara de
peste encima. Han salido corriendo,
—De modo que el vagón ha estado al sol y con las puertas
cerradas desde las nueve de la mañana a las cinco de la tarde.
—Eso es.
—Y con las puertas cerradas no se percibía el hedor.
—Sólo un poco. No como ahora, ni soñarlo.
Dejé al delegado en el andén y entré en el despacho del
factor. Con los pies sobre el escritorio y leyendo un «Collier’s»
atrasado, el señor Kent fumaba un cigarrillo.
—¿Tiene usted un teléfono ahí?
— 19
Apartó un pie para mostrármelo. Lo tomé para marcar el
número del Departamento de Policía de Los Angeles. Pedí por
el teniente Stolz.
—Aquí Don Marty —dije, cuando se puso al aparato.
—¡Marty! .—exclamó—. ¿Cuándo ha regresado?
—Esta tarde.
—¡Qué imprevisto! Me alegrará verle. ¿Todo va bien?
—Regular. Stolz, creo que tengo algo para usted
—¿Ya?
—No estoy seguro. ¿Puede venir a Los Cerros? Traiga unos
cuantos hombres provistos, esto sobre todo, de máscaras
antigás.
—¿Algún incendio?
—No, algo que huele mal.
Titubeó, pero me conocía.
—Allá voy.
—Le esperaré en la estación. No tarde.
El factor tosió cuando depositó el teléfono en su soporte.
—Ha hecho usted una barbaridad —dijo—. El sindicato
armará el gran cisco si la policía interviene en esto. No es que
esté de su parte, pero a mí mismo no hay nada que me repugne
más que los esquiroles. Yo también he necesitado ir a la huelga
de vez en cuando, compréndalo.
—¿Sabe por qué apesta tanto ese vagón?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Ha repasado la lista de facturaciones?
—Sí.
—Déjeme verla.
La sacó de un cajón y me la mostró. Decía la verdad. En la
lista no aparecía indicio ninguno.
—Dentro de unos minutos sabremos si he hecho una
barbaridad o no la he hecho —agregué—: pero desde ahora le
apuesto diez a uno a que no.
No aceptó la apuesta.
El teniente Stolz llegó en seguida. Cuatro hombres venían
en el coche con él. Me estrechó la mano calurosamente. Era un
buen muchacho, sencillo e inteligente; el único polizonte con
quien he podido entenderme en mi vida.
20 —
—¿Qué pasa, Marty?
Les hice señas de que me siguieran y bajé del andén. El
factor nos observaba, meditabundo, desde la puerta de su
oficina.
—¡Eh! ¿A dónde van? —exclamó el delegado—. ¿Qué
significa esto?
—Tenga calma —le dije—. Nadie va a perjudicar a sus
muchachos.
—¡Eh! —insistió, manoteando a nuestro lado—. ¡Eh…, eh!
Llegamos a la vista del vagón.
—Ahí dentro —le dije a Stolz— hay algo que huele a
demonios sin motivo. Puede que resulte un fiasco, no le
garantizo nada, pero me ha parecido conveniente que usted lo
investigue.
—Entiendo.
—Lo entenderá mejor cuando advierta de qué clase de olor
se trata.
—Hum… —hizo el teniente, un momento después—. Supe
que aquí se había declarado una huelga, pero no se me
ocurrió…
—Tampoco a mí, hasta haberlo olido. ¿Qué le parece?
—¿Van a descargar el vagón? —articuló truculentamente el
delegado.
—Más le valdrá ponerse un candado en el pico, amigo —
gruñó Stolz.
Los tres huelguistas nos lanzaron una mirada venenosa,
pero no se atrevieron a intentar nada. Nos detuvimos a su altura
y los policías sacaron sus máscaras. Stolz me tendió una a mí.
Me la puse. Luego vi que el delegado daba media vuelta y salía
escapado hacia la estación, y supuse que iba a pedir socorro al
sindicato.
Los agentes alcanzaron el vagón, saltaron a él y
encendieron sus antorchas eléctricas. Stolz y yo nos quedamos
abajo. El trabajo empezó inmediatamente. Los fardos fueron
amontonándose junto a la vía.
Había como una docena cuando el teniente hizo a sus
hombres un gesto enérgico. Dos de los agentes empujaban en
aquel momento hacia la puerta que teníamos delante un gran
— 21
envoltorio informe de papel de embalaje reforzado por cuerdas
del grueso de un dedo. No soy lo que se dice un hombre
blando, pero juro que se me revolvió el estómago al ver las
grasientas manchas de humedad que impregnaban el papel.
El bulto fue arrastrado hasta el círculo de luz más viva
situado al pie de un farol. En el silencio que las máscaras nos
imponían, los seis hombres nos inclinamos para leer su
etiqueta. Según ésta, el remitente se llamaba John Smith y vivía
en el número 1414 de la calle Unión, en Los Angeles; el
destinatario era Frankie —así, en diminutivo— Konno, de «La
Fiesta», Los Cerros. Se veían además dos letras y un número
de tres cifras trazados en lápiz rojo, sin duda por el despacho
de facturación de la ciudad.
Stolz sacó una navaja y cortó las cuerdas. Los agentes le
ayudaron a retirar el papel de embalaje. Debajo había una capa
de virutas y más papel. No creo que ya entonces ignorase
ninguno de nosotros qué era lo que íbamos a encontrar en su
interior, pero no por ello fue el descubrimiento menos
espeluznante.
Había sido un hombre. Daba náuseas verlo. Estaba
monstruosamente descuartizado, reducido a trozos y envuelto
en sus propias ropas. Debía llevar mucho tiempo muerto, a
juzgar por lo avanzado de su descomposición. Fue pura
sugestión, pero me pareció que, a despecho de la máscara, su
repugnante olor me llenaba las narices. Tuve que hacerme
atrás, mientras Stolz y sus agentes enfocaban las linternas sobre
el rostro del cadáver y registraban apresuradamente los
bolsillos del traje que envolvía sus restos.
Reunieron la mar de cosas antes de dar por terminada la
macabra tarea y apartarse de aquel montón de carne podrida.
Entonces me uní a ellos nuevamente. Stolz, en cuclillas,
extendía en el suelo su botín: un paquete de «Camel», un
estuche de cerillas, un pañuelo, unas llaves, una cartera, un
billetero; una pitillera conteniendo ocho largos egipcios
emboquillados, un «Ronson» de oro y unas monedas. Abrió la
cartera y lo primero que sacó a luz fue una licencia de
conductor a nombre de Thomas Tolliver. Leí aquel nombre dos
veces, antes de comprender que quien lo llevó no pudo ser otro
22 —
que el «Dandy» Tolliver de quien me había hablado Lea Bates.
Juzgué que había visto bastante y emprendí el camino de
regreso a la estación. Los tres huelguistas, agrupados bajo un
farol y mucho más lejos del vagón, que antes, observaron con
no poca curiosidad mi paso. Cuando me saqué la máscara y
respiré hondo me di cuenta de que me seguían. Luego vi al
delegado sindical y al factor sentados uno junto a otro en el
andén.
Me senté con ellos.
—¿Qué hay de esa barbaridad? —preguntó el factor,
tranquilamente.
—Yo tenía razón.
—¿Y bien?
—Encontramos a un hombre muerto en el vagón. Era él
quien hedía.
Los tres huelguistas y el delegado me rodearon
ansiosamente.
—¿Un hombre muerto? ¿Quién era?
No se lo dije. Les conté lo esencial. Gané tiempo hasta que
Stolz y los agentes llegaron. Habían dejado con el cadáver sus
efectos, pero, aunque vi desde lejos que se lavaban las manos
en una boca de riego, traían consigo la peste. Era irremediable.
—¿Tiene usted consignado un envío a nombre de Frankie
Konno, de «La Fiesta»? —le preguntó el teniente al señor
Kent.
—¿Frankie Konno? —repitió el factor. Y añadió—: Espere.
No, por favor, no venga a mi oficina. Va a oler a podrido un
año.
Regresó inmediatamente, con la lista de facturaciones.
—No —dijo—. No hay nada para Frankie Konno.
—¿Está seguro?
—Aquí no figura, por lo menos.
—¿Sabe lo que significan las letras L y T y el número 552
trazados con lápiz rojo en una etiqueta?
El señor Kent se quedó como si hubiera recibido un golpe.
—¡Santo Dios! —exclamó al fin.
—¿Qué?
—¿Estaba esa anotación en algún paquete?
— 23
—Por supuesto.
—Bueno… pues significa que el paquete debió ser enviado
en vagón frigorífico. Aguarde. Ahora… se explica todo…
Se fue.
—¡En vagón frigorífico! —dijo Stolz—. ¡Un muerto
viajando en vagón frigorífico! Naturalmente… eso indica que
el fardo pasó algún tiempo en la cámara de la central, que fue
metido en ese vagón por error… y que se descompuso todavía
más aprisa de lo que se hubiera descompuesto en
circunstancias normales.
El factor reapareció agitando una hoja de papel.
—¡Lo tengo! —anunció—. Envío en frigorífico LT-552
para Frankie Konno, de «La Fiesta», portes pagados.
Era suficiente, pensé. Me sustraje a la atención de Stolz y
sus hombres, di la vuelta a la estación, salté a mi coche y lo
puse en marcha.

CAPÍTULO IV

La casa se alzaba junto a un bosque de pinos. Era una


buena casa, de estilo español, bien cuidada e iluminada,
rodeada de césped, con una pérgola y una piscina y una
avenida de grava por la que metí el auto.
Un filipino me abrió la puerta.
—¿Está el señor Konno? —le pregunté.
No dijo ni que sí ni que no. Sólo me miró inquisitivamente.
—Vengo de la «Southern Pacific» —agregué—. Se ha
cometido una pequeña equivocación en un envío para el señor
Konno y desearía tratar el asunto personalmente con él.
—Veré —dijo el filipino.
Me dejó en un vestíbulo majestuoso y regresó a los pocos
minutos.
—Pase, haga el favor.
24 —
Seguimos un corredor adornado con cabezas de toro
disecadas y salimos a una veranda situada en la parte trasera de
la casa. Una veranda con un emparrado. En un sillón extensible
estaba sentado un hombre, y en otro una rubia que parecía una
princesa. Miré más a la rubia que a él. Llevaba un vestido
negro muy ajustado que se ceñía a sus bellas líneas; uno de
esos vestidos algo escotados y cerrados por un broche un tanto
más abajo de la garganta. Fumaba en boquilla, y, aunque se
fingía soñolienta y displicente, me miró dos veces cuando hice
mi aparición. El hombre era moreno y robusto, de espesas
cejas, y estaba en mangas de camisa. Una y otro tenían sendos
vasos en la mano. A su lado se veía un bar portátil, abierto.
Detrás sonaba una radiogramola. En conjunto, componían la
exacta imagen de lo que debe ser la felicidad en una noche de
verano. Sentí envidia de Frankie Konno.
—¿Qué se le ofrece? —me preguntó.
Sólo a medias era la clase de hombre que uno hubiera
esperado encontrar en aquella casa. No inspiraba confianza. Le
faltaba respetabilidad. U honradez. Su modo de arrastrar las
palabras, cuando habló, me hizo mirar instintivamente hacia su
sobaco izquierdo en busca de la funda de una pistola. Pero no
estaba allí.
—He venido a pedirle disculpas, señor Konno —dije—.
Hemos cometido un error imperdonable. Un envío destinado a
usted, que debía efectuarse en vagón frigorífico, nos ha sido
remitido desde la central por la vía ordinaria y su contenido se
ha echado a perder por completo. Naturalmente, desearíamos
llegar con usted a un acuerdo respecto a la indemnización.
Las velludas cejas de Konno se unieron sobre su nariz.
—¿Es usted un empleado de los ferrocarriles?
—Esta noche hemos descubierto lo ocurrido —repuse,
haciendo un gesto ambiguo que no expresaba asentimiento, ni
negación—. Demasiado tarde.
Se había alarmado. Tenía los ojos clavados en mí y algo
hervía en el fondo de ellos.
—El caso es que no espero ningún envío… ¿Quién lo hace?
—El señor Smith, de la calle Unión 1414, Los Angeles.
—¿A mi nombre?
— 25
—Sí, no hay duda ninguna.
—¿Qué contiene?
Miré significativamente a la rubia. Konno se enderezó e
hizo un vivo ademán.
—Ahueca, paloma —gruñó.
La rubia se levantó permitiéndome ver sus bien torneadas
piernas. Pasó por mi lado, llevándose el vaso y observándome
de reojo, y entró en la casa.
—¿Quiere un trago? —preguntó Konno.
Asentí y me echó cuatro dedos de escocés en otro vaso, sin
soda. Sus modales habían cambiado ligeramente.
—¿Quién es usted? ¿Un detective?
—¿Por qué supone que soy un detective?
—Bueno, sea quien sea, dígame lo que contiene ese envío.
Y hable claro.
—¿Conoce a «Dandy» Tolliver?
Sus ojos se entrecerraron.
—Le he dicho que hable claro.
—Está bien. Contiene un cadáver descuartizado y en
avanzado estado de descomposición. El cadáver es el de un
hombre llamado Thomas Tolliver.
Pese a que, evidentemente, había esperado algo irregular,
se quedó atónito. Lo más curioso fue que, a mi modo de ver, la
noticia le tranquilizó. Se me ocurrió pensar qué cosa hubiera
podido contener el paquete que fuera peor que un cuerpo
descuartizado.
Konno vació de un trago su vaso, lo volvió a llenar y lo
vació de nuevo. Lena Home se puso a cantar en la
radiogramola.
—Mire, hermano —dijo Konno lentamente—, va a
hacerme creer que estoy majareta, o que es usted quien lo está.
No conozco a ningún Smith que viva en la calle Unión ni
necesito que nadie me envíe nada. Puede guardarse ese
paquete, si es que existe.
—Pero conoce a «Dandy» Tolliver —afirmé.
—¿Con qué derecho me hace tantas preguntas? ¿Quién es
usted, a fin de cuentas?
—Más vale que dejemos eso aparte. Uno siempre se arma
26 —
un lío cuando se pone a discutir de derechos e identidades.
Konno murmuró una maldición, se volvió y desconectó la
radiogramola de un manotazo.
—No quiero oír ni una palabra más acerca de este asunto,
¿se entera?
—Tendrá que oírlas. El envío va dirigido a usted.
Se puso en pie. Se inclinó hacia mí.
—Atiéndame, pimpollo. Va usted a salir de esta casa y a
olvidarse de que me ha conocido. Se guardará muy mucho de
meter el hocico en algo que no le atañe, o de lo contrario tendrá
de qué arrepentirse el resto de su existencia. ¿Me está
escuchando? Incrústese esta idea en la sesera: Frankie Konno
avisa una sola vez. Una nada más.
Me levanté también, saqué una tarjeta y la dejé encima del
bar.
—Como guste —dije—. Pero llámame por teléfono si
cambia de opinión. No tengo nada contra usted, Konno. He
venido a hacerle un favor. Sólo quiero recordarle que esto es un
asesinato, que está en manos de la policía y que los guardias no
tardarán en presentarse aquí. Acaso más tarde pueda yo serle
de alguna ayuda.
En medio de su cólera halló modo de reír.
—No sea ingenuo. ¿De veras cree que los guardias van a
mezclarse en esto?
—¿Qué quiere decir?
Pulsó un timbre que había sobre el bar y al mismo tiempo
recogió mi tarjeta y la leyó.
—No parece usted muy avispado para ser periodista. Y del
«Leader», ¿eh? ¿Se ha vuelto loco? ¿O está tratando de
engañarme?
—No sé de qué me habla —confesé.
El filipino había aparecido en la puerta.
—Mire, márchese —dijo Konno, impaciente—. Márchese
y déjeme en paz. Y búsquese un lazarillo que le ayude a andar
por el mundo hasta que se le abran los ojos.
Seguí al filipino por el corredor, a través de la casa, hasta el
vestíbulo y la puerta principal. Estaba tan desconcertado que ni
siquiera me di cuenta de que salía y la puerta se cerraba a mi
— 27
espalda, Konno me había tratado de estúpido, probablemente
con razón. Dijo infinidad de cosas que no entendí. Como si
hablara chino.
Antes de abrir la portezuela de mi coche vi que había
alguien dentro. Era la rubia. Me senté a su lado, frente al
volante.
—¡Qué agradable sorpresa!
—Vaya despacio hasta la carretera —susurró—. Tengo que
hablarle.
Algo en su tono me indujo a encender las luces del
salpicadero. Le vi los ojos. Estaba llorando.
Solté los frenos y embragué.
—¿Qué le pasa?
—Me quedé en la puerta escuchando y lo he oído todo. ¿Es
cierto que han matado a «Dandy»?
—Sí.
—¿Y que enviaron su cadáver a… a trozos?
—Sí.
—¡Dios mío! —gimió. La oí sollozar.
—¿Tanto le quería?
Por el respingo que dio comprendí que me había
equivocado.
—¿A «Dandy»? ¡Oh, claro que no!
—¿Por quién llora, entonces?
—¿No lo comprende? Por… por mí y por Frankie! ¡Le dije
a Frankie que esto ocurriría! ¡Me había prometido un collar de
brillantes y una casa en Beverly Hills! ¡La teníamos elegida,
incluso! ¿No sabe cuál? ¡Esa casa donde vivió Ray Milland el
año pasado! ¡Un sueño! ¡Y luego un viaje a Europa! ¡Oh, Dios
mío!
Salimos a la carretera y detuve el coche.
—Bueno, no lo tome así —dije—. De modo que todo eso
se ha perdido con la muerte de «Dandy», ¿eh?
—Sí. Es decir…
—¿Konno es amigo de Tony Lilac? —pregunté de sopetón.
—¿Qué?
Me apresuré a rectificar.
—No, nada. No he dicho nada. Pero no veo… ¿Usted sabe
28 —
quién mató a «Dandy»?
—¡Pues claro que lo sé! —exclamó, sorprendida, como si
le hubiera preguntado quién descubrió América—. ¿Quién iba
a matarle, si no?
—Pero, ¿quién, fue?
—¿No acaba de decirlo usted mismo?
—¿Tony Lilac?
—Oiga, ¿está burlándose de mí?
—Ni pensarlo. Le mató Tony Lilac, de acuerdo. ¿Por qué?
Se quedó meditabunda. A juzgar por el ritmo de su
respiración, iba serenándose poco a poco. Volví a encender las
luces del salpicadero para verle la cara pero vi algo que me
gustó más: su escote.
—Le mató por… por todo eso —dijo al fin—. Por todo. No
puedo contárselo… Le dijo usted a Frankie que era un
detective, ¿no?
—Le dije que era un periodista.
—¿Ah, sí? Lo entendí mal. Bueno, no importa. Me gusta
usted. Parece un hombre decidido. Le he esperado para pedirle
que lo haga. Sé que lo hará. Si necesita dinero, se lo daré.
—¿Qué es lo que he de hacer?
Se aproximó a mí para mirarme a los ojos.
—Frankie está demasiado pagado de sí mismo y tiene
demasiada confianza en sus fuerzas para rebajarse a pedir
ayuda, pero yo sé que lo va a pasar mal si alguien no le saca de
apuros. Estoy asustada. Debe usted hacerlo, o de lo contrario…
—Pero, ¿hacer qué?
—¡Pues llevar a Tony Lilac a la silla eléctrica por el
asesinato de «Dandy», naturalmente! ¿No se da cuenta de que
es la única solución?
—¿Sin saber por qué le ha matado? Lo veo difícil.
—Eso tiene que quedar aparte. Si no, de nada servirá que
condenen a Lilac.
—Quiere usted decir que, si el motivo del asesinato sale a
luz, Konno resultará perjudicado; que, en todo caso, habrá que
inventar un motivo nuevo…
—Sí, eso es. Un motivo nuevo.
—Lo intentaré. A propósito, me llamo Donald Marty.
— 29
Puede llamarme Don. Telefonéeme mañana al «Daily Leader»
a mi departamento. Encontrará el número en la guía.
Suspiró.
—Gracias, Don. A mí puede llamarme Nancy.
El modo como lo dijo indicaba que podía hacer algo más
también. Le rodeé con un brazo la cintura y la atraje hacia mí
suavemente.
Nos separó el lejano aullido de una sirena.
—Los guardias —dije, recobrando el aliento—. Será mejor
que me largue. No olvide telefonearme mañana. ¿Es celoso
Frankie?
Rió.
—Sólo cuando no tiene nada más en que pensar.
Saltó del coche y se alejó por la pista de grava. Era una de
las mujeres más estúpidas que he conocido pero la experiencia
me ha demostrado que la estupidez es una de las cualidades
que más adorables hace a las mujeres. Y más útiles.
Ya se veían los focos del cacharro de Stolz. Embragué de
nuevo y me alejé en dirección contraria.

CAPÍTULO V

Hice alto en una droguería de Los Cerros y llamé por


teléfono al «Leader».
—La huelga ha dado mucho juego —le dije a Crockett—.
Un asesinato, lo más sensacional que se ha visto desde que el
Sádico Misterioso asaltaba a las parejas de enamorados. Había
un cadáver descuartizado descomponiéndose en el vagón que
los ferroviarios se negaban a descargar.
—¡Oh! —hizo el viejo, secamente. Tenía buen olfato y
sabía distinguir entre lo periodístico de verdad y la pura filfa—.
¿Identificado?
—Sí. «Dandy» Tolliver, un amigo de Lilac.
30 —
—¿Un amigo de quién?
—Del patrón.
Hubo un silencio. No me costó nada imaginar la cara que
estaría poniendo Crockett.
—Vaya con cuidado, Don. Es cuanto puedo decirle.
—¿No me habló usted de mi oportunidad?
—¿Se refiere a lo que le dije de hundir a Lilac y…?
—Eso mismo.
—Preferiría que lo hubiese olvidado.
—Me quedé con esa condición.
Hubo otro silencio.
—¿Y qué? —gruñó Crockett.
—Creo que la oportunidad se ha presentado ya. Apuesto mi
estilográfica contra su dentadura postiza a que debajo de este
asesinato hay tanta porquería como lo hubo en los negocios de
Lilac en Alemania. Saldrá a relucir tarde o temprano. ¿Sabe
quién es Frankie Konno?
—No, no lo sé. Oiga, Don, espere —agregó
apresuradamente—. No se precipite. Acaba usted de regresar a
Los Angeles y no se da cuenta de cómo están las cosas aquí. Al
rojo vivo. Yo no apostaría un centavo por nada ni por nadie.
—Iré dentro de un rato por ahí a escribir mi crónica —
repliqué, sin hacerle caso—. Hágame un hueco en primera
página.
—No le garantizo que se publique íntegra.
—Lo supongo.
—Ah, y dese prisa. Estamos a punto de entrar en máquinas.
—No tardaré. Pero antes tengo que ver a Lilac.
—¿Dice que quiere ver a Lilac? —exclamó—. ¿Para qué?
—Para aclarar algunos puntos confusos.
—¡Don! —aulló.
Le colgué el aparato en las narices. Busqué en la guía el
número de «Samoa» y lo marqué deliberadamente. Pregunté si
estaba Tony Lilac allí y me respondieron que no. Dije que era
Don Marty quien llamaba y que necesitaba verle aquella misma
noche. Me hicieron esperar cinco minutos y al cabo me
anunciaron que Lilac me recibiría una hora después en su
despacho del «Navajo». Una hora era mucho tiempo, pero
— 31
calculé que Crockett la esperaría en atención a la importancia
de mi reportaje.
El empleado de la droguería estaba resolviendo un
problema de palabras cruzadas.
—Hay que amenizar de un modo u otro el servicio
nocturno, ¿eh? —le dije—. ¿Alguna dificultad?
Bostezó.
—¿Sabe de algún dios mitológico con patas de cabra de
tres letras?
—Pan.
—¿Pan? —repitió, dubitativo—. Esto ya lo he puesto aquí.
Vea, «alimento por excelencia». Tres letras. Pan. No falla.
—Pruébelo. Lo probó.
—Encaja —reconoció, aunque sin convencerse—. ¿Está
seguro de que es ese el nombre?
—Seguro.
—Pan —murmuró, sacudiendo la cabeza—. Pan, ¡valiente
majadería!
Le dejé desahogarse.
—Quisiera pedirle un favor —dije a continuación. Me miró
con una media sonrisa en los labios.
—Pida por esa boca.
—Soy periodista y ando preparando una serie de reportajes
sobre las casas californianas de estilo español. Ya sabe:
fotografías artísticas y todo eso. Para una revista de lujo. He
pensado que debe haber alguna de esas casas en Los Cerros.
—Ujú —hizo—. Dos o tres.
—¿Bien cuidadas?
—¿Ha oído hablar de «La Fiesta»?
—Nunca.
Unió las yemas de los dedos de una mano y se las besó.
—Una joya.
—¿Quién es el propietario?
—Frankie Konno…
—¿Konno? —repetí, frunciendo el entrecejo.
—No le conocerá. Es forastero, lleva aquí menos de un
mes. Un personaje. Compró la casa y la dejó como nueva.
—¿Tratable?
32 —
—Pché. Su rubia lo es más que él. Viene a verme de vez en
cuando… No por mí, no vaya a creer… Le gustan nuestros
helados.
—¿Konno? —insistí, pensativo—. Ese nombre lo he oído
en alguna parte. ¿Quién es? ¿Sabe algo de él?

— 33
34 —
—Pues yo diría… que es un gran carnicero o algo así, uno
de esos magnates de la ganadería —se rascó la cabeza—. No
sé, y que ha venido a Los Cerros a descansar. No da golpe.
Casi nunca sale de casa, si no es alguna noche, para irse con la
rubia por ahí.
—¿Por qué precisamente un gran carnicero?
—Porque es de Chicago.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el cartero. Me dijo que Konno está suscrito al
«Chicago Herald».
Guardé silencio un instante.
—Nada, no doy con él. Y he de recordarle… ¿No sabe más,
amigo?
Rompió a reír.
—¡Ni que fuera usted un poli! No, no sé más. Vaya a verle
y saldrá de dudas.
—Lo intentaré —dije.
—Buena suerte.
Subí al coche. Ignoro si el dependiente se sorprendería de
que me alejara en dirección al centro de la ciudad.
Como disponía de tiempo me detuve en un bar a tomar
unas copas e hilvanar unas cuantas ideas para mi artículo.
Hilvanar ideas fue lo más difícil. Transcurrió una hora sin que
lo hubiera logrado del todo.
El «Navajo» era un dancing de ciertas pretensiones. Estaba
bien montado y no le faltaban chicas guapas, como ocurría con
todos los negocios de Tony Lilac. Cuando llegué a él se hallaba
en el apogeo de la animación y de los solos de trompeta. Le
dije al portero quién era y lo que pretendía, y él llamó a uno de
los matones del local y me encomendó a sus cuidados. El
matón me condujo directamente al despacho de Lilac. Llamó a
la puerta, la abrió, me hizo pasar y me siguió al interior.
Tony Lilac se hallaba solo en la habitación. No nos
miramos al principio. Luego me hizo una seña.
—Siéntese.
Me senté.
Lilac, después, anduvo parsimoniosamente hacia su
escritorio y se sentó detrás de él. Era quizá el hombre mejor
— 35
vestido de la ciudad; su traje de etiqueta no tenía el menor
defecto. Llevaba en el ojal una gardenia Su corpulencia era
exactamente la apropiada a sus cuarenta años de edad y a su
metro ochenta de estatura. El cabello le griseaba en las sienes.
Su rostro moreno, duro y enérgico, era un prodigio de
cincelado. Hubiera hecho sin duda el senador más arrogante del
país, si resultaba elegido; pero yo sabía que no sería elegido
jamás. ¿Sueños? Estaba seguro. Hubiera apostado mi último
dólar.
Me miró a los ojos.
—Bien. Marty, usted dirá a qué debo el placer de esta
visita. Sé que acaba de regresar a Los Angeles y sé que ha
llegado a un acuerdo con Crockett. Eso es un motivo de alegría
para los dos. ¿Quiere un trago? Sí, claro que lo quiere. A ver,
sirve unos vasos, Buddy.
El matón abrió una alacena y sirvió whisky. Yo no abrí la
boca hasta que tuvo los vasos llenos.
—Prefiero hablarle a solas, Lilac —dije entonces.
Lilac hizo un gesto con la mano.
—No se preocupe por Buddy. Es un antiguo amigo.
—No me preocupo. Lo que ocurre es que no considero
necesaria su presencia. Con quien quiero hablar es con usted.
Lilac se encogió de hombros.
—Escúcheme, Marty. Tengo por costumbre que Buddy
asista a todas mis conversaciones, y estoy en mi casa y hago en
ella lo que me da la gana. Buddy no va a molestamos… y es
mejor para los dos que se quede aquí.
—No —dije—. Ha de retirarse.
Buddy rió brevemente. Su risa semejó el roncar de un
motor de cuarenta caballos. Por el rabillo del ojo pude ver que
me observaba, calculando mis fuerzas y dándose cuenta exacta
de que me pasaba un palmo y pesaba veinte kilos más que yo.
—No sea tonto, Marty —dijo Lilac, tratando de mostrarse
amable. Me volví a Buddy.
—Márchese de aquí, hermano. Váyase a bailar. Necesita
ejercicio. Se está volviendo fofo.
No le gustó lo que le dije. Depositó su vaso en el escritorio
y se plantó ante mí con los puños cerrados. En aquella actitud
36 —
hubiera intimidado al más valiente.
Se inclinó un poco.
—Fofo, ¿eh? —articuló—. Usted debe creerse muy duro,
¿verdad? ¿Por qué no lo probamos?
Le dejé que se acercara, y en el momento de elevar las
manos sobre mí le dirigí un golpe de refilón, con el pie
izquierdo, a la espinilla. Cuando intentaba retroceder para
evitar el puntapié le empujé, haciéndole perder el equilibrio, al
tiempo que con las puntas de los dedos le propinaba un golpe
en los músculos del cuello. Se contrajo a causa del dolor, y
entonces fue el dorso de mi mano el que dio de lleno en sus
riñones. Jadeó, se quedó indeciso y trató de apartarse de mí. Le
seguí sin perder el contacto y, con la mano plana, le acaricié
primero la nuca y luego la nuez.
Soltó un ruido parecido al del parche de un tambor al
romperse, y se cayó sentado. Le contemplé un momento.
Después dije a Lilac, por encima del hombro:
—Es judo. ¿Le gusta?
Lilac se llevó el vaso de whisky a los labios y asintió. Me
pareció que le había impresionado.
—Levántese, Buddy —dije al matón—. No he querido
hacerle daño, pero lárguese de una vez. Estará más seguro ahí
fuera.
Se levantó. No había escarmentado, sin embargo, porque al
pasar junto a mí se me echó bruscamente encima, tratando de
cazarme desprevenidamente. Se equivocó. Le agarré una mano,
y al ver que adelantaba la otra, sin soltársela, le apliqué una
presa de cuello.
Emitió un ronquido desagradable. Estaba inmóvil, con la
cabeza rígida, mirando fijamente ante sí.
—Interesante, ¿verdad? —le dije a Lilac—. Paralizado, por
completo. No puede moverse. Si le suelto, continuará
inconsciente un minuto O dos. Indefenso como un niño.
Deshice, la presa y le solté la mano. Permaneció
acartonado, tratando en vano de mover la cabeza. Le di un
bofetón para ayudarle. Sus labios empezaron a sangrar, y poco
a poco el color, fue volviendo a su rostro.
—Coja su vaso y márchese ya, ¡y rápido porque empiezo a
— 37
cansarme de verle!
Miró a Lilac, titubeando, y éste asintió. El matón tomó el
vaso con manos temblorosas.
No me volví para verle salir.
—Muy instructivo —dijo Lilac, indiferente—. Pero, ¿cree
de veras que era necesario?
Me senté ante él y encendí un cigarrillo, adelantándome a
que me ofreciera su caja de habanos.
—Lo era, Lilac —repuse—. Lo era por usted. A ningún
hombre le gusta que haya espectadores mientras declina su
estrella.

38 —
CAPÍTULO VI

Lilac no se inmutó. Por el contrario, mi observación


pareció divertirle.
—Es usted un tipo pintoresco, Marty —opinó.
—No sabe hasta qué extremo puedo serlo si me lo
propongo… aunque quizá lo sospeche cuando me vea salir de
aquí.
Rió.
—¡Qué impresionante!
Dejé pasar en silencio un minuto, con la esperanza de que
se pusiera nervioso. No lo conseguí.
—He venido a hacerle una proposición —dije entonces.
—Hable.
—Lo primero que he sabido al llegar a Los Angeles es que
usted aspira a un puesto en el Senado. Me gustaría que me lo
confirmara personalmente.
—Délo por confirmado. Es la pura verdad.
—Bien, pues tendrá que renunciar a ese puesto. Desde esta
noche.
—¿Por qué?
—Porqué yo lo quiero así. No, no me interrumpa, Lilac. No
estoy loco. Usted sabe lo que decían mis últimas crónicas de
Alemania, las que el «Leader» no publicó. Ellas solas bastarían
para hundirle. ¿Qué va a oponer? ¿Qué no hay pruebas
suficientes? ¿Qué no podré sostener un proceso por
difamación? ¿Qué todo eso es agua pasada? Bueno, Lilac,
quizá tenga razón… en parte. Pero hay más. Hay más ahora.
«Dandy» Tolliver ha sido asesinado y la policía ha descubierto
su cadáver. Se ha cometido un error que usted no pudo prever.
No tiene la culpa. Mató a Tolliver y le envió su cuerpo
— 39
despedazado a Frankie Konno, facturado por los servicios
frigoríficos de la «Southern Pacific». Sin riesgos. Konno se
tragaría el castigo y no iba a hablar, por la cuenta que le tiene.
Necesita el secreto tanto como usted. Haría desaparecer el
obsequio que recibía, y a otra cosa. Pero le repito que ha
habido un error, Lilac. Es un error fatal. Un empleado estúpido
se equivocó y envió los restos de Tolliver por la vía ordinaria.
El cadáver empezó a corromperse, hasta que el hedor fue tan
intenso que provocó una huelga entre los descargadores de la
estación de Los Cerros. Intervino la policía. Ya no hay
remedio, Lilac. Ya lo tienen. Está en marcha la investigación.
¿Qué dirá usted, Lilac? ¿Qué ha sabido cubrirse y la
investigación fracasará? ¿Que tampoco de esto habrá pruebas
suficientes? No, Lilac. La policía no está sola. A lo que ella no
llegue llegaré yo. Dispongo de medios: no hubiera venido aquí
si no dispusiera de ellos. Y yo no quiero que sea usted senador.
Me obligaría a avergonzarme de mi propia patria si lo fuera.
Renuncie a sus sueños, Lilac. Aspire a menos. A una celda en
Alcatraz, pongo por caso.
Nunca me había sentado a una mesa con él, pero en aquel
momento descubrí que Lilac debía ser un extraordinario
jugador de poker. Ni un músculo de su cara se movió mientras
hablé. No se alteraron la expresión de sus ojos ni la fría sonrisa
de su boca. En cuanto hube callado levantó el vaso de whisky y
estuvo mirándolo al trasluz unos instantes, pensativo, como si
algo que viera en el líquido le resultara la mar de jocoso.
—Usted ha venido a hacerme una proposición —me
recordó al fin, con voz helada—. ¿De qué se trata, Marty?
Tragué saliva.
—Estoy dispuesto a no presentar cargo alguno contra usted,
a dejarle en paz y a olvidarme de su existencia, si usted, por su
parte, traspasa la propiedad del «Leader» y renuncia a sus
ambiciones políticas.
Ya había soltado mi bomba. Pero no produjo el menor
efecto.
—¿No se estará usted excediendo? —me preguntó Lilac
tranquilamente.
—Sé lo que digo.
40 —
Movió compasivamente la cabeza.
—Temo que pretenda carear con un peso superior a sus
fuerzas, Marty. Se ha formado una opinión equivocada del
asunto. Supone usted, al parecer, que yo voy a quedarme
tranquilamente sentado aquí mientras usted recoge fango para
arrojármelo al rostro, y no es así. Ni mucho menos. Me gusta
actuar. Tengo una debilidad especial por la acción.
—De poco va a servirle.
—¿Está seguro? ¿Qué pasaría, por ejemplo, si le ocurriera a
usted un accidente?
—¿Quiere decir un accidente como el que sufrió «Dandy»
Tolliver?
—¿Quién sabe? ¡Se dan en el mundo coincidencias tan
raras!
—Acepto el riesgo. No ganará usted nada eliminándome.
Queda la policía. Desde que ella interviene, sus cálculos han
fallado. Es una lástima que su envío a Konno no se haya
efectuado en vagón frigorífico, tal como estaba dispuesto, pero
ya no tiene remedio la cosa.
Me miró muy satisfecho e hizo una pregunta que me
intrigó:
—¿Por qué se empeña en dar a la policía tanta importancia?
El tono con que lo dijo me recordó la risa de Frankie
Konno y su observación acerca de si yo creía realmente que los
guardias iban a mezclarse en el caso. Me parecía entender
entonces lo que aquello significaba.
—La corrupción y el soborno no llegan a todas partes —
repuso, enfurecido—. No sólo hay canallas en el mundo. Este
asunto está en manos del teniente Stolz. Yo conozco a Stolz.
—Yo también.
Apreté los puños.
—Mire, Lilac…
—De todos modos —me interrumpió—, su proposición no
es completamente desdeñable. Ha de haber algo en ella. Yo soy
de los que opinan que no es usted tan tonto como parece. Me
gustaría saber una cosa: ¿necesita dinero?
—No el suyo.
—Comprendo. ¿Le tiene mucho apego a su puesto en el
— 41
«Leader»?
—El preciso para sacrificarlo a mis propósitos sin vacilar.
—Perfectamente. Bien, Marty, ¿está decidió a llevar el
juego hasta sus últimas consecuencias, afrontándolo todo? ¿No
le importa que me convierta en su declarado enemigo? ¿No me
aprecia en menos de lo que valgo?
—¡Basta de charla, Lilac! ¡No conseguirá amilanarme!
Lilac se pulió las uñas en la solapa de seda de su smoking y
luego se las miró críticamente, con las cejas en arco. Pareció
complacido.
—Lo pensaré —dijo, indiferente—. Deme de plazo esta
noche. Mañana por la mañana le haré saber mi respuesta.
Casi me sorprendió haber triunfado con tanta facilidad.
—De acuerdo —dije. Me puse en pie.
—¿Quiere otro trago?
—No.
—A pesar de todo —dijo repentinamente Lilac, cuando ya
me dirigía a la puerta—, le aconsejo que mantenga alerta sus
sentidos y, si es posible, que lleve encima una pistola. O, mejor
todavía, que salga de la ciudad. No respondo de lo que puede
pasar si alguno de los muchachos se entera de lo que usted
pretende de mí. No es que tengan mal carácter, pero les gusta
darle al gatillo y a veces pierden el control de los nervios.
Tome esto como una advertencia amistosa, Marty
Su mirada no era la más apropiada para advertencias
amistosas. Ardía el infierno en sus ojos. Pero no me asusté.
Pensé solamente que era ya una inmensa satisfacción haber
sacado a Tony Lilac de sus casillas.
Salí dando un portazo.
Me hubiera gustado cambiar impresiones con Stolz antes de
escribir mi artículo, pero era demasiado tarde y Crockett debía
hallarse sobre ascuas. Pasé un par de minutos contemplando a
las parejas que se contorsionaban en la pista y luego crucé el
local, atento a un posible tropiezo con Buddy. No le vi. Gané la
calle sin novedad.
Me metí en el coche y me fui al periódico.
—¿Qué? —me interrogó el viejo ansiosamente—. ¿Qué ha
pasado?
42 —
—Nada. Nada de particular.
—¿Para qué quería ver a Lilac?
—Para convencerle de que retirase su candidatura y
vendiera el «Leader».
Se atragantó.
—¿Qué ha dicho? ¿Cómo lo ha tomado?
—Con calma. Mañana me dará su respuesta.
Crockett se hundió en un sillón.
—Es usted un insensato, Marty. No comprendo…
—No lo comprende, porque no sabe cómo están las cosas.
Atiéndame, jefe. Lilac ha dado un paso en falso. Anda metido
en algún negocio muy sucio, en el que probablemente le ha
salido un rival que se llama Frankie Konno. Konno ha llegado
hace un mes de Chicago, y, a juzgar por su aspecto, si no es un
hombre que se ha pasado la vida burlando la ley yo no me
llamo Donald Marty. En el mismo negocio metía las narices un
tercer personaje: Thomas Tolliver, más conocido por «Dandy».
Tolliver parecía en buenas relaciones con Lilac, pero, de
pronto, ha sido asesinado y su cadáver, descuartizado y
empaquetado cuidadosamente, se le ha enviado a Konno
facturado por los servicios frigoríficos de la «Southern
Pacific». Esto tiene todo el cariz de una advertencia
amenazadora, ¡y de qué calibre! Sin duda, estaba destinado a
amedrentar a Konno y a obligarle a salirse de en medio.
Naturalmente, Konno no hubiera dicho una palabra, porque la
índole del negocio le impedía el menor asomo de publicidad.
La cosa, como tantas otras, hubiera quedado entre esa gentuza
sin trascender. Puede que Konno decidiese tomar venganza y
estallará una guerra entre bandas rivales, y puede que no. Yo
creo que no, porque Lilac es demasiado poderoso en Los
Angeles. Sea como sea, un error accidental ha derribado todo el
edificio. El cadáver de Tolliver no fue despachado en vagón
frigorífico, sino por la vía ordinaria, y empezó a
descomponerse. El hedor lo delató. Fue descubierto por la
policía. Lilac se encuentra ahora en falsa posición y tiene
miedo. Lo mismo le ocurre a Frankie Konno. Y ninguno de los
dos tiene miedo de que salga a luz su participación en el
asesinato de Tolliver, jefe, porque esto es algo que admite
— 43
muchas tapaderas y que, en última instancia, sólo es imputable
a cualquier pistolero asalariado de cuarta o quinta categoría; lo
que ambos temen realmente, es que se revele qué clase de
negocios están realizando en la sombra. Konno, en particular,
está desesperado porque la advertencia que Lilac le ha enviado
es suficientemente significativa. La muerte de «Dandy» parece
indicar que se le ha cerrado una fuente de dinero. La rubia que
está con él lloraba a moco tendido la ruina de sus ilusiones.
Frankie no le comprará ya su collar de diamantes ni su villa en
Beverly Hills. Tanto es así que trató de seducirme para que le
colgara el asesinato a Lilac y le llevara a la silla eléctrica, pero
sin revelar el verdadero motivo del crimen. Claro, si Lilac
desaparece y se ha guardado bien el secreto, Frankie Konno
tendrá las manos libres, entrará en escena y podrá comprar
todas las casas que haya en venta en Beverly Hills o en
Hollywood entero. E incluso es posible que dentro de un par de
años trate de ser elegido senador.
Crockett me había escuchado sin perder palabra. Una nube
cubría sus .ojos.
—¿Tiene pruebas de todo eso, Marty? —preguntó
débilmente.
—No será difícil hallarlas. Me huele cuál es el negocio que
hace bailar a Tony Lilac. Nada excepcional. Puedo deducirlo
de lo poco que sé de «Dandy» Tolliver.
—¿Qué es?
—Drogas.
—Si no le entiendo mal —dijo el viejo, despacio—, usted
ha ido con su historia a Lilac y le ha prometido no hacerla
pública a cambio de que retire su candidatura y renuncie a la
propiedad del «Leader».
—Eso mismo.
Crockett se llevó las manos a la cabeza.
—¿Sabe cuál será su respuesta, Marty?
—Aceptará.
—¡Aceptará! ¡So borrico! ¡Meterle un chorro de balas en el
estómago, eso será lo que le hará Lilac! ¿Cómo es posible que
no tenga usted ni una pizca de sentido común, Marty? ¿Cómo
es posible esa monstruosidad?
44 —
Le dejé que gritara y me fui a mi despacho a redactar el
artículo. Iba a ser un artículo inofensivo, aunque
sensacionalista, pero antes de empezarlo solicité una
conferencia telefónica con la redacción del «Herald» en
Chicago, y le pedí a Ted Gordon, un viejo amigo mío, que me
procurase un informe completo y detallado de la personalidad
de Frankie Konno. Prometió hacerlo lo antes posible, le dije
que llamara al «Leader», o a mi departamento, si yo no estaba
allí, colgué y empecé a teclear en la máquina.

— 45
CAPÍTULO VII

Era bastante tarde cuando salí de la redacción, pero, por lo


que yo sabía de los hábitos de Stolz, no demasiado para
encontrar a éste en su oficina del Departamento. Me dirigí allí,
y, efectivamente, le encontré, aunque con una cara mucho peor
de lo que había supuesto. Estaba en mangas de camisa, el
ventilador funcionaba a toda marcha sobre su escritorio y tenía
delante una hoja de papel en la que había dibujado media
docena de figuras grotescas y escrito infinidad de veces las
palabras «cerillas», «Camel», «egipcios» y «Ronson».
—¿Problemas insolubles? —le pregunté.
Me contestó con una maldición. Luego dijo:
—Serán insolubles para quien le toque resolverlos, Don.
No para mí. Yo estoy fuera del caso.
Me resistí a creerlo.
—¿Por propia voluntad?
—¡Por narices!
—¿Quiere decir que le han echado a un lado? ¿Sin
explicaciones?
—Con un pretexto tonto.
—¿Quién se ocupa ahora de la investigación?
—El capitán Monaghan.
Le conocía. Monaghan era un hombre joven y astuto. No
me pareció mal, por más que Stolz no semejara compartir mi
opinión.
—¿Qué tiene usted contra Monaghan? —inquirí.
El teniente se sonrojó.
—Nada.
—Vamos, suéltelo.
—Nada. Salvo… salvo que su mujer se viste en el mejor
46 —
modisto de la ciudad y Monaghan se compra un coche nuevo
cada medio año y… Bueno, ¿qué importa? Tonterías. No me
haga caso, Don. Unos hombres son más listos que otros, y
Monaghan es de los que más, simplemente.
Seguía rojo como un pimiento. Y todo cuanto dijo no era
sino una alusión directa a Tony Lilac y al dinero de Tony Lilac.
Eso fue lo que Lilac me insinuó y lo que la observación de
Konno significaba. Lilac, pues, había entrado en acción. Me
hubiera gustado saber cuál sería su próximo movimiento.
—Comprendo —dije amargamente—. No se preocupe…
ya sabía yo que esto iba a ocurrir de un momento a otro. ¡Mil
diablos! Para ser un polizonte es usted condenadamente
susceptible, Stolz.
Quiso protestar, pero se contuvo al instante.
—Está bien, Don. Diga lo que quiera.
Guardé silencio, esperando a que se calmara. Luego señalé
la hoja de papel.
—¿En qué pensaba cuando he llegado?
Se animó un poco.
—¿Observó cuál era el contenido de los bolsillos de
Tolliver, Marty? A primera vista parecía normal, ¿lo recuerda?
Pero había un par de anomalías que abultaban como elefantes.
Tolliver llevaba encima un paquete de Camel y una pitillera de
tabaco egipcio, una caja de cerillas y un encendedor de oro.
Las cerillas estaban intactas. No sé si se fijaría en ellas… Su
estuche era amarillo, con un trébol negro impreso en la solapa.
Propaganda. Cerillas de un club o algo así… pero sin una sola
palabra que indicara su procedencia. En cuanto al tabaco, me
pareció curioso que Tolliver fumara dos clases de cigarrillos a
la vez. He tenido tiempo de hacerlo analizar y es tabaco
corriente, tanto el Camel como los egipcios. Pero, sorpréndase,
Marty, en la pitillera había unas briznas microscópicas de algo
que no era tabaco. Era marihuana.
No me sorprendí.
—¿Qué ha deducido de ello? —pregunté.
—Que lo que fumaba Tolliver era Camel, aunque
habitualmente debía llevar cigarrillos de marihuana en esa
pitillera, y que alguien sustituyó éstos por los egipcios,
— 47
probablemente como medida de precaución.
—Probablemente —asentí—. ¿Y las cerillas?
—Oh, las cerillas se las darían en alguna parte, y no las
utilizó porque se servía corrientemente del Ronson. Las guardó
como una curiosidad. O como un recuerdo. A no ser… que
alguien… las colocara entre sus ropas deliberadamente.
—¿Para qué?
—Para que sirvieran de aviso… de advertencia… de
indicación acerca de quién era el verdadero remitente del
cadáver. Por supuesto, el nombre y la dirección que figuraban
en la etiqueta eran falsos. Saltaba a la vista, pero aun así lo he
hecho comprobar. Diga, Marty —Stolz se inclinó hacia mí con
los ojos brillantes—. ¿No se da cuenta de lo importante de que
el envío estuviera destinado a Frankie Konno y sólo por
casualidad se haya descubierto su naturaleza? ¿Usted cree que
Konno nos hubiera comunicado que había recibido un cadáver
descuartizado, de ocurrir las cosas como se supuso que
ocurrirían?
—No, no hubiera dicho una palabra. ¿Qué le contó Konno?
—Nada. Ni siquiera se avino a admitir que conocía a
Tolliver. Usted le visitó antes que yo, ¿no? ¿Le dijo algo a
usted?
—Ni pío —repuse. Cuanto Stolz estaba refiriendo
confirmaba mis deducciones, pero, por una parte, él había
quedado al margen del asunto, y por otra yo le había concedido
a Lilac una tregua que no quería romper a no ser que me
obligaran las circunstancias, de modo que opté por callar. No
teniendo a su cargo la investigación, Stolz no podía pedirme
que hablase—. Konno me echó a puntapiés —concluí— en
cuanto supo que era periodista.
—Comprendo. ¿Usted qué opina de todo esto, Marty?
Su pregunta me puso entre la espada y la pared.
—Creo que salta a la vista —dije titubeando—, si se toma
en consideración la puerca jugada que a usted le han hecho,
que el asesinato de Tolliver y el envío de sus restos están
estrechamente relacionados con alguien que en esta ciudad
dispone de mucha influencia, alguien capaz de conseguir que
las pesquisas mueran de aburrimiento entre las manos de
48 —
Monaghan.
—Tony Lilac —me interrumpió con acidez.
—Naturalmente.
Suspiró.
—Sí, eso es lo que ocurre, Marty. Mala suerte. Me queda el
consuelo de pensar que la justicia no va a salir en el fondo,
muy malparada. Matar a un tipo como «Dandy» Tolliver no es
exactamente un delito, sino un acto de… de desinfección
social. Por lo que sé de él, como mejor está es descuartizado.
Me alegró que tomara las cosas de aquel modo. Tiempo
tendría de hacerle mudar de parecer en caso de necesitarle.
—¿Tenía algún proyecto cuando le quitaron la batuta? —
pregunté. Asintió.
—Cocinar a Konno, hurgar en la vida y los negocios de
«Dandy» y, sobre todo, poner a unos cuantos hombres sobre la
pista del papel de embalaje, de las cuerdas y del tipo que
facturó el cuerpo.
—Las briznas de marihuana son un buen indicio —apunté.
—Lo eran —me corrigió—. Se les puede sacar mucho jugo
siempre que uno quiera sacárselo. Tanto, que apuesto mi chapa
a que nos llevarían de la mano a descubrir el motivo del
crimen.
Yo hubiera apostado mil dólares encima de su chapa a lo
mismo.
—¿Qué va a hacer ahora, Stolz?
—No lo sé. Trabajar en lo que sea. Raterillos, si es
posible… cosas que no tengan malas consecuencias. Le juro,
Marty —agregó, en un rapto de sinceridad—, que estoy que no
puedo más de todo esto. Me ha sostenido siempre la esperanza
de que cambiaría un día u otro, pero a medida que pasa el
tiempo la porquería no hace más que aumentar y aumentar y
aumentar. Y lo malo es que es igual en todas partes. He
intentado pasarme a la policía federal, pero si el F.B.I, no me
admite, me establecería como detective privado. Lo demás al
cuerno.
—Si necesita un socio, avíseme.
Me miró entornando los ojos.
—¿Lo dice en serio?
— 49
—Completamente en serio.
—Hablaremos de ello —me prometió.
Le di un cigarrillo.
—¿Qué me aconseja que haga ahora? ¿Cuál es mi posición,
Stolz? ¿Qué digo mañana en el «Leader»?
—¿Ha escrito ya algo?
—Sí, esta noche. Inofensivo.
—Pues no sé, Marty. Si no quiere crearse dificultades,
guárdese las iniciativas en el bolsillo y limítese a comentar, lo
que el capitán Monaghan vaya comunicando.
—Así lo haré.
Salí del Departamento pensando que Stolz tenía razón, que
la porquería era la misma en todas partes y que había muchos
Tony Lilac sobre la tierra. Acaso lo más sensato fuera
abandonarse a la corriente, dejar que la mujer de uno se vistiera
en los mejores modistos y comprarse un coche nuevo cada
medio año. De este modo, por lo menos, se adquiría fama de
listo. Sólo los cabezotas se emperraban en luchar.
Subí a mis habitaciones y me serví una ración de whisky en
la que hubiera podido nadar un caballo. Mientras la despachaba
a pequeños sorbos me saqué la chaqueta y la corbata. Iba a
hacerlo con los pantalones cuando llamaron a la puerta.
Volví a ceñirme el cinturón, corrí a mi escritorio y del
cajón superior saqué la «Colt 32» que tenía guardada allí. Fui a
la puerta y apliqué un ojo a la mirilla. Me había alarmado en
vano. Era Lea Bates, mi vecina. Se me antojó imposible
haberla olvidado de nuevo, pero así fue.
Abrí. Estaba disgustada.
—Si se me ocurre seguir esperando en «Samoa» —dijo—,
hubiera envejecido allí. ¿Por qué eres así, Don? ¿Cuándo se
podrá confiar en tu palabra? ¿Qué…? ¡Eh! ¿A qué viene esa
pistola?
Iba vestida exactamente igual que cuando la vi por última
vez, pero se la notaba cansada y angustiosa. Probablemente
había estado acechado mi regreso detrás de su puerta.
Me metí el arma en el bolsillo.
—Perdona, pequeña. Me han dado la noche del diablo…
Me he hundido hasta el cuello en un asunto que hará andar de
50 —
cabeza a toda la ciudad. Pasa y siéntate. Toma un trago. He de
darte la mejor noticia que has oído en tu vida.
No me hizo mucho caso, pero aceptó un vaso de whisky, y
se sentó.
—«Dandy» Tolliver ha muerto —le dije. Abrió mucho los
ojos,
—¡Don! No habrás…
—No, no fui yo quien le hizo ese favor al mundo. Espera a
que te lo cuente todo.
Se lo conté sin omitir detalle. Me escuchó conteniendo el
aliento. Cuando acabé se puso en pie nerviosamente y liquidó
el whisky de un trago. Dejó el vaso y fue hasta la puerta y
volvió retorciéndose las manos.
—Don, es preciso hacer algo antes de que sea demasiado
tarde. Rosanna no puede quedarse allí sola. En el estado en que
se encuentra está expuesta a caer en Dios sabe qué manos…
Don, es terrible. Es peor que «Dandy» haya muerto, ¿no te das
cuenta? Para Rosanna, él lo era todo. De «Dandy» obtenía las
drogas y morirá si no las obtiene… Y con los policías y los
reporteros merodeando… ¡Oh, no, Don!
Pensé que era difícil que los policías merodeasen por parte
alguna, pero no lo dije.
—¿En qué puedo ayudarte, Lea?
—¿Necesitas preguntarlo? Ve allí y tráela.
—¿Ahora?
Se encogió de hombros. Supuse que se sentía maternal
respecto a Rosanna Grant, y cuando las mujeres se sienten
maternales es peligroso razonar con ellas.
—«Dandy» Tolliver vive en una casa de departamentos de
la calle Adams. El número doce.
—Vivía —la corregí, camino ya de la puerta—. Vivía,
querida.

— 51
CAPÍTULO VIII

Tolliver debió ser un sibarita, a juzgar por el lugar que


había elegido para vivir. Las casas del extremo de la calle
Adams, lejos del barullo del tráfico de la ciudad lindan con una
mancha de bosque donde en otro tiempo estuvo el Instituto
Mineralógico, y la número doce, que no tenía más que tres
pisos, se hallaba rodeada de un jardín frondoso. Un senderillo
embaldosado conducía a su puerta. No había portero nocturno.
Busqué en el tablero de timbres y vi el nombre de Thomas
Tolliver junto al del departamento seis. Oprimí el botón.
Esperé tanto tiempo, que llegué a creer que no iba a encontrar a
nadie. Repetí la llamada dos veces, y al fin descorrióse el
cerrojo y la puerta se abrió.
Tomé el ascensor hasta el último piso. Sobre el pavimento
del corredor caía el chorro de luz rojiza que se filtraba por una
puerta entreabierta. Distinguí en ella el número seis, la empujé,
y entré, cerrándola a mi espalda.
Realmente, de no estar prevenido, no hubiera reconocido a
Rosanna. Y menos viéndola con una borrachera imponente.
Estaba caída en un sillón, con las piernas y los brazos abiertos,
me miraba, balanceando la cabeza y tenía aspecto de haber
visitado todos los bares de la ciudad. Vestía un traje de noche
color oro viejo, muy exagerado: el traje de noche que se
compraría una taxi si acertara un ganador en el hipódromo de
Santa Anita.
—¿Quién eres, muchacho? —tartajeó— ¿A quién buscas?
La única luz encendida en la pieza era una lámpara
protegida por una pantalla roja. Di una mirada en torno. El
desorden era excepcional. Sobre una mesa vi una media y un
zapato. Sobre una silla, una prenda interior. Tres botellas
vacías en el suelo y otra medio llena, con un vaso, en un diván.
52 —
Se adivinaba que la habitación no había sido limpiada en varios
días.
Rosanna me reconoció cuando la luz me dio de lleno en la
cara. Rió estúpidamente e hizo un ademán de saludo.
—¡Pero si es Don Marty! ¿Qué tal, Don? ¡Buenos días!
¡Buenos días!
—Hola, Rosanna —dije.
Se levantó del sillón con gran esfuerzo y vino hacia mí
haciendo eses. Observé que había estado sentada encima de su
bolso. Tuve que sostenerla por la cintura, pese a que ella
misma se apoyó con las manos en mis hombros para no caer.
Visto de cerca, y ya con el maquillaje mustio, su rostro era una
calamidad. Parecía mentira que en cuatro meses se hubiera
marchitado de tal modo su en otro tiempo fresca belleza. Tenía
los ojos hundidos en sendas simas violáceas. Al acercarlos a la
luz percibí sus pupilas diminutas como cabezas de alfiler.
—¿Qué ha sido? —le pregunté—. ¿Morfina? ¿Heroína?
Bajó la cabeza, la apoyó en mi pecho y me ciñó el torso con
los brazos.
—He estado en una fiesta —dijo en tono vagamente
soñador—, ¡qué fiesta! Un tonel de Martini helado… una
bendición para la sed.
—¿Es morfina? —insistí.
—¿A ti qué te importa?
Me libré de su abrazo y la llevé de nuevo al sillón.
—Es Lea quien me envía, Rosanna —dije—. Quiere que
vuelvas a su lado.
Hizo una mueca burlona.
—¡Oh, sí, tía Lea no me desampara! Gran chica, ¿eh, Don?
Mujercita de su casa, honesta y bella. Una joya para el hogar.
¡Una joya! Ella no es una perdida. ¡Tía Lea! De modo que
quiere que vuelva a su lado, ¿eh? ¿Por qué? Estoy bien aquí. Es
mi sitio. Mi máscara… ¿Cuál es tu máscara, Don? ¿Con qué
máscara vas tú por el mundo?
—Cállate —dije.
Lanzó una larga carcajada.
—¡Cuántas máscaras he visto esta noche! Bailé con una…
Una máscara de valiente. Un hombre duro. Y otras veces le he
— 53
visto derretirse cuando le mira… cuando le miran.
—¿Cuándo le mira quién?
—He dicho cuando le miran.
—¿A dónde has ido esta noche?
—A una fiesta. No te lo diré, Don. Oye, ¿por qué no
preparas un trago? Algo fresco. ¿No sabes? Ahí está el bar.
Detrás de esta puerta está la refrigeradora. Trae hielo.
Pensé que un trago más no le haría daño ninguno y obedecí.
Cuando volví con el hielo, Rosanna había puesto en marcha
una radiogramola y se balanceaba apoyada en el respaldo del
sillón. Sopaba una romanza cursi, que a juzgar por la voz
cantaba Tony Martin.
—Esta era nuestra canción —dijo oscuramente.
Vi que lloraba y no me sorprendió. De un salto había
pasado de la alegría al abatimiento. Le serví un coñac con soda
y hielo, poco cargado, y la senté de nuevo en el sillón,
retirando el bolso.
—¿Cuánto tiempo hace que no le has visto? —inquirí.
—Cuatro días.
Estaba pensando en «Dandy» Tolliver, naturalmente.
Pensaba en él incluso cuando reía. No podía pensar en nadie
más…
—¿Se largó?
Asintió, intentaba contener las lágrimas, pero no lo
consiguió hasta haber vaciado el vaso de coñac. Entonces me
lo tendió para que lo llenase de nuevo.
—Así sois los hombres, Don —dijo—. Perros vagabundos.
El olfato os guía ahora hacia aquí, luego hacia allá y mordéis a
quien trata de encadenaros.
—¿Dónde está «Dandy»?
—No lo sé.
—¿No te dijo a dónde iba?
—No me dijo nada.
—¿Se fue por sorpresa? ¿Sin avisarte?
Estaba a punto de llorar otra vez.
—Sí, Don. Se fue por sorpresa. Y no se llevó ni el cepillo
de dientes.
—¿Ha venido alguien aquí en ausencia suya?
54 —
—Nadie.
—¿Estás segura? ¿Tampoco ha venido la policía?
—¡No! Don…
—¿Qué?
—¿Ha pasado algo?
—¿No se te ha ocurrido que puede haber pasado algo? ¿Se
había ido otras veces «Dandy» de este modo?
—Es que discutimos y… ¡Oh, no, Don! ¿Qué es lo que
pasa?
No supe si decírselo o no, dado su estado. Decidí que no.
—Nada, por ahora. Vamos, Rosanna, sé sensata. Lea quiere
que vuelvas con ella y me ha enviado a buscarte. Recoge tus
cosas.
—¿Lo dices en serio? ¿De veras crees que me iré?
—Por supuesto.
Rompió a reír. Hubo algo en su risa y en los lagrimones
que al mismo tiempo le saltaban de los ojos que me hizo
comprender que con razones no la convencería.
—Está bien —dije—. Tarde o temprano vas a saberlo:
«Dandy» ha sido asesinado.
Reaccionó como si hubiera recibido una bofetada.
—¡Mentira! —aulló.
Empezó a insultarme, pero se le atragantaron los insultos y
se puso a toser cavernosamente. Eché un poco más de coñac en
su vaso, mucha soda, otro cubito de hielo, y se lo puse delante.
Lo cogió como si de aquel vaso dependiera su vida. Después de
beberlo se calmó y se quedó hundida en el sillón, con la cabeza
apoyada en el respaldo, los ojos cerrados y unas lágrimas como
garbanzos rodándole por las mejillas. La dejé así e hice de la
casa un reconocimiento bastante a fondo. Cuatro habitaciones,
en las que era evidente que «Dandy» se había gastado los
cuartos para que un decorador profesional —y hubiera
apostado el cuello a que fue un decorador de Hollywood— las
hiciera dignas de alojarse. Más evidente todavía, sin embargo,
era que, a despecho de lo que Rosanna había dicho, alguien me
precedió en aquella exploración. Alguien que no tenía muy
buena mano ni mucho sentido del orden. No la policía, por
descontado: los guardias movían las patas con mayor limpieza.
— 55
Los gorilas de Tony Lilac, probablemente. Al verlo comprendí
que todo cuanto de interesante hubiera podido contener el
departamento ya no estaría allí, pero completé el registro de
todos modos y empleé en ello bastante tiempo. Me hubiera
gustado encontrar alguna colilla significativa, algún botón,
algún fragmento de jade exótico o alguna de esas cosas que
encuentra la gente como Philo Vance y Ellery Queen en las
novelas, pero no tuve tanta suerte y regresé junto a Rosanna un
poco decepcionado.
Rosanna se había dormido, como les suele ocurrir, por muy
fuertes que sean las emociones que sufren, a los que se han
hinchado de morfina y alcohol. Tomé su bolso y lo abrí. Dentro
había lo qué hay en los bolsos de todas las mujeres: un
pañuelo, unas llaves, un lápiz, polvos, rojo para labios y
monedas sueltas. Y otras cosas exclusivas: un juguetito
nacarado con seis balas en el cargador, una jeringa con su aguja
hipodérmica y dos capsulitas transparentes que tenían grabados
unos caracteres chinos. Una de las capsulitas estaba vacía. La
otra contenía un líquido amarillento.
Conservando el bolso, levanté a la muchacha del sillón.
Tenía un cuerpo bien formado y esbelto, aunque algo flaco.
Pesaba poco. Salí con ella del departamento y cerré la puerta,
dejando dentro la luz encendida. Bajé en el ascensor y atravesé
el jardín. Rosanna respiraba pesadamente. La deposité en el
coche, me senté al volante y emboqué la solitaria calle Adams
a medio gas.
Me detuve en una cabina telefónica y avisé a Lea de mi
llegada, porque no quería dar pábulo a que el portero nocturno
hiciera suposiciones escabrosas a costa mía. Lea me esperaba,
en la acera. Entre los dos sostuvimos a Rosanna y la llevamos a
sus habitaciones. Lea había ya convertido en cama un diván y
lo tenía todo dispuesto. No pude menos que sonreír al recordar
lo que Rosanna había dicho de sus cualidades hogareñas.
—Déjanos solas, Don —dijo luego—. Está inconsciente, la
pobre. Yo la cuidaré. Vete a dormir.
—No está inconsciente —repuse—. Duerme. Fue a una
fiesta donde había un tonel lleno de Martini helado. Imagino
que debió bebérselo entero.
56 —
Apenas rozó mis labios al despedirme.
—Buenas noches, Don. Y gracias. Nunca olvidaré esto, te
lo prometo.
Volví a mi departamento y me llevé el bolso de Rosanna
con todo su contenido. Lo metí en un cajón del escritorio y lo
cerré con llave.
El sueño se me echó encima de pronto, como un alud.
Me saqué los pantalones y la camisa. En aquel momento
comenzó el teléfono a repiquetear. Lo descolgué medio
dormido.
—¿Dónde diablos estabas?
Era Ted Gordon, desde Chicago.
—Por ahí —dije—. Ando loco. ¿Has llamado otras veces?
—Cuatro. ¿A qué hora os vais a la cama en Los Angeles?
—Cuando podemos. Bueno, suelta lo que haya, Ted. Se me
cierran los párpados solos.
—He mirado lo de Konno. ¿Qué quieres saber?
—Todo su historial.
—Bueno, pues es un tío listo, pero sin suerte. No ha
encontrado todavía su oportunidad, pero en cuanto la encuentre
se hará millonario. Es nuevo, ha salido de las últimas
promociones. Empezó en la calle. Luego, con un salón de
billares. Clientela escogida, ¿comprendes? Tuvo el cerebro
suficiente para formar una banda entre los que tiraban de taco a
horas perdidas y estrenarse con un fumadero de marihuana.
Dos años después tenía una docena, había eliminado a los
competidores, abastecía de estupefacientes a toda la ciudad y
disponía de protectores en todas partes. Aquello, sin embargo,
no duró más que unos meses. Un soplón malintencionado lo
hundió, pero el escándalo, cuando se descubrió hasta dónde
llegaban los tentáculos de Konno, amenazó con ser tan grande
que el gobernador se apresuró a echarle tierra al asunto. Hubo,
eso sí, una epidemia de dimisiones por motivos de salud, y la
policía tuvo que reorganizar de pies a cabeza sus cuadros. En
cuanto a Konno, el tropiezo le costó una multa de siete cifras y
el destierro de Michigan. Es decir la ruina. ¿Está en Los
Angeles ahora?
—Sí, está aquí. ¿Tuvo algo que ver con todo eso un tal
— 57
Thomas Tolliver?
—¡Que si tuvo! «Dandy» Tolliver era la mano derecha de
Konno.
—¿Amigos?
—Carne y uña.
—¿Siguieron siéndolo después del desastre?
—Que yo sepa, sí. ¿Por qué? ¿Ocurre algo?
—Tolliver ha sido asesinado.
Oí silbar a Ted.
—Cuéntame.
Se lo conté, a mi modo.
—Volveré a llamarte mañana —dijo, cuando concluí—.
Ese asunto interesará al «Herald». Buena caza Don.
Le di las gracias y me fui a dormir.

58 —
CAPÍTULO IX

Mi despertar fue sumamente desagradable. Primero,


porque, a juzgar por cómo me zumbaba la cabeza, algo de lo
que bebí la noche anterior debió hacerme daño; segundo,
porque tenía ante los ojos el negro hocico de una «Luger».
No supe, al principio, dónde estaba ni quién era el hombre
que empuñaba la pistola. Al cabo, no sin esfuerzo, identifiqué
mi propio departamento y a aquel hipopótamo que se llamaba
Buddy.
—Vamos, levántese —dijo Buddy, entonces—. Y no
intente jugar conmigo porque el gatillo me hace cosquillas en
el dedo.
Me incorporé trabajosamente. Junto a la puerta había otro
hombre, un tío zanquilargo, de cabello color paja, que mascaba
alguna cosa. Ni él ni Buddy parecían de muy buen humor.
—Pff —hizo displicente—. Sólo hemos venido a traerle un
recado de Lilac. Pero nos llevará tiempo. ¡Vamos, salga ya de
la cama!
Salí. Mi indumentaria no era como para triunfar en
sociedad, pero ni a Buddy ni al zanquilazo pareció importarles
tal cosa. Un poco mareado, me trasladé a una silla. En los
pocos metros que recorrí estuve a punto de caer dos veces.
No esperaba lo que sucedió a continuación; Buddy, que me
había seguido paso a paso, me golpeó de pronto en mitad de la
cara con el cañón de su pistola. Lo vi todo rojo. Me sentí como
si fuera a morir. A duras penas contuve un grito de dolor.
—Esto es por cuenta mía —dijo Buddy—. No me gusta
deberle nada a nadie, hermano. Lo de Lilac vendrá luego.
Le disparé un rodillazo al vientre, pero estaba prevenido y
lo esquivó.
— 59
—Ven acá, Sloane —gruñó.
El zanquilargo se situó a mi espalda y me asió de los
brazos. Era una precaución tonta, porque las solas náuseas que
me acometieron después del golpe me impedían defenderme,
pero los cobardes no dejan nunca nada al azar. Sloane rió.
Buddy, el muy cerdo, volvió a pegarme con el cañón de la
«Luger». Y no una vez, sino varias. Lo bastante fuerte para
hacerme daño y no lo bastante para que perdiera el
conocimiento. Me entró sangre en la boca, de la que se me
escurría por el rostro. No dije nada. A Buddy se le salían los
ojos de las órbitas.
Al fin se cansó.
—Anoche desafiaste a Lilac, ¿verdad, estúpido? —le oí
decir vagamente, como si estuviera muy lejos—. ¿Qué te has
creído? ¿Que eres el amo de la ciudad? Muy bien, Marty, tú te
lo has buscado. Si Lilac me hubiera hecho caso a mí, esto te
costaría el pellejo. Pero él tiene un corazón de oro. Unas
caricias, y a olvidar lo pasado. Según Lilac, esta es su
respuesta.
Debió ocurrírseme, la víspera, que la respuesta de Lilac no
podía ser otra. Me habían prevenido. La culpa era mía nada
más.
Le escupí a Buddy, y él se me echó encima y me aporreó
las narices. Traté de desasirme de la presa de Sloane. Lo logré.
Pegué a Buddy como pude, le mordí una mejilla. Aulló. Mi
propia impotencia me hacía sentirme doblemente enfermo.
Luego, los dos hombres se precipitaron a una sobre mí y silla y
yo caímos hacia atrás. A mí me pareció que caía en un negro
abismo sin fondo.
Cuando recobré el sentido, Sloane me estaba vaciando
encima un jarro de agua, mientras Buddy, sentado en la cama,
me mantenía cubierto con su «Luger». Pensé que no resistiría
el dolor que se me había hincado en la cabeza. Era espantoso.
No me hubiera importado morir entonces, con tal que me
dejaran en paz.
—¿Le ha gustado, Marty? —dijo Buddy—. Pues no hemos
hecho más que empezar. Cuando acabemos, estará usted como
para ganar un concurso de belleza. Tenga paciencia, que todo
60 —
llegará.
Sloane dejó la jarra, sacó del bolsillo un rompecabezas y lo
restregó contra sus pantalones. Yo reuní todas mis fuerzas y
solté una carcajada que sonó a hueco.
—¿Creen que por unas cuentas tortas voy a asustarme? ¿Es
eso lo que cree Lilac? Pues se equivocan. Pierden el tiempo.
Usted, Buddy, so marrano, va a arrepentirse de lo que hace el
resto de su vida. Lo juro.
—¿Le pego? —preguntó Sloane.
La mueca de Buddy pareció expresar asentimiento, pero el
zanquilargo no llegó a pegarme: me volví bruscamente, le así
de las piernas y le hice caer. Hubo un gran estrépito. Con una
maldición, Buddy saltó en ayuda de su amigote. Yo me arrastré
fuera de su alcance. En una silla, donde los dejé al acostarme,
estaban mis pantalones. Y, en su bolsillo la «Colt 32». Me
abalancé sobre ellos. Viéndolo, el gordinflón disparó sin
contemplaciones. El estampido sacudió la habitación y una
bala me socarró los cabellos y se incrustó en la pared. Perdí el
dominio de mí mismo. Agarré la culata de la «Colt», tiré de
ella, la saqué y, antes de que Buddy pudiera repetir su disparo,
apreté el gatillo.
Me entretuve demasiado viendo a aquel imbécil saltar hacia
atrás impulsado por el proyectil y estrellarse contra una
cómoda, y Sloane se me sentó encima sin que pudiera hacer
nada para evitarlo. Me golpeó ferozmente con el
rompecabezas. Un golpe, otro, otro… Intenté zafarme. En
vano. Me había pisado la mano armada y el tacón de su zapato
me deshacía la muñeca. Volvió a pegarme, no sé cuántas veces.
Mis pocas fuerzas se desvanecieron. «Buen viaje», me dije,
comprendiendo que aquello en el fin.
—¡Maldita sea! —gimió entonces Buddy—. ¡Suéltale!
¡Vámonos, o esto se llenará de fisgones!
Sloane se levantó y me largó un puntapié a la garganta.
Todavía pude ver que salía corriendo, seguido de Buddy.
Buddy se oprimía el hombro izquierdo con la mano derecha y
su brazo colgaba inerte.
Me puse en pie. El suelo subía y bajaba. La habitación daba
vueltas. Anduve como un borracho hacia el cuarto de aseo y
— 61
me encerré en él. Empecé por librar a mi estómago de cuanto le
sobraba, y aquello sólo ya me reanimó. En aquel momento me
di cuenta de que los tiros me habían salvado: fue así porque la
habitación contigua se llenó de gente que daba grandes voces.
—¡Señor Marty!
—¡Eh, señor Marty! ¿Está usted bien?
—¿Qué ha pasado?
Una de las voces era la de Lea.
—¿Dónde estás, Don?
—¡Estoy aquí, en el baño! —grité—. ¿No puede un hombre
ducharse en paz?
—¿Qué han sido esos disparos?
—¡Nada! ¡Un accidente! ¡Se me enganchó el gatillo de la
pistola!
—¡Aquí hay sangre! —exclamó alguien—. ¿Estás herido?
—¡Un rasguño! ¡Nada! ¡Márchense, no se preocupen!
—Don… —dijo Lea, a través de la puerta del cuarto de
baño.
—De veras que no es nada, pequeña —la tranquilicé—.
Dentro de un rato iré a verte. Llévate a esa gente de aquí.
Poco a poco se rehízo el silencio. Me curé como supe las
heridas del rostro y del cráneo y les apliqué el astringente que
usaba para afeitarme. No quedaron mal, pero por todas partes
se me empezó a hinchar la cara. Resignado, me di un baño tibio
y una ducha helada.
Volví secándome a la habitación. Creí que no habría ya
nadie allí, pero, apoyado en el quicio de la puerta, distinguí al
portero. Ponía una cara Como si algo se le hubiese indigestado.
—No me gusta esto, señor Marty —anunció—. Vi a los
hombres que le visitaron. Les vi entrar y salir. Uno salió
herido.
—¿Y qué? —repuse—. Su puesto está abajo, Johnson.
Nadie le ha llamado.
Sacudió la cabeza.
—Tendría que dar parte a los guardias.
—Muy bien, dé parte. Pero lárguese ya.
—Forzaron la puerta de este departamento, señor Marty.
—Cambiaré la cerradura. ¿Quiere marcharse, Johnson?
62 —
Suspiró y se fue. Me tomé dos aspirinas y un cuarto de litro
de whisky, y casi tenía ganas de cantar cuando terminé de
vestirme. Entonces encendí un cigarrillo y me senté a
reflexionar.
Entre la paz y la guerra, Tony Lilac había optado por la
guerra. Tanto mejor, pensé. Ambos podíamos hacernos mucho
daño mutuamente, pero yo estaba seguro de ser el último en
pegar. Y pegaría fuerte.
Descolgué el teléfono y le pedí al portero que me subiera
un ejemplar del «Daily Leader». Cuando me lo trajo ponía tan
mala cara como antes, y ni la propina que le di se la mejoró.
Busqué mi artículo en primera página. No estaba. No
estaba en ninguna. En su lugar aparecía un suelto de seis líneas
que notificaba escueta y oscuramente el hallazgo de un cadáver
en la estación de Los Cerros.
Volví a tomar el teléfono y llamé a Crockett.
—Lo siento, Marty —me dijo lúgubremente—. Lilac me
llamó poco después de haberse ido usted. Está despedido,
¿sabe? Pero yo no aguanto más. Presentaré mi renuncia esta
mañana.
—No lo haga, jefe —repuse—. Aguante. Es cuestión de
unos días, y cuando esto acabe le necesitaré a usted ahí.
—¿Es que va a seguir con esa locura?
—No lo llame locura todavía.
Crockett murmuró algo ininteligible.
—Lo mejor que puede hacer es salir de la ciudad —dijo
luego—. Y salir cuanto antes. Si hubiera oído a Lilac anoche…
—Usted siga firme en su sitio unos días y no hablemos más
—le atajé.
Colgué, e inmediatamente me puse a marcar el número
particular de Stolz.
—Soy Don Marty, teniente —le dije—. Tengo algo que
contarle sobre el asunto Tolliver.
Gruñó.
—¿No se enteró de que es Monaghan quien se ocupa de
eso?
—Suponga que no me he enterado. Escúcheme.
Se lo conté todo lisa y llanamente, sin olvidar la
— 63
proposición de la rubia de Konno y concluyendo con la visita
de Buddy y Sloane.
—¿Y qué? —preguntó él a continuación.
—¿No se da cuenta de que Tony Lilac anda haciendo
equilibrios para no caer? ¿No comprende que un simple
empujoncito bastaría para derribarlo? Es el momento oportuno,
Stolz. Yo voy a hacerlo. ¿Quiere ayudarme?
Titubeó.
—¿Cómo quiere que le ayude? No sea absurdo. Yo soy un
policía, estoy sujeto a una disciplina. No puedo arriesgarme a
emprender esa clase de aventuras.
—¿Y qué hay de nuestra futura agencia de investigaciones
privadas? Será una solución… si fracasamos.
Hubo una pausa.
—Bueno, a ver, diga qué se propone. No le aseguro nada.
—Necesito que lleve adelante la investigación que había
planeado. Lo del papel de embalaje, las cuerdas, el hombre que
facturó el cadáver y las hebras de marihuana. Puede hacerlo,
Stolz. No me diga que no. Puede trabajar en ello por su cuenta,
sin que se entere nadie.
—Sí, puedo —asintió—. Pero, ¿por qué no buscamos una
ayuda? Lilac tiene muchos enemigos. ¿Conoce usted a Lincoln
O’Hara? Va a ser el más peligroso rival de Lilac en la lucha
por el cargo de senador y tiene muy buena Prensa. ¿Por qué no
habla con él?
—Quizá lo haga, aunque no por la buena Prensa. Será el
«Leader» quien hunda a Lilac: es un privilegio que le reservo.
Y lo necesitará, después que Lilac lo haya utilizado para su
campaña. Le servirá de purificación.
—Comprendo.
—¿Y en la policía? ¿No encontraría usted ayuda en el
Departamento? ¿No hay allí nadie que merezca confianza?
La respuesta de Stolz: se demoró unos segundos.
—Está Prescott.
James Prescott era el jefe de la División de Detectives y un
hombre extraordinario.
—Es cierto —dije—; me había olvidado de él. Prescott nos
atenderá si le hacemos nuestras confidencias, Stolz. Hágaselas.
64 —
Preséntele el caso tal como nosotros lo vemos. Insista en que
importa más descubrir lo que hay debajo del asesinato de
«Dandy» que al propio asesino, y Prescott sabrá, a qué se
refiere. Es honrado. Si consigue, usted su apoyo, puede poner
manos a la obra inmediatamente. Inténtelo. Yo veré a O’Hara.
—De acuerdo —suspiró Stolz.
Mientras colgaba el teléfono pensé en las consecuencias
que aquella conversación podía tener para Tony Lilac, y me
permití una mueca de placer.

— 65
CAPÍTULO X

Fui a la puerta del departamento de Lea y la golpeé con los


nudillos.
—¡Oh! —exclamó ella, al abrir y verme el rostro—. ¿Qué
ha sido?
—Una visita de los amigos de Lilac. Nada de particular,
descuida. Los ahuyenté a tiros.
—¿Qué querían?
—Que deje a su cacique en paz.
Observé que, sin lugar a dudas, mi respuesta la aliviaba.
—¿Qué esperabas que quisieran, Lea? Juntó las manos.
—Algo… algo relacionado con Rosanna. No sé si será
bueno que pases, Don. Está muy excitada. Trato de calmarla y
no puedo… Temía que hubieran venido a buscarla,
¿comprendes?
—Mira, Lea —dije—, esa chica ha pasado cuatro meses
drogándose cuando y como le venía en gana, y es una locura
privarla de repente de sus drogas. Si lo haces, morirá. Eso es
cosa de un médico, de un sanatorio. No la trates a contrapelo
porque te dará un disgusto.
—Ha estado a punto de dármelo. Quiere escaparse. No
comprendo cómo no se da cuenta de que es por su bien. Me ha
llamado de todo lo que se le puede llamar a una mujer, Don.
Nunca he visto a nadie tan furioso. He tenido que esconderle la
ropa y esconder la mía, y cerrar los armarios con llave, o de lo
contrario ya estaría fuera.
—¿Dónde la has metido?
No necesité que me respondiera.
—¡Eh! —gritó una áspera voz de mujer, a través de la
puerta del dormitorio—. ¿Quién está ahí? ¡Tú, Lea! ¿Quién
66 —
charla contigo?
—Déjala que salga —dije.
Lea titubeó, pero abrió la puerta. Apareció Rosanna,
envuelta en una bata azul, con los cabellos desordenados y sin
maquillar. Tenía aspecto de haber escapado de un manicomio.
Los ojos, de mirada extraviada, le ardían. Cuando los fijó en
mí, sin embargo, se tiñeron con una expresión triunfante.
—¡Vaya, está aquí Don! —exclamó— ¿Qué tal, caballero
andante? ¿Tuvimos buen viaje desde la calle Adams?
—Cierra la boca, Rosanna —repuse—. Si eres buena, chica
lograrás lo que quieres; si no… te aguantarás.
Avanzó amenazadoramente hacia Lea, quien permaneció a
mi lado y me asió de una manga.
—¡Dile a esa que me dé mi ropa! ¡Me largo!
—Tómalo con calma, Rosanna.
—¡Vete al cuerno! Esto es un secuestro. Es ilegal. Llamaré
a la policía y vais a pagarlo caro.
—Llámala e irás a la cárcel por tráfico de estupefacientes.
Me miró frunciendo las cejas. Me pareció que en sus ojos
centelleaba la astucia.
—Por última vez, Lea —dijo—: ¿me das o no me das la
ropa?
—Es un vestido de noche —repuso Lea, queda, pero
firmemente—. ¿Cómo irás vestida de noche a estas horas?
—Préstame un vestido tuyo. Por última vez, Lea…
Lea me miró. Yo moví negativamente la cabeza.
—Es inútil, Rosanna.
Rosanna lanzó una seca carcajada, y a continuación, con
rápidos movimientos, intentó despojarse de la bata azul.
—¡Oh! —gritó Lea—, ¡no vayas a desnudarte!
Sin hacerle caso, Rosanna se dispuso a desabrocharse.
—¡Espera! —gritó Lea—. ¡Está bien, te daré un vestido!
Corrió en su busca y al poco se lo entregó a la muchacha,
marchando después a su dormitorio.
—Siéntate. Tengo que hablarte —le dije a Rosanna.
Sentóse sobre sus piernas dobladas, en un diván.
—Dame un cigarrillo —pidió.

— 67
Le arrojé el paquete y mi encendedor. Rosanna expelió dos
chorros de humo por la nariz. Su victoria la había serenado
notablemente.
—Que Lea te dé un vestido no significa que te permita
marcharte —dije, mirándola a los ojos y sin amabilidad—.
Estás metida en un lío demasiado gordo y no te conviene salir
de aquí.
—Necesito salir —repuso con voz cansada.
—Supongo que para procurarte morfina, ¿no? Si es por otro
motivo, dilo.
Se encogió de hombros, sin replicar.
—Muy bien —proseguí—, si sólo se trata de eso, yo lo
arreglaré. Te daré la morfina que quieras… con tal que te
quedes aquí… y contestes a lo que te pregunte.
Me miró recelosamente.
—¿Que conteste a qué?
Lea regresó del dormitorio. Ponía cara de pocos amigos.
—Siéntate también, y atiende, Lea —le dije.
Obedeció.
—¿Qué es esto? —preguntó Rosanna—. ¿Una conferencia?
—Ayer se encontró el cadáver de «Dandy» —dije yo—.
Llevaba muerto tres o cuatro días, y fue Tony Lilac quien le
hizo matar… si no le mató en persona. Voy a conseguir que le
sienten en la silla eléctrica por esto, pero necesito tu ayuda,
Rosanna. Cuento con ella.
Rosanna se quedó muy quieta. Empezó a sonreír.
—Ya veo —murmuró—. ¿Dónde está la morfina, Don?
—La tendrás luego.
Su sonrisa se congeló.
—Ahora, o no hay trato.
Vacilé, y al fin salí del departamento, fui al mío, tomé el
bolso de Rosanna y saqué de él la jeringuilla y la cápsula llena.
Regresé y se las di. Ávidamente, Rosanna apartó la bata y, sin
preocuparse de esterilizarla, hundió la aguja en la capsulita,
extrajo el líquido y se lo inyectó diestramente.
Esperé cosa de un minuto. Durante él, Rosanna se
transfiguró. Un rayo de luz pareció acariciar su rostro, que
tomó una expresión beatífica de paz, de alivio y de contento.
68 —
Sus rasgos se distendieron. Su sonrisa se dulcificó.
Transcurrido el minuto, se recostó lánguidamente en el diván y
nos dirigió a Lea y a mí una mirada que era humana por
primera vez. La cara de Lea reflejaba profundo disgusto y un
poco de repulsión. No semejaba, empero, dispuesta a
pronunciar ni una palabra.
—¿Qué quieres saber, Don? —dijo Rosanna, con
naturalidad.
—En primer lugar, cuándo viste por última vez a « Dandy».
—¿Qué día es hoy?
—Viernes.
—Pues le vi el domingo por la noche. Tuvimos una disputa
y se fue.
—¿A dónde supusiste que había ido?
—Por ahí, a tomar unas copas.
—¿Qué hora era?
—Las once, o las doce.
—¿Qué has hecho desde entonces?
—Nada. Al principio, esperar. Después, buscarle.
—¿Dónde le has buscado?
—Pregunté a sus amigos.
—¿A Tony Lilac?
—Sí, y a toda la pandilla. Le vieron el domingo. Estuvo…
bueno, jugándose unos pavos hasta las dos de la madrugada.
Luego desapareció.
—¿Ganó o perdió?
—Perdió, pero poco.
—¿Dandy» era muy amigo de Tony Lilac?
—Regular.
—¿De qué vivía?
—De sus negocios.
—Vamos, Rosanna, di la verdad. ¿A qué se dedicaba? ¿Al
chantaje? ¿A la coacción? ¿A la venta de estupefacientes? ¿O
era sólo un pistolero a sueldo de Lilac?
Un velo pareció correrse ante las pupilas de Rosanna.
—De todo sacaba pasta. Era listo.
—Pero, ¿no distribuía drogas? ¿No te las proporcionaba a
ti?
— 69
—Sí, también.
—Lo hacía por cuenta de Lilac, ¿no?
—No lo sé.
—¿Qué relación había, exactamente, entre Lilac y
«Dandy»?
—¡No lo sé!
—¿Y entre ellos dos y Frankie Konno?
—¡No lo sé, Don!
—¿Por qué mató Lilac a «Dandy»? ¿Le traicionaba?
—¡Vete al diablo!
Rosanna jadeaba.
—¡No mientas, estúpida! —grité—. ¡Tú lo sabes todo! Han
matado a tu hombre, ¿no te das cuenta? ¡Suéltalo! ¿No estabas
loca perdida por él?
Rosanna echó atrás la cabeza y lanzó una nerviosa
carcajada.
—¡Loca perdida! —exclamó—. No seas tontaina, Don…
Yo no quería a «Dandy», ¿cómo iba a quererle? Le quise hace
mucho tiempo… y sólo unos días… hasta descubrir qué clase
se sapo era. Pero ahora… ¡le odiaba! Me tenía atada muy corto,
¡pero le odiaba! Estoy perdida sin él, ¡pero le odiaba! ¿Te
enteras, borrico? Estar loca por él… loca por él… ¡Cerdo! ¿Tú
qué te has creído, Don? ¿Qué me chupo el dedo?
—No me he creído nada.
—No, ¿eh? Y dices que si me quedo aquí y conecto el
micro y té regalo los oídos con lo que sé vas a darme toda la
morfina que quiera, ¿verdad? ¡Narices! Sé de dónde sacaste la
que me has dado: de mi bolso. Y no hay más. ¿Para que
necesitas más? En cuanto recite la lección entera, nanay. Se
acabó lo que se daba. ¡Oh, no, Don! Ese trato no me conviene.
El tono con que pronunció la última frase me obligó a
enderezar la cabeza. Algo tramaba.
—Ve con cuidado, Rosanna —dije—. Adivino lo que
buscas. Estás tan hundida en la porquería que no te importa que
el asesinato de «Dandy» quede impune con tal de disponer de
un medio de hacerle chantaje al asesino y conseguir de él tus
cochinas drogas. Por eso no quieres hablar. Pero es peligroso.
No durarás si lo intentas. No daría un centavo por tu vida.
70 —
—No lo des —replicó tranquilamente—. Nadie te lo ha
pedido.
—Eso es una imbecilidad —insistí—. Te quedarás
encerrada aquí hasta que revientes. Si yo no te doy morfina, no
te la dará nadie. Despierta, paloma. No sueñes. No tienes otro
camino que confiarte a mí.
—Prefiero reventar. Me parece que hay una cosa que no
entiendes, Don.
—¿Qué es?
—Te he dicho que odiaba a «Dandy», ¿recuerdas? Y
prefiero reventar que mover un solo dedo contra el hombre que
me hizo el inmenso favor de matarle. A ese hombre, Don,
quisiera ponerle encima de un pedestal y adorarle el resto de mi
existencia.
Comprendí que, en cierto modo, tenía razón.
—Está bien —dije, no obstante—. Ahora acabas de
drogarte y piensas así. Ya veremos si sigues pensando igual
cuando pase el efecto de la droga.
—Ya veremos —me desafió Rosanna.
Di una mirada maquinal a mi reloj y me quedé boquiabierto
al ver que era casi la una de la tarde.
—¡Eh, Lea, vámonos a almorzar! —exclamé.
—¿Y Rosanna? —inquirió ella.
—Le traerás unos bocadillos. Enciérrala en el dormitorio y
vámonos.
Rosanna se asió a los almohadones del diván.
—No pienso moverme —anunció.
Fui hacia ella, esquivé el almohadón que me arrojó, la tomé
en brazos y, soportando sus puñetazos y sus pataleos, la llevé a
la habitación contigua y la dejé encima de la cama. Lea me
siguió. Salimos y cerramos la puerta con llave.
Doce minutos después estábamos sentados frente a frente,
consultando un menú.
—Es terca como una mula —dijo Lea.
—¿Rosanna? Tiene sus motivos —repuse—. Son
equivocados, pero los tiene. Nos va a dar trabajo.
—¿Tú crees que sabe mucho de «Dandy»?
—Yo creo que lo sabe todo. Y tarde o temprano se lo
— 71
sacaré. Ahora gallea mucho…, pero la simple necesidad de
morfina la vencerá. Es un juego tratar con adictos: se consigue
de ellos lo que uno quiere. Sólo hace falta paciencia.
Aquello parecía cierto entonces, pero dejó de parecerlo
algún tiempo después.
Exactamente cuándo le llevamos a Rosanna unos
bocadillos.
Rosanna se había puesto el vestido, había abierto una
ventana y huido por la escalera de incendios. Jamás en mi vida
me he sentido tan estúpido.

72 —
CAPÍTULO XI

Llamé a Stolz y le conté lo que había ocurrido.


—Tenemos que encontrar de nuevo a esa muchacha —dije
—, porque es una pieza fundamental en cualquier acusación
contra Lilac. Dinamita pura. Sabe todo lo que nosotros
necesitamos saber y no costaría mucho tirarla de la lengua. He
sido mi imbécil permitiendo que escapara, lo sé, pero ya no
tiene remedio la cosa. ¿Puede usted hacer algo, Stolz?
—Poco. ¿Dónde supone que estará?
—Junto a Lilac, o rondándole. Le hará objeto de un
chantaje para obtener las drogas que antes obtenía por
mediación de «Dandy». Y no creo que Lilac se lo tolere. Esto
complica el asunto.
—¿He dicho poco? —gruñó Stolz—. Quise decir nada.
—¿No comprende que van a apiolar a esa chica si no
intervenimos?
—¿Y qué, Marty? Ella se lo ha buscado. Si se empeña en
arrimarse a Lilac, ¿con qué pretexto puedo impedírselo?
—Inténtelo, teniente —supliqué.
Stolz cedió. Yo sabía que iba a ceder.
—Bueno, buscaré el pretexto —dijo—. Descríbame a ese
pirulí y haré que la sigan mis hombres.
Describí a Rosanna con todos los detalles que recordaba.
—¿Ha habido algo nuevo? —pregunté después.
—No tengo tanta prisa.
—¿Habló con Prescott?
—Más tarde. ¡Mil diablos, Marty! ¿Se figura que soy el
amo del Departamento? Veré a Prescott en cuanto llegue. Y
tengo ya trabajando a toda la gente de que puedo disponer sin
que se metan conmigo. No puedo hacer más.
— 73
Estaba de un humor de perros.
—Discúlpeme, Stolz —dije—. Volveré a llamarle esta
noche. Suerte.
Tuve que decirle luego a Lea que todo estaba arreglado y
que Stolz nos sacaría de apuros, para que se tranquilizase. Se lo
dije sin convicción, pero no lo notó.
Cuando volví a mi departamento sonaba el teléfono.
—¿Don?
Era Nancy, la rubia de Konno.
—¿Qué tal, preciosa? Da gusto oír una voz como la suya.
—Don, necesitaba llamarle.
—¡Pues claro que sí! Le dije que me llamara. Tenemos que
hablar.
—No… no me entiende. Anoche me equivoqué, eso es. Me
equivoqué.
Si alguna persona asustada he oído por teléfono, era ella.
—¿En qué se equivocó?
—En lo de Tony Lilac. Fue una idea del momento. Lilac no
mató a «Dandy», es imposible. ¿Me entiende ahora, Don?
Sáqueselo de la mollera. Le engañé… sin querer.
—¿Tiene pruebas de que Lilac no mató a «Dandy»?
—No, pero… tampoco las tengo de qué le matara.
—¿Quién le ha metido el miedo en el cuerpo, Nancy?
—No sé a qué se refiere.
—¿Se ha enterado Frankie de nuestra conversación? ¿O
acaso ha llegado a un acuerdo con Lilac por encima del
cadáver de «Dandy»?
—¡Oh, no!
El asombro de su exclamación era, por lo menos, sincero.
—Mire, Nancy —dije—, las cosas han ido ya demasiado
lejos para que una mentira más o menos pueda hacerme
cambiar de opinión. Tenemos que hablar, pero ahora va en
serio. ¿Esta tarde? ¿O esta noche? ¿Le es posible deshacerse de
Frankie y darme una cita?
—Ayer le dije que me gustaba usted, Don.
—¿A qué viene eso?
—Le conviene creer que Lilac no mató a «Dandy». No se
trata de una mentira más o menos: se lo digo porque le tengo
74 —
ley. ¿O es que no me ha entendido todavía?
—¿Está previniéndome?
—¡Sí, demonio!
—¿Contra Frankie?
—¡Contra todos! ¡Por Dios, apártese de esto y olvide lo que
le dije anoche! ¡No quiero ser culpable de lo que pueda
ocurrirle!
—¡Ah, es eso!, ¿eh? Se lo agradezco de corazón, Nancy. Es
usted un ángel. Tranquilícese: lo que usted me dijo influyó
muy poco en que yo interviniera en el asunto. Y ahora es ya
tarde para hacerse atrás.
—Lo siento.
—¿Podré verla esta noche?
—¿Para qué?
—Se lo diré entonces. Hubo una pausa.
—¿A las ocho? —preguntó.
—¿Cenaremos juntos?
—No.
—Bueno, a las ocho. ¿Dónde?
—En el bar de Paolini. ¿Lo conoce?
Lo conocía. Y me pareció un lugar un tanto raro para una
muchacha como Nancy.
—Sí —dije—. De acuerdo.
Colgué el teléfono y busqué en la guía el número de la
oficina de O’Hara. De todos los abogados de Los Angeles.
O’Hara era probablemente el que ganaba más dinero. Se había
hecho en el foro un nombre más sólido que el «Empire State» y
le rodeaba una doble aureola de docto y honrado tan pesada
que apenas podía con ella. Siempre es difícil tratar con un
hombre así, y sin duda lo sería más por las circunstancias en
que yo me proponía abordarle, pero pensé que, si de veras se
había lanzado a la caza del cargo, estaría más o menos
dispuesto a todo y no se sorprendería de ciertas cosas. Hablé,
pues con su secretaria y concerté una cita para aquella tarde.
Con la saliva que gasté para conseguirla, hubiera podido
elevarse medio metro el nivel del Pacífico.
Maté el tiempo hasta la hora convenida saliendo a la calle y
metiéndome en un bar donde preparaban unos extraños
— 75
combinados de whisky de centeno que, si no otra cosa, eran lo
suficientemente baratos para permitirle a uno beberse media
docena. Subí al bufete de O’Hara, que estaba en el Edificio
Millikan, muy inspirado. Tuve que esperar veinte minutos en
una antesala solemne y majestuosa como un templo. Luego
apareció una mujer angulosa, vestida de gris, con cuello y
puños azules, más fea que escupirle en el ojo a un amigo, y me
hizo pasar al despacho. Yo seguía inspirado, de todos modos.
Soy resistente.
O’Hara era un pajarraco medio calvo, alto y flaco, vestido
de negro con corbata gris, que, llevaba gafas montadas en oro y
sonreía torciendo una mano que parecía un harapo.
—¿El señor Marty? —preguntó, con esa amabilidad
especial que ciertos sujetos emplean con los periodistas cuando
se aproximan períodos electorales—. No tenía el gusto de
conocerle personalmente, pero soy devoto de sus crónicas en el
«Leader». Formidable campaña en Alemania la suya,
extraordinaria información. Lúcida es la palabra. Conozco el
país y puedo opinar, aunque estuve allí por última vez hace
muchos años. ¿Un cigarro, señor Marty? ¿Uno copa?
¿Escocés? Sí, por supuesto. ¿Poca soda? Como le decía, hace
muchos años…
Me soltó una conferencia sobre Alemania que valía por una
enciclopedia entera. No le interrumpí. Bebí y fumé en silencio.
Al fin y al cabo, el tiempo que perdía era suyo, no mío.
Concluyó quedándose sin aliento.
—Mi secretaria me ha informado de que su visita no tiene
carácter profesional —anunció luego, tras una pausa que
dedicó a reponer fuerzas—. Debo confesar que el hecho me ha
sorprendido no poco. ¿Está usted en algún apuro, señor Marty?
¿Necesita un consejo?
Moví la cabeza.
—Esta entrevista no es profesional por lo que se refiere a
mí, pero tampoco por lo que se refiere a usted… No he venido
a ver al abogado, sino al senador.
—Al futuro senador —puntualizó, sonriendo.
Mientras le miraba y le oía hablar llegué a la lastimosa
conclusión de que, por más que en cuanto a cualidades
76 —
personales O’Hara estuviera mil kilómetros más arriba que
Lilac, enfrentado a él ante el público, a través de la Prensa
gráfica, del cine, de la radio o la televisión, se hundiría
estrepitosamente. Sería algo así como hacer competir a Clark
Gable con Peter Lorre por la simpatía de los espectadores de
una película o peor.
—¿Sabe usted que Tony Lilac ha comprado el «Leader»?
—le pregunté.
Dudó entre fingirse sorprendido o admitir que lo sabía.
—Lo sé —dijo al cabo.
—¿Y que yo le he dicho adiós a la Redacción?
—Sé que se despidieron Anne William, Leonard y algunos
otros. Para serle franco, suponía que usted haría lo mismo
cuando regresara. ¿Es de eso de lo que quiere hablarme?
¿Desea que le recomiende a alguno de los periódicos en que
tengo más o menos influencia? Usted se recomienda por sí
mismo, señor Marty, pero si cree que puedo serle útil lo haré
gustoso.
—Gracias, no se trata de eso. He venido, en primer lugar, a
contarle una historia. Atiéndame, porque le sonará a música
celestial.
Se la conté entera. De cabo a rabo, sin olvidar detalle.
Desde la huelga en la estación de Los Cerros a mi cita con la
rubia de Konno. A O’Hara le subió un poco de color a la cara y
se le encendieron los ojos. No obstante, cuando acabé, me hizo
la pregunta de rigor; es decir, la pregunta que yo esperaba que
me hiciera:
—¿Tiene pruebas de todo eso?
—Todavía no.
Sonrió tristemente.
—Ni las tendrá, Marty. Lilac no permitirá nunca que un
asunto como el que usted supone que se oculta bajo la muerte
de ese Tolliver salga a la superficie. Será lo que sea, pero no
tonto. Y sin pruebas, ni hablar. En estos casos, o se tira uno a
fondo o se abstiene. De una parte, es exponerse a un pleito por
difamación; de otra ya sabe usted lo que ocurre durante las
campañas electorales. Los contendientes nos decimos las
mayores barbarismos, nos atribuimos mutuamente delitos
— 77
monstruosos, nos lanzamos acusaciones ignominiosas, y el
público no cree de todo ello ni una palabra. El momento es,
pues, de lo más inoportuno para hurgar en un estercolero como
el que usted ha vislumbrado, señor Marty. Claro está que las
perspectivas, con pruebas, serían muy diferentes.
—Las pruebas —dije, despacio— costarán dinero.
El abogado me lanzó una penetrante mirada.
—¿A qué se refiere?
—Al dinero necesario para, por lo menos, comprar un
collar de brillantes. Prescindo de la villa en Beverly Hills, del
viaje a Europa y de varias cosas más.
—¿Qué está diciendo?
—¿Por qué cree que he dado a la amiguita de Konno una
cita para esta noche?
O’Hara se turbó.
—Pues… Ah, comprendo. Trata de comprar su testimonio.
—Trato de compensarla, en parte, de la pérdida que sufrirá
si Konno se va a pique. Si puedo convencerla de que más vale
salvarse en un bote que hundirse con el buque entero, tendrá
usted un testigo que le servirá en bandeja su asiento en el
Senado.
—¿Sabrá lo suficiente?
—Lo que ella no sepa lo averiguaremos el teniente Stolz y
yo.
O’Hara se puso en pie y empezó a caminar de un extremo a
otro del despacho con las manos a la espalda, como un
avestruz. Le observé atentamente. Me llenó de alegría ver que
su rostro, poco a poco, se iba aclarando.
Al fin se detuvo ante mí.
—¿Cuánto costará?
—Lo sondearé.
Descruzó las manos y volvió las palmas hacia arriba.
—Está bien —suspiró—. Tiene usted carta blanca, señor
Marty. Llámeme después de su entrevista con esa mujer. Me
encontrará aquí todavía. Y crea que no tendrá queja de mí si
esto resulta. Es decir… no la tendrá aunque fracase. Vale la
intención. Se ha ganado usted un amigo sincero.
Le creí. Era un hombre feo, calvo y negro, pero íntegro. Y
78 —
yo sabía por experiencia que esta cuádruple combinación es
bastante frecuente.

CAPÍTULO XII

A las ocho y dos minutos empujé las puertas batientes del


bar de Paolini y automáticamente se me vino encima una ola de
ritmo. La clientela de Paolini se distinguía por su juventud y su
afición a los tambores. Siempre sonaban tambores en la
gramola de a centavo la pieza que presidía la pista de baile al
fondo del local. Este, en su parte anterior, no era sino un
angosto pasillo que apenas dejaba espacio entre los escabeles
del mostrador y la pared; más allá, el pasillo desembocaba en
una sala cuadrangular donde habitualmente había unos cuantos
chicos y chicas moviendo los pies.
Nancy había sido puntual, y era un regalo para los ojos
verla instalada frente a un helado de cinco colores.
—Paolini tiene los mejores helados de la ciudad —dijo, y
entonces, recordando también algo que cierto dependiente de
una droguería me contó de ella, comprendí por qué me había
citado en aquel lugar absurdo—. ¿Qué tal, Don? ¡Oh! ¿Quién
te ha puesto así la cara?
—Llevas la nariz manchada de fresa —repuse—. Y la cara
me la ha puesto así mi entrenador. Estoy preparándome para
enfrentarme a Frankie. Desde niño deseo pelear por una mujer.
Paolini me preguntó qué iba a tomar y le contesté que
ginebra y whisky a partes iguales, con soda, hielo y una raja de
limón.
—¿Por una mujer? —dijo Nancy—. ¡Oh! ¿Te refieres a
mí? ¿De veras?
—Si yo fuera Frankie —le confesé—, andaría todo el día
detrás de ti con la pistola en la mano, muerto de celos. Las
mujeres como tú sois un peligro público. Paralizáis el tráfico.
— 79
Podéis volver loco a cualquiera. Desencadenáis revoluciones y
alteráis el curso de la historia.
—¡Eh, aprieta el freno! —exclamó—. ¿Qué te pasa, Don?
—Que me siento como si esta fuera mi primera cita.
—¿Y no lo es?
Probé la combinación que Paolini había preparado.
—Nancy —dije—, ¿de veras quieres un collar de
brillantes?
—Por supuesto.
—Pues siento decirte que no lo tendrás si es Frankie quien
ha de comprártelo.
—¡Don! —gimió.
Le di palmaditas en una mano.
—Sí, querida, así es. Frankie Konno no tiene suerte. La
policía anda ahora detrás de Lilac, pero le ha puesto a él en
conserva para cuando las cosas se aclaren. Se ha sabido lo que
hizo en Chicago. Nadie se engaña sobre lo que de Frankie se
puede esperar, ¿comprendes?
—Entonces…
—Entonces, el negocio se ha venido abajo.
Sacudió la cabeza. A juzgar por el modo como me miraba
no se fiaba de mí.
—No, no es posible —dijo—. La policía no anda detrás de
Lilac. Creeré cualquier cosa menos eso.
—¿Tú sabes quién es Lincoln O'Hara?
—Un picapleitos, ¿no?
—Un hombre casi tan poderoso como Lilac y mucho más
honrado, que se enfrenta a él por el puesto de senador que Lilac
trata de conseguir. O’Hara es un enemigo peligroso. Si Lilac
tiene influencia en la policía, él también la tiene; si Lilac puede
paralizar una investigación, él puede movilizarla de nuevo. Y
eso es lo que está haciendo ahora. Ha vislumbrado una ocasión
de hundir a su rival y no descansará hasta que, el motivo del
asesinato de «Dandy» Tolliver sea descubierto. Lilac se irá a
paseo cuando se descubra, pero, ¿qué le ocurrirá a Frankie
Konno?
Nancy no dijo nada. Casi me dolió haberle amargado el
helado.
80 —
—Como ves —proseguí—, la casa en Beverly Hills, el
viaje a Europa y el collar de brillantes se te han ido de las
manos, Nancy. Claro que todo tiene arreglo. Las desgracias
pueden ser más o menos grandes, depende de lo listo que se es.
Dos mocosas y dos mocosos empujaron las puertas
batientes, saludaron a Paolini con un alarido, pasaron a nuestro
lado repartiendo codazos y se fueron a gastar los cuartos en la
gramola. Los que ya llevaban algún tiempo gastándoselos les
acogieron con aullidos amistosos.
—Yo no soy lista, Don —confesó Nancy, en un arrebato de
sinceridad—. No lo soy ni un poco así. Casi siempre meto la
pata.
—Pero me has entendido, ¿no? Te has dado cuenta de que
Frankie ha perdido la partida y no vas a sacar nada de él,
¿verdad?
—Sí.
—¿Qué pasaría si fuese yo quien te comprara el collar?
—¿Tú? ¿Lo dices en serio?
—Muy en serio. No te ofrezco un viaje a Europa, un
palacio en Hollywood ni la luna, pero un collar de brillantes sí.
O su equivalente en billetes. Al contado. Y más vale pájaro en
mano que ciento volando, Nancy.
Me miró como si quisiera traspasarme con los ojos.
—Nadie hace regalos por nada —dijo—. Eso sólo ocurre
en los cuentos.
—Yo me he jurado derribar a Tony Lilac de su trono.
—¿Qué tiene eso que ver con el collar?
—Necesitaré que alguien declare ante un tribunal cuáles
son los negocios clandestinos de Lilac, qué relación tenía con
ellos «Dandy» Tolliver y por qué fue asesinado. O, por lo
menos, que alguien indique a la policía cómo descubrir todo
eso y cómo probarlo. O, si no a la policía, que me lo indique a
mí.
Apretó los labios.
—¿Yo? ¿He de ser yo, Don? ¿Es eso lo que quieres decir?
—¿Por qué no? Es un buen negocio. Entre perderlo todo y
salvar un collar, me parece que no hay duda. Un collar a
cambio de nada.
— 81
Reflexionó.
—No es un collar a cambio de nada. Es un collar a cambio
de Frankie.
Me encogí de hombros.
—Hay muchos Frankies en el mundo.
Parecía a punto de romper a llorar. En aquel momento salió
de la sala un tropel de adolescentes sudorosos y vociferantes
que se encaramó por los escabeles y empezó a chillar pidiendo
refrescos.
—Vámonos de aquí —dije—. No aguanto más.
Nancy se acabó el helado de dos rápidas cucharadas
mientras yo pagaba a Paolini, y salimos. Pero frenó en seco
cuando nos hallamos al otro lado de las puertas batientes.
—Gowan —susurró.
Vi que un «Pontiac» descapotable se ponía en marcha al
otro lado de la calle, y en él a un hombre con un cigarrillo en
los labios,
—¿Quién es?
—Uno de los muchachos de Frankie. Oh, Don, ha venido
siguiéndome. Tengo miedo.
—Creí que Frankie no era celoso.
—No es por los celos. Es por… por lo otro.
—¿Le has dado motivo para que sospeche que puedes
traicionarle?
—Se habrá enterado de que me citaba contigo.
La llevé a mi coche, la metí dentro y me senté al volante.
—Bueno, ¿qué decides?
—¿Así, de repente? Necesito pensarlo.
—Preferiría que no volvieses ya a «La Fiesta».
—No, Don… Sería terrible si no volviera. No conoces a
Frankie. Hay que hacer las cosas con mucho cuidado. Déjame
que lo piense, y ya te avisaré.
Tuve un mal presentimiento. No me había gustado ver
aquel «Pontiac» estacionado frente al bar de Paolini.
—Está bien, Nancy. Tú sabrás lo que te conviene. Vamos,
te llevaré a Los Cerros.
Empleé bastante tiempo en llegar a Los Cerros, si bien no
todo lo dediqué a conducir.
82 —
Dejé a Nancy casi delante de la droguería y asomé dos
veces la cabeza por la ventanilla para ver cómo se alejaba
taconeando por la acera. Tenía un modo de andar que le hacía a
uno sentirse instintivamente satisfecho de la vida.
Di gas a fondo para volver al centro de la ciudad y me fui a
cenar a un restaurante barato.
Luego llamé a Stolz.
—El papel que envolvía el cadáver de Tolliver —me dijo—
lo fabrica la «Chapman Limited» y sirve de él grandes pedidos,
entre otras muchas industrias, a dos o tres almacenistas de
jamones. Encontramos el sello de Gordon, un almacenista de la
calle Jackson, en una esquina, y Gordon dice que todos los
clubs de Lilac se proveen en su establecimiento. Las virutas
son de pino de Wisconsin. Los fabricantes de whisky las
emplean en sus cajas de embalaje.
—Eso acusa lo mismo a Lilac que a todos los propietarios
de bares, restaurantes y dancings de la ciudad. Gordon no le
servirá jamones en exclusiva, ¿verdad?
—No, pero son evidencias. Y hay otra. ¿Vio usted más
papeles debajo de las virutas, pegados al cadáver? ¿Los vio?
Bueno, pues eran hojas de periódico. Casi todas de periódicos
mejicanos, Marty.
—¿Y qué?
—En los clubs de Lilac no se reciben periódicos mejicanos,
ni, por lo que hemos averiguado hasta ahora, los lee nadie, ni
han servido para envolver envíos del otro lado de la frontera
porque no ha llegado ninguno.
—¡Valiente cosa! Habrán salido de Dios sabe dónde.
—¿Se le ocurre a usted algo que pueda llegarle a Lilac de
Méjico secretamente?
—Sí —reconocí.
—Está pensando lo mismo que yo: marihuana. ¿Qué tal si a
Tolliver le hubieran matado en un fumadero?
—Lo ha cogido usted un poco por los cabellos, pero es
posible. Siga.
—Eso es todo, hasta ahora.
—¿Habló con Prescott?
—Prescott me respalda. Tiene miedo, pero me respalda.
— 83
—Estupendo. ¿Hay algo respecto a Rosanna Grant?
—No. Es decir… ¿Sabe si concurría a un salón de belleza
que hay en la esquina de la calle Shelton y la avenida Nelson
Miles?
—No, no lo sé.
—¿Puede averiguarlo?
—¿Por qué?
—A uno de mis hombres le pareció verla salir de allí, pero
la perdió entre el tráfico. Preguntó en el salón y le dijeron que
era una antigua cliente, que había estado algún tiempo sin
utilizar sus servicios y que ignoraban su nombre. Es un salón
barato. La chica era rubia y vestía de blanco; Se habrá mudado
de ropa. Mi agente creyó reconocerla por la descripción que le
habían dado de ella, pero puede ser una coincidencia y nada
más.
—¿Ha hecho vigilar el departamento de Tolliver?
—Sí. No se ha acercado a la calle Adams.
—Bueno, se lo preguntaré a Lea Bates.
Corté y llamé a Lincoln O’Hara. Le dije que no había nada
resuelto todavía, pero que Nancy parecía haber mordido el
anzuelo y no tardaría en saber su respuesta. Me deseó suerte.
Se lo agradecí, porque la necesitaba.
Me fui a «Cañón Uno» y pregunté por Lea en el
guardarropa de «Samoa».
—No está —me dijo una trigueña impresionante que había
allí—. Hoy no ha venido.
—¿Cómo que no ha venido! ¿Por qué?
—No lo sé. No ha dicho nada.
—¿Tiene por aquí algún teléfono?
Me condujo al teléfono y marqué el número del
departamento de Lea. Nadie contestó, aunque estuve casi diez
minutos con el receptor pegado al oído.
Salté al coche y pisé a fondo el acelerador. Llegué a casa en
un momento. La puerta del departamento de Lea estaba
cerrada, y bien cerrada. Bajé corriendo a la portería,
—¿Ha visto salir a la señorita Bates? —le pregunté al
portero.
—No estoy seguro —repuso—. Creo que no.
84 —
—Temo que le haya ocurrido algo. Vamos, coja una llave y
venga conmigo.
—Pero…
—¿No me oye, Johnson? ¡Aprisa!
Era un hombre obstinado como el que más y no le había
gustado que me liara a tiros con dos desconocidos aquel
mediodía, pero obedeció. Subimos juntos. Su llave abrió la
puerta.
Olí a tabaco habano. Lea, por supuesto, no lo había fumado
nunca.
Me lancé en tromba al dormitorio. Había tres gigantones
allí, llenándolo de humo. También estaba Lea. No llevaba
encima más que una sutil salida de baño, desgarrada en media
docena de puntos. La habían amarrado a una silla, con un
pañuelo como mordaza. Uno de los gigantones empuñaba un
cinturón de cuero a manera de látigo y, al parecer, nuestra
irrupción le sorprendió en pleno ejercicio.

CAPÍTULO XIII

Johnson, el portero, soltó un guñido de espanto. Yo agarré


lo primero que me vino a las manos y se lo arrojé a la cabeza al
gigantón más próximo. Fue un reloj, y bastante pesado. El
gigantón tambaleóse y se aferró a la cabecera de la cama para
no caer.
El portero inició la retirada a la carrera, pero otro de los
gigantones tomó impulso y se lanzó en pos de él para
impedírselo. Le eché la zancadilla cuando pasó por mi lado.
Alcanzó a Johnson y ambos se estrellaron contra una pared.
Johnson chillaba como un conejo. Oí un golpe sordo, parecido
al choque de una maza con un colchón, y los chillidos se
interrumpieron.
Salté hacia él tío del cinturón, viéndole a través de una
— 85
nube rojiza. Cuando alzó las manos le así las muñecas con la
punta de los dedos y le arranqué un largo aullido de dolor.
Inclinándome de improviso, le largué un puntapié que le hizo
caer hacia atrás, dando de cabeza contra el suelo. Al mismo
tiempo recibí una coz tremenda en mitad de la espalda y
adiviné que el primer gigantón se había rehecho de su contacto
con el reloj. Antes de volverme salté un par de veces, con los
pies juntos y pisando con el borde de los tacones, sobre la cara
del caído. Recibí una segunda coz cuando le incrustaba mi
zapato derecho en el vientre, y fue tan fuerte que me envió
vacilando al extremo opuesto del dormitorio.
El primer gigantón, hecho una tromba de brazos y piernas,
me siguió. Me volví para recibirle. La inercia me lo echó
encima. Su peso me cortó el aliento. Me dio un cabezazo en el
pecho y otro en el hombro, que iba destinado a mi mandíbula.
Quise aplicarle una presa de cuello y fallé. El tercer cabezazo
me alcanzó en la cara y pensé que me rompía un pómulo y me
aplastaba la nariz. Un dolor cálido y angustiado me invadió.
Me dejé deslizar al suelo entre sus piernas y le agarré el muslo
y la pantorrilla con las dos manos. Apreté de firme. Se
contorsionó, aullando, y se desplomó espectacularmente, como
se derrumba un edificio de doce pisos cuando estalla una carga
de trinitro en sus cimientos.
Me instalé sobre él y le hundí los dedos en la garganta con
ánimo de estrangularle, pero era un hombre tan recio que
consiguió dar una voltereta hacia atrás, arrastrándome consigo,
y quedó libre. Estando todavía ambos en el suelo, su zarpa
izquierda me pegó en la boca del estómago, e inmediatamente,
en el mismo lugar exacto, la derecha. Me arrastré penosamente
fuera de su alcance. El mundo parecía escapar a mis sentidos.
Tragué saliva y me moví a un lado, justo a tiempo de hacer que
su tercer mazazo diera en el vacío.
Encontré delante de mí, al levantarme, una silla. El
gigantón estaba agachado, resoplando como una morsa. Cogí la
silla, la volteé y se la deshice encima. Fue un buen tanto. Se
quedó quieto.
Pero entonces entró en escena el tipo que había despachado
a Johnson. Vino corriendo. Me halló cansado y aturdido, y no
86 —
tuvo mucha dificultad en asirme los brazos y doblármelos a la
espalda mientras me hincaba una rodilla en los riñones.
—¡Vamos, pégale! —jadeó—. ¡Pégale, Pat!
Pat era, por lo visto, el bruto del cinturón; que en aquel
momento estaba reponiéndose. No se hizo rogar. Me pegó.
Pocas veces me han pegado, con las manos desnudas, como me
pegó él. Sabía hacerlo. Sabía cargar el peso de su corpachón en
el golpe. Conocía los puntos más sensibles de un cuerpo
humano como puede conocerlos un anatomista.
Comprendí que no resistiría ni cinco segundos en aquella
situación e hice un esfuerzo desesperado. Disparé un pie hacia
atrás. Calculé bien el blanco, a juzgar por cómo se aflojó la
presa con que el gigantón me retenía. Me soltó. Cacé al vuelo
uno de los puños de Pat, bajé un poco un hombro, hice con él
palanca en su brazo, tiré, y Pat salió volando cabeza abajo y
aterrizó como un fardo informe a los pies de la cama.
Su compañero, doblado hacia adelante, se oprimía el
vientre con las manos y hacía muecas de dolor. Quise cerrar
contra él, pero al dar el primer paso sentí náuseas y vi una
sombra negra flotando alrededor, en tanto que la habitación
giraba y el suelo bajaba y subía como la cubierta de un buque
en plena tempestad. Tuve que apoyarme en la pared.
Pat se incorporó, y me pareció oír que lo mismo hacía el
tipo sobre cuya cabeza destrocé la silla. Si me atacaban
entonces estaba aviado. Pero no me atacaron.
—Uuuh… vámonos —gruñó Pat.
Ni siquiera sé cómo salieron, porque me hallaba flotando al
borde de la inconsciencia, con los sentidos embotados y un
caos desatado dentro del cerebro. Caminé entre nubes hasta el
cuarto de baño, me saqué la chaqueta, abrí la ducha y me metí
vestido debajo de ella. Tardé bastante en despejarme.
Luego volví al dormitorio. La lucha había dejado en él sus
huellas. Lea seguía atada a la silla y me miraba con ojos
desorbitados. Antes de atenderla investigué lo que había sido
de Johnson, pero no pude verle. Supuse que había escapado y
que volvería con los guardias. Entonces solté a Lea.
—¡Don! —gimió convulsivamente.
Me echó los brazos al cuello y rompió a llorar.
— 87
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté—. ¿Qué querían esos
cerdos?
—Querían saber dónde está Rosanna.
—¿Acaso lo sabes tú?
—Les dije que no y no me creyeron.
Entre las hilachas de su salida de baño vi algo que no me
gustó. Marcas rojas.
Verdugones sangrantes. Las huellas de un cinturón
utilizado a modo de látigo.
Me mordió las entrañas una cólera feroz, pero no dije nada.
Levanté a Lea, la llevé al cuarto de baño, lavé aquellas heridas
que tatuaban sus hombros y las curé como mejor supe. Me juré
que haría pagar aquello con creces. Mil por uno.
Lea me dejó hacer en silencio. Parecía una niña asustada.
Me miraba a los ojos con una expresión de hondo sentimiento.
Y no sé por qué, pero en aquel momento descubrí que estaba
unido a ella por unos lazos de afecto que nunca me habían
unido a nadie, y fue un descubrimiento tan delicioso que la
cólera se me apagó en el alma.
Todo fue volviendo poco a poco a la normalidad. Lea se
serenó. Fue entonces cuando se dio cuenta de que iba poco
vestida.
—Sal ahí y espérame, Don. No tardaré.
Salí, crucé el dormitorio y me senté en la sala anterior, pero
las ropas empapadas me hacían sentirme incómodo y fui a mi
departamento a cambiarme. Me miré al espejo y tuve un susto.
Después de las dos palizas que me habían propinado, no creo
que aquella noche hubiera en Los Angeles un tipo con peor
aspecto que yo. Traté de adecentarme, me peiné, me puse mi
mejor traje y me serví un buen vaso de whisky. Suponiendo que
a Lea tampoco le sentaría mal un trago, llené un segundo vaso
y regresé con los dos a su departamento.
El portero se había salido con la suya y esperaba en la sala
junto a un polizonte con cara de perro. Lea no había
abandonado todavía el dormitorio.
Y no lo abandonó mientras ellos permanecieron allí. Fui yo
quien dio las explicaciones, quien declaró y quien inventó una
justificación más o menos verosímil para lo ocurrido. Al
88 —
guardia no pareció convencerle. Me importó poco. Dijo que
seríamos citados para testificar en la delegación del distrito.
Repuse que muy bien, y que se largaran y no importunaran a
Lea. Se fueron. Johnson me lanzó una mirada venenosa al salir.
Lea, según vi cuando abrió la puerta del dormitorio, había
puesto sumo cuidado en recomponer su apariencia. Llevaba un
vestido azul oscuro, el cabello en orden y el rostro
perfectamente maquillado. Con un pañuelo amarillo en tomo al
cuello ocultaba las huellas de las siniestras marca rojas.
Le di el whisky y, mientras lo bebía a sorbitos, me contó lo
que había pasado. Se disponía a vestirse para ir a su trabajo
cuando llamaron a la puerta. Se envolvió en la salida de baño,
abrió y no pudo evitar que los tres hombres se colaran en el
departamento. Le impidieron gritar. Querían saber dónde
estaba Rosanna, ponían gran empeño en sus preguntas. Como
no obtuvieran respuesta satisfactoria, empezaron a golpearla.
Le prometieron una docena de latigazos si no decía la verdad.
Lea no pudo convencerles de que no mentía. Entonces
procedieron a cumplir su promesa. Yo llegué cuando estaban
terminando.
Todo aquello, pensé, no tenía demasiado sentido. Si
realmente Rosanna huyó para sacarle morfina a Tony Lilac,
¿cómo no sabía éste dónde se hallaba? ¿O no era Lilac quien
quería saberlo? ¿No serían enviados suyos los tres gigantones?
¿Lo serían de Frankie Konno, entonces? ¿Desearía Konno
averiguar el paradero de Rosanna para impedir que se fuese de
la lengua acerca de Tolliver? ¿Qué…?
Sonó el timbre de la puerta. Abrí yo mismo y me quedé
boquiabierto. El visitante era el teniente Stolz.
—Hola —dijo—. El portero me indicó que probablemente
le encontraría aquí. Parece que hubo un poco de ruido, ¿no?
—Lo hubo —asentí—, pero no era necesario que se
molestara.
—No he venido por el ruido.
—¡Oh! —recordé—. ¿Se trata de lo del salón de belleza?
Todavía no…
Me interrumpió con un ademán.
—No es por lo del salón. Ya no sirve. Creo que hemos
— 89
dado con Rosanna Grant.
—¿Dónde está? Miró de reojo a Lea.
—En la morgue.
Oí un sollozo ahogado.
—¿Asesinada?
—Si. Le dieron el paseo. La encontró una pareja de tráfico
en la carretera de la costa, cerca de Casitas. Ella, por lo menos,
viajó antes de morir. He venido a pedirle que identifique el
cadáver, Marty.
Asentí.
—Vamos.
—Yo iré también —dijo Lea roncamente.
Fuimos.

90 —
CAPÍTULO XIV

La pobre Rosanna parecía un pajarillo mojado. No tenía ni


la gravedad natural en la muerte, ni la belleza ascética de los
cadáveres. Su cara mustia y pintarrajeada estaba contraída por
una mueca desagradable. Le habían pegado un tiro en la nuca y
la sangre seca hizo de sus cabellos un manojo estropajoso de
color pardusco. Nadie se ocupó de cerrar sus ojos saltones,
atónitos, inmovilizados en la mirada horrenda de quien se
asoma a los confines del mundo físico.
Yacía sobre una mesa en la sala del depósito, cubierta por
una sábana y bajo una luz que dibujaba crudamente sus rígidas
formas. En otra mesa estaban su ropa y sus pertenencias. Estas
se reducían a un bolso nuevo, un tubo de rojo para labios, un
paquete de cigarrillos, un estuche de cerillas, diez dólares y
unas monedas sueltas. Alguien debió darle algún dinero cuando
escapó del departamento de Lea; Lilac, probablemente. Pero
llevaba todavía el vestido blanco y rojo, no el blanco que le
había atribuido Stolz suponiendo que era ella la cliente del
salón de belleza de la calle Shelton.
Lea y yo la contemplamos en silencio unos minutos.
—Vea —dijo luego el teniente.
Me mostraba en la palma de la mano el estuche de cerillas,
entreabierto. Faltaban cuatro o cinco. Era un estuche rojo; no
amarillo, sino rojo. Pero tenía impreso en la solapa un trébol
negro, y ni una sola inscripción por parte alguna.
—¿Otra vez? —murmuré.
—Otra vez, pero ésta no parece intencionada. En absoluto.
La Grant obtuvo las cerillas en algún lugar que visitó desde que
escapó a su custodia hasta que fue asesinada.
— 91
Supongo que el destino de aquella muchacha es y ha sido
común a muchas como ella y que seguirá siéndolo mientras
haya algún «Dandy» Tolliver en el mundo, pero crean que uno
no se sentía precisamente feliz viéndola allí tendida y
recordando cuán alegre, libre e ingenua había sido en otro
tiempo. Una muchacha vistosa, de risa fácil, cuerpo cimbreante
y ojos soñadores. Demasiado soñadores, quizá. Como tantas,
pero, ¡qué mala suerte! A algunos hombres debiera serles
permitido morir dos veces. A «Dandy», por ejemplo. De ser
así, acaso yo hubiera podido darme el gustazo de meterle unas
cuantas balas en el vientre. Ahora, otro se me había adelantado.
Casi indulté a Tony Lilac pensando aquello. Pero, no. Lilac
formaba parte del ambiente donde Rosanna se había
corrompido; era un eslabón más en la cadena que se prendió a
su cuello y la arrastró a una muerte innoble. Mirando el mísero
cadáver de la muchacha, me juré que pagaría su culpa. Muy
pronto. Muy aprisa, ¡y cómo!
—¿Qué tienen de raro esas cerillas? —preguntó Lea
inopinadamente. Stolz y yo nos volvimos a ella.
—Había otras semejantes, de estuche amarillo, en el
cadáver de Tolliver. Ignoramos de, dónde proceden.
—He visto muchas. Estuches amarillos, rojos, verdes y
azules…
—¿En «Samoa»? —inquirió rápidamente Stolz.
—Sí.
—¿Las dan allí?
—No. He visto a gente que las usaba.
—¿Quién?
—Oh, toda clase de gente.
Stolz parecía muy interesado.
—Pero… dígame una cosa: ¿gente de la que podría
sospecharse que es adicta a las drogas? ¿Fumadores de
marihuana, quizá?
—Desde luego, no, eran personas recomendables, salvo
alguna excepción.
—¿Puede nombrar a alguna de esas personas?
92 —
Lea frunció el entrecejo.
—Sammy Costello… Ted O’Rourke… Louetta
Robinson… «Georgia» Paddy y Joe Hauptmann… David
Lawrence…
—¿Lawrence? ¿Se refiere al director de cine?
—Sí, a él. Y también las han usado Monty Melloy, Nell
Strauss y otros actores y gentes de Hollywood.
—Costello y O’Rourke son dos de los guardaespaldas de
Lilac, ¿no?
—En efecto.
—¿Quiénes son Paddy y Hauptmann?
—Dos músicos de la batida de King Carstairs. Es una de las
que actúan en «Samoa».
—Ah, sí. «Georgia» Paddy es ese negro larguirucho que
toca el trombón.
—Y Hauptmann el pianista.
—¿Y Louetta Robinson? ¿Es la Louetta Robinson que
aparece en las notas de sociedad? ¿La hija del banquero?
—La misma.
Stolz emitió un largo silbido.
—¡Bonito combinado!
—¿Por qué? ¿Qué importan esas cerillas?
—El teniente supone que proceden de uno o varios
fumaderos de marihuana —dije yo—. ¿No es así, Stolz?
—Así es. De la secreta fuente de ingresos de Tony Lilac.
Lea posó en él una intensa mirada.
—Comprendo. Es decir… no, no lo comprendo. Esa gente,
la gente como Louetta Robinson y David Lawrence o Monty
Molloy, exhibía sus cerillas en público. ¿Cómo no se daban
cuenta de que se exponían a un chantaje?
—¿Un chantaje? ¿Estando Lilac de por medio? No,
jovencita. ¿Quién se atrevería a intentarlo?
—Lilac mismo.
—¿Para arruinar su propio negocio? Ni hablar. Lilac
respalda a sus clientes. Su poder es una buena garantía.
—Ya veo. Sí —admitió Lea—, tiene usted razón. Es por
— 93
eso por lo que ha muerto Rosanna. Porque sabía demasiado y
era demasiado débil. Porque Lilac necesita salvaguardar sus
puercos negocios. Pero, ¿y «Dandy»?
—«Dandy» murió por traidor.
—¿A Lilac?
—Sí. «Dandy» nunca trabajó para Lilac. Sólo lo fingió. En
realidad, se preparaba a hundirle en beneficio de otro. Este otro
era su viejo amigo Frankie Konno, que necesitaba eliminar a
Lilac para establecer en el terreno abonado de Los Angeles un
tinglado como el que se le arruinó en Chicago. Pero Konno
cometió un error fundamental. Mordió un hueso demasiado
duro y dejó los dientes en él. Por mucho seso que tenga, no es
enemigo para Tony Lilac. Lilac se lo advirtió así, enviándole el
cadáver descuartizado de su camarada.
Stolz, me dije, era un hombre consecuente y lúcido. Había
elaborado una teoría esquemática que respondía exactamente a
los hechos conocidos o imaginados por él y por mí. No existía
en ella ningún misterio, ni tenía por qué existir. Las cosas
fueron claras desde el principio. Llevarlas a buen puerto sólo
requería un poco de diplomacia y un enérgico golpe de acción
en el momento oportuno. Y me pareció intuir en aquel
dramático instante, que la etapa de la diplomacia había ya
concluido y el golpe de acción se iba haciendo más y más
inminente.
—Yo me ocuparé del cuerpo de Rosanna —dijo Lea,
después—. Era mi amiga. Le agradeceré que me avise cuando
los trámites legales hayan terminado.
—Lo haré —asintió Stolz—. ¿Tenía familia?
—Creo que sí, en el Este. Yo cuidaré de todo.
—Gracias.
Nos despedimos con una mirada del cadáver y Stolz nos
volvió a casa en su coche. Lea guardaba un silencio que lo
mismo el teniente que yo respetamos. Calculo que los tres
estaríamos pensando más o menos directamente en Tony Lilac
y que nuestros pensamientos, juzgando, al menos por los míos,
no debían ser muy halagüeños para él.

94 —
Stolz era un hombre duro. No obstante, cuando estreché su
mano antes de subir a mi departamento, vi en sus ojos un
destello de emoción que presagiaba tormenta. Ciclones
desatados. Me gustó. Resultó electrizante. Sonreí y le di una
palmada en el hombro.
—Mañana hablaremos —dije.
Tomé con Lea el ascensor hasta nuestro piso, y al llegar
ante mi puerta se me ocurrió que no podía permitirla que se
quedara rumiando a solas las ideas lúgubres que la muerte de
Rosanna le habría inspirado, de modo que le ofrecí una copa,
un cigarrillo y un rato de charlar. Titubeó. Mientras titubeaba
empujé la puerta, cuyo cerrojo, destrozado por Buddy y Sloane,
esperaba todavía una reparación. Dentro estaba la luz
encendida.
Me palpé el bolsillo y me maldije por haber olvidado la
pistola.
—Espera —murmuré.
Entré sin vacilar. Lo primero que vi fueron unas piernas
femeninas balanceándose al borde de un sillón. Luego un
ajustado vestido granate. Una mano que empuñaba un revólver.
Una corona de cabello rubio.
Era Nancy.

— 95
96 —
Bajó el arma al reconocerme y me hizo un gesto. Me volví
rápidamente, pero era tarde ya. Lea no había

esperado. Asomaba la cabeza, y la expresión de su rostro decía


muchas cosas.
—¡Adelante, adelante! —nos invitó Nancy, alegremente—.
¡No os quedéis ahí como unos pasmarotes!
Avancé, y entonces vi junto al sillón un saco de mano.
—¿Qué significa esto?
Nancy me dedicó una mueca, pero no me miraba a mí sino
a Lea, todavía inmóvil en el umbral.
—Significa que diste en el blanco, Don —repuso—. No
debí haber vuelto a «La Fiesta».
Me hubiera ahorrado un disgusto.
—¿Konno?
—No, Gowan. No me seguía a mí. Te seguía a ti. Pero no
tardó en sacar partido de habernos visto juntos y yo no tolero
coacciones. Iba a irle con el cuento a Frankie. Me las piré antes
de que lo hiciera. ¡Al diablo! Me he convencido de que Frankie
es hombre acabado. Lo he pensado bien.
—Lo cambias por los brillantes, ¿eh?
—Definitivamente.
Lea entró. Hizo una pregunta mordaz:
—¿Molesto?
La tomé del brazo y las presenté a las dos. Luego me fui a
preparar el whisky, dejándolas sentadas una frente a otra,
observándose. Es extraordinario ver cómo se observan dos
mujeres hermosas, con qué avidez se estudian y se comparan.
Como gatas en celo.
—No puedes quedarte aquí, Nancy —dije, cuando tuve los
vasos listos.
—¡Pero, querido! ¿Por qué?
—Porque Konno nos ha dado ya demasiados disgustos, y
en cuanto descubra tu desaparición vendrá directamente en tu
busca. Te llevaré a un hotel.
No le gustó.
—¡Oh!… —exclamó.
—Pero antes tenemos que hablar. Lea, vamos a tu
— 97
departamento. Por lo menos habrá una puerta cerrada entre los
intrusos y nosotros. ¿Para qué necesitas ese revólver, Nancy?
Nancy dio una mirada al arma que ahora estaba en su
regazo.
—No me fío de Frankie. Estuve sentada aquí, temiendo que
apareciera de un momento a otro. ¡Oh! Ahora que estás a mi
lado me siento mucho más segura, Don.
—¿Sí? —dije, observando de reojo la cara que ponía Lea.
Tomé mi «Colt» y saqué a las dos mujeres del
departamento. Nos encerramos en el vecino. Lea parecía
haberse echado un candado a la boca.
—¿Vas a soltar el discurso, Nancy? —pregunté entonces
—. ¿Confesión general? ¿Colada?
Sonrió, moviendo afirmativamente la cabeza.
—Hasta que te canses de oírme, cariño. Tú dispara el
cuestionario, que yo contestaré. Y le diré a Frankie dónde y
cómo puede pegarte un tiro —añadió sin que se alterase su
sonrisa— si luego el collar no aparece.
Su advertencia parecía una broma, pero bastaba mirarla a
los ojos para ver que no lo era.
—Aparecerá —repuse—. ¿Cómo te has librado de Konno?
—No estaba en casa cuando llegué, y me fui antes de que
volviera. Gowan se encargará de chivatearle lo que ha pasado.
—¿Y qué hará?
—Puede que venga aquí. O puede que no.
—Konno está en Los Angeles para pisarle un negocio a
Tony Lilac, ¿no? Cuando las cosas se le pusieron feas en
Chicago envió por delante a «Dandy» y éste se ganó la
confianza de Lilac y se introdujo en su organización, pero lo
hizo para prepararle a él el terreno. Lilac lo descubrió, y fue
por eso por lo que mató a «Dandy» y le envió su cadáver a
Konno, metiéndole en el bolsillo un estuche de fósforos que
indicaba por qué y dónde había muerto. Konno se asustó, pero
no perdió la esperanza. Probablemente había llevado el asunto
tan lejos que se atrevió a confiar en que, guardando el secreto y
permitiendo que Lilac se gastara los cuartos en ocultar la
verdad, volvería a presentársele una oportunidad de dar golpe.
¿Es así?
98 —
Nancy asintió.
—Sí, es así. Tú te lo dices todo.
—¿Quién es Pat?
—¿Pat? ¿Te refieres a Pat Flanagan?
Le describí los tres gorilas que azotaron a Lea.
—Son tres de los muchachos de Frankie —dijo.
—¿Hay muchos?
—Media docena.
—Konno tenía mucho interés en encontrar a Rosanna
Grant, la amiguita de Dandy». ¿Verdad?… ¿Era por cerrarle el
pico?
—Sí.
—¿La encontró?
—Que yo sepa, no.
—¿Por qué me seguía Gowan?
—Por eso, por lo de la chica. Esperaba que tú le llevaras a
su escondite. A Frankie no le gustaba que esa cotorra anduviera
suelta por ahí.
—¿Cuál es el negocio que Konno quiere pisarle a Lilac?
—Fumaderos de juju.
Sonreí. No podía ser otra cosa. A Stolz le alegraría saberlo.
—¿Cuántos hay?
—Yo conozco cinco.
—¡Los conoces! ¿Dónde están?
—Dos en Hollywood y tres aquí.
—¿Seguro que pertenecen a Lilac?
—¡Y tan seguro!
—Pero no es posible probarlo.
—¿Es posible probar que el sol da luz?
—Esto es distinto, Nancy.
—No sé por qué. Si no son de Lilac los fumaderos, ¿de
quién son?
Habíamos dado un gran paso, pensé, pero no parecía el
paso definitivo. Y sin embargo…
—¿Estarías dispuesta a declarar cuanto sabes de Lilac,
Konno y de los fumaderos ante un jurado?
—¿Qué hay del collar?
—Con el collar colgado del cuello.
— 99
—Pues…, sí. Es decir, si alguien me protegía. Si no, no
llegaría a abrir la boca: me lo impediría una bala.
—Comprendo. Procuraré que no te falte protección.
Insuficiente, me dije. Insuficiente para mi sed de venganza,
para el furor que la muerte de Rosanna había desatado en mi
pecho.
—En esos fumaderos, ¿regalan a los clientes un estuche de
fósforos con un trébol impreso en la solapa?
—Sí.
—¿De qué color?
—Según. En uno azul, en otro rojo…
—¿En cuál el rojo?
—Me parece que en el de Alamito.
—¿Podrías llevarme?
La sugerencia le pareció divertida.
—Seguro —dijo—, si no te falta pasta.
—¿Cuánta pasta?
—La entrada sola te costará doscientos pavos.
—¡Doscientos pavos! ¿Y lo demás?
—Proporcional.
—Bueno, mañana los tendré. Y tú tendrás el collar.
Lincoln O’Hara se rascaría el bolsillo al día siguiente, me
dije.
Quedamos de acuerdo. Lea, sin que nadie la invitara, se nos
unió cuando salimos en busca de un hotel. Lo encontramos.
Dejamos a Nancy, no sin obligarla a jurar que no se movería de
la habitación hasta que yo fuese a por ella, y Lea y yo
regresamos a casa lentamente, sin hablamos, pensando y
gozando de la noche.
Sólo al salir del ascensor, en nuestro piso, dijo ella:
—Mañana renuncio a mi empleo en «Samoa», Don.
—Sí —repuse, distraído—, es natural. Se acabó Tony
Lilac, ¿eh?
Suspiró. Me cogió una mano cuando llegamos ante mi
puerta.
—¿Me tomarás por tonta si te pido que no vayas mañana a
ese fumadero?
—Sólo si es la compañía de Nancy lo que te preocupa.
100 —
—Es tu vida, Don.
Reí. Aquella fue una de las pocas ocasiones en que me he
sentido heroico.
—No temas, pequeña. A mí no se me elimina como a
Rosanna.
—¿Ni como a «Dandy»?
—Ni como a «Dandy».
Lo dije con mucho aplomo, pero era un aplomo fingido.
Cuando me quedé solo en mi departamento acumulé todos los
muebles disponibles tras de su puerta y cerré con llave la del
dormitorio.

— 101
CAPÍTULO XV

Al día siguiente me levanté a la hora de almorzar,


entumecido, agarrotado y cosido a dolores. Tenía la cara como
en carne viva. Afeitarme fue un suplicio refinado. Cuando
terminé me sentía tan enfermo que gustoso lo hubiera enviado
todo al diablo, pero una ducha y un buen trago me repusieron
lo suficiente para cambiar de opinión.
Llamé a la puerta de Lea con intención de que
almorzáramos juntos, pero no contestó y me dijo el portero que
había salido temprano. Me metí en un restaurante chino, comí
cuatro cosas y hojeé los periódicos. O'Hara debía haber
recomendado discreción a sus adictos, porque las referencias
que éstos hacían a los asesinatos de «Dandy» y Rosanna eran
pobres y nebulosas y se basaban principalmente en los
comunicados que no se distinguían por su abundancia de
detalles. La iniciativa elemental de averiguar en la misma
estación de Los Cerros lo ocurrido no parecía haberla tomado
nadie. O, si alguien la tomó, no le fue tenida en cuenta.
Al «Leader» daba pena leerlo. Sus páginas, como todas las
de la Prensa de Lilac, ignoraban que «Dandy» y Rosanna Grant
estaban muertos. Tony Lilac había iniciado su campaña de
autobombo y no había sitio para nada más. Declaraciones.
Artículos de fondo. Revista de los males del Estado. Un
senador de Los Angeles, panacea para California. El señor
Anthony Lilac, moderno hombre de empresa, mente preclara y
recia personalidad política. Una opinión del señor Lilac sobre
relaciones internacionales. De qué manera ve el señor Lilac la
guerra de Corea. El señor Lilac en la intimidad.
Una nota acerca de las virtudes cívicas del señor Lilac, que
firmaba el viejo Crockett, me hizo subir los colores a la cara.
102 —
El almuerzo no me sentó bien.
Por la tarde fui a ver a Lincoln O’Hara.
—¡Bien, bien, mi querido señor Marty! —dijo, afectuoso,
cuando me recibió—. ¿Cómo va ese pequeño complot que
hemos tramado?
—Juzgue por mi aspecto —repuse.
Se quitó las gafas, pulió los cristales con un paño de
gamuza, se las volvió a colocar y me estudió detenidamente.
—¿Mal? —preguntó.
—No lo sé todavía. La rubia de Konno ha cantado y
volverá a cantar ante un jurado si antes no le pegan un tiro.
—Cuénteme.
Lo conté cuanto había pasado desde que nos vimos el día
anterior.
—¿Qué va a hacer ahora? —inquirió. Estaba nervioso y no
parecía muy satisfecho—. ¿Ha tomado alguna decisión? Parece
que la cosa está llegando a un punto muerto, ¿no? ¿O cree que
nos conviene lanzarnos ya abiertamente contra Lilac, esperar a
que entable un pleito por difamación y responderle con el
testimonio público de esa muchacha?
—Nancy sería de mucho efecto ante un tribunal —dije—,
sobre todo si no se presentaba con la falda demasiado larga. Al
verla quizá se olvidarían de que no tenemos contra Lilac
pruebas materiales.
—Vamos, señor Marty… ¿Qué clase de pruebas materiales
quiere? ¿Un acta de propiedad de esos fumaderos firmada de
puño y letra de Lilac y registrada ante notario?
—No me fío de Tony Lilac. Ni un poco.
—¿Y bien?
Me encogí de hombros.
—Esta noche visitaré uno de los fumaderos, el de Alamito,
donde, según se desprende de las cerillas encontradas en su
bolso, estuvo Rosanna el día de su muerte y de donde
probablemente salió para morir. Veré lo que hay, y según lo
que vea procederemos.
O’Hara trató de sonreír.
—¿Dónde prefiere ser enterrado, Marty?
Fingí no oírle. Aquella clase de chanzas no le sentaba muy
— 103
bien…
—Nancy reclama su collar —dije.
Asintió, abrió un cajón de su mesa, sacó un talonario de
cheques, llenó uno sin titubear, lo firmó y me lo entregó. Vi en
él lo menos cuatro ceros. Solté un silbido. Descubrir que
O’Hara no era un hombre tacaño fue una de las más grandes
sorpresas de mi vida.
—También yo necesitaré un poco de calderilla —
manifesté, en cuanto el asombro me dejó—. Los fumaderos de
juju no se visitan gratis. Siento pedírselo, pero estoy sin empleo
y sin blanca.
—¿Bastarán mil dólares?
Me atraganté.
—Confío en que sobren unos centavos.
Se puso en pie, abrió la puerta de un arca empotrada en la
pared, contó los billetes y me los dio.
—¿Algo más?
—Esta noche, mañana lo más tarde, tendrá usted noticias
mías —le dije. Era lo menos que podía decirle a cambio de
tanto dinero—. Buenas noticias.
Me palmeó un hombro.
—No espero menos, señor Marty.
Salí del Edificio Millikan convertido en un Creso.
Fui temprano a ver a Nancy, porque supuse que estaría
agonizando de aburrimiento. Agonizaba, efectivamente, entre
un revoltijo de revistas ilustradas y vasos sucios, pero recobró
toda su vitalidad, y un tanto por ciento extra, al ver el cheque.
—¿Es legítimo? —preguntó.
Le dije que sí y se mostró agradecida. Cuando su
demostración terminó lamenté de veras no tener otro cheque
para que volviera a empezar.
—Don —declaró—, tú harás siempre de mí lo que quieras.
Me comprendes. Adivinas mis puntos flacos. Jamás encontré
un hombre que mirara tan al fondo de mi corazón.
Supuse que acababa de leer aquellas frases en una de las
revistas ilustradas, pero no por eso me gustaron menos. Y, en
cierto modo, se aproximaban bastante a la realidad.
—Arréglate —dije—. Nos vamos, Nancy. Esto hay que
104 —
celebrarlo con juju.
—¡Oh, es verdad! —exclamó.
Estuvo lista en unos minutos. Salimos del hotel. La noche
había cerrado. A partir de aquel momento le cedí a Nancy la
iniciativa de las operaciones, además del volante de mi
cacharro.
Detuvo el cacharro en la solitaria esquina de dos de las
calles arboladas de Alamito.
—Desde aquí hay que seguir a pie —anunció—. No les
gusta tener coches estacionados por los alrededores.
Anduvimos calle arriba, frente a las grandes villas
abrigadas por majestuosos jardines y habitadas por gentes
pudientes y respetables. Cosa de quinientos metros más allá,
algo apartada de las restantes y rodeada de un verdadero
bosque de pinos, se alzaba una casa sin luces. Nancy se dirigió
a ella sin vacilar.
La puerta de la verja no estaba cerrada. Entramos.
Seguimos un sendero que atravesaba el bosque. Salimos a una
mancha del césped cortada en cuadrángulo por el pórtico.
Pulsamos el timbre y no lo oímos sonar.
—Prepara los papiros —dijo Nancy.
Un hombre vestido de etiqueta abrió la puerta y se silueteó
contra la luz que acababa de encenderse en el interior. No
pronunció una palabra. Le di los doscientos dólares, se los
embolsó y me entregó a cambio una tarjeta roja con un trébol
impreso en el centro y un número en la esquina inferior
derecha.
Recorrimos en su compañía un pasillo alfombrado. Apartó
unas cortinas, abrió una puerta y nos encontramos en una sala
de medianas dimensiones, débilmente iluminadas por luces
indirectas, de suelo encerado y en cuyas paredes había más
cortinas regularmente espaciada. Se oía la música de una
orquesta invisible que interpretaba un blues pegajoso.
Apagada. Lejana casi. Con su excepción, la sala estaba sumida
en el mayor silencio.
El hombre apartó una de las cortinas, revelando un hueco,
una puerta estrecha. Dio a un interruptor y vi un reservado
decorado con gusto un poco decadente, con una mesa en el
— 105
centro sobre la que se había encendido una pantalla de color de
rosa.
El hombre soltó la cortina y nos dejó solos.
—Bueno, ¿qué te parece? —dijo Nancy. Parecía hallarse
como en su casa. Tomó asiento perezosamente en un diván y
extendió la mano hacia una placa de cristal en la que había tres
botones. Oprimió uno y un discreto altavoz se puso en
funcionamiento, introduciendo la música en el reservado.
Luego oprimió otro y, de momento no ocurrió nada—. Aquí
estamos como a mil kilómetros del mundo, pero, quieras lo que
quieras no necesitas más que pedirlo y lo tendrás. Igual que en
los cuentos de hadas.
—Sí —repuse distraídamente.
Lo mismo la sala que los reservados carecían de ventanas y
estaban por completo aislados del exterior. Se notaba la pureza
del aire acondicionado artificialmente. Por supuesto, ni una
sola de las actividades que se desarrollaran dentro de aquella
casa, incluida, probablemente, una batalla a tiro limpio,
trascendería más allá de sus muros.
Se corrió la cortina y apareció un camarero obsequioso.
—¿Llamaban los señores?
—Sí —dijo Nancy—. A ver el menú.
—¿La contraseña, por favor?
Le di la tarjeta roja. Fue Nancy quien estudió el menú y
pidió la cena, sin consultarme, mientras yo fumaba un
cigarrillo y me iba sintiendo, pese al lujo de comodidades que
me rodeaba, más y más incómodo.
Si esperaba juerguearse en grande, Nancy debió quedar
defraudada. Pero no lo demostró. Engulló su cena sonriendo y
charlando, y yo me limité a seguirle la corriente. Fue una buena
cena, eso sí; la mejor de mi vida. Con champaña francés. El
champaña se le subió a Nancy a la cabeza. No se le hubiera
subido de no habérselo bebido como una mula se bebe un cubo
de agua.
El camarero retiró el servicio cuando yo empezaba ya a
pensar que si aquello era todo, no valía la pena ni de
desplazarse a… Pero luego reapareció con una bandejita en la
que había diez cigarrillos y un estuche de fósforos rojo con un
106 —
trébol impreso en la solapa.
Al mismo tiempo depositó la cuenta ante mí. La pagué sin
rechistar. Con lo que costó aquella cena hubiera podido cenar
medio año.
Nancy tomó uno de los cigarrillos y lo olfateó con
delectación.
—¡Ah! —hizo.
El camarero se fue, con su propina a cuestas.
—¿Vas a fumar esa porquería?
—¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—Pruébalo, Don.
Me levanté, aparté un poco la cortina y miré a la sala.
Había dos parejas bailando.
Parecían bailar en sueños. Sus rostros tenían una expresión
extática.
Junto a la cortina de la puerta que daba al corredor había un
hombre inmóvil que se disponía a encender un cigarrillo. Le vi
la cara a la luz del fósforo.
Era Sloane, el zanquilargo que tan bien sabía usar su
rompecabezas. Nancy me asió del brazo.
—Don, no seas terco.
El aroma del cigarrillo de juju que sostenía entre los dedos
me hizo cosquillas en la nariz. Formaba una mezcla explosiva
con el perfume que se desprendía de su persona.
La miré fijamente. Era una Nancy nueva, y no porque
estuviera achispada. Le ardían los ojos. Respiraba
profundamente.
—¡Don! —susurró.
Fui a la mesa, cogí los cigarrillos de juju y me los metí en
el bolsillo.
—Nos vamos, preciosa —dije—. Estoy harto de esto.
Se había apoyado contra la pared y parecía al borde de una
crisis de nervios. De un par de cachetes bien dados la evité.
Toda su tensión se deshizo en lágrimas.
La cogí del brazo y, con la mano libre, saqué la pistola y la
oculté en el bolsillo lateral de la chaqueta manteniéndola asida.
Salimos a la sala y la cruzamos directamente hacia la puerta.
— 107
Sloane estaba todavía allí.
Nancy se tambaleaba un poco. Sollozaba, pero quedamente.
—Le estoy encañonando, Sloane —dije, cuando llegué
frente al zanquilargo—. No quiero bromas.
Rió.
—¡Qué fatuo! —repuso—. No tenga miedo, que no voy a
pegarle aquí. He tenido tiempo sobrado de hacerlo. ¿Se figura
que quiero provocar un escándalo? Ya habrá ocasión.
—Por si acaso, vaya delante. Aprisa.
Hizo un gesto displicente, abrió la puerta y pasó al
corredor. Nos precedió por éste hasta la salida.
—¿Qué tiene la chica? —preguntó entonces—. ¿No se ha
divertido?
—Abra la puerta.
La abrió.
—Hasta la vista, pimpollo —dijo—. Y otra vez no la escoja
llorona.
Llegamos a la calle sin novedad. Allí, Nancy se soltó de mí
con una sacudida furiosa.
—Yo me quedo —anunció—. Me quedo, ¿lo oyes? ¡Me
quedo!
La hubiera dejado gustoso, pero no podía arriesgarme. Era
un testigo demasiado caro. No tenía otro remedio que
arrastrarla o cargar con ella. Opté por esto, atenazándole las
manos para que no me molestase. Forcejeó, hasta que se cansó.
Debíamos parecer un número de circo, pero no encontramos a
nadie en el trayecto y no cosechamos aplausos. La verdad es
que yo también me cansé. Nancy no era ni débil ni ligera.
Tenía los brazos entumecidos cuando la metí en el coche.
Se quedó quieta en el asiento. Embragué, observándola de
reojo, y decidí dar una amplia vuelta en tomo a la ciudad para
ver si el aire fresco la serenaba.
Así fue. No la llevé al hotel hasta que se mostró tranquila.
—Perdóname, Don —dijo, cuando detuve el coche—. Tú
me comprendes. Tú sabes que no quería aguarte la fiesta. Lo
siento.
Le palmeé la espalda.
—Está bien. Vete a dormir y no hablemos de ello. Te veré
108 —
mañana.
Esperé a que desapareciera por la puerta del hotel, y
entonces reemprendí la marcha y me fui a mi departamento.
Pensaba llamar a Stolz cuando llegué, para contarle lo
ocurrido, pero el teléfono estaba ya sonando insistentemente.
—Diga.
—¡Qué diablos, Don! ¿Dónde te metes? ¿Es que no hay
modo de localizarte?
Era nuevamente Ted Gordon, desde Chicago.
—¿Qué quieres?
—Noticias. Te dije que ese asunto de Tolliver interesa al
«Herald». Traté de encontrarte ayer, y ni pío. Oye, ¿es cierto
que el «Leader» te ha dado la patada?
—Sí.
—Bueno, dispara.
—Ahora, no, Ted… Mañana. No puedo decirte nada
todavía.
—¿Estás seguro?
—Demasiado seguro.
—Como quieras. Yo sí tengo algo para ti, Don. Puede
ayudarte. Sé quién hundió realmente a Konno en Chicago, y sé
además lo que cobró por delatarle: ¡quince mil dólares!
—¿Quién fue?
—Ayer te dije algo que no es cierto. Te dije que Konno y
Tolliver siguieron siendo amigos después del desastre. No,
Don. Tolliver huyó de Chicago para librarse de las garras de
Konno. Tenía miedo. Informe confidencial, exclusivo del
«Herald», pero tan verídico como…
—¿Qué dices?
—Fue «Dandy» Tolliver quien hundió a Konno. Una
tontería. Un apuro momentáneo de dinero.
—¡Dios mío! —gemí.
—¿Qué te pasa?
—¡Que ahora soy yo quien va a hundirse, Ted! Di,
¿conoces a una rubia que se llama Nancy?
—¡Y menuda rubia! ¿Está ahí? ¿Todavía con Konno?
—Sí —articulé.
—Fiel hasta la muerte, ¿eh? Mucho cuidado con ella, Don.
— 109
Hay que tratarla con guantes de goma. Veneno puro. Y más
lista que el demonio.
—¿Lista? ¿Has dicho lista?
—Se pasa de lista. Konno le debe… Mira, podría
contarte…
—No me cuentes nada —le interrumpí ansiosamente. —
Cuelga, Ted. Cuelga antes de que me dé un colapso. Mañana
tendrás la historia entera.
—¡Don! —exclamó.
—¡Cuelga! Colgó.
Me derrumbé en un sillón. Encendí un cigarrillo y traté de
reflexionar. Es lógico que un hombre trate de reflexionar
cuando el edificio de sus ideas se ha hecho polvo.

CAPÍTULO XVI

Mis reflexiones duraron diez o doce minutos. Luego


busqué en la guía el número particular de Lincoln O'Hara,
volví a tomar el teléfono y le llamé. Tuve la suerte de hallarle
en casa.
—¿O’Hara?
—¿Cómo está usted, señor Marty?
—Mal. O’Hara, atiéndame. Hay una cosa que debe usted
hacer mañana por la mañana, a primera hora, en cuanto ponga
los pies en el suelo.
—¿De qué se trata?
—Llame al director de su Banco o a quién sea, y anule el
cheque que me ha extendido esta tarde.
—¿Qué…?
—¡No me haga preguntas ahora! Anule el cheque y no se
arrepentirá.
—Está bien, Marty. Lo que usted quiera.
Corté la comunicación y marqué rápidamente el número del
110 —
Departamento de Policía. Pedí por Stolz.
—Stolz, nos hemos dejado engañar como tontos —dije—.
Se acabó. Necesito compensarle el tiempo que ha perdido por
culpa mía. Es un cargo de conciencia. He pensado…
—¿Se ha vuelto idiota, Marty?
—No. Óigame…
—¿Está borracho?
—¿Quiere dejar de interrumpirme de una vez? Salga de su
cubil, Stolz, inmediatamente. Remueva cielo y tierra. Es
preciso que encuentre al empleado de la «Southern Pacific»
que se equivocó en la facturación del cadáver de Tolliver.
Cuando le haya encontrado, exprímale. O mucho me equivoco,
o se quedará asombrado del jugo que le sacará.
—¿A qué viene eso?
—Es una inspiración. ¿Quiere saber una cosa?
—¡Suéltela!
—Frankie Konno y «Dandy» ya no eran amigos. «Dandy»
fue quien le arruinó en Chicago. Luego huyó de la ciudad
porque le tenía miedo.
Hubo un silencio considerable al otro extremo de la línea.
A continuación, Stolz rompió a reír. Yo sabía que reiría,
porque, al fin y al cabo, era un hombre listo.
—Muy bien, encontraré a ese sujeto. Ahora mismo. Si está
en la cama le sacaré de ella.
—De acuerdo. Algo más, Stolz. ¿Dispone de hombres para
hacer una redada? ¿De hombres seguros, entre los que no se
produzca ninguna filtración?… ¿Puede conseguirlos de
Prescott?
—Según.
—En el número 84 de North Garden, en Alamito, funciona
uno de los fumaderos de marihuana de Lilac. Una preciosidad.
Si quiere asaltarlo, este momento es tan bueno como otro
cualquiera.
—A Prescott le gustaría hacer eso en persona.
—Que lo haga.
—Muy bien, Marty. ¿Tendré noticias suyas?
—Más tarde.
—¿Va a intentar algo?
— 111
—Sí.
—¿Necesita ayuda?
—No.
—Buena suerte.
Deposité el teléfono en su horquilla y suspiré. Ahora tenía
los ojos bien abiertos. Se está mejor así.
Saqué la pistola, inspeccioné los proyectiles y el cañón, me
di ánimo con un océano de whisky y abandoné el departamento.
Bajé a la calle y salté al coche. Puse rumbo a Los Cerros a todo
gas.
Me apeé en la avenida de grava que daba acceso a «La
Fiesta» y llamé a la puerta con mano firme.
El filipino me reconoció.
—Di al señor Konno que quiero verle.
Me dejó en el vestíbulo y volvió a buscarme a los pocos
momentos. Le seguí por el corredor de las cabezas de toro,
hasta la veranda. Allí la escena era esta vez diferente. Había
una mesa. En tomo a ella se sentaban Pat Flanagan, uno de los
gorilas que visitaron a Lea, otro sujeto a quien no conocía y
Konno. Jugaban al poker. No dejaron de jugar cuando aparecí.
Konno pinchaba atentamente sus cartas.
—Diga lo que sea y lárguese —gruñó, sin levantar la vista.
Vi uno de los sillones extensibles junto al bar portátil,
avancé y me senté en él. Cogí un vaso y una botella de escocés,
me serví y le añadí soda. Konno me daba la espalda. Sostuve el
vaso con la mano izquierda y me torcí un poco para estar en
condiciones de sacar la pistola rápidamente.
—¿Está usted bien determinado a eliminar a Lilac, Konno?
—pregunté.
No se volvió.
—Sí —repuso. Y agregó—: Van cincuenta.
—Paso.
—Cincuenta y cien más —anunció Flanagan.
—Sospecho que su determinación ha fracasado —dije yo
—: Le tenemos el pie al cuello, Konno. Es usted un ingenuo y
los ingenuos siempre terminan dándose de cabeza contra las
paredes. He venido a pedirle, en nombre de Lilac, que fije
usted mismo la fecha de su funeral.
112 —
—Voy a esos cien —declaró Konno—, pero tendrá que
pagar otros cien quien quiera verme las cartas.
—Perderá, Lilac —le advertí.
—Ahí van los cien —dijo Flanagan. Y mostró su juego—:
Color.
Konno arrojó las cartas.
—Eso es lo malo de echarse faroles —dije—: si tropieza
uno con alguien que no se achica, se coge los dedos.
Konno se volvió a mirarme.
—¿Qué mil diablos quiere usted?
—Prevenirle —repuse—. Ha perdido su oportunidad,
Konno. La ha perdido lastimosamente. No fue bastante sutil.
Su trama estaba bien urdida, pero no podía llegar a
perjudicarnos. Lilac está por encima de esas chiquilladas. Yo
también. Quizá hubiera salido todo como usted pretendía de no
mezclarme yo en el asunto. Pero no soy el tipo que se asusta de
un farol más o menos. Yo pago por ver sus cartas. Ahora…,
bueno, fije la fecha de su funeral y no hablemos más.
—Tú abres, jefe —dijo Flanagan.
—¡Cállate! Siga con su cháchara, Marty. Es divertida.
¿Qué relación hay entre usted y Lilac?
—¿No lo sabe? ¿No lo adivina? Yo soy un anzuelo. Fui
preparado para que usted lo mordiese. Y lo mordió.
—Siga.
—Vino usted a Los Angeles en pos de «Dandy» cuando se
enteró de que andaba metido en un buen negocio. Este negocio
lo había puesto en marcha «Dandy» para Tony Lilac. Utilizó el
dinero, la influencia, los ganchos y las agarraderas de Lilac de
una parte, y de otra la experiencia que con usted había
adquirido en Chicago. Era la clase de negocio que usted había
sonado con realizar y que el mismo «Dandy» le arruinó cuando
empezaba a dar sus frutos. Usted y «Dandy» tenían una cuenta
pendiente. Pero cuando iba a saldarla se le ocurrió una idea.
Los Angeles y Hollywood son la tierra de promisión de los
fumaderos de marihuana y del contrabando de drogas. Lilac,
ayudado por «Dandy», se había hecho con la exclusiva de
ambos, pero, ¿por qué no arrebatársela? ¿Por qué no matar dos
pájaros de un tiro? Sí, Konno, ¿por qué no?
— 113
Me pareció que Flanagan, el gigantón y el tercer sujeto
empezaban a ponerse nerviosos. Sólo Konno seguía tranquilo,
mirándome.
—Así las cosas —continué—, se cargó usted a «Dandy»,
descuartizó su cadáver y lo embaló, cuidando los detalles para
que, buscándola bien, se encontrara alguna probabilidad de que
el envoltorio procediese de Lilac: periódicos mejicanos que
invitarían a pensar en envíos secretos de marihuana, papel de
envolver japonés, virutas de cajones de whisky. Y las cerillas
de un fumadero entre las ropas. Y el detalle desconcertante,
qué no falta nunca: cigarrillos egipcios en la pitillera que
hubiera debido contenerlos de juju. Luego se remitió a sí
mismo el paquete, facturándolo por los servicios frigoríficos de
la «Southern Pacific». Por cuatro cuartos consiguió que un
empleado del ferrocarril lo extraviara, cursándolo por la vía
ordinaria y permitiendo que fuese descubierto cuando
empezaba a corromperse. ¿Quiere que continúe, Konno?
Konno asintió. Me aclaré la garganta con un trago de
whisky y proseguí:
—Usted, naturalmente, no dijo una palabra contra Lilac. Se
suponía que le era imposible decirla, so pena de traicionar sus
propias aspiraciones al monopolio de estupefacientes. Fue
Nancy quien representó la comedia. Por etapas.
Salpimentándola con arrebatos sentimentales. ¡Con qué
precisión había usted calculado que los enemigos de Lilac no
desperdiciarían una ocasión así! Pero Lilac tiene más amigos
que enemigos, Konno. Y aun los neutrales podían ver que, en
el preciso momento de iniciar su campaña electoral, Lilac no se
comprometería estúpidamente cometiendo un asesinato, y más
cuando era un asesinato que no corría prisa ninguna. La muerte
y el castigo de un traidor pueden esperar. Esto es fundamental,
Konno, ¿no lo pensó? A Lilac senador le sería mucho más fácil
deshacerse de «Dandy» que a Lilac candidato.
Callé, y el silencio que se hizo fue tan frío que preferí
seguir hablando.
—En última instancia, a usted no le importaba que el
asunto de los fumaderos saliera a luz. Tenía que salir, porque
era la única base con que acusar a Lilac del asesinato. Pero,
114 —
¡qué alegría cuando, encima, a Nancy le ofrecieron un premio
por declarar lo que ya no sabía cómo guardar secreto más
tiempo! ¿Se creyó usted muy astuto, Konno? Pues no. Cometió
un error. No tuvo más remedio, pero es eso lo que le ha
perdido. Yo le hubiera dejado en paz si se hubiera limitado a
matar a «Dandy», que era una babosa, pero no después de
haber matado a Rosanna Grant. Rosanna sabía quién era el
verdadero enemigo de «Dandy». Sabía perfectamente quién le
asesinó. Cuando usted envió a por ella a la calle Adams se
encontró con que ya había volado. Se asustó. Hizo unas pocas
averiguaciones y pensó en Lea Bates y en mí. Obró en
consecuencia. Pero, mientras, la misma Rosanna se presentó a
usted con la amenaza de delatarle si no remediaba la desvalidez
en que se había quedado después de la muerte de «Dandy».
Usted soltó la pasta, y en cuanto dispuso de sus hombres le dio
el paseo. Metió un estuche de cerillas en su bolso, y a vivir.
Ah, no, Konno, yo no le consiento eso. El asesinato de
Rosanna lo pagará. Lilac quedará satisfecho de mis servicios.
Los fumaderos para nada figuran en el caso. Sobran. La policía
—aventuré— ha encontrado en el papel que envolvía el
cadáver de «Dandy» y en el bolso de Rosanna huellas
dactilares muy interesantes. Esta noche ha cocinado al hombre
de la «Southern Pacific» a quien usted sobornó. No era un
hombre muy resistente. Esto y lo ocurrido en Chicago bastarán
para llevarle a la silla eléctrica. Lilac y los fumaderos, aparte.
No me importa. Casi me alegro, créalo, con tal que el asesino
de Rosanna pague su crimen. A fin de cuentas. Tony Lilac
tiene dinero y le gusta gastarlo. Y es un tío simpático. Mucho
más simpático que Lincoln O’Hara en particular.
La historia concluía allí. Konno estaba lívido. Nunca me
había mirado nadie como él me miraba entonces.
Se levantó de la mesa y vino hacia el bar.
—Quizá… podríamos arreglar eso, Marty —dijo
roncamente—. He pensado que, hablando en términos…
Dejé de oírle. Me di cuenta, de pronto, de que,
abandonando la mesa, me había puesto al descubierto frente a
sus tres asesinos. Y de que Pat Flanagan tenía en la mano una
pistola.
— 115
Me arrojé del sillón, pugnando por sacar la «Colt» de mi
bolsillo. Flanagan disparó antes, pero falló. Oí un estrépito de
cristales rotos. Durante una fracción de segundo le vi debajo de
la mesa, todavía sentado en su silla. Logré sacar la pistola y le
pegué un balazo en el vientre.
Los otros dos se desbandaron, echándome la mesa encima.
Busqué desesperadamente un refugio y lo hallé detrás del
sillón. Distinguí a Konno ocultándose en el emparrado.
El gigantón disparó, pero a cubierto. La bala me rozó. Vi al
otro tipo correr hacia el interior de la casa e hice fuego. Siguió
corriendo. Hice fuego otra vez y cayó de bruces en el umbral
de la puerta.
Konno, al amparo de una columna, empezó también a
disparar. Estaba a mi espalda y me obligó a abandonar el
parapeto del sillón. Al abandonarlo, el gigantón me tuvo a su
merced. Comprendí que estaba perdido antes de ver el
fogonazo de su arma: Sentí un rudo impacto y una sensación
rara, como si algo muy grande se me rompiera por dentro.
Ningún dolor. Me doblé y quedé tendido boca arriba. Quise
moverme y no pude. Horrorizado, presencié cómo el gigantón
abandonaba su refugio y venía hacia mí con la pistola
amartillada, encañonándome.
—¿Qué es lo que esperas? —oí gritar a Konno.
El índice del gigantón se crispó sobre el gatillo.
Sonó un tiro y en la cara del gigantón se abrió de repente
una especie de flor negra y roja.
—¡Quieto, Frankie! ¡Lárgate, Don! ¿No puedes? ¡Lárgate!
Nancy estaba en la puerta, con su pequeño revólver en la
mano contemplando cómo se desplomaba el gigantón casi a sus
pies. Tuve tiempo de pensar que no hay quien entienda a las
mujeres antes de que la pistola de Konno ladrase en el
emparrado.
Nancy lanzó un grito y se tambaleó. El revólver cayó de su
mano.
Konno surgió de su escondite, corriendo hacia ella. En
aquel momento salí yo de mi parálisis. Le eché la zancadilla y
le derribé entre el revoltijo que formaban la mesa y las sillas
tumbadas, los vasos rotos, las fichas y los naipes. Disparó una
116 —
vez, blasfemando, y le arranqué la pistola no sé cómo. Me
senté encima de él y empecé a pegarle. Fue delicioso. Una
orgía. Primero aulló y pataleó. Después, nada. Pero le pegué
más y más. Mucho. Nunca me había sentido tan dichoso.
Alguien me levantó, cogiéndome por los sobacos.
—Basta ya, Marty.
Le miré, y era Stolz. La veranda estaba llena de policías.

— 117
CAPÍTULO XVII

Stolz me llevó adentro, me tendió en un sofá y se empeñó


en ver mi herida. Tuvo que sacarme la chaqueta y la camisa
para lograrlo.
—Psss —hizo—. No está mal. Creo que la bala le ha roto
una costilla, pero no ha entrado. Una rozadura. Cuestión de
milímetros. Ha tenido suerte… Pronto vendrá el médico, no se
mueva de aquí.
Estaba tan atontado que ni me di cuenta de que el tiempo
pasaba. Recobré por completo el conocimiento cuando un
sujeto de cabello rizado me envolvía el pecho en vendajes.
Stolz estaba detrás de él, con un vaso en la mano.
—Eche un trago, Marty.
Tomé el vaso y lo vacié.
—¿Hay más?
Me trajo más. Empecé a sentirme mejor, aunque el costado
me dolía de tal modo que casi no me atrevía a respirar. Pero,
por lo menos, se me despejaba la cabeza.
—¿Por qué ha venido, Stolz? —pregunté.
—¿Por qué no iba a venir? Encontré al hombre de la
«Southern Pacific» y no me costó ni cinco minutos tirarle de la
lengua. Me pareció que lo único que podía hacer después era
echarle el guante a Konno.
—Lo entiende todo ahora, ¿verdad?
—Más o menos.
—Luego hablaremos. ¿Sabe algo de Prescott? Asintió.
118 —
—Ujú, eso es lo malo. Prescott ha llevado demasiado lejos
las cosas. Ha detenido a Lilac. Supongo que se arrepentirá.
—No, no se arrepentirá, Stolz. Espere. ¿Dónde está Konno?
—Ahí al lado.
—¿Se ha repuesto?
—Sí.
—Vamos a verle.
El tipo del cabello rizado terminó de vendarme y Stolz me
echó la chaqueta por encima de los hombros. Me alegró ver
que podía andar sin demasiado esfuerzo.
Konno estaba sentado en una silla, con la cabeza gacha y
un guardia detrás de él.
—¿Qué me dice ahora? —le pregunté burlonamente—.
¿Todavía cree que va a hundir a Lilac? No, Konno, no está
usted a su altura. Ha terminado.
Me lanzó una mirada venenosa.
—Eso lo veremos.
—Le gusta gallear, ¿eh?
—No podrán cerrarme la boca. Habrá un juicio. Tendré
ocasión de declarar, y lo haré aunque sólo sea para impedirle a
usted venderle a Lilac su triunfo. Lilac tiene dinero, ¿verdad?
Y es un tío simpático, ¿no? Bueno, Marty, aguarde a que me
oiga. Usted se lo ha buscado.
Stolz me hizo una mueca de asombro. Le callé con un
ademán.
—No desvaríe, Konno —repuse—. Nadie va a creerle.
Palabras. Lilac le ha echado la policía encima porque sabe que
usted no va a hacer más que hablar. No hay pruebas.
—¡No hay pruebas! —estalló—. ¡Dice que no hay pruebas!
Bueno… tenga paciencia. Y no se sorprenda demasiado cuando
las pruebas salgan a relucir.
—Fanfarronadas.
Konno se encogió de hombros.
—¿Quiere un consejo, Marty? Pégueme un tiro. Es el único
modo de salvar a Lilac. Tengo las pruebas. Lo juro. Sabía que
iba a necesitarlas cuando acusaran a Lilac de asesinato y sus
— 119
negocios se hicieran públicos, y si no me pega un tiro no
callaré. ¡Vamos! ¿O le faltan agallas?
—Hay tiempo —dije, sonriendo.
Me llevé a Stolz de allí.
—¿Cómo ha conseguido eso? —inquirió, atónito.
—Mintiendo —repliqué—. Para conseguirlo vine aquí sin
esperarle. Me jugaba el pellejo, pero el único medio de cazar a
Konno sin que Lilac se saliera limpiamente del caso era hacerle
creer que Lilac le vencía, no nosotros. Para vengarse de Lilac,
Konno hablará pero, para vengarse de nosotros, hubiera
callado.
—¿Esa idea ha salido de su cerebro?
—Sí.
—Increíble.
Reí.
En la puerta de la veranda estaban el sujeto de cabellos
rizados y un colega suyo que se limpiaba las gafas en un
pañuelo.
—Dos han muerto, teniente —dijo el primero, señalando
hacia atrás—. El otro vivirá.
—¿Y la chica? —pregunté yo.
—Poca cosa. Una mano herida. Pero tendrá que someterse
a una operación de cirugía estética, si quiere seguir
presumiendo sin que se le vea la cicatriz.
—No creo que necesite presumir en el sitio adonde irá —
gruñó Stolz.
Me volví vivamente a él.
—Oiga, no se equivoque respecto a Nancy. Ella nada tiene
que ver con esto.
Me miró recelosamente.
—¿Está seguro?
—¡Y tan seguro! Sin su ayuda, no me tendría usted aquí.
Fue Nancy quien le atravesó la cabeza de un balazo a ese
gigantón de la veranda. Y Konno le pegó un tiro por ello.
—¿No se lo pegó usted?
—¿Se ha vuelto loco? Konno lo hizo.
120 —
Stolz se acarició la mandíbula.
—Bueno, usted lo sabrá mejor que yo.
Uno de los guardias le llamó desde el extremo del corredor.
Titubeó antes de alejarse.
—Espere, Marty —dijo—. Me gustaría aclarar eso.
No le esperé. Otras cosas más importantes me esperaban a
mí.
Salí de la casa, fui en busca de mi coche y me senté al
volante. El costado herido me molestaba al conducir, pero tenía
que hacerlo. Di gas, volví la espalda a «La Fiesta» y me alejé
hacia el centro de la ciudad. Sentí deseos de cantar mientras
cruzaba Los Cerros.
Canté «Mi corazón pertenece a papá». Es una canción
estupenda.
Llegué a la redacción del «Leader» y subí directamente al
despacho de Crockett. Entré sin llamar.
—¡Qué…! —rugió. Y se contuvo—. ¡Don Marty! ¿Es
usted realmente Don Marty? ¡Oiga! ¿Le ha pasado una
apisonadora por encima?
—¿Ha entrado en prensa el periódico? —pregunté.
—¡Sí! ¡Pero, Marty, Dios mío!
—Pare las máquinas, Crockett.
—¿Qué ocurre?
—¡Pare las máquinas y se lo contaré!
Me perforó con la mirada. Pero me conocía. Habíamos
luchado juntos mucho tiempo. Conectó el teléfono interior y
repitió la orden.
Me hundí en un sillón.
—¿Tiene algo que beber?
De un cajón de su mesa sacó una botella de ginebra y un
par de vasos no muy limpios. Los llenó generosamente. Yo
alcé el mío.
—Por el viejo «Leader», jefe. Y por nosotros.
Sólo entonces empezó a sonreír.
—No me diga que Lilac ha reventado.
—Psst… como una burbuja. Está en la cárcel. La policía ha
— 121
asaltado sus fumaderos de juju y ha detenido al asesino de
«Dandy» y Rosanna.
Crockett volvió a conectar el teléfono.
—Envíen una taquígrafa a mi despacho, pronto… Marty —
añadió, sonriéndome nuevamente—, sospecho que el «Leader»
será el primer periódico del mundo que ponga en la picota a su
mismísimo propietario en beneficio de la verdad. Sacaremos un
extra. ¿Quiere otro trago?
—¡Cómo no! —exclamé.
Trabajamos hasta muy tarde. Crockett, luego, se mostró
humano y se empeñó en que no me hallaba en condiciones de
guiar un coche. No le faltaba razón. Quiso acompañarme a
casa. Se lo consentí gustosamente.
Nos despedimos en la puerta, henchidos del sentimiento
arrebatador del deber cumplido, felices y fatigados como en los
buenos tiempos. La vida era esto, pensé mientras subía en el
ascensor: un combinado de dicha y de cansancio, a partes
iguales. Le ponía a uno un cosquilleo especial en las venas.
La luz de mi departamento estaba encendida. Empujé la
puerta lentamente.
—Hola, Don —dijo Nancy.
Llevaba un brazo en cabestrillo y por primera vez desde
que la conocía había descuidado un poco su apariencia. Pero
estaba más hermosa que nunca, con el rostro grave, el cabello
ligeramente desordenado y un profundo fulgor en los ojos.
—Hola, Nancy —repuse.
Vino hacia mí y me asió con la mano sana la solapa de la
chaqueta que yo llevaba todavía echada sobre los hombros.
—Me iré en seguida, Don. Sólo te he esperado… porque
quería darte las gracias. Y decirte algunas cosas.
—No tienes nada que agradecerme. Me has salvado la vida.
—Esa es una de las cosas —asintió—. Quiero que sepas
que yo no pensaba traicionar a Frankie, que no lo hubiera
hecho a ningún precio, ni por ti, ni por nadie, ni por nada. Pero
no podía consentir que te mataran. No lo soporté, Don. Vi
desde la puerta lo que ocurría, y no hubo otro modo de
122 —
impedirlo que tirar contra Bill Willard. Yo lo lamenté más que
nadie.
—Comprendo.
Alzó los ojos y los fijó en los míos.
—Otra cosa… es que… no me arrepiento de lo que hice
contigo. Sólo te engañé a medias, Don. Me gustabas de verdad.
Sigues gustándome. Eres un buen muchacho y tienes un
corazón noble y valeroso. Puede que no vuelva a verte más,
pero nunca olvidaré que te he conocido. Necesitaba decirte
esto… porque… en medio de todo…
Me pongo muy nervioso cuando las mujeres lloran delante
de mí.
—Está bien…, está bien, Nancy. No te preocupes. Cálmate.
Sollozando, se sacó del seno un papel doblado y me lo
entregó.
—Toma.
Lo desplegué. Estaba impregnado en su perfume. Era el
cheque firmado por Lincoln O’Hara.
—No, eso no —dije.
Fui al teléfono y marqué el número del abogado. Esperé
algún tiempo a que me contestaran.
—¿Eh?… —hizo al fin una voz pastosa.
—¿O’Hara?
—Yo…
—Vamos, despierte. Soy Donald Marty.
Despertó.
—¡Oh, señor Marty! ¿Hay noticias?
—Con una que le dé bastará: Lilac está en la cárcel.
—¡Magnífico!
—Pero necesito que me haga un favor.
—¡Los que quiera!
—Olvídese de lo que le dije antes. Lo del cheque. No avise
al Banco.
—¡Olvidado, señor Marty!
Colgué. Le devolví el cheque a Nancy y sonreí.
—Don…
— 123
No supe cómo ocurría ni me preocupó saberlo, pero, de
pronto, la hallé entre mis brazos.
Y aun así pude ver por el rabillo del ojo que la puerta del
departamento se abría y entraba Lea Bates. Se me cortó el
aliento. Me pareció imposible —me lo parecía siempre—
haberla olvidado, porque no era una de esas mujeres que se
olvidan, pero lo cierto es que casi no me acordaba ni de su
cara. Y era Lea Bates, sí, no cabía duda. Mi vecina. En
persona.
—¡Oh! —hizo, al distinguimos.
Empezó a retroceder hacia la puerta.
—¡Lea, espera! —exclamé, por encima del hombro de
Nancy.
Siguió retrocediendo. Nancy apoyó la frente en mi mejilla.
—¡Lea! —gemí—. ¡No te vayas!
Llegó a la puerta.
—¡Lea, por Dios —supliqué desesperadamente—. ¡Lea!
¡Oye! ¿Quieres casarte conmigo?
Lea se detuvo en el umbral como si hubiera topado con una
pared. Volvió el rostro y me miró. Y les juro que su respuesta
fue:
—¡Sí!
Uno no sabe nunca a qué atenerse con las mujeres.

FIN

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