El Mito de Aída
El Mito de Aída
El Mito de Aída
1992
El Autor
Preámbulo
Soñaba una mujer de gestos y valor incalculables, que adoraba a sus amantes
desde el vientre, que los iluminaba con una sonrisa, para después dormirse al pie
de la escalera de una casa publica. Sonaba otro hombre, mirándola
desapasionadamente, no sin antes abrirse los párpados con un diamante muy
fino, recién traído del Tibet.
V Bosquejo
No hallo manera, digo. ¿Qué cara, qué voz, qué mirar para
habérmelas con Aída, con su transparencia, con las niñas rodando por mi pecho y
espalda? Recuerdo a Unamuno, quien encontró que la razón de su vida consistía
en la contradicción, y luego creo, no hubo voluntad que lo retuviera en el mundo…
Dejo el pensamiento tranquilo, hirviendo. La miro llegar, saludarme con su
comedimiento habitual. Ha tenido una jornada más de rutina, tiene hambre. Besa
a las niñas, quienes son un baño y le quitan la pesadumbre a cualquiera. Deseo
servirle la comida, atenderla merecidamente, pero la lastima es cosa fea, incluso
las lagrimas que suscitan oxidan el cuerpo, lo envejecen y lo vuelven repugnante.
Me excuso ante una inminente diligencia. Hay quienes se pueden ausentar de
casa sin poner un pie fuera, máxime cuando han faltado a su correspondencia.
XVI Amigos
Sabía que eso iba a sucederle, que el día menos pensado pasaría…
Aquella mañana yo discutía agriamente con mi madre, pajas de conducta y
libertad. Mi hermana había desistido apenas comenzada la refriega. Salió a darse
un paseo por el parque. Mama y yo seguíamos el trepidante ritmo de la balada del
insulto, la balada de la ira que solo suena cuando lo real se avista. Ya en los
postreros movimientos, esos donde nos aprovisionamos de conceptos
concluyentes para continuar en idéntica actitud, más feroz hacia el enemigo. Allí
mismo se presentó mi hermana, compungida, su nariz hermosamente grande,
brillaba del puro rojo sanguíneo, en sus ojos una laguna avisaba. Mamá continuó
hablando pero Elena se me acercó y con ese tono sobrecogedor que tiene la
tragedia me dijo: A nuestra amiga, anoche la desnudaron en la avenida, estaba
borracha. Todavía esta allá arriba, tirada y sin sentido. Nadie quiere socorrerla.
Toda la bilis de mamá no me habría tumbado hacia un lado la cabeza, no me
habría impulsado a tomarme el cabello de esa manera, ni a emitir ese gemido, ni
hacerme mover de un lado a otro sin saber qué elegir, buscando la forma
adecuada de ayudar a la amiga sin castigarle con nuestra soberana presencia.
Eran apenas las 9 a.m. Especulamos muchas alternativas, pero se impuso el
vestido y la distancia de nuestra madre en el asunto, fue un veredicto lo último.
Tardamos diez minutos en llegar al lugar, en los alrededores los curiosos con
discreción aparente disertaban, bebían cervezas unos, otros ron, algunos hacían
que leían la prensa, en fin el barrio en el punto, salvo los familiares, como
siempre, y para bien.
El rostro congestionado, sucio, la cabellera pintada de amarillo se veía gris, los
pequeños senos colgaban cual tajadas de plátano maduro, en el vientre tenia la
huella de una bota militar, pero de malandro, los sostenes crema a un lado, los
labios estaban resecos, los zapatos de tacones altos, marrones, los habían
amarrado a su cuello. Cuando intenté animarla para que se pusiera en pie
descubrimos, Elena, uno que se acercó y yo, que sus manos estaban atadas por
una blusa beige, aquella que la regalo su único esposo en aquel dichoso
cumpleaños, donde ella lo despachó a bofetadas por impertinente. Subí por unas
tijeras, más por darme aliento y por no pedir a nadie nada, pues bien pude
desamarrar aquel enredo con mis solas manos. Al regreso corté la blusa, ella se
incorporó sin miramos, nada mis veía y comentaba con el oportuno allegado. La
desavenencia, producto de un incidente minúsculo entre nosotros se mantuvo. No
hizo falta el vestido, bajo un carro se halló la falda y con la blusa así cortada se
fue a su casa. Mi hermana, el allegado y yo la vimos entrar, soltamos algunos
lamentos y nos separamos. Me fui a bañar, escéptico.
Como no toleraba la incredulidad de mamá, me volví a la calle en
poco menos de dos horas. El público con su sentido común me abordó, pero qué
curioso, para reafirmar su postura ante lo acontecido, para acusar con marcada
asepsia su no intervención, su no colaboración a una mujer que siempre se
mostró dadivosa, benefactora, terriblemente distendida hacia ellos. Confirmaron
su apreciación con vivo ejemplo: allá esta, mírala, bebiendo nuevamente en la
esquina, como si nada. Yo les pregunte si preferían verla muerta. Les recordé su
ignorancia acerca de los motivos, del infierno que la abatía llevándola a esos
extremes, y por ultimo, recalqué los hechos: a una persona inconsciente la jode
cualquiera.
XVII Recuento
Hola, Aída. Mañana te veo y quizás para cuando leas esto (si es que
te lo entrego) ya tú me habrás dicho. La temida sentencia. Ignoro que hace aquí
este recuerdo de Edgar Allan Poe, que hace este condenado sepultando a su
amada viva. Tenebroso. Esta gripe de ahora es un bálsamo para mi corazón, una
caricia, una arenilla que se desliza hacia el fondo del pozo. Los hombres que
realmente tienen dudas respecto de sí son dados a los accidentes. Ya no me
cuento entre esta legión, por tanto mi final guarda la quietud de lo consumado. Me
resulta un poco gracioso el que te refieras a mí como al hombre de los proyectos,
el emprendedor, quien vive el futuro.
Perdona, pero se que cuando se esta frente a una elección es
cuando más engañados estamos. Y la vida no es lotería, no es para jugársela de
esa manera. La respuesta se halla y surge de donde uno es fundamentalmente y
no de la decisión. Quien decide mata, es la ley. Quien ama no abandona, asume
su tragedia con benevolencia y si llora, de cuando en cuando es por humildad,
porque a ese pedacito que uno resulta, no le cabe tanto amor. Tal vez delire bajo
una fiebre alta. De cualquier modo esto surge para que sea escrito. Total ya es
una impresión, es cuento. La anécdota de un pensamiento que se resiste a la
oscuridad. Ningún hecho se debe adornar. Allí comienza el ridículo. La comedia,
nuestra historia plena de lánguidas lucecitas. En efecto, somos libres de reírnos
de nuestras tonterías. El humor puede ser un tonel que nos empuje a la locura.
Así que no me extraña que quienes hacen profesión de la risa son, en lo
aparente, de fondo, personas serias. La farsa los consume. No hay mucha
diferencia entre un viejo payaso y otro, viejo albañil cascarrabias. La sinceridad
aquí tampoco es de peso. El humor no se hace y menos se vende. Es ello parte
de la absoluta seriedad del asunto. Y vale decírtelo, porque cuando te miro y me
sonrió no es por mofa. Viene de la certeza de tu presencia, de esa ilusión
sensible, del matiz, el color. Una vez le escuche esto a un santo: Dios es el color.
Lo escuché, no lo aprobé, no lo reflexioné. En aquel silencio sólo me sonreí.
Espero que me hayas comprendido. De otro modo, te pareceré un estúpido
mintiéndote hasta el cansancio. Quién sabe qué piensas cuando te miro, que
sientes o sufres. Se complican las cosas, ¿verdad? No más palabras por el
momento. Mi lengua suele ponerme en evidencia, suele ayudar a otros, nunca a
mí. Mi lengua no parece ajustada al ser que visto y calzo. Poco le ha faltado para
exponerme al escarnio público, si es que ya no me lo ha hecho a mis espaldas.
Ella siempre te comprenderá, pero a mí, no. Conmigo cada día es más exigente,
más cruda. Mi lengua no pertenece a mi boca, a mi paladar. No le hace mella mi
enfermedad; fustiga mis sentimientos, los cuestiona sin atender ningún
planteamiento. Pero, ¿sabes Aída? Pon atención. No te confundas: ella no te
quiere para mí. Mi lengua espera que yo me hunda en mi vicio, que mis placeres
me sequen, me arruinen. Aguarda a que mi voluntad ceda, que quede un
energúmeno, para después llevarme con su música a la misma muerte. Vive
preparando mis maletas, pactando adioses, promoviendo hermosas y sencillas
retiradas. Yo, que habría entrevisto un destino profano, que creía prepararme para
la guerra, que he abrazado y danzado en el crimen, que he herido al prójimo en
mi vientre, que lo he decapitado en mi cuello, que no he deseado crecer nunca,
que toda la vida no he esperado dejarte. Aída, ven como quieras, de donde sea,
más delgada o más vieja, más niña o más seria. Enrédame en tus bordes
dorados, con exhuberancia o discreción. No permitas que me Ileven los monjes.
No escuches a ese loco que espanta al mundo, que le fatiga el alma
al mendigo, que se la quiebra a la prometedora jovencita, que le halla corrupción,
delito a las ejemplares familias. Mi lengua no es pagana, pero tampoco cristiana.
Quizás no debas leer esto. Ocurren cosas más interesantes y
bonitas afuera. Ahora estoy a punto de perder el aire. Toso. La escatología del
amor. Yo, de pie, sin lograr orinar frente a ti. Nosotros, asistiendo a tu padre en
aquella mortal enfermedad. Tu propio corazón, tu asma, nuestros sonidos, nuestro
vampirismo. Cómo nos deleitamos con nuestros excrementos, esos esputos. Un
cuerpo limpio, fresco, es un plato fino, delicado. Un cuerpo sucio, herido, está en
su salsa, es un plato sabroso tan bien, suculento, si se combina con mucho vino o
vinagre, según sea la ocasión, según circule nuestra sangre. La virginidad busca
la unidad y la pasión nace de la dualidad, dividir es su genio. Pero el gran amor,
poco tiene que ver con nuestras concesiones. A el no le incumbe tu partida o la
mía, o la de los hijos. La indiferencia lo tiene sin cuidado. Para el no hay distancia,
ni memoria, no hay pensamiento que valga. A él no le atañe el que yo me quede
solo llorándote, no son sus oídos los que agito. El amor es bueno, eso es todo.
Aída, cierto que ocurren otras cosas aparte de ti y de mí (¿pasan
realmente?). En esta madrugada los disparos y las consignas se dejan oir. Otro
levantamiento. Allá aquellos que desean ordenarnos el mundo para su provecho,
para salvarse. Según ellos, primero la salud publica: la sociedad, luego tú y yo,
después la felicidad y por último, Dios. ¡Qué desatino! Primero Dios, luego lo
demás. Pero si Platón montó en su nubecilla y Aristóteles quiso apresar su
vértigo, ¿que puedo hacer yo? El trabajo íntimo supone la respuesta. Y el Estado
ha de ser la abstracción de un grupo de hombres respecto al bien. Entonces:
ninguna civilización, ningún mundo. Duermo o sueño, es lo mismo. Cuando
despierte, Aída, ni tú ni yo estaremos.
Posdata:
Mujer, después de todo creo que tienes razón. Sí tengo un
propósito: Quiero construir un puente y me da miedo no hacerlo. Un lugar en el
que el otro se pueda abandonar en paz, que ese otro sea uno. Quiero ofrecer ese
umbral, darlo seguro. Un vehículo que atraviese la ciudad, un camino que discurra
sin avisos todos los pueblos. Un mínimo acceso para escapar.
XXI Jornada de Carnaval
Ton, tonton, ton. Vemos el televisor en la sala, mi mamá, mis hermanos y yo.
Elena falta. Cerca de la ventana está colocado. Como no proyecta imágenes
nítidas me retiro. En cosa de segundos vuelvo y me asomo al recinto. Con
sorpresa noto que mi televisor se halla boca arriba, escurriéndose de agua, y que
el otro, el viejo aparato de mamá es el que transmite sus feas figuras. La
respuesta es que al mío le ha caído agua de lluvia por la ventana. A mi Panasonic
de trece pulgadas, pantalla negra. El que compré con la ayuda de Aída, para
evitarnos problemas con sus hermanos, cuando vivíamos en la casa de su madre
y que yo, con no poca amargura he accedido a sacarlo de su caja, después de
tanto tiempo guardado, desde el día de mi mudanza, cuando tuve que separarme
de Aída y venirme otra vez al lado de mamá. Otra vez vivir distraído, retraído, en
el descuido que nos caracteriza como familla. Pero, no es mayor cosa, ya se
secara y volver a funcionar. Es un buen televisor. En todo caso, se puede
recuperar la mitad de su importe. El punto no es ese. Mi hermana me llama, me
comenta, como si nada, que ha visto a Aída por Maracay y se han saludado,
como si nada. Siento un extraño en el estómago y el pecho, algo me salta. No es
común que Laila hable así, cuando para ella todo es un acontecimiento.
Comienzo a dar vueltas: mama lo advierte. Esta acostada, como siempre,
descansando del trabajo nocturno que tiene a diario. Me llama. Voy hasta ella.
Inspirada chupa su cigarrillo. Con mi dolor comienza a hablar, no con el de ella.
También ha visto a Aída por Maracay, la ha visto, no como Laila. No con otro
hombre. Solo la ha visto con una expresión distinta, diferente, parecía mas bien
sombría, pero en ningún momento afín conmigo. Sin comentar me aparto de mi
buena intencionada madre. Comienzo a dudar, con angustia me pregunto por el
motivo de su estancia allá, o más bien, por su presencia en esos lugares, que
frecuentaba solo antes de relacionarse conmigo y a los que sólo volvió en
compañía de un amigo mutuo, el mismo ingenuote con quien se metió en el cine a
ver Chatrán, una película de un entupido gatito que ella ya sabia que yo deseaba
ver también. Pero no solo es eso, ella tiene otras amistades, otros amigos allá
antes de mí. En fin, me angustio. Me veo yo, buscando a las niñas, esperándolas
en la parte baja del edificio y ella saliendo de la cabina del ascensor con la
Aceituna, acompañada de un hombre, un caballero que quizás no pude ser yo.
Me veo estupefacto o disimulando la situación. Duele verme allí parado, a pesar
de que estoy saliendo con otra, otra mujer que en su momento quise, por
confundirla con Aída... Ton, tonton, ton. Llega Aída, llega inusitadamente. Lleva la
boquita pintada de un rosa cálido, alegre. Lleva una blusa fosforescente del
mismo color que le da a su blanco cuello, blanco pecho, un halo de misterio que
me hiere. Entra a mi cuarto, con su saludo grave se acerca a mi angosta cama,
donde la espero acostado, casi enfermo. -¿Dónde estabas, que hacías en esa
ciudad con esa mirada?-le pregunto. –Nada-. Ella no tiene que responder nada.
Ya no tiene que ver conmigo. Esta por su cuenta, sin mí. No, en el fondo nunca
has dejado de ser mía. No puedes ser de otro. Y beso sus labios y ella se interna
en mis brazos con su sonrisa, con el mismo poder con que me dio su estocada: la
cara silenciosa de su madre atravesándome la espalda, sus hermanos rondando
mi silla y la cama. Para colmo, mi familia con su ululante cháchara, y el Otro, con
ella, pensando de mi a un cualquiera... Ton, tonton, ton. No es la puerta de aquí la
que suena. Esa no es su cometa. Es un camión que cruza la avenida.
Epílogo
Vértice
Algo curioso les ocurre a mis amigos; ahora les ha dado por estar en
otra parte que no es su casa, ahora no quieren concentrarse en sus cosas un
minuto. Se ven tan desalojados de su naturaleza, tan venidos a menos, que me
provoca subirles en mis hombros y pasearles por las plazas cuantas veces me lo
permitan. Tal es el proyecto que han impuesto al corazón. Algunos, los más
jóvenes, desean marcharse a Europa o al África, para acabar allá de frío o de
calor; pero mis contemporáneos, quienes han viajado de sobra, tramitan un
misterioso pasaje al Oriente. En tanto, yo me hundo en la ignorancia con todo lo
que ella acarrea. Me sumerjo en el olvido de mi desgarrada memoria,
preguntando por vecinos de la infancia, quienes un día pasaron por mi mesa para
darme su despedida.
Dramín
Afuera en los jardines tres niños jugaban deleitados con las flores,
embriagados con la fragancia y el color. La luz del sol matutino era cortesía, los
altos árboles parecían sonreír a los pequeños, obsequiarles hojas secas en lentos
suspiros como solo ellos suelen dar, sin apremio. Desde la ventana, alguien se
fundía en aquellos cálidos cuerpecitos, rozagantes, que canturreaban
desinteresados; frente a las propias narices del perro que, echado, jadeaba
tranquilo. Una caravana de hormigas llevaba a cuestas restos de una cucaracha
hurtada al arrendajo que miraba con recelo desde la rama. Una serpiente
grisácea, de fuertes pintas marrones, sobre la roca mayor, con suma dignidad se
detuvo a examinar, paseando su larga lengua para luego deslizarse hacia la
maleza. La humedad que el astro extraía de la tierra hacia la atmósfera tibia,
grata. Desde la cocina, alguien renegaba por haberse quemado y ahora se dirigía
gritando hasta el parque para reprender a sus hijos. Arriba, sobre el árido cerro,
bajo el siempre nuevo cielo, la rapiña planeaba silenciosa.
Perseguido
Réquiem
Preámbulo
El Mito de Aída
II Sindromaco
III Bello durmiente
IV Esclaura
V Bosquejo
VI Flex
VII Disputa
VIII Espinas
IX Sentido
X Escarceo
XI Desatino
XII Interregno
XIII Provocacion
XIV Desgaste
XV Desententido
XVI Amigos
XVII Recuento
XVIII Capricho
XIX Compañía
XX Carta
XXI Jornada de Carnaval
XXII La Caricia
XXIII Agujero
XXIVI Marcha
XXV Materno
XXVI Celosía
Epílogo
Vértice
CRIPTICOS
Sean amapolas las moradas
Idiota
Crípticos
Silendo
Savia tatuada
Dramín
0casión
Galería
Matasano
Cicuta
Estigma
Sultán
Videncia
Perseguido
Trabajo
Testigo
Sonámbulo
Maltrato
Subvertido
Silvestre
Percance
Réquiem