El Mito de Aída

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El Mito de Aída

1992

Cristóbal Deffit Silva


Agradecimientos

Agradezco espectalmente a mi Aìda-ida; a mis amigos: Angel Aristigueta, Nonar


Oporte (Cañas), Lourdes Sifontes Grecco, Oscar Marcano, y a mi madre. Sin ellos
no hubiera sido posible este modesto trabajo.
Ambos se creían aun dormidos, mientras jugueteaban en su lecho con las
sábanas. Con la cara cubierta ambos se frotaban, mordiéndose suavemente los costados,
sonriendo a cada momento que la lengua les rozaba. Poco a poco se tornaron más
sensibles, más gentiles; cuando los primeros rayos del sol penetraban la casa, cuando los
primeros pájaros cantaban y un extraño deseo de saber les cautivaba, descorrieron las
sábanas y observaron sorprendidos el ser que por espacio de veinte años ellos juraron
amar.

El Autor
Preámbulo

Estos días han sido de lectura intensa, de consultas, de preparación.


Para ello he contado con el espacio, si no adecuado, nada despreciable. Ni la
presencia festiva de mis pequeñas me ha perturbado. Por cierto que este
fenómeno me ha llevado a inquirir acerca de la objetividad, acerca de la claridad
de acción: como la pluma del narrador viaja sin tropiezos hacia su destino, como
el filosofo, bisturí en mano, hace los cortes precisos para extraer del mundo su
corazón, como el discurso es en si mismo cuerpo y alma de todo.

Sin animo de generalizar, he observado un detalle en mi mala formación


que creo no es nada ajeno al tema. Se trata de mi torpeza, de mis infinitos
esfuerzos por alcanzar las cosas, como si me hubiesen sido negadas
anticipadamente, o como si en general no tuviese un interés verdadero por ellas,
o como si su connotación fuese distinta. Es decir, que tales cosas al no ser
conseguidas cumplen su objetivo. Intuyo ahora, no sé por qué misterioso
mecanismo que los supuestos primeramente señalados se conjugan para
significar el último, para constituir la clave de mi comportamiento de rutina. Vale la
pena observar al menos una muestra de ese movimiento, y digo movimiento
extendiendo el término hasta el hecho musical, pues me parece que la locura, que
todo gesto, proviene de una gran sinfonía. Hallarle el ritmo es cuestión nuestra.

Y es que una vez comenzada toda empresa, se abre a mi paso un


mundo de obstáculos, un mundo amenazante, de pocas probabilidades: es un hilo
que comunica a dos edificios en un treintavo piso y no existe otra vía para cruzar.
Es la prueba a mi muy cuestionable equilibrio. Será porque cuando el descalabro
se me hace posible, me inquieto, operándose en mí un estado de duda que, al
desear aplacar u olvidar, pierdo el curso de mi trabajo, aunque por momentos
avizoro el descuido, luego de recomenzar vuelvo a incurrir en el error. Por
ejemplo, cuando he de escribir algún texto a maquina, para mí importante: en
cualquier parte del trayecto la incertidumbre me embarga y cedo al impulse ciego.
Si persisto, puede que gaste una resma de papel sin logro alguno. Previéndolo
suelo volverme flexible en mi juicio, borrando aquí y allá sin mas alternativas.
Reconozco en mí una constante de esta situación y por consiguiente, un
problema no resuello. Otro ejemplo de ello fue lo sucedido ayer: me dirijo al
abasto del barrio donde vivo. Allí saludo a unos conocidos, acepto una cerveza,
pero al instante me alejo unos metros de ellos. Les observé, hablan de la
corrupción, del malandro, de los políticos, de quienes tienen dinero y desean
multiplicarlo, de quienes nunca han tenido y buscan igualmente obtenerlo.

Hablan del otro, de ellos mismos. Cambian de tema como de


botellas, comentan de sexo, de sus esposas, de los hijos, de lo perdido. Al final
todo es somnolencia, vidrio molido... Si es evidente que la intención de estos
hombres es relajar tensiones, no es menos cierto que lo asomado en su charla
son reales problemas que los rebasan, pese a que la mayoría de estos
particulares, al día siguiente sonrían recordando la víspera. Muchas veces, yo
mismo, al pretender reparar un daño con herramientas imprecisas, hallándome al
borde de la impotencia, soy empujado, sin advertirlo, a parajes donde la noche
con sus encantos me adormece, para luego devolverme al mismo punto, desde
donde asumo que la incoherencia tiene también finalidad, que junto a la violencia,
en su mas oscuro golpe busca la negación: esa fractura que les dio origen. Verlo
implica, de algún modo, cierta sutura que sin duda despeja. Es el caso de mi
proceso literario, donde cuento con innumerables, borrosas ideas, gestiones que
aun no hilvanan: como en casa, donde la gotera del grifo parece irreparable,
mortal, o aquella gaveta que no acaba de cerrarme. También cuento con textos
que considero terminados: aquellos en los cuales palpo algo compacto, piezas
que responden a las exigencias de un cuerpo, que responden a un tiempo y
espacio exactos, a una acción de conjunto. Estos textos fuera del gozo que me
brindan, parecen surgir del distraimiento, del desinterés más que de la atención:
en ocasiones, estando aparentemente desprevenido, iban llegando a mí como
coágulos esos fragmentos lingüísticos. A mi entender ocurre algo similar, cuando
dos personas que jamás se han visto, convergen en un autobús -por casualidad',
para alcanzar en ese breve lapso un acuerdo afectivo, un acuerdo venal, un
choque suicida. Si observamos bien ese roce o contacto, notamos por su
dimensión un acto gestado de antemano, (amago diría yo), el cual incluye ese
destinatario tan particular y a la vez anónimo, o aquel, desconocido para nosotros.
Sin embargo es la tarea inconclusa que creo juega papel fundamental en este
sentido. Me refiero a esas ideas que sueltas parecen tener vida ajena: los sueños
o Dios. Esas impresiones que nos deja el acontecer, esa sacudida que nos
recuerda el grito del padre exigiendo sumisión, Esos hechos que de continuo nos
atraviesan, marcándonos en la misma medida que no los comprendemos, ese
vértigo que nos procura la ruptura. El hombre superado por las circunstancias: me
he contado entre los jóvenes que en los vagones del Metro, por una u otra causa,
permanecen sentados ante mujeres que, embarazadas o con bebes en sus
brazos, aguardan de pie, exhaustas, su arribo; o cuando la mañana, clara,
alegrada por pájaros, mariposas y chicharras, por ese sol, esas nubes, nos ha
solicitado y no hemos acudido.
A propósito de rompimiento, suelo perder las cosas que se supone
me pertenecen y son de uso diario, desde direcciones hasta dinero. Cuando no
las necesito allí están. El tormento surge cuando las requiero: comienza una
búsqueda enervante, de manera que cuando hallo el objeto perdido (yo mismo),
quedo igualmente deshecho.
Expuesto de esta forma, fiel a mis juegos, se desprende de ellos
cierta negligencia que pone en duda el compromiso. Lo cual me guía a
preguntarme, no a si hay categorías del objeto, sino a preguntarme por aquellas
motivaciones difusas, enredadizas. Pues no es raro el efecto sensual que ejerce a
menudo la mujer en el hombre y viceversa, o aquel regalo que a más de un niño
extravía. Cuestión muy distinta a quien recibe las cosas sin engreimiento o huida.
En cuanto a nosotros es el ser oculto, quien manipulando sus sensaciones,
prisionero de ellas, nos envuelve en su abrazo brutal. Quedaría por arribar a la
enorme responsabilidad de preguntarse acerca de lo que conocemos por disfrute,
por ese ansiado beneficio: el cazador se resiente si no halla a su presa, muere
con ella, pero al poseerla se pavonea, se regocija de su potencia sin realmente
disfrutarla.
I Aída

El día que mi esposa se caso, indiscutiblemente adquirí un


compromiso: el de crecer a su lado en lamas profunda vigilia. Contento lo asumí,
como si se tratara de un obsequio caro, delicado. Así lo sentía cada vez que
andábamos juntos tornados de la mano, cuando en la bañera cepillaba sus
piernas y brazos, cuando sopesaba sus gruesos labios. Confiaba en nuestro
corazón humano para enfrentar la ofensa del mundo que pudiera separarnos.
Todo lo preví, o al menos eso pensé, hasta que esa mañana se levantó
vomitando, y meses mas tarde, por entre las almohadas se deslizaba un ser
extrañamente atado, quien gritó apenas verme la cara, asustado.
II Sindrómaco

En las noches gustaba de acomodarse a mi estómago para oír,


según ella, el lenguaje de las culebrillas. Ello le obsesionaba a tal punto que ya
me resultaba rutina nefasta sustraerla en las madrugadas de mi inmensa barriga.
Este suceso no habría pasado a mayor cosa, si de mi parte no hubiese obtenido
aquella respuesta; porque en el preciso momento, justo cuando su pequeña oreja
se posaba en mi ombligo, todo proceso alli dentro se aceleraba e internimpia
inesperadamente. El caos propio de una guerra a muerte parecía declararse; mi
temor crecía en fracciones de segundos. En más de una ocasión le rogué
apartarse, aunque ella, una y otra vez insistió cínicamente. Indefenso, optaba por
reírme, por advertirle de mis descargas verdes, pero ella apreciaba que de los
pantanos solo mariposas surgían...
III Bello Durmiente

Algunos días como hoy amanezco herido. No necesito examinarme


para saber que tan grande o profundo es el daño. Presiento que en cualquier
momento mis órganos se desataran cuando recuerdo para qué se prestaron mis
manos, qué murmuraron mis labios, mis muecas, qué corazón burlaron. Se ve
todo tan terriblemente nítido, engendra un coagulo: la vida de uno se achica,
volviéndose un punto diminuto, oscuro, un germen maldito. Yo no poseo el valor
para decirme: Así es el mundo, que carajo. Luego bañarme, peinar mi barba y
como nuevo salir al ruedo. Eso si, puedo abordar otro avión, hacer otra fiesta, o si
la situación lo amerita, me reincorporo al depone, al burdo acto de comer por
placer... Por lo general me quedo acostado el resto del día, me inmoviliza la pena,
hasta que una dulce voz llega a mis oídos: -Papi, tu comida papi-. Los rostros de
mis hijas son apariciones que siempre me sorprenden en su efecto, la sutileza de
sus juegos, aquellas suaves voces penetrando los rincones de la casa, aquel
desorden ingenuo, manifiesto en la mayoría de sus travesuras y aquel caudal de
gracia que desbordan sus pocos años. Ese manantial que debo vigilar para que
no se convierta en la coquetería expresa, en una vulgar fábrica. No se qué son los
niños, pero cuando les pienso no puedo evitar ver su entorno. Recuerdo mi
negativa a traerlos a este mundo, el dolor vivo de mis experiencias, el soborno, mi
enmarañada conversión...
La existencia de Anaís y Amaranta es indiscutible por cuanto son, Incluso el hecho
de cómo y por qué vienen tantos niños cada día, me resulta abrumador, lo cual no
deja de situarme entre aquellas personas románticas, quienes colmadas por el
encanto de la reproducci6n se extienden en .sus partes. Al respecto, supongo que
la creación es como la arena: todos sus granos son ella, de lo contrario no es
arena. Del mismo modo cuando la aseguramos en nuestras manos, no tarda
mucho para que la brisa nos la muestre danzarina en otro lado... Quiero pensar
que la relación entre Aída y este desecho de modestia, alberga algunos destellos
de amor. Quiero, de fondo ser un poco ella, quien contempla a Amaranta, gozosa,
llevarme el café con la arepa.
IV Esclaura

Soñaba una mujer de gestos y valor incalculables, que adoraba a sus amantes
desde el vientre, que los iluminaba con una sonrisa, para después dormirse al pie
de la escalera de una casa publica. Sonaba otro hombre, mirándola
desapasionadamente, no sin antes abrirse los párpados con un diamante muy
fino, recién traído del Tibet.
V Bosquejo

No ignoro el peso social sobre el hombre para formar pareja. Su


incidencia es tan determinante que me resulta imposible establecer cuales son las
fronteras.
De hecho creo que son una misma cosa. Lo que si me llama la atención es la
distancia (refracci6n), la diferencia que sufrimos algunos a la hora de confrontar el
modelo que admitimos como propio con aquella persona que de hecho compartirá
nuestra vida.
Para mi no ha sido difícil descubrir en mis excesos, en mi gula arrolladora las
proporciones exactas de Aída: con sus piernas, sus encantos podría asfixiarme si
se lo permitiera. En el verde de sus ojos, mi ambición, en su andar saltarín,
musical, mi arrojo, en su constancia y serenidad, en la blancura de su piel, ese
abismo, ese jardín cautivo, al que solo se le puede referir con discreción.
Visto esta que al intentar describir un paisaje o un ser querido, ciertos hechos, a lo
sumo arribamos, a menudo sin darnos cuenta, es a nuestra semblanza. De allí la
dificultad que para muchos nos significa escribir: mirarnos en el espejo al
relacionar. No es cualquier cosa, presenciar el aniquilamiento de nuestras
grandes empresas. No es cuestión que se pueda acometer veleidosamente. Por
otra parte, tengo la impresión, el temor de no hallar al pasearme por las calles con
otros seres distintos de mi, que esas calles y esas pieles sean una misma masa
respirando, rodando o flotando en el espacio... esa impresión capaz de reproducir
imágenes todavía más duras para los futuristas... la impresión de que por este
motivo surgen mis distracciones cuando trabajo: esos continuos viajes a la cocina
y el bañó; la alergia, la taquicardia y el asma, supongo obedecen al
presentimiento. Mi anatomía por lo demás no es desechable, aunque el color de
mi piel no rememora al África.
VI Flex

Hay días que en mi cama amanezco con dos culebras no se trata de


Ella. Son mis dos piernas que a fuerza de años y excesos se han ido
desprendiendo de su mando. Esos calambres ya me lo habían anunciado. No
creo que se deba a una actitud indolente, el hecho de que sin yo advertirlo se
peleen entre si y terminen cada una por su lado. Ya se imaginaran que si estoy
parado en la calle, tranquilamente conversando con alguna bonita chica o si estoy
de otro modo departiendo con serios señores y me ocurre esto, que se me
muevan las piernas a capricho y que al final me muestre como un alicate abierto,
pues debo hacerme pagar por empedernido gimnasta. Quizás sea por aquello de
hacerlo mucho parado, quizás por ello, de noche, se entretejan en mi cuello. Pero
no, solo tres o cuatro veces lo hice en semejantes condiciones y eso tomando
luego la precauci6n de subir catorce pisos por las escaleras... Total, no se. Le
comento a ella y lo que obtengo por respuesta es una risa burlona: Quizás sea el
yoga.
VII Disputa

Me place comer en la cama con Amaranta, Ella cree como la Pelusa


Anaís ser la preferida de mama. Yo no, soy la ley, quien imparte justicia, el Estado.
Les brindo esa seguridad de moverse allá fuera y acá dentro. En mis de una
ocasión he sido solicitado por estos animalitos para legislar. Recuerdo a Amaranta
entrar intempestivamente a la casa, dirigirse a mí sin tomar en cuenta a quienes
se hallaban en la sala, tocar la puerta y de inmediato abordarme con la carita
congestionada por el agravio. Textualmente no sé lo que dijo. Al verme, sus
movimientos fueron automáticos, me tomó por un brazo y sin más me saca de mis
ocupaciones, del cuarto, de casa, para llevarme hasta un pasadizo donde un
grupo de pequeñuelos reían maliciosamente de sus tonterías. Allí, ella confrontó
su interpretación de lo pasado. Afortunadamente en esa oportunidad resulto ser
un malentendido y mi intervención ante ellos satisfizo en sumo grado a mi
Aceituna, pues si importante fue mi presencia en la disputa, donde la niña se
sabia impotente, rotunda fue mi ejecución al dilucidar el problema.
También Anaís, con esa fragilidad que le impone su delgada figura,
su pelo hecho agua, requiere de mis servicios, sobre todo cuando es dejada de
lado por su hermana o sus compañeras...
Ahora que menciono compañeras, viene a mi mente un suceso
donde Pelusa participó. Hacia apenas algunas horas que había llegado la
hermana de Aída con sus hijas, para pasar con nosotros el fin de semana, cuando
ya mis querubines impartían normas, ordenanzas: las sobrinas atemorizadas se
replegaron a jugar solas, lo que trajo como consecuencia una verdadera guerra,
dos lesionados, un detenido y la rendición ante un derecho de sitio... Pero como
les ocurre siempre a estos representantes de la autoridad aparente que se
enajenan en su ejercicio, mientras la manada coge otro rumbo. Amaranta, la
tirana, pidió auxilio a otra potencia: su madre. Aunque primeramente no pude
escucharle por cuanto la niña se lo susurró, pude enterarme ante la decisión de
Aída de esperar hasta el día siguiente. Entonces ante el apremio y mis preguntas,
Aceituna expuso la situación, que su hermana, junto con sus primas se hallaba
jugando y a ella la relegaban aunque era capaz hacer de tía o de madrina en
aquella comedia. Ante dicha declaración Aída la conminó al sueño, mas yo
comprendí que la niña no lograría dormir, al menos no en el momento. Aguardé a
que se fuera mamá e hice venir, para alegría de su hermana, a la Pelusa. Esta me
comunicó que Amaranta y ella no habían permitido a las primas ver novelas,
porque estaba prohibido, al igual que ciertos libros y demás cosas. Luego las
primas se retiraron murmurando entre ellas, ahora riendo, ahora haciendo fiesta,
después la llamaron a ella para que participara pues estaba curiosa. No invitaron
a Amaranta...
Todo un conflicto de intereses. Tuve que explicarle primeramente a
la Aceituna, con la sencillez que me fue posible, conveniente para sus seis anos,
que la prohibición se debía al daño que le produciría este tipo de programas, a su
falta de recursos para asumir las cosas allí expresadas, así los libros y otros
medios donde la carencia de una educación previa seria perjudicial. Pero que
saber las normas no daba argumento, (esto también iba dirigido a Anaís, de
cuatro años), ni motivo de goce para reinar sobre nadie. Así como tampoco mis
queridas sobrinas daban la mejor respuesta, siguiéndoles la cuerda al debatir,
dándole crédito a un supuesto poder. Silenciosas salieron de la habitación y ya en
el corredor reanudaron sus relaciones. No les hable de este modo, pero dudo que
me hayan entendido. Dios sabe que no me entendieron, ni yo, del todo.
VIII Espinas

Hoy es día de asueto, el tiempo propicio para la familia. Salir al


parque con Aída y las niñas, conversar alrededor de un frondoso árbol o en un
banco liso y duro. Sentados, respirar tranquilamente mientras Amaranta y Anaís
corretean por la grama. Verlas es morirse y nacer en cada gesto, es gritar como
suelo hacerlo, o volverme hacia Aída temblando. Es también ver pasar un
témpano de hielo, un puñal oxidado en nuestro plexo. Es saberme chicharra,
motivo suficiente para esconderme de vez en cuando... Es mejor, en definitiva,
no hacer mayores consideraciones y dejar que esta hermosa incursión transcurra
deliciosamente. La madrugada es más apropiada para semejantes confidencias.
En efecto es a esas horas que un timbre toca en el hígado o el páncreas, o
cuando un arma en mi cara se dispara. En estos momentos despierto en un
estado de sensibilidad tal que sufro con el más mínimo pensamiento. Siempre me
vuelvo hacia Aída, le converso cosas al rozar sus pronunciadas mejillas, contando
en su leónica cabellera las primeras canas, le recrimino detalles sin importancia,
la insto a responderme. Y ella lo hace, silabea afirmativa o negativamente
aunque se halla dormida... No quiero a más nadie como a ella, como a mis hijas y
nunca si no por ellas, me he sentido tan amado. Podría citar aquí bonitos pasajes
de nuestra dicha, innumerables. Pero los movimientos que yo aparte realizo,
podrían dar al traste con esa belleza de familia que poseo. Me salva la
incertidumbre de pensarme falto de entendimiento para la felicidad. Pero si es
cierto que, comparativamente soy un aprendiz, no es menos real la intensidad con
que me he sometido a algunos hechos. No en balde consiento en atribuirle a los
sentimentales, crueldad. Me acaricio la barriga. Dejo en paz a mi beba; el sexo
seria una pésima droga. El techo no es pantalla para verme con Alicia rodando
por la alfombra, o penetrando a Iris mientras me insulta. El techo es una placa de
concreto frisado y pintado por mis propias manos. Es un producto de familia. Bajo
los párpados, cruzo los brazos y miro escribiéndome hundido entre lagunas que
me empujan a otros senos, al alcohol, a esas fuertes dosis de sedantes que
requirieron los nazis para conservar sus puestos, así ello representase algo
muerto. Me incorporo, voy al dormitorio de las niñas. Mis animalitos se hallan
extenuados por la jornada que han tenido. Desde afuera llega la bulla de una riña:
vidrios cayendo, gritos, lamentos, improperios, tiros, silencio... Yo, entre tanto, veo
a Anaís y a Amaranta. Las herramientas que les puedo ofrecer no pertenecen a
este mundo, son una bomba. Mejor les beso, les muerdo, mientras recuerdo el
titulo de un especulativo libro: «El momento de la sensación verdadera» de
Hanke. Es hora de volver con Aída.
IX Sentido

Espesas gotas han caído en el piso de arriba, donde se escucha


también la reaspiración forzada, las contorsiones, los espasmos, los quejidos, el
grito, el golpe de un bulto pesado, femenino; el llanto de un niño. Solo eso se ha
oído, excepto a lo lejos los gallos, la música, el vocerío de una fiesta que se
termina.
X Escarceo

Bajo las sábanas algo se mueve, de arriba a abajo, horizontal y


verticalmente, inapresablemente. Toco. Una brisa agradable se cuela por la
ventana. Toco, pero ignoro qué pasa, a lo sumo recuerdo una vaga figura, la mia
supongo. jTan temprano! La cosa no puede terminar como otros días, reducir esto
a la sinuosidad, a la caricia sexual, al pedacito de papel o la franela sucia. No
señor, este poder exige más. Descorro la tela, y con ella descubro una mañana
soleada, sabrosa. Ya Aída y las niñas se han ido a sus tareas. Mis poros se abren
ante el propio color. Suspiro en el concierto que producen mis huesos al
estirarme. Me voy hasta el baño. El agua me da mayor fuerza. Inevitable gritar
camino del cuarto. Paso ante el espejo donde me acicalo. Para ser un objeto
apetente se debe provocar, y para hacer esto se debe uno ganar a la idea de que
con algo valioso se cuenta. Cada quien ha de hallarlo como mejor le convenga a
su otro. Ni modo, busco mis ropas. Este pantalón me gusta, me gusta, me queda,
aquella camisa es muy gris, aquella se ve bien...
Luego de comprar unas historias desayuno con Iris, la severa. Ella
asegura querer a su esposo, lo dice en sus arrugas, en su respiración forzada, en
sus uñas cortas, en el pelo amarillento que oculta esa mala hierba. Sin embargo
la encuentro altiva, bella particularidad, la mandíbula es la tarima para unos labios
carnosamente agresivos, que lo remiten a uno, a quien esta conversando con ella
en un restaurante cualquiera, sucio, a su otra boca herida. Ella lo sabe y le gusta.
Habla de su marido como la excusa en toda la extensión de su significancia. Me
niego al juego, al costo que ello implica. Además ronda una desconocida, digo yo.
Me despido de una vez por todas.
Cargando con mis libros, contento por nada, tomo asiento en un
vagón del Metro, rumbo a casa. No hay mucha gente en el sitio. Un policía a mi
izquierda, un obrero en frente, confiado, pensando quizás en la posibilidad cierta
de ingresar a su hijo en el colegio, una niña narcisa fastidiando a mamá, la muy
seria, con lentes de contacto azules, cruzando los brazos con decencia. Mas allá,
sentada, sin compañía a su lado, una chica leyendo -Una vez no basta» de J.
Sussan. Sus lentecitos redondos le dan ese toque intelectual que al perezoso
perturba y a muchos escritores asquea. Luego de varias estaciones hace un alto
en la lectura, como reflexionando me mira, aparentemente busca algo en el
entorno. Tal vez confronta a la chica drogadicta del texto. Cierra el libro, se
arrellana y con un dejo de firmeza comienza a limpiar los espejuelos con la blusa,
mientras pasea la vista por el piso, hace una mueca indicando que va a cambiar
de pensamiento. Justo en ese instante golpeo el titulo de una de las novelas que
traigo conmigo, se la extiendo desde mi asiento. Un poco turbada guarda los
lentes en el bolso negro que sostiene en su regazo, sonriendo me invita para que
le maestre. Afortunadamente faltan algunas más estaciones para su
desembarque: "La nausea”, no la ha leído. Sus senos apenas hacen bulto en la
blusa rosada, su olor es divino. Estudia en la universidad farmacología, yo la
acompaño. Soy escritor y me hallo interesado en las propiedades de ciertas
vitaminas, podemos conversar sobre la trama que lleva bajo la axila. Con la mano
derecha se despeja del rostro un mechón de la melena castaña que descansa en
sobre sus hombros. Me mide, como lo hice ya con sus piernas, allá cuando
introducía el boleto en el torniquete: la corta falda oscura, las medias blancas con
rayitas rojas, la cadencia del andar unido a su facilidad de palabra. Toma aire,
mira hacia la magna casa de estudios, su entrada, el transitar de jóvenes
alumnos. Se vuelve a mis ojos, como desde la ventana del psicólogo, decide:
Leeremos «Dasfny y Cloe», a Sartre no.
XI Desatino

Ocasionalmente me asalta un deseo de felicidad, me ocupa,


queriéndome mudar de mis fronteras. Se abren a mis pies nítidos paisajes,
bordeados de nubes y colinas; uno sin corriente los atraviesa, un pozo sin fondo,
inagotable, que obliga a mirar sus aguas desde cerca, muy cerca, desde la roca
que predomina. Sujeto a esta, me asomo cauteloso, siendo cautivado al instante
por su irresistible potencia. Se entabla en mi corazón una encarnizada lucha:
pereza, lujuria, fanatismo; trabajo social, individual; todo se fusiona y agolpa en mi
pecho formando un nudo que siento reventar, mas el desmayo acude con su
bálsamo suicida. Vuelvo a mis angustiantes prácticas: cazar la liebre, devorarla,
guardando su piel para posteriormente exhibirla.
XII Interregno

Camino a casa, pasado mediodía, caía sobre la zona una escasa


lluvia, la neblina comenzaba a cubrir las edificaciones más altas, la visibilidad se
reducía a cada paso. Yo observaba aquí y allá los establecimientos, la gente, los
tarantines y quioscos que me encontraba en mi andar hacia la parada del por
puesto. Abordé un minibús que ya se aprestaba a salir; el chofer, desconfiado,
cobraba el pasaje con antelación: apenas poner un pie en el auto extendía la
mano exigiendo su pago. En el asiento doble, inmediato a la puerta me ubiqué. A
los pocos minutos partimos, dejamos la avenida, la plaza, las tiendas. Para tomar
la carretera nos enrumbamos por una calle alterna: Lisa vive en la Ciudad
Satélite. Apenas comenzamos a serpentear, una sensación se apoderó de mí.
Recordé una extraña palabra: «Kundalini». A la altura del cóccix, donde termina la
columna, bajando y subiendo hasta mi cerebro, luego la próstata, otros
miembros, al final todo el cuerpo se estremecía. Me eche hacia adelante posando
los brazos en un tubo protector, niquelado. Debido a la llovizna, a las charcas de
agua, el conductor cerró las compuertas, por ello abrí un poco la ventana que a mi
lado se hallaba. A mi izquierda, un hombre fornido conservaba ante mí una
distancia falsamente seria, ejecutiva; el prejuicio del mismo sexo. El ruido del
motor se me antojaba música, los cambios de velocidad, el recorte, la curva, el
aceleramiento, una cometa aquí, otra allá, el vaivén nuestro sobre ruedas. Era
grato: la tierra húmeda, el verde confundiendo los contados ranchos, la atmósfera
helada, brumosa, hacía con aquellas imágenes un acto mágico. Yo solo sufría
bajo aquel manto. Busqué en el conductor al hechicero. Con lentes claros,
semicalvo, de espalda ancha, avisando unos cincuenta anos, sobrio, concentrado,
diría yo, haciendo lo concerniente al capitán de un barco. Era perfecto, ver como
sus brazos, sus manos, sus ligamentos, maniobraban el volante verduzco, cómo
sus ojos chequeaban los espejos, sus pies danzaban al ritmo que originaba la
irregularidad del pavimento, subiendo ahora, bajando luego con toda libertad por
el sendero, haciendo a un lado cuanto vehículo interrumpía aquel maravilloso
paseo, tan particular que no competía con nadie. En el interior del carro todos nos
hallábamos sumidos ante aquella armonía. Era un silencio sagrado. Volví la
cabeza, inspiré: otra vez la tierra mojada, los árboles acariciados por la fuerte
brisa, la débil luz, los rostros, los pies del calvo danzando, ese bamboleo nuestro.
Era la montaña sin duda, respirando, soñando quizá, su vegetación. Nosotros
recorríamos sus encantos sin advertirlo, pero su amor estaba por encima de ello.
Bajé del bus más borracho que nunca.
El dormitorio de Lisa, sus libros de farmacia y botánica, sus plantas
medicinales, su bajo vientre, en aquellos momentos se me hicieron modestos,
muy modestos. En la intimidad consistía la pequeña diferencia.
XIII Provocación

Lo prohibido viene a mí con su numerosa entrega de invitaciones.


No es el castigo que subyace en la censura, ni la publicidad de que después se le
pueda dar al intento. Lo oculto me posee en modo de curiosidad, surge en
relampagueantes impulsos ante la señal del «No debes». Reconozco que dicho
limite es imaginario, o más bien, que cada quien lleva implícito su trazo. El acto de
trasponer ese umbral genera tanto placer, como acostarse con la mujer del vecino
y sustraerle los mas profundos sueños, echarse a los rieles del tren, pisarle la cola
al perro, llamar al activista por su nombre, robarle a la china su arroz, brincar el
muro frente al guardia como si nada, hundirse en la droga, dejarla, hacerse limpio,
matar.
En suma apoderarse de lo vedado en uno y en el prójimo para
comulgar así con los más hondos instintos. Es delicia hallar el pezón urgido en la
alcoba a oscuras y cuidarse de no encender la luz, ya que podría estallar el ojo y
descubrirse el hechizo. Abandonarse al impredecible movimiento del cosmos.
XIV Desgaste

Inmerso en la turba y la contienda, buscaba el íntimo silencio; acallar


ese mercado en el que nos distraemos. Estimando en la fatiga, la nulidad, la vía
precisa para conseguirlo. Emprendí tareas tanto físicas como psíquicas; labores
arduas, pulcras; compromisos se ríos, de los que jamás se firman.
El cansando extremo tardó en llegar; antes debí enfrentarme a toda
forma de agotamiento. En casa protestaron mi proceder; expusieron que con tal
actitud únicamente lograría el suicidio. Día tras día sentía lo trivial de sus
aseveraciones, sus rostros se desdibujaban ante mis ropas. Prefirieron
abandonarme, darme la espalda; sepultarse en sus dormitorios para siempre.
Solo así, aquella noche, en desbordada actividad caí de bruces frente al yugo:
desde el suelo oí a la muchedumbre exclamando, opinando alarmada, y un
martilleo de cincel entre cadenas que, primero parecía traído por el viento, luego
se hundía en mis carnes hasta alcanzar los huesos.
XV Desentendido

No hallo manera, digo. ¿Qué cara, qué voz, qué mirar para
habérmelas con Aída, con su transparencia, con las niñas rodando por mi pecho y
espalda? Recuerdo a Unamuno, quien encontró que la razón de su vida consistía
en la contradicción, y luego creo, no hubo voluntad que lo retuviera en el mundo…
Dejo el pensamiento tranquilo, hirviendo. La miro llegar, saludarme con su
comedimiento habitual. Ha tenido una jornada más de rutina, tiene hambre. Besa
a las niñas, quienes son un baño y le quitan la pesadumbre a cualquiera. Deseo
servirle la comida, atenderla merecidamente, pero la lastima es cosa fea, incluso
las lagrimas que suscitan oxidan el cuerpo, lo envejecen y lo vuelven repugnante.
Me excuso ante una inminente diligencia. Hay quienes se pueden ausentar de
casa sin poner un pie fuera, máxime cuando han faltado a su correspondencia.
XVI Amigos

Sabía que eso iba a sucederle, que el día menos pensado pasaría…
Aquella mañana yo discutía agriamente con mi madre, pajas de conducta y
libertad. Mi hermana había desistido apenas comenzada la refriega. Salió a darse
un paseo por el parque. Mama y yo seguíamos el trepidante ritmo de la balada del
insulto, la balada de la ira que solo suena cuando lo real se avista. Ya en los
postreros movimientos, esos donde nos aprovisionamos de conceptos
concluyentes para continuar en idéntica actitud, más feroz hacia el enemigo. Allí
mismo se presentó mi hermana, compungida, su nariz hermosamente grande,
brillaba del puro rojo sanguíneo, en sus ojos una laguna avisaba. Mamá continuó
hablando pero Elena se me acercó y con ese tono sobrecogedor que tiene la
tragedia me dijo: A nuestra amiga, anoche la desnudaron en la avenida, estaba
borracha. Todavía esta allá arriba, tirada y sin sentido. Nadie quiere socorrerla.
Toda la bilis de mamá no me habría tumbado hacia un lado la cabeza, no me
habría impulsado a tomarme el cabello de esa manera, ni a emitir ese gemido, ni
hacerme mover de un lado a otro sin saber qué elegir, buscando la forma
adecuada de ayudar a la amiga sin castigarle con nuestra soberana presencia.
Eran apenas las 9 a.m. Especulamos muchas alternativas, pero se impuso el
vestido y la distancia de nuestra madre en el asunto, fue un veredicto lo último.
Tardamos diez minutos en llegar al lugar, en los alrededores los curiosos con
discreción aparente disertaban, bebían cervezas unos, otros ron, algunos hacían
que leían la prensa, en fin el barrio en el punto, salvo los familiares, como
siempre, y para bien.
El rostro congestionado, sucio, la cabellera pintada de amarillo se veía gris, los
pequeños senos colgaban cual tajadas de plátano maduro, en el vientre tenia la
huella de una bota militar, pero de malandro, los sostenes crema a un lado, los
labios estaban resecos, los zapatos de tacones altos, marrones, los habían
amarrado a su cuello. Cuando intenté animarla para que se pusiera en pie
descubrimos, Elena, uno que se acercó y yo, que sus manos estaban atadas por
una blusa beige, aquella que la regalo su único esposo en aquel dichoso
cumpleaños, donde ella lo despachó a bofetadas por impertinente. Subí por unas
tijeras, más por darme aliento y por no pedir a nadie nada, pues bien pude
desamarrar aquel enredo con mis solas manos. Al regreso corté la blusa, ella se
incorporó sin miramos, nada mis veía y comentaba con el oportuno allegado. La
desavenencia, producto de un incidente minúsculo entre nosotros se mantuvo. No
hizo falta el vestido, bajo un carro se halló la falda y con la blusa así cortada se
fue a su casa. Mi hermana, el allegado y yo la vimos entrar, soltamos algunos
lamentos y nos separamos. Me fui a bañar, escéptico.
Como no toleraba la incredulidad de mamá, me volví a la calle en
poco menos de dos horas. El público con su sentido común me abordó, pero qué
curioso, para reafirmar su postura ante lo acontecido, para acusar con marcada
asepsia su no intervención, su no colaboración a una mujer que siempre se
mostró dadivosa, benefactora, terriblemente distendida hacia ellos. Confirmaron
su apreciación con vivo ejemplo: allá esta, mírala, bebiendo nuevamente en la
esquina, como si nada. Yo les pregunte si preferían verla muerta. Les recordé su
ignorancia acerca de los motivos, del infierno que la abatía llevándola a esos
extremes, y por ultimo, recalqué los hechos: a una persona inconsciente la jode
cualquiera.
XVII Recuento

A mi amiga la quise, la malquise. No hicimos sexo, nunca hizo falta,


pienso que llegamos más lejos. Podría comentar de ella igual en masculino y no
cambiaría nada. Ella decía de mi que después de todo, conmigo se podía hablar
pese a mis proposiciones pertenecientes a una escuela psicoanalista en que
anduve por unos años, en que a cada vaina le encontraba defectos. Total, creo
que eso ha pasado. A mi pobre amiga la radiografié en más de una ocasión,
siempre con una enfermedad nueva. Ella se reía hasta el dolor y luego igual
lloraba por la pena.
Ella es el ser mas confuso que sobre la tierra yo conozca. Alda solo
le lleva la ola, no sabe que hacer con su persona, pero no le teme. Mi amiga es
peligrosa y al mismo tiempo es el ser mas indefenso y mas enmascarado que
exista. A tal punto es cierto esto que llega en sus viajes a olvidarse de si misma.
Con cualquier tripulante se confunde, sea macho o hembra. Tal es la fractura de
su corazón, de su historia. Quienes claudican ante su embrujo sufren de ella el
vejamen de una caricia a medias: a medias se desnuda con delicadeza y a
medias con el cigarrillo encendido quema los muslos de sus desdichadas
conquistas, los hace unos pobres diablos y como si fuera ajena al asunto les
recrimina el desanimo. Al final la abandonan, por el bien de ellos, y para su
sufrimiento. El alcohol siempre ha estado presente, la droga ha venido luego.
Después se ha venido desplomando, inexorablemente se ha ido hundiendo sin yo
poder asistirla, yo con mi ausencia. Una noche, una vez escribí recordando su
entupido encono para conmigo: «Ante los amigos no queda otra cosa que la
entrega. Se les quiere por encima del vicio o la ruina. De otro modo uno se halla
perdido». Ella ha hecho intentos de acercarse nuevamente, pero pienso si no será
ya inútil esfuerzo, si no será ya tarde para ambos y debamos atenemos a esa
absurda despedida... De igual modo me avengo a mis hijas, a Aída. Me pregunto
si no seria bueno, justo que yo me alejara por un tiempo, unos meses a lo sumo...
XVIII Capricho

Habíamos pensado visitar a una vieja pareja de amigos, para pasar


al otro lado de la ciudad unos días de relajamiento, de dispersi6n. Habíamos
proyectado comprar los materiales para hacer muy cerca del comedor un discreto
bar. Me había comprometido en recoger a las niñas del colegio, para ahorrarnos
gastos de transporte y su descuido usual. Aída se halla tan particularmente feliz
conmigo, animada por el hacer conjunto. Ella es una militante en potencia, nunca
ha de abandonar al ser querido, salvo que este así lo exija. La he visto tolerar
situaciones por complacemos. No alberga razones para dudar de sus
sentimientos respecto del otro, pese a que muy bien critica sus desmanes con
dureza. No da lugar a concesiones en sus afectos. Ella se manda así lo que le
espere sea la muerte mas lastimera, anónima. Mozart parece uno de esos tristes
ejemplos. Sin embargo Aída ama la historia, su realidad, prefiere eso al papel, al
fingir. Hablo con ella sobre mi inseguridad, sobre mi falta de fe. Esto no es nuevo
en nosotros: antes de que nacieran las niñas ya había yo especulado con algunas
chicas. Nos peleamos, pero yo repare mal que bien aquel entuerto y seguimos.
Todavía con Anaís y Amaranta como fruto, repetí la jugada. Yo, quien para el
momento contaba con una comodidad envidiable. Si, alrededor de todos esos
recursos, gozando de la simpatía y el respeto de mis allegados, me vine a
resquebrajar ante los artificios de la ansiedad. Nunca falta un zamuro y lo peor del
caso es que nunca andan solos, apenas descubrirnos uno en el firmamento, no
tarda en aparecer su compañero. Juntos es que pueden sobre vivir, aquí el
alimento es la agonía en el compartir la carroña que somos. Lautreamont lo
expresa mejor.
Total, aquel segundo desliz ameritó un breve distanciamiento.
Envuelto mi equipaje en una sabana a cuadros, atada a una pértiga, marché a
casa de mi madre, como en los primeros tiempos cuando éramos unos novios de
vanguardia, en que a cuanta mínima diferencia asumida entre nosotros,
disentíamos para contento de la familia. Tardé en volver esa vez, bastó para que
el día menos pensado, en una esquina de escaso transitar, reflexionando yo sobre
mi complexión, ante un vidrio espejeante de una oficina bancaria, la viera pasar
también, distraída a mis espaldas, quien al reparar en su propia imagen descubrió
mis ojos, no con menor sorpresa mía. Tras aquel impacto la afrenta se atomizó y
como dos niños que han sido condenados al aislamiento, por la grosería de uno,
reemprendimos nuestras relaciones una vez aprendida la lección. En fin, aquí
estamos, mirándonos el uno al otro. Ya Pelusa y Aceituna duermen. Aida esta
fastidiada. Para ella es una tontería el plazo, presiente en mi mudanza el final. Yo
no sé qué pensar. Si lo hago dudaré, echaré saliva sobre mí y como ella esta
cerca lo dejaré de hacer, intentaré con éxito parcial retomar nuestro vals. Como el
asco no me sienta bien, sin darme cuenta me hallaré mirándole el culo a otra
mujer. Me parece, en todo caso, más sano excusarme ante acompañantes de
envergadura tal, y en este punto del viaje, desviarme para beber en solitario de
ese barato, sin otro compromiso que la embriaguez.
Salgo, tomando en cuenta cierta unidad, cierto estarse con el otro en
el apremio, en el peligro. Sin soslayar, reconociendo en la oscuridad la poca
monta, ese silencio extraordinario que supera todo castigo y todo crimen: el
hallazgo del inepto.
Mas tarde, bebo, tiro: hay un ejército de mujeres en desdicha que se
prestan para esto. Me interno en el callejón, despotrico, me voy a las manos, a los
pies, al tubo sucio, al pérfido cuchillo, al fácil dardo. Me rindo al sueño, al que
sucede a la pesadilla.
Tampoco en el bar soy querido, esos somníferos son tan
inconsistentes que uno se ve obligado a consumirlos a cada rato, a cada
momento hablar del olvido, de la mujer que se tenia, de la casa bonita por hacer,
de los malagradecidos, de lo malo o lo bueno que han sido, que es uno. El
mañana es obvio, y digo esto ultimo hallando en ello, mis temores al choque, al
atropellamiento, al corte repentino. Luego recuerdo un olor a café, a atún con
huevos, a brócoli, oigo música. Aída y las niñas no están conmigo, ni la vieja
cobija que me dejara mi abuela al morirse.
XIX Compañía

Anoche me visito W. Conversamos de una sabrosa película,


recomendada por mí… estupendos actores en el tema del odio. Mi amigo
necesitaba la Divina Comedia de Dante. Tocamos muy poco esa novela, pero en
cambio yo encontré animado, sobre la mesa que mi madre me cediera, junto con
el cuarto, El Quijote de la Mancha. Le comenté de ese humor olímpico que se
requiere para asistir al sinsentido. Escogí un episodio que me ha parecido de lo
más soberbio, aquel que trata de la belleza, de Marcela la Bella. Quiero aclarar
que hago una relectura de este trabajo de Cervantes, pues la primera vez que lo
leí, o que lo intente leer, lo sentí ajeno, por no declararme yo enajenado para
aquella hora. De igual modo válido para situarme entre esas personas a quienes
se le habla algo con palabras sencillas y parecen no entender, cual si se estuviera
usando otro idioma. Muy a propósito de mi soledad, que también mencioné a mi
visita. Le facilité a W. el material que pedía y lo acompañé un trecho, camino a su
casa. Al regreso me topé con dos conocidos, abrigados ambos con sendas
cobijas, bajé la cabeza para no importunar con mi paso. Uno de ellos ha estado
conmigo desde la infancia, como dicen, en las buenas y en las malas. Solo que en
una parte del trayecto mi viejo amigo dudó; bueno, así me lo pareci6 y yo me vi
carne de cañón en aquel trance. A los días le observé charlar alegremente con
quienes habían premeditado herirme, según confesión de él mismo, anoche, Mi
amigo no se explicaba el porqué yo me había distanciado, quitándole incluso la
palabra. Eso me declaró después de interceptarme. Revelé mi inicial condena y
su posterior inutilidad, pero tampoco podía hacerme el loco ante tan peculiar
actitud. Fui casi cruel, también le señalé que en todo caso él pertenecía más a
ellos que a mí. Como mal pudo se defendió, alegó la tradición al malandrín que le
venia de nacido, pese a sus constantes estudios. Anoche mi amigo estaba solo,
como yo. Surgió en el ambiente una botella, un hermano de él, quien celebraba
sus años. Nos fuimos hasta su casa y allí en compañía de sus papás pasé una
velada memorable, donde todos hablábamos con emoción. Terminamos en mi
cuarto ya pasada la medianoche, mi amigo y yo, escuchando música y hablando
de la pareja, la suya. Solté algunas lágrimas, le despedí y luego me dormí,
supongo.
XX La Carta

Hola, Aída. Mañana te veo y quizás para cuando leas esto (si es que
te lo entrego) ya tú me habrás dicho. La temida sentencia. Ignoro que hace aquí
este recuerdo de Edgar Allan Poe, que hace este condenado sepultando a su
amada viva. Tenebroso. Esta gripe de ahora es un bálsamo para mi corazón, una
caricia, una arenilla que se desliza hacia el fondo del pozo. Los hombres que
realmente tienen dudas respecto de sí son dados a los accidentes. Ya no me
cuento entre esta legión, por tanto mi final guarda la quietud de lo consumado. Me
resulta un poco gracioso el que te refieras a mí como al hombre de los proyectos,
el emprendedor, quien vive el futuro.
Perdona, pero se que cuando se esta frente a una elección es
cuando más engañados estamos. Y la vida no es lotería, no es para jugársela de
esa manera. La respuesta se halla y surge de donde uno es fundamentalmente y
no de la decisión. Quien decide mata, es la ley. Quien ama no abandona, asume
su tragedia con benevolencia y si llora, de cuando en cuando es por humildad,
porque a ese pedacito que uno resulta, no le cabe tanto amor. Tal vez delire bajo
una fiebre alta. De cualquier modo esto surge para que sea escrito. Total ya es
una impresión, es cuento. La anécdota de un pensamiento que se resiste a la
oscuridad. Ningún hecho se debe adornar. Allí comienza el ridículo. La comedia,
nuestra historia plena de lánguidas lucecitas. En efecto, somos libres de reírnos
de nuestras tonterías. El humor puede ser un tonel que nos empuje a la locura.
Así que no me extraña que quienes hacen profesión de la risa son, en lo
aparente, de fondo, personas serias. La farsa los consume. No hay mucha
diferencia entre un viejo payaso y otro, viejo albañil cascarrabias. La sinceridad
aquí tampoco es de peso. El humor no se hace y menos se vende. Es ello parte
de la absoluta seriedad del asunto. Y vale decírtelo, porque cuando te miro y me
sonrió no es por mofa. Viene de la certeza de tu presencia, de esa ilusión
sensible, del matiz, el color. Una vez le escuche esto a un santo: Dios es el color.
Lo escuché, no lo aprobé, no lo reflexioné. En aquel silencio sólo me sonreí.
Espero que me hayas comprendido. De otro modo, te pareceré un estúpido
mintiéndote hasta el cansancio. Quién sabe qué piensas cuando te miro, que
sientes o sufres. Se complican las cosas, ¿verdad? No más palabras por el
momento. Mi lengua suele ponerme en evidencia, suele ayudar a otros, nunca a
mí. Mi lengua no parece ajustada al ser que visto y calzo. Poco le ha faltado para
exponerme al escarnio público, si es que ya no me lo ha hecho a mis espaldas.
Ella siempre te comprenderá, pero a mí, no. Conmigo cada día es más exigente,
más cruda. Mi lengua no pertenece a mi boca, a mi paladar. No le hace mella mi
enfermedad; fustiga mis sentimientos, los cuestiona sin atender ningún
planteamiento. Pero, ¿sabes Aída? Pon atención. No te confundas: ella no te
quiere para mí. Mi lengua espera que yo me hunda en mi vicio, que mis placeres
me sequen, me arruinen. Aguarda a que mi voluntad ceda, que quede un
energúmeno, para después llevarme con su música a la misma muerte. Vive
preparando mis maletas, pactando adioses, promoviendo hermosas y sencillas
retiradas. Yo, que habría entrevisto un destino profano, que creía prepararme para
la guerra, que he abrazado y danzado en el crimen, que he herido al prójimo en
mi vientre, que lo he decapitado en mi cuello, que no he deseado crecer nunca,
que toda la vida no he esperado dejarte. Aída, ven como quieras, de donde sea,
más delgada o más vieja, más niña o más seria. Enrédame en tus bordes
dorados, con exhuberancia o discreción. No permitas que me Ileven los monjes.
No escuches a ese loco que espanta al mundo, que le fatiga el alma
al mendigo, que se la quiebra a la prometedora jovencita, que le halla corrupción,
delito a las ejemplares familias. Mi lengua no es pagana, pero tampoco cristiana.
Quizás no debas leer esto. Ocurren cosas más interesantes y
bonitas afuera. Ahora estoy a punto de perder el aire. Toso. La escatología del
amor. Yo, de pie, sin lograr orinar frente a ti. Nosotros, asistiendo a tu padre en
aquella mortal enfermedad. Tu propio corazón, tu asma, nuestros sonidos, nuestro
vampirismo. Cómo nos deleitamos con nuestros excrementos, esos esputos. Un
cuerpo limpio, fresco, es un plato fino, delicado. Un cuerpo sucio, herido, está en
su salsa, es un plato sabroso tan bien, suculento, si se combina con mucho vino o
vinagre, según sea la ocasión, según circule nuestra sangre. La virginidad busca
la unidad y la pasión nace de la dualidad, dividir es su genio. Pero el gran amor,
poco tiene que ver con nuestras concesiones. A el no le incumbe tu partida o la
mía, o la de los hijos. La indiferencia lo tiene sin cuidado. Para el no hay distancia,
ni memoria, no hay pensamiento que valga. A él no le atañe el que yo me quede
solo llorándote, no son sus oídos los que agito. El amor es bueno, eso es todo.
Aída, cierto que ocurren otras cosas aparte de ti y de mí (¿pasan
realmente?). En esta madrugada los disparos y las consignas se dejan oir. Otro
levantamiento. Allá aquellos que desean ordenarnos el mundo para su provecho,
para salvarse. Según ellos, primero la salud publica: la sociedad, luego tú y yo,
después la felicidad y por último, Dios. ¡Qué desatino! Primero Dios, luego lo
demás. Pero si Platón montó en su nubecilla y Aristóteles quiso apresar su
vértigo, ¿que puedo hacer yo? El trabajo íntimo supone la respuesta. Y el Estado
ha de ser la abstracción de un grupo de hombres respecto al bien. Entonces:
ninguna civilización, ningún mundo. Duermo o sueño, es lo mismo. Cuando
despierte, Aída, ni tú ni yo estaremos.
Posdata:
Mujer, después de todo creo que tienes razón. Sí tengo un
propósito: Quiero construir un puente y me da miedo no hacerlo. Un lugar en el
que el otro se pueda abandonar en paz, que ese otro sea uno. Quiero ofrecer ese
umbral, darlo seguro. Un vehículo que atraviese la ciudad, un camino que discurra
sin avisos todos los pueblos. Un mínimo acceso para escapar.
XXI Jornada de Carnaval

A media mañana desperté, con la resaca del alcohol, con el


murmullo de mi madre, refiriéndose a la cena que no probé. Me di un buen baño y
salí, para olvidar el frió de la víspera. El parque se hallaba concurrido por jóvenes
y niños. Vi un banco solo, de pasada saludé a un conocido que se mostró
emocionado. Me senté, miré el sol, el cielo poblado de nubes sorprendentemente
blancas, respiré entumecido, aceptando el favor de la luz. Así me estuve hasta
que un amigo, quien me saludara al llegar, se aproximó, dispuesto a charlar. Lo
hicimos con lucidez, tanta, que por momentos sufrí el miedo social. Parecíamos
dos maestros tejedores, empleados en una misma pieza. En un aparte que hice
evoque a aquellos griegos que solían presentarse en las plazas a dialogar. Nos
maravillamos de esa posibilidad nuestra, pero igual continuamos el discurso.
Parte del tema versaba sobre la provincia, sobre la ciudad, sobre el peligro que
esta última brinda a la familia, sobre la civilización y su progreso obscurantista, en
fin, sobre los verdaderos baluartes que han de superar el temporal.
Observamos el deseo de algunos descocados de instalarse en el campo,
manteniendo sus ocupaciones en la urbe. Atiné a decir que quizás a ello se debía
el nacimiento del helicóptero. Con igual entusiasmo mi interlocutor se refirió al
cansancio que sufre esta gente, la rosca. Deje pasar el hecho de que hay
también, quienes invaden la selva para sembrar allá su infección. Todo este
asunto venia por el interés de mi acompañante de mudarse a otro lugar, un pueblo
a lo sumo. Le recordé mi experiencia pueblerina, ese tiempo, ese lenguaje en lo
recóndito, en lo distante, esa capacidad de observación. Esa posibilidad que a
otro amigo, músico, desarmó. Y salté relatarle…
Fue en ocasión de una visita., venida del Amazonas, dos mujeres,
una adolescente con su anciana madre, parientes de Aída. El músico y yo
bebíamos café en la cocina, el fumaba. Los visitantes se apersonaron, hice la
presentación apropiada: nosotros nos llamamos así y estamos para servirnos,
encantados de conocernos. Solo eso suponía el guitarrista clásico que ocurriría.
Después de los gestos de saludo, él y yo tomamos asiento para continuar nuestra
tertulia, pero ellas se quedaron ante mi desprevenido amigo, mirándole
sonrientes, rozándole la camisa, oyéndole su respirar, extasiadas con él,
siguiéndole el parpadeo, el brillo de su pelo, su tez. Fueron momentos de angustia
para él, que una vez retiradas las dos mujeres, culminó en saludables risas.
Mi interlocutor del parque solo hizo una mueca ante el final del
cuento, pero me dijo que sí entendía la moraleja: él había sufrido una sensación
similar en una audición donde fue protagonista… Al borde de la tarde nos dio
hambre, nos separamos. Luego escribí: Hay hombres en esos pueblos de Dios,
para quienes el descubrimiento de la rueda es igual al del fuego, al del pan; la
llegada a la luna, como la sonrisa de los seres queridos en que se recrean.
Cayendo la tarde merodee la casa de Aída. Pude ver asomarse a
Anaís disfrazada de Reina, luego de abrazamos le pedí que llamara a mamá, así
lo hizo.
Ella al momento salió con la niña, dispuestas ambas al paseo, Amaranta estaba
con los tíos. Ya de noche recorrimos el bulevar que, plagados de gentes
enmascaradas jugaban al papelillo, a la vulgaridad, a la insinuación, a la malicia, a
la sospecha real, a la vaguedad, a la tontería, a la inocencia, a la risa sabrosa que
se impone a la ridiculez, al color, a la soledad, a la fiesta. Hallando unas
amistades en aquel concierto, en medio de ese mar de seres nos detuvimos a
compartir. El acontecimiento superaba nuestras palabras, que de paso no
intentaban hacerlo. La variada manifestación carecía de directriz. Era una manada
loca de lo más divertida y peligrosa. Nuestras amistades, Aída y yo no poseíamos
el mínimo maquillaje, no nos hacía falta, sabíamos de sobra nuestro papel, no lo
cambiaríamos. De la corriente surgieron divinidades, las miré encantado
confundirse en el follaje. Mire luego a Aída, me le acerqué, la rodeé con mis
brazos, cepillé con mi barba su mejilla, sentí su calor, su serenidad, me provocó
dormir. Ella me recordó la situación, me separé, después me entregué a jugar con
Anaís.
XXII La Caricia

Hace poco participé en una jornada de carpintería. Se trataba de


hacerle un gesto a una generosa mujer, abnegada. Por ella nos trasladamos a las
afueras de la ciudad, a una zona de descanso para el citadino. Allá todos parecen
encontrarse de veraneo. Los días feriados son tales, se oye música, el griterío de
los niños a la distancia. Los estacionamientos se ven convertidos en parques de
diversión, pero aun así, el sitio es envuelto todo por las montañas, el sol, el cielo
abierto como un tope inmutable, la atmósfera en su conjunto. Las características
de este ambiente, su ubicación cercana a la Capital y pese a ello su espacio de
aire puro. Esa sensación de libertad ha convergido con el deseo de jóvenes
parejas, que por múltiples motivos se encuentran ahogadas, al igual que gentes
maduras y ancianos.
Nuestra amiga es una de las no tan jóvenes. Ella compartía con
nosotros la soledad de la muchedumbre, aun más, su soledad de pareja, alquilada
en una habitación. Por allegados terminó por aceptar el reto de comprar allá. Allá,
donde los primeros meses se sentía una extraña, olvidada de Dios. Luego ya no
quería saber de colas, de tráfico, disturbios, de muertes. Ahora le teme a la urbe.
Para aquel momento le daríamos de obsequio una cocina
empotrada.
Todo se hizo con la mejor intención. En esos días trabajábamos, comíamos y
bebíamos desmedidamente. En lo particular, me sentía en el cenit de mi estatura;
reía, hablaba, procedía como un elegido, pese a ser un simple ayudante en la
faena. Si bien en casa éramos tres, el carpintero, la amiga y yo, también, por las
condiciones ya descritas, los vecinos del edificio se hacían presentes de tanto en
tanto en el día; por las noches era la fiesta. Precisamente es a una de estas
personas a quien me quiero referir. Se trata de un niño, blanquito, con la cabeza
casi al rape, de ojos achinados, nariz y boca mínimas, con aire de esquimal,
relleno de unos cuatro anos de edad, con una voz cristalina, potente, que
rivalizaba solo con su capacidad reflexiva. Realmente este ser ya era, antes de
llegar nosotros, asiduo a la casa de nuestra amiga. Como vivía al frente, le
bastaba unos pasos para instalársenos. No se inmutó por nuestra desconocida
presencia, aún más, se condujo como un pequeño rey, como un noble seguro de
su estirpe. Preguntaba con propiedad, mirándonos, serio. Como era de esperarse,
deseaba llegar hasta las últimas consecuencias en sus averiguaciones: -¿Qué
hacíamos? ¿Cómo haríamos una cocina? Nos quemaríamos. ¿Como
construiríamos una casa? ¿Meteríamos allí a un perrito? Él no lo era, el tenía su
casa. A él no le gustaban los huesos. El no ladraba... Todo lo que decíamos era
mentira... Entonces montaba en cólera, todo su cuerpecito se erguía en actitud de
soberbia, mientras una vena en su cuello se pronunciaba. Debía calmarlo la
dueña.
Su aparición, para mí que siempre he creído que los nombres deben
tener, aparte de un sentido plástico, un sentido musical, y aún más cuando se
aplica a seres vivos, animales o personas. Claro, que esto es tan relativo al
idioma que supongo un craso error, ello sin incluir a quien cuestiona, con derecho,
el valor de un conjunto de letras sobre una vida. Y que, por otra parte, me hace
ver muy mal parado ante mí hermana, a quien siempre he remedado por su uso
maniático del diminutivo, de la exageración. Porque, de cualquier modo, sería
igual un exceso, quizás en un principio, era la razón del niño para resistirse a mi
osadía. En fin, el caso es que la experiencia de mirarlo detenidamente trajo a mis
labios, como un sonido nos procura imágenes, un nombre que seguramente solo
respondía a su corta edad: Ramoncito. Jamás pensó que el aprecio tuviera un
rumbo independiente, puesto que nunca se me hubiera ocurrido bautizar a nadie
con este nombre. Pero, mientras más lo repetía, en el entorno se afianzaba de
forma mágica. Su nombre no era ese. Su nombre creo que todavía es Juan. Pero,
así como el día en que jugaba con plastilinas, a los monstruos extraterrestres,
cuando me enseñó algo que más parecía una culebrita pasada de kilos, que un
ser interplanetario de la tele y yo muy francamente le comente mi parecer, bien
cerca de su orejita, para que otro no oyera; «Ramoncito, eso parece un mojón-.
El, abrió sus ojos, me miró, luego los dirigió al piso, cerca de sus pies, donde
estaba la figurita, después repitió dos veces este movimiento, hasta que de pronto
le estallo la risa. Ramoncito nunca entendió el porqué de tal apodo, no
verbalmente. Aunque ya al final de aquella jornada, me lo preguntaba con
picardía, como palpando la causa. En un momento lo hizo con tal satisfacción que
se me ocurrió examinarle: Ramoncito, ¿Cuál es tu nombre completo? Con
solemnidad me respondió que se llamaba David Rodríguez Lara, ante lo que
insistí: «Ramoncito, ¿David que?-.
Por lo general, la mayoría tiene un segundo nombre, es decir, dos nombres y dos
apellidos, como por ejemplo: José
Raul Ruiz Brito, Jesus Manuel Contreras Alfonzo, Pedro Pablo, Luis Eduardo...
¿David qué, Ramoncito? No sé desde donde me respondió, que mezcolanza de
sentimiento se registró en su interior. Un timbre inusual en su voz surgió, un tono,
una declaración tan resumida y tan significativa que para mi encierra el fondo de
este pasaje: Si, pero yo me llamo David Rodríguez Lara. No tengo otro nombre.
Estoy seguro de que este niño compartió mi pequeñez, sintiéndola, al igual que
yo, cuando sin saberse que ya yo no regresaría, él, sin responder a mis
comentarios se mantuvo grave, casi de luto. Solo me resigné a lanzarle esta frase
a su universo, la misma que me repito a menudo, muy especialmente con mi
hermana Elena (quien ya hace tiempo vive en lo distante de otro pueblo), o con
mis muertos: “Aunque estemos distantes, siempre nos querremos". ¡Qué curioso!,
hace poco volví a ver a David, allá, en su casa. Me saludó: Hola, Ramoncito". Le
abrace, le senti raro: Has crecido Ramoncito. Y esta vez como al principio de
nuestra amistad volvió a negarse a la caricia como al apodo. Mas tarde, en el
trayecto de regreso a mi casa, yo recordaría, cuando en una oportunidad le
pregunté si su mama era bonita y el me contestó categóricamente que sí, que su
madre era linda. Entonces, suponiendo que me respondería lo mismo sobre su
padre, le formulé idéntica pregunta, a la cual me replicó que sí, que su papa era
también bello. Bastó con que yo arrugara mi frente para que él soltara la
carcajada: su papa era un negro que media como dos metros y parecía un mono.
XXIII Agujero

No recuerdo la primera vez que vi a Aída. No sé en qué momento,


dónde nos encontramos. Sospecho de un tiempo y espacio desconocidos. Esa
fisura donde dejé mi último cigarrillo, cuando desconecté el mono consolador de
insensatas mujeres, cuando descubro el mar, el cielo, esa arrogancia mía, cuando
miro al enemigo, converso con él y sin voluntad reímos de nuestras estupideces o
de aquellos atributos que de nacimiento nos vienen. Con franqueza, no la
recuerdo llegando a mí, ningún vestido o gesto, alguna sonrisa insinuante. Al
principio era detalle que avergonzaba, olvidaba siempre la conmemoración de
nuestro noviazgo. Sufría la risa cuando desnudos nos rozábamos, cada uno
exponía un ritmo, no contrario, pero sí desde distintos ángulos. Era una beba
pataleando, imponiendose a mi sorpresa, a mi deseo sincero de entender aquel
acontecimiento. Cada quien danzaba por su lado, rebosando entusiasmo,
cuidando de no burlamos. Las mejores cosas que juntos hemos realizado se han
dado de esa manera, y los peores malentendidos se han suscitado por no asumir
ese hecho. Cosa que no desvirtúa para Aída sus justos temores respecto a mí, de
mis metas, mi fin.
Porque una mujer que tiene por si alguna estima, no es ninguna
veleta, ella percibe por muy hechizada que se halle, si en el destino de su amante
esta grabado su nombre. Ella lo huele. Aída me aguarda, aunque le pese, toda
esa furia contenida. Nadie sabe de espera y menos cuando se tienen sobrados
motivos como antecedente de esa persona. ¿Cuántas veces me he ido? No
menos que las oportunidades que he regresado más saludable que un santo, más
vital que un novillo. Ella en el fondo tiene igual miedo que yo, a que no entierre
mis muertos: el viejo cadáver pintarrajeado de la seducción, al inconforme, a la
pequeña Alicia con su inundo maravillosamente gris y asfixiante. Es hora del
retomo, de intentar, esta vez con algún sentido, esa novela.
XXIV Marcha

Antes debo decir de ella, de mi Alicia. Esa pequeña que en el mundo


perdió su saber y ahora lo busca desesperadamente en la referencia del otro. Su
deseo incontrolable del bienestar del prójimo, de sus situaciones emocionales, de
su modo: detalles como el vestir o formular algunas ideas totalmente iguales. Ella
resume en carne viva cierto sentido colectivo. Es hija de la frivolidad, de la blusa
clara, del énfasis, volátil como la gasolina, como una avioneta averiada. Todo lo
cambia de la noche a la mañana, su cálculo es infinitesimal, su propiedad
distributiva, desquiciante; lo toma y lo deja a uno cual toalla sanitaria. Alicia se
sabe cualquiera, esa ha sido mi relación nefasta con ella, porque tras sus líneas,
sus unas clavadas en mi espalda, sus labios dejados en mi ropa, su olor a
vinagre, su lavadora ambulante, su risa de puerta oxidada, sus viajes
interplanetarios, sus llegadas de reuniones insólitas. En todo esto se extiende una
acera común que nos enlaza, la misma patada enloquecedora, solo que a ella la
desfondaron y a mi me dieron por muerto, por aliado. Probamos juntos muchas
cosas de lo prohibido, nos deleitamos de ese dulce veneno, aunque una vez
saciados a ella le diera por llorar, por nombrar a Cristo, su moral común. Al
principio podía calmarla, pero poco a poco fui colmado por su culpa: me
recriminaba la falta de temple ante sus provocaciones, la afrenta a mi compañera,
a la mama de mis hijas. Yo salía entonces de mi habitación y era como regresar a
la plaza donde fuera sometido. Mas tarde, Alicia me buscaba en ese desierto, ya
bañada, llevando los hábitos, contrita, recordando el juego de nuestra pugna: dos
desgraciados que en las noches comulgan.
Ello se mantuvo hasta ayer, cuando al pasar por la esquina donde
se halla su casa, el bar San Marcos, nos vimos. Bebimos unas cuantas cervezas
en aquel antro, solo unas, porque yo estaba decidido a explicarme ese tormento.
Seguí con atención todo el despliegue de sus encantos. Me pregunté por cada
uno de sus movimientos, su remitente y destino. Me dejé llevar hasta el cuarto,
observé su empujón y fui al beso, al jalón de pelo, a los mordiscos, a las
libaciones, al sonar de huesos, a los gemidos, a la plegaria, al gastado suspiro, al
terrible silencio en que la descubrí, internándose en el sueño: la misma calle sucia
que me ha parido. La despertó mi llanto, pero curiosamente se apartó de mí, Se
vistió rapidez, con desprecio y sin despedirse, mi Alicia dio un portazo.
XXV Materno

Se encaminaba lentamente hacia la locura para mirarla con atención


y sin miedo. Dispuesto se halló para tomarla en sus brazos, de la forma que
fuese. Cruzó la esquina poblada de mendigos y de vendedores ambulantes que le
producían un inexplicable asco. En tales casos de infección -decía- el alcohol es
lo mejor para acabarla. Unos cuantos pasos y ya trasponía las puertas del antro
en penumbras. Una vez allí, entre gente conocida, aunque no de nombres, no de
rostros, bebió hasta sentir que le hervían las venas; la mente giraba en torno a su
pasado, las palabras iban y venían de un lado a otro de los labios; el cuerpo se
adormecía sobre la silla, abrumado por la música y los gritos. En medio de ello
recordó su empresa y con no pocos esfuerzos se incorporó, abandonando el
lugar, tambaleante. En la calle la luz tenía un sonido compacto; la compra y la
venta insistían, todo seguía su curso, salvo a un lado la figura de una mujer
semidesnuda, sucia, con una sonrisa fria. Un cosquilleo extraño recorrió su
espalda, mientras la veía danzar en la acera. Era la demencia, sin duda, que lo
estremecía, por encima de los tragos y de su malicia. Sin pensarlo, bajó los
párpados, caminó lentamente hacia ella, percibiendo a cada instante el hedor, la
fuerza devastadora que le oprimía. Ella a su vez no advirtió quien se acercaba, no
le notó; de pronto ambos sufrieron el impacto; las miradas se hallaron fijas y un
aullido como de lobo pleno la tierra.
XXVI Celosía

Ton, tonton, ton. Vemos el televisor en la sala, mi mamá, mis hermanos y yo.
Elena falta. Cerca de la ventana está colocado. Como no proyecta imágenes
nítidas me retiro. En cosa de segundos vuelvo y me asomo al recinto. Con
sorpresa noto que mi televisor se halla boca arriba, escurriéndose de agua, y que
el otro, el viejo aparato de mamá es el que transmite sus feas figuras. La
respuesta es que al mío le ha caído agua de lluvia por la ventana. A mi Panasonic
de trece pulgadas, pantalla negra. El que compré con la ayuda de Aída, para
evitarnos problemas con sus hermanos, cuando vivíamos en la casa de su madre
y que yo, con no poca amargura he accedido a sacarlo de su caja, después de
tanto tiempo guardado, desde el día de mi mudanza, cuando tuve que separarme
de Aída y venirme otra vez al lado de mamá. Otra vez vivir distraído, retraído, en
el descuido que nos caracteriza como familla. Pero, no es mayor cosa, ya se
secara y volver a funcionar. Es un buen televisor. En todo caso, se puede
recuperar la mitad de su importe. El punto no es ese. Mi hermana me llama, me
comenta, como si nada, que ha visto a Aída por Maracay y se han saludado,
como si nada. Siento un extraño en el estómago y el pecho, algo me salta. No es
común que Laila hable así, cuando para ella todo es un acontecimiento.
Comienzo a dar vueltas: mama lo advierte. Esta acostada, como siempre,
descansando del trabajo nocturno que tiene a diario. Me llama. Voy hasta ella.
Inspirada chupa su cigarrillo. Con mi dolor comienza a hablar, no con el de ella.
También ha visto a Aída por Maracay, la ha visto, no como Laila. No con otro
hombre. Solo la ha visto con una expresión distinta, diferente, parecía mas bien
sombría, pero en ningún momento afín conmigo. Sin comentar me aparto de mi
buena intencionada madre. Comienzo a dudar, con angustia me pregunto por el
motivo de su estancia allá, o más bien, por su presencia en esos lugares, que
frecuentaba solo antes de relacionarse conmigo y a los que sólo volvió en
compañía de un amigo mutuo, el mismo ingenuote con quien se metió en el cine a
ver Chatrán, una película de un entupido gatito que ella ya sabia que yo deseaba
ver también. Pero no solo es eso, ella tiene otras amistades, otros amigos allá
antes de mí. En fin, me angustio. Me veo yo, buscando a las niñas, esperándolas
en la parte baja del edificio y ella saliendo de la cabina del ascensor con la
Aceituna, acompañada de un hombre, un caballero que quizás no pude ser yo.
Me veo estupefacto o disimulando la situación. Duele verme allí parado, a pesar
de que estoy saliendo con otra, otra mujer que en su momento quise, por
confundirla con Aída... Ton, tonton, ton. Llega Aída, llega inusitadamente. Lleva la
boquita pintada de un rosa cálido, alegre. Lleva una blusa fosforescente del
mismo color que le da a su blanco cuello, blanco pecho, un halo de misterio que
me hiere. Entra a mi cuarto, con su saludo grave se acerca a mi angosta cama,
donde la espero acostado, casi enfermo. -¿Dónde estabas, que hacías en esa
ciudad con esa mirada?-le pregunto. –Nada-. Ella no tiene que responder nada.
Ya no tiene que ver conmigo. Esta por su cuenta, sin mí. No, en el fondo nunca
has dejado de ser mía. No puedes ser de otro. Y beso sus labios y ella se interna
en mis brazos con su sonrisa, con el mismo poder con que me dio su estocada: la
cara silenciosa de su madre atravesándome la espalda, sus hermanos rondando
mi silla y la cama. Para colmo, mi familia con su ululante cháchara, y el Otro, con
ella, pensando de mi a un cualquiera... Ton, tonton, ton. No es la puerta de aquí la
que suena. Esa no es su cometa. Es un camión que cruza la avenida.
Epílogo

Vértice

Hallarse ante un hueco es cosa igual a estar en él. Todo intento de


retroceder es trampa, incluyendo el salto mortal; el deseo de establecer distancia
es ilusión, racionalismo o rito. Como quiera ya el vértigo nos consume, igual que
al idiota. Una reacción bien particular, general, es aquella tendencia a hacernos
los desentendidos y que encierra más astucia que valor; ilustraciones que varían:
al colocar un puente, con una simple soga, una balsa, un aeroplano, unas
páginas. Es el nacimiento de una paradoja, el acróbata. Por muy sedentario o
nómada que parezca siempre se sentirá atraído, llamado por ese aparente
vacío, esa distancia no recorrida, un abismo omnipresente.
Aquel que puede darse cuenta de esto se pregunta cómo bajar sin
hacerse daño. Hay quienes ensayan en montanas, en acantilados, a mar abierto
o, sencillamente, prueban por las escaleras o ascensores de los edificios. Vale
observar que dichos ejercicios realmente designan la condición social del sujeto
ante el hueco. Y nótese que no escribo hoyo, porque uno en su interior duda del
fondo. Una ley suprema parece privar.
Volviendo a la mal llamada preparación, en una oportunidad supe
por someros informes, lecturas dispersas, de una organización religiosa que con
alabada seriedad se abocaba al asunto en cuestión. Un día me acerqué, pedí
hablar con el maestro, por lo que las jóvenes que me atendieron luego de mirarme
comentaron: -Pides que se te abra la puerta del cielo-, o algo parecido. Cosa que
insensatamente me molestó. Sin embargo fui recibido por la autoridad. El Señor,
luego de saludarme, de reconocer mis virtudes, mi talento, negó mi solicitud de
asilo por el peligro que representaba, aunque sí me invitó a participar de sus
prácticas, lo que mas tarde he intentado, pero aún hoy ignoro de qué se trata.
Intuyo con temor, algo. Semejantes incursiones lo inclinan a uno a ser escéptico,
para lo cual tampoco nos hallamos listos, corriendo el riesgo vulgar de volvernos
una corriente de prejuicios, una manera odiosa de ilusión. Nos queda volver al
punto de partida, al hueco.
Si decimos hueco, por más que especulemos, sea geométrica o
mitológicamente nunca damos con el Final. Nos es similar el estrago que causa
en el alma, a ese concepto que se teje del cuerpo-espacio, si es que ello existe.
Decir hoyo es distinto, un respiro plena nuestros pulmones. Sin subestimar el
viaje, lo fundamental se cumple: la llegada. Al menos eso pensamos al crear
ciertas herramientas, al casamos, al hablarle al Padre, al llevar a los niños «de
paseo". También lo comprobamos con dolorosa facilidad al encontramos con
personas de un nivel más alto, que han cavado más allá del común nuestro. Es
allí cuando el parlanchín muerde su cola. Un hoyo es lo conocido hasta tanto no
se recorra. Hasta tanto no veamos la cualidad de la hondura diremos metafórica o
textualmente que es un envase. En este sentido, si el hombre de corazón se
entrega, le ocurre lo mismo que al infante cuando usa el pezón de la madre, o
cuando nos penetramos pene-vagina: vasos comunicantes.
La aparición de la curva es propia del hoyo, más no del hueco. El
sentido de la medida lo encontramos en la línea, en la superficie, en el relieve. Un
beso podría considerarse un paralelo, visto desde un ángulo escatológico, pues
sentimentalmente no siempre se cumple con el objeto amado, aunque el epicentro
haya sido liberado por igual sustancia. En lo físico quizás no sólo sea una línea y
sí un figurín de complejos trazos. Solemos creer cuando nos detenernos o
giramos que realizamos una ruptura liberadora, pero no, el punto producido es
cóncavo, un hoyo más. El olvido por lo general es una licencia, sin pasar por alto
la fuerza que se concentra en todo círculo. Ha de ser cierto aquel temerario
consejo de navegante: En caso de remolino, si no se puede evitar, lo mejor es
entregarse sin resistir al mismo centro.
El hueco no acumula poder, no lo ostenta. La proyección nunca
niega el círculo. Las perspectivas de otra vida son ejemplos: los hijos, el Paraíso-
Infierno, las leyes del país. La dimensión de esto se sopesa en gruesos libros,
algunos al alcance de todos. Naturalmente ello implica tiempo, lo cual en el vacío
no existe: allí todo es ahora.
Si realizamos un sondeo sólo tocamos nuestros límites, si es que se
trata de un hueco y no de un gran precipicio. Se ha de contar con una gran
atención para no confundirse, para no entregarse al espejo. No vaya a ocurrimos
como al celebrado Allan Poe y a tantos otros no menos valiosos. Nosotros, que al
momento de cruzar la calle o de nadar un trecho, nos sentimos desvalidos ante un
simple relieve. No niego aquí la advertencia a un peligro real. Pero si un buzo o
investigador desea observar otras sendas, requiere de entrenamiento. Para este
movimiento integral no hay una duración preestablecida. Tal equilibrio supone un
grado de dificultad y delicadeza total, ajeno a sutilezas, a la artimaña.
El reloj y la distancia son una misma cosa que bascula por la
ventana de lo celado, por los instintos, la pasión, hacia el hecho extraordinario.
Cierto que el contador es lo contado, que el apuntador lo apuntado. Hace unas
horas, cercano al mercado periférico, un hombre conducía su automóvil, enfadado
por los peatones que se atravesaban, por el calor reinante, porque no había
comido, porque sencillamente no deseaba estar allí. Eso sucedía mientras yo, pie
en la acera, también me disponía a cruzar por su vía. Antes de llegar a mí, con
insultos y tronando el motor, despejó la turba. Sentí la herida del energúmeno, su
imposición. Le cedí el paso, pero primero me asegure de comunicarle con mi lindo
rostro, su acto... fin del romance.
El orgulloso mal soporta el comedimiento en el prójimo. La
competencia del bien llena las iglesias. Pero ninguna muestra produce huecos,
salvando la úlcera que no es provocada. A lo más un declive: cuando nuestros
propósitos no prosperan, detalle que significa que los de nuestro (no tan) hermano
si se concretan, sea por un mejor impulso, por colocación u oportunidad, entonces
nosotros sufrimos la recaída que más tarde o más temprano nos difuminará en
una cama, en un cubo. De allí no pasaremos. Y es que el vacío no llama. Este
humano modo carece de vida peculiar. Creo que de esto se trata “Por el camino
del Tao” de Chuan Tzu, cuando dice: Aquello que actúa sobre todo y no interfiere
con nada es el cielo.
La seguridad es una marcada recta, un área. Dicha línea supone
luz, pero no es propia de ella, sino del espacio que vela. En cierta forma somos
meteoros, fogonazos cautivos o destellos cautivantes que arrasan con la misma
muerte, meras imágenes, posibilidades del lenguaje. Ocurre al comenzar
cualquier ejercicio de estiramiento, ese dolor, o al pronunciarse nuestro nombre:
como la chicharra que con su canto solar se va extinguiendo. Otra aproximación
podría ser el elogio que le obsequiara el poeta Estacio a su favorito Virgilio, en la
Divina Comedia de Dante: Hiciste como aquel que camina de noche llevando tras
sí una luz que a él no alumbra, pero que no obstante alumbra a todos los
demás… Eso podría ser uno como signo de arcoiris. La duda es una oscilación.
Hay hondura en la herida como en el goce, pero el dolor desaparece
con la figura. Aída está con las niñas y yo, con un tambor roto sin poder entonar
una oración, un Hare.
Crípticos
Sean amapolas las Moradas

“Aquel que no acepte este Mundo no construirá en el casa alguna”


H. Michaux.

Ahora yo me quedo inmóvil y hago las cosas. Todos pueden allá


echar sus miserables sales, ante la mirada límpida pueden germinar sus
monstruos, turbarla entre sudores tóxicos... Llueva profusamente esta noche y
que surjan animales milenarios; fíltrense por las puertas para refugiarme en cama,
para allí seguir contando los autos cargados de botellas y cenizas, y recobren
como antes su orden en agujas. Pórteme como quien o alguien, hace frío en las
horas. Me fijo a las vidrieras, me llamo por la barba y discuto mi sien con todos, y
consumo esas cosas que solo consiguen destenderme las ropas... Ya se sabe, y
me arreglo el cabello, hago burbujas cuando quedo bonito, o me ajusto el látigo
apretando mis párpados... Lo hago, estrecho esa mano, o la deslizo, sobando la
parte. De llamar, ni chiflo, pongo al reloj su pezón de arena... Si que me he puesto
a decirles a ciertas mejillas, rosadas, o caobas, que pueden muy bien tirar de las
faldas, hurgar en el baño las piedras, quitarme ese pan, arrebatarlo, y pisarlo en el
ojo que quieran, y nadar y nadar y nadar...
De vez en cuando logro oír alaridos bajo catapultas en algún lugar
que aun no determino, porque inolvidable es su medida, y la resistencia a que me
he visto forzado a exponer para cerrarle la entrada a quien no sabia de qué forma
ayudarme... Con frecuencia aprecié como se abrían y cerraban ellos mismos,
como exprimían su óxido en mi hombro –sin mirarme acercaban una cuerda o
alguna daga-... Prestaban su cuerpo, inclusive espadas, aunque siempre era a
otro...
Mañana, -decía a quienes me rodeaban- mañana no cuenten
conmigo a jugar a que hay sol, a que murmura una luna nuestras siluetas.
Mañana borraré mi ombligo. Eso a que nos preparaban tan de madrugada, a que
nos sacaban para darles gusto, a saltar la cuerda para trabajar en caminos, día a
día más duros, más estrechos; por lo que a menudo se me conducía a las
sombras, precipitando sobre mí, después de amarrarme, gotas intermitentes en la
cabeza. Al salir se me observaba con desconfianza, pues parecía haberme
convertido en uno de los rincones donde se me recluía, presentando ante
verdugos simulados una larga garganta infectada....
Ya no me observo donde todos sueñan su alimento.
Idiota

Como muchos, me creía enfermo de algún mal desconocido. Ya


había asistido a esos temibles antros de la Medicina. Mi crisis aumentaba sin
consuelo; la voluntad, en mi caso, no generaba esas grandes recompensas de las
que suele garantizarse: prescindir del cigarrillo, adquirir una buena mujer, tomar
otra familia, atravesar Roma en absoluta castidad; nada significaban para mi
codicia. La disciplina era infantilmente grotesca. Caminaba sobre el abismo. Por
aquellos tristes días, por azar, entraba en la ciudad el gran Gurú de la India,
conquistador del Asia y ahora de nuestro continente. Poseedor de las más
elevadas enseñanzas. Podía surtir de pan a toda una nación. Fui a él.
Conversamos brevemente en la amplitud de su oficina. Indiscutible, su postura
era máxima, de apariencia ligera, sobria. Me sentí humillado; para el yo no era
nada nuevo. Como pocos, tuve la honra de verme dialogar con el sumo padre de
La Universal Orden Blanca.
Crípticos

Siempre que el desaire me toma por sorpresa, recuerdo mi gran


quietud ante el desastre. En esta actitud, sin pose, dejo que el mar con toda su
fuerza se me encime, dejo que sobre mi el Universo ruede, resbale. Siento que el
puro Éter ocupa mi existencia, que una piedra como el ojo se hace polvo en su
discurso. Cuelgo mis hábitos, fe y dominio; parezco mórbido o lívido, muerto; mi
sangre no es apta siquiera para los zánganos, mi sangre deja de correr; mis
músculos no se entumecen ni contraen, ni se desmadejan. Carezco de
pensamientos, de idea alguna. Me hallo en medio de la tempestad oyendo su
zumbido, observándola en seres antaño amables, crujiendo en los seres mas
nutridos. No sospecho. No me preocupa el saqueo, ni la benevolencia con que se
pueda eliminar a los asesinos. Sonrío, como lo hacen las plantas con los niños.
Silencio

Bajo alias palmeras, próximos a la playa, escuchábamos (la


multitud) disertar al Gran Maestro, venido de remotas tierras. El sol calentaba
nuestras espaldas, mi cabeza ardía; la mañana transcurría apaciblemente, las
gaviotas sobre balsas solitarias, parecían reposar. No siéndome fácil me acerque
al imponente anciano, quien con barba grisácea y mirada concentrada, me esperó
sonriendo; pude preguntarle: Señor, ¿habla por mí, por nosotros? A lo cual
respondió: Así es. Ninguno volvió a abrir la boca por nada. Solemnemente, con
lentitud, se puso en pie, y echando a andar su extrema delgadez se disipo en la
escasa vegetación. En el acto me desnude, y allá en el malecón, entre las claras y
oscuras aguas del hondo mar, me sumergí; los demás, desaparecieron.
Savia Tatuada

Algo curioso les ocurre a mis amigos; ahora les ha dado por estar en
otra parte que no es su casa, ahora no quieren concentrarse en sus cosas un
minuto. Se ven tan desalojados de su naturaleza, tan venidos a menos, que me
provoca subirles en mis hombros y pasearles por las plazas cuantas veces me lo
permitan. Tal es el proyecto que han impuesto al corazón. Algunos, los más
jóvenes, desean marcharse a Europa o al África, para acabar allá de frío o de
calor; pero mis contemporáneos, quienes han viajado de sobra, tramitan un
misterioso pasaje al Oriente. En tanto, yo me hundo en la ignorancia con todo lo
que ella acarrea. Me sumerjo en el olvido de mi desgarrada memoria,
preguntando por vecinos de la infancia, quienes un día pasaron por mi mesa para
darme su despedida.
Dramín

Camino al temor, al punto de apretar mis párpados, cubriendo mi


cabeza, acurrucado; recurriendo a su imperio, escuché que una voz sentenciaba,
inflexiblemente: Es falso. Por un instante dude; me sentía temblar, notaba la
ausencia de control, de sentido, y sin embargo esas palabras aun retumbaban en
mi interior: Es falso. Corrí por toda la vivienda, que para el momento estaba
siendo ocupada por sus nuevos propietarios. La expresi6n de estos se me antojo
despreciable e intransigente al rechazar mi permanencia allí por unas horas de
mas. Entre en lo que hasta aquella mañana fue mi cuarto, llamando a mi reciente
extinta familia, doliéndome su falta; cerré la puerta buscando las ventanas,
amenace con lanzarme, alegando sufrimiento. Calcule la distancia, los metros, la
caída, el golpe, la sangre y los huesos esparcidos por la acera; nuevamente una
brisa despertaba en mis poros el miedo. El miedo a la calle, a la gente, a las
máquinas, a los animales, a la soledad, a la muerte, en Fin a la vida misma. Me
fijé a los vidrios, cedieron mis piernas, cuando una sustancia insípida, como la
que inundaba mis ojos por la estrechez experimentada en mis sienes, subía a mi
lengua. Ya no supe de mí; guardé silencio.
Ocasión

Venia del taller, de un día más de rutina y mecánica. Para el


momento cruzaba el angosto puentecillo que separaba el camino de casa. Abajo,
no muy distante, el riachuelo discurría entre el croar de ranas y el estertor de las
ultimas chicharras. La ciudad en esta parte del mundo alcanza los cerros, la
playa, el lago. Se puede apreciar con relativa facilidad la metrópolis usurpando al
campo. La noche se presentía en una brisa fresca que penetraba los poros de
improviso. Con ello a uno no se le ocurría que alguien podría hallarse internado
en el follaje, aseándose; a no ser por el sonido ajeno a la hierba y luego por una
cabellera negra, brillante, surgiendo de un leve desvío del río que creaban unas
rocas colocadas en ese sitio intencionalmente. Era la desnudez de una mujer
dorada por el fuego. Me detuve sobre las endebles y ruidosas tablas; observe con
que delicadeza se trataba a sí misma, cómo el agua bajaba deliciosamente desde
su cabeza. No pensaba, estaba allí, sola, concentrada en el acto. Intenté
acomodarme buscando un mejor ángulo, pero al instante ella se percató de mi
presencia, miró hacia el andén y sin molestarse me obsequió una sonrisa
inocente. Reemprendí la marcha; ya era hora.
Galería

Escuchaba sonreída, de pie, recostada a la baranda que bordeaba


el jardín de aquella plaza, las voces de niños y adultos en pleno retozo, la caída
de agua sobre esbeltos bustos de núbiles mujeres, el revoloteo nervioso de
palomas, el murmullo sordo, general, de los árboles y la gente. Una sensación de
frescura la embargaba, una limpieza pacificadora la exhibía preparada para
aquella brisa leve pero penetrante, para aquella débil luz que ofrece el sol en
invierno.
Alta, sin rasgos de pintura en el rostro, vestida acorde a sus empinados senos,
cintura, nalgas y piernas bien dadas, con blusa y falda ligeras, con el cabello
negro, flotando sobre los hombros, provocando en el paseante común una que
otra frase de admiración o de envidia. Ella los escuchaba como parte de la
marcha pública resonando en el mármol, describiendo su música de matices
altisonantes y huecos, infinita en compases tortuosos con escasos pasajes
alegres. Aquello le resultaba extraordinario.
Lentamente, con pasos cortos, como no deseando interrumpir con
sus zapatos lo que descubría el odio, se encaminó hacia la fuente. Allí reposaban
desnudas damiselas, extraídas de un antiguo balneario romano. La placidez que
sus rostros pétreos expresaban, aparentemente sólo eran captados en ese
momento por una joven pareja y por ella. Los chicos, cómplices giraban alrededor,
acariciándose mutuamente, como si establecieran una correspondencia en tomo a
aquellas figuras. Un tipo mal encarado, desde un banco próximo, les advertía
sobre un hotel bueno, cercano y barato, pero ellos no le escuchaban, se hallaban
entregados a la caída de agua sobre el dorso, los muslos, los tobillos... Ella
palpaba la escena como a un sueño, mientras se acercaba sin interés por el Eros.
A pocos metros, un empresario, o lo que representaba con aquellas ropas y
gestos, goloso, le hacia una propuesta sexual a un adolescente, no sin ponerse
pálido, buscando en todas direcciones el índice que lo quemara, pero la mirada de
ella no le expresaba terror, si acaso le mostraba su propia torpeza. Ante esta
actitud el comerciante bajó la vista y sin aviso se alejó rápidamente, dejando al
chico desconcertado, quien a su vez fue de pronto sacudido por un balón de fútbol
que dio en su nuca. En aquel momento ella vio aproximarse a su compañero,
presuroso y sonriente.
La cercana iglesia anunciaba la segunda hora de la tarde, las
ardillas corrían asustadas, presintiendo en tal mensaje el tiempo del hombre. La
policía femenina que patrullaba la plaza, parecía desear hacer prisionero al primer
hombre que se atravesara, más aún si se justificaba. Por ello cuando notaron que
un hombre atlético, en lo mejor de su vida, transitaba velozmente por la zona y de
súbito se detenía ante una dama para pellizcarle el trasero, intervinieron de
inmediato sin ver la sonrisa y el beso que ambos intercambiaron. Las dos mujeres
con ceñidos uniformes, en nombre de la moral exigieron documentación, en
nombre del bien ciudadano les invitaban a la Jefatura. A ella para que formalizara
su denuncia, o en tal caso, rindiera declaración como testigo. Supuestamente las
agentes querían librarla de un pervertido, pero cuando observó cómo tan
discretamente registraban a su compañero, cómo aquellas manos se deslizaban
delicadas bajo la camisa y sobre el pantalón, cómo él entendía y se subyugaba
con aparente enfado, entonces miró aquellos semblantes: a las cuidadoras, a su
pareja junto a la fuente y hasta al mamarracho de hombre que aún se mantenía
en el banco más cercano. Sonriendo se mostró dispuesta a colaborar con la ley, a
no interferir en el procedimiento, sólo que un asunto la urgía, haciéndosele
prácticamente imposible acompañarles en el momento. Su amigo fue el más
sorprendido, pero igualmente se dejo llevar sin dar mucha resistencia, en tanto
que ella les guiñaba el ojo a las bañistas, para después marcharse serena, calle
arriba.
Matasano

Se atormentaba al no poder vivir íntegramente. Por todos lados


captaba las influencias que le impedían actuar con sobriedad. En el mercado sólo
la forma era otra, pero en esencia, la carne fresca continuaba siendo el manjar
predilecto. En su propio cuerpo llevaba las llagas del suplicio que a ratos le hacían
desear la muerte. Sus lágrimas no le devolverían lo desperdiciado y para el
reclamo era un poco tarde. Supuso siempre que algo debía hacerse, que en la
construcción de un puente, en la fabricación de una calzada, de una moneda, en
la conducción de un automóvil, de una familia; en la faena, uno se realizaba a sí
mismo cual artista, obteniendo con ello la máxima felicidad, el goce supremo y
eterno, la paz. Creyéndolo se había dispuesto con empeño en semejantes
propósitos. Lo había invertido todo, pero, cosa curiosa, nunca lo reembolsado le
pareció justo, nunca la ganancia fue mucha pare detenerse. La insuficiencia y el
descontento crecieron a cada paso dado, hasta llegar a romperle los nervios y
reducirlo a aquella cama fría, dura, donde el reposo le era procurado por la
peligrosa morfina.
Cicuta

Cientos de veces mi corazón ha murmurado, muy en el fondo de su


pozo, en lo distante: Quiero ser libre. Por mi parte han sido igual de innumerables
las respuestas: la tristeza, el dolor, la rabia y hasta la alegría por no haber perdido
mis facultades auditivas. Siempre me propongo hacer algo al respecto, un
movimiento revelador; como marcharme a la calle y exponerme a los perros. Eso
surge mientras lo conmino a ilustrarse de cielo, de paisajes tranquilos. En ellos se
desborda inocente, ignorando mi engaño, el veneno, el dulce somnífero que lo
entretiene.
Estigma

A pesar de lo otrora padecido, aquel hombre ensimismado


valiéndose una aguja y de un pasmoso aplomo se perforaba, inmisericorde, la
piel. De esta manera combatía la pena quo le había desgarrado el pecho. La
pérdida de su amante le instaba al abismo y no podía buscar refugio en los hijos,
porque ellos se mantenían ajenos; no deseaba molestarlos, desechando aún la
ayuda de terceros. Era un trabajador consumado; sabía colocar cada pieza en el
lugar preciso. Desde hacia cierto tiempo acumulaba dinero para retirarse del
mundo, complacido de sí mismo, para adquirir buenas tierras, una casa con
jardín, con bestias y arado; las comodidades del campo, para instalar allá el divino
objeto de su encanto. Pero la enfermedad se lo había arrebatado. Ahora, como
cuando su padre le castigaba, encerrándole en el dormitorio, a cada imagen de su
esposa rechazándole, se hundía una y otra vez la aguja con que su hermana, en
la escuela, hurgaba las libélulas.
Sultán

En mi tienda someto a todo huésped al desnudo: en su elemento los


veo desplazarse impúdicamente, comunicarse sin rodeos; con el puro deseo en la
boca, omitiendo el diálogo, las confesiones. Superadas la desubicación e
impresiones primeras, la complicidad se toma innecesaria; se tratan con gula y el
desprecio mis sincero. La envidia y el despotismo, son atributos que incentivan,
que promueven el libre desenvolvimiento de sus pasiones, ocultas hasta ese
momento. Por otra parte, mis propiedades se hallan desalojadas de parientes y
amigos, de preferencias y suntuosidades; sólo abro las puertas a quienes
necesitan despojarse de veraz. Mujeres y hombres de diversa índole, de distintos
estratos y edades, de ocupaciones privadas o publicas, vienen aquí a
desprenderse de títulos, corbatas, planes, cinturones, peluquines, sostenes,
esclavas, de aquello que los ha empujado al desierto, que los ha convertido en
soñadores perversos, instrumentos de la civilizada prohibición. Hasta ahora no he
recibido reclamo de maltrato o vejamen, al menos no formalmente, pues si es
cierto que al despedirse, mis invitados, alguno que otro comenta ajustándose el
vestido, que se lo ha inducido y por ende violado.
Videncia

Afuera en los jardines tres niños jugaban deleitados con las flores,
embriagados con la fragancia y el color. La luz del sol matutino era cortesía, los
altos árboles parecían sonreír a los pequeños, obsequiarles hojas secas en lentos
suspiros como solo ellos suelen dar, sin apremio. Desde la ventana, alguien se
fundía en aquellos cálidos cuerpecitos, rozagantes, que canturreaban
desinteresados; frente a las propias narices del perro que, echado, jadeaba
tranquilo. Una caravana de hormigas llevaba a cuestas restos de una cucaracha
hurtada al arrendajo que miraba con recelo desde la rama. Una serpiente
grisácea, de fuertes pintas marrones, sobre la roca mayor, con suma dignidad se
detuvo a examinar, paseando su larga lengua para luego deslizarse hacia la
maleza. La humedad que el astro extraía de la tierra hacia la atmósfera tibia,
grata. Desde la cocina, alguien renegaba por haberse quemado y ahora se dirigía
gritando hasta el parque para reprender a sus hijos. Arriba, sobre el árido cerro,
bajo el siempre nuevo cielo, la rapiña planeaba silenciosa.
Perseguido

Intranquilo deambulaba por la ciudad sin pernoctar en un mismo


lugar; según él, para evitar ser sorprendido en sus actos de malabarismo y magia.
Trabajaba, se divertía con chicas; tenía clase, como sus conciudadanos, pero bajo
un fondo completamente distinto: era testigo, había presenciado un crimen, del
que los jueces sufrían. En cualquier oferta se embarcaba, inspeccionando los
alrededores con aparente soltura. Para dormir se aprovechaba de sublimes
estrategias; se estimulaba, ejercitándose con disciplina, se aferraba a un recuerdo
o proyecto; así se vencía. Sabia que Dios no era iglesia, filosofía, ciencia,
doctrinas, ideas. Las monedas solo Servían para comprar mercancía, para contar
estrellas. Vigilante, nada perdía de vista; pensaba en el peligro, aunque su
guarida siempre lo delataba.
Trabajo

Para el Carnicero, luego de su jornada de ocho horas seccionando


cuerpos, separando tripas y pellejos, seleccionando con destreza las mejores
piezas, coqueteándole al filoso cuchillo, para este personaje habituado a la
viscosidad del rojo líquido, a lo grasiento, que mira a su semejante por el apetito,
solo resta al final marcharse a su habitaci6n, solitario, para fundirse en ella
completamente ebrio.
Testigo

Aquella noche mientras dormía hice un inesperado movimiento, de


esos que suelen dislocarle a uno el cuello o dejarlo tieso para siempre. Aún, mal
recuerdo de qué se trataba aquel sueño...
Me hallaba en un hogar tibio, donde se percibía la gratitud de sus
habitantes. El cariño y la confianza flotaban por los dormitorios, salas y cocina,
incluso en los muebles tenían ese olor mate. Sobre todo en aquella mesita del
cuarto principal, a un lado de la cama que cerca de la peinadora exhibía un
misterioso y extraordinario jarrón de porcelana. Me dije, -es una linda pieza en si
misma- , luego me volví hacia la cama donde gruesas y abrigadoras mantas me
evocaron dulces encuentros. De pronto, sentí que afuera arañaban la puerta
principal. Aunque en principio no fue un arañar del todo, parecían caricias, a lo
cual, sin prestarle mayor importancia olvidé, recostándome sobre el blando
colchón, cubriéndome con las mantas, pero luego oí rasgar la madera, seguido
por jadeos cada vez más profundos, como provenientes de fieras en celo, o de
seres concupiscentes poseídos por el paroxismo. Ello me inquieto en sumo grado;
toda mi vida se la he dedicado a la fauna, a su estudio, y porque no decirlo, he
compartido con ellos siendo uno más en sus juegos. Además, me sentía obligado
a proteger aquella casa, a no permitir que otras especies como la mía causaran
algún perjuicio. Debía hacerles frente, aunque en ello me fuera la vida. Me refiero
a la inmensa capacidad que poseen los animales para hacerse peligrosamente
atractivos y al casi insoportable dolor que procuran las renuncias humanas. Tenía
que actuar, ellos habían penetrado por las ventanas, entraban en aquel calido
dormitorio donde me hallaba. De un salto me incorporé, pero no para
reprenderlos, sino para consentir en otro espacio. Sin embargo, en el arrebato
tropecé con el mueble, con tal descuido que el jarrón de rara belleza se
bamboleo, cayendo al piso, volviéndose pedazos. Al instante las fieras
desaparecieron, en la misma medida que algo como una daga me atravesaba el
pecho. Corrí herido por toda la casa, gritando, halándome el cabello, sintiéndome
morir. Pero la Iucidez vino a mí por un momento, recordé la joya de porcelana,
entonces angustiado me dirigí al dormitorio para recoger y reparar el costoso
daño. Ya en el lugar, donde se suponía había caído, pude observar con estupor a
una hermosa mujer esparcida por el suelo.
Sonámbulo

Cumplía quince anos practicando la cirugía, orgulloso de la técnica y


de sus resultados. En el centro hospitalario era muy querido y respetado por sus
conocimientos acerca del dolor humano, por su actitud seria y preocupada por el
prójimo. Pero cuando se le preguntó en qué consistía su excepcional profesión,
respondió con humildad: opero a seres que suenan.
Maltrato

Pese al hurto, entraba en el claustro sin sentir la culpa. El castigo


había sido dejado para padres e hijos, para amos y esclavos; yo entretanto
pasaba las horas en cualquier oficio, ganándome un pan mugriento, un espacio
lóbrego donde poder respirar sin mucho apuro, donde hallar el siguiente recurso
para mantenerme firme. Era mi caso ganar dinero, perderlo, recuperarlo. No
importaba cómo, ese era mi trabajo. Con ello solventaba mis gastos; con eso
pagaba. Los daños causados nunca fueron profundos -creo- de hecho podían ser
borrados con obsequios, cambiados por cualquier objeto. Nada tenia real sentido;
a uno podían patearlo, devorarlo o echarlo en el patio del vecino. Todo tenía su
precio.
Subvertido

Una noche tomentosa alojé en mi casa al Egoísta. Me encontró


herido, desasistido, en el fondo de un sótano, deposito de reliquias, de mi historia;
lugar que ya habían desplazado mis hijos y esposa. Me tendió, enjoyadas, sus
manos, a la par que miraba mi pecho y cabeza, desangrándose. Agonizaba y no
pude más que abandonarme a sus brazos. Con increíble fuerza, conmigo a
cuestas, subió las escaleras llevándome hasta el cuarto: allí me deshizo de los
trapos que vestía, me acomodo en la cama bajo sábanas limpias; hablaba
mientras examinaba mis heridas; a cada palabra sentía su lengua en mis llagas,
su aliento acariciándome la frente y el tórax; comencé a sufrir cierto alivio, me
quedé dormido. Por la mañana, apenas desperté, divisé el armario abierto
exhibiendo los mejores trajes: a mi lado, humeante, un desayuno envidiable. El
decorado de la habitación era distinto, novedoso. Recordé en ese momento mi
mala hora, salté sobre el espejo para indagarme; solo constaté pequeñas
sombras; el dolor, como mis familiares, había desaparecido. Días más tarde se
inundó mi hogar de un viscoso placer.
Silvestre

En el presidio me acostumbre a mirar desde la ventana que impide


la oscuridad casi absoluta de mi celda a ciertas especies que como a mí, se han
tildado de odiosas: La golondrina y el reptil del fango. A pesar de que ambos
poseen recursos diferentes, de que una parece no parar de moverse y el otro la
quietud extrema, ambos están signados por sus elementos condicionantes.
Podría decirse arbitrariamente que la pequeña ave se arrastra por los de los
cielos y que el reptil vuela entre el pantano. En principio, sus imágenes me
incitaron a saltar desde el lavabo, a deslizarme entre los hongos, cucarachas y
ratas de mi encierro. Pero un segundo después, un terrible ojo me desnudó en
mis lerdos movimientos. Apelé al topo entonces y engordé, tragué tierra, pero la
asfixia reclamó otro cuerpo. Ahora me comporto como un caballero serio, mudo,
entre alucinados murciélagos.
Percance

Era de noche, desde el puente miraba sin importancia el correr del


no; la renuncia a mi pareja me brindaba aquel bálsamo que surge cuando se cura
una herida. A mi lado una adolescente gemía, profiriendo groserías contra sus
progenitores, mientras desdeñosamente masticaba chicle. El tránsito automotor
era escaso, cosa que aprovechaban los pocos para conducir velozmente,
echando en nuestras espaldas la ventisca que ocasionaba su paso. Pese a la
distancia, la exigua luz no me impedía apreciar la pena en su rostro, la luna
aparecía en sus ojos. No sé por qué, pero por un momento la vi como una roca en
medio del río, desvaneciéndose por la fuerza incontenible de las aguas. Quizás
porque la blusa que vestía descubría sus hombros y brazos, gran parte de la
espalda. La falda con un corte en ángulo, aunque de te la sumamente liviana,
flotaba una y otra vez al capricho del viento, dejando ver su trasero por una malla
de lycra turquesa. Su mano izquierda se crispaba a la baranda mientras la otra
golpeaba la viga a su lado, de cuando en cuando le servia para recostarse.
Hablaba en voz alta. Nombraba a José, quien queriéndola mucho, reprendiéndola
le había desprendido a su bebe de una patada en el vientre; su propio hermano, a
quien ella cuidó con tanto cariño, cuando era un chiquillo. Nombraba a su padre,
quien la obligaba a callar, mientras él con manos de albañil, con su aliento de
lagarto, gozaba de su naciente sexo; a su madre, una eterna durmiente; a sus
amantes, quienes le regateaban por un poquito más de tiempo; al chulo de
buenos sentimientos, quien la jodía por puta insensible...
Ya la joven gritaba, se arañaba, lanzaba su cabeza contra la base de
acero. Ella ignoraba mi presencia, al menos eso pensaba yo. Lloraba enloquecida
bajo un cielo despoblado, que contrastaba con la irrepetible música producida por
los rápidos. Me aproximé cautelosamente hasta alcanzar con mi mano su hombro
desnudo; el color de su cabello era castaño claro, con una colita pintada de azul
cayendo en su nuca. Al momento reaccionó con furia, sentí sus uñas desgarrarme
el cuello: el temor hacia presa de mi, apenas podía mirar espantado su cara
contraída por el odio, apenas balbucear un débil —no-. Cedían mis piernas, me
faltaba e! aire, un liquido frío salía de mi boca, mientras ella me insultaba cual
verdugo...
Yacía en la acera, ante una chica increíblemente fuerte, toda su
familia parecía ahorcarme. De pronto oí a mis espaldas e! ruido de un auto
deteniéndose, la voz femenina de una anciana que lejos de bajarse e intervenir,
saludo aquel acto, reemprendiendo la marcha. Perdía el sentido cuando mi propia
agresora me soltó, derramándose en lágrimas, Como un pedazo de cuarzo caí.
Cuando desperté, hallé a mi lado una nota pisada por un monedero negro. No
quise leerla, lentamente me incorporé adolorido, tosiendo, revisando mis heridas.
Me acerqué a la baranda, miré abajo, luego estremeciéndome volví la vista al
cielo.
Ya de madrugada y en casa me di un buen baño, penosamente
pude continuar durmiendo, ante la amenaza de otra perdida...

Réquiem

A ella le desagradaba que yo entrara a este mundo, invitando al


desorden total del hogar, que yo expusiera motivos para quemarse las manos.
Pero ella alegaba que ellos ignoraban sus razones, que en definitiva eso era
atentar contra la familia y los principios del hombre. Su lucha era, por y contra su
naturaleza. Quería siempre limpiarlo todo, hasta la idea marchita de soledad que
circundaba a los dioses. De verdad, quería gustamos a todos, mas a su vez, tener
una vida privada; un hogar con esposo e hijos, con amigos y enemigos de su
alma. Nunca le dije, al menos claramente, que nuestra gente no estaba viviendo
de acuerdo a sus fundamentos, si no a su inercia corpórea, que el respeto en los
hogares parecía una moda insoportable para los hijos, que el mismo, afuera, es
infundado; pues este no es basado en la admiración que le merece el otro como
hombre sentimental y de conciencia, sino del poder mal habido que se ostenta
para pisotearlo.

Entendía, al separarnos, la ceguera de todos los tiranos e


interpretaba cómo desde la ventana yo la veía marchar; comprendiendo en la
lluvia y la noche el encargo del sol al mostrar mi existencia. Porque hubo tiempos
en que la sed fomentaba los oasis, no un pan y un cántaro, sí una laguna y toda la
harina para ahogarnos; era para borrarla, lo cual fue imposible, mas era para
desaparecerla, por toda la vida y, nuestra condición, lo sabíamos, no era eterna, y
en los mercados, en las avenidas donde todos se asustaban, hasta ella, yo vivía
el objeto y el sujeto de mis preocupaciones.
Alrededor todo se desvanecía con tal lentitud, que lo percibíamos
claramente, cuando nuestros cuerpos se contenían en nosotros mismos. Era allí,
cuando de pronto, una fuerza omnipotente surgía como del centro o fondo de la
tierra y el mundo, que nos empujaba hacia el otro en un beso urgido de calor. La
piel se nos enrojecía como las rosas en verano, que inmersas en el paisaje,
contemplándose las dos en un solo tallo, agonizan lentamente. La piel
deslizándose entre puertas acabadas por la noche, extendiéndose en alcobas
para derramar su elixir, nos sostenía los huesos desordenadamente, nos exponía
al escándalo que despiertan las serpientes en nativos y turistas de cualquier
civilización.
Nos levantábamos aplaudiendo el acto cotidiano, encontrando en
ello cierta renovación y permanencia. A mi se me coriseguia a menudo
empapado en sudor, cuidando del polvo las herramientas, y a ella, extrayendo de
casa a sus adversarios, para luego de comer, salir a la expectativa por primera
vez. Ambos poseíamos una razón para vivir, que se comparaba con el movimiento
de las mariposas cruzando trincheras, que se comunicaba con la tierra y sus
fieras domesticadas; porque a través del uno queríamos más al mundo y
entregándonos a él, bañábamos nuestras cabezas con el viento que ofrecen los
mares.
Sentados en las plazas, éramos una provocación para explorarse y
descubrirse temerosamente; aunque más les convenía ser modelos, jamás
distintos o diferentes, más les deparaba creerse el centro del universo, nunca una
estrella opaca deambulando en la penumbra, nunca un limitado cuerpo que tiende
a desaparecer. Mientras, nosotros solo éramos dos, compartiendo la sustancia del
cuerpo en las plazas.
Para mí, el hombre que ella aceptaba: el hombre y su grupo, no
estaba unido por los lazos de solidaridad y hermandad, ni fraternidad, y sí por
cartílagos semejantes a látigos púrpuras, por gusanos semejantes a venas que
surgen del abandono y de la descomposición. Para ella yo era todo el dolor, la
tristeza y la rabia; un cúmulo de impotencia a quien lo urgía plantar un árbol,
tener un hijo, una esperanza y no una guerra.
El proyecto que me proponía, me parecía en su fondo puro, pero
ingenuo ante la miseria existente. Yo no me atrevía a matar, mas insistía en que
uno debía hacerse de fuerzas para atacarle en su estómago y cabeza, cercarle y
exterminarle efectivamente. Pero esto producía, a su criterio, la rigidez y disciplina
impuesta por las exclusivas ganas de autoridad; trasluciéndole a un hombre falto
de amor, que inevitablemente estaba expuesto al fracaso por su vació. Por tanto,
yo debía marchar, buscar y encontrar el cariño, entregarme a este como un niño,
aunque eso me hiciera llorar mucho.
De hecho, en el terror habían perecido quienes me heredaron,
únicamente con ella contaba mi fin, pero no me aterraba suponiendo
independencia, suponiendo confianza, hasta que ella fue haciéndome cada vez
más falta, cada vez más, hasta que se fue.
ÍNDICE

Preámbulo
El Mito de Aída
II Sindromaco
III Bello durmiente
IV Esclaura
V Bosquejo
VI Flex
VII Disputa
VIII Espinas
IX Sentido
X Escarceo
XI Desatino
XII Interregno
XIII Provocacion
XIV Desgaste
XV Desententido
XVI Amigos
XVII Recuento
XVIII Capricho
XIX Compañía
XX Carta
XXI Jornada de Carnaval
XXII La Caricia
XXIII Agujero
XXIVI Marcha
XXV Materno
XXVI Celosía
Epílogo
Vértice
CRIPTICOS
Sean amapolas las moradas
Idiota
Crípticos
Silendo
Savia tatuada
Dramín
0casión
Galería
Matasano
Cicuta
Estigma
Sultán
Videncia
Perseguido
Trabajo
Testigo
Sonámbulo
Maltrato
Subvertido
Silvestre
Percance
Réquiem

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