La Seducción - Sara Torres
La Seducción - Sara Torres
La Seducción - Sara Torres
ANNE CARSON
ROLAND BARTHES
MICHEL ONFRAY
Y, en el caso de que pudiera pensarse, ¿por qué había de pensarse
con tan aplastante dolor y no con dulzura?
MARGUERITE DURAS
1
Me he quedado sola por primera vez. Espero en el verde brillante con sus
mordidas de papel arrancado. El sol toca a la última hora. Todo preserva el
pasado, hasta lo nuevo: una radio sin posibilidad de conectarse al móvil
para que sirva de altavoz. Las puertas son pequeñas y los muebles bajos, de
manera que el techo parece quedar muy lejos de ellos. Sentada en el borde
de la cama tiro un retrato con la cámara frontal, de perfil, estirando mucho
el brazo y fingiendo que la mirada se ocupa en alguna actividad ajena a la
cámara. Quiero saber qué vería ella si entrase ahora.
Repaso primero los ojos, casi siempre irritados, valorando el rojo en
torno al iris que suele empeorar con el calor, la sequedad del ambiente y
momentos de tensión en los que no parpadeo. Una mirada del color de este
suelo de castaño, tantas veces coronada por minúsculos riachuelos de
sangre. Un camino pardo y rojo que ofrecer a las otras.
El pelo oscuro, la mandíbula firme y una camisa ajustada al cuello,
hasta el último botón. Me recuerdo de adolescente, la ironía de mi madre
diciendo que todo el mundo respetaba las temporadas menos yo, para quien
no existía la ropa de verano, puesto que iba siempre «cubierta hasta las
cejas». La madre bella, sin vergüenza, mostrando la definición del brazo al
aire y la pierna asomando por la abertura del vestido. Un cuerpo atlético de
madre como referencia y luego mi incómodo tránsito entre invierno y
verano, la obligatoriedad de la exposición.
Todo eso era violento. El cambio de estaciones ocurría de improviso y
yo no podía desnudarme. Todas alrededor tenían en cuenta el horizonte del
verano, parecían haberse preparado; sin embargo, con el calor de junio yo
seguía siendo lo mismo que en diciembre: un animal que come con
voracidad aquello que le ponen delante, un trozo de carne lánguido y
amarillo, sembrado de poros y pelos oscuros. El campo negro y aceituno de
una adolescente más ocupada en obtener placer mirando a las demás que en
sostener una norma improbable en su propio cuerpo.
Para ellas parecía fácil. La ligereza, embutir los muslos en jeans con
elastane. Despertarse antes para frotar el pelo cada día, aplicar una
mascarilla, secar y planchar. Marcar el párpado con una sombra en distintos
tonos. Peinar las cejas y rizar las pestañas. Meter en el ojo el cristal de una
lentilla y conseguir lagrimar lo suficiente a lo largo del día para que los
globos oculares no quedasen como uva en el desierto.
Las observaba y sus gestos, imaginados en mi propia carne, me dolían,
pero a ellas no. Parecía natural su ser suaves, imberbes, con aroma a
frambuesa y a plátano. Yo sospechaba de algo rancio en mi olor, pero no
soportaba el aroma químico del desodorante todo el día pegado a la axila.
Era el olor preceptivo, pero al aplicarlo su opacidad anulaba todos los
matices de la piel y hasta del paisaje. No solo el sudor olía a desodorante,
también lo hacía la ropa, el ambiente y hasta la comida.
Poder quedarme en casa varios días, no salir a la calle, era también
descansar de ese olor y de las miradas de la gente. Confusamente y en
privado, prefería el ácido y el agrio, cuando estaba sola sentía satisfacción
con las reverberaciones de mi sexo y el aceite suave del cuero cabelludo.
Desde que he entrado en esta casa ha vuelto aquel nerviosismo
adolescente, una incomodidad en mi propia carne que gana terreno a la otra
versión de mí más calmada e independiente, esa que fue accesible tras dejar
el instituto y entrar en la universidad.
Adelgazar era el truco para todo. Cada vez que me atraía una chica dejaba
de comer. Perdía peso no para gustar, sino para no generar rechazo. Es la
historia secreta de alguien que hoy se muestra segura, conoce los gestos de
los cuerpos privilegiados, los repite fingiendo. Finge tanto que a veces
olvida a la verdadera: esa deformidad insistente y ambiciosa que no ha
encontrado forma de acallar su hambre.
¿Quién soy ahora en este cuarto, preguntándome por mi olor, por mi aliento,
la forma en que la tela del pantalón dibuja la curva de la cadera en lugar de
una pierna recta?
Durante mi adolescencia al primer día de playa acudía sola. Quitarme la
ropa era como desenvolver una gran masa temblorosa, que podía
desbordarse y cambiar muchas veces su volumen. Sola me quedaba bajo el
sol durante horas, y hacía lo mismo los días siguientes. El calor parecía
secar la textura de esa masa y volverla concreta, con límites justos. Al sol
mi superficie se contraía y se fijaba. Un higo chumbo con los ojos irritados.
Me ponía muy morena y en la piel oscura sentía menos miedo a la flacidez
de mi propia materia reproduciéndose, mostrando hoyuelos y grietas.
Después, hacia el final del verano, conseguida la piel prieta que oculta los
detalles, podía unirme a las demás sin miedo a aplastarlas o a
escandalizarlas con mi indefinición.
Por entonces sentía que mis límites cambiaban en cada espejo, nunca
parecía el mismo cuerpo. Iba de susto en susto. Cuando me sentía ansiosa
por haber ensanchado de imprevisto, aprendí a levantarme la ropa y fijar la
vista justo en el ombligo, un punto de referencia más o menos estable. Tenía
que mirarlo tres segundos, ni más ni menos, porque a partir del segundo
cinco el vientre comenzaba ya a expandirse y deformarse. Entonces era
importante mirar hacia fuera, estudiar con detenimiento el contorno de un
árbol, una baldosa, una lámpara.
Hoy, cuando siento que la ansiedad se aproxima, utilizo un viejo truco:
tomo la cámara fotográfica, enfoco, me concentro en el entorno.
Entonces llegó uno de los siete Ángeles que llevaban las siete copas y me habló: Ven, que te voy
a mostrar la sabiduría de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas. Con ella
yacieron las reinas de la tierra, y se embriagaron con el vino de su amor.
Amanezco con un olor fuerte a barniz, que viene del suelo. El olor ha
interferido en mi descanso, porque cada músculo siente fatiga. Sin pensar,
abro el correo electrónico en el móvil, buscando un e-mail de ella, como
cada mañana antes de llegar. Por un momento imaginé que lo haría,
continuar escribiéndome, entendiendo que de ese modo se da una
comunicación más sincera. Por correo solía comenzar con un «Buenos días,
bonita». ¿Qué ha dicho su voz después de habernos conocido? Nada. Ni una
sola palabra dulce.
La había escuchado dirigida a mí una única vez, días antes de venir. Me
sorprendió porque se parecía a la voz grabada de las entrevistas, pero no
tanto. Por teléfono, según avanzaba la conversación, parecía volverse más
aguda, más infantil. Fue deliciosa su voz en la distancia. Me dio un calor y
un vuelco, como de salmones que saltan corriente arriba. La cadencia y la
textura decía a mi cuerpo «ven aquí». No ofrecía direcciones complejas ni
matices espaciales, eso daba igual. «Aquí» era un lugar concreto junto al
vientre y la boca desde donde surgía el habla: ella me había llamado, es
decir, me había elegido para hablarme.
En persona aún no sabemos pensar y posar los ojos sobre la otra a un
mismo tiempo. Parece un gesto de indiscreción mirar de frente, encontrarle
los detalles, los poros de la piel, la quebradura de las canas, más gruesas
que el resto del cabello. Todo lo que no forma parte de su retrato público.
Pienso en su voz al teléfono y en su forma de mirar a la perra
ofreciéndole agua. Se agacha de cuclillas en el suelo, pone la cara a la altura
del morro y rodea la quijada con su mano. Las imágenes empiezan a ser
muy concretas, un gesto de la boca al hablar, una forma de inquirir con los
ojos buscando la sed del animal. Me engancho a las imágenes intentando
ralentizarlas unos segundos hasta que recuperan el movimiento, se
convierten en una sombra vaga. No enciendo la luz ni permito que
comience el día. Busco debajo del pantalón de pijama, debajo de las bragas,
un rincón estrecho para moverme. La boca ofrece agua, dice «Ven aquí».
Ahora es solo la voz. La arrincono contra la pared, me apoyo sobre ella, la
estrujo. Ya no habla, se ocupa en respirar, se rompe.
Algo va mal. ¿Algo va mal? Si mi razón para llegar a esta casa era tomar
unos retratos mientras escribe su próximo libro, ¿cuál se supone que será mi
función aquí sin poder usar la cámara? Y si no puedo tomar fotografías, y
tampoco puedo tomarla a ella, ¿cómo voy a conseguir que me valore? No
confío en lograr su cariño por el mero hecho de estar…
Otras quizá consigan el amor de los demás por el simple motivo de
ocupar el espacio. Pero ese nunca ha sido mi caso. Para tener acceso a la
pasión de las otras yo he tenido que trabajar… montar consciente todo un
escenario donde de pronto mi nombre luce dentro de una narrativa que le da
sustento. Siempre supe que, por mí misma, en bruto, no era suficiente. Para
llegar donde algunas llegaban con ligereza, para conseguir la atención
verdadera, yo necesitaba un logro, una personalidad construida.
Con la analógica, apuntando a mi madre, había descubierto algo de
niña: la madre quería satisfacer a la lente como nunca habría querido
satisfacer a la hija. Con la cámara entre nosotras, sujeta por mis manos, yo
tenía un poder, el de la mirada. Mamá se colocaba frente a mí con
nerviosismo, pidiendo consejo, y me era permitido entonces darle órdenes:
baja la barbilla, sostén la taza entre las manos, una sonrisa, pero más
relajada. Con el rostro oculto tras el ojo de cristal yo representaba por unos
instantes el poder del juicio. Ella apretaba el vientre y se tocaba el pelo, me
buscaba una y otra vez, necesitada de mí, de una palabra de confirmación:
«¿Así bien, hija, te parece? ¿Cómo me ves así?».
Al final del camino aparece el mar, con estrellitas de luz sobre su superficie.
«Esa es la visión», dice. «¿Cuántas veces podemos emocionarnos al
anunciarse el Mediterráneo al final de un camino? Todas las veces».
Acorto mis pasos para conseguir que pase delante de mí, y cuando la
distancia es suficiente, tomo una fotografía del mar con ella de espaldas.
Llevo una analógica antigua, no corre el carrete de forma automática y el
sonido del obturador al disparar es casi imperceptible.
La suya, una desnudez tan cómoda, de braguita con escote. Muy baja, muy
por debajo del ombligo. Parece depilada, pero fijándome mejor veo el vello
sobresaliendo por las ingles. Pelo fino y rubio, no es difícil ir sin depilar
cuando es así.
Estamos saliendo del verano. El sol resquema la piel, pero la
temperatura ambiente no es alta. Pienso que este año ni siquiera he vivido el
verano. Estaba en casa, con el aire, frente al ordenador. Bebiendo cerveza
en el balcón por la noche con mi pequeña familia cuir. Algún día paseamos
por el campo y salimos al río. Descubrimos nuestros vientres en un paisaje
sin extraños que nos devolviesen la mirada. La Barceloneta en agosto era el
after de una fiesta hetero. La proporción calculada de los cuerpos no podía
de ningún modo representar al común de los mortales. El común de los
mortales esconde sus muslos bajo el aire acondicionado en la oficina, o los
moja en ríos donde poder reposar en paz, jugar con las amigas.
Pero el margen siempre recuerda la norma. No es algo que de pronto un
día olvidemos para siempre. Con culpables o sin ellos, siempre hay
personas, escenarios que nos la recuerdan.
*
No sé bien qué pienso yo de la escritora, qué pensaba cuando fui a hacerme
la cera antes de venir a conocerla. Dolió moderadamente, no era la primera
ni la segunda vez. Aunque al mirar mis axilas desnudas me sentí ridícula,
no me sobraba autoestima para exponerme a causar aversión por un detalle
que estaba bajo mi control. Es verdad, así somos las disidentes: libres.
Libres de valorar cuándo una mata de pelo bajo el brazo pesa demasiado,
ocupa demasiado. Libres de sacarla del escenario cuando toca una
excursión con una mujer desconocida. Y libres sobre todo de, después del
affaire con la norma, volver a casa con lxs amigxs. Esperar a que el pelo
vuelva a crecer aceptando el consejo de no volver a obsesionarnos con
alguien cuya presencia nos produce ansiedad.
Mira a tu alrededor, me digo. Olvida tu cuerpo y el suyo. Fíjate, por
ejemplo, en el final de la playa donde en lo alto reposa el castillo de
Tamarit. Fíjate en los pequeños catamaranes y en el patí catalá que dormita
en la arena, frente al club marítimo.
Sus piernas están también cubiertas de vello. La piel hidratada,
tranquila. Las mías, sin embargo, se enrojecen irritadas por la entrada de la
sal en el poro abierto. Busco con dificultad una posición en la toalla al salir
del agua. Ella, aparentemente tranquila, lee boca abajo. Los culos son
magníficos en esa posición. Prácticamente todos, aunque seguramente el
mío no. Cuando aumenta la ansiedad por mi imagen corporal, ya no es
posible sentir deseo. Sin duda puede más el miedo que suscita mi delirio de
monstruo que la imagen preciosa de su culo.
Sé que soy injusta. Me siento imbécil por haberla reducido a una
especie de prototipo de mujer femenina que me causa a la vez angustia y
ganas de tenerla cerca.
*
Para no volver a ser la adolescente asustada de su propia carne intento
recordarme después, como amante. Sentirme deseada por primera vez
rompió el conjuro. Estar en la cama por primera vez con una chica a la que
no solo yo miraba como si fuese la reina de los mares, todo el jade de
Japón. Reconocer en la mirada de la otra un hambre parecida a la mía, ser
inmovilizada por su avance sobre mí, por su búsqueda sobre mí. Pude
comprender que tal vez eso era lo femenino, se trataba solo de una postura
en el deseo: esperar a que la otra proyecte una fantasía de curvas y
porosidad y luego ofrecérsela. Lo femenino no era más que una actitud de
bienvenida ante un deseo ajeno por el que sentir compasión, ternura, ganas.
Hasta que la conocí a ella, capaz de curvarme y de moverme, había
evitado cualquier gesto que recordase a la feminidad. Yo quería ser apetito,
mirada y acción. Nunca objeto. Pero la pasividad también me gustaba. Era
el descubrimiento. Una pasividad atenta, enérgica, capaz de transformarse y
transformarlo todo. Las dos pasivas y activas, follando y folladas. Echo
mucho de menos mi cuerpo de aquellos días. La satisfacción.
La ternura nos predispone a valorar lo que hay frente a los ojos. Suspende las leyes de comercio,
se fascina con la diferencia de lo que le es íntimo. Lo amado inaugura un canon propio.
*
—En la fotografía donde acariciabas un abejorro acurrucado contra tu
palma, ¿estaba muerto o moribundo?
—Estaba vivo y coleando, pasó mucho rato conmigo y después de un
acercamiento muy progresivo me dejó acariciarlo. Luego me distraje por un
tiempo, pensé que ya se había ido, pero noté un zumbido demasiado cerca,
debajo de la camiseta. ¡Ahí estaba! ¡A punto de ser aplastado! Luego
levanté la camiseta para abrirle el paso y echó a volar.
—¿No pensaste que el abejorro pudiese ser tu madre?
—Normalmente mi madre es un petirrojo. Antes aparecía a menudo
sobre ese árbol, pero hace tiempo que no.
—Cuando murió mi madre se me cruzó la idea de que ella era los
mosquitos que aparecían en la habitación de noche. Oí que nos pican las
hembras que van a criar. Por si acaso eran mamá me dejaba sacar sangre por
ellas. No he vuelto a matar uno.
—Te entregas.
—Es raro cómo aceptamos esa necesidad que tienen las madres de
beber la sangre de una. Hasta nos parece justo.
—Tal vez es justo. Permanecemos demasiado cerca demasiado tiempo.
Tomamos de ellas demasiado, y después, cuando estamos listas para irnos,
las abandonamos con una sed voraz, sanguinaria.
—Dan mucho miedo las madres, ¿verdad?
—Como la pasión después de un tiempo. La pasión de cualquier tipo.
Para no dar miedo, no ha de durar.
Somos dos hijas de una madre muerta. Tal vez sea ese punto en común
lo que está buscando. Lo que me hace interesante para ella.
*
He encontrado el desayuno puesto en la mesa de la cocina. Un juego de
plato, cubiertos y servilleta de tela. Una taza, un vaso y el jarro de agua con
hojas de menta fresca. Hay arándanos, sal, una aceitera, un aguacate
pequeño. En su lado de la mesa casi nada, un cuenco manchado de verde en
el fondo y el libro Elogio del riesgo, de Anne Dufourmantelle. He visto este
libro posado sobre diferentes superficies en los últimos días.
La casa está en silencio, la puerta de su habitación, cerrada, y la perra
toma el sol en el jardín, junto a la fachada principal. Los restos de té
parecen un mensaje no tan subliminal que invita a que no la espere.
Fotografío la escena con una pequeña Pentax que compré en Los
Encantes. El resultado será suave gracias a la luz que entra por la ventana.
Tomo el libro y dejo que se abra por una página, luego otra, y otra,
página 133:
La fragmentación interior a la cual nos enfrenta la soledad, cuando la angustia ataca nuestra
misma posibilidad de estar en el mundo, no es fácilmente remisible. […] Entrar en familiaridad
con cierta soledad es también aceptar que los lazos por los cuales creíamos ser sostenidos sean
decepcionantes y entonces correr el riesgo de permanecer junto a nosotros mismos como con un
amigo desconocido, muy suavemente, como cuando uno entra en convalecencia.
Sus ojos miel, abultados bajo el párpado, están más fuera que dentro del
rostro. La nariz recta, la boca de labios finos. Pienso que hay algo en esa
cara que la predispone a un tipo de placer enrevesado, de difícil acceso y
gran intensidad.
El gozo y el tiempo. Parecida a la narradora en su libro, el acceso sería
difícil, la entrega, contradictoria y la pasión, una tan fuerte que la deja rota.
Tal vez lo que yo puedo darle la dejaría exhausta, rota no.
Y una puede con cierta facilidad recuperarse del cansancio. Es un riesgo
asumible.
*
Tres de la mañana. Despierto con incomodidad pero sin nerviosismo.
Demasiado calor, seguramente, pues estoy envuelta en la sábana que se me
ha adherido. Entre las contraventanas se filtra una lengua de luz nocturna,
luna creciente, rebota contra el jardín, pasa por la ranura y llega a la puerta
de la habitación, que dejé un poquito abierta.
Apoyada en el suelo está la cabeza de la perra, que se humedece el
hocico con la lengua. Me ha visto abrir los ojos. Nos miramos con
conciencia la una de la otra. Luego se levanta y se va.
Giro a un lado, a otro, busco una posición que no soy capaz de
encontrar. Pasa una hora. Dos. Tomo el móvil, reviso el correo, luego
Instagram. Contesto el mensaje de una chica a la que no conozco. Dice que
le gustan mis retratos en estancias interiores. Lo pienso.
No lo pienso después: «Estoy en la costa, al lado de Torredembarra, si
uno de estos días te apetece y te acercas, puedo tomarte alguna fotografía».
Estoy mirando hacia fuera. Para conservar la salud. Miro hacia fuera
porque tal vez un deseo que no materializará me está robando ya la
capacidad de ver. Ver más allá del túnel que enmarca a la escritora, su casa,
su mundo.
Es mi tercera noche. Soy consciente de la velocidad, de la impaciencia.
Podría marcharme mañana, llena de rabia, darlo todo por perdido.
Pero ¿quién es capaz de ser paciente? Paciente como ejercicio, paciente
cuando impacientas. Podría esperar con ilusión el avance hacia el momento
de hacer cosas concretas con ella, pero no puedo seguir con la duda de si
ella desea realmente que yo esté aquí.
3
Un mensaje de texto suyo solía dar más placer que esta realidad incómoda
del cuerpo. Era más cercano que esta cercanía. Cuando la otra nos escribe
imaginamos a alguien capaz de pronunciar lo mismo hablándonos muy
cerca, con la voz viva y la piel de la rodilla atenta a nuestra mano.
Para entender mejor por qué estoy aquí necesito ir atrás, abrir el correo,
leer los mensajes una y otra vez, atender al detalle con minuciosidad
científica. Quiero rescatar alguna connotación perdida, encontrar una clave,
una pista:
3 de agosto
Pienso que tú sabes algo de las imágenes que yo no sé. Conoces una forma brutal de
relacionarte con ellas. ¿Cómo eres capaz de trabajar retratando a todas esas chicas
jóvenes, servir
a los intereses de las marcas y no mirar con violencia? Tal vez ese lugar arrogante del
disparo, detrás de una saetera, sea una especie de tentación a la que a veces puedes
resistirte… y otras no. ¿Dónde sitúas los límites? ¿Alguna vez alguien se ha entregado a ti
porque le devolviste una imagen de sí misma a la que no se pudo resistir? Y al revés, ¿has
sido incompetente queriendo retratar la belleza de alguna tal y como la percibieron
tus ojos desnudos?
Quisiera saber más. En el email anterior contabas que trabajas con digital, pero tus
imágenes privadas las tiras con carrete.
¿Por qué? Te voy haciendo estas preguntas dando casi por sentado que no te entretendrás
en la respuesta como a mí me gustaría. Casi nunca contestas más que una frase simple
cuando yo sugiero oscuridades que podrían tomar tanto tiempo en hablarse… Tal vez me
gusta demasiado indagar, pero te tendré paciencia.
Hace mucho calor, te juro, la perra anda apática y yo ando lenta. No he hecho la compra
y se avecina un domingo con un paquete de almendras, un bote de caldo y la despensa
vacía.
Esta mañana pensé que sería tan bonito poder estar compartiendo el desayuno…, llegó
el correo y en él el libro sobre fotografía de Hervé Guibert que me recomendaste, un objeto
de color azul que ahora está sobre la mesa del comedor y de pronto parece el centro de la
casa. Como tú, antes de tu visita.
Me dice que esta noche dará una cena para unas pocas amigas. Algunas
vienen de la ciudad y han reservado varias habitaciones en el hotel Yola,
cerca de la playa. Quieren quedarse a dormir y no conducir de regreso.
Llega muy cargada del mercado. En la cocina le ayudo a descargar los
capazos llenos. Ya sé dónde colocar la avena, los huevos, la fruta. Puedo
complementar sus movimientos, eso me hace sentir bien.
Cocemos garbanzos en una olla a presión y preparamos un gran cuscús
de verduras. La habitación se llena con el olor a la zanahoria cocida. Un
olor que me resulta bastante desagradable y que a ella tampoco le gusta, por
eso enciende el extractor, abre puertas y ventanas. «Qué bonito las visitas
¿no? Pero también qué agobio de preparación. Y mira que hay confianza».
Lavamos tomates, picamos albahaca.
«Como dos compañeras de piso», un gesto de barbilla que se eleva y
cae, con cierta emoción. «Echaba de menos poder convivir con alguien.
Libremente, cada una a lo suyo. Por lo que conozco de antes, es mejor así».
Me sorprende que pueda pensar que existe en esta casa algo así como un
«lo mío» que colocar al lado de un «lo suyo».
Una razón de estar que no venga atravesada por mi deseo hacia ella.
Hay dos ecos de palabra. Dos melodías que suenan a la vez. Una es la frase
pronunciada antes de llegar, toda la esperanza en un ofrecimiento: «Vamos,
te acompaño…». La otra es una sola expresión, arrojada con énfasis al
cruzar el arco de la puerta: «Mierda». Ambas líneas de sonido
fantasmagórico las pronuncia la misma voz, quedan atrapadas en una nube
mental mientras contemplo la escena, sin saber qué hacer.
La escritora ha cerrado ventana y contraventana, ha sacado un pequeño
secador de mano del cajón de una cómoda, ha desenchufado la lámpara de
la mesita de noche y lo ha conectado ahí para ponerse a repasar con el aire
caliente primero las almohadas, luego las sábanas, el cubrecolchón y el
colchón finalmente.
Miro hacia el vaso con dos dedos de alcohol y un hielo escuálido
terminando de deshacerse sobre la alfombra mientras la perra lo olfatea a
una distancia prudencial. Quieta e inútil, observo después a una mujer
entregada a la tarea engorrosa de quitarle la humedad a una cama donde
seguro ya no va a dormir, porque las amantes con su urgencia se acuestan
sobre camas mojadas, o evitan la humedad y migran a cualquier otro lado
de la casa juntas, pero no ponen tanto compromiso, tanta amabilidad en
servir a la otra como se serviría a un huésped.
Un cuenco de sopa y una cuchara. Sábanas calientes en mitad de la
tormenta.
Todo me ha sido entregado y sin embargo…
Tengo hambre, apenas hemos comido en ruta —en el coche llevaban unas
nueces y una caja de higos— y salimos con prisa de la habitación familiar
compartida. Busco en el fondo de la mochila un Sugus azul que cogí de un
frasco en el mostrador de recepción. Tanteo un montón de partículas y
pequeñas basuras hasta que encuentro su forma cuadrada y me lo llevo a la
boca con ilusión.
Vamos con el estómago vacío porque no quieren llegar tarde al
concierto, de ningún modo tarde, hacer un ruido a la entrada, mezclar ese
ruido con la música que sale del piano. A mí me da bastante igual, tengo
una curiosidad vivida desde fuera, sintiéndome nadie, alguien transparente
que no puede ser percibida por los otros ni cambiar el rumbo de los hechos,
sea cual sea su actuación. Hay algo cómodo en esta postura si no fuese por
el hambre que acompaña. Me dejo transportar, apenas participo en las
conversaciones. Mi timidez me convierte en una mirona. A la puerta del
teatro entro en un pequeño quiosco y pido una chocolatina. Noto llegar el
azúcar, decido relajarme, me mantengo sin hablar. Ni siquiera acudo al
móvil a buscar las entradas del concierto en un chat compartido de
Whatsapp, confío en que ellas lo harán por mí, me vuelvo vaga. Tengo la
esperanza de que quieran tomar vino esta noche en la cena.
Lleva el pelo corto por debajo de las orejas y recoge parte en un moño
diminuto. La ropa es elegante y neutra, un pantalón y un chaleco, viste el
negro hasta en los mocasines. Es en los zapatos, de corte masculino, en lo
que más me fijo, cómo se mueven al empujar el pedal.
La pianista sigue las pautas de un recital de clásico, pero alterna los
Oiseaux tristes, de Ravel, con Études 5 y 6, de Glass. No conozco ninguna
de estas piezas, miro compulsivamente el folleto que tomé a la entrada,
sabiendo que podría necesitarlo para una futura conversación.
Veo el perfil de la escritora, con el ceño fruncido al concentrarse y los
labios un poco abiertos. A menudo tumba leve la cabeza como si así fuese a
conseguir ver mejor las manos que tocan, pero estamos en un punto ciego, y
la mano completa tan solo aparece en lo alto durante la suspensión que
sigue a algún arpegio. Miro hacia el mocasín y pienso que me gustaría
conocerla, que podríamos ser amigas. También me pregunto si ella será el
tipo de persona que podría llegar a ser amante de la escritora. Creo que sí.
Siento un calambre en el sexo y después un calor de ira en la sien.
Antes del final tres rondas de aplausos. Entre los gestos de celebración del
público la escritora se curva hacia nosotras para susurrar:
«La última será una versión a piano del Lamento de la ninfa.
Imaginemos que la ninfa es una de nosotras. Su lamento se repite porque en
algún lugar persevera la esperanza de que el dolor amaine o que exista una
interlocutora capaz de responder a la llamada. No hay lamento sin la
esperanza de otra que viva, que pueda escuchar. La queja y el anhelo se
construyen musicalmente gracias a un ostinato que lo ocupa todo. La
obstinación es una repetición obcecada de cuatro notas que descienden. Así
se levanta el lamento: La-sol-fa-mi. En la primera repetición recae la
esperanza en la tercera nota y en las sucesivas la esperanza ocupará el lugar
de la primera nota que insiste, que vuelve. Amor, amor, ella dirige su llanto
hacia el cielo. Y así es que, en el corazón de las amantes, el amor mezcla
fuego y hielo. Eso dice el final de la versión cantada. Eros fuego-hielo, eros
dulce-amargo. A piano la interpretación es más abstracta».
Se cumple su predicción. La pianista vuelve a sentarse frente al
instrumento y espera unos segundos mirando al vacío, luego comienza a
mover los dedos. El ostinato de la mano izquierda se repite a lo largo de la
pieza, perseverante, sosteniendo la postura mientras la mano derecha baila.
Podríamos haber sido afines, pero la pianista escribirá a quien no quiero que
escriba y se unirá a la cena. Para no romper la lógica hasta el momento, el
plan me será anunciado sin preguntar, dando por hecho que es una buena
noticia para todas. Cenar juntas, oh sí, un sueño. ¿Quién no quiere cenar
con una pianista elegante y algo triste? Rogaré que alguien la pare en el
camino desde el teatro a la terraza donde estamos sentadas. Que nunca
llegue. Conjuraré sin suerte.
Luego estará allí frente a nosotras. Y será tímida y suave pero perspicaz
y divertida cada vez que habla. La examinaré todo el rato, sin poder hacer
nada por evitarlo, por parar mis propios pies. Busco señales que hagan de
ella un ser excepcional, es decir, un ser más atractivo que yo. Me fijo en sus
ojos, que deben ser claros a la luz del sol, aunque su color sea indistinguible
en la terraza de noche. Si mañana volvemos a verla, si se extiende la cena y
nos acompaña a la habitación, en el desayuno esos ojos casi amarillos serán
de un azul rutilante que lo arruinará todo.
*
Me pregunto qué la habrá traído hasta esta mesa. Qué tipo de interés la
mantiene atenta horas después de un concierto. Piden ensalada y una gran
fuente de croquetas. Me voy hacia la comida. El exterior cruje y el interior
es una lava de bechamel con boletus, con queso y espinaca o con tinta de
calamar.
Mientras ellas hablan yo como. Al principio con agilidad y convicción,
hurgando firme sobre la fuente, sabiendo que tomo aquello que por reparto
me corresponde. Luego mis cuentas se confunden porque todas dejan de
comer a pesar de que la mitad de las croquetas aún espera en el plato. Es
una ración generosa, donde poder avanzar un hurto sin ser reconocida. La
pianista ya no come y la escritora parece alimentarse con la mirada solo.
Pienso que ambas están fuera del mundo donde yo, muy sola, respiro y
vivo. Las contemplo de soslayo hasta que difícilmente escucho su voz, que
pasa a un segundo plano, mi atención puesta en las últimas tres croquetas
del plato.
Terminan en mi boca todas, una a una, sin preguntar, sin culpa.
También podría haber comido muchas más. Como simplemente todas
las que hay: esa es la medida de mi hambre. Todas las que hay y el espectro
de un par más que faltaron para llenarme.
No son monjes, no mantienen castidad, visten túnicas tan solo durante las
ceremonias. Hay una meditación a las ocho de la mañana y otra a las ocho
de la tarde. Desde el despertar hasta que comienza el desayuno hacen voto
de silencio. Si me cruzo con alguna persona durante esas horas, no me ha de
sorprender que no devuelvan el saludo.
Habla con gran emoción. Es evidente que guarda un enorme cariño a la
comunidad. Estamos a punto de llegar.
Nos da la bienvenida una chica de voz suave, que camina hacia nosotras
con lentitud. Después el campo alrededor de una casa de piedra y una mesa
enorme dispuesta junto a la entrada. Los manteles son azules y amarillos.
Hay flores silvestres en pequeños recipientes y, en una mesa auxiliar, varias
bandejas con verduras a la brasa, proteína vegetal y un puré de maitake y
patata.
Otra chica morena y esbelta, con una larga trenza y un delantal, canta
los ingredientes mirándonos a los ojos. Es una mirada amable, sin voluntad
específica. Me sorprenden siempre estas miradas que parecen no querer
nada de las demás. Elijo un asiento arbitrario entre la gente y noto bajar la
presión, una especie de descanso. Hemos pasado de esta tensa soledad de
tres a poder formar parte de algo. Me recuerda a mi piso compartido en
Paral·lel. Lxs cinco compañerxs viviendo juntxs. Esa familiaridad tranquila
que sin duda echo de menos.
Llega una vieja mastín y la perra, que descansaba al sol, se incorpora
moviendo la cola para saludarla. Olfatea debajo de su oreja con cuidado.
Varias personas se levantan para repetir. Vuelven con los platos llenos.
«Comemos mucho aquí. De lo mejor que ocurre aquí es la comida».
No destaca mi hambre entre la suya. Me sirvo otra ración de puré.
*
Lo ha pronunciado señalando hacia mí: «Nosotras dos nos quedaremos».
¿Contestaba a qué? ¿Cuál era la pregunta? ¿Oí bien? Sí, pude oír a la chica
de voz suave preguntándole: «¿Quieres quedarte en la cabaña donde hiciste
el retiro? Tu cabaña». Ambas rieron. Sus dientes, tan bonitos. En su sonrisa
el labio de arriba plegado y carnoso el de abajo. Quisiera yo también
causarle esa satisfacción. Se dirige a mí:
—¿Te apetece?
—Sí, ¿y Greta?
—Ella se alojará en la casa principal, ya la conoce, estará bien.
«El espacio ya es pequeño para dos, iría demasiado justo para las tres»,
confirma la chica de voz suave. Miro a la escritora y después miro a Greta,
que charla con un chico unas sillas más allá. Todo parece misteriosamente
tranquilo. Como si yo fuese la única atravesada por la pasión.
*
Es un espacio demasiado pequeño para estar solas dentro sin conocer aún la
intimidad de las amantes. Una sola estancia acoge la cocina de gas, la mesa
con dos sillas, la estufa y la cama de 1,40. En un apartado está el baño. Se
me ocurre escabullirme hacia allá y tomar una ducha muy larga. Mientras
tanto, ella podrá decidir qué hacer o quién ser en lo estrecho.
Dejo correr el agua cinco, diez minutos más de lo que necesito. Intento
imaginar qué cara pondrá cuando yo salga del baño, envuelta en una toalla.
Pero al salir no está allí, atrapada conmigo entre cuatro paredes, sino fuera,
tumbada en una hamaca bajo una encina. Me visto. Voy a acompañarla.
Intercambiaremos una frase de tanto en tanto. El sol se pondrá y, cuando
empiece la noche a estar ya cerrada, llegará la chica de la trenza larga
caminando por el bosque, con una gran cesta llena de comida.
Hay puré caliente de calabaza y escalivada con arroz. Trae también el
desayuno para mañana: tomates de la huerta, un cuenco con humus,
manzanas, cereales y frutos secos. Un pan oscuro ya cortado en rebanadas.
¿Quién es ella? Alguien que parece tranquila, o que actúa con tranquilidad
para ayudarnos. A las dos, que estamos involucradas en esto. Un querer
estar juntas sin saber en qué términos. Empiezo a comprender algo de lo
que ella ofrece: una presencia sin promesa.
Pero ¿quién es? Alguien que entiende la incomodidad y propone un rito
de paso. Encender el gas, hacer una infusión antes de dormir. Me invita al
juego con una consigna: «Busca en esos botes, tienen plantas recogidas en
la zona».
Elijo el tomillo. Su olor fuerte, el color fusco. Mi elección la satisface.
Ella hubiese propuesto lo mismo.
*
La escritora lleva shorts, me fijo en una raspadura por detrás del muslo,
justo encima de la rodilla. Se rozó con unas rocas la otra mañana, al nadar
en una poza. La marca parece el arañazo de un gran felino, la huella de una
zarpa o el cepo de una zarza que recibió, como la planta carnívora, su presa
y no quiso soltarla.
Camino tras ella. No quiero dejar de mirar las líneas curvas, un
minúsculo sendero de postilla. Si nuestra relación fuese distinta, yo podría
acercarme desde atrás y posar mi mano tanteando como quien entre acaricia
y arranca. Podría esperar con ganas a la noche, apoyar la boca suave justo
donde la mordedura de la roca. Ella podría reír.
Ah, pero gracias, gracias, agradecida por la tensión, el vórtice, como la raja
que deja en el vientre de niña un columpio al seguir su trayecto hacia arriba,
acompañado por un gemido de cadena sin aceite.
«Mira hacia el borde de la carretera, imagina que en la tierra
desperdigada hay un jabalí hembra o cientos de topillos, mira, que la luz se
mantiene a estas horas». Mira allá y acá pero no mires, por favor, de frente
cuando te hablo, no sé cómo continuar, cómo no llevarte a la boca, cómo no
preguntar desde lo mojado de la lengua, seguir conversando desde ahí.
Parece que alguien que no es ella ni yo tiene la autoridad de este
momento.
¿Quién?
*
Greta se queda a cenar en casa. Ha dicho que es difícil separarse después de
un viaje tan lindo como el que hemos hecho. Ahora revuelve la despensa
como si fuese suya, mete los dedos en un bote de alcachofas en conserva,
toma una, se la lleva a la boca. Después abre la ventana de la cocina. Fuma.
Es desordenada y la escritora la tolera.
Vete. Vete. Vete.
Cuanto antes. Greta, vete.
Se sirve una copa de una botella de vino que estaba guardada en el
armario de la vajilla. Es la primera vez que bebemos alcohol en casa en un
día cualquiera y ha hecho falta otra persona para que ocurra.
Es imposible la intimidad, me enfado. Finjo cansancio y me voy a mi
cuarto. Ojalá se vaya. Que no se quede a dormir. Porque si antes de llegar
yo a esta casa ella dormía en mi lugar… ¿dormirán juntas si se queda?
En la habitación cuya puerta aún no he traspasado.
Oigo las voces de las dos en un torpe susurrar dirigiéndose al cuarto. Ríen.
Odio sus risas. Siento ira y también un resquemor en los bordes de la piel.
Estoy excitada, pero decido no tocarme. Una venganza. Voy a renunciar
a esta sensación y a las imágenes que encadena.
Chao chao, me retiro, lo juro que me retiro. De esta historia rara, de esta
gente.
La noche es seca en los ojos y ácida en la boca del estómago. Tengo el oído
atento, pero no oigo ningún sonido llegar desde la otra habitación. ¿Ya
descansan? ¿Lo hacen abrazadas? Si no me masturbo no voy a dormir
nunca. Pruebo a imaginarlas en la cama amplia de sábanas azul satinado. La
escritora sobre Greta. La está follando fuerte y Greta cierra los ojos y abre
los labios. Después de un rato para, y con la mano aún dentro, escupe desde
arriba. La saliva cae justo sobre el clítoris duro.
La folla, la frota. Agarrándola por las nalgas la invita a darse la vuelta y
la lame por detrás. Es preciosa Greta, soy yo ahora sobre ella. Me dejo ir.
Luego la hago desaparecer, por fin.
*
Quiero entrarle por detrás muy poco a poco. Que quede quieta y
sorprendida. Quedarme quieta y sorprendida. Las dos así, unidas por el
deseo hacia la transgresión de un límite.
Me lame la boca muy lento, mi boca no se mueve y ella está mamando mis
labios con su peso apoyado sobre mí, con el pelo largo cayéndome sobre el
pecho. El olor de su aliento, el vapor de aire que viene de la expiración de
las dos mezcladas.
Y si me toma, seria, mirándome de frente, con la gestualidad calmada
de quien sabe lo que hace y no necesita ostentarlo, entonces sacaré la voz de
niña, el gemido pequeño, y también serpentearé y me abriré bajo sus brazos.
6
Ella y yo solas de nuevo. Más que nunca quiero preguntarle dos cosas: qué
tiene con Greta y qué busca en mí. El caso es que no siento que tenga
derecho a poner en una encrucijada de palabras su intimidad. O tal vez esto
es una excusa y simplemente temo la respuesta.
Una respuesta incorrecta arruinaría mi libertad para seguir fantaseando.
Hay un placer en la fantasía que no siempre valoramos. Yo, sin
embargo, porque he decidido quedarme en esta casa, atrapada en este
tiempo de tensión y de espera, siento que comienzo a encarar mi propio
deseo. Tal vez nunca llegue a comprender qué es lo que mueve a la otra,
pero estoy un poco más cerca de entender lo que me mueve a mí.
*
Leo en uno de sus libros que la fantasía es la respuesta a la pregunta «¿Qué
quiere la otra?». Fantasean las niñas cuando al
preguntarse por el amor de la otra —«¿Qué quiere mamá?»— ya no pueden
contestar con certeza: «Me quiere a mí». Algo se ha inmiscuido entre el
amor y la madre, de modo que aparece una sombra al mismo tiempo
angustiante y seductora, que sugiere que la madre es alguien más allá de su
amor por la hija, una otra que por independiente también da miedo, pues es
capaz de dañar.
En la fantasía la niña ensaya los escenarios posibles donde la madre la
rechaza y la elige. ¿Qué quiere la otra? ¿Quién he de ser para que la otra me
quiera? Imagínalo, pon a prueba el gesto, falséalo, ensáyalo. Una gran
directora de cine es la niña en silencio. La hija única, una gran seductora,
por única hija parece estar más cerca de captar el deseo total de la madre.
Solamente un hombre, o la idea de un hombre, de vez en cuando, se
interpone.
¿Qué tiene el otro que la otra quiere?
Mira, mira, yo también lo tengo, mamá.
Entre mis manos brilla con mayor inteligencia, es la dulzura, mamá.
Más libros abiertos sobre la mesa del comedor, una cita de Fragmentos de
un discurso amoroso: «Hago discretamente cosas locas: soy el único testigo
de mi locura. Lo que el amor desnuda en mí es la energía».
También yo soy esa loca que fantasea escenarios y no los comparte
nunca. Una que ama, odia, envidia, que por ello podría sentirse culpable y
aun así sé que hay algo en mí que no termina de estar mal del todo.
Soy todavía infantil: entrego mi vida con inocencia.
La perra despertó con una gran legaña verde cubriéndole el ojo y ella
estudia el lacrimal, moviendo la piel de alrededor hasta descubrir un bultito
enrojecido.
«Hay infección, el tejido conjuntivo está inflamado, ¿no ves? Le pasa
siempre, desde pequeña. Le ocurre cuando viaja o cuando hay cambios en
su entorno. No se queja, parece tranquila, pero la procesión va por dentro.
La veterinaria pretenderá que vuelva a echarle antibiótico. Pero lo mejor
será ir lavándola con flores primero y esperar a ver cómo evoluciona.
Enfermera, necesito su ayuda, acompáñela y que se quede quieta mientras
pongo a hervir las flores».
Pregunto qué flores son esas y callo la otra cuestión que más me
preocupa. Si la perra está en su casa y, más allá de nuestro corto viaje su
rutina parece impoluta, ¿cuáles son los cambios en su entorno? ¿Habrá
querido sugerir que mi presencia la altera? ¿Será esta conversación el inicio
de otra, donde me pide que vuelva a Barcelona?
«Manzanilla, claro, un clásico para la conjuntivitis», responde mientras
vacía un bote de bolas amarillas en el interior de un cacillo rojo con agua
hirviendo. Después se nos acerca con un cojín amarillo en la mano, que deja
caer al suelo. «Ponte cómoda, todavía tiene que reposar y bajar temperatura
hasta que podamos aplicarlo». A menudo habla en plural para referirse a
acciones que prácticamente realiza sola. En ese plural mi rol se vuelve
importante. Sostener a la perra por el collar, acariciarle detrás de las orejas,
estar pendiente de que no se marche o de que no haga un intento de
rascarse.
Tras colar el líquido y colocarlo en una taza verde saca de un pequeño
armario un pedazo de gasa blanca que va sumergiendo en la infusión.
Inclinada hacia nosotras comienza a limpiar el ojo con la gasa mojada, de
forma que toda la telilla legañosa que cubría el párpado se comienza a
despegar.
No muestra ni un solo signo de asco. Ella podía cuidar. Seguramente lo
había hecho también con su madre, de un modo u otro. ¿Por qué tanta
culpa?
—Hace mucho que no intentas tomar ninguna foto. ¿No tenías algo que
entregar?
—El encargo, las fotografías para el libro —dije—, no lo acepté porque
me interesara el trabajo en sí, sino porque quería ser tu invitada; ser tu
invitada, y después regalártelo.
—¿Regalarme el qué? —pregunta, sonriendo un poquito, solo con un
lado de la boca. La curva del final de la boca, bajo la suave hendidura de un
hoyuelo.
—El libro.
—Ah, ¿no me digas? Era eso.
Llevaba algo escondido en el puño que la perra lamía, intentando que
abriese los dedos.
*
Hoy estuve bastantes horas al sol en el jardín y la piel se me secó y se
pronunciaron en la frente algunas arrugas. Al entrar en casa y mirarme en el
espejo del baño mi ojo izquierdo también parecía más irritado que nunca.
Miedo al monstruo que seré mañana. ¿Me operaré un día para que sean
capaces de amarme cuando todo el globo quede cubierto por una purpurina
de células ensangrentadas? O maquillaré de verde rubí el párpado y las
ojeras, buscando otro color brillante que combine con el mío propio, como
un hermoso antifaz. Mi cara como la de la salamandra.
Miro el ojo de la perra, ya curado de la infección. Lo comparo con el
mío.
Como mujer soy un cuerpo extraño, siempre lo he sabido. La propia
palabra «mujer» despierta una voluptuosidad que me incomoda si ha de
caer sobre mí. Sin embargo, ella… su atractivo también es la conversación
que su belleza mantiene con la norma. Ni dentro ni fuera. Una conversación
poderosa, irrespetuosa, arrogante. Si acaso alguien la considerara fea,
entonces su fealdad igualmente se convertiría en un referente de lo estético.
Su posición siempre es el centro, su presencia hace que todo lo que hay a su
alrededor se ilumine o palidezca, según su voluntad.
La nariz recta, la mirada triste.
Seguro que ella no ama, o al menos no ama con pasión, porque no hace las
cosas que las personas enamoradas hacen a la vista de quien les revuelve.
¿Qué hace una persona que ama? ¿Cuáles son los gestos de una amante
«normal»?
No puedo evitar preguntarme una y otra vez una serie de cuestiones
inapropiadas. Su planteamiento es nefasto, pero quisiera usarlas como un
molde para medir mi suerte o mi desdicha. Elijo formular la pregunta
incorrecta, que apunta a un trabalenguas agotador destinado a llevarme a un
callejón sin salida. Lo sé, no es respeto por la realidad distinta de la otra lo
que me mueve, sino una rabia, la queja que nace de una insatisfacción. Le
pido a mi sexo que calle. Le pido a mi carácter que no sea una autoestima
rota, dañada desde el nacimiento.
No llevo vestidos, no soy coqueta: la herida de no ser nunca suficiente
es mi marca de género. La visto en secreto: haría lo que fuera por ser la
elegida. Bajo ropa neutra llevo un sexo que llora como un ego herido. No es
amado. No. Quién podría tomar por amor esta indiferencia.
*
Me muevo por la casa de puntillas, recojo del baño todos mis objetos para
no dejarlos demasiado a la vista. No deseo que mi presencia en su espacio
sea excesiva, sino que falte y la demande, dándose cuenta de la distancia
que yo misma me impongo. Esta noche, después de la cena, parece que
quiere quedarse charlando. Que la acompañe aquí sentada, en la cocina.
Al hablar, se lleva las palmas abiertas al cuello. Protegiéndolo.
Sujetándose la voz. La mirada inteligente y triste cae hacia abajo. Aprieta la
mandíbula con sutileza y mira con desconfianza la cámara que cuelga de mi
silla, fuera de su funda. No la tocaré.
CUADERNO DE NOTAS
Quién soy yo más que la memoria viva de una niña sin casa. Que, como una
ladrona, tras la muerte de la madre, tuvo que vaciar en tres horas el espacio
donde la familia vivió, antes de que lo cerrasen. Acompañada de tres
hombres desconocidos con sus aparejos para embalar. Iluminando con velas
los armarios porque habían cortado la luz.
¿Cómo puedo explicarle a ella, o simplemente cómo puedo recordarle,
que el cuerpo adulto no supera según qué cosas?
La pérdida de lo primero, lo estructurante obligatorio: papá, mamá,
casa. La debacle primera que prueba que todo en la vida, hasta lo más
nuestro, es susceptible de la debacle.
Un vínculo dañado por violencia rutinaria en el espacio familiar. Una
madre enferma. Un padre ahogado por una madre enferma. A la que ya no
quiere. No quiere cuidar. Tenerla frente a los ojos.
El padre se muda a otro país. Comienza a hablar otro idioma. Nace de
nuevo a muchos kilómetros de distancia. Cambia de todo y, sin embargo,
cuando se vuelve a enamorar lo hace de otra mujer muy parecida. Tiene un
hijo más, un hijo varón. Poco a poco corta el contacto con la hija. Lo
consigue con delicadeza, a través de pequeños olvidos. Una hija que le
recuerda demasiado a aquella primera mujer. A la pasión y el terror que le
produjo. La muerta en vida.
La niña quiso cubrir sus ojos y no verlos a ellos. No ver a la madre a la
vez anidando y quemando la casa por dentro. Queriendo y maltratando a su
familia. La hora de la cena, el vino, los gritos. La madre sabe que está
muriendo. Se lo han dicho los médicos. Pero sigue viva. No soporta estar
viva lejos del padre a quien su vida ya no importa. O importa demasiado.
Tanto que huye, es incapaz de vivir en la misma tierra.
Escribe Anne Dufourmantelle:
Aunque dos padres se desgarren, no siempre hacen hijos tristes. En efecto, los niños no pueden
darse ese lujo, están bastante ocupados sosteniendo a estos padres y en la tentativa de estar a la
altura, haciéndoles creer que la vida es posible y que vale la pena. Son ejemplares, pequeños
soldados bien derechos en sus botas, armas ligeras en el puño y el ojo bien puesto sobre la línea
del horizonte, eternamente alerta. No duermen mucho, lloran muy poco y no se quejan nunca.
Aprenden día a día que el amor es la guerra, lo aplicarán con mucha consciencia y buena
voluntad a lo largo de toda su vida.
Evalúo mi infancia: eternamente alerta, bien derecha en mis botas, el ojo bien puesto en la
línea del horizonte…
¿Y cómo evita, la adulta que soy, repetir el dolor?
Intentando evitar repetir el escenario que posibilita la pérdida. Evitando que el sentido de la
vida repose en la antigua ecuación: dos personas, un amor, una casa. Ella ha de proveerse a sí
misma una casa que solo dependa de su propio deseo de hogar, para así romper el hechizo y
poder vivir sin miedo a ser expulsada por el fin del amor.
¿Cómo algún día, ya madura, trató de evitar la pérdida? Aceptando la violencia que la otra
mujer, su pareja, le ofrecía. Incluyéndola en su vida, normalizándola, para perdonarla.
Diciéndome a mí misma que es normal recibir violencia: la de la madre, la de la pareja. Sin
quererlo pensé que quien era más dura conmigo más me amaba.
Así, durante muchos años, elijo no a quien me alaba sino a quien utiliza el lenguaje de forma
más agresiva, a la persona que ve en mí las mismas fallas que vio mi madre. Las dos, madre y
pareja, odian que sea el centro de atención. La escritura, de pronto, me pone en el centro.
Mientras cruzo la mirada con otras que responden con ojos brillantes, ellas, las mías, desprecian,
con la complacencia y la superioridad de cuando creemos que despreciamos «por justicia». Ese
tipo de amor me es familiar y, por tanto, durante largo tiempo, lo considero verdadero: «La
infancia como un campo de batalla. Con un orden de lealtad incondicional».
Después de muchos años esa relación se derrumba. Y no es de hecho un
final catastrófico, ocurre por desgaste, por agotamiento. Cuando ya no temo
la pérdida —porque siempre ha acechado con fiereza— un buen día compro
una casa a sus espaldas. Empiezo a faltar muchas tardes, atareada por las
cuestiones de la obra. Es así como me acusa de tener una amante. No tengo
amante, pero sí un secreto. Y en ese momento estoy aprendiendo por
primera vez en la vida el derecho a una intimidad propia. Es decir, el
derecho a no contarlo todo, no confesar. Una casa y una intimidad propia
avanzados los cuarenta. Una independencia alcanzada progresivamente.
Una herencia que me entrego a mí misma.
Un día adopto una perra. Y eso ya no puede ocultarse. Porque con la
perra comienzo a desear. Precisamente deseo no separarme del cachorro. Al
día siguiente la cachorra y yo nos trasladamos a la casa, sin equipaje. A la
otra envío una empresa de mudanzas para recoger mis cosas. Eso lo aprendí
de mi padre: no seguir poniendo el cuerpo cuando lo que una necesita es
irse.
Estamos hechos de la textura de los fantasmas, de ellos está hecho nuestro linaje y los otros, los
encuentros de paso, los sueños, las posibilidades, los encuentros fallidos, las esperanzas.
Nuestros fantasmas saben mejor que nosotros eso a lo que hemos renunciado. Estar bañados en
guerra […] significa que no podemos ni ofrecernos en el amor ni perdernos, solamente intentar
guardar el frágil territorio que le ganamos a la violencia.
Yo podría contarte todo esto, niña, para que comprendieras. Pero para
qué intoxicar tu vida con la mía. Además, tú nunca haces preguntas. Es
importante el respeto hacia el deseo de no saber.
En ningún momento ha intentado tocarme con un avance lo
suficientemente claro. No seré yo quien lo haga, por la diferencia de edad es
justo que sea ella quien muestre su voluntad, pida. Ha de estar segura, ha de
decirlo claro. Continuar el gesto de las manos en el coche, puesto que
aislado ese gesto no es suficiente. Necesito que sea ella quien avance su
voluntad, la pronuncie. Incluso más de una vez, incluso más de dos.
Si fuera yo quien diese el primer paso, si lo diese como un salto al vacío
y el cuerpo suyo se contrajese hacia atrás ensombrecido o, peor, si
permaneciese inmóvil y aceptase el beso o incluso lo devolviera por la
presión de vivir en mi casa, o la influencia rara de mi nombre: ¿cómo iba a
poder superar el horror de haber adelantado mi deseo a su voluntad?
Sobrepásate tú si quieres, déjame consentirte con mis años, sé torpe en
mí, sé atrevida, caprichosa, sé incluso una niña tirana hambrienta, pero
hambrienta de carne, no de imágenes que poder vender a las otras.
Escribe L. Lutereau:
Las más de las veces, si el encuentro giró en torno a la seducción, cada quien obtendrá la
satisfacción narcisista de ser deseable, pero eso no genera un compromiso. La seducción sin
correlato en acciones tarde o temprano termina en la decepción. En esta época en que se habla
de «conocer gente» a través de salidas o citas, más que a la seducción importa prestar atención a
la intimidad que se genera, o no. Intimidad es lo que se comparte, lo que se da y no tanto lo que
se muestra, si hay lugar para otro en la propia vida. O no.
*
Ha olvidado quitarse las zapatillas de deporte y cruza el salón sosteniendo
una loncha de queso delante del morro de la perra, que la sigue. Nunca en
casa de la escritora se pisa con calzado de calle.
—Has olvidado dejar las bambas en la puerta —le digo, y Greta se lleva
la mano a la boca, pone cara de susto y luego se encoge de hombros.
—Un día es un día.
Se ha sentado sobre mis piernas en el sofá y ríe, ríe tanto que le saltan las
lágrimas. Trataba de abrir una botella de vino con un cuchillo y el corcho
resbaló hacia las profundidades salpicándolo todo; su pelo, su cara, mi
camisa y la pared. Antes de llegar tan cerca frotaba la pintura blanca
marcada de vino con la manga de su propia camisa y yo me hacía la
escandalizada por tanto desvarío y comportamiento errático.
Nos parecemos en nuestras formas de buscar la calma. La urgencia por
beber tan pronto como nos quedamos solas en casa. El ordenador con un
programa de citas de la televisión. Humus directamente del bote. Una bolsa
de palomitas.
Es suave sobre mí, es fácil, empezó con prisa, pero ahora lentamente se
deja besar.
Recuerdo lo que era: estar dispuesta a sacrificar cualquier cosa a cambio
de esa sensación. Voy a entrar en la boca, estoy entrando en la boca.
Un recuerdo de embriaguez. Ya lo he vivido antes, pero parece la
primera: besar.
No me falta nada, es la dulzura.
Me digo que este, y no la ira o los celos, es mi lugar natural.
*
«Imposible saber que eras tan divertida, si tuviese que juzgar por el tiempo
que hemos pasado las tres, diría que te traías un rollo corazón herido de tía
medio oscurilla, sabes, tipo de persona que tiene una historia como un
trueno atravesada. En plan que rompió contigo de mala manera la noviecita
en primero de primaria y te cambió por un niño que dibujaba mejores
dinosaurios con las cariocas y no lo superaste. A partir de ahí fue todo
resentimiento y darkness, mezclado, sí, con inteligencia y cosa tierna, que
se deja ver de vez en cuando. A mí no me motiva especialmente la energía
críptica, pero en tu caso tiene un punto de niño enfadado que me pone
bastante».
*
Aunque creo que yo soy la única que cada día teme romperse. Mientras lo
hacíamos fui al baño a tomar agua y lavarme las manos. Me observé en el
espejo. Mi imagen era mucho más amable que cuando me había mirado esa
mañana. La cara no parecía tan angulosa, desproporcionada. El rumbo de
los ojos algo más simétrico. La piel se había encendido y en general parecía
saludable.
CUADERNO DE NOTAS
Hay cierta paz esta noche porque ya ocurrió lo que anticipaba con angustia.
Se han ido, las dos, Greta y ella. Salieron de casa esta mañana mientras yo
dormía y no las vi marcharse. Seguramente Greta llegó con su coche, abrió
la puerta de la entrada, sonrió con esa alegría que la hace parecer muy joven
y le ayudó con las bolsas. Tras escuchar una conversación telefónica que la
anunciaba, llevo días esperando esta escena, con miedo a pasar la noche
sola en casa y a no poder dormir. ¿Cuál era mi mayor preocupación?
Confirmar que efectivamente el deseo de ambas era compartir un tiempo
privado, existir al margen de esa invitada perpetua en la que me he
convertido. Era cierto, sí, que su vínculo tenía la fuerza suficiente, la
gravedad… para necesitar de un espacio donde yo no estuviera. ¿Cómo se
puede convivir con la idea de que dos se necesiten al margen de una? Cómo
aceptar una realidad tan justa y a la vez tan insoportable: la de no ser la
única, la favorita de nadie.
El mensaje había llegado a las once. Luego, sola frente a la pantalla del
teléfono, yo vivía una y otra vez el abandono. Como si el silencio de la
pantalla fuese un rostro que de forma voluntaria decide quitarnos la cara y
no mirarnos a los ojos. Agujero negro por donde se iban mis energías, y
también espacio para la esperanza remota, puerto desde el cual algún día tal
vez vería los barcos volver: «¿Qué tal? Pienso en ti».
Odio la sensación de que todo lo que puede ocurrir y lo que puede no
ocurrir ha de ser a través del móvil. Pero ¿por dónde si no? Estoy sola,
aislada. Si al menos hubiesen dejado aquí a la perra…
La noche es fresca y al salir del restaurante se levanta una neblina del mar
que carga el aire de agua. Me cubro la cabeza con la capucha de lana de mi
chaqueta y camino sin cuidado, sin preocuparme la torpeza del paso o la
figura. La soledad otorga un tipo de descanso, es un tiempo libre de
seducción. Nadie me ve ni me verá esta noche. El móvil escuece en mi
bolsillo. ¿Y si por no comprobar me estoy perdiendo un mensaje bonito? ¿Y
si miro con esperanza y me vuelve la angustia?
Cualquier opción abre una cadena de daños. ¿Cuántas otras en el mundo
se encontrarán esta noche en una situación similar?
Muchas, seguro que muchas.
*
Dejar que la vida atraviese, aceptar, tomar el deseo con todas las
contradicciones que me causa. Aceptar, ¿no es lo que estoy haciendo? La
luz entra desde los ventanales del salón y desnuda la madera suave de los
muebles. Si piso la luz es ella la que se pone encima, deslumbra y borra el
contorno de mi pie derecho. Estoy sentada sobre una butaca color jade
oscuro que a su vez reposa junto a otras dos butacas verdes vacías. El 3 es
el número de la casa, un número que aspira a un ideal o una tendencia a
triangularlo todo. Mientras algunas personas tratan de «cuadrar» las cosas o
de hacerlas de modo que queden «redondas», la dueña de esta casa
triangula, sostiene el mundo sobre tres patas. ¿Una casa para tres? Ella, la
perra, yo. Greta, yo, ella. ¿Cómo el tres podría satisfacernos? Un número
que plantea la posibilidad de relación hacia dos lados, pero que a la vez
preserva nuestra soledad, la mantiene intacta.
En el tres siempre hay una que está sola. Siempre hay un momento en
que una mira mientras dos viven. La mirada es privilegiada porque captura
la belleza y la intimidad desde una distancia tan corta que sería imposible
conocer tal perspectiva de otro modo. ¿Cuál es el reverso de ese privilegio?
La extrañeza de estar dentro y estar fuera a la vez. De existir y no existir
para las otras.
Una memoria inventada:
Hemos pasado el día juntas y la que no vive en la casa se despide. La
imagen de Greta entrando en la boca de la escritora, que se apoya sobre el
aparador que hay justo a la entrada, donde se acumulan cartas, llaves,
conchas y piedrecitas de la playa. Es una despedida lenta, veo el
movimiento de Greta, pero no el suyo. Dudo sobre si ella también avanza, o
si la lengua reposa, los labios se abren y se deja hacer.
Espero a que el momento termine. Tal vez siento curiosidad o la finjo,
porque desearía más ser curiosa que estar molesta por celos. Pero una es
más su pasión que su proyecto, siendo el segundo un mero propósito sin
materializar todavía.
Dos se besan, una mira. Y la que mira, ¿dónde ha de llevar los ojos? ¿Al
suelo, a la pantalla del móvil? O directamente a los dos cuerpos como si
nada malo hubiese en sostener esa imagen. ¿Cuánto dura el beso para la que
observa? Mucho, mucho más que para quienes se están besando.
Porque soy una de tres conozco la temporalidad frustrada del fantasma
que entra en las casas y cruza habitaciones donde los vivos comen, defecan,
hacen el amor.
Después G me besa a mí. Y mi beso no existe, pues inevitablemente
toda mi atención se enfoca en establecer una comparativa pesimista donde
imagino que salgo peor parada: menos segundos, menos ganas, menos
profundidad. Prefiere besar a la escritora que besarme a mí. ¿Es cierto o yo,
insegura, lo imagino? Imposible saber lo que es justo o verdadero; la
experiencia, parcial y ansiosa, es nuestro testigo único. No sé si Greta me
elige o me toma porque simplemente me ha encontrado ahí, en el medio.
Una especie de apéndice que le ha salido a lo que desea y que no soy yo.
No sé si la escritora se acerca o se aleja poco a poco, en esta lentitud
exasperante a través de la cual nos relacionamos.
Tengo que obligarme a recordar la mañana con Greta. Todos sus gestos de
cariño y generosidad. No es mi enemiga. Las cosas buenas que nos ocurren
también son reales, me digo, no solo las malas.
Voy a la bolsa de tela donde guardo la ropa interior y observo dos
fotografías recién reveladas: ella y yo en albornoz ligero de verano, su
mano en mi vientre y sus labios sobre el tejido a la altura del esternón. El
gesto es tierno, no mira a la cámara que yo sostengo. Cómo puede haber
sido tan dulce tan pronto.
La escritora me envía una imagen del mar, uno más gris que el que solemos
ver por las mañanas, con algunos veleros de gran tamaño navegándolo a lo
lejos. Su mensaje dice: «Bon dia: tan parecido y tan diferente. Regreso a la
noche, si te parece descongela un tupper de caldo de pescado y haremos una
sopa templada con fideos».
Tan parecido y tan diferente. ¿El mar? ¿O pasar los días con Greta y
pasarlos conmigo? Si al menos hubiese escrito: «Tengo ganas de verte»,
sería suficiente para mí, pero no sé qué implicaría este mensaje para Greta.
¿Una traición al tiempo compartido? Tal vez para ella no, amorosa y alegre,
solo para mí, una maniaca que todo lo retuerce y lo sospecha.
Ojalá poder sentirme ligera, quizá solo avanzan ligeras aquellas a las que
han querido lo suficiente. Las que han sido, al menos una vez, las favoritas.
Podría marcharme. Eso sería por primera vez una expresión de carácter.
Rompería el hilo de diamante que me mantiene unida a este espacio, el que
me mantiene unida a ella. Pero en realidad se trataría de un falso gesto de
voluntad, que operaría en contra de un deseo más profundo: quedarme aquí
esperando una resolución a mi favor. La casa se hace densa como el
petróleo, pegajosa, de superficie adherente. Después pasa a ser lisa, de
formas cortantes y con un vacío que apresa. Me quedo quieta, de pie junto a
la puerta principal, que miro fijamente pero ni siquiera intento abrir. El
cuerpo no me responde, solo la mente viaja rápido, encadena pensamientos
sin que tenga ningún control sobre ellos. Algo por dentro se aceleró
demasiado, los mensajes de invitación a la huida se mezclan con
pensamientos estratégicos, que calculan las posibilidades de que, si la
escritora vuelve y me encuentra en casa, si ahora descongelo el caldo y la
espero para la cena, tal vez esta noche ocurra algo que deseo.
12
CUADERNO DE NOTAS
Y tuve que sostenerle la mano toda la cena porque veía en sus ojos el susto,
el pozo ciego de las emociones oscuras, acumuladas durante el fin de
semana. Por su rostro, que intentaba seguir la conversación, pero mostraba
gestos bloqueados, que no llegaban a dibujar un recorrido completo, entendí
lo que había estado imaginando, sola en la casa.
Le sostuve la mano y le hablé suave toda la noche, porque qué
importaba que la realidad no hubiese sido la de su pesadilla, si al final ella
ya había vivido desde la imaginación el martirio completo. Pensé en
decírselo: no es lo que te imaginas, la relación entre Greta y yo no tiene
sexo ni enamoramiento. Me gusta mirarla, sí, me acompaña su belleza, nos
acompañamos en la vida, nada más.
Pero no habría podido decirle esto sin que una oleada de rencor me
hiciese recriminarle: temes tanto porque has pensado que yo soy igual que
tú, que tengo las mismas necesidades y que he respondido de la misma
forma que tú, impaciente y enfadada, porque los acontecimientos del amor
no avanzaron a tu ritmo. Insegura y derrotista, eres tú tú tú, niña fotógrafa,
la que ha buscado con necesidad una salida a un camino de seducción que
te resulta asfixiante, tanto que te hace dudar de mí, pero sobre todo que te
hace dudar de ti misma.
En algún momento soltó mi mano, se levantó nerviosa de la silla, con la
excusa de arrancarle la piel a unos tomates que había cocido. Yo le hablaba
de un lugar de avistamiento de aves en el Delta del Ebro y ella dirigía la
mirada nerviosa a todas partes. No quería creer que mi interés por la laguna
de la Tancada fuese el verdadero tema y se impacientaba ante la llegada del
tema definitivo. Se desabotonó las mangas de su camisa y se las arremangó
hasta los codos para ir arrancando las pielecillas de los tomates, mirándolos
fijamente. Sé que podría haber pronunciado en ese momento una frase que
desambiguase la situación, pero el dolor me mantuvo callada. ¿Con qué
derecho decirle que su trato con Greta me había roto la fantasía que yo tenía
para las dos? El anhelo de algo sencillo que se iba gestando lentamente
sobre territorio firme. ¿Y qué derecho tenía yo a desear una vez más de las
otras algo tan parecido al amor tradicional, a la idea de lealtad en la que
fuimos criadas?
Y así pasé un fin de semana cogida del brazo de Greta, visitando
arrozales y chupando sabrosas cabezas de horribles galeras. Mirando la
línea de sus muslos bajo el pantalón de pijama no para desearla, sino para
imaginar cómo la miraría ella. Queriéndola, queriendo quererla, asintiendo
con complicidad paciente durante su relato del romance, negando cuando
me preguntaba: «Pero ¿no te parece mal, no?». Medio martirizada, incapaz
de contrariarla, incapaz de permitirme ser la señora celosa y posesiva que,
sin embargo, en cierta dimensión del carácter he sido toda la vida.
Una señora territorial, que necesita tener cierto control sobre el espacio
de su casa donde ahora está la niña que ya no puedo fantasear como niña
mía ni siquiera un segundo, mientras me invaden desagradables
pensamientos que suenan a bolero antiguo: «Ya no podrá ser, si nos
amamos esta noche tendrás demasiado recientes las imágenes del amor con
la otra», «Tal vez cierres los ojos mientras me besas a mí y pienses en ella».
Qué más da, ya he entrado en este estado de inseguridad, en la crisis que me
arrastra a un tipo de discurso que en otro momento del ánimo habría
considerado intolerable. Un tomate, otro tomate, una montaña de pieles
rojas, desgarradas sobre una esquina de la tabla de madera. Las manos de
dedos anchos sujetando el cuchillo. Pelando como quien despluma un ave.
Una imagen que connota artesanía o violencia. No está claro.
La falta, la necesidad de un cuerpo y una pasión que rompa los límites
de mi vida sigue acosándome ahora con igual fuerza que lo hacía a los
dieciséis años. Pero a diferencia de antes, ya no creo que sea justo
desbordar en las otras ese tipo de fogosidades.
Por eso no me levanto para interrumpir su absurda actividad con mis
gritos. Por eso no lloro, no le hago preguntas.
Como el sol.
Como la espuma en la boca de los bueyes bocabajo.
Como un cuerpo encerrado en sus fronteras, que ha elegido para sí una
vida injusta.
Pero ¿qué opción hubo verdaderamente? Tal vez interpreté mal sus
señales, tomé demasiado en serio el pensamiento. ¿Qué le ha faltado
conmigo?
Si solamente ella me hubiese tomado la mano, en lugar de fotografiarla.
Si la hubiese de pronto llevado a su sexo y a su boca, si era esa su urgencia.
Desde hace algunos días vivimos una extraña intimidad. En algún momento
ocurrió, nos encontramos casi sucias y despeinadas, conviviendo, una
imagen distinta, ocupando yo la casa por derecho adquirido. Nos miramos
en oblicuo, pero directamente a los ojos. Es un lugar familiar, nos
conocemos en el dolor.
*
El camión del agua mineral con gas llega una vez a la semana y la
escritora lo recibe como si fuese una visita esperada durante meses. A
través de la ventana de la cocina se cerciora de que efectivamente ha
distinguido bien el sonido del motor del pequeño camión de color amarillo,
naranja y azul. Después, con sonrisa de satisfacción, eleva una caja de
plástico con botellas vacías y se arroja al exterior a hacer el intercambio de
vacías por llenas. Charla con el conductor brevemente. Hoy regresa con un
sobre blanco de papel grueso, enmarcado en una franja azul ultramar.
—El bono de acceso a las aguas. Nos regalan una visita al balneario de
Vichy al mes. Este es para ti. Puedo acompañarte yo o… puedes llevar a
una amiga. Lo que prefieras, claro.
—Vamos a ir juntas.
«Salí dos veces del amor. La primera con mi madre, mientras sosteníamos
el pulso de nuestro vínculo ella se agotó y murió. Tuve que salir. La
segunda vez fue esa relación donde parecía que sería para siempre. Durante
siete años fuimos una de esas parejas modernas. No había que ponerse
límites. De ese modo cada una sufrió la libertad de la otra. Una libertad
ulcerante para la que no estábamos preparadas. La visión de la otra siendo
verdaderamente libre nos horrorizó, aunque deseábamos mirarla con los
ojos de la amistad y no con los del terrateniente testigo frente a su propia
tierra saqueada. La voluntad, querer ser abiertas, no querer ser celosas o
posesivas… la voluntad no servía más que para sobreexponernos.
Traumatizarnos».
*
«¿Sabes que siempre he pensado que es precioso verte comer? Me encanta
cómo muerdes pedazos demasiado grandes, no utilizas los cubiertos y de
pronto todo se te abrupta en la boca. He fantaseado mucho con esa imagen.
La forma torpe y hambrienta de tratar la comida. Lo que un día podrías
hacer conmigo».
*
«Cuando de adolescente en el colegio un chico que me gustaba metió sus
dedos dentro de mí, a la semana siguiente ya lo sabía toda la ciudad.
Humillarme, negarme el respeto no le importó porque yo no valía nada.
Nadie lo censuraría a él por contar mi intimidad; yo ya había recibido el
papel del monstruo, algo excesivo, deseante y sucio. Pero nunca nada
distinto a una mano ha podido tocarme. Mi primera conciencia política fue
eso: un no rotundo al rito de paso por el que las niñas se convertían en
mujeres en esa pequeña ciudad».
«Yo sin embargo servía a mi madre con los trabajos del amor. Desde
pequeña aprendí a que un solo rostro, como dios, lo ocupase todo. Atendía a
cualquier cambio en ese rostro que anticipaba para mí el estado del mundo.
A veces en pocos minutos pasaba del cariño a la ira. Aprendí a rastrear
cualquier pequeño signo, contracción, cambio de gesto. Anticipándome,
con mi comportamiento intentaba intervenir en su deriva, evitar el enfado, o
conseguir aún más reconocimiento cuando algo que yo hacía le daba placer.
El rumbo de mi vida en un rostro.
El poder de su gesto me sometía y me asustaba. Verlo morir sería quizá
quedar asustada para siempre, por eso lo evité. ¿Y tu mamá? ¿Tenía ese
rostro? De quienes desaparecen. ¿No te dio miedo verla así?».
*
Entiendo ahora lo que buscas, pero no estoy segura de que pueda hacerse
con toda la ambigüedad con la que lo hicimos nosotras. Podrías haberme
dicho que sí había deseo, pero que sencillamente necesitabas ese tiempo
para confirmar que no era yo una saqueadora de casas, de imágenes. Los
rodeos me hacen sentir muy insegura, me llevan a pensamientos negativos.
Interpreto la ambigüedad casi siempre como un rechazo.
«Suena tierno lo que dices. Nunca pensé que pudiese ser tierno, que el
deseo pudiera confesarse sin perder por ello parte de su fuerza… que es
fuerza de enigma».
Recostada sobre mis piernas, en el sofá, me lee Los ojos azules pelo negro,
de Marguerite Duras. Es un relato denso y enigmático, de una teatralidad
onírica. Alguien, aquejado de un dolor melancólico, pide a una mujer que
duerma con él en un apartamento junto al mar. Durante noches y noches la
observa, pero nunca se dispone a tocarla. Ella lee durante casi dos horas
enteras, antes de irnos a dormir. De vez en cuando para, comenta una frase,
se asegura de que sigo despierta.
Fue en la carretera nacional, al levantarse el día, tras cerrar el segundo café, cuando le dijo que
buscaba a una joven para que durmiera con él durante algún tiempo, que tenía miedo a la locura.
Una joven fotógrafa se pone en contacto con una escritora veinte años
mayor para tomarle unos retratos mientras trabaja en su próxima novela,
titulada La seducción. Tras intercambiar varios correos, la escritora la invita
a pasar unos días en su casa, una pequeña masía en la costa catalana. Al
llegar, nada es como esperaba, la anfitriona se muestra distante y no se deja
fotografiar. Ante el rechazo, la fotógrafa tomará esas instantáneas en su
mente, alimentando a la vez su ansiedad y su deseo. Esa convivencia
extraña en una casa en la que todo parece dispuesto para el placer se tensará
con la aparición de Greta, una amiga de la escritora con quien parece
compartir una intimidad de límites difusos.
Después de convertirse en una de las grandes revelaciones de la
literatura española con Lo que hay, Sara Torres vuelve con una novela sobre
la distancia y la fantasía sexual, una historia sobre el poder de las imágenes
en el deseo y la potencia sanadora de la dulzura.
«Un puñetazo donde más duele. [...] Novela de poderoso estilo y marcado
tono confesional, Lo que hay es mucho talento, delicadeza, cierta
provocación, y una autora con un inmenso futuro. Un espléndido debut».
ELENA COSTA, El Cultural
«Uno de los más bellos arranques que recuerdo en mucho tiempo. [...]
Sobre el cuerpo, sobre la necesidad del tacto, sobre esa carne que nos da
sexo y cáncer. [...] Nos ha atrapado y removido muchísimo».
LAURA BARRACHINA, El Ojo Crítico
ISBN: 978-84-19437-81-5
Facebook: penguinebooks
Facebook: ReservoirBooks
Twitter: @ReservoirBooks
Instagram: @reservoirbooks
Youtube: Penguinlibros
Spotify: PenguinLibros
Índice
La seducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Créditos