El Control de Constitucionalidad en El Arbitraje - Rojas
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reglamento o la legislación a la que las propias partes deciden ajustarse, entre otros aspectos, que dan la pauta de
cómo puede acordarse una negociación de índole estrictamente procesal, para establecer la forma más
conveniente que las partes estimen corresponder para dirimir sus controversias.
Constituye una cuestión esencial a tener en cuenta que siempre dentro del ámbito en el que resulta operativo
el arbitraje, se alude a materia que resulta disponible para las partes, que no es otra más que aquella que puede
ser susceptible de ser objeto de transacción (conf. art. 737 del Código Procesal).
Desde entonces queda conformada una tarea a cargo de un tribunal (sea unipersonal o colegiado), que deberá
llevar a cabo un determinado cometido, muy específico, que no es otro que dirimir el conflicto que las partes
sometieron a su decisión, a través de un laudo, por medio del cual, deberán hacer actuar la voluntad de la ley, o
en algunos supuestos, morigerando esa voluntad en forma equitativa, lo que no quiere decir que lo hagan contra
legem, sino conforme a equidad, o como suele denominárselo también, según su leal saber y entender, o con
cualquiera de esas fórmulas que en idéntico sentido apuntan a marcar una forma de actuación del tribunal que no
lo sujeta exclusivamente a la letra de la ley, sino que le da mayor margen de maniobrabilidad a través de su sana
discreción.
Esta última variante es la llamada juicio de amigables componedores, por oposición al arbitraje de derecho
en donde los árbitros deben dirimir la controversia ajustándose estrictamente a la letra de la ley. Lo cierto es que
cuando un tribunal arbitral, más allá de su conformación, y de su forma de actuación, tiene que resolver un
conflicto, lo hace por expresa disposición de las partes que contractualmente así lo deciden.
De ahí entonces que la mayoría de la doctrina, haya concluido que los árbitros cuando son designados para
resolver un determinado conflicto, cumplen una función que es eminentemente jurisdiccional, desde luego sin
confundirla con la que le cabe a los jueces estatales, que monopolizan la jurisdicción judicial (2).
Esta visión del arbitraje permite advertir, por un lado, el origen contractual del instituto; y por otro, la
función de carácter jurisdiccional que los árbitros están llamados a cumplir, toda vez que constituye un método
que consagró el constituyente y luego instrumentó el legislador para propender no sólo al afianzamiento de la
justicia, sino además al mantenimiento de la paz social (3).
Sin embargo, se podría ver jaqueada la construcción desde el punto de vista que se infiere del fallo
comentado, cuando por ejemplo, existe una ley que mantiene la inmunidad de jurisdicción para los Estados
extranjeros (4), o bien cuando se reconoce jurisdicción a partir del tratado suscripto con la Santa Sede (5), para
resolver determinado tipo de conflictos, pues eso importaría un cercenamiento de esa potestad soberana, aun
dentro de un determinado territorio, sin aludir a la llamada por alguna línea de la doctrina como jurisdicción
administrativa.
Lo mismo sucede por ejemplo, cuando el legislador habilita en el art. 1 del Código Procesal a prorrogar la
competencia en asuntos patrimoniales, inclusive a favor de árbitros extranjeros, o bien cuando admite una
competencia supranacional, como el supuesto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, o la misma
Corte Internacional de La Haya, ante la cual, por ejemplo, Argentina y Uruguay actualmente están tratando de
dirimir un conflicto sobre la interpretación del Protocolo del Río Uruguay, con motivo de la instalación de una
pastera que se asentó sobre la margen del Río Uruguay en la República Oriental del Uruguay, la cual, ya en el
año 2006, ha dictado una resolución con motivo de una medida cautelar solicitada por Argentina.
Per se, ni la Corte creada por el Pacto de San José de Costa Rica, ni el Tribunal de La Haya, ni la Sacra Rota
Romana cuando decretan la nulidad de un matrimonio, gozan del poder de imperium que puede tener un tribunal
de justicia de cualquier país, no sólo por la forma en que éste se pueda manifestar, sino por los mecanismos que
se puedan implementar para su utilización a los fines de llevar a cabo sus decisiones que obviamente son de
índole jurisdiccional.
Lo cierto es que en ningún caso se podría dudar de la función netamente jurisdiccional que cumplen ese tipo
de organismos, circunstancias que no sólo darían por tierra con una concepción restringida del vocablo
jurisdicción, por circunscribirla a una visión organicista, sino además por la fuerza de la realidad que sería
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impensado desconocer.
Teniendo en cuenta esos parámetros, el arbitraje representa un sistema de resolución de conflictos,
constituido por un proceso que tiene carácter jurisdiccional, no solo porque se persigue la observancia de
aquellas pautas mínimas e indispensables para el desarrollo del debido proceso legal, sino además porque el
sentido de la voz jurisdicción (del lat. iuris-dictio o ius-dicere), no tiene otro alcance más que decir el derecho,
lo que significa, la potestad de hacer actuar la voluntad de la ley para crear la norma individual que pueda
resolver un determinado conflicto, que las partes, en ejercicio de su libertad soberana, han decidido a través del
principio de la autonomía de la voluntad, someter a la decisión de un tribunal arbitral.
Por lo tanto, con una visión finalista, el arbitraje implica el desarrollo del debido proceso legal a través del
cual se obtiene un pronunciamiento que puede erigirse en cosa juzgada para las partes, ergo su carácter
jurisdiccional debe estar representado por estos aspectos centrales (6).
Conforme la temática abordada, no se puede dejar de señalar, que el arbitraje es esencialmente un proceso de
carácter privado, en donde las partes se enfrentan a través de un método dialéctico y adversarial, similar al
proceso judicial, que constituye por antonomasia el sistema "oficial" de resolución de conflictos, dejando de
lado aquellos otros, a través de los cuales las partes buscan esquivar la rigidez de los procedimientos judiciales,
la estructura de procesos anquilosados por el simple devenir de los tiempos, la enormidad de los costos que se
generan para los justiciables, y fundamentalmente porque por esa vía apuntan exclusivamente a obtener un
pronunciamiento que dirima sus disputas, buscando acatarlo en forma inmediata para evitar el agravamiento de
la situación conflictiva que se pudo haber generado (7).
Es así como el arbitraje es el mecanismo de solución de controversias más utilizado a nivel mundial (8), a tal
punto que la vieja lex mercatoria hoy puede considerarse excedida en sus cauces tradicionales, por una nueva
rama de conocimiento que excede el derecho nacional, generando una especie de derecho transnacional —no
codificado— sino resultado de prácticas comerciales habituales en los tribunales arbitrales.
Aquí en el seno del proceso arbitral juegan otras pautas, se tienen en cuenta los intereses, corporativos o no,
de los justiciables, por sobre las formas solemnes que cada vez son menos empleadas a nivel transnacional, por
la fluidez que se impone así a los trámites que se deben observar para desarrollar un proceso de esas
características. Todo ello con una salvedad fundamental, que siempre debe constituir, un debido proceso, aun
por la voluntad concurrente de las partes, o por la letra de la ley, es decir un proceso que implique la observancia
de los principios liminares que conforman aquélla garantía que hoy constituye un derecho humano esencial: el
derecho a la jurisdicción.
De tal modo, este punto de partida no puede ser soslayado para analizar la posibilidad de ejercer el control
de constitucionalidad sobre la preceptiva legal aplicable en la órbita del proceso arbitral, pues partiendo de estas
premisas, resulta inocultable que el árbitro al igual que el juez cumple una función netamente jurisdiccional.
3. El juicio de amigables componedores
Por eso, aunque parezca redundante señalarlo, cuando las partes deciden someter sus diferencias a un
tribunal arbitral, aunque éste actúe como amigable componedor, no rehúyen a la aplicación del derecho.
Esta no es una simple disidencia de carácter académico, sino que es el simple respeto a la letra de la ley, ya
que el Código Procesal señala en el art. 766 que podrán someterse a la decisión de arbitradores o amigables
componedores, las cuestiones que puedan ser objeto del juicio de árbitros, es decir, no existe la limitación que
ha invocado el tribunal interviniente al pretender restringir al conocimiento de los árbitros amigables
componedores solo las cuestiones de hecho.
Ese es un ámbito restringido solo a la pericia arbitral, instituto de uso prácticamente infrecuente en nuestro
ámbito, más por desconocimiento, que por su presunta ineficacia, pues resulta una preciada herramienta que el
común de los abogados no suele utilizar.
Establece concretamente el art. 773 del Código Procesal que los arbitradores o peritos árbitros, deben
resolver únicamente las cuestiones de hecho que le son sometidas a decisión, siendo de aplicación a su respecto
el procedimiento previsto para el juicio de amigables componedores.
Como se advierte se trata de dos institutos claramente diferenciables, que no pueden superponerse pues
conceptualmente tienen un desarrollo y alcance diverso.
El proceso arbitral de amigables componedores, no significa otra cosa, más que analizar el conflicto por
parte de los árbitros, como hombres de derecho, como generalmente lo son aquellos que las propias partes
convocan (salvo que se tratase de una pericia arbitral, que requiera otra especialidad), con los "ojos" de una
persona formada en derecho, que puede considerar oportuno aplicar una determinada norma en desmedro de
otra, por resultar más conveniente a la justicia del caso, o bien morigerar su aplicación, frente a cuestiones
fácticas que así lo requieran.
Esto, en modo alguno significa desconocer o apartarse de la normativa legal que resulte aplicable a la
cuestión, por más influencia jusnaturalista que se le atribuya al concepto equidad.
Se ha dicho que "la equidad tiene algo de misterioso, suponemos que es la justicia o la verdad del caso
particular. Es imaginativa, conciliadora, tolerante, incompatible con la hipocresía, el egoísmo y el
formalismo"(9).
Recordando a Aristóteles, Rabbi-Baldi señala que precisamente la ley constituye siempre un enunciado
general, que solo toma en consideración los casos que suceden con más frecuencia, sin ignorar los errores que
ello puede entrañar, toda vez que puede darse un caso que puede no ser captado por la generalidad de la norma,
por eso señala que el Estagirita calificaba a la equidad (epikeia) como una justicia superior, ya que por su
orientación a dirimir situaciones irregulares (casos difíciles), la epikeia traspasa la ley y se transforma en más
justa que ésta, pues la completa en aquellas situaciones excepcionales que el carácter absoluto de la norma es
incapaz de contemplar (10).
Ese recurso a la equidad, no sólo es contemplado por la propia letra de la ley, sino que además es de uso
frecuente por los tribunales e inclusive por la propia Corte Suprema, quien consideró que no siempre resulta un
método recomendable atenerse estrictamente a las palabras de la ley, ya que el espíritu que las nutre es lo que
debe rastrearse en procura de una aplicación racional que avente el riesgo de un formalismo paralizante (11).
Si para elucidar el conflicto, las partes deciden —por voluntad concurrente— siempre que la materia así lo
permita, que los árbitros decidan la controversia en base a la equidad, en lugar de hacerlo con estricto apego a la
letra de la ley, esto importa una manifestación del principio de autonomía de la voluntad, no un menoscabo para
alguno de los litigantes, sino por el contrario una exaltación del ejercicio de su libertad, a través del cual buscan
una decisión en estricta justicia, real, razonable, ajustada a las circunstancias de la causa, conforme la doctrina
de la propia Corte Suprema.
No debe pasarse por alto que nuestro ordenamiento positivo, partiendo de la letra de la Ley Fundamental,
pasando a la de menor rango, contempla la equidad en la aplicación de la ley, y por eso el juez o el árbitro no
quedan sustraídos del orden jurídico, por el contrario, deben resolver el conflicto en base a los hechos del caso,
no conforme a un ordenamiento etéreo o desconocido, o que no permita el control de las partes (12).
De tal forma la propia Constitución Nacional, alude a la equidad en su art. 4 cuando la impone al legislador
para establecer cargas públicas, o bien el art. 28 cuando aludiendo a la garantía que Linares llamó innominada
—del debido proceso, esta vez sustantivo— permite el control de razonabilidad de las normas, que se inspira —
entre otras— también en la equidad como una de las diversas manifestaciones del valor justicia.
También encontramos en el Código Civil estándares de la misma índole, por ejemplo, en el art. 907, que
contempla una pauta concreta para los jueces, que es la de disponer un resarcimiento a favor de la víctima del
daño (producto de un enriquecimiento ilícito), fundados en razones de equidad.
En la actualidad ha recobrado impulso, merced a la profusa legislación de emergencia, variantes que
ponderan la teoría de la imprevisión, y obsérvese que el art. 1198 del Código Civil prevé la posibilidad, a favor
de quien fuere demandado por la resolución de un contrato, de evitarla ofreciendo mejorar "equitativamente" sus
efectos. Una situación similar se plantea en la acción de colación que contempla el art. 3477 del Código Civil,
cuando se autoriza al juez a realizar un "equitativo" reajuste según las circunstancias del caso.
Como se puede apreciar, este estándar llamado "equidad", tiene en cuenta —para su concreta aplicación—
dos aspectos esenciales, por un lado los hechos de una determinada relación jurídica que ha desembocado en un
litigio, y por otro lado, la aplicación del derecho, al cual en ningún caso le da la espalda, ni menos aún significa
una construcción que se abstrae de aquél.
El buen sentido que le dé cada intérprete, hará más o menos equitativo un decisorio, que por supuesto en
ningún caso podrá constituir un pronunciamiento alejado del orbe jurídico, ni contrario a su letra, o aún a su
espíritu, sino que debe ajustarse a él, pues lo contrario podría constituir una especie más de arbitrariedad que el
propio ordenamiento legal fulmina con su absoluta nulidad.
Lo que es dable destacar como una característica saliente de la función jurisdiccional que le cabe a los
árbitros, a veces llamados también arbitradores, cuando actúan como amigables componedores, que no existen
tales diferencias en sus tareas, sino que por el contrario existe una semejanza de base con la tarea desarrollada
por los jueces, pues siguiendo la conceptualización de Couture (13), ambos tienen que llevar a cabo la operación
que éste denominó de "subsunción jurídica".
Esto es la universalización de los hechos que se consideran fijados en el proceso, dentro del plexo jurídico,
para crear así la norma individual, poniendo en correspondencia esos hechos con el derecho aplicable, para
dirimir así el caso en juzgamiento (14).
Allí es donde puede aparecer una clara manifestación de la equidad, es decir en todo aquello que hace al
conocimiento y apreciación de parte del árbitro, de los hechos del caso sometido a su decisión y de las
probanzas que a su respecto las partes aportaron, al sumergirlas en el plexo jurídico abstracto.
Esta apreciación, que como decía Clariá Olmedo, no tenía otro significado más que el de ponerle un "precio"
a la prueba, no depende más que de la valoración que personalmente debe hacer el árbitro del mismo modo que
lo hace el juez.
Esa es una tarea en donde se puede justipreciar de modo más equitativo, o más riguroso, una determinada
situación de hecho, pero en ningún caso esto significa, que esa valoración se haga arbitrariamente, es decir sin
fundamentos que la respalden (15).
Esa aplicación de las normas integradoras del plexo jurídico se lleva a cabo tanto sea el arbitraje de derecho
(con la rigurosidad que la normativa impone), como sea de amigables componedores (sin esa rigurosidad), pues
en este caso los árbitros, como bien señalaba Redenti, pueden aplicar las normas de derecho en un arbitraje de
amigables componedores si no ven razón para apartarse de ellas, pues si creen necesario hacerlo, no deben tener
necesidad de indicar cuál hubiese sido la solución en términos de derecho estricto, ya que en esos casos basta la
declaración de que a sabiendas se atienen a las que ellos conceptúan ser las razones de equidad que el caso
impone (16).
Ese rigorismo que se le quita a la norma de derecho, es el que permite atemperar su aplicación al caso
concreto, pero en ningún caso significa una solución contraria a derecho, ni menos aún carente de fundamentos.
Desde un punto de vista positivo la doctrina reconoce la conveniencia, conforme los hechos del proceso, de
acompañar la decisión con una morigeración de la norma, que Barrios de Angelis llamó "dulcificación de la
ley", en aras a evitar la dureza de su aplicación, cuando las circunstancias así lo exijan (17).
Es decir, en un sentido negativo, no se puede presumir una actuación en contra del derecho, aspecto que
conviene despejar por las dudas que todavía hoy en día se suscitan, al generarse infundadas desconfianzas (18),
imaginando a árbitros sentados en el trono del rey Salomón, creyendo que el juicio de equidad es el juicio
salomónico, sin advertir que aquél era un rey absoluto que tenía a su disposición los derechos de sus súbditos,
olvidando que esa disponibilidad resulta ajena a los árbitros, y que siempre queda en manos de los propios
interesados para comprometerla del mejor modo que estimen corresponder (19).
En consecuencia, si las partes así lo solicitan, además de tener la posibilidad de sujetar su controversia a un
determinado ordenamiento legal, elegir la sujeción a formas determinadas (o no), puedan peticionar al tribunal
arbitral que se expida sobre la eventual inconstitucionalidad de un determinado precepto legal, pues si su
controversia radica en ese aspecto, mal podría resolverlo el tribunal elegido, que resulta el juez natural para las
partes, si se le restringe su actuación con una cuestión de carácter constitucional, sobre todo teniendo en cuenta
que ello no es la materia o esencia de la controversia, sino el medio para llegar a su resolución.
De ahí que no deba confundirse la materia arbitrable con la normativa en juego para decidir la cuestión. Para
ello, conviene analizar el concepto de la voz jurisdicción, lo que llevará a la caracterización del debido proceso
legal y los sistemas de control de constitucionalidad, para concluir finalmente sobre la posibilidad de su
ejercicio aun en el ámbito del juicio arbitral de amigables componedores.
4. La voz jurisdicción
Para no caer en un lugar común, señalando la multivocidad del término jurisdicción, es importante registrar
la afectación de factores especialmente extraprocesales para delimitar su conceptualización. Esa incidencia de
factores exógenos al proceso propiamente dicho, se vinculan a aspectos históricos, políticos, culturales, sociales,
económicos y otros que vinculan generalmente esa voz con el ejercicio del poder.
Conviene recordar —siguiendo a Scialoja (20)— que en el derecho público romano, entre las facultades del
magistrado se distinguían tres diversas potestades: el imperium, la iurisdictio y en un terreno común a ambos el
imperium mixtum.
En general coincide la doctrina en sus investigaciones históricas, que el ejercicio de la iurisdictio se hacía
con la tria verba, es decir con la fórmula que encontramos en los clásicos: do, dico, addico, que significaban
doy, digo, adjudico. Esto es doy juez, digo, porque decía el derecho, puntal en el que se apoya la función
netamente jurisdiccional, y adjudico según el derecho que se hubiera reconocido.
La jurisdicción debía emplear estas tres palabras solemnes, y la rigidez de los procedimientos, que se
desarrollaban ante el magistrado primero y ante el juez después, dan cuenta del rigorismo imperante en el
naciente mundo jurídico.
Si bien el iudex es un simple particular que decide sobre la causa, teniendo en cuenta el tema tratado, no
corresponde confundirlo con el arbiter, que no es el árbitro que interviene como consecuencia de un
compromiso o una cláusula compromisoria, sino que su función es similar a la del juez, como particular llamado
a decidir en la causa, lo que cambia es la amplitud de facultades que se le brindaba a uno y otro, pues mientras el
iudicium es estricto y riguroso, el arbitrium es moderado y suave, pues el conocimiento del arbiter es más libre,
conoce con mayor espontaneidad y también con mayor amplitud dicta su sentencia (21).
En estos aspectos que históricamente hoy cobran sobrada relevancia, radican dos aspectos fundamentales del
poder de decisión que importa la jurisdicción, y a su vez, de la distinción que cabe hacer con relación al
imperium como otro atributo que demuestra una clara manifestación del poder del magistrado.
En la actualidad, no pueden confundirse las funciones que desarrolla el Estado a través de cada uno de los
poderes que lo integran: el administrador, el legislativo y el judicial, aunque es conveniente señalar que cada
uno de ellos no tiene una atribución sobre una cuota parte del poder del Estado, sino que por el contrario el
poder es uno solo y depende exclusivamente del soberano.
Lo que es dable distinguir para concebir a cada uno de ellos, son las funciones que hacen a su esencia, por lo
cual ya desde sus orígenes, como se ha señalado, aparecen superpuestas las funciones de administración y
jurisdicción.
Es cierto que así fue durante mucho tiempo y también es cierto que con el advenimiento del Estado moderno
se delimitaron y precisaron con claridad cada una de las funciones que correspondían a esos diversos
departamentos de gobierno, pues el Estado es uno y por lo tanto, es quien monopoliza el poder.
De tal modo la multiplicidad de formas en que se utilizó la voz jurisdicción, mezclándola por ejemplo, con
el concepto competencia, o delimitando un ámbito territorial, o inclusive un ámbito de funciones políticas, ha
hecho que se superpongan conceptos que deben ser separados inexorablemente, para distinguir así las tareas que
a cada uno de esos estamentos corresponde ejercer, más allá que en la práctica cotidiana, cada uno de ellos
intervenga en funciones o tareas que resultan de la incumbencia de otro, circunstancia que no obsta a la
determinación de la tarea que esencialmente resulta atribuible a cada uno de ellos.
Por lo tanto, cuando se suele conceptualizar a la jurisdicción como un poder del Estado, o bien como un
poder-deber del Estado, ningún tipo de objeción se puede hacer sobre el particular, precisamente porque la
concepción de los países recipiendarios del derecho continental, por oposición a otros sistemas, conciben al
Estado como el centro de las atribuciones para la administración de justicia, e indefectiblemente siendo así la
concepción tradicional ninguna duda cabe que la jurisdicción es una sola y que depende del Estado su
funcionamiento, no pudiendo perderse de vista, que al igual que en la antigüedad se está haciendo reposar en
cabeza del juez ese imperium mixtum del que hablaban los romanos, es decir superponiéndose el imperium con
el iudicium, potestades claramente diferenciables ya desde la antigüedad como atributos del poder del
magistrado.
Siendo así, es inevitable cuestionar si esa forma de concebir la jurisdicción resulta apropiada en tiempos
actuales, para ver si es correcto mantener una concepción que tiene sus orígenes en el derecho público romano.
La realidad indica una situación totalmente diversa, que no tiene que ver solo con el advenimiento del
llamado estado moderno y el sistema constitucional que se observó para su conformación, sino además con el
propio funcionamiento de las instituciones dentro de un mismo país.
Esto lo ha llevado a reconocer a Taruffo, con una denominación muy apropiada, la existencia de un
"multiculturalismo procesal", subrayando la existencia de culturas diferentes en el interior de unos mismos
contextos sociales, políticos y también jurídicos, fenómeno éste que concierne a cualquier cultura (22).
De tal forma distingue diversos niveles en los cuales puede ser analizado este que llama "multiculturalismo
procesal".
En el primero de ellos, distingue una diferencia general entre sistemas, en donde encuentra la vieja y
tradicional distinción —ya superada a su criterio— entre common law y civil law, destacando especialmente en
esta última concepción, al Estado como centro de la administración de justicia.
Un segundo nivel intermedio, incluye los sistemas procesales correspondientes a ordenamientos nacionales,
compuestos a veces por "parientes" diversos, empeñados muchas veces en desarrollar sus diferencias más que
sus analogías.
Finalmente un tercer nivel, más bajo, pero no menos importante, individualizado en el interior de cada uno
de los ordenamientos procesales nacionales, lo que significa que un ordenamiento nacional puede estar
internamente dividido en algunos o en muchos subordenamientos procesales, o en diversos mecanismos de
administración de justicia.
Es evidente que cada una de esas normativas procesales está influenciada en un determinado tiempo, por una
serie de factores, no sólo históricos, sino también sociológicos, económicos o de otra índole, que propenden por
ejemplo, a proteger al más débil en una relación de trabajo, o tutelar el medio ambiente, o a los consumidores,
por caso.
Por eso, señala Taruffo, que lo que ha cambiado en la cultura jurídica en los últimos dos o tres decenios, son
los paradigmas, parafraseando a Khun, empleados para interpretar situaciones jurídicas, brindando como
ejemplo a los códigos, otrora casi intocables, para advertir que frente a ellos aparece una legislación que los
hace entrar en crisis pues no eran tan omnicomprensivos como se creía, apareciendo por ende leyes incompletas,
variables, a veces incoherentes (23).
Es evidente que todo esto muestra a carta cabal la influencia de este nuevo orden que se ha dado en
No sólo porque es cierto, sino porque ello no hace a la esencia de la labor que cumplen ambos. Tampoco
puede tomarse como determinante el uso del imperium, como potestad de la que están investidos los jueces a
diferencia de los árbitros.
Claro que es cierto. Es correcto que los árbitros carecen de imperium (27), pero no es menos cierto que el
imperium no es la nota tipificante de la jurisdicción, pues tanto imperium tiene el poder administrador cuando
lleva a cabo sus propias decisiones, aún con el uso de la fuerza pública, como el imperium que tiene el
legislativo, en ese mismo sentido.
Es necesario advertir el carácter eminentemente técnico que tiene el concepto jurisdicción en el estado
moderno (28), en virtud del cual no se puede inferir más que el cumplimiento de una función, cuya nota
tipificante es la garantía que brinda al justiciable de permitir dirimir un conflicto, propendiendo así al
mantenimiento de la paz social, pues si quien resulta vencido acata la decisión jurisdiccional ningún tipo de
imperium es necesario para resolver definitivamente el conflicto.
Lo cierto es que por la vía que se pretenda analizarlo, con un exacerbado rigorismo histórico, o bien, frente
al diseño de esta nueva realidad que resulta incontrastable, aparece al lado del proceso judicial, otra opción, que
sería aquel mismo proceso, pero esta vez en manos privadas, lo que no implica la privatización de la justicia,
sino por el contrario, la sustracción de los particulares a la decisión de los jueces del Estado, para someterse a
"jueces privados", cuando la materia a decidir resulta disponible para ellos, lo que no significa ninguna renuncia,
sino un simple apartamiento de una jurisdicción para someterse a otra, en ejercicio del principio de autonomía
de la voluntad.
Conceptos otrora inexpugnables, como el de soberanía, hoy pueden zozobrar sin mayores esfuerzos
interpretativos, renunciando a viejas concepciones ideológicas, para someterlas a una opción de mercado, lo que
le ha llevado a sostener a Galgano, que hoy la independencia que se reivindica está en función de una nueva
dependencia económica solo que es electiva (29).
Mirar hacia atrás recordando el concepto absolutista de soberanía y por ende de jurisdicción, frente a la
realidad que se impone no puede sustraer al operador jurídico de la contemplación de fenómenos tan
particulares como los mencionados, manteniendo una confusión aún inexplicable entre imperium y iudicium.
Precisamente se sostiene que el arbitraje es jurisdiccional por la función que cumplen los árbitros, para los
que no importa la forma en que son designados, pues no se desconoce el origen convencional del sistema, ya
que mirándolo de otra forma se podría concluir en el absurdo de que dos partes enfrentadas por el cumplimiento
de un contrato también estarían vinculadas contractualmente cuando interviene un juez, si se circunscribe la
mirada solo al origen del vínculo.
El absurdo de un razonamiento de esa índole relevaría cualquier otro tipo de comentarios, por lo cual,
también cuando se someten las partes a árbitros, al margen del cariz de su actuación, también están generando
una nueva relación jurídica, esta vez procesal, porque se desarrolla un proceso que son las propias partes quienes
pueden estructurarlo sometiéndose a sus propias pautas, o bien sometiéndose a las fijadas por un tribunal de
carácter institucional, que cuenta con un reglamento propio para el desarrollo de sus tareas.
Ya fue señalado como la doctrina mayoritaria interpretaba que el arbitraje tenía carácter jurisdiccional, pero
de ello conviene destacar que también se hizo eco la Corte Suprema de Justicia de la Nación, quien interpretó
que "aún cuando el arbitraje sea un procedimiento de solución de controversias de origen contractual, es
jurisdiccional por su función y por la especial eficacia que el derecho otorga a sus efectos, por lo que las tareas
que realizan los árbitros no guardan relación con las ejercidas por abogados y procuradores que defienden los
intereses individuales de las partes"(30).
Por esa razón no puede más que concluirse que jurisdicción debe ser interpretada como decisión, pues
importa una función que consiste en dirimir una controversia haciendo actuar la voluntad del ordenamiento legal
que las propias partes han estimado correspondiente observar, con mayor o menor rigurosidad, según el tipo de
arbitraje que ellas mismas hayan escogido, y esa decisión a su vez revestirá el carácter de cosa juzgada, pues los
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ordenamientos procesales en general asimilan el laudo arbitral a la misma envergadura que tiene una sentencia,
aspecto que despejaría cualquier tipo de dudas sobre el particular, quedando a resguardo el debido proceso legal
para la obtención de ese laudo (31).
5. Sobre el control de constitucionalidad
El control de constitucionalidad, conforma un aspecto esencial que hace al debido proceso legal, cuyas dos
vertientes permiten divisar una línea adjetiva, en cuanto a la observancia de los principios liminares en el
desarrollo del proceso y, otra sustancial, que hace precisamente a la aplicación de la ley al caso concreto.
Claro que no existe ningún tipo de dudas cuando la tarea es cumplida por un juez, como funcionario estatal,
la duda que se genera es si un árbitro puede cumplir con esa tarea, pues aparece en escena la restricción de su
actuación, que tiene un carácter especial pues se limita a una materia que siempre debe resultar disponible para
las partes, siendo la tarea que aquí se desarrolla de neto orden público, por el compromiso que en apariencia
importa, por revestir un acto de suma gravedad institucional, como se ha conceptualizado, a la declaración de
inconstitucionalidad de una norma de alcance general.
Sin embargo, existen dos planos claramente diferenciables que no conviene perder de vista. Uno de ellos
está representado por el conflicto sustancial que vincula a las partes, y el otro por la decisión que se debe
adoptar a su respecto.
En el plano sustancial es donde se ubica la materia disponible para las partes, allí es donde existe el conflicto
a resolver; el otro plano, es el que corresponde a la nueva relación, esta vez netamente procesal, que se da entre
las partes y el o los árbitros que intervienen para resolver el diferendo, circunstancia que requiere precisar el
alcance de su actuación.
Por lo tanto, si se tratara de un arbitraje doméstico, como el caso aquí analizado, en donde tanto las partes,
como los árbitros, como la situación conflictiva se dan dentro de un mismo país, en el cual el sistema de control
de constitucionalidad es difuso, parece una contradicción pretender que se desarrolle un debido proceso legal,
omitiendo que el árbitro aplique la primera y fundamental ley del país que no es otra que su propia constitución,
circunstancia que exime cualquier otro comentario, dado que el control de constitucionalidad implica la
observancia del principio de razonabilidad de la ley en el caso concreto.
Esto significa, como enseñaba Linares, contrastar la letra de la norma en juego, con el principio
constitucional que aparezca en pugna, de modo de propender a su compatibilización y cuando ello no fuera
posible entonces sí reputarla inconstitucional, por lo menos para ese caso, característica ésta que distingue al
control difuso de constitucionalidad.
En general el juicio de valor que hacen los árbitros cuando actúan como amigables componedores es similar
en la estructura de su razonamiento al que hacen los árbitros iuris, precisamente porque su decisión debe estar
debidamente motivada, con fundamentos suficientes que le den respaldo, pues lo que no debe perderse de vista
que el juicio según "su leal saber y entender", no es más que el juicio generalmente de hombres formados en
derecho, cuyo leal saber y entender tendrá seguramente un respaldo legal adecuado, y no únicamente su
discreción o su voluntad.
En ese caso, se puede considerar por los árbitros que una norma determinada resulta inaplicable, lo que no es
más que un eufemismo que intenta traslucir su inconstitucionalidad para el caso (32).
De ahí que haya sostenido Bidart Campos que la jurisdicción de equidad puede prescindir de esa positividad
—que añadimos, es necesaria observar en el arbitraje de derecho— para emigrar así a la equidad, de donde la
inaplicación por inconstitucionalidad subsume el control en la positividad porque, dentro y no fuera de ésta, el
valor justicia que ella aloja ordena que, para su realización concreta se deje de lado toda norma que en las
circunstancias de un caso proporciona resultados injustos (33).
El Tribunal superpone el concepto de amigable composición con la labor que debe llevar a cabo un árbitro o
arbitrador en una pericia arbitral, que actúa a partir de su especialidad en un caso concreto y resuelve una
cuestión de hecho tal como lo dispone el art. 773 del Código Procesal, ajustándose el procedimiento a las pautas
de la amigable composición.
Sin embargo no era esa la función del Tribunal que debía intervenir en este diferendo, o por lo menos del
fallo no se desprende eso, sino por el contrario el propio Tribunal reconoce que se trataba de un juicio de
amigables componedores, con lo cual no existe norma alguna que los compela a dejar de lado la letra de la ley
para resolver una contienda, tal como lo ha interpretado la Sala interviniente, y menos aún si existe el
compromiso de las partes de llevar a cabo su arbitraje porque así fue convenido. Restringir la libertad a los
árbitros al no permitirle aplicar la Constitución Nacional, no admite mayores comentarios porque lisa y
llanamente resulta incomprensible (34).
Es de toda evidencia que la materia objeto del proceso arbitral era una materia claramente disponible para
las partes, que no conviene confundir con la cuestión constitucional a la que alude el Tribunal, que más allá de
no ubicarse la cita que da como uno de sus fundamentos al aludir a un precedente de la Corte Suprema de Fallos
272:323, no se ha planteado en el sublite una acción de inconstitucionalidad, sino por el contrario un simple
cobro de alquileres a cuyo respecto se debía analizar la constitucionalidad de la normativa de emergencia que
una de las partes había impugnado.
Esto hace a un plano distinto de la materia arbitrable, pues se involucra directamente en la función
jurisdiccional, esto es la aplicación o no de determinada norma para resolver el diferendo, y este aspecto es de la
esencia del iudicium del que goza todo tribunal arbitral, y nada tiene que ver con el imperium.
En este sentido conviene tener en cuenta que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, desde comienzos
del siglo pasado ha sostenido que aún siendo el propio Gobierno Nacional el involucrado en un proceso arbitral,
"está obligado a la formación del tribunal arbitral que ha de resolver las tarifas a cobrar en el Puerto de Rosario,
en cumplimiento de la cláusula contractual que estableció la jurisdicción de los árbitros para las divergencias
que se suscitaran, sin que ello pueda ser obstáculo el que pueda tenerse que considerar alguna cuestión
constitucional"(35).
6. A modo de conclusiones
Como se ha señalado, ni cabe desvirtuar al arbitraje con interpretaciones que son más históricas que reales,
ni menos aún se puede presumir una especie de restricción, ni para su viabilidad, ni para su desarrollo, por la
sencilla razón que esto se enfrenta lisa y llanamente con la realidad, de la cual la jurisdicción judicial no se
puede abstraer (36).
Morello y Quevedo Mendoza señalaron en esta línea que "El Estado ya no tiene el monopolio de la
actividad, función o potestad jurisdiccional. También reside ella en los árbitros, cuyo cometido por delegación y
reglamentación legal en el núcleo de su connotación exhibe identidad en el quehacer tal como si fueran y
obraran como jueces; digámoslo de modo concluyente: dan solución a un conflicto, declaran el derecho, definen
la composición justa que asegura entre y para las partes e, igualmente en dimensión social, la paz y la justicia.
Tan evidente es este paralelismo de comportamiento entre los jueces y los árbitros que un jurista tan profundo
como es el académico Jaime Anaya advierte la necesidad de no transplantar al arbitraje los rasgos y estilos que
se viven en el proceso judicial. Un calco de este tenor, ya lo dijimos hace tiempo, no haría sino repetir de
manera estéril un ballotage innecesario que para nada mejoraría las espléndidas posibilidades que porta el
arbitraje, como inequívoca manifestación jurisdiccional"(37).
El control de constitucionalidad difuso tiene como carácter distintivo que la sentencia que se dicte produce
efectos únicamente entre las partes, con lo cual el alcance de la cosa juzgada, tanto desde el punto de vista
objetivo, como subjetivo, no tendrá ningún tipo de incidencia en otro nivel, lo que lleva a la necesidad de
contemplar otro tipo de estándar distinto al de la gravedad institucional que se pretende advertir con una
declaración (que puede no ser tal) de esa índole, pues en modo alguno se puede pensar en una proyección
diversa a la de las partes involucradas.
Resultaría impensado no permitir que en un proceso arbitral, se deje de lado una labor primordial que hace al
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debido proceso legal, como es el control de constitucionalidad, que corresponde ejercer sobre la normativa
aplicable al caso, pues por esa vía se abortaría cualquier desarrollo del sistema arbitral. Si hay una actividad
jurisdiccional de la índole que aquí se aborda debe haber control constitucional. Lo contrario implicaría exponer
a los árbitros a aplicar —aún contra su voluntad— una norma de rango inferior por sobre un precepto
constitucional, lo que resultaría inadmisible.
Además, aparece una vez más en escena la importancia del rol que cabe asignarle a las partes, toda vez que
son ellas quienes deciden comprometer en árbitros su caso, según los ordenamientos procesales que decidan
observar, las que eventualmente pueden requerir de aquellos que se pronuncien sobre la eventual validez o
invalidez constitucional de un determinado precepto, de controvertirse su aplicación, pues no es esa una
atribución que posean los árbitros per se, sino que actúan conforme las pretensiones esgrimidas por las partes en
el proceso.
Lo contrario importaría otra desvirtuación del debido proceso por la violación del principio de congruencia,
ya que si se restringe esta facultad a los árbitros, cuando las partes así expresamente lo hubieran requerido, se
los conminaría a dictar un laudo viciado de nulidad, por resultar citra petita, al omitir pronunciarse sobre
cuestiones debidamente articuladas por las partes interesadas, más allá que por esa vía se permitiría desvirtuar
cualquier compromiso arbitral.
En esta misma línea, se enrola la capacitación que se advierte imprescindible en abogados y jueces, a cuyo
efecto conviene tener en cuenta la vehemencia con la que señala Rivera, la incomprensión judicial que existe
sobre el arbitraje (38), cuya línea de razonamiento parecería ahora transcurrir por una especie de interpretación
restrictiva que no existe como parámetro interpretativo, ni en la doctrina ni menos aún en la jurisprudencia del
más Alto Tribunal, como surge en el sublite, que lo único que provoca —como bien señala el distinguido jurista
— no es más que un efecto no deseado en desmedro de los intereses de nuestro propio país, que desde luego
excede holgadamente la simple desinterpretación que se pueda producir en un arbitraje doméstico,
proyectándose a niveles tal vez impensados que hace al fomento de las inversiones y la seguridad jurídica que se
pretende para su radicación (39).
Dentro de la visión globalizadora que existe en la actualidad en el mundo de los negocios y, el desarrollo que
han tenido sistemas como el arbitraje, al amparo de los inconvenientes que genera el propio Estado por su
ineficiencia, sus omisiones, su ineptitud, o las razones que se quieran encontrar, es evidente, que nada de ello
puede menoscabar el derecho a la jurisdicción de cualquier justiciable, porque este se ha convertido también en
un derecho humano esencial.
Por lo menos así lo ha concebido el bloque de constitucionalidad que ha adoptado la República Argentina a
partir de su reforma constitucional de 1994, y lo había consagrado también su más Alto Tribunal, quien sentó
como doctrina que "el derecho a la jurisdicción, que integra el de defensa en juicio, consiste en la posibilidad
efectiva de ocurrir ante un órgano competente —judicial, administrativo o arbitral— que permita ejercer actos
razonablemente encaminados a una cabal defensa de la persona y sus derechos, sin que pueda hablarse de
derecho de defensa, ni de debido proceso, sin la presencia de un tribunal que de conformidad con un
procedimiento legal, dé cauce a las acciones enderezadas a hacer valer eficazmente los derechos
individuales"(40).
Desde esta perspectiva global, asociada a la ya recordada crisis del Estado moderno, se refuerza la idea
originaria que describe los derechos fundamentales como "humanos", línea en la que sostiene Ferrari, siguiendo
a Ferrajoli, que pierde consistencia su radicación cívica y política, que no puede estar asociada con aquél (con el
Estado), pues la organización internacional basada en las relaciones entre Estados, no dispone aún de los
instrumentos necesarios, en especial en material jurisdiccional, no sólo para equilibrar los derechos
contrapuestos, sino, sobre todo, para vencer las resistencias que siempre se interponen en el camino de su
reconocimiento y disfrute, para lo cual agrega, que no debe olvidarse en efecto que los derechos fundamentales
siempre han sido conquistados contra alguien que tenía el poder, de hecho o de derecho, de negarlos, y por ello
p. 17.
(26) TARUFFO, Michele, ob. cit., p. 55.
(27) El art. 753 del Código Procesal es muy claro en este sentido, pero no es menos cierto que esa misma
norma pone en cabeza del poder jurisdiccional, el auxilio necesario para que a través del poder de imperium si
fuera necesario utilizarlo, se propenda a la más rápida y eficaz sustanciación de un proceso arbitral.
(28) Como ha sido concebido por Morello y Quevedo Mendoza. Véase La jurisdicción; trabajo en el
número extraordinario de la Revista de Derecho Procesal en homenaje a PODETTI, J. Ramiro, "Poderes y
Deberes del Juez", Ed. Rubinzal-Culzoni, 2004, p. 187.
(29) GALGANO, Francesco, "La globalización en el espejo del derecho"; Ed. Rubinzal-Culzoni, 2005, p.
37.
(30) Fallos 322:1100.
(31) En este sentido ver el art. 499 del Código Procesal que contempla precisamente en un mismo rango a la
sentencia judicial y al laudo arbitral, o bien el art. 1 que permite la prórroga de la competencia a favor de
árbitros aun siendo extranjeros.
(32) En este mismo sentido se expide Bianchi, quien sostiene: "se diga que una norma es inaplicable o se la
declare inconstitucional, es en última instancia lo mismo. Si una norma está vigente, la única razón que puede
impedir su aplicación es que sea contraria a la Constitución. La palabra inaplicable, o sus equivalentes,
funcionan aquí como un eufemismo..." (BIANCHI, Alberto B., "Control de Constitucionalidad", Ed. Abaco, Bs.
As. 2002, T. I, p. 295).
(33) BIDART CAMPOS, Germán J., "Oscilaciones y deficiencias en el recurso extraordinario: una visión
crítica pero optimista", J.A., 2003-I-1292.
(34) Más aún cuando por esa vía se violan principios liminares en materia arbitral como el de
competencia/competencia, que importa la necesidad de que el propio tribunal arbitral sea quien se expida sobre
su propia competencia, aún en la hipótesis de que se hubiera puesto en tela de juicio la validez de la cláusula
compromisoria. Como se advierte la intervención del un tribunal de justicia ha hecho caer en saco roto una
decisión absolutamente legítima de los justiciables de someterse a la competencia de un tribunal arbitral para
dirimir un conflicto absolutamente privado.
(35) Fallos 173:221; más aún corresponde que se tenga en cuenta que antes de eso la propia Corte Suprema
había resuelto que "establecido en una ley de concesión y en el contrato respectivo que quedan libradas a la
decisión arbitral "todas las cuestiones que puedan surgir entre el Gobierno y los concesionarios", sin limitación
alguna, la cuestión de la caducidad del contrato, alegada por la demandada para oponerse a la constitución del
tribunal no está excluida de las que deben someterse al juicio de los árbitros arbitradores, los que podrán
resolver hasta qué punto sean legalmente eficaces las defensas alegadas por las partes; tanto más que, en el caso,
la demandada misma reconoce implícitamente que el contrato se halla vigente, al pedir en la reconvención, que
la Corte Suprema declare su caducidad, y que tratándose de una convención bilateral, no es ella revocable por la
sola voluntad de una de las partes" (Fallos 128:402).
(36) Este fallo comentado alude también a una interpretación restrictiva y excepcional del arbitraje, pero no
nos reiteramos sobre ello pues el tema sobre ya tuve oportunidad de abordarlo, señalando la falaz interpretación
en la que se incurre, conforme la doctrina de la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación, en "La cuestión
de la competencia en el arbitraje" (publicado en la Revista Jurídica E.D. del 10/7/08, p. 1 y ss.). Sin embargo, el
efecto de esta interpretación como se señala en este fallo se ha propalado por varios tribunales (vgr. CNCAF,
Sala II, 4/9/08, in re "Amet Constructora S.R.L. c. Segba —en liquidación— s/Contrato de Obra Pública", en el
cual el tribunal reitera este concepto equívoco), que han dejado de lado concepciones más acordes con la
realidad, sin advertirse que todos los derechos son disponibles, y esa debe ser la regla. La excepción es la
indisponibilidad, es decir contrariamente a lo que se viene resolviendo, y muestra elocuente de ello son los
propios precedentes del Máximo Tribunal que se han citado en este trabajo.
(37) MORELLO, Augusto M. y QUEVEDO MENDOZA, Efraín, op. cit., p. 208.
(38) Véase RIVERA, Julio C., "Incomprensión judicial del arbitraje", J.A. 2008-III- fasc. 13 del 24/9/2008,
p. 1 y ss.; en donde destaca más allá de que no existe sustento para una interpretación restrictiva del arbitraje,
diversos pronunciamientos judiciales que denotan una clara hostilidad interpretativa con respecto a una
institución respecto a la cual, por la vía que se señala, es evidente que se torna difícil lograr explorar sus
bondades.
(39) Los jueces también gobiernan, y esto no puede obviarse, solo que lo hacen a través de sus sentencias,
por eso se advierte, salvando las distancias por el alcance de las proyecciones, que esto es similar a los efectos
contrarios que puede provocar una medida de gobierno como por ejemplo la incautación de los fondos de
pensión para contener un posible default, sin advertir el shock de desconfianza y que no se sabe si se podrá
revertir, que provoca que los depositantes retiren sus fondos de las entidades financieras para refugiarse en el
dólar, agravando así la retracción de la economía (diario La Nación del 10/11/08, 1ra. secc., p. 6).
(40) Fallos 323:2418 (La Ley Online).
(41) FERRARI, Vincenzo, "Derecho y Sociedad"; Ed. Universidad del Externado de Colombia, 2006, p.
152.