Escuela y Ciudadania
Escuela y Ciudadania
Escuela y Ciudadania
Ignacio Lewkowicz
La escuela ya no es lo que era. Sobre esto no hay dudas. Pero las dudas prosperan cuando se
intenta pensar ya no lo que era sino lo que es. Resulta sencillo responder la pregunta qué es la
institución escuela si suponemos que esa institución apoya en un suelo nacional y estatal. Pero
desvanecido ese suelo, agotado el Estado Nación como meta-institución donadora de sentido,
¿cuál es su estatuto? ¿en qué consiste la actualidad escolar? Para responder estas preguntas,
empecemos por precisar la naturaleza de las instituciones (entre ellas, la escuela) y la
subjetividad que instituyen en tiempos de Estado Nación.
La notable similitud entre estos planos -el primero, de un hospital; el otro, de una prisión- para
Michel Foucault revela el parentezco entre estas instituciones. Ya no se trata del encierro sino
de garantizar que desde el centro de esos dispositivos -"ojo perfecto del cual nada se sustrae"-,
se alcance un control detallado de los individuos que la habitan: alumnos, enfermos, presos.
Cada sistema social establece sus criterios de existencia. En los Estados Nacionales, la
existencia es existencia institucional y el paradigma de funcionamiento son las instituciones
disciplinarias. En este sentido, la vida individual y social transcurre en ese suelo. Es decir, en la
familia, la escuela, la fábrica, el hospital, el cuartel, la prisión, etc. Ahora bien, estas
instituciones apoyaban en la meta-institución Estado Nación. Y ese apoyo es el que les proveía
sentido y consistencia integral.Pero la articulación institucional no terminaba ahí. Los
dispositivos disciplinarios (la familia y la escuela, por ejemplo) organizan entre sí un tipo
específico de relación. Gilles Deleuze -en Posdata sobre las sociedades de control1 - denomina
a esa relación analógica. El funcionamiento analógico, que consistía en el uso de un lenguaje
común por parte de los agentes institucionales en cuestión, habilitaba la posibilidad de estar
en distintas instituciones con las mismas operaciones. Dicho de otro modo, la experiencia
disciplinaria forjaba subjetividad disciplinaria. Esto es, operaciones capaces de vivir bajo la
vigilancia jerárquica, la sanción normalizadora y el examen más allá de sus variantes
instituciones.Ahora bien, esta correspondencia analógica entre las marcas subjetivas
producidas por las instituciones es la que aseguraba la relación transferencial entre las
mismas. De esta manera, cada una de las instituciones operaba (y allí su eficacia) sobre las
marcas previamente forjadas. La escuela trabajaba sobre las marcaciones familiares, la fábrica
sobre las modulaciones escolares, la prisión sobre las molduras hospitalarias, etc. Como
resultado de esta operatoria se organizaba un encadenamiento institucional que aseguraba y
reforzaba la eficacia de la operatoria disciplinaria.
Este tránsito por las instituciones disciplinarias producía las operaciones necesarias para
habitar la meta-institución estatal. De esta manera, el Estado Nación delegaba en sus
dispositivos institucionales la producción y reproducción de su soporte subjetivo, es decir, el
ciudadano.
Ahora bien ¿qué es un ciudadano de los Estados Nacionales? ¿Cuáles son los rasgos distintivos
de esta subjetividad producida por las instituciones disciplinarias? ¿Cuál es la relación entre
escuela y ciudadanía en tiempos nacionales?
El ciudadano es el tipo de sujeto resultante del principio revolucionario que postula la igualdad
ante la ley.
El ciudadano es el tipo de sujeto constituido en torno de la ley. Ahora bien, esta producción en
torno de la ley apoya en dos instituciones primordiales: la familia nuclear burguesa y la
escuela. La escuela en tándem con la familia produce los ciudadanos del mañana. Un
ciudadano es un tipo subjetivo organizado por la suposición básica de que la ley es o puede ser
la misma para todos. Si alguien puede lo que puede y no puede lo que no puede, es porque
nadie puede eso o porque todos pueden eso. El ciudadano como subjetividad es reacio a la
noción de privilegio o de ley privada. La ley es pareja: prohíbe por igual y permite por igual a
todos. Por supuesto, a algunos el aparato judicial les va a permitir un campo de transgresiones,
pero eso tiene que ver con el aparato judicial concreto y no con la institución básica que es la
ley. El ciudadano es un individuo que se define por esta relación con la ley. El ciudadano es, en
principio, depositario de la soberanía, pero ante todo es depositario de una soberanía que no
ejerce. La soberanía emana del pueblo, no permanece en el pueblo. Para ser ciudadano de un
Estado Nación hay que saber delegar la soberanía. El acto ciudadano por excelencia es el acto
de representación por el cual él delega los poderes soberanos en el Estado constituido. Para
poder delegar, el ciudadano tiene que estar educado. La consigna de Sarmiento era ésa: El
sujeto de la conciencia, que había sido instituido filosóficamente dos siglos antes, deviene
sujeto de la conciencia nacional a partir del siglo XIX. Es el aparato jurídico el que exige que los
ciudadanos se definan por su conciencia. Ahora, ¿cómo se ejerce esta soberanía? Cuando la
Revolución Francesa estalla aparece el siguiente problema: la soberanía emana del pueblo,
pero ¿cuántos pueblos hay? En Europa, ¿cuántos pueblos hay? No se los puede definir ni por la
raza ni por la religión ni por la lengua. Porque siempre se va a encontrar que un mismo pueblo
habla en dos lenguas, o que dos pueblos distintos hablan la misma lengua. Lo mismo sucede
con la raza, lo mismo sucede con la religión. La institución propia de los Estados Nacionales
para ese ser en conjunto que es el pueblo es la historia. La historia es una institución del siglo
XIX que establece que un pueblo es un pueblo porque tiene un pasado en común. El
fundamento del lazo social es nuestro pasado en común. La historia es una institución
sumamente poderosa, porque en la medida en que el pueblo se define por su pasado en
común, en la historia va a estar el reservorio de las potencias. Y la elección política va a ser
¿cuál de las potencias contenidas en germen en el pasado nacional es llevada al acto? Pero se
entiende que si un pueblo se define por un pasado en común, si ahí está su identidad y sus
posibilidades, la política no puede ser otra cosa que transformar en acto eso que era en
potencia en el pasado nacional. Ahí radica el fundamento de la solidaridad entre historia y
representación. El soberano se hará representar a partir de una comprensión del ser en común
-ser en común determinado por su historia-. Entonces deviene ciudadano.
Por ejemplo, la normalización standard de los chicos en la escuela es tan sutil y tan precisa que
cada niño queda individualizado por su desviación respecto de la norma.
Los espacios de encierro tienden a hacer coincidir la clasificación lógica con la distribución
espacial. Nosotros dibujamos un conjunto como un círculo que encierra a todos sus elementos,
pero en realidad no tienen por qué estar juntos. Un conjunto se define como colección de los
términos que verifican una propiedad, pero pertenecer lógicamente a un conjunto y estar
topológicamente dentro de un lugar no son sinónimos. Pertenecer y estar dentro sólo son
sinónimos en la lógica del encierro: pertenecer al conjunto de los niños es estar encerrado en
la escuela; pertenecer al conjunto de los trabajadores es estar encerrado en la fábrica. El
pensamiento estatal tiende a distribuir a la población en lugares, en instituciones. Como figura,
la institución es una figura genérica, no de la humanidad sino del Estado Nación, sobre todo la
institución como productora de subjetividad de un conjunto de términos que se homogeneizan
por pertenencia. La vigilancia y el castigo producen normalización.
La idea del acceso a la cultura o del acceso a la educación para todos, es propia de la
modernidad a partir del siglo XIX: lo que subyace detrás de esto es la idea de un saber del
hombre (las ciencias humanas) que supone una esencia humana cognoscible. De lo que se
trata, entonces, es de desarrollar estas prácticas de modo tal que el conjunto de los que
"biológicamente" son hombres sean también hombres en y por las prácticas sociales
instituidas en el mundo burgués: libertad e igualdad (la fraternidad puede esperar). Este
mismo interés puede observarse en la preocupación que se desarrolla en la modernidad en el
plano de la salud, que no sólo implica la atención médica sino todo un saber acerca del cuerpo
del hombre. Podríamos nombrar también en esta enumeración el modo en que se organizan
las prácticas punitivas, su saber psiquiátrico-judicial acerca del hombre para rectificar, corregir
a quien se ha desviado, etc.
Ahora bien, la idea que quiero argumentar es la siguiente: todo este interés por el hombre,
todo el complejo de discursos, saberes, prácticas e instituciones en torno al hombre de la
modernidad, constituyen un modo de control, de dominio, de redes de poder y que tienen que
ver con la idea de hacer útiles a los individuos para la sociedad, es decir, hacerlos utilizables
para los propios fines de la sociedad. "Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad
elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de
instrucción: en cien años no hareís de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y
confortablemente. "En 1852 se publica esta obra de Alberdi que un año más tarde servirá de
fundamento para la Constitución Nacional. Dada las grandes dificultades en producir
ciudadanos de las masas nativas, el autor argumentaba a favor de las políticas inmigratorias
que fomentaran la llegada de trabajadores civilizados a estas tierras.
Este concepto práctico de la idea de hombre podría significar que sólo es hombre aquel que se
inserta en las redes del mercado, quien participa del conjunto de los consumidores, quien se
ve reflejado y se espeja en una pantalla de televisión, quien accede a la salud, etc.
Caída la cuestión del progreso (por su imposibilidad práctica, porque, también en estado
práctico, ciertos sectores de la "humanidad" ya no son "hombres", etc.), ¿sigue siendo la
escuela un lugar que vuelva útiles a los individuos para la sociedad? ¿se resignifica su función?
¿qué queremos hacer nosotros con todo esto?
Bajo la hegemonía política del Estado Nación, el discurso histórico determinó los
procedimientos considerados válidos para producir verdad, pero también funcionó como el
dispositivo central en la producción y reproducción del lazo social nacional. Aquí importa
centralmente lo segundo.El siglo XIX es el siglo de Hegel y desde su intervención en la cultura
se asume que el ser es en tanto que deviene. Todo el devenir se convierte en Historia o si se
quiere, es susceptible de ser historizado. Desde Hegel -dice Chatêlet (1978)-, la determinación
de las esencias es asunto de historiadores. La Historia pasa no sólo a detentar su sentido, sino
el de todos los fenómenos. Es decir, el mundo se hace inteligible a partir de su devenir
histórico. (Lewcowicz, Wasserman, 1995)
Con la intervención de Hegel, la hegemonía del discurso histórico queda instituida. A saber:
por un lado, conocer -de aquí en más- es conocer históricamente. Se historizan las filosofías y
las ciencias, se historiza la política, se historiza la cultura toda. Por otro lado, la consistencia
colectiva de un pueblo -también a partir de aquí- descansa en la ficción ideológica de un
pasado común que hace lazo en el presente.
Ahora bien, a partir del siglo XIX y durante la hegemonía política del Estado Nación, ¿cuál es el
fundamento del enlace social? ¿qué es lo que hace lazo nacional? Lo que hace lazo nacional,
asegurada la eficacia práctica del discurso histórico , no es el pasado común de un pueblo. Un
pasado común puede no implicar un presente común, tampoco un futuro común. Los cortes,
las rupturas, las separaciones son irrefutables confirmaciones de este enunciado. Lo que hace
lazo nacional, entonces, no es el pasado común de un pueblo, sino el discurso historiador que
instituye ese pasado como común en el presente. El discurso histórico produce, desde su hoy,
ese pasado como común a partir de la sustancialización de la nación. Es decir, a partir de la
institución de la nación como significación sustancial o si se quiere, eterna. De esta manera, el
discurso histórico interviene constituyendo la memoria práctica del Estado Nación.
Un lazo social no es la realización de unos contenidos discursivos sino efecto de una práctica
discursiva en una situación determinada. Asegurada la hegemonía cultural del discurso
histórico, su inscripción práctica produce y reproduce lazo social nacional. ¿En qué consiste la
inscripción práctica del discurso histórico durante la vigencia política del Estado Nación?
¿Cuáles son las formas prácticas que adquiere la memoria del Estado Nación?
Sin Estado Nación que asegure las condiciones de operatividad, la escuela en particular y las
instituciones disciplinarias en general ven alteradas su consistencia, su sentido, su campo de
implicación; en definitiva, su propio ser.
De esta manera, el agotamiento del Estado Nación como principio general de articulación
simbólica trastoca radicalmente el estatuto de las instituciones de encierro.
Suponiendo que esto sea así, indaguemos las consecuencias -en la escuela y en las
instituciones- del agotamiento de esa meta-institucional regulatoria.
Este agotamiento implica el desvanecimiento del suelo donde apoyaban las instituciones
disciplinarias. Como consecuencia de esto, la consistencia institucional queda afectada. El
tablero que regulaba los movimientos de las piezas institucionales se desintegra. Sin tablero
que unifique el juego, las instituciones se transforman en fragmentos sin centro. Del
encadenamiento transferencial a la segmentación, las instituciones ven alterarse su status. Por
otra parte, esta alteración describe unas configuraciones que, desarticuladas de la instancia
proveedora de sentido y consistencia, se desdibujan como producción reglada. En definitiva, se
trata de la destitución de unas condiciones con capacidad de organizar significación, sin que se
constituya nada equivalente con virtud simbolizadora. Ahora bien, esta destitución no termina
aquí. Huérfanas del Estado Nación, las instituciones también ven afectada la relación entre sí,
porque el suelo que sostenía ese vínculo transferencial se desintegra al ritmo del agotamiento
del Estado Nación. Sin paternidad estatal ni fraternidad institucional, la desolación prospera. Y
el sufrimiento en las viejas instituciones no deja de sentirse.
Que las instituciones sin Estado produzcan sufrimiento no significa que las instituciones
disciplinarias -en plena era nacional- no fueran capaces de semejantes efectos. Todo lo
contrario. Si es cierto que no hay sufrimiento humano en sí sino respecto de unas marcas
determinadas, cualquier marca en la subjetividad -sea estatal o mercantil o institucional- será
padecida. En este sentido, los ocupantes de las instituciones también sufrían, pero sobre todo
sufrían el carácter normalizador de las instancias disciplinarias. Hoy, los ocupantes de las
escuelas post-nacionales (maestros, alumnos, directivos, padres) sufren por otras marcas. Ya
no se trata de alienación y represión, sino de destitución y fragmentación ya no se trata del
autoritarismo de las autoridades escolares, sino del clima de anomia que impide la producción
de algún tipo de ordenamiento.
Los habitantes de la escuela nacional sufrían porque la normativa limitaba las acciones; los
habitantes de la escuela contemporánea sufren porque no hay normativa compartida.
Nacidas para operar en terrenos sólidos, la velocidad del mercado amenaza la consistencia ya
fragmentada de las instituciones. De esta manera, sin función ni capacidad a priori de
adaptarse a la nueva dinámica, se transforman en galpones. Esto es, en un tipo de
funcionamiento ciego a la destitución de la lógica estatal y a la instalación de la dinámica de
mercado. Esta ceguera compone un cuadro de situación donde prosperan: suposiciones que
no son tales, subjetividades desvinculadas, representaciones e ideales anacrónicos,
desregulaciones legitimadas en nombre de la libertad, opiniones varias, etc. Se trata, en
definitiva, de configuraciones anómicas que resultan de la destitución de las regulaciones
nacionales. Se trata, en definitiva, de reductos hostiles donde la posibilidad de producción
vincular deviene, a priori, imposible. En síntesis, si una institución cualquiera dispone de una
serie de términos constituidos por una misma regla, si una institución cualquiera dispone de un
instituido que si bien aliena a sus componentes también los enlaza, el galpón carece de
semejante cohesión lógica y simbólica. En este sentido, se trata de un coincidir puramente
material de los cuerpos en un espacio físico. Pero esta coincidencia material no garantiza una
representación compartida por los ocupantes del galpón. Más bien, cada uno arma su escena.
De esta manera, el pasaje de la institución al galpón implica la suspensión de un supuesto: las
condiciones de un encuentro no están garantizadas.
Para precisar el estatuto de los galpones tal vez sea conveniente rastrear cómo queda situada
la relación entre instituciones en condiciones de mercado. Para esto, partamos de una queja
que se deja escuchar, con regularidad sintomática, entre maestros y profesores de escuelas,
colegios y universidades. Los docentes dicen que los estudiantes no saben leer ni escribir, que
son indisciplinados, que no participan en clase, que son impertinentes y maleducados, que no
tienen nivel. En definitiva, que carecen de las operaciones lógicas y subjetivas para habitar la
situación aula. Así caracterizados, los alumnos no cuentan con las habilidades que -según la
suposición docente- deberían contar.Algunos dirán que esa reacción docente no es nueva,
que, por oficio, suelen quejarse de las incapacidades de sus alumnos. Posiblemente esa
cantinela sea tan vieja como la escolarización masiva, institución de los Estados Nacionales. Así
todo, la intensidad ensordecedora de ese murmullo empieza a ser sospechosa de otro tipo de
funcionamiento. En otros términos, ¿la denuncia docente indica un defecto de tales o cuales
estudiantes e instituciones, o revela -más radicalmente- condiciones y subjetividades otras que
las supuestas por los docentes? La suposición de unas mínimas operaciones lógicas y subjetivas
entre los estudiantes de escuelas, colegios y universidades es una suposición nacida en
condiciones de Estado Nación. Más precisamente, es una suposición que se verifica cuando la
relación entre instituciones es, tal como mencionamos al comienzo de la clase, analógica, es
decir, cuando la estructura formal es compartida por los agentes en cuestión. Siendo así, la
intervención de una institución se apoya en las marcas previas en la subjetividad, marcas
efectuadas por cualquier otro dispositivo normalizador. De esta manera, la experiencia
institucional preliminar, sea cual sea, opera como condición de posibilidad de las marcas
disciplinarias futuras. En este sentido, si bien el pasaje de la institución familia a la institución
escuela, o de la institución colegio a la institución universidad, inaugura posibilidades, saberes,
operaciones, relaciones y complejidades diversas, apoya sobre una estructura formal antes
armada. Se trata, en definitiva, de diversos dispositivos que forjan la misma subjetividad
(institucional). Ahora bien, todo esto sólo es posible cuando el Estado Nación opera como
institución que unifica bajo un mismo régimen al conjunto de las experiencias. Siendo así, la
articulación institucional está asegurada más allá de las anomalías, patologías o tropiezos de
cualquier emprendimiento.Pero las quejas antes señaladas hoy no parecen tener status de
anomalía, sino de indicio del agotamiento de una lógica. Bajo este registro se podría pensar,
entonces, la multiplicación de las protestas docentes. Si tomamos esto como cierto, tal vez sea
conveniente indagar cómo queda situada la relación entre instituciones agotada la lógica pan-
institucional. Si la subjetividad institucional producida por las dispositivos disciplinarios de los
Estados Nacionales operaba como puente facilitador de las relaciones, hoy no hay nada
equivalente a esa meta-subjetividad, a esas operaciones básicas que simplificaban el ingreso a
un dispositivo. Más bien, sucede todo lo contrario.
Un problema de los docentes (en general, los progresistas, simpáticos) era cómo ir más allá de
lo instituido, cómo ir más allá de dictar clase, cómo salir del aula como espacio burocrático,
rutinario, autoritario, etc. Estamos de nuevo en la lógica del Estado, de la cual había que ir más
allá. Pero el galpón es otra cosa. En el galpón el problema es ante todo cómo se instituye algo y
no cómo se va más allá de lo instituido. Para esto, uno de los problemas es que no hay reglas
institucionales más o menos precisas (esto lo digo por experiencia, ésta fue la elaboración que
hicimos). En el aula -tomada como situación y no como parte de una institución-, se ponen
reglas para compartir, para operar, para habitar en tanto no se suponen leyes trascendentes
que rijan de antemano.
Otra de las grandes dificultades que tenemos los docentes es que subjetivamente suponemos
la preexistencia de la ley mientras que los estudiantes suponen la hegemonía de la opinión. Si
en un recinto hay dos épocas heterogéneas, no hay situación alguna. Pero la cuestión no es
cuál supuesto se impone sobre cuál, sino cómo se instaura algo, dado que los supuestos no son
compartidos. No se trata de la idea de retorno a la ley sino de una vía de subjetivación distinta
que es la de proponer reglas. La regla no tiene que ver con el bien, no tiene que ver con la
totalidad de sentido sino que la regla es regla de juego, tiene que permitir jugar a lo que
queremos jugar, pero no hay una precedencia justificada, cristalizada, teologizada, sino que
hay una pura necesidad de así no se puede, no hay lugar para invocar otra cosa, porque no
existe. En realidad, esta otra cosa existe sólo en el supuesto mal fundamentado del docente.
Subjetivamente, lo requerido para habitar un galpón es que varíe el estatuto de la ley.
Nosotros, como herederos de la subjetividad estatal, suponemos fatalmente la preexistencia
trascendente de la ley: justa o injusta, la ley preexiste. No podemos (nuestra subjetividad
estatal no puede) pensar una ley inmanente como la de la asamblea ateniense, una regla
precaria, temporaria. Entonces, para habitar esta situación es necesario repensar el concepto
de tiempo y el concepto de ley -y rehacerse según esa condición.
Hoy, las instituciones no normalizan, no forjan subjetividad sino que brindan un servicio. La
subjetividad se forja en otro lado o no se forja; en todo caso, la institución no tiene carácter
instituyente sino que es un lugar donde se reparte capacitación, comida o becas.
Que eso después ligue con la subjetividad estatal, con el estudio, con el progreso, con la
capacitación, etc., es todo mito de las inercias de escuela, no es el ser de esas instituciones. La
escuela ya no tiene capacidad instituyente. Por más que existe una enorme demanda sobre la
escuela, sería un error pensar que sigue vigente en su función instituyente de subjetividad
porque la sociedad sigue demandando algo a las escuelas. Las demandas que se le hacen a la
escuela son de otra índole. No se trata de producir subjetividad ciudadana sino más bien
subjetividades capacitadas para el éxito. Por otra parte, en las escuelas carenciadas no se
demanda éxito sino alimento. La subjetividad no se forja en la institución, que cedió esa
función. En este sentido, llamarla "institución" es un abuso del lenguaje, porque perdió la
función instituyente que tenía. El edificio sigue siendo el mismo, también el escudo. Pero no
sigue siendo el mismo dispositivo.
La institución escolar hoy no se sostiene por su capacidad de institución de ciudadanía sino por
la capacitación o prestación de otros servicios. Se trata de un lugar más pragmático y menos
ligado a la formación. La diferencia radica en que las mismas escuelas en los mismos
establecimientos y con los mismos programas, pero en un contexto diverso, dejan de ser
escuelas para el Estado y pasan a ser escuelas para el mercado. La escuela para el Estado es la
escuela de los próceres, la escuela de los hombre del mañana. La escuela del mercado no se
presenta como forjadora de la subjetividad del ciudadano, sino como un agente del mercado;
ya no produce un individuo orientado al bien, al progreso de la nación y la realización de los
valores familiares dentro de un contexto nacional, sino que capacita para insertarse lo mejor
posible en el mercado. Incluso la relación con los mismos textos y las mismas prácticas está
orientada desde otro sesgo. Cristina Corea (2000) plantea que el pasaje de la formación a la
capacitación se inscribe en una transformación correlativa de dos instituciones: el saber que
dio lugar a la información y la formación, sustituida por la capacitación. El saber era una
entidad acumulable, internamente organizada, sistematizada en términos de axiomas, teorías,
escuelas, corrientes; mientras que la información no es acumulable, trabaja de instante a
instante, y carece de carácter sistemático. La información es el ser instantáneo de una
configuración que no se acumula con la información del instante siguiente sino que es
destituida por ella, volviéndose inmediatamente obsoleta. La información es tan vertiginosa
que la opinión es efímera, anclada al último dato. Ese pasaje del saber a información hace que
se resquebrajen las instituciones de saber. En las profesiones más ligadas al mercado o a los
medios hacer un plan de formación a diez años es absurdo. La configuración de los oficios
tiene otra dinámica. En ese sentido, si el saber es orgánico y la información es puntual, la
formación es orgánica como el saber, y la capacitación es puntual como la información. Uno se
capacita ad hoc, no se forma en general. Las escuelas tienen un estatuto de capacitación, en
una institución aparentemente estructural, duradera, et
Volvamos sobre un punto. Durante la vigencia política del Estado Nación, el discurso histórico
tuvo una función privilegiada: quedó instituido como memoria de esa forma estatal. Esa
memoria, a su vez, en Estados que se autoinstituían en nombre de un pasado común,
constituía el pilar central de la identidad colectiva. Su destino estaba comprometido en la
producción y reproducción del lazo nacional, porque elaboraba precisamente ese pasado
común que vinculaba a los individuos. Esto fue producto de aquellas prácticas por medio de las
cuales el discurso histórico instituyó a la historia como relato ordenado de los hechos que
habían formado la Nación. El discurso histórico hoy ve alterada prácticamente su propia
naturaleza. Con el agotamiento del Estado Nación y la institución del Estado Técnico
Administrativo se ve alterada la red de condiciones que constituye la naturaleza propia del
discurso histórico. Durante la vigencia del Estado Nación como pan-institución organizadora de
las identidades, la circulación de historias nacionales (oficiales y críticas) producía ciudadanos.
Alteradas las condiciones sociales, con la institución del Estado Técnico Administrativo, la
circulación de historias nacionales ya no se orienta hacia la producción de una identidad
(nacional). De este modo, el ciudadano, soporte del lazo nacional, va abandonando su lugar.
Las prácticas del consumo y la imagen van a la vez produciendo el tipo del consumidor y
conduciéndolo hacia el lugar de soporte. Consecuencia: lo que genera lazo social ya no es la
historia nacional requerida para la investidura del ciudadano. El procedimiento, cualquiera que
sea, ya es otro.
Según las quejas docentes, los alumnos ignoran todo aquello que deberían saber. También es
un tópico la correlación estudiantil entre historia y tedio. Sin embargo, en el estado de cosas
actual, los índices mutuos de tedio e ignorancia han cambiado de sentido. Ignorar algo que ha
quedado socialmente obsoleto es más liberación de un lastre que seca ignorancia. En lugar de
las patrióticas certezas, el discurso mass-mediático, a partir de la narrativa periodística, se
instituye como productor de una nueva forma que se establece no ya entre los ciudadanos,
sino entre los espectadores, situados como consumidores de ese discurso. Las formas y los
artefactos de la memoria dependen del tipo de identidad que constituyen. La identidad del
espectador no requiere una memoria histórica sino mediática, cualquiera que sea el sentido
del término.
Al quedar desvinculados de su inscripción decisiva en la instauración del lazo, los agentes del
discurso histórico han reaccionado espontáneamente ensayando dos respuestas simétricas.
Por un lado, se ha intentado la adaptación de los recursos del discurso histórico a los
requerimientos del mercado. Así ha proliferado la "historia de kiosco", combinación tentadora
de biografía, curiosidad, intimidad y exotismo. El tipo de biografías y su modo de circulación
constituyen un indicio sintomático del desplazamiento. Por otro lado, los agentes de la
disciplina han insistido en su perfil más académico bajo el sesgo de la profesionalización. La
disciplina, cerrada sobre sí, se ha desligado de otras formas de inscripción social. Los
historiadores escriben para historiadores; el conjunto de los escritores coincide con el de los
lectores. En la actual proliferación de biografías esté tal vez la marca más visible del
agotamiento del discurso histórico como productor del lazo social nacional. Durante la vigencia
del Estado Nación, Sarmiento, San Martín, Belgrano y Roca eran tratados como próceres, como
los padres de la patria, como los creadores de la Nación. Aparecían a los ojos de los individuos,
futuros ciudadanos, como el ideal a seguir. Poseían una moral intachable y cada uno había
dejado sus enseñanzas y legados: San Martín, las máximas; Sarmiento, el modelo educativo;
Roca, la campaña al desierto; Belgrano, la bandera. La valoración moral aquí no era
meramente tributaria de la exaltación personal, se trataba más bien de subrayar los vínculos
entre estos individuos y la nación instituida por el discurso histórico heredado. No su moral,
sino su inscripción en el proceso de la Nación era la causa de su condición de héroes. Estas
biografías nacionales eran históricas no por el hecho metodológico de la exigencia
documental, sino porque los individuos aparecían como efecto y sostén de un devenir social
que los trascendía. Así, simétricamente, la valoración polémica negativa de las versiones
críticas venía a proponer otros héroes en lugar de estos primeros -degradados al lugar de
antihéroes o traidores-. Pero estos traidores también lo eran por razones históricas que los
trascendían. Todo esto fue instituido a partir de diferentes prácticas: la enseñanza de la
historia en la escuela, la conmemoración de las fechas patrias con desfiles y actos, el uso de los
símbolos patrios en determinadas ocasiones, la conservación de la memoria nacional en
archivos, museos y bibliotecas, etc., pero también de los partidos, los sindicatos, las polémicas,
etc. Éste era el soporte material de la memoria nacional constitutiva de los ciudadanos.
Durante la mayor parte del siglo XX el discurso histórico fue el proveedor de las categorías que
hacían inteligible a la sociedad. Imperialismo, pueblo, Nación, clase, élite, burguesía,
oligarquía, obreros, unitarios y federales, república y monarquía, liberal y proteccionista, eran
conceptos generales a partir de los cuales los ciudadanos buscaban comprender la sociedad.
Durante el último período han desaparecido tanto los grandes relatos, como las acaloradas
polémicas, y hasta fue posible postular el fin de la historia. Ante el agotamiento del Estado
Nación, el discurso histórico ha quedado sin funciones sociales. Ahora bien, como
contrapartida de la orfandad de funciones del discurso histórico, la disciplina se ha cerrado
sobre sí, "profesionalizándose". Los historiadores ya no escriben para el gran público de los
ciudadanos, proveyéndolos de categorías explicativas; lo hacen para otros historiadores.
Publican en revistas que sólo leen sus colegas y donde la atomización temática adquiere
ribetes barrocos. El discurso histórico, en su vertiente más académica, ha restringido su
circulación a la comunidad de pares. La profesionalización y la comercialización constituyen
respuestas gemelas simétricas. Lo que por un lado es clausura de un discurso en su propio
interior, sin interacción, por otro es disolución integral por adaptación mecánica a las
condiciones del entorno. En ambos casos se pierde lo que constituye la característica de
cualquier organismo vivo -así como de cualquier institución destinada a intervenir en una
situación social-: la existencia de una membrana permeable que diferencie sin aislar, que
regule los intercambios en función de unas estrategias.
Hemos visto que el agotamiento del Estado Nación es también el agotamiento de sus
instituciones de vigilancia, a saber: la familia, la escuela, el cuartel, la fábrica, el hospital y la
prisión. Una mirada positiva podrá objetar semejante sentencia. Esto es, en ausencia del
Estado Nación siguen operando sus instituciones de encierro. Si es cierto que siguen operando,
su operatividad es otra.
Baudrillard señala que lo que se opone a la ley no es la ausencia de ley, sino la regla. La regla
opera donde no hay lenguaje analógico. ¿Cuál es el estatuto de la regla? No se trata de leyes
trascendentes sino de reglas inmanentes. La fuerza de la regla parece residir en su capacidad
de constituir un orden convencional de juego. En definitiva, se trata de la constitución de un
juego donde ningún jugador debe ser más grande que él.
¿En qué consiste el agotamiento del Estado Nación? No se trata del mal funcionamiento de las
instituciones del Estado Nación o del incumplimiento de unas leyes determinadas, se trata más
bien de la incapacidad del Estado para postularse como articulador simbólico del conjunto de
las situaciones.
En tiempos nacionales, el Estado es capaz de articular simbólicamente las situaciones, esto es:
es capaz de producir un sentido general para la serie de instituciones nacionales. En nuestra
situación, no hay Estado competente para tal tarea. Si esto es cierto, la pregunta obligada es
por el estatuto de la simbolización en las nuevas condiciones. Pero ¿cuál es la naturaleza de
nuestra condición? Consiste en la dispersión de una variedad de situaciones. Pero cuando
decimos que no hay articulación simbólica entre situaciones, esto no implica afirmar que no
hay simbolización. Si no hubiera simbolización -es decir, si no hay lenguaje capaz de nombrar y
nombrarnos, capaz de conferir un significado a la existencia-, no habría humanidad.
Justamente porque el estatuto de la subjetividad ha pasado del Estado al mercado, de la
totalidad al fragmento, las operaciones de simbolización también lo hicieron. En este sentido,
la emergencia de la subjetividad actual instituye una modalidad de simbolización radicalmente
otra. El régimen de la prohibición trascendente no es capaz de producir simbolización en las
nuevas condiciones.
Una precisión respecto de las situaciones y sus anomalías. No hay situaciones anómalas, más
bien hay anomalías. Esto es, cada ordenamiento simbólico produce una patología específica.
En este sentido, dar cuenta de nuestra condición exige un primer movimiento: pensarla no
como anomalía de la lógica nacional sino en su especificidad. Pero ¿cuál es la patología de una
subjetividad organizada situacionalmente por la regla? Como la simbolización ahora es
situacional, la anomalía consiste en la imposibilidad de entrar en la dinámica de la regla
específica de la situación, es decir, la imposibilidad de entrar en la lógica de la precariedad, y
aquí precariedad significa regularidad no definitiva.
En un Jardín de Infantes de Mercedes aparece el siguiente problema: los padres de los niños
son muy jóvenes y, según las maestras, no les ponen límites. En principio, problema clásico. El
asunto es si los chicos pueden o no decir malas palabras. Si en las casas no lo prohíben, ¿cómo
lo van a prohibir en la escuela? O, si les prohíben en la escuela, ¿cómo no van a pelearse con
los padres o entrar en contradicción? Trabajando en torno a este punto fueron llegando a la
siguiente conclusión: que decir malas palabras en un lugar y no decirlas en otro es
contradictorio sólo según la concepción estatal de ley que tenemos. Entonces, la maestra
enuncia una ley universal, los padres enuncian una ley universal y las dos leyes universales son
contradictorias. Pero otra cosa muy distinta es establecer que en la escuela no se dicen malas
palabras, que es una regla de la situación. Lo que ahí ordenaba era repartir las situaciones.
La discusión se presentaba en torno a si se habían caído los valores generales o no, pero eso
era falso, porque lo que había caído era el carácter general de los valores.
En la escuela lo que se impartían eran reglas para habitar la escuela y no valores universales; el
Jardín es un espacio reglado con pautas propias de ese lugar. Está bien que los chicos
aprendan a respetarlas pero no porque ahí surja la ley general de la convivencia, sino porque
de ahí surge la idea de que en cada situación tiene que haber pautas particulares. En cada
situación habrá que preguntar, preguntarse, interrogar, cuestionar.
Entonces, la serie de situaciones por las que un individuo va atravesando no obedecen a una
ley. Lo único que tienen en común todas las situaciones es tener reglas, pero las reglas no son
casos particulares de la ley. Recordemos que la ley es inmanente, que se puede transgredir la
ley, pero no se puede transgredir una regla, porque la regla es regla de juego, es decir regla
que todos necesitan para habitar esa situación. Si eventualmente la regla se transgrede deja de
ser eficaz para que una situación se produzca
Bibliografía
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