Obsesión Por El Brillo y La Higiene

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Obsesión por el brillo y la higiene

Por el momento, el primer placer tímido que siento


es el de constatar que he perdido el miedo a lo feo.
Y esa pérdida es de una bondad tal… Es una dulzura.
Clarice Lispector, La pasión según G.H.

En su libro El Elogio de la sombra, Tanizaki resalta el contraste entre el papel chino o


japonés y el papel occidental: “Los rayos luminosos parecen rebotar en la superficie
del papel occidental, mientras que la del papel de China, similar a la aterciopelada
superficie de la primera nieve, los absorbe blandamente” (p. 27). Agrega que “De
manera más general, la vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar. Los
occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de níquel que
pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros, dice Tanizaki, nos horroriza todo
lo que resplandece de esa manera. También utilizamos ollas y frascos de plata, y en
lugar de fregarlos hasta que brillen, nos gusta ver cómo se va oscureciendo su
superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo” (p.28).
En este libro, el autor nos dice que “Contrariamente a los occidentales que se
esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo orientales
la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello”
(p. 31). Dice también que “Si detestamos ir al dentista, en parte es debido a la
repulsión que nos inspira el ruido del torno al taladrar el diente pero también a
nuestro horror ante la profusión de instrumentos de cristal o de metal brillante” (p.
32).

La luz blanca y reluciente, invasiva, es un fenómeno que da la medida de la


obsesión por la limpieza y el escrutinio, hoy día común tanto en Oriente como en
Occidente: la luz debe captar hasta el último rincón del espacio que domina, sea la
boca en el consultorio, sean los sanitarios y urinarios en los baños. El refinamiento es
frío, dijo Saito Ryoku. Esa luz que vigila ha captado muchos espacios públicos al
punto de que ya prácticamente no anochece en variedad de establecimientos de
comercio. En lugar de ralentizar el paso de los transeúntes, como solía ocurrir cuando
las calles estaban iluminadas a tramos por lámparas de gas, ahora esta luz ubicua,

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blanca y ultra iluminadora hace de vehículo y apura el paso de los peatones que
entran a los supermercados y a los almacenes a comprar. Esta luz que no da sombra,
luz de neón, es el vehículo expedito del siglo XXI, obsesionado con el brillo, la
limpieza, la higiene a fondo.

En la filosofía de Platón, piedra sobre la que Occidente pensó, ponderó y apreció el


Mundo, la materia es deleznable, porque mudable, la mugre de las uñas, un horror
que fuera huésped del Cielo de las Ideas donde mora lo perfecto, lo inmutable, como
los movimientos de los planetas en el Cielo. Sería irrisorio, sostenía Platón, dedicar
un pensamiento a algo que no tiene presentación, la mugre. Así fue como se llegaría
a construir un pensamiento a espaldas del Mundo y contra el Mundo, de hecho.

El texto de Michel Serres, “Anticristo: una química de las sensaciones y de las


ideas”, que aparece en su libro Hermes IV, es una genuina inversión del platonismo.
Reflexiona en él sobre la dualidad y la partición tan queridas por Platón y por el
puritanismo: o te vas pa’l cielo o te vas pa’l infierno, una de dos, el paso por el
purgatorio es temporal, o eres hombre o eres mujer, una de dos, o eres hombre o
eres animal, una de dos, o eres heterosexual o eres homosexual, una de dos. Serres
trae un ejemplo, la fermentación del queso francés, o la del vino, y, de paso, nos da
una lección para mejor vivir en el Tercer Mundo y en cualquier parte, aprendiendo a
acoger las mezclas, el mestizaje, a convivir con el Mal y a encontrar un sentido a la
podredumbre, a la descomposición y al cambio de sustancia propias de la
fermentación que ocurre por acción de una levadura:
Un queso, el verdadero, aquel que una civilización que se dice limpia (y que sin
embargo está sumergida en su propia basura) olvida cada vez más, el que salió del mar
Mediterráneo, es la aclimatación de la podredumbre. La leche dejada al descubierto, a
los pelos, al lodo, a la mugre y transmutada por todo esto, transvaluada en un estado
superior. Un hongo pequeño y vil invade y mancha la blancura del lacticinio. Un cultivo,
un caldo de cultivo, de allí el nacimiento de una cultura. Separar, eliminar lo sucio
conduce a un vivir aséptico y cerrado en medio de un espacio de basuras. Es el
resultado de la dicotomía. Salas de baño translúcidas, calles podridas, alfombradas de
deyecciones. Es lo mismo en el cuerpo. Un organismo protegido del miasma es frágil y
ya está enfermo. Nada le hemos comprendido a Pasteur, a la vacunación... Pasteur
hace científico a Mitrídates [que tenía fama de aguantar todos los venenos, rey de

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Ponto, enemigo de los romanos] y a los venenos aclimatados, al queso y su noble
corrupción. Es la dicotomía de lo sucio y lo limpio, vivida, asumida por el horror de lo
pestilente y la cura del aire en las alturas; la dicotomía de lo alto y de lo bajo, en breve,
la partición en general es la enfermedad. El infierno es la separación del paraíso y el
infierno. La sabiduría y la verdad científica aclimatan lo venenoso, lo blando, lo podrido,
lo corrompido, el mal, y la enfermedad misma; los dejaban hacer a ellos solos, en el
subterráneo de lo invisible, en lo oscuro, lo viscoso, lo hediondo; con ello dan confianza
a la vida y obtienen de ella esta fiesta [queso francés] que uno gusta, prueba. Saber lo
sano más allá de lo aséptico, lo fuerte más allá de lo protegido… (Serres, p. 179-180).

El niño, escribe Francois Dagognet en su libro Detritus, desechos, lo abyecto,


“juega con su cuerpo y se divierte con lo que evacúa; él no opera pues la distinción
entre lo tolerable y lo repugnante. Por este motivo, no se plegará fácilmente al orden
que le impondrá la regularidad esfinteriana, la limpieza, incluso la meticulosidad. El
niño se rebelará y no abandonará de repente las materias informes que ensucian. Por
lo demás, se trataba para él no tanto de una atracción por estas materias como de la
afirmación de su autonomía corporal y del rechazo a someterse a una disciplina que
lo obliga a renunciar a la mezcla sucia, lo excremencial concretizando el rechazo y lo
abyecto.” (p. 76). Según nosotros, dice Dagognet, le corresponde a la metafísica,
como a la ciencia y al arte, liberarnos de estos prejuicios invasores. El autor invoca a
Dubuffet, rompedor de clichés: “La idea de que hay objetos bellos y objetos feos,
gentes dotadas de belleza y otros que no pueden pretenderla, seguramente se basa
en una vieja convención arbitraria, en una vieja chochez; y esta convención yo la
declaro malsana.” (p. 90).
En este libro, Dagognet quiere privilegiar el sustrato, en contravía de la metafísica
tradicional, idealista, que minimiza el soporte en beneficio de lo que él difunde. Es el
mismo gusto del burgués a la hora de apreciar un libro: le importa más lo que se dice,
que la manera como se dice. El autor quiere revalorizar lo sucio, lo descompuesto y lo
pobre, en particular el polvo, la arena o el guijarro…

“La corrupción o la muerte, en lugar de entregarnos un cadáver, solamente


asegura el paso de una forma a otra. Si no lo pensamos así es porque la primera
forma que desaparece nos lo impone, y nos parece la única positiva. Cedemos al

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terrorismo de las apariencias.” (p. 100). ¿Cuál es la, novedosa, idea? “Preconizamos
no solamente una socio-educación orientada hacia la ‘recuperación’ de los
desperdicios (remendar, etc.), sino sobre todo una psicoterapia, gracias a un contacto
con lo simple y lo desvalorizado; el enfermo mental sufre de un exceso de
complicaciones y rumias. La presencia, cerca del enfermo, de lo que está deteriorado
podría apaciguarlo o inmunizarlo con la condición de que acepte volverlo a sacar de
su noche (material). ‘Ergoterapia’: curar el adentro con el afuera. Posible enganche
entre dos tipos de desterrados, despreciados”. (p. 25)

Luis Tejada, en una crónica acerca de la higiene escrita en abril de 1920, dice que:

deseaba hablar en general de la higiene, no de la higiene discreta y familiar que cada


uno debería practicar en su persona y en su casa, sino de la Higiene, con mayúscula,
convertida en tiranía oficial con sus cloros y sus gases y sus vacunas. Todo aplicado a
domicilio con o sin el consentimiento de la ciudadanía. Yo no sé si hace siglos moría
más gente que hoy, a causa de endemias y epidemias; no sé si las famosas pestes de
la Edad Media provocarían hecatombes espantosas como las que ha provocado la gripa
ahora [la epidemia llamada Gripa Española, cuyo foco, hacia 1918, finales de la
Segunda Gran Guerra, habría estado en un campamento militar situado al Sur de los
Estado Unidos, misma que hizo estragos en Europa y que mató a Egon Schiele y a su
mujer en 1928 en Viena] en pleno siglo de refinamientos químicos. ¡Seis millones de
muertos en seis meses! No sé nada de eso. Sólo me han dicho que en los Estados
Unidos es donde se practica la higiene con la escrupulosidad más inverosímil. Refieren
que en las calles de Nueva York no es permitido arrojar una colilla de cigarrillo sobre
las baldosas, y que algunos sabios eminentes han llegado hasta predicar la abolición
del beso –ese delicioso intercambio de microbios. En la guerra inmisericorde que se le
ha declarado al bacilo, se toman allá las más estupendas precauciones; los
laboratorios y las clínicas se fundan con magnificencia inimaginable y cada
multimillonario tiene buen cuidado, al morir o al nacer, de proveer a la creación de una,
dos o tres de esas instituciones científicas donde millares de hombres buenos
encanecerán buscando la huella invisible de las bacterias. Y sin embargo, ¡cuando
ceñudos profesores americanos logran exterminar en el mundo el microbio de la fiebre
amarilla, aparece en los Estados Unidos alguna enfermedad nueva; por ejemplo: la
parálisis infantil! ¿No es esto una venganza de los dioses crueles? (Gilberto Loaiza

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Cano, Nueva Antología de Luis Tejada, Editorial Universidad de Antioquia, 2008, p. 124-
125).

Occidente se fundó sobre la obsesión de erradicar a fondo el Mal…, dando la


espalda al Mundo. Hasta hoy lucha con esta obsesión, fruto amargo del puritanismo,
que llegó a América desde Inglaterra donde había hecho nido el horror exacerbado de
la realeza inglesa, contagiada de sífilis, por el cuerpo: el cuerpo es inmundo. El
cristianismo y la Inquisición le echaban leña al fuego purificador.

D.H. Lawrence escribe hacia 1925 un ensayo donde indaga acerca de los orígenes
de la moral moderna, y descubre el puritanismo en el origen de esta moral burguesa,
afincado en Inglaterra, en el norte de Europa y en los Estados Unidos. Para fines del
siglo XVI (1580-1600), nos dice este autor que la sífilis había hecho estragos entre la
nobleza. A ella le gustaba viajar y experimentar y tenía gustos bizarros en materia de
amores. De manera que la pústula entró en la sangre de la nación. Más tarde,
penetró en la conciencia e hirió la imaginación vital. En esta cantera, en esta caldera
de terror-horror se cocinó el puritanismo. La conciencia humana sufrió por esto, la
intuición y el instinto sufrieron por esto, y sufrieron las relaciones entre las personas,
pues el conocimiento y la atracción entre ellas se basan en la intuición, en el instinto.
La moral moderna que fructificó en Inglaterra y en el Norte de Europa, en Suecia, en
Dinamarca, en Noruega, en Finlandia, países estos con una larga y fuerte tradición de
religiones protestantes austeras y severas, tiene sus raíces en el odio, revela D. H.
Lawrence, en un odio hondo y maligno al cuerpo instintivo, intuitivo y procreador. Así
pues, la dupla de miedo y odio medraría, tenaz, en el corazón de toda conciencia
burguesa. Ambos adoptaron apariencia austera y se convirtieron en moral.

Al animal que hay en nosotros, ese animal que componemos con lo que hacemos,
le gusta oír, ver, oler y saborear: con la vista mide las distancias, con su olfato se guía
para discernir, para estimar, para descubrir por dónde va y de dónde viene cuando
camina, con el sabor sabe a qué atenerse. Hay amor cuando el amante gusta de oler
ese poco de mal olor que exuda el otro cuerpo. Esa obsesión por los pubis afeitados,
una repulsa al animal que hay en nosotros, tal parece una motivación puritana
racionalista, idealista y malsana. Más vale una irreligión pagana, o simplemente

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terrenal, a lo Walt Whitman: Me doy al barro/ para crecer en la hierba que amo./ Si
me necesitas aún,/ búscame bajo las suelas de tus zapatos.

Bibliografía:

Clarice Lispector, La pasión según G.H., Ediciones Siruela, 2022, Madrid.

Tanizaki, El elogio de la sombra. Ediciones Siruela, 1994, Madrid.

Dagognet, Detritus, desechos, lo abyecto. Piedra Rosetta, Envigado, Colombia, 2023.

Serres, “Una química de las sensaciones y las ideas”, en Hermes IV, 1977. Traducción
de Luis Alfonso Paláu.

Rodrigo Pérez Gil

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