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Tercer curso de contabilidad 1 Edition


Elías Lara Flores Leticia Lara Ramírez

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Salió á recibirles el hortelano, vejezuelo ochentón, como una
tapia de sordo, quitándose respetuosamente el serón de paja que le
cubría la chola. Y el Doctor, encaminando la voz de modo que fuese
derechita al tímpano, le dirigió la pregunta sacramental: «¿Qué hay
de novedades, Sr. Jacinto?»
—Novedades....—contestó lentamente el patriarca.—
Novedades.... Que el viento tronzó una pola de la cacia de flor...., y
que un vidro de la galería está hecho pedazos...., y que la gallina
pedriscada está clueca...., y que ayer noche mataron á un hombre
en la parroquia.
—¿Mataron á un hombre?—repitió Moragas sin gran sorpresa,
porque sabía la condición belicosa y levantisca de los mozos
erbedanos, y creyó que se trataría de alguna riña de taberna.
—Á la fuerza lo mataron de noche (prosiguió el hortelano,
creyendo que su amo le preguntaba la hora del suceso). Es Román,
el carretero que iba y venía á Marineda con carretos de paja y de
leña, y con sacos de trigo. Apareció esta mañana en el monte de
Sobrás...., ¿ve? allí.... (y el viejo señalaba hacia un punto bastante
próximo). Toda la cabeza le hicieron miajas con una piedra ó sabe
Dios con qué.... Dice que parece un Ceomo....
—Quimera ó robo; nada, sobrevino una pendencia (pensó
Moragas, metiéndose hacia su despacho, deseoso de un par de
horitas de pacífica y jugosa lectura). Mas apenas daba principio á un
capítulo de un libro nuevo de Maudsley, vió entrar despavorida á la
niñera, y pegó un salto en el sillón, temiendo que se tratase de
alguna peripecia ocurrida á Nené.
—¡Señorito, señorito! (Moragas conservaba, no obstante su pelo
blanco, aire muy juvenil, y las criadas le señoriteaban á todo trapo.)
¡Señorito...., asómese...., que ahí va el Juzgado á prender á los que
mataron á ese carretero!
La muchacha hablaba con el tono medroso que adopta la gente
del pueblo para referirse á la Justicia, á la cual nombra con
inflexiones de terror que no tiene quizá para los ladrones ni para los
asesinos.—Moragas se levantó y se asomó á su galería, que
dominaba el camino, fijándose con cierta curiosidad en el grupo.
Iban delante, en malos caballejos, el Juez y el Secretario;
seguíanles á pie dos parejas de la Guardia civil, cuatro hombres de
rostro atezado y militar, de ágiles y airosas piernas bien modeladas
por las polainas de camino; y detrás, á lo que puede llamarse sin
metáfora distancia respetuosa, sobre una docena de aldeanas y
chiquillos, pelotón que iba engrosándose á medida que la comitiva
avanzaba. Moragas conocía al Juez, y aun había asistido en cierta
grave dolencia á un hermano suyo; y al movimiento de cabeza y la
sonrisa con que el representante de la ley le saludó, contestó
vivamente gritando:
—Adiós, Priego.... ¿Quieren Vds. subir y refrescar? ¿Una
botellita de cerveza?
—Tantas gracias.... Ahora, imposible—contestó Priego
deteniendo un instante á su jaco, que no deseaba otra cosa.—Á la
vuelta. Llevamos prisa.
—¿Y.... eso?—preguntó con significativo gesto el Doctor.
—¡Hmmm!—contestó el Juez en tono significativo, que
respondía plenamente á la expresiva interrogación de Moragas,
dando á entender del modo más claro:—«No crea V. que se trata de
un crimen vulgar. Se me figura que hay tela.» Y tocando
rápidamente al sombrero, los dos funcionarios consiguieron de sus
monturas un mediano trotecillo, alejándose el grupo, que, al
desaparecer en la revuelta, dejó, en opinión de Moragas, cierto
silencio extraño en la atmósfera.
Intentó el médico recomenzar la lectura, pero no pudo. Sus ideas
habían tomado otro giro; su fantasía, distraída y excitada, seguía al
grupo, asistiendo á las escenas siempre dramáticas y grotescas á
veces, que acompañan á eso que se llama en lenguaje técnico
levantar el cadáver. Existe en todo hombre, en el menos literato, en
el último burgués, lo que puede llamarse un novelista natural, capaz
de urdir en pocos minutos treinta argumentos complicados y
estrambóticos. Moragas poseía en alto grado esa facultad: tenía de
sobra imaginación, aun dentro de la esfera de sus estudios
profesionales; y, sin ser precisamente de la condición de aquel
individuo que se murió de pena porque al vecino le habían sacado el
chaleco corto, ello es que se interesaba mucho en los asuntos
ajenos, con verdadero interés altruista; no por curiosidad, como
tantos, sino por la condición esencialmente expansiva y generosa de
su carácter. Dos minutos antes, le era indiferente el suceso de la
muerte del carretero Román; pero después de la indicación del
Juez, su fantasía trabajaba sobre el tema del crimen y del enigma
probable que se encerraba en él. Al pronto no se dió cuenta del
verdadero origen de aquella excitación, mas no tardó en
comprender que se relacionaba con el extraño cliente que había
acudido pocas horas antes á su consulta. «Quienquiera que sea el
asesino, valdrá más que aquel tunante. ¡Si yo creyese que es lícito
asesinar científicamente á algún prójimo, lo creería de ese bicho....
que ni prójimo conceptúo siquiera! ¡Así reviente de los malos
hígados que Dios le dió! Pero vamos, que hoy es día de piedra
negra. Aquel individuo por la mañana, y por la tarde este suceso....
que aún no sabemos en que parará.» Para distraerse, Moragas bajó
al jardín, tamaño como un pañuelo, dió vueltas por sus calles, que
más parecían callejones, se enteró del estado de salud de
legumbres y hortalizas, mandó espallerar un pavío, hizo fiestas á
Bismar, se indignó porque dos ó tres insolentes babosas se comían
el fresal con todo el descaro del mundo...., y al mismo tiempo no
cesó de atisbar por la verja el instante en que regresase «la
Justicia».
Un poco antes de la puesta del sol, oyó un vocerío y divisó un
tropel de gente que bajaba por la carretera, en dirección de la
ciudad. Moragas se encaramó al miradorcillo que, desde el ángulo
de la tapia, registraba el camino perfectamente. Abría la marcha,
como siempre, turba de pilluelos descalzos, de esos que van
adonde hay ruido y drama callejero, y que se reclutan lo mismo en
los lavaderos de la Erbeda que en las plazuelas marinedinas:
seguían, graves y ceñudos, los cuatro números de la Benemérita, y
entre ellos caminaba, sueltas las largas trenzas sobre el vestido de
oscuro percal, una mujer joven. Cuando pasaba la comitiva por
debajo del mirador de Moragas, el sol poniente alumbró de lleno la
figura de la presa. Representaba de veintiséis á veintiocho años:
tenía el rostro cubierto de palidez; era menudita de cara y cuerpo,
de facciones delicadas y regulares, de formas cenceñas, y con
cierta pureza de líneas en el contorno del seno, alto y pudoroso,
sobre un talle plano. El pelo muy negro, partido á ambos lados,
alisado sobre las sienes y colgando atrás en dos trenzas, contribuía
á prestarle expresión y aspecto de recato casi místico. Moragas
sintió una impresión profunda de sorpresa. ¿Por qué llevaban entre
Guardias civiles á aquella criatura? ¿Sería posible que fuese una
criminal?
La multitud, que seguía al grupo de los Guardias y la presa, se
componía de gente aldeana. Iban en actitud más triste que hostil,
con caras y actitudes de gente que acompaña á un entierro. Sólo
algunos hombres y algunas viejas cuchicheaban, mostrando
indignación. Había mujeres que alzaban las manos al cielo; otras
señalaban á la presa; muchas volvían la cabeza hacia atrás,
mirando al objeto que cerraba la comitiva: uno de esos carros del
país, de primitiva forma, con rueda sin radios, que caminaba
lentamente, al paso de la yunta de bueyes rojizos, muy animados
por la carga relativamente tan ligera. En efecto, detrás de la
armazón de entretejidos mimbres que otras veces serviría para
retener el carreto de arena ó piedra, no se distinguía sino un bulto
de poca alzada, cubierto con groseros paños; Moragas no necesitó
mirarlo dos veces para conocer que era un cuerpo humano, un
cuerpo muerto.... Ni en los paños, ni alrededor del bulto, ni por parte
alguna se veía mancha ni señal de sangre, y, sin embargo, Moragas
creía notar en todo el carro un tono bermejo.... Era que el sol se
ponía, y su luz oblicua inflamaba cuanto tocase....
Ya había desaparecido la turba en la revuelta del camino; ya no
se oían sus voces, y aún Moragas no se había meneado del
mirador. Le dejara profundamente pensativo aquella muchacha, tan
débil, tan dulce en apariencia, llevada á la cárcel entre una
muchedumbre acusadora. El aspecto de la mujer le había
despertado viva curiosidad, parecidísima al interés. Tenemos, ó, por
mejor decir, tienen las personas del carácter de Moragas, de esos
chispazos compasivos, que con repentina vehemencia se apoderan
del alma. Moragas era lo que en la época de Rousseau se llamó
hombre sensible, y lo que hoy nuestro endurecimiento nombra, con
cierto matiz de desdén, persona impresionable. Su profesión
dolorosa, lejos de embotarle la sensibilidad, se la refinaba cada día.
Con la misma vivacidad con que había arrojado por la ventana los
dos duros de la consulta de Rojo, hubiese bajado entonces.... ¿á
qué? Á cometer la ridiculez de ofrecer un refresco, una moneda, un
consejo, una sonrisa, algo que tuviese forma consoladora, á aquella
mujer tan pálida, de mirada tan fija, de labios tan convulsivamente
apretados, de tan modesto porte....
Diez ó doce minutos hacía que ni el polvo levantado por la
comitiva se veía flotar en la atmósfera, cuando Moragas descendió
de su observatorio, porque se oía el trotecillo de dos jacos, y no
dudó que fuesen las monturas del Juez y del Secretario, los cuales
volverían cumplida su tarea de iniciar las diligencias sumariales. Así
era en efecto: el trote se detuvo ante la puerta de la quinta, y los
funcionarios descabalgaron prontamente. El Doctor comprendió que
aceptaban el refresco, del que debían de estar bien necesitados, y
al tiempo que salía á recibir á sus huéspedes, llamó á la niñera,
dando órdenes para que la cerveza, la grosella, los pasteles, que
por fortuna había traído de Marineda calentitos, se sirviesen en la
mesa de piedra del cenador.
Entró el Juez con sobrealiento de hombre rendido de fatiga,
limpiándose el sudor de la frente, y más serio y preocupado que
antes. Era rubio, grueso, flemático, jovial, y no solía ahogarse en
poca agua, por donde Moragas infirió que lo que así le preocupaba
tenía que revestir verdadera gravedad. Al encontrarse en el cenador,
donde corría un fresco deleitoso, y los jazmines olían
regaladamente, y la cerveza sonreía en el limpio tanque, la
fisonomía de Priego se sosegó y aclaró, y exclamando, como lo
haría cualquiera en su caso, «¡Uff!», se derrocó en el banco de
madera rústica, y contestó á lo que preguntaba su huésped, más
con los ojos que con la lengua.
—Pues.... ¡cosa gorda.... gorda! Ó mucho me engaño, ó este
crimen va á dar que hablar, no sólo aquí sino en la prensa de la
corte.... ¡Ay, qué agradecido quedo á esta bebida! He sudado el
quilo, y como no era cosa de que el Juez se pusiese á refrescar con
vino en la taberna.... Sí, yo también pensé, al recibir el parte, que se
trataba de una riña....; aquí son el pan nuestro de cada día, porque
no he visto gente más dispuesta á andar á estacazos que la de
estas parroquias. Pero ya desde que tomé los primeros vientos
comprendí que era algo más.... Y á la verdad me hizo poca gracia,
porque si los periódicos dan en jalear estas cosas, raro es el juez
que sale bien librado. Que si fué, que si vino, que si debió hacer
esto ó lo otro.... Y á nadie le gusta salir á pública vergüenza. ¡Señor!
Esta cerveza conforta.
—Y la mujer que va presa, ¿qué papel juega en todo ello?—
preguntó con afán Moragas.
—¡Una friolera! ¿La ha visto V. tan.... así.... que parece que no
rompe un plato? Pues ó mucho me engaño.... ó es autora material....
ó por lo menos coautora é instigadora del crimen. Es la mujer del
muerto...., mejor dicho la viuda del interfecto,—añadió Priego
festivamente, empezando á mascullar un pastelillo de hojaldre.
Moragas se había quedado pensativo.
—¿Dice V. que esa mujer?....
—¡Como V. la ve! Por ahora, en rigor, es prematuro todo cuanto
se diga; y sin embargo, apostaría yo mi toga á que fué ella.
—¿Ella sola? ¿Cree V. que ella sola habrá asesinado al marido?
—Sola, no. El amante debe de ser cómplice.
—¿Hay amante?
—Ya lo creo. En las aldeas, si V. escarba bien, salen sapos y
culebras, lo mismo que en las grandes capitales. Somos de igual
pasta aquí ó acullá. Hay amante, y lo mejor del caso es que parece
ser un cuñado.... uno que estuvo casado con la propia hermana del
muerto. Yo no he tomado aún declaración á nadie, más que á la
mujer que va presa, la cual, por ahora, no ha contestado sino
vaguedades; yo tampoco insistí mucho; todo se andará, y al
principio se debe tantear más que ahondar; pero los civiles habían
charlado con las comadres de la aldea, y desde que me informaron
de que ella y el cuñado.... (Priego juntó las yemas de los índices),
dije yo para mí...., tate, aquí tenemos el hilo.
—¿Y ha preso V. al cuñado?
—Se le busca.... Ya caerá. El tunante, por aparentar, dijo ayer
que se marchaba de la parroquia, que iba á Marineda á no sé qué
diligencias y menesteres.... y en vez de marcharse á la noche, se
largó de madrugada, realizado ya el gatuperio.... La hazaña
(prosiguió el Juez, comprendiendo por la fisonomía de Moragas que
oía con avidez los detalles) debió de suceder ayer noche, cuando
Román el carretero volvía de llevar un carreto de arena á dos
leguas, al alto de Chouzas. Á la cuenta, él solía venir algo peneque.
No sé cómo harían el pájaro y la pájara para sacarlo de casa y
convencerlo de que se fuese al montecito, donde lo despacharon á
hachazos, deshaciéndole la cabeza....
—La tiene terrible (confirmó el Secretario). Parece una sandía
machacada.... Lo que á mí me llama la atención es ver allí tan poca
sangre, cuando debía estar inundado el suelo....
—Eso es raro (indicó Moragas). Me huele á que lo matarían en
otro sitio.... Verdad que por ahora....
—Estamos empezando, Sr. Moragas; estamos empezando
(respondió el Juez, que no empezaba, sino que acababa de atizarse
el segundo tanque del Gallo). Ahora también les toca á Vds. emitir
dictamen.... Ahí va la víctima, en su propio carro, á que le hagan en
Marineda el debido reconocimiento y una autopsia formal.... Y en
poniendo á buen recaudo la pájara y el pájaro, ellos cantarán y todo
saldrá á relucir.... Advierta V. que no hace seis horas que he tenido
conocimiento del caso (añadió el Juez, que no se hallaba,
realmente, muy descontento de sí mismo y de su penetración y
sagacidad para coger desde luego una pista).
—¿Y.... ella?—preguntó Moragas que no perdía de vista á la
acusada.
—Ella...., ella, tan agua mansita y tan modosa como V. la ve,
debe de tener un rejo de mil diablos. Estaba tranquila, igual que V.
está ahí, rodeada de dos ó tres vecinas que la acompañaban, desde
que se descubrió el cadáver, y sin echar ni una lágrima. Tampoco
las echó cuando la interrogué apretándola un poco, y cuando ordené
la detención. Á mis preguntas ha contestado sin fanfarronería, sin
miedo, sin precipitación, con una calma asombrosa, diciendo que su
marido volvió anoche á la hora de costumbre; que cenaron en paz;
que la mandó acostarse, diciendo que él tenía que salir, y que
dejase la puerta entornada; y que, como muchas noches se
entretenía en la taberna, ella se durmió, y sólo á la madrugada, al
despertarse, echó de menos al marido, sabiendo á cosa de las once
que había aparecido muerto en el pinar.—Le digo á V. que la
individua....
—¿Tiene hijos ese matrimonio?
—Sí: una chiquilla de tres años.... Su abuela queda encargada
de ella....
—Y V. cree que ella y el cuñado fueron los autores.... ¿y para
qué?
—¡Bah! ¿Para qué había de ser? (exclamó riendo el funcionario.)
¡Parece mentira que V. haya sido despensero antes que guardián!
Para que nadie les estorbase; para verse libres y campar por sus
respetos.
El médico movió la cabeza. El crimen se le aparecía como un
drama vulgar del adulterio; pero no pensaba lo mismo de la heroína,
en la cual olfateaba algo extraño, algo digno de aquel misterioso
interés que sentía despertarse en su mente de observador y de
curioso del espíritu. Acaso influía bastante en esta disposición de su
alma, la coincidencia de haber visto y hablado, por la mañana, al
hombre que probablemente desenlazaría el drama, apretando el
gaznate y deshaciendo las vértebras de aquella mujer tan joven y de
tan apacible aspecto: perspectiva que tenía la virtud de hacer saltar
á Moragas. ¡La sola idea de ver alzarse el cadalso, y para una
mujer, le ofendía como un ultraje hecho á su misma persona!
Nervioso ya, preguntó á Priego:
—Y esa mujer.... ¿irá al palo?
—No creo (respondió el Juez con cierta entonación clemente).—
Yo supongo que autora, lo que es autora.... El guisado lo haría el
querido. Ella sacará la inmediata. Y confiese V. que la merece.
Algo iba á contestar Moragas, que pensaba sobre el particular
muchas cosas, pero le cortaron la palabra sus huéspedes,
levantándose como el que tiene prisa de marchar. Vió el Doctor al
través de la verja que estaba enganchado su coche, y propuso á los
funcionarios llevarles á Marineda. Siempre irían mejor que en un
penco de alquiler, y ganando tiempo: así como así, él aún tenía que
hacer alguna visita antes de cenar. Accedieron; fiaron sus monturas
á un espolista; subieron al cochecillo, que empezó á rodar con
sosiego; y la divina paz de la tarde; la hermosura de la ría que se
divisaba á lo lejos teñida de carmín por el último y ya expirante
reflejo del sol; la quietud del viento; la frescura de primavera y de
verdor temprano que enviaban los campos en plena germinación;
las madrugadoras enredaderas que, ya algo floridas, se asomaban á
las tapias de las quintas de recreo...., todo fué causa de que ni
Moragas ni sus acompañantes volviesen á mentar el crimen, que
parecía profanación de la sagrada hermosura de la naturaleza.
Rendida por una tarde de rusticación, llena de polvo, con manchas
en el traje, y barro en aquellos calcetines tan monos, Nené dormía.
VII
La Marinera salió, dándose toda la prisa que le permitían sus
pies guiados por sus casi inválidos ojos, mientras el padre se
esforzaba en desnudar al herido. Quitóle la ropa exterior con el
esmero imaginable, dejándole sólo la rota camisa; y por medio de
pañuelos y ropa blanca que desgarraba, estancó como pudo la
sangre que manchaba la frente y el cuello del guerrero vencido.
Durante estas operaciones, Telmo se quejaba sordamente. Pero al
querer descalzarle el borceguí del pie derecho, fué un grito tan
agudo y lastimero el que lanzó la criatura, que Rojo se detuvo, sin
resolverse á terminar la operación.
—¿Te duele mucho, rapaz? ¿Te duele mucho?—preguntóle
afanosamente.
No contestó el muchacho, volviendo á su amodorramiento febril.
Indudablemente no estaba su cabeza para discursos, ni su lengua
para explicaciones. Sólo al cabo de dos ó tres largos minutos,
balbuceó la exclamación de todos los maltratados, de todas las
víctimas:
—¡Agua, agua!.... Tengo sed.
El padre llenó un vaso y lo acercó á los labios del niño, que bebió
con ansia, dejando caer otra vez sobre la almohada la frente. Rojo
apoyó en ella la mano.... Temperatura altísima, sequedad y aridez
de la piel invadida por la calentura. Buscó Rojo una silla, la colocó á
la cabecera, y la ocupó alterado y sombrío. Por dentro sentía una
ternura, un delirio de doloroso afecto, que le ahogaban; pero la
manifestación de aquel íntimo sentimiento, tan natural en la
paternidad, era ruda, concentrada, como todo en él.
Tascando el freno de la impaciencia que aguija al que á la
cabecera de un ser amado aguarda al médico y con él la
certidumbre, quizá la salvación, Rojo meditaba sobre el suceso, y
entreveía en él una nueva humillación agregada al ya innumerable
catálogo de las que le habían ulcerado el espíritu. Sólo que ésta
dolía más, porque daba en la carne viva, en el sentimiento que,
enérgico y soberano hasta en la fiera montés, es en el hombre más
fuerte que la muerte,—porque es amor.
¿Por qué le habían apedreado á su niño? ¿Era razón desahogar
en Telmo los odios que infundía Juan Rojo? ¿Era justo dejar al
muchacho, agonizando, bañado en sangre, en un lugar desierto?
¿Qué daño hacía á nadie la criatura? ¿No habría para ella perdón,
olvido, indulgencia? ¿No era Telmo una persona como las demás?
¿Por qué le ponían fuera de la ley—hasta el extremo de matarle á
pedradas?
Interrumpió estas reflexiones el rodar de un carruaje, que
resonaba sobre el seco piso de la carretera como sobre sonoro
pavimento de metal, y la voz de la Marinera, apresurada, loca de
júbilo, resonó gritando:
—Señor Rojo.... ¡Gracias á la Virgen de la Guardia! ¡Ay qué
suerte! ¡Dar yo la vuelta por la calle del Peñascal, pasar delante de
la capilla de la Angustia.... y oir rodar el coche del Sr. de Moragas!
¡Ay qué chillido di! Me agarré á la puerta del coche.... conté lo que
pasaba.... Y el Sr. de Moragas, como es tan humano, en seguidita
mandó dar vuelta al cochero.... ¡Alabada sea la Virgen! Le he de
rezar hoy mismo tres Salves.
Apeábase ya Moragas de su cansada berlinita, saltando con
movimiento vivo y juvenil, y atravesando la puerta del rancho sin
mirar siquiera á Rojo, fuese derecho á la cama en que Telmo yacía,
diciendo con voz alta, animada, cariñosa, de médico que al entrar en
casa de los pobres sabe que debe ante todo consolar al afligido:
—¿Qué pasa? ¿Quién se ha perniquebrado? ¿Un niño?
Travesuritas, ¿eh? Ahora arreglaremos esa cabeza rota.
Inclinábase ya hacia el doliente, cuando la luz que Rojo había
descolgado y aproximado alumbró de lleno el rostro del padre. Es
indecible el asombro que expresó el de Moragas al reconocer á su
cliente de por la mañana, al de los dos duros tirados á la calle. Ira,
pasmo, menosprecio, chispearon en sus redondas pupilas, que
giraron con furor, en las finas múltiples arrugas de su frente, en su
abierta boca, en sus puños instantáneamente crispados.—«¡Usted,
usted!»,—repitió con las variadas expresiones de los sentimientos
que le agitaban.... Y serenándose de pronto por la misma fuerza de
su cólera, y mirando al niño que gemía opacamente y al padre que
bajaba los ojos y quería ocultarse, pronunció en tono grave é
incisivo:
—El niño, ¿es de V.?
—Mío, sí.... Es mi hijo,—declaró Rojo con apagada y terrosa voz.
—Pues esa es la peor enfermedad de cuantas pueden
sobrevenirle, y esa, ni se la curo yo, ni se la cura nadie,—replicó el
médico volviendo la espalda y dirigiéndose hacia la puerta.
Aún no había dado tres pasos, cuando sintió que una mano se
atornillaba al faldón de su levita, atirantándolo de un modo violento.
Volvióse con repugnancia; miró de alto á abajo á Rojo como se mira
á un sapo muy feo, y dijo, vibrando las palabras cual otros tantos
restallidos de tralla:
—No me toque V., ó haré un desatino. Ya bastó el atrevimiento
de por la mañana. Los duros que dejó V. sobre mi mesa los arrojé á
la calle, por no conservar nada en que V. hubiese puesto las manos.
Rojo soltó al Doctor; pero dando rápida vuelta, maniobró de
suerte que vino, colocándose delante, á caer á sus pies sin decir
palabra. Moragas se detuvo. El niño gemía.
—Está muy malito. Herido. No sé qué tiene roto en su cuerpo. Sr.
D. Pelayo, ¡por el alma de su madre!
Don Pelayo siguió ganando terreno hacia la puerta, pero en ella
encontró otro obstáculo: la Marinera, que le apostrofaba con
energía.
—Señor, caridad. La caridad no distingue de personas, señor. Y
el inocente no tiene la culpa de nada. Dios, nuestro Señor, nos
manda caridad hasta con los perros.
Moragas luchaba consigo mismo; no entre encontrados
sentimientos, que es lucha fácil, casi elemental, sino entre
sentimientos análogos, todos amasados con aquella generosidad
semi-quijotesca y semi-filantrópica que, diga lo que quiera el vulgo,
no está reñida con las tendencias positivas del científico. Abandonar
á un enfermo, parecíale, dentro de su profesión, monstruoso; y
detenerse en aquella casa, cuidar al enfermo aquel, era, en su
entender, una degradación, una especie de estigma que debía verse
después en las manos. Moragas había prodigado los socorros de su
ciencia á personas bien viles. Sabía de memoria las huellas
hediondas que marca el vicio en el cuerpo del disoluto y de la
ramera. Aunque hombre delicado en su vida interior y en el pulcro
aseo de su persona, jamás había retrocedido ante ninguna
enfermedad, por repulsiva que fuese: y al asistir á la humanidad
doliente, gracias á una maravillosa analgesia, hija de la firme
voluntad—esa analgesia que hacía decir á un santo que las llagas
del leproso huelen á rosas—perdía el sentido del olfato, dominaba
los del tacto y de la vista, y prescindía de la laceria para
consagrarse enteramente al deber. Por primera vez retrocedía ante
una llaga moral, y su imaginación viva redoblaba la impresión de
horror, que, de puro violenta, llegaba ya á parecerle ridícula. De
todas suertes, en el carácter de Moragas, no cabía que durase
aquella lucha; de no haberse marchado en los primeros momentos,
no se iría; y el pretexto para flaquear se lo dió la Marinera,
insistiendo y repitiendo con una especie de severidad respetuosa:
—¡Ay, señor!... ¿pero va á dejar al inocente? Señor, Dios no
manda eso. Mire que es una crueldad semejante porte.
—¿Es V. madre de ese niño?—preguntó Moragas.
—¡Ay! ¡no señor, alabado sea Dios!—contestó espontánea y
vivamente la Marinera.—Mi marido es un hombre de bien, botero del
Muelle....
Á su pesar sonrió Moragas; se estiró los puños, canturreó, y
como el que se determina pensando «pecho al agua» se dirigió al
catre del herido.—Con la pericia del veterano en estos penosos
reconocimientos, comprobó muy en breve que el chico tenía rota la
cabeza por dos partes; y descalzándole sin hacer caso de sus
lamentos, advirtió que estaba dislocado el tobillo. De contusiones y
magulladuras no se ocupó: eran numerosas, pero sin mayor
importancia. Lesión interna no parecía que la hubiese, pero sí fiebre
altísima. La Marinera alumbraba, y Rojo, inmóvil y como
estupefacto, esperaba el desenlace.
—¿Cómo ha ocurrido esto? (preguntó el médico interrumpiendo
su tarea.) ¿Han sido pedradas, ó se ha caído además?
—¡Si no lo sabemos! (exclamó Rojo consternado.) Yo tuve
noticia de que el niño estaba en el castillo de San Wintila, muy
maltratado.... fuí, lo recogí, lo traje en brazos, y no le he podido
sacar nada sobre el lance.
—Debió de ser una pedrea,—advirtió la Marinera.
—Sí, pero hay magulladuras en todo el cuerpo.... Ha caído de
alto, no cabe duda,—advirtió el médico sin dejar de palpar al
muchacho.
Cuando, terminada la cura, puestas las vendas, reducida la
luxación, Moragas se enderezó exhalando un «¡uf!» de cansancio
evidente, entonces—sólo entonces—se aproximó Rojo al médico, y
con honda ansiedad le preguntó:
—¿Quedará cojo el muchacho? ¿Quedará resentido del pecho?
Moragas se volvió y por primera vez desde que conocía la
condición social de su cliente, le miró cara á cara, como se miran
unos á otros los seres humanos.
La casualidad le mostraba al hombre excluido del concierto
social bajo el aspecto más capaz de conmover las fibras de su alma,
aunque sólo fuese por analogía de sentimiento. ¡Moragas, el mayor
padrazo de Marineda, el enamorado de la niñez, el derrochador de
juguetes y confites, el hombre que después de una traqueotomía
había mezclado sus lágrimas con las de la familia de la operada
criatura!
Aquel fué el primer instante en que los sentimientos de Moragas,
que tanto habían de influir en el destino de Juan Rojo, sufrieron un
cambio de posición, giraron sobre su eje, por decirlo así, y á la
indignación y al horror de algunas horas antes reemplazó una
especie de interés extraño, de esa fascinación que la misma
repugnancia produce, y que se asemeja á la vocación del casto
apóstol que entra en una casa de perdición á convertir meretrices;
porque la suma piedad va al sumo mal.—No era la primera vez que
advertía Moragas esa propensión, que él calificaba
humorísticamente de manía redentorista. Le había costado por
cierto la tal propensión graves disgustos, comprobaciones penosas
de negras ingratitudes, enredos gratuitos, molestias sin cuento y
desazones magnas.... Lo menos que le había costado, costándole
bastante, era dinero y tiempo. Sin embargo, al menor pretexto, la
inclinación resurgía en Moragas, y la perpetua ilusión del
redentorismo volvía á presentársele vestida con todos los adornos y
galas que de ordinario ostentan nuestros sueños. «Si yo (pensaba el
Doctor) acierto á nacer en la Edad Media, época en que las
deficiencias del estado social y del organismo jurídico dejaban
abierto tanto camino á la iniciativa individual, ¡sabe Dios lo que
hubiese podido hacer! Pero en la sociedad presente, no cabe duda
que esta bobería de sentir como propios los males ajenos, de
meterme en lo que ni me da ni me quita, se parece mucho al oficio
de enderezar tuertos y desfacer agravios que ya ridiculizó
Cervantes.»
Al advertir que la condición y estado de Rojo ¡de Rojo!
provocaban en él los primeros síntomas de la conocida enfermedad,
el redentor se rió de sí mismo. «Moraguitas, esto es el acabóse.
Ahora te ha dado por compadecerte de este sujeto. Ya has llegado
al límite extremo de la chifladura benéfica, hijo. No, pues aquí sí que
no te suelto yo la rienda. Á este hombre no es lícito ni considerarle
como hombre. Si quieres interesarte por algo raro y estupendo,
interésate enhorabuena por la parricida á quien viste pasar hoy,
entre civiles, por la carretera. ¡Esa podrá ser una criminal, y
admitamos, desde luego, que lo es; pero criminal en caliente....,
criminal pasional, que al delinquir obró, sin duda, por irresistible
impulso, sin importarle que al otro lado del foso que iba á saltar
estuviese la expiación de una muerte afrentosa....! Esa mujer,
Moraguitas, es una enferma como otra cualquiera de las que
asistes.... Ahí se explica y se justifica la compasión.... Pero con el tío
este, que á sangre fría y á mansalva ha tomado por oficio matar.... Á
éste, como á una víbora se le debía aplastar la cabeza.»
Mientras Moragas discurría así, Rojo repitió la pregunta:
—¿Quedará cojo? ¿Imposibilitado?
—No,—contestó el médico en voz severa.—Ni quedará
imposibilitado, ni cojo. Más que las lesiones, me preocupa el estado
general.... Voy á ponerle á V. unas recetas....
Apareció por allí un recado de escribir, no tan malo ni tan
descabalado como era de temer en aquel tugurio, y Moragas
escribió sus fórmulas. No se oía en la habitación más que el
angustiado respirar del padre y el quejido sordo del enfermo, al cual
se acercó el Doctor, sorprendido de que la cura, en vez de calmarle,
pareciese haberle producido más desasosiego, mayor inquietud.
—Convendría que no se moviese, por la dislocación....—observó
Moragas.—Pero, ¿quién le sujeta? Con esa calentura de caballo....
Aguarde V..... Ya delira.
Telmo, en efecto, se agitaba en la cama, y su inarticulado gemir
se convertía en palabras articuladas penosamente, aunque claras y
expresivas. El Doctor prestó oído.
—Soy valiente,—afirmaba Telmo.—¿Quién es el que me llama
cobardón? Embusteros.... Veréis si.... Tirar, que aguardo.... Os
desdeñáis de mí, porque.... ¡Piedras y más piedras, contra!.... Soy
hombre para todos.... Los cobardes vosotros.... Venga de ahí....
¡pedrea!.... Yo solo....
—¿Qué dice?—preguntó el padre.
—¡Bah!—respondió Moragas.—Por lo visto se han reunido
muchos chiquillos para apedrearle.... Lo que era de esperar.... ¡No
se quede V. tan espantado, hombre!—añadió irónicamente,
cediendo otra vez á la malevolencia.—¿Cómo? ¿no encuentra V.
muy natural que la humanidad le apedree en la persona de su
hijo?....
—¡Es una maldad!—exclamó sordamente Rojo, apoyándose en
la pared y escondiendo la faz demudada.—Que me apedreen á
mí...., santo y bueno...., es decir...., tampoco....; pero, en fin, de
apedrear.... Lo que es al chiquillo...., ¡valiente cochinada, señor de
Moragas!, y V. me perdonará que me exprese con esta franqueza....,
¡valiente indecencia de esos pilletes sucios!
—Bien, hombre.... V. creía que no había más que echar hijos al
mundo, y que luego, aunque V..... Caramba con el hombre este....
—Pero, señor,—intervino con fuego la Marinera.—el inocente
¿por qué ha de pagar? ¡Sólo unos corazones negros hacen eso,
señor!
—Ea, déjense de historias,—ordenó el médico con hastío.—
Denle eso que dice ahí, que rebajará la calentura.... Busquen
limones ó naranjas, y que beba, que beba sin tasa naranjada
fresca.... Humedecerle con el árnica disuelta los vendajes.... Nada
de comida.... ¿eh?, ni un caldo, ni cosa ninguna.... Cuidadito....
Rojo, humilde y cabizbajo, murmuró llegándose al Doctor:
—Señor de Moragas, yo no le puedo pagar.... Es decir, que no
tengo medios...., porque V., si á mano viene no querrá...., vamos....,
tomar la pobreza que yo pueda darle.... Por el alma de su padre no
se enfade.... Si yo lo que le pido es que no me deje al rapaz
abandonado.... Si supiese que mañana había de volver....
Moragas titubeó un instante. Al fin prevaleció el impulso.
—Volveré,—contestó con firmeza.—Se lo prometo. Mañana, al
anochecer.
Y en el momento de reclinarse en el rincón de su berlinita, antes
que el cochero tocase con la fusta á la yegua, Moragas oyó una voz
de mujer, que decía fervorosamente, como rezando:
—¡Dios y la Virgen de la Guardia le conserven la niñita! D.
Pelayo, hoy gana el cielo. ¡Nuestro Señor lo acompañe, que
tampoco nuestro Señor se desdeñaba de persona ninguna de este
mundo!
Era la Marinera quien hablaba así.... Moragas sacó la cabeza, y
para poner coto á las bendiciones de la infeliz, contestó con gracejo
y picardía:
—Adiós, cacho de buena moza.
VIII
Despertóse la capital marinedina comentando, rumiando,
desfigurando,—iba á decir saboreando la noticia del crimen de la
Erbeda, si no me pareciese calumnia, porque realmente los
marinedinos no son tan ávidos de emociones fuertes como los
parisienses, y el malsano gusto de la sangre y del cieno les subleva
el paladar. Algo, no obstante, habían conseguido estragarlo la
creciente invasión de la sección criminal en la prensa de la Corte, el
noticierismo que registra al día, y con minuciosidad digna de más
alto objeto, los pasos, movimientos, actos y dichos más insulsos y
vulgares del criminal sujeto á la acción de la ley, desde que la fuerza
pública le echa el guante, hasta que los hermanos de la Paz y
Caridad depositan en el nicho sus despojos.
El vulgo de Marineda, como el vulgo de todas partes, había ido,
gracias á la prensa, acostumbrándose á la terminología jurídica y
penal, á cierta crítica aguda de la ley y de sus representantes é
intérpretes, crítica que, si no ponía el dedo en la llaga, era por lo
menos indicio de ese descontento social que clama por renovación,
pidiendo agua fresca de nuevos manantiales. Andaba mezclado en
este movimiento de la opinión marinedina, como en todos los
movimientos de la opinión, algo de mecánico y pueril y algo de
inspirado y fecundo; combinación que, transformada en instinto,
ayuda sin saberlo á los verdaderos precursores conscientes de la
marcha progresiva de la humanidad.
Ello es que aquella mañana, con la primera luz diurna; con las
primeras devotas que madrugaron á oir las misas de los Jesuítas;
con los primeros barrenderos que, mal despiertos aún, comenzaron
á adecentar las calles y expulsar de ellas á canes y gatos
errabundos; con las primeras mujerucas de las cercanías, de cesta
en ruedo, que despertaron á los vigilantes de consumos para
abonarles la alcabela; con las primeras criadas ó amas hacendosas
que salieron á aprovechar la comprita de temprano; con los primeros
lulos que desatracaron para inquietar á la sardina y á la merluza;

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