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853.

89
C726a Collodi, Carlos, 1826-1890
Las aventuras de Pinocho [recurso electrónico] /
Carlos Collodi -- 1a ed. -- San José : Imprenta
Nacional, 2012.
1 recurso en línea (160 p.) : pdf ; 741 Kb

ISBN 978-9977-58-311-2

1. Cuentos infantiles italianos. I. Título

DGB/PT 12-26

Fuente: Bibliotecas Virtuales


DGB/PT 07-20

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-


NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Costa Rica.
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Las Aventuras de Pinocho
-Carlo Collodi-

EDITORIAL DIGITAL
www.imprentanacional.go.cr

costa rica
Las Aventuras
de Pinocho
l a s Aventur a s de Pinocho
EDITORIAL DIG ITAL - I M PRENTA NACIONAL
costa rica

Capítulo I

De cómo el carpintero maese Cereza encontró un trozo de madera


que lloraba y reía como un niño.

-Pues, señor, éste era...


-¡Un rey! -dirán en seguida mis pequeños lectores.
-Pues no, muchachos nada de eso.
Este era un pedazo de madera.
Pero no un pedazo de madera de lujo, sino sencillamente un leño de esos con que en el invierno se
encienden las estufas y chimeneas para calentar las habitaciones.
Pues, señor, es el caso que, Dios sabe cómo, el leño de mi cuento fue a parar cierto día al taller de
un viejo carpintero, cuyo nombre era maese Antonio, pero al cual llamaba todo el mundo maese
Cereza, porque la punta de su nariz, siempre colorada y reluciente, parecía una cereza madura.
Cuando maese Cereza vio aquel leño, se puso más contento que unas Pascuas. Tanto, que comenzó
a frotarse las manos, mientras decía para su capote:
-¡Hombre! ¡Llegas a tiempo! ¡Voy a hacer de ti la pata de una mesa!
Dicho y hecho; cogió el hacha para comenzar a quitarle la corteza y desbastarlo. Pero cuando iba
a dar el primer hachazo, se quedó con el brazo levantado en el aire, porque oyó una vocecita muy
fina, muy fina, que decía con acento suplicante:
-¡No! ¡No me des tan fuerte!
¡Figuraos cómo se quedaría el bueno de maese Cereza!

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Sus ojos asustados recorrieron la estancia para ver de dónde podía salir aquella vocecita, y no vio
a nadie. Miró debajo del banco, y nadie; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, y
nadie; en el cesto de las astillas y de las virutas, y nadie; abrió la puerta del taller, salió a la calle,
y nadie tampoco. ¿Qué era aquello?
-Ya comprendo -dijo entonces sonriendo y rascándose la peluca-. Está visto que esa vocecita ha
sido una ilusión mía. ¡Reanudemos la tarea!
Y tomando de nuevo el hacha, pegó un formidable hachazo en el leño.
-¡Ay! ¡Me has hecho daño! -dijo quejándose la misma vocecita.
Esta vez se quedó maese Cereza como si fuera de piedra, con los ojos espantados, la boca abierta
y la lengua fuera, colgando hasta la barba como uno de esos mascarones tan feos y tan graciosos
por cuya boca sale el caño de una fuente.
Se quedó hasta sin voz. Cuando pudo hablar, comenzó a decir temblando de miedo y balbuceando:
-Pero, ¿de dónde sale esa vocecita que ha dicho ¡ay!? ¡Si aquí no hay un alma! ¿Será que este leño
habrá aprendido a llorar y a quejarse como un niño? ¡Yo no puedo creerlo... este leño... aquí está:
es un leño de chimenea como todos los leños de chimenea: bueno para echarlo al fuego y guisar
un puchero de habichuelas! ¡Zambomba! ¿Se habrá escondido alguien dentro de él? ¡Ah! Pues si
alguno se ha escondido dentro, peor para él. Ahora le voy a arreglar yo.
Y diciendo esto agarró el pobre leño con las dos manos, y empezó a golpearlo sin piedad contra
las paredes del taller.
Después se puso a escuchar si se queja alguna vocecita. Esperó dos minutos y nada; cinco minutos,
y nada, diez minutos, y nada.
-Ya comprendo -dijo entonces tratando de sonreír y arreglándose la peluca-. Está visto que esa
vocecita que ha dicho ¡ay! ha sido una ilusión mía ¡Reanudemos la tarea!
Y como tenía tanto miedo, se puso a canturrear paca cobrar ánimos.
Entre tanto dejó el hacha y tomó el cepillo para cepillar y pulir el leño. Pero cuando lo estaba
cepillando por un lado y por otro, oyó la misma vocecita que le decía riendo:
-¡Pero hombre! ¡Que me estás haciendo unas cosquillas terribles!
Esta vez maese Cereza se desmayó del susto. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado
en el suelo.
¡Qué cara de bobo se le había puesto! La punta de la nariz ya no estaba colorada; del susto se le
había puesto azul.

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Capítulo II

Maese Cereza regala el pedazo de tronco a su amigo Gepeto, el cual lo acepta para construir
un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar saltos mortales.

En aquel momento llamaron a la puerta.


-¡Adelante! -contestó el carpintero con voz débil, asustado y sin fuerzas para ponerse en pie.
Entonces entró en la tienda un viejecillo muy vivo, que se llamaba maese Gepeto; pero los chiquillos
de la vecindad, para hacerle rabiar, le llamaban maese Fideos, porque su peluca amarilla parecía
que estaba hecha con fideos finos. Gepeto tenía un genio de todos los diablos, y además le daba
muchísima rabia que le llamasen maese Fideos. ¡Pobre del que se lo dijera!
-Buenos días, maese Antonio -dijo al entrar-. ¿Qué hace usted en el suelo?
-¡Ya ve usted! ¡Estoy enseñando Aritmética a las hormigas!
-¡Es una idea feliz!
-¿Qué le trae por aquí, compadre Gepeto?
-¡Las piernas! Sabrá usted, maese Antonio, que he venido para pedirle un favor.
-Pues aquí me tiene dispuesto a servirle -replicó el carpintero.
-Esta mañana se me ha ocurrido una idea.
-Veamos cuál es.

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-He pensado hacer un magnífico muñeco de madera; pero ha de ser un muñeco maravilloso, que
sepa bailar, tirar a las armas y dar saltos mortales. Con este muñeco me dedicaré a correr por el
mundo para ganarme un pedazo de pan y... un traguillo de vino. ¡Eh! ¿Qué le parece?
-¡Bravo, maese Fideos! -gritó aquella vocecita que no se sabía de dónde salía.
Al oírse llamar maese Fideos, el compadre Gepeto se puso rojo como una guindilla, y volviéndose
hacia el carpintero, le dijo encolerizado:
-¿Por qué me insulta usted?
-¿Quién le insulta?
-¡Me ha llamado usted Fideos!
-¡Yo no he sido!
-¡Si le parece, pondremos que he sido yo! ¡Digo y repito que ha sido usted!
-¡No!
-¡Sí!
Y furiosos los dos, pararon de las palabras a los hechos, y agarrándose con furia se arañaron, se
mordieron, se tiraron del pelo... Se pusieron hechos una lástima.
Cuando terminó la batalla, maese Antonio se encontró con la peluca amarilla de Gepeto en las
manos, y Gepeto tenía en la boca la peluca gris del carpintero.
-¡Dame mi peluca! -gritó maese Antonio.
-¡Dame tú la mía, y hagamos las paces!
Los dos viejecillos se entregaron las pelucas y se dieron las manos, prometiendo solemnemente
ser buenos amigos toda la vida.
-Conque vamos a ver qué favor es el que tiene que pedirme, compadre Gepeto -dijo el maestro
carpintero como muestra de que la paz estaba consolidada.
-Quisiera un poco de madera para hacer ese muñeco del que le he hablado. ¿Puede usted dármela?
Maese Antonio, contentísimo, se apresuró a coger aquel leño que le había hecho pasar tan mal rato.
Pero cuando iba a entregárselo a su amigo dio el leño una fuerte sacudida y se le escapó de las
manos, yendo a dar un palo tremendo en las esmirriadas pantorrillas del compadre Gepeto.
-¡Ay! ¿Tan amablemente regala usted las cosas, maese Antonio? ¡Por poco me deja usted cojo!
-¡Pero si no he sido yo!
-¡Y dale! ¡Habré sido yo entonces!

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-¡No, si la culpa la tiene este demonio de leño!


-Ya lo sé que ha sido el leño; pero, ¿quien me lo ha tirado a las piernas, sino usted?
-Le digo a usted que yo no lo he tirado.
-¡Embustero!
-¡Gepeto, no me insulte usted, o le llamo Fideos!
-¡Borrico!
-¡Fideos!
-¡Hipopótamo!
-¡Fideos!
-¡Orangután!
-¡Fideos!
Al oírse llamar fideos por tercera vez perdió Gepeto los estribos, se arrojó sobre el carpintero, y de
nuevo se obsequiaron con una colección de coscorrones, pellizcos y arañazos.
Al terminar la batalla maese Antonio se encontró con dos arañazos más en la nariz, y Gepeto con
dos botones menos en el chaleco. Arregladas así sus cuentas, se estrecharon las manos y otra vez
se ofrecieron indestructible amistad para toda la vida.
Hecho lo cual, Gepeto tomó bajo el brazo el famoso leño, y dando las gracias a maese Antonio, se
marchó cojeando a su casa.

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Capítulo III

De vuelta maese Gepeto en su casa, comienza sin dilación a hacer el muñeco,


y le pone por nombre Pinocho. -Primeras monerías del muñeco.

La casa de Gepeto era una planta baja, que recibía luz por una claraboya. El mobiliario no podía ser
más sencillo: una mala silla, una mala cama y una mesita maltrecha. En la pared del fondo se veía
una chimenea con el fuego encendido; pero el fuego estaba pintado, y junto al fuego había también
una olla que hervía alegremente y despedía una nube de humo que parecía de verdad.
Apenas entrando en su casa, Gepeto fuese a buscar sin perder un instante los útiles de trabajo,
poniéndose a tallar y fabricar su muñeco.
-¿Qué nombre le pondré? -preguntóse a sí mismo-. Le llamaré Pinocho. Este nombre le traerá
fortuna. He conocido una familia de Pinochos. Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinocho los
chiquillos, y todos lo pasaban muy bien. El más rico de todos ellos pedía limosna.
Una vez elegido el nombre de su muñeco, comenzó a trabajar de firme, haciéndole primero los
cabellos, después la frente y luego los ojos.
Figuraos su maravilla cuando hechos los ojos, advirtió que se movían y que le miraban fijamente.
Gepeto, viéndose observado por aquel par de ojos de madera, sintióse casi molesto y dijo con
acento resentido:
-Ojitos de madera, ¿por qué me miráis?
Nadie contestó.
Entonces, después de los ojos, hízole la nariz; pero, así que estuvo lista, empezó a crecer; y crece
que crece convirtiéndose en pocos minutos en una narizota que no se acababa nunca.

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El pobre Gepeto se esforzaba en recortársela, pero cuando más la acortaba y recortaba, más larga
era la impertinente nariz.
Después de la nariz hizo la boca.
No había terminado de construir la boca cuando de súbito ésta empezó a reírse y a burlarse de él.
-¡Cesa de reír! -dijo Gepeto enfadado; pero fue como si lo hubiese dicho a la pared.
-¡Cesa de reír, te repito! -gritó con amenazadora voz.
Entonces la boca cesó de reír, pero le sacó toda la lengua.
Gepeto, para no desbaratar su obra, fingió no darse cuenta de ello, y continuó trabajando.
Después de la boca, le hizo la barba; luego el cuello, la espalda, la barriguita, los brazos y las
manos.
Recién acabadas las manos, Gepeto sintió que le quitaban la peluca de la cabeza. Levantó la vista
y, ¿qué es lo que vio? Vio su peluca amarilla en manos del muñeco.
-¡Pinocho!... ¡Devuélveme en seguida mi peluca!
Pero Pinocho, en vez de devolverle la peluca, se la puso en su propia cabeza, quedándose medio
ahogado metido en ella.
Ante aquellas demostraciones de insolencia y de poco respeto, Gepeto se puso triste y pensativo
como no lo había estado en su vida; y dirigiéndose a Pinocho, le dijo:
-¡Diablo de chico! ¡No estás todavía acabado de hacer y ya empiezas a faltarle el respeto a tu
padre! ¡Mal hijo mío, muy mal!
Y se secó una lágrima.
Quedaban todavía por modelar las piernas y los pies.
Cuando Gepeto terminó de hacerle los pies, recibió un puntapié en la punta de la nariz.
-¡Bien merecido lo tengo! -dijo para sí-. ¡He debido pensarlo antes; ahora ya es tarde!
Después tomó el muñeco por los sobacos, y le puso en el suelo para enseñarle a andar.
Pinocho tenía las piernas agarrotadas y no sabía moverse, por lo cual Gepeto le llevaba de la mano,
enseñándole a echar un pie tras otro.
Cuando ya las piernas se fueron soltando, Pinocho empezó primero a andar solo, y después a correr
par la habitación, hasta que al legar frente a la puerta se puso de un salto en la calle y escapó como
una centella.

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El pobre Gepeto corría detrás sin poder alcanzarle, porque aquel diablejo de Pinocho corría a saltos
como una liebre, haciendo sus pies de madera más ruido en el empedrado de la calle que veinte
pares de zuecos de aldeanos.
-¡Cogedle, cogedle! -gritaba Gepeto; pero las personas que en aquel momento andaban por la calle,
al ver aquel muñeco de madera corriendo a todo correr, se paraban a contemplarle encantadas de
admiración, y reían, reían, reían como no os podéis figurar.
Afortunadamente un guardia de orden público acertó pasar por allí, y al oír aquel escándalo Creyó
que se trataría de algún aprendiz travieso que habría levantado la mano a su maestro, y con ánimo
esforzado se plantó en medio de la calle con las piernas abiertas, decidido a impedir el paso y evitar
que ocurrieran mayores desgracias.
Cuando Pinocho vio desde lejos aquel obstáculo que se ofrecía a su carrera vertiginosa, intentó
pasar por sorpresa, escurriéndose entre las piernas del guardia; pero se llevó chasco. El guardia
ni tuvo que moverse. La nariz de Pinocho era tan enorme que se le vino a las manos ella solita.
Le cogió, pues, y le puso en manos de Gepeto, el cual quiso propinar a Pinocho, en castigo de su
travesura, un buen tirón de orejas. Pero figuraos qué cara pondría cuando, al buscarle las orejas,
vio que no se las encuentra. ¿Sabéis por qué? Porque, en su afán de acabar el muñeco, se había
olvidado de hacérselas.
Entonces le agarró por el cuello, y mientras lo llevaba de este modo, le decía mirándole furioso:
-¡Vamos a casa! ¡Ya te ajustaré yo allí las cuentas!
Al oír estas palabras se tiró Pinocho al suelo y se negó a seguir andando. Mientras tanto iba
formándose alrededor un grupo de curiosos y de papanatas.
Cada uno de ellos decían una cosa.
-¡Pobre muñeco! -decían unos-. Tiene razón en no querer ir a su casa. ¡Quién sabe lo que hará con
él ese bárbaro de Gepeto!
Otros murmuraban con mala intención:
-Ese Gepeto parece un buen hombre; pero es muy cruel con los muchachos. Si le dejan a ese pobre
muñeco en sus manos, es capaz de hacerle pedazos.
En suma, tanto dijeron y tanto murmuraron, que el guardia, dejando en libertad al muñeco, se llevó
preso al pobre Gepeto, el cual, no sabiendo qué decir para defenderse, lloraba como un becerro;
cuando iba camino de la cárcel, balbuceaba entre sollozos:
-¡Hijo ingrato! ¡Y pensar que me ha costado tanto trabajo hacerlo! ¡Me está muy bien empleado!
¡He debido pensarlo antes!
Lo que sucedió después de esto es un caso tan extraño, que cuesta trabajo creerlo, y os lo contaré
en el capítulo siguiente.

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Capítulo IV

De lo que sucedió a Pinocho con el grillo-parlante, en lo cual se ve que los niños malos
no se dejan guiar por quien sabe más que ellos.

Pues, señor, sucedió que mientras el pobre Gepeto era conducido a la cárcel sin culpa alguna, el
monigote de Pinocho, libre ya de las garras del guardia, escapó a campo traviesa; corría como un
automóvil, y en el entusiasmo de la carrera saltaba altísimos matorrales, setos, piedras y fosos
llenos de agua, como una liebre perseguida por galgos.
Cuando llegó a su casa encontró la puerta entornada. Abrió, entró en la habitación, y después de
correr el cerrojo se sentó en el suelo, lanzando un gran suspiro de satisfacción.
Pero la satisfacción le duró poco, porque oyó que alguien decía dentro del cuarto:
-¡Cri, cri, cri!
-¿Quién me llama? -gritó Pinocho lleno de miedo.
-Soy yo.
Volvió Pinocho la cabeza, y vio que era un grillo que subía poco a poco por la pared.
-Dime, grillo: ¿y tú quién eres?
-Yo soy el grillo-parlante que vive en esta habitación hace más de cien años.
-Bueno -contestó el muñeco-; pero hoy esta habitación es mía; si quieres hacerme un gran favor
márchate prontito y sin volver siquiera la cabeza.
-No me marcharé sin decirte antes una verdad como un templo.

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-Pues dila, y despacha pronto.


-¡Ay de los niños que se rebelan contra su padre y abandonan caprichosamente la casa paterna!
Nada bueno puede sucederles en el mundo, y pronto o tarde acabarán por arrepentirse amargamente.
-Como quieras, señor grillo; pero yo sé que mañana al amanecer me marcho de aquí, porque si me
quedo, me sucederá lo que a todos los niños: me llevarán a la escuela y tendré que estudiar quiera
o no quiera. Y yo te digo en confianza que no me gusta estudiar, y que mejor quiero entretenerme
en cazar mariposas y en subir a los árboles a coger nidos de pájaros.
-¡Pobre tonto! Pero, ¿no comprendes que de ese modo cuando seas mayor estarás hecho un solemne
borrico y que todo el mundo se burlará de ti?
-¡Cállate, grillucho de mal agüero! -gritó Pinocho.
Pero el grillo, que era paciente y filósofo, no se incomodó al oír esta impertinencia, y continuó
diciendo con el mismo tono:
-Y ya que no te gusta ir a la escuela, ¿por qué no aprendes al menos un oficio que te sirva para
ganar honradamente un pedazo de pan?
-¿Quieres que te lo diga? -contestó Pinocho, que empezaba ya a perder la paciencia-. Entre todos
los oficios del mundo no hay más que uno que me guste.
-¿Y qué oficio es ese?
-El de comer, beber, dormir, divertirme y hacer desde la mañana a la noche vida de paseante en
corte.
-Te advierto -replicó el grillo-parlante con su acostumbrada calma- que todos los que siguen ese
oficio acaban casi siempre en el hospital o en la cárcel.
-¡Mira, grillucho de mal agüero, si se me acaba la paciencia, pobre de ti!
-¡Pinocho! ¡Pinocho! ¡Me das verdadera lástima!
-¿Por qué te doy lástima?
-Porque eres un muñeco, y, lo que es peor aún, porque tienes la cabeza de madera.
Al oír estas palabras saltó del suelo Pinocho muy enfurecido, y cogiendo un mazo de madera que
había sobre el banco, se lo tiró al grillo-parlante.
Quizás no creía que iba a darle; pero, por desgracia, le dio en la misma cabeza, y el pobre grillo
apenas si pudo decir cri, cri quedó aplastado en la pared.

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Capítulo V

Pinocho tiene hambre, y buscando, buscando, encontró un huevo con el cual


pensó hacer una tortilla; pero cuando menos los pensaba se encontró con que
la tortilla salió volando por la ventana.

Mientras tanto se iba haciendo de noche. Pinocho se acordó de que no había comido nada, Y
empezó a sentir en el estómago un cosquilleo que se parecía muchísimo al apetito.
Pero el apetito en los muchachos camina muy de prisa. A los pocos minutos el apetito de Pinocho
se convirtió en hambre, y en un abrir y cerrar de ojos el hambre se hizo canina y rabiosa.
El pobre Pinocho se acercó al fuego donde estaba aquella olla que hervía, y quiso destaparla para
ver lo que había dentro; pero ya os acordáis que estaba pintada en la pared. Figuraos la cara que
puso. La nariz, que ya era bien larga, le creció lo menos una cuarta.
Entonces empezó a recorrer la habitación buscando por todos los cajones y por todos los escondrijos
un poco de pan, aunque fuera muy duro y muy seco; una corteza, un hueso que se hubiera dejado
para los perros, una raspa de pescado: cualquier cosa, en fin, que se pudiera llevar a la boca; pero
no encontró nada, ¡nada! ¡¡Absolutamente nada!!
Y mientras tanto el hambre crecía y crecía. El pobre Pinocho no tenía más consuelo ni más alivio
que bostezar; y eran tan grandes los bostezos, que algunas veces abría la boca hasta las orejas. Pero
a pesar de los bostezos, el estómago seguía dando tirones.
Entonces empezó a llorar y a desesperarse, mientras decía:
-¡Razón tenía el grillo-parlante! ¡Qué mal he hecho en rebelarme contra mi papá y en escaparme de
casa! Dios me castiga. ¡Si mi papá estuviera aquí, no me vería expuesto a morir bostezando! ¡Oh!
¡Qué enfermedad tan mala es el hambre!

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De pronto le pareció ver en el montón de virutas una cosa redonda y blanca, semejante a un huevo
de gallina. Dar un salto y cogerlo, fue cuestión de un momento: era un huevo de verdad.
No es posible describir la alegría del muñeco; poneos en su caso. Temía estar soñando; acariciaba
el huevo, le daba vueltas mirándole por todos lados, y lo besaba diciendo:
-¿Y ahora cómo lo guisaré? ¿Haré una tortilla? ¡No; estará mejor pasado por agua! ¿Y no estará
más sabroso frito? ¿Y escalfado? ¡No; lo mejor que puedo hacer es cocerlo en una cacerola! Esto
es lo más rápido, y el hambre que tengo no es para esperar mucho.
Dicho y hecho; puso una cacerola en una estufita que tenía algunas brasas; echó un poco de agua
en vez de aceite o de manteca, y cuando empezó a hervir, ¡tac!, rompió el cascarón del huevo para
echarlo dentro.
Pero en lugar de clara y yema salió un pollito muy alegre y muy ceremonioso, que después de
hacerle una linda reverencia, dijo:
-Muchísimas gracias, señor Pinocho, por haberme evitado la molestia de romper el cascarón.
¡Vaya, hasta la vista! ¡Me alegro mucho de verle bueno, y recuerdos a la familia!
Después de decir esto extendió sus alitas, y salió volando por la ventana hasta que se perdió de
vista.
El pobre muñeco se quedó estupefacto, con los ojos fijos, la boca abierta y las cáscaras del huevo
en las manos. Cuando volvió de su asombro comenzó a llorar, a gritar y a dar patadas en el suelo
con desesperación, diciendo:
-¡Cuanta razón tenía el grillo-parlante! ¡Si yo no me hubiera escapado de casa y si mi papá estuviera
aquí, no me moriría de hambre!
Y como el estómago le gritaba cada vez más y no sabía cómo hacerle callar, se le ocurrió salir de
la casa y dar una vuelta, con la esperanza de encontrar alguna persona caritativa que le socorriera
con un pedazo de pan.

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Capítulo VI

Pinocho se duerme junto al brasero, y al despertarse a la mañana siguiente se


encuentra con los pies carbonizados.

Hacía una noche infernal: tronaba horriblemente y relampagueaba como si todo el cielo fuese de
fuego; un ventarrón frío y huracanado silbaba sin cesar, levantando nubes de polvo y zarandeando
todos los árboles de la campiña.
Pinocho tenía mucho miedo de los truenos y de los relámpagos; pero era más fuerte el hambre que
el miedo. Salió a la puerta de la casa sin vacilar, y turnando carrera, llegó en un centenar de saltos
a las casas vecinas, sin aliento y con la lengua fuera como un perro de caza.
Pero lo encontró todo desierto y en la más profunda oscuridad. Las tiendas estaban ya cerradas; las
puertas y ventanas, también cerradas, y por las calles ni siquiera andaban perros. Aquello parecía
el país de los muertos.
Entonces Pinocho, desesperado y hambriento, se colgó de la campanilla de una casa y empezó a
tocar a rebato, diciéndose:
-¡Alguien se asomará!
En efecto: se asomó un viejo, cubierta la cabeza con un gorro de dormir y gritando muy enfadado:
-¿Quién llama a estas horas?
-¿Quisiera usted hacer el favor de darme un pedazo de pan?
-¡Espérate ahí que vuelvo en seguida! -respondió el viejo, creyendo que se trataba de alguno de
esos muchachos traviesos que se divierten llamando a deshora en las casas para no dejar en paz a
la gente que está durmiendo tranquilamente.
Medio minuto después se abrió la ventana de nuevo, y se asomo el mismo viejo, que dijo a Pinocho:

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-¡Acércate y pon la gorra!


Pinocho, no podía poner gorra alguna, porque no la tenía: se acercó a la pared, y sintió que en aquel
momento le caía encima un gran cubo de agua, que le puso hecho una sopa de pies a cabeza.
Volvió a su casa mojado como un pollo y abatido por el cansancio y el hambre, y como no tenía
fuerzas para estar de pie, se sentó y apoyó los pies mojados y llenos de barro en el brasero, que por
cierto tenía una buena lumbre.
Quedóse dormido, y sin darse cuenta metió en la lumbre ambos pies, que, como eran de madera,
empezaron a quemarse, hasta que se convirtieron en ceniza.
Mientras tanto Pinocho seguía durmiendo y roncando como si aquellos pies no fueran suyos. Por
último, se despertó al ser de día, porque habían llamado a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó bostezando y restregándose los ojos.
-¡Soy yo! -respondió una voz.
Aquella voz era la de Gepeto.

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Capítulo VII

Gepeto vuelve a su casa, y le da al muñeco el desayuno


que el buen hombre tenía para sí.

El pobre Pinocho, que aún tenía los ojos hinchados del sueño, no había notado que sus pies estaban
hechos; carbón, por lo cual apenas oyó la voz de su padre, quiso levantarse en seguida para descorrer
el cerrojo; pero al ponerse en pie se tambaleó dos o tres veces, hasta que al fin dio con su cuerpo
en tierra cuan largo era, haciéndose un ruido, tremendo.
-¡Ábreme! -gritaban mientras tanto desde la calle.
-¡No puedo, papá, no puedo! -respondía el muñeco llorando y revolcándose en el suelo.
-¿Por qué no puedes?
-¡Porque me han comido los pies!
-¿Quién te los ha comido?
-¡El gato! -dijo Pinocho, viendo que el animal se entretenía en jugar con un pedazo de madera.
-¡Ábreme, te digo! -repitió, Gepeto-. ¡Si no, vas a ver cuando entre yo en casa como te voy a dar
el gato!
-¡Oh, papá; créeme! ¡No puedo ponerme en pie! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí, que tendré que andar
de rodillas toda mi vida!
Creyendo Gepeto que todas estas lamentaciones no eran otra cosa que una nueva gracia del muñeco,
decidió acabar de una vez, y escalando el muro, penetró en la casa por la ventana.

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Al principio quería hacer y acontecer; pero cuando vio que su Pinocho estaba en tierra y que era
verdad que le faltaban los pies, se enterneció, y levantándole por el cuello, comenzó a besarle y a
acariciarle.
-¡Pinochito mío! -decía sollozando-. ¿Cómo te has quemado los pies?
-¡No lo sé, papá; pero créeme que esta noche ha sido infernal, y que me acordaré de ella toda mi
vida! Tronaba, relampagueaba, y yo tenía mucha hambre. Entonces me dijo el grillo-parlante: “Te
está muy bien empleado; has sido malo y lo mereces”. Y yo le dije: “¡Ten cuidado, grillo!” Y él me
contestó: “Tú eres un muñeco, y tienes la cabeza de madera.” Y yo entonces le tiré un mazo y le
maté. Pero la culpa fue suya, y la prueba es que puse en la lumbre una cacerola para cocer un huevo
que me encontré; pero el pollito me dijo: “¡Me alegro de verte bueno; recuerdos a la familia!”
Y yo tenía cada vez más hambre, y por eso aquel viejo del gorro de dormir, asomándose a la
ventana, me dijo: “¡Acércate y pon la gorra!; y yo entonces me encontré con un cubo de agua en la
cabeza porque pedir un poco de pan no es vergüenza, ¡verdad! Me vine a casa en seguida, y como
seguía teniendo mucha hambre, puse los pies en el brasero, y cuando usted ha vuelto me los he
encontrado quemados. ¡Y yo tengo, como antes, hambre; pero ya no tengo pies! ¡Hi!... ¡hi!... ¡hi!...
Y el pobre Pinocho comenzó a llorar y a berrear tan fuerte, que se le podía oír en cinco kilómetros
a la redonda.
De todo este discurso incoherente y lleno de líos, sólo comprendió Gepeto una cosa: que el muñeco
estaba muerto de hambre. Sacó entonces tres peras del bolsillo, y enseñándoselas a Pinocho le dijo:
-Estas tres peras eran mi desayuno, pero te las regalo. Cómetelas, y que te hagan buen provecho.
-Pues si quieres que las coma, tienes que mondármelas.
-¿Mondarlas? -replicó asombrado Gepeto-. ¡Nunca hubiera creído, chiquillo, que fueras tan
delicado de paladar! ¡Malo, malo, y muy malo! En este mundo hijo mío hay que acostumbrarse a
comer de todo, porque no se sabe lo que puede suceder. ¡Da el mundo tantas vueltas!...
-Usted dirá todo lo que quiera -refunfuñó Pinocho-; pero yo no me comeré nunca una fruta sin
mondar. ¡No puedo resistir las cáscaras!
Y el bueno de Gepeto, armándose de santa paciencia, tomó un cuchillo, mondó las tres peras, y
puso las cáscaras en una esquina de la mesa.
Después de haber comido en dos bocados la primera pera, iba Pinocho a tirar por la ventana el
corazón de la fruta; pero Gepeto le detuvo el brazo, diciendo:
-¡No lo tires! ¡Todo puede servir en este mundo!
-¡Pero yo no voy a comer también el corazón! -contestó el muñeco con muy malos modos.
-¡Quién sabe! ¡Da el mundo tantas vueltas!... -repitió Gepeto con su acostumbrada calma.

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Dicho está que después de comidas las peras los tres corazones fueron a hacer compañía a las
cáscaras en la esquina de la mesa.
Cuando hubo terminado Pinocho de comer, o mejor dicho, de devorar las tres peras, dio un
prolongado bostezo y dijo con voz llorosa:
-¡Tengo más hambre!
-Pues yo, hijo mío, no tengo nada más que darte.
-¿Nada, absolutamente nada?
-Aquí tenemos estas cáscaras y estos corazones de pera.
-¡Paciencia! -dijo Pinocho-. Si no hay otra cosa, comeré una cáscara.
Al principio hizo un gesto torciendo la boca; pero después, una tras otra, se comió en un momento
todas las cáscaras, y luego la emprendió también con los corazones, hasta que dio fin de todo.
Entonces se pasó las manos por el estómago, y dijo con satisfacción:
-¡Ahora sí que me siento bien!
-Ya ves -contestó Gepeto- cuánta razón tenía yo al decirte que no hay que acostumbrarse a ser
demasiado delicados de paladar. No se sabe nunca, querido mío, lo que puede suceder en este
mundo. ¡Da tantas vueltas!...

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Capítulo VIII

Gepeto arregla los pies a Pinocho, y vende su chaqueta


para comprarle una cartilla.

Apenas el muñeco hubo satisfecho el hambre, empezó a llorar y a lamentarse, porque quería que
le hiciesen un par de pies nuevos.
Para castigarle por sus travesuras, Gepeto le dejó llorar y desesperarse hasta mediodía. Después
le dijo:
-¿Y para qué quieres que te haga otros pies? ¿Para escaparte otra vez de casa?
¡Le prometo a usted -dijo el muñeco sollozando- que desde hoy voy a ser bueno!
-Todos los niños -replicó Gepeto- dicen lo mismo cuando quieren conseguir algo.
-¡Le prometo ir a la escuela, estudiar mucho y hacerme un hombre de provecho!
-Todos los niños repiten la misma canción cuando quieren conseguir alguna cosa.
-¡Pero yo no soy como los demás niños! ¡Yo soy mejor que todos y digo siempre la verdad! Le
prometo, papá, aprender un oficio para poder ser el consuelo y el apoyo de su vejez.
Aunque Gepeto estaba haciendo esfuerzos para poner cara de fiera, tenía los ojos llenos de lágrimas
y el corazón en un puño por ver en aquel estado tan lamentable a su pobre Pinocho. Y sin decir
nada, tomó sus herramientas y dos pedacitos de madera y se puso a trabajar con gran ahínco.
En menos de una hora había hecho los pies; un par de pies esbeltos, finos y nerviosos, como si
hubieran sido modelados por un artista genial.
Entonces dijo al muñeco:

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-Cierra los ojos y duérmete.


Pinocho cerró los ojos y se hizo el dormido. Y mientras fingía dormir, Gepeto, con un poco de cola
que echó en una cáscara de huevo, le colocó los pies en su sitio; y tan perfectamente los colocó,
que ni siquiera se notaba la juntura.
Apenas el muñeco se encontró con que tenía unos pies nuevos, se tiró de la mesa en que estaba
tendido y comenzó a dar saltos y cabriolas como si se hubiera vuelto loco de alegría.
-Para poder pagar a usted lo que ha hecho por mí -dijo Pinocho a su papá-, desde este momento
quiero ir a al escuela.
-¡Muy bien, hijo mío!
-Sólo que para ir a la escuela necesito un traje.
Gepeto, que era pobre y no disponía de un perro chico, le hizo un trajecillo de papel raído, un par
de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan.
Pinocho corrió inmediatamente a contemplarse en una jofaina llena de agua, y tan contento quedó,
que dijo pavoneándose:
-¡Anda! ¡Parezco enteramente un señorito!
-Es verdad -replicó Gepeto-; pero ten presente que los verdaderos señores se conocen más por el
traje limpio que por el traje hermoso.
-¡A propósito! -interrumpió el muñeco-. Todavía me falta algo para poder ir a la escuela: me falta
lo más necesario.
-¿Qué es?
-Me falta una cartilla.
-Tienes razón. Pero, ¿dónde la sacamos?
-Pues sencillamente: se va a una librería y se compra.
-¿Y el dinero?
-Yo no lo tengo.
-Ni yo tampoco -dijo el buen viejo con tristeza.
Y aunque Pinocho era un muchacho de natural muy alegre, se puso también triste; porque cuando
la miseria es grande y verdadera, hasta los mismos niños la comprenden y la sienten.
-¡Paciencia! -gritó Gepeto al cabo de un rato, poniéndose en pie; y tomando su vieja chaqueta,
llena de remiendos y zurcidos, salió rápidamente de la casa.

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Poco tardó en volver, trayendo en la mano la cartilla para su hijito; pero ya no tenía chaqueta.
Venía en mangas de camisa, aunque estaba nevando.
-¿Y la chaqueta, papá?
-¡La he vendido!
-¿Por qué?
-¡Porque me daba calor!
Pinocho comprendió lo que había sucedido, y conmovido y con los ojos llenos de lágrimas, se
abrazó al cuello de Gepeto y empezó a darle besos, muchos besos.

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Capítulo IX

Pinocho vende su cartilla para ver una función en el teatro de muñecos.

Cuando ya cesó de nevar, tomó Pinocho el camino de la escuela, llevando bajo el brazo su magnífica
cartilla nueva. Por el camino iba haciendo fantásticos proyectos y castillos en el aire, a cuál más
espléndidos.
Decía para su coleto:
-Hoy mismo quiero aprender a leer; mañana, a escribir, y pasado, las cuentas. En cuanto sepa todo
esto ganaré mocho dinero y con lo primero que tenga le compraré a mi papito una buena chaqueta
de paño. ¿Qué digo de paño? ¡No; ha de ser una chaqueta toda bordada de oro y plata, con botones
de brillantes! ¡Bien se lo merece el pobre! ¡Es muy bueno! Tan bueno que para comprarme este
libro, y que yo aprenda a leer, ha vendido la única chaqueta que tenía y se ha quedado en mangas
de camisa con este frío. ¡La verdad es que sólo los padres son capaces de estos sacrificios!
Mientras iba discurriendo de este modo y hablando para sí, le pareció sentir a lo lejos una música
de pífanos y bombo: ¡Pi-pi-pi, pi-pi-pi, pom-pom, pom-pom!
Se detuvo y se puso a escuchar. Aquellos sonidos venían por una larga calle transversal que
conducía a un paseo orilla del mar.
-¿Qué será esa música? ¡Qué lástima tener que ir a la escuela, porque si no!...
Permaneció un instante indeciso, sin saber qué hacer; pero no había más remedio que tomar una
resolución: ir a la escuela, o ir a la música.
Por fin se decidió el monigote, y encogiéndose de hombros, dijo:

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-¡Bah! ¡Iremos hoy a la música, y mañana a la escuela! ¡Así como así, para ir a la escuela siempre
hay tiempo de sobra!
Y tomando por la calle transversal, echó a correr. A medida que iba corriendo sentía más cercanos
los pífanos y el bombo: ¡Pi-Pi-pi, pi-pi-pi; pom-pom, pom-pom!
De pronto desembocó en una plazoleta llena de gente arremolinada en torno de un gran barracón
de madera, cubierto de tela de colores chillones.
-¡Qué barracón es ese! -preguntó Pinocho a un muchacho que vio al lado suyo.
-Lee el cartel.
-Lo leería con mucho gusto, pero es el caso que hoy precisamente no puedo todavía.
-¡Buen lila estás hecho! Yo te lo leeré. ¿Ves esas letras grandes encarnadas? Pues, mira, dicen:
GRAN TEATRO DE MUÑECOS.
-¿Hace mucho que ha empezado la función?
-Va a empezar ahora mismo.
-¿Cuánto cuesta la entrada?
-Veinte céntimos.
Pinocho, que ya estaba dominado por la curiosidad, dijo descaradamente al otro muchacho:
-¿Quieres prestarme veinte céntimos hasta mañana?
-Te los prestaría con mucho gusto -contestó el otro con tono zumbón y remedando a Pinocho-; pero
es el caso que hoy precisamente no puedo.
-Te vendo mi chaqueta por veinte céntimos -dijo entonces el muñeco.
-¿Y qué quieres que haga yo con esa chaqueta de papel pintado? Si te llueve encima, no tendrás el
trabajo de quitártela, porque se caerá ella sola.
-¿Quieres comprarme mis zapatos?
-Sólo sirven para encender fuego.
-¿Cuánto me das por el gorro?
-¡Vaya un negocio! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Me lo comerían los ratones en: la misma cabeza!
Pinocho estaba ya sobre ascuas. Pensaba hacer una última proposición; pero le faltaba valor,
dudaba, quería intentarlo, volvía a vacilar. Por último se decidió y dijo:
-Quieres darme veinte céntimos por esta cartilla nueva.

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-Yo soy un niño y no compro nada a los demás niños -contestó el otro, que tenía más juicio que
Pinocho.
-¡Yo compro la cartilla por veinte céntimos! -dijo entonces un trapero que escuchaba la conversación.
Y de esta manera fue vendida aquella cartilla, mientras que el pobre Gepeto estaba en mangas de
camisa y tiritando de frío, por haber vendido su única chaqueta para comprar el libro a su hijo.

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Capítulo X

Los muñecos del teatro reconocen a su hermano Pinocho y le reciben con las
mayores demostraciones de alegría; pero en lo mejor de la fiesta aparece el
amo de los muñecos, Tragalumbre, y Pinocho corre peligro de terminar sus
aventuras de mala manera.

Cuando entró Pinocho en el teatro de los muñecos, ocurrió algo que produjo casi una revolución.
Empecemos por decir que el telón estaba levantado y que había empezado la función.
Estaban en escena Arlequín y Polichinela, que disputaban acaloradamente, y que, según costumbre,
de un momento a otro acabarían repartiéndose un cargamento de estacazos y bofetadas.
El público seguía con gran atención la escena, prorrumpiendo en grandes risas al ver aquellos dos
muñecos que gesticulaban y se insultaban con tanta propiedad, que parecían realmente dos seres
racionales, dos personas de carne y hueso.
Pero de pronto deja Arlequín de recitar su parte y volviéndose frente al público, señala con la mano
el fondo de la sala y empieza a vociferar con grandes gestos y tono dramático:
-¡Oh! ¡Ah! ¡Qué veo! ¡Cielos! ¿Es ilusión de mi mente acalorada o delirio insano de la fantasía?
¡Sí, es él! ¡¡Él!! ¡¡¡Pinocho!!! ¡Él es! ¡Es él! ¡Pinocho! -dijo Polichinela.
-¡Es él, no hay duda! -chilló Colombina, asomando la cabeza entre bastidores.
-¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! -gritaron a coro los demás muñecos de la compañía, saliendo al
escenario-. ¡Es nuestro hermano Pinocho! ¡Viva Pinocho! ¡Vivaaa...!
-¡Pinocho, ven acá! -gritó Arlequín-. ¡Ven a los brazos de tus hermanos de madera!

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Al oír tan amable invitación, no pudo contenerse Pinocho, y en tres saltos pasó desde la entrada
general a las butacas; de las butacas a la cabeza del director de orquesta, y de la cabeza del director
de orquesta al escenario.
¡Que de abrazos! ¡Qué de besos! ¡Qué de achuchones, palmaditas y hasta pellizcos de amistad, de
afecto, de alegría! Es imposible figurarse el bullicio y el jaleo que produjo la triunfal entrada de
Pinocho en aquella compañía dramática de madera.
No hay que decir que el espectáculo era conmovedor; pero el público de la entrada general, viendo
que la comedia no seguía, se impacientó y empezó a gritar:
-¡Que siga la comedia! ¡Queremos la comedia!
Todo fue inútil, porque los muñecos, en vez de continuar desempeñando sus papeles en la
comedia, redoblaron sus gritos y algazara, y tomando a Pinocho en hombros, empezaron a pasearle
triunfalmente por delante de las candilejas.
Entonces salió el dueño del teatro, un hombrazo tremendo, y tan feísimo que sólo verle daba
miedo. Tenía unas enormes barbas negras como un pez, y tan largas, que llegaban hasta el suelo.
¡Como que se las pisaba al andar! Su boca era grande como un horno, sus ojos parecían dos faroles
rojos encendidos. Llevaba en las manos unas disciplinas, hechas de serpientes y rabos de zorros.
Ante aquella inesperada aparición, todos los muñecos enmudecieron.
Se hubiera oído el vuelo de una mosca. Los pobres muñecos y muñecas tiritaban de miedo.
-¿Por qué has venido a armar este jaleo en mi teatro? -preguntó a Pinocho aquel gigante con
vozarrón terrible.
-Crea usted, señor, que no ha sido culpa mía.
-¡Basta ya! ¡Después ajustaremos nuestras cuentas! -dijo el empresario, metiendo a Pinocho detrás
de las bambalinas y colgándole de un clavo.
Terminada la función, el dueño del teatro se fue a la cocina, en la cual estaba preparando su
cena: un carnero cebón atravesado en un asador, que giraba lentamente sobre el fuego. Pero como
faltaba algo de leña para que el asado estuviera en su punto y bien dorado, llamó a Arlequín y a
Polichinela, y les dijo:
-Traedme en seguida aquel muñeco que dejé colgado de un clavo. Me parece que está hecho de
madera bien seca, y estoy seguro de que en cuanto le echemos al fuego dará una buena llama para
terminar el asado.
Arlequín y Polichinela dudaron al principio; pero, aterrorizados ante una colérica mirada de
su dueño, obedecieron. Salieron de la cocina, y al poco tiempo llevaron en sus brazos al pobre
Pinocho, que revolviéndose como una anguila que se saca del agua, chillaba desesperadamente:
-¡Papá, papá, sálvame! ¡Yo no quiero morir! ¡No! ¡No! ¡No quiero! ¡Papá, papá...!

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Capítulo XI

Tragalumbre estornuda y perdona a Pinocho, el cual,


después salva la vida de su amigo Arlequín.

Tragalumbre (que éste era el nombre del dueño del teatro) parecía a primera vista un hombre
terrible, sobre todo por aquellas barbazas negras que le tapaban el pecho y las piernas; pero en
el fondo no era malo. La prueba es que cuando vio delante de él al pobre Pinocho, que pataleaba
desesperadamente, y que gritaba: ¡No quiero morir! ¡No! ¡No quiero!, empezó a conmoverse y a
apiadarse. Al principio quiso mantener sus amenazas; pero por último no pudo contenerse y lanzó
un estrepitoso estornudo.
El buen Arlequín, que estaba acurrucado en un rincón, todo compungido y con ojos de carnero
moribundo, al oír el estornudo se puso contentísimo, y acercándose a Pinocho le dijo en voz baja:
-¡Buena señal, hermano! Tragalumbre ha estornudado, lo cual indica que se ha compadecido de ti
y que estás salvado.
Porque habéis de saber que así como todo el mundo cuando se enternece, llora, o por lo menos
hace como que se limpia las lágrimas, Tragalumbre tenía la ocurrencia de estornudar cada vez que
se conmovía de verdad. Después de todo, es un sistema como otro cualquiera.
Luego de haber estornudado, Tragalumbre trató de recobrar su aspecto terrible, y gritó a Pinocho:
-¡Basta ya de lloriqueos! Tus chillidos me han hecho cosquillas en el estómago... algo así como...
¡Vamos, que siento una...! ¡ahchíss! ¡ahchiss!
Y lanzó otros dos formidables estornudos.
-¡Jesús!- dijo Pinocho.

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-¡Gracias! ¿Y tu papá? ¿Y tu mamá? ¿Están buenos? -preguntó Tragalumbre.


-Mi papá, sí; pero a mi mamá no la he conocido nunca.
-¡Qué disgusto tan grande tendría tu pobre padre si yo te arrojara al fuego! ¡Pobre viejo! ¡Tengo
lástima de él! ¡Ahchiss!, ¡ahchiss!
Y estornudó otras tres veces.
-¡Jesús!- dijo Pinocho.
-¡Gracias! En fin, también yo soy digno de compasión, porque ya ves, no tengo leña bastante para
terminar ese asado, y la verdad, tú me hubieras sido muy útil. Pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Me has
dado lastima! ¡Tendremos paciencia!... En tu lugar echaré al fuego a cualquiera de mis muñecos.
¡Hola, guardias!
Al oír esta llamada aparecieron en el acto dos guardias civiles de madera altos, altos y delgados,
delgados, con el tricornio en la cabeza y el sable desenvainado, en la mano.
Entonces Tragalumbre les dijo con voz imperiosa:
-¡Prended a Arlequín, y después de bien atado arrojadle al fuego! ¡Quiero que mi carnero esté bien
dorado!
¡Figuraos el espanto del pobre Arlequín! Se le doblaron las piernas de temor y cayó al suelo.
Al presenciar este conmovedor espectáculo se arrojó Pinocho a los pies de Tragalumbre, y
llenándole de lágrimas su larguísima barba, empezó a decir con voz suplicante:
-¡Piedad, señor Tragalumbre!
-¡Aquí no hay ningún señor! -respondió con dureza Tragalumbre.
-¡Piedad, noble caballero!
-¡Aquí no hay caballeros!
-¡Piedad, Excelencia!
El tratamiento de Excelencia consiguió suavizar un tanto la terrible expresión del rostro de
Tragalumbre, y volviéndose de pronto más humano y tratable, dijo a Pinocho:
-Y bien, ¿qué es lo que quieres?
-El perdón del pobre Arlequín.
-Eso no puede ser, amiguito. Si te he perdonado a ti, tengo que echarle al fuego en tu lugar. No
quiero que mi carnero esté poco asado.

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-¡En ese caso, yo sé cuál es mi deber! -dijo arrogantemente Pinocho, tirando al suelo su gorro de
miga de pan-. ¡En marcha, señores guardias! ¡Atenme y arrójenme al fuego! ¡No, no es justo y no
puedo consentir que mi buen amigo Arlequín muera por mi causa!
Estas palabras, dichas en voz alta y con acento heroico, hicieron llorar a todos los muñecos
que presenciaban la escena. Los mismos guardias, a pesar de ser de madera, lloraban como dos
borreguillos.
Al principio permaneció Tragalumbre insensible y frío como un mármol; pero poco a poco comenzó
a enternecerse y a estornudar. Y después de lanzar cuatro o cinco tremendos estornudos, abrió los
brazos y dijo afectuosamente a Pinocho:
-¡Eres un buen muchacho! ¡Ven a mis brazos y dame un beso!
Pinocho acudió corriendo, y trepando como una ardilla por la barba de Tragalumbre, le dio un
prolongado y sonoro beso en la misma punta de la nariz.
-¿De modo que estoy perdonado? -preguntó el pobre Arlequín con voz que apenas se oía.
-¡Estás perdonado! -respondió Tragalumbre.
Dicho esto lanzó un profundo suspiro, y bajando la cabeza murmuró:
-¡Paciencia! Por esta noche me resignaré a comer el carnero, medio crudo; pero lo que es otra vez,
¡pobre del que le toque!
Apenas los muñecos oyeron que Arlequín estaba perdonado, corrieron al escenario, encendieron
todas las luces, como en las noches de gala, y empezaron a saltar y a bailar.
Cuando amaneció seguían bailando todavía.

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Capítulo XII

Tragalumbre regala a Pinocho cinco monedas de oro para que se las lleve
a su padre Gepeto; pero Pinocho se deja engañar por la zorra y el gato
y se marcha con ellos.

Al día siguiente Tragalumbre llamó aparte a Pinocho y le preguntó:


-¿Cómo se llama tu padre?
-Gepeto.
-¿Qué oficio tiene?
-El de pobre.
-¿Gana mucho?
-Lo bastante para no tener nunca un céntimo en el bolsillo. Figúrese que para comprarme la cartilla
que yo necesitaba para ir a la escuela vendió la única chaqueta que tenía; una chaqueta tan llena de
remiendos y de piezas que parecía un mapa.
-¡Pobre hombre! ¡Me da lástima! Aquí tienes cinco monedas de oro. Vete en seguida a llevárselas,
y dale muchos recuerdos de mi parte.
Como puede suponerse, Pinocho dio miles de gracias a Tragalumbre; abrazó uno por uno a todos
los muñecos de la compañía, incluso a los guardias civiles, y lleno de alegría se puso en camino
con dirección a su casa.
Pero todavía no había andado medio kilómetro, cuando encontró una zorra coja y un gato ciego,
que iban andando poquito a poco y ayudándose uno a otro, como buenos amigos. La zorra andaba
apoyándose en el gato, que a su vez se dejaba guiar por la zorra.

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-¡Buenas días, Pinocho! -le dijo la zorra, saludándole gentilmente.


-¿Cómo sabes mi nombre? -preguntó el muñeco.
-Porque conozco mucho a tu papa.
-¿Dónde le has visto?
-Le vi ayer en la puerta de su casa.
-¿Y que hacía?
-Estaba en mangas de camisa y tiritaba de frío.
-¡Pobre papito mío! Pero, si Dios quiere, desde hoy ya no tendrá frío.
-¿Por qué?
-Porque yo me he convertido en un gran señor.
-¿Tú, un gran señor? -dijo la zorra comenzando a reír burlona y descaradamente. También se reía
el gato, pero trataba de ocultarlo atusándose los bigotes con una de las manos.
-¡No es caso de risa! -replicó Pinocho incomodado-. No es por daros envidia; pero mirad esto, si
es que entendéis de dinero. Estas son cinco magníficas monedas de oro.
Y enseñó las monedas que le había regalado Tragalumbre.
Al oír el simpático ruido del oro, la zorra coja, sin darse cuenta, alargó la pata que parecía coja,
y el gato ciego abrió tanto los ojos, que parecían dos faroles verdes; pero volvió a cerrarlos tan
rápidamente, que Pinocho no llegó, a notarlo.
-¿Y qué piensas hacer con ese dinero? -preguntó la zorra.
-Ante todo -contestó el muñeco-, quiero comprar a mi papá una hermosa chaqueta nueva, toda
bordada en oro y plata, y con botones de brillantes, y después me compraré una cartilla para mí.
-¿Para ti?
-¡Claro está; como que quiero ir a la escuela y estudiar mucho!
-¡Dios te libre! -dijo la zorra-. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido una pata.
-¡Dios te libre! -dijo el gato-. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido la vista de los
dos ojos.
En aquel instante un mirlo blanco que estaba encaramado en un seto a orilla del camino, dejó oír
su acostumbrado silbido y dijo:
-¡Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías, porque tendrás que arrepentirte!

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¡Pobre mirlo; nunca lo hubiera dicho! El gato, dando un gran salto, le cayó encima, y sin dejarle
tiempo ni para decir ¡ay!, se lo tragó de un bocado, con plumas y todo.
Después de comerlo y de haberse limpiado el hocico, cerró los ojos y volvió a hacerse el ciego
nuevamente.
-¡Pobre mirlo! -dijo Pinocho al gato-. ¿Por qué has hecho eso?
-Para darle una lección. Así aprenderá para otra vez a no meterse en camisa de once varas ni en
conversaciones ajenas.
Cuando ya estaban a mitad del camino, la zorra se detuvo de pronto y dijo a Pinocho:
-¿Quieres aumentar tus monedas de oro?
-¿Cómo?
-¿Quieres hacer con sólo esas cinco monedas, ciento, mil, dos mil?
-¡Ya lo creo! Pero, ¿de qué modo?
-De un modo muy sencillo. En vez de ir a tu casa, vente con nosotros.
-¿Y adónde vamos?
-Al país de los búhos.
Pinocho meditó un instante, pero al fin dijo resueltamente:
-No, no quiero. Ya estoy cerca de mi casa, y quiero ir a buscar a mi papá, que me está esperando.
¡Pobre viejo! Estará muy triste. ¡Dios sabe cuánto habrá suspirado desde ayer al no verme volver!
He sido un mal hijo, y el grillo parlante tenía razón cuando me decía que a los niños desobedientes
les castiga Dios. Yo lo sé por experiencia, porque me he buscado muchas desgracias, y aun anoche
mismo me vi bien en peligro en casa de Tragalumbre. ¡Uf! ¡Sólo el recordarlo me da frío!
-¡Ah! ¿Te empeñas en volver a tu casa? Bueno; pues vete; peor para ti.
-¡Peor para ti! -repitió el gato.
-¡Piénsalo bien, Pinocho, porque pierdes la ocasión de hacer fortuna!
-¡De hacer fortuna! -repitió el gato.
-De hoy a mañana, tus cinco monedas se hubieran convertido en dos mil.
-¡Dos mil! -repitió el gato.
-Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas? -preguntó Pinocho, quedando con la boca
abierta por la sorpresa.

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-Pues verás -dijo la zorra-. Sabrás que en el país de los búhos hay un campo extraordinario, al
cual llaman todos el Campo de los Milagros. Tú haces un agujero en aquel campo y meter; por
ejemplo, una moneda de oro. Tapas después el agujero con tierra, lo riegas con un poco de agua,
echas encima un poquito de sal, y ya puedes irte tranquilamente a dormir en tu cama. Durante la
noche la moneda echa raíces y ramas, y cuando vuelvas al campo, a la mañana siguiente, ¿sabes lo
que encuentras? Pues un hermoso árbol que está tan cargado de oro como las espigas lo están de
granos de trigo en el mes de Junio.
-Así, pues -dijo Pinocho, que estaba cada vez más asombrado-, si yo enterrase en ese campo mis
cinco monedas de oro, ¿cuántas encontraría a la mañana siguiente?
-Es una cuenta sencillísima -contestó la zorra-; una cuenta que puede echarse con los dedos.
Pongamos que cada moneda se convierte en un racimo de quinientas; multiplica quinientas por
cinco, y verás que mañana puedes tener en el bolsillo dos mil quinientas monedas de oro contantes
y sonantes.
-¡Oh, qué hermosura! -gritó Pinocho saltando de alegría-. En cuando recoja todas esas monedas
me quedaré con dos mil para mí, y os daré a vosotros quinientas de regalo.
-¿Un regalo a nosotros? -dijo la zorra con acento desdeñoso y ofendido-. ¡Dios te guarde de hacerlo!
-¡Dios te guarde de hacerlo! -repitió el gato.
-Nosotros no trabajamos por el vil interés -continuó la zorra; trabajamos sólo por enriquecer a los
demás.
-¡A los demás! -repitió el gato.
-¡Qué excelentes personas! -pensó Pinocho; y olvidándose en el acto de su papito, de la chaqueta
nueva, de la cartilla y de todos sus buenos propósitos, dijo a la zorra y al gato:
-¡Vamos en seguida; os acompaño!

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Capítulo XIII

La posada de El Cangrejo Rojo

Andando, andando, llegaron al terminar la tarde, rendidos de cansancio y de fatiga, a la posada de


El Cangrejo Rojo.
-Detengámonos aquí un poco -dijo la zorra-. Tomaremos un bocadillo y descansaremos unas
cuantas horas. A media noche nos pondremos de nuevo en camino hacia el Campo de los Milagros.
Entraron en la posada, y se sentaron en torno de una mesa, pero ninguno de los tres tenía apetito.
El pobre gato, que tenía el estómago sucio, sólo pudo comer treinta y cinco salmonetes a la
mayonesa y cuatro raciones de callos a la andaluza; pero como le pareció que los callos no estaban
muy sustanciosos, hizo que les agregaran así como kilo y medio de longaniza y tres kilos de jamón
bien magro.
También la zorra hubiera tomado alguna cosilla; pero el médico le había ordenado dieta absoluta,
y tuvo que conformarse con una liebre más grande que un borrego, adornada con unas dos docenas
de capones bien cebados y de pollitos tomateros. Después de la liebre se hizo traer un estofado de
perdices, tres platos de langosta, un asado de conejo y dos sartas de chorizos. Por último, pidió
para postre unos cuantos kilos de uva moscatel, un melón y dos sandías, diciendo que no quería
nada más, porque estaba tan desganada que no quería ni ver la comida.
El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó con una nuez y un mendruguillo de
pan, y aun dejó algo en el plato.
El Pobre muchacho tenía el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, y había cogido ya una
indigestión de monedas de oro.
Cuando acabaron de cenar dijo la zorra al posadero:

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-Prepárenos dos buenos cuartos, uno para el señor Pinocho y otro para mi compañero y para mí.
Antes de marcharnos echaremos un sueñecillo. Pero tenga presente que a media noche queremos
estar despiertos para continuar nuestro viaje.
-Sí, señores -respondió el posadero guiñando el ojo a la zorra y al gato, como queriendo decirles:
¡Ya os he comprendido, compadres!
Apenas cayó Pinocho en la cama, se quedó dormido y empezó a soñar. Y así soñando le parecía
estar en medio de un campo, y que este campo estaba todo lleno de arbolillos cargados de racimos
formados por monedas de oro, que al ser movidas por el aire hacían tin, tin, tin, como si quisieran
decir: ¡Aquí estamos para el que nos quiera llevar! Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es
decir, cuando ya extendía las manos para coger aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, fue
despertado de pronto por tres fuertes golpes que dieron en la puerta del cuarto.
Era el posadero, que venía a decirle que era media noche.
-¿Están ya dispuestos mis compañeros? -preguntó el muñeco.
-¿Cómo dispuestos? ¡Ya hace dos horas que se fueron!
-¿Por qué tenían tanta prisa?
-Porque el gato ha recibido un parte telegráfico diciendo que el mayor de sus gatitos está en peligro
de muerte por culpa de los sabañones.
-¿Han pagado la cena?
-¿Cómo es eso? Son personas muy bien educadas, y no habían de hacer tamaña ofensa a un
caballero como usted.
-¡Diantre! ¡Pues es una ofensa que hubiera recibido con mucho gusto! -dijo Pinocho-. Después
preguntó:
-¿Y dónde han dicho que me esperaban esos buenos amigos?
-Mañana al amanecer, en el Campo de los Milagros.
Después de haber tenido que soltar una de sus monedas para pagar la cena de los tres, salió Pinocho
de la posada.
Pero puede decirse que salió a tientas, porque la noche estaba tan oscura, que no se veían los dedos
de la mano. Por todo alrededor no se oía moverse una hoja. Únicamente algún que otro pájaro
nocturno cruzaba el camino de un lado a otro, tropezando a veces con la nariz de Pinocho, el cual
daba un salto y gritaba lleno de miedo:
-¿Quién va?, y entonces el eco repetía a lo lejos: ¿Quién va?, ¿Quién va?, ¿Quién va?

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En tanto seguía Pinocho su camino, y a poco vio en el tronco de un árbol un animalito muy
pequeño, que relucía con resplandor pálido y opaco, como luce una mariposa detrás de la porcelana
transparente de una lamparilla de noche.
-¿Quién eres? -preguntó Pinocho.
-¡Soy la sombra del grillo-parlante! -respondió el animalito con una vocecita débil, débil, que
parecía venir del otro mundo.
-¿Y qué quieres? -dijo el muñeco.
-Quiero darte un consejo. Vuélvete por tu camino y lleva esas cuatro monedas que te quedan a tu
pobre papito, que llora y se desespera al no verte.
-Mañana mi Papito se convertirá en un gran señor, porque en vez de cuatro monedas tendrá dos
mil.
-¡Hijo mío, no te fíes de los que te ofrecen hacerte rico de la noche a la mañana! Generalmente,
o son locos o embusteros que tratan de engañar a los demás. Créeme a mí, que te quiero bien:
vuélvete a tu casa.
-Pues a pesar de eso, yo sigo adelante.
-¡Mira que es muy tarde!
-¡Quiero seguir adelante!
-¡Mira que la noche está muy oscura!
-¡Te digo que quiero seguir adelante!
-¡Mira que este camino es muy peligroso!
-¡Que lo sea! ¡Yo sigo adelante!
-Acuérdate de que a los muchachos que no obedecen más que a su capricho y a su voluntad, les
castiga Dios, y pronto o tarde tienen que arrepentirse.
-¡Sí, ya lo sé! ¡La misma historia de siempre! ¡Buenas noches!
-¡Buenas noches, Pinocho! ¡Que Dios te guarde del relente y de los ladrones!
Apenas terminó de hablar la sombra del grillo-parlante, se apagó su lucecita como si la hubieran
soplado, y el camino quedó aún más oscuro que antes.

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Capítulo XIV

Por no haber hecho caso a los consejos del grillo-parlante,


se encuentra Pinocho con unos ladrones.

-¡Verdaderamente que los niños somos bien desgraciados! -se decía el muñeco al emprender de
nuevo su viaje-. ¡Todo el mundo nos grita, todos nos riñen y se meten a darnos consejos! Si les
hiciéramos caso, todos harían oficio de padres o maestros: ¡hasta los grillos-parlantes! Por ejemplo
por no hacer caso de ese fastidioso grillo; ¿quién sabe cuántas desgracias deberán ocurrirme, según
él? ¡Hasta ladrones dice que voy a encontrarme! Menos mal que no creo ni he creído nunca en
los ladrones. Para mí los ladrones han sido inventados por los papás a fin de meter miedo a los
muchachos que quieren andar por las noches fuera de su casa. Además, aunque me los encontrase
aquí mismo en el camino, ¿qué me iba a pasar? De seguro que nada, porque les gritaría bien
fuerte, en su misma cara: “Señores ladrones, ¿qué quieren de mí? ¡Les advierto que conmigo no
se juega; conque ya pueden largarse de aquí, y silencio! Cuando les diga todo esto muy en serio,
los pobres ladrones escaparán como el viento. ¡Ya me parece que los estoy viendo correr! Y en
último término, si estuvieran tan mal educados que no quisieran escapar, entonces me escapaba
yo, y asunto concluido.
Pero no pudo Pinocho terminar sus razonamientos, porque en aquel instante le pareció oír detrás
de él un ligero ruido de hojas.
Volvióse para mirar lo que fuera, y vio en la oscuridad dos mascarones negros que, disfrazados con
sacos de carbón, corrían tras él dando saltitos de puntillas como dos fantasmas.
-¡Aquí están -se dijo Pinocho; y no, sabiendo dónde esconder las cuatro monedas de oro, se las
metió en la boca debajo de la lengua.
Después trató de escapar; pero aún no había dado el primer paso, cuando sintió que le agarraban
por los brazos y que dos voces horribles y cavernosas le decían:
-¡La bolsa o la vida!

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No pudiendo Pinocho contestar de palabra, porque se lo impedían las monedas que tenía en la
boca, hizo mil gestos y señas para a entender a aquellos dos encapuchados (de los cuales sólo podía
verse los ojos por unos agujeros hechos en los sacos) que él era un pobre muñeco, y que no tenía
en el bolsillo ni siquiera un céntimo partido por la mitad.
-¡Ea, vamos! ¡Menos gestos, y venga pronto el dinero! -gritaron bruscamente los dos bandidos.
Y el muñeco hizo de nuevo con la cabeza y con las manos un gesto como diciendo: ¡No tengo
absolutamente nada!
-¡Saca pronto el dinero, o eres hombre muerto! -dijo el más alto de los dos ladrones.
-¡Muerto! -repitió el otro.
-¡Y después de matarte a ti, mataremos también a tu padre!
-¡También a tu padre!
-¡No, no, no! ¡A mi pobre papá no! -gritó Pinocho con acento desesperado; pero al gritar le sonaron
las monedas en la boca.
-¡Ah, bribón! ¿Conque llevabas escondido el dinero en la boca? ¡Escúpelo en seguida!
Y Pinocho firme como una roca.
-Te haces el sordo, ¿eh? ¡Pues espera, y ya verás cómo nosotros hacemos que lo escupas!
Uno de ellos cogió el muñeco por la punta de la nariz y el otro por la barba, y comenzaron a tirar
cada uno por su lado a fin de obligarle a que abriera la boca; pero no fue posible: parecía como si
estuviera clavada y remachada.
Entonces el más bajo de los dos ladrones sacó un enorme cuchillo, y trató de meterlo por entre
los labios de Pinocho para obligarle a abrir la boca; mas el muñeco, rápido como un relámpago,
le cogió la mano con los dientes y se la cortó en redondo de un mordisco. ¡Figuraos lo asombrado
que se quedaría cuando al echarlo de la boca vio que era una zarpa de gato!
Envalentonado con esta primera victoria, consiguió librarse de los ladrones a fuerza de arañazos,
y saltando por encima de un matorral escapó a campo traviesa. Los ladrones echaron a correr tras
él, como dos perros tras una libre.
Después de una carrera de quince kilómetros, el pobre Pinocho no podía ya más: viéndose perdido,
se encaramó por el tronco de un altísimo pino, y cuando llegó a la copa se sentó cómodamente
entre dos ramas. También los ladrones trataron de subir al árbol; pero al llegar a la mitad de la
altura resbalaron por el tronco y cayeron a tierra, con los pies y las manos despellejados.

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Pero no por eso se dieron por vencidos, sino que recogiendo un brazado de leña seca, la arrimaron
al pie del árbol y prendieron fuego. En menos tiempo del que se tarda en decirlo empezó a arder el
pino. Viendo Pinocho que las llamas iban subiendo cada vez más, y no queriendo terminar asado
como un pollo, dio un magnífico salto desde lo alto del árbol, y se lanzó a correr como un gamo
por campos y viñedos. Y los ladrones detrás, siempre detrás, sin cansarse nunca.
En tanto empezaba a clarear el día, y de pronto se encontró Pinocho con que estaba el paso cortado
por un foso ancho y muy profundo, lleno de agua sucia de color de café con leche. ¿Qué hacer? El
muñeco no se detuvo a pensarlo. Tomó carrerilla y gritando: ¡Una, dos, tres!, salvó de un salto el
foso, yendo a parar a la otra orilla. También saltaron a su vez los ladrones; pero como no habían
calculado bien la distancia, ¡cataplum!, cayeron de patitas en el agua.
Al sentir Pinocho el golpazo de la caída y las salpicaduras del agua, gritó, burlándose y sin dejar
de correr:
-¡Que siente bien el baño, señores ladrones!
Y ya se figuraba que se habrían ahogado en el foso, cuando al volver una vez la cabeza vio que
seguían corriendo detrás siempre metidos en los sacos y chorreando agua por todas partes.

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Capítulo XV

Los ladrones continúan persiguiendo a Pinocho y cuando al fin consiguen


darle alcance, le cuelgan de la Encina grande.

Entonces el muñeco, perdida ya toda esperanza de salvación, estuvo tentado de arrojarse al suelo
y darse por vencido; pero al dirigir en torno suyo una mirada, vio a lo lejos blanquear una casita
entre las verdes copas de los árboles.
-¡Si tuviera fuerzas para llegar hasta allí, quizás podría salvarme!-se dijo.
Y sin perder un segundo se lanzó nuevamente a todo correr por el bosque en dirección de aquella
casita. Y los ladrones siempre detrás.
Después de haber corrido desesperadamente durante cerca de dos horas, llegó, por último, sin
aliento a la puerta de la casita y llamó.
No respondió nadie.
Volvió a llamar con más fuerza, porque sentía acercarse el rumor de los pasos y la respiración
jadeante de sus perseguidores.
El mismo silencio.
Viendo que el llamar no le daba resultado, empezó a dar puntapiés y cabezadas en la puerta.
Entonces se asomó a la ventana una hermosa niña de cabellos de un color azul precioso y de cara
blanca como la nieve, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, que sin mover
los labios dijo, con una vocecita que parecía venir del otro mundo.
-¡En esta casa no hay nadie; todos están muertos!
-¡Pues, ábreme tú! -gritó Pinocho suplicante y lloroso.

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-¡Yo también estoy muerta!


-¡Muerta! Pues, entonces, ¿qué haces ahí en la ventana?
-¡Estoy esperando la caja que ha de servir para enterrarme!
Apenas dijo estas palabras desapareció la niña, y se cerró la ventana sin hacer ruido alguno.
-¡Oh, hermosa niña de cabellos azules: abre, por piedad! -gritaba Pinocho-. ¡Ten compasión de un
pobre niño perseguido por los ladr...!
Pero no pudo terminar la palabra, porque sintió que le agarraban por el cuello, y oyó los mismos
dos vozarrones, que decían con acento amenazador:
-¡Esta vez no te escaparás!
Al verse el muñeco tan cerca de la muerte, fue acometido de un temblor tan grande, que le sonaban
las junturas de sus piernas de madera y las monedas de oro que había escondido debajo de la
lengua.
-Conque vamos a ver: ¿abres la boca o no? -le preguntaron los ladrones-. ¡Ah! ¿No quieres
responder? ¡Ahora veremos!
Y sacando dos cuchillos largos, largos y afilados como navajas de afeitar, ¡zas... zas...!, le dieron
dos cuchilladas en la espalda.
Pero por fortuna, el muñeco estaba hecho de una madera tan dura, que las hojas de los cuchillos
saltaron en mil pedazos, y los ladrones se quedaron con los mangos en las manos y mirándose
asombrados.
-¡Ah!, ¡ya comprendo! -dijo entonces uno de ellos-. ¡Hay que ahorcarle! ¡Ahorquémosle!
-¡Ahorquémosle! -repitió el otro.
Dicho esto le ataron las manos a la espalda, y pasándole un nudo corredizo por la garganta, le
colgaron de una gruesa rama de la Encina grande.
Después se sentaron sobre la hierba para esperar a que el muñeco hiciese la última pirueta; pero
tres horas después seguía el muñeco con los ojos abiertos, la boca cerraba y moviendo los pies
cada vez más.
Finalmente, cansados de esperar, se levantaron, y dirigiéndose a Pinocho, le dijeron en tono de
burla:
¡Vaya, hasta mañana! Esperamos que cuando volvamos otra vez, nos habrás hecho el favor de estar
bien muerto y con la boca abierta.
Dicho esto se marcharon.

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Entretanto se había levantado un fuerte viento Norte que silbaba rabiosamente, y que, moviendo de
un lado a otro al pobre ahorcado, le hacía oscilar violentamente como badajo de campana en día de
fiesta. Este continuo movimiento le causaba grandes dolores, y el nudo corredizo le apretaba cada
vez más la garganta, quitándole la respiración.
Poco a poco iban apagándose sus ojos; sentía que se acercaba el instante de su muerte, y se
encomendaba a Dios, suplicándole que le enviase alguna persona caritativa que le salvara.
Sólo cuando después de esperar tanto tiempo vio que no pasaba nadie, balbuceó:
-¡Oh, papá mío; si estuvieras aquí!
No tuvo fuerzas para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas, y dando una gran
sacudida, se quedó rígido e inmóvil.

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Capítulo XVI

La hermosa niña de los cabellos azules hace recoger el muñeco; le mete en la


cama, y manda llamar a tres médicos para saber si está vivo o muerto.

En el momento en que el pobre Pinocho, colgado por los ladrones en una rama de la Encina grande,
parecía más muerto que vivo, la hermosa niña de los cabellos azules apareció de nuevo en la
ventana. Y compadecida de aquel infeliz, que colgado por el cuello se columpiaba movido por el
viento, dio tres palmaditas con las manos.
A los pocos instantes se oyó un rápido batir de alas, y apareció un milano muy grande, que vino a
posarse en el antepecho de la ventana.
-¿Qué quieres de mí, hermosa Hada? -dijo el milano inclinando el pico en señal de respeto, porque
habéis de saber que la niña de los cabellos azules no era, en fin de cuentas, más que una buenísima
Hada, que hacía más de mil años que vivía en aquel bosque.
-¿Ves aquel muñeco que está colgado de una rama de la Encina grande?
-Lo veo.
-Pues bien: vete allí en seguida, volando; corta con tu fuerte pico la cuerda que le tiene suspendido
en el aire, y con mucho cuidado le colocas tendido en la hierba al pie de la Encina.
Salió volando el milano, y a los dos minutos estaba ya de vuelta, diciendo:
-Ya está hecho lo que me has ordenado.
-¿Y cómo le has encontrado? ¿Vivo o muerto?

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-A primera vista parecía muerto; pero no debe de estar aún muerto del todo, porque apenas he
aflojado el nudo corredizo que le apretaba la garganta, ha lanzado un fuerte suspiro y ha dicho en
voz baja: ¡Ahora me siento mejor!
Entonces el Hada dio otras dos palmadas, y apareció un magnífico perro de lanas, que andaba
sobre las patas de atrás completamente derecho, como si fuera un hombre.
Estaba vestido como un cochero, con librea de gala. Llevaba en la cabeza un tricornio galoneado
de oro; una peluca rubia, con rizos que colgaban hasta el cuello; una casaca de color de chocolate,
con botones de brillantes y con dos grandes bolsillos para guardar los huesos que su ama le daba
para comer; unos calzones cortos de terciopelo carmesí, medias de seda y zapatos escotados.
Detrás llevaba una especie de funda de paraguas, hecha de raso azul, que le servía para meter el
rabo cuando el tiempo amenazaba lluvia.
-Óyeme, mi buen Sultán -dijo el Hada al perro de lanas-. Haz enganchar en seguida la mejor de
mis carrozas, y toma el camino del bosque. Cuando llegues bajo la Encina grande, encontrarás
tendido sobre la hierba un pobre muñeco medio muerto. Recógele con cuidado, le colocas bien en
los almohadones de la carroza y le traes aquí. ¿Has comprendido?
El perro de lanas meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul, como dando a entender que había
comprendido, y salió a escape.
Al poco tiempo se vio salir de la cochera una hermosísima carroza azul celeste, almohadillada
con plumas de canario y tirada por cien parejas de conejitos de Indias, blancos, con los ojitos
encarnados, llevando sentado en el pescante al perro de lanas, que hacía chasquear el látigo a
derecha e izquierda, como los cocheros: cuando temen llegar tarde.
No había pasado un cuarto de hora cuando regresó la carroza, y el Hada, que estaba esperando a
la puerta de la casa, cogió en brazos al pobre muñeco, y conduciéndole a una habitación pequeñita
que tenía las paredes de nácar, mandó llamar a los médicos más famosos del contorno.
Y llegaron los médicos, uno detrás de otro: un cuervo, un mochuelo y un grillo-parlante.
-Quisiera saber, señores -dijo el Hada volviéndose hacia los tres médicos reunidos junto a la cama
de Pinocho-, si este desgraciado muñeco está vivo o muerto.
Al oír esta pregunta se adelantó primero el cuervo, y le tomó el pulso; después le tocó la nariz y el
dedo meñique del pie izquierdo, y cuando le hubo examinado bien, pronunció solemnemente estas
palabras:
-Yo opino que el muñeco está completamente muerto; si por fortuna no estuviese muerto, entonces
sería señal indudable de que estaba vivo.
-Siento mucho no ser de la misma opinión de mi ilustre amigo y colega el cuervo -dijo a su vez
el mochuelo-; yo opino que el muñeco está vivo y bien vivo; pero si por desgracia no lo estuviese
entonces sería señal indudable de que estaba muerto.

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-¿Y usted qué dice? -preguntó el Hada al grillo-parlante.


-Yo creo que el médico prudente, cuando no sabe qué decir, lo mejor que puede hacer es permanecer
callado. Por lo demás, este muñeco no me es desconocido: hace ya tiempo que le conozco.
Pinocho que había permanecido hasta aquel momento como un tronco, tuvo un estremecimiento
que hizo mover la cama.
-¡Este muñeco -continuó diciendo el grillo-parlante- es un granuja incorregible!
Pinocho abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos en el acto.
-¡Es un galopín, un holgazán, un vagabundo!
Pinocho escondió la cara entre las sábanas.
-¡Un hijo desobediente, que hará morirse de pena a su pobre padre!
En aquel momento se sintió en la habitación rumor de llanto y de sollozos. Levantaron el embozo
de la sábana y se encontraron con que era Pinocho el que lloraba.
-Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de curación -dijo solemnemente el cuervo.
-Siento mucho contradecir a mi ilustre amigo y colega -replicó el mochuelo-. Yo creo que cuando
el muerto llora es señal de que no le hace gracia morirse.

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Capítulo XVII

Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los
enterradores para llevárselo, bebe toda la purga.
Después le crece la nariz por decir mentiras.

Apenas salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el Hada a Pinocho, y al tocarle la
frente notó que tenía una gran fiebre.
Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y se los presentó al muñeco,
diciéndole cariñosamente.
-Bebe esto, y dentro de pocos días estarás bueno.
Pinocho miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz plañidera:
-¿Es dulce, o amargo?
-Es amargo, pero te sentará bien.
-¡Amargo! No lo quiero.
-¡Anda, bébelo: hazme caso a mí!
-Es que no me gustan las cosas amargas.
-Bébelo, y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el mal gusto.
-¿Dónde está el terrón de azúcar?
-Aquí lo tienes -dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
-Primero quiero que me des el terrón de azúcar, y después beberé el agua amarga.

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-¿Me lo prometes?
-Sí.
El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de comérselo en menos tiempo que se dice, se relamió
los labios, exclamando:
-¡Qué lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría entonces todos los días!
-Ahora vas a cumplir la promesa que me has hecho, y a beberte este poco de agua que ha de
ponerte bueno.
De mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la punta de la nariz y haciendo un gesto;
después hizo como que se lo llevaba a la boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por
último dijo:
-¡Es muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!
-¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?
-Me lo figuro lo conozco en el olor. Quiero otro terrón de azúcar primero, y después la beberé.
Con toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la boca un poco de azúcar, y después
le presentó el vaso otra vez.
-Así no puedo beberlo -dijo el muñeco haciendo mil gestos.
-¿Por qué?
-Porque me fastidia esa almohada que tengo en los pies.
El Hada retiró la almohada.
-¡Es inútil! ¡Tampoco puedo beberlo!
-¿Qué es lo que ahora te fastidia?
-Me fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.
Entonces el Hada cerró la puerta.
-¡Es que no quiero! -gritó, Pinocho llorando y pataleando-. ¡No; no quiero beber ese agua amarga;
no quiero; no, no!
-¡Hijo mío, mira que luego te arrepentirás!
-¡Mejor!
-Tu enfermedad es grave.
-¡Mejor!

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-Esa fiebre puede llevarle al otro mundo.


-¡Mejor!
-¿No tienes miedo de la muerte?
-Ninguno. ¡Antes me muero que beber esa medicina tan amarga!
En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación, y entraron cuatro conejos,
negros como la tinta, que llevaban sobre los hombros; una caja de muerto.
-¿Qué queréis? -gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la cama.
-Venimos por ti -respondió el conejo más grueso de los cuatro.
-¿Por mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!
-Todavía no; pero te quedan pocos instantes; de vida, por no haber querido beber la medicina, que
te hubiera curado la fiebre.
-¡Oh, Hada mía! ¡Hada mía! -comenzó entonces a gritar el muñeco-. ¡Dame en seguida el vaso!
¡Anda pronto, por favor, que yo no quiero morir, no quiero morir!
Y tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.
-¡Paciencia! -dijeron entonces los conejos-. Por esta vez hemos perdido el viaje.
Y echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían dejado en tierra, salieron del cuarto
refunfuñando y murmurando entre dientes.
Claro es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la cama completamente curado; porque
ya se sabe que los muñecos de madera tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto
y de curarse en un santiamén.
Cuando el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y alegre como un pajarillo escapado
de la jaula, le dijo:
-¿De modo que mi medicina te ha sentado muy bien?
-¡Ya lo creo! ¡Me ha resucitado!
-Entonces, ¿por que te has resistido tanto para beberla?
-Porque los niños somos así. Tenemos, más miedo de las medicinas que de la enfermedad.
-¡Pues muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una medicina a tiempo puede evitar una
grave enfermedad, y aun la misma muerte.
-¡Ah! Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos negros con la caja de muerto al
hombro, y entonces cogeré en seguida el vaso, y adentro.

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-¡Muy bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo caíste en manos de los ladrones.
Pues fue que Tragalumbre me dio cinco monedas de oro y me dijo: “Llévaselas a tu papá”, y en el
camino me encontré una zorra y un gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: “¿Quieres que
esas monedas se conviertan en mil o en dos mil? Vente con nosotros y te llevaremos al Campo de
los Milagros”. Y yo les dije: “Vamos”. Y ellos dijeron: “Nos detendremos un rato en la posada de
El Cangrejo Rojo, y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino.” Cuando yo me desperté
ya no estaban allí, porque se habían marchado. Entonces yo me marché también. Y hacía una
noche tan oscura que apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones metidos en dos sacos
de carbón, que me dijeron: “¡Danos el dinero!” y yo les dije: “No tengo ningún dinero”. Porque me
había escondido las monedas de oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso meterme la mano en la
boca, yo se la corté de un mordisco; pero al escupirla me encontré con que, en vez de una mano, era
la zarpa de un gato. Y los ladrones echaron a correr detrás de mí; y yo corre que te corre, hasta que
me alcanzaron; Y entonces me colgaron por el cuello en un árbol del bosque, diciendo: “Mañana
volveremos, y estarás bien muerto y con la boca abierta, y entonces te sacaremos las monedas de
oro que tienes escondidas debajo de la lengua”.
-¿Y dónde tienes las cuatro monedas de oro? -le preguntó el Hada.
-¡Las he perdido! -respondió Pinocho; pero era mentira porque las tenía en el bolsillo.
Apenas había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era muy larga, creció más de dos
dedos.
-¿Dónde las has perdido?
-En el bosque.
A esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.
-Si las has perdido en el bosque -dijo el Hada-, las buscaremos, y de seguro que hemos de
encontrarlas, porque todo lo que se pierde en este bosque se encuentra siempre.
-Ahora que me acuerdo bien -dijo el muñeco, embrollándose cada vez más-, no las he perdido, sino
que me las he tragado sin querer al tomar la medicina.
A esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan extraordinario que el pobre Pinocho no
podía ya volverse en ninguna dirección. Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los
cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la pared o con la puerta del cuarto,
y si levantaba la cabeza, corría el riesgo de meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz
fenomenal.
El Hada le miraba y se reía.
-¿Por que te ríes? -preguntó el muñeco, confuso y pensativo, al ver cómo crecía su nariz por
momentos.

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-Me río de las mentiras que has dicho.


-¿Y cómo sabes que he dicho mentiras?
-Las mentiras, hijo mío, se conocen en seguida, porque las hay de dos clases: las mentiras que
tienen las piernas cortas, y las que tienen la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen
la nariz larga.
Sintió Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde esconderse, trató de salir de la habitación.
Pero no le fue posible: tanto le había crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.

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CAPÍTULO XVIII

Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellos a sembrar


sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.

Como podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase durante más de media hora
porque con aquellas narizotas no podía salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y
para que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede tener un niño. Pero cuando
ya le vio tan desesperado que se le salían los ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas
palmadas. A esta señal entraron en la habitación unos cuantos millares de esos pájaros que se
llaman picos o carpinteros, porque pican en la madera de los árboles y posándose todos ellos en
la nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal manera, que en pocos minutos aquella nariz enorme
volvió a su tamaño anterior.
-¡Qué buena eres, Hada, y cuánto te quiero! -dijo el muñeco, enjuagándose los ojos.
-¡Yo también te quiero mucho! -respondió el Hada-; y si quieres quedarte conmigo, serás mi
hermanito y yo seré para ti una buena hermanita.
-Yo sí quisiera quedarme; pero; ¿y mi pobre papá?
-Ya he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de media noche estará aquí.
-¿De veras? -gritó Pinocho saltando de alegría-. Entonces, Hada preciosa, si te parece bien, iré a
buscarle ¡Tengo muchas ganas de darle un beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mí!
-Bueno; pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el camino del bosque, y así le encontrarás
seguramente.

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Salió Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como un galgo. Pero al llegar cerca del
sitio donde estaba la Encina grande se paró de pronto, porque le pareció que había oído ruido de
gente entre la maleza. En efecto: vio aparecer... ¿No sabéis a quién?
Pues a la zorra y al gato; o sea a aquellos dos compañeros de viaje con los cuales había cenado en
la posada de El Cangrejo Rojo.
-¡Pues sí es nuestro querido Pinocho! -gritó la zorra, abrazándole y besándole-. ¿Qué haces por
aquí?
-¿Qué haces por aquí? -repitió el gato.
-Es largo de contar -dijo el muñeco-. Pero ante todo os diré que la otra noche, cuando me dejasteis
en la posada, me salieron al camino unos ladrones.
-¿Unos ladrones? ¿Pero es de veras? ¡Pobre Pinocho! ¿Y que querían?
-Querían robarme las monedas de oro.
-¡Qué granujas! -dijo la zorra.
-¡Qué grandísimos granujas! -repitió el gato.
-Pero yo me escapé -continuó contando el muñeco-, y ellos siempre detrás, hasta que me alcanzaron
y me colgaron en una rama de aquella Encina.
Y Pinocho señaló la Encina grande, que estaba a dos pasos de distancia.
-¡Que atrocidad! -exclamó la zorra-. ¡Qué mundo tan malo! ¡Parece mentira que haya gente así!
¿Dónde podremos vivir tranquilas las personas decentes?
Mientras charlaban de este modo observó Pinocho que el gato estaba manco de la mano derecha
porque le faltaba toda la zarpa, con uñas y todo.
-¿Qué has hecho de tu zarpa? -le preguntó.
Quiso contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino la zorra con destreza diciendo:
-Mi amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a contarlo. Yo lo contaré. Sabrás cómo
hace una hora próximamente que nos hemos encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto
de hambre que nos ha pedido una limosna. No teniendo nada que darle, ¿sabes lo que ha hecho
este amigo mío, que tiene el corazón más grande del mundo? Pues se ha cortado de un mordisco la
zarpa derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que se desayunara.
Y al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima.
También Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo al oído:
-¡Si todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los ratones!

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-¿Y qué haces ahora por estos lugares? -preguntó la zorra al muñeco.
-Esperando a mi papá, que debe de llegar de un momento a otro.
-¿Y tus monedas de oro?
-Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de El Cangrejo Rojo.
-¡Y pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana mil o dos mil! ¿Por qué no sigues mi
consejo? ¿Por qué no vamos a sembrarlas en el Campo de los Milagros?
-Hoy es imposible; iremos otro día.
-Otro día será tarde -dijo la zorra.
-¿Por qué?
-Porque ese campo ha sido comprado por un gran señor, que desde mañana no permitirá que nadie
siembre dinero.
-¿Cuánto hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?
-No llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar una media hora; siembras en
seguida las cuatro monedas, a los pocos minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos
bien repletos. ¿Qué? ¿Vienes?
Pinocho vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Gepeto y de los
consejos del grillo-parlante; pero terminó por hacer lo mismo que todos los muchachos que no
tienen pizca de juicio ni de corazón; acabo por rascarse la cabeza y decir a la zorra y al gato:
-¡Bueno; me voy con vosotros!
Y marcharon los tres juntos.
Después de haber andado durante medio día llegaron a un pueblo que se llamaba “Engañabobos”.
Apenas entraron, vio Pinocho que en todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que
se estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de frío, gallos y gallinas
sin cresta y medio desplumados, que pedían de limosna un grano de maíz; grandes mariposas
que ya no podían volar por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores, pavo reales
avergonzados por el lastimoso estado de su cola y faisanes que lloraban la pérdida de su brillante
plumaje de oro y plata.
Entre aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando alguna soberbia carroza llevando en
su interior ya una zorra, ya una urraca ladrona o algún pajarraco de rapiña.
-¿Y dónde está el Campo de los Milagros? -preguntó Pinocho.
-A dos pasos de aquí.

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Atravesaron la ciudad, y al salir de ella se metieron por un campo solitario, pero que se parecía
como un huevo a otro a todos los demás campos del mundo.
-Ya hemos llegado -dijo la zorra al muñeco-; ahora haz con las manos un hoyo en la tierra, y mete
en el las cuatro monedas de oro.
Pinocho obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro monedas que le quedaban y las cubrió
con tierra.
-Ahora -dijo la zorra- vete a ese arroyo cercano y trae un poco de agua para regar la tierra en que
has sembrado.
Pinocho fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún cubo se quitó uno de los zapatos y lo
llenó de agua, con la cual regó la tierra del hoyo. Después preguntó:
-¿Hay que hacer algo más?
-Nada más -respondió la zorra-; ahora ya podemos irnos. Tú te vas a la ciudad, y cuando hayas
estado allí unos veinte minutos, vienes otra vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con
todas las ramas cargadas de monedas de oro.
Lleno de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la zorra y al gato, ofreciéndoles un
magnífico regalo.
-No queremos ningún regalo -respondieron aquel par de bribones-; sólo con haberte enseñado el
modo de hacerte rico sin trabajo alguno, estamos más contentos que unas Pascuas.
Dicho esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena cosecha, se marcharon.

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Capítulo XIX

Roban a Pinocho sus monedas de oro,


y además le tienen cuatro meses en la cárcel.

Cuando Pinocho volvió a la ciudad, empezó a contar los minutos uno a uno y ya que creyó que
había pasado el tiempo necesario, se puso de nuevo en marcha hacia el Campo de los Milagros.
Andaba con paso rápido, y sentía que su corazón palpitaba con más fuerza que de costumbre,
haciendo “tic-tac; tic-tac”, como un reloj en marcha. Mientras tanto, pensaba en su interior:
-¡Qué chasco, si me encontrara con que las ramas del árbol tienen dos mil monedas en vez de mil!
¿Y si en vez de dos mil fueran cinco mil? ¿Y si en vez de cinco mil fueran cien mil? ¡Entonces
sí que sería un gran señor! ¡Tendría un magnífico palacio, y mil caballitos de cartón en muchas
cuadras, automóviles, aeroplanos, y una despensa llena de mantecadas, de almendras garapiñadas,
de bombones, de pasteles y de caramelos de los Alpes!
Así fantaseando vio de lejos el Campo de los Milagros, y lo primero que hizo fue mirar si había
algún arbolito que tuviera las ramas cargadas de monedas; pero no vio ninguno. Anduvo unos
cien pasos más, y nada; entró en el campo, y llegó hasta el mismo sitio donde había hecho el hoyo
para enterrar sus monedas de oro; pero, nada, nada y siempre nada. Entonces se quedó pensativo e
inquieto y, olvidando las reglas de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano del bolsillo y se
rascó largo rato la cabeza.
En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada. volvióse, y vio en las ramas de un árbol un
viejo papagayo que estaba arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.
-¿Por qué te ríes? -le preguntó Pinocho encolerizado.
-Me río, porque al peinarme las plumas me he hecho cosquillas debajo del ala.

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No respondió el muñeco. Se fue al arroyo, y llenando de agua el mismo zapato de antes regó la
tierra que había echado encima de las monedas.
Otra carcajada mayor y más impertinente que la anterior se oyó en la soledad de aquel campo.
-¡Pero, vamos a ver, papagayo grosero! -gritó exasperado Pinocho-, se puede saber ¿de qué te ríes?
-¡Me río de los tontos que creen todas las patrañas que se les cuenta, y que se dejan engañar
estúpidamente por el primero que llega!
-¿Lo dices por mí?
-Sí, lo digo por ti, pobre Pinocho, por ti, que eres tan simple, que has podido creer que el dinero
se siembra en el campo y se recoge después, como se hace con las judías y con las patatas. Yo
también lo creí una vez, Y por eso estoy hasta sin plumas. Ahora ya sé, aunque tarde, que para tener
honradamente unas pesetas hay que saber ganarlas con el propio trabajo, sea en un oficio manual
o con el esfuerzo de la inteligencia.
-No te comprendo -dijo el muñeco, que empezaba a temblar de miedo.
-Me explicaré mejor -continuó el papagayo-. Sabe, pues, que mientras tú estabas en la ciudad,
volvieron a este campo la zorra y el gato, desenterraron las monedas y escaparon después como si
los llevase el viento. ¡Lo que es ya, cualquiera les alcanza!
Pinocho se quedó como quien ve visiones; mas, no queriendo creer lo que le había dicho el
papagayo, comenzó a cavar con las manos la tierra que había regado, y cava que cava, abrió un
boquete tan grande como una cueva. Pero las monedas no parecían.
Lleno de desesperación, volvió corriendo a la ciudad, y se fue derechito a presentarse ante el juez
para denunciar a los dos ladrones que le habían robado sus monedas.
El juez era un mono de la familia de los gorilas: un mono viejo; muy respetable por su aspecto
grave, por su barba blanca, y sobre todo por unos anteojos de oro sin cristales, que usaba desde
hacía dos anos, porque padecía una enfermedad de la vista.
Cuando Pinocho estuvo en presencia del juez, contó el engaño de que había sido víctima; dijo los
nombres y apellidos y señas personales de los ladrones, y terminó por pedir justicia.
El juez le escuchó con mucha bondad, poniendo gran atención en lo que el muñeco refería. Notóse
claramente que se enternecía con aquel relato y que sentía verdadera compasión. Cuando Pinocho
hubo terminado, alargó la mano y tocó una campanilla.
A esta llamada aparecieron dos perros mastines, vestidos de guardias.
Señalando el juez a Pinocho, les dijo:
-A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así, pues, prendedle, y a la cárcel con él.

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Quedóse Pinocho estupefacto al oír esta sentencia. Quiso protestar; pero no pudo, porque los
guardias, para no perder el tiempo inútilmente, le taparon la boca y le llevaron a la cárcel.
Allí permaneció cuatro meses, cuatro interminables meses, y aún hubiera estado mucho más tiempo,
si no hubiese sido por un acontecimiento afortunado. Pues, señor, sucedió que el joven emperador
que reinaba en la ciudad de Engañabobos, para solemnizar una gran victoria que había conseguido:
sobre sus enemigos, ordenó que se celebrasen grandes festejos públicos: iluminaciones, fuegos
artificiales, carreras de caballos y de bicicletas; y para demostrar su clemencia, dispuso que se
abrieran las cárceles y que se pusiera en libertad todos los bribones.
Entonces dijo Pinocho al carcelero:
-Si salen de la cárcel los demás presos, yo también quiero salir.
-Tú no puedes salir, porque no figuras en el número de los...
-Dispense usted -interrumpió Pinocho-; yo soy también un bribón.
-¡Ah, ya! En ese caso, tiene usted mucha razón -contestó respetuosamente el carcelero, quitándose
la gorra.
Y abriendo la puerta de la cárcel, dejó salir a Pinocho, haciéndole una profunda reverencia.

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Capítulo XX

Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; pero encuentra en el


camino una terrible serpiente y después queda preso en un cepo.

Figuraos la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin detenerse un momento salió corriendo
de la ciudad, y tomó el camino que debía conducirle a la casita del Hada.
Había llovido mucho, y el camino tenía una cuarta de fango. Los pies de Pinocho se hundían en
barro hasta el tobillo.
Pero el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al lado de su padre y de su hermanita,
la hermosa niña de los cabellos azules, corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro
le llegaban hasta el gorro.
Mientras así corría, iba diciéndose:
-Pero, ¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo tengo merecido, porque soy un muñeco
testarudo y travieso! ¡Siempre quiero salirme con la mía, sin atender los consejos de los que me
quieren bien, y tienen además mil veces más juicio y más experiencia que yo!
¡Pero lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y ser un niño bueno y obediente! Ya
estoy convencido de que los chicos desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi
papá? ¿Estará en la casita con el Hada? ¡Pobrecillo! ¿Cuánto tiempo hace que no le veo y que no
tengo ni siquiera el consuelo de darle un beso? ¿Y mi preciosa hermanita? ¿Me habrá perdonado
lo malo que he sido? ¡Y pensar que le debo tantos favores, que me ha cuidado tan bien, y que me
salvó la vida!... ¡No; si es imposible que haya niño más ingrato y descastado que yo!
Al terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos hacia atrás. ¿Qué había sucedido?
Pues que había visto en medio del camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de
fuego, y cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea imposible describir el

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terror que sintió el muñeco. Se alejó algo más de medio kilómetro, y se sentó sobre un montón de
grava esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o tuviera que ir a algún
recado y dejara libre el paso.
Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo visto, vivía de sus rentas y no tenía
nada que hacer en todo el día. El caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo
de sus ojos de fuego y el humo que salía de su cola.
Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se acerco hasta pocos pasos de distancia,
saludó a la serpiente con una ceremoniosa reverencia, y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:
-Dispense usted, señora serpiente: “¿sería usted tan amable de apartarse un poquitín para dejarme
pasar?”
¡Cómo si se lo hubiera dicho a una pared!
Pinocho insistió con tono aún más amable:
-Usted me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a mi casa, donde está esperándome mi
papá, y ya ve usted... ¡hace tanto tiempo que no le veo! ¿Me permite usted que pase?
La serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó inmóvil casi rígida. Sus ojos se cerraron,
y la cola cesó de echar humo.
-¡Uy! ¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole! -pensó Pinocho contentísimo, y, restregándose las
manos de alegría, fue a pasar por encima de la serpiente. Pero aún no había terminado de levantar
la pierna, cuando la serpiente se erigió de pronto como un muelle que salta. Pinocho, aterrado,
dio hacia atrás un salto tan rápido y vio lento, que tropezó y dio una voltereta como en el circo,
cayendo al suelo de cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía una cuarta de
fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el aire.
Al ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba patadas a diestro y siniestro, como si le
hubieran dado cuerda, la serpiente empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes. Pero,
¡qué risa! Se ponía mala. En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se le reventó una vena del pecho, y
entonces sí que quedó muerta de verdad.
Pinocho se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la carrera para llegar a la casa del
Hada antes de que cayera la noche.
Pero por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir los pinchazos que el hambre le daba
en el estómago, y saltó a un viñedo lindante para coger algunos racimos de uva moscatel.
¡Nunca lo hubiera hecho!
Apenas penetró en el viñedo, crac..., sintió que dos cortantes aros de hierro le aprisionaban las
piernas, haciéndole ver todas las estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo
colocado allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna garduña o cualquiera otra alimaña
de las muchas que había, y que eran el azote de todos los gallineros del contorno.

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Capítulo XXI

Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a servir de perro


para custodiar un gallinero.

¡Pobre muñeco! Empezó a llorar, a gritar y a lamentarse; pero llantos y gritos eran inútiles, porque
en todo el contorno no se veía casa alguna, y por el camino no pasaba alma viviente.
Se hizo de noche. En parte por el daño grandísimo que le hacían aquellos hierros, apretándole las
piernas como unas tenazas, y en parte por el miedo fenomenal de estar solo y de noche en aquel
campo, el pobre Pinocho estaba a punto de caer desvanecido.
En esto vio pasar cerca de su cabeza una luciérnaga de luz, y le llamó diciéndole:
-¡Gusanito! ¡Precioso gusanito! ¿Quieres hacer la caridad de librarme de este suplico?
-¡Pobre muchacho -exclamó la luciérnaga, acercándose compasiva para mirarle-. ¿Por qué tienes
las piernas entre esos hierros tan cortantes?
-Porque he entrado en este campo para coger un par de racimos de uva moscatel...
-Pero, ¿esas uvas son tuyas?
-No.
-¿Y quién te ha enseñado a tomar lo que no es tuyo?
-¡Tenía mucha hambre!
-¡Hijo mío!, el tener hambre no es buena razón para apropiarse de lo ajeno.
-¡Es verdad, es verdad! -exclamó Pinocho llorando-. ¡Pero ya no lo haré más!

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En este momento fue interrumpido el diálogo por el ligerísimo rumor de pasos que se acercaban.
Era el dueño del campo, que, andando de puntillas, venía a ver si había caído en el cepo, alguna de
aquellas garduñas que le arrebataban los pollos durante la noche.
Grande fue su asombro cuando, al sacar una linterna que llevaba debajo del capote, vio que en vez
de una garduña había caído un muchacho.
-¡Ah, ladronzuelo! -dijo el labrador encolerizado-. ¿Conque eres tú quien me roba las gallinas?
-¡Yo, no; yo, no! -gritó Pinocho sollozando-. ¡Yo he entrado en el campo sólo para tomar dos
racimos de uvas!
-El que roba uvas es capaz de robar también gallinas. ¡No tengas cuidado! ¡Voy a darte una lección
que no olvidarás en toda tu vida!
Y abriendo la cepa, agarró al muchacho por el cuello y echó a andar camino de su casa.
Al llegar frente a la puerta le dejó caer en una era que había casi a la entrada y dándole dos azotes,
dijo:
-Ahora ya es muy tarde, y quiero acostarme: mañana te ajustaré las cuentas. Mientras tanto, como
hoy se ha muerto el perro que me hacía la guardia de noche, voy a ponerte en su puesto. Me
servirás de perro guardián.
Después de decir esto, le puso al cuello un grueso collar de cuero, erizado de púas de hierro, y se lo
apretó de modo que no pudiera quitárselo por la cabeza. El collar estaba sujeto a una larga cadena
de hierro, ésta a la pared por el otro extremo.
-Si llueve esta noche -dijo el labrador-, puedes meterte en esa caseta de madera: ahí está la paja
que ha servido de cama a mi perro durante cuatro años. ¡Ah! Procura estar bien alerta, y si vienen
los ladrones, ladra muy fuerte.
Hecha esta última advertencia, entró el labrador en su casa y cerró la puerta con cerrojo, mientras
que el desgraciado Pinocho, más muerto que vivo, quedaba solo en la era, tiritando de frío, de
hambre y de miedo. De vez en cuando trataba rabiosamente de meter las manos por entre aquel
collar, que le apretaba horriblemente la garganta.
El pobre muñeco decía llorando:
-¡Me está muy bien, pero muy requetebién empleado! ¡He querido hacer vida de perdido, vagabundo;
he seguido los consejos de las malas compañías; he sido un niño malo y desobediente, y por eso
Dios me castiga! ¡Si hubiera sido un niño bueno y obediente, como lo son otros muchachos; si me
hubiera dedicado al estudio y al trabajo; si hubiera permanecido en casa al lado de mi buen papá,
no me vería ahora como me veo en medio del campo, teniendo que servir de perro de guarda a
un labrador! ¡Oh, si se pudiera nacer otra vez! ¡Pero ya es tarde, y no hay más remedio que tener
paciencia!
Después de este pequeño desahogo, que realmente le salía del corazón, se metió en la perrera, y
muy poco después se quedó dormido.
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Capítulo XXII

Pinocho descubre a los ladrones, y en recompensa de su fidelidad queda libre.

Hacía ya cerca de dos horas que dormía profundamente, y debía de ser poco más o menos la media
noche, cuando le despertó un rumor de voces extrañas que parecían venir de la era. Asomó la
punta de la nariz a la puerta de la perrera, y vio reunidos en conciliábulo cuatro bichejos de pelaje
oscuro, que semejaban gatos. Pero no eran tales gatos; eran garduñas, animales carnívoros muy
aficionados a las uvas y a los pollos tiernos. Una de las garduñas se separó de sus compañeras, y
acercándose a la entrada de la perrera, dijo:
-¡Buenas noches, Moro!
-¡Yo no me llamo Moro! -contestó el muñeco.
-¿Quién eres entonces?
-Soy Pinocho.
-¿Y qué haces aquí?
-Estoy haciendo de perro de guarda.
-¿Dónde está Moro? ¿Qué ha sido del perro que estaba en esta caseta?
-Se ha muerto esta mañana.
-¿Se ha muerto? ¡Pobre animal! ¡Tan bueno como era! Pero, a juzgar por tu cara, tú también eres
un perro simpático.
-Dispénsame: yo no soy perro.
-¿Pues, qué eres?

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-Un muñeco.
-¿Y estás de perro de guarda?
-Desgraciadamente: es un castigo.
-Pues bien; voy, a proponerte el mismo pacto que tenía con el difunto Moro, y te aseguro que
quedarás contento.
-¿Cuál es ese pacto?
-Vendremos aquí una vez por semana, como antes hacíamos. Entraremos en el gallinero y nos
llevaremos ocho gallinas. De esas ocho gallinas, siete serán para nosotras, la otra te la daremos a
ti, con la condición de que te hagas el dormido y no se te ocurra ladrar y despertar al amo.
-¿Y Moro lo hacía así?
-¡Ya lo creo! Y siempre hemos estado en la mejor armonía. Conque, así, pues, duerme tranquilamente,
y ten la seguridad de que antes de marcharnos de aquí dejaremos en la perrera una gallina bien
pelada para que te la almuerces mañana. ¿Quedamos de acuerdo?
-¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Por completo! -respondió Pinocho-. Y quedóse moviendo la
cabeza con un aire amenazador, como queriendo decir: “Dentro de poco os arreglarán las cuentas”.
Cuando las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado, desfilaron hacia el gallinero, que
estaba junto a la perrera, y después de abrir a puerta a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera
que cerraba la entrada: penetraron silenciosamente una tras otra. Pero apenas habían acabado de
entrar, cuando sintieron que se cerraba la puerta con gran violencia.
Había sido Pinocho, que no contento con cerrar la puerta, para mayor seguridad puso por delante
una gran piedra para sujetarla a modo de puntal.
Después comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la fuerza que pudo, y con tanta
propiedad, que parecía un perro auténtico.
Al oír los ladridos saltó el labrador de la cama, tomó una escopeta, y se asomó a la ventana
preguntando:
-¿Qué ocurre?
-¡Que están aquí los ladrones! -respondió Pinocho.
-¿Dónde?
-¡En el gallinero!
-¡Bajo a escape!

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Y, efectivamente, en un momento bajó el labrador, entró en el gallinero, y después de atrapar y


meter en un saco las cuatro garduñas, les dijo con acento de satisfacción:
-¡Por fin habéis caído en mis manos! Podría castigaros si quisiera; pero no soy vengativo. Me
conformaré con llevaros mañana a casa del vecino posadero, para que os desuelle y os ponga
estofadas como si fuerais liebres. Es un honor que no merecéis; pero los hombres generosos como
yo no guardamos rencor por estas menudencias.
Después se acercó a Pinocho, le hizo muchas caricias, y le preguntó:
-¿Cómo te has arreglado para descubrir el complot de estas cuatro ladronas? ¡Y pensar que Moro,
mi fiel Moro, no pudo conseguirlo!
El muñeco podía haber dicho todo lo que sabía: haber contado el vergonzoso convenio que tenía el
perro con las garduñas; pero, acordándose de que el perro había muerto, se dijo en se interior: ¿Para
qué acusar a un difunto? Ya no se consigue nada, y es más caritativo no descubrir su infidelidad.
-¿Estabas despierto cuando llegaron las garduñas, o dormías? -continuó preguntando el labriego.
-Dormía -respondió Pinocho-; pero las garduñas me despertaron con su conversación, y una de
ellas vino hasta la caseta y me dijo: “Si prometes no ladrar ni despertar al dueño, te regalaremos una
buena gallina bien desplumada”. ¡Habráse visto! ¡Tener la desfachatez de hacerme a mí semejante
proposición! Porque yo podré ser un muñeco con todos los defectos del mundo, pero no soy capaz
de cometer un delito ni de hacerme igual a esa gentuza tan mala.
-¡Eres un buen muchacho! -dijo el labriego, dándole un golpecito en el hombro-. Esos sentimientos
te honran; y para probarte lo satisfecho que estoy de ti, desde este momento quedas en libertad de
volver a tu casa.
Y en seguida le quitó el collar del perro.

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Capítulo XXIII

Pinocho llora la muerte de la hermosa niña de los cabellos azules; después


encuentra una paloma que los lleva a la orilla del mar, y ahí se arroja al agua
para ir a salvar a su papá.

Apenas se vio Pinocho libre de aquel collar ignominioso y molestísimo, escapó a todo correr por
el campo, y no paró un momento hasta llegar al camino real que había de conducirle hasta la casita
del Hada.
Apenas llegó al camino, divisó a lo lejos el bosque donde, por su desgracia, había encontrado a la
zorra y al gato, y vio también entre los demás árboles la elevada copa de aquella Encina grande,
de la cual había sido colgado por el cuello; pero, por más que miraba a uno y otro lado, no pudo
descubrir la casita de la hermosa niña de los cabellos azules.
Sintió entonces una especie de triste presentimiento, y apretando a correr con todas las fuerzas que
sus piernas le permitían, en pocos minutos llegó a la pradera donde antes se levantaba la casita
blanca. Pero la casita blanca ya no estaba allí. En su lugar había una lápida de mármol con una
cruz, y en la cual estaban escritas las siguientes palabras:

AQUÍ YACE
LA NIÑA DE CABELLOS AZULES,
QUE MURIÓ DE DOLOR
POR HABERLA ABANDONADO
SU HERMANITO PINOCHO.
R. I. P.
AMEN.

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Podéis pensar cómo se quedaría el muñeco, después de haber deletreado con mucho trabajo esta
inscripción.
Cayó al suelo de bruces, y cubriendo de besos el mármol funerario, se echó a llorar desconsolado.
Así permaneció toda la noche, y a la mañana siguiente seguía llorando, aunque ya sus ojos no
tenían lágrimas que derramar. Sus lamentos y gritos eran tan fuertes y estridentes, que el eco los
repetía en las colinas cercanas.
Y llorando decía:
-¡Oh, Hada preciosa! ¡Hermanita mía! ¿Por qué has muerto? ¿Por qué no me he muerto yo en tu
lugar; yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena? Y mi papá, ¿dónde estará? ¡Oh, Hada
preciosa! ¡Dime dónde podré encontrarle, porque ahora quiero estar a su lado y no dejarle nunca,
nunca, nunca! ¡Dime que no es verdad que te has muerto! ¡Si es cierto que me quieres, si quieres
mucho a tu hermanito, vuelve a mi lado como antes! ¿No te da pena verme solo, abandonado de
todos? ¡Si ahora vienen los ladrones me colgarán de nuevo en la Encina grande, y esta vez moriré
para siempre! ¿Qué va a ser de mí, solo en el mundo? ¿Quién me dará de comer ahora, que te he
perdido a ti y a mi pobre papá? ¿Quién me dará una chaqueta nueva? ¡Oh, cuánto mejor sería que
yo también me muriese! ¡Sí! ¡Yo quiero morir! ¡Hi... hi... hi...!
Mientras se lamentaba de este modo, trataba algunas veces de arrancarse los cabellos; pero como
eran de madera, ni siquiera tenía el consuelo de despeinarse en desahogo de su desesperación.
En aquel instante pasó volando una paloma muy grande, que deteniéndose en el aire con las alas
extendidas, gritó desde una gran altura:
-Dime, muchacho: ¿qué haces ahí, en el suelo?
-¡Ya lo ves: estoy llorando! -dijo Pinocho alzando la cabeza hacia aquella voz y secándose los ojos
con la manga de la chaqueta.
-Y dime ahora -continuó preguntando la paloma-: ¿no conoces por casualidad entre tus compañeros
a un muñeco que se llama Pinocho?
-¿Pinocho? ¿Has dicho Pinocho? -repitió el muñeco, poniéndose instantáneamente de pie-. ¡Yo
soy Pinocho!
Al oír la paloma esta respuesta se dejó caer velozmente y vino a posarse en tierra. Era más grande
que un pavo.
-Entonces, conocerás también a Gepeto.
-¡Qué si le conozco! ¡Pues si es mi papá! ¿Te ha hablado de mí? ¿Vas a llevarme adonde esté?
¿Vive todavía? ¡Contéstame, por caridad! ¿Vive?
-Hace tres días que le dejé en la playa, orilla del mar.

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-¿Qué hacía?
-Estaba construyendo una barquilla para atravesar el Océano. Hace más de cuatro meses que el
pobre viejo anda errante por el mundo en busca tuyo; y como no ha podido encontrarte todavía, se
le ha metido entre ceja y ceja ir a buscarte a los lejanos países del Nuevo Mundo.
-¿Cuánto hay desde aquí hasta esa playa?
-Más de mil kilómetros.
-¡Mil kilómetros! ¡Oh, linda paloma! ¡Qué felicidad tan grande si yo tuviera unas alas como las
tuyas!
-Si quieres venir, yo te llevaré.
-¿Cómo?
-A caballo sobre mí. ¿Pesas mucho?
-¿Pesar mucho? ¡Para nada! ¡Soy ligero como una pluma!
Y sin decir más, saltó Pinocho sobre la paloma, y poniendo una pierna a cada lado, como los jinetes
en los caballos, gritó lleno de alegría:
-¡Galopa, caballito, galopa! ¡Tengo ganas de llegar pronto!
Levantó el vuelo la paloma, y a los pocos minutos, había subido tanto, que casi tocaban las nubes.
Al llegar a tan extraordinaria altura, el muñeco tuvo la curiosidad de mirar hacia abajo y asomó la
cabeza; pero sintió tal miedo y tal vértigo, que para no caer tuvo que agarrarse con ambos brazos
al cuello de su caballito de plumas.
Volaron durante todo el día, y al caer la noche dijo la paloma:
-¡Tengo mucha sed!
-¡Y yo mucha hambre! -agregó Pinocho.
-Vamos a detenernos unos minutos en ese palomar, y después nos pondremos de nuevo en viaje,
para estar al amanecer en la playa del mar.
Entraron en un palomar que estaba desierto, y en el cual encontraron, por fortuna, una cazuela con
agua y un cestito lleno de algarrobas.
En toda su vida había podido Pinocho comer algarrobas. Según decía él, le causaban náuseas, le
revolvían el estómago. Pero aquella noche comió hasta que no pudo más, y cuando casi había dado
fin de ellas, se volvió hacia la paloma, diciendo:
-¡No lo hubiera creído nunca que las algarrobas fuesen tan ricas!

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-Hay que convencerse, muchacho -replicó la paloma-, de que cuando el hambre dice “¡aquí estoy!”,
y no hay otra cosa que comer, hasta las algarrobas resultan exquisitas. La verdadera hambre no
tiene caprichos ni preferencias.
Después de terminada esta ligera colación se pusieron de nuevo en viaje, y ¡a volar! A la mañana
siguiente llegaron a la playa.
La paloma dejó en tierra a Pinocho, y llevando su desinterés hasta no esperar ni a que Pinocho le
diera las gracias, echó a volar rápidamente y desapareció.
La playa estaba llena de gente, que gritaba y gesticulaba mirando hacia el mar.
-¿Qué es lo que sucede? -preguntó Pinocho a una viejecita.
-Sucede que un pobre padre que ha perdido a su hijo se ha metido en una barquilla para ir al otro
lado del mar en busca suya; pero hoy está tan malo el mar, que la barquilla acabará por irse a pique.
-¿Dónde está la barquilla?
-Mírala allí lejos, frente a mi dedo -dijo la vieja, señalando una barquita en el mar, que vista desde
aquella distancia parecía una cáscara de nuez que llevaba dentro un hombre muy pequeñito.
Siguió Pinocho con los ojos la dirección indicada, y después de mirar atentamente lanzó un
agudísimo grito, diciendo:
-¡Ese es mi papá! ¡Es mi papá!
Mientras tanto la barquilla era presa del furioso temporal, y tan pronto desaparecía tras una enorme
ola como volvía a flotar. Pinocho, de pie en la cima de una roca más elevada que las demás, no
cesaba de llamar a su papá y de hacerle señas con los brazos, con el pañuelo y hasta con el gorro.
Pareció que Gepeto, por su parte, a pesar de estar tan lejos de la orilla, reconoció a su hijo, porque
levantó su gorro al aire saludando, y a fuerza de señas dio a comprender que hubiera deseado
volver a la playa, pero que el mar estaba tan alborotado, que no le permitía hacer uso de los remos
para acercarse a tierra.
De pronto vino una terrible ola que hizo desaparecer la barca.
Esperaron que volviese a flote, pero no se la vio más.
-¡Pobre hombre! -dijeron entonces los pescadores que se hallaban reunidos en la playa: y se
marchaban tristemente hacia sus casas, cuando oyeron un grito desesperado y al volver la cabeza
vieron un muchacho que se arrojaba al mar desde lo alto de una roca, gritando:
-¡Quiero salvar a mi papá!
Como Pinocho era de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un pez.

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Tan pronto se le veía desaparecer bajo el agua, impulsado por la fuerza de las olas, como reaparecía
nuevamente con un brazo o una pierna fuera, siempre alejándose de la playa, hasta que por último
se perdió de vista.
-¡Pobre muchacho! -dijeron entonces los pescadores que se hallaban en la playa; y volvieron a sus
casas tristemente.

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Capítulo XXIV

Arriba Pinocho a la «Isla de las Abejas industriosas» y encuentra al Hada.

Animado Pinocho por la esperanza de llegar a tiempo para salvar a su pobre papa, estuvo nadando
sin cesar todo el día hasta que se le hizo de noche.
¡Y qué noche tan terrible fue! Diluvió, granizó, tronó, y eran tales los relámpagos, que parecía de
día.
Al amanecer vio a larga distancia una mancha de tierra. Era una isla en medio del mar.
Entonces encaminó todos sus esfuerzos para arribar a aquella playa, pero inútilmente; las olas se
precipitaban una tras otra y le arrastraban como si fuera una paja. ¡Al fin, por fortuna suya, vino
una ola enorme, que le lanzó con gran fuerza, haciéndole caer sobre la arena de la playa.
Fue el golpe tan fuerte, que al caer en tierra le crujieron todas las costillas y coyunturas; pero se
consoló en el acto diciendo:
-¡También esta vez me he escapado de buena!
Entretanto, poco a poco fue serenándose el cielo apareció el sol en todo su esplendor, y el mar
quedó tranquilo como una balsa de aceite.
Entonces el muñeco extendió al sol su traje para que se secara, y empezó a mirar si se veía por toda
la inmensa sabana de agua alguna barquilla. Pero no pudo ver otra cosa que cielo, mar y alguna
que otra vela de barco; pero lejos...
-Si supiera, cuando menos, como se llama esta isla -se dijo después-. Sabría si está habitada por
buena gente; es decir, por gente que no tenga el vicio de colgar de los árboles a los niños. Pero ¿a
quién voy a preguntárselo, si no hay nadie?

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La idea de encontrarse solo, completamente solo en aquel país deshabitado, le produjo tal
melancolía, que sintió ganas de llorar; pero en aquel momento vio pasar cerca de la orilla un pez
muy grande, que nadaba tranquilamente, llevando fuera del agua casi toda la cabeza.
No sabiendo cómo llamarle por su nombre, el muñeco gritó con toda la fuerza de sus pulmones,
para hacerse oír mejor:
-¡Eh, señor pez! ¿Quiere usted escucharme un minuto?
-¡Y aunque sean dos! -contestó el pez, que era un delfín muy cortés y educado, como hay pocos en
esos mares del mundo.
-¿Haría usted el favor de decirme si en esta isla hay algún país donde se pueda comer sin peligro
de ser comido?
-Puedes estar tranquilo -respondió el delfín-. Cerca de aquí encontrarás uno.
-¿Y que camino debo tomar para llegar hasta ese país?
-Tienes que tomar ese sendero que hay a mano izquierda y seguir siempre adelante, en dirección
de tu nariz. No tiene pérdida.
-Dígame usted otra cosa. Usted que se pasea día y noche por el mar, ¿no ha encontrado por
casualidad una barquita muy pequeña, en la cual iba mi papá?
-¿Y quién es tu papá?
-Es el mejor papá del mundo, así como yo soy el hijo más malo que se puede dar.
-Con la borrasca de esta noche -respondió el delfín-, seguramente habrá naufragado la barca.
-¿Y mi papá?
-A estas horas se lo habrá tragado el terrible dragón marino que desde hace unos días ha traído el
exterminio y la desolación a estas aguas.
-¿Es muy grande ese dragón? -preguntó Pinocho, que ya empezaba a temblar de miedo.
-¿Que si es grande? -replicó el delfín-. Para que puedas formarte una idea, te diré que es más
grande que una casa de cinco pisos, y con una bocaza tan ancha y tan profunda, que por ella podría
fácilmente entrar un tren, con máquina y todo.
-¡Qué horror! -gritó asustadísimo el muñeco; y entrándole de pronto gran prisa por marcharse, se
quitó el sombrero y haciendo una cumplida reverencia dijo al delfín:
-¡Hasta la vista, señor pez; mil perdones por la molestia, y muchísimas gracias por su amabilidad
y cortesía!

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Dicho esto tomó por el sendero que el delfín le había indicado y empezó a caminar con paso ligero;
tan ligero, que más que andar corría como un galgo. Apenas sentía el más ligero rumor, volvía la
cabeza para mirar hacia atrás, con temor de que le siguiera aquel terrible dragón, grande como una
casa de cinco pisos y con una bocaza capaz de tragarse un tren entero, con máquina y todo.
Después de haber andado más de media hora llegó a un país que se llamaba el País de las Abejas
industriosas. El camino hormigueaba de personas que corrían de un lado a otro, afanosamente, para
cumplir sus obligaciones: todos trabajaban, todos tenían siempre algo que hacer. Ni con candil se
podía encontrar un ocioso ni un vago.
-¡Malo! -se dijo el desvergonzado de Pinocho-. ¡Este país no se ha hecho para mí! ¡Yo no he nacido
para trabajar!
Entretanto el hambre empezaba a atormentarle, porque había pasado más de veinticuatro horas sin
probar bocado; ni siquiera unas pocas algarrobas.
¿Qué hacer?
Para poder desayunarme no había más que dos medios; pedir trabajo o pedir limosna; una perra
chica o un poco de pan.
Pedir limosna le daba vergüenza, porque su padre le había dicho siempre que sólo tienen derecho a
pedir limosna los viejos y los inútiles o enfermos. Los verdaderos pobres que merecen compasión
y socorro, sólo son los que por motivo de edad o de salud se encuentran imposibilitados para
ganar el pan con el sudor de su rostro. Todos los demás están obligados a trabajar de una o de otra
manera, y si no trabajan y tienen hambre, es por culpa suya.
En aquel momento pasaba por el camino un hombre fatigado y sudoroso, que arrastraba él solo dos
carretas cargadas de carbón.
Le pareció a Pinocho que aquel hombre tenía cara de ser muy bueno, y acercándose a él, le dijo:
-¿Quiere usted darme por caridad una perra chica? Porque me estoy muriendo de hambre.
-No sólo una perra chica respondió el carbonero-; te daré cuatro, si me ayudas a llevar hasta mi
casa estas dos carretas de carbón.
-¡De ningún modo! -respondió el muñeco, ofendido-. ¡Yo no sirvo para hacer de burro; yo no he
tirado nunca de una carreta!
-Mejor para ti -respondió el carbonero-. Pues, entonces, hijo mío, si tienes hambre, cómete una
buena ración de tu orgullo, y ten cuidado de no coger una indigestión.
Pocos minutos después pasó por el camino un albañil que llevaba al hombro un cesto de cal.
-Buen hombre, tendría usted la caridad de dar una perra chica a un pobre muchacho que se muere
de hambre.

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-Con mucho gusto -respondió el albañil-. Vente conmigo, ayúdame a llevar la cal, y en vez de una
perra chica te daré cinco.
-Pero la cal pesa mucho, y yo no quiero fatigarme -replicó Pinocho.
-Pues si no quieres fatigarte, cómete los codos, y que te haga buen provecho, hijo mío.
En menos de media hora pasaron otras veinte personas, y a todas les pidió limosna Pinocho; pero
respondieron:
-¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el vago por el camino, valía más que buscaras algún
trabajo para ganarte el pan!
Por último, pasó una mujercita que llevaba dos cántaros de agua.
-¿Haría usted el favor de dejarme beber un sorbo de agua en el cántaro? -le dijo Pinocho, que
estaba abrasado por la sed.
-Bebe lo que quieras, hijo mío -dijo la mujercita poniendo los cántaros en tierra.
Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, balbuceó, pasándose el dorso de la mano por los
labios:
-¡Ya me he quitado la sed! ¿Quién pudiera hacer lo mismo con el hambre?
Al oír estas palabras, la buena mujercita le dijo en el acto:
-Si me ayudas a llevar a mi casa uno de estos cántaros, te daré un buen pedazo de pan.
Pinocho miró el cántaro, pero no respondió.
-Y además del pan te daré un buen plato de coliflor con aceite y vinagre -añadió la buena mujer.
Pinocho echó otra mirada al cántaro, pero tampoco contestó.
-Y después de la coliflor te daré un pastel relleno de crema.
Al oír tan seductora proposición ya no pudo resistir Pinocho su glotonería, y dijo con ánimo
resuelto:
-¡Paciencia! ¡Llevaré el cántaro hasta la casa!
Como el cántaro era muy pesado para llevarlo al brazo, se resignó Pinocho a ponérselo en la
cabeza.
Cuando llegaron a la casa, la buena mujer hizo sentar a Pinocho ante una mesita cubierta con un
mantel muy limpio, y colocó en ella el pan, la coliflor ya condimentada y el pastel de crema.
Pinocho no comió, sino que devoró; su estómago parecía un cuarto vacío y deshabitado desde
hacía cinco meses.

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Cuando ya había calmado la rabiosa hambre que le mordía el estómago, levantó la cabeza para
dar las gracias a su bienhechora, pero apenas la hubo mirado, se quedó estupefacto, con los ojos
extraordinariamente abiertos, el tenedor en el aire y la boca llena de pan y coliflor.
-¿Qué te sucede? -dijo sonriendo la buena mujer.
-¡Es que... -contestó Pinocho balbuceando-; es que... me parece que estoy soñando! ¡Usted me
recuerda...! ¡Sí, sí; la misma voz...los mismos ojos... los mismo cabellos! ¡Sí, sí...; también usted
tiene el pelo azul turquí como ella! ¡Oh, Hada preciosa! ¡Oh, hermana mía! ¡Dime que eres tú, tú
misma! ¡No me hagas llorar más! ¡Si supieras cuanto he llorado y cuánto he sufrido!
Y al decir esto lloraba Pinocho desconsoladamente, y puesto de rodillas abrazaba a la misteriosa
mujercita.

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Capítulo XXV

Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar.

Al principio la mujercita negaba que fuese el Hada de los cabellos azules; pero después, viéndose
descubierta y no queriendo continuar más tiempo la comedia, terminó por darse a conocer, y dijo
a Pinocho:
-¡Bribón de muñeco! ¿Cómo has podido acertar que era yo?
-¡Es por lo mucho que te quiero!
-¿Te acordabas de mí? Me dejaste siendo niña, y ahora me encuentras hecha una mujer; tanto, que
pudiera servirte de mamá.
-Y yo me alegro mucho, porque en vez de hermanita te llamaré mamá. ¡Hace tanto tiempo que
deseaba tener una mamá como los demás niños!
-La tendrás si sabes merecerlo.
-¿De veras? ¿Qué puedo hacer para merecerlo?
-Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un niño bueno.
-¿Es que no lo soy?
-No, no lo eres. Los niños buenos son obedientes; pero tú...
-Yo no obedezco nunca.
-Los muchachos buenos tienen amor al estudio y al trabajo; pero tú...
-Yo, en cambio, estoy todo el año hecho un holgazán y un vagabundo.

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-Los niños buenos dicen siempre la verdad.


-Y yo digo mentiras.
-Los niños buenos van con gusto a la escuela.
-Y a mí la escuela me da dolor de cabeza. Pero de hoy en adelante quiero cambiar de vida.
-¿Me lo prometes de verdad?
-¡Lo prometo! Quiero ser muy bueno y quiero ser el consuelo de mi papá ¿Donde estará a estas
horas mi pobre papá?
-No lo sé.
-¿Tendré aún la suerte de volver a verle y de abrazarle?
-Creo que sí, pero no estoy segura.
Tal contento causó a Pinocho esta respuesta, que tomó las manos del Hada y comenzó a besarla
entusiasmado. Después levantó la cabeza, y mirándola cariñosamente preguntó:
-Dime, mamita: ¿verdad que no te habías muerto?
-Por lo visto... -respondió el Hada sonriendo.
-¡Si supieras qué dolor tan grande sentí al leer: “Aquí yace...”!
-Ya lo sé, y por eso te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me hizo conocer que tenías buen
corazón, y cuando un niño tiene buen corazón se puede esperar algo de él, aunque sea un poco
travieso y revoltoso; es decir, se puede esperar que vuelva al buen camino. Por eso he venido a
buscarte hasta aquí. Yo seré tu mamá...
-¡Oh, qué bien! -gritó Pinocho saltando de alegría.
-Tú me obedecerás, y harás siempre lo que te diga.
-¡Todo, todo, todo y muy contento!
-Desde mañana irás a la escuela -continuó el Hada.
Pinocho se puso un poco menos alegre.
-Después escogerás el oficio que te parezca.
Pinocho se puso serio.
-¿Qué murmuras entre dientes? -preguntó el Hada con acento de disgusto.
-Decía... -balbuceó el muñeco a media voz- que ahora ya me parece algo tarde para ir a la escuela.

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-No, señor. Para instruirse y aprender, nunca es tarde.


-Pero yo no quiero aprender ningún oficio.
-¿Por qué?
-Porque el trabajo me cansa mucho.
-Hijo mío -dijo el Hada-, los que piensan de ese modo acaban siempre en la cárcel o en el hospital.
Todo hombre, nazca pobre o nazca rico, está obligado en este mundo a hacer algo, a tener una
ocupación, a trabajar. ¡Ay del que se deje dominar por la pereza! La pereza es una enfermedad
muy grave y muy fea, y hay que curarla siendo niño, porque cuando se llega a ser mayor ya no
tiene cura.
Estas palabras causaron gran impresión en Pinocho, que levantando vivamente la cabeza, dijo al
Hada:
-Yo estudiaré, trabajaré y haré todo lo que me digas, porque te quiero mucho, y porque tú tienes
que ser siempre mi mamá.

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Capítulo XXVI

Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar


para ver al terrible dragón.

Al día siguiente fue Pinocho a la escuela.


¡Figuraos lo que ocurriría entre aquella caterva de muchachos traviesos al ver que entraba en la
escuela un muñeco! Aquello fue una de risotadas que no tenía fin. Uno le hacía una mueca, otro le
tiraba por detrás de la chaqueta, otro le hacía caer el gorro de la mano, alguno intentó pintarle con
tinta unos bigotes, y no faltó quien quisiera atarle hilos a los pies y a las manos para hacerle bailar.
Al principio Pinocho tuvo paciencia; pero cuando ésta se le iba ya acabando, se encaró con los más
atrevidos y les dijo con cara de pocos amigos.
-¡Mucho cuidado conmigo! ¡Yo no he venido aquí para divertir a nadie! Yo respeto a los demás, y
quiero a mi vez ser respetado.
-¡Bravo, Tonino; has hablado como un libro! -gritaron aquellos monigotes, aumentando su algazara,
y uno de ellos, más impertinente y atrevido que los demás, trato de agarrar al muñeco por la punta
de la nariz.
Pero no tuvo tiempo, porque Pinocho levantó la pierna y le dio un puntapié en la espinilla.
-¡Ay! ¡Qué pie más duro! -gritó el muchacho, rascándose la parte dolorida.
-¡Y qué brazo! ¡Aún más duro que los pies! -dijo otro que se había ganado un codazo en el estómago
por haber querido dar a Pinocho otra broma desagradable.

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Aquel puntapié y aquel codazo, dados tan a tiempo, hicieron adquirir a Pinocho la estimación
y la simpatía de todos los muchachos de la escuela; todos ellos quisieron ser amigos suyos, y le
hicieron mil protestas de afecto.
El maestro también se mostró satisfecho, porque le veía atento, estudioso, inteligente, siempre el
primero para entrar en la escuela, y el último para ponerse en pie cuando había terminado la hora.
El único defecto que tenía era frecuentar demasiado la compañía de los muchachos más traviesos
y menos estudiosos.
El maestro se lo advertía todos los días, y tampoco el Hada se cansaba de repetirle:
-¡Ten mucho cuidado, Pinocho! Tarde o temprano, esos malos compañeros acabarán por hacerte
perder la afición al estudio, y acaso también por atraerte alguna desgracia grande.
-¡No hay cuidado! –respondió el muñeco encogiéndose de hombros y tocándose la frente con el
dedo índice, como queriendo decir: “Soy yo más listo de lo que parece”.
Pues, señor, que un día iba Pinocho a la escuela y se encontró con unos cuantos compañeros que
se acercaron a él y le dijeron:
-¿Sabes la gran noticia?
-Pues que ha venido a este mar un dragón grande como una montaña.
-¿De veras? Quizás sea el mismo de cuando se ahogó mi pobre papá.
-Nosotros vamos a la playa para verle. ¿Quieres venir?
-Yo, no; quiero ir a la escuela.
-¿Qué te importa la escuela? Iremos mañana. Por una lección más o menos no hemos de ser menos
burros.
-¿Y qué dirá el maestro?
-¡Déjale que diga! ¡Para eso le pagan: para estar riñendo todo el día!
-¿Y mamá?
-Las mamás no saben nunca nada -respondieron aquellos pilletes.
-¿Sabéis lo que voy a hacer? -dijo Pinocho-: Por ciertas razones que vosotros no sabéis, quiero ver
el dragón; pero iré después de salir de la escuela.
-¡Valiente tonto! -repuso uno de los del grupo-. ¿Se creerá, sin duda, que un pez de ese tamaño
va a esperarle para que lo vea a la hora que quiera? En cuanto se aburra de estar en este mar, se
marchará a otro, y si te he visto no me acuerdo.

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-¿Cuánto se tarda en llegar a la playa? -preguntó el muñeco.


-En una hora podemos ir y volver.
-¡Pues vamos allá, y a ver quien corre más! -gritó Pinocho.
Y dicho esto, aquellos monigotes, con los libros bajo el brazo, echaron a correr a través de los
campos. Pinocho iba siempre delante de todos: parecía tener alas en los pies.
De cuando en cuando volvía la cabeza para mirar hacia atrás, y se, burlaba de sus compañeros,
retrasados a una buena distancia. Al verlos jadeantes, fatigados, cubiertos de polvo y con una
cuarta de lengua fuera, se reía con toda el alma. ¡El infeliz no podía presumir en aquel momento
que aquella carrera le llevaba al encuentro de nuevas calamidades!

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Capítulo XXVII

Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. -Uno de estos cae herido, y
Pinocho es preso por la guardia civil.

Apenas llegaron a la playa, comenzó Pinocho a mirar ansiosamente por toda la extensión del mar,
pero no vio ningún dragón.
El agua estaba tan tranquila y clara, que parecía un inmenso espejo.
-¿Dónde está el dragón? -preguntó el muñeco, dirigiéndose a sus compañeros.
-Se habrá ido a merendar -dijo uno de ellos riendo.
-O se habrá metido en la cama para dormir la siesta -agregó otro, riendo aún más fuerte.
Pinocho comprendió que sus compañeros, para burlarse de él, habían inventado la historia del
dragón. Y al verse engañado, se enfadó mucho, y les dijo con acento de amenaza:
-Y ahora, ¿queréis decirme qué habéis ganado con esta broma tan tonta?
-¡Ya lo creo que hemos ganado! -respondieron a coro aquellos pilletes-. Hacerte perder la clase.
-¿No te da vergüenza de ser siempre tan puntual y de saberte todos los días las lecciones? ¿No te
da vergüenza de tanto romperte la cabeza estudiando?
-Y eso, ¿qué os importa a vosotros?
-Nos importa mucho, porque por tu culpa hacemos mal papel en la escuela.
-¿Por qué?

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-Porque los muchachos que estudian dejan en mal lugar a los que no quieren estudiar, como nos
pasa a nosotros. Y no queremos que nadie se luzca a costa nuestra. ¡Entiendes! ¡También nosotros
tenemos nuestro amor propio!
-Bueno. ¿Y qué es, entonces, lo que debo hacer para tenerlos contentos?
-Hacer que te fastidien, como a nosotros, la escuela, los libros y el maestro, que son nuestros tres
mayores enemigos.
-¿Y si yo quisiera seguir estudiando?
-No te miraríamos más a la cara, y en la primera ocasión que se presentase nos la pagarías.
-¡La verdad es que casi me dais risa! -dijo el muñeco rascándose la cabeza.
-¡Eh, Pinocho! -gritó entonces el mayor de aquellos muchachos mirándole fijamente a la cara-. ¡No
vengas aquí a pintarla de valiente! ¡No quieras hacerte el gallito, porque si tú no tienes miedo de
nosotros, tampoco nosotros lo tenemos de ti! ¡Ten presente que tú estas solo, y que nosotros somos
siete!
-¡Siete como los pecados capitales! -dijo Pinocho soltando una carcajada.
-¿Habéis visto? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha llamado pecados capitales!
-¡Pinocho, ten cuidado con lo que dices, porque si no...!
-¡Uy, qué miedo! -contestó el muñeco, sacándoles la lengua y haciéndoles burla.
-¡Pinocho, que vamos a acabar mal!
-¡Uy, qué miedo!
-¡Que vas a volver a casa con la nariz rota!
-¡Uy, qué miedo!
-¡Sí! ¡Ahora vas a ver! -gritó el más atrevido, dándole un coscorrón en la cabeza-. Toma este
capón, para que cenes esta noche.
Como es de suponer, la respuesta no se hizo esperar: el muñeco contestó en el acto con otro
coscorrón, y desde este momento el combate se hizo general y encarnizado.
Aunque Pinocho estaba solo, se defendía como un héroe. Sus duros pies de madera trabajaban
de tal manera, que sus enemigos se mantenían a respetuosa distancia. Allí donde uno de sus pies
conseguía alcanzar, dejaba un cardenal para recuerdo.
Cuando los siete muchachos se convencieron de que cuerpo a cuerpo no podían meter mano al
muñeco, echaron mano de los proyectiles, y soltando las correas con que llevaban sujetos los
libros, empezaron a apedrearle con ellos.

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Pero Pinocho, que era listo y ágil, esquivaba los golpes dando saltos, y los libros, uno a uno, fueron
cayendo al mar sin que ninguno le tocara.
¡Figuraos la revolución que se armó entre los peces! Creyendo que los libros eran cosa de comer,
iban disparados a cogerlos; pero apenas daban un bocado se apresuraban a escupir el papel,
haciendo una rueda, como si dijeran: “¡Uf! ¡Qué malo está esto! Mi cocinera guisa mucho mejor”.
Entretanto el combate seguía siempre encarnizado; cuando he aquí que un cangrejo muy grande
que había salido del agua y que andaba perezosamente por la playa, dijo con voz atiplada:
-¡Basta ya, locos, que no se os puede llamar de otro modo! Juego de manos, son juegos de villanos.
Estoy viendo que os vais a hacer daño. ¡Esas peleas suelen terminar con una desgracia!
¡Predicar en desierto! El bueno del cangrejo pudo muy bien ahorrarse saliva. En vez de hacerle
caso, el diablejo de Pinocho se volvió, y mirándole con ojos de cólera, le dijo ásperamente:
-¡Cállate, mamarracho! ¡Vaya una voz ridícula! Más te valdría tomar unas pastillas para curarte la
garganta. ¡Anda, anda, vete a la cama y procura sudar el resfriado!
Los otros muchachos habían ya dado fin de sus libros; pero en aquel momento vieron el cartapacio
de Pinocho y se apresuraron a cogerlo.
Entre sus libros había uno encuadernado con cartón grueso y con el lomo y las puntas de pergamino.
Era un Tratado de Aritmética. ¡Podéis imaginaros lo pesado que sería!
Uno de los muchachos se apoderó del libro, y apuntando a la cabeza de Pinocho, lo lanzó con
toda la fuerza que pudo; pero en vez de dar al muñeco, fue a estrellase en la cabeza de otro de los
muchachos, que se quedó blanco como la cera y cayó en la arena, diciendo:
-¡Madre mía! ¡Yo me... muero!
A la vista del presunto cadáver echaron a correr los asustados muchachos, y pocos instantes después
habían desaparecido.
Pinocho no escapó; a pesar de que el dolor y el espanto le tenían más muerto que vivo, fue a mojar
su pañuelo en el agua del mar, y empezó a humedecer las sienes que su desgraciado compañero de
escuela. Y en tanto que realizaba esta operación, llorando desesperadamente, llamaba al muerto
por su nombre, y decía:
-¡Paco! ¡Paquito! ¡Abre los ojos y mírame! ¿Por qué no respondes? ¿No me oyes? No he sido yo,
¡sabes!, el que te ha hecho daño, ¿sabes? ¡Créeme: de verdad que no he sido yo! ¡Abre los ojos,
Paquito! ¡Si los tienes así cerrados, harás que yo también me muera! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podré
volver ahora a mi casa? ¿Con qué cara me presentaré a mi mamá? ¿Qué va a ser de mí? ¿Dónde
podré esconderme? ¡Cuanto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¿Por qué habré hecho caso de esos
compañeros, que son mi perdición? Bien me lo había advertido el maestro, y también mi mamá,
que me repetía: “¡Guárdate de las malas compañías!” ¡Pero yo soy un testarudo y un desobediente,

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que oigo como quien oye llover todos los consejos, y hago siempre mi voluntad, sin tener presente
que después tengo que pagar las consecuencias! ¡Por eso, y sólo por eso, no he tenido aún una hora
de tranquilidad desde que estoy en el mundo! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?
Y Pinocho continuaba llorando, lamentándose y llamando al pobre Paquito, cuando sintió de
pronto ruido de pasos que se acercaban.
Volvió la cabeza, y vio una pareja de la guardia civil.
-¿Qué haces ahí en el suelo? -preguntó uno de los guardias.
-Estoy auxiliando a este compañero de escuela.
-¿Se ha puesto malo?
-Parece que sí.
-¡Qué malo ni qué ocho cuartos! -dijo el otro guardia, que se había inclinado y miraba a Paco
atentamente-. Lo que tiene este muchacho es que le han herido en la sien ¿Quién ha sido?
-¡Yo no he sido! -balbuceó el muñeco, que se quedó, como suele decirse, sin gota de sangre en el
cuerpo.
-Pues si no has sido tú, entonces, ¿quién le ha herido?
-¡Yo, no! -repitió Pinocho.
-¿Con qué ha sido herido?
-Con este libro -dijo el muñeco, recogiendo del suelo y mostrando a los guardias aquel Tratado de
Aritmética, encuadernado en cartón y pergamino.
-¿De quién es este libro?
-Mío.
-¡Basta ya; no necesitamos saber más! Ponte en pie y ven con nosotros.
-¡Pero si yo...!
-¡Ven con nosotros!
-¡Pero si soy inocente!
-¡Bueno, bueno; ven con nosotros, y a callar!
Antes de marchar, llamaron los guardias a unos pescadores que en aquel momento pasaban en su
barca cerca de la orilla, y les dijeron:

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-Aquí os dejamos este muchacho, que ha sido herido en la cabeza, para que le llevéis a vuestra casa
y le cuidéis. Mañana vendremos por aquí para verle.
Después se volvieron hacia Pinocho, y, poniéndole en medio, le dijeron con voz áspera:
-¡En marcha, y aprieta el paso! ¡Si no, te haremos andar de otra manera!
No se lo hizo repetir el muñeco, y empezó a caminar por el sendero que conducía a la población;
pero el pobre diablo no sabía en qué mundo se encontraba. Creía soñar. ¡Mas era un sueno tan
horrible... ¡Apenas veía lo que le rodeaba; le temblaban las piernas y tenia la boca seca y la lengua
pegada al paladar, que apenas hubiera podido decir una palabra. Y, sin embargo, en medio de aquel
atontamiento había una idea fija que le causaba tristeza y dolor: la de que tenía que pasar entre
aquellos dos guardias por debajo de la ventana de su buena Hada. ¡Hubiera preferido morir!
Estaba ya para entrar en la población, cuando una ráfaga de aire arrebató el gorro de la cabeza de
Pinocho y lo llevó a una distancia de diez o doce pasos.
-¿Me permiten ustedes -dijo el muñeco a los guardias- que vaya a recoger mi gorro?
-Ve, y despacha pronto.
El muñeco fue a recoger su gorro; pero en vez de ponérselo en la cabeza lo sujetó con los dientes,
y echó a correr con todas sus fuerzas en dirección de la playa. Aquello no era un muñeco: era una
bala disparada.
Juzgando los guardias que les sería difícil alcanzarle, le azuzaron un perro de presa que había
ganado el premio en todas las carreras de perros. Mucho corría Pinocho, pero el perro corría más.
La gente se asomaba a las ventanas y se arremolinaba en el camino, ansiosa de ver el resultado de
aquella feroz persecución. Pero no pudieron conseguirlo, porque Pinocho y el perro levantaban tal
nube de polvo, que a los pocos momentos ya no se les veía.

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Capítulo XXVIII

Pinocho corre peligro de ser frito en una sartén como un pez.

Durante aquella desesperada carrera hubo un momento en que Pinocho se creyó perdido, porque
Chato (que así se llamaba el perro de presa) casi le daba alcance; de tal modo, que el muñeco no
sólo; sentía la jadeante respiración del animal, sino el mismo calor de su aliento.
Por fortuna estaban ya en la playa, y el mar estaba a pocos pasos. Entonces el muñeco dio un
soberbio salto, como no lo hubiera dado mejor una rana, y fue a caer en el agua. Chato quiso
detenerse; pero, llevado por el ímpetu de la carrera, fue a parar también en el mar.
El desgraciado no sabía nadar; así es que empezó a dar manotazos y patadas para mantenerse a
flote; pero cuando más manoteaba, más se iba hundiendo.
Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió sacar un momento la cabeza del agua, y gritó ladrando:
-¡Socorro! ¡Que me ahogo!
-¡Revienta de una vez! -respondió a lo lejos Pinocho, libre ya de peligro.
-¡Ayúdame, Pinocho mío! ¡Sálvame de la muerte, por caridad!
Al oír estos ruegos desgarradores, el muñeco, que tenía un corazón excelente, se conmovió, y
volviéndose hacia el perro le dijo:
-Pero si te ayudo a salvarte, ¿me prometes no correr más detrás de mí?
-¡Te lo prometo, sí, sí! ¡Pero ven pronto, por favor; porque sí tardas un minuto, estiro la pata!

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Aún dudó un momento Pinocho; pero, acordándose de que su papá le había dicho muchas veces que
nunca se pierde por hacer una buena acción, fue nadando hasta reunirse con Chato, y agarrándole
por la cola, le condujo sano y salvo hasta la arena de la playa.
El pobre perro no podía mantenerse en pie: había bebido tanta agua salada, que estaba hinchado
como un globo. Por otra parte, Pinocho, que no las tenía todas consigo, creyó prudente arrojarse
de nuevo al mar, y se alejó de la orilla gritando:
-¡Adiós, Chato; que sigas bueno; muchos recuerdos a tu familia!
-¡Adiós, Pinocho! -respondió el perro-. ¡Mil gracias por haberme librado de la muerte! ¡Me has
prestado un gran servicio, y todo tiene su pago en este mundo! ¡Si se presenta la ocasión, ya
hablaremos de esto!
Pinocho continuó nadando, manteniéndose siempre cerca de la orilla. Finalmente, le pareció que
se hallaba en sitio seguro; miro hacia la playa, y vio entre las rocas una especie de gruta, de la cual
salía un largo penacho de humo.
-En esa gruta debe de haber fuego -se dijo-. ¡Tanto mejor! Iré a secarme y a calentarme. ¿Y
después? ¡Después sucederá lo que Dios quiera!
Tornada ya su resolución, se acercó a la orilla; pero cuando iba a trepar por las rocas, sintió que
salía algo del fondo, algo que le recogía y le hacía salir por el aire. Trató de escapar; pero ya era
tarde, porque, con asombro grande, se encontró preso dentro de una fuerte red de pescar, y entre
una multitud de pescados de todas clases y tamaños, que coleaban desesperadamente.
Al mismo tiempo vio salir de la gruta un pescador tan feo, tan feo, que parecía un monstruo
marino. Su cabeza, en vez de pelo, tenía una espesa mata de hierba verde; los ojos eran verdes,
verde la piel y verde la barba, tan larga, que casi llegaba hasta el suelo.
Parecía un enorme lagarto que andaba derecho sobre las patas traseras.
Cuando el pescador sacó la red fuera del mar, exclamó con gran alegría:
-¡Bendita sea la Providencia! ¡También hoy me voy a dar un buen atracón de peces!
-¡Menos mal que yo no soy pez! -se dijo Pinocho recobrando un poco de valor.
La red, con toda la pesca que contenía, fue llevada al interior de la gruta, una cueva oscura y
ahumada, en el centro de la cual estaba calentándose una gran sartén de aceite, con un olor a sebo
que no dejaba respirar.
-¡Vamos a ver lo que he pescado! -dijo el pescador verde, metiendo en la red una mano tan grande
como una pala de horno y sacando un puñado de salmonetes.
-¡Buenos salmonetes! -continuó, mirándolos con gran complacencia, y arrojándolos después en un
barreño.

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Volvió a repetir la operación, y cada vez que sacaba un puñado de peces se le hacía la boca agua
y decía:
-¡Estupendos lenguados!
-¡Magníficos besugos!
-¡Hermosas sardinas!
-¡Vaya unos calamares!
-Pues, ¿y estos boquerones, que habrá que comer con raspa y todo?
-¡Oh, qué langostinos tan ricos!
Como es de suponer, calamares, langostinos, besugos, sardinas, boquerones y lenguados fueron a
parar al barreño, para hacer compañía a los salmonetes.
En la red no quedaba ya más que Pinocho.
Cuando el pescador le tuvo en la mano, abrió más aún sus verdes ojazos, y gritó con asombro y
casi con temor:
-¿Qué clase de pescado es éste? ¡Yo no recuerdo haber comido nunca uno semejante!
Y volvió a mirarle y remirarle bien por los cuatro costados, diciendo por último:
-¡Debe ser un cangrejo de mar!
Mortificado Pinocho al oír que le confundían con un cangrejo de mar, dijo con acento resentido:
-Pero, ¡qué cangrejo ni qué narices! ¡Pues no faltaba más! Yo no soy un cangrejo: soy un muñeco,
para que usted lo sepa.
-¡Un muñeco! Confieso que no he visto nunca ningún pez-muñeco. ¡Tanto mejor! ¡Así te comeré
con más gusto!
-¿Comerme? ¡Pero, hombre, si yo no soy un pez! ¿No está usted viendo que pienso y que hablo
como usted?
-¡Toma, pues es verdad! -dijo el pescador-. En fin, puesto que eres un pez que tienes la suerte de
pensar y de hablar como yo, voy a tener contigo algunos miramientos.
-¿Cuáles?
-En prueba de amistad y de especial consideración, te dejo elegir la forma en que he de guisarte.
¿Quieres que te ponga frito con patatas, o prefieres la salsa mayonesa?
-A decir verdad -repuso Pinocho-, si yo he de escoger, prefiero ser puesto en libertad para volver
a mi casa.

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-¡Vamos, tú bromeas! ¿Te parece que voy a perder la ocasión de comer un pescado tan raro como
tú? ¡No se pescan todos los días en estos mares peces-muñecos! ¡Déjame a mí! ¡Verás! Voy a
freírte en la sartén con todos los demás pescados, y no podrás quejarte. Siempre es un consuelo ser
frito en compañía.
Al oír esta sentencia tan poco consoladora, el pobre Pinocho empezó a llorar, a gritar y a lamentarse:
-¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¡He hecho caso de las malas compañías, y ahora voy
a pagarlo! ¡Hi... hi... hi...!
Y como se revolvía igual que si fuera una anguila, y hacía esfuerzos extraordinarios para librarse
de las manos del pescador, éste cogió un fuerte junco y le ató brazos y piernas, como si fuera una
langosta, arrojándole después en el barrero con los demás pescados.
Después sacó un bote lleno de harina y empezó a enharinarlos. A medida que iba cubriéndolos
de harina por todas partes, los echaba en la sartén. Los primeros que tuvieron que bailar en el
aceite hirviendo fueron los pobres besugos; después les tocó la vez a los calamares, siguiendo los
salmonetes; luego las sardinas, los lenguados y los boquerones. Llegó el turno de Pinocho, que al
verse tan cerca de la muerte (¡y qué horrible muerte!), sintió ya tal espanto, que no tuvo fuerzas
para gritar ni para quejarse.
El pobre no podía pedir compasión más que con los ojos; pero el pescador verde, sin mirarle
siquiera, le dio cinco o seis vueltas por la harina, cubriéndole perfectamente de pies a cabeza, de
tal manera que parecía un muñeco de yeso.
Después le agarró por las piernas, y...

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Capítulo XXIX

Vuelve Pinocho a casa del Hada. -Gran merienda de café con leche para
solemnizar el éxito de Pinocho en sus exámenes.

Cuando el pescador se disponía a echar a Pinocho en la sartén, entró en la gruta un enorme perro,
atraído por el olor del pescado frito.
-¡Largo de aquí! -gritó el pescador amenazándole, y teniendo siempre en la mano el muñeco.
Pero el pobre animal tenía un hambre terrible, y gruñía y meneaba la cola, como queriendo decir:
-¡Dame un poco de pescado frito y te dejaré en paz!
-¡Largo de aquí, te digo! -repitió el pescador, alargando la pierna como para darle un puntapié.
Entonces el perro, que cuando le apretaba el hambre de verdad no tenía miedo a nada, se volvió
furioso contra el pescador, enseñándole los terribles colmillos.
Al mismo tiempo se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que dijo:
-¡Sálvame, Chato, que me van a freír!
El perro conoció en el acto la voz de Pinocho, y observó con gran asombro que la voz salía de
aquel bulto enharinado que el pescador tenía en la mano.
¿Y qué hizo? Pues, dando un salto, tomó delicadamente entre los dientes al muñeco enharinado, y
salió de la gruta corriendo como el viento.
Furioso el pescador de que le arrebataran aquel pez que pensaba comer con tanto gusto, trató de
alcanzar al perro; pero apenas había dado algunos pasos, le acometió un golpe de tos que le hizo
volver atrás.

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Mientras tanto, Chato había llegado a la senda que conducía a la población, y depositó en tierra a
su amigo Pinocho.
-¡Cuánto tengo que agradecerte! -dijo el muñeco.
-¡Nada absolutamente! -respondió el perro-. Tú me salvaste a mí, y todo tiene su pago en este
mundo: hay que ayudarse unos a otros.
-Pero, ¿cómo es que me has encontrado en aquella gruta?
-Es que seguía tendido en la playa, mas muerto que vivo, cuando el aire me trajo un olorcillo a
pescado frito que me abrió el apetito de par en par; así es que: me levanté para ir al sitio de donde
venía aquel olor. ¡La verdad es que si llego un minuto más tarde...!
-¡No me lo digas! -exclamó Pinocho, que aún temblaba de miedo-. ¡No me lo recuerdes! ¡Si
llegas un minuto más tarde, a estas horas estaría yo frito con patatas! ¡Uf! ¡Sólo de pensarlo me
estremezco!
Chato no pudo menos de reírse, y tendió su mano derecha al muñeco que la estrechó amistosamente,
y después se separaron.
El perro tomó el camino de su casa, y Pinocho se dirigió hacía una cabaña que estaba cerca de allí,
y preguntó a un viejecito que se hallaba en la puerta calentándose al sol:
-Dígame, buen hombre: ¿sabe usted algo de un muchacho que fue herido en la cabeza, y que se
llama Paquito?
-A ese muchacho le trajeron unos pescadores a esta cabaña; pero ya...
-¿Pero ya habrá muerto? -interrumpió Pinocho con gran dolor.
-No; ahora ya está bueno, y se ha marchado a su casa.
-¿De veras? ¿Es verdad eso? -gritó el muñeco saltando de alegría-. ¿De modo que la herida no era
grave?
-Pero podía haber resultado gravísima, y aun mortal -respondió el viejecito-, porque le tiraron a la
cabeza un grueso libro encuadernado en cartón.
-¿Y quién se lo tiró?
-Un compañero de escuela, llamado Pinocho.
-¿Y quién es ese Pinocho? -preguntó el muñeco, haciéndose el ignorante.
-Dicen que es un niño muy malo, un holgazán, un pícaro de tomo y lomo.
-¡Calumnias! ¡Todo eso son calumnias!
-¿Conoces a Pinocho?

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-De vista -contestó el muñeco.


-¿Y qué concepto tienes formado de él?
-Pues a mí me parece que es un excelente muchacho, que tiene gran amor al estudio, obediente,
muy amante de su papá y de toda la familia.
Mientras el muñeco decía todas estas mentiras con la mayor frescura, se echó mano a la nariz, y
observó que había crecido más de un palmo. Entonces empezó a chillar lleno de miedo:
-¡No haga usted caso de todo lo que le he dicho, buen hombre, porque conozco perfectamente a
Pinocho, y puedo asegurarle también yo que es un muchacho malo, desobediente y holgazán, y que
en vez de ir a la escuela se va con los compañeros a vagar por ahí!
Apenas hubo terminado de decir estas palabras, se acortó su nariz, y quedó del tamaño que tenía
antes.
-¿Y por que estás así pintado de blanco? -preguntó poco después el viejecito.
-Le diré a usted: sin darme cuenta, me he restregado contra un muro que estaba recién blanqueado
-respondió el muñeco, dándole vergüenza confesar que había sido enharinado como un pescado,
para freírle después en olla sartén.
-¿Y qué has hecho de la chaqueta, de los calzones y del gorro?
-Me he encontrado con unos ladrones que me lo han quitado todo. Dígame, buen hombre: ¿No
podría usted darme, por casualidad, algo con que pudiera vestirme para volver a mi casa?
-Hijo mío, no tengo ningún traje que poder darte: solo tengo un saco pequeño para guardar chufas.
Si lo quieres, mirarlo: aquí está.
No se lo hizo decir Pinocho dos veces: tomó en el acto el saco, que estaba vacío, haciéndole, con
unas tijeras que pidió una abertura en el fondo y otras dos a los lados, se lo endosó a modo de
camisa.
Vestido de este modo tan ligero, se dirigió a la población; pero al llegar al camino empezó a
titubear, tan pronto avanzando como retrocediendo, y diciéndose para sus adentros:
-¿Cómo me presentaré a mi buena Hada? ¿Qué dirá cuando me vea? ¿Querrá perdonarme esta
segunda diablura? ¡Me temo que no me la va a perdonar! ¡Oh, de seguro que no! ¡Y me estará bien
empleado, porque soy un monigote que siempre estoy prometiendo corregirme, y nunca lo hago!
Entró en la población siendo ya noche cerrada; y como estaba lloviendo a cántaros, decidió ir
derechito a la casa del Hada y llamar a la puerta hasta que le abrieran.

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Al llegar frente a la casa sintió que le faltaba el valor, y en vez de llamar se alejó corriendo como
unos veinte pasos. Volvió segunda vez, pero también se apartó sin hacer nada. Volvió tercera vez,
y lo mismo. Sólo a la cuarta vez se atrevió a levantar, temblando, el llamador de hierro y a dar un
golpecito muy suave.
Esperó pacientemente, y al cada de media hora se abrió una ventana del último piso (la casa tenía
cuatro), y vio Pinocho asomarse un caracol muy grande, con una vela encendida en la cabeza, que
preguntó:
-¿Quién llama a estas horas?
-¿Está el Hada en casa?
-El Hada está durmiendo, y no quiere que se la despierte. ¿Quién eres tú?
-Soy yo.
-¿Quién?
-Pinocho.
-¿Qué Pinocho?
-El muñeco que vive en esta casa con el Hada.
-¡Ah, ya sé! -dijo el caracol-. Espérame, que ahora bajo y te abriré en seguida.
-¡Anda de prisa, por caridad porque estoy muriéndome de frío!
-Hijo mío, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Pasó una hora, y pasó otra sin que se abriera la puerta, por lo cual Pinocho, que estaba completamente
calado de agua y que temblaba de frío y de miedo, cobró ánimo y llamó segunda vez, pero algo
más fuerte que la primera.
A esta segunda llamada se abrió una ventana del piso de más abajo, o sea del piso tercero, y se
asomó el mismo caracol.
-¡Buen caracol! -gritó Pinocho desde la calle-. Hace dos horas que estoy esperando, y dos horas
con esta noche tan mala parecen dos años. ¡Date prisa, por caridad!
-¡Hijo mío! -le respondió desde la ventana aquel animal tan tranquilo y flemático-, yo soy un
caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Y volvió a cerrarse la ventana.
Sonó poco después la media noche, sonó la una, sonaron las dos, y la puerta siempre cerrada.

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Entonces perdió Pinocho la paciencia, y agarró con rabia el llamador para dar un golpe que hiciera
retemblar toda la casa; pero aquel llamador, que era de hierro, se convirtió en una anguila viva, que
escurriéndose entre las manos desapareció en el arroyo de agua que corría por el centro de la calle.
-Sí, ¿eh? -gritó Pinocho, cada vez más lleno de cólera-. ¡Pues si el llamador ha desaparecido, yo
seguiré llamando a fuerza de patadas!
Y echándose un poco hacia atrás, pegó una furiosa patada en la puerta de la casa. Tan fuerte fue el
golpe, que penetró el pie en la madera cerca de la mitad, y cuando el muñeco quiso sacarlo, fueron
inútiles todos sus esfuerzos, porque se había introducido como si fuera un clavo.
¡Figuraos en qué postura quedó el pobre Pinocho! Tuvo que pasarse toda la noche con un pie en
tierra y el otro en el aire.
Por último, al ser de día se abrió la puerta. Aquel excelente caracol no había tardado en bajar desde
el cuarto piso a la calle nada más que nueve horas, y aun así llegó sudando.
-¿Qué haces con ese pie metido en la puerta? -preguntó riendo al muñeco.
-Ha sido una desgracia que me ha ocurrido. ¿Quieres probar a ver si puedes librarme de este
suplicio?
-¡Hijo mío, eso es cosa del carpintero, y yo no soy carpintero!
-Díselo al Hada, de mi parte.
-El Hada está durmiendo y no quiere que se le despierte.
-Pero, ¿qué quieres que haga clavado todo el día en esta puerta?
-Entretente en contar las hormigas que pasan por el camino.
-¡Tráeme, al menos, algo de comer, porque estoy desfallecido!
-¡En seguida! -dijo el caracol.
Al cabo de tres horas y media volvió, trayendo en la cabeza una bandeja de plata, en la cual había
un pan, un pollo asado y cuatro albaricoques maduros.
-¡Ahí tienes el desayuno que te envía el Hada! -dijo el caracol.
Al ver tan excelente comida se tranquilizó algo Pinocho; pero, ¡cuál no sería su desengaño cuando,
al tratar de comer, se encontró con que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los albaricoques de
cera, aunque todo tan bien hecho, que parecía de verdad!
Se echó a llorar, y lleno de desesperación quiso tirar a lo lejos la bandeja de plata y todo lo que
contenía; pero no llegó a hacerlo porque, fuese efecto del dolor o de la debilidad de estómago, se
desmayó.

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Cuando recobró el conocimiento se encontró tendido en un sofá y con el Hada a su lado.


-También te perdono por esta vez -le dijo el Hada-; pero, ¡pobre de ti si vuelves a hacer otra de las
tuyas!
Pinocho prometió firmemente estudiar y ser bueno, y cumplió su promesa todo el resto del año.
Cuando llegaron los exámenes que se celebraban antes de las vacaciones, tuvo el honor de ganar
el primer premio: y tan satisfactorio fue en general su comportamiento, que el Hada le dijo muy
contenta:
-Para celebrar tu triunfo, vamos a convidar a merendar a tus amigos.
Pinocho se puso muy contento.
Quien no haya presenciado la alegría de Pinocho al oír esta inesperada noticia, no podrá figurársela.
Todos sus amigos y compañeros de escuela debían ser invitados para una merienda que había de
celebrarse al día siguiente en la casa del Hada, para solemnizar el gran acontecimiento, El Hada
había mandado preparar doscientas tazas de café con leche y cuatrocientos panecillos untados de
manteca por dentro y por fuera. Aquella fiesta prometía ser muy alegre y divertida; pero...
Por desgracia, siempre había en la vida de aquel muñeco un pero que todo lo echaba a perder.

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Capítulo XXX

Pinocho, se escapa con su amigo Espárrago al país de los juguetes.

Pinocho pidió al Hada que le permitiese dar una vuelta por la población, a fin de invitar a sus
compañeros, y el Hada le dijo:
-Vete, pues, a invitar a todos tus amigos y compañeros para la merienda de mañana; pero ten
cuidado de volver a casa antes de que sea de noche. ¿Has comprendido?
-Te prometo que dentro de una hora estaré de vuelta -replicó el muñeco.
-¡Ten cuidado, Pinocho! Todos los muchachos prometen en seguida, pero raras veces saben cumplir
lo ofrecido.
-Pero yo no soy como los demás: cuando yo digo una cosa, la sostengo.
-¡Ya lo veremos! Si no obedeces, tanto peor para ti.
-¿Por qué?
-Porque a los niños desobedientes les pasan muchas desgracias.
-¡Ya lo sé, ya! ¡Bien caro me ha costado ser tan travieso! Pero ya he cambiado y siempre seré
bueno -dijo Pinocho.
Sin decir una palabra más saludó el muñeco a la buena Hada que le servía de mamá, y cantando y
bailando salió de la casa.

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En poco más de una hora quedaron hechas todas las invitaciones. Algunos muchachos aceptaron en
seguida y con mucho gusto; otros se hicieron rogar algo; pero cuando supieron que los panecillos
con que se iba a tomar el café con leche no sólo estarían untados de manteca por dentro, sino
también por fuera, acabaron por decir:
-¡Bueno; pues iremos también, por complacerte!
Ahora conviene saber que entre los amigos y compañeros de escuela Pinocho había uno a quien
quería y distinguía sobre los demás.
Llamábase este amigo Ricardo; pero todos le llamaban por el sobrenombre de Espárrago, a causa
de su figura seca, enjuta y delgada como un espárrago triguero.
Espárrago era el muchacho más travieso y revoltoso de toda la escuela; pero Pinocho le quería
entrañablemente; así es que no dejo de ir a su casa para invitarle a la merienda. Como no le
encontró, volvió segunda vez, y tampoco; volvió una tercera, y también perdió el viaje.
¿Dónde encontrarle? Busca por aquí, busca por allí, por fin le halló escondido en el portal de una
casa de labradores.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó Pinocho, acercándose.
-Espero a que sea media noche para marcharme.
-¿Adónde?
-Lejos, lejos; muy lejos.
-¡Y yo que he ido a buscarte tres veces a tu casa!
-¿Qué me querías?
-Que mañana te espero a merendar en mi casa.
-Pero, ¿no te digo que me marcho esta noche?
-¿A qué hora?
-Dentro de poco.
-¿Y dónde vas?
-Voy a vivir en un país que es el mejor país del mundo. ¡Una verdadera Jauja!
-¿Y cómo se llama?
-Se llama “El País de los Juguetes” ¿Por qué no te vienes tú también?
-¿Yo? ¡No por cierto!

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-Haces mal, Pinocho. Créeme a mí. Si no vienes, te arrepentirás algún día. ¿Donde vas a encontrar
un país más sano para nosotros los muchachos? Allí no hay escuelas; allí no hay maestros; allí
no hay libros. En aquel bendito país no se estudia nunca. Los jueves no hay escuela, y todas las
semanas tienen seis jueves y un domingo. ¡Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el
primer día de Enero y terminan el último de Diciembre! ¡Ese es un país como a mí me gusta! ¡Así
debieran ser todos los países civilizados!
-Pero, entonces, ¿cómo se pasan los días en “El País de los Juguetes”?
-Pues jugando y divirtiéndose desde la mañana hasta la noche. Después se va uno a dormir, y a la
mañana siguiente vuelta a empezar.
-¿Qué te parece?
-¡Hum! -hizo Pinocho moviendo la cabeza, como si quisiera decir: ¡Esa vida también la haría yo
con mucho gusto!
-¡Conque, vamos, decídete! ¿Quieres venir conmigo, si, o no?
-¡No, no y no! He prometido a mi mamá ser bueno, y quiero cumplir mi palabra. Ya se está
poniendo el Sol y tengo que irme. ¡Conque adiós, y buen viaje!
-¿Adónde vas con tanta prisa?
-A casa. Mi mama me ha dicho que vuelva antes de anochecer.
-¡Espera dos minutos más!
-¡Se va a hacer tarde!
-¡Tan sólo dos minutos!
-¿Y si el Hada me regaña?
-¡Déjala que regañe! Ya se cansará, y acabará por callarse -dijo aquel bribonzuelo de Espárrago.
-Y qué, ¿te vas solo o acompañado?
-¡Solo! ¡Pues si vamos a ser más de cien muchachos!
-¿Hacéis el viaje a pie?
-No. Dentro de poco pasará por aquí el coche que ha de llevarnos a ese delicioso país.
-¡Daría cualquier cosa por que pasara ahora ese coche!
-¿Para qué?
-Para veros marchar a todos juntos.

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-Pues quédate un poco más, y podrás verlo.


-¡No, no! ¡Me voy a mi casa!
-¡Espera otros dos minutos!
-He perdido mucho tiempo. El Hada estará ya con cuidado.
-¡Dichosa Hada! ¿Es que tiene miedo de que te coman los murciélagos?
-Pero, dime la verdad -preguntó Pinocho, que parecía estar pensativo-: ¿estás bien seguro de que
en aquel país no hay escuelas?
-¡Ni sombra de ellas!
-¿Ni maestros tampoco?
-¡Mucho menos!
-¿Y no hay obligación de estudiar?
-¡Ni por asomo!
-¡Qué país tan hermoso! -dijo Pinocho, haciéndosele la boca agua-. ¡Qué país tan hermoso! Yo no
he estado nunca, pero me lo figuro.
-¿Por qué no te vienes?
-Es inútil que quieras convencerme. He prometido a mi mamá ser un muchacho juicioso, y no
quiero faltar a mi palabra.
-Pues entonces, adiós, y muchos recuerdos a todos los amigos y compañeros de escuela.
-Adiós, Espárrago; que tengas buen viaje; diviértete mucho, y que te acuerdes alguna vez de los
amigos.
Dicho esto se separó el muñeco y anduvo dos pasos, como para marcharse; pero se paró de pronto,
y volviéndose hacia su amigo le preguntó:
-Pero, ¿estás bien seguro de que en aquel país todas las semanas tienen seis jueves y un domingo?
-¡Segurísimo!
-¿Y sabes también de cierto que las vacaciones de verano empiezan el primer día de Enero y
terminan el último de Diciembre?
-¡Claro que lo sé!
-¡Qué hermoso país! -repitió Pinocho como para consolarse.
Por último, hizo un esfuerzo y dijo apresuradamente:

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-¡Vaya, adiós, y buen viaje!


-¡Adiós!
-¿Cuándo os vais?
-Dentro de poco.
-¡Qué lástima! ¡Si sólo faltase una hora, me esperaba para veros marchar!
-¿Y el Hada?
-De todos modos, ya se ha hecho tarde. Lo mismo da que llegue una hora antes que una hora
después.
-¡Pobre Pinocho! ¡Y si el Hada te regaña!
-¡Psch...! Después de todo acabará por cansarse y se callará.
Mientras tanto se había hecho completamente de noche. A poco rato vieron moverse a lo lejos una
lucecita, y oyeron ruido de cascabeles y el sonido de una bocina; pero tan débil, que parecía un
zumbido.
-¡Aquí está! -gritó Espárrago, poniéndose de pie.
-¿Qué es? -preguntó Pinocho en voz baja.
-El coche que viene por mí. ¡Te vienes por fin, o no!
-Pero, ¿es de verdad, de verdad -preguntó el muñeco-, que en aquel país no tienen que estudiar los
niños?
-¡Nunca, nunca, nunca!
-¡Qué hermoso país! -repitió Pinocho-, ¡Que hermoso país!

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Capítulo XXXI

Después de cinco meses de vagancia nota Pinocho con gran asombro que le ha
salido un magnífico par de orejas de asno, y acaba por convertirse
en un borriquito, con cola y todo.

Poco después llegó la diligencia sin hacer el menor ruido, por que las ruedas llevaban gruesas
llantas de goma.
Tiraban de ella doce pares de borricos, todos de igual alzada, aunque de diferente pelo. Los había
rucios, pardos, blancos; otros con pintas blancas y negras, y otros con rayas amarillentas o de color
canela.
Pero lo más singular es que aquellos doce pares, o sean los veinticuatro pollinos, en vez de llevar
herraduras como todos los demás animales de tiro o de carga, llevaban botas de cuero como las
que usan los hombres.
¿Y el conductor de la diligencia? Figuraos un hombrecillo más ancho que alto, gordo y reluciente
como una bola de sebo, con semblante bonachón, una boquita siempre riendo, y una vocecita fina
y acariciadora, como el maullido de un gato cuando quiere que su ama le haga fiestas.
Todos los muchachos que le veían quedaban enamorados de él y deseaban que les permitiera
subir al coche para ser conducidos a aquella verdadera Jauja, conocida en el mapa con el nombre
seductor de “El País de los Juguetes”.
La diligencia venía ya llena de muchachos de ocho a doce años de edad, que iban amontonados
unos sobre otros como sardinas en banasta. Estaban apretados e incómodos; pero a ninguno se le
ocurría lamentarse ni decir ¡ay! La esperanza de llegar a un país donde no había escuelas, maestros
ni libros, los tenía tan contentos, que no sentían ni los vaivenes y golpes de la marcha, ni el hambre,
ni la sed, ni el sueño.

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Apenas se detuvo el coche, aquel hombrecillo se volvió hacia Espárrago, y con extremada zalamería
le dijo sonriendo:
-Dime, guapo chico, ¿quieres venirte a este afortunado país?
-¡Ya lo creo que quiero ir!
-Pero te advierto, querido, que ya no hay sitio en el coche. Como ves, está completamente lleno.
-¡Paciencia! -dijo Espárrago-. Si no puedo ir dentro, iré en el estribo.
Y dando un salto, se puso a caballo sobre el estribo.
-¿Y tú, hijo mío? -dijo el hombrecillo volviéndose muy cariñoso hacia Pinocho-. ¿Qué piensas
hacer? ¿Quieres venirte también?
-No; yo me quedo -respondió Pinocho-. Quiero volver a mi casa; quiero estudiar y ser el primero
en la escuela, como deben ser los niños buenos.
-¡Pues que te aproveche!
-¡Pinocho! -gritó entonces Espárrago-. ¡Sigue mi consejo: vente con nosotros, y seremos felices!
-¡No, no y no!
-¡Vente con nosotros, Y seremos felices! -gritaron otras cuantas voces dentro de la diligencia.
-¿Y si me voy con vosotros, qué va a decir mi mamá? -exclamó Pinocho, que ya empezaba a
dejarse convencer.
-¡No te quiebres la cabeza pensando en eso! ¡Mira que vamos a un país donde podremos hacer todo
lo que queramos desde la mañana hasta la noche!
Pinocho no respondió y lanzó un gran suspiro; después dio otro suspiro; luego dio otro mayor aún,
y por fin dijo:
-¡Ea, me voy con vosotros! ¡Hacedme un sitio!
-Está todo ocupado -dijo entonces el hombrecillo-; pero, para demostrarte cuánto me alegro de que
vengas, te cederé mi puesto en el pescante.
-¿Y usted?
-Yo haré el camino a pie.
-¡No, no lo permito! Prefiero ir montado en uno de estos borriquillos -contestó Pinocho.
Y uniendo la acción a la palabra, se acercó al pollino que ocupaba la izquierda de la primera pareja
y quiso saltar sobre él; pero el animal, volviendo la grupa, le pegó una coz en el estómago que le
hizo volar por el aire.

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Figuraos las impertinentes carcajadas que lanzarían todos los muchachos que presenciaban la
escena.
El único que no se rió, aparte de Pinocho, fue el hombrecillo, que, bajándose del pescante, se
acercó al burro rebelde, y haciendo ademán de darle un beso, le arrancó de un solo bocado la mitad
de la oreja derecha.
Mientras tanto Pinocho se levantó del suelo, encolerizado, Y saltó sobre el lomo del pobre animal.
El salto fue tan limpio y rápido, que los muchachos, entusiasmados, dejaron de reír y empezaron a
gritar: ¡Viva Pinocho!, a la vez que aplaudían frenéticamente.
Pero hete aquí que de pronto levantó el burro las dos patas traseras, y dando una sacudida, lanzó al
muñeco sobre un montón de grava a un lado del camino.
Entonces comenzaron de nuevo las risas; pero tampoco se rió el hombrecillo, sino que le entró
tanto cariño hacia aquel inquieto borriquillo, que, dándole un nuevo beso, le arrancó la mitad de
la oreja izquierda.
-Monta otra vez a caballo, y no tengas ya miedo. Sin duda este burro tenía alguna mosca que le
molestaba; pero ya le he dicho dos palabritas en las orejas, y creo que se habrá vuelto manso y
razonable.
Montó Pinocho, y la diligencia comenzó a moverse; pero mientras galopaban los pollinos y
la diligencia rodaba por la carretera, le pareció al muñeco que oía una voz humilde y apenas
inteligible, que le decía:
-¡Eres un insensato! ¡Has querido hacer tu voluntad, y algún día te pesará!
Lleno de miedo, Pinocho miró por todos lados para saber de dónde venían aquellas palabras; pero
no vio a nadie. Los pollinos galopaban, la diligencia rodaba, los muchachos dormían dentro de
ella; Espárrago mismo roncaba como un lirón, y el hombrecillo, sentado en el pescante, cantaba
entre dientes:

« ¡Todos duermen por la noche,


Pero no me duermo yo! »

Pasado otro medio kilómetro, volvió Pinocho a sentir la misma voz, que decía:
-Eres un idiota y un majadero. ¡Los niños que abandonan el estudio, la escuela y el maestro, para
no pensar en otra cosa que en jugar y divertirse, acaban siempre mal! Yo puedo decirlo, porque
lo se por experiencia. ¡Llegará un día en que tendrás que llorar, como yo lloro hoy; pero entonces
será tarde!

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Al oír estas palabras, dichas en voz apenas perceptible, saltó el muñeco al suelo lleno de temor, y
acercándose al pollino en que iba montado, le agarró por las riendas, observando con asombro que
aquel animal lloraba como un chiquillo.
-¡Eh, señor cochero! -gritó entonces Pinocho al conductor de la diligencia-. ¿Sabe usted que este
pollino está llorando?
-¡Déjalo que llore; otra vez le dará por reír!
-Pero, ¿es que sabe también hablar?
-No; sólo aprendió a decir alguna que otra palabra por haber estado durante tres años en una
compañía de perros sabios.
-¡Pobre animal!
-¡Vaya, en marcha! -dijo el hombrecillo-. ¡No perdamos el tiempo en ver llorar a un burro! Monta
a caballo y vámonos, que la noche es fresca y el camino es largo.
Pinocho montó de nuevo sin rechistar. La diligencia se puso en marcha, y a la mañana siguiente
llegaron felizmente a «El País de los Juguetes».
Este país no se parecía a ningún otro del mundo. Toda su población estaba compuesta de muchachos:
los más viejos no pasaban de catorce años; los más jóvenes tendrían ocho. En las calles había
una alegría, un bullicio, un ruido, capaces de producir dolor de cabeza. Por todas partes se veían
bandadas de chiquillos que jugaban al marro, al chato, a la gallina ciega, a los bolos, al peón; otros
andaban en velocípedos o sobre caballitos de cartón; algunos, vestidos de payasos, hacían como si
comieran estopa encendida; otros corrían y daban saltos mortales, o andaban sobre las manos con
las piernas por alto; otros recitaban en voz alta, cantaban, reían, daban golpes, jugaban al aro o a
los soldados, produciendo tal algarabía, tal estrépito, que era preciso ponerse algodón en los oídos
para no quedarse sordo.
Por toda la plaza se veían teatros de madera, llenos de muchachos desde la mañana hasta la noche,
y en todas las paredes de las casas abundaban, escritos con carbón, letreros tan salados como los
siguientes: ¡Biban los gugetes! (en vez de ¡Vivan los juguetes!), ¡no Queresmoseskuela! (en vez
de ¡No queremos escuela!) ¡Habajo Larin Metica! (en vez de ¡Abajo la Aritmética!), y otros por
el estilo.
Apenas Pinocho, Espárrago y todos los demás muchachos que habían hecho el viaje con el
hombrecillo, pusieron el pie dentro de la ciudad, se lanzaron entre aquella barahúnda, y, como es
de suponer, pocos minutos después se habían hecho amigos de todos los que allí había.
¿Quién podría considerarse más feliz que ellos? Entre aquella constante fiesta, llena de tan variadas
diversiones, pasaban como relámpagos las horas, los días y las semanas.
-¡Oh, qué vida tan buena! -decía Pinocho cada vez que se encontraba con Espárrago.

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-¿Ves como yo tenía razón? -respondía siempre este último-. ¡Y decir que no querías venirte y que
se te había metido en la cabeza volver a la casa de tu Hada, para perder el tiempo estudiando! Si;
ahora estás libre de ese fastidio de libros y de escuela, me lo debes a mí, a mis consejos, ¿no es así?
¡Sólo los verdaderos amigos somos capaces de hacer estos grandes favores!
-¡Es verdad! Si ahora estoy tan contento y feliz, a ti te lo debo, sólo a ti. ¿Y sabes, en cambio, lo
que me decía el maestro cuando hablaba de ti? Pues me decía siempre: « ¡No andes mucho con ese
bribón de Espárrago, porque es un mal compañero que no puede aconsejarte nada bueno! »
-¡Pobre maestro! -replicó el otro moviendo la cabeza-. ¡Demasiado sé que me tenía rabia y que no
perdía ocasión de calumniarme; pero yo soy generoso, y le perdono!
-¡Qué alma tan grande! -dijo Pinocho, abrazando afectuosamente a su amigo y besándole con el
mayor cariño.
Cinco meses hacia que habían llegado al país; cinco meses de jugar y divertirse durante todo el
día, sin abrir un solo libro, sin ir a la escuela, cuando una mañana tuvo Pinocho, al despertar, una
sorpresa tan desagradable que le puso de muy mal humor.

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Capítulo XXXII

Le nacen a Pinocho orejas de burro, después se convierte en verdadero pollino


y empieza a rebuznar.

¿Cuál fue la sorpresa?


Voy a decíroslo, queridísimos lectorcitos; la sorpresa fue que al despertarse Pinocho le vino en
gana rascarse la cabeza, y al llegarse a ella las manos, se encontró...
¿A que no acertáis lo que se encontró?
Pues se encontró, con gran sorpresa de su parte, con que le habían crecido las orejas más de una
cuarta.
Ya sabéis que desde que nació, el muñeco tenía unas orejitas muy chiquitinas, que apenas se le
veían. Figuraos cómo se quedaría cuando, al tocar con las manos, se encontró con que aquellas
orejitas habían crecido tanto durante la noche, que parecían dos soplillos. Acudió en busca de
un espejo para mirarse, y no encontrando ninguno, llenó de agua la palangana de su lavabo, y
entonces pudo ver lo que nunca hubiera querido contemplar: vio su propia imagen adornada con
un magnífico par de orejas de burro.
¡Cómo expresar el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre Pinocho!
Empezó a llorar, a gritar y a darse de cabezadas contra la pared; pero cuanto más se desesperaba,
más crecían sus orejas, y crecían, crecían, a la vez que iban cubriéndose de pelo por la punta.
A los gritos de Pinocho entró en la habitación una linda marmota que vivía en el piso de arriba, y
viendo el desconsuelo del muñeco, le preguntó con interés:
-¿Qué es eso, querido vecino?

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-¡Que estoy malo, amiga marmota, muy malo, y con una enfermedad que me da mucho miedo!
¿Sabes tomar el pulso?
- Un poco.
-¡Mira si tengo fiebre por casualidad!
La marmota levantó una de las patas delanteras, y después de tomar el pulso a Pinocho, le dijo
suspirando:
-¡Amigo mío, siento mucho tenerte que dar una mala noticia!
-¿Cuál es?
-¡Qué tienes una fiebre muy mala!
-¿Y qué clase de fiebre es?
-¡Es la fiebre del burro!
-No comprendo qué fiebre es esa -respondió el muñeco, que, sin embargo, se iba figurando lo que
era.
-Yo te lo explicaré -dijo la marmota-. Sabe, pues, que dentro de dos o tres horas ya no serás un
muñeco ni un niño.
-Pues, ¿qué seré?
-Dentro de dos o tres horas te convertirás en un verdadero pollino; tan verdadero como los que
tiran de un carro o llevan las hortalizas al mercado.
-¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! -gritó Pinocho, agarrándose las orejas con ambas manos y
tirando de ellas rabiosamente, como si fueran ajenas.
-Querido mío -dijo entonces la marmota para consolarle- ¿qué le vas a hacer? ¡Todo es ya inútil!
En el libro de la sabiduría está escrito que todos los muchachos holgazanes, que teniendo odio a los
libros, a la escuela y a los maestros, se pasan los días entre juegos y diversiones, tienen que acabar
por convertirse, más pronto o más tarde, en pollinos.
-Pero, ¿es cierto eso? -preguntó el muñeco sollozando.
-Ya lo creo que es cierto. Y ahora ya es inútil que llores. Ya no tiene remedio.
-¡Pero si yo no tengo la culpa: créelo marmotita; la culpa es toda de Espárrago!
-¿Y quién es ese Espárrago?

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-Un compañero mío de escuela. Yo quería volver a mi casa, quería ser obediente y seguir estudiando;
pero él me dijo: ¿Por qué quieres fastidiarte pensando en estudiar y en ir a la escuela? ¡Vente mejor
conmigo a “El País de los Juguetes”; allí no estudiaremos más, nos divertiremos desde la mañana
hasta la noche, y estaremos siempre contentos!
-¿Y por qué seguiste el consejo de aquel falso amigo, de aquel mal compañero?
-¿Por qué? Porque mira, marmotita mía: yo soy un muñeco sin pizca de juicio y sin corazón. ¡Oh!
¡Si yo hubiera tenido tanto así de corazón (y señaló con el pulgar sobre el índice), no hubiera
abandonado a aquella preciosa Hada, que me quería como una mamá, y que tanto había hecho por
mí! ¡Oh! ¡Pero si encuentro a Espárrago pobre de él! ¡Yo le diré lo que no querrá oír!
Y quiso salir de la habitación; pero al llegar a la puerta se acordó de sus orejas de burro, y dándole
vergüenza mostrarse en público con aquel adorno. ¿Sabéis lo que discurrió? Pues se hizo un gran
gorro de papel y se lo puso en la cabeza, cubriéndose las orejas por completo.
Después salió, y se dedicó a buscar a su amigo por todas partes. Le buscó en la calle, en la plaza,
en los teatros, por todas partes, sin poder hallarle. Pidió noticias de él a cuantos encontró; pero
nadie le había visto.
Entonces fue a buscarle a su casa y llamó a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó Espárrago desde dentro.
-¡Soy yo! -respondió el muñeco.
-Espera un poco, y te abriré.
Media hora después se abrió la puerta, y figuraos cuál sería el asombro de Pinocho cuando, al
entrar en la habitación, vio a su amigo con un gran gorro de papel en la cabeza, que le cubría casi
hasta los ojos y por detrás bajaba hasta el cuello.
A la vista de aquel gorro sintió Pinocho una especie de consuelo, y pensó inmediatamente:
-¿Tendrá la misma enfermedad que yo? ¿Estará también con la fiebre del burro?
Y fingiendo no haber notado nada, preguntó sonriendo:
-¿Cómo estás, querido?
-¡Perfectamente bien; como un ratón dentro de un queso de bola!
-¿Lo dices en serio?
-¿Y por qué había de mentir?
-Dispénsame, amigo. ¿Y por qué tienes puesto ese gorro de papel que te tapa hasta las orejas?

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-Me lo ha mandado el médico, por haberme hecho daño en una rodilla. Y tú, querido Pinocho, ¿por
qué llevas ese gorro de papel que te cubre hasta las orejas?
-Me lo ha mandado el médico, porque me ha picado un mosquito en un pie.
-¡Oh, pobre Pinocho!
-¡Oh, pobre Espárrago!
Siguió a estas frases un largo silencio, durante el cual los dos amigos no hacían más que mirarse
burlonamente.
Finalmente, el muñeco dijo con voz meliflua a su compañero:
-Por curiosidad tan sólo; querido Espárrago, ¿quieres decirme si has tenido alguna enfermedad en
las orejas?
-¡Nunca! ¿Y tú?
-¡Nunca! Pero esta mañana me ha molestado un poco una de ellas.
-También a mí me ha sucedido lo mismo.
-¿A ti también? ¿Y qué oreja es la que te duele?
-Las dos. ¿Y a ti?
-Las dos. ¿Será acaso la misma enfermedad?
-¡Me temo que sí!
-¿Quieres hacerme un favor?
-Con mucho gusto.
-¿Quieres enseñarme tus orejas?
-¿Por qué no? Pero antes quiero ver las tuyas, querido Pinocho.
-¡No; tú debes ser el primero!
-¡No, querido; primero tú y después yo!
-Pues bien -dijo entonces el muñeco-; vamos a hacer un trato.
-¡Hagamos el trato!
-Quitémonos ambos el gorro al mismo tiempo. ¿Aceptado?
-¡Aceptado!

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-¡Pues atención!
Y Pinocho comenzó a contar en voz alta:
-¡Una, dos, tres!
Al decir esta última palabra, los dos muchachos se quitaron los gorros de la cabeza y los arrojaron
al aire.
Entonces ocurrió una escena que parecía increíble, si no supiéramos que sucedió realmente.
Ocurrió que cuando Pinocho y Espárrago vieron que los dos padecían de la misma enfermedad, en
vez de sentirse mortificados y llenos de dolor, empezaron a mirarse uno a otro burlonamente las
desmesuradas orejas, y acabaron por reírse a carcajadas.
Tanto rieron, que ya les dolían las mandíbulas; pero en lo mejor de la risa sucedió que de pronto
Espárrago cesó de reír, cambió de color, y bamboleándose dijo a su amigo:
-¡Ayúdame, Pinocho, ayúdame!
-¿Qué te pasa?
-¡Que no puedo sostenerme sobre las piernas!
-¡Tampoco puedo yo! -gritó Pinocho temblando y tratando de mantenerse derecho.
Cuando esto decían, arquearon uno y otro la espalda, apoyaron las manos en el suelo, y de esta
manera, andando a cuatro pies, comenzaron a correr y a dar vueltas por la habitación. Mientras
corrían, los brazos se convirtieron en patas, las caras se alargaron convirtiéndose en cabezas de
asno, y el cuerpo se les cubrió de un pelaje gris claro con pintas y rayas negras.
Pero ¿Sabéis cuál fue el peor rato que sufrieron aquellos desgraciados? Pues el rato peor y más
humillante fue cuando notaron que empezaba a salirles la cola por detrás. Llenos de vergüenza y
de dolor trataron de llorar y de lamentarse de su suerte.
¡Nunca lo hubieran hecho! En vez de sollozos y de lamentos lanzaban solamente rebuznos, y
rebuznando sonoramente, decían a dúo: ¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó!
En el mismo instante llamaron a la puerta, y una voz dijo desde fuera:
-¡Abrid! ¡Soy el hombrecillo; soy el conductor del coche que os trajo a este país! ¡Abridme pronto,
o si no, pobres de vosotros!

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Capítulo XXXIII

Convertido Pinocho en un pollino verdadero, es llevado al mercado de animales


y comprado por el director de una compañía de titiriteros para enseñarle a
bailar y a saltar por el aro.

Viendo que la puerta seguía cerrada, el hombrecillo la abrió de una fuerte patada, y entrando en la
habitación, dijo con su eterna sonrisa a Pinocho y a Espárrago:
-¡Bravo, muchachos! ¡Rebuznáis perfectamente! Os he reconocido en la voz, y por eso he venido.
Al oír estas palabras, ambos pollinos se quedaron como atontados, con la cabeza caída, las orejas
bajas y el rabo entre piernas.
Inmediatamente, el hombrecillo los acarició pasándoles la mano por el lomo, y después, sacando
una bruza, empezó a cepillarlos perfectamente, hasta que a fuerza de bruzar les sacó lustre como
si fueran dos espejos. Entonces les puso la cabezada y los condujo al mercado de ganados, con la
esperanza de venderlos y obtener una buena ganancia.
No tardaron en presentarse compradores. Espárrago fue adquirido por un labrador, al cual se le
había muerto un borrico el día anterior, y Pinocho fue vendido al director de una compañía de
titiriteros, que lo compró para amaestrarlo y hacerle saltar y bailar con los demás animales de la
compañía.
¿Habéis comprendido ya, mis queridos lectores, cuál era el verdadero oficio del hombrecillo?
Pues aquel terrible monstruo, que tenía siempre cara de risa, se iba de vez en cuando a correr por
el mundo con su coche, y con promesas y halagos recogía a todos los muchachos holgazanes y
traviesos que odiaban a los libros y la escuela, y después de meterlos en su coche los conducía a
“El País de los Juguetes” para que pasaran todo el día en retozar y en divertirse. Cuando, algún
tiempo después, aquellos pobres muchachos, a fuerza de no pensar más que en jugar, se convertían

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en pollinos, entonces se apoderaba de ellos con gran satisfacción y los llevaba para venderlos en
ferias y mercados. Y de este modo había conseguido ganar en pocos años tanto dinero que era
millonario.
No sé deciros lo que fue de Espárrago; pero os diré, en cambio, que el pobre Pinocho tuvo desde
el primer día una vida dura y cruel.
El nuevo dueño le llevó a una cuadra y le llenó el pesebre de paja; pero apenas probó un bocado,
Pinocho la escupió haciendo gestos de desagrado.
Entonces el dueño, aunque refunfuñando, quitó la paja del pesebre y llenó éste de heno, pero
tampoco el heno le agradó a Pinocho.
-¡Ah! ¿Conque tampoco te gusta el heno? -gritó el dueño lleno de cólera-. ¡No tengas cuidado, que
yo te acostumbraré a no ser tan caprichoso!
Y le dio en las ancas un tremendo latigazo.
El dolor hizo a Pinocho llorar y rebuznar, diciendo:
-¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Yo no puedo comer paja!
-¡Pues, entonces, come heno! -replicó el dueño, que entendía perfectamente la lengua de los burros.
-¡Hi-hooó! iHi-hooó! ¡El heno me da dolor de barriga!
-¿Te habrás creído, sin duda, que a un burro como tú le voy a dar de comer jamón en dulce y
perdices trufadas?- gruñó el dueño, encolerizándose cada vez más y dándole otro latigazo.
Al sentir esta segunda caricia se calló Pinocho y no dijo una palabra más.
Salió el dueño y le cerró la cuadra, quedándose solo Pinocho; y como hacía ya muchas horas que
no había comido nada, comenzó a bostezar de hambre, abriendo tanto la boca que parecía la de un
horno.
Al fin, viendo que en el pesebre no encontraba otra cosa que heno, se resignó a tomar un poco, y
después de masticarlo bien cerró los ojos y lo tragó.
-¡No es malo este heno! -pensó en su interior, después de haberlo tragado-. Pero, ¡cuánto mejor no
hubiera sido haber continuado yendo a la escuela! ¡En vez de heno, estaría comiendo a estas horas
un buen pedazo de pan con queso! ¡Paciencia!
Cuando despertó a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue buscar un poco de heno en el
pesebre; pero no encontró nada, porque se lo había comido todo la noche anterior.
Entonces tomó un bocado de paja, y mientras la mascaba tuvo que convencerse de que el sabor de
la paja no se parecía en nada al del arroz a la valenciana ni al de los pasteles de hojaldre.

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-¡Paciencia! -repitió mientras seguía masticando-. ¡Ojalá que mi desgracia sirva cuando menos de
lección provechosa a todos los niños desobedientes que no quieren estudiar! ¡Paciencia y paciencia!
-¡Qué paciencia ni qué narices! -chilló el dueño entrando en la cuadra-. ¿Te has creído, burro del
diablo, que yo te he comprado únicamente para darte de comer y de beber? ¡Te he comprado para
que trabajes y me ganes dinero! ¡Conque ya lo sabes; mucho ojo! ¡Ahora mismo vienes conmigo
al circo para aprender a saltar por el aro y a bailar el vals y la polka puesto de pie sobre las patas
de atrás!
Si le gustaba o no, el pobre Pinocho tuvo que aprender todas estas habilidades y otras más; pero
le costó tres meses de aprendizaje y una colección de palizas formidables: ¡Pobre Pinocho! ¡Qué
arrepentido estaba de su holgazanería!
Llegó, por último, el debut de Pinocho-borrico. En todas las esquinas aparecieron grandes cartelones
de colores, que decían así:

¡¡ACONTECIMIENTO SENSACIONAL!!
_________________________________________________
GRAN FUNCIÓN DE GALA
Esta noche se celebrará una magnífica función de circo, en la que
TODOS LOS CABALLOS
de esta estupenda Compañía, divertirán al respetable público con
sus maravillosos
saltos, piruetas y cabriolas de todas clases,
y además se presentará por vez primera el colosal, el famoso, el
inimitable
POLLINO PINOCHO
LLAMADO
EL REY DE LA DANZA
__________________________________________
¡Piramidal! ¡Magnífico! ¡Incomparable!

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Podéis figuraos cómo se hallaría el circo aquella noche: lleno de bote en bote desde una hora antes
de empezar el espectáculo. Ni a peso de oro se podía encontrar una butaca, ni un palco, ni siquiera
una entrada general.
Todas las localidades estaban atestadas de niños y niñas de todas clases y edades, impacientísimos
por ver bailar al famoso burro Pinocho.
Concluida la primera parte del espectáculo, se presentó el Director de la compañía vestido de frac
rojo, pantalón blanco y botas de montar con grandes espuelas, y haciendo una gran reverencia,
recito, con voz solemne y campanuda, el siguiente discurso:

«Respetable público:
Señoras y señores: El humilde orador que tiene el honor de hablaros, estando de paso en esta
capital, no ha podido menos de presentaros un espectáculo que seguramente os gustará mucho.
Porque este inteligente auditorio estoy seguro de que ha de celebrar como merece a mi célebre
pollino, que va ha tenido el honor de bailar en todas las principales Cortes de Europa.
Por lo cual os doy millones de gracias a cada uno, y espero vuestros aplausos y vuestra benevolencia.
He dicho».

Este discurso fue acogido con grandes aplausos; pero los aplausos se redoblaron y el entusiasmo
rayó en delirio, cuando se hizo la presentación del burro Pinocho, vestido de gran gala. Llevaba
unas bridas de charol, con hebillas y broches de latón, dos camelias blancas en las orejas, la crin
y la cola trenzadas y adornadas con cordones y flecos de seda rosa y lazos de terciopelo azul, y
a modo de cincha, una gran faja recamada de oro y plata. En suma, que estaba para enamorar a
cualquiera.
La presentación fue hecha por el Director con las siguientes palabras:

«Respetable público:
Presento a mi famoso e incomparable pollino Pinocho, el más sabio y artista de todos los burros,
cazado a lazo por mí mismo cuando corría salvaje por las llanuras de la Patagonia.
Los más célebres bailarines no pueden compararse con mi pollino Pinocho. Lo baila todo, y todo
bien. Vedle, si lo merece, aplaudidle.
He dicho».

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Al terminar este segundo discurso hizo el Director otra profundísima reverencia, y volviéndose
después al burro, le dijo:
-¡Ánimo, Pinocho! ¡Antes de dar principio a tus maravillosos ejercicios, saluda cortésmente al
respetable público!
El obediente Pinocho se arrodilló en el acto, y así permaneció hasta que el Director, restallando la
fusta, gritó:
-¡Al paso!
Entonces el borriquillo se enderezó sobre sus cuatro patas, y empezó a dar vuelta al circo con paso
lento.
Poco después gritó el Director:
-¡Al trote! -y Pinocho obedeció la orden, cambiando el paso por el trote.
-¡Al galope! -y Pinocho marchó con airoso galope.
-¡A la carrera! -y ya entonces Pinocho salió disparado.
Pero en el momento en que llevaba la velocidad de un automóvil de cuarenta caballos, alzó el
Director el brazo y descargó al aire un tiro de pistola.
Al oír el tiro, fingiendo el burro que estaba herido, cayó en la arena y empezó a temblar como si
estuviese en las convulsiones de la agonía.
Todo el circo estalló en una explosión de aplausos y de gritos, que debieron de oírse en las estrellas.
En tanto, Pinocho abrió un poco los ojos para mirar en torno suyo, y vio en un palco una señora
que tenía al cuello una gruesa cadena de oro, y pendiente de ella un medallón con el retrato de un
muñeco.
-¡Ese retrato es el mío! ¡Esa señora es mi Hada! -se dijo en el acto Pinocho, y, dominado por la
alegría, trató de gritar:
-¡Hada mía! ¡Hada mía!
Pero en vez de estas palabras sólo salió de su garganta un rebuzno tan formidable, que hizo reír a
todos los espectadores, y más especialmente a los muchachos que había en el circo.
Entonces el Director, para enseñarle que no era de buena educación rebuznar ante el público, le dio
un fuerte golpe en las narices con el mango de la fusta.
El pobre burro sacó fuera un palmo de lengua y empezó a lamerse las narices, creyendo que de este
modo podría calmar el fuerte dolor que el golpe le había producido.
Pero, ¡cual no sería su desesperación cuando, al mirar por segunda vez vio que el Hada había
desaparecido del palco!

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Creyó morir. Llenáronse de lágrimas sus ojos, y empezó a llorar desconsoladamente; pero nadie
llegó a advertirlo, ni siquiera el Director, que haciendo sonar la fusta, dijo:
-¡Bravo, Pinocho! Ahora haremos ver a estos señores con cuánta gracia saltas el aro.
Pinocho probó dos o tres veces; pero cuando llegaba frente al aro, en vez de saltar pasaba
cómodamente por debajo. Por fin intentó el salto; pero al atravesar por el aro se enredó
desgraciadamente una de las patas, y cayó a tierra como un costal.
Cuando se levantó estaba cojo, y a duras penas pudo volver a la cuadra.
-¡Qué salga Pinocho! ¡Queremos ver al burro! ¡Que salga otra vez! ¡Que baile! ¡Que baile! -gritaban
los muchachos, entusiasmados, sin darse cuenta de que se había hecho daño.
Pero el borriquillo no pudo salir más. El Director tuvo que pronunciar otro discurso de los suyos y
anunciar que Pinocho bailaría en cuanto se pusiera bien.
A la mañana siguiente fue a verle el veterinario, o sea el médico de los animales, y declaró que se
quedaría cojo para siempre.
Entonces dijo el Director al mozo de cuadra que llevase aquel burro al mercado y lo revendiese,
puesto que ya no servía para nada.
Apenas llegaron al mercado, se acercó un comprador que dijo al mozo de cuadra:
-¿Cuanto quieres por ese burro cojo?
-Veinte pesetas.
-Yo te doy veinte perras chicas. No creas que lo compro para servirme de él; lo compro por la piel
únicamente. Veo que tiene la piel muy dura, y quiero hacer con ella un tambor para la banda de
música de mi pueblo.
Podéis pensar lo que pasaría por Pinocho cuando oyó que estaba destinado a convertirse en tambor.
Después que el comprador pagó las veinte perras chicas, condujo a su burro hasta una roca de la
orilla del mar, y poniéndole una piedra al cuello, le ató una pata con el extremo de una soga que
llevaba en la mano. Después, y cuando el burro estaba más descuidado, le dio un empellón para
arrojarle al mar, conservando en la mano el otro extremo de la soga.
La piedra que llevaba al cuello hizo que Pinocho descendiese rápidamente hasta el fondo, y el
comprador, siempre con la soga en la mano, se sentó en la peña, esperando a que pasara tiempo
bastante para que el pollino se ahogase, y poder arrancarle después la piel para curtirla y hacer un
tambor.

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Capítulo XXXIV

Pinocho, es arrojado al mar y devorado por los peces.


-Vuelve a su primitivo estado de muñeco; pero mientras nada para salvarse,
se lo traga el terrible dragón marino.

Ya llevaba el burro más de cincuenta minutos en el mar, cuando el que lo había comprado dijo para
sí:
-Ya debe estar ahogado y más que ahogado. ¡Ea! Voy a sacarlo, y aquí mismo le arrancaré la piel
para hacer un magnífico tambor.
Comenzó a tirar de la soga que había atado a la pata de Pinocho, y tirando, tirando, tirando... ¡Qué
diréis que sacó! Pues, en vez de un burro muerto, se encontró con un muñeco vivo, que se retorcía
como una anguila.
Al ver aquel muñeco de madera creyó soñar el pobre hombre, y se quedó como atontado, con la
boca abierta y los ojos asustados.
Cuando se repuso un poco de la primera impresión, dijo balbuceando y hecho un mar de lágrimas:
-Pero, ¿y mi burro? ¿Dónde está el burro que he tirado al mar?
-¡Ese burro soy yo! -respondió el muñeco riéndose.
-¿Tú?
-¡Yo!
-¡Granuja! ¡No consiento que te burles de mí!
-¿Burlarme de usted? Todo lo contrario, querido amo; le hablo completamente en serio.

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-Pero, ¿cómo es posible que siendo tú hace poco un burro de carne y hueso, te hayas convertido
dentro del mar en un muñeco de madera?
-¡Psch...! ¡Cosas del agua del mar! Al mar le gustan estas bromas.
-¡Mucho ojo con tomarme el pelo, muñeco; mucho ojo! ¡Como se me acabe la paciencia, pobre
de ti!
-Pues bien, mi amo: ¿quiere usted saber toda la verdadera historia? Pues yo se la contaré; pero
antes hágame el favor de soltarme esa soga, que me hace daño.
Deseando conocer aquella verdadera historia, que prometía ser maravillosa, el bueno del comprador
desató el nudo que sujetaba la pierna de Pinocho, que quedó libre como un pájaro en el aire, y
empezó de este modo su relación:
-Sepa usted que yo era antes un muñeco de madera, como lo soy ahora; pero por mi poca afición
al estudio y por seguir los consejos de malas compañías, me escapé de mi casa, y un día me
desperté siendo un pollino, con unas orejas así de grandes y una cola así de larga. ¡Qué vergüenza
más grande pasé! Una vergüenza como no quiera Dios que la pase usted nunca, querido amo. Me
llevaron al mercado de ganados, y me compró el Director de una compañía ecuestre, al cual se le
metió en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y gran saltador de aro; pero una noche di una mala
caída durante la función, y me quedé cojo de las dos patas. Entonces el Director dijo que no quería
a su lado un burro cojo, y me envió a vender al mercado, que fue cuando usted me compró.
-¡Por mi desgracia! ¡Como que pagué por ti veinte perros chicos! Y ahora, ¡quién va a devolverme
mi dinero!
-¿Para qué me compró usted? ¡Para hacer un tambor con mi piel! ¡Un tambor!
-Dime ahora, monigote impertinente: ¿has terminado ya tu historia?
-No -respondió el muñeco-; faltan pocas palabras para terminarla. Después de haberme comprado
me trajo usted a este sitio para matarme; pero, sintiéndose compasivo, prefirió atarme una piedra al
cuello y tirarme al mar. Este sentimiento de humanidad le honra a usted mucho y se lo agradeceré
eternamente. Pero usted no había contado con el Hada.
-¿Y quién es esa Hada?
-Es mi mamá, que como todas las mamás buenas que quieren mucho a sus hijos, no les pierden
nunca de vista, y cuidan de ellos amorosamente, aunque estén muy lejos, y aunque esos hijos, por
su mala conducta, por sus travesuras y por sus escapatorias, merezcan que se les deje abandonados
y no se les vuelva a hacer caso en toda la vida. Decía, pues, que apenas mi buena Hada me vio
en peligro de ahogarme, envió alrededor de mí un ejército de peces, que comenzaron a comerme,
creyendo que era un burro de verdad. ¡Y qué bocados tiraban! Nunca hubiera creído que los peces
fueran aún más glotones que los niños. Unos me comían las orejas, otros el hocico, otros el cuello
y la crin, otros las patas; en fin, hasta hubo uno, chiquitín y muy gracioso, que tuvo la bondad de
comerme la cola.

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-¡Desde hoy -dijo horrorizado el comprador- juro no comer ningún pescado! ¡Me desagradaría
mucho comer un salmonete o un besugo y encontrarme con un pedazo de cola de burro!
-Estamos de acuerdo -dijo riendo el muñeco-. Después, cuando ya los peces terminaron de comer
toda aquella envoltura de carne y de piel de burro que me cubría desde la cabeza hasta los pies,
llegaron, como es natural, al hueso, o, por mejor decir, a la madera; porque, como usted verá, estoy
hecho de una madera muy dura. Pero apenas trataron de tirar algunos bocados, se convencieron,
a pesar de su glotonería, de que yo no era plato a propósito para ellos, y se fueron cada cual
por su lado con la barriga llena, sin darme ni siquiera las gracias por el banquete que les había
proporcionado. Y aquí tiene usted explicado por qué, cuando ha tirado de la soga, se ha encontrado
usted con un muñeco vivo, en vez de un burro muerto.
-¡Bueno, bueno! ¡Toda esa historia me importa un rábano! -gritó el comprador, encolerizado-. Lo
que yo sé es que he dado veinte perros chicos por ti, y quiero mi dinero. ¿Sabes lo que voy a hacer?
Llevarte de nuevo al mercado y venderte como leña para encender la chimenea.
-¡Oh, muy bien! ¡No tengo el menor inconveniente! -dijo Pinocho.
Pero al mismo tiempo dio un salto y se zambulló en el agua. Y mientras nadaba alegremente,
alejándose de la orilla, gritaba al pobre comprador:
-¡Adiós, mi amo; si necesita usted una piel para hacer un tambor, acuérdese de mí!
Y se reía estrepitosamente y seguía nadando, para volverse poco después y gritar con más fuerza:
-¡Adiós, mi amo; si necesita usted un poco de leña para encender la chimenea, acuérdese de mí!
Poco después se había alejado tanto de la orilla, que ya no se le distinguía más que como un punto
negro en la superficie del agua, que de vez en cuando sacaba fuera un brazo o una pierna, o bien
daba saltos como un delfín que está de buen humor.
Nadando a la ventura, vio Pinocho en medio del mar un islote que parecía de mármol blanco, y en
lo más alto de él una linda cabrita que balaba tiernamente y que le hacía señas de que se acercase.
Lo más singular del caso era que el pelo de la cabrita, en vez de ser blanco, o negro, o rojo, como el
de las demás cabras, era de color azul turquí; pero tan brillante, que se parecía mucho a los cabellos
de la hermosa niña.
¡Figuraos cómo latiría el corazón del pobre Pinocho! Redobló sus esfuerzos para nadar más de
prisa en dirección del islote blanco, y ya habría avanzado una mitad de la distancia, cuando he aquí
que vio salir del agua la horrible cabeza de un monstruo marino con la boca abierta, que parecía
una caverna, y tres filas de dientes que hubieran causado miedo con sólo verlos pintados.
¿Sabéis quién era aquel monstruo marino?

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Pues aquel monstruo marino era nada menos que el gigantesco dragón de que se ha hablado varias
veces en esta historia, y que por su insaciable voracidad venía causando tales estragos por aquellos
mares, que se le llamaba el «Atila de los peces y de los pescadores».
¡Cuál no sería el espanto del pobre Pinocho a la vista del monstruo! Trató de escaparse, de cambiar
de dirección, de huir; pero todo era inútil; aquella enorme boca se le venia siempre encima con la
velocidad de un tren expreso.
-¡Date prisa, Pinocho, por Dios! -gritaba, balando, la linda cabrita.
Y Pinocho nadaba desesperadamente con los brazos, con las piernas, con el pecho, con todo el
cuerpo.
-¡Corre, Pinocho, corre; que se acerca el monstruo!
Y Pinocho redoblaba sus esfuerzos para aumentar la velocidad.
-¡Más de prisa, Pinocho, que te coge! ¡Ya está ahí! ¡Más a prisa o estás perdido! ¡Que te coge!
¡Que te coge!
Y Pinocho nadaba desesperadamente y se deslizaba por el agua como una bala de fusil.
Ya se acercaba al escollo, y ya la linda cabrita se inclinaba sobre la orilla, alargándole las dos
patitas delanteras para ayudarle a salir del agua; pero...
¡Pero ya era tarde! Tan cerca estaba el monstruo, que no hizo más que dar un sorbo, y se tragó al
muñeco con el agua que le rodeaba, como quien se sorbe un huevo de gallina. Y se lo tragó con tal
ansia y violencia, que Pinocho se dio contra una muela del dragón un golpe tan tremendo, que le
hizo estar sin sentido un cuarto de hora.
Cuando volvió de su desmayo no sabía en qué mundo se encontraba. En torno suyo reinaba una
gran oscuridad pero tan negra y profunda, que le parecía hallarse en la bolsa de tinta de un calamar.
Quiso escuchar, pero no oyó ruido alguno; únicamente sentía de cuando en cuando una bocanada
de aire que le daba en la cara. Al principio no podía saber de dónde vendría aquel aire; pero
después comprendió que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que advertir que el
monstruo padecía mucho de asma, y cuando respiraba parecía que se había desatado el huracán.
Al pronto trató Pinocho de infundirse a sí mismo algún valor; pero cuando ya tuvo la seguridad de
que se encontraba encerrado en el cuerpo del monstruo marino, empezó a llorar y a gritar, diciendo:
-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Desgraciado de mí! ¿No hay quien venga a salvarme?
-¿Y quién va a salvarte, desgraciado? -contestó en aquella oscuridad una voz cascada, como de
guitarra sin templar.
-¿Quién me ha hablado? -preguntó Pinocho, sintiendo aún mayor espanto.

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-¡Soy yo: un mísero bacalao que el dragón ha engullido lo mismo que a ti! ¿Y tú, qué pez eres?
-¡Que pez ni qué narices! ¡Yo no soy pez de ninguna clase! ¡Yo soy un muñeco!
- Pues si no eres un pez, ¿por qué te has dejado tragar por el monstruo?
-¡Hombre, eso no se le ocurre más que a un bacalao! He hecho todo lo posible para que no me
tragara; pero se ha empeñado, y como este diablo de dragón corre que se las pela.. Bueno, ¿y qué
hacemos en esta oscuridad?
-Resignarnos y esperar a que el dragón nos digiera a los dos.
-¡Es un lindo porvenir! -dijo Pinocho.
Y poniéndose muy triste de repente, empezó a llorar como un becerro.
-Hombre, a mi tampoco me hace una gracia extraordinaria -contestó el bacalao-; pero soy filósofo,
y me resigno. Bien mirado, hasta me alegro; porque cuando uno nace bacalao, es más honroso
morir en el agua que en el aceite frito.
-¡Valiente majadería! -dijo Pinocho.
-Es una opinión; y como dicen los peces de la política, todas las opiniones deben ser respetadas.
-Bueno, yo lo que digo es que quiero salir de aquí, que quiero escaparme.
-Prueba, si lo consigues, mejor para ti.
-¿Es muy grande este dragón que nos ha tragado? -preguntó el muñeco.
-Figúrate que su cuerpo tiene más de un kilómetro de largo, sin contar la cola.
Mientras así conversaba Pinocho en aquella oscuridad, le pareció ver allá lejos, pero muy lejos,
una especie de resplandor.
-¿Qué será aquella lucecita que se ve allá lejos? -dijo Pinocho.
-Será algún compañero nuestro de desgracia, que estará esperando, igual que nosotros, el momento
de ser digerido.
-Me voy a buscarle. ¿Quizá sea algún pez viejo que pueda enseñarme la salida?
-Te lo deseo con toda mi alma, simpático muñeco.
-¡Adiós, amable bacalao!
-¡Adiós, muñeco, y buena suerte!
-¿Dónde volveremos a vernos?
-¡Vete a saber! ¡Vale más no pensarlo!

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Capítulo XXXV

Pinocho encuentra en el cuerpo del dragón...


¿A quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis.

Apenas hubo dicho adiós a su buen amigo el bacalao, Pinocho se puso en marcha, andando a
tientas en aquella oscuridad por el cuerpo del dragón, y dando con cuidado, un paso tras otro en
dirección de aquel pequeño resplandor que divisaba a lo lejos, muy lejos.
Al andar sentía que sus pies se mojaban en una aguaza grasienta y resbaladiza, y con un olor tan
fuerte a pescado frito, como si estuviese en una cocina un viernes de Cuaresma.
Pues, señor, que a medida que andaba, el resplandor iba siendo cada vez más visible, hasta que,
andando, andando, llegó al sitio donde estaba. Y al llegar, ¿qué diréis que vio? ¿A que no lo
adivináis? ¡No lo adivináis! Pues vio una mesita encima de la cual lucía una vela que tenía por
candelero una botella de cristal verdoso, y sentado a la mesita, un viejecito todo blanco, blanco,
como si fuera de nieve. El viejecito estaba comiendo algunos pececillos vivos; tan vivos, que
algunas veces se le escapaban de la misma boca.
Pinocho sintió una alegría tan grande y tan inesperada, que le faltó poco para volverse loco. Quería
reír, quería llorar, quería decir una porción de cosas; pero no podía, y en su lugar no hacía más que
lanzar sonidos inarticulados o balbucear palabras confusas y sin sentido. Finalmente, consiguió
lanzar un grito de alegría, y abriendo los brazos se arrojó al cuello del viejecito gritando:
-¡Papito! ¡Papá! ¡Papá! ¡Por fin te he encontrado! ¡Ahora ya no te dejaré nunca, nunca, nunca!
-¿Es verdad lo que ven mis ojos? -replicó el viejecito, frotándose los párpados-. ¿Eres tú, realmente,
mi querido Pinocho?

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-¡Sí, sí; soy yo; yo mismo! Me has perdonado, ¿verdad? ¡Oh, papito, qué bueno eres! Y pensar
que yo... ¡Oh! ¡Pero no puedes figurarte cuántas desgracias me han sucedido, cuánto he sufrido,
cuánto he llorado! Figúrate que el día que tú, pobre papito, vendiste tu chaqueta para comprarme la
cartilla, me escapé a ver los muñecos, y el empresario quería echarme al fuego para asar el carnero,
y que después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase. Pero me encontré a la zorra y al
gato, que me llevaron a la posada de El Cangrejo Rojo, donde comieron como lobos, y yo salí solo
al campo, y me encontré a los ladrones, que empezaron a correr detrás, y yo a correr, y ellos detrás,
y yo a correr y ellos detrás, y siempre detrás, y yo siempre a correr... ¡Uf! ¡No quiero acordarme!
Bueno; pues por fin me alcanzaron, y me colgaron de una rama de la Encina grande, de donde
la hermosa niña de los cabellos azules me hizo llevar en una carroza, y los médicos dijeron en
seguida: «Si no está muerto, es señal de que está vivo». Y a mí se me escapó una mentira, y la
nariz empezó a crecerme, hasta que no pudo pasar por la puerta del cuarto, por lo cual me fui con
la zorra y el gato a sembrar las cuatro monedas de oro, porque una la había gastado en la posada,
y el papagayo empezó a reír, y en vez de dos mil monedas de oro no encontré ninguna. Y cuando
el juez supo que me habían robado me hizo meter en la cárcel, para dar una satisfacción a los
ladrones; y al venir después por el campo vi un racimo de uvas, y quedé cogido en una trampa, y
el labrador me puso el collar del perro para que guardase el gallinero; pero reconoció mi inocencia
y me dejó ir; y la serpiente que tenía una cola que echaba humo, empezó a reír y se le rompió una
vena del pecho, y así volví a la casa de la hermosa niña, que había muerto; y la paloma, viendo que
lloraba, me dijo: «He visto a tu papá, que estaba haciendo una barquita para buscarte»; y yo le dije:
«¡Si yo tuviese alas!»; y me dijo entonces: «¿Quieres ir con tu papá!»; y yo le dije: «¡Ya lo creo!
Pero, ¿quien me va a llevar?»; y ella me dijo: «Monta en mí»; y así volamos toda la noche; y por la
mañana todos los pescadores miraban al mar, y me dijeron: «Es un pobre hombre en una barquita,
que está ahogándose»; y yo desde lejos te reconocí en seguida, porque me lo decía el corazón, y te
hice señas para que volvieras a la playa...
-Y yo te reconocí también -interrumpió Gepeto-, y hubiera vuelto a la playa; pero no podía. El mar
estaba muy malo, y una furiosa ola me volcó la barquita. Entonces me vio un horrible dragón que
estaba cerca, vino hacia mí, y sacando la lengua me tragó como si hubiera sido una píldora.
-¿Y cuanto tiempo hace que estás aquí?
-Desde aquel día hasta hoy habrán pasado unos dos años. ¡Dos años, Pinocho mío, que me han
parecido dos siglos!
-¿Y qué has hecho para comer? ¿Y dónde has encontrado la vela? ¿Y de dónde has sacado las
cerillas?
-Te lo contaré todo. Aquella misma borrasca que hizo volcar mi barquilla echó a pique un buque
mercante. Todos los marineros se salvaron; pero el buque se fue al fondo, y el mismo dragón, que
sin duda tenía aquel día un excelente apetito, después de tragarme a mí se tragó también el buque.
-¿Cómo? ¿Se lo tragó de un solo bocado? -preguntó Pinocho maravillado.

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-De un solo bocado; y no devolvió más que el palo mayor, porque se le había quedado entre los
dientes, como si fuera una espina de pescado. Por fortuna mía, aquel barco estaba cargado no sólo
de carne conservada en latas, sino también de galleta, o sea pan de marineros, y botellas de vino,
pasas, café, azúcar, velas y cajas de cerillas. Con todo esto que Dios me envió he podido arreglarme
dos años; pero hoy estoy ya en los restos: ya no queda nada que comer, y esta vela es la última.
-¿Y después?
-¡Oh! Después, hijo mío, estaremos los dos a oscuras.
-Entonces no hay tiempo que perder, papá -dijo Pinocho-. Debemos pensar en huir.
-¡Huir! ¿Y cómo?
-Saliendo por la boca del dragón y echándonos a nado en el mar.
-Sí, está muy bien; pero el caso es que yo, querido Pinocho, no sé nadar.
-¿Y qué importa? Te pones a caballo sobre mí, y como yo soy buen nadador, te llevaré a la orilla
sano y salvo.
-¡Ilusiones, hijo mío! -replicó Gepeto moviendo la cabeza y sonriendo melancólicamente-. ¿Te
parece posible que un muñeco que apenas tiene un metro de alto tenga fuerza bastante para llevarme
a mí sobre las espaldas?
-Haremos la prueba, y ya lo verás. De todos modos, si Dios ha dispuesto que debemos morir, al
menos tendremos el consuelo de morir abrazados.
Y sin decir más, tomó Pinocho la vela, y adelantándose para alumbrar el camino, dijo a su padre:
-¡Sígueme, Y no tengas miedo!
Hicieron de este modo una buena caminata, atravesando todo el estómago del dragón. Pero al
llegar al sitio donde empezaba la espaciosa garganta del monstruo, se detuvieron para echar una
ojeada y escoger el momento más oportuno para la fuga.
Pues, señor, como el dragón, viejo ya y padeciendo de asma y de palpitaciones al corazón, tenía
que dormir con la boca abierta, acercándose más y mirando hacia arriba, pudo Pinocho ver por
fuera de aquella enorme boca abierta un buen pedazo de cielo estrellado y el resplandor de la Luna.
-¡Esta es la gran ocasión para escaparnos! -dijo Pinocho en voz baja a su padre-. El dragón duerme
como un lirón: el mar esta tranquilo, y se ve como si fuera de día. ¡Ven, ven, papito, y verás como
dentro de poco estamos en salvo!

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Dicho y hecho. Con mucho cuidado salieron de la garganta del monstruo, y al llegar a su inmensa
boca siguieron andando muy despacio, de puntillas, lengua, que era tan larga y tan ancha como un
paseo. Y ya estaban para dar un salto y arrojarse a nado en el mar, cuando al dragón se le ocurre
estornudar, y en el estornudo dio una sacudida tan violenta, que Pinocho y Gepeto fueron lanzados
hacia adentro, y se encontraron otra vez en el estómago del monstruo
¡Claro! ¡La vela se apagó, y padre e hijo se quedaron a oscuras!
-¡Esto sí que es bueno! -dijo Pinocho malhumorado.
-¿Lo ves, hijo, lo ves? Ahora, ¿qué hacemos?
-¿Qué hacemos? ¡Toma! ¡Ya verás! Dame la mano, y procura no escurrirte.+
-¿Dónde quieres ir?
-Pues a empezar de nuevo. Ven conmigo, y no tengas miedo.
Pinocho tomó la mano de su padre, y andando siempre sobre la punta de los pies, consiguieron
llegar otra vez a la garganta del monstruo. Atravesaron toda la lengua, y salvaron las tres filas de
dientes. Antes de saltar al agua dijo a su padre el muñeco.
-Monta a caballo sobre mi espalda y agárrate fuerte. ¡Todo lo fuerte que puedas! De lo demás me
encargo yo.
Así lo hizo Gepeto. Y el gran Pinocho, valiente y seguro de sí mismo, se arrojó al agua y empezó
a nadar vigorosamente. El mar estaba tranquilo como un lago; la Luna llena esparcía su pálida luz
de plata, y el dragón seguía durmiendo con un sueño tan profundo, que no le hubieran despertado
cincuenta cañonazos.

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Capítulo XXXVI

Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un muchacho.

Mientras Pinocho nadaba velozmente hacia la playa, notó que su padre, siempre a caballo sobre
su espalda y con las piernas dentro del agua, temblaba sin cesar como si estuviese con fiebres
tercianas.
¿Temblaba de frío o de miedo? ¡Vaya usted a saber! Quizás de las dos cosas. Pero Pinocho,
creyendo que era solo de miedo, le dijo para animarle:
-¡Valor, papito! ¡Dentro de pocos minutos llegaremos a tierra y estaremos a salvo!
-Pero, ¿dónde está esa dichosa playa? -preguntó el viejecito, cada vez más inquieto y mirando por
todas partes-. Yo no veo más que cielo y mar de frente, a derecha y a izquierda.
-Pues yo sí la veo -dijo el muñeco-. Te advierto que yo soy como los gatos: veo mejor de noche
que de día.
El pobre Pinocho fingía buen humor y confianza, pero... Pero empezaba a perderla y a desazonarse.
Estaba muy cansado, su respiración era cada vez más jadeante; en suma: veía que se le acababan
las fuerzas y que la playa aún estaba muy lejos.
Siguió nadando, nadando; pero llegó un momento en que no pudo más, y volviendo la cabeza hacia
su padre, le dijo con voz entrecortada:
-¡Papá!... ¡Papá!... ¡No tengo fuerzas!... ¡Me muero!...
Ya estaba casi desmayado, y empezaban a hundirse los dos, cuando oyeron una voz de guitarra
desafinada que decía:
-¿Quién es el que se muere?

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-¡Soy yo y mi pobre papá!


-¡Yo conozco esa voz! ¡Eres Pinocho!
-¡El mismo! Y tú, ¿quién eres?
-Yo soy el bacalao, tu compañero en la barriga del dragón.
-¿Cómo has conseguido escapar?
-He imitado tu ejemplo. Tú me has enseñado el camino, y yo no he hecho más que seguirte.
-¡Oh, querido bacalao; no has podido llegar más a tiempo! ¡Por nuestra amistad, por la salud de la
respetable bacalada, tu mujer, y de tus bacalaítos, te ruego que nos ayudes, porque si no estamos
perdidos!
-¡Pero, hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Con mil amores! ¡agarraros a mi cola y dejaos llevar! ¡En cuatro
minutos os conduciré a la orilla!
Ya podéis suponeros que padre e hijo se apresuraron a aceptar la amable invitación del buen
bacalao; pero en vez de agarrarse a la cola, creyeron mucho más cómodo sentarse encima de él,
pues era un bacalao mucho mayor que los corrientes y con una fuerza tan grande, que era campeón
de boxeo en su pueblo.
-¿Pesamos mucho? -le preguntó Pinocho.
-¡Hombre! ¡Absolutamente nada! ¡Me parece llevar encima dos conchas de almeja! - respondió el
complaciente bacalao.
Al llegar a la orilla saltó Pinocho el primero, y ayudó a su papá a hacer lo mismo. Después,
dirigiéndose al bacalao, le dijo con voz conmovida:
-¡Amigo mío, has salvado a mi padre, y mi agradecimiento es tan inmenso, que no puede expresarse
con palabras! ¡No te olvidaré nunca, porque los ingratos son los más despreciables de los hombres!
-Ahora permíteme que te de un beso en señal de eterna gratitud.
El bacalao sacó la cabeza del agua, y Pinocho se acercó y le dio un cariñoso beso en la boca. Ante
esta expresiva muestra de afecto, a la que no estaba acostumbrado, el pobre bacalao se conmovió
de tal manera, que, avergonzándose de que se le viera llorar como un chiquillo, metió la cabeza en
el agua y desapareció.
Mientras tanto se había hecho de día.
Entonces Pinocho ofreció el brazo a su padre, que apenas tenía fuerzas para ponerse en pie, y le
dijo:
-Apóyate en mi brazo, querido papá, y vamos andando muy despacito, como las hormigas, y
cuando estemos cansados nos sentaremos junto al camino.

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-¿Y adónde vamos? -preguntó.


-En busca de una casa o de una cabaña donde nos den por caridad un pedazo de pan y un poco de
paja donde dormir.
Aun no habían andado cien pasos, cuando vieron sentados en la linde del camino dos tipos muy
feos, en actitud de pedir limosna.
Eran el gato y la zorra; pero apenas si se podía reconocerlos. El gato, a fuerza de fingirse ciego,
había cegado de verdad; y la zorra, envejecida y desastrada, andaba con muletas y estaba sin cola,
porque hallándose un día en la mayor miseria, se vio obligada a vender su magnífica cola a un
buhonero, que la compró para hacer un limpia tubos.
-¡Oh, Pinocho! -gritó la zorra con voz plañidera-. ¡Una limosna para dos pobres enfermos que no
lo pueden ganar!
-¡No lo pueden ganar! -repitió el gato.
-¡Ah, bribones! -respondió el muñeco-. Me engañasteis una vez, pero ya he escarmentado. ¡Adiós
granujas!
-¡Créenos, Pinochito; que ahora es verdad que somos muy desgraciados y estamos en la miseria!
-¡En la miseria! -repitió el gato.
-¡Si sois pobres, bien empleado os está! ¡Quien mal anda, mal acaba! ¡Ahora pagáis las maldades
que habéis cometido! ¡Adiós, granujas!
-¡Ten lástima de nosotros!
-¡De nosotros!
-¿La tuvisteis antes de mí? ¡Adiós, granujas!
Y Pinocho y su papá siguieron su camino tranquilamente. Unos cien pasos más allá vieron a lo
lejos una - preciosa cabaña de paja, con el techo cubierto de flores azules.
-En aquella cabaña debe de vivir alguien -dijo Pinocho-. Vamos allá, y llamaremos.
Así lo hicieron.
-¿Quién es? -dijo desde dentro una vocecita.
-¡Somos un pobre papá y un pobre hijo sin pan ni hogar! -respondió el muñeco.
-¡Empujad la puerta y entrad! -dijo la misma vocecita.
Pinocho abrió la puerta, y entraron; pero por más que miraron, no vieron a nadie.
-¿Dónde está el dueño de esta cabaña? -preguntó Pinocho admirado.

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-¡Aquí arriba estoy!


Padre e hijo se volvieron hacia el techo, y vieron en una viga al grillo parlante...
-¡Oh, mi querido grillito! -exclamó Pinocho saludando graciosamente.
-Ahora me llamas «tu querido grillito», ¿no es verdad? Pero, ¿te acuerdas de cuando me tirabas un
mazo para arrojarme de tu casa?
-¡Tienes razón, grillito! ¡Arrójame también a mí de tu casa, tírame otro mazo, pero ten compasión
de mi pobre papá!
-Tendré compasión no sólo del pobre padre sino también del hijo; pero te he recordado la mala
acción que cometiste conmigo, para enseñarte que en este mundo se debe ser cortés con todos, si
se quiere que tengan con nosotros igual cortesía.
-¡Tienes razón, grillito; tienes razón que te sobra, y no olvidaré nunca la lección que me has dado!
Pero, oye: ¿cómo te has arreglado para comprarte esta cabaña tan bonita?
-Esta cabaña me la regaló ayer una linda cabrita que tenía el pelo de hermoso color azul turquí.
-¿Y adónde se fue la cabrita? -preguntó Pinocho con grandísimo interés.
-No lo sé.
-¿Y cuándo volverá?
-No volverá nunca. Ayer se marchó muy afligida, y balando parecía decir: « ¡Pobre Pinocho; ya no
volveré a verle más! A estas horas lo habrá devorado el dragón ».
-¿Dijo eso? ¡Entonces era ella, mi -queridísima Hada! -gritó Pinocho llorando y sollozando
desesperadamente.
Después de llorar un buen rato se secó los ojos, y preparando un buen lecho de paja, acostó en él
al pobre viejo. Luego preguntó al grillo parlante:
-Dime, amable grillo: ¿dónde podría encontrar un poco de leche para mi padre?
-Ahí al lado vive el hortelano Juanón, que tiene vacas de leche, ve a su establo y encontrarás lo
que buscas.
Pinocho fue a casa del hortelano Juanón, pero éste le dijo:
-¿Cuánta leche quieres?
-Un vaso lleno.
-Un vaso lleno cuesta diez céntimos. Dame primero los cuartos.
-Pero, ¡si no tengo un céntimo! -respondió Pinocho tristemente.

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-Pues, hijo -replicó el hortelano-, si tú no tienes un céntimo, yo no tengo ni un dedo de leche.


-¡Todo sea por Dios! -dijo Pinocho haciendo ademán de marcharse.
-¡Espera un poco! -exclamó entonces Juanón-. Creo que aún podremos arreglarnos. ¿Quieres dar
vueltas a la noria?
-¿Y qué es la noria?
-Pues mira: no es más que ir tirando de ese palo largo que ves ahí, y que sirve para sacar del pozo
agua con que regar las hortalizas.
-Probaré.
-Si me sacas cien cubos de agua, te daré en cambio un vaso de leche.
-¡Está bien!
Juanón condujo a Pinocho a la huerta, y le enseñó la manera de sacar agua de la noria. Pinocho se
puso en el acto al trabajo; pero antes de haber sacado los cien cubos de agua estaba ya bañado en
sudor de la cabeza a los pies. Nunca había sentido tanta fatiga.
-Hasta ahora venía haciendo este trabajo mi borriquillo -dijo el hortelano-, pero el pobre animal se
está muriendo.
-¿Podría verle? -dijo Pinocho.
-Sin inconveniente. Ven conmigo.
Apenas hubo entrado Pinocho en la cuadra, vio un lindo borriquillo extendido sobre la paja;
conocíase a primera vista que el hambre y el exceso de trabajo habían llevado a aquel pobre animal
a tan desesperada situación. Después de mirar fijamente al burro, se dijo Pinocho:
-¡Yo conozco a este borrico! ¡Su cara no es nueva para mí!
Y arrodillándose al lado del animal, le preguntó en lenguaje asnal.
-¿Quién eres?
Al oír esta pregunta, abrió el borriquillo los moribundos ojos, y balbuceó en el mismo lenguaje:
-¡Soy Es... pá... rra... go!
Y, cerrando los ojos, expiró.
-¡Pobre Espárrago! -dijo Pinocho a media voz, y tomando un puñado de paja, se enjugó una lágrima
que corría por sus mejillas.
-Mucho te conmueve la muerte de un burro que no te ha costado nada -dijo el hortelano-. Pues,
¿qué debía hacer entonces yo que le he comprado con mi dinero contante y sonante?

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-Le diré a usted. Era amigo mío...


-¿Amigo tuyo?
-Y compañero de escuela.
-¿Cómo? -exclamó Juanón soltando una carcajada-. ¿Has tenido burros por compañeros de escuela?
¡Valientes estudios haríais!
Mortificado por estas palabras, no respondió Pinocho; tomó su vaso de leche, aún caliente, y se
fue a la cabaña.
Y desde aquel día en adelante, se levantó todas las mañanas antes del alba para ir a la noria, y
ganar de este modo aquel vaso de leche que sentaba tan bien a su pobre padre. No se contentó con
esto, sino que andando el tiempo se dedicó a fabricar cestas y canastos de junco, y con el dinero
que ganaba atendía cuidadosamente a los gastos necesarios. Fabricó también, entre otras muchas
cosas, un elegante carrito para llevar a su papá de paseo cuando hacía buen tiempo, para que
tomase el aire y el sol.
Durante las primeras horas de la noche se ejercitaba en leer y escribir. Por unos cuantos céntimos
había comprado en la población vecina un libro muy grande, al cual sólo le faltaban unas hojas del
principio y el índice, y en este libro hacía su lectura. Para escribir se servía de una paja cortada a
guisa de pluma; y como no tenía tinta, ni siquiera de calamares, mojaba su pluma en una jícara en
la que había echado jugo de moras o de guindas.
Con su constante deseo de trabajar y su incansable actividad, no sólo conseguía atender
cumplidamente a todas las necesidades de la vida, y especialmente a las de su padre enfermo, sino
que había podido ahorrar hasta unas cuarenta perras chicas para comprarse un traje nuevo.
Una mañana dijo a su padre:
-Me voy al mercado vecino para comprarme una chaqueta, un gorro y un par de zapatos. Cuando
vuelva a casa -agregó sonriendo-, estaré tan elegante, que no me cambiaré por un gran señor.
Y en cuanto salió de casa, comenzó a correr alegre y contento. A poco oyó que pronunciaban su
nombre, y al volverse vio un caracol que salía de entre un matorral.
-¿No te acuerdas de mí?
-Por un lado me parece que sí, y por otro que no.
-¿No te acuerdas de aquel caracol que estaba al servicio del Hada de cabellos azules? ¿No te
acuerdas de aquella noche que bajé a abrirte la puerta y estabas con un pie sujeto entre las tablas?
-Me acuerdo de todo -interrumpió Pinocho-; pero contéstame en seguida, mi buen caracol.
¿Dónde has dejado a mi buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha perdonado? ¿Se acuerda de mí? ¿Sigue
queriéndome lo mismo? ¿Está muy lejos de aquí? ¿Dónde podría encontrarla?

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A todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar aliento, contestó el caracol con su
acostumbrada calma:
-Pinocho mío, la pobre Hada esta en el hospital.
-¿En el hospital?
-Desgraciadamente. Perseguida por las calamidades y gravemente enferma, hoy no tiene ni para
comprar un triste pedazo de pan.
-Pero, ¿es de veras? ¡Oh, qué pena tan grande! ¡Pobre Hada mía! ¡Si tuviera un millón, correría para
entregártelo, pero no tengo más que cuarenta perros chicos! ¡Míralos! Era lo justo para comprarme
un traje nuevo. ¡Tómalos, caracol, y corre a llevárselos a mi buen Hada!
-¿Y tu traje nuevo?
-¿Qué importa el traje nuevo? ¡Vendería hasta los harapos que llevo encima para poder ayudarla!
¡Anda, caracol, despacha pronto! Vuelve por aquí dentro de dos días, y espero que pueda darte
alguna otra perrilla. Hasta ahora he trabajado para mantener a mi padre; desde hoy en adelante,
trabajaré cinco horas más para mantener también a mi buena mamá. ¡Vete ya, caracol, y hasta
dentro de dos días!
Contra su costumbre, echó a correr el caracol como una lagartija durante los calores del verano.
Cuando Pinocho volvió a la cabaña, le preguntó su papá:
-¿Y el vestido nuevo?
-No he podido encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia! ¡Otra vez lo compraré!
En vez de velar aquella noche hasta las diez, Pinocho estuvo trabajando hasta después de media
noche, y en vez de ocho canastos hizo dieciséis.
Después se acostó, y se quedo dormido. Y mientras dormía, le pareció que veía en sueños a su
Hada, bella y risueña, que le decía, después de haberle besado cariñosamente.
-¡Muy bien, Pinocho! ¡Por el buen corazón que has demostrado tener, te perdono todas las travesuras
que has hecho hasta hoy! Los muchachos que atienden amorosamente a sus padres en la miseria
y en la enfermedad, merecen siempre ser queridos, aunque no se los pueda citar como modelos de
obediencia ni de buena conducta. Ten juicio en adelante, y serás feliz.
En este momento terminó el sueño y despertó Pinocho.
Ahora imaginaos vosotros cual sería su estupor cuando, al despertar, advirtió que ya no era un
muñeco de madera, sino que se había convertido en un chico como todos los demás.

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Miró en torno suyo, y en vez de las paredes de paja de la cabaña, vio una linda habitación amueblada
con elegante sencillez. Salió de la cama y se encontró con un lindo traje nuevo, una gorra nueva y
un par de preciosos zapatos de charol.
Apenas se hubo vestido, sintió el natural deseo de registrar los bolsillos; y al meter la mano,
encontró un portamonedas de marfil que tenía escritas las siguientes palabras: «El Hada de los
cabellos azules devuelve a su querido Pinocho los cuarenta perros chicos, y le agradece mucho
su buena acción». Cuando abrió el portamonedas, en vez de cuarenta monedas de cobre encontró
otras cuarenta relucientes monedas de oro.
Luego, fue a mirarse al espejo, y le pareció ser otro. No vio ya reflejada en él la acostumbrada
imagen del muñeco de madera, sino la imagen viva e inteligente de un lindo muchacho con los
cabellos castaños, los ojos celestes y con un aire alegre y festivo como la pascua florida.
En medio de tan maravillosos sucesos, ya no sabía Pinocho si todo era realidad o estaba soñando
con los ojos abiertos.
-¿Dónde está mi papá? -gritó poco después; y entrando en una habitación contigua, encontró al viejo
Gepeto sano, listo y con su antiguo buen humor, que habiendo vuelto a su oficio de tallista, estaba
dibujando una preciosa cornisa adornada de hojas, de flores y de cabezas de diversos animales.
-¡Papá mío! Dime, por favor, ¿qué quiere decir todo esto? ¿Cómo se explican estos cambios tan
imprevistos? -le preguntó Pinocho, saltando a su cuello y cubriéndole el rostro de besos.
-Todos estos cambios imprevistos son debidos a tus méritos.
-¿Por qué a mis méritos?
-Porque cuando los muchachos se convierten de malos a buenos, tienen la virtud de dar otro
aspecto nuevo y mejor a su familia y a todo lo que los rodea.
-¿Donde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?
-Helo ahí -contestó Gepeto, y le indicó un gran muñeco apoyado en una silla, con la cabeza
inclinada a un lado, los brazos colgando y las piernas cruzadas y dobladas por la mitad, de tal
forma que parecía un milagro que se pudiese sostener derecho.
Pinocho volvióse a contemplarlo y, cuando lo hubo observado un poco, dijo para sí con grandísima
complacencia:
-¡Qué cómico resultaba yo cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy ahora de haberme
transformado en un chico como es debido!

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