Las Iglesias de América Latina y Su Contribución A La Elaboración de La DSI

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Las Iglesias de América Latina y su contribución a la

elaboración de la Doctrina Social


Sergio Bernal Restrepo, sj
Decano del Medio de la Facultad de Medicina de la Pontificia
Unversidad
Javeriana de Bogotá, Colombia
Este trabajo apareció en la Revista Pensamiento Social, Instituto de Estudios Social
Cristianos, Lima, No. 1/22013, págs.9-23.

Y es que la DSI es un poderoso instrumento de evangelización, ella es


parte esencial de la misma. Hoy día sabemos que la DSI es la
“aplicación de la Palabra de Dios a la vida de los hombres y de la
sociedad así como a las realidades terrenas, que con ellas se enlazan”
(SRS 8).

El Sínodo de 1971 trató, precisamente, de la evangelización,


de la que el compromiso con la promoción de la justicia es un
elemento
constitutivo. Ulteriormente se ha ido reafirmando la naturaleza de la
DSI
y hoy ya es patrimonio aceptado por todos, que ella pertenece al
ámbito
de la teología moral y que su objetivo es evangelizar. Leemos en la
encíclica Centesimus annus (CA) del beato Juan Pablo II que el valor
de
los que llamamos documentos sociales, proviene del hecho de ser
documentos magisteriales que se insertan en la misión
evangelizadora
de la Iglesia.

De esto se deduce que la doctrina social tiene de por sí el valor de


un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y
su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma
razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta
perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos de
cada uno y, en particular, del «proletariado», la familia y la
educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad
nacional e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y
la paz, así como del respeto a la vida desde el momento de la
concepción hasta la muerte (CA 54).

Pablo VI, en uno


de los documentos mejor logrados de su largo pontificado, la
exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (EN), contribuyó a aclarar
el
sentido de la evangelización, y a comprender su íntima relación con la
DSI:
La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la
interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece
entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social, del
hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un
mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y
constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda
persona humana, sobre la vida familiar sin la cual apenas es
posible el progreso personal, sobre la vida comunitaria de la
sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el
desarrollo; un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días,
sobre la liberación (EN 29).

Esto lo expresaron los padres


conciliares en su mensaje al mundo cuando decían que:
La doctrina expuesta en la carta encíclica Mater et Magistra
demuestra claramente cómo la Iglesia hoy día sea absolutamente
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necesaria para el mundo, para denunciar las injusticias y las
indignas desigualdades, para restaurar el verdadero orden de los
bienes y de las cosas para que, según los principios del Evangelio,
la vida del hombre se haga cada vez más humana. (Mensaje de
los Padres a la Humanidad, 20 de octubre de 1962).

Y hoy, el Papa Francisco expresa esta realidad con la claridad que lo


caracteriza: “precisamente por su conexión con el amor (cf.Gal 5,6),
la
luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y
de
la paz. (…) La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes
concretos
de los hombres de nuestro tiempo.” (Lumen Fidei, 51).

Algunos Autores dividen la historia de la DSI en dos períodos: antes y


después del Vaticano II. Por ello Juan Pablo II hablaba con propiedad
de renovación y continuidad como la característica de la DSI (Cf. SRS
3). Ciertamente, cada momento de esta historia ha tenido sus
características propias y esta realidad debe ser tenida en cuenta para
la recta hermenéutica de los documentos.

Juan XXIII abría nuevos caminos con la encíclica Mater et magistra


(MM) al proponer una metodología inductiva que debería partir de la
realidad que planteaba desafíos a la Iglesia. Más aún, el Papa
proponía un método preciso para comprender esa realidad. Es el
método del verjuzgar- actuar, que ya de algún tiempo atrás aplicaban
los grupos especializados de la Juventud Obrera Católica (JOC) para
la revisión de vida. Para el Papa se trataba de llevar a la práctica los
principios de la enseñanza social de la Iglesia utilizando una
metodología que suponía tres momentos: 1) análisis de las
situaciones; 2) valoración de las mismas a la luz de principios y
directrices, para determinar qué se debe hacer para 3) traducir los
principios y las directrices en las situaciones concretas, históricas,
según las exigencias y posibilidades que las mismas situaciones piden
(cfr. MM 246).

El 23 de Noviembre de 1965, año conclusivo del Concilio, el Papa


dirigió
un discurso muy importante a los obispos latinoamericanos presentes
en
Roma y, que conmemoraban diez años de la Conferencia de Rio. En
su
mensaje el Papa ofreció líneas inspiradoras que, sin duda alguna,
tuvieron influjo en los trabajos de la Conferencia de Medellín, tanto
en la
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temática, como en la metodología de análisis social propuesta por
Pablo
VI. Entre otras cosas, el Papa les decía que no basta recordar la
Doctrina Social de la Iglesia y enseñarla en abstracto; es necesario
favorecer su aplicación en las situaciones reales a medida que se
presentan y traducirla en normas concretas de acción, delimitando
claramente los campos de responsabilidad de la jerarquía y de los
laicos
(Insegnamenti di Paolo VI, III, 1965. pp.666-667).
Con este estímulo Monseñor Manuel Larraín, Presidente del CELAM
propuso la celebración de la segunda Conferencia cuyo objetivo sería
la
revisión de las conclusiones de la Conferencia de Rio y la aplicación
de
las constituciones del Concilio Vaticano II en América Latina.
El CELAM había celebrado su X Asamblea en Mar del Plata en octubre
de
1966 y tomó como tema la presencia activa de la Iglesia en el
desarrollo
e integración de América Latina. Se quería hacer una reflexión
teológica
sobre el desarrollo siguiendo la inspiración de la Gaudium et spes y
del
pensamiento de Maritain que había sido tomado por el Padre Lebret y
que influiría fuertemente en el documento de Pablo VI sobre el
desarrollo, la encíclica Populorum progressio. Para la reflexión ayudó
también la iluminación del magisterio de Juan XXIII y de Pablo VI.
La preparación de la Conferencia de Medellín fue larga y difícil.
Durante
la XI Asamblea del CELAM (Lima, nov. 67) de definió el objetivo de la
futura Conferencia: toma de consciencia de la realidad
latinoamericana
para orientar pastoralmente una acción más integrada de la Iglesia
en
América Latina a la luz del Concilio. En contacto con organismos
internacionales se recogió abundante información sobre la situación
real
del Continente.
En Medellín nació, por así decirlo, la
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teología de la liberación que en su ulterior desarrollo sufrirá tantas
desviaciones, pero que, en su esencia, es perfectamente coherente
con
la Revelación cristiana. En realidad, la búsqueda de la justicia es una
exigencia de ésta y la Iglesia no ofrece la lucha de clases como
solución
a la injusticia, sino la esencia del Mensaje: “Creemos que el amor a
Cristo y a nuestros hermanos será no sólo la gran fuerza liberadora
de la
justicia y la opresión, sino la inspiradora de la justicia social,
entendida
como concepción de vida y como impulso hacia el desarrollo integral
de
nuestros pueblos” (Justicia, 5).

Aparece con claridad en todo el documento, que la acción pastoral de


la
Iglesia es un proceso de educación, no de imposición. Se trata de
iluminar las conciencias con miras a un compromiso de todos y cada
uno
en la transformación de las estructuras. En realidad, ya aparece con
evidencia que el problema es estructural y que, por tanto, no se
arregla
con pañitos de agua tibia, sino que requiere acciones radicales para
las
cuales es necesario preparar a los agentes transformadores. Las
comisiones de acción social, que se deben crear en todas las diócesis,
tienen como fin la elaboración doctrinal para asumir iniciativas en el
campo de la presencia de la Iglesia como “animadora del orden
temporal” (Justicia, 22).

La DSI ha sido desde sus inicios una expresión de la preocupación por


los pobres. Sin embargo, lo que hoy es evidente como opción, no se
explicita con tanta claridad en los documentos anteriores al Vaticano
II y
es ahí donde, precisamente, encontramos una de las grandes
contribuciones de las Iglesias que están en América Latina al
progreso
de este rico patrimonio. Durante el desarrollo del Concilio se formó un
grupo de obispos que lucharon por poner en primer plano esta
dimensión de la misión de la Iglesia, que logró traducirse solamente
en
algunas referencias a la pobreza y a los pobres como en el Mensaje
de
los Padres Conciliares al mundo, y en algunos decretos. Por ejemplo,
en
el decreto sobre la misión de los obispos se dice que cuando
evangelizan
deben demostrar una particular preocupación por los pobres y los
más
débiles, “a los que el Señor les envió a evangelizar” (CD 13). Pero
esta
preocupación no es exclusiva de los obispos. A los sacerdotes se les
recuerda que “aunque se deban a todos, los presbíteros tienen
encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más
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débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya
evangelización
se da como prueba de la obra mesiánica” (PO 6).
El cuidado de los pobres se encuentra también en otros documentos
conciliares, pero sin una consciencia clara de la relación entre
pobreza e
injusticia, con una visión un poco estática de la estructura social. Con
todo, hay que reconocer que ya se aceptaban los límites de la
teología
que no podía por sí sola interpretar la realidad histórica en toda su
complejidad. Se invita, por tanto, a los obispos a usar la investigación
social para conocer a fondo la realidad en que viven los fieles (cfr. CD
16).
En el campo práctico, la Iglesia en toda su historia se ha preocupado
de
los pobres, pero con una actitud asistencial de remediar situaciones
puntuales, sin entrar en el análisis de las causas de la pobreza que
hay
que atacar para encontrar la solución. Esta actitud era debida, en
parte,
al temor de acercarse al análisis marxista, haciendo que el discurso
quedara en lo abstracto. Medellín ha ayudado a aclarar este punto.
No
olvidemos que la reflexión episcopal estuvo precedida por estudios
juiciosos de la realidad estructural, con el apoyo de organismos
técnicos
y de especialistas en el campo católico. Como pastores, iluminados
por
esta contribución científica, pero movidos por su fe llegaron a
comprender que
América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación
de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada
cuando, por defecto de las estructuras de la empresa industrial y
agrícola, de la economía nacional e internacional, de la vida
cultural y política, «poblaciones enteras faltas de lo necesario,
viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y
responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción
cultural y de participación en la vida social y política», violándose
así derechos fundamentales. Tal situación exige transformaciones
globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras. No
debe, pues, extrañarnos que nazca en América Latina «la
tentación de la violencia». No hay que abusar de la paciencia de
un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente
aceptarían quienes tienen una mayor conciencia de los derechos
humanos (Justicia, 16).
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Por ello ya la pobreza no se considera algo casual, ni mucho menos
como un ideal cristiano cuando se trata de una carencia que es
producto
de las estructuras injustas. “La pobreza como carencia de los bienes
de
este mundo es, en cuanto tal, un mal. Los profetas la denuncian
como
contraria a la voluntad del Señor y las más de las veces como el fruto
de
la injusticia y el pecado de los hombres” (Pobreza de la Iglesia, 4).

Buscando la coherencia en la vida de la Iglesia y, como fruto del


análisis
de la realidad, los obispos proponen una orientación lógica que
todavía
en muchos círculos resulta escandalosa: “Hacer que nuestra
predicación,
catequesis y liturgia, tengan en cuenta la dimensión social y
comunitaria
del cristianismo, formando hombres comprometidos en la
construcción
de un mundo de paz” (Ib. 24).

Diez años más tarde se celebró la III Conferencia General del


Episcopado Latinoamericano en Puebla de los Ángeles. Entre Medellín
y
Puebla hubo tres estímulos doctrinales que tendrán un fuerte influjo
sobre el desarrollo de la Conferencia: la carta apostólica Octogesima
adveniens de Pablo VI, conmemorativa de los ochenta años de la
Rerum
novarum, el Sínodo de 1971 que trató el tema de la justicia, y la
exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, documentos todos de un
valor extraordinario. No se puede pasar por alto el discurso inaugural
del
beato Juan Pablo II a la Conferencia, con el cual relanzó la DSI que
había pasado por lustros de crisis ante el embate de algunos teólogos
de
la liberación y de otras ideologías que se disputaban el poder político.
El tema central de la Conferencia era el de la evangelización en el
presente y el futuro de América Latina. Se comienza con un análisis
de
la realidad sumamente extenso y profundo en el cual se reconoce con
humildad que en la historia de la evangelización del Continente se
han
cometido errores por los que hay que pedir perdón.

El tema central de la Conferencia era el de la evangelización en el


presente y el futuro de América Latina. Se comienza con un análisis
de
la realidad sumamente extenso y profundo en el cual se reconoce con
humildad que en la historia de la evangelización del Continente se
han
cometido errores por los que hay que pedir perdón.
La DSI de la Iglesia es descrita de una manera interesante, en parte
resumiendo los documentos hasta ese momento existentes, pero,
además, incluyendo algunos elementos que más tarde entrarán a ser
parte del magisterio universal:
El aporte de la Iglesia a la liberación y promoción humana se ha
venido concretando en un conjunto de orientaciones doctrinales y
criterios de acción que solemos llamar «enseñanza social de la
Iglesia». Tienen su fuente en la Sagrada Escritura, en la
enseñanza de los Padres y grandes Teólogos de la Iglesia y en el
Magisterio, especialmente de los últimos Papas. Como aparece
desde su origen, hay en ellas elementos de validez permanente
que se fundan en una antropología nacida del mismo mensaje de
Cristo y en los valores perennes de la ética cristiana. Pero hay
también elementos cambiantes que responden a las condiciones
propias de cada país y de la época (GS nota 1) (DP 472).
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Por tanto, la finalidad de esta doctrina de la Iglesia — que aporta
su visión propia del hombre y de la humanidad (PP 13) — es
siempre la promoción de liberación integral de la persona humana,
en su dimensión terrena y trascendente, contribuyendo así a la
construcción del Reino último y definitivo, sin confundir, sin
embargo, progreso terrestre y crecimiento del Reino de Cristo (DP
475).
Fue éste un momento importante de la contribución de las Iglesias
que
están en América Latina, al desarrollo de la DSI. Con el magisterio
del
beato Juan Pablo II, la opción preferencial por los pobres entró a
hacer
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parte del patrimonio eclesial y no ya, una “desviación” de los
latinoamericanos influenciados por la teología de la liberación como
pensaban algunos. También la liberación, después de Puebla, será un
elemento esencial del ministerio profético de la Iglesia Universal.
Hay que anotar que la opción por los pobres tiene como fin su
liberación
integral de toda forma de esclavitud a la que se hallan sujetos y que
se
funda en la esencia del seguimiento de Jesús y de la más antigua
tradición cristiana:
Por esta sola razón, los pobres merecen una atención preferencial,
cualquiera que sea la situación moral o personal en que se
encuentren. Hechos a imagen y semejanza de Dios, para ser sus
hijos, esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso
Dios toma su defensa y los ama. Es así como los pobres son los
primeros destinatarios de la misión y su evangelización es por
excelencia señal y prueba de la misión de Jesús (Ib.1142).
Estos dos grandes elementos dinamizados y contextualizados por el
episcopado latinoamericano han entrado en el discurso social de la
Iglesia Universal y hoy son patrimonio común. Aunque no haya
referencia explícitas, no hay duda que el magisterio pontificio se ha
enriquecido con esta contribución de las Iglesias que viven en
contextos
muy diversos del europeo y así, poco a poco, los documentos
romanos
van ganando en pertinencia. Dentro de los límites de este artículo nos
hemos extendido en la génesis histórica de la reflexión episcopal y en
Medellín y Puebla, por haber estas dos Conferencia marcado un hito
que
orientará todo el trabajo ulterior.
La cuarta Conferencia en Santo Domingo vivió un momento difícil en
el
que desde Roma se quiso desvirtuar la metodología del
discernimiento,
invirtiendo el orden y comenzando por el juzgar, bajo el temor al
marxismo, como abiertamente declaró a su regreso a Roma un alto
prelado del Vaticano, quien, de esta manera manifestaba su
ignorancia
de la DSI. No obstante, y con la fidelidad creativa propia de los
obispos
latinoamericanos, se retomó el método y se utilizó en la quinta
Conferencia en Aparecida.
… este método ha colaborado a vivir más intensamente nuestra
vocación y misión en la Iglesia: ha enriquecido el trabajo teológico
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y pastoral, y, en general, ha motivado a asumir nuestras
responsabilidades ante las situaciones concretas de nuestro
continente. Este método nos permite articular, de modo
sistemático, la perspectiva creyente de ver la realidad; la asunción
de criterios que provienen de la fe y de la razón para su
discernimiento y valoración con sentido crítico; y, en consecuencia,
la proyección del actuar como discípulos misioneros de Jesucristo.
La adhesión creyente, gozosa y confiada en Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo y la inserción eclesial, son presupuestos
indispensables que garantizan la eficacia de este método (DA 19).
Aunque ya en Santo Domingo el tema de la cultura había hecho parte
muy importante de la reflexión, en Aparecida, ante el embate de la
globalización, se convierte, tal vez, en el aspecto más relevante del
complejo fenómeno social, que impacta la vivencia religiosa: “Vivimos
un cambio de época, cuyo nivel más profundo es el cultural. Se
desvanece la concepción integral del ser humano, su relación con el
mundo y con Dios” (DA 44). Se trata de una realidad sumamente
compleja en la que el progreso tecnológico ha contribuido a la
deshumanización, al aislamiento de la persona, a la dependencia de
la
última información, en fin, a hacer cada día más difícil la convivencia
humana. No se trata de demonizar el progreso, sino de subrayar la
necesidad de darle una orientación que lo convierta en instrumento
de
progreso integral y solidario.
La opción preferencial por los pobres es descrita como “uno de los
rasgos que marca la fisonomía de la Iglesia latinoamericana y
caribeña”
(DA 391) y está inscrita en la fe cristológica. En Aparecida, no
solamente se mantiene la opción hecha anteriormente, sino que se le
da
una fundamentación teológica más profunda como un elemento
esencial
de la preocupación por el hombre y su dignidad.
De nuestra fe en Cristo, brota también la solidaridad como actitud
permanente de encuentro, hermandad y servicio, que ha de
manifestarse en opciones y gestos visibles, principalmente en la
defensa de la vida y de los derechos de los más vulnerables y
excluidos, y en el permanente acompañamiento en sus esfuerzos
por ser sujetos de cambio y transformación de su situación (DA
394).
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