1894-Texto Del Artículo-6193-1-10-20140102

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Papers 53, 1997 45-63

Regímenes de bienestar y roles familiares:


un análisis del caso español
Ana M. Guillén
Universidad de Oviedo
Oviedo. Spain

Resumen

El texto plantea la influencia de la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y la


existencia del estado del bienestar en los roles familiares.
Palabras clave: roles familiares, mercado de trabajo, política social familiar.

Abstract. Welfare State and family roles: analysis of the Spanish case

The article shows the influence of woman’s incorporation into the labour market and the
existence of a Welfare State in family roles.
Key words: family roles, labour market, family social policy.

Sumario
1. ¿Continuidad o cambio 4. Sistema de garantía de ingresos
en los roles familiares? y mercado de trabajo
2. Estado del bienestar, mercado de 5. Conclusiones
trabajo y familia Bibliografía
3. Política social para la familia
y servicios sociales

1. ¿Continuidad o cambio en los roles familiares?


En España, las mujeres se están incorporando al mercado de trabajo en pro-
porciones crecientes y durante períodos de tiempo más largos, así como tam-
bién están surgiendo nuevas formas de convivencia, procesos ambos que se
pueden considerar como generadores de nuevas identidades de rol. En efecto,
el trabajo de la mujer fuera de casa trae consigo el surgimiento de un nuevo
modo de articulación entre las estructuras familiares y los sistemas de pro-
ducción, y puede suponer un cuestionamiento de la especificidad de los roles
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en el seno de la pareja, así como cambios en la gestión del tiempo y del patri-
monio familiar. Tal como indica Garrido Medina (1993: 174), «cuando se
obtienen recursos en el mercado disminuye la propensión a proporcionar ser-
vicios domésticos gratuitos por dos vías. Por una parte, se dispone de menos
tiempo para ello y, por otra, aumenta la probabilidad de rentabilizar la compra
de esos servicios en el mercado». Sin embargo, la evidencia muestra que la divi-
sión tradicional de funciones dentro de la familia sigue permaneciendo en gran
medida, tal como indican las encuestas de uso del tiempo dentro del hogar.
Los estudios publicados por el Instituto de la Mujer indican que, en gene-
ral, son las mujeres las encargadas de las tareas del hogar, a gran distancia de
los hombres. Los hombres casados parecen dedicar menos tiempo a las tareas
domésticas que los varones en general, y lo contrario ocurre con las mujeres
casadas, de lo que se deriva que las desigualdades se agravan con el matrimo-
nio. Y, lo que es más importante, entre las mujeres trabajadoras, la actividad
fuera del hogar reduce la dedicación a las tareas domésticas, pero la reducción
es de escasa entidad y, además, la disminución del tiempo dedicado durante
los días laborables se compensa con un aumento en los fines de semana. Por
su parte los varones trabajadores también incrementan la participación y el
tiempo invertido en el trabajo los sábados y domingos, pero menos que las
mujeres, siendo la dedicación de éstos últimos siempre muy inferior a lo largo
de toda la semana. Los varones pertenecientes a los niveles educativos más altos
participan en mayor grado que los demás, pero no invierten más tiempo, por
lo que el reparto del trabajo no se produce ni siquiera en los niveles educativos
más altos. Por otra parte, hay que señalar que la distribución del trabajo es más
asimétrica en el caso del trabajo doméstico en sentido restringido que en el
tiempo dedicado a la adquisición de bienes y servicios y al cuidado de los niños,
aunque las distancias entre ambos sexos son notorias en todas estas activida-
des (Ramos Torres, 1990).
Estos datos indican que la realización de una actividad remunerada fuera del
hogar supone una menor dedicación a las tareas domésticas por parte de las
mujeres, pero también que su participación en el mercado laboral no les per-
mite olvidar sus responsabilidades domésticas. En pocas palabras, la menor
dedicación en días de trabajo se compensa con el aumento de actividad los
fines de semana y, probablemente, transfiriendo las tareas a otras manos que
no parecen ser las de los hombres. Se produce, pues, una tímida modificación
del rol femenino tradicional, pero no del masculino.
Una de las posibles causas de la persistente división de roles está en las opor-
tunidades que brinda a las mujeres el mercado de trabajo en comparación con
otros países de nuestro entorno, tales como menores oportunidades de ocu-
par puestos de responsabilidad, la relativa escasez de contratos a tiempo parcial,
los bajos salarios y la incidencia de las ayudas familiares. Las conclusiones que
ofrece el estudio Actividad laboral de la mujer en relación a la fecundidad
(Femández Méndez de Andrés, 1987: 121-122), centrado en el caso español,
son clarificadoras de los motivos por los que las mujeres casadas se animan a par-
ticipar en el mercado de trabajo. La decisión de trabajar fuera del hogar se
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explica fundamentalmente por el coste oportunidad de quedarse en casa. La


incorporación al mercado de trabajo de las mujeres casadas está relacionada
con los aumentos de salario potencial en el mercado y, de forma menos inten-
sa, con el número de hijos y con el nivel salarial del cónyuge. El número de
hijos constituye un desincentivo porque incrementa la productividad del tiem-
po en el hogar, mientras que el nivel salarial del cónyuge está relacionado inver-
samente con la actividad debido a un reparto de tareas conducente a lograr
maximizar la utilidad conjunta. Por otra parte, el nivel de educación resulta
crucial —mucho más que la edad o el estado civil— para determinar el tipo de
ocupación que desempeñan las mujeres. Los mayores niveles de educación,
junto con la posibilidad de obtener salarios más elevados, explican el acen-
tuado descenso en la tasa de fecundidad y son responsables principales de la
incorporación de las mujeres al mercado de trabajo.
Desde luego, no cabe olvidar que la influencia de las oportunidades que
ofrece el mercado de trabajo es sólo parte de la cuestión. El cambio de valores
y actitudes frente al trabajo de la mujer y la puesta en práctica de un proceso
de socialización de los géneros más igualitario pudiera ser mucho más impor-
tante como motor de modificación de los roles tradicionales. De hecho, a
pesar de los incentivos que suponen el mayor nivel de educación y la posibi-
lidad de obtener salarios más altos, actitudes sociales tales como las de la fami-
lia, del marido, del empleador ante el trabajo de la mujer casada y soltera,
pueden restringir el acceso de las mujeres al empleo y, con ello, ayudar a per-
petuar los roles familiares tradicionales. Las mujeres tienen mucha menos
familiaridad que los hombres con la regulación del mercado de trabajo, con
las prácticas sindicales, y son por ello mucho más proclives a aceptar condi-
ciones de trabajo menos favorables. Además, el trabajo de la mujer se sigue
concibiendo en muchos casos como una ayuda, como un complemento al tra-
bajo principal. Esta posición la comparten muchos maridos, familiares y
empleadores, lo cual no puede dejar de influir sobre las mujeres cuando deci-
den salir de casa a buscar trabajo. Incluso las propias mujeres consideran lo
mismo en muchos casos.
A pesar de que ambos sexos han alcanzado niveles similares de educación
en la última década en España, hombres y mujeres reciben una educación muy
distinta dentro de la familia. De hecho, a las mujeres se les enseña cómo rea-
lizar las tareas del hogar y se las implica activamente en ellas a diario, mien-
tras que a los hombres se les mantiene al margen en una proporción mucho
más alta. Además, puesto que los hijos permanecen en el hogar en España hasta
edades avanzadas, esta situación de división de tareas se perpetúa durante
mucho más tiempo que en otros países y son, normalmente, las recién casa-
das las encargadas de enseñar a sus maridos el trabajo doméstico, con el agra-
vante de tener que forzarlos o convencerlos en muchas ocasiones de la
conveniencia de que compartan unas tareas que no han realizado hasta enton-
ces y sobre las que tienen una visión negativa. Asimismo, en otros países, las
altas tasas de divorcio ponen a los hombres en la situación de tener que ocuparse
de realizar tareas domésticas, pero en España, la escasa incidencia del fenó-
48 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

meno en términos comparativos hace que esta situación tenga mucho menos
impacto. Además, son las mujeres las que normalmente mantienen la custo-
dia de los hijos (Valiente, 1995c: 8).
Pero, además, existe otro modo de mirar hacia las razones que pueden indu-
cir a las mujeres a buscar trabajo fuera del hogar y con ello producir una modi-
ficación, por muy limitada que sea, de su rol tradicional. Me refiero a las
alternativas que existen, ya sean públicas o privadas, de ser sustituidas (al menos
parcialmente) en tareas tradicionalmente asignadas a las mujeres, tales como
el cuidado de los hijos o de los ancianos. La provisión pública de este tipo de
servicios forma parte del estado del bienestar, en concreto del nivel de oferta
de servicios sociales personales. Aquellas mujeres que tienen que dedicar gran
parte de su tiempo a dichas actividades y que no encuentran una forma de
ponerlas en otras manos que no sea muy costosa desde el punto de vista eco-
nómico, tenderán a percibir el coste oportunidad de trabajar fuera del hogar
como muy alto.
Es por ello que este artículo examina de forma comparada con otros países
de la Unión Europea la configuración del sistema de bienestar español, y en
particular considera la evolución de los servicios sociales durante la última
década en España y de las prestaciones o subsidios familiares. Asimismo, se
tiene en cuenta el sistema de garantía de ingresos, porque la forma en que esté
organizado puede tener consecuencias para las decisiones que toman las fami-
lias en cuanto al reparto de trabajo fuera y dentro del hogar. Lo que se busca
es llamar la atención sobre el hecho de que los modos como se construye un
Estado del bienestar y las formas de interacción entre la política social y el mer-
cado de trabajo pueden influir sobre la reproducción de roles familiares y las
posibilidades de producción de nuevos roles, al suponer bien sea incentivos o
desincentivos a la búsqueda de empleo de las mujeres fuera del hogar y a la
permanencia en el mercado de trabajo.
Las familias españolas actúan en muchos casos como proveedoras directas
de servicios sociales, como «agencias de empleo» a través de sus relaciones infor-
males y se hacen cargo del mantenimiento de muchos desempleados. No deja
de resultar paradójico que en estas circunstancias la política social para la fami-
lia se encuentre tan poco desarrollada en España. Parte de la explicación a esta
situación aparentemente contradictoria se puede encontrar en las relaciones
que se han ido perfilando entre las políticas sociales, el mercado de trabajo y la
institución familiar.

2. Estado del bienestar, mercado de trabajo y familia


Esping-Andersen (1990) defiende que existen tres tipos de regímenes de bie-
nestar1 en el mundo occidental. Dejando a un lado el caso de los Estados

1. La obra de Esping-Andersen (1990) trata de entender las políticas sociales no como un


conjunto de instituciones y programas aislados, sino dentro del ámbito más amplio de la
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Unidos, ejemplo del régimen «liberal», en Europa se puede hablar de dos tipos
fundamentales de regímenes de bienestar. El primero de ellos, es el llamado
coloquialmente «modelo escandinavo» o régimen socialdemócrata, y estaría
basado en el concepto de universalización y armonización entre las clases socia-
les y entre los géneros. En estos países, el desarrollo del estado del bienestar
—la universalización de las prestaciones— permitió a las mujeres lograr un
empleo, a la vez que se creaba un mercado de trabajo para las mujeres. Pero
las propias virtudes del modelo condujeron a consecuencias no deseadas y
negativas para el colectivo femenino, ya que, a la larga lo que se produjo fue la
segmentación del mercado de trabajo por género: las mujeres trabajan sobre
todo en el sector servicios dependiente de las prestaciones sociales públicas,
mientras que los hombres lo hacen en el sector privado.
España —junto con Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Austria, Portugal y
en cierta medida Holanda— pertenecería al grupo de países que han cons-
truido su Estado del bienestar a través de sistemas de seguridad social profe-
sionalistas. Una de las características de este modelo, bautizado como
«conservador» por Esping-Andersen, es la de su estructuración corporativis-
ta, es decir, la de la existencia de una segregación de estatus, que se refleja en
la presencia de un número elevado de regímenes especiales que diferencian
categorías laborales, acompañado de un tratamiento favorable de los emplea-
dos públicos. En esencia, dicho autor considera que este tipo de régimen de
bienestar se sustenta, fundamentalmente, en dos pilares; por un lado, en un
concepto tradicional de la familia, de inspiración católica, por el cual el núcleo
familiar se constituye en una fuente de provisión de cuidados para cada uno
de sus miembros, especialmente aquéllos menos válidos (niños, ancianos,
enfermos); por otro lado, en la consideración del trabajador masculino per-
teneciente al núcleo familiar como el garante, mediante su salario, de la cober-
tura de las necesidades familiares. Este esquema, en el que el hombre no sólo
contribuye con su trabajo a la cobertura de sus necesidades individuales, sino
también a las de su familia, está ligado a la existencia de un grado elevado de
seguridad en el trabajo y de la necesidad de articular medidas que garanticen
la capacidad del trabajador de seguir cubriendo las necesidades familiares en
aquellos momentos en los que, por motivos biológicos o de otra índole, acon-
teciese alguna interrupción en su actividad laboral. Algunas de las conse-
cuencias más destacadas o relevantes de este esquema serán la rigidez del
mercado laboral, con un alto porcentaje de empleo fijo y la pervivencia de la
familia como proveedora de prestaciones sociales, circunstancia esta que pro-
voca un fortalecimiento de los lazos que ligan a la mujer a las labores propias

economía política, es decir, de la actividad del Estado en la gestión y en la organización de


la economía nacional. En consecuencia, la atención se centra en las relaciones entre la polí-
tica social de un determinado país y el mercado de trabajo, la distribución salarial, la estra-
tificación social y las decisiones macroeconómicas. De ahí que acuñe el término de
«capitalismo del bienestar» para bautizar a todo ese complejo, y el de «regímenes de bie-
nestar» para referirse a las modalidades particulares (nacionales) del anterior.
50 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

del ámbito del hogar, retrasando y dificultando su incorporación al mercado


laboral.
En una línea muy similar de argumentación, Van Kersbergen (1995) con-
sidera que el principio de subsidiariedad es el que guía la intervención del
Estado en política social en los países católicos: el Estado no tiene obligación
de tratar a todos por igual sino de trabajar a través de los grupos sociales exis-
tentes. De esos grupos sociales, la familia tiene primacía, es la unidad básica
de la sociedad (no el individuo). La igualdad tampoco es el objetivo de la vida
familiar, sino el logro de una unidad orgánica y la división del trabajo entre
los géneros bajo la dirección del marido. El concepto de ciudadanía no es el
básico en este régimen de bienestar, puesto que se trata de un concepto aso-
ciado a los individuos. Además, el principio de subsidiariedad supone tam-
bién la resistencia a transferir poder al Estado. De ahí que los modelos de
seguridad social en los países de tradición católica se financien principalmen-
te a través de las contribuciones de empresarios y trabajadores y no a través de
impuestos. En estas circunstancias no es sorprendente que los resultados de la
política social afecten de forma distinta a los géneros.

3. Política social para la familia y servicios sociales


Si aceptamos que la configuración del sistema de previsión social afecta de
forma distinta a hombres y mujeres, cabe entonces deducir que aquellos sistemas
que mantengan a las mujeres en el hogar tenderán a ayudar a reproducir los roles
tradicionales. ¿Cuál es exactamente esa configuración en España? Se trata de
dilucidar hasta qué punto el sistema de bienestar ofrece oportunidades a las
mujeres para salir a trabajar y conjugar el empleo con la vida doméstica y
la crianza de los hijos. En este sentido, hay que referirse al menos al grado
de desarrollo de las políticas sociales para la familia, es decir, a las prestacio-
nes y subsidios de que puede disponer una familia, y al grado de desarrollo
de los servicios sociales personales, es decir, a la oferta pública de cuidados a los
niños de corta edad, minusválidos y ancianos.
Resulta difícil establecer una definición de lo que es la política social para
la familia porque el concepto ha variado históricamente y porque los objeti-
vos que persigue son muchas veces contradictorios entre sí: potenciación de
la fecundidad, reducción de la pobreza infantil, reforzamiento del papel de las
mujeres como madres solamente o como trabajadoras y madres a la vez. En
general, cabe defender que la política social para la familia debe comprender,
en primer lugar, la regulación de los derechos y deberes dentro de la familia, así
como entre la familia y el resto de las instituciones sociales y políticas, y, en
segundo lugar, la oferta de servicios y prestaciones económicas (Rodríguez
Cabrero, 1994). Es un hecho bien documentado que la política social para la
familia en su vertiente de oferta pública de transferencias y servicios está esca-
samente desarrollada en España (Iglesias de Ussel y Meil, 1994; Valiente,
1995b). En España no existe ni siquiera un departamento administrativo espe-
cializado en ella. Las prestaciones familiares han pasado de constituir el 17%
Regímenes de bienestar y roles familiares: un análisis del caso español Papers 53, 1997 51

del gasto total en prestaciones económicas en 1975 al 1,17% en 1990 (Velarde,


1990: 164). Parece que como reacción al familismo paternalista del régimen
anterior se ha pasado a una situación si no hostil, sí de clara indiferencia hacia
la familia, razón ésta, por otro lado, que explica mejor la falta de atención a la
familia por parte de los poderes públicos y de partidos y grupos de interés que
la pretendida pervivencia de la ideología católico-social en España, tal como
lo interpreta Esping-Andersen (1994).
De la falta de atención pública a la familia es indicativo que las prestacio-
nes familiares fueron reformadas en 1990 por primera vez desde los inicios de
la transición a la democracia. La cuantía de los beneficios que eran percibidos
con anterioridad se puede etiquetar de residual, ya que a principios de los años
setenta era ya baja y nunca se actualizaron desde entonces, de forma que en
1990 las cantidades percibidas eran testimoniales2. Desde la reforma del noven-
ta, las prestaciones familiares se han incrementado, son iguales para contribu-
yentes y no contribuyentes, y dependen del nivel salarial y de las circunstancias
personales (sobre todo del hecho de la circunstancia de tener un minusválido
a cargo). A pesar de que uno de los objetivos de la reforma consistía en incen-
tivar el trabajo de las mujeres fuera del hogar y permitir a los hombres disfru-
tar del permiso de maternidad sin perder derechos contributivos, el nivel salarial
máximo para poder disfrutar de los beneficios es muy bajo: un millón de pese-
tas al año, lo que supone una cantidad sólo ligeramente superior al salario
mínimo interprofesional. Esta circunstancia ha tenido como consecuencia la
acentuación del carácter asistencial del sistema (Rodríguez Cabrero, 1994).
Las políticas familiares también incluyen detracciones en los impuestos por
cada descendiente dependiente, así como descuentos en el transporte, la edu-
cación y créditos para familias numerosas3.
La comparación de los subsidios familiares con otros países de la Unión
Europea nos indica que en 1991 en España los subsidios familiares por joven
menor de veinte años representaba solamente el 0,5% del PIB por habitante,
es decir, se trataba del país que menos dedicaba a esta prestación, cantidad
treinta veces menor que la del país que más gastaba (Dinamarca). En térmi-
nos del porcentaje sobre el salario medio neto, los subsidios familiares para
unidades con un hijo suponen en España el 2%, sólo por encima de Francia con
el 1%. Sin embargo, mientras estos porcentajes aumentan mucho en Francia
para las familias con dos o más hijos, en España y en el resto de los países del
sur de Europa permanecen muy bajos, sobre todo en el caso de España e Italia
(Comisión Europea, 1994: 50, 61). Además de las prestaciones familiares pro-
piamente dichas, hay que tener en cuenta los subsidios de desempleo asisten-

2. En concreto consistían en 250 pesetas al mes por hijo a cargo y en otra asignación de 375
pesetas al mes por cónjuge dependiente. Esta última se suprimió en 1985. Los asegurados
también podían percibir seis mil pesetas por matrimonio y tres mil por el nacimiento de
cada hijo, en ambos casos como pago único.
3. Desde noviembre de 1995, las familias con tres hijos pueden acceder a los beneficios por
familia numerosa.
52 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

cial para parados con hijos a cargo, los salarios sociales que son proporciona-
les al tamaño de la familia, y las pensiones no contributivas que priorizan a los
ancianos y minusválidos que viven en familia. Aún así, se puede afirmar que las
prestaciones familiares son muy escasas en términos comparativos.
El conjunto de medidas que protegen la maternidad de las mujeres traba-
jadoras puede desglosarse en España en dos grandes elementos: por una parte,
el derecho de la mujer empleada a ausentarse del trabajo por el nacimiento, la
adopción o el acogimiento previo de un hijo, con la garantía de conservar su
puesto, su antigüedad y sus derechos a tener una pensión de jubilación; por
otra parte, el derecho a recibir una prestación económica pagada durante ese per-
miso. Hasta diciembre de 1994, fecha en la que se modificaron los programas
de protección a la maternidad en España, la situación derivada de la materni-
dad de la mujer trabajadora se venía asimilando a la incapacidad laboral por
enfermedad común, por lo que su tratamiento normativo a efectos de protec-
ción social era semejante al de esta contingencia. Hoy día, pues, la situación
de maternidad se encuentra regulada separada de la incapacidad temporal, con
el resultado de no asimilarse a una enfermedad.
Además, y en consonancia con este cambio de concepto, en diciembre de
1994 la cuantía de la prestación económica se elevó desde el 75% del salario
(base reguladora) al 100%. También entre las modificaciones que sufrió la pres-
tación por maternidad se encuentra la de que la condición exigida para disfru-
tar de la prestación es la acreditación de ciento ochenta días de cotización dentro
de los cinco años inmediatamente anteriores al parto, condición más laxa que
la que estaba en vigencia anteriormente y que exigía este requisito durante el
año anterior al parto. Desde 1989, la duración del descanso es de dieciséis sema-
nas ininterrumpidas, ampliables a dieciocho en caso de parto múltiple. Este
período se distribuye como desee la interesada, con la única salvedad de que
seis semanas se disfruten después del parto. El padre puede disfrutar, alternati-
vamente, de cuatro de las últimas semanas del permiso. Desgraciadamente, no
existen datos que permitan saber cuántos hombres han decidido acogerse a este
derecho de este permiso en vez de sus esposas trabajadoras, pues podría ser un
indicador de cambio en la distribución de las responsabilidades familiares. Sin
embargo, cabe suponer que dicha cantidad sea muy escasa.
Otro de los cambios recientes en la protección de la maternidad ha sido la
adopción de nuevas normas que tratan de garantizar la continuidad de la vida
laboral de las mujeres y los hombres trabajadores con hijos a cargo. En marzo
de 1995, se ha aprobado una nueva regulación que se denomina «permiso
parental y por maternidad», que mantiene el derecho de los trabajadores a un
período de excedencia no superior a tres años, para atender al cuidado de cada
hijo, pero que lo complementa permitiendo que sea computado a efectos de
antigüedad. Además, el trabajador tendrá derecho a la reserva de su puesto de
trabajo durante el primer año de excedencia, y durante los dos restantes
la reserva quedará referida a un puesto de trabajo del mismo grupo profesional
o categoría equivalente. Esta medida, al menos en teoría, favorecerá la conti-
nuidad de las carreras profesionales de las mujeres, aunque cabe preguntarse
Regímenes de bienestar y roles familiares: un análisis del caso español Papers 53, 1997 53

cuantas empresas privadas estarán dispuestas a ponerla en práctica. En general,


todas estas modificaciones en la protección por maternidad han situado a
España a un nivel muy parecido al del resto de los países de la Unión Europea,
o incluso más generoso en algunas cuestiones como, por ejemplo, la cuantía
de la prestación por maternidad con respecto al salario antes percibido (Comi-
sión Europea, 1994).
Las prestaciones familiares y por maternidad ayudan a que aquellas muje-
res que ya están trabajando tengan más facilidades para conciliar su trabajo
fuera y dentro del hogar sin que su carrera profesional sufra interrupciones.
Pero tanto para las mujeres trabajadoras como para las que están buscando
empleo, el grado de desarrollo de los servicios sociales personales es impor-
tante, puesto que la oferta pública las libera de tareas tradicionalmente
femeninas. La oferta de servicios sociales está dividida en estos momentos
aproximadamente al cincuenta por ciento entre el sector público y el sector
privado (mercantil y voluntario). Éste último ha crecido considerablemente
en los últimos años debido, entre otras razones, a la escasez de oferta pública
y al crecimiento de la demanda. Los poderes públicos siempre han conside-
rado al sector privado como subordinado y subsidiario del público, pero,
sin embargo, el sector mercantil carece aún de una inspección y control ade-
cuados (Casado, 1994).
Los servicios sociales públicos incluyen en España programas muy diver-
sos, entre los que se encuentran la asistencia a la tercera edad (asistencia domici-
liaria, residencias, vacaciones), a los minusválidos (atención especializada,
programas de integración social y laboral), a las minorías étnicas, a los niños, a
los jóvenes, a las mujeres y a los drogadictos, así como también las prestacio-
nes no contributivas y las subvenciones a organizaciones de ayuda no guberna-
mentales. Este área de la política social se financia a través de impuestos, en
parte a través de las comunidades autónomas y en parte a través de transfe-
rencias del Ministerio de Asuntos Sociales, y a través de las cotizaciones de
los beneficiarios de la Seguridad Social. Ante la imposibilidad de ofrecer aquí
un análisis de todas las facetas de los servicios sociales, voy a ocuparme de los
destinados a la tercera edad, a los minusválidos y a los niños.
Por lo que respecta a los servicios sociales para minusválidos, la oferta en
España incluye programas de prestaciones económicas, de acceso a la infor-
mación, de fomento del empleo, medidas para la eliminación de barreras físi-
cas, prestación de servicios de atención domiciliaria y fomento de la asistencia
sanitaria por los organismos públicos. El marco legal que regula todo lo con-
cerniente a los discapacitados, deficientes y minusválidos, la Ley de Integración
del Minusválido, aprobada en 1982, supuso un importante intento de ade-
cuar la normativa española a la de nuestro entorno, así como también de ofre-
cer un abanico muy amplio de medidas que posibilitaran la integración social
de este colectivo, colectivo que ascendía al 15% de la población en 1985 (INE,
1986). Quizás esta amplitud ha tenido la consecuencia de que algunos aspec-
tos importantes, tales como los programas de rehabilitación y prevención, han
recibido muy poca atención y en otros casos han resultado de escasa eficacia,
54 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

como, por ejemplo, en el fomento del empleo. Es posible que esta situación
también se deba al hecho de que los servicios demandados con más intensi-
dad son claramente las prestaciones económicas, que han acaparado la aten-
ción y los recursos de la Administración en el período transcurrido desde la
aprobación de la LISMI (Casado, 1992).
La comparación global entre los países de la Unión de los sistemas de pro-
tección a los minusválidos presenta muchas dificultades, debido a la gran diver-
sidad de programas y de condiciones de acceso a los mismos existentes. Todo
ello se complica aún más si tenemos en cuenta que, tal como ocurre en parte
en España, muchas de las prestaciones se regulan, se organizan y se gestionan
a nivel local, lo que a veces introduce diferencias importantes difíciles de gene-
ralizar. A pesar de todos estos problemas, de los estudios comparativos se puede
deducir que el nivel de protección y de desarrollo de los programas sociales para
minusválidos, aunque se ha incrementado mucho durante los últimos años en
los países del sur de Europa, todavía se encuentra a cierta distancia del logrado
en el resto de los países de la Unión (Ministerio de Asuntos Sociales, 1989).
Entre los servicios que se ofertan a la tercera edad se encuentran en España
la asistencia médica especializada y preventiva, las residencias y la ayuda para
la vivienda, la atención domiciliaria, los clubes y hogares de jubilados, las vaca-
ciones organizadas, y el apoyo económico a los familiares con ancianos. Hoy día
existen casi 110.000 plazas residenciales (públicas y privadas), lo que supone una
ratio del 2%, que se encuentra todavía a distancia del 3,5% recomendado en
los países mediterráneos o del 4,5% de los países del centro y del norte de
Europa. Los servicios de estancias diurnas en residencias fueron usados por
480 personas en 1992. El número de hogares y clubes para la tercera edad,
también llamados centros de día, ascendía en 1992 a 2.000, sumando la ini-
ciativa pública con la privada, distribuidos de forma muy irregular dentro del
territorio nacional. En el mismo año, las personas que recibieron atención
domiciliaria fue de casi 25.000. En general, resulta difícil establecer cuanto se
aleja la oferta de servicios para las personas mayores de la demanda, pero la
escasa cuantía de las cifras aquí expuestas son indicativas de que la distancia
tiene que ser grande. Los ancianos españoles consideran las ayudas a domici-
lio como el segundo servicio más necesario, después de los servicios médicos
especializados (Ministerio de Asuntos Sociales, 1993).
El análisis comparativo de las prestaciones para la vejez en Europa indica,
como ocurría en el caso de la minusvalía, que los países miembros de la Unión
presentan disparidades muy marcadas. La tendencia general parece conducir
a la privatización de muchos de estos servicios en toda Europa. Sin embargo,
si tenemos en cuenta de forma conjunta la oferta pública y la privada, los paí-
ses del sur de Europa presentan desarrollos inferiores, tanto en la oferta de alo-
jamiento de larga estancia como en los servicios de atención a domicilio y
centros de día (Guillemard, 1993).
En resumen, en lo relativo a los servicios sociales personales, la compara-
ción con los países del norte y centro de Europa es clara: en España y en el
resto de los países del sur esta faceta de la política social está menos desarro-
Regímenes de bienestar y roles familiares: un análisis del caso español Papers 53, 1997 55

llada4. Hay que resaltar aquí que el estado del bienestar en España, tal como
hemos visto, ofrece pocas ayudas a las familias y a las mujeres españolas, pero
les pide mucho a cambio. En primer lugar, muchas familias españolas con
hijos de corta edad no cuentan con la posibilidad de enviarlos a guarderías
públicas. La oferta de plazas públicas se centra en España en la educación pre-
escolar a partir de los tres años. En el curso 1991-1992 el porcentaje de niños
que se beneficiaron de esta oferta fue del 66,3% para los de cinco años; del
63,9% para los de cuatro, y del 17,6% para los de tres. En comparación con
la media de la Unión para los niños que son cuidados en centros públicos,
estos porcentajes no son bajos, pues la cifra es del 65% para los niños de tres
a seis años. Sin embargo, en el caso de los niños de dos años o menos, España
presenta el porcentaje más bajo de toda Europa (1%), incluso por debajo de
los niveles de Grecia (4%) y Portugal (6%), y a considerable distancia del
resto de los países (Valiente, 1995a).
Los mayores conviven con sus hijos o con otros familiares en proporcio-
nes elevadas: un 28,2% de los padres mayores de sesenta años y un 32,2% de
las madres de la misma edad en 1991 (CES, 1995). Los minusválidos tam-
bién son cuidados en grandes proporciones dentro de la familia. Incluso en el
caso de los minusválidos psíquicos, la familia juega un papel crucial: el 84%
de los enfermos psíquicos severos vive con su familia, una proporción muy
alta si se compara con el 62% en Irlanda o el 21% en Suecia5. Muchas de estas
familias declaran que no cuentan con suficiente ayuda social y financiera ni
con la información necesaria para desarrollar su tarea adecuadamente. Los
datos del último informe FOESSA (1994: 1829) indican que casi el nueve por
ciento de las familias españolas procuran atención en el propio hogar a perso-
nas dependientes, ya sean personas mayores, enfermos crónicos o hijos con
discapacidades graves, y que este hecho es más frecuente entre las familias de
menor nivel social.
En las situaciones de necesidad o de enfermedad, la mayoría de los espa-
ñoles declaran que la familia constituyó la fuente de ayuda fundamental, con
la excepción de casos graves de enfermedades psíquicas o de drogadicción en que
también se menciona a algunas instituciones (Boletín CIRES, 1994). Incluso
fuera del hogar, en las instituciones hospitalarias es extraño encontrar enfer-
mos que no se encuentren acompañados por algún familiar día y noche. El
número de familias extensas ha ido descendiendo de forma sostenida a lo largo
de las dos últimas décadas, pero existe evidencia de la existencia de «familias
amplias» formadas por varios grupos familiares que viven cada uno en su pro-
pio hogar y que mantienen relaciones más estrechas entre sí que con sus ami-
gos o vecinos (Navarro, 1994). Alrededor del cuarenta por ciento de los hogares
mantienen relaciones de ayuda familiar extendida: padres que ayudan a hijos

4. Véase, por ejemplo, el estudio editado por Munday (1993), que incluye a todos los países
de la Unión Europea.
5. Según datos de una encuesta realizada por la Confederación Española de Agrupaciones
Familiares de Enfermos Mentales. Véase El País, 10 de marzo de 1995, p. 29.
56 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

casados y nietos, hijos casados que viven en casa de los padres, hijos casados y
emancipados que ayudan a padres mayores y padres mayores que viven en el
hogar de un hijo (Casado, 1994: 1830).
Por otra parte, el número de jóvenes que permanecen en la familia es muy
alto: un 77% de los jóvenes entre 18 y 29 años conviven con sus padres. Esta
situación de postergación de la independencia incide en el incremento de car-
gas económicas que tienen que soportar las familias. Entre las razones que
esgrimen los jóvenes para permanecer en la familia se encuentran la de que les
gusta hacerlo así, pues les supone una convivencia más grata, pero también
dicen necesitar que les mantengan (CIRES, 1994). A este fenómeno no es
extraño, por supuesto, el escaso desarrollo de la política de vivienda, política
social a fin de cuentas. Una vivienda de tipo medio costaba en 1991 más de
cinco veces los ingresos anuales de una familia media, ingresos que los jóve-
nes no alcanzan ni remotamente cuando se incorporan al mercado de traba-
jo. Tampoco los alquileres resultan asequibles a los jóvenes, incluso los más
bajos (Garrido Medina, 1993: 172).
Otro aspecto de la evolución de las redes de parentesco está relacionada
con la reaparición de un nuevo tipo de «familia extensa», compuesta por
parejas casadas que viven con los padres de uno de sus componentes, es decir,
parejas que han constituido su propia familia pero que no han establecido su
propio hogar. En 1991, el 4,2% de la población estaba en esta situación. Y lo
que es más, el 20% de las parejas jóvenes que vivía en un hogar independien-
te declaraba depender económicamente de sus padres (CES, 1995).
Finalmente, el mercado de trabajo funciona (no estalla) y las altísimas tasas
de paro se soportan en España gracias a que las familias comparten sus ingre-
sos (procedentes de empleos seguros, precarios o de la economía sumergida o
de las prestaciones sociales), acogiendo a parados y necesitados en general (Pérez
Díaz y Rodríguez, 1994). Además, las familias españolas funcionan en muchos
casos como oficinas de empleo, proporcionando a través de sus contactos un
puesto de trabajo —sea del tipo que sea— a sus miembros.
En pocas palabras, las familias españolas cuidan, alimentan y dan cobijo a
niños, ancianos, minusválidos, enfermos de distinta gravedad y parados, en
muchos casos contando con servicios de apoyo muy escasos. La familia espa-
ñola realiza así una función de provisora de servicios sociales, que influye sobre
la división de tareas en las familias y sobre las posibilidades de producción de
nuevos roles familiares. Sería muy interesante poder contar con datos simila-
res para otros países del sur de Europa o que poseen un régimen de bienestar
conservador, para poder dilucidar hasta qué punto el nivel de desarrollo de los
servicios sociales es responsable parcial de las posibilidades de las mujeres para
acceder al mercado de trabajo.
En cuanto al desarrollo de los servicios sociales personales en España, el
retraso comparativo obedece a razones históricas, pero también culturales. De
hecho, la escasa tradición asociacionista y en la reclamación de prestaciones
sociales al Estado puede explicar la ausencia de una presión mayor para el cre-
cimiento de dichos servicios públicos. En países como Francia, Bélgica y
Regímenes de bienestar y roles familiares: un análisis del caso español Papers 53, 1997 57

Holanda que comparten con España el carácter profesionalista de su sistema de


garantía de ingresos, las prestaciones familiares están más desarrolladas muy
probablemente porque existen asociaciones activas y con gran número de
miembros, asociaciones que, además, cuentan con mecanismos institucionales
que les permiten participar y presionar en la formulación de políticas sociales
para la familia (Iglesias de Ussel y Meil, 1994).
Por otra parte, muchos ciudadanos no quieren tener que reconocer públi-
camente que dejan a sus padres e hijos en manos de instituciones públicas, a lo
que ayuda una percepción de los servicios sociales con regusto a beneficencia,
es decir, a instituciones de mala calidad en las que existe el hacinamiento, en ser-
vicios para pobres, para los que no tienen otra posibilidad. Además, existe un
fuerte control social y profesional (médicos, psicólogos) que defiende la idea de
que los bebés y los niños pequeños deben pasar el mayor tiempo posible con
sus madres, idea reforzada por la mentalidad tradicional. Tal como indica
Valiente (1995c: 9), se asume que las mujeres tienen un instinto natural del
que carecen los hombres, por lo que, aunque deban ayudar en el cuidado de los
hijos, corresponde sobre todo a las mujeres el ocuparse de ellos. Esto está rela-
cionado con el uso de las guarderías privadas o públicas, de forma que se con-
sideran la última opción cuando la mujer trabaja y no queda más remedio,
prefiriendo ponerlos al cuidado de abuelos o de niñeras contratadas para ello
cuando los recursos económicos lo permiten. Con respecto a los ancianos,
muchas personas consideran que es un deber de los hijos hacia los padres el
asistirlos en sus últimos años.
Todo esto tiene la consecuencia, nada deseable, de que el Estado se ve exi-
mido, o al menos poco presionado, para solucionar activamente una larga y
variopinta lista de problemas sociales: la atención a los ancianos, minusváli-
dos y enfermos mentales, el cuidado de los más jóvenes, una mayor creación de
empleo, la vivienda, etc. Aún así es de destacar que la situación está comen-
zando a cambiar. Hoy día los ciudadanos españoles se muestran partidarios en
su mayoría de que se incrementen prestaciones familiares tales como medidas
fiscales, equipamientos, condiciones laborales y transferencias y se trata, ade-
más, de demandas que se han ido fortaleciendo en los últimos años. Esta situa-
ción de escasez de oferta unida a una demanda creciente hace que el hecho de
que hasta la fecha no se haya producido un debate público sobre el rumbo que
debe tomar la política social para la familia se haga cada vez más preocupante
(Iglesias y Meil, 1994).

4. Sistema de garantía de ingresos y mercado de trabajo6


El sistema de garantía de ingresos en España, contrariamente a lo que ocurre
en el ámbito de la asistencia sanitaria, presenta hoy día todas las característi-

6. En esta sección sigo de cerca la argumentación de Esping-Andersen (1995). También uti-


lizo los análisis de Pérez Díaz y Rodríguez (1994) y de Bentolila y Dolado (1994) sobre
la evolución del mercado de trabajo en España.
58 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

cas de un modelo profesionalista propio del régimen de bienestar conserva-


dor. En primer lugar, los derechos a recibir prestaciones públicas se derivan
de la condición de trabajador y no de la de ciudadano. Consecuentemente, el
sistema está fragmentado por categorías profesionales. Aunque la tendencia
ha sido, ya desde hace décadas, a la convergencia con el régimen general, aún
existen diferencias en la regulación de los distintos regímenes 7. El grado
de fragmentación no es muy alto y es parecido al de los países del centro de
Europa. Francia, Italia y Grecia poseen un sistema mucho más fragmentado que
el español, mientras que en Portugal las divisiones son menores. En segundo
lugar, los beneficios van unidos a los niveles salariales. En España, al igual que
ocurre en el resto de los países del sur de Europa, el nivel de sustitución de
rentas es muy elevado en términos comparativos, corroborando el argumen-
to de Esping-Andersen (1990 y 1995) que defiende que lo que se está susti-
tuyendo es un salario familiar y no individual. Las pensiones contributivas de
jubilación de los trabajadores que han seguido una carrera profesional com-
pleta y sin interrupciones suponen entre el 89% y el 107% del salario medio
neto en los países del sur de Europa, mientras que los porcentajes decrecen
en los países centroeuropeos y no llegan a alcanzar el 50% en Gran Bretaña,
Irlanda y Dinamarca, países que poseen un régimen de bienestar más cerca-
no al socializado. La «generosa» protección del sector formal del mercado de
trabajo contrasta con una atención mucho más débil a los sectores más infor-
males o irregulares, en los que se encuentran trabajadores que no cumplen las
condiciones para tener derecho a una pensión contributiva (Ferrara, 1995).
En España, tal como ha ocurrido en otros casos nacionales que disfrutan de
regímenes del bienestar conservadores, se han ido introduciendo medidas
de política social de corte más universalista, dirigidas a los ciudadanos sin acce-
so a la Seguridad Social: pensiones no contributivas, prestaciones familiares,
subsidios de desempleo, transferencias todas ellas que se financian en su mayor
parte a través de impuestos y que van dirigidas a los niveles de renta más bajos.
Estos desarrollos han incidido en una participación creciente de los Estados
en la financiación de las prestaciones para hacer frente al incremento de los
beneficios, al aumento en el número de perceptores (debido al envejecimien-
to de la población, al aumento de la esperanza de vida, pero también al volu-
men de las jubilaciones anticipadas) y a la inclusión de nuevos grupos bajo el
manto protector. Para el caso concreto de nuestro país, la universalización de
las prestaciones para los mayores de 65 años prácticamente se ha logrado, pero
la protección de las personas en edad activa es menor en términos comparati-
vos con otros países (Comisión Europea, 1994). De hecho, la distribución del
gasto ha variado mucho: mientras que en 1967 las pensiones suponían la mitad
del gasto en todos los beneficios económicos, en 1986 habían alcanzado casi el

7. Además del régimen general para trabajadores dependientes, existen en España regímenes
especiales para los trabajadores de la minería del carbón, los trabajadores del mar, los autó-
nomos, el servicio doméstico y los trabajadores agrícolas. Los funcionarios públicos están
cubiertos por régimen independiente.
Regímenes de bienestar y roles familiares: un análisis del caso español Papers 53, 1997 59

89% (Velarde, 1990: 131). Esto quiere decir que se ha priorizado claramente
un área de la política social, la del mantenimiento de rentas de las personas de
edad, a costa de otras áreas, al menos, de las encargadas de la protección de las
personas en edad activa. Pero cuando el desempleo aumenta, los matrimonios
son cada vez menos estables y los hogares unipersonales más frecuentes, esto
puede suponer un serio problema. Por el momento, tal como se ha visto en la
sección anterior, las familias están encargándose de servir de apoyo para sobre-
llevar estas situaciones, pero no sabemos cuánto tiempo estarán dispuestas a
seguir haciéndolo. Al contrario, todo parece indicar que las mujeres desean
trabajar y lo hacen en proporciones cada vez mayores, así como que no están
dispuestas a interrumpir su carrera profesional para dedicarse al cuidado de
los hijos, lo cual redunda en tasas de fecundidad cada vez más bajas.
Por otra parte, el hecho de que los trabajadores deban permanecer en sus
puestos durante períodos prolongados de tiempo para acceder al sistema con-
tributivo hace que los sistemas profesionalistas hayan aparecido históricamente
asociados con mercados de trabajo que ofrecen altas dosis de seguridad en el
empleo. Esta combinación funcionó bien mientras se mantuvieron tasas de
inflación y de desempleo moderadas. Sin embargo, la respuesta de los regí-
menes de bienestar conservadores a las consecuencias de las crisis económicas
ha consistido en la reducción de la fuerza de trabajo mediante jubilaciones
anticipadas y otras medidas similares. Desde luego, esta estrategia parece haber
ido unida, en todos los países con regímenes de bienestar conservadores, al
mantenimiento del sistema de bienestar profesionalista, que no se ha intenta-
do modificar en ninguno de ellos. Se trata de una estrategia que está basada
en dar salida a los excedentes del mercado de trabajo mediante medidas de
protección social, a la vez que se reducen drásticamente las nuevas incorpora-
ciones.
Esto ha parecido una medida adecuada a los poderes públicos porque desde
ellos se ha supuesto erróneamente que el incremento de productividad que
debe acompañarla puede compensar el gasto en transferencias sociales y que,
además, el superávit de trabajadores no especializados es transitorio y el problema
se solucionará una vez que el período de reconversión industrial llegue a su
término (Esping-Andersen, 1995). La pertinencia de dicha medida queda en
entredicho cuando ya se ha constatado que los resultados de esta política han
conducido a una situación en la que la razón entre contribuyentes y depen-
dientes cada vez es más desfavorable, es decir, que ha deteriorado la salud finan-
ciera del sistema de aseguramiento social. Además, los altos costes laborales
fijos tienen una incidencia negativa sobre la creación de empleo e inducen el cre-
cimiento de los sectores informales o del autoempleo, con la consecuencia aña-
dida de que se pueden mantener o incluso fortalecer los privilegios del sector
formal porque las empresas son capaces de flexibilizar su plantilla a través de con-
tratos temporales y/o sumergiendo parte de su actividad productiva. Por su
parte, el mantenimiento de altas tasas de desempleo también conlleva el sur-
gimiento de tensiones financieras, debido al considerable coste que supone la
cobertura de esta contingencia. Asimismo, el elevado gasto en protección por
60 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

desempleo incide negativamente sobre la creación de puestos de trabajo porque


detrae recursos que podrían emplearse en la aplicación de políticas activas de
mercado de trabajo.
La atenuación de las rigideces del mercado de trabajo puede constituir un
mecanismo que facilite la creación de empleo y con ello favorecer la inserción
laboral de jóvenes y mujeres. La flexibilización del mercado de trabajo para
adecuarlo a la nueva situación económica se ha hecho de forma tímida y lenta
en España, y se ha producido a grandes rasgos en dos etapas. La primera, ini-
ciada en 1984, incentivó la creación de puestos de trabajo con contratos tem-
porales, de forma que en el momento presente un tercio de todos los empleos
son de este tipo. La segunda, realizada entre diciembre de 1993 y mayo de
1994, supuso a grandes rasgos la promoción de la creación de empleo a través
del establecimiento de exenciones de impuestos y contributivas para los empre-
sarios que contrataran a jóvenes, desempleados de larga duración, mayores de
45 años y minusválidos; la incentivación de los contratos de aprendizaje y en
prácticas, así como de los empleos a tiempo parcial, y la reducción de las barre-
ras para cierto tipo de despidos.
Hoy día resulta difícil defender que todavía nos encontramos ante un mer-
cado de trabajo poco flexible, máxime cuando los datos extraídos de las decla-
raciones a Hacienda de los empresarios indican que más de la cuarta parte de
los asalariados ganaban menos del salario mínimo en 1992 (Carabaña, 1995).
Sin embargo, hay que resaltar el hecho de que todas estas medidas de flexibi-
lización han afectado a los nuevos contratos y no a los ya existentes, de forma
que han conducido a una segmentación clara del mercado de trabajo entre el
sector formal y más protegido, por un lado, y, por otro, los puestos de traba-
jo temporal, a tiempo parcial, contratos en prácticas y de aprendizaje, etc. y
el sector sumergido o informal. Las mujeres españolas han mejorado sus cua-
lificaciones significativamente en los últimos quince años y los niveles de edu-
cación se han equiparado entre ambos géneros, pero el acceso al mercado de
trabajo, al igual que les ha ocurrido a los jóvenes, se ha visto mediatizado por
las nuevas condiciones de flexibilización parcial, de forma que los puestos a
los que han podido acceder son en muchos casos empleos peor pagados y
mucho más precarios que los del sector formal. Esto afecta claramente a las
oportunidades que tienen las mujeres para alcanzar una independencia eco-
nómica, pues dicha independencia es bastante frágil cuando una persona sale
y entra del mercado continuamente y no sabe cuantas veces se podrá seguir
manteniendo esa alternancia.
Además de las diferencias por género y edad que se pueden observar en
el mercado entre el núcleo más protegido, predominantemente masculino y
los sectores temporal e informal, nutridos en mayor proporción por jóvenes
y mujeres, tal como indica Garrido Medina (1992), la evolución del mercado
de trabajo también ha supuesto el surgimiento de segmentaciones claras den-
tro del grupo de mujeres que trabajan fuera del hogar. La primera de ellas, y qui-
zás la más importante, es una segmentación por edad, entre las mujeres jóvenes
que han podido acceder a la formación y que, educadas o no, han tenido más
Regímenes de bienestar y roles familiares: un análisis del caso español Papers 53, 1997 61

oportunidades de inserción laboral durante los ciclos expansivos de la econo-


mía y las mujeres de más edad que no han contado con estas oportunidades. Una
segunda diferencia se ha establecido entre las mujeres con altos niveles de edu-
cación, que se han incorporado sobre todo al sector público pero también han
logrado insertarse en la empresa privada, y las que carecen de formación o la
poseen en muy escasa medida, para las que las oportunidades de encontrar tra-
bajo son raras.
Cuando para disfrutar de una pensión de jubilación la estabilidad en el
empleo se hace necesaria, lo lógico es no correr riesgos y que aquella persona
que tenga un trabajo fijo dentro de la unidad familiar cuide de él. Puesto que
son los hombres los que ocupan ya y los que acceden con más facilidad a los
puestos de trabajo seguros, en caso de que haya que escoger siempre se tende-
rá a priorizar dicho empleo sobre el de la mujer, habitualmente menos seguro
y peor pagado. Otra consecuencia es que, incluso en el caso de que las muje-
res interrumpan su vida laboral y luego tengan la suerte de poder reincorporarse
a ella, las pensiones disfrutadas por mujeres son siempre muy inferiores a las de
los hombres. En resumidas cuentas, todo esto redunda en menores posibili-
dades de alcanzar la independencia económica durante la edad activa y también
tras la jubilación, y, con ello, escasas oportunidades para que se modifiquen
los roles familiares. En todo caso, parece que en muchas circunstancias resul-
ta más rentable que las mujeres realicen trabajos en el propio hogar: activida-
des más o menos sumergidas, que les permitan compatibilizar mejor las tareas
domésticas con una contribución al salario familiar.

5. Conclusiones
Si se combinan la existencia de parcas prestaciones familiares y de escasez de
servicios para el cuidado de los niños, ancianos y minusválidos y otros servicios
para las familias, no es de extrañar que las tasas de actividad femenina sean
más bajas en los países que han construido un régimen de bienestar conserva-
dor, y que la producción de nuevos roles familiares se vea dificultada.
Por otra parte, las relaciones mutuas entre un sistema de garantía de ingre-
sos de corte profesionalista y un mercado de trabajo segmentado en un sector
formal y fuertemente regulado, otro de empleo precario y otro informal tienen
consecuencias claras sobre la incorporación de las mujeres a la vida laboral, y
con ello sobre las posibilidades de modificar su rol familiar tradicional. Ambas
configuraciones —la del estado del bienestar y la del mercado de trabajo—
parecen generar un círculo vicioso de difícil salida.
Las medidas de control de costes que se han propuesto para asegurar el
futuro del sistema, tales como cambios en la indiciación de las pensiones, en
los períodos requeridos para acceder a las prestaciones, el retraso de la edad
de jubilación, la mayor correspondencia entre contribuciones, etc. pueden
hacer viables desde el punto de vista financiero los sistemas de mantenimiento
de rentas, pero no suponen la solución definitiva. Lo mismo ocurre con la
utilización de subsidios o exenciones fiscales para fomentar el empleo. En
62 Papers 53, 1997 Ana M. Guillén

definitiva se trata de medidas parciales, de parches que permiten paliar los


problemas.
Una solución parecida a la adoptada por los países escandinavos no parece
factible, dadas las dificultades de financiación por las que están atravesando
todos los estados del bienestar, que hace muy difícil la posibilidad de una fuer-
te expansión de los programas sociales. Además, tal como se ha señalado, estos
regímenes de bienestar también llevan apareada una segmentación del merca-
do de trabajo, en este caso una segmentación por género. La solución empren-
dida por los regímenes liberales, como por ejemplo el de Estados Unidos,
consistente en favorecer la flexibilidad de los salarios, incrementa la desigual-
dad social y parece, desde luego, difícilmente exportable al entorno cultural
del centro y sur de Europa.
Resulta, pues, bastante arduo buscar modelos a seguir en el exterior. Pero
en estos momentos en que nos estamos planteando la reforma del estado del bie-
nestar, sobre todo en el área de la garantía de ingresos, a la vez que buscamos
afanosamente los medios que conduzcan a una mayor creación de empleo,
cabe recordar y tener bien presente cuáles son las consecuencias que conlleva
la construcción de un régimen de bienestar u otro y qué modelo deseamos
para nuestra sociedad en el futuro. ¿Deseamos vivir en una sociedad dualizada,
con trabajadores de primera y de segunda clase? ¿Queremos un sistema que
siga distribuyendo el trabajo de forma que sean los hombres los que se encar-
guen de ganar el salario familiar y las mujeres de las labores del hogar?
¿Continuaremos ocupándonos concienzudamente de que las mujeres se for-
men igual de bien que los hombres para que luego muchas de ellas cuelguen su
título académico o su acreditación profesional en la cocina? ¿Seguiremos per-
mitiendo que la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo tenga que
ir unida a tasas de fecundidad decrecientes? El debate está abriéndose camino
y vale la pena que se diriman las consecuencias de las posibles opciones con
sumo cuidado.

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