Euripides - Las Troyanas
Euripides - Las Troyanas
Euripides - Las Troyanas
EURÍPIDES
PERSONAJES
POSEIDÓN, dios del mar.
ATENEA, diosa del pensamiento y la guerra. Símbolo del progreso intelectual.
Divinidad epónima de Atenas.
HÉCUBA, ex reina de Troya, ahora esclava de Ulises. Esposa de Príamo. Madre
de Héctor, Paris, Polixena y Casandra entre otros.
CORO, de mujeres troyanas cautivas.
TALTIBIO, heraldo y mensajero de los griegos.
CASANDRA, hija de Hécuba y Príamo. Sacerdotisa de Febo, quien le había con-
cedido el don de la profecía por precio a su virginidad.
ANDRÓMACA, viuda de Héctor.
MENELAO, rey de Esparta.
HELENA, esposa de Menelao y Paris. Causante de la guerra
POSEIDÓN: Yo, Poseidón, vengo del salado abismo del mar y desde que Febo
yo edificamos las altas torres de piedra de este campo troyano, he favorecido
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Las Troyanas Eurípides
siempre esta ciudad, que ahora humea, destruida por el ejército argivo, quienes
fabricaron un caballo preñado de armas, un corcel bélico, contaminando esta
ciudad de una carga funesta. Desiertos los bosques sagrados, los templos de los
dioses destilan sangre, y Príamo, moribundo cayó a los pies del altar de Zeus. Los
griegos ahora esperan que sople un viento favorable que les proporcione el placer
de abrazar a sus esposas y a sus hijos, ya que han estado diez años lejos de sus
familias. Y yo, vencido por Hera y por Atenea que derribaron juntas a Troya,
abandono mis altares, que si reina en la ciudad triste soledad, sufre detrimento el
culto de los dioses y no suelen ser adorados como antes. Adiós, pues, ciudad feliz
en otro tiempo. Si no te hubiera derrotado Atenea, aún subsistirías en tus ci-
mientos.
(ENTRA ATENEA)
ATENEA:
¿Puedo hablar a un pariente de mi padre, depuesta nuestra antigua enemistad?
POSEIDÓN:
Habla, Atenea, que si los parientes se conciertan, pueden conciliar los ánimos
discordes.
ATENEA:
Pues bien. Vengo a hablarte de un asunto que a ambos interesa y recurro a tu po-
der para que me ayudes.
POSEIDÓN:
Primero deseo conocer tu voluntad, y si has venido para favorecer a los griegos o
a los troyanos.
ATENEA:
Anhelo ahora llenar de júbilo a los troyanos, mis anteriores enemigos, y que sea
infortunada la vuelta del ejército aqueo.
POSEIDÓN:
¿Cómo cambias así de parecer, y odias y amas con pasión, dejándote llevar del
viento de la fortuna?
ATENEA:
¿No tienes noticia del insulto que han hecho a mi divinidad y a mi templo?
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POSEIDÓN:
Sí, cuando Áyax arrastraba por fuerza a Casandra fuera del lugar sagrado.
ATENEA:
Por eso quiero afligirlos.
POSEIDÓN:
Dispuesto estoy a complacerte, pero ¿cuál es tu propósito?
ATENEA:
Deseo que sea infortunada su vuelta.
POSEIDÓN:
¿Que sufran desdichas mientras permanecen en tierra o cuando entren en salado
mar?
ATENEA:
Haz tú lo que puedas: que graves borrascas retiemblen en el mar, que revuelvan
sus ondas saladas y se
llene de cadáveres. Así respetarán los aqueos mis templos y venerarán a los de-
más dioses.
POSEIDÓN:
No hablemos ya más, que no es necesario. Haré lo que anhelas, removeré el mar
y lo llenaré de cadáveres. Necio es cualquier mortal que conquista una ciudad y
abandona sus templos y sepulcros, sagrado asilo de los muertos. Inevitable es su
ruina.
(SALEN ATENEA Y POSEIDÓN. ENTRA
HÉCUBA Y EL CORO)
HÉCUBA:
¡Levanta tu cabeza, desventurada! Levanta tu cuello, ya no existe Troya, y noso-
tros no reinamos en ella. ¡Ay de mí! ¿Cómo no he de llorar sin patria, ni hijos y
sin esposo? ¡Desdichada de mí! ¡Tristemente reclino mis miembros, presa de in-
soportables dolores, yaciendo en duro lecho! ¡Ay de mi cabeza! ¡Ay de mis sienes
y mi pecho! ¡Cuánta es mi inquietud! ¡Cuánto mi deseo de revolverme en todos
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CORO 2:
¿Cuál de los argivos me llevará lejos de mi tierra a una isla?
HÉCUBA:
¿A quién serviré yo, infeliz anciana, después de disfrutar en Troya de los mas al-
tos honores?
CORO:
¿Qué lamentos bastarán para deplorar tu indigna suerte? Por última vez saludo
los cuerpos de mis hijos, por última vez; más graves será mis trabajos en el lecho
de los griegos. (Maldita noche, funesto destino).
(ENTRA TALTIBIO)
TALTIBIO:
Te acordarás, ¡oh Hécuba! de haberme visto en Troya en distintas ocasiones de
heraldo del ejército aqueo; yo, Taltibio, vengo a anunciarte una ley sancionada
por todos los griegos: ya han sido sorteadas, si tal es la causa de vuestros temores.
Cada cual ha tocado a distinto dueño; una sola suerte no ha decidido a la vez de
todas.
HÉCUBA:
¿Y a quién servirá cada una? ¿Quién será el dueño de mi hija? Di, ¿quién será el
dueño de la mísera
Casandra?
TALTIBIO:
La eligió para sí el rey Agamenón.
HÉCUBA:
¿Para ser esclava de su esposa?
TALTIBIO:
No; ocultamente lo acompañará en su lecho.
HÉCUBA:
¿La virgen de Febo, a quien el dios de cabellos de oro le concedió el don de vivir
sin esposo?
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TALTIBIO:
Hirióle el amor, y se apasionó de esa fatídica doncella.
HÉCUBA:
Deja las sagradas llaves, hija, y las guirnaldas, también sagradas, que te adornan.
TALTIBIO:
¿No es acaso honor insigne compartir el lecho del rey?
HÉCUBA:
¿Dónde está mi hija que me arrancaste hace poco de mis brazos? ¿De quién será
esclava Polixena?
TALTIBIO:
La han destinado al servicio de la tumba de Aquiles.
HÉCUBA:
¡La que di a luz, destinada a servir un sepulcro! Pero, ¿qué significa esa ley de los
griegos? ¿Qué significa esa costumbre?
TALTIBIO:
Alégrate de la dicha de tu hija; su suerte es buena.
HÉCUBA:
¿Qué has dicho? ¿Ve el sol mi hija?
TALTIBIO:
Esclava es del destino, que la libra de males.
HÉCUBA:
¿A quién tocó la mísera Andrómaca, esposa de mi hijo Héctor?
TALTIBIO:
El hijo de Aquiles la eligió también para sí.
HÉCUBA:
¿Y yo?
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TALTIBIO:
Ulises, rey de Itaca, es tu dueño, y tú serás su esclava.
HÉCUBA:
¡Ay de mí! Golpea tu cabeza rasurada, desgarra con las uñas tus mejillas. La suerte
me obliga a servir a un hombre abominable y pérfido. Lloradme, troyanas. Yo he
muerto, ¡ desventurada de mí! ¡No puede ser mas funesto mi destino!
CORO:
Ya sabes mujer venerable lo que te aguarda: pero ¿cuál de los aqueos o de los
griegos es mi dueño?
TALTIBIO:
Debo llevar de aquí cuanto antes a Casandra, para entregarla a nuestro general y a
ustedes a sus distintos dueños.
(ENTRA CASANDRA)
CASANDRA:
¡Oh matrimonio! Feliz esposo y feliz yo, que entre los argivos celebraré nupcias
reales. Ya que tú, ¡oh madre! lloras y suspiras por mi difunto padre, por mi patria
amada, yo, en mis bodas, enciendo antorchas en honor tuyo, para que brilles. Bai-
la madre, alza tu pie, que mi amor es grande. Celebren el matrimonio de la virgen
con alegres cantos y sonoros vítores. Vamos, vírgenes frigias de bellos mantos;
canten al esposo destinado fatalmente acompañarme en el lecho, después que se
celebren nuestra bodas.
CORO:
¿No detendrás, ¡oh reina!, a esta doncella delirante, que no se precipite en su ca-
rrera en medio del ejército argivo?
HÉCUBA:
¡Ay de mí, hija! ¡Cómo había yo de pensar que celebraras estas bodas en medio de
soldados enemigos. ¡Troyanas: contesten con lágrimas a sus cantos nupciales!
CASANDRA:
¡Adorna, madre, mi sien victoriosa, y alégrate de mis regias nupcias, porque si
Febo existe, más funesto que el de Helena será el matrimonio que contrae con-
migo Agamenón, el rey de los aqueos. Yo lo mataré y devastaré su palacio,
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pagándome así por lo que me debe por haber dado muerte a mi padre y a mis
hermanos. Morirán los victoriosos apenas se embarquen, no por defender a su
país, no verán a sus hijos y no serán vestidos por las manos de sus esposas, sino
yacerán en país extranjero. Sus mujeres morirán viudas, otras perderán a sus
hijos. Los troyanos, en cambio, dieron la vida por su patria que es la más pura
gloria, y los muertos fueron llevados a sus casas por sus amigos y cubríalos des-
pués una capa de tierra natal, y vestíanlos las manos de sus parientes. El hombre
prudente debe evitar la guerra; pero si se llega a ese extremo, es glorioso morir
sin vacilar por el destino de su patria, e infame la cobardía. Así, madre, no deplo-
res la ruina de Troya, ni tampoco mis bodas, que perderán a los que ambas detes-
tamos.
CORO:
¡Cuán dulcemente sonríes pensando en tus desdichas! Profetizas lo que acaso no
suceda.
TALTIBIO:
Si Febo no trastornara tu juicio, no amenazarías a mis capitanes con tus fatídicos
augurios. Mi general se enamora de esta bacante, cuya mano rechazaría yo, a pe-
sar de mi pobreza. El aire se llevará tus maldiciones contra los argivos y tus ala-
banzas a los frigios. Más, sígueme ahora a las naves. Tú, Hécuba, harás lo mismo
cuando lo mande Ulises.
CASANDRA:
Cruel es, sin duda, el siervo; ¿aseguras tú que mi madre irá al palacio de Ulises?
¿Y los oráculos de Febo, según los cuales ha de morir aquí? ¡ Infeliz Ulises! Diez
años de penalidades le restan, además de las que aquí ha experimentado, y vol-
verá sólo a su patria; errante atravesará los escollos del angosto estrecho, en don-
de habita la cruel Caribdis, y verá el cíclope que mora en los montes y se alimenta
de carne humana, también verá a Circe, que transforma a los hombres en cerdos.
Pero ¿para qué referirme al trabajo de Ulises? Anda, llévame a celebrar mi matri-
monio en los infiernos. ¿Dónde está la nave del general? ¿Dónde he de subir?
Ahora no esperarás con impaciencia viento favorable que hinche tus velas, por-
que, al arrebatarme de esta tierra, te acompañará una de las tres furias. Adiós ma-
dre mía, no llores; ¡oh, querida patria, y vosotros hermanos que guarda la tierra,
hijos todos de un mismo padre!: pronto me veréis llegar vencedora a la mansión
de los muertos, después de devastar el palacio de los autores de nuestra ruina.
(SALE CASANDRA CON TALTIBIO)
HÉCUBA:
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En tierra debo yacer, víctima de estos males. ¡Oh, dioses!; bien sé que no me fa-
vorecen, pero debemos, no obstante, invocarlos cuando la adversidad se ensaña
con alguno de los nuestros. Agrádame recordar de los bienes que he disfrutado, y
así será mejor la lástima que exciten mis males presentes. Fui reina y me casé en
real palacio, y en él di a luz nobilísimos hijos que sucumbieron al empuje de la
lanza griega, y yo los vi muertos y corté sus cabellos para depositarlos en sus
tumbas. Las vírgenes fueron para el deleite de mis enemigos, las arrancaron de
mis brazos y no abrigo la más remota esperanza de volver a verlas. Y el último,
mi mal más grave, es que vaya yo a Grecia, esclava y anciana, sufriendo intolera-
bles trabajos. ¿Para qué ponerme de pie? ¿Cuál será mi esperanza? Guien mis pies
hacia un precipicio para lanzarme en él y morir allí consumida por las lágrimas.
No crean nunca que los opulentos son dichosos hasta no llegar su última hora.
CORO:
Entona, oh musa, canto fúnebre y nuevos versos acompañados de lágrimas, de-
plorando la suerte de Troya, porque ahora comenzaré en su alabanza con voz
clara triste canción, y lloraré su ruina y mi funesta suerte, cautiva de la guerra,
merced del caballo de madera que abandonaron los griegos a las puertas, llenas
sus entrañas de armas. Los troyanos, animados con alegres cánticos, se precipita-
ron ciegos al abismo que había de perderlos, pensando que era un presente grato
a la virgen inmortal que desconoce el matrimonio; ciñéronlo con lazos de retor-
cido lino, como si fuese el negro casco de una nave, y arrastrándolo se encamina-
ron hacia la morada de Atenea funesta enemiga de mi patria. Apenas había ter-
minado esta fiesta nos envolvieron las tinieblas de la noche, y en toda ella no de-
jaron de oírse la flauta y los alegres cánticos al compás de las danzas. Yo, enton-
ces, formando coros celebraba en mi albergue a la virgen que habita en los mon-
tes. Voz funesta se oyó, y los tiernos niños, agarrándose de los vestidos de sus
madres, extendían aterrados sus brazos y Ares salió de su escondite por obra de
Atenea. Alrededor de los altares morían mis hermanos, y en los aposentos desti-
nados al sueño, y en el silencio de la noche, nos arrebataban nuestros esposos, y
nos vencía la Grecia, madre de jóvenes guerreros.
(ENTRA ANDRÓMACA)
HÉCUBA:
¡Dónde te llevan a ti, mujer desdichada!
ANDRÓMACA:
Llévanme mis señores los aqueos.
HÉCUBA:
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¡Ay de mí!
ANDRÓMACA:
¿A qué gimes, cuando yo debo entonar fúnebre canto, por estos dolores y esta
calamidad?
HÉCUBA:
¡Hijos míos!
ANDRÓMACA:
En otro tiempo lo fuimos.
HÉCUBA:
Adiós dicha, adiós Troya. Adiós, nobles hijos. ¡Ay también de mí! ¡Cuán deplora-
bles son también mis...!
ANDRÓMACA:
Males.
HÉCUBA:
Calamidad funesta.
ANDRÓMACA:
De la ciudad...
HÉCUBA:
Que humea.
ANDRÓMACA:
¡Vuelve a mis brazos, oh esposo!
HÉCUBA:
¿Llamas a mi hijo que está debajo de la tierra?
ANDRÓMACA:
¡Escudo de tu esposa!
HÉCUBA:
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Mas tú, azote de los griegos en otros tiempos, tú, que eras mi primogénito,
llévame a los infiernos para descansar al lado de tu padre.
ANDRÓMACA:
¡Tal es nuestro anhelo! Tantos los dolores que sufrimos, asolada nuestra patria,
desde que los dioses nos fueron adversos. Cadáveres ensangrentados yacen en los
templos para servir de pasto a los buitres, y Troya sufre el yugo de la esclavitud.
HÉCUBA:
¡Oh patria! ¡Oh prendas amadas!, vuestra madre, sin hogar, se separa de vosotros.
¡Cómo los lamentos, cómo las lágrimas suceden a las lágrimas en nuestra familia!
Pero el que muere, ni llora ni siente dolores.
ANDRÓMACA:
Me llevan con mi hijo como parte del botín, y mi libertad se trueca en servidum-
bre, víctima de horribles mudanzas.
HÉCUBA:
Inevitable es la necesidad; ahora poco me arrebataron por fuerza a Casandra.
ANDRÓMACA:
Varios son los males que te afligen.
HÉCUBA:
Para mí todo esto no tiene término ni medida; espantosa es mi lucha.
ANDRÓMACA:
Pereció tu hija Polixena, sacrificada en el sepulcro de Aquiles, ofrenda hecha a su
cadáver.
HÉCUBA:
¡Ay de mí, desventurada! Este es el enigma al que aludió hace poco Taltibio, os-
curo entonces y ahora claro.
ANDRÓMACA:
Yo misma la vi, la cubrí y lloré sobre su cadáver.
HÉCUBA:
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¡Ay, hija mía, impío sacrificio! No es lo mismo ¡oh, hija!, vivir que morir; la muer-
te es la nada, y a la vida queda la esperanza de morir.
ANDRÓMACA:
Polixena ha muerto como si no hubiese visto la luz. Casi no tuvo tiempo para
llorar sus infortunios, pero yo, que llegué a la cumbre de la felicidad y alcancé no
escasa gloria, caigo despeñada por la fortuna. Yo, en el palacio de Héctor, cumpl-
ía las santas obligaciones propias de mi estado. En primer lugar, como mancilla la
buena fama de las mujeres no estar en su casa, renuncié a salir, y vivía encerrada
en ella; no me agradaba el trato de amigas elegantes; mi única maestra era mi
conciencia, naturalmente pura, y en verdad bastábame con ella; en ocasiones sos-
tuve mi parecer, cediendo en otras. Perdióme mi reputación de honesta esposa,
que llegó hasta el ejército aqueo, porque después de cautivarme ha querido casar-
se conmigo el hijo de Aquiles, y serviré en el palacio de los que mataron a mi ma-
rido. Y si me olvido de mi amado Héctor y abro mi corazón a mi nuevo esposo,
creerán que le falto; si, al contrario, le aborrezco, me odiarán mis dueños. Verdad
esque, según dicen, basta una sola noche para que la mujer deponga su odio en el
lecho conyugal; mas yo detesto a la que pierde su primer amante y ama pronto a
otro. Ni aún la yegua que se separa de su compañera, con la cual fue alimentada,
lleva sin trabajo el yugo, aunque sea bestia y muda y carezca de razón y en sus
afectos no pueda compararse con el hombre. Esposo sin igual fuiste para mí, ¡oh,
Héctor querido!, por tu prudencia, por tu linaje, por tus riquezas y por tu valor, y
al recibirme pura del palacio de mi padre, fuiste también el primero que te acer-
caste a mi tálamo virginal. Y tú pereciste, y yo navego esclava a sufrir en Grecia
dura servidumbre.
CORO:
Tu calamidad es igual a la mía; al llorar tu suerte recuerdas mis penas.
HÉCUBA:
No te cuides, ¡oh, hija! de la muerte de Héctor, que no le devolverán la vida tus
lágrimas; respeta ahora a tu señor, y sedúcelo con los dulces atractivos de tu cari-
ñoso trato. Y si lo hicieres, llenarás de alegrías a tus amigos, y podrás educar a tu
hijo que fue del mío, última esperanza de Troya, para que tus descendientes re-
edifiquen Ilión y vuelva a existir nuestra ciudad.
(ENTRA TALTIBIO)
TALTIBIO:
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Tú que fuiste en otro tiempo esposa de Héctor, el más esforzado de los frigios,
no me aborrezcas, que contra mi voluntad vengo a anunciarte los públicos decre-
tos.
ANDRÓMACA:
¿Qué sucede? Tus palabras me anuncian nuevos males.
HÉCUBA:
Han decretado que al niño... tu hijo... ¿cómo decirlo?
ANDRÓMACA:
¿Que no sea el mismo su dueño y el mío?
TALTIBIO:
No será esclavo de ningún griego.
ANDRÓMACA:
¿Dejan aquí al único frigio que sobrevive?
TALTIBIO:
No sé como dulcificar la pena que voy a causarte.
ANDRÓMACA:
Alabo tu temor, a no ser que me participes faustas nuevas.
TALTIBIO:
Matarán a tu hijo; tal es la terrible desdicha que te amenaza.
ANDRÓMACA:
¡Ay de mí! ¡Cuanto peor es esto que un matrimonio!
TALTIBIO:
El parecer de Ulises triunfó en la asamblea de los griegos, sosteniendo que no
debía vivir el hijo de tan esforzado guerrero. Será arrojado de las altas torres de
Troya. No creas que, siendo impotente para oponerte a sus órdenes, conseguirás
nada; nadie te socorrerá. Recuerda que pereció tu ciudad y tu esposo, que tú eres
esclava y nosotros bastante fuertes para dominar a una sola mujer. Porque si tus
palabras excitan el furor del general, ni tu hijo será sepultado, ni podrás llorarlo;
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Sol, que difundes la hermosa luz en este día en que recuperaré a mi esposa Hele-
na; yo soy ese Menéalo que sufrió infinitos males. Vine a Troya, no tanto, según
piensan, por mi esposa, cuanto por vengarme del hombre que, engañando a los
que le daban hospitalidad, robó a Helena de mi palacio. Pero con el favor de los
dioses pagó su delito, y él y su patria cayeron al empuje de las armas griegas. Yo
he resuelto no sacrificar a Helena en Troya, sino conducirla a la Hélade en mi
nave para darle allí muerte y vengar a los amigos que han perecido en esta guerra.
HÉCUBA:
Te alabaré, Menelao, si matas a tu esposa. Pero cuida al verla, que el amor no te
ciegue, que sus ojos deslumbran los ojos de los mortales, que sus ojos derriban
las ciudades e incendia los palacios. ¡Tales son sus atractivos! Yo la conozco bien,
y tú y los que sufrieron tantas desdichas deben también conocerla.
(ENTRA HELENA)
HELENA:
¡Oh Menelao! A la fuerza me arrastraron hasta aquí tus siervos.
MENELAO:
Todo el ejército te odia y te pone en mis manos, para que yo te quite la vida.
HELENA:
¿Puedo yo responderte que, si muero, será injustamente?
MENELAO:
No vengo a disputar contigo, sino a matarte.
HÉCUBA:
Óyela, Menelao, para que no muera sin defensa, y nosotras, si lo permites, le re-
plicaremos: tú ignoras las faltas que cometió en Troya, y todas juntas serán bas-
tantes para perderla y condenarla a muerte sin demora.
MENELAO:
Si quiere hablar, que hable. Sepa, sin embargo, que a tu intercesión lo debe, no a
sus méritos.
HELENA:
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¡Oh, esposo querido: vagas muerto, insepulto, no lavado por mis manos. Muche-
dumbres de hijos lloran a las puertas, agarrándose a nuestros vestidos. Ojalá que
en la nave de Menelao, cuando hienda el mar profundo, caiga en el Egeo el fuego
sagrado que vibra en tus dos manos y la reduzcan a cenizas. Que Menelao no
recobre a Helena, cuyo maldado matrimonio sólo ha servido de oprobio a Gre-
cia. ¡Oh dolor! ¡Nuevas desdichas agobian a mi patria! El hijo de Andrómaca ya
ha sido sacrificado por orden de los griegos.
(ENTRA TALTIBIO)
TALTIBIO:
Andrómaca derramaba muchas lágrimas al separarse de esta tierra, lamentándose
de los infortunios de su patria. Y pidió permiso para sepultar a su hijo aquí, y no
donde su nuevo esposo, para no tener siempre a la vista tan tristes recuerdos.
También dispuso que tú, Hécuba, lo adornes, ya que ella se ausenta. Sin embargo,
al pasar por el río, yo lavé y limpié las heridas del niño.
HÉCUBA:
¡ Aqueos mas dignos de alabanzas por vuestras hazañas, que por vuestros pensa-
mientos! ¿Cómo por temor a un niño habéis cometido un nuevo crimen? ¿Para
que no reconstruyese Troya arruinada? No alabo esta vil pasión, si carece de ra-
cional fundamento. ¡Oh, pequeño, muy querido, que deplorable ha sido tu muer-
te! De sus huesos destrozados brota ahora la sangre. Sus manos yacen caídas, ro-
tas vuestras articulaciones. Dulce boca, que solías decir grandes cosas. Me enga-
ñabas cuando agarrado a mis vestidos me hablabas así: "Madre, yo llevaré mu-
chos niños a tu sepultura, y te diré palabras que te complazcan" No tú a mí, yo,
anciana, desterrada, sinhijos te sepultaré. Necio es el mortal que, creyéndose
siempre feliz, se abandona al placer: la fortuna, cual furiosa delirante, salta aquí y
allá, y a ninguno concede perpetua dicha.
CORO:
¡Oh, tú, que hubieses sido soberano inmortal de mi ciudad! ¡Amargamente llora-
do, hijo, te recibirá la tierra!
HÉCUBA:
Yo, médico desventurado, cuidaré como pueda de parte de tus heridas, ligándolas
con vendajes; tu padre te curará las demás entre los muertos.
CORO:
Golpea, golpea tu cabeza, que tus manos resuenen. ¡Ay de mí, ay de mí!
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HÉCUBA:
¡Oh, troyanas muy amadas!
CORO:
¡Mísera madre que, al perderte, perdió contigo su más consoladora esperanza!
Cuando se reputaba muy feliz, porque eran nobles tus padres, pereciste de muer-
te cruel.
TALTIBIO:
Sepan que el general ha ordenado incendiar la ciudad de Príamo, que en las ma-
nos de los soldados no ha de estar ocioso el fuego. Y ustedes, hijas de los troya-
nos, para cumplir a un tiempo ambos mensajes, cuando suenen las trompetas,
encamínense a las naves de los griegos para alejarlas de aquí.
HÉCUBA:
¡Ay, desventurada de mí! Dejo mi país natal y a mi ciudad entregada a las llamas.
Así, pies cansados por la vejez, dénse prisa a saludarla por última vez, aunque les
cueste trabajo. ¡Oh dioses!... Pero, ¿qué dioses invoco? Antes, cuando los llamé,
no me oyeron. Precipitémonos, pues, en el fuego, pues será para mí lo más hon-
roso perecer en él.
CORO:
Tus males te hacen delirar. La gran ciudad, que ya no lo es, ha perecido; ya no
existe Troya.
HÉCUBA:
Troya resplandece, el fuego lo devora todo, la ciudad entera, las mas altas mura-
llas...
CORO:
Y como el viento se lleva al humo, así pereció mi patria.
HÉCUBA:
¡Oh, patria, madre de mis hijos!
CORO:
¡Ay de mí!
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HÉCUBA:
¡Oigan, hijos, reconozcan la voz de vuestra madre!
CORO:
¿Llamas a los muertos con voz lúgubre?
HÉCUBA:
Arrastrando por la tierra mis cansados miembros, e hiriéndola con ambas manos.
CORO:
Ahora nos toca a nosotras hincar la rodilla, llamando a nuestros esposos desdi-
chados, que moran el infierno.
HÉCUBA:
Nos llevan, nos arrastran...
CORO:
La negra muerte cubre tus ojos.
HÉCUBA:
El polvo semejante al humo, me roba la vista de mi palacio.
CORO:
Se olvidará el nombre de esta región como todo se olvida; ya no existe la desdi-
chada Troya.
HÉCUBA:
¿Lo han visto? ¿Lo han oído?
CORO:
¿El fragor de la ciudad al derrumbarse?
HÉCUBA:
Tiembla la tierra, tiembla toda la ciudad al desplomarse. Trémulos miembros,
arrastren mis pies. Vamos a vivir en la esclavitud.
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