La Educación Como Derecho

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LA EDUCACIÓN COMO DERECHO

“En uno de los Libros Capitulares del antiguo Cabildo catamarqueño (de comienzos del siglo XIX)
consta que Ambrosio Millicay, mulato del maestro de campo Nieva y Castillo, fue penado con
veinticinco azotes, que le fueron dados en la plaza pública por haberse descubierto que sabía leer
y escribir” .

La historia de Ambrosio Millicay, sucedida hace ya doscientos años, nos sirve como punto de
partida para pensar el problema de la educación como derecho. Durante siglos, la educación
estuvo reservada a unos pocos que la usufructuaban para su beneficio. Pero hacia los siglos XVIII y
XIX las luchas sociales incluyeron la democratización educativa entre sus objetivos. Por eso, uno de
los objetivos que se planteó la construcción del sistema educativo a lo largo del siglo XIX y XX fue
garantizar que no volvieran a suceder historias como las que cuenta la cita. La gratuidad y
obligatoriedad escolar, la formación docente y la responsabilidad principal e indelegable del
Estado en su prestación son alguna de sus acciones más representativas.

Pero en la práctica, la sombra de Ambrosio Millicay se proyecta en forma acechante; la tensión


entre la ampliación y la restricción de derechos es uno de los hilos conductores de la historia de la
educación. A lo largo de los años, diversos Ambrosios Millicays fueron azotados en la plaza pública
por haberse comprobado que sabían leer a escribir. Y, en oposición a la máxima pedagógica
antigua, pareciera que, para ellos, la letra con sangre sale; el ejercicio de la violencia no tuvo tanto
que ver con lograr que aprendieran sino con lograr que olvidaran. Valga el siguiente ejemplo, en
una tira de Mafalda de comienzos de la década del 70, durante la Dictadura Militar iniciada por
Juan Carlos Onganía, la protagonista ve en una pared una pintada que reza "Basta de censu", a lo
que concluye "O se le acabó la pintu o no pu termi por razo que son del domin publi". Podemos
suponer que quien estaba escribiendo fue un descendiente de Ambrosio, que dejó su trabajo
inconcluso para no terminar como su antecesor.

Hoy, los niños y adolescentes privados de sus derechos más elementales son Ambrosios actuales,
arrojados a situaciones de dolor, maltrato y carencias que, como los azotes al mulato, les quitan
aquello que deberían tener asegurado por nacimiento. De esta forma, a los educadores nos toca
muchas veces la tarea de “restitución” de derechos –sobre todo, del derecho a la educación- a
estas poblaciones a las que les fueron arrebatados.

Para tal, en este escrito queremos aportar ideas para revisar qué es hoy el “derecho a la
educación”, no como simple enunciación bienintencionada sino como clave desde la cual pensar e
implementar prácticas pedagógicas que aporten a la construcción de un mundo más justo. Este
documento no se propone como una guía donde encontrar medidas concretas a tomar, sino como
una invitación a “frenar la urgencia” del devenir cotidiano para levantar un poco la mirada y
ampliar el horizonte del debate donde construir, resignificar, profundizar y criticar las estrategias
diarias de intervención.

Una revisión histórica

La concepción del hombre como portador de derechos es una invención del siglo XVIII. Para ese
entonces, la constitución de la teoría política liberal llevó pensar las sociedades con términos
nuevos como soberanía popular, contrato social, delegación, división de poderes y, sobre todo,
ciudadanía. Según estos nuevos postulados, todos los hombres nacen libres e iguales, lo que
equivale a decir que llegan al mundo con las mismas atribuciones y garantías. Así, el “súbdito” del
Antiguo Régimen, que establecía un vínculo de vasallaje con su señor al que no podía rebelarse,
dio paso al ciudadano, individuo portador de derechos y deberes.

Los derechos referidos a los sujetos remiten explícitamente a la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789 establecida durante la Revolución Francesa. En ella se proclaman
como derechos “naturales” e “imprescriptibles” de todos los hombres a la libertad, la propiedad,
la seguridad, y la resistencia a la opresión. Estos derechos son considerados “naturales” porque
pertenecen al hombre por nacimiento, por lo que la sociedad y el Estado debe reconocerlos sin
ninguna restricción. Se refieren especialmente a proteger a los individuos frente a los poderes
absolutos –como las monarquías y los imperios-, por lo que eran más “permisos” que atribuciones.
Por eso, muchas veces aparecen enunciados como “libertades”. En nuestro país, esto se cristalizó
en la redacción de artículos Constitucionales –como el art. 14 de la Constitución Nacional de 1853-
y otras leyes que le dan amparo legal y judicial contra potenciales abusos. En el caso educativo,
esto se manifiesta en el derecho –en tanto “autorización”- de todas a aprender,
independientemente de que éste se efectivice o no.

Ya avanzado el siglo XIX, y con mayor fuerza en el siglo XX, estos primeros derechos “individuales”
o “civiles” dieron paso a una nueva generación de derechos llamados los derechos “sociales”
(derecho a la libertad de asociación, a las condiciones de trabajo, al salario digno, al sistema de
salud, a la vivienda. etc.) que, en el caso de nuestro país, están plasmados mayoritariamente en el
artículo 14 bis de la Constitución Nacional y en la las leyes que de él se derivan. En esta nueva
posición, la sociedad y el Estado deben abandonar su función de simples “protectores” que limita
su accionar a permitir que los sujetos hagan uso de los derechos, para volverse los garantes
efectivos de su ejercicio. O sea, no sólo deben reconocerlos, sino también protegerlos, ampararlos
y velar por su cumplimiento. Como explicábamos más arriba, para el caso educativo esto implicó
ciertas medidas como el establecimiento de la obligatoriedad y la gratuidad escolar, la
comprensión del Estado docente como su último garante, y la asignación de recursos públicos
humanos y materiales para satisfacer tal fin.

Finalmente, en las últimas décadas del silgo XX, se ha comenzado a hablar de los derechos “de
tercera generación”, o “difusos”, porque sus sujetos beneficiarios no son claramente
identificables: puede ser la humanidad toda o un colectivo determinado – los pueblos originarios o
las mujeres- Estos derechos se refieren a los bienes comunes como el agua, el aire, la tierra, o a la
defensa de derechos colectivos -como a la cultura propia-, a temáticas más “abstractas” como la
autodeterminación de los pueblos, la paz, etc. En educación, esto se vincula, por ejemplo, al
derecho a la educación multicultural, a la enseñanza en lengua nativa, y a la educación ambiental.
Algunos artículos reformados o agregados en la Reforma Constitucional de 1994 le otorgan en
nuestro país la garantía legal máxima, lo que se vio fortalecido por la actual ley de Educación
Nacional N° 26.206 sancionada a fines del 2006.

En función de esto, distintas declaraciones internacionales –desde la pionera Declaración


Universal de los Derechos Humanos de 1948, la de Derechos del Niño, de la Mujer, de los Pueblos
Aborígenes, etc.- incluyen a la educación entre sus enunciados.

El “Movimiento de los Pueblos para la Educación de los Derechos Humanos” sintetiza sus
enunciados de la siguiente forma :
● El derecho humano a la educación confiere a cada mujer, hombre, joven y niño el derecho
a una educación básica libre y obligatoria así como todas las formas disponibles de educación
secundaria y superior.

● El derecho de protección para la no-discriminación de todas las áreas y niveles de


educación como a un acceso igual de educación continua y capacitación vocacional.

● El derecho a la información sobre salud, nutrición, reproducción y planificación familiar.

● El derecho a la educación está ligado a otros derechos humanos fundamentales- derechos


que son universales, indivisibles, interconectados, y interdependientes, éstos incluyen:

● El derecho a la igualdad entre hombre y mujer y a la participación igualitaria en la familia y


sociedad ● El derecho a trabajar y recibir salarios que contribuyan a un estándar de vida
adecuado.

● El derecho a libertad de pensamiento, conciencia y religión.

● El derecho a un estándar de vida adecuado

● El derecho a participar en la toma de decisiones y políticas que afectan a cada una de sus
comunidades a un nivel local, nacional e internacional.

● El derecho de cada miembro de las minorías étnicas para el goce y desarrollo de su propia
cultura e idioma.

● El derecho de cada miembro de las minorías étnicas para establecer y mantener sus
propias escuelas y otros procesos de capacitación y establecimiento de instituciones educativas
para enseñar y recibir capacitación en sus propios idiomas maternos.

Como se ve, a lo largo del tiempo la concepción de la educación como un derecho pasó de un
simple “permiso” individual a una compleja red de garantías y facultades sociales y colectivas que
asociadas a la creación de mundos más justos.

Los derechos hoy

Sin duda, en los últimos tiempos las políticas de enunciación de derechos se han ampliado
enormemente y han avanzado en nuevos campos. Pero, lamentablemente esta “inflación” de
declaraciones parece haberse visto acompañada más por su violación que por su cumplimiento. El
contexto social y mundial actual, signado por muchas formas de discriminación y opresión,
atentan contra el ejercicio de los diferentes derechos proclamados en esas declaraciones.

En un trabajo de balance de la década de los 90 titulado “Ya nada será igual”, Beatriz Sarlo
sostiene que durante las primeras siete décadas del siglo XX, “ser argentino” designaba tres
cualidades: “ser alfabetizado, ser ciudadano y tener trabajo asegurado”. ”Ser argentino” era una
coalición ríspida entre una condición cultural, una condición política y una condición económica
que se traducía en el ejercicio de derechos de distintos órdenes, en un especial uso de los recursos
–tiempos, espacios, bienes-, y en compartir colectivamente una misma visión y un mismo
horizonte de futuro.
Más allá de los reiterados golpes de Estado, la ciudadanía como forma soberana se amplió a lo
largo del tiempo –la ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio, y la ley de voto femenino de
1947 son ejemplos elocuentes-, lo que permitió el acceso de nuevos sectores a la arena política.

La escuela pública gozaba de prestigio y reconocimiento, y Argentina mostraba con orgullo el


crecimiento de sus tasas de escolaridad. Aceptar la condición de alumno y cumplir
satisfactoriamente con las pautas planteadas por la institución eran una de las mejores garantías
para lograr el ascenso y la inclusión social.

El mercado laboral también fue expandiéndose, y se convirtió en una vía privilegiada de obtención
y disfrute de las conquistas sociales. Tener trabajo fue una de las mejores formas de tener
asegurado no sólo la manutención cotidiana, sino también el acceso a otros derechos asociados
como la salud, la vivienda y el esparcimiento.

Esta situación se fue ampliando a lo largo del siglo XX, y su auge se dio entre 1945 y 1975
aproximadamente. Argentina era entonces una sociedad rica que, si bien mantenía una fuerte
desigualdad social y enfrentaba graves problemas por la falta de una distribución más justa de la
riqueza que generaba, garantizaba a la casi totalidad de la población el ejercicio de sus derechos
básicos, a la vez que le prometía mejores futuros a las generaciones venideras.

Pero hoy, en el siglo XXI, la situación ha cambiado radicalmente. Como dice Sarlo, “para (los)
hombres y mujeres (que hoy son) menores de cuarenta años, ser argentino no presupone los
derechos políticos y sociales anteriormente inscriptos en el triángulo identitario (de la ciudadanía,
la educación y el trabajo)”. La autora sostiene que, si bien esta situación terminó de consolidarse
en la década del 90, comenzó con la última dictadura militar iniciada en 1976. En ese entonces, se
puso fin al largo proceso de ampliación de los derechos a la mayoría de la población que
presentamos en los párrafos anteriores, y se inició la nueva situación de despojo. Para lograrlo, la
dictadura impulsó un proyecto político basado en el estado de sitio, el terrorismo de Estado, la
prohibición del accionar de los partidos y sindicatos, la represión de la sociedad, el abuso de
poder, la sumisión de la justicia y la violación sistemática de los más elementales derechos
humanos.

Ese reordenamiento político fue acompañado por un reordenamiento económico que adscribía a
las teorías monetaristas de la escuela de Chicago que privilegian al sector financiero. La apertura
de los mercados, el fomento de las importaciones, la progresiva eliminación de los mecanismos
clásicos de protección de la producción local y una pauta cambiaria desfavorable se combinaron
para dar como resultado procesos de desindustrialización, concentración económica, desempleo y
precariedad laboral.

Por supuesto, el registro educativo no estuvo exento de esta situación. La Dictadura llevó a cabo
políticas específicas que se propusieron modificar algunas lógicas previas y volverlas afines al resto
de los cambios sociales. Al respecto, Myriam Southwell sostiene que la última dictadura produjo
un desmantelamiento del proyecto pedagógico hegemónico vigente desde fines del siglo XIX que
presentamos en los párrafos anteriores, -al que la dicha autora llama “modelo civilizatorio-
estatal”- que sentó las bases para el establecimiento del neoliberalismo en la década de 1990.

De acuerdo a sus planteos, el gobierno militar dislocó el proyecto educativo fundacional mediante
tres operaciones:
1) el desarme del andamiaje del Estado docente –lo que quiere decir que el Estado Nacional
cedió su lugar principal como garante y prestador del servicio educativo para transferirlo a los
Estados provinciales y a los sectores privados-

2) el quiebre del discurso educacional que había sostenido la expansión escolar vinculado al
ascenso social, la igualdad de oportunidades y el derecho a la educación –lo que le implicó a las
clases más desfavorecidas la perdida de la movilidad social a través de la escolarización-,

3) la represión mediante el terrorismo estatal –lo que implicó el armado de una importante
estrategia represiva que iba desde la desaparición forzada de docentes y alumnos hasta el control
de la vestimenta diaria, pasando por censura de libros y cesantías varias.

En resumen: hace pocas décadas, “ser argentino” se vinculaba al ejercicio de tres derechos
considerados básicos e incuestionables: trabajo, representación política, y escuela. Esto no implica
que en el pasado esto estaba garantizado para todos, sino que se había constituído un imaginario
en el que estaba presente la aspiración y posibilidad de lograrlo. Ese fue el patrón con el que se
constituyeron las identidades de numerosas generaciones de argentinos. Pero el modelo de ajuste
económico, privatización y desregulación iniciado por la Dictadura, y puesto en plena vigencia en
la década del ´90 con su corolario en la arrolladora crisis del 2001, dieron lugar al
empobrecimiento de amplios sectores de la población y a una creciente polarización social que
implicó la pérdida de los viejos soportes colectivos. En este nuevo contexto, los individuos que
antes actuaban, pensaban y sentían en el marco de estructuras sociales y normas -como las
familias, los sindicatos, los partidos políticos, etc- que les otorgaban identidades, seguridades y
obligaciones, y sobre todo le garantizaban sus derechos, ahora tienen que hacerlo en la
incertidumbre del capitalismo flexible, caracterizado por la pérdida de las certezas tradicionales y
de las viejas redes de contención. Podemos decir, que ha caído el modelo de sociedad integrada
por la acción política de un Estado capaz de articular inclusivamente al conjunto de la población y
garantizar el ejercicio de derechos. El individuo aparece fragilizado por falta de recursos materiales
y protecciones colectivas que en ciertos sectores se transforma directamente en desafiliación o
exclusión social. Están “a la intemperie”, según la expresión de Duschatzky (2007) .

Esta progresiva individualización de las distintas esferas sociales –el pasaje de los espacios
colectivos de contención a la total des-sujeción de los individuos- tiene su correlato en la
responsabilización individual por la propia vida. Situaciones como la pobreza o el desempleo dejan
de ser entendidas como temas sociales para pasar a ser comprendidas como problemáticas
individuales, que redunda en mecanismos de culpabilización de las víctimas. Por ejemplo, se
estigmatiza a la infancia marginada como un “peligro social” o como una “población en riesgo”, y
no se comprende a su situación como el resultado de los procesos de segregación social: el
adolescente excluido es culpabilizado por su exclusión, como si fuera producto de su decisión
personal y no una consecuencia del modelo social. Así el “problema” son “los pobres” y no “la
pobreza”, “los desocupados” y no “la desocupación”, los “delincuentes” y no “la delincuencia”•.
Los derechos se esfuman como bien social para volverse una propiedad personal limitada a pocos,
y se impone un imaginario social que considera que los derechos más “individuales” –como la
propiedad y la seguridad- son prioritarios a derechos colectivos como la educación y la salud.

Esto impacta en muchos planos de la vida cotidiana y educativa de los sujetos. Por ejemplo, son
redefinidos la “familia”, y en especial su vínculo con el sistema escolar. Históricamente, la escuela
funcionó como espacio para la homogeneización colectiva en el proyecto de nación común. En
este contexto, la escuela debía cumplir con su función de “normalización” y “homogeneización”
por medio de la escolarización de cada alumno más allá de la familia que tuviera. La maquinaria
escolar procesaba –muchas veces mediante la negación y la persecución- las diferencias de origen
de sus alumnos y docentes para imponerles un imaginario “civilizado”. Para su propuesta, debían
formarse sujetos que amaran la cultura escrita, tuvieran al higienismo y al “buen gusto” como sus
símbolos culturales más distinguidos, y se opusieran tanto al lujo y derroche aristocrático como a
la sensualidad y “brusquedad” de los sectores populares. Quizá uno de sus mejores símbolos sea el
guardapolvo blanco, elemento que condensa posiciones estéticas, éticas y políticas, y que –como
demuestra Dussel (2003)6- no fue una imposición del funcionariato sino un invento de los propios
maestros en sus campañas civilizatorias, surgido para ocultar y unificar diferencias sociales y
culturales de los alumnos que entraban a la escuela.

Las familias de origen de los alumnos, con mayor o menor resistencia, fueron aceptando –en
algunos casos sin tener otras opciones- la autoridad de la escuela como garante del mejor futuro
para sus hijos. Si bien este mandato de la escuela ha sido central y persiste en el presente,
adoptando matices en el marco de las transformaciones contemporáneas, la confianza de la
escuela en su actuación sobre las familias se encuentra actualmente en duda. Laura Cerletti (2006)
, investigadora del tema, advierte sobre la actual reiteración en el discurso de los docentes de
sectores populares –que de a poco se va extendiendo a otras poblaciones- de la idea de que “si la
familia no está, la escuela no puede”. Es decir, ante la ausencia de una familia “bien constituida”,
la escuela afirma que no puede cumplir con sus objetivos. Como se comprende, esto implica un
cambio absoluto con respecto a la confianza en el poder “normalizador” de la escuela. En
consecuencia, la solución a los problemas de los alumnos –de aprendizaje, de conducta, etc.-
tiende a situarse por fuera de la escuela para ubicarlo en la familia –o, más aún, es su “falta” o
“ausencia”-. Así, como sus causas son explicadas en términos ajenos a lo escolar, también lo son
sus posibles soluciones, que se tramitan mediante derivaciones varias (médicas, sociales,
psicológicas, judiciales, etc.) Se genera entonces un círculo vicioso: se culpabiliza a las familias,
considerándolas causantes de los problemas escolares, y a la vez se las responsabiliza de la
búsqueda de su solución. Las familias “carenciadas” de recursos –muchas veces al límite de la
sobrevivencia- son quienes deben conseguir per se los recursos para resolver la situación. Este
círculo vicioso habilita discursos y prácticas cargados de imposibilidad o impotencia que se
acompañan con sentimientos de angustia y desesperanza por parte de padres o sustitutos,
alumnos o docentes.

Otro cambio importante a tener en cuenta se relaciona con la constitución social de las edades.

Históricamente, en las sociedades occidentales, la infancia y la juventud fueron etapas signadas


por una “moratoria social” que les permitía a esos sujetos retrasar su participación en la totalidad
de las experiencias de la vida social –como son el trabajo, la obtención de recursos, la
reproducción, el cuidado de otros, etc.- para dedicar ese período a su preparación y formación
para la “vida adulta”. Los niños y jóvenes debían educarse para volverse hombres y mujeres en el
futuro; la adultez era el resultado de un proceso educativo que los habilitaba para el ingreso pleno
a la vida social.
Conjuntamente, se desarrolló históricamente en el plano educativo una segmentación
institucional de atención a la infancia y la juventud -y, por continuidad, a sus familias- basada en
dos circuitos diferenciados: por un lado, estaba la escuela “común”, destinada a los sectores
incorporados -la clase media urbana, los trabajadores estables, los inmigrantes que aceptaban las
normas-, y por el otro estaba un sistema de atención-internación para los menores provenientes
de los sectores que fracasaron en la adaptación a las condiciones del modelo social . Para ellos se
construyó la figura del “menor jurídico”, compuesto por aquellos niños y adolescentes que no
estaban bajo la tutela familiar sino bajo la tutela estatal por causas varias -orfandad, abandono,
delincuencia, enfermedad grave, “condición de calle”, etc-, a quienes estaba destinado una red de
instituciones educativas de atención e internación de menores. Al primer circuito concurrían los
niños y adolescentes “normales”, mientras al segundo lo hacían quienes portaban alguna
“anormalidad” causada por supuestas causas biológicas, psicológicas, familiares, sociales,
culturales, etc . Más allá de estas diferencias, debe aclararse que ambos circuitos eran
considerados capaces de lograr la inclusión social de los sujetos que le habían sido destinados.

Por otra parte, a lo largo del siglo XX, en especial en las poblaciones urbanas, se constituyó una
nueva etapa vital casi inexistente previamente: la pubertad o adolescencia. Un nuevo espacio se
abrió entre la juventud y la niñez, identificado con la indeterminación, el desasosiego y la angustia
existencial, con cambios corporales que incluían el despertar sexual, con la necesidad de rebelión y
de generación de proyectos personales, con utopías, mesianismos, y situaciones de elección
personal. La adolescencia es una ampliación del período de postergación de la asunción plena de
responsabilidades sociales, familiares y personales, por lo que es una característica reservada para
sectores con mayores posibilidades económicas. Diversos estudios demuestran que la posibilidad
o no de “ser adolescente” –más allá de lo marca biológica- está muy relacionado a factores
sociales y culturales como el lugar de residencia, la tenencia de hijos, o la necesidad de obtener
recursos para la propia supervivencia . Por eso, la adolescencia fue principalmente un fenómeno
de los sectores medios urbanos que puso en jaque a la escuela secundaria durante décadas, que
había sido estructurada a mediados del siglo XIX cuando dicha etapa no formaba parte del
trayecto “normal” de crecimiento de los alumnos.

Hoy, el mapa de las edades ha vuelto a cambiar, y se comprueban nuevos procesos de


diferenciación interna por motivos materiales y simbólicos. El rasgo más notorio es la puesta en
duda de la posibilidad de integración homogeneizante de los grupos de edad que planteaba el
sistema educativo –en sus ramas escolar y asistencial-, producto de las condiciones concretas de
alta vulnerabilidad de sus experiencias de vida.

En términos materiales, el empobrecimiento y polarización social han afectado de modo singular y


dramático a miles de infantes y jóvenes que viven en condiciones de pobreza extrema, trabajan o
hacen changas, sufren el abandono o maltrato familiar o de otros adultos, deben hacerse cargo de
sí mismos y de sus hermanos, han vivido de cerca la experiencia de la muerte, han sido
maltratados por las fuerzas de seguridad o han transitado por alguna institución de minoridad.

En términos simbólicos, este proceso implicó la pérdida de la aspiración compartida a un horizonte


de futuro de acceso a los derechos. Esto les ha provocado la pérdida de la experiencia común
denominada el “tiempo de infancia” (Redondo, 2004:125) , -que podemos ampliar al “tiempo de la
adolescencia” y al “tiempo de la juventud”-, asociado a esa etapa de formación y cuidado al que
tienen derecho todos los miembros de las nuevas generaciones.

También hay una redefinición actual de la juventud como el lapso que media entre la madurez
física y la madurez social en la que se goza homogéneamente de la “moratoria social”. Hoy, esto se
encuentra muy diversificado entre los distintos grupos sociales. Por ejemplo, los sectores
populares ingresan no sólo muy tempranamente al mundo del trabajo respecto a otros sectores
sociales, sino que lo hacen en forma inestable y precaria. También es frecuente comenzar a tener
hijos muy cercanamente al desarrollo sexual, abandonar temporal o totalmente el hogar de
crianza, tener que responsabilizarse por la propia supervivencia, enfrentar conflictos legales y
penales, etc. La moratoria social como marca pretendidamente abarcativa de toda la juventud
enfrenta nuevos desafíos. Por ejemplo, muchos jóvenes de clases populares tienen abundante
tiempo libre como producto de la falta de propuestas integradoras. Pero ese tiempo libre no
puede confundirse con el que surge de la moratoria social de la que gozan otros sectores sociales,
que propone un tiempo libre socialmente legitimado, una etapa de la vida en que se postergan las
demandas externas, un estado de gracia durante el cual la sociedad no exige totalmente. Esa
espera no es un “tiempo libre” productivo, sino un tiempo de impotencia lleno de circunstancias
desdichadas que empujan hacia la marginalidad, la delincuencia o la desesperación. Por eso, en el
plano de los derechos, es necesario reestablecer la “moratoria social” para todos los adolescentes
y jóvenes como momento de formación para el goce pleno de sus derechos tanto actuales como
futuros.

A su vez, estos procesos de diferenciación se ven atravesados por tendencias de homogeneización


cultural propuestas por el consumo y los medios de comunicación. Como esta homogeneización
sólo se da en términos de valores, aspiraciones y vínculos y no en el plano material de la
distribución de la riqueza y los bienes, no genera mecanismos de integración sino de segregación
social. En sus programas y propagandas, los medios presentan una imagen de adolescente
“normal”, claramente asociada a un sector minoritario, que se propone como deseo e imagen a
alcanzar por el resto mayoritario de grupo de edad que no posee las mismas condiciones
económicas, sociales, familiares, culturales o personales que esos personajes. La adolescencia y
juventud se presentan alegres, despreocupadas, bellas, vistiendo las ropas de moda, viviendo
romances y sufriendo decepciones amorosas, habitando un mundo altamente tecnologizado, que
se mantiene ajenas de las responsabilidades de la vida supuestamente adulta (marcada por el
trabajo, la descendencia, la supervivencia, etc.) ubicadas en su tiempo futuro. Desde esta
perspectiva mediática, sólo podrían ser jóvenes quienes pertenecen a sectores sociales
relativamente acomodados; los otros carecerían de juventud.

Hoy, el circuito “normal”, por el que circulan los grupos integrados, cuantitativamente menor a sus
valores históricos, se construye con los tramos más estables y duraderos de infancia - adolescencia
(prolongada)- juventud (prolongada) – adultez. Por otro lado, se construye el circuito degradado,
por el que circulan las mayorías no integradas, compuesto por los tramos más cortos e inestables
de “minoridad - adultez temprana”. Esta situación se basa en un reparto diferencial y desigual de
derechos: mientras los miembros del primer circuito gozan de ellos, el segundo se construye
mediante su ausencia. Es más, puede plantearse que este segundo circuito se produce privándole
a los sujetos los derechos que le corresponderían si pertenecieran al primero. La “minoridad” se
construye quitándoles infancia, y la “adultez temprana” quitándoles adolescencia y juventud.
Esto también se refleja en la caída de la fuerte diferencia de tránsitos institucionales de épocas
anteriores, donde las categorías eran dicotómicas, estables y prolongadas. Por ejemplo, si se era
“alumno” no se era madre, trabajador o se estaba en conflicto penal; dicho en otros términos: si
se iba a la escuela, no se tenían responsabilidades de crianza y supervivencia de otros, no se iba a
la fábrica o similar, y no se pasaban períodos de privación de la libertad en instituciones
específicas. A diferencia de esa separación previa, hoy los sujetos concretos combinan estas
categorías en formas variadas y temporarias, y se entra y sale de ellas en forma muy fluida: hoy se
es a la vez alumna y madre, alumno y trabajador, alumno y persona en conflicto penal. Esto ha
llevado a la creación de alumnos más complejos, con distintas necesidades y particularidades que
no responden al modelo esperado por la institución educativa, a la vez que le generan una
cantidad de nuevas demandas.

Para comprender mejor estos procesos nos es útil una categoría acuñada por Guillermo O’Donnell
(2004): la noción de “ciudadanía de baja intensidad”. Por tal, ese autor se refiere a que, aunque en
términos formales todos tenemos los mismos derechos y libertades, a muchos le son negados de
hecho: por ejemplo, hoy son muchos los sujetos y familias que no disfrutan de protección contra la
violencia policial y las variadas formas de violencia privada; se les niega acceso igualitario a las
agencias del Estado y los juzgados; sus domicilios pueden ser invadidos arbitrariamente y, en
general, están forzados a vivir una vida no sólo de pobreza sino de humillación recurrente y de
miedo a la violencia, muchas veces perpetradas por la fuerza de seguridad que supuestamente
deberían protegerlos .

Estos sectores, que muchas veces ven limitadas sus expectativas a la simple sobrevivencia diaria –
como conseguir qué comer esa noche o no morir en algún calabozo por “gatillo fácil”-, relegan las
posibilidades que la educación puede brindarles de tener una vida futura mejor basada en el
ejercicio de sus derechos. Como señalan Finegan y Pagano:

“En buena medida, la posición social de los sectores populares en el actual contexto limita la vida
de estos grupos, donde lo central de su cotidiano es la búsqueda del ingreso económico. Dicha
situación reduce las aspiraciones y posibilidades de incluirse en instituciones educativas y
restringe, del mismo modo, los procesos de disputa del capital cultural (...) Estimamos que la
búsqueda del recurso/ingreso económico trae aparejado que las relaciones de los/as chicos/as con
los bienes educativos y culturales pasen a un segundo plano o bien se hallen por fuera de sus
expectativas e intereses”

En consonancia con esto, Gabriel Kessler (2004) construye el concepto de “escolaridad de baja
intensidad” para describir el vínculo educativo que establecen con el sistema educativo muchos
adolescentes de los sectores marginados. Son alumnos que, si bien continúan inscriptos en la
escuela a la que concurren con mayor o menor frecuencia –muchas veces menor-, no realizan casi
ninguna de las actividades escolares que se supone debe hacer un alumno (cumplir la tarea,
estudiar, tomar apuntes, llevar los útiles, mantener la regularidad, someterse a evaluaciones, etc.).
Se limitan a estar en las aulas en forma intermitente. O sea, no se “enganchan” con la vida escolar.
Esto produce entonces un círculo vicioso que provoca malestar en todos los sujetos intervinientes,
que se sienten incómodos en esa situación. Así lo describe Kessler:

“Del lado de la escuela se adopta una suerte de arreglo de compromiso ya que, al no poder
controlarlos y al mismo tiempo intentar no expulsarlos del sistema sin el título, renuncian a toda
exigencia con tal de que salgan lo antes posible de allí. Del lado de los jóvenes, esto parece ser la
confirmación más acabada de que la institución escolar ‘no sirve absolutamente para nada’ ya que
aun sin estudiar logran no sólo pasar de año sino incluso obtener el título” .

De la imposición a la supresión de los derechos

Volvamos al tema de los derechos para analizar los cambios que presentamos en el apartado
anterior. Beatriz Sarlo (1998) sostiene que la paradoja de la “imposición de derechos” fue la base
de la propuesta escolar en su “época de oro”. La escuela fue históricamente una maquinaria que
combinó prácticas autoritarias –la imposición- con democráticas –los derechos-, en un equilibro
muy inestable que imponía derechos aún sin el acuerdo de los sujetos involucrados.

Para esta posición pedagógica, el mejor futuro posible –al que tienen derecho todos los sujetos-
sólo se construye a partir de la negación del pasado, entendido por tal a la “historia incorporada”
de los sujetos que se deben educar. Por eso, en la escuela, el mandato hacia el otro -nativo,
inmigrante, aborigen, jóvenes, trabajadores- era: “Vení a la escuela, acá está, este es tu pupitre,
este tu libro de lectura, acá está tu maestro formado, en este lugar te vamos a enseñar a leer y a
escribir, para que seas un ciudadano, para que progreses, mejores y decidas los destinos del país,
pero para eso debes dejar de lado todo lo que sos afuera de la escuela, tenés que someterte a la
operación de extirpación de todas tus marcas sociales y culturales”. Esto tiene aún mucha
presencia en las aulas; por ejemplo, cuando un docente dice frases como: “Yo tengo una muy
buena propuesta pedagógica, pero con estos chicos no se puede”, está retomando la matriz
fundacional, porque le está ofreciendo a sus alumnos lo mejor que puede –los derechos-, pero si
sólo podrá hacerlo si ellos cambian –la imposición. En el momento que sostiene que su propuesta
pedagógica es buena está afirmando que es lo mejor que posee. El problema es que para gozar de
sus ventajas, los alumnos tienen que dejar de ser quienes son histórica y culturalmente en forma
total y absoluta, por lo que se manifiesta una dificultad para pensar proyectos a partir de los
sujetos concretos que asisten a la escuela que les permita salir de las situaciones de vulnerabilidad
en que se encuentran.

Hoy, esta situación de “imposición de derechos”, -por la que niños y adolescentes son convertidos
en alumnos-, convive con la “sustracción de derechos” que los convierte en menores judicializados
o en adultos tempranos. Esto los quita del lugar de alumno, supuestamente asociado a la infancia
y la adolescencia “normal”, y les priva de los derechos que dicha situación debería garantizarles.

Por todo esto, uno de los principales desafíos que actualmente enfrentamos los educadores es
aportar a la restitución de los derechos que han sido sustraídos a vastos sectores de la sociedad –
en especial niños y jóvenes- en a su vez supere el viejo dispositivo de la imposición
homogeneizante. Para eso debemos ser capaces de generar propuestas educativas que les
permitan construir nuevos soportes y anclajes, debemos lograr habilitarles la posibilidad de acceso
a nuevos lugares en lo social, lo cultural y lo político, propiciando la conexión (y muchas veces, la
reconexión) con los entramados sociales que les garantice el ejercicio pleno de sus derechos.

Pensar y generar prácticas pedagógicas que pongan el centro en la educación como derecho

Poner el foco en comprender a la educación como derecho implica tener como punto de partida la
comprensión del otro como “sujeto de derechos”. El otro - alumno no es un sujeto incompleto, un
futuro peligro social o un “portador de intereses”, sino alguien que posee ciertos derechos, con
“derecho” a ejercerlos, ampliarlos, y sumar nuevos. Entendemos, entonces, que la función de la
educación es brindar herramientas, experiencias, saberes, estrategias, etc. para llevarlo a cabo. Sí,
como dice Hanna Arendt (1974) , las sociedades democráticas son aquellas que garantizan a sus
miembros el “derecho a tener derechos”, la educación debe ser entendida como “un derecho que
da derechos”.

En cierta forma, recuperar los “derechos de los sujetos” nos lleva a revisar algunas posiciones
pedagógicas vigentes que ponen el centro en los “intereses de los sujetos” como el garante de
construcción de mejores sociedades. En muchos casos, los “intereses” de los alumnos son
comprendidos como elementos innatos y asociales a los que debe someterse la totalidad del
accionar educativo. Esto es, no se concibe a lo que interesa a los alumnos como producto de
experiencias sociales como el consumo y los medios de comunicación, sino como marcas
identitarias propias y personales, “verdaderas”, que deben ser respetadas a rajatabla, por lo que
todo intento de cuestionamiento y modificación es per se una práctica educativa autoritaria
entendida como “imposición”.

Por eso, muchas veces la pedagogía centrada en los intereses cree que la mejor educación es
aquella que les enseña los alumnos lo que ellos –de antemano- quieren aprender. A nuestro
entender, estas posiciones son mezquinas porque se corren de la función de “abrir el mundo” a las
nuevas generaciones que implica todo acto educativo, y que por tal dificultan el ejercicio de
ciertos derechos. En una posición que acerca peligrosamente la educación al marketing y al
gerenciamiento empresarial, y convierte a los alumnos y la comunidad en “consumidores
inteligentes” que saben todo lo que necesitan, por lo que concurren al mercado educativo a saciar
“demandas previas” incuestionables, a cuya satisfacción debe limitarse el acto educativo.

Philippe Meireu, un pedagogo francés actual especializado en la formación docente, critica


fuertemente a las prácticas pedagógicas basadas en los “intereses del sujeto” con los siguientes
argumentos: “Atender sus peticiones, someterse a sus necesidades, proponerle tan sólo aquello
que tiene ganas de hacer y que ya es capaz de hacer, es arriesgarse a mantenerlo en un estado de
dependencia, incluso en una vida vegetativa en la que, privado de exigencias, se dejará caer al
nivel más bajo. La educación, entonces, se reduciría a la contemplación embobada de unas
aptitudes que se despiertan; ratificaría todas las formas de desigualdad y dejaría a los
“hombrecitos” completamente inermes, incapaces de entender lo que ocurre, privados de
voluntad y prisioneros de sus caprichos y de toda clase de manipulaciones demagógicas”.

En este sentido, nos parece útil repensar lo que Silvia Serra y Evangelina Canciano llaman “el
tamaño de la operación pedagógica” (2007) para referirse al horizonte de acción que otorgamos a
nuestras intervenciones. Las operaciones pequeñas generalmente se limitan al plano enunciativo,
y utilizan las condiciones de partida como el marco al cual se deben “adaptar” o “adecuar” las
propuestas, lo que reduce sus posibilidades. Las autoras suman los siguientes ejemplos para
comprender el tema:

“Si establecemos una relación muy estrecha entre (los) términos (educación y posibilidades de
inserción laboral), corremos el riesgo de adaptar la educación, para que resulte exitosa, a los
requerimientos de una región o de un medio específico. Históricamente la operación pedagógica
supo ser mucho más amplia que la de aportar a una exitosa inserción en el mercado de trabajo, y
esa amplitud permitió abrir nuevos horizontes, hasta el momento no imaginados por los sujetos.
Con el aditamento de que hablamos de mercado de trabajo, el que suele exigir competencias no
cuestionadas, y donde opera con todo rigor la oferta y la demanda.

Otro ejemplo. Si hacemos depender el éxito de la educación de las condiciones (socioeconómicas,


étnicas, culturales, familiares, etc.) en las que el sujeto se encuentra inmerso, sólo la modificación
de esas condiciones, cuando ellas sean desfavorables, hará posible un sujeto educado. El riesgo
aquí es insistir en la “reproducción intergeneracional de la pobreza”, más allá de toda educación.
La dimensión política de toda educación y su capacidad de instituir nuevos futuros es obviada al
encuadrar el “deber ser” de los procesos educativos en cálculos y principios de determinación, que
muy lejos están de aportar a la institución de una sociedad de iguales”.

Creemos que pasar de una educación basada en los “intereses del alumno” a otra basada en los
“derechos del alumno” amplia el “tamaño de la operación pedagógica” en la construcción de
sociedades más justas. Por eso, la pregunta principal para poner a los sujetos en el centro de la
propuesta no es “qué tiene interés en aprender” sino “qué tiene derecho a aprender”. Enseñarles
sólo lo que ya les interesa aprender es dejarlos en el “estado de dependencia” que sostenía
Meirieu en el párrafo citado más arriba. El interés debe ser, en el mejor de los casos, el punto de
legada y no el punto de partida de nuestra tarea; la idea no es hallar sino generar intereses

También debemos ampliar el rango de la operación pedagógica dentro en la concepción del


derecho a la educación. Podemos pensarlo desde una intervención poco potente que se limite a su
enunciación casi en el plano de las “libertades”, casi como un contenido más de “Formación
Cívica”, o podemos ampliar su tamaño para volverlo la base de una práctica educativa que genere
futuros más justos.

Un buen punto de partida para esta última opción es la ampliación del sentido dado a los
derechos. Para tal, Rosa María Torres (2003) propone una siguiente visión “ampliada” de la
educación y del derecho a la educación, basada en los siguientes puntos:

-Derecho no sólo de niños y niñas sino de toda persona

-Derecho no sólo a acceder a la escuela sino a la educación

-Derecho no sólo a acceder a la educación sino a una buena educación

-Derecho no sólo a acceder a la educación sino al aprendizaje

-Derecho no sólo al aprendizaje sino al aprendizaje a lo largo de la vida

-Derecho no sólo al acceso sino a la participación

Así, el derecho a la educación suma nuevas dimensiones como la mayor cobertura posible, la
invitación de pensarlo más allá de la escuela, la noción de “buena” educación, y la necesidad de
instrumentar formas de participación de los sujetos involucrados, que lo saca a la vez tanto de la
“escolaridad de baja intensidad” descripta por Kessler como de las propuestas pedagógicas
limitadas a satisfacer las “demandas” e “intereses” de los sujetos o las comunidades.

Las propuestas de poco tamaño han producido también un conjunto de “pedagogía de la pobreza”
que, a nuestro entender, obturan la posibilidad de generar sociedades más justas. Su operación
principal es a siguiente: se determina a priori cómo es el “alumno pobre” en términos de carencia,
peligrosidad o riesgo, y desde ese diagnóstico se establecen las propuestas pedagógicas a aplicar
adecuadas a sus características, siempre cargadas de altas dosis de prevención y compensación.
De esta forma, se acorta el tamaño de la operación pedagógica al ubicarlos en el lugar de
“peligrosos sociales” en lugar de habilitarlos como sujetos de derecho. Para esas posiciones, ser
“pobre” es más importante que “ser alumno”. La pobreza es así naturalizada como condición
inmodificable y constitutiva de los sujetos y no es entendida como un efecto de ciertas políticas
que puede ser modificado por otras.

En oposición a esas posturas, estamos proponiendo recuperar el horizonte de igualdad que implica
la concepción del otro como sujeto de derecho para pensar desde allí propuestas pedagógicas que
no sólo prevengan, sino que sobre todo habiliten situaciones que permitan la irrupción de algo
nuevo, no predecible de antemano, que aporte a la construcción de situaciones de mayor justicia.
Es necesario entonces dejar de pensar a la pobreza como una determinación que se instituye
como natural y volver a mirarla como el producto de una operación social desigualitaria e injusta.
Es necesario mirar de otro modo el punto de partida de los alumnos y el propio y confiar en que la
educación abrirá posibilidades aún no conocidas. Significa dejar de tener una mirada que
estigmatiza a la pobreza para pasar a otra que habilita enigmas para un futuro. Es una apuesta a
que, frente a situaciones de desigualdad, pobreza y exclusión, los docentes recuperemos la
posibilidad de desligar a nuestros alumnos de la profecía del fracaso futuro con la que llegan y de
re-situarlos en un lugar de la posibilidad, confiando en que ellos pueden aprender, que van a
hacerlo y que nosotros vamos a poder enseñarles.

Para esto es necesario redefinir en términos no autoritarios el vínculo necesariamente asimétrico


que implica todo vínculo pedagógico. Para tal, proponemos que la diferencia básica que implica la
educación debe combinarse con el plano de igualdad que establecen los derechos de los sujetos
intervinientes. Esto es, debemos reconocer que en cada acto educativo se encuentra un registro
de la igualdad –los derechos- junto con un registro de la asimetría –la operación de transmisión de
la cultura-.

Al respecto, Jacques Ranciere (2003), sostiene que:

“La igualdad no es un fin a conseguir, sino un punto de partida. Quién justifica su propia
explicación en nombre de la igualdad desde una situación desigualitaria la coloca de hecho en un
lugar inalcanzable. La igualdad nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Ella debe estar
siempre delante. Instruir puede significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una
incapacidad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar a una capacidad, que
se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de este reconocimiento.
El primer acto se llama atontamiento, el segundo emancipación. Esto no es una cuestión de
método, en el sentido de las formas particulares de aprendizaje, sino, propiamente una cuestión
de filosofía: se trata de saber si el acto mismo de recibir la palabra del maestro – la palabra del
otro- es un testimonio de igualdad o de desigualdad. Es una cuestión de política: se trata de saber
si un sistema de enseñanza tiene como presupuesto una desigualdad a “reducir” o una igualdad
para verificar.”

Esto nos lleva a una comprensión compleja de la igualdad que implica tanto valorar la singularidad
de cada uno -sin por eso negar o convalidar la desigualdad social- como reconocer un territorio
común que nos une en términos colectivos. En este sentido, sostenemos la idea de que la
educación no sólo debe resistir a la desigualdad sino que debe abrir en cada momento una
oportunidad para construir una vida más justa para todos. Como sostiene Graciela Frigerio (2006) ,
la educación “se rebela y se resiste a ser cómplice de transformar las diferencias en
desigualdades”.

Esta “igualdad de base” que implica pensar la educación como derecho se articula con generar
espacios de cuidado basados en una apuesta en confiar en las posibilidades de aprender del otro -
contra todo diagnóstico “objetivo” que pronostique lo contrario-, y con brindar conocimientos
como medios de orientación para interpretar los contextos y permitir la comprensión de la propia
historia. Esa confianza implica ofrecerles herramientas que les permitan procesar el mundo que
les es dado, compuesto por elementos tan disímiles como los discursos mediáticos, la sociedad de
consumo, la promulgación de derechos y sus cotidianeidades a veces insoportables. Desde nuestro
lugar de educadores podemos proponer modos de lectura críticos acerca de estos discursos y
situaciones. A través de relatos, juegos, palabras y números podemos intermediar entre la crudeza
de los hechos de la realidad y su significación por parte de los alumnos. Desde ese lugar, resulta
posible también ampliar la oferta cultural, dando lugar a otros temas, miradas y propuestas. Sin
duda, interceder entre ellos y el mundo dando les herramientas para entender, interpretar y
discutir la realidad es una de las mejores formas de cuidado que podemos desplegar en la
enseñanza.

Frente a la crudeza de ciertas condiciones sociales, la educación tiene una función central:
transmitir conocimientos, palabras y herramientas que no dejen a los niños solos frente a
situaciones críticas y les permitan situarse en una trama de significados que los habilite para
comprender esa realidad. En el marco de una extendida exclusión social, ésta es una de las formas
de inclusión que podemos llevar los educadores y se diferencia radicalmente de la postura que
considera que nada se puede hacer con esos niños, para quienes la educación no sería más que un
compás de espera en el destino de exclusión (social, económica, laboral, política) que los espera
en su vida adulta. Recuperar la confianza que nos lleva a correr a los sujetos de la situación “de
riesgo” en que son estigmatizados, para instalarlos en el horizonte de igualdad y sorpresa. Para
eso, es necesario “enriquecer” la propuesta pedagógica, no sólo mediante la incorporación de
determinados contenidos, sino también apelando a diversidad de materiales y elementos que
tengan la capacidad de generar otros conocimientos, problemáticas, posibilidades e interrogantes.

“Confianza”, “amparo” y “cuidado” son términos los educadores debemos tratar conjuntamente.
Como hemos tratado de presentar en este trabajo, las generaciones adultas tienen la obligación
de “amparar” a las generaciones jóvenes para que puedan educarse. Perla Zelmanovich , una
psicoanalista dedicada a la educación, sostiene que el “cachorro humano” viene al mundo muy
indefenso, por lo que debe haber quien lo reciba y ampare hasta que pueda ocuparse de sí mismo
independientemente. A diferencia de otras especies animales, el desamparo –al que diferencia del
abandono- es la condición “natural” con la que llegamos al mundo; los humanos no nacemos listos
para valernos por nosotros mismos sino que precisamos un “andamiaje” para poder hacerlo que
lleva tiempo incorporar, y que probablemente no puede darse por terminado nunca.

En las circunstancias en que el desamparo se mantiene o vuelve a producirse –como en ciertos


casos de abandono o maltrato-, los sujetos quedan desprovistos de estas herramientas, con graves
perjuicios para el ejercicio pleno de sus derechos. Por eso es tan importante que haya alguien ahí
esperándonos. “Dar amparo” tiene que ver con instalar una red de significaciones ante una
realidad inexplicable que proteja, resguarde y posibilite el acceso a la sociedad y la cultura, que
brinde a los sujetos las herramientas necesarias para que pueda incorporar e incorporarse en ellas
aún en las situaciones más extremas y penosas. No tiene que ver con engañar, sino cono ayudar a
establecer una distancia necesaria con los hechos que permita aproximarse a ellos sin sentirse
arrasado por ellos.

Esa es la función de la educación: intermediar entre la realidad y los alumnos enfatizando los
significados políticos, sociales y comunes de sus vivencias como forma de no quedar “pegados” a
la crudeza y dolor de la realidad de la pobreza, y dar palabras, juegos y herramientas para pensar
esa condición como responsabilidad colectiva. Este modo de intermediación habla de incluir las
situaciones personales en marcos colectivos; y, desde esas perspectivas, habilitar sus análisis como
tema común a todos permitiendo y acompañando su simbolización. Por eso, es importante que el
espacio educativo marque una cierta diferencia con el entorno en el que se encuentra como una
forma de “suspender” en su interior las reglas externas y así poder establecer la distancia
necesaria que habilite nuevas comprensiones.

Para el caso específico de los adolescentes, Zelmanovich sostiene que es necesario pensar que
muchas veces sus “personajes” son “ensayos de subjetividades” y no identidades fijas e
inmutables ya asumidas para el resto de sus vidas. Esos ensayos tienen mucho de “juego” y
“exploración” personal, por lo que no pueden ser tomadas como estigmatizaciones definitivas. Por
eso, sostiene al respecto que el “derecho al amparo” de los jóvenes debe ser una respuesta a las
manifestaciones juveniles esperables como el exabrupto, el recurso de la violencia verbal y física y
los actos intempestivos, los que muchas veces se ven estimulados por las malas condiciones
materiales de vida. Si el adulto se limita a confrontar al adolescente con la supuesta realidad de
ese “personaje” con el que el chico se encuentra identificado en ese momento, no logrará otra
cosa más que reforzar la alienación. Por eso:

“Resulta necesario darnos la oportunidad de señalarle al adolescente que aún no eligió su destino.
Se trata de no creer que éste ya está jugado sino de darle margen para que siga ensayando”.

Esto no implica que esos “exabruptos” deban ser tolerados o permitidos, sino que es necesario
habilitar algo más que su sanción. Por ejemplo, tratar de habilitar un “acá no” como forma de
respeto mutuo, y sobre todo como condición para que otras cosas novedosas puedan suceder en
ese espacio. “Acá no se habla así”, porque de esa forma podemos conocer o inventar nuevas
formas de hablar, “acá no se canta eso”, porque así podemos cantar otras cosas, etc. Esas marcas
y limitaciones deben pensarse más como circunstancias de aparición de algo nuevo que como
actos represivos que buscar inútilmente frenar el cumplimiento de un destino prefijado del cual
los adolescentes no pueden ya escapar.

En esta noción de “destino no elegido” radica la potencialidad de la educación para la formación


de mundos más justos. Por eso, George Steiner sostiene que:

“Hasta en un nivel humilde –el del maestro de escuela- enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de
una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez
escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos” .
La “posibilidad trascendente” se vincula con la noción de inaugurar algo nuevo, poder romper con
un destino supuestamente prefijado. Y ser docente, es ser “cómplice” de ese hecho; no haber sido
su autor, su único responsable, sino un participante de un proyecto que involucra a otros, y
especialmente a nuestros alumnos. Es creer que el acto educativo vale la pena, y que puede
inaugurar condiciones inesperadas.

A modo de cierre

Este trabajo comenzó recuperando la historia de Ambrosio Millicay, para pensar desde allí sobre
las formas de concebir a la educación como derecho, interrogando tanto las perspectivas que
históricamente lo definieron como una inclusión homogeneizante que suprimía las diferencias
culturales, así como también aquellas que hoy la entienden como mero “acceso y permanencia”
de los niños y niñas sin ofrecer una propuesta pedagógica rica en oportunidades. Al analizar estos
temas no fue posible dejar de considerar las dolorosas huellas del empobrecimiento y polarización
social que han afectado a la Argentina en los últimos treinta años. En este marco, se buscó dar
cuenta de las transformaciones de la educación, no sólo en términos de sus problemáticas sino
también de la percepción social acerca sus fines y posibilidades.

Intentamos concluirlo con la presentación de algunas ideas y categorías que ayuden a pensar la
“educación como derecho” como forma de construcción de futuros más justos. Por supuesto, no
hay recetas cerradas y acabadas para afrontar las problemáticas en la cotidianeidad de la tarea de
educar. Pero creemos que abrir espacios dedicados a detenernos a pensar, suspendiendo la
vorágine del día a día es una buena apuesta. Para eso hemos puesto a discusión conceptos y
argumentos para analizar de otros modos, temas ya considerados; o para reflexionar sobre
aquellos que hasta el momento no habíamos abordado o que no podíamos terminar de nombrar o
formular. Creemos que dar este tiempo y ponerle palabras vale la pena.

Nos propusimos enlazar la noción de “derecho a la educación” con términos como “amparo”,
“cuidado” y “enigma”. Ahora, queremos sumar uno más: la generosidad. Educar debe ser, ante
todo, un acto de dar. Pero no dar como el cumplimento de una ley moral o como una forma de
“sentirnos buenos”, sino dar como una apuesta a los otros, como un acto de confianza. En función
de esto, queremos cerrar esta material “dándoles” un escrito que espera invitar tanto a la
reflexión como al reconocimiento del trabajo cotidiano que estamos convocados a realizar.

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