Galheigo Correa Olive y Carvallo 2024
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Paulo Freire (1967, pp. 61-67). En ese período, se crearon las Comuni-
dades Eclesiales de Base que, ligadas a la Iglesia católica y orientadas por
la teología de la liberación, se difundieron en Brasil y en Latinoamérica.
Como resume Pereira (2001): “Los rasgos identificatorios en torno al
significante comunidad —reales o imaginarios, tradicionales e impues-
tos, instituidos e instituyentes— llegaron a formar en muchas esferas del
pensamiento la imagen de una buena sociedad” (p. 35).
El crecimiento de grupos identitarios a finales de los años sesenta en
los países del Norte —y posteriormente, en América Latina— agregó a la
noción de comunidad un sesgo identificatorio y distintivo de otro orden,
sea por exclusividad étnica, de género o de orientación sexual.
Además, con las profundas transformaciones sociales, políticas
y económicas resultantes de la revolución tecnológica, de los cambios
geopolíticos, del proceso de globalización y de reestructuración del ca-
pitalismo, las formaciones en red reconfiguraron las conectividades y los
procesos de identificación de sujetos y colectivos (Castells, 2000, p. 442).
La llegada de las comunidades virtuales puso en jaque la necesidad de
proximidad física para construir comunidades, considerando que el sen-
timiento de pertenencia y proximidad no son dependientes de recortes
geográficos. En esta diversidad de significados entra en escena el concep-
to “local” que, para Bourdin (2001, p. 36), aunque no se constituya por
una rígida demarcación territorial, representa un espacio definido por
identidad e historia, que evoca sentimientos de familiaridad y vecindad
y contrasta con lo que es lejano. El local refleja donde la vida sucede, una
baliza para la vida cotidiana. En constante redefinición, lo local se distin-
gue por no ser “global”, aunque con este tiene sinergismo, ya que forman
parte de un mismo proceso social.
Se puede mencionar, todavía, el gran debate en las ciencias sociales
sobre la influencia de los procesos de globalización sobre las realidades
locales, poniendo en cuestión la permanencia de las comunidades lo-
cales en el mundo contemporáneo. Appadurai (1997), por ejemplo, re-
conoce la fuerza de los procesos de globalización en la generación de
desigualdades y de exclusión social, pero considera que la globalización
no es sinónimo de homogeneización de los territorios. La desterritoria-
lización de las identidades culturales no es un fenómeno completo, aun-
que el enorme flujo de cosas y personas ha llevado a que las culturas es-
tén cada vez menos vinculadas a territorios geográficos específicos. Para
el autor, la formación de localidades permanece. Pero su producción y
reproducción oponen a “globalidad” y “localidad” cada vez menos, dada
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la integración de estos elementos en una red de flujos que hace que las
relaciones entre global, nacional y local sean cada vez más complejas.
En ese sentido, las localidades continúan operando como “mundos de
vida constituidos por asociaciones relativamente estables, historias rela-
tivamente conocidas y compartidas y espacios y lugares reconocibles y
colectivamente ocupados” (1997, p. 34).
Appadurai (1997), considera, también, que parte de la función na-
tural de la vida local es desarrollar sus propios contextos de alteridad
(espacial, social y técnica), lo que normalmente confronta con las ne-
cesidades de estandarización social y espacial del Estado-nación para
producir identidades nacionales. Así, cree en la existencia de nuevas so-
ciabilidades, que pueden poner en cheque la soberanía y el futuro del Es-
tado-nación en su forma clásica. Su interés se vuelve, entonces, a lo que
llamó “políticas de la esperanza”, o sea, las movilizaciones colectivas que
envuelven esperanzas y aspiraciones y nacen en mundos marcados por
desigualdades y carencias profundas. Para él, esas políticas han surgido
en los lugares de límites extremos en la distribución de bienes. En las
comunidades más pobres, dice, se encuentran tanto las políticas de ani-
quilamiento, incluso los etnocidios, como también los movimientos de
resistencia a esos ímpetus (Freire-Medeiros y Cavalcanti, 2010, p. 195).
Por tanto, cuando hoy nos referimos a “comunidad”, debemos huir
de la trampa de mitificarla —como sociedad sin conflictos o como socie-
dad sin cambios—, al mismo tiempo que notamos los significantes que
marcan su uso como espacio de producción de sentidos que se oponen a
las exclusiones, al autoritarismo y al individualismo cuando privilegian
el compartir la vida y la construcción de proyectos comunes.
De Negri (2005), al analizar la realidad social y política contempo-
ránea, nos presenta tres categorías que, articuladas, nos ayudan a pensar
la constitución de lo común: multitud, común y singularidad. La mul-
titud es entendida como un “conjunto de singularidades operantes que
se presentan como una red” (p. 2), ya que lo “común” depende del re-
conocimiento de todos y de la relación con el otro. La idea de que la
interpretación teórica debe corresponder a la capacidad práctica invita
a superar la búsqueda de realidades presupuestas, tales como la de co-
munidad profunda basada en el concepto de tierra y naturaleza, o de un
comunalismo restringido a elementos orgánicos o identitarios. Así, afir-
ma que “además de la propiedad pública, la definición jurídica de lo co-
mún es aquella que posibilita hacer actuar dentro del carácter público la
construcción de espacios comunes reales, que son estructuras comunes,
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Consideraciones finales
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Referencias
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terapia ocupacional en el ámbito comunitario entre la práctica hegemónica y contrahegemonía
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