Espectros - Vernon Lee

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Índice

Portada
Espectros
Introducción
La aventura de Winthrop
La leyenda de Madame Krsinsk
Marsias en Flandes
La hermana Benvenuta y el niño Jesús
Créditos
Notas
INTRODUCCIÓN
Poseída por el pasado

Los relatos de Vernon Lee acerca de lo extraño son un género en sí mismo.


Lo eran en la época en que los escribió y siguen siéndolo hoy, con su estilo
desafiante y único. El lector no encontrará en ellos manidas historias de
fantasmas, ni siquiera en «El amante fantasma»,* que muchos consideran su
relato sobrenatural más tradicional, aunque podría argumentarse que en la
historia no aparece ningún fantasma. Cuando menos, no uno normal.
Sin embargo, a pesar de que la vida y las pasiones de Vernon Lee se
enfocaban hacia lo tradicional tanto en el arte como en la música, la autora
deseaba aventurarse en lo insólito de una manera que fuera
característicamente suya. La utilización del título Hauntings («Presencias»)
en su colección más conocida de relatos sobre lo extraño no se debe a que
estén llenos de fantasmas, pues en ellos no se refleja ese tipo de presencia
fantasmal. Para Vernon Lee, a todos nos persigue algo: el pasado, nuestros
recuerdos, nuestros deseos, nuestras esperanzas y nuestros miedos.
Podemos llegar a obsesionarnos con ellos hasta tal punto que nuestros
temores acaben manifestándose en forma de una fuerza que nos posee y que
tal vez no resulte visible para ningún otro observador. Todo podría estar en
nuestra mente o en nuestra imaginación. «El amante fantasma» encaja
mejor en la categoría de relatos psicológicos de fantasmas que en la de las
habituales historias de miedo victorianas, igual que sucede con Otra vuelta
de tuerca de Henry James, que fue amigo de Lee.
La propia Lee estaba obsesionada con el pasado, y se rodeaba de estudios
sobre arte y cultura europeos, en especial de Italia. Sentía una gran
fascinación por las leyendas y los cuentos populares, y más adelante creó
los suyos propios, mucho más creíbles que cualquier narración tradicional.
Poseedora de un talento extraordinario, Henry James advirtió a su hermano
William sobre ella con las siguientes palabras: «Es tan peligrosa y
desconcertante como inteligente, y eso ya es decir mucho». El escritor y
viajero Maurice Baring, a quien dedicó su última colección de relatos, For
Maurice, la calificó como «la persona más lúcida que he conocido en mi
vida».
Lee fue muy precoz. En 1870, con apenas trece años, vendió su primer
relato, que trataba de una moneda y sus dueños a lo largo de los siglos, al
periódico francés La Famille. Cuando el editor le cambió el título y realizó
algunas modificaciones más, Lee se puso furiosa, y el incidente sirvió para
cimentar su determinación de escribir y obtener reconocimiento. Es difícil
establecer de dónde procedían su precocidad y su inteligencia, ya que la
autora tuvo una infancia complicada.
Vernon Lee nació con el nombre Violet Page el 14 de octubre de 1856 en
un château a las afueras de Boulogne, en el norte de Francia. Su madre,
Matilda, que tenía cuarenta y pocos años al dar a luz a Violet, era
descendiente de una ancestral familia colonial que había amasado su fortuna
en las Indias Occidentales y las colonias americanas. Su primer marido
había sido el capitán James Lee-Hamilton, con el que tuvo un hijo, James
Eugene Lee-Hamilton, nacido en 1845. Su esposo murió en 1852, con poco
más de veinte años, y Matilde se trasladó a Francia con su hijo. Allí
contrató a un tutor para el joven James llamado Henry Paget, que era casi
veinte años menor que ella, aunque eso no supuso ningún impedimento para
que se casara con él en Dresde en octubre de 1855. Violet fue la única hija
de este segundo matrimonio.
Aunque Matilda fue una presencia dominante en la vida de Violet hasta
su fallecimiento en 1896, sentía una mayor devoción por su hijo James, que
tenía una salud delicada debido a una serie de dolencias psicosomáticas.
Eso hizo que Violet se viera privada del amor de su madre y tal vez ese
fuera el motivo de que, más adelante, buscara figuras maternas. A pesar de
todo, Matilda, que había recibido una buena educación, se aseguró de que
Violet también la tuviera y, aunque no tardó en aburrirse de su esposo,
permaneció a su lado viviendo en diferentes lugares de Europa hasta
asentarse finalmente en Florencia en 1873. Esta ciudad se convirtió en el
hogar preferido de Violet, sin menoscabo de su cosmopolitismo y de que
hablaba con fluidez italiano, francés y alemán.
Su pasión por la música y el arte le venía de sus progenitores, aunque
más de su madre, que era una intérprete musical muy dotada. En su
adolescencia, Violet se sumergió en la cultura y la historia de Florencia e
Italia en general. Su madre apoyó sus aspiraciones de convertirse en
escritora, y sus estudios de arte florentino e italiano culminaron en su
primera obra, la colección de ensayos Studies of the Eighteenth Century in
Italy, publicada en 1880 con el seudónimo de Vernon Lee, que ya había
utilizado para diversos artículos en revistas y que de esta manera se
convirtió en una especie de segunda personalidad. El apellido derivaba del
apellido de su hermanastro, y escogió Vernon como nombre porque
resultaba vagamente andrógino, aunque era probable que se considerase
masculino. De hecho, antes de que se conociera su verdadera identidad más
de un crítico se refirió a ella como «el señor Vernon Lee».
En el momento en que su libro vio la luz, Lee (así me referiré a ella en
adelante) ya había recopilado una colección de cuentos tradicionales locales
que publicó anónimamente con el título Tuscan Fairy Tales. Se trataba de
adaptaciones libres que elaboró a partir de diversas fuentes y, en ese
sentido, constituyen sus primeras obras de ficción. Más importante aún,
eran una recreación personal de cuentos y leyendas ya existentes, un
concepto que desarrolló más adelante en su carrera al concebir sus propias
leyendas de modo que encajaran en la historia del arte y la cultura locales.
También escribió una parodia de los cuentos de hadas, The Prince of the
Hundred Soups, publicada en 1883 y que está estructurada en forma de obra
de teatro para marionetas. De niña, Lee había pasado mucho tiempo
jugando con títeres y muñecas, y estos aparecen ocasionalmente en sus
relatos, como en «The Doll», (publicado originalmente con el título «The
Image» en 1896), que trata de una muñeca de tamaño real creada a imagen
de la esposa fallecida de un hombre. Dicha narración no está incluida en
esta antología al no ser estrictamente sobrenatural, aunque en su atmósfera
se respira sin duda la intensa y continuada influencia que ejercen los
muertos sobre los vivos. Lee la escribió poco después del fallecimiento de
su madre, que, con su apenas metro cincuenta de estatura, tenía también el
aspecto de una muñeca. El influjo de su figura persiguió a Lee durante
muchos años.
Su primera historia sobrenatural, «A Culture Ghost», apareció en
Fraser’s Magazine en enero de 1881 y es un claro ejemplo de cómo alguien
puede acabar obsesionado con el pasado, acosado por un cuadro y la voz de
su modelo. Por entonces, Lee todavía estaba experimentando con el estilo
de su narrativa de ficción, y no tardó en repudiar este relato temprano y
volver a abordar el tema seis años después en «Una voz perversa». Sin
embargo, a pesar de partir del mismo planteamiento, ambas historias se
desarrollan de una forma inequívocamente distinta, y aunque Lee incluyó la
segunda en su primera colección de relatos de lo insólito, Hauntings,
publicada en 1890, más adelante reconoció el valor de «A Culture Ghost» y
acabó por preferirla e incluirla en su última colección, For Maurice, de
1927.
Lee solo escribía historias misteriosas cuando estaba de humor para ello.
La mayor parte de su obra, que incluye cuarenta y cuatro libros, consiste en
ensayos y monografías sobre arte e historia, así como biografías. Fue una
gran propulsora del esteticismo, un movimiento artístico inglés que floreció
a finales del siglo xix, y es esa veneración por la belleza y el arte la que dota
de una poderosa atmósfera tanto a sus obras de ficción como a sus ensayos.
Estos últimos, o al menos algunos de ellos, están tan imbuidos de la
significación y el sentido que se atribuye a los lugares, un rasgo
característico del esteticismo, que terminan por transformarse en una
corriente de conciencia más parecida a un poema en prosa que a una obra
no ficcional. Por ese motivo, su poco conocido ensayo «Los bosques
encantados» (incluido en el título Presencias de esta misma colección), da
voz a su visión de cómo el mundo que nos rodea debería exaltar nuestra
imaginación.
En su opinión, lo sobrenatural es aquello que surge de «la imaginación
estimulada por cierto tipo de entorno físico». En su ensayo Faustus and
Helena, publicado en 1880, antes de la aparición de cualquiera de sus
relatos sobrenaturales, Lee escribe lo siguiente:

[Lo sobrenatural] es el efecto de la imaginación sobre ciertas impresiones externas, son esas
impresiones manifestadas y personificadas pero de una manera vaga, fluctuante y en constante
cambio. La personificación sufre constantes alteraciones; se refuerza, se diluye, se amplía, se ve
limitada por una nueva serie de impresiones externas, a medida que la forma que moldeamos con
aglomeraciones de masas nubosas fluctúa con cada movimiento. De pronto un vapor cambiante
borra la forma, para luego comprimirla y dotarla de un aspecto único: la criatura fantástica bate
ahora sus alas lentamente y luego las extiende y les insufla vida hasta que parecen las de un grifo;
en un momento dado tiene pico y garras mientras que, en otros, luce crin y pezuñas. La brisa, la luz
del sol, los rayos de luna la crean, la alteran y la destruyen.

Eso es precisamente lo que ocurre en los relatos que presentamos aquí. El


lector percibirá algo extraño, incongruente pero sustancial, que permea la
narrativa y, cuando crea haberlo identificado, Lee sabe cómo hacer que
resulte aún más confuso e impenetrable. Nos encontramos ante enigmáticas
fantasías más que ante historias de fantasmas, y no cabe duda de que se
trata de figuraciones intelectuales.
Lee escribió la mayor parte de sus historias sobrenaturales en las décadas
de 1880 y 1890, y su último auténtico relato de lo extraño, «La hermana
Benvenuta y el Niño Jesús», apareció en 1905. Aunque en 1913 publicó una
última leyenda humorística, «Tannhauser and the God», y en 1921 una
historia sin elementos fantásticos, «Dom Sylvanus», parece que el siglo xx
aplastó su necesidad de envolver la imaginación en la gloria del paisaje. Su
novela Louis Norbert (1914) tiene vestigios de lo sobrenatural, pero
consiste más en una exploración gozosa de la Francia del siglo xvi. Da la
sensación de que Vernon Lee era una mujer adelantada a su época. Su
frustración con el mundo que la rodeaba fue creciendo con los años y en sus
obras The Ballet of the Nations (1915) y Satan the Waster (1920) condenó
los horrores de la guerra. Zambulló su imaginación en el genius loci y lo
plasmó en ensayos como los que se recogen en The Tower of Mirrors
(1920) y The Golden Keys (1925).
Vernon Lee disfrutaba de la camaradería femenina, tanto para encontrar a
una mujer que gestara a sus hijos como para satisfacer sus necesidades
sexuales y emocionales. En su biografía Vernon Lee (2002), Vineta Colby
describe a Lee como una «lesbiana sexualmente reprimida», constreñida por
la actitud victoriana hacia la sexualidad, sobre todo después de la
decadencia de la década de 1890. Las relaciones de Lee con mujeres solían
acabar en desencanto. Su temprana unión con Mary Robinson en la década
de 1880 llegó a su fin cuando Mary la abandonó para casarse con un
hombre, hecho que sumió a Lee en un colapso mental que se prolongó a lo
largo de seis meses. Luego conoció a Clementina Kit Anstruther-Thomson,
con la que mantuvo una estrecha relación hasta 1898, cuando la magia
desapareció y ambas se distanciaron. Tal vez fuera esta circunstancia la que
aplacó la torturada imaginación de Lee e interrumpió la producción de sus
relatos sobrenaturales.
Su vínculo más dilatado con una mujer fue con la compositora y
sufragista Ethel Smyth, aunque la suya era una relación a distancia. En sus
últimos años de vida, Vernon Lee se vio aquejada por una sordera
progresiva y se entregó a la soledad, que ocupaba yendo en bicicleta por los
caminos y senderos cercanos a su villa Il Palmerino, en Florencia. Murió el
13 de febrero de 1935 a los setenta y ocho años, tras una serie de ataques al
corazón. En su testamento dejó escrita la prohibición de escribir su
biografía, aunque en 1937 su amiga Irene Cooper-Willis publicó una
selección de su correspondencia titulada Letters, en una edición limitada a
tan solo cincuenta ejemplares.
Aún en vida, Montague Summers calificó a Vernon Lee en su libro The
Supernatural Omnibus como «la mayor exponente de lo sobrenatural en la
ficción», a pesar de lo limitado de su producción, pero después de su muerte
se hizo cada vez más difícil encontrar sus obras de ficción, hasta que el
editor Peter Owen las volvió a publicar en 1955. Desde entonces se han
recopilado diversas antologías, aunque es una autora que siempre ha
permanecido en la periferia del género. En la historia sobre la literatura de
lo sobrenatural Unutterable Horror (2012), de S. T. Joshi, este incluyó su
obra «en una categoría curiosa e indefinible», mientras que otros
historiadores apenas la mencionan. Sin embargo, su obra se niega a caer en
el olvido y, del mismo modo que sus personajes están obsesionados e
incluso poseídos por el pasado, sus relatos siguen fascinando y poseyendo
al lector. Es la singularidad de su visión la que hace que sus libros sean tan
poderosos e inolvidables.
Mike Ashley
LA AVENTURA DE WINTHROP

Todos los amigos íntimos reunidos en la villa de S— sabían que Julian


Winthrop era una criatura peculiar, pero estoy convencido de que nadie
esperaba de él una escena tan excéntrica como la que tuvo lugar el primer
miércoles del septiembre pasado.
Winthrop había sido un asiduo visitante de la villa de la condesa S—
desde su llegada a Florencia, y, cuanto mejor conocíamos su carácter
fantasioso, más nos gustaba. A pesar de su juventud, había mostrado un
talento más que considerable para la pintura, aunque todos parecíamos
coincidir en que ese talento quedaría en agua de borrajas. Su naturaleza era
demasiado impresionable, demasiado voluble para dedicarse con constancia
a una tarea, y sentía demasiada predilección por toda clase de artes como
para dedicarse exclusivamente a una. Por encima de todo, tenía una
imaginación demasiado ingobernable y un amor por los detalles demasiado
incontrolable como para fijar y plasmar cualquier impresión de una manera
artística; sus ideas y fantasías cambiaban constantemente, como las formas
de un caleidoscopio, y la inestabilidad y diversidad de esas ideas era su
principal fuente de placer. Todo lo que hacía, pensaba y decía tenía una
tendencia irresistible a convertirse en arabesco; los sentimientos y estados
de ánimo se deslizaban extrañamente unos dentro de otros, los
pensamientos e imágenes se enredaban en un laberinto inextricable, del
mismo modo que, cuando tocaba música, pasaba sin darse cuenta de un
fragmento a otro de manera totalmente incongruente y, cuando dibujaba,
una forma se fundía con otra bajo su lápiz. Su cabeza era como su cuaderno
de dibujo: llena de encantadoras pinceladas de color y de formas
pintorescas y elegantes, ninguna de ellas terminada, unas superpuestas a las
otras: hojas que crecían de cabezas, casas a horcajadas de animales, retazos
de melodías anotados junto a fragmentos de versos, recortes encontrados en
cualquier rincón, todos bellos y todos revueltos en un conjunto fantástico,
inútil pero sumamente delicioso. En resumen, Winthrop dilapidaba su
talento artístico por su amor a lo pintoresco y truncaba su carrera por su
amor a la aventura; pero con todas sus vicisitudes, él era en sí mismo casi
una obra de arte, un arabesco viviente.
Ese miércoles en concreto estábamos todos sentados en la terraza de la
villa de S— en Bellosguardo, disfrutando de la hermosa y serena luna
amarilla, y del delicioso frío nocturno tras un día de calor sofocante. La
condesa S—, que era una gran intérprete, ensayaba una sonata de violín con
una de sus amigas en el salón, cuyas puertas se abrían a la terraza.
Winthrop, que se había mostrado especialmente animado durante toda la
velada, había retirado todos los platos y las tazas de la mesita de té, había
sacado su cuaderno de bocetos y se había puesto a dibujar con su estilo
onírico e irrelevante: hojas de acanto que se desparramaban hasta
convertirse en la cola de una sirena, sátiros que crecían de unas flores de
pasionaria, pequeñas muñecas holandesas con levita y trenzas que
asomaban entre hojas de tulipán bajo su caprichoso lápiz, mientras él
escuchaba en parte la música del interior y en parte la conversación del
exterior.
Una vez que hubo ensayado la sonata de violín pasaje a pasaje hasta
quedar satisfecha, la condesa nos habló desde el salón en lugar de reunirse
con nosotros en la terraza.
—Quédense donde están —nos dijo—. Quiero que escuchen una antigua
melodía que descubrí la semana pasada entre un montón de cachivaches en
el desván de mi suegro. A mí me parece todo un tesoro, tan valiosa como un
adorno de hierro forjado entre un montón de clavos viejos y oxidados, o un
pedazo de mayólica de Gubbio entre tazas de café resquebrajadas. En mi
opinión, es muy hermosa. Escuchen, por favor.
La condesa era una cantante excepcional, pues a pesar de no tener una
gran voz y de no ser nada emotiva, atesoraba vastos conocimientos
musicales y su ejecución era delicada y refinada. Si ella consideraba que
una canción era hermosa, no podía por menos que serlo; pero era tan
completamente distinta de todo lo que nosotros, los modernos, estábamos
acostumbrados a escuchar, que la exquisitez con la que terminaban sus
versos, sus delicadas piruetas y espirales, sus ornamentos dispuestos con
simetría parecían transportarnos a un mundo con otra sensibilidad musical,
una sensibilidad demasiado tenue y artística, equilibrada de una forma
demasiado engañosa y sutil como para conmovernos más que a un nivel
superficial; de hecho, no nos conmovía en absoluto, ya que no expresaba un
estado de ánimo específico; era difícil determinar si era triste o alegre, y lo
único que se podía decir es que era excepcionalmente elegante y delicada.
Así fue como me afectó la pieza a mí y creo que, en menor medida, al
resto de nuestro grupo; pero al volverme hacia Winthrop me sorprendió ver
la profunda impresión que le habían causado los primeros compases. Estaba
sentado a la mesa, dándome la espalda, pero me di cuenta de que de pronto
había dejado de dibujar y escuchaba con intensa avidez. En un momento
dado, casi me pareció ver su mano temblar mientras descansaba sobre el
cuaderno de dibujo, como si respirase de manera espasmódica. Acerqué mi
silla a la suya; no cabía duda: todo su cuerpo se estremecía.
—Winthrop —susurré.
No me hizo caso alguno, sino que siguió escuchando con atención y su
mano arrugó inconscientemente la hoja en la que había estado dibujando.
—Winthrop —repetí, tocándole el hombro.
—Silencio —se apresuró a responder, como si quisiera zafarse de mí—;
déjeme escuchar.
Había algo casi virulento en su actitud, y esa intensa emoción provocada
por una pieza que no conmovía a ninguno de los demás me resultó muy
extraña.
Permaneció con la cabeza entre las manos hasta el final. La composición
concluyó con un pasaje muy hermoso e intrincado, y con una especie de
curioso descenso susurrante de una nota alta a otra más baja, breve y
repetido en diversos intervalos, con un efecto cautivador.
—¡Bravo! ¡Muy bonito! —exclamamos todos—. Un verdadero tesoro;
qué pintoresco y elegante, ¡y qué interpretación más admirable!
Yo miré a Winthrop. Se había dado la vuelta; tenía la cara sonrojada y se
reclinó en el respaldo de la silla como si estuviera subyugado por la
emoción.
La condesa regresó a la terraza.
—Me alegro de que les haya gustado —dijo—; es una pieza muy
refinada. ¡Santo cielo, señor Winthrop! —se interrumpió súbitamente—.
¿Qué ocurre? ¿Se encuentra mal?
Porque parecía encontrarse mal, sin duda. Se puso en pie con esfuerzo y
contestó en tono ronco e inseguro:
—No es nada; de pronto me ha cogido frío. Me parece que voy a ir
adentro, o no, mejor me quedo aquí. ¿Qué es… qué es ese aire que acaba de
cantar?
—¿Ese aire? —preguntó ella en tono distraído. El repentino cambio en el
comportamiento de Winthrop había apartado cualquier otro pensamiento de
su mente—. ¿Ese aire? Ah, es de un compositor muy olvidado llamado
Barbella, que vivió hacia 1780.
Era evidente que la condesa consideraba que la pregunta era un pretexto
de Winthrop para disimular su súbita emoción.
—¿Me permitiría ver la partitura? —se apresuró a preguntar él.
—Por supuesto. ¿Quiere venir al salón? La he dejado sobre el piano.
Las velas del piano seguían prendidas y, mientras permanecían allí de
pie, ella observó el rostro de él con tanta curiosidad como yo mismo. Pero
Winthrop no prestaba atención a ninguno de los dos; le había arrebatado a la
condesa la partitura con gesto ansioso y la estudiaba con una mirada fija y
ausente. Luego levantó la cabeza con el rostro pálido y me tendió la
partitura maquinalmente. Era un viejo manuscrito amarillento y borroso,
escrito en una clave que ya no se usaba, y las primeras palabras, escritas con
un estilo grandioso y florido, eran: Sei Regina, io Pastor sono. La condesa
seguía convencida de que Winthrop trataba de ocultar su agitación
fingiendo un gran interés por la canción, pero yo, que había sido testigo de
su extraordinaria conmoción durante la interpretación, no dudaba de la
conexión entre ambas.
—Dice que es una pieza muy rara —observó Winthrop—. ¿Cree… cree
entonces que nadie, aparte de usted, la conoce en la actualidad?
—Por supuesto, no puedo asegurarlo —contestó la condesa—, pero hay
algo que sí sé, y es que el catedrático G—, una de las autoridades musicales
más eruditas que existen, y a quien le mostré la pieza, no había oído hablar
ni de ella ni de su compositor, y afirma rotundamente que no forma parte de
ningún archivo musical en Italia ni en París.
—Entonces —intervine yo—, ¿cómo sabe que data aproximadamente de
1780?
—Por el estilo. A petición mía, el catedrático G— la comparó con varias
composiciones de la época, y el estilo coincide con precisión.
—Así pues, ¿cree usted…? —continuó Winthrop con lentitud pero con
impaciencia—, ¿cree usted que hoy en día nadie más la canta?
—Diría que no; cuando menos, me parece muy improbable.
Winthrop se quedó callado y continuó mirando la partitura, aunque me
dio la sensación de que lo hacía de manera inconsciente.
Mientras tanto, algunos de los demás invitados habían entrado en el
salón.
—¿Ha notado el extraño comportamiento del señor Winthrop? —le
susurró una dama a la condesa—. ¿Qué le ha pasado?
—No alcanzo a comprenderlo. Sé que es desmedidamente sensible, pero
no entiendo cómo esa pieza ha podido causarle semejante impresión;
aunque es bonita, carece de emotividad —contesté yo.
—¡Esa pieza! —repuso la condesa—. ¿No creerá que la pieza tiene algo
que ver?
—Pues sí; creo que tiene todo que ver. En resumidas cuentas, en cuanto
sonaron las primeras notas observé que lo afectaban profundamente.
—Entonces, ¿esas preguntas que ha hecho…?
—Son del todo genuinas.
—Es imposible que esa canción lo haya conmovido de esta manera;
además, ¿cómo es posible que la haya escuchado antes? Es muy extraño.
Sin duda le pasa algo.
Sin duda, algo le pasaba; Winthrop estaba extremadamente pálido y
alterado, más aún al percatarse de que se había convertido en objeto de
curiosidad generalizada. Era evidente que deseaba marcharse, pero tenía
miedo a hacerlo con demasiada brusquedad. Seguía de pie detrás del piano,
mirando maquinalmente la vieja partitura.
—¿Había escuchado esta pieza antes, señor Winthrop? —preguntó la
condesa, incapaz de dominar su curiosidad.
Él levantó la mirada, visiblemente turbado, y tras un momento de
vacilación, contestó:
—¿Cómo iba a escucharla, si es usted la única que la posee?
—¿La única que la posee? Ah, no, yo no he dicho eso. Aunque me parece
poco probable, cabe la posibilidad de que exista otra partitura. Dígame, ¿es
así? ¿Dónde ha escuchado esta pieza antes?
—Nunca he dicho que la hubiera escuchado antes —se apresuró a
replicar él.
—Pero ¿la ha escuchado o no? —insistió la condesa.
—No, nunca —contestó él con decisión, aunque de inmediato se
ruborizó, como si fuera consciente de que era un embuste—. No me haga
más preguntas —añadió enseguida—, me pone nervioso.
Y al momento desapareció.
Todos nos miramos mudos de asombro. Aquel sorprendente
comportamiento, aquella mezcla de secretismo y grosería; por encima de
todo, la violenta agitación que evidentemente había embargado a Winthrop,
así como su incomprensible entusiasmo con la pieza que la condesa había
cantado: todo ello frustraba nuestros esfuerzos por averiguar la verdad.
—Hay algún misterio detrás de todo esto —dijimos, y con eso nos
quedamos.
A la noche siguiente, mientras estábamos sentados una vez más en el
salón de la condesa, volvimos a hablar del insólito comportamiento de
Winthrop, como no podía ser de otra manera.
—¿Creen que regresará pronto? —preguntó alguien.
—Creo que se inclinará por dejar que el asunto quede enterrado y
esperará hasta que nos hayamos olvidado de su desvarío —contestó la
condesa.
En ese momento, la puerta se abrió y entró Winthrop. Se le veía confuso
y sin saber muy bien qué decir; no respondió a nuestros comentarios
triviales pero de improviso soltó, como si le costara un gran esfuerzo:
—He venido a rogarles que me perdonen por mi comportamiento de
anoche. Disculpen mi grosería y mi falta de franqueza, pero en ese
momento no habría sido capaz de explicar nada. Deben saber que esa pieza
me causó una gran impresión.
—¿Una gran impresión? Y ¿cómo es posible? —exclamamos todos.
—Sin duda no quiere decir que una pieza tan remilgada como esa fue
capaz de emocionarlo, ¿verdad? —preguntó la hermana de la condesa.
—Si es así —añadió la condesa—, es el mayor milagro que ha obrado
jamás la música.
—Es difícil de explicar —vaciló Winthrop—, pero en suma, esa pieza me
conmovió porque, en cuanto oí los primeros compases, la reconocí.
—Pero ¡me dijo que nunca antes la había escuchado! —exclamó la
condesa, indignada.
—Lo sé; no era verdad, pero tampoco era del todo mentira. Lo único que
puedo decir es que conocía la pieza; fuera o no porque la hubiera escuchado
antes, el caso es que la conocía… De hecho —se apresuró a añadir—, sé
que me tomarán por loco pero, durante mucho tiempo, dudé de que la pieza
existiese siquiera, y si ayer me conmovió tanto fue porque su interpretación
demostró que sí existía. Miren esto —dijo al tiempo que se sacaba un
cuaderno de bocetos del bolsillo, y estaba a punto de abrirlo cuando se
detuvo—. ¿Tiene las notas de esa pieza? —preguntó en tono apremiante.
—Aquí están. —La condesa le entregó el viejo rollo de música.
Él no lo miró, sino que se puso a pasar las hojas de su cuaderno.
—Aquí está —dijo al cabo de un momento—. Miren esto —añadió, y
empujó hacia nosotros el cuaderno abierto sobre la mesa.
En él, entre un montón de bocetos, había un pentagrama trazado a mano
alzada, con varias notas garabateadas a lápiz y las palabras Sei Regina, io
Pastor sono.
—Vaya, ¡ese es el comienzo del aire en cuestión! —exclamó la condesa
—. ¿De dónde lo ha sacado?
Comparamos las notas del cuaderno con las de la partitura; eran las
mismas, aunque en una clave y una tonalidad distintas. Winthrop estaba
sentado frente a nosotros y nos miraba con obstinación. Al cabo de un
momento, observó:
—Son las mismas notas, ¿verdad? Verán, estos garabatos a lápiz los hice
en julio del año pasado, mientras que la tinta de esta partitura lleva seca
noventa años. Y sin embargo, juro que cuando dibujé estas notas no sabía
de la existencia de tal partitura, y hasta ayer ni siquiera creía que fuera real.
—En ese caso —comentó uno de los invitados—, solo hay dos
explicaciones posibles: o bien compuso la melodía usted mismo, sin saber
que otra persona lo había hecho ya noventa años atrás, o bien la escuchó sin
saber lo que era.
—¡Explicaciones! —exclamó Winthrop con desdén—. Pero ¿no ven que
precisamente es eso lo que necesita explicación? Por supuesto que o bien la
compuse yo, o bien la escuché, pero ¿cuál de las dos es?
Nos quedamos todos escarmentados y en silencio.
—Es un rompecabezas muy desconcertante —señaló la condesa—, y
creo que es inútil devanarnos los sesos, puesto que el señor Winthrop es la
única persona que puede explicarlo. Nosotros ni lo entendemos ni podemos
entenderlo; él sí puede y debe explicarlo. Desconozco —añadió— si existe
un motivo para que no nos desvele el misterio, pero, si no es así, desearía
que nos lo aclarara.
—No hay motivo alguno —contestó él—, salvo que me tomarían por
lunático. La historia es tan absurda… Nunca me creerían; y sin embargo…
—Entonces, ¡hay una historia detrás de esto! —exclamó la condesa—.
¿Cuál es? ¿No nos la puede contar?
Winthrop se encogió de hombros como si quisiera disculparse, y luego
jugueteó con los abrecartas y dobló las esquinas de las páginas de los libros
que había sobre la mesa.
—Bueno —dijo al cabo—, si de verdad desean saberlo…, tal vez debería
contárselo; pero después no me digan que estoy loco. Nada puede cambiar
el hecho de que la pieza existe de verdad; y del mismo modo en que ustedes
la siguen considerando única, yo no puedo por más que considerar que mi
aventura es real.
Nos daba miedo que escurriera el bulto con todas aquellas justificaciones
y que, después de todo, no escucháramos historia alguna; así que lo
instamos a que comenzara sin más preámbulos y él, con la cabeza a la
sombra de la pantalla de la lámpara y garabateando como de costumbre en
su cuaderno, comenzó su relato, al principio pausado y titubeante, con
numerosas interrupciones, pero a medida que se fue sumergiendo en la
historia empezó a hablar mucho más rápido, adoptó un tono dramático y se
volvió sumamente minucioso con los detalles.

II

Deben saber (empezó Winthrop), que hace cosa de un año y medio pasé el
otoño con unos primos míos recorriendo la Lombardía. Al tiempo que
visitábamos todo tipo de extraños rincones y recovecos, entablamos amistad
en M— con un caballero de edad avanzada, muy culto y distinguido —creo
que era conde o marqués—, conocido con el sobrenombre de Maestro Fa
Diesis (Maestro Fa Sostenido), que poseía una magnífica colección de
artículos musicales, un auténtico museo. Era el dueño de un viejo y bonito
palacio que se caía literalmente a pedazos, y cuya planta baja estaba
ocupada por completo por sus colecciones. Sus manuscritos antiguos, sus
preciosos misales, sus papiros, sus autógrafos, sus libros de caligrafía
gótica, sus grabados y pinturas, sus innumerables clavecines con
incrustaciones de marfil y sus laúdes de ébano con diapasón vivían en
habitaciones amplias y elegantes, con techos de roble tallado y marcos de
ventanas pintados, mientras que él ocupaba una miserable y pequeña
buhardilla en la parte de atrás de la casa; a base de qué, no puedo
asegurarlo, pero a juzgar por la apariencia espectral de su anciana criada y
de un niño medio imbécil que lo servía, diría que no se alimentaban de nada
más sustancial que cáscaras de alubia y agua tibia. Aunque esa dieta parecía
provocarles sufrimiento, sospecho que su señor debía de haber extraído de
sus manuscritos y viejos instrumentos un misterioso fluido vivificante,
porque él parecía estar hecho de acero y era el anciano más
exasperantemente activo que uno pueda imaginar, con una vitalidad y una
locuacidad que te mantenían en un estado de perpetua irritación nerviosa.
No le importaba nada en el mundo salvo sus colecciones; había talado un
árbol tras otro, había vendido un campo tras otro y una granja tras otra; se
había desprendido de sus muebles, sus tapices, su vajilla, los escritos de su
familia, su propia ropa. Habría sido capaz de arrancar las tejas de su tejado
y el vidrio de sus ventanas para comprar una partitura del siglo xvi, un
misal iluminado o una viola Cremona. La música en sí misma, tengo la
firme convicción de que no le importaba ni un ápice, y la consideraba útil
solo en la medida en que había producido los objetos que le apasionaban,
las cosas que podía pasar el resto de su vida limpiando, etiquetando,
contando y catalogando, pues en su casa nunca se escuchó un acorde ni una
nota, y él habría preferido morir antes que gastar un céntimo en ir a la
ópera.
Mi prima, que en cierto modo es una apasionada de la música, enseguida
se ganó el favor del anciano aceptando un centenar de encargos para
conseguir catálogos y asistir a subastas, y en consecuencia nos permitieron
entrar a diario en esa extraña y silenciosa casa llena de objetos musicales y
examinar su contenido a nuestro antojo; siempre, no obstante, bajo la atenta
mirada del viejo Fa Diesis. La casa, su contenido y su dueño formaban un
conjunto grotesco que tenía cierto encanto para mí. A menudo, imaginaba
que el silencio que reinaba no podía ser más que una apariencia; que en
cuanto el maestro echara sus cerrojos y se fuera a la cama, toda esta música
adormecida despertaría, que los músicos muertos de los cuadros escaparían
de sus marcos, las vitrinas se abrirían, los grandes laúdes ventrudos con
incrustaciones se convertirían en distinguidos burgueses flamencos con
jubones brocados; que las fajas amarillentas y desvaídas de las violas
Cremona se ensancharían hasta transformarse en rígidos miriñaques de raso
de damas empolvadas; y a las pequeñas mandolinas acanaladas les crecería
una pierna abigarrada y una cabeza con pelo tupido, y se pondrían a dar
saltos como los enanos de una corte provenzal o pajes renacentistas,
mientras que los músicos egipcios que tocaban el sistro y el ney
abandonarían los jeroglíficos del papiro, y todos los músicos griegos de los
palimpsestos de pergamino se convertirían en auletas y citaristas vestidos
con clámides; entonces, los timbales y tantanes empezarían a tocar, los
tubos del órgano se llenarían repentinamente de sonido, los viejos
clavecines dorados resonarían con furia, el viejo maestro de capilla que hay
por allí, con su peluca y su túnica de pieles, marcaría el compás desde su
cuadro, y toda la pintoresca compañía se pondría a bailar; hasta que de
repente el viejo Fa Diesis, despertado por el ruido y sospechando de la
presencia de ladrones, entraría como loco con su bata, un quinqué de cocina
de tres cabos en una mano y la espada ceremonial de su bisabuelo en la otra,
momento en el cual todos los bailarines y músicos se sobresaltarían y
volverían a sus marcos y vitrinas. Sin embargo, yo no habría ido tan a
menudo al museo del anciano caballero si mi prima no me hubiera obligado
a prometerle que le haría un esbozo en acuarela de un retrato de Palestrina
que, por alguna razón, ella (el hecho de que mi prima fuera una dama
explica mi docilidad) consideraba especialmente fidedigno. Era
monstruoso, un pintarrajo que me daba escalofríos, y mi admiración por
Palestrina me habría impulsado más bien a quemar aquel ente horrendo, de
mirada nublada y sin hombros; pero los amantes de la música tienen sus
caprichos y el de ella era colgar una copia de esa monstruosidad sobre su
piano de cola. Así que accedí, cogí mi libreta de dibujo y mi caballete, y me
dirigí al palacio de Fa Diesis. Dicho palacio era un edificio antiguo de lo
más extraño, lleno de escaleras que subían y bajaban, curvas y recodos, y
para acceder a la única habitación medianamente iluminada de la casa,
adonde habían trasladado, para mi comodidad, el delicioso modelo para mi
pincel, tuvimos que recorrer un estrecho y serpenteante pasillo en las
entrañas del edificio. Por el camino, pasamos por delante de una escalera
que terminaba en una puerta.
—Por cierto —exclamó el viejo Fa Diesis—, ¿le he enseñado esto? No
tiene gran valor, pero aun así, como pintor, puede que le interese.
Subió los escalones, empujó la puerta entreabierta y me hizo pasar a un
pequeño y lúgubre trastero encalado, poblado de estanterías rotas, atriles
desvencijados y sillas y mesas inestables, todo cubierto por una
considerable capa de polvo. En las paredes había varios retratos manchados
por el tiempo, con fajas y pelucas empolvadas: los antepasados senatoriales
de Fa Diesis, que habían tenido que hacer sitio a las estanterías y los
estuches de instrumentos que llenaban las estancias principales. El viejo
caballero abrió una contraventana y la luz bañó otro viejo cuadro, de cuya
superficie agrietada quitó lentamente el polvo con la manga roñosa de su
abrigo forrado de pieles.
Yo me acerqué.
—El cuadro no es malo —dije de inmediato—; en absoluto.
—¡No me diga! —exclamó Fa Diesis—. En ese caso, tal vez pueda
venderlo. ¿Qué opina? ¿Vale mucho?
Sonreí.
—Bueno, no es un Rafael —respondí—, aunque teniendo en cuenta la
fecha y la forma en que la gente solía pintarrajear los lienzos en aquella
época, es bastante encomiable.
—¡Ah! —Suspiró el anciano, muy decepcionado.
Era un retrato de medio cuerpo a tamaño natural de un hombre vestido a
la moda de finales del siglo pasado: una chaqueta de seda lila pálido y un
chaleco de satén verde pálido, ambos de un tono extremadamente delicado,
así como una capa de un tono ámbar intenso y cálido. Llevaba el
voluminoso pañuelo suelto y el amplio cuello de la camisa levantado, y
tenía el cuerpo ligeramente girado y la cara mirando por encima de su
hombro, al estilo del retrato de Cenci.
El cuadro era inusualmente bueno para ser un retrato italiano del siglo
xviii y en muchos aspectos me recordaba, aunque por supuesto con una
técnica muy inferior, a Greuze, un pintor al que detesto pero que aun así me
fascina. Las facciones eran irregulares y pequeñas, con labios de un rojo
intenso y un rubor carmesí bajo la transparente piel bronceada; los ojos
estaban ligeramente levantados y miraban hacia un lado, en armonía con la
postura de la cabeza y los labios entreabiertos, y eran hermosos, marrones y
aterciopelados, como los de algunos animales, con una vaga y melancólica
profundidad en la mirada. El conjunto tenía la grisura clara, el toque
neblinoso y aterciopelado de Greuze, y provocaba esa extraña impresión
ambivalente de todos los retratos de su escuela. El rostro no era hermoso;
tenía algo a un tiempo hosco y afeminado, algo extraño y no del todo
agradable; sin embargo, llamaba y cautivaba la atención con su tez oscura y
cálida, acentuada por los mechones de cabello claros, perlados y
empolvados, y la ligereza y vaguedad general del trazo.
—A su manera, es un retrato muy bueno —dije—, aunque no del tipo
que la gente compra. Hay errores en el dibujo aquí y allá, aunque el color y
el trazo son buenos. ¿Quién es el autor?
El viejo Fa Diesis, cuya visión de los fajos de billetes que iba a conseguir
a cambio del cuadro se había truncado con brusquedad, parecía estar de mal
humor.
—No sé quién es el autor —refunfuñó—. Si es malo, es malo, y se
quedará aquí.
—Y ¿a quién representa?
—A un cantante. Como ve, tiene una partitura en la mano. Un tal Rinaldi,
que vivió hace cien años.
Fa Diesis sentía cierto desprecio por los cantantes, a los que consideraba
pobres criaturas sin utilidad ya que no dejaban tras de sí nada que pudiera
coleccionarse, con excepción, claro está, de madame Banti, uno de cuyos
pulmones tenía conservado en alcohol.
Salimos de la habitación y yo procedí a empezar la copia de aquel
abominable retrato antiguo de Palestrina. Esa noche, en la cena, mencioné
el retrato del cantante a mis primos y, por alguna razón, me sorprendí
empleando ciertas expresiones sobre el cuadro que no habría usado esa
misma mañana. Al tratar de describir la imagen, mi recuerdo parecía
discrepar de la impresión original. Me vino a la cabeza como algo raro e
impactante. Mi prima deseaba verlo, de modo que a la mañana siguiente me
acompañó al palacio del viejo Fa Diesis. No sé de qué forma le afectó a
ella, pero a mí me despertaba un extraño interés, que poco tenía que ver con
la ejecución técnica. Había algo peculiar e inexplicable en la mirada de ese
rostro, una mirada anhelante y como dolida que no era capaz de definir.
Poco a poco me di cuenta de que el retrato, por decirlo de alguna manera,
me había hechizado. Esos extraños labios rojos y esa mirada melancólica
me venían una y otra vez a la cabeza. Instintivamente y sin saber muy bien
por qué, volví a sacarlo en nuestra conversación.
—Me pregunto quién era —comenté mientras estábamos sentados en la
plaza de detrás del ábside de la catedral, disfrutando de nuestros helados en
la fría tarde de otoño.
—¿Quién? —quiso saber mi prima.
—¿Quién va a ser? El modelo del retrato que hay en casa del viejo Fa
Diesis; tiene un rostro muy singular. Me pregunto quién era.
Mis primos no prestaban atención a mis palabras, ya que no compartían
esa sensación vaga e inexplicable que a mí me había inspirado el cuadro,
mientras caminábamos por las silenciosas calles porticadas, donde solo el
letrero iluminado de una posada o el brasero para asar castañas de un puesto
de frutas resplandecían en la penumbra, y cruzábamos la inmensa plaza
desierta, rodeada de cúpulas y minaretes de estilo oriental, en la que el
condotiero de bronce verdoso montaba su corcel de bronce verdoso; durante
nuestro paseo nocturno por la pintoresca ciudad lombarda, mis
pensamientos volvían una y otra vez al cuadro, con sus colores brumosos y
aterciopelados, y su expresión curiosa e insondable.
Al día siguiente, el último de nuestra estancia en M—, fui al palacio de
Fa Diesis para finalizar mi dibujo, despedirme y dar las gracias al anciano
caballero por su amabilidad, así como para ofrecerme a realizar algún
encargo para él, si así lo deseaba. Al dirigirme al cuarto donde había dejado
mi caballete y mis útiles de pintar, recorrí el oscuro y sinuoso pasillo y pasé
por delante de la puerta que se hallaba en lo alto de los tres escalones.
Estaba entornada, y entré en el cuarto donde estaba el retrato, me acerqué y
lo examiné detenidamente. El hombre parecía estar cantando, o más bien a
punto de cantar, pues tenía los rojos y bien formados labios entreabiertos; y
en su mano, una mano hermosa, carnosa, pálida y con venas azules que
contrastaba extrañamente con su rostro moreno de facciones irregulares,
sostenía una partitura. Aunque las notas eran meros borrones ininteligibles,
logré distinguir, escrito en la partitura, el nombre: «Ferdinando Rinaldi,
1782», y encima las palabras: Sei Regina, io Pastor sono. El rostro poseía
una belleza singular e irregular, y en los profundos ojos aterciopelados
había algo parecido a una fuerza magnética, que yo podía sentir y que otros
debían de haber sentido antes que yo. Acabé mi dibujo, recogí el caballete y
la caja de pinturas, me despedí con un gruñido del horrible Palestrina sin
hombros de mirada empañada, y me dispuse a partir. Fa Diesis, que,
ataviado con su abrigo de pieles cubierto de rapé y la borla de su raído
casquete azul oscilando sobre su formidable nariz, estaba sentado a un
escritorio, también se levantó y me acompañó cortésmente por el pasillo.
—Por cierto —dije—, ¿conoce un aire llamado Sei Regina, io Pastor
sono?
—¿Sei Regina, io Pastor sono? No, no existe tal aire.
Todas las melodías que no estuvieran en su biblioteca no tenían derecho a
existir, aunque existieran.
—Tiene que existir —insistí—. Las palabras están escritas en la partitura
que sostiene el cantante de ese cuadro suyo.
—Eso no prueba nada —exclamó de malos modos—. Podría ser tan solo
un título inventado o… o un aria de baúl de pacotilla.
—¿Qué es un aria de baúl? —pregunté, intrigado.
—Las arias de baúl —explicó— eran composiciones de mala calidad,
apenas un puñado de notas de relumbrón y muchos silencios, a partir de las
cuales los grandes cantantes del pasado creaban sus propias variaciones.
Las intercalaban en todas las óperas que cantaban y las arrastraban en sus
baúles por todo el mundo, de ahí el nombre. No tenían mérito alguno por sí
mismas y nadie se molestaba en cantarlas aparte del cantante a quien
pertenecían; ¡nadie conservaba semejante basura! Las hojas servían para
envolver salchichas o hacer papillotes. —Y el viejo Fa Diesis dejó escapar
una breve carcajada siniestra. Luego cambió de tema—: Si se presentara la
ocasión de conseguir un catálogo de curiosidades musicales para mí o uno
de mis ilustres familiares, o de asistir a una subasta…
Seguía interesado en encontrar el primer ejemplar impreso del
Micrologus de Guido d’Arezzo; poseía ya copias del resto de las ediciones,
una colección única. También le faltaba un ejemplar para completar su
conjunto de violines Amati, uno con la flor de lis sobre la tapa delantera
confeccionado para Carlos IX de Francia… ¡Ay! Llevaba años buscando
aquel instrumento. Pagaría…, sí, sí, ahí donde lo veía, plantado frente mí,
pagaría quinientos marengos* de oro por aquel violín con la flor de lis.
—Disculpe —lo interrumpí sin mucho tacto—, ¿podría volver a ver el
cuadro?
Habíamos llegado a la altura de la puerta con los tres escalones.
—Desde luego —contestó, y siguió hablando del violín Amati con la flor
de lis, cada vez más animado y excitado.
¡Aquel extraño rostro con su insólita y anhelante expresión! Me quedé
inmóvil frente a él mientras el anciano farfullaba y gesticulaba como un
energúmeno. ¡Una mirada tan profunda e incomprensible!
—¿Era un cantante famoso? —pregunté, por decir algo.
—¿Él? Eh altro! ¡Eso creo! ¿Acaso cree que los cantantes de esa época
eran como los de ahora? ¡Bah! Solo tiene que fijarse en todo lo que hicieron
en aquel entonces. Sus partituras estaban escritas en retales de lino que no
había forma de rasgar; y ¡cómo fabricaban los violines! ¡Ah, qué tiempos
aquellos!
—¿Sabe algo sobre este hombre? —quise saber.
—¿Sobre este cantante, Rinaldi? Por supuesto; era un intérprete
excepcional pero acabó muy mal.
—¿Muy mal? ¿En qué sentido?
—Bueno…, ya sabe cómo es esa clase de gente, ¡y la juventud! Todos
hemos sido jóvenes, ¡todos! —Y el anciano Fa Diesis encogió sus
marchitos hombros.
—¿Qué le pasó? —insistí sin apartar la mirada del retrato.
Aquellos ojos delicados y aterciopelados parecían tener vida propia, y los
labios rojos parecían entreabiertos para lanzar un suspiro; un largo suspiro
de agotamiento.
—Bueno —respondió Fa Diesis—, el tal Ferdinando Rinaldi era un
cantante excepcional. Alrededor de 1780, entró al servicio de la corte de
Parma. Se dice que, allí, una dama muy respetada por la corte le prestó
demasiada atención y, en consecuencia, lo despidieron. En lugar de
marcharse lejos, se quedó por los alrededores de Parma, a veces en un sitio,
a veces en otro, pues tenía muchos amigos entre la nobleza. Si sospecharon
que intentaba regresar a Parma o si no fue lo bastante prudente con sus
palabras, no lo sé. Basta! Una hermosa mañana lo encontraron tendido en el
descansillo de la escalera de la casa de nuestro senador Negri, ¡apuñalado!
—El anciano Fa Diesis sacó su estuche de rapé de asta—. Quién fue el
responsable, nadie lo supo jamás ni se preocupó por saberlo. Lo único que
se echó en falta fue un fajo de cartas, que su mayordomo aseguró que
siempre llevaba encima. La dama abandonó Parma e ingresó en el convento
de las clarisas que hay aquí; era la tía de mi padre, y este retrato lo encargó
ella. Una historia corriente, muy habitual en esa época. —Y el anciano
procedió a aspirar una buena cantidad de rapé por su larga nariz—. ¿De
verdad cree que no podría vender el cuadro? —preguntó.
—¡No! —contesté con decisión, tras experimentar una especie de
escalofrío.
Me despedí y esa noche nos marchamos a Roma.

***
Winthrop se interrumpió y pidió una taza de té. Estaba sonrojado y se le
veía alterado pero, al mismo tiempo, ansioso por acabar su historia. Cuando
se hubo bebido el té, se echó hacia atrás con ambas manos en su pelo
despeinado, dejó escapar un suspiro mientras hacía memoria y prosiguió de
la siguiente manera:

III

Regresé a M— al año siguiente, de camino a Venecia, y me quedé un par de


días en la vieja ciudad, donde tenía que negociar la compra de una talla
renacentista para un amigo. El verano estaba en todo su esplendor; los
campos que cuando me había marchado estaban llenos de coles y cubiertos
por una capa de escarcha blanca, ahora brillaban con el tono leonado del
maíz listo para recolectar, y las guirnaldas de las parras se inclinaban para
besar el alto y denso cáñamo verde; las calles oscuras apestaban debido al
calor, la gente descansaba tumbada bajo los pórticos y los toldos; era finales
de junio en la Lombardía, el vergel de Dios en la Tierra. Me dirigí al palacio
del viejo Fa Diesis para preguntarle si tenía algún encargo que enviar a
Venecia; aunque cabía la posibilidad de que él se hubiera marchado al
campo, el cuadro, el retrato, seguía en su palacio, y eso me bastaba. Durante
el invierno había pensado en él a menudo y me preguntaba si ahora, con el
sol que se derramaba a través de todas las grietas, me impresionaría aún
tanto como lo había hecho en el sombrío otoño. Fa Diesis se encontraba en
su casa y se alegró enormemente de verme; brincaba e iba de un lado a otro,
vivaracho, como una figura de la Danza de la Muerte, profundamente
excitado por un manuscrito que había visto hacía poco. Me contó, o más
bien representó, pues lo narraba en presente y acompañado de los oportunos
gestos, un viaje que había hecho recientemente a Guastalla para ver un
salterio conservado en un monasterio; cómo había negociado para conseguir
una silla de posta; cómo el carruaje había volcado a medio camino; cómo
había increpado al cochero; cómo había llamado —tilín, tilín— a la puerta
del monasterio; cómo había fingido con astucia estar buscando un viejo
crucifijo sin valor alguno; cómo los monjes habían tenido la desfachatez de
pedir ciento cincuenta francos por él. Cómo había titubeado y se había
hecho el despistado y, al fingir reparar de repente en el salterio, había
preguntado qué era, etcétera, como si no lo supiera; y cómo, finalmente,
había negociado la compra tanto del crucifijo como del salterio por ciento
cincuenta francos; ¡un salterio del año 1310 por ciento cincuenta francos!
¡Y los bobos de los monjes estaban alborozados! ¡Creían que me habían
timado; a mí! Y el anciano se recreó en su éxtasis de orgullo triunfal.
Habíamos llegado a la puerta que tan bien conocía; estaba abierta; podría
ver el retrato. El sol derramaba su brillante luz sobre el rostro moreno y el
cabello ligeramente empolvado. No sé por qué motivo, experimenté una
sensación momentánea de mareo y náuseas, como la que provoca un placer
inesperado y deseado durante mucho tiempo; duró tan solo un instante y me
avergoncé de mí mismo.
Fa Diesis estaba de un humor excelente.
—¿Ve ese cuadro? —dijo, olvidándose de que ya me había hablado de él
—. Es un tal Ferdinando Rinaldi, un cantante asesinado por cortejar a mi tía
abuela.
Y a continuación se puso a pasear con gran júbilo, pensando en el salterio
de Guastalla y dándose aire con actitud satisfecha con un gran abanico
verde.
De repente, me asaltó un pensamiento.
—Sucedió aquí, en M—, ¿verdad?
—Puede estar seguro.
Y Fa Diesis continuó desplazándose de un lado a otro ataviado con su
vieja bata roja y azul, estampada con loros y ramas de cerezo.
—¿Ha conocido a alguien que lo viera… o lo escuchara cantar?
—¿Yo? Jamás. ¿Cómo iba a poder? Lo mataron noventa y cuatro años
atrás.
¡Noventa y cuatro años! Miré de nuevo el retrato; ¡noventa y cuatro años
atrás! Y aun así… los ojos parecían tener, para mí, una mirada extraña, fija,
absorta.
—¿Y dónde…? —titubeé a mi pesar—, ¿dónde sucedió?
—Hoy en día, poca gente lo sabe; seguramente nadie excepto yo —
contestó con satisfacción—. Pero mi padre me señaló la casa cuando yo era
pequeño; había pertenecido al marqués de Negri pero, por alguna razón,
después de aquella aventura amorosa nadie quiso vivir allí y quedó
abandonada. Ya de niño, estaba vacía y se caía a pedazos. Eso sí, ¡era una
casa muy bonita! ¡Muy bonita! Y que debía de tener su valor. La volví a ver
hace unos años, ahora, ya pocas veces me aventuro más allá de las puertas
de la ciudad, pasada la Porta San Vitale; a un kilómetro y medio.
—¿Pasada la Porta San Vitale? ¿La casa a la que acudía Rinaldi estaba…,
sigue estando allí?
Fa Diesis me miró con un profundo desdén.
—Bagatella! —exclamó—. ¿Qué cree, que una villa puede evaporarse
sin más?
—¿Está seguro?
—Per Bacco! Tan seguro como que lo estoy viendo ahora; pasada la
Porta San Vitale, un viejo edificio desvencijado con obeliscos y vasijas, y
cosas por el estilo.
Habíamos llegado a lo alto de la escalera principal.
—Adiós —me despedí—. Regresaré mañana para recoger sus paquetes
para Venecia. —Y corrí escaleras abajo.
«¡Pasada la Porta San Vitale! —me dije a mí mismo—. ¡Pasada la Porta
San Vitale!».
Eran las seis de la tarde y el calor todavía era intenso; paré un estrafalario
coche de caballos, un carruaje azul celeste de los años veinte con el techo
agrietado y paneles esmaltados en colores brillantes.
—Dove commanda? (¿Adónde quiere ir?) —me preguntó el adormilado
cochero.
—¡A la Porta San Vitale! —exclamé.
Él espoleó a su escuálido caballo blanco de larga crin y salimos dando
tumbos sobre el pavimento irregular. Pasamos frente a la roja catedral y el
baptisterio lombardos, recorrimos la larga y oscura Via San Vitale, con sus
magníficos palacios antiguos, pasamos bajo la puerta roja con la vieja
inscripción «Libertas» todavía visible y atravesamos una carretera
polvorienta bordeada de acacias hacia la fértil llanura lombarda. Avanzamos
traqueteando a través de los campos de trigo, cáñamo y brillantes y oscuras
mazorcas, que maduraban bajo el cálido sol vespertino. En la distancia, los
muros morados, los campanarios y las cúpulas centelleaban bajo la luz; más
allá, el inmenso cielo azul y la llanura dorada y borrosa, que se extendía
hasta los lejanos Alpes. El aire era cálido y sereno, y reinaba una atmósfera
silenciosa y solemne. Pero yo estaba emocionado. Estudié todas y cada una
de las grandes casas solariegas; me dirigí allí donde hubiera un mirador
elevado que asomara entre los olmos y los álamos; crucé y volví a cruzar la
llanura, por un camino tras otro, hasta donde la carretera se desviaba hacia
Crevalcore; pasé por delante de una villa tras otra, pero no encontré ninguna
con vasijas y obeliscos, ni que estuviera decrépita y ruinosa, ni que pudiera
haber sido la villa en cuestión. Aunque ¿de qué me extrañaba? Fa Diesis la
había visto, pero Fa Diesis tenía setenta años y aquello… ¡aquello había
ocurrido hacía noventa y cuatro años! Sin embargo, podía haberme
equivocado; podía haber ido demasiado lejos o no lo suficiente; los caminos
y las carreteras se mezclaban unos con otros. A lo mejor la casa estaba
oculta por árboles, o a lo mejor se encontraba más cerca de la siguiente
puerta. Así que volví a recorrer los caminos bordeados de ciclámenes sobre
los que se inclinaban las retorcidas ramas de moreras y robles, y escruté una
casa tras otra: todas eran viejas, muchas estaban en ruinas, algunas parecían
vetustas iglesias con pórticos cegados, otras se habían construido pegadas a
antiguos torreones; pero de lo que me había descrito el viejo Fa Diesis, no
vi nada en absoluto. Le pregunté al cochero, y el cochero le preguntó a las
viejas y los niños de pelo rubio que abarrotaban las pequeñas granjas.
¿Conocía alguno de ellos un enorme caserón vacío con obeliscos y vasijas?
¿Una casa que había pertenecido al marqués de Negri? Por allí cerca, no;
estaba la villa Montecasignoli, con la torre y el reloj de sol, que estaba
bastante deteriorada; y el ruinoso Casino Fava allí en los campos de coles,
pero ninguno de los dos tenía obeliscos ni vasijas, y tampoco habían
pertenecido nunca al marqués de Negri.
Al final me di por vencido, desesperado. ¡Noventa y cuatro años atrás! La
casa ya no existía; así que regresé a mi posada, donde los tres alegres
peregrinos medievales colgaban sobre la lámpara de la puerta, cené y traté
de olvidar todo el asunto.
Al día siguiente, fui a ver al dueño de la pieza que me habían encargado
comprar y cerré el trato, y luego deambulé sin rumbo por la vieja ciudad. Al
día siguiente se iba a celebrar una gran feria y se estaban llevando a cabo
los preparativos; se descargaban canastas y cestos, y se montaban puestos
hasta en el último rincón de la gran plaza; se colgaban festones de artículos
de hojalata y guirnaldas de cebollas a través de los arcos góticos del
ayuntamiento, sujetos a sus inmensos soportes de bronce para las antorchas;
había ya un curandero que disertaba desde lo alto de su carromato, con una
calavera y numerosas botellas delante, mientras un menudo paje adornado
con lentejuelas repartía su programa; en una esquina había instalado un
espectáculo de marionetas, rodeado de un círculo de sillas vacías, justo
debajo del púlpito de piedra donde, en la Edad Media, los monjes habían
exhortado a los Montesco y los Capuleto de M— a hacer las paces y
abrazarse. Deambulé entre las vajillas y las cristalerías, abriéndome camino
entre las cajas de embalaje y la paja, y entre los vociferantes campesinos y
lugareños. Eché un vistazo a los higos, las cerezas y los pimientos rojos en
las cestas; a los viejos herrajes, las llaves oxidadas, los clavos, las cadenas y
las piezas de ornamento de los puestos; a los enormes paraguas azules y
verdes satinados, a los viejos grabados e imágenes de santos apoyados en el
antepecho de la iglesia, a la multitud entera, que se movía de un lado a otro
discutiendo y gesticulando. Compré un viejo colgante de plata de una
calavera en el puesto de un relojero ambulante, guisantes de olor frescos y
rosas a una campesina que vendía aves de corral y pavos; luego me adentré
en el laberinto de pintorescas callejuelas adoquinadas, protegidas del paso
de carros y carruajes mediante cadenas, y que habían tomado sus nombres,
indicados en pequeñas placas de piedra, de antiguos mesones medievales:
«Scimmia» (mono), «Alemagna», «Venetia» y, el más peculiar de todos,
«Broca in dosso» (jarra en la espalda). Detrás del majestuoso edificio rojo y
manchado por el tiempo del ayuntamiento, que se parecía a un castillo,
había varias hojalaterías, bajo cuyos arcos colgaban calderos, jarras, cazos y
enormes moldes de pudin con el águila imperial austríaca, con suficiente
capacidad y antigüedad como para haber contenido los pudines de
generaciones enteras de césares germánicos. A continuación husmeé en
algunas de esas maravillosas tiendas de curiosidades que hay en M—,
pequeñas madrigueras oscuras con aparadores de roble llenos de montones
y montones de vestidos de brocado y chalecos bordados, además de metros
de encaje y suntuosas casullas, los vestigios de siglos de esplendor. Bajé por
la calle principal y vi a un gentío arremolinado alrededor de un hombre con
un enorme búho crestado blanco; la criatura era tan magnífica, que decidí
comprarla para llevármela a mi estudio en Venecia, pero al acercarme se
puso a chillar y aletear para alejarse de mí, así que me vi obligado a efectuar
una retirada bochornosa. Al final regresé a la plaza y me senté bajo un
toldo, donde dos golfillos con las piernas descubiertas me sirvieron un
excelente granizado de limón, al precio de un sou el vaso. En resumen,
disfruté extraordinariamente mi último día en M—; y en su luminosa y
soleada plaza, con todo el bullicio que me rodeaba, me pregunté si la
persona que la tarde anterior había recorrido los campos, en busca de una
absurda villa en la que noventa y cuatro años atrás habían asesinado a un
hombre, podía de verdad haber sido yo.
Así transcurrió mi mañana; y la tarde la pasé en la posada, empaquetando
la delicada talla con mis propias manos, a pesar de que el sudor me corría
por la cara y jadeaba sin aliento. Cuando por fin llegaron la noche y el
frescor, me puse el sombrero y me dirigí de nuevo al palacio de Fa Diesis.
Encontré al anciano ataviado con su bata multicolor, sentado en su
habitación fresca y polvorienta, entre sus laúdes con incrustaciones y sus
violas Cremona, reparando con meticulosidad las páginas rasgadas de un
misal iluminado, mientras su vieja ama de llaves, que tenía aspecto de
bruja, recortaba y pegaba etiquetas a un montón de partituras manuscritas
que descansaban sobre la mesa. Fa Diesis se levantó, se puso a dar brincos,
entusiasmado, soltó unas palabras grandilocuentes y dijo que, ya que
insistía en serle de utilidad, había preparado media docena de cartas que tal
vez yo podía ser tan amable de hacer llegar a sus destinatarios en Venecia,
para ahorrarse así los sellos de dos peniques por cada una. El adusto y
delgado anciano, con su asombrosa bata y su casquete, su ama de llaves de
rostro enjuto, su viejo y malhumorado gato gris, y sus espléndidos
clavecines, laúdes y misales, me resultó más divertido de lo habitual. Me
senté un rato con él mientras recomponía su misal. Empecé a pasar
maquinalmente las páginas amarillentas de un libro de partituras que
descansaba bajo mi mano, a la espera de que lo etiquetaran, y mi mirada se
posó de modo automático en las palabras escritas con tinta amarilla y
desvaída en el encabezado de una de las composiciones, la inscripción del
intérprete:

Rondo di Cajo Gracco, «Mille pene mio tesoro», per il Signor Ferdinando Rinaldi. Parma, 1782.

Di un verdadero respingo, pues por alguna razón me había olvidado por


completo del asunto.
—¿Qué tiene ahí? —preguntó Fa Diesis, tal vez con cierto recelo, y se
inclinó sobre la mesa para hacerse con las hojas—. Ah, no es más que esa
antigua ópera de Cimarosa… Ah, a propósito, per Bacco, ¿cómo pude
cometer semejante error ayer? ¿Verdad que le dije que habían apuñalado a
Rinaldi en una villa pasada la Porta San Vitale?
—Sí —exclamé con impaciencia—. ¿Por qué?
—Bueno, no sé lo que me pasó; debía de estar pensando en ese bendito
salterio de San Vitale, en Guastalla. La villa en la que mataron a Rinaldi se
encuentra pasada la Porta San Zaccaria, en dirección al río, cerca del viejo
monasterio donde hay esos frescos de… He olvidado el nombre del pintor.
Esos que todo el mundo va a ver. ¿Sabe dónde le digo?
—Ah —exclamé—. Lo entiendo.
Y tanto que lo entendía, porque la Porta San Zaccaria se halla justo en el
extremo opuesto de la ciudad desde la Porta San Vitale, y eso explicaba mi
infructuosa búsqueda de la tarde anterior. Así pues, era posible que la casa
siguiera en pie, pese a todo; y el deseo de verla se apoderó de nuevo de mí.
Me levanté, cogí las cartas, que mucho sospechaba que contenían otras
cartas para ahorrarse los sellos mediante el mismo método de entrega por
parte del destinatario, y me preparé para marcharme.
—Adiós, adiós —se despidió con efusión el viejo Fa Diesis, mientras
avanzábamos por el oscuro pasillo que llevaba a la escalera principal—.
Continúe, mi querido amigo, recorriendo esos caminos de sabiduría y
cultura que con tanta mezquindad ha abandonado la juventud actual, y de
ese modo, la dulce promesa de su feliz y argéntea juventud culminará en
una exitosa madurez… Ah, por cierto —se interrumpió—, he olvidado darle
un pequeño panfleto sobre la manufactura de cuerdas de violín que me
gustaría enviar como deferencia a mi viejo amigo, el comandante de la
guarnición de Venecia.
Y se alejó apresuradamente. Yo me quedé esperando cerca de la puerta en
lo alto de los tres escalones y no pude resistir la tentación de contemplar el
cuadro una última vez. Abrí la puerta y entré en la estancia; un alargado
rayo de sol poniente, que se reflejaba en la torre roja de una iglesia cercana,
iluminaba el rostro del retrato, jugueteaba con el pelo claro y empolvado, y
con los suaves y hermosos labios, y culminaba en una trémula mancha
escarlata sobre el suelo de madera. Me acerqué al cuadro; en la partitura que
sostenía en la mano constaban el nombre y la fecha: «Ferdinando Rinaldi,
1782», pero las notas eran meros remedos, borrones y manchas sin
significado alguno, aunque el título de la composición se leía con nitidez:
Sei Regina, io Pastor sono.
—Pero ¿dónde se ha metido? —exclamó la voz estridente de Fa Diesis en
el pasillo—. Ah, aquí está.
Y me tendió el panfleto, dirigido pomposamente al ilustre general S—,
en Venecia. Me lo guardé en el bolsillo.
—No se olvidará de entregárselo, ¿verdad? —preguntó, y luego retomó
su anterior perorata—: Que la promesa de su feliz y argéntea juventud
culmine en una madurez dorada, para que el mundo pueda grabar su
nombre albo lapillo. Ah —prosiguió—, tal vez no volvamos a vernos
nunca. Soy viejo, querido amigo, ¡muy viejo! —Y chasqueó los labios—.
Tal vez cuando vuelva a M—, yo esté ya descansando con mis antepasados
inmortales, quienes, como bien sabe, se unieron por matrimonio con la
familia ducal de Sforza, ¡en el año 1490 de Nuestro Señor!
¡La última vez! ¡Aquella podía ser la última vez que viera el cuadro!
¿Qué sería de él tras la muerte del anciano Fa Diesis? Antes de abandonar la
estancia, me volví de nuevo hacia él; el último destello de luz brillaba sobre
el rostro oscuro y anhelante y, bajo el trémulo rayo de sol, me dio la
sensación de que la cabeza se giraba y me miraba a mí. Nunca más volví a
ver el retrato.
Caminé con rapidez por las calles cada vez más oscuras, me abrí paso
entre la multitud de paseantes y hedonistas, y continué hacia la Porta San
Zaccaria. Se había hecho tarde, pero, si me daba prisa, quizá me quedara
todavía una hora de luz crepuscular. A la mañana siguiente tenía que
marcharme de M—; aquella era mi última oportunidad y no podía
desperdiciarla, así que seguí adelante, haciendo caso omiso de las
asfixiantes ráfagas de aire cálido y húmedo, y de las nubes que encapotaban
velozmente el cielo.
Era la Noche de San Juan, y en las pequeñas colinas que rodeaban la
ciudad empezaron a aparecer hogueras; los globos alimentados por fuego se
elevaron por el aire y la gran campana de la catedral redobló en honor de la
inminente festividad. Me abrí camino entre las calles polvorientas y salí por
la Porta San Zaccaria. Recorrí apresuradamente las avenidas de álamos que
bordeaban la muralla y luego atajé a través de los campos por un camino
que llevaba al río. A mi espalda quedaban las murallas de la ciudad,
almenadas e irregulares; frente a mí, el prominente campanario y los
cipreses del monasterio de los cartujos; en lo alto, el cielo sin estrellas y sin
luna, cubierto de densas nubes. El ambiente era suave y relajante; de vez en
cuando soplaba una ráfaga de viento cálido y húmedo que barría los álamos
plateados y las hileras de viñas; cayeron varias gotas pesadas, que me
advertían de la inminente tormenta, y la luz iba menguando por segundos.
Pero yo estaba decidido; ¿acaso no era esta mi última oportunidad? Así que
continué a trompicones por el pedregoso sendero, a través de los campos de
trigo y de dulce y aromático cáñamo, mientras las luciérnagas bailaban ante
mí dibujando fantásticas espirales. Una forma oscura cruzó zigzagueando el
camino; la paré con mi bastón: era una larga y escurridiza serpiente que se
escabulló con celeridad. Las ranas invocaban la lluvia croando
ruidosamente, el rechinar de los grillos generaba un estruendo siniestro, las
luciérnagas se cruzaban una y otra vez por delante de mí; y sin embargo,
seguí adelante, cada vez más rápido en medio de la creciente oscuridad. Un
vasto despliegue de relámpagos rosas y un trueno distante: cayeron más
gotas; las ranas croaron más fuerte; los grillos rechinaron cada vez más
rápido, el aire se volvió más denso y el cielo adoptó una tonalidad amarilla
y refulgente allí donde el sol se había puesto; y aun así, yo continué hacia el
río. De pronto cayó un tremendo aguacero, como si se hubieran abierto los
cielos, y trajo con él la oscuridad, tan total como súbita; la tormenta había
transformado el crepúsculo en noche cerrada. ¿Qué debía hacer? ¿Volver?
¿Cómo? Vi una luz que brillaba detrás de una masa oscura de árboles;
continuaría adelante; allí tenía que haber una casa donde poder refugiarme
hasta que amainara la tormenta; estaba demasiado lejos para regresar a la
ciudad. Así que seguí avanzando bajo la lluvia torrencial. El camino se
torcía en una pronunciada curva, y me encontré en un espacio abierto en
medio de los campos, delante de una verja de hierro detrás de la cual,
rodeado de árboles, se alzaba una edificio grande y oscuro; un hueco entre
las nubes me permitió distinguir una villa sombría y gris, con obeliscos
rotos en su frontón triangular. El corazón me dio un enorme vuelco; me
detuve mientras la lluvia continuaba cayendo a cántaros. Un perro empezó a
ladrar con furia desde una pequeña casa de campesinos al otro lado de la
carretera, de la que salía la luz que yo había visto antes. La puerta se abrió y
apareció un hombre con un candil en la mano.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
Me dirigí hacia el hombre, que sostuvo el candil en alto y me estudió.
—Ah —dijo de inmediato—, un desconocido; un extranjero. Pase, por
favor, illustrissimo.
Dedujo qué era por mi ropa y mi cuaderno de dibujo; me tomó por un
artista, uno de los muchos que visitaban la cercana abadía cartuja, perdido
en el laberinto de senderos.
Me sacudí la lluvia y entré en una estancia de techo bajo, con paredes
encaladas alumbradas por la luz amarillenta del fuego de la chimenea de la
cocina. Sobre el luminoso fondo destacaban las figuras oscuras de un
pintoresco grupo de campesinos: una anciana hacía girar su vieja rueca
mientras una joven desenredaba una madeja en una especie de estrella
giratoria; otro abría vainas de guisantes; un viejo bien afeitado fumaba
sentado en una silla con los codos apoyados en la mesa, y frente a él había
un sacerdote regordete con sombrero de tres picos, calzones cortos y abrigo
corto. Todos se pusieron en pie y se quedaron mirándome, y a continuación
me saludaron con la cortesía propia de los de su clase; el sacerdote me
ofreció su silla, la chica cogió mi abrigo y mi sombrero empapados y los
colgó cerca del fuego; el joven trajo una enorme toalla de cáñamo y
procedió a secarme, con gran hilaridad de los presentes. Estaban leyendo las
habituales historias de Carlomagno en sus manoseados ejemplares de Reali
di Francia, la enciclopedia de los campesinos italianos; pero tras mi llegada
cerraron sus libros y se pusieron a hablar, haciéndome preguntas sobre
cualquier tema posible e imposible. ¿Era cierto que en Inglaterra siempre
llovía? (en ese caso, comentó el viejo con sagacidad, ¿cómo podían cultivar
uvas los ingleses?; y si no elaboraban vino, ¿de qué iban a vivir?). ¿Era
cierto que en algún lugar de Inglaterra uno podía encontrar montones de
oro? ¿Había alguna ciudad tan grande como M— en aquel país? Etcétera,
etcétera. Al sacerdote, aquellas preguntas le parecían absurdas y preguntó
con gran seriedad por la salud de milord Vellingtone, quien, según tenía
entendido, había estado gravemente enfermo en los últimos tiempos. Yo
apenas los escuchaba; estaba distraído y ensimismado. Les dejé a las
mujeres mi cuaderno de dibujo para que lo ojearan; les encantó su
contenido; confundieron todos los caballos con bueyes y todos los hombres
con mujeres, y soltaron grititos y risitas con gran regocijo. El sacerdote, que
se enorgullecía de poseer una educación superior, me animó de la forma
más desabrida; me preguntó si había visitado la pinacoteca y si había estado
en la vecina Bolonia (se sentía muy orgulloso de haber estado allí el último
día de San Petronio); me informó de que dicha ciudad era la cuna de todo
arte y que los Caracci en concreto eran sus hijos más ilustres, etcétera,
etcétera. Mientras tanto, el aguacero seguía cayendo sin pausa.
—Creo que esta noche no podré volver a casa —dijo el sacerdote,
contemplando la oscuridad a través de la ventana—. Mi asno es el más
maravilloso del mundo; casi como un ser humano. Cuando lo llamas:
Leone, Leone, levanta los cascos delanteros y se sostiene sobre sus patas
traseras como un acróbata; vaya si lo hace, doy mi palabra; pero creo que
con esta oscuridad ni siquiera él sería capaz de encontrar el camino, y las
ruedas de mi calesa se atascarían sin duda en algún surco y ¿qué haría
entonces? Tengo que quedarme a pasar la noche aquí, no hay más remedio;
aunque lo lamento por el signore, aquí presente, a quien estas dependencias
le parecerán muy pobres.
—En absoluto —dije—; me encantaría quedarme aquí, siempre que no
sea una molestia para nadie.
—¡Una molestia! ¡Qué ideas tiene! —exclamaron todos.
—Decidido, pues —dijo el cura, especialmente orgulloso de su pequeño
vehículo, a la cómica moda de los clérigos de la Lombardía—. Mañana por
la mañana yo llevaré al signore a la ciudad, y ustedes pueden llevar su carro
con las verduras para la feria.
Yo apenas prestaba atención a sus palabras; estaba convencido de haber
encontrado por fin el objeto de mi búsqueda; allí, al otro lado de la
carretera, estaba la villa, pero parecía hallarme más lejos de ella que nunca,
sentado en aquella cocina luminosa y encalada, entre aquella gente de
campo. El joven me pidió con timidez, como un favor especial, que hiciera
un dibujo de la chica, que resultó ser su prometida; era una joven muy
bonita, con rasgos risueños e irregulares, y densos rizos rubios. Saqué mi
lápiz y empecé a dibujar, aunque me temo que no tan minuciosamente como
merecían aquellas buenas personas; sin embargo, ellos estaban encantados y
se colocaron en círculo a mi alrededor, intercambiando comentarios en
susurros mientras la chica, nerviosa, reía como una niña, sentada en el gran
banco de madera.
—¡Qué nochecita! —exclamó el viejo—. ¡Qué nochecita más mala, y
además es la Noche de San Juan!
—¿Y eso qué tiene que ver? —pregunté.
—Bueno —contestó él—, dicen que la noche de San Juan se permite a
los muertos vagar por la Tierra.
—¡Memeces! —exclamó el sacerdote, indignado—. ¿Quién le ha dicho
eso? ¿Acaso se habla de los fantasmas en el misal, o en las pastorales del
arzobispo, o en la doctrina de los Santos Padres de la Iglesia? —preguntó,
alzando la voz con una dignidad inquisitorial.
—Usted puede decir lo que quiera —repuso el viejo con obstinación—;
sigue siendo cierto. Aunque yo no haya visto nada con mis propios ojos, y
tal vez el arzobispo tampoco, conozco a gente que sí.
El sacerdote estaba a punto de caer sobre él con un aluvión de
argumentos en dialecto, cuando lo interrumpí.
—¿A quién pertenece la casa que hay al otro lado de la carretera?
Esperé la respuesta con ansiedad.
—El dueño es el avvocato Bargellini —contestó la mujer con gran
deferencia.
Y entonces procedieron a informarme de que ellos eran sus arrendatarios
y de que el contadini de él estaba a cargo de todas las propiedades de la
finca; que el avvocato Bargellini era sumamente rico y sumamente culto.
—¡Es como una enciclopedia! —clamó el sacerdote—. Sabe de todo:
derecho, arte, geografía, matemáticas, numismática, ¡gimnasia! —Y blandía
la mano cada vez que enunciaba una rama del saber.
Yo me sentí decepcionado.
—¿Está habitada? —pregunté.
—No —contestaron, nadie había vivido nunca allí—. El avvocato se la
compró hace veinte años al heredero de un tal marqués de Negri, que murió
muy pobre.
—¿Marqués de Negri? —exclamé. Así que, después de todo, estaba en lo
cierto—. Pero ¿por qué no está habitada, y desde cuándo?
—Ah, desde… desde siempre; nadie ha vivido en ella desde la época del
abuelo del marqués de Negri. Se está cayendo a pedazos; nosotros la
usamos para guardar las herramientas de jardín y unos cuantos sacos de
grano, pero allí no vive nadie; no hay ventanas ni postigos.
—Pero ¿por qué no la restaura el avvocato? —insistí—. Parece una casa
muy bonita.
El anciano iba a contestar cuando el cura lo miró y se apresuró a
responder en su lugar:
—Su ubicación en estos campos es poco salubre.
—¡Poco salubre! —exclamó el anciano con irritación, enfadado por la
intromisión del sacerdote—. ¡Poco salubre! ¿Acaso no llevo sesenta años
viviendo aquí, y ninguno de nosotros ha tenido siquiera un dolor de cabeza?
¡Poco salubre, dice! No, lo que pasa es que es una mala casa para vivir, ¡eso
es!
—Qué extraño —dije—. Sin duda debe haber fantasmas, ¿no? —
comenté, e intenté reír.
La palabra fantasmas tuvo un efecto casi mágico; todos los campesinos
italianos negaban con aspavientos conocer esa clase de cosas cuando se les
preguntaba, aunque en ocasiones se referían a ellas sin querer, y ellos no
eran una excepción.
—¡Fantasmas! ¡Fantasmas! —exclamaron—. Seguro que el signore no
cree en esa clase de tonterías, ¿verdad? El lugar está infestado de ratas. ¿O
son los fantasmas los que roen las castañas y roban el maíz duro?
Hasta el anciano, que había parecido inclinado a creer en los fantasmas
por rebeldía hacia el sacerdote, se había puesto ahora totalmente en guardia,
y no pude sonsacarle más información sobre el tema. No deseaban hablar
sobre fantasmas y, por mi parte, yo no quería escuchar nada acerca de ellos;
pues en el estado de ansiedad y sugestión en que me hallaba, una aparición
con una mortaja, el chirriar de una cadena y cualquier otra manifestación
fantasmal convencional me resultaban en extremo repulsivas. Mi mente
estaba demasiado obsesionada para que la importunaran vulgares espectros
y, mientras dibujaba mecánicamente a la joven campesina risueña y
ruborizada, y observaba su saludable semblante rosado quemado por el sol,
que asomaba bajo un pañuelo de seda chillón, los ojos de mi mente estaban
clavados en un rostro muy distinto, que veía con tanta nitidez como el suyo:
aquel rostro oscuro y anhelante con los extraños labios rojos y el cabello
levemente empolvado. Los campesinos y el cura siguieron con su alegre
cháchara, pasando de un tema a otro: la cosecha, las viñas, la feria del día
siguiente, las más fantásticas teorías políticas, fragmentos de sabiduría
popular aún más sorprendentes; hablaban sin parar con muy buen humor,
exhibiendo la más asombrosa ignorancia sobre los datos, una absurdidad
pueril, una completa seriedad y una gran dosis de humor escéptico y pícaro.
Yo hice lo posible por unirme a la conversación, y reí y bromeé lo mejor
que pude. Lo cierto es que me sentía bastante feliz y sereno, pues poco a
poco había tomado la decisión de dar un paso absurdo, que tanto podía ser
infantil en extremo como sumamente temerario, pero que yo sopesaba con
una frialdad y una seguridad absolutas, como ocurre en ocasiones cuando
uno toma decisiones peligrosas o imprudentes para satisfacer un capricho
momentáneo. Por fin había encontrado la casa, y pasaría la noche en ella.
Debía de encontrarme en un estado de violenta excitación mental, pero la
excitación era tan uniforme y constante que casi parecía normal; me
resultaba natural vivir en una atmósfera de extrañeza y aventura, y mi
resolución era firme. Al final llegó el momento de la acción: las mujeres
dejaron a un lado sus tareas, el anciano vació de cenizas su pipa con una
sacudida, y todos se miraron unos a otros como si no supieran cómo
empezar. El cura, que acababa de entrar de nuevo después de dar pienso a
su extraordinario asno, se erigió en portavoz.
—¡Ejem! —carraspeó—. Espero que el signore disculpe la extremada
simplicidad de estos labriegos iletrados, y que tenga en cuenta que no están
acostumbrados a los lujos de la ciudad, además de que tienen que levantarse
al alba para ocuparse de sus tareas agrícolas…
—Sí, sí —contesté con una sonrisa—. Lo entiendo. Quieren irse a la
cama, y bien que hacen. Les ruego que me perdonen por haberlos tenido
despiertos hasta tan tarde con tan poca consideración.
¿Qué se suponía que debía hacer a continuación? No entendía muy bien
la situación.
—¿Tenernos despiertos hasta tarde? Oh, no, en absoluto; ¡nos sentimos
muy honrados por su presencia! —exclamaron ellos.
—Bien —dijo que el cura, que estaba cada vez más soñoliento—; por
supuesto, no es posible regresar con esta lluvia; las carreteras no son
seguras y, además, las puertas de la ciudad están cerradas. A ver, ¿qué
podemos hacer por el signore? ¿Podemos prepararle una cama aquí? Yo iré
a dormir con nuestro querido Maso. —Y le dio una palmadita al joven en el
hombro.
Las mujeres se pusieron enseguida a buscar almohadas, colchones y
demás, pero yo las detuve.
—Bajo ningún concepto —dije—. No quiero abusar de su hospitalidad.
Puedo dormir cómodamente al otro lado de la carretera, en la gran casa.
—¿Al otro lado de la carretera? ¿En la gran casa? —exclamaron todos al
unísono—. ¿El signore va a dormir en la gran casa? Ah, no, jamás.
Imposible.
—En lugar de eso, le pondré los arreos a mi asno y llevaré al signore por
el barro, la lluvia y la oscuridad; vaya que sí, corpo di Bacco —exclamó el
menudo sacerdote de rostro sonrojado.
—Pero ¿por qué no? —pregunté, decidido a que no desbarataran mis
planes—. Puedo pasar una espléndida noche de descanso allí. ¿Qué me lo
impide?
—¡Jamás, jamás! —protestaron a coro.
—Pero si no hay fantasmas allí —me rebelé, intentando reír—, ¿qué
motivo hay para no hacerlo?
—Ah, respecto a los fantasmas —intervino el cura—, le prometo que no
hay ninguno. ¡Yo espanto a los fantasmas chasqueando los dedos!
—Bueno —insistí—, no va a decirme que las ratas me confundirán con
un saco de castañas y me devorarán, ¿no? Vamos, denme la llave. —
Empezaba a plantearme el uso de cierta violencia—. ¿Cuál es? —añadí al
ver un manojo colgado de un clavo—. ¿Es esta? ¿O esta? Via! Díganme
cuál es.
El anciano agarró las llaves.
—No debe dormir allí —aseveró tajantemente—. No tiene sentido que se
lo ocultemos más. Esa casa no es lugar para que duerma un cristiano. Algo
malo ocurrió allí; alguien fue asesinado. Ese es el motivo por el que nadie
vive en ella. No sirve de nada negarlo, abate. —Y se volvió con desdén
hacia el cura—. En esa casa hay cosas malignas.
—¿Fantasmas? —exclamé mientras reía y trataba de arrebatarle las
llaves.
—No exactamente —contestó—; pero el demonio visita a veces esa casa.
—¡Claro! —exclamé, desesperado—. Eso es justo lo que quiero. Tengo
que pintar un cuadro del diablo luchando con uno de nuestros santos, que le
arrancó la nariz con unas pinzas, y me llena de dicha poder tomar su retrato
del natural.
No entendieron bien lo que les decía; sospecharon que estaba loco y, en
efecto lo estaba.
—Dejad que se salga con la suya —refunfuñó el anciano—; es un joven
obstinado. Dejad que vaya y vea y escuche todo lo que quiera.
—¡Por el amor de Dios, signore! —suplicaron las mujeres.
—No es posible que esté hablando en serio, signor forestiere —protestó
el cura con su mano sobre mi hombro.
—Por supuesto que sí —respondí—; mañana por la mañana les contaré
todo lo que haya visto. Si el diablo no se queda quieto mientras posa
sentado para mí, le arrojaré mi pintura negra.
—¡Pintar al diablo! ¿Está loco? —susurraron las mujeres, horrorizadas.
Yo había conseguido hacerme con las llaves.
—¿Es esta? —pregunté, señalando una llave pesada y muy oxidada, con
un hermoso trabajo de forja.
El anciano asintió.
La saqué del llavero. A pesar de estar aterrorizadas por mi osadía, las
mujeres se regocijaban en secreto ante la perspectiva de escuchar una buena
historia a la mañana siguiente. Una de ellas me entregó un quinqué de
cocina de dos cabos, con matacandelas y pinzas unidas con una cadena a su
alto pie; otra trajo un enorme paraguas de color rosa; el joven sacó un
manto grande con ribetes verdes y una gruesa gualdrapa. Si los hubiera
dejado, me habrían ofrecido un colchón y mantas.
—Así pues, ¿insiste usted en ir? —preguntó el cura—. ¡Piense en el
penetrante frío y la humedad que debe hacer allí!
—Se lo ruego, signore, ¡recapacite! —imploró la joven.
—¿No les he dicho que me han encargado que pinte un retrato del
diablo? —repuse. Y, tras descorrer el pestillo y abrir el paraguas, salí
corriendo de la casa.
—Gesù Maria! —gritaron las mujeres—; ¡ir allí en una noche como esta!
—¡Para dormir en el suelo! —exclamó el cura—. Qué hombre, ¡qué
hombre!
—È matto, è matto! ¡Está loco! —se sumaron todos, y luego cerraron la
puerta.
Atravesé a la carrera la riada que corría por delante de la puerta, abrí la
verja de hierro, caminé apresuradamente en la oscuridad y crucé empapado
la avenida de álamos plañideros. El destello repentino de un rayo, ancho,
rosado y prolongado, me permitió ver la casa, que parecía un inmenso barco
encallado o un gigantesco y sombrío esqueleto que acechara en la
oscuridad.
Subí los escalones de entrada, hice girar la llave en la cerradura y sacudí
la puerta con violencia.

IV

Después de propinar un enérgico empujón a la vieja puerta de madera


podrida, esta se abrió con un crujido y entré en un amplio vestíbulo de techo
alto, el salón de entrada de la antigua y noble villa. Mientras avanzaba con
cautela, oí un sonido cortante parecido a un siseo, y algo suave y
aterciopelado me rozó la mejilla. Retrocedí al tiempo que sostenía en alto el
quinqué: era solo un búho asustado por la luz, que se puso a ulular en tono
sombrío mientras se posaba en su percha. La lluvia seguía cayendo, plomiza
y monótona; el único otro sonido que se oía era el del eco de mis pasos en
la vasta estancia. Miré hasta donde me permitía la luz incierta de mi
quinqué de dos cabos: el reluciente suelo de mármol solo era visible en
algunos lugares; el polvo había formado una gruesa capa sobre él y había
granos amarillos de maíz desparramados por todas partes. En el centro vi
varias sillas rotas; sillas sobrias de respaldo alto, con restos de pan de oro y
brocado, y algunas más pequeñas de madera, con el relleno de andrajosa
paja del asiento a la vista. Sobre una gran mesa de roble descansaban varios
sacos de maíz; en las esquinas había montones de castañas y capullos
verdes y amarillos de gusanos de seda, así como azadas, palas y otras
herramientas para el huerto; el suelo estaba cubierto de raíces y bulbos; en
el lugar entero flotaba un vago olor mohoso a madera y yeso en
descomposición, a tierra, a fruta seca y gusanos de seda. Alcé la vista; la
lluvia entraba con fuerza a través de las ventanas sin cristal y caía a chorro
sobre los vestigios de tracería y frescos; miré más arriba, hacia las vigas
desnudas y podridas. Me quedé ahí parado mientras la lluvia caía intensa y
lúgubre, y el agua salpicaba y resbalaba por el tejado; me quedé ahí parado
en la desolada estancia, en un estado atontado y ausente. Toda aquella
decadencia solemne y silenciosa me impresionaba en lo más hondo, mucho
más de lo que había esperado; toda mi excitación se había esfumado y todos
mis caprichos parecían haberse dado a la fuga.
Casi olvidé por qué había deseado ir allí; de hecho, ¿por qué había ido?
Aquella obsesión demencial parecía ahora completamente inútil e
inexplicable; aquella escena extraña y solemne bastaba por sí misma. No
sabía qué hacer, ni siquiera cómo sentirme; tenía ante mí el objeto de mi
deseo, todo había terminado. Estaba en la casa; no quería arriesgarme a
adentrarme más allá ni me atrevía a pensar en ello; todo aquel cortejo
temerario con lo pintoresco y lo sobrenatural que me había embargado hasta
entonces se había esfumado; me sentía como un intruso, tímido y humilde;
un intruso en la soledad y las ruinas.
Extendí la gualdrapa en el suelo, coloqué la lámpara a mi lado, me
envolví con el manto del campesino, apoyé la cabeza en una silla rota y me
quedé mirando con apatía las vigas vistas, mientras escuchaba el monótono
ruido de la lluvia y del agua que salpicaba del tejado; aparentemente
desprovisto de pensamientos y sensaciones.
No sabría decir cuánto tiempo permanecí así; los minutos parecían horas
en esa vigilia, con la única compañía del chisporroteo y los destellos de la
lámpara en el interior, y el constante chapoteo del exterior; tendido ahí solo,
despierto pero ausente, en el inmenso vestíbulo desvencijado.
Apenas podría decir si fue de golpe o gradualmente, pero el caso es que
empecé a percibir, o a creer que percibía, sonidos tenues y confusos cuyo
origen desconocía. No era capaz de distinguir de qué se trataba; lo único
que sabía era que eran muy distintos del chapoteo y las salpicaduras de la
lluvia. Me incorporé apoyándome en el codo y escuché; me saqué el reloj y
pulsé el repetidor para asegurarme de que estaba despierto: uno, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce trémulos tictacs. Me
senté y escuché con más atención, intentando diferenciar los ruidos del de la
lluvia en el exterior. Los sonidos —cristalinos, agudos pero apagados—
parecieron volverse más nítidos. ¿Acaso se estaban acercando, o es que yo
me estaba despertando? Me puse de pie y escuché, conteniendo el aliento.
Me estremecí, cogí la lámpara y di un paso adelante; esperé un momento y
escuché de nuevo. No cabía duda de que los leves sonidos metálicos
procedían del interior de la casa; eran notas, las notas de un instrumento.
Avancé con cautela. Al fondo del vestíbulo había unos escalones que
llevaban a una extravagante puerta dorada destartalada; titubeé antes de
abrirla, pues sentía un miedo vago y terrible de lo que podía haber tras ella.
La empujé poco a poco con suavidad y me quedé en el umbral, temblando y
sin aliento. No era más que una habitación oscura y vacía, seguida de otra;
reinaba en ellas una humedad fría y olían a cripta. Las crucé lentamente,
asustando a los murciélagos con mi luz; y los sonidos, los acordes agudos y
metálicos, se fueron oyendo cada vez con más claridad; y a medida que eso
sucedía, un vago y paralizante terror fue apoderándose de mí. Llegué al pie
de una amplia escalera de caracol, cuyo final se perdía en la oscuridad, y mi
quinqué alumbró con su luz vacilante los primeros peldaños. Los sonidos,
que ahora me llegaban con bastante claridad, eran las notas ligeras, agudas
y argentinas de un clavecín o una espineta; atravesaban claras y vibrantes el
silencio de aquella casa que parecía una cripta. Gotas de sudor frío me
perlaron la frente; me sujeté a la barandilla de la escalera y me arrastré poco
a poco hacia arriba como una masa inerte. Entonces se oyó un acorde y,
delicada e imperceptiblemente, deslizándose en las modulaciones del
instrumento, llegaron las notas de una voz extraña y exquisita. Era de una
maravillosa cualidad, dulce, densa y aterciopelada, ni cristalina ni
penetrante, pero con un encanto vago y soñoliento que parecía sumir el
alma en una dicha debilitante. Sin embargo, junto a ese encanto, un frío
terrible pareció invadirme el corazón. Subí sigilosamente las escaleras,
escuchando y jadeando. En el amplio rellano había unas puertas de fuelle
doradas, a través de cuyas rendijas se colaba el tenue brillo de una luz,
detrás de la cual se encontraba la fuente de los sonidos. Junto a la puerta,
pero más elevada, había una de esas ventanas ovaladas y ornamentadas que
los franceses llaman œil-de-bœuf, bajo la cual había una mesa rota. Tras
hacer acopio de todo mi valor, me encaramé a la inestable mesa y me puse
de puntillas para llegar a la altura de la ventana y, temblando, eché un
vistazo a través de su cristal oscurecido por el polvo. Vi una gran estancia
de techos altos, cuya mayor parte quedaba oculta en las sombras, de modo
que solo pude distinguir el perfil de los pesados cortinajes que cubrían las
ventanas, de un biombo, y de una o dos sillas ponderosas. En el centro
había un pequeño clavecín taraceado, sobre el que descansaban dos velas
que proyectaban una luminosa reverberación en el reluciente suelo de
mármol y creaban una masa de luz pálida y amarillenta en la habitación
oscura. Al clavecín, vuelta ligeramente de espaldas a mí, había sentada una
figura ataviada con ropa de finales del siglo pasado: una larga chaqueta de
un lila pálido, un chaleco verde pálido, y un cabello levemente empolvado
recogido en un saquito de seda negra; del respaldo del asiento colgaba una
capa de seda de un color ámbar intenso. El hombre cantaba muy
concentrado mientras se acompañaba con el clavecín, dando la espalda a la
ventana en la que me encontraba yo. Me quedé embelesado, incapaz de
moverme, como si se me hubiera congelado toda la sangre y mis
extremidades se hubieran quedado paralizadas, casi insensible salvo porque
veía y oía, lo veía y lo oía, a él solo. La maravillosa voz dulce y
aterciopelada se deslizaba con ligereza y destreza por los complicados
laberintos de la canción; remataba una floritura tras otra, escalaba
imperceptiblemente hasta adquirir una gloriosa y nebulosa magnitud, y
descendía de una nota alta a una baja, apagándose con delicadeza como un
extraño y misterioso suspiro; luego saltaba a una nota alta, nítida y triunfal,
y estallaba en un trémolo rápido y luminoso.
La figura apartó por un instante las manos del teclado y se volvió
ligeramente hacia mí. Nuestras miradas se cruzaron; sus ojos eran los
profundos, suaves y anhelantes ojos del retrato del palacio de Fa Diesis.
En ese momento, una sombra se interpuso entre las velas y yo, y de
inmediato, no sé cómo ni por obra de quién, estas se apagaron y la
habitación se sumió en una completa oscuridad; al mismo tiempo, la
modulación se interrumpió sin terminar; las últimas notas de la pieza se
transformaron en un prolongado grito agudo y trémulo; se oyó el sonido de
un forcejeo y voces ahogadas, el golpe sordo de un cuerpo al caer, un
tremendo estruendo, y otro largo grito vibrante y espantoso. El hechizo se
había roto; di un respingo, bajé de un salto de la mesa y me dirigí
apresuradamente a la puerta cerrada de la habitación; sacudí los paneles
dorados dos y tres veces, en vano; los separé a la fuerza con un tremendo
esfuerzo y entré.
La luz de la luna se derramaba como una amplia sábana blanca a través
de un agujero en el tejado roto y bañaba la desolada habitación con una luz
vaga y verdosa. Estaba vacía. En el suelo había montones de baldosas y
yeso rotos; el agua goteaba por la pared manchada y se acumulaba en el
piso, atravesado por una viga rota caída; y allí, solitario y abandonado en
medio de la estancia, había un clavecín abierto, con la tapa partida y
cubierta de un extremo al otro de polvo incrustado, con las cuerdas
oxidadas y quebradas, y el teclado amarillo lleno de telarañas. La luz blanco
verdosa caía directamente sobre él.
Me embargó un pánico incontrolable; salí con rapidez, cogí el quinqué
que había dejado en el rellano y bajé la escalera a toda prisa, sin atreverme a
mirar a mi espalda ni a derecha o izquierda, como si algo espantoso e
indefinible me persiguiera, mientras aquel grito prolongado y agonizante
me retumbaba en los oídos. Crucé a la carrera las estancias vacías y
reverberantes y abrí de par en par la puerta del enorme vestíbulo —tal vez
allí, al menos, me encontrara a salvo—; entonces, nada más entrar, resbalé,
el quinqué se me cayó y se apagó, y yo caí hacia abajo, cada vez más abajo,
no sabía adónde, y me desmayé.
Cuando recobré el sentido, de manera gradual y vaga, me encontré
tendido en un extremo de la vasta entrada de la villa en ruinas, al pie de
unos escalones, con el quinqué caído a mi lado. Miré a mi alrededor,
aturdido y asombrado; la luz blanca de la mañana entraba a raudales en el
vestíbulo. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Qué me había sucedido? Poco a poco
fui recordando y, a medida que regresaban los recuerdos, regresó también el
miedo y me apresuré a ponerme en pie. Me llevé la mano a la dolorida
cabeza y la retiré manchada con un poco de sangre. Cuando me invadió el
pánico, debía de haberme olvidado de los escalones y haberme caído, y me
había golpeado la cabeza contra la afilada base de la columna. Me limpié la
sangre, recogí el quinqué, el manto y la gualdrapa, que estaban donde los
había dejado, tendidos en el suelo de mármol con polvo incrustado, entre
los sacos de harina y los montones de castañas, y avancé a trompicones por
la estancia, sin saber del todo si estaba despierto o dormido. Al llegar a la
puerta, me paré y me volví a mirar una vez más el gran vestíbulo desnudo,
con sus vigas podridas y sus frescos desvaídos, los montones de basura y
herramientas del huerto, su triste y solemne decadencia. Abrí la puerta, salí
a la larga escalera principal de la casa y contemplé maravillado la bonita y
serena escena. La tormenta se había alejado, dejando tras de sí solo unas
nubles blancas y difusas en el cielo azul; el sol, que ya brillaba con
intensidad, levantaba nubes de vapor de la tierra empapada; las espigas de
trigo dorado estaban aplastadas, las hojas de maíz y de viña centellaban con
gotas de lluvia, y el alto cáñamo verde desprendía su dulce y fresca
fragancia. Ante mí se extendía el jardín maltrecho, con sus setos sin podar,
sus enormes y decoradas vasijas para limones, su despliegue de alfombras
de gusanos de seda, sus hierbas, plantas y flores enmarañadas; más allá se
veía la ondulante llanura verde con sus avenidas de altos álamos que se
alargaban en todas las direcciones, y en cuyo centro se erguían los muros,
tejados y torres morados y grises de la vieja ciudad; las gallinas cacareaban
mientras buscaban lombrices en la blanda tierra húmeda, y el sonido
profundo y nítido de la gran campana de la catedral flotaba sobre los
campos. Al contemplar esta estampa hermosa y fresca, me asaltó, más
vivamente que nunca, el pensamiento de cuán terrible debía ser renunciar
para siempre a todo esto, yacer ciego, sordo e inmóvil descomponiéndose
bajo tierra. La idea me provocó un escalofrío y me alejé de la ruinosa casa;
corrí hasta la carretera; los campesinos estaban allí, ataviados con su ropa
más alegre, de color rojo, azul, canela y verde claro, atareados
amontonando verduras en un carro ligero pintado con guirnaldas de hojas
de vid y las almas en llamas del purgatorio. Un poco más allá, en la puerta
de la granja blanca y porticada, con su reloj de sol y su emparrado de vides,
el jovial y menudo cura ajustaba los arreos de su maravilloso asno, mientras
la chica, subida a una silla, colocaba una ofrenda de bayas y un ramillete de
flores recién recogidas, todavía mojadas, ante el altar de la pequeña
Madonna desvaída. Al verme, todos lanzaron un grito y se acercaron a mí
con entusiasmo.
—Bueno —dijo el cura—, ¿ha visto algún fantasma?
—¿Ha pintado el retrato del diablo? —Se rio la chica.
Yo meneé la cabeza con una sonrisa forzada.
—¡Vaya! —exclamó el muchacho—, el signore se ha hecho una herida
en la frente. ¿Cómo ha podido ser?
—El quinqué se apagó y tropecé con una esquina afilada —me apresuré a
responder.
Se fijaron en que yo parecía pálido y enfermo, y lo atribuyeron a mi
caída. Una de las mujeres corrió a la casa y regresó con una botellita de
cristal en forma de bulbo, llena de un líquido verdoso.
—Frótese un poco en el corte —indicó—; es infalible, cura cualquier
herida. Es aceite bendito de más de cien años de antigüedad, que nos dejó
nuestra abuela.
Meneé la cabeza, pero obedecí y me froté un poco de la sustancia verde
de olor extraño sobre el corte, sin notar ningún efecto especialmente
milagroso.
Todos iban a la feria; cuando terminaron de cargar el carro, se subieron a
sus bancos hasta hacerlo inclinarse hacia delante con su peso; el muchacho
arreó al viejo y peludo caballo y partieron traqueteando, mientras se
despedían de mí agitando sombreros y pañuelos. El cura me ofreció con
gentileza un asiento junto a él en su calesa y yo acepté mecánicamente, y
partimos también detrás del tintineante carro de los campesinos a través de
los caminos embarrados, donde las ramas mojadas se inclinaban sobre
nosotros mientras rozábamos las gotas de los verdes setos. El sacerdote era
muy hablador, aunque a mí me dolía tanto la cabeza y me daba tantas
vueltas, que apenas lo oía. Miré atrás hacia la villa desierta, una enorme
masa oscura entre los relucientes campos verdes de cáñamo y maíz, y me
estremecí.
—No se encuentra bien —señaló el cura—; debe de haber cogido frío en
ese condenado agujero húmedo.
Entramos en la ciudad, abarrotada de carros y campesinos, atravesamos
el mercado, con sus espléndidos y antiguos edificios festoneados con
utensilios de hojalata, cebollas, chismes de colores y demás; y luego me
dejó en mi posada, donde el cartel con los tres peregrinos se balanceaba
sobre la puerta.
—¡Adiós, adiós! A rivederci! ¡Hasta que nos volvamos a ver! —exclamó.
—A rivederci! —contesté sin energía.
Me sentía entumecido y mareado; pagué la cuenta y ordené que me
bajaran el equipaje de inmediato. Deseaba marcharme de M—; el instinto
me decía que estaba a punto de caer gravemente enfermo y mi único
pensamiento era llegar a Venecia mientras pudiera.
En efecto, el día después de mi llegada a Venecia, me subió la fiebre y no
me abandonó durante casi una semana.
—¡Eso te pasa por quedarte en Roma hasta julio! —exclamaron todos
mis amigos, y yo no hice nada por desmentirlo.

***

Winthrop se quedó callado y, durante un instante, permaneció con la cabeza


entre las manos; ninguno de nosotros hizo comentario alguno, pues todos
nos habíamos quedado sin palabras.
—La canción, la que oí esa noche —añadió al cabo de un momento—, y
las palabras con las que comenzaba, las del retrato: Sei Regina, io Pastor
sono, se me quedaron grabadas en la memoria. Aproveché cualquier
oportunidad de descubrir si realmente existía tal aire; pregunté a numerosas
personas y rebusqué en media docena de archivos musicales. Sí que
encontré una canción, más de una incluso, con esas palabras, que por lo
visto han utilizado varios compositores; pero al tocar las piezas al piano
resultaron ser completamente distintas de la que recordaba. La consecuencia
natural fue que, a medida que el impacto de la aventura se fue
desvaneciendo, empecé a dudar de si no había sido tan solo delirio, el
recuerdo de una pesadilla, debido a la excitación y la fiebre, o bien al vago
y morboso anhelo de algo extraño y sobrenatural. Poco a poco fui
aceptando esta explicación y consideré que toda la historia había sido una
alucinación. En cuanto a la canción, como no podía explicarlo, la aparté de
mi mente sin acabar de entenderla y traté de olvidarla. Pero ahora, al
escuchar de pronto ese mismo aire cantado por usted, al recibir la
confirmación de su existencia más allá de mi imaginación, la escena entera
ha regresado a mi mente con toda su viveza, y me siento obligado a creer.
¿Acaso puedo hacer otra cosa? Dígame, ¿es realidad o es ficción? En
cualquier caso —añadió, al tiempo que se levantaba y cogía su sombrero,
tratando de adoptar un tono más liviano—, ¿me permite implorarle que
nunca jamás me deje escuchar de nuevo esa pieza?
—Tenga por seguro que así será —contestó la condesa, dándole un
apretón en la mano—. Ahora me resultaría incluso incómodo; además,
seguro que saldría mal parada con la comparación. ¡Ay, mi querido señor
Winthrop! ¿Sabe? Creo que casi sería capaz de pasar una noche en la Villa
Negri, si así pudiera escuchar una canción de la época de Cimarosa cantada
por un cantante del siglo pasado.
—Sabía que no creerían ni una sola palabra. —Fue la única respuesta de
Winthrop.
LA LEYENDA
DE MADAME KRSINSK

Para contar esta historia es necesario explicar cómo llegué a saber de ella o,
mejor dicho, cómo se cruzó en mi camino para que yo la escribiera.
Cierto día, quedé profundamente impresionado por una monja de la
orden que se hace llamar Hermanitas de los Pobres. Me habían llevado allí
para respaldar la recomendación de una anciana, la antigua portera del
estudio de mi amigo Cecco Bandini, a quien él deseaba encontrar una plaza
en el asilo. Resultó, como era de esperar, que Cecchino era totalmente capaz
de presentar su caso sin mi ayuda, así que lo dejé engatusando a la madre
superiora en la amplia y alegre cocina, y solicité que me mostraran el resto
del establecimiento. La hermana a la que indicaron que me acompañara es
de quien voy a hablar.
La dama en cuestión era alta y delgada; mientras me precedía por la
estrecha escalera y a través de los pabellones encalados, su figura
desprendía una elegancia y un encanto insólitos, y poseía una rapidez de
movimientos tan infantil, que experimenté una leve sorpresa al distinguir el
primer atisbo real de su rostro. Era joven y de una belleza extraordinaria,
con una clase de refinamiento propio de las mujeres estadounidenses, pero
también inexpresivo y de una solemnidad trágica; uno tenía la sensación de
que, debajo de su ajustada toca de lino, su cabello debía de ser blanco como
la nieve. La tragedia, fuera cual fuera, había quedado ahora atrás, y la
expresión de la dama, mientras hablaba con los ancianos que removían la
tierra del huerto, planchaban sábanas en la lavandería o se limitaban a
arrimarse a sus braseros bajo el frío sol del invierno, inspiraba lástima solo
en virtud de su extraña ternura actual, y por ese rastro de espantoso
sufrimiento en el pasado.
Contestaba mis preguntas con gran brevedad, y su actitud taciturna
contrastaba con la habitual locuacidad de las damas de las comunidades
religiosas. No obstante, cuando expresé mi admiración por una institución
que se las ingeniaba para alimentar a montones de ancianos indigentes con
los víveres desechados que conseguían gracias a implorar en residencias
privadas y posadas, ella se volvió, clavó su mirada en mí y dijo, con una
sinceridad que era casi apasionada:
—¡Ah, los ancianos! ¡Los ancianos! Para ellos es mucho mucho peor que
para cualquier otro. ¿Alguna vez se ha parado a pensar en lo que se siente al
ser pobre y viejo, y estar desamparado?
Aquellas palabras, sumadas al extraño tono de voz de la hermana y al
extraño brillo de sus ojos, se me quedaron grabadas en la memoria. Cuál no
sería mi sorpresa, pues, cuando al regresar a la cocina, la observé dar un
respingo y agarrarse al respaldo de una silla en cuanto vio a Cecco Bandini.
Él, por su parte, también se sobresaltó de manera visible, pero solo al cabo
de un momento; era evidente que ella lo había reconocido mucho antes de
que él la identificara a ella. ¿Qué romance podían haber compartido mi
excéntrico pintor y aquella serena pero trágica hermanita de los pobres?
Una semana después, Cecco vino a verme y no me cupo duda de que
deseaba explicarme el misterio, aunque (a juzgar por su actitud
avergonzada) mediante una de esas mentiras sorprendentemente elaboradas
que en ocasiones tratan de pergeñar las personas más honestas. No era el
caso. En efecto, Cecchino había venido para darme una explicación sobre
aquella absurda escenita que había tenido lugar entre él y la hermanita de
los pobres. Sin embargo, no lo hacía para satisfacer mi curiosidad, ni para
despejar mis sospechas, sino para cumplir una misión que era para él
importantísima: contribuir, en sus propias palabras, al éxito de las buenas
obras de una verdadera santa.
Por supuesto, explicó al tiempo que sonreía con su noble sonrisa, bajo sus
cejas negras y su bigote blanco, que no esperaba que yo creyera literalmente
la historia cuya escritura se había comprometido a encargarme. Solo me
pedía, y la dama solo deseaba, que yo escribiera el relato de ella sin añadir
comentario alguno, y que permitiera que fuera el corazón del lector el que
decidiese acerca de su veracidad o su falsedad.
Por este motivo, y con el objetivo de conseguir apelar más al lector
profano que al religioso, he alterado el orden del relato de la hermanita de
los pobres, y he tratado de transformar su leyenda piadosa en una historia
mundana, que reza así:
I

Cecco Bandini acababa de regresar de la Maremma, a cuyos solitarios


pantanos y selvas había huido tras uno de sus ataques de cólera provocados
por la estupidez y crueldad del mundo civilizado. Los muchos meses entre
búfalos y jabalíes, conversando solo con los cerezos silvestres, de los que
decía en tono enigmático: «Son gente buenísima», lo habían hecho volver
con un extraordinario entusiasmo por la civilización y una cómica tendencia
a considerar sus productos, humanos o no, extraordinarios, pintorescos y
evocadores. Se hallaba en ese estado de ánimo cuando alguien llamó
suavemente con los nudillos a su puerta y dos damas aparecieron en el
umbral de su estudio, con el rostro afeitado y el sombrero con escarapela de
un alto lacayo que descollaba por encima de ellas desde atrás. Una de ellas,
nuestro pintor no la había visto nunca; la otra se contaba entre los escasos
conocidos de postín de Cecchino.
—¿Por qué no ha venido todavía a visitarme, bárbaro? —preguntó al
tiempo que entraba con rapidez, dedicándole un brusco apretón de manos y
una brusca sonrisa que iluminó sus ojos; cortés pero audaz y un poco
salvaje. Tras dejarse caer en un diván, señaló con la cabeza primero a su
acompañante y luego a los cuadros que atestaban el lugar, y añadió—: He
traído a mi amiga, madame Krasinska, a ver sus obras. —Y comenzó a
pasar con el extremo de su parasol el contenido de un portafolio abierto.
La baronesa Fosca, pues así se llamaba, era una de las damas más
inteligentes y sagaces de la ciudad, con una inclinación por el arte y las
conversaciones implacablemente francas. Mientras se reclinaba entre sus
pieles en el desvencijado diván de Cecco Bandini, al pintor se le apareció
con el aspecto de una Lucrecia Borgia moderna, la pantera domesticada de
vida elegante.
«¡Qué interesante es la civilización! —pensó mientras observaba todos
sus movimientos con los ojos de la imaginación—. ¡Uno podría pasar años
entre la agreste gente de la Maremma sin conocer jamás una criatura tan
formidable, terrible, pintoresca y poderosa como esta!».
Cecchino estaba tan absorto en contemplar a la baronesa Fosca —que en
realidad no era en absoluto una Lucrecia Borgia, sino tan solo una dama
impaciente aficionada a divertir y que la divirtieran—, que apenas reparó en
la presencia de su acompañante. Sabía que era muy joven, muy bonita y
muy elegante, que le había dedicado la mejor de sus reverencias y que le
había ofrecido su silla menos desvencijada; por lo demás, el pintor se había
limitado a sentarse frente a su Lucrecia Borgia de la vida moderna, que
mientras tanto había encontrado un cigarrillo y exhalaba bocanadas de
humo mientras explicaba que estaba a punto de celebrar un baile de
disfraces, que sería el acontecimiento más crâne, el único entretenido, del
año.
—Ah —exclamó él, animado ante la perspectiva—, permítame que le
diseñe un vestido todo negro, blanco y verde claro; podría ir de solano
furioso, de Atropa belladonna…
—¡Atropa belladonna! Pero ¿cómo, si mi baile es de disfraces
divertidos…?
Antes de que la baronesa terminara de contestar en tono despectivo, la
atención de Cecchino se vio atraída de pronto hacia el otro extremo del
estudio por una exclamación de su otra visitante.
—¡Hábleme de ella! ¿Cómo se llama? ¿Está loca de verdad? —preguntó
la joven dama a la que le habían presentado como madame Krasinska, y que
sujetaba en una mano el portafolio abierto y, en la otra, un dibujo a color
que había sacado de él.
—¿Qué es eso? ¡Ah, solo es Sora Lena! —exclamó madame Fosca, y
volvió a centrarse en contemplar los anillos de humo que estaba haciendo.
—Hábleme de ella. ¿Sora Lena, ha dicho? —preguntó con entusiasmo la
dama más joven.
Hablaba en francés con un leve y encantador acento estadounidense, a
pesar de su nombre polaco. Era adorable, se dijo Cecchino, la
personificación radiante de la animación y la elegancia juveniles, allí parada
con sus largas pieles plateadas mientras sostenía el dibujo con sus pequeñas
manos enfundadas en unos ceñidos guantes y derramaba a su alrededor su
vaga y exquisita fragancia; no, no se trataba de un mero perfume, eso habría
sido demasiado burdo, sino de algo más personal que se parecía a uno.
—La he visto muchas veces —continuó, con esa voz cristalina y juvenil
suya—; está loca, ¿verdad? Y ¿cómo ha dicho que se llamaba? Por favor,
recuérdemelo.
Cecchino estaba encantado.
«Cuán cierto es —reflexionó— que solo el refinamiento, la alta cuna y el
lujo pueden dar a las personas cierto tipo de sensibilidad y una rápida
intuición. Ninguna mujer de otra clase habría escogido precisamente ese
dibujo o se habría interesado por él sin que se le escapara una estúpida
risa».
—¿Quiere conocer la historia de la pobre Sora Lena? —preguntó al
tiempo que cogía el dibujo de la mano de madame Krasinska, y contempló
por encima de él el rostro encantador e impaciente de la joven.
El dibujo podría haber pasado por una caricatura, pero cualquiera que
hubiera estado ni que fuera una semana en Florencia desde hacía seis o siete
años se habría percatado al instante de que se trataba de un retrato fiel. Pues
Sora Lena —para ser más correcto, la signora Maddalena— había sido
durante años y años una de las visiones más habituales de la ciudad. Hiciera
el tiempo que hiciera, era posible ver a aquella corpulenta anciana, con su
rostro enrojecido de expresión distraída que todo lo miraba, caminando
penosamente por las calles o de pie delante de las tiendas, ataviada con su
extraordinario vestido de treinta años atrás, su enorme miriñaque, sobre el
que caían lacias una falda de seda y unas enaguas deshilachadas, su
inmenso tocado con el borde rígido y la parte de atrás plana, su chal, sus
botines y su gran manguito o su parasol; uno de sus varios atuendos, todos
iguales, de aquella época lejana, todos igual de harapientos e
indescriptiblemente sucios. Hiciera el tiempo que hiciera, era posible verla
vagar de un lado a otro, impasible, indiferente a las miradas y las burlas, de
las que en comparación había menos en la época, hasta tal punto se había
acostumbrado a ella la Florencia burlona y fisgona. Hiciera el tiempo que
hiciera, pero sobre todo cuando era malo, como si la miseria del barro y la
lluvia sintiera afinidad por aquel pedazo de miseria humana triste,
maltrecho, sucio y magullado, aquel lamentable harapo de sordidez sin
luces.
—¿Quiere saber más de Sora Lena? —repitió Cecco Bandini, meditativo.
Ambas mujeres, la del dibujo y la que tenía frente a sí, contrastaban de una
manera extrañísima. Y le parecía que había algo conmovedor y antojadizo
en el interés que una había despertado en la otra—. ¿Cuánto hace que se
pasea por aquí? Pues desde mis primeros recuerdos de las calles de
Florencia, y eso —añadió Cecchino con pesar— es mucho más tiempo del
que llevo la cuenta. Tengo la sensación de que siempre ha estado ahí, como
los olivos y los adoquines; al fin y al cabo, la torre de Giotto no estaba ahí
antes de Giotto, mientras que la pobre Sora Lena… Aunque, en todo caso,
hasta ella tiene un límite. Corre una leyenda sobre ella; se dice que en otra
época era una mujer cuerda y tenía dos hijos, que se alistaron como
voluntarios en el 59 y cayeron en Solferino, y desde entonces, sale a la calle
todos los días, ya sea invierno o verano, con sus mejores galas, para recibir
a los jóvenes en la estación. Es posible. En mi opinión, no importa mucho si
la historia es cierta o falsa: es apropiada.
A continuación, Cecco Bandini se puso a quitar el polvo de varios lienzos
que habían llamado la atención de la baronesa Fosca. Mientras ayudaba a la
mujer a ponerse las pieles, ella le dedicó una de sus descaradas sonrisitas y
señaló con la cabeza a su acompañante.
—Madame Krasinska —dijo entre risas— siente un gran deseo de poseer
uno de sus dibujos, pero es demasiado educada para preguntarle por el
precio. Eso es lo que nos sucede por no saber cómo ganarnos nuestro propio
dinero, ¿verdad, signor Cecchino?
Madame Krasinska se sonrojó y eso le dio una apariencia más juvenil,
delicada y cautivadora.
—No sabía si accedería a desprenderse de uno de sus dibujos —dijo con
su voz cristalina e infantil—. Es… este el que tanto me gustaría tener…
comprar.
La vergüenza que la palabra comprar produjo en su exquisito
comportamiento hizo sonreír a Cecchino. Pobre, cautivadora, joven criatura,
pensó; cree que lo único que puede vender la gente que conoce es a sí
misma, y eso se llama casarse.
—Debe explicarle a su amiga —le indicó a la baronesa Fosca mientras
buscaba en un cajón un pedazo de papel limpio— que una porquería como
esta ni se compra ni se vende; ni siquiera es posible para un pobre diablo de
pintor ofrecérsela como regalo a una dama; sin embargo —y le tendió el
pequeño rollo a madame Krasinska, al tiempo que ejecutaba la mejor de sus
reverencias—, sí que es posible que una dama le haga la gracia de
aceptarlo.
—Muchas gracias —contestó madame Krasinska, deslizando el dibujo en
su manguito—, es muy amable por su parte regalarme un dibujo tan… tan
interesante. —Y le apretó los grandes dedos bronceados con su pequeña
mano enfundada en un guante gris.
—¡Pobre Sora Lena! —exclamó Cecchino, cuando lo único que quedó de
la visita fue un leve perfume a exquisitez; y pensó en la espantosa y vieja
loca que arrastraba su vestido mugriento, descansando, enrollada en un
dibujo a modo de efigie, en la deliciosa suavidad de aquel delicado
manguito gris.
II

Dos semanas después se celebró el gran baile de disfraces de madame


Fosca, a cuyos invitados se pidió que acudieran con lo que se describía
como un disfraz divertido. Algunos, sin embargo, solicitaron permiso para
asistir con su atuendo habitual, y entre ellos se encontraba Cecchino
Bandini, que además estaba convencido de que su chaqué pasado de moda,
que tan solo se ponía para las bodas, constituía de por sí un traje lo bastante
cómico.
Esta cuestión no interfirió en absoluto en su diversión. Había incluso, en
su mente caprichosa, cierto encanto en hallarse en medio de una multitud
entre la que no conocía a nadie; pasar desapercibido, o confundido quizá
con los camareros, mientras esperaba en la escalera y paseaba luego por las
grandes estancias del palacio. Era casi tan útil como llevar una capa de
invisibilidad: uno podía ver muchas cosas porque nadie lo veía a él; de
hecho, por momentos, uno estaba dotado (o al menos esa fue la impresión
de su caprichosa imaginación) de una facultad como la de entender el canto
de los pájaros; y mientras miraba y escuchaba, se enteró de innumerables y
encantadores romances, que se ocultaban a personas más notables pero
menos privilegiadas.
Poco a poco, las amplias estancias blancas y doradas empezaron a
llenarse. Las damas, que antes se habían desplazado en hermosa soledad
desplegando sus faldas con tanta elegancia como la cola de un pavo real, no
tardaron en resultar visibles tan solo de cintura para arriba; y lo único que
destacaba de las palmeras y los helechos arbóreos eran las ramas que se
recortaban contra las relucientes paredes. En lugar de pasearse por los
abigarrados brocados, las sedas tornasoladas y los asombrosos adornos de
plumas y flores, la mirada de Cecchino se vio obligada a elevarse debido a
la creciente multitud; lo que le deslumbraba ahora era la centelleante
constelación de diamantes en cuellos y cabezas, y el desacostumbrado
esplendor de hombros y brazos blancos. Y, a medida que se llenaba la
estancia, la capa de invisibilidad también se ceñía más alrededor de nuestro
amigo Cecchino, y la extraordinaria facultad de percibir románticos y
deliciosos secretos en el corazón de los demás se fue incrementando. Le
parecían niños exquisitos, esas criaturas que hacían frufrú con sus
fantásticos vestidos, pastores y pastoras de rostros empolvados con
diamantes que arrojaban fuego entre sus costillas y sus moños; japoneses y
chinos adornados con ramos de flores; seres medievales y de la Antigüedad,
y seres ocultos bajo el plumaje de pájaros o pétalos de flores; niños, pero
niños que de alguna manera habían madurado, transfigurados por el
contacto con el lujo y la buena educación, niños llenos de gentileza y
amabilidad. Había, por supuesto, varios disfraces que podrían haber estado
mejor diseñados o ejecutados, o que habría sido mejor incluso ignorar por
completo. Al cabo de un rato, uno se aburría de ver a personas vestidas de
marionetas, botellas de champán, barras de lacre o globos atrapados; sin
duda se habría podido prescindir de un joven ataviado como una bailarina
clásica, y de otro que se presentó disfrazado de nodriza, con el obligato
bebé. Además, Cecchino no pudo evitar un leve gesto de dolor al ver a la
hija de la anfitriona vestida y maquillada para encarnar a su propia abuela,
una dama anciana y respetable cuyo retrato colgaba en el comedor, y cuyos
anteojos él mismo había recogido a menudo durante su infancia. Pero
aquellos eran meros detalles sin importancia y, en conjunto, la visión era
hermosa, fantástica. Así que Cecchino se desplazó de un lado a otro,
invisible en su raído traje negro, y se dejó llevar por la corriente de la
refinada y multicolor concurrencia; placenteramente cegado por las
innumerables luces, el destello de las lámparas de araña y las llamas que
despedían las joyas; sutilmente ensordecido por el murmullo confuso de
incontables voces, crujientes telas y susurrantes abanicos, de música de
baile distante; aspiró la vaga fragancia que parecía menos la decocción de
un ingenioso perfumista, y más la exquisita y expresiva emanación de
aquella refinida floración de personalidades. Sin duda, se dijo, no hay placer
más delicioso que ver a la gente divertirse con refinamiento; hay una magia
transformadora, casi un poder moralizante, en la riqueza, la elegancia y la
buena cuna.
Estaba haciéndose esa reflexión, y contemplando entre dos bailes una
minúscula pelusa de plumón que flotaba en la cálida corriente de aire que
atravesaba el espacio vacío de una forma parecida a la vorágine del salón de
baile, cuando desde la entrada del salón llegó un elevado murmullo de
voces. Los disfraces multicolores aletearon como mariposas hacia un punto
concreto, y hubo una acumulación de colores brillantes y joyas relucientes.
Un gran número de delicados, emplumados y jóvenes cuellos se alargaron y
las cabezas se volvieron; la gente se puso de puntillas y de inmediato la
multitud se hizo a un lado. Se abrió un pequeño pasillo, por el que avanzó
hasta el centro de la sala blanca y dorada una figura espantosa que se movía
con pesadez, con un rostro enrojecido y ausente bajo un inmenso tocado de
raso deslucido, y que arrastraba una falda de seda de un lila desvaído sobre
un enorme miriñaque torcido. Los pies se deslizaban enfundados en botines
rotos; el roñoso manguito de piel de conejo oscilaba al ritmo de los
vacilantes pasos; y entonces, bajo la gran lámpara de araña, la criatura se
detuvo de pronto y miró pausadamente a su alrededor, con los ojos abiertos
de par en par y una mirada vidriosa de demente.
Era Sora Lena.
En ese momento, todo el salón estalló en aplausos, como en una tormenta
perfecta.

III

Cecchino Bandini no aminoró el paso hasta encontrarse, con su fino abrigo


y su clac empapados, entre los reflejos del gas y los charcos de delante de la
puerta de su estudio; aquel estruendoso aplauso y la oleada de palmadas lo
habían perseguido mientras bajaba por la escalera del palacio y a través de
las calles lluviosas. Quedaban algunas brasas en su estufa; le arrojó un
tronco, se encendió un cigarrillo y procedió a reflexionar con el clac mojado
todavía en la cabeza. Había sido un idiota, un bruto. Se había comportado
como un niño al pasar corriendo junto a su anfitriona y responder de manera
ridícula a sus preguntas: «Me voy pitando porque la mala suerte acaba de
entrar en su casa».
¿Cómo no lo había deducido de inmediato? ¿Por qué otro motivo iba a
querer ella aquel retrato?
Decidió olvidarse del asunto y, tal como imaginaba, lo olvidó. Pero
cuando, al día siguiente, descubrió en el periódico vespertino dos columnas
dedicadas a describir el baile de madame Fosca, y más en concreto «esa
máscara —en palabras del periodista— que, entre tantas otras de suma
gracia e ingenio, triunfó llevándose la palma a la novedad más ingeniosa»,
arrojó el periódico al suelo y le dio una patada en dirección a la caja de la
leña. Sin embargo, no tardó en avergonzarse de sí mismo, así que lo
recogió, lo alisó y se lo leyó entero y a conciencia: noticias nacionales e
internacionales, e incluso la descripción del baile de máscaras de madame
Fosca. Lo último que leyó, con detenimiento y terca determinación, fue la
columna de sucesos: un niño al que un perro que no tenía la rabia había
mordido en la pantorrilla; el atraco frustrado a una panadería; incluso los
manojos de llaves, el paraguas y dos cajas de puros encontrados por la
policía, y confinados en el consiguiente limbo municipal; hasta que llegó a
las siguientes frases: «Esta mañana, los Guardianes de la Seguridad Pública,
tras ser llamados por los habitantes del vecindario, entraron en una
habitación en el piso superior de una casa ubicada en el callejón del
Enterrador (Viccolo del Beccamorto) y encontraron el cadáver de
Maddalena X. Y. Z., colgado de una viga. La fallecida era conocida desde
hace tiempo en Florencia por la excentricidad de sus costumbres y de su
atuendo». El párrafo estaba encabezado por un titular con letras más
grandes: «Suicidio de una loca».
Aunque el cigarrillo de Cecchino se había consumido, él seguía dándole
caladas. Con los ojos de la imaginación veía una figura alta y delgada,
ataviada con terciopelo plateado y pieles plateadas, de pie junto a un
portafolio abierto al tiempo que sostenía un dibujo con su pequeña mano,
con un fino y solitario brazalete de oro sobre su guante gris.

IV

Madame Krasinska estaba de muy mal humor. La anciana canonesa, tía de


su marido fallecido, lo notó; sus invitados lo notaron, su doncella lo notó e
incluso ella lo notó. Pues madame Krasinska —Netta, como la llamaban
cariñosamente sus distinguidos allegados— era, de entre todos los seres
humanos, la persona menos propensa al malhumor. Su alegría era tan
constante como la que se supone a los pájaros, y sin duda no tenía ninguno
de los motivos para estar inquieta o triste que hasta el más proverbial de los
pájaros debe de tener de vez en cuando. Siempre había disfrutado de dinero,
salud y belleza, y la gente siempre le había dicho —en Nueva York, en
Londres, en París, Roma y San Petersburgo—, desde su más tierna infancia,
que su único objetivo en la vida era divertirse. El viejo caballero al que
había aceptado sencilla y alegremente como marido, porque le había
regalado grandes cantidades de bombones y le iba a regalar grandes
cantidades de diamantes, se había portado bien con ella, sobre todo al morir
de una repentina bronquitis mientras pasaba un mes de viaje, dejando a su
joven viuda con un recuerdo afectuoso aunque indiferente de él, ningún
remordimiento de ninguna clase y una gran cantidad de dinero, por no
hablar de la excelente canonesa, que constituía una acompañante
inestimable. Y, desde su feliz fallecimiento, nada había turbado la alegría de
la vida y las emociones de madame Krasinska. Sabía que otras mujeres
tenían una retahíla de motivos para la desdicha o, si no tenían ninguno, eran
desdichadas porque los deseaban. Algunas tenían hijos que las hacían
infelices, otras eran infelices por la falta de hijos, igual que de amantes;
pero ella nunca había tenido ni hijos ni amantes, y nunca había
experimentado el menor deseo de tenerlos. Otras mujeres sufrían de
insomnio, o de exceso de sueño, y tomaban morfina o se abstenían de ella
con similares molestias; y también había algunas que se cansaban de la
diversión. Pero madame Krasinska siempre dormía como una niña y
siempre tenía un ánimo alegre cuando estaba despierta; y nunca se cansaba
de divertirse. Tal vez fuera todo esto lo que culminara en el hecho de que
madame Krasinska jamás en toda su vida hubiera envidiado ni hubiera
sentido antipatía por nadie y que, en apariencia, nadie la hubiera envidiado
ni hubiera sentido antipatía por ella. No deseaba hacer sombra o suplantar a
nadie; no quería ser más rica, más joven, más hermosa o más adorada que
nadie. Lo único que quería era divertirse, y lo conseguía con éxito.
Ese día en particular —el día posterior al baile de madame Fosca—,
madame Krasinska no se estada divirtiendo. No estaba en absoluto cansada,
nunca lo estaba; además, se había quedado en la cama hasta mediodía;
tampoco se encontraba mal, pues era algo que tampoco le pasaba nunca, y
nadie había hecho nada que pudiera irritarla. Y sin embargo esa era la
realidad. No se estaba divirtiendo en absoluto. No era capaz de decir por
qué, y tampoco por qué se sentía también vagamente desdichada. Después
de que el primer grupo de visitantes vespertinos se marchara, y de que a los
siguientes se los despidiera en la puerta, arrojó al suelo su volumen de Gyp
y se acercó a la ventana. Estaba lloviendo; una llovizna primaveral fina y
constante. Tan solo unos cuantos carruajes de alquiler, con las capotas
mojadas y relucientes, y algún que otro ómnibus y carro pasaban por la
calle tirados por jadeantes, agotados y cabizbajos caballos. En un par de
tiendas se había encendido una luz, que resultaba minúscula, borrosa y
absurda en la tarde gris. Madame Krasinska se quedó mirando varios
minutos y luego, tras darse súbitamente la vuelta, se abrió paso entre las
grandes hojas de palmera y las azaleas, y llamó al timbre.
—Que me preparen la berlina de inmediato —ordenó.
Bajo ningún concepto habría sido capaz de encontrar un motivo
coherente que la impulsara a salir a la calle. Cuando el lacayo quiso saber
cuáles eran sus órdenes, se sintió perdida: sin duda no quería ir a ver a
nadie, ni comprar nada ni enterarse de nada.
¿Qué era lo que quería? Madame Krasinska no tenía por costumbre salir
con la berlina bajo la lluvia por placer; y mucho menos salir sin saber
adónde. ¿Qué era lo que quería? Permaneció sentada envuelta en sus
mullidas pieles y contempló las calles mojadas y grises mientras la berlina
traqueteaba sin rumbo. Quería… Quería… No sabía decirlo. Pero lo quería
con todas sus fuerzas, eso sí lo sabía: quería algo. La lluvia, las calles
mojadas, los cruces embarrados… ¡Ah, qué lúgubres le resultaban! Y aun
así, deseaba seguir adelante.
Dejándose guiar por su instinto, su agradable cochero tomó las calles más
agradables hasta llegar al agradable Lung’Arno. El embarcadero del río
estaba desierto, y un viento cálido y húmedo soplaba perezosamente sobre
sus adoquines embarrados. Madame Krasinska bajó el cristal. ¡Qué
deprimente! Desde la alta chimenea de la fundición de la otra orilla, se
elevaban chispas rojas que se perdían en el cielo gris; se oía el murmullo del
agua tras el dique; un farolero pasó apresuradamente.
Madame Krasinska tiró del cordel para avisar al cochero.
—Quiero caminar —lo informó.
El educado lacayo la siguió a través de los sucios adoquines, llenos de
barro y charcos; y la berlina los siguió a los dos. Madame Krasinska no
tenía en absoluto la costumbre de caminar por el muelle, y menos aún de
caminar bajo la lluvia.
Al cabo de unos minutos volvió a meterse en la berlina y le indicó al
cochero que fuera a casa. Cuando se adentraron en las calles iluminadas,
tiró de nuevo del cordel y le ordenó que avanzara al paso. Al pasar por
cierto punto recordó algo y le pidió al cochero que se parara delante de una
tienda. Era la gran botica.
—¿Qué desea la signora condesa? —preguntó el lacayo al tiempo que se
levantaba el sombrero por encima de la oreja.
Por alguna razón, ella lo había olvidado.
—Ay —contestó—, espere un momento. Ahora lo recuerdo; es la
siguiente tienda, la floristería. Dígales que mañana envíen azaleas frescas y
se lleven las viejas.
A pesar de que las azaleas se habían cambiado esa misma mañana, el
educado lacayo obedeció. Y madame Krasinska permaneció acurrucada
durante un minuto bajo su manta de pieles, mirando hacia el pavimento
mojado, bañado por el reflejo amarillo de la luz, y al escaparate de la botica.
Allí estaban los protectores de pecho rojos en forma de corazón, los guantes
de fricción, las toallas de baño, todas colgadas en su sitio. Y también las
cajas de agua de colonia, muchas botellas de todos los tamaños, así como
cajas grandes y pequeñas, artículos de naturaleza y uso indescriptibles, y los
grandes frascos de cristal amarillo, azul, verde y rojo rubí, con un destello
en el centro originado por la luz de la lámpara de gas que había detrás. Lo
observó todo con gran atención, sin saber qué eran todos aquellos objetos.
Lo único que sabía era que los frascos de cristal tenían un brillo insólito y
que cada uno tenía un rubí, un topacio o una esmeralda gigantes en su
centro. El lacayo regresó.
—A casa —ordenó madame Krasinska.
Mientras su doncella la ayudaba a quitarse el vestido, le vino a la cabeza
un pensamiento —el primero desde hacía mucho rato— al ver una falda, así
como una tosca máscara de cartón, en el suelo de una esquina de su
vestidor. Qué raro que esa tarde no hubiera visto a Sora Lena; a esas horas,
siempre solía caminar por las calles iluminadas.

A la mañana siguiente, madame Krasinska se despertó bastante animada y


contenta. No obstante, no tardó en notar, como le sucedía desde el día
posterior al baile Fosca, cómo la embargaba aquella depresión inexplicable
y sin precedentes. Sus días estaban salpicados, por así decirlo, de momentos
en los que le resultaba imposible divertirse; y poco a poco, estos momentos
se convirtieron en horas. La gente la aburría sin motivo aparente, y cosas
que siempre le habían producido placer acarreaban consigo una sensación
vaga o más nítida de desdicha. Así, en medio de un baile o una cena, se veía
invadida de pronto por una desconcertante tristeza o el presagio de algo
malo, no sabía cuál de las dos cosas. Y en una ocasión, tras recibir una caja
llena de ropa nueva desde París, se vio asolada, mientras se probaba uno de
los vestidos, por un ataque de llanto que la obligó a meterse en la cama en
lugar de ir a la fiesta de los Tornabuoni.
Por supuesto, la gente comenzó a fijarse en su cambio; de hecho, la
propia madame Krasinska se había lamentado con candidez de la extraña
alteración que experimentaba. Varias personas sugirieron que tal vez
padeciera septicemia y la instaron a preguntar por el estado de las cañerías.
Otros le recomendaron arsénico, morfina o antipirina. Una bondadosa
amiga le trajo una caja de cigarrillos peculiares; otra le envió un paquete de
novelas todavía más peculiares; la mayoría de la gente tenía un médico al
que ponía por los cielos y uno o dos le sugirieron que cambiara de confesor,
por no hablar del intento de hipnotizarla para que recuperara la alegría.
Al mismo tiempo, en cuanto ella les daba la espalda, todas esas
bondadosas amistades discutían la posibilidad de que hubiera sufrido un
desengaño amoroso, hubiese perdido dinero en la bolsa u otras
explicaciones similares. Y mientras una dama abnegada trataba de
sonsacarle el nombre de su amante infiel y de la rival a cuyas manos lo
había perdido, otra le aseguraba que sufría por falta de afecto. Era una
ocasión excelente para el despliegue de beatería, materialismo, idealismo,
realismo, saber psicológico popular y teosofía esotérica.
Extrañamente, todo aquel celo alrededor de su persona no molestaba a
madame Krasinska, como creía que sin duda habría molestado a otras
mujeres. Tomaba un poco de cada uno de los tónicos o los medicamentos
para dormir; y leía un poco de cada una de esas novelas empalagosas y
sentimentales, brutales o amablemente inapropiadas. También dejó que la
acompañaran a visitar a varios doctores, se levantaba temprano por la
mañana y permanecía de pie sobre una silla durante una hora, en medio del
gentío, para beneficiarse de los sermones del famoso padre Agostino.
Mostraba paciencia incluso con los amigos que la consolaban por su amante
o por su falta de uno. Y es que madame Krasinska se fue volviendo cada
vez más indiferente a todas estas cosas, irrealidades que no tenían peso
alguno ante la dolorosa realidad.
Dicha realidad consistía en que estaba perdiendo a pasos agigantados su
capacidad de divertirse y, cuando de vez en cuando lo conseguía, tenía que
pagar lo que ella denominaba ese «buen rato» con una exacerbación de su
languidez y melancolía.
No era la misma languidez o melancolía de la que se lamentaban otras
mujeres. Estas tenían la sensación, cuando las asaltaba uno de sus ataques
de tristeza, de que el mundo que las rodeaba se equivocaba en todo o,
cuando menos, se desvivía por amagarles la existencia. Madame Krasinska,
en cambio, veía con bastante claridad que el mundo seguía adelante como
siempre y que era tan bueno como antes. Era ella la que estaba mal. En un
sentido literal de las palabras, suponía que era a lo que se refería la gente
cuando decía que tal o cual persona «no era ella misma», aunque tal o cual
persona, si se analizaba a fondo, sí parecía ser ella misma, solo que de peor
humor que el habitual. Mientras que ella… Bueno, en su caso, era cierto
que ya no parecía ser ella misma. En una ocasión, en una cena de gala, dejó
de pronto de comer y hablar con el comensal sentado a su lado, y se
descubrió pensando quién era toda aquella gente y a qué habían venido. De
vez en cuando, se le quedaba la mente en blanco; un vacío lleno de
imágenes vagas, difusas e imprecisas, que era incapaz de identificar pero
sabía que eran dolorosas, y que le pesaban como una ponderosa carga debe
pesar sobre la cabeza o la espalda. Algo había ocurrido, o estaba a punto de
ocurrir, no podía asegurarlo, pero de todos modos rompía a llorar. Si,
cuando se encontraba en uno de esos estados de ánimo, un visitante o un
criado entraba en la estancia, en ocasiones les preguntaba quiénes eran. Una
vez, un hombre fue a verla durante uno de esos ataques; con gran esfuerzo,
ella fue capaz de recibirlo y contestar a su charla intrascendente más o
menos al azar, aunque en todo momento tuvo la sensación de que otra
persona hablaba en su lugar. Al final, el visitante se puso en pie para
marcharse y ambos se quedaron un momento parados en el centro de la sala.
—Esta casa es muy hermosa; debe de pertenecer a alguien muy rico.
¿Sabe quién es el dueño? —comentó de improviso madame Krasinska al
tiempo que recorría pausadamente con la mirada los muebles, los cuadros,
las estatuillas, los adornos, los biombos y las plantas—. ¿Sabe quién es el
dueño? —repitió.
—La dueña es la dama más encantadora de Florencia —balbuceó el
visitante en tono cortés, antes de huir.
—Querida Netta —exclamó la canonesa desde su asiento junto al fuego,
donde tejía con benevolencia prendas inservibles—, no deberías bromear de
esa manera. Tus disparates han puesto al pobre joven en una situación
dolorosa, muy dolorosa.
Madame Krasinska apoyó los brazos en un biombo y se quedó mirando a
su respetable pariente.
—Tú tienes aspecto de buena mujer —dijo al cabo—. Eres vieja, pero no
pobre, y a ti no te llaman loca. Eso lo cambia todo.
Entonces se puso a cantar —al tiempo que tamborileaba el ritmo de la
melodía sobre el biombo— la canción del soldado del año 59, Addio, mia
bella, addio.
—¡Netta! —exclamó la canonesa, dejando caer un ovillo de estambre tras
otro—. ¡Netta!
Pero madame Krasinska se limitó a pasarse la mano por la frente y dejó
escapar un profundo suspiro. Luego cogió un cigarrillo de una bandeja de
esmalte alveolado, introdujo una pajuela en el fuego y preguntó:
—¿Quieres coger la berlina para ir a ver a tu amiga en el Sagrado
Corazón, tía Thérèse? Yo he prometido esperar a Molly Wolkonsky y Bice
Forteguerra. Vamos a cenar en Doney’s con el joven Pomfret.

VI

Madame Krasinska había repetido sus salidas vespertinas en berlina bajo la


lluvia. De hecho, también empezó a caminar sin importarle el tiempo que
hiciera. Su doncella le preguntó si el médico le había prescrito que hiciera
ejercicio y ella le contestó que sí. Sin embargo, la doncella no le preguntaba
por qué no paseaba por el parque de Cascine o el Lung’Arno, ni por qué
escogía siempre las calles más embarradas. Lo cierto es que madame
Krasinska jamás mostraba repulsión o un decoroso arrepentimiento por el
estado astroso en que regresaba a casa; a veces, cuando la mujer le
desabrochaba las botas, se quedaba contemplando el barro que las cubría y
murmuraba cosas que Jefferies era incapaz de entender. Los criados, en
efecto, comentaban que la condesa debía de haber perdido la cabeza. El
lacayo contaba que su señora hacía parar la berlina para bajarse y mirar los
escaparates iluminados, mientras él se veía obligado a seguirla para evitar
que los jóvenes donjuanes de baja estofa le susurraran zalamerías al oído. Y
en una ocasión, declaró horrorizado, se había detenido delante de un mesón
barato y se había quedado mirando los manojos de espárragos y las chuletas
crudas expuestas en el escaparate. Y luego, añadió el lacayo, se había dado
la vuelta lentamente hacia él y le había dicho:
—Parece que aquí tienen buena comida.
Mientras tanto, madame Krasinska asistía a cenas y fiestas, y las
celebraba, y también organizaba pícnics, tantos como la decencia permitía
el Miércoles de Ceniza e incluso más.
Ya no se lamentaba de su tristeza; aseguraba a todo el mundo que se
había librado por completo de ella y que jamás en su vida se había sentido
más animada. Lo decía tan a menudo, y con tanto entusiasmo, que los más
juiciosos declararon que sin duda ahora su amante sí que la había plantado,
o que sus inversiones en la bolsa la habían dejado al borde de la ruina.
Más aún, el estado de ánimo de madame Krasinska se desmandó de tal
manera que acabó por cambiarla de formas diversas. A pesar de formar
parte de un grupo social que llevaba una vida disipada, madame Krasinska
nunca había sido una mujer disoluta. Había en su naturaleza algo infantil
que la hacía modesta y decorosa. Nunca había aprendido a hablar en jerga,
adoptar actitudes vulgares ni contar historias imposibles; y nunca había
perdido la absurda costumbre de ruborizarse ante expresiones y anécdotas
que no reprobaba que otras mujeres utilizaran o relataran. Sus distracciones
jamás habían estado sazonadas con ese toque de impudicia, de curiosidad
por el mal, que era habitual entre su grupo de amistades. Le gustaba
ataviarse con bonitos vestidos, decorar la casa con bonitos muebles, viajar
en carruajes elegantes, disfrutar de buenas cenas, reír mucho y bailar
mucho; eso era todo.
Pero ahora, madame Krasinska había cambiado de improviso. De pronto,
empezó a anhelar aquellas sensaciones exóticas que las mujeres decorosas
podían experimentar estudiando los comportamientos, y frecuentando las
guaridas, de mujeres que no eran en absoluto decorosas. Congregaba grupos
para ir a los teatros y espectáculos de variedades de poca alcurnia; proponía
a otros espíritus aventureros que se disfrazaran y fueran a pasear de noche
por las zonas de más dudosa reputación de la ciudad. Es más, ella, que
jamás había tocado una baraja de cartas, empezó a apostar grandes sumas y
a sorprender a la gente al sacarse del bolsillo un paño verde doblado y una
ruleta en miniatura. Sus coqueteos se volvieron tan agresivos y descarados
(ella, que jamás había coqueteado), y sus actitudes y comentarios se
volvieron tan escandalosos y extravagantes, que sus buenos amigos
empezaron a atreverse a hacerle algún que otro reproche…
Pero cualquier reproche era en vano, y la condesa se limitaba a echar la
cabeza hacia atrás y reír con cinismo, para después contestar en tono
desvergonzado y chillón.
Y es que madame Krasinska tenía la sensación de que debía vivir, vivir
escandalosamente, vivir licenciosamente, vivir su propia vida de riqueza y
desenfreno, porque…
Se despertaba en plena noche atenazada por el horror de esa sospecha. Y
durante el día se tiraba de la ropa, se deshacía el peinado y corría al espejo
para contemplarse y buscar cualquier rasgo, aferrarse a cualquier hebra de
seda, pedazo de encaje o mechón de pelo que demostrara que era de verdad
ella misma. Porque poco a poco, paulatinamente, había acabado por
entender que ya no lo era.
Ella misma… Bueno, sí, por supuesto que era ella misma. ¿Acaso no era
ella la que corría de aquí para allá en un torbellino de diversión?; y ¿no eran
sus mejillas sonrosadas y sus ojos brillantes, y su cuello y su escote
cínicamente ostentosos los que veía en el espejo?; ¿no era su propia voz
burlona y chillona y su risa estridente las que escuchaba? Además, ¿acaso
no la conocían sus criados y visitantes como Netta Krasinska, y no era ella
la que sabía cómo vestirse, bailar, gastar bromas y dar esperanzas a los
hombres, para luego rechazarlos? Esto, se decía a sí misma a menudo,
mientras permanecía despierta durante largas noches, o salía en noches aún
más largas a apostar y bromear, confirmaba sin lugar a dudas que era de
verdad ella misma. Y se lo repetía mentalmente cuando regresaba,
embarrada, agotada, como si se acabara de despertar de un sueño espantoso,
de uno de sus largos vagabundeos por las calles, de sus paseos diarios a la
estación.
Y aun así… ¿Qué pasaba con aquellos extraños pálpitos de algo funesto,
con aquellos miedos confusos a una terrible desgracia…, algo que había
ocurrido, o que iba a ocurrir…, pobreza, hambre, muerte…? ¿Su propia
muerte? ¿La de otra persona? Aquella certeza de que todo todo había
terminado; aquel golpe cegador y fulminante que la aplastaba de vez en
cuando… Sí, lo había sentido la primera vez en la estación de tren. ¿En la
estación? Pero ¿qué había ocurrido en la estación? ¿O todavía tenía que
ocurrir? Pues cada día sus pies parecían llevarla de manera inconsciente a la
estación. ¿Qué era todo aquello? ¡Ah! Lo sabía. Había una mujer, una mujer
mayor, que iba a la estación a recibir a… Sí, a recibir al regimiento que
volvía a casa. Regresaban, esos soldados, en medio de una multitud que
vitoreaba su triunfo. Recordaba las luces, los faroles rojos, verdes y
blancos, y las guirnaldas que cubrían las salas de espera. Y montones de
banderines. Las bandas tocaban. ¡Con tanto júbilo! Tocaban el Himno de
Garibaldi y Addio, mia bella. Ahora, esas piezas la hacían llorar. La
estación estaba abarrotada y todos los chicos, con sus uniformes raídos y
sucios, corrían a los brazos de sus familiares, mujeres, amigos. Entonces
hubo una especie de luz cegadora, un estallido… Un oficial acompañó
afuera con amabilidad a la anciana, mientras se secaba los ojos. Y de entre
todos los presentes, ella era la única que se iba sola a casa. ¿Había ocurrido
todo aquello en realidad? Y ¿a quién? ¿Le había ocurrido de verdad a ella, a
sus chicos…? Pero madame Krasinska jamás había tenido hijos.
Era espantoso lo mucho que llovía en Florencia; y los botines se
estropeaban muy rápido con el barro. Había tanto barro de camino a la
estación…, pero, por supuesto, era necesario ir a la estación para esperar la
llegada del tren procedente de la Lombardía; alguien tenía que recibir a los
chicos.
Al otro lado del río, había un lugar al que ibas y entregabas tu reloj y tu
broche por encima del mostrador, y ellos te daban dinero y un papel. Una
vez, el papel se perdió. Luego hubo también un colchón. Pero un hombre
muy gentil —un hombre que vendía quincalla— fue a recogerlo. En
invierno hacía un frío de mil demonios, pero lo peor era la lluvia. Y al no
disponer de reloj, una temía llegar tarde para el tren, y se veía demorada
durante mucho rato en las calles embarradas. Claro que así podía
contemplar los bonitos escaparates. Aunque los niños eran muy groseros.
Ah, no, no, eso no; cualquier cosa es preferible a que te encierren en un
hospital. La pobre anciana no hacía daño a nadie; ¿por qué encerrarla?
—Faites votre jeu, messieurs —exclamó madame Krasinska, recogiendo
las fichas con el pequeño rastrillo que había encargado, hecho de carey y
con un mango de oro en forma de cabeza de dragón—. Rien ne va plus…
Vingt-trois… Rouge, impair et manque.

VII

¿Cómo había llegado a saber de la existencia de esa mujer? Jamás había


estado dentro de aquella casa encima del estanco, en el tercer piso a la
izquierda, y, sin embargo, conocía a la perfección el diseño del papel de
pared. Era verde, con un enrejado rosáceo, en el distinguido salón, el que
solo se abría los domingos por la tarde para recibir a los amigos que se
dejaban caer para discutir las noticias y jugar una partida de tresette. Para
acceder a él, había que cruzar el comedor. En el comedor no había ventanas
y la única luz provenía de un tragaluz; en el aire flotaba siempre un vestigio
de olor a comida, pero era apetecible. Las habitaciones de los chicos
estaban al fondo. Había una figura de yeso de Juana de Arco en el pasillo,
junto a las pinzas de tender. La habían pintado de color plateado y uno de
los chicos le había roto un brazo, de modo que parecía una tubería de gas.
Era Momino quien lo había hecho, al saltar sobre la mesa en la que jugaban.
Momino siempre era el más bribonzuelo; desgastaba montones de
pantalones por las rodillas, pero ¡tenía un corazón enorme! Y, al fin y al
cabo, había ganado todos los premios posibles en el colegio y todos decían
que sería un ingeniero de primera. ¡Esos niños adorables! En cuanto
cumplieron los dieciséis, no le costaron a su madre ni un penique, y
Momino le compró un gran y bonito manguito con lo que ganaba como
aprendiz de profesor. ¡Aquí está! Es tan cómodo de llevar cuando hace frío
que no te lo puedes imaginar, sobre todo cuando los guantes son demasiado
caros. Sí, es de pelo de conejo, pero confeccionado para que parezca de
armiño; es una pieza espléndida. Assunta, la factótum de la casa, nunca
limpiaba esa cocina suya; ¡las criadas son todas una putas! Y además
desgarró la funda de muaré del sofá, que se le enganchó a un clavo de la
pared. ¡Tendría que haberse fijado en ese clavo! Aunque no hay que ser
demasiado dura con una pobre desgraciada que, para colmo, es huérfana.
¡Ay, Dios!, ¡ay, Dios!, y yacen en la gran trinchera de San Martino, sin ni
siquiera una cruz sobre ellos o un pedazo de madera con su nombre. ¡Pero
las casacas blancas de los austríacos acabaron empapadas de sangre, lo
garantizo! Y el nuevo tinte que llaman magenta está hecho con albero —el
albero con el que los perros lavan sus casacas blancas— y la sangre de los
austríacos. Es un tinte espléndido, ¡no cabe duda!
Señor, Señor, ¡qué mojados tiene los pies la pobre anciana! Y no hay
fuego que pueda calentarlos. Lo mejor cuando no puedes secarte la ropa es
meterse en la cama, y además así se ahorra aceite de la lámpara. Es un
aceite muy bueno, que le regaló el cura de la parroquia… Ay, ay, ¡cómo
duelen los huesos sobre los tablones de madera, incluso con una manta
sobre ellos! ¡Aquel colchón tan y tan bueno, en la casa de empeños! Es una
memez lo que dicen de que han derrotado a los italianos. Son los austríacos
los derrotados, hechos picadillo, convertidos en carne para gato; y los
voluntarios regresan mañana. Temistocle y Momino —Momino es el
diminutivo de Girolamo, verás— volverán mañana; sus cuartos ya están
limpios y podrán disfrutar de una copa de verdadero vino de
Montepulciano… Las grandes botellas del escaparate de la botica son muy
bonitas, sobre todo la verde. La tienda en la que venden guantes y bufandas
también es muy bonita; pero la botica inglesa es la más bonita, gracias a
esas botellas. Aunque dicen que el contenido es un engañabobos, no
medicina real… ¡No me hables de San Bonifazio! Lo he visto. Es donde
encierran a los locos y a las desgraciadas, sucias y malvadas, malvadas
ancianas… Había un bello libro encuadernado en rojo, con los bordes
dorados, en la mejor mesa de la sala: la Eneida, traducida por Caro. Era uno
de los premios de Temistocle. Y ese cojín de lana de Berlín… Sí, el perrito
con las cerezas parecía muy real…
—He estado pensando que me gustaría ir a Sicilia a ver el Etna, Palermo;
todos esos sitios —dijo madame Krasinska, apoyada en la balaustrada del
balcón junto al príncipe Mongibello, mientras se fumaba su quinto o sexto
cigarrillo.
La condesa distinguía la odiosa nariz aguileña, como un desagradable
pico de halcón, sobre la abundante barba negra, y los lascivos y anhelantes
ojos negros, que miraban hacia arriba en el crepúsculo. Sabía muy bien qué
clase de hombre era Mongibello. Ninguna mujer podía acercarse a él, o
permitir que él se acercara a ella; y ahí se encontraba la condesa, a solas con
él en el balcón en medio de la oscuridad, lejos del resto del grupo, que
bailaba y charlaba dentro. ¡Y hablar de Sicilia con él, que era siciliano! Pero
eso era lo que deseaba: un escándalo, un horror, cualquier cosa que pudiera
aplacar aquellos pensamientos que le martilleaban la mente… La idea de
aquel edificio extraño, elevado y encalado que nunca había visto, pero que
tan bien conocía, con un altar en el centro e hileras y más hileras de camas,
cada una con sus correspondientes botellas y cestas, y horrendas ancianas
babeantes y balbucientes. Ah…, ¡si hasta podía oírlas!
—Me gustaría ir a Sicilia —insistió en un tono que ahora era el habitual
en ella, y añadió pausadamente, con énfasis—: pero me gustaría que me
acompañara alguien que me mostrara todas las vistas…
—Condesa —y la barba morena de la criatura se inclinó hacia ella, sobre
su cuello—, qué curioso; yo también siento un gran deseo de volver a
visitar Sicilia, pero no solo. Todos esos valles, tan encantadores y
solitarios…
¡Ah! Una de las criaturas se había incorporado en su cama y cantaba,
¡cantaba Casta Diva!
—No, sola no —se apresuró a continuar la condesa, y una especie de
furia satisfecha (la satisfacción de arruinar algo, de arruinar su propia
reputación, su propia vida) la inundó al tiempo que notaba la mano del
hombre sobre su brazo—; sola no, príncipe; con alguien que me explique
las cosas, alguien que lo sepa todo; y con este maravilloso tiempo
primaveral. Verá, soy muy mala viajera y tengo miedo… de estar sola… —
Las últimas palabras salieron de su garganta en un tono fuerte y ronco y, sin
embargo, sonaron quebradas y chillonas.
Y justo cuando el brazo del príncipe estaba a punto de rodearla, la
condesa se dirigió desenfrenadamente al interior al tiempo que exclamaba:
—Ay, soy ella… Soy ella… ¡Estoy loca!
Pues en esa voz repentina, tan distinta de la suya, madame Krasinska
había reconocido la voz que debería haber salido de la máscara de cartón
que había llevado en una ocasión: la voz de Sora Lena.

VIII

Sí, sin duda ahora Cecchino la reconocía. Mientras paseaba por las viejas y
tortuosas calles en el húmedo crepúsculo de mayo, había contemplado
maquinalmente los enormes caballos negros que se detenían junto a los
postes que cerraban el laberinto de callejones oscuros y angostos; el criado
con su impermeable blanco había abierto la puerta y la alta y esbelta mujer
bajó y echó a andar con rapidez. Y maquinalmente, con su habitual actitud
ensimismada, él había seguido a la dama, deleitándose con la cautivadora
nota de delicado rosa y gris de su vestidito en contraste con las casas
oscuras y bajo el cielo húmedo y gris, teñido con las franjas rosas de la
puesta de sol. Ella avanzaba a buen paso, totalmente sola, pues el lacayo se
había quedado con el carruaje a la entrada del condenado corazón antiguo
de Florencia, y no prestaba atención a las miradas y palabras de los niños
que jugaban en las alcantarillas, los vendedores ambulantes que
resguardaban sus puestos bajo los arcos oscuros y las mujeres que se
asomaban a las ventanas. Sí, no cabía duda. Se había dado cuenta de golpe,
al verla pasar bajo un arco doble y entrar en una especie de patio grande,
muy parecido al de un castillo, entre las ceñudas y altas casas del viejo
barrio judío; casas con blasones y soportales, que en el pasado habían sido
el hogar de nobles gibelinos y ahora estaban en manos de traperos,
chatarreros y otras profesiones innombrables.
En cuanto la reconoció, se detuvo y estuvo a punto de dar media vuelta;
¿qué se le había perdido a un hombre siguiendo a una dama, espiando sus
actividades cuando ella sale en el crepúsculo, deja el carruaje y el lacayo
varias calles atrás, y pasea sola por calles dudosas? Y Cecchino, que a esas
alturas estaba a punto de regresar a la Maremma y había llegado a la
conclusión de que la civilización era algo aburrido y aborrecible, reflexionó
acerca de los encargos que, según describen las novelas francesas, llevan a
cabo las damas cuando dejan su carruaje y su lacayo al doblar la esquina…
Sin embargo, la idea era deshonrosa para Cecchino e injusta para aquella
dama; ¡no, no! Y en ese preciso instante se detuvo, porque la dama se había
detenido varios pasos por delante de él y miraba fijamente el cielo gris del
ocaso. Había algo extraño en esa mirada; no era la de una mujer que oculta
actividades deshonrosas. Y al mirar a su alrededor, ella debió de ver al
pintor, pero se quedó inmóvil, como si estuviera sumida en pensamientos
incontrolables. Entonces, de repente, pasó bajo el siguiente arco y
desapareció en el oscuro pasaje de acceso a una casa. Por algún motivo,
Cecco Bandini fue incapaz de tomar la decisión de dar media vuelta, como
debería haber hecho rato atrás. Pasó lentamente bajo el rezumante y
hediondo arco y se detuvo frente a la casa. Era muy alta, estrecha y negra
como la tinta, con un tejado serrado que se dibujaba contra el cielo mojado
y rosáceo. Del gancho de hierro, destinado a sujetar brocados y alfombras
persas en las celebraciones de antaño, colgaban varios trapos obscenos y de
mal agüero que ondeaban al viento. Muchos de los cristales de las ventanas
estaban rotos. Era evidente que se trataba de una de las casas que el
ayuntamiento había condenado a la demolición por motivos de salubridad, y
a cuyos inquilinos se estaba desahuciando gradualmente.
—Esa es la casa que van a echar abajo, ¿verdad? —le preguntó con
actitud despreocupada el pintor al hombre que había en la esquina, y que
tenía una especie de puesto de comida en el que un pudin de castañas y unas
alubias cocidas humeaban en un brasero, dentro de un cubil. Entonces
reparó en un nombre medio borrado junto a la farola: «Callejón del
Enterrador»—. Ah —se apresuró a añadir—, esta es la calle donde se
suicidó Sora Lena… y… ¿esa… esa es la casa?
En un intento de extraer una idea razonable del extraordinario embrollo
de absurdidades que de repente le había invadido la cabeza, rebuscó en su
bolsillo, sacó una moneda de plata y le dijo con celeridad al hombre con el
brasero:
—Verá usted, estoy seguro de que los inquilinos de esa casa no son de
fiar. Esa dama ha entrado para realizar una obra de caridad, pero… pero
quién sabe si no la van a molestar ahí dentro. Tenga, cincuenta céntimos por
las molestias. Si esa dama no ha salido en tres cuartos de hora… ¡Mire! Van
a dar las siete… Solo tiene que doblar la esquina para ir a los puestos de
piedra. Allí encontrará su carruaje: caballos negros y libreas grises; dígale al
lacayo que suba a buscar a su señora. ¿Me ha entendido?
Y a continuación Cecchino Bandini huyó, abrumado por la indiscreción
que estaba cometiendo. Al volverse, vio esos trapos que le dedicaban un
saludo siniestro desde la casa negra y adusta, con su tejado irregular que se
recortaba contra el cielo húmedo del crepúsculo.

IX

Madame Krasinska recorrió apresuradamente el largo y oscuro pasillo, con


sus ladrillos resbaladizos y su olor a tifus, y subió poco a poco pero con
decisión la escalera oscura. Los peldaños, construidos tal vez en la época
del abuelo de Dante, cuando los únicos adornos de las damas florentinas
eran las hebillas de asta y los cinturones de cuero, eran extraordinariamente
altos y tenían los bordes desgastados por las incontables generaciones de
nobles y mendigos que los habían pisado. La escalera se enroscaba sobre sí
misma y estaba iluminada a intervalos poco frecuentes por ventanas
enrejadas que se abrían de manera alternativa a la plaza oscura de fuera, con
los dientes de sus tejados voladizos, y a un patio oscuro, con un pozo roto
rodeado de un montón de plumas de gallina a medio clasificar y trapos
descosidos. En el primer descansillo había una puerta abierta, oculta en
parte por una hilera de ropa raída tendida, y por ella salían los estridentes
sonidos de una disputa y fragmentos de una canción achispada. Madame
Krasinska hizo caso omiso y siguió adelante, mientras la parte delantera de
su delicado vestido barría la mugre invisible de aquellos peldaños negros,
cuyo frío y oscuridad de cripta desprendían un hedor creciente a osario.
Cada vez más arriba, tramo tras tramo de escalera, peldaños y más
peldaños. No miraba ni a derecha ni a izquierda, y no se paró a tomar
aliento sino que continuó subiendo sin prisa pero sin pausa. Al final llegó al
descansillo superior, sobre el que se derramaba un rayo parpadeante de sol
poniente. Este salía de una habitación, cuya puerta estaba abierta de par en
par. Madame Krasinska entró. La habitación estaba desierta y, en
comparación, resultaba diáfana. No había muebles en ella, a excepción de
una silla arrimada a una esquina oscura y una jaula de pájaros vacía junto a
la ventana. Los cristales estaban rotos y habían cubierto aquí y allá los
agujeros con papel. El papel de las paredes también colgaba en jirones
ennegrecidos.
Madame Krasinska se acercó a la ventana y paseó la mirada por los
tejados vecinos, hasta donde la campana de un viejo campanario negro
repiqueteaba tocando la avemaría. Un poco más lejos, se veía una galería
porticada en lo alto de una casa; varias plantas crecían en pequeñas ollas de
barro y había también un tendedero. Lo conocía todo muy bien.
En el alféizar de la ventana había una jofaina agrietada, dentro de la cual
se erguía una albahaca muerta, seca y gris. Se la quedó mirando un rato
mientras escarbaba con los dedos la tierra endurecida. Luego se volvió
hacia la jaula vacía. ¡Pobre estornino solitario! ¡Cómo le había cantado a la
pobre anciana! Entonces se echó a llorar.
Pero al cabo de unos segundos se sobrepuso. Mecánicamente, se dirigió a
la puerta y la cerró con cuidado. Después fue directa hacia la esquina
oscura, donde sabía que se encontraba la silla con el asiento de paja
desfondado. La arrastró hasta el centro de la habitación, donde estaba el
gancho de la viga maestra, se puso en pie sobre la silla y calculó la distancia
hasta el techo. Era tan bajo que podía rozarlo con la palma de la mano. Se
quitó los guantes y luego el sombrero, que se interponía en el camino hasta
el gancho. A continuación se desabrochó el fajín, una de esas estrechas
cintas rusas tejidas con hilo de plata y nieladas. Sujetó con firmeza un
extremo en el gran gancho. Luego desenrolló la tira de muselina del cuello
de su vestido. Estaba de pie sobre la silla rota, justo debajo de la viga.
—Pater noster qui es in caelis —murmuró, como seguía haciendo
puerilmente cuando apoyaba la cabeza en la almohada cada noche.
La puerta crujió y se abrió poco a poco. La enorme y corpulenta mujer,
con el rostro vago y sonrojado y la mirada empañada, y con el manguito de
piel de conejo que se balanceaba sobre su inmensa falda con miriñaque,
entró lentamente en la habitación arrastrando los pies. Era Sora Lena.

Cuando el hombre del puesto de comida de debajo del arco y el lacayo


entraron en la habitación, estaba oscuro como boca de lobo. Madame
Krasinska yacía en el suelo, junto a una silla volcada y bajo el gancho de la
viga del que colgaba su fajín ruso. Cuando recobró el conocimiento, echó
un pausado vistazo a la estancia y luego se puso en pie, se abrochó el cuello
y murmuró, al tiempo que se santiguaba:
—Oh, Dios, tu misericordia es infinita.
Los hombres dijeron que luego sonrió.
Esta es la leyenda de madame Krasinska, conocida como madre
Antoinette Marie entre las Hermanitas de los Pobres.
MARSIAS EN FLANDES

—Tiene razón. Este no es para nada el crucifijo original. Lo han


reemplazado por otro. Il y a eu substitution. —Y el viejo y menudo
anticuario de Dunes asintió con aire misterioso, al tiempo que clavaba sus
ojos clarividentes en los míos.
Lo dijo en un susurro apenas audible. Resultaba que era la vigilia de la
Fiesta del Crucifijo y la iglesia, que en su época había sido famosa, estaba
llena de personas semiclericales que la decoraban para el día siguiente, y de
viejas damas con extrañas cofias trasteando y haciendo ruido con baldes y
escobas. El anticuario me había llevado allí en cuanto llegué, para que la
multitud de fieles de la mañana siguiente no le impidiera mostrármelo todo.
El famoso crucifijo se exhibía tras hileras e hileras de velas sin encender;
estaba rodeado de tiras de flores de papel y muselina de colores, y
guirnaldas de dulce pino marino resinoso; e iluminado por dos lámparas de
araña.
—Lo han reemplazado —repitió, al tiempo que miraba a su alrededor
para asegurarse de que nadie lo oía—. Il y a eu substitution.
El caso es que yo había señalado, como habría hecho cualquiera, que a
primera vista el crucifijo tenía todo el aspecto de ser una pieza francesa del
siglo xii, claramente realista, mientras que lo más probable era que el
crucifijo de la leyenda, obra de san Lucas y que había colgado durante
siglos en el Santo Sepulcro de Jerusalén, y que más tarde el mar había
arrojado milagrosamente en la costa de Dunes en 1195, fuera una figura
más o menos bizantina, como su milagrosa pareja de Lucca.
—Pero ¿por qué iban a reemplazarlo? —pregunté con candidez.
—Chist —contestó el anticuario, frunciendo el ceño—; aquí no…
Después, después…
Me llevó por toda la iglesia, famosa en otro tiempo por los peregrinajes
pero de la que la marea de devotos, exactamente igual que el mar abandona
las salinas entre los acantilados, se había alejado con el paso de los siglos.
Era una pequeña iglesia muy digna, de un gótico encantadoramente
comedido y armonioso, construida con delicada piedra blanca que la
humedad del mar había cuajado de manchas de un hermoso verde brillante
en las bases, los capiteles y el follaje tallado. El anticuario me mostró el
transepto y el campanario, que habían quedado inacabados cuando los
milagros habían menguado en el siglo xiv. Y me llevó arriba, a la curiosa
cámara del celador, una estancia espaciosa varios escalones por encima del
triforio, con una chimenea y asientos de piedra para los hombres que
custodiaban el precioso crucifijo día y noche. Había incluso colmenas en la
ventana, me contó, y recordó haberlas visto siendo niño.
—¿Era habitual, aquí en Flandes, que hubiera una habitación para el
celador en las iglesias que albergaban reliquias importantes? —pregunté,
pues no recordaba haber visto nada semejante con anterioridad.
—En absoluto —contestó, al tiempo que miraba alrededor para
asegurarse de que estábamos solos—, pero aquí era necesario. ¿No ha oído
nunca en qué consistían los principales milagros de esta iglesia?
—No —dije, también en un susurro, contagiado por su aire de misterio
—, a menos que se refiera a la leyenda de esa figura del Salvador que
rompió todas las cruces hasta que el mar arrojó a la orilla la cruz correcta.
Él negó con la cabeza pero no respondió, y descendió los empinados
escalones hasta la nave, mientras que yo me quedé un momento allí
mirando hacia abajo desde la cámara del celador. Jamás había contemplado
una iglesia desde un punto de vista tan curioso. Los candelabros de techo a
ambos lados del crucifijo daban vueltas lentamente, creando grandes
charcos de luz rotos por las sombras de los grupos de columnas, y entre los
bancos de la nave parpadeaba la llama del quinqué del sacristán. Flotaba en
el aire el aroma de las ramas de pino resinoso, que evocaba dunas y laderas
de montañas, y de los atareados grupos de personas de debajo se elevaba un
parloteo amortiguado de voces femeninas, el sonido del chapoteo del agua y
el repiqueteo de los zuecos. Recordaba vagamente a las preparaciones para
un aquelarre de brujas.
—¿Qué clase de milagros ocurrían en esta iglesia? —pregunté, una vez
que salimos a la sombría plaza—. Y ¿a qué se refería cuando ha dicho que
han reemplazado el crucifijo, a que ha habido una sustitución?
Fuera estaba bastante oscuro. La iglesia se erguía como una masa negra,
imprecisa y asimétrica de contrafuertes y tejados afilados, recortada contra
el cielo diluido e iluminada por la luna; detrás, los altos árboles del
camposanto se agitaban con la brisa marina y por las ventanas salía un
brillo amarillo, como si fueran portales llameantes en la oscuridad.
—Por favor, fíjese en el llamativo efecto de las gárgolas —dijo el
anticuario, señalando hacia arriba.
Estas sobresalían del tejado como vagas bestias salvajes, y lo que era
realmente aterrador era que la luz de la luna, amarilla y azul, se veía a
través de las fauces abiertas de algunas. Una ráfaga de viento barrió los
árboles y la veleta repiqueteó y crujió.
—Vaya, ¡esas gárgolas de lobo parecen estar aullando de verdad! —
exclamé.
El viejo anticuario sofocó una risa.
—Ajá —contestó—. ¿No le he dicho que esta iglesia ha sido testigo de
cosas jamás vistas en ninguna otra iglesia de la cristiandad? ¡Y todavía las
recuerda! ¿Qué, conoce otra iglesia tan salvaje y brutal?
Mientras hablaba, un sonido agudo y trémulo, como de caramillos,
procedente del interior de la iglesia se mezcló de pronto con el susurro del
viento y los crujidos de la veleta.
—El organista está practicando su vox humana para mañana —comentó
el anticuario.

II

Al día siguiente, compré un ejemplar de las historias del milagroso crucifijo


que vendían en los alrededores de la iglesia, y también al día siguiente, mi
amigo el anticuario fue tan amable de contarme todo lo que sabía al
respecto. Entre mis dos informantes, se puede decir que lo que viene a
continuación es la verdadera historia.
En el otoño de 1195, tras una aterradora noche de tormenta, se encontró
un barco encallado en la orilla de Dunes —que en esa época era un pueblo
de pescadores en la desembocadura del Nys—, justo enfrente de un terrible
arrecife sumergido.
El barco estaba partido y volcado, y cerca de él, sobre la arena y la hierba
aplastada, descansaba una figura de piedra del Salvador crucificado, sin
cruz y, por lo que parece, también sin brazos, que estaban tallados en
bloques de piedra separados. De inmediato, se presentaron varias instancias
para reclamarlo: la pequeña iglesia de Dunes, en cuyo terreno se encontró;
los barones de Croÿ, que tenían los derechos de los pecios de esa costa, y
también la abadía de Saint Loup de Arras, que ostentaba la soberanía
espiritual del lugar. Pero un hombre santo que vivía cerca de los acantilados
tuvo una visión que resolvió la disputa. San Lucas en persona se le apareció
y le dijo que él era el autor original de la figura; que había sido una de las
tres que colgaban en el Santo Sepulcro de Jerusalén; que tres caballeros,
uno normando, otro toscano y un hombre de Arras, se las habían robado a
los infieles con el permiso del cielo y las habían cargado en navíos no
tripulados; que una de las figuras se había arrojado en la costa normanda,
cerca de Salenelles; que la segunda había quedado varada no muy lejos de
la ciudad de Lucca, en Italia; y que esta tercera era la que había embarcado
el caballero de Artois. Lucas recomendó que fuera la estatua la que
decidiera por sí misma aquel asunto. Así pues, se arrojó solemnemente de
nuevo la figura crucificada al mar. Al día siguiente, la encontraron en el
mismo lugar, entre la arena y la hierba aplastada en la desembocadura del
Nys. Por consiguiente, la depositaron en la pequeña iglesia de Dunes y no
pasó mucho tiempo antes de que el tropel de personas devotas que le traían
ofrendas desde todas partes forzara y posibilitara la reconstrucción de la
iglesia, santificada por su presencia.
La Santa Efigie de Dunes —conocida como Sacra Dunarum Effigies—
no llevaba a cabo los milagros habituales. Pero su fama se difundió a lo
largo y ancho de la cristiandad por las maravillas sin parangón que se
convirtieron en la constante de su existencia. La Efigie, como he señalado
antes, se había encontrado sin la cruz a la que era evidente que había estado
unida, y ni las búsquedas ni las posteriores tormentas sacaron a la luz los
bloques perdidos, a pesar de las muchas plegarias que se ofrecieron con tal
fin. Así pues, después de un tiempo y numerosas discusiones, se decidió
que era necesario proporcionar una nueva cruz de la que colgar la efigie.
Con este propósito, se convocó en Dunes a varios canteros de Arras. Pero
he aquí que al día siguiente de que se irguiera la cruz en la iglesia con gran
solemnidad, se describió un hecho inaudito y terrorífico. La Efigie, que la
noche anterior colgaba totalmente recta, había cambiado de posición y
estaba inclinada con violencia hacia la derecha, como si tratara de liberarse.
No solo lo presenciaron los cientos de seglares, sino también los
sacerdotes del lugar, que notificaron el hecho en un documento, conservado
en los archivos episcopales de Arras hasta 1790 y remitido al abad de Saint
Loup, su superior espiritual.
Este fue el primero de una serie de misteriosos acontecimientos que
difundieron la fama del prodigioso crucifijo por toda la cristiandad. La
Efigie no permaneció en la postura que milagrosamente había adoptado sino
que, a intervalos de tiempo, se colocaba de otra manera sobre su cruz, y
siempre como si hubiera padecido violentas contorsiones. Un día, unos diez
años después de que el mar la arrojara a la orilla, los sacerdotes de la iglesia
y los burgueses de Dunes se encontraron a la Efigie colgando con los brazos
extendidos, en su posición simétrica original pero, ¡oh, maravilla!, con la
cruz rota en tres piezas desparramadas sobre los escalones de su capilla.
Varias personas que vivían en el linde del pueblo más cercano a la iglesia
declararon que se habían despertado en plena noche por lo que les había
parecido un violento trueno, pero que sin duda era el golpe de la cruz al caer
o tal vez, ¿quién sabe?, el ruido con el que la terrible Efigie se había soltado
y había rechazado el cuerpo extraño de la cruz. Porque ese era el secreto: la
Efigie, hecha por un santo y llegada a Dunes gracias a un milagro, había
hallado a todas luces un rastro de impiedad en la piedra a la que la habían
sujetado. Esa fue la presta explicación facilitada por el prior de la iglesia, en
respuesta al furioso emplazamiento del abad de Saint Loup, que expresó su
desaprobación ante aquellos insólitos milagros. En efecto, se descubrió que,
antes de sujetar la figura, no se había limpiado de la pieza de mármol el
pecaminoso roce humano con los ritos necesarios; un descuido de lo más
grave, pero excusable. Así que se encargó una nueva cruz, aunque a nadie
pasó por alto que se tardó mucho en cumplir el encargo, y la consagración
tuvo lugar varios años después.
Mientras tanto, el prior había construido la cámara del celador, con la
chimenea y el hueco para descansar, y había obtenido permiso del mismo
papa para que un eclesiástico ordenado la custodiara día y noche, con el fin
de evitar que robaran una reliquia tan prodigiosa. Porque para entonces, esta
había relegado a todos los crucifijos parecidos y, gracias a la afluencia de
peregrinos, el pueblo de Dunes había crecido con rapidez hasta
transformarse en una ciudad propiedad del priorato de la Santa Cruz, ahora
extremadamente acaudalado.
No obstante, los abades de Saint Loup no veían el asunto con buenos
ojos. Aunque sobre el papel seguían siendo sus vasallos, los priores de
Dunes habían logrado obtener de manera paulatina privilegios por parte del
papa que los hacían prácticamente independientes y, en particular,
exenciones que permitían que solo una pequeña parte de los tributos
generados por los peregrinos acabara en las arcas de Saint Loup. El abad
Walterius en concreto se mostraba hostil de una manera patente. Acusó al
prior de Dunes de haber empleado a sus celadores para que difundieran
historias de extraños movimientos y sonidos procedentes de la Efigie,
todavía sin cruz, y de sugerir a los ignorantes que había cambios en su
postura, algo que era más fácil de creer ahora que ya no estaba la línea recta
de la cruz como punto de referencia. Así que por fin se terminó la nueva
cruz y se consagró, y en el día de la Santa Cruz de aquel año, se sujetó la
Efigie a ella en presencia de una inmensa concurrencia de religiosos y
laicos. Se suponía que ahora la Efigie estaría satisfecha, y que no se
producirían más episodios inusuales que incrementaran o tal vez pusieran
en peligro de una manera letal su reputación de santidad.
Estas expectativas se truncaron con violencia. En noviembre de 1293,
tras un año de extraños rumores relacionados con la Efigie, se descubrió de
nuevo que la figura se había movido y que continuaba moviéndose o, mejor
dicho (a juzgar por la posición de la cruz), que se retorcía; y en Nochebuena
de ese mismo año, la cruz acabó por segunda vez en el suelo y hecha
pedazos. Al mismo tiempo, se encontró al sacerdote de guardia, en
apariencia muerto, en la cámara del celador. Se encargó otra cruz y, esta
vez, se consagró y se colocó en privado; además, un agujero en el techo
proporcionó la excusa perfecta para cerrar la iglesia durante una temporada
y llevar a cabo los ritos de purificación necesarios después de que los
obreros la hubieran contaminado. De hecho, se señalaba que en esta ocasión
el prior de Dunes se tomó muchas molestias para restar importancia y
ocultar tanto como fuera posible los milagros, en la misma medida en que
su predecesor se había esforzado por anunciar a bombo y platillo los
anteriores en el extranjero. El sacerdote que estaba de guardia esa aciaga
Nochebuena desapareció misteriosamente, y muchos creían que había
enloquecido y estaba encerrado en la cárcel del prior, por miedo a lo que
pudiera revelar. Y es que para entonces, y no sin cierto aliento por parte de
los abades de Arras, habían empezado a circular extraordinarias historias
sobre los sucesos de la iglesia de Dunes. Hay que recordar que dicha iglesia
estaba ubicada un poco por encima de la ciudad, aislada y rodeada de
árboles. La circundaban los terrenos del priorato y, con excepción del lado
que daba al mar, estaba cercada por altos muros. Aun así, había personas
que afirmaban que, cuando el viento soplaba en su dirección, habían oído
sonidos extraños por la noche procedentes de la iglesia. Durante las
tormentas, en concreto, se habían oído sonidos que según a quién
preguntaras eran aullidos, gemidos o música de baile campesina. Un capitán
aseguró que la víspera de Todos los Santos, mientras su navío se
aproximaba a la desembocadura del Nys, había visto la iglesia de Dunes
radiantemente iluminada, con las inmensas ventanas como en llamas. Sin
embargo, se sospechó que había estado borracho y había exagerado el
efecto de la pequeña luz que brillaba en la cámara del celador. El interés de
los habitantes de Dunes, que habían prosperado gracias a los peregrinos,
coincidía con el del priorato, así que esta clase de historias se silenciaba con
celeridad. Aunque sin duda alguna, llegaban a oídos del abad de Saint
Loup. Y al final ocurrió algo que hizo resurgir todos esos rumores.
La víspera de Todos los Santos de 1299, un rayo alcanzó la iglesia.
Encontraron al nuevo celador muerto en medio de la nave, la cruz partida en
dos y, ¡oh, horror!, la Efigie había desaparecido. El indescriptible miedo
que atenazó a todo el mundo no hizo más que incrementarse cuando
hallaron a la Efigie tumbada detrás del altar, en actitud de aterrada
convulsión y, según se murmuraba, ennegrecida por el rayo.
Ese fue el fin de los sucesos extraños en Dunes.
Se celebró un concilio eclesiástico en Arras y la iglesia volvió a cerrarse
durante casi un año. En esta ocasión, cuando se abrió, la consagró de nuevo
el abad de Saint Loup, a quien el prior de la Santa Cruz asistió con
humildad durante la misa. Se había construido una nueva capilla y en ella se
expuso el milagroso crucifijo, vestido con brocados y gemas preciosas más
espléndidas de lo habitual, y con la cabeza oculta por una de las coronas
más hermosas vistas jamás; un regalo, se decía, del duque de Borgoña.
Todo aquel nuevo esplendor, así como la presencia del influyente abad en
persona, enseguida quedó explicada a los fieles cuando el prior dio un paso
adelante y anunció que un último y gran milagro había tenido lugar. La cruz
original, de la que había colgado la figura en la iglesia del Santo Sepulcro y
debido a la cual la Efigie había rechazado todas las demás, hechas por
manos menos sagradas, había encallado en la costa de Dunes, en el mismo
lugar donde, cien años atrás, se había descubierto la figura del Salvador
sobre la arena.
—Esta —dijo el prior— es la explicación de los terribles sucesos que han
inundado de angustia nuestros corazones. La Santa Efigie ahora está
satisfecha; descansará en paz y solo utilizará sus milagrosos poderes para
conceder las plegarias de los fieles.
La mitad de la predicción se cumplió: a partir de ese día, la Efigie no
cambió jamás de postura; pero también desde ese día, no se registró nunca
más un milagro relevante; la devoción a Dunes menguó, otras reliquias
relegaron a las sombras a la Sagrada Efigie y los peregrinajes se redujeron a
meras reuniones locales, con lo cual la iglesia nunca llegó a terminarse.
¿Qué había ocurrido? Nadie lo supo, hizo suposiciones o siquiera lo
preguntó jamás. Pero cuando, en 1790, el palacio arzobispal de Arras fue
saqueado, un notario del vecindario compró gran parte de los archivos a
precio de papel de deshecho, ya fuera por curiosidad histórica o porque
esperaba encontrar en ellos hechos que satisficieran su aversión al clero.
Nadie examinó esos documentos durante muchos años, hasta que mi amigo
el anticuario los compró. Entre ellos, sacados atolondradamente del palacio
arzobispal, había diversos escritos asociados con la suprimida abadía de
Saint Loup de Arras y, entre estos últimos, una serie de notas relacionadas
con los asuntos de la iglesia de Dunes; eran, en la medida en que permitía
discernir su naturaleza fragmentaria, los registros de unas pesquisas
llevadas a cabo en 1309, y contenían la declaración de varios testigos. Para
entender su significado, es necesario recordar que esa era la época en la que
habían empezado los juicios a las brujas, y en la que los procesos contra los
templarios habían impuesto la moda de realizar investigaciones que
contribuyesen a la economía del país, al tiempo que promovían los intereses
de la religión.
Lo que parece que sucedió es que, tras la catástrofe de la vigilia de Todos
los Santos de octubre de 1299, el prior, Urbain de Luc, se vio súbitamente
amenazado con una acusación de sacrilegio y brujería, de obtener milagros
de la Efigie mediante métodos diabólicos y de convertir su iglesia en un
templo del maligno.
En lugar de apelar a los altos tribunales eclesiásticos, como le habrían
permitido los privilegios otorgados por la Santa Sede, el prior Urbain
dedujo que la acusación procedía originalmente de la iracunda abadía de
Saint Loup y, tras renunciar a sus pretensiones con el fin de salvarse, se
sometió a la clemencia del abad que hasta entonces había despreciado. Por
lo visto, el abad quedó satisfecho con su sumisión y el asunto quedó
zanjado tras unos preliminares legales, de los cuales daban cuenta en parte
las anotaciones encontradas en los archivos arzobispales de Arras. Mi
amigo el anticuario me permitió con gran gentileza traducir del latín
algunas de esas anotaciones, y aquí las consigno, para que el lector decida
por sí mismo cómo interpretarlas.
«Ítem. El abad se muestra convencido de que Su Reverencia el prior no ha
tenido conocimiento personal ni tratos con el maligno (Diabolus). No
obstante, la gravedad de la acusación precisa…». Aquí la página estaba
rasgada.
«Hugues Jacquot, Simon le Couvreur, Pierre Denis, burgueses de Dunes,
al ser interrogados, testifican:
»Que los ruidos procedentes de la iglesia de la Santa Cruz siempre se
oían en las noches de fuerte tormenta y presagiaban naufragios en la costa;
y eran muy variados: terribles repiqueteos, gemidos, aullidos como los de
los lobos y alguna que otra melodía de flauta. Un tal Jehan, al que han
marcado dos veces a fuego y latigado por encender hogueras en la costa,
haciendo naufragar a los navíos en la boca del Nys, tras serle concedida
inmunidad, y después de dos o tres tirones en el potro, declara lo siguiente:
que la banda de saboteadores a la que pertenece sabía cuándo se acercaba
una tormenta peligrosa gracias a los ruidos que salían de la iglesia de
Dunes. El testigo ha escalado en numerosas ocasiones los muros y ha
deambulado por el camposanto, a la espera de oír dichos ruidos. No le son
desconocidos los aullidos y gemidos mencionados por el testigo anterior.
Escuchó decir a un paisano que estaba de paso por la noche que el aullido
era tan potente que había creído que lo perseguía una manada de lobos,
aunque es bien sabido que hace treinta años que no se ven lobos por estos
lares. Pero el propio testigo es de la opinión de que el más singular de todos
los ruidos, y el que siempre acompañaba o presagiaba las peores tormentas,
era el sonido de flautas y caramillos (quod vulgo dicuntur flustes et
musettes), tan melodioso que ni en la corte del rey de Francia habría podido
escucharse uno igual. Al preguntarle si alguna vez ha visto algo, el testigo
responde que ha visto la iglesia radiantemente iluminada desde la playa
pero, al acercarse, se lo encontró todo a oscuras, a excepción de la luz
procedente de la cámara del celador. Que en una ocasión, a la luz de la luna,
al oír el sonido inusualmente alto de caramillos, flautas y aullidos, le
pareció ver lobos y una figura humana en el tejado, pero que echó a correr
presa del miedo y no puede afirmarlo con rotundidad.
»Ítem. Su Señoría el abad desea que el Reverendísimo prior responda con
sinceridad, con la mano sobre los Evangelios, si él mismo ha oído o no
dichos sonidos.
»El Reverendísimo prior niega haber oído jamás nada semejante. Pero,
amenazado con nuevos procedimientos (¿el potro?), reconoce que el celador
de guardia le ha hablado a menudo de dichos ruidos.
»Pregunta: ¿Informó el celador de alguna cosa más al Reverendísimo
prior?
»Respuesta: Sí, pero bajo secreto de confesión. El último celador,
además, el que murió a causa del rayo, era un sacerdote réprobo que había
cometido crímenes atroces y se había visto obligado a buscar asilo; y el
prior lo había mantenido allí debido a la dificultad de encontrar a un
hombre con valor suficiente para la tarea.
»Pregunta: ¿Ha interrogado el prior a los anteriores celadores?
»Respuesta: Que los celadores solo debían revelar bajo secreto de
confesión cualquier cosa que hubieran oído; que los predecesores del prior
no habían violado jamás el secreto de confesión y , aunque no fuera
merecedor de ello, el propio prior deseaba hacer lo mismo.
»Pregunta: ¿Qué había sido del celador al que habían encontrado
desmayado tras los sucesos de la vigilia de Todos los Santos?
»Respuesta: Que el prior no lo sabe. El celador estaba loco. El prior cree
que lo encerraron por ese motivo».

Por lo visto, al prior Urbain de Luc le habían preparado una desagradable


sorpresa, porque en la siguiente entrada se lee:
«Ítem. Por orden de Su Magnificencia el señor abad, varios criados del
mencionado señor abad presentan al sacerdote Robert Baudouin, antiguo
celador de la iglesia de la Santa Cruz, que el Reverendísimo prior ha
mantenido encarcelado durante diez años por tener perturbadas sus
facultades mentales. El testigo manifiesta un intenso terror al hallarse en
presencia de Sus Señorías, y en particular de Su Reverencia el abad. Y se
niega a hablar, ocultando la cara entre las manos y profiriendo alaridos. Tras
ser consolado con palabras amables por parte todos los presentes, y aún más
gentiles por parte de Mi Señor el propio abad, etiam amenazado con el
potro si persiste en su obstinación, este testigo declara lo siguiente, no sin
muchos lamentos, gritos y balbuceos incomprensibles, propios de un loco.
»Pregunta: ¿Recuerda lo que sucedió en la vigilia de Todos los Santos en
la iglesia de Dunes, antes de que se desmayara sobre el suelo de la iglesia?
»Respuesta: No lo recuerda. Sería un pecado hablar de tales cosas ante
grandes señores espirituales. Asimismo, no es más que un hombre
ignorante, y también loco. Asimismo, tiene mucha hambre.
»Tras darle pan blanco de la mesa del mismísimo señor abad, se procede
a seguir interrogando al testigo.
»Pregunta: ¿Qué recuerda de los sucesos de la vigilia de Todos los
Santos?
»Respuesta: Cree que no siempre ha estado loco. Cree que no siempre ha
estado encarcelado. Cree que en otra época navegó con un navío por el mar,
etcétera.
»Pregunta: ¿Cree el testigo que en algún momento ha estado en la iglesia
de Dunes?
»Respuesta: No lo recuerda. Pero está seguro de que no siempre ha
estado encarcelado.
»Pregunta: ¿Ha oído el testigo alguna vez algo parecido a esto?
(Habiendo ordenado en secreto Mi Señor el abad a un bufón a su servicio,
un músico excelente, que tocara súbitamente el caramillo tras el tapiz de
Arras).
»Ante cuyo sonido, el testigo se echó a temblar y sollozar, cayó de
rodillas y, tras agarrar la sotana de Mi Señor el abad, ocultó su rostro en
ella.
»Pregunta: ¿Por qué experimenta tal terror al hallarse en la presencia
paternal de un príncipe tan clemente como el señor abad?
»Respuesta: El testigo no puede soportar más el sonido del caramillo.
Que le hiela la sangre. Que le ha dicho muchas veces al prior que no va a
quedarse más en la cámara del celador. Que teme por su vida. Que no se
atreve a santiguarse ni a rezar sus oraciones por miedo al Gran Hombre
Salvaje. Que el Gran Hombre Salvaje cogió la cruz y la partió en dos y jugó
al tejo con ella en la nave. Que todos los lobos bajaron en manada del
tejado, aullando, y bailaron sobre sus cuartos traseros mientras el Gran
Hombre Salvaje tocaba el caramillo en el altar mayor. Que el testigo se
había rodeado de un cercado de pequeñas cruces hechas de paja de centeno
partida, para evitar que el Gran Hombre Salvaje entrara en la cámara del
celador. ¡Ay…, ay…, ay! ¡Está tocando otra vez! ¡Los lobos están aullando!
Está despertando la tempestad.
»Ítem. Que no se puede obtener más información de este testigo, que se
cae al suelo como si estuviera poseído y al que hay que retirar de la
presencia de Su Señoría el abad y el Reverendísimo prior».
III

En este punto, las actas de la pesquisa se interrumpen. ¿Lograron esos


grandes dignatarios espirituales saber más sobre los terribles
acontecimientos de la iglesia de Dunes? ¿Llegaron a averiguar su causa?
—Porque había una causa —dijo el anticuario, al tiempo que doblaba los
anteojos después de leerme las anotaciones—, o para ser más preciso, la
causa todavía existe. Y usted lo entenderá, aunque esos eruditos sacerdotes
de hace seis siglos no pudieran hacerlo.
Y, tras ponerse en pie, cogió una llave de un estante y me condujo al patio
de su casa, ubicada junto al Nys, un kilómetro y medio más abajo de Dunes.
Entre las granjas achaparradas se podía ver la marisma, teñida de lila por
la lavanda marina; la isla de los Pájaros, un amplio banco de arena en la
desembocadura del Nys donde se reúnen todo tipo de aves marinas; y más
allá, el furioso mar coronado con crestas blancas, bajo un furioso resplandor
crepuscular naranja. En la otra orilla, tierra adentro y visible por encima de
los tejados de las granjas, se alzaba la iglesia de Dunes, con su campanario
apuntado y el contorno dentado de los gabletes, los contrafuertes, las
gárgolas y los pinos barridos por el viento, que se recortaba contra el cielo
del este, de un rojo siniestro y vibrante.
—Le he dicho —empezó el anticuario, que se detuvo e introdujo la llave
en la cerradura de un gran edificio anexo— que se había producido una
substitution; que el crucifijo que hay en este momento en Dunes no es el
que la tormenta arrojó milagrosamente en 1195. Creo que el actual puede
identificarse como una estatua a tamaño real, cuyo recibo se encuentra en
los archivos de Arras, enviada al abad de Saint Loup por Estienne Le Mas y
Guillaume Pernel, canteros, en el año 1299, es decir, el año de la
investigación y del cese de los sucesos sobrenaturales en Dunes. En cuanto
a la Efigie original, ahora verá y entenderá todo.
El anticuario abrió la puerta de un pasaje inclinado y abovedado,
encendió un farol y abrió la marcha. Era evidente que se trataba de la
bodega de un edificio medieval, y un aroma a vino, a madera húmeda y a
ramas de abeto apiladas en innumerables montones de leña flotaba en la
oscuridad, entre las gruesas columnas.
—Es aquí —dijo el anticuario, elevando su farol—; estaba enterrado bajo
esta bóveda y lo habían atravesado con una estaca de hierro como si fuera
un vampiro, para evitar que se volviera a alzar.
La Efigie se erguía apoyada en la oscura pared, rodeada de broza. Era
más alta que una de tamaño real y estaba desnuda, con los brazos rotos a la
altura de los hombros, la cabeza con una barba incipiente y el pelo
apelmazado, echada hacia atrás con esfuerzo; el rostro contraído en una
mueca de dolor; los músculos tensos como los de un crucificado, los pies
unidos y atados con una soga. La figura me resultaba familiar de haberla
visto en varias galerías. Me acerqué a examinar la oreja: tenía forma de
hoja.
—Ah, veo que ha comprendido todo el misterio —dijo el anticuario.
—He comprendido —contesté, sin saber hasta adónde quería llegar el
anticuario— que esta supuesta estatua de Cristo es en realidad un sátiro de
la Antigüedad, Marsias, esperando su castigo.
El anticuario asintió.
—Exacto —dijo con un humor cargado de ironía—, no hay más
explicación que esta. Aunque creo que el abad y el prior no se equivocaron
al atravesarlo con una estaca de hierro cuando lo retiraron de la iglesia.
LA HERMANA BENVENUTA
Y EL NIÑO JESÚS Leyenda del siglo xviii

A mi querida y vieja amiga,


Evelyn Wimbush,
en agradecimiento a los bordados,
las historias de santos,
y mucho más.
Navidad de 1905

Hace sesenta años, y poco antes de su completa extinción, la ilustre familia


veneciana de los Loredan comenzó a dar pasos para beatificar a uno de sus
miembros, una monja fallecida en Cividale en el año 1740.
En realidad, a los habitantes de Cividale no les hacía falta una
confirmación oficial de la santidad de la hermana Benvenuta Loredan; y era
sabido que existía un culto regular, con su correspondiente leyenda,
relacionado con ella. En efecto, daba la sensación de que la beatificación de
aquella joven (que, durante su vida terrenal, había sido la tercera hija de
Almorò IV Loredan, conde de Teolo y Soave, y de Fiordispina Badoer, su
esposa) habría resultado conveniente no solo en reconocimiento a su
santidad y milagros, sino también para encauzar la devoción popular a
través de canales autorizados, y para cortar de raíz creencias y prácticas
rocambolescas que habían pasado desapercibidas. Pues las indagaciones
eclesiásticas, llevadas a cabo con discreción, determinaron que la Beata
Benvenuta, como se la denominó prematuramente, se había convertido en el
principal objeto de devoción para los niños pequeños y sus cariñosas
madres en la ciudad de Cividale.
En esta calidad, había usurpado la autoridad, e incluso parte de la
leyenda, de algunos de los santos más antiguos y mejor acreditados del
calendario. De este modo, estaba demostrado más allá de toda duda que los
niños de Cividale habían dejado de considerar a los tres Reyes Magos —
Melchor, Gaspar y Baltasar— como los portadores de sus regalos anuales, y
dejaban los zapatos y los calcetines para que se los llenara la Beata
Benvenuta.
Lo que era aún más grave es que habían acabado por atribuírsele algunas
de esas venerables familiaridades con el Infante Jesús que se sabe con
certeza que tenían santa Catalina, san Antonio de Padua y (según algunos
reverentes hagiógrafos) el mismísimo y seráfico san Francisco. Mientras
que, por otra parte, se le atribuían encuentros personales con el Gran
Enemigo de la Humanidad, algo que solo estaba acreditado con autoridad
en relación con san Antonio, san Nicolás de Bari, san Dunstán, santa
Teodora, san Anaximandro, san Rodwald, san Nilo y a un reducido número
de conocidos paladines celestiales que prosperaron en periodos más
remotos de la historia. A este manifiesto desbarajuste hay que añadir que la
procesión anual en honor a la Beata Benvenuta, tal como era conocida, la
encabezaban niños, en su mayor parte niñas pequeñas, sin ningún tipo de
guía eclesiástica, y consistía en desfilar por la ciudad con coronas, bonitos
vestidos de oropel y adornos multicolores de todo tipo, entonando
canciones infantiles e incluso, según se rumoreaba, cogiéndose de la mano
y bailando, y comiendo pequeñas donas con nueces preparadas para la
ocasión. Un tipo de pastel parecido, relleno de almendras tostadas, se
vendía por las calles de Cividale el 15 de mayo, el cumpleaños de la
llamada Beata Benvenuta, y se suponía que tenía la forma del Niño
Salvador en brazos de la joven monja antes mencionada. Ese día también se
festejaba con un inusual despliegue de espectáculos de títeres, cuyos dueños
reivindicaban a la Beata Benvenuta como su defensora celestial, una
afirmación que era necesario tomarse con la mayor de las prudencias. Pero
el aspecto más característico de todo aquel cuestionable asunto, y sin duda
suficiente para merecer la introducción de una autoridad eclesiástica
suprema, era que (como nadie en Cividale podía negar) los niños
acostumbraban a acompañar sus juegos con una rima para contar, cuyo
primer verso incluía el nombre de la Beata Benvenuta Loredan, y el último
el del diablo.
Estos eran algunos de los motivos, además de la incontestable santidad de
su vida y un número respetable de sanaciones y salvaciones milagrosas
totalmente ratificadas, por los que era urgente que se dieran pasos hacia la
beatificación de la hermana Benvenuta Loredan de Cividale.
Su santidad el papa Gregorio XVI tomó en consideración dichos motivos
y se mostró favorable a los encomiables deseos tanto de la noble casa de
Loredan (que costeó todos los gastos) como de las pocas monjas que
quedaban en el convento de Santa María del Rosal, ambas legítimamente
orgullosas de tan magnífico miembro de su familia temporal y espiritual,
respectivamente.
Sin embargo, tras varios años de diligentes pesquisas, y de mucho
indagar en archivos privados y públicos, el asunto de la beatificación de la
hermana Benvenuta Loredan fue abandonado y ni siquiera se retomó con
posterioridad. Tal vez una lectura atenta de su diario, incluido entre los
documentos de este caso, arroje algo de luz tanto sobre sus reivindicaciones
reales para la beatificación como sobre el motivo por el que dichas
reivindicaciones no se admitieron de manera oficial.

CONVENTO DE SANTA MARÍA DEL ROSAL


DE CIVIDALE, EN FRIULE

Día del Santo Nombre de Jesús


Enero de 1740

He estado pensando y pensando en lo increíblemente aburrido que debe de


ser para nuestro querido y pequeño Niño Jesús estar siempre encerrado en
ese armario de la sacristía, que huele a madera vieja e incienso viciado cada
vez que se abre. Con la excepción del periodo que va de Nochebuena a la
Epifanía, cuando yace en el pesebre bajo el altar mayor, entre el buey y la
mula, y en una o dos grandes festividades, cuando lo llevan en procesión, se
encuentra siempre en ese armario entre los fragmentos de huesos de santos
envueltos en algodón, las vestiduras de repuesto y los paquetes de velas; ¡y
la hermana sacristana se cuida siempre tanto de cerrarlo todo! Una vez,
poco después del último Corpus Christi, se olvidó de echar la llave al
armario y yo aproveché la oportunidad para dejar dentro un gran ramo de
rosas de damasco para el querido Bambino; vi cómo ella lo sacaba varias
semanas después, con el brazo estirado y un resoplido, y lo arrojaba en el
recogedor. Y entonces me alegré de no haber metido también uno de esos
pastelitos redondos, hechos con vinsanto y la mejor harina, que la hermana
Rosalba, que tan orgullosa está de su tío el Dux, había horneado para esa
fiesta, siguiendo la receta de la familia de Su Serenísima Señoría.
¡Si pudiera conseguir que me nombraran sacristana! Pero soy demasiado
joven, y el hecho de ser coja me impide subir a la escalera de mano. Por
todas estas razones he decidido que, como no tengo la posibilidad de hablar
con libertad con el querido Gran Niño, pondré por escrito las cosas que le
podrían entretener, y meteré las hojas en el gran brazo hueco y plateado que
contiene un hueso del dedo de san Pantaleo, arzobispo de Baalbek, siempre
que tenga ocasión de acceder a ese armario.

Día de santa Agnes

He reflexionado seriamente, querido Niño Jesús, si no será un pecado carnal


presuponer que puedo entretenerte, y si debería o no compartirlo en
confesión. Pero nuestro confesor es un hombre instruido; ha escrito un
extenso tratado sobre el idioma hablado en el paraíso antes de la
desobediencia de Adán (por lo visto, era un dialecto del turco), y compone
hermosos sonetos siempre que hay una monja nueva, impresos sobre seda
amarilla y repartidos junto con los sorbetes. Nuestro confesor ya me
considera una boba, y se limitaría a aspirar rapé con impaciencia y
exclamar: «¡Vaya, vaya! Pida un poco de sabiduría en sus oraciones,
hermana Benvenuta». Y no es que sea vanagloria, ni un pecado, porque no
pienso en absoluto que sea capaz de contar estas cosas de un modo ameno,
con un estilo noble, como haría la madre abadesa, o con ingenio, como la
vieja hermana Grimana Emo, que siempre me hace sonrojar. Se trata
sencillamente de que, por insulsa que sea (y siempre he sido una mema),
será menos aburrido para el querido Gran Niño que vivir siempre solo en
ese armario, sin más compañía que la carcoma y los fragmentos sagrados de
hueso en un lecho de algodón bajo campanas de cristal.

Cuarto domingo después de la Epifanía

En realidad no puede ser un pecado de vanagloria, porque el cielo no me


habría enviado con tanta prontitud algo tan extraordinariamente interesante
que contarle a mi querido Gran Niño. Ah, ¡es tan emocionante! Va a ser un
gran entretenimiento para el Martes de Carnaval. Están invitados todos los
nobles de la ciudad, ¡y habrá un espectáculo de títeres en el salón! Debemos
fingir que no lo sabemos hasta que la madre superiora nos lo comunique en
el Capítulo. Pero no hablamos de otra cosa. Así que tengo que contárselo al
Gran Niño Jesús.

Día de santa Dorotea

Anteayer, el artista mantuvo una larga audiencia con la madre abadesa.


Dicen que le pidió un precio desorbitado debido a la fama del convento, y a
que a todas las hermanas se les exigen dieciséis cuartelados y por lo menos
mil ducados de dote. Pero la madre abadesa, que es una viuda de la casa de
Morosini, consiguió rebajar el precio con gran dignidad. Y alcancé a
vislumbrar al artista: es una persona contrahecha, con acento boloñés, un
ojo estrábico, una peluca roja y las medias mal subidas. Pero la hermana
Rosalba, que tiene una gran sabiduría mundana, dice que no está
excomunicado, aunque por su aspecto lo parezca. Debatimos si los títeres
de una persona excomunicada serían en consecuencia títeres
excomunicados, y si podían introducirse o no en un convento. La hermana
Rosalba dice que un convento noble tiene sus privilegios. La hermana
sacristana dijo que, en todo caso, la madre superiora lo había tratado con
una dignidad consumada y le había advertido que no intentara ninguna treta
con ella.

Día de santa Escolástica

Ah, queridísimo Bambino, ¡ojalá pudiera enseñarte los títeres! El hombre


los ha traído para la actuación de la semana que viene, de modo que haya
tiempo para hacer cambios en caso de que la madre abadesa o nuestro
reverendo el padre confesor encuentren algo pecaminoso en alguno de ellos.
La madre superiora se los llevó a su salón privado para examinarlos con una
lupa. La hermana Grimana dice que nuestro confesor puso objeciones a
varias damas con el escote demasiado generoso, pero nuestra superiora, que
es una mujer de mundo, contestó que le asombraba que Su Reverencia no
supiera que las leyes de la República Serenísima permiten a las damas
venecianas mostrar exactamente la mitad del escote y nada más, y que tal
proceder no se considera una falta de modestia. Yo no entiendo mucho
sobre tales asuntos, pero por lo visto la madre abadesa señaló que sería una
crítica injustificada a la sabiduría de la República, así como a las damas de
la nobleza invitadas a la representación, que los títeres representaran el
papel de reinas, princesas y heroínas con pedazos de papel de seda sobre los
hombros, como había sugerido el padre reverendo. Yo no sé nada sobre el
corpiño de las damas, solo sé lo hermosas que son y cómo me gustaría
mostrárselas a mi querido Gran Niño. Porque, tras la inspección en el salón
privado de la abadesa, los títeres se sacaron de nuevo y se colgaron en una
especie de toalleros de pie en el pasillo de Santa María Magdalena, y se
permitió contemplarlos a todas las hermanas. Ah, queridísimo Bambino,
¡ojalá pudiera llevarte uno o dos! Tienen alambres atravesados en la cabeza
e hilos en las manos y los pies, que terminan en una gran bobina de la que
cuelgan. Y cuando tiras de los hilos, sus pequeñas manos de madera se
mueven como horquillas, la barbilla les baja y se les abre la boca, y sus
brazos y piernas se extienden y repiquetean. Ese no es el modo apropiado
de manejarlos, por supuesto, pero no sé hacer nada más. La hermana
Rosalba y la hermana Grimana los sostienen de la manera adecuada, con los
talones, con pesos de plomo (y algunos calzados con preciosos zapatos con
escarapelas, y también con babuchas bordadas, como los turcos) pegados
con firmeza al suelo, para que queden erguidos, y los desplazan de modo
que taconean por el suelo y hacen maravillosos movimientos con sus
brazos, en ocasiones incluso por detrás de la espalda, lo cual no puede ser
acertado, aunque qué sabré yo. Algunos de ellos, en concreto un terrible
eslavo con un cinto lleno de cuchillos y un gran bigote de crines, así como
una joven criada, tenían las cuerdas enredadas y siempre giraban y se daban
la espalda mutuamente. Pero había una pastora y un héroe con una peluca
rubia y un vestido romano que eran bastante fáciles de manejar, y las dos
hermanas les hacían bailar un minué, mientras la hermana Grimana cantaba
con voz rota, hasta que Atalanta Badoer, una novicia prima mía, cogió un
laúd que había quedado allí tras la misa musical del domingo y se puso a
tocar con gran habilidad una furlana. «¿Escuchará mi Bambino la música
desde su armario?», pensé yo. Pero al final algunas de las hermanas más
mayores la regañaron y le quitaron el laúd. ¡Cómo me gustaría llevarle la
pastora a mi querido Gran Niño para que la viera! En realidad no me gustan
los títeres que representan mujeres, aunque estas van vestidas con unas
faldas muy bonitas con flores bordadas en hilo de plata y andriennes que
resaltan sus caderas, y llevan corpiños llenos de perlas de semilla, parches
en forma de lunar y colorete en las mejillas, igual que las damas reales que
venían a tomar chocolate con mi madre y mis tías. Algunas de ellas van
ataviadas con capas livianas y grandes sombreros sujetos con pañuelos
negros, y máscaras blancas como un hocico, igual que las damas que yo
veía durante el Carnaval en la amplia escalera de Venecia, acompañadas de
sus chichisbeos; y esos hocicos blancos y pañuelos negros, y el modo en
que ellas se balanceaban con sus enaguas cubiertas por una capa con
capucha, me asustaba y me hacía llorar. No te enseñaré ninguna de esas,
querido Gran Niño; ni los malvados eslavos y turcos, ni el ogro, ni el
horrible doctor anciano con la larga nariz roja, ni el arlequín vestido como
una perversa serpiente, ni siquiera el español, Don Matamoros, con la ropa
y las botas negras desgarradas, bigotes de punta y una boca que te tragaría.
Pero sí te enseñaría al amable y gentil Rey Blackamoor y al hermoso héroe
con traje romano y peluca rubia, que parece que esté cantando Mio Ben! y
Amor Mio como el famoso soprano al que me llevaron a escuchar en la
ópera justo antes de tomar el hábito. Pero por encima de todo, le enseñaría a
mi Bambino esa joven y recatada pastora, ¡e intentaría que bailara para Él!
Ay, un día cometeré un pecado y robaré la llave del armario, ¡e iré a
hurtadillas a enseñarle esa pastora a mi Bambino!

Día de santa Juliana


16 de febrero

No puedo ser más simplona. Hoy, cuando hemos vuelto a mirar los títeres
(pues unas cuantas de nosotras nos las ingeniamos para echarles un vistazo
en sus toalleros de pie cada día), había uno que me ha hecho reír a
carcajadas, hasta acabar casi llorando; y ha sido una bobería y ha estado
mal, tal y como me ha dicho la hermana Grimana, pues en todo momento he
sabido que el títere representaba al diablo. El diablo nunca me ha dado
miedo, a mí, a quien tantas cosas me asustan (por ejemplo, toda esa gente
ataviada con capuces, sombreros sujetos con pañuelos negros y máscaras de
hocico blancas, que venía a jugar a las cartas y beber vino de Samos en casa
de mi padre). Sé que está mal, y a menudo he rezado para aprender a temer
al maligno, pero nunca he podido, y todas las imágenes y las historias que
cuentan de él (y que he leído en el Spicilegium Sanctorum) siempre me han
hecho reír. Así que la insensatez y un corazón débil son los que han hecho
que me echara a reír al ver a este títere-diablo; y ha sido muy malicioso.
Pero, ah, querido Bambino, ¡tú también te habrías reído!
Día de santa Cunegunda

La madre abadesa ha dicho que había que poner fin a los juegos con los
títeres en el convento de Santa María del Rosal, así que hemos estado todas
muy ocupadas y apenas tengo tiempo para escribir a mi querido Bambino.
Este convento es tan noble (solo los patricios de la República Serenísima,
los príncipes y los condes del Sacro Imperio Romano Germánico pueden
proponer a sus hijas) que se nos permite no realizar labores de utilidad, pues
para eso hay hermanas seglares. A menudo lamento (ya que no tengo una
mente noble acorde con mi cuna, algo de lo que mis ayas se quejaban a
menudo) que sea así. Me gustaría desvainar guisantes, lavar arroz y cortar
tomates en la cocina. Con frecuencia envidio a las hermanas seglares
cuando remueven el mantillo del jardín, que tan bien huele, y podan y
plantan mientras nosotras paseamos por los claustros; y tengo la sensación
de que mis dedos desmañados serían más felices confeccionando vestidos
de lana de invierno para las mujeres y los niños pobres, que bordando, ¡que
se me da fatal! Pero supongo que esto no es más que un perverso espíritu de
indisciplina y queja (el pecado de Accidia del que habla nuestro confesor), y
rezo para que se me conceda un corazón más humilde y agradecido. Sea
como fuere, las hermanas hemos estado muy ocupadas; unas elaborando
cáscaras confitadas y rosolio con los cazos de plata de la madre abadesa;
otras cosiendo paños para el altar, bordando, confeccionando puntillas y
haciendo todo tipo de ingeniosos ornamentos y artilugios religiosos con
paja trenzada, tiras de papel dorado y de colores, y cuentas abigarradas. Yo
me cuento entre aquellas que han tenido el honor de confeccionar la
vestidura de lino plisado, fruncido y tableado de la sobrepelliz de Su
Eminencia el patriarca. Aquí he vuelto a cometer un pequeño pecado de
arrogancia: me ha parecido que Su Eminencia tenía sobrepellices de sobra y
he sentido deseos de entregar parte de aquel linón doblado, que parecía
espuma del mar o flores de nuestros almendros, a mi querido Gran Pequeño,
que tanto frío pasa en ese armario de la sacristía, con tan solo un rígido fajín
morado y dorado que le hace cosquillas en su pobre barriguita.

Día de santa Francisca

Tengo que hablarte sin falta, querido Gran Pequeño, del títere que
representa al diablo, porque si consigo arrancarte una sonrisa sentiré que mi
deseo de reír cada vez que lo veo o siquiera pienso en él no es un acto de
mera maldad. En su etiqueta se lee: «Beelzebubb Satanasso, príncipe de
todos los diablos», y está colgado por el gancho de la bobina de encima de
su cabeza en el toallero de pie del pasillo de San Eusebio, bajo un cuadro de
Sebastiano Ricci que representa el martirio de santa Ágata; los títeres que
tiene a ambos lados también llevan sendas etiquetas: «Pulcinella» y
«Sophonisba». Aunque en realidad, junto a él, como para que parezca que
ambos son uno solo, hay un monstruo horripilante llamado «Basilisco». El
diablo lleva una bata negra sujeta con un pañuelo azul cielo, tiene una vara
de ébano en una mano, y sus piernas, que sobresalen por el borde de la bata,
también son de ébano, como las de un caballo, con hermosas pezuñas
talladas. También tiene unas largas orejas y pequeños cuernos escarlata. La
otra mano parece estar apoyada en el Basilisco, y debería dar mucho miedo;
o, mejor dicho, ¡yo debería estar muy asustada de él! Pues es aterrador tener
pezuñas y cuernos como esos, y una mano sobre un dragón, y que te llamen
Beelzebubb Satanasso, príncipe de todos los diablos. Pero a mí me hace
reír, querido Bambino, reír y nada más que reír; y estoy segura de que tú
también te reirías, a pesar de ser el Verbo Encarnado y todas las grandes
cosas que aprendemos en el catecismo. ¡Cuánto desearía que pudieras verlo,
o poder contártelo! Tiene un rostro ancho con una barba como la de los
capuchinos, y ojos negros con la mirada fija; y los ojos parecen estar
empezando a entender algo que él no puede; y la boca rodeada por la barba
está abierta para entender también lo que él no puede, y su rostro entero está
fruncido tratando de averiguar qué se espera de él. Me recuerda al tutor de
mi hermano, en cuya cama (era cura en el oratorio) los chicos malos metían
erizos, y él se pinchaba y se ponía a gritar en latín. Sin embargo, el tutor me
daba pena y el diablo no me da ninguna, tan solo me divierte verlo tan
rígido y pasmado con sus responsabilidades; responsabilidades que
consisten en ser el diablo. Ay, querido Bambino, ¡qué divertido sería que tú
y yo juntos le pudiéramos gastar una buena broma! No sería cruel como los
erizos de la cama del reverendo, porque se ve que tiene pezuñas y cuernos,
y además es el diablo. ¡Ojalá yo tuviera mejor memoria y no fuera tan
mema! Me gustaría recordar alguna de las bromas que los Santos Padres en
el desierto, y los otros bienaventurados en la Leyenda Áurea, le gastaron; no
al títere, por supuesto.

Miércoles de Ceniza, 1740


Ya se ha celebrado el espectáculo. Era la historia de Judit, de cómo le cortó
la cabeza a Holofernes y liberó a su pueblo, escrita en versos alejandrinos
por nuestro reverendo padre confesor, a quien los pastores de la Arcadia
llamaban Corydon Melpomeneus. En la representación, la cabeza de
Holofernes se cayó de verdad y de ella salió gran cantidad de lana roja de
Berlín, de la manera más natural y terrible. Había una Victoria de Judit,
vestida como la figura parisina que hay cerca de la Torre del Reloj en
Venecia, con un carro de oro y transparencias; aparecían el Tiempo y la
Religión, uno con su guadaña y la otra de entre las nubes, para cantar
alabanzas a nuestra reverenda madre superiora y la ilustre casa de Morosini
(incluido Morosini Peloponnesiacus, de recuerdo imperecedero); los turcos
bailaron una danza muy elegante y, tras la muerte de Holofernes, había una
escena de lo más divertido entre la joven criada de Judit y Arlequín, el
ayuda de cámara de él. Era como si los títeres hubieran cobrado vida:
golpeaban el suelo con los pies, se doblaban por la mitad al hacer
reverencias, daban golpes con los brazos y abrían la mandíbula con un
chasquido de lo más vívido, y hablaban con voces que sonaban como gaitas
y arpas de boca. Y asistió un numeroso público compuesto de damas y
caballeros nobles, prelados y monjes, oficiales, Su Excelencia el proveedor
de la República y el jefe de los espías, y hubo sorbetes, helados y chocolate
y, más tarde, mesas dispuestas para que los nobles jugaran a las cartas, y al
menos un millar de velas en las lámparas de araña de Murano, que por lo
general se reservan para los sepulcros del Jueves Santo. Al terminar todo,
hubo una pelea entre los portadores de la silla del sobrino del Patriarca y los
Bravos de Su Excelencia el conde de Gradisca, y se dio por muerto a un
hombre, y al día siguiente la policía sometió a un zapatero al potro para
obtener información y hacer justicia.
Nosotras las hermanas permanecimos detrás de una celosía dorada y, por
ser la más joven, yo me senté con las novicias y fui incapaz de obligarlas a
comportarse de una manera religiosa o de evitar que arrojaran galletas de
almendra a sus hermanos y primos. Debería haberme divertido, y lo único
que hice fue reprocharme amargamente mi ingratitud hacia la Providencia y
nuestra Madre Superiora, que me habían permitido disfrutar de una
representación tan noble y entretenida; mientras que lo único que podía
sentir yo era amargura y un deseo de colocar una jarra de agua sobre la
puerta de la hermana sacristana, para asustarla y mojarla con crueldad, y
hacerla chillar ridículamente cuando volviera a su celda. Pues yo había
urdido el plan, que sin duda no era pecado (y que no confesaré bajo ningún
concepto), de robar la llave de ese armario y llevarme a mi querido
pequeñín el Niño Jesús, y esconderlo en un jarrón de cartón con rosas
artificiales frente al escenario, para que también Él disfrutara del
espectáculo. Y la hermana sacristana había dado dos vueltas a la cerradura
del armario después de maitines y había contado las llaves antes de colgarse
el manojo en la cintura mientras me dedicaba una mirada desafiante. Y la
odio, y estoy convencida de que jamás irá al cielo debido a su arrogancia y
su crueldad con mi querido Bambino Santo.

Día de santa Práxedes

Me temo que me estoy dejando arrastrar hacia el pecado mortal del odio y
la falta de caridad, pero cómo no voy a odiar a la hermana sacristana y
pensar que parece un gallo, cuando no deja pasar la ocasión de ser
desagradable con mi querido Niño Jesús quien, al fin y al cabo, es el Rey de
los Cielos y merece consideración por parte incluso de una noble veneciana.
La solución es la siguiente: temiendo que las novicias y las hermanas más
jóvenes se estuvieran volviendo un poco mundanas con el espectáculo de
títeres y todas las damas y caballeros que asistieron, nuestra madre abadesa
ha ordenado que el convento entero dedique cuatro horas al día, entre
maitines y vísperas, al trabajo piadoso, destinado a alimentar los
pensamientos religiosos y conversaciones llenas de remordimiento. Hay que
sacar brillo a los relicarios con polvos para limpiar la plata y hay que
cambiar el algodón y las cintitas de las reliquias sagradas antes de Navidad.
Es un trabajo lento, pues los pedazos de hueso son quebradizos y tan
pequeños que se extravían entre los montones de guata y las bobinas de
cinta de la mesa de trabajo. Asimismo, las hermanas más avezadas tienen
que remendar las vestimentas de las diversas figuras sagradas y retirar las
puntillas y los bordados, que necesitarán cuidados más minuciosos. Se han
bajado todas las Madonnas y se ha examinado su vestuario, y la madre
abadesa se ha enfadado al ver la cantidad de moho que tenían; por si eso
fuera poco, la cifra de zapatos, medias y pañuelos de bolsillo con puntillas
no se acerca a la que debería ser, y las sospechas han recaído sobre los
hombres que trabajan en el huerto, que han acabado en manos del Santo
Oficio. Mi prima Badoer, la más rebelde de las novicias, ha dicho que es la
continuación de la representación de títeres en la cabeza de la madre
abadesa, lo que me ha obligado a reprenderla y a indicarle que debería ser
más piadosa aunque, como buena cabeza hueca pecaminosa que soy, no he
podido reprimir la risa. Por supuesto, mi pensamiento se centró de
inmediato en mi querido Gran Niño, en ese armario húmedo con olor a
cerrado, sin nada más que un fajín escarlata y dorado que le pica en la
barriguita. Como sé que la madre abadesa tiene debilidad por mí (en parte
debido a mi cojera y en parte debido a que nuestra familia se remonta a los
orígenes de la República Serenísima y desciende de Lars Porsena, el rey de
Roma), me aventuré a sugerir la conveniencia de confeccionar al Niño Jesús
un abriguito de suave seda con forro del mejor lino para el momento de su
exposición en ese pesebre lleno de corrientes de aire durante la Navidad.
Nuestra madre abadesa me dedicó una prolongada mirada, sonrió y hasta
me pellizcó la mejilla, al tiempo que decía: «No cabe duda de que nuestra
hermana Benvenuta tiene madera de niñera del cielo». Pero justo entonces,
cuando estaba a punto de darme permiso, quién entra en la estancia sino (ay,
sé que el odio es pecado pero ¡cuánto la odio!) la hermana sacristana, que
de inmediato me aguó la fiesta; dijo que eso quitaría tiempo y dinero a las
nuevas vestiduras del esqueleto de san Prosdócimo, que era una reliquia de
lo más honorable, con sendos diamantes redondos en las cuencas de los
ojos, y debía dejarse en condiciones para exhibirla y que recibiera una
devota veneración. Añadió que el Bambino nunca había ido vestido, que el
fajín era tan solo una concesión al pudor pero que nadie había oído jamás
que Él deseara ir vestido; que la proposición era demasiado moderna y (si
no viniera de una hermana con una notoria fama de simplona) casi revelaría
una herejía peligrosa. Así que la abadesa se volvió hacia mí, blandió su
dedo ensortijado y me dijo: «Qué vergüenza, hermana Benvenuta; el
Bambino Sagrado no es su Cavalier Servant como para querer cubrirlo con
terciopelo y puntilla dorada», y se volvió para preguntar cuántas carpas se
habían llevado a la cocina para la cena en honor de monseñor el benefactor
de san Patricio.

Nuestra Señora de las Nieves


5 de agosto

Pero mi querido Bambino tendrá su abriguito, ¡y será más suave, cálido y


gallardo que cualquiera de los que la hermana sacristana pueda ponerle al
esqueleto, con diamantes por ojos, de su san Prosdócimo! He pasado estas
últimas semanas sumida en la amargura y la desesperación. He sobornado a
las hermanas seglares para que me compren seda e hilo de oro, además de
linón bueno; y cada noche me he sentado en la cama de mi pequeña celda
blanca he intentado confeccionar el abrigo de mi querido Gran Niño. Pero,
cada vez que empiezo, los espantosos ojos y la mirada de gallo de la
hermana sacristana parecen vigilarme. Me tiemblan las tijeras en las manos,
corto y tajo la tela al azar, el frontal y la espalda nunca tienen nada que
decirse, y en cuanto a las mangas… Al final pedí prestada la ropita de uno
de los hijos del jardinero y la usé como patrón para cortar. No importa lo
rara que quede la forma. Mi Bambino me lo perdonará, aunque parezca más
adecuado para un oso que para Él. Pues estará cubierto de brocados y
damascos como los ropajes de los santos en los viejos cuadros con fondo
dorado de nuestra capilla, que cuentan todos la historia del Bambino en
verso y con símbolos: peces, soles y lunas, pequeñas margaritas y conejos
corriendo, y pájaros picoteando. Y cada pliegue estará cosido con un latido
de mi amante corazón.

Día de santa Úrsula

¡Ah, necia y jactanciosa hermana Benvenuta! ¡Cómo ha menguado tu


orgullo! En esas gélidas noches otoñales, mis dedos se quedan insensibles.
La aguja se introduce torcida en el tejido y sale por donde menos te lo
esperas; las puntadas son a veces amplias, como en el punto de matiz, y a
veces se superponen unas a otras. Y se hacen nudos en el hilo: luego la
aguja se desenhebra y yo me encorvo sobre mi vela, sujetando el hilo
atiesado delante del ojo; lo introduzco y empujo; y he aquí que el hilo cae
por un lado de la aguja y no quiere hacerme caso. Y ¿a quién se le ocurrió
inventar los dedales? Ay, santa Marta, patrona de las buenas amas de casa,
¿por qué a mí me enseñaron a bailar minués y hacer reverencias, a cantar
madrigales acompañada de la espineta y a decir «Oui, monsieur»,
«Votreservante, madame», y jamás de los jamases me enseñaron a coser?
Santa Crescencia, virgen y mártir

No dejaré estas hojas en el brazo de plata del armario de la sacristía. Mi


querido Niño las leerá, pero será después, cuando ya tenga su abrigo y
pueda regocijarse en él y en el precio que he pagado. Sí, amado Bambino,
un precio mayor que los florines de plata y los ducados de oro, los cequíes y
los doblones que han costado jamás la seda y el raso, las puntillas y los
bordados de cualquier Madonna o santo en toda la cristiandad. El único
precio digno de pagarse para complacerte: el precio de un alma, sin duda
insensata y simple, pero llena como una uva de dulzura, o como una rosa de
fragancia; de un amor y una devoción puros.

Primer domingo de Adviento

Debieron extraviarlo después del espectáculo de títeres y se ha quedado


aquí, olvidado en un rincón. O si no… Se me olvidaba que hay palabras que
siempre se escuchan, no importa la distancia, y a las que el maligno
responde casi antes de que se pronuncien. El caso es que noté una repentina
corriente de aire y oí un extraño ruidito sobre las losas de mi celda, un
repiqueteo y una serie de golpes cortos y secos, como cuando la madre
abadesa recorre los claustros apoyada en su bastón de madera de Malaca:
algo que hizo que el corazón me diera un vuelco y se me parara, y la frente
se me perlara de sudor frío. Y al darme la vuelta desde mi reclinatorio, ahí
estaba, bajo la luz radiante y al mismo tiempo tenue de mi candela y la luna
llena, que se mezclaban. De alguna manera parecía más grande; tan grande
como yo pero, por lo demás, igual que siempre. La misma bata negra,
ceñida con un pañuelo azul celeste, con las finas y rectas piernas de caballo
y las pulcras pezuñas de ébano en el extremo; la misma barba de monje
capuchino, largas orejas y pequeños cuernos rojos, y la misma expresión
inflexible, con la mirada fija, boquiabierto, ansioso por entender de qué iba
aquello y hacer lo que se esperase de él. Dobló en dos su cuerpo al hacer
una reverencia y tocó el suelo con la mano como un rastrillo (la otra la tenía
sobre el pecho); dejó caer su mandíbula inferior articulada con una sacudida
incierta, dejando la gran y redonda boca abierta, con una lengua en su
interior, listo para hablar. Recuerdo que me fijé en el tiempo que pasaba
entre que abrió la boca y su discurso, y también que me dije a mí misma:
«Yo le habría puesto unos ojos que pudieran mirar de un lado a otro», pero
soy incapaz de asegurar si llevaba o no alambre o hilo atados. Me reí, pero
al hacerlo me noté el aliento muy frío y, debajo de la toca, el pelo corto me
empezó a picar y se puso rígido. Me dio la sensación de que pasaba una
eternidad hasta que habló y, cuando lo hizo, con una voz de arpa de boca
igual que la de una máscara, y me llamó por mi nombre, me sentí
súbitamente aliviada y mi corazón se liberó y se sosegó. Me preguntó si
sabía quién era él y se señaló una etiqueta que tenía en el hombro en la que
se leía: «Beelzebubb Satanasso, príncipe de todos los diablos». Parecía duro
de mollera y dado a explicaciones innecesarias y salvedades, aunque
hablaba con una cortesía insólita y utilizaba bastantes palabras muy largas,
cuyo significado describía a medida que hablaba. Quería conocer las
medidas exactas según los nuevos principios de patronaje establecidos en la
Enciclopedia de conocimientos útiles para las damas; y estaba muy
interesado en saber si la figura del santo que llevaba el modelo de su bata
era el segundo o el tercero a la derecha contando desde el centro, aunque yo
le había dicho que era pelirrojo y llevaba botas verdes (a lo que hizo caso
omiso), y luego si la figura estaba a la izquierda del altar, aunque yo le
repetí que representaban a los Reyes Magos. También rebuscó un buen rato
hasta encontrar el espacio del pergamino donde yo debía firmar con mi
nombre, y le preocupaba que empezara con letras muy grandes y apiñara la
última sílaba; se disculpó por obligarme a darme un pinchazo en el dedo,
como si nunca antes me hubiera dado un pinchazo, y cuando terminó dijo:
«Querida muchacha» y se olvidó del resto. Cerró la mandíbula con una
sacudida brusca, volvió a doblarse en dos, hizo repiquetear los brazos y,
mientras desaparecía con una serie de golpecitos, una nueva corriente de
aire atravesó la celda. Esta mañana, cuando la hermana Rosalba ha venido a
mi celda, me ha preguntado por qué había arrojado sulfuro en mi brasero de
mano y si era para ahuyentar las polillas.
Jamás me santigüé ni recité a gritos ningún tipo de exorcismo porque,
qué se le va a hacer, yo lo había convocado, y era una criatura de una
naturaleza distinta.

Nochebuena de 1740

Por primera vez desde que tengo uso de memoria, he estado pensando en mi
propia vida, y me han pasado por delante momentos de ella todos a la vez,
igual que la anciana hermana seglar dice que le pasó cuando se cayó al río
Natisone y creyó que iba a ahogarse. Y como hace mucho que no escribo a
mi querido Gran Niño (aunque apenas sé por qué), le contaré qué tipo de
niña era y cómo acabé amándolo más que a nada.
Por supuesto, desde el principio estuvo claro que yo iba a ser monja
porque nuestra familia posee una prebenda en este noble convento y, de las
tres hermanas, yo era la más joven y tenía una leve cojera. Nuestros padres
eran muy sabios y virtuosos, y así lo dispusieron; igual que establecieron
que uno de mis hermanos debía casarse y perpetuar nuestro ilustre apellido,
mientras que los otros dos serían monseñor y caballero de Malta,
respectivamente. Cuando nos llevaban a la gran villa cerca de Brenta, a mí
me obligaban a permanecer sola en un gran cuarto, rodeada de
reproducciones en color de monjas de diversas órdenes colgados en las
paredes, y con una alcoba que representaba la gruta de un santo anacoreta,
llena de búhos, calaveras y hermosas figuras alegóricas hechas de cartón
entre las rocas de yeso. Cuando era pequeña, a veces me daba miedo ver
esas devotas figuras al amanecer y saber que detrás del cabezal de mi cama
había una ventana, con una cortina que se podía correr, que daba a la capilla
donde estaban enterrados la mayor parte de mis antepasados. A menudo
gritaba y lloraba de miedo, pero las jóvenes criadas decían que eso
despertaría mi vocación. Y sin duda estaban en lo cierto, ya que yo era una
niña rara y apegada a las cosas mundanas, adicta a juguetear en los jardines,
rodar sobre la hierba y aspirar el aroma de las flores; y me encantaba ver
navegar las barcazas desde la terraza, a los pavos reales contoneándose y a
las palomas arrullando; y los bonitos vestidos de mi madre, y el maquillaje
y los parches en forma de lunar, cuando su doncella nos llevaba a dos o tres
de nosotros a pasar la mañana con ella, mientras le empolvaban y le rizaban
el pelo, un paje negro le traía chocolate y su chichisbeo aspiraba rapé junto
a su espejo; y los mercaderes y los judíos le traían bordados y joyas para
que las comprara; y llevaba un mono en el hombro que a mí me daba
miedo, porque me gritaba y trataba de agarrarme.
A los tres o cuatro años de edad, me consagraron a la Madre de Dios;
tenía un vestidito como el de una monja, negro y blanco, con un rosario y
una toca de mi tamaño; y había uno para los días de diario y otro para los
domingos, y uno nuevo para cada Fiesta de la Ascensión y cada Navidad
para hacer honor a nuestro ilustre apellido. Sin embargo, mis hermanas
llevaban la ropa de dormir de encaje raído de mi madre, cortada a su
medida, salvo cuando las iban a ver los visitantes: entonces las vestían con
hermosos corpiños bordados y verdugados que se ponían sobre las enaguas,
así como perlas y flores artificiales. A mi padre lo veía una vez a la semana
y me infundía un gran temor por lo noble y justo que era. Cuando me
recibía, llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo a modo de turbante, unos
anteojos con montura de cuerno sobre la nariz y una barba negra, y por lo
general estaba elaborando oro con un astrólogo y metiendo demonios en
retortas, aunque no creo que fuera cierto. Porque cuando salía con su
góndola, llevaba capuz y máscara como todo el mundo; y cuando había una
gala en nuestro palacio de Venecia, se plantaba en lo alto de la escalera con
ropajes de seda como una peonía y una gran peluca blanca, y sonreía.
A mis hermanas y a mí nos enseñaron a bailar, a tocar un poco la espineta
y a hablar francés; yo aprendía por mi cuenta a leer —más allá de deletrear
las palabras, como hacían las demás— porque quería leer las hermosas
leyendas y oraciones que había en el dorso de las ilustraciones de santos
que los capuchinos errantes, y el cura que celebraba misa en nuestra capilla,
nos regalaban a los niños. Y había colinas azules más allá de las copas de
los árboles de Brenta, y una extensión de mar reluciente, con velas amarillas
que se desplazaban entre las torres y las cúpulas, que se podían ver desde el
lugar donde tendían a secar nuestra ropa blanca en Venecia. Y yo era una
niña muy feliz y daba gracias al cielo por tener unos padres tan sabios y
buenos. Pero lo que más feliz me hacía era la pintura que había sobre el
altar de nuestra capilla y, siempre que mi joven criada quería hablar con los
gondoleros (algo que había prohibido nuestra ama de llaves), me llevaba a
la capilla, me ayudaba a trepar al altar y me dejaba allí durante horas,
sabedora de que yo no haría ruido y no querría cenar. La pintura era la más
hermosa del mundo. Estaba dividida por columnas coronadas con
guirnaldas de flores y, en el centro, sobre un fondo de oro, dividido en filas
y con abigarrados bermejos y naranjas, como la puesta de sol, estaba el
trono de la Madonna, con la Madonna sentada en él, una hermosa dama
aunque no tan hermosamente vestida como mi madre, sin maquillaje en el
rostro y sin mostrar los dientes con una sonrisa. Y en los peldaños de su
trono había angelitos con coronas de flores, algunos tocando la flauta o el
laúd, otros con fruta y flores en los brazos, y un pequeño camachuelo de
plumas rojas, igual que los que mis hermanos cazaban con la liga. Y quién
estaba tumbado en la rodilla de la Virgen, dormido, profundamente
dormido, sino Tú, Tú, mi querido Gran Niño, pequeño y desnudo, con las
extremidades rollizas y la boquita roja, soñoliento después de mamar. La
Virgen se inclinaba sobre ti mientras rezaba; los ángeles te traían manzanas
y te cantaban nanas; el pajarito sujetaba una cereza en el pico, listo para
dártela cuando abrieras tus ojos entornados. El paraíso entero aguardaba a
que te despertaras y sonrieras; y yo me sentaba y aguardaba también,
sentada en el altar, hasta que se hacía tan oscuro que era imposible ver nada
aparte del reluciente oro.
Yo no sabía qué aguardaba; ni siquiera cuando ingresé en el convento
como novicia ni tampoco después de tomar el hábito. Durante años y años
no supe qué aguardaba y, sin embargo, la espera me hacía tan feliz como los
ángeles y el pajarito. No supe qué era lo que aguardaba hasta esta terrible
semana pasada. Pero ahora lo sé y vuelvo a ser feliz en mi espera. Aguardo
a que te despiertes, mi Gran Niño, tiendas los brazos y te acomodes en mis
rodillas, y poses tu pequeña boca sobre mi mejilla y sientas mi abrazo y mi
alma con una gloria indescriptible.

POSDATA DE LA HERMANA ATALANTA


BADOER, DEL CONVENTO DE SANTA MARÍA
DEL ROSAL DE CIVIDALE, EN FRIULI

15 de mayo de 1785

Fui yo quien salvé de la destrucción el diario de mi prima y querida


hermana en Cristo, la hermana Benvenuta Loredan. Había observado cómo
metía papeles en el relicario de plata en forma de brazo y los saqué de allí
para ocultarlos en mi celda, no fuera a ser que cayeran en manos de la
hermana sacristana. En cumplimiento de mi voto de obediencia, más
adelante le mostré algunos de ellos a la madre abadesa que, tras echarles un
vistazo, me ordenó que los destruyera, como para evidenciar (algo que en
realidad ella siempre había pensado) que la hermana Benvenuta había sido
una boba y una deshonra para nuestro ilustre convento y para la noble
familia de los Loredan, aunque no cabía duda de que había muerto en un
aparente loor de santidad. A pesar de ser solo una novicia de quince años,
fui incapaz de compartir la opinión de nuestra madre, así que conservé
dichos papeles, segura de que un día redundarían en la gloria de Dios y de
mi bendita prima. Y como, en efecto, esa esperanza se ha cumplido, y la
santidad y los milagros de la hermana Benvenuta han inundado la ciudad de
Cividale y el mundo de un asombro piadoso incluso en este siglo nuestro
tan impío, he juntado esos papeles manuscritos y deseo, antes de seguir sus
pasos hacia reinos más jubilosos, añadir unas palabras acerca de lo que
presencié hace ahora cuarenta y cinco años, cuando la hermana Benvenuta
falleció la Nochebuena del año 1740 de Nuestro Señor, siendo abadesa de
nuestro convento la noble Giustina Morosini Valmarana.
En ese momento yo tenía quince años y me encontraba en el primer año
de mi noviciado. Mi prima era cinco años mayor que yo, y hacía cuatro que
era monja. A pesar de su ilustre cuna y sus muchas virtudes, no era muy
apreciada en nuestro convento, donde se la consideraba una simplona y
poco más que una niña pequeña. Sin embargo, entre nosotras las novicias
imperaba una opinión distinta debido a su inmensa dulzura y su afectuosa
bondad hacia nosotras en momentos de añoranza de nuestro hogar y
melancolía juvenil; y también por su afable talante, así como sus fantasías,
que en efecto se parecían a las de una niña, su gran amor por la música y los
cuentos que narran las niñeras, por las flores y los animalitos, hasta el punto
de domesticar lagartijas y ratones. Y en especial la queríamos por su
especial devoción al Niño Jesús, aunque hablaba muy poco de él,
convencida de que era una simplona y sin ser consciente de su propia gracia
divina y su santidad. El hecho es que mi vocación tardó en manifestarse y
que, con tan solo quince años de edad, a menudo me asaltaba la infelicidad
ante la idea de abandonar el mundo, y me sentía muy sola en mi espíritu de
rebeldía y mi sensación de indignidad. Y era precisamente mi prima, la
Santísima Benvenuta, quien se encargaba de consolarme con bondad y
conversaciones sobre el amor de Dios; y el suyo era el único consuelo que
toleraba mi rebelde corazón. Entre nosotras fue creciendo una familiaridad,
al menos por mi parte, pues mi prima nunca hablaba de sí misma y era más
propensa a brindar afecto que a recibirlo.
Siendo así, ocurrió que en la Nochebuena del año 1740 de Nuestro Señor,
cuando acudimos todas a la sala capitular para asistir a la misa del gallo, la
madre abadesa se percató de la ausencia de la hermana Benvenuta Loredan
y me mandó, por ser su prima y la novicia más joven, ir a buscarla a su
celda, no fuera el caso que la hubiera asaltado una dolencia repentina. Pues
durante las semanas previas, había sido tema de conversación habitual que
la hermana estaba cada vez más delgada, más pálida, y que una mirada
extraña se había adueñado de sus ojos, por todo lo cual se suponía (y
nuestra abadesa la había reconvenido al respecto) que la hermana
Benvenuta había acometido una penitencia singular, aunque ella siempre lo
negaba. Con lo cual, mientras el convento entero, encabezado por nuestra
abadesa in Pontificalibus (ya que era mitrada y princesa del imperio), se
dirigía en solemne procesión hacia la capilla iluminada, yo corrí escaleras
arriba hacia la celda de la hermana Benvenuta Loredan. Se encontraba al
final de un largo pasillo y, mientras avanzaba, distinguí una luz muy
brillante que salía por debajo de la puerta. También me pareció oír voces y
sonidos que me llenaron de estupor. Me detuve y llamé con los nudillos, al
tiempo que voceaba el nombre de la hermana Benvenuta, pero no obtuve
respuesta. Mientras tanto, los sonidos, que de hecho eran los mismos que
hacen las madres y las niñeras cuando mecen y arrullan a los bebés, se oían
de una forma nítida e inequívoca, intercalados con besos y expresiones de
amor. Recordé que la madre abadesa siempre había dicho que la hermana
Benvenuta era una simplona que no tenía dos dedos de frente; pero por
alguna razón aquellos sonidos no me suscitaron burla o enfado sino que, por
el contrario, me llenaron de un amor abrumador que jamás había
experimentado y que no tengo palabras para describir, a tal punto que tuve
dificultades para resistir el impulso de postrarme ante esa puerta y dejar que
me bañara la luz que salía por el resquicio, como si me hallara ante un
misterio sagrado. No obstante, me recordé a mí misma cuál era mi deber y
llamé de nuevo, sin éxito; así que, con mucha delicadeza, abrí el pestillo y
empujé la puerta. De inmediato caí de rodillas en el umbral, incapaz de
moverme o emitir sonido alguno, maravillada por la gloriosa imagen que se
presentó ante mis pobres ojos de pecadora. La celda estaba inundada por la
luz de cientos de velas y, en medio de ellas, como centro de esta fuente de
resplandor, estaba sentada la hermana Benvenuta y, sobre sus rodillas, en
pie, se hallaba el mismísimo Niño Jesús. Tenía los pies descalzos apoyados
en cada una de las rodillas de ella y estiraba su cuerpecito desnudo para
alcanzar su rostro, mientras trataba de rodearle el cuello con los brazos y
acercar su boquita a la de ella. Y la Santísima Benvenuta lo sujetaba con la
mayor delicadeza, como si temiera fracturar sus pequeñas extremidades; y
se besaban y emitían sonidos que no eran palabras humanas sino parecidos
a los de las palomas, y llenos de significado divino. En cuanto vi esta visión
y oí estos sonidos, las rodillas me cedieron; caí en silencio al suelo, los ojos
cegados por la gloria divina, mis labios tratando en vano de rezar; el tiempo
pareció detenerse. Entonces, súbitamente, noté que me tocaban y me hacían
levantarme, y entendí que la madre abadesa había enviado a más hermanas
para ver qué ocurría con la hermana Benvenuta y conmigo.
La radiante luz se había disipado y la celda estaba iluminada por una
única vela que descansaba sobre el reclinatorio; pero a mí me parecía (y
también a aquellas hermanas a quienes les pregunté) como si en el ambiente
flotara un tenue resplandor, así como extraños sonidos remotos de flautas y
violas de amor, y una maravillosa fragancia como a rosas de damasco y
azucenas al sol. La hermana Benvenuta estaba sentada igual que yo la había
visto, abrazada a la figura de cera del Pequeño Salvador salida de la
sacristía; y un hermoso ropaje de hilos de oro y plata entretejidos había
caído y descansaba a sus pies. Y la boca y los ojos de la hermana Benvenuta
estaban muy abiertos en una expresión de éxtasis. Y estaba exánime y su
cuerpo ya se había enfriado. Lo que nadie pudo entender fue que cerca de la
ventana de la celda, en el suelo, yacía uno de los títeres de un espectáculo
que se había representado en nuestro convento unos meses atrás, una figura
con barba, cuernos y pezuñas, con una etiqueta en la que se leía:
«Beelzebubb Satanasso». Sus alambres estaban doblados y retorcidos, tenía
la mandíbula articulada reducida a pedazos y su ropa chamuscada yacía a su
alrededor.

[Fin de la posdata de la hermana Atalanta Badoer, en esa época novicia


en el convento de Santa María del Rosal, y prima de la
Santísima Benvenuta Loredan].
Título original: A Phantom Lover and Other Dark Tales

Publicada en 2020 por The British Library, 96 Euston Road Londres NW1 2dB
© de la introducción, selección y notas, 2020, Mike Ashley
© de la traducción, 2024 de Begoña Prat Rojo
© de esta edición, 2024, por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán

Todos los derechos reservados

Primera edición en formato digital: mayo de 2024

Duomo ediciones es un sello de Antonio Vallardi Editore S.u.r.l.


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Gruppo editoriale Mauri Spagnol S.p.A.
www.maurispagnol.it

ISBN: 978-84-19834-59-1
Código IBIC: FA
DL: B 6.089-2024

Diseño de interiores: Agustí Estruga


Composición: Grafime, S. L.
Conversión a formato digital: www.acatia.es
Ilustración de la cubierta: Giulia Voltini

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, telemático
o electrónico –incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet– y la distribución de
ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.
* Incluido en Presencias (Duomo, 2023).
* Moneda lombarda acuñada por Napoleón tras la batalla de Marengo, y que las personas mayores
todavía usan a veces para calcular. (N. de la A.)

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