Espectros - Vernon Lee
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Espectros - Vernon Lee
Portada
Espectros
Introducción
La aventura de Winthrop
La leyenda de Madame Krsinsk
Marsias en Flandes
La hermana Benvenuta y el niño Jesús
Créditos
Notas
INTRODUCCIÓN
Poseída por el pasado
[Lo sobrenatural] es el efecto de la imaginación sobre ciertas impresiones externas, son esas
impresiones manifestadas y personificadas pero de una manera vaga, fluctuante y en constante
cambio. La personificación sufre constantes alteraciones; se refuerza, se diluye, se amplía, se ve
limitada por una nueva serie de impresiones externas, a medida que la forma que moldeamos con
aglomeraciones de masas nubosas fluctúa con cada movimiento. De pronto un vapor cambiante
borra la forma, para luego comprimirla y dotarla de un aspecto único: la criatura fantástica bate
ahora sus alas lentamente y luego las extiende y les insufla vida hasta que parecen las de un grifo;
en un momento dado tiene pico y garras mientras que, en otros, luce crin y pezuñas. La brisa, la luz
del sol, los rayos de luna la crean, la alteran y la destruyen.
II
Deben saber (empezó Winthrop), que hace cosa de un año y medio pasé el
otoño con unos primos míos recorriendo la Lombardía. Al tiempo que
visitábamos todo tipo de extraños rincones y recovecos, entablamos amistad
en M— con un caballero de edad avanzada, muy culto y distinguido —creo
que era conde o marqués—, conocido con el sobrenombre de Maestro Fa
Diesis (Maestro Fa Sostenido), que poseía una magnífica colección de
artículos musicales, un auténtico museo. Era el dueño de un viejo y bonito
palacio que se caía literalmente a pedazos, y cuya planta baja estaba
ocupada por completo por sus colecciones. Sus manuscritos antiguos, sus
preciosos misales, sus papiros, sus autógrafos, sus libros de caligrafía
gótica, sus grabados y pinturas, sus innumerables clavecines con
incrustaciones de marfil y sus laúdes de ébano con diapasón vivían en
habitaciones amplias y elegantes, con techos de roble tallado y marcos de
ventanas pintados, mientras que él ocupaba una miserable y pequeña
buhardilla en la parte de atrás de la casa; a base de qué, no puedo
asegurarlo, pero a juzgar por la apariencia espectral de su anciana criada y
de un niño medio imbécil que lo servía, diría que no se alimentaban de nada
más sustancial que cáscaras de alubia y agua tibia. Aunque esa dieta parecía
provocarles sufrimiento, sospecho que su señor debía de haber extraído de
sus manuscritos y viejos instrumentos un misterioso fluido vivificante,
porque él parecía estar hecho de acero y era el anciano más
exasperantemente activo que uno pueda imaginar, con una vitalidad y una
locuacidad que te mantenían en un estado de perpetua irritación nerviosa.
No le importaba nada en el mundo salvo sus colecciones; había talado un
árbol tras otro, había vendido un campo tras otro y una granja tras otra; se
había desprendido de sus muebles, sus tapices, su vajilla, los escritos de su
familia, su propia ropa. Habría sido capaz de arrancar las tejas de su tejado
y el vidrio de sus ventanas para comprar una partitura del siglo xvi, un
misal iluminado o una viola Cremona. La música en sí misma, tengo la
firme convicción de que no le importaba ni un ápice, y la consideraba útil
solo en la medida en que había producido los objetos que le apasionaban,
las cosas que podía pasar el resto de su vida limpiando, etiquetando,
contando y catalogando, pues en su casa nunca se escuchó un acorde ni una
nota, y él habría preferido morir antes que gastar un céntimo en ir a la
ópera.
Mi prima, que en cierto modo es una apasionada de la música, enseguida
se ganó el favor del anciano aceptando un centenar de encargos para
conseguir catálogos y asistir a subastas, y en consecuencia nos permitieron
entrar a diario en esa extraña y silenciosa casa llena de objetos musicales y
examinar su contenido a nuestro antojo; siempre, no obstante, bajo la atenta
mirada del viejo Fa Diesis. La casa, su contenido y su dueño formaban un
conjunto grotesco que tenía cierto encanto para mí. A menudo, imaginaba
que el silencio que reinaba no podía ser más que una apariencia; que en
cuanto el maestro echara sus cerrojos y se fuera a la cama, toda esta música
adormecida despertaría, que los músicos muertos de los cuadros escaparían
de sus marcos, las vitrinas se abrirían, los grandes laúdes ventrudos con
incrustaciones se convertirían en distinguidos burgueses flamencos con
jubones brocados; que las fajas amarillentas y desvaídas de las violas
Cremona se ensancharían hasta transformarse en rígidos miriñaques de raso
de damas empolvadas; y a las pequeñas mandolinas acanaladas les crecería
una pierna abigarrada y una cabeza con pelo tupido, y se pondrían a dar
saltos como los enanos de una corte provenzal o pajes renacentistas,
mientras que los músicos egipcios que tocaban el sistro y el ney
abandonarían los jeroglíficos del papiro, y todos los músicos griegos de los
palimpsestos de pergamino se convertirían en auletas y citaristas vestidos
con clámides; entonces, los timbales y tantanes empezarían a tocar, los
tubos del órgano se llenarían repentinamente de sonido, los viejos
clavecines dorados resonarían con furia, el viejo maestro de capilla que hay
por allí, con su peluca y su túnica de pieles, marcaría el compás desde su
cuadro, y toda la pintoresca compañía se pondría a bailar; hasta que de
repente el viejo Fa Diesis, despertado por el ruido y sospechando de la
presencia de ladrones, entraría como loco con su bata, un quinqué de cocina
de tres cabos en una mano y la espada ceremonial de su bisabuelo en la otra,
momento en el cual todos los bailarines y músicos se sobresaltarían y
volverían a sus marcos y vitrinas. Sin embargo, yo no habría ido tan a
menudo al museo del anciano caballero si mi prima no me hubiera obligado
a prometerle que le haría un esbozo en acuarela de un retrato de Palestrina
que, por alguna razón, ella (el hecho de que mi prima fuera una dama
explica mi docilidad) consideraba especialmente fidedigno. Era
monstruoso, un pintarrajo que me daba escalofríos, y mi admiración por
Palestrina me habría impulsado más bien a quemar aquel ente horrendo, de
mirada nublada y sin hombros; pero los amantes de la música tienen sus
caprichos y el de ella era colgar una copia de esa monstruosidad sobre su
piano de cola. Así que accedí, cogí mi libreta de dibujo y mi caballete, y me
dirigí al palacio de Fa Diesis. Dicho palacio era un edificio antiguo de lo
más extraño, lleno de escaleras que subían y bajaban, curvas y recodos, y
para acceder a la única habitación medianamente iluminada de la casa,
adonde habían trasladado, para mi comodidad, el delicioso modelo para mi
pincel, tuvimos que recorrer un estrecho y serpenteante pasillo en las
entrañas del edificio. Por el camino, pasamos por delante de una escalera
que terminaba en una puerta.
—Por cierto —exclamó el viejo Fa Diesis—, ¿le he enseñado esto? No
tiene gran valor, pero aun así, como pintor, puede que le interese.
Subió los escalones, empujó la puerta entreabierta y me hizo pasar a un
pequeño y lúgubre trastero encalado, poblado de estanterías rotas, atriles
desvencijados y sillas y mesas inestables, todo cubierto por una
considerable capa de polvo. En las paredes había varios retratos manchados
por el tiempo, con fajas y pelucas empolvadas: los antepasados senatoriales
de Fa Diesis, que habían tenido que hacer sitio a las estanterías y los
estuches de instrumentos que llenaban las estancias principales. El viejo
caballero abrió una contraventana y la luz bañó otro viejo cuadro, de cuya
superficie agrietada quitó lentamente el polvo con la manga roñosa de su
abrigo forrado de pieles.
Yo me acerqué.
—El cuadro no es malo —dije de inmediato—; en absoluto.
—¡No me diga! —exclamó Fa Diesis—. En ese caso, tal vez pueda
venderlo. ¿Qué opina? ¿Vale mucho?
Sonreí.
—Bueno, no es un Rafael —respondí—, aunque teniendo en cuenta la
fecha y la forma en que la gente solía pintarrajear los lienzos en aquella
época, es bastante encomiable.
—¡Ah! —Suspiró el anciano, muy decepcionado.
Era un retrato de medio cuerpo a tamaño natural de un hombre vestido a
la moda de finales del siglo pasado: una chaqueta de seda lila pálido y un
chaleco de satén verde pálido, ambos de un tono extremadamente delicado,
así como una capa de un tono ámbar intenso y cálido. Llevaba el
voluminoso pañuelo suelto y el amplio cuello de la camisa levantado, y
tenía el cuerpo ligeramente girado y la cara mirando por encima de su
hombro, al estilo del retrato de Cenci.
El cuadro era inusualmente bueno para ser un retrato italiano del siglo
xviii y en muchos aspectos me recordaba, aunque por supuesto con una
técnica muy inferior, a Greuze, un pintor al que detesto pero que aun así me
fascina. Las facciones eran irregulares y pequeñas, con labios de un rojo
intenso y un rubor carmesí bajo la transparente piel bronceada; los ojos
estaban ligeramente levantados y miraban hacia un lado, en armonía con la
postura de la cabeza y los labios entreabiertos, y eran hermosos, marrones y
aterciopelados, como los de algunos animales, con una vaga y melancólica
profundidad en la mirada. El conjunto tenía la grisura clara, el toque
neblinoso y aterciopelado de Greuze, y provocaba esa extraña impresión
ambivalente de todos los retratos de su escuela. El rostro no era hermoso;
tenía algo a un tiempo hosco y afeminado, algo extraño y no del todo
agradable; sin embargo, llamaba y cautivaba la atención con su tez oscura y
cálida, acentuada por los mechones de cabello claros, perlados y
empolvados, y la ligereza y vaguedad general del trazo.
—A su manera, es un retrato muy bueno —dije—, aunque no del tipo
que la gente compra. Hay errores en el dibujo aquí y allá, aunque el color y
el trazo son buenos. ¿Quién es el autor?
El viejo Fa Diesis, cuya visión de los fajos de billetes que iba a conseguir
a cambio del cuadro se había truncado con brusquedad, parecía estar de mal
humor.
—No sé quién es el autor —refunfuñó—. Si es malo, es malo, y se
quedará aquí.
—Y ¿a quién representa?
—A un cantante. Como ve, tiene una partitura en la mano. Un tal Rinaldi,
que vivió hace cien años.
Fa Diesis sentía cierto desprecio por los cantantes, a los que consideraba
pobres criaturas sin utilidad ya que no dejaban tras de sí nada que pudiera
coleccionarse, con excepción, claro está, de madame Banti, uno de cuyos
pulmones tenía conservado en alcohol.
Salimos de la habitación y yo procedí a empezar la copia de aquel
abominable retrato antiguo de Palestrina. Esa noche, en la cena, mencioné
el retrato del cantante a mis primos y, por alguna razón, me sorprendí
empleando ciertas expresiones sobre el cuadro que no habría usado esa
misma mañana. Al tratar de describir la imagen, mi recuerdo parecía
discrepar de la impresión original. Me vino a la cabeza como algo raro e
impactante. Mi prima deseaba verlo, de modo que a la mañana siguiente me
acompañó al palacio del viejo Fa Diesis. No sé de qué forma le afectó a
ella, pero a mí me despertaba un extraño interés, que poco tenía que ver con
la ejecución técnica. Había algo peculiar e inexplicable en la mirada de ese
rostro, una mirada anhelante y como dolida que no era capaz de definir.
Poco a poco me di cuenta de que el retrato, por decirlo de alguna manera,
me había hechizado. Esos extraños labios rojos y esa mirada melancólica
me venían una y otra vez a la cabeza. Instintivamente y sin saber muy bien
por qué, volví a sacarlo en nuestra conversación.
—Me pregunto quién era —comenté mientras estábamos sentados en la
plaza de detrás del ábside de la catedral, disfrutando de nuestros helados en
la fría tarde de otoño.
—¿Quién? —quiso saber mi prima.
—¿Quién va a ser? El modelo del retrato que hay en casa del viejo Fa
Diesis; tiene un rostro muy singular. Me pregunto quién era.
Mis primos no prestaban atención a mis palabras, ya que no compartían
esa sensación vaga e inexplicable que a mí me había inspirado el cuadro,
mientras caminábamos por las silenciosas calles porticadas, donde solo el
letrero iluminado de una posada o el brasero para asar castañas de un puesto
de frutas resplandecían en la penumbra, y cruzábamos la inmensa plaza
desierta, rodeada de cúpulas y minaretes de estilo oriental, en la que el
condotiero de bronce verdoso montaba su corcel de bronce verdoso; durante
nuestro paseo nocturno por la pintoresca ciudad lombarda, mis
pensamientos volvían una y otra vez al cuadro, con sus colores brumosos y
aterciopelados, y su expresión curiosa e insondable.
Al día siguiente, el último de nuestra estancia en M—, fui al palacio de
Fa Diesis para finalizar mi dibujo, despedirme y dar las gracias al anciano
caballero por su amabilidad, así como para ofrecerme a realizar algún
encargo para él, si así lo deseaba. Al dirigirme al cuarto donde había dejado
mi caballete y mis útiles de pintar, recorrí el oscuro y sinuoso pasillo y pasé
por delante de la puerta que se hallaba en lo alto de los tres escalones.
Estaba entornada, y entré en el cuarto donde estaba el retrato, me acerqué y
lo examiné detenidamente. El hombre parecía estar cantando, o más bien a
punto de cantar, pues tenía los rojos y bien formados labios entreabiertos; y
en su mano, una mano hermosa, carnosa, pálida y con venas azules que
contrastaba extrañamente con su rostro moreno de facciones irregulares,
sostenía una partitura. Aunque las notas eran meros borrones ininteligibles,
logré distinguir, escrito en la partitura, el nombre: «Ferdinando Rinaldi,
1782», y encima las palabras: Sei Regina, io Pastor sono. El rostro poseía
una belleza singular e irregular, y en los profundos ojos aterciopelados
había algo parecido a una fuerza magnética, que yo podía sentir y que otros
debían de haber sentido antes que yo. Acabé mi dibujo, recogí el caballete y
la caja de pinturas, me despedí con un gruñido del horrible Palestrina sin
hombros de mirada empañada, y me dispuse a partir. Fa Diesis, que,
ataviado con su abrigo de pieles cubierto de rapé y la borla de su raído
casquete azul oscilando sobre su formidable nariz, estaba sentado a un
escritorio, también se levantó y me acompañó cortésmente por el pasillo.
—Por cierto —dije—, ¿conoce un aire llamado Sei Regina, io Pastor
sono?
—¿Sei Regina, io Pastor sono? No, no existe tal aire.
Todas las melodías que no estuvieran en su biblioteca no tenían derecho a
existir, aunque existieran.
—Tiene que existir —insistí—. Las palabras están escritas en la partitura
que sostiene el cantante de ese cuadro suyo.
—Eso no prueba nada —exclamó de malos modos—. Podría ser tan solo
un título inventado o… o un aria de baúl de pacotilla.
—¿Qué es un aria de baúl? —pregunté, intrigado.
—Las arias de baúl —explicó— eran composiciones de mala calidad,
apenas un puñado de notas de relumbrón y muchos silencios, a partir de las
cuales los grandes cantantes del pasado creaban sus propias variaciones.
Las intercalaban en todas las óperas que cantaban y las arrastraban en sus
baúles por todo el mundo, de ahí el nombre. No tenían mérito alguno por sí
mismas y nadie se molestaba en cantarlas aparte del cantante a quien
pertenecían; ¡nadie conservaba semejante basura! Las hojas servían para
envolver salchichas o hacer papillotes. —Y el viejo Fa Diesis dejó escapar
una breve carcajada siniestra. Luego cambió de tema—: Si se presentara la
ocasión de conseguir un catálogo de curiosidades musicales para mí o uno
de mis ilustres familiares, o de asistir a una subasta…
Seguía interesado en encontrar el primer ejemplar impreso del
Micrologus de Guido d’Arezzo; poseía ya copias del resto de las ediciones,
una colección única. También le faltaba un ejemplar para completar su
conjunto de violines Amati, uno con la flor de lis sobre la tapa delantera
confeccionado para Carlos IX de Francia… ¡Ay! Llevaba años buscando
aquel instrumento. Pagaría…, sí, sí, ahí donde lo veía, plantado frente mí,
pagaría quinientos marengos* de oro por aquel violín con la flor de lis.
—Disculpe —lo interrumpí sin mucho tacto—, ¿podría volver a ver el
cuadro?
Habíamos llegado a la altura de la puerta con los tres escalones.
—Desde luego —contestó, y siguió hablando del violín Amati con la flor
de lis, cada vez más animado y excitado.
¡Aquel extraño rostro con su insólita y anhelante expresión! Me quedé
inmóvil frente a él mientras el anciano farfullaba y gesticulaba como un
energúmeno. ¡Una mirada tan profunda e incomprensible!
—¿Era un cantante famoso? —pregunté, por decir algo.
—¿Él? Eh altro! ¡Eso creo! ¿Acaso cree que los cantantes de esa época
eran como los de ahora? ¡Bah! Solo tiene que fijarse en todo lo que hicieron
en aquel entonces. Sus partituras estaban escritas en retales de lino que no
había forma de rasgar; y ¡cómo fabricaban los violines! ¡Ah, qué tiempos
aquellos!
—¿Sabe algo sobre este hombre? —quise saber.
—¿Sobre este cantante, Rinaldi? Por supuesto; era un intérprete
excepcional pero acabó muy mal.
—¿Muy mal? ¿En qué sentido?
—Bueno…, ya sabe cómo es esa clase de gente, ¡y la juventud! Todos
hemos sido jóvenes, ¡todos! —Y el anciano Fa Diesis encogió sus
marchitos hombros.
—¿Qué le pasó? —insistí sin apartar la mirada del retrato.
Aquellos ojos delicados y aterciopelados parecían tener vida propia, y los
labios rojos parecían entreabiertos para lanzar un suspiro; un largo suspiro
de agotamiento.
—Bueno —respondió Fa Diesis—, el tal Ferdinando Rinaldi era un
cantante excepcional. Alrededor de 1780, entró al servicio de la corte de
Parma. Se dice que, allí, una dama muy respetada por la corte le prestó
demasiada atención y, en consecuencia, lo despidieron. En lugar de
marcharse lejos, se quedó por los alrededores de Parma, a veces en un sitio,
a veces en otro, pues tenía muchos amigos entre la nobleza. Si sospecharon
que intentaba regresar a Parma o si no fue lo bastante prudente con sus
palabras, no lo sé. Basta! Una hermosa mañana lo encontraron tendido en el
descansillo de la escalera de la casa de nuestro senador Negri, ¡apuñalado!
—El anciano Fa Diesis sacó su estuche de rapé de asta—. Quién fue el
responsable, nadie lo supo jamás ni se preocupó por saberlo. Lo único que
se echó en falta fue un fajo de cartas, que su mayordomo aseguró que
siempre llevaba encima. La dama abandonó Parma e ingresó en el convento
de las clarisas que hay aquí; era la tía de mi padre, y este retrato lo encargó
ella. Una historia corriente, muy habitual en esa época. —Y el anciano
procedió a aspirar una buena cantidad de rapé por su larga nariz—. ¿De
verdad cree que no podría vender el cuadro? —preguntó.
—¡No! —contesté con decisión, tras experimentar una especie de
escalofrío.
Me despedí y esa noche nos marchamos a Roma.
***
Winthrop se interrumpió y pidió una taza de té. Estaba sonrojado y se le
veía alterado pero, al mismo tiempo, ansioso por acabar su historia. Cuando
se hubo bebido el té, se echó hacia atrás con ambas manos en su pelo
despeinado, dejó escapar un suspiro mientras hacía memoria y prosiguió de
la siguiente manera:
III
Rondo di Cajo Gracco, «Mille pene mio tesoro», per il Signor Ferdinando Rinaldi. Parma, 1782.
IV
***
Para contar esta historia es necesario explicar cómo llegué a saber de ella o,
mejor dicho, cómo se cruzó en mi camino para que yo la escribiera.
Cierto día, quedé profundamente impresionado por una monja de la
orden que se hace llamar Hermanitas de los Pobres. Me habían llevado allí
para respaldar la recomendación de una anciana, la antigua portera del
estudio de mi amigo Cecco Bandini, a quien él deseaba encontrar una plaza
en el asilo. Resultó, como era de esperar, que Cecchino era totalmente capaz
de presentar su caso sin mi ayuda, así que lo dejé engatusando a la madre
superiora en la amplia y alegre cocina, y solicité que me mostraran el resto
del establecimiento. La hermana a la que indicaron que me acompañara es
de quien voy a hablar.
La dama en cuestión era alta y delgada; mientras me precedía por la
estrecha escalera y a través de los pabellones encalados, su figura
desprendía una elegancia y un encanto insólitos, y poseía una rapidez de
movimientos tan infantil, que experimenté una leve sorpresa al distinguir el
primer atisbo real de su rostro. Era joven y de una belleza extraordinaria,
con una clase de refinamiento propio de las mujeres estadounidenses, pero
también inexpresivo y de una solemnidad trágica; uno tenía la sensación de
que, debajo de su ajustada toca de lino, su cabello debía de ser blanco como
la nieve. La tragedia, fuera cual fuera, había quedado ahora atrás, y la
expresión de la dama, mientras hablaba con los ancianos que removían la
tierra del huerto, planchaban sábanas en la lavandería o se limitaban a
arrimarse a sus braseros bajo el frío sol del invierno, inspiraba lástima solo
en virtud de su extraña ternura actual, y por ese rastro de espantoso
sufrimiento en el pasado.
Contestaba mis preguntas con gran brevedad, y su actitud taciturna
contrastaba con la habitual locuacidad de las damas de las comunidades
religiosas. No obstante, cuando expresé mi admiración por una institución
que se las ingeniaba para alimentar a montones de ancianos indigentes con
los víveres desechados que conseguían gracias a implorar en residencias
privadas y posadas, ella se volvió, clavó su mirada en mí y dijo, con una
sinceridad que era casi apasionada:
—¡Ah, los ancianos! ¡Los ancianos! Para ellos es mucho mucho peor que
para cualquier otro. ¿Alguna vez se ha parado a pensar en lo que se siente al
ser pobre y viejo, y estar desamparado?
Aquellas palabras, sumadas al extraño tono de voz de la hermana y al
extraño brillo de sus ojos, se me quedaron grabadas en la memoria. Cuál no
sería mi sorpresa, pues, cuando al regresar a la cocina, la observé dar un
respingo y agarrarse al respaldo de una silla en cuanto vio a Cecco Bandini.
Él, por su parte, también se sobresaltó de manera visible, pero solo al cabo
de un momento; era evidente que ella lo había reconocido mucho antes de
que él la identificara a ella. ¿Qué romance podían haber compartido mi
excéntrico pintor y aquella serena pero trágica hermanita de los pobres?
Una semana después, Cecco vino a verme y no me cupo duda de que
deseaba explicarme el misterio, aunque (a juzgar por su actitud
avergonzada) mediante una de esas mentiras sorprendentemente elaboradas
que en ocasiones tratan de pergeñar las personas más honestas. No era el
caso. En efecto, Cecchino había venido para darme una explicación sobre
aquella absurda escenita que había tenido lugar entre él y la hermanita de
los pobres. Sin embargo, no lo hacía para satisfacer mi curiosidad, ni para
despejar mis sospechas, sino para cumplir una misión que era para él
importantísima: contribuir, en sus propias palabras, al éxito de las buenas
obras de una verdadera santa.
Por supuesto, explicó al tiempo que sonreía con su noble sonrisa, bajo sus
cejas negras y su bigote blanco, que no esperaba que yo creyera literalmente
la historia cuya escritura se había comprometido a encargarme. Solo me
pedía, y la dama solo deseaba, que yo escribiera el relato de ella sin añadir
comentario alguno, y que permitiera que fuera el corazón del lector el que
decidiese acerca de su veracidad o su falsedad.
Por este motivo, y con el objetivo de conseguir apelar más al lector
profano que al religioso, he alterado el orden del relato de la hermanita de
los pobres, y he tratado de transformar su leyenda piadosa en una historia
mundana, que reza así:
I
III
IV
VI
VII
VIII
Sí, sin duda ahora Cecchino la reconocía. Mientras paseaba por las viejas y
tortuosas calles en el húmedo crepúsculo de mayo, había contemplado
maquinalmente los enormes caballos negros que se detenían junto a los
postes que cerraban el laberinto de callejones oscuros y angostos; el criado
con su impermeable blanco había abierto la puerta y la alta y esbelta mujer
bajó y echó a andar con rapidez. Y maquinalmente, con su habitual actitud
ensimismada, él había seguido a la dama, deleitándose con la cautivadora
nota de delicado rosa y gris de su vestidito en contraste con las casas
oscuras y bajo el cielo húmedo y gris, teñido con las franjas rosas de la
puesta de sol. Ella avanzaba a buen paso, totalmente sola, pues el lacayo se
había quedado con el carruaje a la entrada del condenado corazón antiguo
de Florencia, y no prestaba atención a las miradas y palabras de los niños
que jugaban en las alcantarillas, los vendedores ambulantes que
resguardaban sus puestos bajo los arcos oscuros y las mujeres que se
asomaban a las ventanas. Sí, no cabía duda. Se había dado cuenta de golpe,
al verla pasar bajo un arco doble y entrar en una especie de patio grande,
muy parecido al de un castillo, entre las ceñudas y altas casas del viejo
barrio judío; casas con blasones y soportales, que en el pasado habían sido
el hogar de nobles gibelinos y ahora estaban en manos de traperos,
chatarreros y otras profesiones innombrables.
En cuanto la reconoció, se detuvo y estuvo a punto de dar media vuelta;
¿qué se le había perdido a un hombre siguiendo a una dama, espiando sus
actividades cuando ella sale en el crepúsculo, deja el carruaje y el lacayo
varias calles atrás, y pasea sola por calles dudosas? Y Cecchino, que a esas
alturas estaba a punto de regresar a la Maremma y había llegado a la
conclusión de que la civilización era algo aburrido y aborrecible, reflexionó
acerca de los encargos que, según describen las novelas francesas, llevan a
cabo las damas cuando dejan su carruaje y su lacayo al doblar la esquina…
Sin embargo, la idea era deshonrosa para Cecchino e injusta para aquella
dama; ¡no, no! Y en ese preciso instante se detuvo, porque la dama se había
detenido varios pasos por delante de él y miraba fijamente el cielo gris del
ocaso. Había algo extraño en esa mirada; no era la de una mujer que oculta
actividades deshonrosas. Y al mirar a su alrededor, ella debió de ver al
pintor, pero se quedó inmóvil, como si estuviera sumida en pensamientos
incontrolables. Entonces, de repente, pasó bajo el siguiente arco y
desapareció en el oscuro pasaje de acceso a una casa. Por algún motivo,
Cecco Bandini fue incapaz de tomar la decisión de dar media vuelta, como
debería haber hecho rato atrás. Pasó lentamente bajo el rezumante y
hediondo arco y se detuvo frente a la casa. Era muy alta, estrecha y negra
como la tinta, con un tejado serrado que se dibujaba contra el cielo mojado
y rosáceo. Del gancho de hierro, destinado a sujetar brocados y alfombras
persas en las celebraciones de antaño, colgaban varios trapos obscenos y de
mal agüero que ondeaban al viento. Muchos de los cristales de las ventanas
estaban rotos. Era evidente que se trataba de una de las casas que el
ayuntamiento había condenado a la demolición por motivos de salubridad, y
a cuyos inquilinos se estaba desahuciando gradualmente.
—Esa es la casa que van a echar abajo, ¿verdad? —le preguntó con
actitud despreocupada el pintor al hombre que había en la esquina, y que
tenía una especie de puesto de comida en el que un pudin de castañas y unas
alubias cocidas humeaban en un brasero, dentro de un cubil. Entonces
reparó en un nombre medio borrado junto a la farola: «Callejón del
Enterrador»—. Ah —se apresuró a añadir—, esta es la calle donde se
suicidó Sora Lena… y… ¿esa… esa es la casa?
En un intento de extraer una idea razonable del extraordinario embrollo
de absurdidades que de repente le había invadido la cabeza, rebuscó en su
bolsillo, sacó una moneda de plata y le dijo con celeridad al hombre con el
brasero:
—Verá usted, estoy seguro de que los inquilinos de esa casa no son de
fiar. Esa dama ha entrado para realizar una obra de caridad, pero… pero
quién sabe si no la van a molestar ahí dentro. Tenga, cincuenta céntimos por
las molestias. Si esa dama no ha salido en tres cuartos de hora… ¡Mire! Van
a dar las siete… Solo tiene que doblar la esquina para ir a los puestos de
piedra. Allí encontrará su carruaje: caballos negros y libreas grises; dígale al
lacayo que suba a buscar a su señora. ¿Me ha entendido?
Y a continuación Cecchino Bandini huyó, abrumado por la indiscreción
que estaba cometiendo. Al volverse, vio esos trapos que le dedicaban un
saludo siniestro desde la casa negra y adusta, con su tejado irregular que se
recortaba contra el cielo húmedo del crepúsculo.
IX
II
No puedo ser más simplona. Hoy, cuando hemos vuelto a mirar los títeres
(pues unas cuantas de nosotras nos las ingeniamos para echarles un vistazo
en sus toalleros de pie cada día), había uno que me ha hecho reír a
carcajadas, hasta acabar casi llorando; y ha sido una bobería y ha estado
mal, tal y como me ha dicho la hermana Grimana, pues en todo momento he
sabido que el títere representaba al diablo. El diablo nunca me ha dado
miedo, a mí, a quien tantas cosas me asustan (por ejemplo, toda esa gente
ataviada con capuces, sombreros sujetos con pañuelos negros y máscaras de
hocico blancas, que venía a jugar a las cartas y beber vino de Samos en casa
de mi padre). Sé que está mal, y a menudo he rezado para aprender a temer
al maligno, pero nunca he podido, y todas las imágenes y las historias que
cuentan de él (y que he leído en el Spicilegium Sanctorum) siempre me han
hecho reír. Así que la insensatez y un corazón débil son los que han hecho
que me echara a reír al ver a este títere-diablo; y ha sido muy malicioso.
Pero, ah, querido Bambino, ¡tú también te habrías reído!
Día de santa Cunegunda
La madre abadesa ha dicho que había que poner fin a los juegos con los
títeres en el convento de Santa María del Rosal, así que hemos estado todas
muy ocupadas y apenas tengo tiempo para escribir a mi querido Bambino.
Este convento es tan noble (solo los patricios de la República Serenísima,
los príncipes y los condes del Sacro Imperio Romano Germánico pueden
proponer a sus hijas) que se nos permite no realizar labores de utilidad, pues
para eso hay hermanas seglares. A menudo lamento (ya que no tengo una
mente noble acorde con mi cuna, algo de lo que mis ayas se quejaban a
menudo) que sea así. Me gustaría desvainar guisantes, lavar arroz y cortar
tomates en la cocina. Con frecuencia envidio a las hermanas seglares
cuando remueven el mantillo del jardín, que tan bien huele, y podan y
plantan mientras nosotras paseamos por los claustros; y tengo la sensación
de que mis dedos desmañados serían más felices confeccionando vestidos
de lana de invierno para las mujeres y los niños pobres, que bordando, ¡que
se me da fatal! Pero supongo que esto no es más que un perverso espíritu de
indisciplina y queja (el pecado de Accidia del que habla nuestro confesor), y
rezo para que se me conceda un corazón más humilde y agradecido. Sea
como fuere, las hermanas hemos estado muy ocupadas; unas elaborando
cáscaras confitadas y rosolio con los cazos de plata de la madre abadesa;
otras cosiendo paños para el altar, bordando, confeccionando puntillas y
haciendo todo tipo de ingeniosos ornamentos y artilugios religiosos con
paja trenzada, tiras de papel dorado y de colores, y cuentas abigarradas. Yo
me cuento entre aquellas que han tenido el honor de confeccionar la
vestidura de lino plisado, fruncido y tableado de la sobrepelliz de Su
Eminencia el patriarca. Aquí he vuelto a cometer un pequeño pecado de
arrogancia: me ha parecido que Su Eminencia tenía sobrepellices de sobra y
he sentido deseos de entregar parte de aquel linón doblado, que parecía
espuma del mar o flores de nuestros almendros, a mi querido Gran Pequeño,
que tanto frío pasa en ese armario de la sacristía, con tan solo un rígido fajín
morado y dorado que le hace cosquillas en su pobre barriguita.
Tengo que hablarte sin falta, querido Gran Pequeño, del títere que
representa al diablo, porque si consigo arrancarte una sonrisa sentiré que mi
deseo de reír cada vez que lo veo o siquiera pienso en él no es un acto de
mera maldad. En su etiqueta se lee: «Beelzebubb Satanasso, príncipe de
todos los diablos», y está colgado por el gancho de la bobina de encima de
su cabeza en el toallero de pie del pasillo de San Eusebio, bajo un cuadro de
Sebastiano Ricci que representa el martirio de santa Ágata; los títeres que
tiene a ambos lados también llevan sendas etiquetas: «Pulcinella» y
«Sophonisba». Aunque en realidad, junto a él, como para que parezca que
ambos son uno solo, hay un monstruo horripilante llamado «Basilisco». El
diablo lleva una bata negra sujeta con un pañuelo azul cielo, tiene una vara
de ébano en una mano, y sus piernas, que sobresalen por el borde de la bata,
también son de ébano, como las de un caballo, con hermosas pezuñas
talladas. También tiene unas largas orejas y pequeños cuernos escarlata. La
otra mano parece estar apoyada en el Basilisco, y debería dar mucho miedo;
o, mejor dicho, ¡yo debería estar muy asustada de él! Pues es aterrador tener
pezuñas y cuernos como esos, y una mano sobre un dragón, y que te llamen
Beelzebubb Satanasso, príncipe de todos los diablos. Pero a mí me hace
reír, querido Bambino, reír y nada más que reír; y estoy segura de que tú
también te reirías, a pesar de ser el Verbo Encarnado y todas las grandes
cosas que aprendemos en el catecismo. ¡Cuánto desearía que pudieras verlo,
o poder contártelo! Tiene un rostro ancho con una barba como la de los
capuchinos, y ojos negros con la mirada fija; y los ojos parecen estar
empezando a entender algo que él no puede; y la boca rodeada por la barba
está abierta para entender también lo que él no puede, y su rostro entero está
fruncido tratando de averiguar qué se espera de él. Me recuerda al tutor de
mi hermano, en cuya cama (era cura en el oratorio) los chicos malos metían
erizos, y él se pinchaba y se ponía a gritar en latín. Sin embargo, el tutor me
daba pena y el diablo no me da ninguna, tan solo me divierte verlo tan
rígido y pasmado con sus responsabilidades; responsabilidades que
consisten en ser el diablo. Ay, querido Bambino, ¡qué divertido sería que tú
y yo juntos le pudiéramos gastar una buena broma! No sería cruel como los
erizos de la cama del reverendo, porque se ve que tiene pezuñas y cuernos,
y además es el diablo. ¡Ojalá yo tuviera mejor memoria y no fuera tan
mema! Me gustaría recordar alguna de las bromas que los Santos Padres en
el desierto, y los otros bienaventurados en la Leyenda Áurea, le gastaron; no
al títere, por supuesto.
Me temo que me estoy dejando arrastrar hacia el pecado mortal del odio y
la falta de caridad, pero cómo no voy a odiar a la hermana sacristana y
pensar que parece un gallo, cuando no deja pasar la ocasión de ser
desagradable con mi querido Niño Jesús quien, al fin y al cabo, es el Rey de
los Cielos y merece consideración por parte incluso de una noble veneciana.
La solución es la siguiente: temiendo que las novicias y las hermanas más
jóvenes se estuvieran volviendo un poco mundanas con el espectáculo de
títeres y todas las damas y caballeros que asistieron, nuestra madre abadesa
ha ordenado que el convento entero dedique cuatro horas al día, entre
maitines y vísperas, al trabajo piadoso, destinado a alimentar los
pensamientos religiosos y conversaciones llenas de remordimiento. Hay que
sacar brillo a los relicarios con polvos para limpiar la plata y hay que
cambiar el algodón y las cintitas de las reliquias sagradas antes de Navidad.
Es un trabajo lento, pues los pedazos de hueso son quebradizos y tan
pequeños que se extravían entre los montones de guata y las bobinas de
cinta de la mesa de trabajo. Asimismo, las hermanas más avezadas tienen
que remendar las vestimentas de las diversas figuras sagradas y retirar las
puntillas y los bordados, que necesitarán cuidados más minuciosos. Se han
bajado todas las Madonnas y se ha examinado su vestuario, y la madre
abadesa se ha enfadado al ver la cantidad de moho que tenían; por si eso
fuera poco, la cifra de zapatos, medias y pañuelos de bolsillo con puntillas
no se acerca a la que debería ser, y las sospechas han recaído sobre los
hombres que trabajan en el huerto, que han acabado en manos del Santo
Oficio. Mi prima Badoer, la más rebelde de las novicias, ha dicho que es la
continuación de la representación de títeres en la cabeza de la madre
abadesa, lo que me ha obligado a reprenderla y a indicarle que debería ser
más piadosa aunque, como buena cabeza hueca pecaminosa que soy, no he
podido reprimir la risa. Por supuesto, mi pensamiento se centró de
inmediato en mi querido Gran Niño, en ese armario húmedo con olor a
cerrado, sin nada más que un fajín escarlata y dorado que le pica en la
barriguita. Como sé que la madre abadesa tiene debilidad por mí (en parte
debido a mi cojera y en parte debido a que nuestra familia se remonta a los
orígenes de la República Serenísima y desciende de Lars Porsena, el rey de
Roma), me aventuré a sugerir la conveniencia de confeccionar al Niño Jesús
un abriguito de suave seda con forro del mejor lino para el momento de su
exposición en ese pesebre lleno de corrientes de aire durante la Navidad.
Nuestra madre abadesa me dedicó una prolongada mirada, sonrió y hasta
me pellizcó la mejilla, al tiempo que decía: «No cabe duda de que nuestra
hermana Benvenuta tiene madera de niñera del cielo». Pero justo entonces,
cuando estaba a punto de darme permiso, quién entra en la estancia sino (ay,
sé que el odio es pecado pero ¡cuánto la odio!) la hermana sacristana, que
de inmediato me aguó la fiesta; dijo que eso quitaría tiempo y dinero a las
nuevas vestiduras del esqueleto de san Prosdócimo, que era una reliquia de
lo más honorable, con sendos diamantes redondos en las cuencas de los
ojos, y debía dejarse en condiciones para exhibirla y que recibiera una
devota veneración. Añadió que el Bambino nunca había ido vestido, que el
fajín era tan solo una concesión al pudor pero que nadie había oído jamás
que Él deseara ir vestido; que la proposición era demasiado moderna y (si
no viniera de una hermana con una notoria fama de simplona) casi revelaría
una herejía peligrosa. Así que la abadesa se volvió hacia mí, blandió su
dedo ensortijado y me dijo: «Qué vergüenza, hermana Benvenuta; el
Bambino Sagrado no es su Cavalier Servant como para querer cubrirlo con
terciopelo y puntilla dorada», y se volvió para preguntar cuántas carpas se
habían llevado a la cocina para la cena en honor de monseñor el benefactor
de san Patricio.
Nochebuena de 1740
Por primera vez desde que tengo uso de memoria, he estado pensando en mi
propia vida, y me han pasado por delante momentos de ella todos a la vez,
igual que la anciana hermana seglar dice que le pasó cuando se cayó al río
Natisone y creyó que iba a ahogarse. Y como hace mucho que no escribo a
mi querido Gran Niño (aunque apenas sé por qué), le contaré qué tipo de
niña era y cómo acabé amándolo más que a nada.
Por supuesto, desde el principio estuvo claro que yo iba a ser monja
porque nuestra familia posee una prebenda en este noble convento y, de las
tres hermanas, yo era la más joven y tenía una leve cojera. Nuestros padres
eran muy sabios y virtuosos, y así lo dispusieron; igual que establecieron
que uno de mis hermanos debía casarse y perpetuar nuestro ilustre apellido,
mientras que los otros dos serían monseñor y caballero de Malta,
respectivamente. Cuando nos llevaban a la gran villa cerca de Brenta, a mí
me obligaban a permanecer sola en un gran cuarto, rodeada de
reproducciones en color de monjas de diversas órdenes colgados en las
paredes, y con una alcoba que representaba la gruta de un santo anacoreta,
llena de búhos, calaveras y hermosas figuras alegóricas hechas de cartón
entre las rocas de yeso. Cuando era pequeña, a veces me daba miedo ver
esas devotas figuras al amanecer y saber que detrás del cabezal de mi cama
había una ventana, con una cortina que se podía correr, que daba a la capilla
donde estaban enterrados la mayor parte de mis antepasados. A menudo
gritaba y lloraba de miedo, pero las jóvenes criadas decían que eso
despertaría mi vocación. Y sin duda estaban en lo cierto, ya que yo era una
niña rara y apegada a las cosas mundanas, adicta a juguetear en los jardines,
rodar sobre la hierba y aspirar el aroma de las flores; y me encantaba ver
navegar las barcazas desde la terraza, a los pavos reales contoneándose y a
las palomas arrullando; y los bonitos vestidos de mi madre, y el maquillaje
y los parches en forma de lunar, cuando su doncella nos llevaba a dos o tres
de nosotros a pasar la mañana con ella, mientras le empolvaban y le rizaban
el pelo, un paje negro le traía chocolate y su chichisbeo aspiraba rapé junto
a su espejo; y los mercaderes y los judíos le traían bordados y joyas para
que las comprara; y llevaba un mono en el hombro que a mí me daba
miedo, porque me gritaba y trataba de agarrarme.
A los tres o cuatro años de edad, me consagraron a la Madre de Dios;
tenía un vestidito como el de una monja, negro y blanco, con un rosario y
una toca de mi tamaño; y había uno para los días de diario y otro para los
domingos, y uno nuevo para cada Fiesta de la Ascensión y cada Navidad
para hacer honor a nuestro ilustre apellido. Sin embargo, mis hermanas
llevaban la ropa de dormir de encaje raído de mi madre, cortada a su
medida, salvo cuando las iban a ver los visitantes: entonces las vestían con
hermosos corpiños bordados y verdugados que se ponían sobre las enaguas,
así como perlas y flores artificiales. A mi padre lo veía una vez a la semana
y me infundía un gran temor por lo noble y justo que era. Cuando me
recibía, llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo a modo de turbante, unos
anteojos con montura de cuerno sobre la nariz y una barba negra, y por lo
general estaba elaborando oro con un astrólogo y metiendo demonios en
retortas, aunque no creo que fuera cierto. Porque cuando salía con su
góndola, llevaba capuz y máscara como todo el mundo; y cuando había una
gala en nuestro palacio de Venecia, se plantaba en lo alto de la escalera con
ropajes de seda como una peonía y una gran peluca blanca, y sonreía.
A mis hermanas y a mí nos enseñaron a bailar, a tocar un poco la espineta
y a hablar francés; yo aprendía por mi cuenta a leer —más allá de deletrear
las palabras, como hacían las demás— porque quería leer las hermosas
leyendas y oraciones que había en el dorso de las ilustraciones de santos
que los capuchinos errantes, y el cura que celebraba misa en nuestra capilla,
nos regalaban a los niños. Y había colinas azules más allá de las copas de
los árboles de Brenta, y una extensión de mar reluciente, con velas amarillas
que se desplazaban entre las torres y las cúpulas, que se podían ver desde el
lugar donde tendían a secar nuestra ropa blanca en Venecia. Y yo era una
niña muy feliz y daba gracias al cielo por tener unos padres tan sabios y
buenos. Pero lo que más feliz me hacía era la pintura que había sobre el
altar de nuestra capilla y, siempre que mi joven criada quería hablar con los
gondoleros (algo que había prohibido nuestra ama de llaves), me llevaba a
la capilla, me ayudaba a trepar al altar y me dejaba allí durante horas,
sabedora de que yo no haría ruido y no querría cenar. La pintura era la más
hermosa del mundo. Estaba dividida por columnas coronadas con
guirnaldas de flores y, en el centro, sobre un fondo de oro, dividido en filas
y con abigarrados bermejos y naranjas, como la puesta de sol, estaba el
trono de la Madonna, con la Madonna sentada en él, una hermosa dama
aunque no tan hermosamente vestida como mi madre, sin maquillaje en el
rostro y sin mostrar los dientes con una sonrisa. Y en los peldaños de su
trono había angelitos con coronas de flores, algunos tocando la flauta o el
laúd, otros con fruta y flores en los brazos, y un pequeño camachuelo de
plumas rojas, igual que los que mis hermanos cazaban con la liga. Y quién
estaba tumbado en la rodilla de la Virgen, dormido, profundamente
dormido, sino Tú, Tú, mi querido Gran Niño, pequeño y desnudo, con las
extremidades rollizas y la boquita roja, soñoliento después de mamar. La
Virgen se inclinaba sobre ti mientras rezaba; los ángeles te traían manzanas
y te cantaban nanas; el pajarito sujetaba una cereza en el pico, listo para
dártela cuando abrieras tus ojos entornados. El paraíso entero aguardaba a
que te despertaras y sonrieras; y yo me sentaba y aguardaba también,
sentada en el altar, hasta que se hacía tan oscuro que era imposible ver nada
aparte del reluciente oro.
Yo no sabía qué aguardaba; ni siquiera cuando ingresé en el convento
como novicia ni tampoco después de tomar el hábito. Durante años y años
no supe qué aguardaba y, sin embargo, la espera me hacía tan feliz como los
ángeles y el pajarito. No supe qué era lo que aguardaba hasta esta terrible
semana pasada. Pero ahora lo sé y vuelvo a ser feliz en mi espera. Aguardo
a que te despiertes, mi Gran Niño, tiendas los brazos y te acomodes en mis
rodillas, y poses tu pequeña boca sobre mi mejilla y sientas mi abrazo y mi
alma con una gloria indescriptible.
15 de mayo de 1785
Publicada en 2020 por The British Library, 96 Euston Road Londres NW1 2dB
© de la introducción, selección y notas, 2020, Mike Ashley
© de la traducción, 2024 de Begoña Prat Rojo
© de esta edición, 2024, por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán
ISBN: 978-84-19834-59-1
Código IBIC: FA
DL: B 6.089-2024
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* Incluido en Presencias (Duomo, 2023).
* Moneda lombarda acuñada por Napoleón tras la batalla de Marengo, y que las personas mayores
todavía usan a veces para calcular. (N. de la A.)