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LECTIO INAUGURALIS

“EUCARISTÍA: PAN PARTIDO PARA EL


MUNDO”
Benedicto XVI1
88 «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51). Con estas
palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su propia vida por
todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene
por cada persona. En efecto, los Evangelios nos narran muchas veces los
sentimientos de Jesús por los hombres, de modo especial por los que sufren y
los pecadores (cf. Mt 20,34; Mc 6,54; Lc 9,41). Mediante un sentimiento
profundamente humano, Él expresa la intención salvadora de Dios para todos
los hombres, a fin de que lleguen a la vida verdadera. Cada celebración
eucarística actualiza sacramentalmente el don de su propia vida que Jesús
hizo en la Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la

1 BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis, febrero 22 de 2007, Nº 88-97.
Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano
y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad
para con el prójimo, que «consiste precisamente en que, en Dios y con Dios,
amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo
puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que
se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento.
Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y
sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo»[240]. De ese modo, en
las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el
Señor ha dado su vida amándolos «hasta el extremo» (Jn 13,1). Por
consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de
ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que,
por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse «pan partido»
para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno.
Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer
que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en
primera persona: «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En verdad, la
vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido
para la vida del mundo.

Implicaciones sociales del Misterio eucarístico


89. La unión con Cristo que se realiza en el Sacramento nos capacita también
para nuevos tipos de relaciones sociales: «la "mística'' del Sacramento tiene
un carácter social». En efecto, «la unión con Cristo es al mismo tiempo unión
con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para
mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo
serán»[241]. A este respecto, hay que explicitar la relación entre Misterio
eucarístico y compromiso social. La Eucaristía es sacramento de comunión
entre hermanos y hermanas que aceptan reconciliarse en Cristo, el cual ha
hecho de judíos y paganos un pueblo solo, derribando el muro de enemistad
que los separaba (cf. Ef 2,14). Sólo esta constante tensión hacia la
reconciliación permite comulgar dignamente con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo (cf. Mt 5,23- 24)[242]. Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la
comunión entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están
enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al
compromiso por la justicia. No cabe duda de que las condiciones para
establecer una paz verdadera son la restauración de la justicia, la
reconciliación y el perdón[243]. De esta toma de conciencia nace la voluntad
de transformar también las estructuras injustas para restablecer el respeto de
la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. La Eucaristía, a
través de la puesta en práctica de este compromiso, transforma en vida lo que
ella significa en la celebración. Como he afirmado, la Iglesia no tiene como
tarea propia emprender una batalla política para realizar la sociedad más justa
posible; sin embargo, tampoco puede ni debe quedarse al margen de la lucha
por la justicia. La Iglesia «debe insertarse en ella a través de la argumentación
racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que
siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar»[244]

En la perspectiva de la responsabilidad social de todos los cristianos, los


Padres sinodales han recordado que el sacrificio de Cristo es misterio de
liberación que nos interpela y provoca continuamente. Dirijo por tanto una
llamada a todos los fieles para que sean realmente operadores de paz y de
justicia: «En efecto, quien participa en la Eucaristía ha de comprometerse en
construir la paz en nuestro mundo marcado por tantas violencias y guerras, y
de modo particular hoy, por el terrorismo, la corrupción económica y la
explotación sexual»[245]. Todos estos problemas, que a su vez engendran
otros fenómenos degradantes, son los que despiertan viva preocupación.
Sabemos que estas situaciones no se pueden afrontar de un manera
superficial. Precisamente, gracias al Misterio que celebramos, deben
denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el
cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el alto valor de cada
persona.
El alimento de la verdad y la indigencia del hombre
90. No podemos permanecer pasivos ante ciertos procesos de globalización
que con frecuencia hacen crecer desmesuradamente en todo el mundo la
diferencia entre ricos y pobres. Debemos denunciar a quien derrocha las
riquezas de la tierra, provocando desigualdades que claman al cielo (cf. St 5,4).
Por ejemplo, es imposible permanecer callados ante «las imágenes
sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados —en
muchas partes del mundo— concentrados en precarias condiciones para
librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos,
¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo
con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás?»[246]. El
Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar atentos a las
situaciones de pobreza en que se halla todavía gran parte de la humanidad: son
situaciones cuya causa implica a menudo un clara e inquietante
responsabilidad por parte de los hombres. En efecto, «sobre la base de datos
estadísticos disponibles, se puede afirmar que menos de la mitad de las
ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que
suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de
los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común
compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas
poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de
situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas,
comerciales y culturales, que a causa de circunstancias incontroladas»[247].

El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del


hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta
de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la
construcción de la civilización del amor. Los cristianos han procurado desde el
principio compartir sus bienes (cf. Hch 4,32) y ayudar a los pobres
(cf. Rm 15,26). La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda
expresamente, sino que es también una necesidad muy actual. Las
instituciones eclesiales de beneficencia, en particular Caritas en sus diversos
ámbitos, prestan el precioso servicio de ayudar a las personas necesitadas,
sobre todo a los más pobres. Estas instituciones, inspirándose en la Eucaristía,
que es el sacramento de la caridad, se convierten en su expresión concreta;
por ello merecen todo encomio y estímulo por su compromiso solidario en el
mundo.

Doctrina social de la Iglesia


91. El misterio de la Eucaristía nos capacita e impulsa a un trabajo audaz en las
estructuras de este mundo para llevarles aquel tipo de relaciones nuevas, que
tiene su fuente inagotable en el don de Dios. La oración que repetimos en cada
santa Misa: «Danos hoy nuestro pan de cada día», nos obliga a hacer todo lo
posible, en colaboración con las instituciones internacionales, estatales o
privadas, para que cese o al menos disminuya en el mundo el escándalo del
hambre y de la desnutrición que sufren tantos millones de personas,
especialmente en los países en vías de desarrollo. El cristiano laico en
particular, formado en la escuela de la Eucaristía, está llamado a asumir
directamente su propia responsabilidad política y social. Para que pueda
desempeñar adecuadamente sus cometidos hay que prepararlo mediante una
educación concreta para la caridad y la justicia. Por eso, como ha pedido el
Sínodo, es necesario promover la doctrina social de la Iglesia y darla a conocer
en las diócesis y en las comunidades cristianas[248]. En este precioso
patrimonio, procedente de la más antigua tradición eclesial, encontramos los
elementos que orientan con profunda sabiduría el comportamiento de los
cristianos ante las cuestiones sociales candentes. Esta doctrina, madurada
durante toda la historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo y el
equilibrio, ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías ilusorias.

Santificación del mundo y salvaguardia de la creación


92. Para desarrollar una profunda espiritualidad eucarística que pueda influir
también de manera significativa en el campo social, se requiere que el pueblo
cristiano tenga conciencia de que, al dar gracias por medio de la Eucaristía, lo
hace en nombre de toda la creación, aspirando así a la santificación del mundo
y trabajando intensamente para tal fin[249]. La Eucaristía misma proyecta una
luz intensa sobre la historia humana y sobre todo el cosmos. En esta
perspectiva sacramental aprendemos, día a día, que todo acontecimiento
eclesial tiene carácter de signo, mediante el cual Dios se comunica a sí mismo
y nos interpela. De esta manera, la forma eucarística de la vida puede favorecer
verdaderamente un auténtico cambio de mentalidad en el modo de ver la
historia y el mundo. La liturgia misma nos educa para todo esto cuando,
durante la presentación de las ofrendas, el sacerdote dirige a Dios una oración
de bendición y de petición sobre el pan y el vino, «fruto de la tierra», «de la vid»
y del «trabajo del hombre». Con estas palabras, además de incluir en la ofrenda
a Dios toda la actividad y el esfuerzo humano, el rito nos lleva a considerar la
tierra como creación de Dios, que produce todo lo necesario para nuestro
sustento. La creación no es una realidad neutral, mera materia que se puede
utilizar indiferentemente siguiendo el instinto humano. Más bien forma parte
del plan bondadoso de Dios, por el que todos nosotros estamos llamados a ser
hijos e hijas en el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo (cf. Ef 1,4-12). La fundada
preocupación por las condiciones ecológicas en que se halla la creación en
muchas partes del mundo encuentra motivos de consuelo en la perspectiva de
la esperanza cristiana, que nos compromete a actuar responsablemente en
defensa de la creación[250]. En efecto, en la relación entre la Eucaristía y el
universo descubrimos la unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir la
relación profunda entre la creación y la «nueva creación», inaugurada con la
resurrección de Cristo, nuevo Adán. En ella participamos ya desde ahora en
virtud del Bautismo (cf. Col 2,12 s.), y así se le abre a nuestra vida cristiana,
alimentada por la Eucaristía, la perspectiva del mundo nuevo, del nuevo cielo
y de la nueva tierra, donde la nueva Jerusalén baja del cielo, desde Dios,
«ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2).

CONCLUSIÓN
94. Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es el origen de toda forma de
santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu
Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida gracias a su piedad
eucarística! De san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio abad a
san Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara
de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián
Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san
Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la
beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Merz, sólo
por citar algunos de los numerosos nombres, la santidad ha tenido siempre su
centro en el sacramento de la Eucaristía.

Por eso, es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se celebre con


devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que
Jesús hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos asegura que el
culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en él
se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la
Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos
personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de
nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la
solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké
latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1), en el que
toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su gloria. Invito,
pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la promoción de una
espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los
diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico, reciban
siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación
constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de
santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a
encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para
transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor
resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con
su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al
Señor.

95. A principios del siglo IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las
autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían
en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron
martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía,
alimento del Señor: sine dominico non possumus[252]. Que estos mártires de
Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el
centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al
encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin
participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta
dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del
Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de
extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo
con el misterio de la Eucaristía?

96. Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza,
nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella
encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La
Iglesia ve en María, «Mujer eucarística» —como la llamó el Siervo de Dios Juan
Pablo II[253]—, su icono más logrado, y la contempla como modelo
insustituible de vida eucarística. Por eso, disponiéndose a acoger sobre el altar
el «verum Corpus natum de Maria Virgine», el sacerdote, en nombre de la
asamblea litúrgica, afirma con las palabras del canon: «Veneramos la
memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo,
nuestro Dios y Señor»[254]. Su santo nombre se invoca y venera también en los
cánones de las tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte,
«encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose
por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir
como ofrenda viva, agradable al Padre»[255]. Ella es la Tota pulchra, Toda
hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza de
la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas, tiene
un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en personas
eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros, según la
expresión de san Pablo, «inmaculados» ante el Señor, tal como Él nos ha
querido desde el principio (cf. Col 1,21; Ef 1,4)[256].

97. Que el Espíritu Santo, por intercesión de la Santísima Virgen María,


encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús
(cf. Lc 24,13-35), y renueve en nuestra vida el asombro eucarístico por el
resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico, signo eficaz de la belleza
infinita propia del misterio santo de Dios. Aquellos discípulos se levantaron y
volvieron de prisa a Jerusalén para compartir la alegría con los hermanos y
hermanas en la fe. En efecto, la verdadera alegría está en reconocer que el
Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino. La
Eucaristía nos hace descubrir que Cristo muerto y resucitado, se hace
contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia, su Cuerpo. Hemos sido
hechos testigos de este misterio de amor. Deseemos ir llenos de alegría y
admiración al encuentro de la santa Eucaristía, para experimentar y anunciar a
los demás la verdad de la palabra con la que Jesús se despidió de sus
discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo»
(Mt 28,20).

En Roma, junto a san Pedro, el 22 de Febrero, fiesta de la Cátedra del Apóstol


san Pedro, del año 2007, segundo de mi Pontificado.
NOTAS
[240]Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[241] Ibíd., n. 14.
[242] Durante la asamblea sinodal hemos escuchado conmovidos testimonios
muy significativos acerca de la eficacia del sacramento en la obra de
pacificación. Se afirma al respecto en la Propositio 49: «Gracias a las
celebraciones eucarísticas, pueblos en conflicto se han podido reunir
alrededor de la Palabra de Dios, escuchar su anuncio profético de
reconciliación a través del perdón gratuito, recibir la gracia de la
conversión que permite la comunión en el mismo pan y en el mismo
cáliz».
[243] Cf. Propositio 48.
[244] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006), 239.
[245] Propositio 48.
[246] Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero
2006), 28: AAS 98 (2006), 127.
[247] Ibíd.
[248] Cf. Propositio 48. A este respecto es muy útil el Compendio de la doctrina
social de la Iglesia.
[249] Cf. Propositio 43.
[250] Cf. Propositio 47.
[251] Cf. Propositio 17.
[252] Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7. 9.
10: PL 8, 707.709-710.
[253] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003),
469.
[254] Plegaria Eucarística I (Canon Romano).
[255] Propositio 50.
[256] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15.

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