MEC Lectio Inauguralis
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1 BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis, febrero 22 de 2007, Nº 88-97.
Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano
y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad
para con el prójimo, que «consiste precisamente en que, en Dios y con Dios,
amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo
puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que
se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento.
Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y
sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo»[240]. De ese modo, en
las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el
Señor ha dado su vida amándolos «hasta el extremo» (Jn 13,1). Por
consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de
ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que,
por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse «pan partido»
para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno.
Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer
que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en
primera persona: «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En verdad, la
vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido
para la vida del mundo.
CONCLUSIÓN
94. Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es el origen de toda forma de
santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu
Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida gracias a su piedad
eucarística! De san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio abad a
san Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara
de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián
Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san
Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la
beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Merz, sólo
por citar algunos de los numerosos nombres, la santidad ha tenido siempre su
centro en el sacramento de la Eucaristía.
95. A principios del siglo IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las
autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían
en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron
martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía,
alimento del Señor: sine dominico non possumus[252]. Que estos mártires de
Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el
centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al
encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin
participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta
dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del
Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de
extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo
con el misterio de la Eucaristía?
96. Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza,
nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella
encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La
Iglesia ve en María, «Mujer eucarística» —como la llamó el Siervo de Dios Juan
Pablo II[253]—, su icono más logrado, y la contempla como modelo
insustituible de vida eucarística. Por eso, disponiéndose a acoger sobre el altar
el «verum Corpus natum de Maria Virgine», el sacerdote, en nombre de la
asamblea litúrgica, afirma con las palabras del canon: «Veneramos la
memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo,
nuestro Dios y Señor»[254]. Su santo nombre se invoca y venera también en los
cánones de las tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte,
«encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose
por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir
como ofrenda viva, agradable al Padre»[255]. Ella es la Tota pulchra, Toda
hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza de
la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas, tiene
un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en personas
eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros, según la
expresión de san Pablo, «inmaculados» ante el Señor, tal como Él nos ha
querido desde el principio (cf. Col 1,21; Ef 1,4)[256].