El Codigo de Los Wooster - P. G. Wodehouse
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El Codigo de Los Wooster - P. G. Wodehouse
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P.G. Wodehouse
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Título original: The code of the Woosters
P.G. Wodehouse, 1938.
Traducción: Carme Camps.
Diseño/retoque portada: Prats, Rey.
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Prefacio
El problema de discutir por cuánto tiempo puede permitirse a un autor relatar las
aventuras de un personaje o personajes determinados, es cosa que ha ocupado
frecuentemente la atención de los pensadores. La publicación de este libro sitúa de
nuevo esa cuestión en el primer plano de los asuntos nacionales.
Hace ahora cosa de catorce años, siendo yo un vehemente muchacho de algo más
de treinta, empecé a escribir las aventuras de Jeeves, y mucha gente opina que
debería dejar ya de seguir tomándome semejante molestia. Carpers dice que con lo
hecho basta. Cavillers juzga lo mismo. Ambos miran la perspectiva de los años
venideros, y el prever que en ellos se multiplicarán estas crónicas como conejos, les
abruma. Pero contra eso puede alegarse el hecho de que el componer relatos sobre
Jeeves me causa intenso placer; y, además, mientras los escribo no ando por las
tabernas.
¿A qué conclusión vamos, pues, a llegar? El asunto es indudablemente muy
discutible.
De entre la turbamulta de los detalles y recriminaciones, emerge un hecho: el de
que ya tenemos aquí un volumen más de la serie. Y yo profeso la arraigada creencia
de que, si una cosa vale la pena de hacerla, debe hacerse a conciencia y del todo. Es
perfectamente posible, sin duda, leer ¡Muy bien, Jeeves!, efectuando un supremo
esfuerzo, y no menos posible, desde luego, no leerlo; pero prefiero pensar que nuestro
país contiene seres de enérgico espíritu absolutamente capaces de revolver el fondo
del viejo arcón de roble hasta encontrar la suma necesaria para adquirir los
volúmenes anteriores de la serie de «Jeeves». Sólo así podrían obtenerse los máximos
resultados. Sólo así las alusiones incluidas en este libro a propósito de incidentes
sucedidos en los anteriores se harán inteligibles, en lugar de ser enigmáticas y
brumosas.
Podemos ofrecer a usted esos previos libros al irrisorio precio de 25 pesetas cada
uno, y el método de obtenerlos es, puedo decirlo, la sencillez misma.
No tiene usted que hacer otra cosa sino dirigirse a la librería más cercana, donde
se desarrollará el diálogo siguiente:
USTED: Buenos días, señor LIBRERO.
LIBRERO: Buenos días, señor Fulano.
USTED: Deseo comprar los volúmenes publicados de la serie de «Jeeves».
LIBRERO: Muy bien, señor Fulano. Efectúe usted el módico pago de 25 pesetas por
volumen, y los tomos le serán entregados a su comodidad.
USTED: Buenos días, señor LIBRERO.
LIBRERO: Buenos días, señor Fulano.
Supongamos el caso de un viajero francés, de tránsito en nuestra capital, y, para
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mejor comprensión, llamemos a ese viajero Jules St. Xavier POPINOT. En ese caso, la
escena transcurrirá como sigue:
AU COIN DE LIVRES
POPINOT: Bonjour, Monsieur le MARCHAND de livres.
MARCHAND: Bonjour, Monsieur. Quel beau temps aujourd’hui, n'est-ce-pas?
POPINOT: Absolument. Eskervous la collection de «Jeeves» du maitre Vodeouse?
MARCHAND: Mais certainement, Monsieur.
POPINOT: Donnez-moi touts les volumes, s'il vous plait.
MARCHAND: Oui, par exemple, morbleu. Et aussi la plume, l'encre, et la tante du
jardinière?
POPINOT: Je m'en fiche de cela. Je désire seulement le Vodeouse.
MARCHAND: Pas de chemises, de cravats, ou le tonic par les cheveux?
POPINOT: Seulemente le Vodeouse, je vous assure.
MARCHAND: Parfaitement, Monsieur, 25 pesetas pour chaqué bibelot, Monsieur.
POPINOT: Bonjour, Monsieur.
MARCHAND: Bonjour Monsieur.
¿Ven qué sencillo es?
¡Ah! Exijan el nombre «Wodehouse» en todas las cubiertas.
P. G. W.
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Capítulo I
Saqué una mano de entre las sábanas y toqué el timbre llamando a Jeeves.
—Buenas tardes, Jeeves.
—Buenos días, señor.
Esto me sorprendió.
—¿Es aún de mañana?
—Sí, señor.
—¿Está usted cierto? Me parece todo muy oscuro.
—Hay niebla, señor. Si el señor quiere recordar, estamos en otoño, la estación de
las nieblas y la dulce fecundidad.
—¿Estación de qué?
—De las nieblas y la dulce fecundidad, señor.
—¡Ah…! Sí, sí, ya comprendo. En fin, sea como sea, ¿quiere traerme uno de esos
cordiales que usted prepara?
—Tengo uno a punto en la nevera, señor.
Salió silenciosamente y me senté en la cama con aquella desagradable sensación
que se siente algunas veces de que se está a cinco minutos de la muerte. La noche
anterior, había dado una pequeña cena, en el «Club de los Zánganos», en honor de
Gussie Fink-Nottle, como despedida de soltero antes de su próximo enlace con
Madeline, hija única de Sir Watkyn Bassett, CBE[1] y esas cosas tienen su resonancia.
Por esta razón, antes de que Jeeves entrase en mi habitación, estaba soñando que un
verdugo me clavaba dardos en la cabeza, pero no dardos corrientes como los que usó
Jael, la esposa de Heber, sino dardos al rojo blanco.
Jeeves regresó con el brebaje restaurador. Me lo eché al coleto y, después de
soportar el pasajero malestar, inevitable cuando se bebe el brebaje matinal, patente de
Jeeves, de lanzar contra el techo el occipucio y jugar al tenis con los ojos contra la
pared de enfrente, me sentí aliviado. Hubiera sido exagerado decir que Bertram
estaba de nuevo en la plena forma de su media edad, pero había por lo menos entrado
en la categoría de los convalecientes y se sentía capaz de soportar un poco de
conversación.
—¡Ah! —dije, recuperando mis ojos y poniéndolos en su lugar correspondiente
—. Bueno, Jeeves. ¿Qué pasa por ese mundo? ¿Qué trae usted en la mano? ¿Es el
periódico?
—No, señor. Es un prospecto de la Agencia de Viajes. He pensado que al señor
podría quizá interesarle echarle una ojeada.
—¿De veras? ¿Conque ha pensado usted…? —dije.
Y en la habitación se hizo un breve y… angustioso, si es que puedo expresarme
así, silencio.
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Es de suponer que cuando dos hombres de voluntad de hierro viven en estrecha
asociación, tienen forzosamente que chocar algunas veces, y uno de estos choques
había tenido lugar recientemente en casa de Wooster. Jeeves se empeñaba en llevarme
a hacer un Crucero Alrededor del Mundo, y yo me había empeñado en no hacerlo.
Pero, a pesar de mis categóricas afirmaciones en este sentido, raras veces pasaba día
sin que Jeeves me trajese un montón de aquellos prospectos prometedores que los
Amantes De Los Amplios Espacios distribuyen a fin de reclutar adeptos a son de
bombo y platillos. Su actitud recordaba irresistiblemente la del sabueso que persiste
con obstinación en traer una rata muerta sobre la alfombra del salón, a pesar de
habérsele dicho que la demanda de aquella mercancía era nula o inexistente.
—Jeeves —le dije—. Creo que es hora de que cese esta molestia.
—Viajar es muy instructivo, señor.
—Me es imposible tener más instrucción, Jeeves. Ya hace años que la completé.
No, Jeeves, ya sé lo que le ocurre. Es la sangre ancestral de los vikingos que bulle en
sus venas. Suspira usted por respirar brisas salobres. Se ve usted deambulando por
cubierta con una gorra de marino en la cabeza. Es posible que alguien le haya
hablado de las bailarinas de Bali. Lo comprendo y merece mis simpatías. Pero rehúso
formalmente embarcar en barco alguno y dar la vuelta al mundo.
—Muy bien, señor.
Dijo estas palabras con cierto tono de ¿qué pasará aquí?, y me di cuenta de que si
no estaba profundamente disgustado tampoco había quedado complacido, por lo cual
cambié de conversación.
—Bueno, Jeeves, anoche nos corrimos una juerga bastante divertida.
—¿De veras, señor?
—Mucho. Nos divertimos todos enormemente. Gussie me dio recuerdos para
usted.
—Aprecio muchísimo la atención, señor. Espero que Mr. Fink-Nottle estaría de
buen humor.
—Muy bueno; teniendo en cuenta que todo va adelante y en breve tendrá a Sir
Watkyn Bassett por suegro. ¡Antes él que yo, Jeeves, antes él que yo!
Dije estas palabras con profundo sentimiento y se comprenderá por qué. Hacía
pocos meses, durante la celebración de unas regatas nocturnas, había caído en las
garras de la ley por haber tratado de privar a un agente de policía de su casco, y,
después de haber dormido profundamente sobre un lecho de madera, fui llevado a
Bosher Street, a la mañana siguiente, y condenado a desprenderme de cinco de mis
mejores libras. El magistrado que me había infligido esta monstruosa sentencia —con
el aditamento de algunas ofensivas observaciones por parte del tribunal— no era otro
que el propio Pop Bassett, padre de la futura esposa de Gussie.
El azar quiso que yo fuese uno de sus últimos clientes, porque, un par de semanas
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después, heredó una importante suma de un lejano pariente y se retiró a vivir en el
campo. Ésta por lo menos fue la historia referida. Mi opinión particular es que había
recaudado el capital agarrándose a las multas como si estuviesen untadas de pez.
Cinco libritas por aquí, cinco libritas por allá, ya ven ustedes a cuánto puede ascender
la cosa al cabo de unos años.
—No puede haber olvidado usted a aquel hombre rencoroso, Jeeves. Fue un caso
terrible, ¿no?
—Acaso sea menos temible en la vida privada, señor.
—Lo dudo, lo dudo… Córtelo a trozos o en rodajas, un sabueso es siempre un
sabueso. ¡En fin! Basta por hoy, Jeeves. ¿Hay cartas?
—No, señor.
—¿Llamada telefónica?
—Una, señor. De Mrs. Travers.
—¿Tía Dalia? ¿Ha regresado, pues?
—Sí, señor. Ha expresado su deseo de que el señor la llame, a su conveniencia, lo
antes posible.
—Haré algo mejor, Jeeves —dije cordialmente—. Iré a verla personalmente.
Y media hora después subía la escalera de su residencia y era recibido por el viejo
Seppings, el mayordomo. Poco podía yo suponer, mientras franqueaba aquella
entrada, que en menos que cantase un gallo me iba a ver envuelto en un imbroglio
que iba a poner a prueba el tesón de los Wooster como pocas veces había sido puesto.
Me refiero al siniestro asunto de Gussie Fink-Nottle, Madeline Bassett, el viejo Pop
Bassett, Stiffy Byng, el Rev. H. P., Pinker (el «Pestilente»), una jarrita para la leche,
del siglo XVIII y una pequeña piel.
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oportuno. Pasé, pues, con los labios sellados y me dirigí a la biblioteca, donde, según
mis informaciones, se había guarecido mi tía.
Encontré a mi anciana parienta ocupada en la corrección de las pruebas de un
artículo sobre la ondulación Marcel. Como todo el mundo sabe, mi tía es la cortés y
popular propietaria del semanario dedicado a la gente refinada titulado Milady's
Boudoir, en el que colaboré una vez con un artículo sobre «Lo que debe usar el
hombre bien vestido».
Mi entrada la hizo volver a la realidad y me recibió con uno de aquellos gritos de
bienvenida que, en sus tiempos de cacerías, le había dado tanta notabilidad en el
Quorn y el Pytchley y las demás organizaciones destinadas a causar estropicios entre
las zorras.
—Hola, feo —me dijo—. ¿Qué te trae por aquí?
—He creído comprender, mi anciana parienta, que deseabas conferenciar
conmigo.
—No quería que vinieses aquí a estorbarme e impedir mi trabajo. Dos palabras
por teléfono hubieran bastado. Pero supongo que tu instinto te diría que hoy era
precisamente mi día ocupado.
—Si querías preguntarme si podía venir a almorzar, tranquilízate. Estaré
encantado, como siempre. ¿Qué nos va a dar Anatole?
—A ti no te dará nada, mi joven y alegre lombriz. Tengo a almorzar a Pomona
Grindle, la novelista.
—Estaré encantado de conocerla.
—Pues lo siento, pero no la conocerás. Es un almuerzo estrictamente téte-a-téte.
Estoy tratando de obtener una serie de artículos para Boudoir. No, lo único que quería
era pedirte que fueses a una tienda de antigüedades que hay en Brompton Road, al
lado mismo del Oratorio, no puedes equivocarte, y menosprecies una vaca lechera.
No entendí lo que quería decir. Tuve la impresión de que mi tía me hablaba con
voz gutural.
—¿Que haga qué?
—Tienen una vaca lechera del siglo dieciocho que Tom va a comprar esta tarde.
La venda cayó de mis ojos.
—¡Ah! ¿Es un objeto de plata, no?
—Sí. Es una jarrita para crema de leche. Ve allí, pide que te la enseñen y, cuando
la veas, muéstrate despreciativo.
—¿Qué intención tenéis?
—Hacerles perder confianza, naturalmente. Sembrar dudas y sospechas y hacer
que rebajen el precio. Cuanto más barato compre la cosa, más contento estará. Y
quiero que esté de buen humor, porque, si logro obtener esos artículos de la Grindley,
tendré que darle un sablazo entre las costillas. Es increíble lo que estas novelistas de
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fama piden por sus artículos. De manera que manos a la obra inmediatamente y
lánzate de cabeza al asunto.
Deseo siempre vivamente complacer esta correcta clase de tías; pero me vi
obligado a oponer a la proposición lo que Jeeves hubiera llamado el nolle prosequi.
La cura que me había propinado por la mañana me había sentado perfectamente,
pero, aun después de someterme a ella, mi cabeza no era bastante sólida.
—No puedo lanzarme de cabeza. Hoy me es imposible.
Me miró con una mirada de censura frunciendo la ceja derecha.
—¿Conque esas tenemos? Bien, si tus repugnantes excesos te impiden usar la
cabeza, por lo menos te quedan los labios.
—¡Oh, eso sí!
—Entonces, adelante. ¡Y aliento! ¡Y elocuencia! ¡Ah! Y diles que crees que es
holandés moderno.
—¿Por qué?
—No lo sé. Parece que es algo que un jarro para la leche no tiene que ser.
Se detuvo y lanzó una mirada escrutadora sobre mi cadavérico rostro.
—¿Conque anoche, en las viñas del Señor, eh, hijo mío? Es extraordinario, pero,
cada vez que te veo, parece que estás convaleciente de alguna orgía. ¿Todavía no has
dejado de beber? ¿Cómo lo haces cuando duermes?
Me rebelé contra la acusación.
—No tienes razón, parienta. Excepto los días extraordinarios, soy
extremadamente moderado en mis libaciones. Un par de combinados, un vaso de vino
en la comida y quizás una copita de licor con el café; éste es Bertram Wooster. Pero
anoche di un pequeño banquete de solteros en honor de Gussie Fink-Nottle.
—¿De veras? —Se rió con una risa más fuerte de lo que hubiera deseado, dado
mi estado de salud, porque es una mujer que, cuando se ríe, hace caer trozos de yeso
del techo—. Conque «Botellín», ¿eh? ¡Dios le bendiga! ¿Y cómo estaba el
coleccionista de lagartijas?
—Muy contento.
—¿Ha hecho algún discurso en la orgía?
—Sí. Me dejó atónito. Yo estaba convencido de que rehusaría terminantemente.
Pero no. Bebimos a su salud y se puso en pie tan fresco como una lechuga, como
diría Anatole, y nos espetó un discurso.
—Estaría borracho como una cuba, supongo.
—Al contrario. Ofensivamente sobrio.
—¡Pues sí que ha cambiado!
Nos sumimos en un silencio pensativo. Recordábamos aquella tarde de verano, en
casa de mi tía, en Worcestershire, cuando Gussie, habiendo querido las circunstancias
que estuviese lleno hasta los bordes del adecuado producto, había dirigido un
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discurso a los escolares de Market Snodsbury Grammar School, en ocasión del anual
reparto de premios.
Una cosa que no sé nunca, cuando empiezo a contar una historia de alguien de
quien he hablado antes, es hasta qué punto tengo que explicar cómo es el personaje.
Es un problema que tengo que examinar bajo todos sus aspectos. Quiero decir que, si
considero que mi público conoce ya perfectamente a Gussie Fink-Nottle, y sigo
adelante, aquellos de mis lectores que no hayan leído precedentes historias
encontrarán confusa mi narración. Por otra parte, si antes de seguir adelante escribo
ocho volúmenes sobre su vida e historia, otros bostezarán aburridos y dirán: «Vieja
historia. ¡A paseo!»
Creo que lo mejor es relatar los hechos salientes tan brevemente como sea
posible, en beneficio de los primeros, tendiendo a los segundos una mano
imploradora, a fin de indicarles que pueden dejar divagar su imaginación durante un
minuto o dos y que en seguida me ocuparé de ellos.
Este Gussie era, pues, un amigo mío, de facciones de pez, que se había enterrado
en vida en una posesión rural y había consagrado su existencia al estudio de las
lagartijas, observando con ojo diligente las costumbres de los animalitos que
conservaba en un gran tanque de cristal. Si hubieseis conocido la expresión, quizá lo
hubierais llamado «recluso voluntario», y hubierais tenido razón. Después de todo lo
relatado en el precedente libro, verle murmurar dulces palabras a unas orejitas de
nácar, con la subsiguiente adquisición de la sortija de platino y el permiso de
matrimonio, parecía imposible.
Pero el amor encuentra su camino. Un día conoció a Madeline Bassett y cayó a
sus pies como una tonelada de ladrillos; salió de su ostracismo para empezar a
cortejarla y, después de numerosas vicisitudes, estaba cercano a la fecha en que
tendría que ponerse los pantalones a rayas y la gardenia en el ojal para penetrar en la
nave de la iglesia con la espectral muchacha.
La llamo espectral muchacha porque era una muchacha espectral. Los Wooster
somos caballeros, pero decimos lo que pensamos. Era una criatura desfalleciente,
lánguida, de ojos tiernos y voz arrulladora, y tenía los más extraordinarios puntos de
vista en cuanto hacía referencia a las estrellas y los conejos. La recuerdo una vez
diciéndome que los conejos eran gnomos esperando a la reina de las hadas, y que las
estrellas eran el collar de margaritas de Dios. Perfectamente falso, desde luego. No
eran nada de todo esto.
Tía Dalia soltó un ligero sonido gutural, porque aquel discurso de Gussie en
Market Snodsbury era uno de sus más felices recuerdos.
—¡El buen «Botellín»! ¿Dónde está, ahora?
—Está en casa del viejo Bassett. Totleigh Towers, Totleigh-in-the-Wold, Glos. Ha
regresado allí esta mañana. Se casan en la iglesia del lugar.
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—¿Vas a la boda?
—De ninguna manera.
—Claro. Sería demasiado doloroso para ti. Al fin y al cabo, has estado enamorado
de la muchacha.
Miré a mi tía.
—¿Enamorado? ¿De una mujer que cree que cada vez que una hada se suena nace
un chiquillo?
—No obstante, has estado prometido a ella.
—Durante cinco minutos, es verdad. Pero no fue culpa mía. Mi querida anciana
parienta —dije irritado— conoce perfectamente todos los detalles concernientes al
espantoso asunto.
Me estremecí. Aquél era un incidente de mi vida sobre el que no quería insistir.
En dos palabras, había ocurrido lo siguiente. Agotados los nervios de Gussie por su
larga convivencia con las lagartijas, había temblado ante la perspectiva de defender
su causa ante Madeline, y me había pedido que lo hiciese en su nombre. Y, cuando lo
hice, la estúpida criatura creyó que lo hacía en nombre propio. De manera que
cuando, después ce aquella exhibición del reparto de premios, ella le dio el sí
provisional se había encariñado conmigo y no tuve más remedio que cargar con el
paquete. Quiero decir que, cuando a una muchacha se le mete en la cabeza que
alguien está enamorado de ella, y va y le dice que va a devolver a su fiancé al corral y
a firmar con él, ¿qué puede un hombre hacer?
Afortunadamente las cosas se arreglaron a las once en punto mediante una
reconciliación entre los dos tortolitos, pero la idea del peligro que corrí me hace
estremecer todavía. No me sentiría completamente tranquilo hasta que el sacerdote
dijese: «¿Queréis, vos, Augustus…?» y Gussie hubiese murmurado un suave «Sí».
—Por si te interesa, te diré —dijo tía Dalia— que tampoco pienso asistir yo a ese
casamiento. No estoy de acuerdo con Sir Watkyn Bassett y creo que no hay que darle
ánimos. Si quieres un pájaro de cuenta ahí tienes uno.
—Entonces, ¿le conoces bien? —dije más bien sorprendido, si bien una vez más
era patente lo que tantas veces he dicho, que el mundo es muy pequeño.
—Le conozco bien. Es amigo de Tom. Los dos habían coleccionado plata antigua
y se peleaban como locos. Estuvo con nosotros en Brinkley el mes pasado mientras
fue nuestro huésped. ¡Reptando a mis espaldas y tratando de robarme a Anatole!
—¡No!
—¡Eso es lo que hizo! Afortunadamente, Anatole demostró guardarme absoluta
fidelidad en cuanto le hube doblado su salario.
—¡Dóblaselo otra vez! —dije sinceramente—. ¡Pásate la vida doblándoselo!
¡Vierte sobre él pródigamente dinero antes que perder este soberbio artífice de los
asados y los picadillos!
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Yo estaba visiblemente emocionado. La idea de Anatole, el cocinero sin par,
dejando de operar en Brinkley Court, donde siempre podía gozar de su arte
invitándome yo mismo, y marchándose a servir al viejo Basset, la última persona en
el mundo capaz de poner un tenedor y un cuchillo a mi disposición, me había
profundamente impresionado.
—¡Sí! —dijo tía Dalia con la mirada vaga al pensar en aquel terrible asunto—.
Éste es el monstruo de Sir Watkyn Bassett. Hubieras hecho bien de prevenir a
«Botellín» que vigile el día de la boda. El menor descuido, y el muy granuja es capaz
de salir de la iglesia con su alfiler de corbata. Y ahora —dijo, saliendo de un estado
que parecía ser de solícito cuidado por una criatura enferma o con salud— ¡al asunto!
¡Tengo seis toneladas de pruebas que corregir! ¡Ah! Y cuando veas a Jeeves, dale
esto. Es el artículo del «Rincón del Marido». Habla mucho del galón lateral de los
pantalones de vestir y me gustaría que lo leyese. Bueno, ¿puedo confiar en que no
estropearás este asunto? Dime exactamente lo que crees que debes hacer.
—Ir a casa del anticuario…
—… de Brompton Road…
—… de Brompton Road, como dices. Pedir que me muestren la jarrita para la
leche…
—… y decir que no vale nada. En marcha. La puerta está detrás de ti.
Con el corazón alegre salí a la calle y tomé un atrotinado carruaje que pasaba. No
dudo de que muchos hombres hubieran lamentado ver estropeada su mañana de
aquella forma; pero en mi conciencia sólo había la sensación de que me era posible
realizar aquel acto de gentileza. Rascad a Bertram Wooster y encontraréis un boy-
scout.
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aquella ocasión me invadió a mí. Un hombre débil se hubiera escabullido
suavemente, pero yo aguanté a pie firme. Después de todo, el pasado es el pasado. Al
desembolsar mis cinco preciosas libras, había saldado mi deuda con la sociedad y no
tenía nada que temer de aquel hijo de un don nadie con cara de langostino.
Permanecí, pues, donde estaba, lanzándole una mirada furtiva.
Mi entrada había hecho que lanzase una ojeada sobre mí, y a intervalos seguía
mirándome de refilón. Sabía yo que era cuestión de tiempo que vibrase la oculta
cuerda de sus recuerdos y se diese cuenta de que aquel distinguido personaje apoyado
en su paraguas era una vieja amistad. Y ahora se veía claramente que me había
reconocido. El dependiente había entrado en la trastienda y él se acercó a donde yo
estaba.
—¡Hola, hola! —dijo—. Me parece que le conozco a usted, mi joven amigo.
Jamás olvido una cara. Usted ha comparecido una vez delante de mí.
Hice una ligera inclinación de cabeza.
—¡Pero no dos! ¡Muy bien! ¡Muy bien! Sirvió la lección, ¿eh? ¿Qué? ¿Somos
buenos ahora? ¡Importante! ¡Déjeme recordar…! ¿Qué era? ¡Espere, espere, no me lo
diga! ¡Ah, ya me acuerdo! Hurto de un bolso.
—No, no, fue…
—Hurto de un bolso —repitió con firmeza—. Me acuerdo perfectamente. No
obstante, ahora ya pasó, ¿no? ¡Espléndido! Roderick, venga usted aquí. Es de lo más
interesante…
Su compañero, que estaba examinando una bandeja, la dejó y se juntó con
nosotros.
Tuve ocasión de darme cuenta de que era un tipo de los más raros. Tenía unos
siete pies de altura e iba envuelto en una especie de ulster escocés que le hacía
parecer tener seis de anchura, y el conjunto cautivaba la mirada y la retenía
prisionera. Daba la sensación de que la Naturaleza había querido hacer un gorila y
luego había cambiado súbitamente de opinión.
Pero no era solamente el extraño aspecto del pájaro lo que impresionaba. Visto de
cerca, lo que más se notaba era su rostro, que era cuadrado y fuerte y ligeramente
abigotado en el centro. Su mirada era aguda y penetrante. No sé si han visto ustedes
en los periódicos esas fotografías de dictadores de barbilla saliente y ojos fulgurantes,
inflamando a las multitudes con exaltadas palabras en ocasión de alguna inauguración
de un nuevo juego de bolos; pero esto fue lo que a mí me recordó.
—Roderick —dijo el viejo Bassett—. Quiero presentarle a usted este amigo. He
aquí un caso que demuestra claramente lo que tantas veces he dicho, a saber: que la
vida de cárcel no degrada, no pervierte a la gente ni impide que un hombre pueda
trepar hasta las más elevadas alturas.
Reconocí una frase de Jeeves, y me pregunté dónde podía haberla oído.
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—Mire usted a este hombre. Hace poco que le largué tres meses por hurtar bolsos
en las estaciones de ferrocarril, y no hay duda de que su estancia en la cárcel ha
tenido sobre él beneficiosos efectos. ¡Lo ha reformado!
—¿Ah, sí?
Aseguro que el «¿Ah, sí?» no fue pronunciado con voz nasal desagradable, pero
no me gustó la manera como hablaba. Me miraba con una especie de arrogante
expresión. Recuerdo que tuve la sensación de que hubiera sido el hombre ideal para
menospreciar jarritas para leche.
—¿Qué le hace a usted creer que se ha reformado?
—¡Claro que se ha reformado! ¡Mírelo usted! Bien arreglado, bien vestido, el
miembro perfecto de la sociedad. Ignoro cuál es su vida en la actualidad, pero es
perfectamente obvio que ya no hurta bolsos en las estaciones. ¿Qué hace usted ahora,
buen hombre?
—Hurta paraguas, al parecer —dijo el dictador—. Veo que tiene el de usted en la
mano.
Yo estaba a punto de negar la acusación, había incluso abierto la boca para
hacerlo, cuando de repente la evidencia de que era verdad fue para mí un golpe como
el de un calcetín lleno de arena mojada en el maxilar superior.
Quiero decir que entonces recordé haber salido de casa sin paraguas y, no
obstante, allí estaba, sin duda posible, cargado de paraguas hasta las cejas. Me es
imposible decir qué fue lo que me indujo a apoderarme de uno que estaba apoyado
contra una silla del siglo XV a menos que fuese el instinto primitivo que hace que un
hombre sin paraguas se arroje inmediatamente sobre el primero que ve, de la misma
manera que la flor busca la luz del sol.
Parecía indicado excusarme inmediatamente. Así lo hice mientras el inocente
instrumento cambiaba de manos.
—¡Oh, perdón! Lo siento infinito…
El viejo Bassett dijo que también él lo sentía y que había tenido un gran
desengaño. Añadió que estas cosas eran precisamente las que hacían sangrar el
corazón de un hombre.
El dictador quiso también meter su remo. Preguntó si había que ir en busca de un
policía, y, durante un momento, los ojos del viejo Bassett, centellearon. Ser
magistrado hace tener afición a llamar a la policía. Es como un tigre que ha probado
la sangre. Pero movió negativamente la cabeza.
—No, Roderick. No puedo. Hoy, el día más feliz de mi vida, no.
El dictador apretó los labios como pensando que, cuanto más feliz era el día,
mejor podría ser la ocasión.
—Pero, oiga —intenté hablar—, ha sido una confusión.
—¡Ah…! —dijo el dictador.
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—Creí que el paraguas era mío.
—Esto —dijo el viejo Bassett— es un defecto fundamental, amigo mío. Es usted
totalmente incapaz de distinguir entre el meum y el tuum. En fin, esta vez no quiero
mandarle detener; pero ándese usted con mucho cuidado. Vámonos, Roderick.
Salieron, deteniéndose el dictador en la puerta para lanzarme otro «¡Ah!».
Como se puede comprender, para un hombre sensible, lo ocurrido era
terriblemente enervante, y mi inmediata reacción fue disponerme a acabar con el
encargo de mi tía Dalia, y regresar a mi casa a tomar otro de aquellos eficaces
cordiales preparados por Jeeves. Ya sabéis cómo ansían los cervatos las frescas
corrientes de agua cuando los persigue la jauría. Ésta era más o menos la sensación
que yo tenía. Ahora comprendía la insensatez de haber salido a la calle habiendo
ingerido uno solo, y estaba a punto de largarme y dirigirme a su fuente, cuando el
propietario del establecimiento salió de la trastienda, acompañado de un fuerte olor
de estofado y un gato escuálido, y se informó de lo que deseaba. Y, puesto ya el tema
sobre el tapete, le dije que había oído decir que tenía una jarrita para la leche del siglo
XVIII para vender.
Movió la cabeza. Era un tipo enmohecido, de aspecto lúgubre, casi enteramente
oculto detrás de una cascada de blancas patillas.
—Ha llegado usted tarde. Está comprometida por un cliente.
—¿Llamado Travers?
—Exacto.
—Entonces, perfectamente. ¡Aprenda, oh mercader de impasibles facciones y
buena voluntad! —le dije, porque a veces a uno le gusta ser cortés— que el
mencionado Travers es mi tío y me ha mandado aquí a que le dé un vistazo al objeto.
De manera que póngalo en evidencia. Supongo que será una porquería.
—Es una jarrita maravillosa.
—¡Oh! —dije, robándole un poco de su ampulosidad al dictador—. Eso cree. ¡Ya
lo veremos!
No tengo inconveniente en confesar que no he sentido nunca inclinación por la
plata antigua y, a pesar de que no he querido nunca apenar a mi tío Tom diciéndoselo,
creo que su pasión por este género evidencia una imbecilidad que convendría atajar
antes de que se extienda. De manera que no esperaba en absoluto que mi corazón
latiese con mayor fuerza a la vista del objeto, pero cuando el propietario volvió de la
trastienda y trajo la cosa, difícilmente supe si echarme a reír o a llorar. La idea de que
mi tío iba a pagar al contado una importante suma por aquello era algo que escapaba
totalmente a la más extrema comprensión.
Era una vaca de plata. Pero cuando digo «vaca» no acaricie el lector la idea de
que se trataba de una vaca decente, como esas que se pueden observar hinchándose
de hierba en los prados. Ésta era una vaca siniestra, repugnante, infernal criatura,
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digna del mayor desprecio. Tenía unas cuatro pulgadas de altura y seis de largo. La
espalda se abría por medio de una bisagra. Su cola, arqueada, tocaba la espalda
formando asa para que la cogiera el aficionado a la leche. Su sola vista parecía
transportarme a un mundo terrible y diferente.
Me era, por consiguiente, fácil cumplir al pie de la letra el programa establecido
por tía Dalia. Fruncí los labios y chasqueé la lengua, todo a la vez. Lancé incluso un
profundo suspiro. Mi aspecto general era el de un hombre que no experimenta la
menor simpatía por una jarra de leche, y vi al enmohecido propietario mirarme, como
si hubiese sido herido en la parte más sensible.
—¡Oh, tut, tut, tut! —dije—. ¡Oh, no, no, no! ¡Vamos, vamos, vamos, vamos! No
tengo gran opinión de este objeto —dije guiñando el ojo—. Es falso.
—¿Falso?
—¡Falso! Es holandés moderno.
—¿Holandés moderno? —No sé si echó espumarajos por la boca, pero el
sufrimiento intenso de su alma era evidente—. ¿Qué quiere usted decir con esto de
holandés moderno? ¡Es un puro inglés del siglo XVIII! ¡Mire usted el contraste!
—No puedo verlo.
—¿Está usted ciego? ¡Aquí! ¡Sáquelo usted a la calle! ¡Allí hay más luz!
—Bien —dije, dirigiéndome al principio lánguidamente a la puerta, con el paso y
el aspecto de un técnico en la materia a quien se está haciendo perder el tiempo.
Digo «al principio», porque, aún no había dado dos pasos, cuando tropecé con el
gato, y es imposible armonizar tropezar con gatos con dirigirse lánguidamente a una
puerta. Pegando un salto, salí por la puerta como alguien que, perseguido por la
policía, huye de contundente y devastadora redada. La jarrita para leche escapó de
mis manos y tuve la suerte de caer sobre un ciudadano, pues de lo contrario hubiera
dado con mis narices en el suelo.
Es decir, fue una suerte relativa, porque dio la casualidad de que el ciudadano era
Sir Watkyn Bassett. Se detuvo mirándome con indignación a través de sus lentes y
todavía le veo como si contase algo con los dedos. Primero, hurtando bolsos;
segundo, robándole el paraguas; tercero, aquello. Su aspecto general era el del
hombre que se afrenta con el último agravio.
—Llame usted a un policía, Roderick —dijo, irguiéndose majestuosamente.
El dictador puso manos a la obra.
—¡Policía! —gritó.
—¡Policía! —repitió el viejo Bassett con voz de tenor.
—¡Policía! —repitió el dictador con voz de bajo.
Y un momento después, un voluminoso cuerpo salió de la niebla y dijo:
—¿Qué ocurre?
Aquí tengo que reconocer que nada me hubiera sido más fácil que explicar la
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confusión si me hubiese tomado la molestia de quererlo hacer, pero no quise. Dije:
pies, ¿para qué os quiero?, y salí corriendo a la velocidad del viento. Una voz gritó:
«¡Deténgase!»; pero, naturalmente, no me detuve. Corrí desaforadamente por calles y
callejuelas y, por fin, me encontré en las cercanías de Sloane Square. Allí me metí en
un coche y de nuevo penetré en el mundo civilizado.
Mi primera intención era dirigirme al club de «Los Zánganos», a tomar un
bocado, pero había andado pocos metros cuando comprendí que no estaba con ánimo
de hacerlo. No se trata de apreciar el club, su animada conversación, su camaradería,
su atmósfera fragante saturada de cuanto hay de brillante en la metrópoli, pero sabía
que en la mesa se tirarían trocitos de pan y no me hallaba en estado de ánimo para
competir en el lanzamiento de panecillos. Cambiando, pues, mi estrategia en un
destello, dije al cochero que me llevase al baño turco más próximo.
Tengo la costumbre de prolongar largamente mis baños turcos y, por
consiguiente, era ya tarde cuando regresé a casa. Había pasado dos o tres horas
soñolientas en mi cubículo, y esto, unido al benéfico efecto del baño caliente y de la
inmersión en el tanque helado, había traído de nuevo las rosas a mis mejillas. Fue
natural, por consiguiente, que, entonando un alegre tra-la-lá, abriese la puerta de mi
casa y me dirigiese hacia el salón.
En el mismo momento todo mi buen humor se desvanecía ante el espectáculo de
un montón de telegramas.
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Capítulo II
No sé si el lector pertenece al grupo que siguió mi primera narración referente a mis
aventuras con Gussie Fink-Nottle; es posible que no pertenezca a ella, pero si fuese
así recordaría que todo el lío empezó en aquella ocasión con una invasión de
telegramas, y, por lo tanto, no se sorprenderá de que les lanzase una mirada al sesgo
llena de desconfianza. Desde aquel día, los telegramas en cantidad me han parecido
siempre un presagio de complicaciones.
A primera vista, me había parecido que había veinte o treinta de aquellos papeles
malditos, pero sólo había tres. Los tres habían sido expedidos desde Totleigh-in-the-
Wold y llevaban la misma firma.
Los textos eran los siguientes:
Wooster,
Berkeley Mansions, Berkeley Square,
Londres.
Ven inmediatamente. Seria riña entre Madeline y yo. Contesta. Gussie.
El segundo:
Y el tercero:
Oye, Bertie, ¿por qué no contestas telegramas? Expedido hoy dos diciéndote
vinieses inmediatamente causa seria riña Madeline y yo. A menos vengas
cuanto antes hacer esfuerzos obtener reconciliación, matrimonio deshecho.
Contesta. Gussie.
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—¿Se encuentra mal el señor? —indagó solícito.
Me dejé caer sobre una silla y pasé una mano temblorosa por mis cabellos.
—No me encuentre mal, Jeeves, pero estoy preocupado. Lea usted esos
telegramas.
Su mirada recorrió el montón de papeles, después fijó sus ojos en mí y pude leer
en ellos la respetuosa ansiedad que expresaban por el bienestar de su joven dueño.
—Es lamentable, señor.
Su voz era grave. Comprendí que no se le había escapado el busilis. La siniestra
importancia de aquellos súbitos telegramas aparecía tan clara para él como para mí.
Desde luego no había discutido el asunto con Jeeves, porque hacerlo hubiera
representado hablar con ligereza de una mujer, pero estaba en plena posesión de todos
los hechos referentes al enredo Bassett-Wooster y comprendía la importancia de los
peligros que de este lado me amenazaban. No había necesidad de explicarle por qué
encendí entonces febrilmente un cigarrillo y por qué mi mandíbula inferior temblaba
ligeramente.
—¿Qué cree usted que ha ocurrido, Jeeves?
—Es difícil aventurar una conjetura, señor.
—Dice que la boda se puede ir a paseo. ¿Por qué? Esto es lo que me pregunto.
—Exacto, señor.
—Y no me cabe la menor duda de que es también lo que se pregunta usted.
—Exacto, señor.
—Mar de fondo, Jeeves.
—Muy de fondo, señor.
—La única cosa que hasta cierto punto podemos decir con certidumbre (más tarde
sabremos en qué forma) es que Gussie se ha portado otra vez como un asno.
Durante un momento recordé que Augustus Fink-Nottle había pertenecido
siempre al pelotón de los torpes. Durante años enteros los jueces más clementes lo
habían reconocido así. En el colegio, donde nos conocimos, se llamaba «Cabezota», y
tenía que alternar con hombres como Bingo Little, Freddie Widgeon y yo.
—¿Qué haremos, Jeeves?
—Creo que lo mejor sería irnos en seguida a Totleigh Towers, señor.
—¿Pero cómo quiere usted que vaya? El viejo Bassett me echará de la casa en
cuanto llegue.
—Acaso si el señor telegrafiase a Mr. Fink-Nottle explicándole la dificultad, él
podría proponerle una solución.
Me pareció lógico. Me dirigí a la primera estafeta y expedí el siguiente telegrama:
Fink-Nottle,
Totleigh Towers,
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Totleigh-in-the-Wold.
Sí, todo esto está muy bien. Me dices que vaya inmediatamente, pero ¿cómo
diablos quieres que vaya? ¿No comprendes relaciones entre Pop Bassett y yo
no son precisamente para recibirme cordialmente? Agarraría inmediatamente
oreja y lanzaría perros contra. Inútil proponer usar falsas patillas o pretender
ser inspector. Riesgos, porque reconocería facciones y descubriría impostura.
¿Qué puede hacerse? Ignoro ocurrido. ¿Será una riña? ¿Qué clase de riña?
Ignoro significado boda deshecha. ¿Por qué diablos? ¿Qué has hecho,
muchacho? Contesta. Bertie.
Wooster,
Berkeley Mansions, Berkeley Square,
Londres.
Veo dificultad, pero creo puede arreglarse. A pesar tirantes relaciones,
todavía hablamos Madeline. He dicho haber recibido carta urgente tuya
solicitando venir. Recibirás invitación en breve. Gussie.
El segundo:
Bertie, viejo, enterado vienes. Encantada porque podrás hacer por mí algo
importante. Stiffy.
Y el tercero:
Ven si quieres, pero acaso no es prudente, Bertie. Temo sufras agudos dolores
viéndome. Igual que remover puñal en herida. Madeline.
Mientras leía estas misivas, entró Jeeves con el té matutino y, sin decirle nada, se
las tendí. Las leyó en silencio. Pude beber una buena cantidad del caliente y
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reconfortante líquido antes de que hablase.
—Creo que debemos salir en seguida, señor.
—Así lo creo…
—Haré los equipajes inmediatamente. ¿Me permite el señor que llame a Mrs.
Travers por teléfono?
—¿Por qué?
—Ha llamado varias veces esta mañana, señor.
—¡Ah! Entonces creo que hará usted bien en llamar.
—No creo que sea necesario, señor. Imagino que debe ser ella quien llega.
En la puerta principal había sonado un timbrazo, como si una tía carnal hubiese
puesto su pulgar sobre el botón y lo hubiese dejado allí. Jeeves salió de la habitación
y, un momento después, quedó demostrado que su intuición no le había engañado.
Una voz atronadora resonó en todo el piso, la voz que en otros tiempos, cuando
anunciaba la presencia de una zorra por las cercanías, hacía que todos los afiliados al
Quorn y al Pytchley, se asegurasen el sombrero y montasen a caballo.
—¿Pero todavía no se ha levantado este botarate, Jeeves? ¡Ah! ¡Helo aquí…!
La tía Dalia franqueó el umbral.
En todos los casos y ocasiones, debido a los años pasados ocupada en la caza,
fuese el tiempo riguroso o no, mi parienta tenía un rostro purpúreo, pero en aquella
ocasión se podía observar un color morado más oscuro que de costumbre. La
respiración le salía a borbotones y sus ojos lanzaban una luz siniestra. Cualquiera,
aun con menos penetración que Bertram Wooster, hubiera podido darse cuenta de que
se hallaba en presencia de una tía carnal que se encontraba en un atolladero.
Era evidente que en su interior hervía el deseo de destaparse y soltar lo que la
traía, pero, de momento, pospuso hacerlo para reprocharme estar en cama todavía a
aquella hora. Sumido, por usar su descriptiva frase, en profundo sueño.
—No estaba sumido en profundo sueño —corregí—. Hace ya rato que estoy
despierto. En realidad me disponía a disfrutar de mi desayuno. ¿Quieres compartirlo
conmigo? Puedes, naturalmente, contar con un par de huevos con jamón, pero di una
sola palabra y le añado un par de arenques.
Soltó un ronquido de tal violencia, que veinticuatro horas antes me hubiera
aniquilado. Incluso en mi actual condición de tolerable robustez me pareció una
explosión de gas.
—¡Huevos! ¡Arenques! Lo que necesito es un vaso de coñac con soda. Di a
Jeeves que me prepare uno. Y si se olvida de la soda, no tiene importancia. ¡Bertie, es
horrible lo que pasa!
—Vente al comedor, mi tembloroso álamo —le dije—. Allí no nos interrumpirá
nadie. Jeeves tiene que venir aquí a hacer el equipaje.
—¿Vas a algún sitio?
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—A Totleigh Towers. He recibido la más perturbadora…
—¿Totleigh Towers? ¡Qué casualidad! ¡Precisamente venía a pedirte que fueses
inmediatamente!
—¿Eh?
—Es asunto de vida o muerte.
—¿Qué quieres decir?
—En cuanto te lo explique lo entenderás.
—Entonces, vamos al comedor y explícate. Y ahora, mi querida y misteriosa
inspiradora —añadí cuando Jeeves hubo traído lo necesario y se hubo retirado—,
dame detalles.
Por un instante reinó el silencio, perturbado únicamente por una tía camal que
bebía coñac con soda, y por mí, consumiendo una taza de café. Después, puso su vaso
sobre la mesa y lanzó un profundo suspiro.
—Bertie —dijo—, quisiera empezar por dedicar unas cuantas frases a Sir Watkyn
Bassett CBE Así la mosca verde ataque sus rosales. Ojalá su cocinero se emborrache
la noche del banquete. Que sus gallinas agarren la pepita…
—¿Cría gallinas? —dije yo marcando un punto.
—Ojalá su cisterna se vacíe y las hormigas blancas, si es que las hay en
Inglaterra, socaven los cimientos de Totleigh Towers. Y cuando entre en la iglesia con
su hija Madeline, para dársela al asno de «Botellín», ¡ojalá estornude y se dé cuenta
de que ha salido de casa sin pañuelo!
Se detuvo, y a mí me pareció que, por muy inspirado que estuviese todo aquello,
no me explicaba absolutamente nada.
—Completamente de acuerdo —dije yo—. Abundo en tu opinión in toto. Pero
¿qué ha hecho?
—Ya te lo diré. ¿Te acuerdas de la jarrita de leche?
Me sumergí en un huevo frito, temblando un poco.
—¿Si me acuerdo? Jamás la olvidaré. Quizá no me creerás, tía Dalia, pero,
cuando llegué a la tienda, ¿quién crees que podía estar allí, por la más sorprendente
coincidencia, sino el propio Bassett…?
—No era una coincidencia. Había ido allí a echar una mirada al objeto, para ver si
realmente era tanto como Tom le había dicho ser. Porque, ¿puedes imaginar locura
mayor, Bertie? El imbécil de tu tío le había hablado de la jarrita. Podía haber
supuesto que aquel demonio imaginaría algún plan para arrebatársela. Y, claro, se la
arrebató. Tom almorzó ayer con Sir Watkyn Bassett en su club. En la minuta figuraba
langosta, y aquel Maquiavelo le hizo comer, y le sentó mal.
Miré a mi tía con incredulidad.
—¿No vas a decirme —dije atónito, sabiendo lo delicado que estaba de todo su
aparato digestivoabdominal— que tío Tom comió langosta? ¡Después de lo que le
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pasó el día de Navidad…!
—Bajo la instigación de aquel malvado, parece que comió, no solamente kilos de
langosta, sino montañas de pepinos. Según su narración (que no ha podido hacerme
hasta esta mañana, pues ayer, cuando vino, sólo podía gemir), al principio resistió. Se
sentía fuerte y resuelto. Pero las circunstancias estaban contra él. Al parecer, el club
de Bassett es uno de esos clubs en que los fiambres están en una gran mesa en el
centro del comedor, de tal manera situada que, donde quiera que se esté sentado, es
imposible no verla.
Asentí.
—En «Los Zánganos», también. Catsmeat Potter Pirbright, una vez, desde la
mesa más alejada, dio en el pastel de liebre seis veces seguidas con seis panecillos
consecutivos.
—Ésta fue la causa de la caída del pobre Tom. Si Basset hubiese hablado de
langosta, hubiera sido suficientemente fuerte para resistir; pero verla, era demasiado.
Suspiró, se arrojó sobre ella como un esquimal desfallecido, y a las seis me llamó el
portero, diciéndome si quería mandar el coche a buscar sus restos, que habían sido
descubiertos por un botones, retorciéndose en la biblioteca. Media hora después llegó
a casa pidiendo débilmente bicarbonato de sosa. ¡Bicarbonato de sosa, Dios mío! —
dijo tía Dalia con una amarga sonrisa—. Lo que fue necesario fueron dos médicos y
una bomba para vaciarle completamente el estómago.
—Y, entretanto,… —dije yo, viendo hacia dónde se encaminaba la narración.
—Entretanto, Sir Watkyn Bassett se había largado y había comprado la jarrita. El
anticuario había prometido a Tom guardársela hasta las tres; pero, naturalmente,
cuando pasaron las tres y Tom no fue, y vio que otro cliente quería comprarla, la
soltó. Así estamos. Bassett tiene la jarrita y se la llevó a Totleigh anoche.
Era una historia muy triste, desde luego, y no hacía sino corroborar la opinión que
había manifestado muchas veces sobre Pop Bassett, a saber: que un magistrado que
es capaz de poner una multa de cinco libras a un hombre, cuando una mera
reprimenda hubiera surtido el mismo efecto, era capaz de cualquier cosa; pero lo que
no veía era qué creía mi tía que podía hacerse. La situación general me parecía una de
esas en que lo único que se puede hacer es juntar las manos, elevar los ojos al cielo
con resignación y empezar una nueva vida, tratando de olvidar.
Así se lo dije mientras untaba de mermelada una de mis tostadas.
Me miró fijamente en silencio durante unos instantes.
—De manera que ¿eso crees?
—Yo, sí.
—Supongo que admitirás que, bajo el punto de vista moral, esa jarrita pertenece a
Tom…
—Sin duda alguna.
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—¿Y permitirás el ultraje sin hacer nada? ¿Consentirás que ese granuja conserve
su botín? Delante del espectáculo del más canallesco delito que se ha perpetrado en
un país civilizado, ¿te limitarás a cruzarte de brazos y decir: «¡En fin! ¡Qué le vamos
a hacer!»? ¿Y no harás nada?
Examiné la cosa.
—Es posible que no me limite a decir: «¡En fin! ¡Qué le vamos a hacer!», porque
reconozco que la situación es digna quizá de más amplio comentario, pero desde
luego no haré nada.
—Pues yo tengo intención de hacer algo. Le voy a robar la jarrita.
La miré, atónito. No pronuncié reproche alguno, pero en mi interior se oía un
«¡Tut, tut!» reprobador. Aun reconociendo que la provocación era manifiesta, yo no
podía aprobar estos métodos violentos. Y estaba a punto de despertar su aletargada
conciencia preguntándole qué hubieran opinado de estos métodos los socios del
Quorn, o, si se quiere, del Pytchley, cuando prosiguió:
—O, mejor dicho, tú.
Acababa de encender un cigarrillo mientras ella pronunciaba aquellas palabras y,
de acuerdo con las promesas del prospecto hubiera debido sentirme tranquilo y
sosegado, pero sin duda había elegido una marca equivocada de cigarrillos porque
pegué un salto como si se hubiese soltado un resorte en mi silla.
—¿Quién, yo?
—Tú. Fíjate cómo se arreglará todo. Vas a pasar unos días en Totleigh, donde
tendrás mil oportunidades para echar el guante a la cosa…
—¡Pero, caray…!
—… Es absolutamente indispensable que yo la tenga, porque, de lo contrario,
jamás lograré arrancar a Tom un cheque para la serie de artículos de Pomona Grindle.
Estaría demasiado de mal humor. Y precisamente firmé con ella ayer a un precio
fabuloso y tengo que darle la mitad por adelantado, de hoy en ocho. De manera que
no perdamos tiempo, muchacho. ¡No sé por qué te preocupas tanto! No me parece
que sea nada del otro mundo hacer esto por una tiíta querida.
—Pues a mí me parece demasiado para ser hecho por una tiíta querida, y ni
siquiera en sueños haré…
—Sí, lo harás, porque sabes lo que ocurrirá si no lo haces. —Hizo una pausa
significativa—. ¿Me sigue usted, Watson?
Yo callaba. No tenía necesidad de explicarme lo que quería decir. No era la
primera vez que ponía su mano de terciopelo bajo la espada de acero, o, mejor dicho,
al revés. Porque mi cruel parienta tenía un arma que esgrimía constantemente sobre
mi cabeza como la espada de no sé quien… Jeeves debe saberlo, y mediante la cual
me sometía constantemente a su voluntad, a saber: que si no cumplía exactamente sus
instrucciones me borraría de la lista de sus eventuales invitados y apartaría las
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maravillas de Anatole de mis labios. No olvidaré fácilmente las épocas en que me
imponía sanciones que alcanzaban a veces un mes, y precisamente en plena época de
los faisanes, en los que este superhombre es incomparablemente excelso.
Hice una última tentativa para traerla a razones.
—Pero ¿por qué diablos quiere tío Tom esa horrible jarrita? Es un objeto
asqueroso. Se encontrará mucho mejor sin ella.
—No es ésa su opinión. En fin, la situación es ésta: o cumples inmediatamente el
sencillo y fácil encargo que te doy, o pronto mis invitados dirán: «¿A qué se debe que
no veamos nunca a Bertie Wooster aquí?» «¡Qué almuerzo nos dio ayer Anatole,
Bertie! No hay más que una palabra para describirlo: "soberbio"». No me extraña que
te entusiasme su cocina. Como dices algunas veces, pensando en ella se hace la boca
agua.
La miré duramente.
—¡Tía Dalia, esto es un chantaje!
—¿Verdad que sí? —Y salió taconeando. Me senté nuevamente y comí en
silencio un trozo de tocino frío.
Entró Jeeves.
—El equipaje está listo, señor.
—Muy bien, Jeeves —dije—. Entonces vámonos.
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contigua, y sus observaciones han debido de ser oídas en Piccadilly.
Se quitó la careta.
—Bien, señor. Tengo que confesar que me enteré del fondo de la conversación.
—¿Así que se trata de un callejón sin salida…?
—Es indudable que una aguda crisis en los asuntos particulares del señor, parece
haber precipitado los acontecimientos.
Me callé nuevamente, reflexionando.
—Si tuviese que volver a vivir mi vida, Jeeves, quisiera ser huérfano y no tener
tías. ¿No es en Turquía donde meten a las tías en un saco y las arrojan al Bósforo?
—Odaliscas, señor, según tengo entendido. No tías.
—¿Y por qué no tías? ¡Fíjese usted en las complicaciones que traen! Le digo a
usted, Jeeves, y cuando se lo digo puede usted creerme, que debajo de cada pobre,
inocente y desvalido pedigüeño que se rebaja a mendigar un plato de sopa, si se
buscase atentamente, hallaríamos a la tía que lo ha empujado a tal situación.
—Hay mucha verdad en lo que dice, señor.
—Y es inútil que me diga usted que hay tías buenas y tías malas. En el fondo, son
todas iguales; tarde o temprano enseñan la oreja. Analicemos a mi tía Dalia. Tengo
por ella el mismo afecto que el fox-terrier por la rata. Y me da encarguitos como el de
hoy. Conocemos al Wooster que les quita los cascos a la policía. Somos íntimos de
Wooster, el supuesto ratero de bolsos. Pero era necesaria esta tía para presentar al
mundo un Wooster que se mete en las casas de magistrados retirados, y, mientras
come su pan y su sal, les roba jarritas para leche. ¡Repámpanos! —terminé, porque
estaba realmente indignado.
—Muy molesto, señor.
—Me pregunto cómo me va a recibir el viejo Bassett.
—Será interesante observar sus reacciones, señor.
—Me parece que es difícil que me eche de casa, puesto que me ha invitado Miss
Bassett.
—Así lo creo, señor.
—Pero, por otra parte, puede, y me parece que lo hará, mirarme por encima de
sus anteojos y hacer ruidos de mofa. La perspectiva dista mucho de ser agradable.
—Mucho, señor.
—Y aunque no hubiese intervenido la jarrita esa, las circunstancias no hubieran
sido mejores.
—Exacto, señor. ¿Puedo aventurarme a preguntar al señor si entra en sus
intenciones llevar a cabo el encargo de Mrs. Travers?
Cuando se conduce un coche a cincuenta millas por hora, no se pueden levantar
las manos en un gesto de súplica apasionada; de lo contrario, es lo que hubiera hecho.
—Éste es el problema que me tortura, Jeeves. No sé qué decidir. ¿Se acuerda
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usted del tipo aquel, de quien me ha hablado dos o tres veces, que no sabía qué
partido tomar? ¿Sabe usted quién quiero decir? El del proverbio del gato.
—Macbeth, señor, el protagonista de una comedia del difunto William
Shakespeare. Se le describe como si, haciendo el «No me atrevo», esperase el «Lo
haré», como el pobre gato del proverbio.
—Pues ésta es exactamente mi situación. Dudo, vacilo, si es que es ésta la
expresión justa.
—Perfectamente correcta, señor.
—Pienso en verme borrado de la lista de las minutas de Anatole y creo
desvanecerme. Después reflexiono que mi nombre en Totleigh Towers está ya
mancillado, y que el viejo Bassett está convencido de que estoy en combinación con
Raffles y soy un ratero que escamotea todo lo que me cae bajo la mano…
—Señor…
—¿No se lo he contado? Tuve ayer otro encuentro con él, el peor de todos. Ahora
me considera la escoria del mundo criminal; si no el Enemigo Público Número Uno,
por lo menos el número dos o tres.
Le referí brevemente lo ocurrido, y júzguese mi emoción cuando vi que parecía
encontrar en mi relato algo netamente humorístico.
Jeeves sonreía raramente, pero ahora un esbozo de sonrisa se dibujaba en sus
labios.
—Una confusión muy cómica, señor.
—¿Cómica, Jeeves?
Comprendió que su regocijo había sido inoportuno. Recuperó su fisonomía,
arrojando de ella la sonrisa por completo.
—Perdone el señor, hubiera debido decir «molesta».
—Mucho.
—Debió ser excesivamente molesto encontrarse con Sir Watkyn en tales
circunstancias.
—Sí; pero lo será todavía más si me pesca soplándole la jarrita. No quiero ni
pensar en el cuadro.
—Lo comprendo muy bien, señor. Y así el instintivo impulso de resolución es
sofocado por el pálido tinte del pensamiento, y empresas de gran alcance pierden su
empuje y fracasan lastimosamente, perdiendo su calidad de acción.
—Exacto, Jeeves. Me ha quitado usted las palabras de la boca.
Me volví a callar, reflexionando profundamente.
—Pero aquí aparece otro punto, Jeeves. Aun cuando me decida a robar jarritas
para leche, ¿cómo encontrar el momento? No es cosa que se pueda hacer así como
así. Hay que planear el asunto y tomar decisiones. Y, además, necesitaré toda mi
fuerza de concentración para el asunto ese de Gussie.
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—Exacto, señor. Me doy cuenta de la dificultad.
—Y, por si esto no bastase para preocuparme, hay el telegrama de Stiffy.
¿Recuerda usted el tercer telegrama que vino esta mañana? Era de Miss Stephanie
Byng, la prima de Miss Bassett, que reside en Totleigh Towers. Ya la conoce usted.
Hace un par de semanas almorzó en casa. Es una muchacha pequeñucha, del tonelaje
de Jessie Mathews.
—¡Oh, sí!, señor. Recuerdo muy bien a Miss Byng. Es una señorita encantadora.
—Exacto. Pero ¿qué querrá pedirme? He aquí el problema. Probablemente algo
absolutamente fuera de alcance de la naturaleza humana. De manera que también esto
me preocupa. ¡Qué vida!
—Exacto, señor.
Durante este cambio de impresiones habíamos seguido avanzando rápidamente y
no dejé de observar que el poste indicador que habíamos pasado hacía un momento
llevaba inscritas las palabras: «Totleigh-in-the-Wold, 8 millas.» Y delante de nosotros
aparecían ahora los árboles de una mansión señorial.
Frené el coche.
—¿Hemos llegado, Jeeves?
—Esto estaría inclinado a creer, señor.
Y así quedó demostrado. Habiendo franqueado la verja y llegado a la puerta
principal fuimos informados por el mayordomo de que aquéllos eran efectivamente
los lares de Sir Watkyn Bassett.
—«Childe Roland vino a la torre sombría, señor» —dijo Jeeves mientras nos
apeábamos, si bien jamás he sabido lo que había querido decir. Contestando con un
breve: «¡Oh, ah!», puse toda mi atención en el mayordomo, que estaba tratando de
comunicarme algo.
Por fin logré comprender que me decía que si mi deseo era ponerme
inmediatamente en contacto con los moradores del castillo, había escogido mal
momento para conseguirlo. Sir Watkyn, explicó, había salido a dar un paseo.
—Creo que debe estar por los alrededores con Mr. Roderick Spode, señor.
Tuve un sobresalto. Desde el asunto de la tienda de antigüedades, el nombre de
Roderick estaba, como es fácil imaginar, profundamente grabado en mi corazón.
—¿Roderick Spode? ¿Un tío gordo con una especie de bigotito y unos ojos que
pueden abrir una ostra a sesenta pasos?
—El mismo, señor. Llegó ayer de Londres con Sir Watkyn. Han salido poco
después del almuerzo. Creo que Miss Madeline está en casa, pero va a ser necesario
algún tiempo para localizarla.
—¿Y Mr. Fink-Nottle?
—Creo que ha ido a dar un paseo, señor.
—¡Ah, entonces, muy bien! Rondaré un poquito por aquí.
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Estaba contento de estar un rato solo, porque tenía que reflexionar. Mientras lo
hacía, estuve paseando arriba y abajo de la terraza.
La noticia de que Roderick Spode estaba entre aquellos muros me había
profundamente conmovido.
Le había creído una mera relación del club, que consagraba sus actividades
exclusivamente a la metrópoli, y su presencia en Totleigh Towers hacia la perspectiva
de llevar a cabo la comisión de tía Dalia, ya de por sí capaz de poner nervioso al más
templado, doblemente arriesgada que cuando había supuesto tenerla que ejecutar bajo
la vigilante presencia de Sir Watkyn solo.
En fin, supongo que ustedes me comprenden. Imagínense que un infortunado
maestro criminal fuese a un sitio a cometer un crimen y se encontrase con que, no
solamente estaba allí Sherlock Holmes pasando el fin de semana, sino también
Hércules Poirot.
Cuanto más examinaba el proyecto de apoderarme de la jarrita, menos me
gustaba. Me parecía que debía de haber mucho camino que andar y que lo que tenía
que hacer era explorar las avenidas con la esperanza de encontrar alguna fórmula. A
este fin, abandoné la terraza con la cabeza baja, reflexionando.
Realmente, el viejo Bassett había colocado bien su dinero. Entiendo algo en
propiedades rurales y encontré que aquélla era verdaderamente un modelo. Bella
fachada, vastos campos, deliciosas praderas de bien cortado césped, y, en general, una
sensación de lo que se llama la primitiva paz del mundo. Las vacas pastaban en la
lejanía, los corderos y los pájaros balaban y piaban respectivamente, y de algún lugar
no lejano llegaba la detonación de un fusil que demostraba que alguien estaba
armando contienda con los conejos del lugar. Totleigh Towers podía ser el lugar
donde moraba el Hombre Vil, pero sin duda alguna todas las perspectivas eran
agradables.
Seguía rondando arriba y abajo, calculando cuánto tiempo habría necesitado el
viejo presuntuoso aquel, imponiendo digamos veinte multas diarias de a cinco libras
cada una, para llegar a reunir suficiente dinero para comprar todo aquello, cuando mí
atención fue atraída por el interior de una de las habitaciones de la planta baja, visible
a través de uno de los grandes ventanales abiertos.
Era una especie de saloncito y daba la impresión de estar excesivamente
amueblado. Esto se debía al hecho de que estaba atestado hasta reventar de vitrinas
atiborradas a su vez de objetos de plata. No había duda de que me hallaba en
presencia de la colección de Sir Watkyn Bassett.
Me detuve. Algo parecía atraerme a través del ventanal. Y un instante después me
encontraba vis-á-vis, como suele decirse, con mi vieja amiga, la vaca de plata. Estaba
dentro de una vitrina cercana a la puerta, y la miré fijamente, empañando el cristal
con mi aliento.
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Con profunda emoción me di cuenta de que la vitrina no estaba cerrada.
La abrí.
Metí la mano y saqué la vaca.
Me es imposible decir si mi intención era meramente examinarla de nuevo o si
me proponía precipitar los acontecimientos. No lo sé. Cuanto puedo recordar es que
no había establecido plan alguno. Mi estado de ánimo era aproximadamente el del
gato del proverbio.
No obstante, no me fue concedida la satisfacción de analizar mis emociones hasta
lo que Jeeves llamaría el «análisis definitivo», porque en aquel momento oí una voz
que decía: «¡Manos arriba!», y al volverme vi a Roderick Spode en la ventana.
Llevaba un revólver en la mano y éste apuntaba negligentemente el tercer botón de
mi chaleco.De su actitud deduje que era uno de aquellos tiradores a quienes gusta
disparar sin apuntar.
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Capítulo III
Al describir a Roderick Spode al mayordomo, le hablé de unos ojos capaces de abrir
una ostra a sesenta pasos, y eran precisamente estos ojos los que fijaba en aquel
momento sobre mí. Parecía un dictador en el momento de ordenar una depuración, y
comprendí que me había equivocado al suponerlo.
Medía cosa de siete pies de altura. Lo menos ocho. Y los músculos de su
mandíbula parecían trabajar.
Tenía la esperanza de que no diría: «¡Ah!»; pero lo dijo. Y, en vista de que yo no
había dominado suficientemente todavía mis cuerdas vocales para poder contestar, de
momento el diálogo quedó reducido a esta frase. Después gritó:
—¡Sir Watkyn!
Se oyó lejano un rumor de «¡Ah, sí! Aquí estoy. ¿Qué pasa?»
—Venga usted, por favor. Tengo algo que enseñarle.
El viejo Bassett apareció en la ventana.
Hasta aquel momento, sólo había visto a Sir Watkyn, vestido decentemente, como
corresponde a la metrópoli, pero confieso que, incluso en la difícil situación en que
me hallaba, fui capaz de estremecerme ante el espectáculo que ofrecía en el campo.
Hay un axioma, como oí decir una vez a Jeeves, que afirma que, cuanto más pequeño
es un hombre, más estrepitosa es su indumentaria, y la vestimenta de Sir Bassett
delataba su carencia de pulgadas. Es imposible encontrar un adjetivo para describirla;
pero, cosa curiosa, el espectáculo produjo el efecto de calmar mis nervios.
Experimenté la sensación de que nada tenía importancia.
—¡Mire! —dijo Spode—. ¿Hubiese creído usted esto posible?
El viejo Bassett me miraba con la sorpresa pintada en su rostro.
—¡Dios mío! ¡El ratero de bolsos!
—¡El mismo! ¿No es increíble?
—¡Increíble! Pero ¡pardiez!, ¡esto es una persecución! ¡Este hombre me sigue por
todas partes, como un cordero! ¡No me deja un momento libre! ¿Dónde lo ha pescado
usted?
—Daba la casualidad que venía hacia la casa, cuando he visto una figura que se
deslizaba furtivamente por el ventanal. He apretado el paso y le he dado el alto con
mi revólver. He llegado a tiempo. Había empezado ya a saquear la habitación.
—Se lo agradezco mucho, Roderick, pero lo que no logro comprender es la
obstinación de este hombre. Hubiéramos podido creer que, después de su fracaso en
Brompton Road, hubiera podido abandonar su profesión por improductiva, pero no.
Al día siguiente vuelve a empezar. En fin, se arrepentirá de haberlo hecho.
—Supongo que el caso es demasiado serio para que lo considere usted propio de
un simple juicio de faltas, ¿verdad?
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—Puedo dictar auto de detención. Tráigalo usted a la biblioteca y lo haremos. La
causa tendrá que seguir el procedimiento criminal.
—¿Cuánto cree usted que le costará?
—Es difícil decirlo. Pero, desde luego, por lo menos…
—¡Alto! ¡Alto! —dije yo.
Mi intención había sido hablar tranquilamente y con voz moderada, después de
haber requerido su atención, y explicarles que estaba allí en calidad de invitado; pero,
por una razón inexplicable, mi voz salió con la fuerza que hubiera usado tía Dalia
para hablar con un socio del Pytchley situado a media milla de ella, en el extremo
opuesto de un campo labrado, y el viejo Bassett retrocedió como si le hubiese lanzado
a los ojos un dardo candente.
Spode comentó mi manera de hablar.
—¡No grite usted así!
—Me ha destrozado el tímpano —gruñó el viejo Bassett.
—¡Pero, óiganme ustedes! —seguí gritando—. ¡Me tienen ustedes que oír!
Siguieron una serie de confusos argumentos tendentes a demostrar mi inocencia y
oponiendo la defensa a la acusación, y en medio de todo esto, en el momento que me
encontraba en la plenitud de mis facultades vocales, se abrió la puerta y una voz:
«¡Válgame Dios!»
Miré a mi alrededor. Aquellos labios… Aquellos ojos tiernos… Aquella flaca
figura. Ligeramente desfalleciente…
Madeline Bassett estaba en medio de nosotros.
—¡Válgame Dios! —repitió.
Hubiese contado mis terrores ante la perspectiva de casarme con aquella
muchacha, hubiera levantado las cejas y apenas habría podido comprender. «Bertie
—probablemente me hubiera dicho—, no sabes lo que te conviene», añadiendo tal
vez que quisiese estar en mi atractivo exterior; era delgada, svelte, si ésta es la
palabra, y estaba generosamente dotada de una dorada cabellera y de todos los
accesorios.
Pero donde el testigo casual hubiera metido la pata hubiera sido al no tener en
cuenta la supina estupidez de la muchacha y aquel aire que daba la impresión de que
tenía que hablar como un chiquillo de cinco años. Esto era lo que helaba la sangre.
Definitivamente, la muchacha que tapa con las manos los ojos de su marido mientras
éste se dirige a desayunar, con el humor del que se levanta, y le dice: «¿Quién
soy…?»
Una vez estuve pasando unos días en casa de un amigo mío recién casado y vi
que su mujer había grabado sobre la chimenea, de manera que fuese imposible no
verlas, estas palabras: «Dos Amantes Han Edificado Este Nido», y recuerdo todavía
la expresión de angustia que se reflejaba en los ojos de mi amigo cada vez que las
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leía. No puedo afirmar que Madeline fuese capaz de llegar a este extremo al entrar en
el gremio de las casadas, pero, en todo caso, me parecía muy probable.
Nos estaba mirando con una expresión de sorpresa.
—¿Qué ruido es éste? —dijo—. ¡Pero, Bertie! ¿Cuándo has venido?
—¡Hola! Acabo de llegar.
—¿Cómo ha ido el viaje?
—Excelente, gracias. He venido en el dos plazas.
—Debes de estar cansadísimo.
—¡Oh, no! En absoluto.
—En seguida tomaremos el té. Por lo visto, conoces ya a papá.
—Sí, he conocido a tu padre.
—Y a Mr. Spode.
—Y a Mr. Spode.
—No sé dónde está Augustus, pero vendrá seguramente para el té.
—Cuento los segundos.
El viejo Bassett había permanecido escuchando estas cortesías con una expresión
de asombro en su rostro, haciendo de cuando en cuando unos ruiditos como un pez
que ha sido sacado del estanque por un alfiler doblado y se encuentra en el fondo de
una barca preguntándose cuáles serán los acontecimientos. Era fácil seguir su proceso
mental. Para él, Bertram era un ser que robaba bolsos y paraguas y, lo que era todavía
peor, los robaba mal. No hay padre en el mundo a quien guste ver a su ovejita
adorada en términos cariñosos con un hombre de esta especie.
—No me vas a decir que conoces a este hombre… —preguntó.
Madeline Bassett soltó una de sus risas estridentes, que era una de las cosas que
más me desagradaban en ella.
—Pero, papá, no digas tonterías. ¡Claro que lo conozco! Bertie Wooster es un
buen amigo mío muy querido. Ya te dije que llegaba hoy.
El viejo Bassett no parecía convencido. Tampoco lo parecía Spode.
—Pero éste no es tu amigo Wooster…
—¡Claro que sí!
—¡Pero si roba bolsos!
—Y paraguas —intervino Spode, como si fuese el Rey del Recuerdo o algo por el
estilo.
—Y paraguas —asintió el viejo Bassett—. Y hace incursiones a la luz del día en
las tiendas de antigüedades.
Madeline tampoco estaba al corriente de lo que sucedía, y con ella eran tres.
—¡Papá!
El viejo Bassett insistió duramente.
—Te digo que sí. Lo he cogido con las manos en la masa.
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—Lo he cogido con las manos en la masa yo —dijo Spode.
—Lo hemos cogido con las manos en la masa los dos —dijo el viejo Bassett—.
Por todo Londres. Dondequiera que vayas en Londres, te encuentras a este hombre
robando bolsos y paraguas. Y ahora, incluso en el corazón del Gloucestershire.
—¡Es absurdo! —dijo Madeline.
Creí que era hora ya de poner fin a todo aquel enredo. Estaba cansado del asunto
de los bolsos. Naturalmente, no hay que pedir que un magistrado se sepa al dedillo
todos los hechos de su clientela —es ya mucho que los recuerde—, pero tampoco era
cosa de dejar pasar un desagradable asunto como aquel en silencio.
—¡Claro que es absurdo! —dije con voz de trueno—. Todo viene de una
confusión risible.
Debo confesar que esperaba que mi explicación daría mejor resultado del que dio.
Yo confiaba en que, después de algunas palabras aclaratorias despejando la situación,
no habría más que exclamaciones de alegría, seguidas de palabras de excusa y
cariñosos golpes en las espaldas. Pero el viejo Bassett, como la mayoría de los
magistrados y habituales de los Tribunales de Justicia, era un hombre difícil de
convencer. La naturaleza de los magistrados desconfía fácilmente. Empezó a
interrumpirme y a hacerme preguntas fijando su vista en mí mientras las hacía.
¿Comprenden lo que quiero decir? Preguntas que empiezan por: «Un momento, un
momento…», o «Dice usted que…», o «¿Pretende usted hacernos creer…?»
¡Terriblemente ofensivo!
Finalmente, después de no poco trabajo y enojosas explicaciones, llegó a convenir
en que en el asunto del paraguas me había juzgado injustamente.
—Pero ¿qué hay del bolso?
—No hay tal bolso.
—Tengo la seguridad de haberle condenado por algo en Bosher Street. Lo
recuerdo perfectamente.
—Le quité el casco a un policía.
—Esto está tan mal como robar bolsos.
Inesperadamente, intervino Roderick Spode. Durante toda esta especie de proceso
de Mary Dugan, había permanecido de pie, chupando pensativamente el cañón de su
revólver y escuchando mi declaración como si la considerase muy frágil; pero, de
repente, en su cara de granito, se dibujó un destello de expresión humana.
—No —dijo—. No creo que tenga usted razón. Cuando yo estaba en Oxford, le
quité también el casco a un policía.
Quedé atónito. Jamás hubiera creído que aquel hombre hubiese gozado también
alguna vez de la Arcadia. Esto demostraba, como he dicho muchas veces, que en el
peor de nosotros hay un fondo de bondad.
El viejo Bassett estaba visiblemente sorprendido. Después se irguió.
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—Bueno; pero ¿qué hay del asunto ese de la tienda de antigüedades, eh? ¿No lo
pescamos en el momento en que se escapaba con mi jarrita de leche? ¿Qué tiene que
decir a esto?
Spode pareció ver toda la fuerza del argumento. Sacó el cañón, que había vuelto a
colocar entre sus labios después de hablar, y asintió.
—El tipo de la tienda me lo había dado para que lo examinase —dije brevemente
—. Me aconsejó que saliese a la calle donde había mejor luz.
—Usted se escapaba con ella.
—No es cierto. Tropecé con el gato.
—¿Qué gato?
—Parece que hay uno de estos animales afecto al personal de aquel empórium.
—¡Hem…! Yo no he visto gato alguno. ¿Vio usted algún gato, Roderick?
—Yo, no.
—¡En fin! ¡Pasemos por encima del gato…!
—¡Yo no pasé por encima! —dije en un destello de profunda agudeza.
—Pasemos por encima del gato —repitió el viejo Bassett, sin hacer caso del
chiste—, y vamos a otro punto. ¿Qué hacía usted con la jarrita en la mano? Dice
usted que la estaba mirando. Nos quiere hacer creer que la estaba usted sometiendo
únicamente a un profundo análisis. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué interés puede
tener para un hombre como usted?
—¡Exacto! —dijo Spode—. Es exactamente lo que iba a preguntarle yo.
Esta ligera ayuda por parte de un amigo fue de un efecto sobre Bassett desastroso
para mí. Le dio tantos ánimos, que tuvo la completa sensación de hallarse
nuevamente presidiendo el tribunal.
—Dice usted que el propietario de la tienda se la había dado. Yo le acuso de
haberse apoderado de ella y tratar de huir llevándosela. Y ahora Mr. Spode le pesca a
usted aquí con el objeto en las manos. ¿Cómo puede usted explicar todo esto? ¿Qué
tiene usted que contestar, eh?
—¡Pero, papá! —dijo Madeline.
Afirmaría que les ha sorprendido a ustedes su silencio de torta, durante toda
aquella controversia. La cosa es fácil de explicar. Ocurrió que, a poco de haber dicho:
«¡Absurdo!», durante la primera parte del proceso, se había tragado una especie de
insecto y había estado atragantándose silenciosamente en un rincón. Y como la
situación era demasiado tensa para que ninguno de nosotros prestásemos atención a
una muchacha que se atragantaba, la habíamos dejado que solventase sola su asunto
mientras los hombres seguíamos el camino legal.
Entonces avanzó, con los ojos húmedos todavía de lágrimas.
—Pero, papá —dijo—. Es natural que Bertie se interesase ante todo por tus
objetos de plata. Bertie es sobrino de Mr. Travers.
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—¿Qué?
—¿No lo sabías? Tu tío tiene una colección magnífica, ¿no es así, Bertie? Estoy
segura de que te habrá hablado muchas veces de papá, ¿no?
Hubo una pausa. El viejo Bassett respiraba afanosamente. No me gustaba verlo.
Miraba de la jarrita a mí; después, de mí a la jarrita; luego, otra vez de la jarrita a mí,
y hubiera sido necesario ser un observador menos astuto que Bertram Wooster para
no leer claramente lo que pasaba por su mente. Si jamás he visto un tipo preocupado
en convencerse de que dos y dos son cuatro, este tipo era bien Sir Watkyn Bassett.
—¡Oh! —dijo.
—Perdone —dije—. ¿Podría mandar un telegrama?
—Puedes darlo por teléfono desde la biblioteca —dijo Madeline—. Te acompaño.
Me llevó hasta el aparato y me dejó allí, diciéndome que esperaría en el vestíbulo
a que hubiese terminado. Asentí contento y me puse en comunicación con la estafeta,
y, después de una breve conversación con alguien que me pareció ser el tonto del
pueblo, transmití lo siguiente:
Mrs. Travers,
41 Charles Street,
Berkeley Square,
Londres.
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—¡Oh, Bertie! —dijo en voz baja que recordaba el ruido de la cerveza al llenar el
vaso—. ¡No hubieras debido venir!
Mi reciente entrevista con el viejo Bassett y Roderick Spode me había hecho ya
pensar exactamente lo mismo, pero no tuve tiempo de explicarle que mi visita no era
meramente de cumplido, y que, si Gussie no me hubiese mandado un S. O. S., jamás
hubiera soñado en aproximarme a cien leguas a la redonda de aquel temible lugar.
Siguió hablando, mirándome como si fuese un conejo que estuviese a punto de
convertirse en gnomo.
—¿Por qué has venido? ¡Oh, ya sé lo que dirás! Sentías que, costase lo que
costase, tenías que verme otra vez. No has podido resistir la tentación de procurarte
una última impresión que puedas acariciar durante tus años de soledad. ¡Oh, Bertie!
¡Me recuerdas a Rudel!
El nombre me era desconocido.
—¿Rudel?
—El caballero Geoffrey Rudel, príncipe de Blaye-en-Saintonge. Moví la cabeza.
—Me parece que no le conozco. ¿Es amigo tuyo?
—Vivió durante la Edad Media. Era un gran poeta. Y se enamoró de la esposa del
señor de Trípoli.
Me removí inquieto. Tenía la esperanza de que me aclararía todo aquello.
—Durante años y años la amó y, finalmente, no pudo resistir más tiempo.
Embarcó para Trípoli, y sus servidores lo llevaron a tierra.
—¿No se encontraba bien? —pregunté sin entenderlo—. ¿Es qué había tenido
mala travesía?
—Se moría de amor.
—¡Oh! ¡Ah!
—Lo llevaron en una litera a presencia de Lady Melisenda, y tuvo fuerzas
suficientes todavía para tocar su mano. Después, murió.
Se detuvo y lanzó un suspiro que parecía proceder de los portadores de la litera.
Hubo un silencio.
—¡Terrible! —dije, creyendo que había que decir algo, si bien personalmente
creía que la historia no podía compararse con la del viajante de comercio y la hija del
granjero. Desde luego, si hubiésemos conocido al Rudel ese, hubiese sido diferente.
Suspiró nuevamente.
—Ahora comprenderás por qué te he dicho que me recordabas a Rudel. Como él,
has venido también tú a ver por última vez la mujer que amas. Está muy bien de tu
parte, Bertie, y jamás lo olvidaré. Guardaré eternamente en mi alma este recuerdo
fragante, como una flor marchita entre las hojas de un libro. Pero ¿es prudente? ¿No
hubieras podido ser más fuerte? ¿No hubiera sido mejor haber terminado para
siempre el día en que nos dijimos adiós en Brinkley Court y no haber vuelto a abrir la
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herida? Nos encontramos, me amaste y yo tuve que decirte que mi corazón era de
otro. Éste hubiera debido ser nuestro supremo adiós.
—Completamente de acuerdo —dije. Quería decir que todo iba hasta ahora
perfectamente bien. Si su corazón era de otro, ¡perfecto! Nadie más encantado que
yo. Pero el intríngulis de la cosa fue que tuve que decirle—: Bien, pero he tenido
noticias por Gussie de que tú y él estabais p'fft.
Me miró con la mirada del crucigramista que acaba de encontrar la palabra EMU
correspondiente a «ave originaria de Australia».
—Entonces, ¿por esto has venido? ¿Has creído que había esperanzas todavía?
¡Oh, Bertie! Lo siento tanto… tanto… tanto! —sus ojos habían alcanzado el tamaño
de un plato sopero—. ¡No, Bertie! ¡No hay esperanza ninguna! ¡No tienes que
levantar castillos en el aire! ¡Sólo puedo hacerte daño! Amo a Augustus. Es el
hombre de mi vida.
—¿Y os habéis tirado los trastos a la cabeza?
—¡De ninguna manera!
—Entonces ¿por qué me telegrafía diciéndome «Seria riña entre Madeline y yo»?
—¡Ah! ¿Es por eso? —dijo, lanzando otra de sus risas estridentes y cristalinas—.
No ha sido nada. Una tontería mía y una ridiculez. Una incomprensión insignificante
y nimia. Creí haberlo sorprendido coqueteando con mi prima Stephanie, y me puse
tontamente celosa. Pero esta mañana me lo ha explicado todo. Le estaba sacando un
mosquito del ojo derecho.
Sería lógico suponer que tuve la sensación de que me habían tomado el pelo
haciéndome ir allí para nada, pero no fue así. Estaba asombrosamente tranquilo.
Como he dicho, el telegrama de Gussie me había conmovido hasta los cimientos,
haciéndome temer cualquier desgracia. Y ahora veía que estaba todo claro, y había
oído de su misma boca que había perfecta compenetración entre aquella sanguijuela y
él.
—¿De manera que todo marcha bien?
—¡Todo! ¡Nunca he querido tanto a Augustus como ahora!
—¿De veras?
—Cada instante que paso con él, su maravillosa naturaleza parece abrirse ante mí
como una bella flor.
—¡Repámpanos!
—Cada día descubro en él nuevas facetas de su maravilloso carácter. Por ejemplo,
hace poco que lo has visto, ¿verdad?
—Muy poco. Di una cena en su honor en el «Club de los Zánganos», anteanoche.
—¿No notaste diferencia alguna en él?
Traté de fijar mi mente en el sujeto en cuestión, pero sólo pude recordar el mismo
Gussie de cara de pez que había conocido siempre.
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—¿Diferencia? No, no creo. Desde luego, durante la cena no tuve ocasión de
estudiarlo detenidamente, es decir, someter su carácter a un análisis final, si es que
puedo expresarme así. Estaba a mi lado y hablamos de distintas cosas; pero ya sabes
lo que pasa cuando eres el anfitrión: tu atención tiene que estar pendiente de mil
cosas… vigilando los camareros, tratando de que la conversación sea general,
evitando que Catsmeat Potter-Pirbright hiciese una imitación de Beatrice Lillie… mil
deberes sociales. Pero me pareció el mismo. ¿Qué clase de diferencia?
—Una enorme mejoría, si es que podía mejorar. ¿No habías notado nunca, Bertie,
que, si Augustus tenía algún defecto, era su tendencia a la timidez?
Comprendí lo que quería decir.
—¡Ah, oh, sí, sí, claro! ¡Exacto! —recordé que algunas veces Jeeves lo había
dicho de Gussie—: Una planta sensitiva.
—¡Exactamente! ¡Conoces bien a Shelley, Bertie!
—¿De veras?
—Esto es lo que siempre le creí; una planta sensitiva difícilmente apta para luchar
contra las tormentas de la vida. Pero, recientemente, en realidad durante esta última
semana, ha demostrado al propio tiempo que aquella dulzura que le es peculiar, una
fuerza de carácter que jamás sospeché poseyera. Parece haber perdido por completo
aquella falta de confianza en sí mismo.
—¡Pues es verdad! —dije recordando—. Es exacto. ¿No sabes que anteanoche
hizo un discurso durante la cena? Y un discurso admirable. Y es más…
Me detuve. Había estado a punto de decir que lo había hecho desde el principio
hasta el fin a base de jugo de naranja, lo cual no había sido el caso cuando el reparto
de premios de Market Snodsbury donde llevaba tres cuartos de litro de alcohol en el
cuerpo, pero comprendí que la declaración hubiera podido ser inoportuna. La
exhibición hecha por el objeto adorado durante el reparto de Market Snodsbury era
una cosa que seguramente ella trataba de olvidar.
—¡Cómo! ¡Esta mañana misma —añadió— ha hablado con Roderick Spode muy
altivamente!
—¿De veras?
—Sí. Estaban discutiendo de no sé qué y Augustus lo ha mandado a freír
espárragos.
—¡Bien… bien…!
Desde luego, no creí una palabra de todo esto. ¡Cómo! ¿Un hombre como
Roderick, que hasta durmiendo debía de imponer miedo? ¡Era imposible!
Vi en seguida lo que había ocurrido. Trataba de pintar a su prometido mejor de lo
que era, y, como todas las muchachas, exageraba. He observado otro tanto en jóvenes
esposas que trataban de convencernos de que su Herbert, o su George, o cualquiera
que fuese su nombre, poseía unas profundas cualidades ocultas que pasaban
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inadvertidas al observador superficial. En estas ocasiones las mujeres no saben nunca
hasta dónde deben llegar.
Recuerdo que Mrs. Bingo Little me dijo una vez, poco después de su casamiento,
que Bingo decía frases poéticas respecto a las puestas de sol; y, no obstante, sus
mejores amigos estaban completamente de acuerdo en que ni por ensueños se había
dado cuenta de ellas ni una sola vez y que si por un raro azar hubiese dicho algo de
ellas, sólo se le hubiera ocurrido compararlas a una loncha de rostbeef asado a punto.
No obstante, es imposible decirle a una muchacha que miente, y por lo tanto me
limité a murmurar:
—¡Vaya…, vaya!
—Era lo único que le faltaba para ser perfecto. Bertie, algunas veces me pregunto
si soy digna de un alma como la suya.
—¡Oh! ¡No debes preguntarte tonterías como esa! —dije con vehemencia—.
¡Claro que lo eres!
—Eres muy amable.
—¡En absoluto! ¡Os completáis uno a otro, como el lomo y las judías! Todo el
mundo puede ver que sois… eso, ¿cómo es?: la pareja ideal. Conozco a Gussie desde
que éramos chiquillos y me gustaría tener un real por cada vez que me ha dicho que
la mujer que necesitaba era precisamente una muchacha como tú.
—¿De veras?
—¡Absolutamente! Y cuando te conocí, me dije: «¡Ésta es la paloma!» ¿Cuándo
es la boda?
—El veintitrés.
—Yo la adelantaría.
—¿Crees?
—Sin vacilar. Hacedlo cuanto antes y no tendréis que pensar más en ello. Casarse
con un tipo como Gussie, cuanto antes mejor. Es un gran muchacho. ¡Espléndido!
Jamás he admirado tanto a nadie. No abundan los tipos como Gussie. ¡Es magnífico!
Me cogió la mano y la estrechó fuertemente entre las suyas. Era desagradable,
desde luego, pero hay también que apechugar alguna vez con lo malo.
—¡Ah, Bertie! ¡Qué alma más generosa!
—¡Vamos, vamos! ¡No digo más que lo que pienso!
—¡Soy tan feliz al ver que todo esto… todo lo que ha ocurrido… no ha
disminuido tu cariño por Augustus!
—En absoluto.
—¡Habría tantos hombres en tu caso que estarían amargados…!
—Porque son unos asnos.
—Pero tú eres demasiado bueno para enojarte. Eres incluso capaz de decir de él
estas cosas maravillosas…
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—Pues ¡claro!
—¡Querido Bertie!
Y con este tono cariñoso nos separamos, ella para ir a ocuparse de algún quehacer
doméstico, yo para procurarme una taza de té. Al parecer, ella no tomaba té porque
estaba a dieta.
Y llegaba a la puerta del salón, que estaba entreabierta, y me disponía a abrirla del
todo, cuando llegó una voz a mis oídos que decía:
«¡De manera, que haga el favor de no decir sandeces, Spode!»
No había error posible en cuanto a quién pertenecía aquella voz. Desde su
temprana edad, la voz de Gussie había tenido un timbre especial que recordaba un
término medio entre un escape de gas y el balido de una oveja llamando a sus
corderitos.
No había tampoco confusión posible respecto a lo que estaba diciendo. Las
palabras fueron exactamente las que he transcrito, y decir que quedé sorprendido
resulta pálido. Rápidamente comprendí que podía haber un fondo de verdad en lo que
me había asegurado Madeline Bassett. Quiero decir que el Augustus Fink-Nottle que
le había dicho a Roderick Spode que no dijese sandeces, era muy capaz de decirle
que se fuese a freír espárragos.
Maravillado, penetré en la habitación.
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Jamás he podido recordar aquella primera taza de té en Totleigh Towers como una
cosa agradable. La taza de té, a la llegada a una casa de campo, es generalmente una
cosa que me place extraordinariamente. Me gustan el chasquido de los leños, las
luces atenuadas por las pantallas, el olor de las tostadas con mantequilla, el ambiente
general de reposo y bienestar. En la sonrisa de la dueña de la casa y en el cuchicheo
del huésped, parece haber un algo que habla a las profundidades de mi alma cuando
me da en el codo y dice: «Vamos a tomar un whisky con soda a la santabárbara».
Como se ha dicho muchas veces, éstas son las ocasiones en que Bertram Wooster se
siente plenamente feliz.
Pero en aquella ocasión, el bien-être estaba destruido por las maneras peculiares
de Gussie, por aquella sensación que daba, de haber comprado la propiedad. Sentí un
profundo alivio cuando todo el mundo se marchó, dejándonos finalmente solos.
Había ciertos misterios que a toda costa quería desentrañar.
Creí, no obstante, oportuno formarme una segunda impresión respecto a la
situación de los asuntos entre él y Madeline. Ella me había dicho que todo iba de
perlas, pero éste era uno de los puntos en los que no se puede confiar mucho.
—Acabo de ver a Madeline y me ha dicho que estáis todavía prometidos. ¿Es
verdad?
—Completamente verdad. Hubo un pequeño incidente que originó una cierta
frialdad, a causa de haberle quitado a Stephanie un mosquito de un ojo, y me asusté y
te telegrafié que vinieses. Pensé que acaso podrías pleitear por mí, pero ya no hay
necesidad. Me he decidido por las maneras fuertes y todo va bien. Pero, ¡en fin!, ya
que estás aquí, quédate un par de días.
—Gracias.
—Seguramente estarás contento de ver a tu tía. Creo que llega esta noche.
No podía ser. Sabía que mi tía Ágata estaba en una clínica con ictericia, porque
incluso le había llevado flores hacía un par de días. Y, naturalmente, no podía tratarse
de tía Dalia, porque no me había mencionado que tuviese el plan de infestar a
Totleigh Towers con su presencia.
—Me parece que te equivocas.
—No me equivoco. Madeline me ha enseñado su telegrama preguntando si podía
darle albergue un par de días. El telegrama venía de Londres, de manera que supongo
que habrá salido ya de Brinkley.
Miré sorprendido.
—Pero ¿hablas de mi tía Dalia?
—¡Claro que hablo de tu tía Dalia!
—Pero ¿dices que tía Dalia llega esta noche?
—Exacto.
Eran malas noticias, y me mordí el labio inferior con manifiesto descontento. Esta
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súbita decisión no podía tener más que una explicación, y era que tía Dalia,
pensándolo mejor, había desconfiado de mi buena voluntad y había creído mejor
venir para vigilar de cerca que no me zafase de llevar a cabo la empresa
encomendada. Y como estaba dispuesto a zafarme, preveía cosas desagradables.
Temía que su actitud acerca de su recalcitrante sobrino fuese la que tantas veces había
adoptado, en los años brillantes de su actividad cinegética, con un sabueso que se
negase a seguir el rastro de una liebre.
—Óyeme —continuó Gussie—. ¿Cómo está de voz estos días? Lo pregunto
porque si me tiene que dar aquellos gritos de cacería durante su estancia aquí, me
veré obligado a despacharla rápidamente. Ya tuve bastante cuando estuve en
Brinkley.
Hubiera querido seguir reflexionando algún rato sobre la desagradable situación
que había surgido, pero me pareció que me daba la oportunidad de que pudiera saber
qué significaba aquel cambio.
—¿Qué te ha ocurrido, Gussie? —le pregunté.
—¿Desde cuándo eres así?
—No te entiendo.
—Pues, por ejemplo, dices que vas a echar a tía Dalia. En Brinkley te inclinabas
delante de ella como un calcetín mojado. Y, para tomar otro ejemplo, le dices a Spode
que no diga sandeces. A propósito, ¿qué sandez decía?
—No me acuerdo. Dice tantas…
—Yo no tendría valor para decir a Spode que no dijese sandeces —dije
francamente.
Vino la candorosa respuesta.
—Para hablarte francamente, Bertie —dijo Gussie con sinceridad—, hace una
semana tampoco lo hubiera tenido yo.
—¿Qué te ha ocurrido desde hace una semana?
—He vuelto a nacer espiritualmente. Gracias a Jeeves. ¡Qué hombre, Bertie!
—¡Ah!
—Nosotros somos los chiquillos que tienen miedo de la oscuridad, y Jeeves la
prudente niñera que nos coge de la mano y…
—¿Y enciende la luz?
—Precisamente. ¿Te importa que te lo cuente?
Le aseguré que suspiraba por oírlo. Me arrellané en mi sillón y me dispuse a
escuchar la historia.
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cuenta de que, el día de mi boda, tendría que hacer un discurso.
—¡Naturalmente!
—Lo sé; pero, por una razón u otra, no había previsto el caso y la idea cayó sobre
mí como una flecha. Y, ¿sabes por qué me aterrorizaba hasta aquel punto la idea de
tener que pronunciar un discurso durante el banquete de bodas? Porque Roderick
Spode y Sir Watkyn Bassett estarían entre los comensales. ¿Conoces a Sir Watkyn
íntimamente?
—No mucho. Una vez me puso una multa de cinco libras.
—Pues ten la seguridad de que es muy duro de pelar y pone serias objeciones a
que llegue a ser yerno. Por una parte, hubiera querido que Madeline se casase con
Roderick Spode que, hay que decirlo, está enamorado de ella desde que era pequeña.
—¿Ah, sí? —pregunté cortésmente, ocultando mi extrañeza de que alguien que
no fuese un perfecto imbécil como él, pudiera amar a aquella criatura.
—Sí. Pero, aparte del hecho de que ella quiere casarse conmigo, él no quería
casarse con ella. Él se considera como El Hombre Predestinado, ¿comprendes?, y
cree que el matrimonio entorpecería su misión. Se cree un Napoleón.
Creí que antes de seguir adelante tenía que aclarar esto referente a Spode. No
entendía qué clase de Hombre Predestinado era aquél.
—¿Qué quieres decir con «su misión»? ¿Tiene alguna misión especial?
—¿No lees los periódicos? Roderick Spode es el fundador y jefe de los
Salvadores de Inglaterra, una organización fascista conocida vulgarmente con el
nombre de Shorts Negros. Su idea, si no le rompen un día la cabeza de un botellazo
en uno de los frecuentes alborotos que él y sus adeptos arman, es llegar a ser un
dictador.
—¡Me dejas atónito!
Estaba sorprendido de mi finura de percepción. Si recuerdan ustedes, en el primer
momento en que puse los ojos sobre Spode me dije «¡Un dictador!», y quedaba
demostrado que era un dictador. No hubiera podido mostrar más perspicacia si
hubiese sido uno de aquellos policías que ven un prójimo andando por la calle y
deducen que es un fabricante de válvulas de seguridad retirado, llamado Robinson,
que padece reuma en un brazo y vive en Clapham.
—¡Es sorprendente! Ya vi que era algo así… Aquella barbilla… aquellos ojos…
Y, además, ¡aquel bigote! Pero, escucha; cuando dices shorts, claro, quieres decir
shirts[3].
—No. Cuando Spode formó su asociación no estaban permitidas las camisas
negras. Él y sus adeptos usan shorts negros.
—¿Cómo los futbolistas?
—Exacto.
—¡Qué imbéciles!
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—Exacto.
—¿Con las rodillas al aire?
—Con las rodillas al aire.
—¡Qué idiotas!
Me indignó tanto aquella idea, que a poco pierdo el resuello.
—¿Usa también shorts negros el viejo Bassett?
—No. No forma parte de la asociación de los Salvadores de Inglaterra.
—Entonces, ¿qué relación tiene con Spode? Los encontré en Londres, juntos
como dos marineros con licencia.
—Sir Watkyn tiene que casarse con su tía, una Mrs. Wintergreen, viuda del
difunto coronel H. H. Wintergreen, de Pont Street.
Reflexioné un momento evocando en mi mente la escena de la tienda del
anticuario.
Cuando uno está en el banquillo ante un juez que lo mira a uno por encima de los
lentes, y se dirige a uno como «acusado Wooster», se tiene amplia ocasión de
analizarlo, y lo que más me había impresionado de Sir Watkyn, el día de Bosher
Street, fue su marcada impertinencia. Por otra parte, en la tienda, me había dado la
impresión de un hombre que ha descubierto un mirlo blanco. Había saltado sobre la
mercancía como un gato desprevenido sobre unos ladrillos calientes y la había
exhibido a Spode, con aire de decirle: «¿Cree usted que esto le gustará a su tía?» o
«¿Qué le parece a usted eso?» y así sucesivamente. Ahora tenía la explicación de
aquella amabilidad.
—¿Sabes, Gussie —dije—, que me parece que debe de haber logrado sus deseos
ayer?
—Es muy posible. Sin embargo, no me da ningún cuidado. No es éste el asunto.
—No lo sé. Pero es interesante.
—No, no lo es.
—Quizá tengas razón.
—En fin, no divaguemos —dijo Gussie poniendo las cosas en orden—. ¿Dónde
estábamos?
—No lo sé.
—Yo sí. Te decía que a Sir Watkyn no le gustaba la idea de tenerme a mí por
yerno y Spode se oponía también al matrimonio. Ni siquiera hacía nada por ocultarlo.
Solía acercarse a mí y murmurarme amenazas.
—Debía de ser muy molesto.
—Mucho.
—¿Y por qué te amenazaba?
—Porque, a pesar de que no quería casarse con Madeline, aun cuando ella
hubiese aceptado casarse con él, se consideraba a sí mismo una especie de caballero
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andante que debía velar por ella. Se pasaba el día diciéndome que la felicidad de
aquella muchacha le era muy querida, y que si me portaba mal con ella me retorcería
el pescuezo. Ésta era la clase de amenazas que murmuraba, y ésta una de las razones
por las cuales me inquieté cuando Madeline se mostró fría conmigo al pescarme con
Stephanie Byng.
—Dime, Gussie, ¿qué estabais haciendo Stiffy y tú?
—Le quitaba un mosquito del ojo.
Asentí. Puesto que quería contar aquella historia, mejor era atenerse a ella.
—Basta de Spode. Hablemos ahora de Sir Watkyn Bassett. Desde nuestra primera
entrevista, comprendí que no era yo el hombre que él soñaba.
—Yo también.
—Como sabes, me prometí con Madeline en Brinkley Court. La noticia de
nuestro noviazgo le fue, pues, comunicada por carta, e imagino que la pobre
muchacha debió hacer de mí una descripción que le daba lugar a creer que iba a tener
un yerno que era una mezcla de Robert Taylor y Einstein. En todo caso, cuando le fui
presentado como el hombre con quien debía casarse su hija, se limitó a mirarme un
momento y decir: «¿Qué?», de una manera incrédula, como si pensase que le
estábamos gastando una broma y que el auténtico novio saldría de detrás de una
cortina diciendo: «¡Cu, cu!». Cuando, finalmente, se convenció de que la cosa iba en
serio se fue a un rincón y se sentó allá un rato con la cabeza entre las manos. Después
le sorprendí varias veces mirándome a hurtadillas por encima de los lentes. Esto me
intranquilizó profundamente.
No me sorprendía. He hecho alusión ya a cuanto me desagradaba aquella manera
de mirarme por encima de los lentes que tenía el viejo Bassett, y comprendo
perfectamente que, si esta mirada iba dirigida a Gussie, lo intranquilizase.
—También resopla algunas veces. Y, cuando supo que tenía lagartijas en mi
habitación, dijo algo bastante ofensivo en voz baja, pero lo oí.
—Entonces ¿has traído tu ejército?
—¡Naturalmente! Estoy en pleno experimento sumamente delicado. Un profesor
americano ha descubierto que la luna llena influye en la vida amorosa de algunos
seres acuáticos, incluyendo una especie de peces, dos grupos de estrellas de mar,
ocho clases de gusanos, y un alga en forma de cinta llamada Dictyote. Será luna llena
dentro de dos o tres días y quiero comprobar si afecta también la vida amorosa de las
lagartijas.
—Pero ¿qué vida amorosa es la de las lagartijas? ¿No me dijiste una vez que
cuando llega la época del celo se limitan a moverse la cola unas a otras?
—Exacto.
Me encogí de hombros.
—¡En fin! ¡Si eso les divierte! Pero no era esta mi idea del amor apasionado. ¿Así
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que el viejo Bassett no aprueba las monadas esas?
—No, no aprueba nada que a mí se refiera. Todo lo complica y lo hace
desagradable. Añade a esto la presencia de Spode y comprenderás que empezase a
ver las cosas mal. Y, a todo esto, saliéndose de lo razonable, ¡me vienen con que
tengo que hacer un discurso durante el banquete de boda, en presencia de un auditorio
del que forman parte Roderick Spode y Sir Watkyn Bassett!
Se calló, tragando convulsivamente la saliva, como un pekinés que se tomara una
píldora.
—Soy un hombre tímido, Bertie. La timidez es el precio que pago por tener una
naturaleza hipersensitiva. Y ya sabes lo que me desagrada tener que hacer discursos,
sean cuales fueren las condiciones. La sola idea me aterroriza. Cuando me metiste en
el asunto aquel del reparto de premios de Market Snodsbury, la mera perspectiva de
tener que subir a una plataforma para dirigir la palabra a aquella multitud de cretinos
me llenaba de un terror pánico. Era mi pesadilla. Figúrate, pues, lo que siento al
pensar en el banquete de bodas. Hubiera salido quizá del paso si se hubiese tratado de
lanzar una arenga delante de un rebaño de tías y primos. No digo que me hubiese sido
fácil, pero creo que hubiera salido del paso; pero pensar en levantarme teniendo a un
lado a Sir Watkyn y al otro a Roderick Spode… No veía la manera de afrontarlo. Y
en medio de la oscuridad que me envolvía, negra como una mina de carbón, brilló un
ligero destello de esperanza. Pensé en Jeeves.
Su mano se levantó, y tuve la impresión de que su idea era descubrirse
reverentemente ante este nombre. Pero el proyecto no pudo ser llevado a cabo por el
hecho de que no llevaba sombrero.
—Pensé en Jeeves —repitió— y tomé el tren para Londres, donde le expuse mi
problema. Tuve la suerte de encontrarlo todavía.
—¿Qué quieres decir con «encontrarlo todavía»?
—Creo que se va de Inglaterra.
—¡Que se va a ir de Inglaterra!
—Me dijo que os ibais los dos de un momento a otro a hacer un crucero alrededor
del mundo.
—¡No! No me gusta el programa.
—¿Acaso ha dicho Jeeves que abandonaréis el proyecto?
—No, pero lo digo yo.
—¡Oh…!
Me miró de una manera extraña y creí que iba a decir algo más, pero se limitó a
soltar una especie de risa ahogada, y siguió su narración.
—Pues, como te digo, fui al encuentro de Jeeves y le expuse mi caso. Le rogué
que tratase de encontrar un camino para sacarme de la terrible situación en que me
hallaba, asegurándole que, si fracasaba, no le guardaría rencor, porque, después de
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varios días de examinar los hechos, creía encontrarme fuera del alcance de toda
humana ayuda. Y, casi no me creerás, Bertie; pero no había bebido todavía medio
vaso del jugo de naranja con que me había obsequiado, cuando él había ya resuelto el
problema. No lo hubiese creído posible. Me gustaría saber cuánto pesa su cerebro.
—Mucho, imagino. Come mucho pescado. ¿De manera que la idea era original?
—¡Formidable! Atacó el problema desde el ángulo psicológico. El análisis final,
dijo, demuestra que la aversión a hablar en público es debido al temor a ese público.
—Eso hubiera podido decírtelo yo.
—Sí, pero él me indicó la forma de curarme. «No debemos —dijo— temer a los
que despreciamos.» Por consiguiente, lo que había de hacer era mantener una actitud
altiva con aquellos que debían escucharnos.
—¿Cómo?
—Muy sencillo. Te llenas el ánimo de un profundo desdén por ellos. Empiezas a
decirte: «¡Piensa en aquella verruga que Smith tiene por nariz…!», «¡hay que ver las
orejas tiene asno de Jones…!», «¡recuerda cuando Robinson fue denunciado por
viajar en primera clase con billete de tercera…!», «¡no olvides que una vez viste de
chico a Brown indispuesto en un festival infantil…!» Y así sucesivamente. Y de este
modo, cuando tenemos que dirigir la palabra a Smith, Jones, Robinson o Brown, han
perdido su prestigio. Los dominamos.
—Ya veo… —tras una breve reflexión—. Sí, parece un buen sistema. Pero ¿y en
la práctica, Gussie?
—Mi querido Bertie, es una maravilla. Lo he probado. ¿Te acuerdas de mi
discurso durante tu cena?
Tuve un sobresalto.
—¿No vas a decir que nos despreciabas?
—Claro que sí. ¡Profundamente!
—¿Cómo? ¿A mí?
—A ti, a Freddie Widgeon, a Bongo Little, a Catemeat Potter-Pirbright, a Barny
Fotheringay-Phipps y a todos los que estaban presentes. «¡Gusanos! —me dije—.
¡Qué banda! ¡Hay que ver a Bertie! ¡Lo que sé sobre él!». De manera que toqué
vuestras cuerdas sensibles como si hubieseis sido una serie de instrumentos de cuerda
y terminé con un rotundo triunfo.
Debo confesar que me sentí dolorido. Creo que es un poco fuerte saberse
despreciado por un pelmazo como Gussie, y precisamente en el mismo momento en
que estaba comiendo mi carne y bebiendo mi jugo de naranja.
Pero pronto prevalecieron más generosos sentimientos. «Después de todo —me
dije—, lo importante, lo fundamental ante lo que se desvanece toda otra
consideración, es que este Fink-Nottle llegue sano y salvo a la luna de miel. Y, a no
ser por este sabio consejo de Jeeves, las amenazas murmuradas por Roderick Spode,
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combinadas con las miradas de Sir Watkyn por encima de los lentes, hubieran podido
bastar para destruir la moral de Gussie y llevarle a romper su compromiso e irse a
cazar al África Central.»
—Ya veo, ya veo… —dije—. Comprendo lo que quieres decir. Pero ¿pardiez!
Gussie, admitiendo que pudieses despreciar a Barny Fotheringay-Phipps y a Catsmeat
Potter-Pirbright…, exagerando las posibilidades, incluso a mí, no puedes despreciar a
Spode.
—¿No? —Se rió con una risa desatada—. Lo hice mentalmente. Lo mismo que a
Sir Watkyn Bassett. Te digo, Bertie, que veo llegar este banquete de boda sin ningún
estremecimiento. Estoy alegre, confiado, de buen humor. No habrá nada de aquellos
rubores, y vacilaciones, y tartamudeos, y retorcer de dedos, y agarrarse a los manteles
que se ven en la mayoría de los recién casados en estas ocasiones. Miraré a esos
hombres cara a cara y los haré palidecer. Y las tías y primos temblarán. Desde el
momento en que Jeeves dijo aquellas palabras empecé a pensar en todas las cosas por
las que Roderick Spode y Sir Watkyn Bassett puedan ser despreciados por sus
amistades. Podría decirte de Sir Watkyn cincuenta cosas que te harían preguntarte
cómo una escoria física y moral como él ha podido ser tolerado en Inglaterra durante
tantos años. Las he apuntado en una agenda.
—¿Las has escrito en una agenda?
—Una pequeña agenda con cubierta de piel. La he comprado en el pueblo.
Confieso que estaba un poco inquieto. Aunque es de suponer que la conservaba
bajo llave, la mera existencia de tal agenda era suficiente para intranquilizarme. No
quiero ni pensar en lo que ocurriría si aquella agenda caía en manos indebidas. Un
tomo como aquél era peor que la dinamita.
—¿Dónde la guardas?
—En el bolsillo. Aquí está. ¡Ah, pues no está! Es curioso —dijo— se me habrá
caído en alguna parte.
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Capítulo IV
No sé si les ocurre a ustedes como a mí, pero tengo la impresión de que en la vida, de
cuando en cuando, se encuentra uno en momentos que a simple vista se ve que son
trascendentales. Hay un algo que nos dice que aquel momento quedará grabado en
ella, y que durante años enteros volverá a nuestra mente a intervalos, en el momento
de conciliar el sueño, alejando esta dulce sensación, y produciéndonos un sobresalto,
como el salmón que acaba de morder el anzuelo.
En cuanto a mí respecta, uno de esos momentos es el día en que en el colegio me
deslicé hacia el estudio de mi maestro, a la caída de la noche, por haber sido
informado por mis espías de que el armario de los libros encerraba una caja de
galletas; y descubrí, al encontrarme dentro y comprender qué toda retirada honrosa
era imposible, que mi anciano profesor estaba sentado a su mesa, ocupado, por una
rara coincidencia, en la redacción del resumen de mi comportamiento de fin de curso,
con el subsiguiente e inevitable desastre.
En aquella situación, hubiera sido verdaderamente tener poco respeto a la verdad
decir que Bertram Wooster conservó su acostumbrado sang-froid. Pero que Dios me
castigue si recuerdo haber contemplado en aquel momento al reverendo Aubrey
Upjohn con la mitad del pálido terror que se dibujó en mi rostro al oír aquellas
palabras de Gussie.
—¿Que se te ha caído?
—Sí, pero no importa.
—¿Que no importa?
—No, lo sé de memoria.
—Ya comprendo. ¡Perfecto!
—Exacto.
—¿Habías escrito mucho?
—Una barbaridad.
—¿Importante?
—Muy importante.
—Bien, bien… ¡Espléndido!
Le miré con creciente sorpresa. Podría creerse que en aquellas circunstancias,
incluso aquel eminente anormal hubiera debido darse cuenta del espantoso peligro
que corría. Pero no. Sus lentes de carey brillaban con un resplandor jovial. Estaba
lleno de élan y espièglerie, sin la menor preocupación. De pies a cabeza era el puro
Augustus Fink-Nottle.
—¡Oh, sí! Me lo he aprendido de memoria cuidadosamente, y me alegro mucho
de haberlo hecho. Durante la última semana, he sometido las características de Sir
Watkyn y de Roderick Spode a un análisis implacable. He penetrado hasta lo más
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profundo de la personalidad de estos dos botarates. Es asombroso la cantidad de
material que se puede acumular una vez se ha empezado a analizar a la gente. ¿Has
visto alguna vez a Sir Watkyn Bassett ocupado con un plato de sopa? Parece el rápido
de Escocia pasando un túnel. ¿Has visto alguna vez comer espárragos a Roderick
Spode?
—No.
—Repugnante. Niega en absoluto el concepto del Hombre como obra suprema de
la Naturaleza.
—¿Son éstas dos de las cosas que escribiste en la agenda?
—Ocupan media página. Estas son observaciones triviales, defectos superficiales.
El fondo de mis investigaciones es mucho más profundo.
—¡Ya comprendo! Te extiendes sobre el tema.
—Ampliamente.
—¿Y todo en este tono? ¿Así? ¿Brillante?
—Palabra por palabra.
—¡Magnífico! No es probable que el viejo Bassett se aburra cuando lo lea.
—¿El viejo Bassett?
—Las mismas probabilidades tiene de encontrar él la agenda que cualquier otro.
Recuerdo que Jeeves me dijo un día a propósito de cómo no se puede nunca saber
el tiempo que va a hacer, que muchas maravillosas mañanas había visto él besar las
cimas de las montañas con sus rayos de sol, para oscurecerse y convertirse luego en
una tarde sombría. Esto fue lo que le ocurrió a Gussie. Había irradiado resplandor
como un reflector eléctrico hasta que le mencioné este aspecto del asunto, y de
repente el resplandor se había desvanecido como si hubiesen dado vuelta al
interruptor.
Se quedó mirándome de manera muy parecida a como miré yo al reverendo. A.
Upjohn en la ocasión que he referido antes. Su expresión era exactamente la misma
que había visto una vez en un pez, cuyo nombre no recuerdo ahora, en el Acuarium
de Mónaco.
—¡No se me había ocurrido!
—¡Pues empieza!
—¡Ah, Dios mío!
—Eso mismo.
—¡Ah, repámpanos!
—Exactamente.
—¡Ah, mi santa tía!
—Muy justo.
Se acercó a la mesa de té como un sonámbulo y empezó a comer un buñuelo frío.
Me miró con ojos desmesuradamente abiertos.
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—¿Qué crees que puede ocurrir si el viejo Bassett encuentra la agenda?
No era difícil la respuesta.
—Que se opondrá inmediatamente a la boda.
—¿Crees?
—Desde luego.
Mordió el buñuelo.
—¡Claro que se opondrá! —continué—. Tú mismo me has dicho que no ha
estado nunca entusiasmado contigo como yerno. Si lee la agenda no creo que cambie
de opinión en favor tuyo. Que eche una mirada a la agenda y dará orden de que
anulen el encargo del pastel y le dirá a Madeline que para casarse contigo habrá de
pasar por encima de su cadáver. Y ella no es muchacha para desafiar la voluntad de
su padre.
—¡Ah, Dios mío!
—No obstante, no tienes por qué preocuparte, muchacho —dije haciendo resaltar
el punto importante—, porque, mucho antes de que esto ocurra, Spode te habrá
retorcido el pescuezo.
Se lanzó, desfallecido, sobre otro buñuelo.
—¡Es horrible, Bertie!
—No es muy agradable, en efecto.
—¡En menudo lío me he metido!
—¡Ánimo!
—¿Qué podemos hacer?
—No sé.
—¿No se te ocurre nada?
—Nada. Debemos poner nuestra confianza en más altos poderes.
—¿Consultar a Jeeves?
Moví la cabeza.
—Ni Jeeves puede ayudarnos en este caso. No hay más salida que dar con esa
agenda antes de que caiga en manos de Bassett. ¿Por qué diablos no la guardabas
bajo llave?
—No podía. Tenía que escribir continuamente cosas en ella. No sabía nunca
cuándo me vendría la inspiración y necesitaba tenerla a mano.
—¿Estás seguro de que la tenías en el bolsillo?
—Completamente seguro.
—¿No estará en tu cuarto, por casualidad?
—No. La llevaba siempre encima, a fin que estuviese en seguro.
—¡En seguro! ¡Ya se ve!
—Y, también, como te he dicho, porque la necesitaba continuamente. Estoy
tratando de recordar dónde la vi la última vez. ¡Ah, sí, ya me acuerdo! Cerca de la
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bomba.
—¿Qué bomba?
—La que hay en el patio de las cuadras donde llenan los cubos para los caballos.
Allí es donde vi la agenda por última vez, ayer, antes del almuerzo. La saqué para
anotar la manera cómo engullía el porridge Sir Watkyn durante el desayuno, y
acababa de inscribir mi crítica cuando vi a Stephanie Byng y me rogó que le sacase el
mosquito del ojo. ¡Bertie! —gritó dando un puñetazo sobre la mesa, ignorando el
muy asno que vertería la leche. Un extraño resplandor salía de sus lentes—. ¡Bertie!
—repitió—, me acabo de acordar de una cosa. Parece que se haya descorrido una
cortina y aparece la escena ante mis ojos. Saqué la agenda, inscribí en ella lo del
porridge y me la metí en el bolsillo donde guardo el pañuelo.
—¿Entonces?
—¡En el bolsillo donde guardo el pañuelo! —repitió—. ¿No comprendes? Sírvete
de tu inteligencia, hombre. ¿Qué es lo primero que hace un hombre que se encuentra
con una muchacha que tiene un mosquito en un ojo?
Solté una exclamación.
—¡Sacar el pañuelo!
—¡Exactamente! Y arrollarlo, y sacar el mosquito con una punta. Y si envuelta en
el pañuelo hay una pequeña agenda con cubierta de piel…
—Salta del bolsillo…
—Y cae al suelo…
—… y no sabes dónde.
—Pero yo sí sé dónde. Aquí está la cosa. Puedo llevarte al sitio preciso.
Durante un instante tuve confianza. Después me invadió nuevamente la desazón.
—¡Dices ayer antes del almuerzo! Entonces, a estas horas ya la ha encontrado
alguien.
—A esto iba. Ahora me acuerdo de una cosa. Inmediatamente después que me
hube ocupado del mosquito, recuerdo que Stephanie dijo: «¿Qué es aquello?» y la vi
detenerse y coger algo del suelo. De momento no presté atención al detalle, porque en
aquel momento vi a Madeline. Estaba de pie en la puerta del patio de las cuadras con
una mirada fría en su rostro. Debo mencionar que, a fin de poder extraer el mosquito
de su ojo, tuve que poner una mano bajo la barbilla de Stephanie, a fin de mantenerle
la cabeza inmóvil.
—Natural.
—En estas ocasiones es esencial.
—Indispensable.
—Si la cabeza no está rígida, es imposible operar. Traté de hacérselo comprender
a Madeline, pero no quiso escuchar nada. Se alejó precipitadamente de allí y yo tras
ella. Hasta esta mañana no he podido exponerle detalladamente los hechos y
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hacérselos comprender. Entretanto, había olvidado completamente el incidente del
hallazgo de objetos perdidos por parte de Stephanie. Es obvio que actualmente la
agenda está en posesión de Miss Byng.
—Necesariamente.
—Entonces todo va bien. La buscamos, le pedimos que nos la devuelva y listos.
Supongo que se habrá reído mucho con ella.
—¿Dónde está?
—Creo recordar haberle oído decir que pensaba ir al pueblo. Creo que va a
cortejar con el pastor. Si no tienes nada que hacer, puedes ir en su busca.
—Voy.
—Ándate con cuidado con el perrito. Probablemente se lo habrá llevado.
—¡Ah, sí! Recuerdo que me había hablado del animalito durante la cena. En el
momento en que se servía el sole meunière me mostró una herida en su pierna que me
hizo saltarme este plato.
—Muerde como una serpiente.
—Está bien. Tendré cuidado. Lo mejor será que me vaya en seguida.
Tardé poco en llegar al extremo de la avenida. En la verja me detuve. Me pareció
que el mejor plan era esperar allí hasta que regresase Stiffy. Encendí un cigarrillo y
me entregué a la meditación.
Aunque algo aligerada mi inquietud, estaba todavía preocupado. Mientras la
agenda no estuviese de nuevo en un lugar seguro, no habría calma para el alma de un
Wooster. Dependía demasiado de su recuperación. Como le había dicho a Gussie, si
el viejo Bassett le daba por hacer el padre severo y prohibir las amonestaciones, era
muy probable que Madeline bajase la cabeza y contestase con un moderno «¿Ah, sí?»
Una mirada basta para clasificarla dentro de la especie de muchachas que creen que
un padre tiene derecho a tener opinión; y estaba dispuesto a dar cien a ocho a que, si
las circunstancias mencionadas concurrían, hubiera vertido una lágrima solitaria, sí;
pero, cuando su vapor se hubiese desvanecido, Gussie se encontraría en libertad.
Meditaba todavía sobriamente y lleno de aprensión sobre todo esto, cuando vi que
ante mí se estaba desarrollando en la carretera un drama humano.
Las sombras del anochecer empezaron a caer rápidamente, pero la visibilidad era
todavía suficiente para permitirme observar que por la carretera avanzaba
acercándose hacia donde yo estaba un robusto policía con cara de luna, montado en
una bicicleta. Su aspecto delataba que la paz había invadido su alma. Su trabajo
cotidiano podía o no haber terminado, pero en aquel momento, no estaba,
evidentemente, de servicio, y su aspecto general era el del policía que no lleva en la
cabeza más que el casco.
Y cuando haya dicho que ni siquiera llevaba sus manos en el manillar, se
comprenderá hasta qué punto la beatitud y el bienestar invadían el alma de aquel
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policía.
El drama fue debido a que, evidentemente, no le había llamado la atención el
hecho de que era seguido, de manera pertinaz y obstinada, peculiar en esta clase de
animales, por un terrier «Aberdeen». Avanzaba él tranquilamente y respirando la
fragante brisa del atardecer y a su lado marchaba el terrier, todo cejas y patillas,
dando caza a sus talones. Como dijo más tarde Jeeves, cuando le describí la escena, la
situación recordaba algunos momentos culminantes de la tragedia griega cuando
alguien avanza bella y majestuosamente, inconsciente de que Némesis está detrás de
él, y creo que la comparación es justa.
Avanzaba, pues, el policía sin tocar el manillar y, de no ser por esta circunstancia,
cuando ocurrió el desastre no hubiera revestido tan amplias proporciones. Como
también yo en mi juventud fui ciclista —creo haber mencionado que una vez gané un
premio en una fiesta de pueblo— puedo testimoniar que para ir en bicicleta sin
agarrarse al manillar, es indispensable la absoluta seguridad de no ser interrumpido.
Sólo la idea de un inesperado terrier conectado con el tobillo en este momento, basta
para que la bicicleta haga un zig-zag. Y naturalmente, como todos saben, un zig-zag
sin estar las manos firmemente asidas al manillar representa el trompazo.
Y fue lo que ocurrió. Un porrazo, y de los mejores que me ha sido dado
presenciar; el representante de la ley rodó por los suelos. Hacía un momento que
estaba ante nosotros alegre y confiado; un instante después yacía en la cuneta
convertido en una especie de macédoine de brazos, piernas y ruedas, con el terrier
acechándole desde el borde, mirándole con aquella expresión ofensiva y atildada que
he observado a menudo en los rostros de los «Aberdeen» durante sus contiendas con
la Humanidad.
Y mientras el policía se agitaba en la cuneta tratando de desenredarse, de la
esquina salió una muchacha muy linda ataviada con un elegante traje de tweed, en
quien reconocí en seguida las familiares facciones de Stiffy Byng.
Después de lo que Gussie había dicho, era lógico que esperase ver llegar a Stiffy.
Viendo un terrier «Aberdeen», pude suponer que le pertenecía. Era lógico pensar: «Si
empiezan a llegar los scotties es que Stiffy no está lejos».
Stiffy estaba evidentemente enfadada con el policía. Agarró el collar del terrier
con el puño de su bastón y lo echó atrás; entonces se dirigió al policía, que había
empezado a emerger de la cuneta como Venus de la espuma.
—¿Por qué diablos —preguntó— ha hecho usted eso?
Desde luego, no era asunto mío, pero no pude menos que pensar que hubiera
podido mostrar un poco más de tacto al iniciar aquella conferencia, que amenazaba
ser difícil y delicada. Y comprendí que el policía pensase lo mismo que yo. Su cara
estaba cubierta de una considerable cantidad de barro, pero no la suficiente para
ocultar su ofendida expresión.
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—Le habrá hecho usted perder la calma asustándolo con esos gritos. ¡Pobre
Bartholomew! ¡A poco lo aplasta el hombre feo!
De nuevo eché de menos un poco de tacto. Al describir al funcionario público
como hombre feo, técnicamente, tenía sin duda toda la razón. En un concurso de
belleza sólo hubiera podido aspirar a un premio en el caso de competir con Sir
Watkyn Bassett, Oofy Prosser, del «Club de los Zánganos», y alguno otro de su
especie. Pero, no hay necesidad de mencionarlo. En estas ocasiones, lo que se
requiere es suavidad. Es un arma infalible.
El policía había ya salido, él y su bicicleta, del abismo y estaba sometiendo esta
última a una serie de pruebas, a fin de medir toda la extensión del desastre. Satisfecho
con la comprobación de que el daño era leve, se volvió y dirigió una mirada a Stiffy,
con la misma expresión que el viejo Bassett había empleado el día que comparecí
delante de él en Bosher Street.
—Seguía la carretera —empezó, con su clásico acento irlandés, usando un tono
lento y ponderado, como si prestase declaración ante un jurado— y el perro se arrojó
sobre mí de una manera violenta. Fui arrojado de la bicicleta…
Stiffy saltó sobre la frase como un leguleyo inveterado.
—Pues no debía usted pasear en bicicleta. Bartholomew no puede soportar las
bicicletas.
—Iba en bicicleta, señorita, porque ignoraba que tuviese la obligación de hacer el
camino a pie.
—Pues le iría muy bien. Se quitaría usted algo de grasa.
—Ésta —dijo el policía, no menos batallador, sacando una libreta de las
profundidades de sus bolsillos— no es la trama del tejido. La trama del tejido es que
ésta es la segunda vez que este animal comete un grave ataque contra mi persona y
que tendré que denunciarla a usted, señorita, por poseer un perro salvaje, cuyo
dominio no está en sus manos.
La estocada era certera, pero Stiffy Byng no desfalleció.
—No sea usted idiota, Oates. No va usted a querer que un perro vea pasar un
policía sin decir nada. No es un ser humano. Y apuesto que lo ha molestado usted de
alguna manera. Lo debe usted haber asustado o hecho algo; pero le prevengo que
pienso llevar el caso hasta la Cámara de los Lores. Citaré a este caballero como
testigo. —Se volvió hacia mí y, por primera vez, se dio cuenta de que no se trataba de
un caballero, sino de un viejo amigo—. ¡Oh! ¡Hola, Bertie! —exclamó.
—¡Hola, Stiffy!
—¿Cuándo has llegado?
—Hace poco.
—¿Has visto lo que ha ocurrido?
—Perfectamente. Primera fila de ring.
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—Pues disponte a ser testigo.
—Perfectamente.
El policía parecía estar haciendo un inventario y anotarlo en su libretita. Estaba ya
en disposición de hacer un resumen.
—Una desolladura en la rodilla derecha. Contusión en la ceja izquierda. Rasguño
en la nariz. Uniforme lleno de barro necesitando limpieza general. Profunda
conmoción. Recibirá usted la citación a su debido tiempo, señorita.
Montó en su bicicleta y se alejó, haciendo que Bartholomew diese un bote que a
poco lo libera del bastón que lo retenía. Stiffy permaneció inmóvil un momento,
viéndole alejarse, con el aspecto de una muchacha que desearía tener un ladrillo en la
mano. Después se volvió hacia mí, y yo me arrojé de cabeza al fondo del asunto.
—Stiffy —le dije, pasando por encima todo aquello de «cómo estás» y de «estoy
encantado de verte», etcétera—, ¿tienes una agenda pequeñita, de color marrón, con
cubierta de piel, que Gussie Fink-Nottle dejó caer en el patio de las cuadras ayer a
mediodía?
De momento no contestó, pareciendo reflexionar profundamente, sin duda alguna
sobre el reciente caso de Oates. Repetí la pregunta y volvió a la realidad.
—¿Una agenda?
—Pequeña, marrón, con cubierta de piel.
—¿Llena de una cantidad de observaciones personales?
—La misma.
—Sí, la tengo.
Elevé las manos al cielo en acción de gracias y di un grito de alegría.
Bartholomew me lanzó una mirara de reproche y dijo en voz baja algo en gaélico,
pero lo desprecié. Todas las jaurías de fox-terriers «Aberdeen» del mundo hubieran
podido lanzarme miradas furibundas, y mostrarme sus amenazadores colmillos sin
turbar la paz de aquel momento extático.
—¡Oh, Dios mío, qué alivio!
—¿Pertenece a Gussie Fink-Nottle?
—Sí.
—¿Entonces es Gussie quien escribió esas excelentes observaciones sobre el
carácter de Sir Watkyn Bassett y Roderick Spode? ¡Jamás le hubiera creído capaz de
hacerlo!
—Nadie lo hubiera creído. Es una historia sumamente interesante. Parece que…
—Lo que no comprendo es que nadie pierda el tiempo escribiendo sobre
Roderick Spode y tío Watkyn, cuando Oates está pidiendo a gritos que se metan con
él. No creo que haya nadie, Bertie, más obstinado que este Eustace Oates. Me tiene
harta. Se pasa la vida fanfarroneando por aquí con su maldita bicicleta, como
pidiendo el porrazo, y cuando se lo pega se queja. ¿Y por qué tiene que chillar de esta
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manera contra el pobre Bartholomew? No hay en el pueblo ningún perro con sangre
en las venas que no se haya lanzado contra él, y lo sabe perfectamente.
—¿Dónde está el librito, Stiffy? —dije volviendo al asunto.
—¡Déjate de libritos! Volvamos a Oates. ¿Crees que me denunciará?
Le dije que, leyendo entre líneas, esta era realmente la impresión que había
sacado y ella hizo lo que creo que en francés se llama une moue. ¿No es así? Es decir,
adelantando los labios y después retirándolos otra vez.
—También lo temo —dijo Stiffy—. No hay más que una palabra para designar a
Oates y esta palabra es: «malvado.» Se pasa la vida buscando a quien devorar. En fin,
más trabajo para tío Watkyn.
—¿Qué quieres decir?
—Que compareceré ante él.
—Así, aun retirado, ¿sigue actuando? —pregunté no sin ansiedad, recordando la
conversación entre el ex verdugo y Roderick Spode en la salita de las colecciones.
—Se ha retirado únicamente de Bosher Street. Pero cuando un hombre lleva la
magistratura en la sangre no puede prescindir de ella. Ahora es juez de paz. Tiene una
especie de tribunal supremo en la biblioteca. Allí es donde comparezco siempre. A lo
mejor estoy haciendo cualquier cosa, cortando flores, o sentada en mi habitación
leyendo un buen libro, y viene el mayordomo y me dice que me esperan en la
biblioteca. Y allí veo a tío Watkyn sentado a su mesa, mirándome con cara de juez y a
Oates a su lado para prestar declaración.
Imaginé la escena, desde luego muy desagradable. Un espectáculo que da una
triste impresión de la vida de familia de una muchacha.
—Y la cosa termina siempre igual. Se pone el birrete y me arma un escándalo. No
escucha nunca una palabra de lo que digo. Me parece que no sabe ni el A B C de la
Justicia.
—Así me trató a mí cuando comparecí ante él.
—Y lo peor de todo es que como sabe exactamente cuál es mi pensión, me pone
la multa por el valor de lo que contiene mi bolsa. Dos veces ya este año me ha dejado
en los huesos, a instigación de este maldito Oates, una vez por exceso de velocidad y
otra porque el pobre Bartholomew le dio un mordisquito insignificante en el tobillo.
Hice unos ruiditos simpáticamente, pero deseaba con fervor poder encauzar la
conversación hacia la agenda. Es curioso pensar cuan frecuente es en las muchachas
la inclinación a apartarse del tema esencial.
—Por la manera de declarar Oates, hubieras podido creer que se le había llevado
una libra de carne. Y supongo que ahora ocurrirá lo mismo. Estoy asqueada de esta
persecución policíaca. Uno se creería en Rusia. ¿No odias a la policía, Bertie?
Confieso que no estaba preparado para llegar tan lejos en mi actitud contra este
excelente gremio.
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—Pues… en masse no, si comprendes mi expresión. Individualmente supongo
que varían, como todas las secciones de la Humanidad; unos tienen un apacible
encanto, otros no. He conocido agentes de policía muy decentes. Con uno que está de
servicio cerca del «Club de los Zánganos» estoy en muy buenas relaciones. En cuanto
a este Oates tuyo, te diré francamente que no le conozco lo suficiente para poder
formar opinión.
—Puedes creerme si te digo que es uno de los peores. Pero no sabe lo que le
espera. ¿Te acuerdas del día en que me invitaste a almorzar en tu casa? Me contaste
que habías tratado de quitarle el casco a un policía en Leicester Square.
—Fue entonces cuando conocí a tu tío. Esto fue lo que nos reunió por primera
vez.
—Pues de momento no me fijé en la cosa, pero el otro día me acordé de repente y
me dije: «¡Ya te tengo! ¡Le quitaremos el chupete al niño!» Durante meses enteros
había estado pensando cómo cargarme a ese Oates, y tú me habías enseñado el
camino.
Le miré atónito. Sus palabras no podían tener más que una interpretación.
—¡No le vas a quitar el casco!
—¡Claro que no!
—Creo que es prudente.
—Eso es cosa de hombres. De manera que le he dicho a Harold que se lo quite.
Me ha dicho muchas veces que está dispuesto a hacer por mí lo que le pida, ¡bendito
sea!
El rostro de Stiffy, en general, tiende a ser grave y soñador, dando la impresión de
que está siempre sumido en deliciosos y profundos pensamientos. Como Jeeves, raras
veces sonreía, pero en aquel momento sus labios se habían abierto en un gesto de
éxtasis y sus ojos centelleaban.
—¡Qué hombre! —exclamó—. Estamos prometidos, ¿lo sabías?
—¿Ah, sí?
—Sí, pero no se lo digas a nadie. Es un secreto terrible. Tío Watkyn no debe
saberlo hasta que esté bien dulcificado.
—Y ¿quién es este Harold?
—El pastor del pueblo. —Se volvió hacia Bartholomew—. ¿Verdad que el curita
mono del pueblecito le va a quitar el casco al policía feo para mamita, para que sea
muy, muy feliz? —dijo.
O palabras por el estilo, porque desde luego conozco poco ese dialecto.
Me quedé mirando aquella muchacha, sorprendido de su código moral, si es que
así podemos llamarlo. Cuanto más conozco a las mujeres, más creo que habría que
dictar una ley. Hay que hacer algo con ese sexo, o toda la estructura social sufrirá un
colapso, y todos nosotros pareceremos una recua de asnos.
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—¿El pastor? —dije—. ¡Pero, Stiffy! ¡No le vas a pedir a un pastor que vaya a
quitarles los cascos a los policías!
—¿Por qué no?
—Porque no es normal. ¡Le van a quitar los hábitos al pobre!
—¿Quitarle los hábitos?
—Esto es lo que suelen hacer con los párrocos cuando los pillan en una
claudicación. Y éste es el resultado inevitable de la espantosa misión que has
encargado al santo Harold.
—No veo que sea una espantosa misión.
—¡No me vas a decir que sea una misión muy adecuada para los clérigos!
—¡Pues sí, lo digo! Es una cosa que le va muy bien a Harold. Cuando estaba en el
Magdalen College, antes de que viese la luz, era el diantre. ¡Siempre haciendo
diabluras!
Me interesó oírle mencionar el Magdalen. Había sido mi propio colegio.
—¿Estuvo en el Magdalen? ¿Qué año? ¿Quizá lo conozco?
—¡Claro que lo conoces! Habla muy a menudo de ti, y estuvo encantado cuando
supo que ibas a venir. Se llama Harold Pinker.
Quedé atónito.
—¿Harold Pinker? ¿Mi viejo amigo, el «Apestoso»[4] Pinker? ¡Gran Dios! ¡Uno
de mis compañeros favoritos! ¡Cuántas veces me había preguntado qué habría sido de
él! Y, finalmente, resulta que ha acabado haciéndose cura. Esto demuestra cuan cierto
es que una mitad de la Humanidad ignora lo que hace la otra. ¡«Stinker» Pinker,
pardiez! Pero ¿de verdad dices que mi viejo Pinker es ahora pastor de almas?
—Exactamente. Y tiene muy buena reputación. Puede llegar a vicario en
cualquier momento. Y entonces subirá como el humo. Todo el mundo cree que
llegará a obispo.
La alegría de haber tenido noticias de un viejo camarada pasó y volví a mi sentido
práctico. Me puse grave.
Y diré por qué me puse grave. Era muy fácil para Stiffy decir que lo que le había
encargado cuadraba perfectamente con el carácter de Pinker, pero es que ella no lo
conocía tanto como yo. Conocía a Harold Pinker desde los tempranos años de su
formación, y tenía de él el concepto que merecía: el de un muchachote del tipo
clásico de Terranova, gordete y embarazoso, lleno de celo, es cierto; haciendo cuanto
podía, también es verdad; pero incapaz de llevar a cabo nada bien; un hombre, en
resumen, que, si había una probabilidad de estropear una empresa y fracasar en algo,
lo conseguiría. Ante la idea de aquel hombre consagrándose a realizar la delicada
tarea de apoderarse del casco del agente de policía Oates, se me helaba la sangre. No
tenía ninguna probabilidad de largarse con él.
Pensé en Pinker, el joven. Corpulento casi como Roderick Spode, había formado
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parte del equipo de rugby, no sólo de su Universidad, sino también defendiendo los
colores nacionales; y en el arte de sumergir a un adversario en un charco de lodo y
aplastarle el cuello con sus enormes botas, tenía, si es que existía alguno, pocos
rivales. Si hubiese necesitado a alguien para librarme de la acometida de un toro
enfurecido, él hubiera sido mi primera elección. Si por alguna desventura me hubiese
encontrado encerrado en el antro subterráneo de una sociedad secreta, nadie más que
el reverendo Harold Pinker hubiera podido bajar por la chimenea para salvarme.
Pero los músculos y los nervios no bastan para dar aptitud a un hombre para
quitarles los cascos a la policía. Se necesita habilidad.
—¿Conque esas tenemos, eh? —dije—. Lo que va a hacer es armar un lío de
todos los demonios si le pescan quitando cascos a miembros de su rebaño.
—No le pescarán.
—¡Claro que le pescarán! Cuando jugábamos en el Alma Máter lo pescaban
siempre. Parecía que no supiese cómo había que hacer para tener un poco de sutileza.
¡Déjalo, Stiffy! ¡Abandona el proyecto!
—¡No!
—¡Stiffy!
—¡No! ¡Hay que seguir adelante el juego!
Renuncié. Comprendí que pretender argüir con ella y hacerla abandonar su
femenina obstinación era perder el tiempo. Su mentalidad era del mismo tipo que la
de Roberta Wickham, que una vez me persuadió a ir por la noche al dormitorio de un
huésped, en una casa de campo, y pinchar su bolsa de agua caliente con un alfiler.
—¡En fin! —dije resignado—, lo que tenga que ser será. Pero por lo menos
métele bien en la cabeza que para quitar cascos a los policías, lo esencial es dar un
empujón hacia delante al casco antes de quitarlo, de lo contrario quedan sujetos a la
barbilla por el barboquejo. Precisamente a causa de haber cometido la negligencia de
olvidar esta precaución, fracasé en mi tentativa de Leicester Square. El barboquejo
retuvo el casco, el policía tuvo tiempo de dar la vuelta y agarrarme, y, antes de que
me diese cuenta de lo ocurrido, me encontraba ante el tribunal, diciendo: «Sí, Vuestro
Honor», y «No, Vuestro Honor», a tu tío Watkyn.
Pensando en el sombrío porvenir que aguardaba a mi viejo amigo, me sumí en
meditativo silencio. No me tengo por un hombre débil, pero me preguntaba si había
obrado cuerdamente oponiéndome de modo tan rotundo a los esfuerzos de Jeeves
para llevarme a hacer el crucero alrededor del mundo. Dígase lo que se quiera de
estas excursiones —las malas condiciones de los barcos, la posibilidad de encontrarse
rodeado de una caterva de pelmas, la molestia de tener que ir a ver el Taj Mahal—,
por lo menos puede decirse una cosa en su favor, y es que se escapa a la mortal
agonía de ver inocentes pastores, destrozando su carrera y perdiendo toda posibilidad
de alcanzar las más altas dignidades de la Iglesia, por ser detenidos en el momento de
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quitarles los cascos a sus feligreses.
Miré a Stiffy y reanudé la conversación.
—¿Así que Stinker y tú estáis prometidos? ¿Por qué no me lo dijiste el día que
almorzaste conmigo?
—No había nada todavía entre nosotros. ¡Oh, Bertie! ¡Seré tan feliz si consigo lo
que deseo! ¡Qué felicidad el día que oiga a tío Watkyn decir la frase: «¡Dios os
bendiga, hijos míos!»
—Has dicho antes «hasta que esté bien dulcificado». ¿Qué entiendes por
dulcificado?
—De esto precisamente quería hablarte. ¿Te acuerdas de que en mi telegrama te
dije que quería pedirte una cosa?
La miré con inquietud. Había olvidado por completo su telegrama.
—Es una cosa muy fácil —añadió.
Lo dudé. Una muchacha que consideraba tarea fácil para un pastor arrebatarles
los cascos a los policías, ¿qué misión no sería capaz de encomendarme? Me pareció
que había llegado el momento de adoptar una actitud enérgica.
—¿Ah, sí? Pues permíteme que te diga desde un buen principio que no pienso
hacerlo.
—¿Amarillo, eh? [5]
—Amarillo brillante. Como tía Ágata.
—¿Qué le pasa?
—Tiene ictericia.
—Tener un sobrino como tú es capaz de dar ictericia a cualquiera. ¡Si ni siquiera
has podido saber de qué se trata!
—Prefiero ignorarlo.
—Pues te lo voy a decir.
—No quiero oírlo.
—¿Prefieres que suelte a Bartholomew? Me parece que te está mirando con malos
ojos. No creo que te quiera. Algunas veces cobra antipatía a la gente.
Los Wooster son valientes, pero no temerarios. No tuve más remedio que permitir
que me llevase hacia la pared que cercaba la terraza y nos sentamos allí. Recuerdo
que la tarde era de tranquilidad perfecta, y se respiraba una serena paz.
—No te voy a retener mucho rato —empezó—. Es sencillo y elemental. En
primer lugar, tengo que explicarte por qué hemos llevado nuestro noviazgo tan
secreto. Es culpa de Gussie.
—¿Qué ha hecho?
—No más que ser Gussie. Tener ese aire de idiota, esos ojos saltones detrás de los
lentes y criar lagartijas en su cuarto. ¡Ya puedes imaginar lo que piensa mi tío! Va su
hija y le dice que se va a casar. «¿Ah, sí? —pregunta—. Vamos a echar un vistazo al
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tipo». Y de repente le enseña a Gussie. ¿Comprenderás el espectáculo, para un padre?
—¡Horrible!
—Entonces comprenderás que el momento oportuno para decirle que quiero
casarme con un cura no es precisamente cuando se encuentra bajo el golpe de tener
que admitir a Gussie por yerno.
Comprendí el punto de vista. Recordé que Freddie Threepwood me había contado
que había habido un enredo de mil diablos en Blandings, a causa de una prima suya
que quería casarse con un pastor. En aquel caso, el asunto se había solucionado
gracias al descubrimiento de que el pastor en cuestión era el heredero de un armador
de Liverpool, millonario; pero, por regla general, a los padres no les gusta mucho que
sus hijas se casen con curas, y lo propio les suele ocurrir a los tíos respecto a sus
sobrinas.
—Tienes que comprenderlo. Los curas no son un buen papel. De manera que
antes de que descorramos el velo del secreto es necesario que valoricemos el papel
Harold ante tío Watkyn. Si manejamos bien las cartas, tengo la seguridad de que le
dará un vicariato que hay en su propiedad. Por consiguiente tenemos que empezar por
hacer algo.
No me gusta la forma cómo empleaba la expresión «tenemos», pero comprendía
perfectamente dónde iba y lamentaba tener que defraudar sus sueños y esperanzas.
—¿Me pides que hable a tu tío en favor de Stinker? ¿Quieres que le diga que
Stinker es un muchacho excelente? Nada me gustaría más que poderlo hacer, mi
querida Stiffy; pero, desgraciadamente, los términos en que estamos tu tío y yo, no
me lo permiten.
—No, no, nada de eso.
—Entonces, no veo qué más puedo hacer.
—Ya lo verás —dijo, haciéndome nuevamente experimentar una sensación de
malestar. Pensé que debía ser fuerte. Pero no pude menos que recordar a Roberta
Wickham y la bolsa de agua caliente. A veces un hombre se cree de acero, o de
diamante, si preferís, y de repente, las brumas se desvanecen y se da cuenta de que ha
permitido que una muchacha lo meta en un lío espantoso. A Sansón le ocurrió lo
mismo con Dalila.
—¡Ah! —dije desconfiadamente.
Se detuvo para acariciar a Bartholomew detrás de la oreja izquierda, y después
continuó:
—No basta con alabar a Harold delante de los Watkyn. Hay que hacer algo más
eficaz. Hay que imaginar alguna combinación terrible que lo haga resaltar. Hace unos
días que creo haberla encontrado. ¿Lees alguna vez el Milady's Boudoir?
—Una vez escribí un artículo para la sección: Lo que debe usar el hombre bien
vestido, pero no soy lector asiduo. ¿Por qué?
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—La semana pasada publicaba un cuento en el que salía un duque que no quería
dejar casar a su hija con su joven secretario, y este secretario tenía un amigo que se
llevó al duque a dar un paseo por el lago y entonces la barca volcó y el secretario se
echó al agua y salvó la vida al duque y el duque dijo: «¡Adelante!»
Decidí que no valía la pena ni de pensar en aquel plan.
—Si se te ha ocurrido la idea de que voy a llevar a Sir W. Bassett en barca y a
volcarla en medio del lago, puedes quitártelo de la cabeza inmediatamente. Para
empezar, te diré que no querría venir al lago conmigo.
—No. Y, además, no tenemos aquí lago alguno. Y Harold dice que, si se me había
ocurrido ir al estanque del pueblo, puedo abandonar el plan, porque hace demasiado
frío para dar paseos en barca en esta época del año. Algunas veces Harold tiene
gracia.
—Aplaudo su idea.
—Entonces he pensado en otra cosa. He pensado en un enamorado que tiene un
amigo que se viste de vagabundo y ataca al padre de la muchacha, y entonces aparece
él y lo salva.
Le di cariñosamente unos golpecitos en la mano.
—El fallo en todos estos proyectos —señalé— es que tu héroe tiene siempre a
mano un amigo dispuesto a meterse en los más intrincados líos en favor suyo. En el
caso de Stinker no es lo mismo. Quiero mucho a Stinker —puedes incluso tener la
seguridad de que lo quiero como un hermano—, pero hay ciertos límites que no estoy
dispuesto a traspasar, ni aun en interés tuyo.
—Bueno, no importa, porque también a este punto ha puesto su veto presidencial
a causa de lo que diría el vicario si se descubriese. Pero le gusta mi nuevo plan.
—¡Ah! Pero ¿hay otro?
—Sí, y es terrible. La belleza del plan estriba en que el papel de Harold es
irreprochable. No hay vicario en el mundo que pudiese censurarlo. El único
inconveniente es que necesita a alguien que le ayude a llevar a cabo el proyecto y
hasta que oí decir que venías, no se me ocurrió nadie. Pero ahora que estás aquí, todo
irá bien.
—¿De veras…? Ya te he avisado una vez, jovencita Byng, y te lo repito por
segunda vez, que nada en el mundo me inducirá a mezclarme en tus espantosos
proyectos.
—¡Pero, Bertie, tienes que ayudarme! ¡Contamos contigo! ¡Si lo que tienes que
hacer total no es nada! Se trata únicamente de robarle a tío Watkyn una jarrita.
No sé lo que hubierais hecho si una muchacha elegantemente enfundada en un
traje de tweed os hubiese soltado este exabrupto escasas horas después de que una tía
de rostro amoratado os hubiese hecho la misma proposición. Es posible que os
hubieseis tambaleado. Mucha gente lo hubiera hecho. Personalmente lo encontré más
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divertido que terrible. Creo sinceramente, si la memoria no me es infiel, que me eché
a reír. Si es así, hice bien, porque fue la última vez que tuve la oportunidad de
hacerlo.
—¿De veras? —dije—. Dime… dime… —añadí pensando que sería divertido oír
a aquella alocada exponer su plan—. ¿Conque robar la jarrita para leche, eh?
—Sí. Es un objeto que trajo de Londres ayer para su colección. Una especie de
vaca de plata con una mirada idiota. Se figura que vale un Potosí. Anoche la puso
sobre la mesa enfrente de él y no le quitaba el ojo de encima. Entonces fue cuando se
me ocurrió la idea. Pensé que si Harold podía robarla y después devolverla, tío
Watkyn le estaría tan agradecido, que empezaría a darle vicariatos como nada. Pero
entonces vi el fallo.
—¡Ah!, pero ¿había un fallo?
—¡Claro! ¿No lo ves? ¿Cómo quieres que se explique que Harold tenga el objeto?
Si un día desaparece una vaca de plata de una colección y al día siguiente el pastor
del pueblo se presenta con ella, es necesario que dé al hecho una explicación lógica.
Es lógico que parezca un hecho anómalo.
—Ya comprendo. Tú lo que quieres es que me ponga un antifaz negro, penetre en
el salón, robe el objet d'art y se lo entregue a Harold, ¿no? Ya comprendo…
comprendo…
Pronuncié estas palabras con mordaz amargura y estaba convencido de que todo
el mundo podía entender la mordacidad que contenían; pero ella se limitó a mirarme
con aprobadora admiración.
—Eres muy inteligente, Bertie. Es exactamente lo que quiero. Pero no creo que
tengas que usar antifaz.
—¿No crees que ayudaría a representar bien el papel? —añadí con la misma
amarga mordacidad de antes.
—Como te parezca. En fin, esto es cosa tuya. Lo esencial es que entres por la
ventana. ¡Ah! Y usa guantes, ¿eh? A causa de las impresiones digitales.
—Naturalmente.
—Harold estará fuera y tú le darás el objeto.
—Y entonces, ¿qué hago?
—Huyes durante la lucha.
—¿Qué lucha?
—Y Harold se precipita dentro de la casa, cubierto de sangre…
—¿Sangre de quién?
—¡Vuestra, naturalmente! Harold piensa como yo. Tiene que haber señales de
lucha, para hacer la cosa más interesante, y mi idea era que Harold te diese un
puñetazo en la nariz. Pero Harold dice que la cosa será más espectacular si llega
cubierto de sangre; de manera que hemos convenido finalmente que os daréis un
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puñetazo en la nariz uno a otro. Y entonces Harold entrará en la casa y le explicará a
tío Watkyn lo que ha ocurrido y todo saldrá al pelo. Porque tío Watkyn no se va a
limitar a decirle: «Está bien, déjela aquí, muchas gracias.» ¿Verdad? No tendrá más
remedio que portarse decentemente con él y darle el vicariato ese. ¿No crees que es
un plan maravilloso, Bertie?
Me levanté. Mi expresión era fría y dura.
—¡Excelente! Pero lo siento mucho…
—¡Bertie! ¿No irás a decirme que no quieres hacerlo, ahora que ves la poca
dificultad que representa? ¡Es cuestión de diez minutos!
—Digo exactamente que no lo haré.
—¡Pues eres un cerdo!
—Un cerdo, quizá, sí. Pero un cerdo sagaz y equilibrado. No pondré un dedo en
el asunto ese, ni atado. Te he dicho que conozco a Stinker. No sé cómo se las
arreglará, pero ten la seguridad de que nos mete a todos en un lío. Y ahora, si me lo
permites, quisiera la libretita esa…
—¿Qué libretita? ¡Ah! ¿La de Gussie?
—Sí.
—¿Para qué la quieres?
—La quiero, porque Gussie no es capaz de guardarla —dije gravemente—. Puede
perderla de nuevo y puede caer en manos de tu tío, en cuyo caso le dará un puntapié
al proyecto de enlace Gussie-Madeline, proyecto sobre el cual velo como jamás
hombre veló sobre proyecto alguno.
—¿Tú?
—Nadie más que yo.
—¿Y a ti qué te importa?
—Te lo explicaré.
Y en pocas palabras le expliqué los acontecimientos que habían tenido lugar en
Brinkley Court, la situación que éstos habían creado y el espantoso peligro en que me
encontraría si el proyecto de matrimonio de Gussie se iba irremediablemente por los
suelos.
—Comprenderás —añadí— que no creo que sea vejatorio para tu prima Madeline
afirmarte que la perspectiva de verme unido a ella por los sagrados lazos del
matrimonio es algo que me hiela la médula. El hecho, en nada implica un descrédito.
Mi sensación sería la misma ante la idea de casarme con muchísimas de las más
nobles damas. Hay ciertas mujeres que uno respeta, admira y reverencia, pero a
distancia. En cuanto hacen el menor gesto por aproximarse hay que disponerse a la
lucha con una jabalina. Tu prima Madeline pertenece a esta categoría. Una muchacha
encantadora y la esposa soñada para Augustus Fink-Nottle, pero como una mosca en
la sopa para Bertram.
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—Ya comprendo. Así, Madeline es una de aquéllas de la categoría «Dios nos
libre».
—No me hubiera atrevido a usar la expresión «Dios nos libre», porque creo que
un caballero debe saber hasta dónde puede llegar. Pero puesto que tú la has
pronunciado, admito que le conviene perfectamente.
—No me había dado cuenta de que realmente fuese así. Comprendo que quieras
el librito.
—Exactamente.
—¡Bien! Esto ha abierto una nueva línea de conducta.
En su rostro había una expresión grave y pensativa. Con su pie le hacía masaje en
la espina dorsal a Bartholomew.
—¡Venga! ¡Suelta el paquete! —dije, inquieto.
—Un momento. Estoy tratando de poner en orden las cosas. Me parece, Bertie,
que, verdaderamente, tengo que dar esta agenda a tío Watkyn.
—¿Qué…?
—Esto es lo que mi conciencia me manda hacer. Después de todo, le debo mucho.
Durante muchos años ha sido mi segundo padre y creo que debe saber la opinión que
Gussie tiene de él, ¿no? Me parece un poco fuerte permitir que mi tío siga
acariciando en su pecho la amistad de un hombre que cree leal, cuando éste se pasa la
vida criticando la manera cómo come la sopa. No obstante, como vas a ser tan gentil
ayudándonos a Harold y a mí, creo que puedo en este caso ceder un punto.
Los Wooster somos muy rápidos de comprensión. Antes de dos minutos, vi
claramente lo que quería decir. Comprendí su propósito y me estremecí.
Había dicho el Precio de los Documentos. En una palabra: después de haber sido
víctima de un chantaje por parte de una tía, durante el desayuno, era ahora víctima de
otro, por parte de una camarada, poco antes de comer. Me pareció demasiado, aun
para los tiempos de posguerra que vivíamos.
—¡Stiffy! —grité.
—¡Es inútil gritar «Stiffy»! O te pones al trabajo, o mañana por la mañana, con
sus huevos y su té, tío Watkyn leerá una cosa que le hará pasar un buen rato.
¡Piénsalo, Bertie!
Levantó a Bartholomew y se dirigió hacia la casa. Lo último que vi de ella, fue
una mirada significativa que me dirigió por encima del hombro, que me atravesó
como un cuchillo.
Me acerqué nuevamente al muro y me senté, abatido. No sé cuánto tiempo estuve
así, pero me parece que fue bastante rato. Unos seres alados revoloteaban alrededor
mío en la noche, pero presté poca atención. Sólo cuando una voz habló súbitamente a
un par de pies de altura sobre mi inclinada cabeza, salí de mi sopor.
—Buenas tardes, Wooster —dijo la voz.
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Miré delante de mí. La enorme masa que como un acantilado me dominaba, era
Roderick Spode.
Supongo que incluso los dictadores deben tener sus momentos joviales; por
ejemplo, cuando se levantan o se encuentran con sus camaradas, pero si Roderick
Spode tenía el alma soleada, no tenía ciertamente la menor intención de demostrarlo.
Hablaba secamente y se notaba en él una total ausencia de afabilidad.
—Quisiera decirle una palabra, Wooster.
—¿Ah, sí?
—He estado hablando con Sir Watkyn Bassett, y me ha contado toda la historia
de la jarrita para leche.
—¿Ah, sí?
—Y sabemos por qué está usted aquí.
—¿Ah, sí?
—¿Quiere usted no decir más «¿Ah, sí?», miserable gusano, y escucharme?
Hay muchos hombres que se ofenderían ante estos modales, y yo soy uno de
ellos. Pero ya se sabe lo que pasa. Hay hombres a quienes se les da un puntapié con
toda la fuerza, si nos llaman miserables gusanos, y otros a quienes no se les da.
—Pues sí —siguió diciendo—, está perfectamente claro el motivo que le ha traído
a usted aquí. Ha sido mandado usted por su tío para robar la jarrita para leche. No se
moleste en negarlo. Esta tarde le he pescado a usted con las manos en la masa. Y
ahora nos enteramos de que llega su tía. ¡Una bandada de buitres! ¿Eh?
Hizo una pausa y repitió: «¡Una bandada de buitres!, ¿eh?», como si tuviese de
esta frase una alta opinión. Yo no le veía ninguna gracia.
—Pues bien, lo que yo quería decirle, Wooster, es que va a ser usted
estrechamente vigilado. Y como le pesquemos a usted robando la jarrita va a ir usted
a la cárcel, se lo aseguro. No tenga usted la menor esperanza de que Sir Watkyn
quiera evitar el escándalo. Cumplirá con su deber como ciudadano y como juez de
paz.
Con esa frase puso su mano sobre mi hombro y no creo haber recibido en mi vida
una impresión más desagradable.
Aparte de lo que Jeeves hubiera llamado el simbolismo del gesto, me agarró de
una manera que parecía el mordisco de un caballo.
—Dice usted otra vez: «¿Ah, sí?» —preguntó.
—¡Oh, no! —le aseguré.
—Bien. Pero ahora debe de estar usted pensando que no le cogerán. Usted y su
preciosa tía se imaginan que son lo suficientemente inteligentes para robar la jarrita
sin ser descubiertos. No se lo aconsejo a usted, Wooster. Como el objeto desaparezca,
por muy astutamente que usted y su cómplice hembra hayan borrado todas las
huellas, sabré dónde ha ido usted y automáticamente le haré picadillo. Picadillo —
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repitió saboreando las palabras como si fuesen un excelente oporto—. ¿Está esto
claro?
—¡Oh, muy claro!
—¿Está usted seguro de haber comprendido?
—Muy bien.
Por la terraza se acercaba a nosotros una suave figura, y Roderick Spode cambió
de tono adoptando otro más molesto todavía.
—Qué tarde más espléndida, ¿verdad? Extraordinariamente dulce para la época
en que estamos. Bueno, no quiero detenerle a usted más tiempo. Debe usted tener que
irse a vestir para la cena. Corbata negra, desde luego [6]. Aquí no gastamos etiquetas.
¿Dígame?
La pregunta iba dirigida a la suave figura recién llegada. Una tos familiar reveló
su identidad.
—Quería hablar con Mr. Wooster, señor. Tengo que darle un recado de parte de
Mrs. Travers. Mrs. Travers manda sus respetos y me ruega informe al señor de que
está en el salón azul y celebraría saber que es de la conveniencia del señor poder
reunirse con ella en cuanto le sea posible. Hay asuntos importantes sobre los que
quisiera hablar.
En la oscuridad oí una especie de ronquido de Spode.
—Entonces, ¿ha llegado Mrs. Travers?
—Sí, señor.
—¿Y tiene asuntos importantes de que hablar con Mr. Wooster?
—Sí, señor.
—¡Ah! —dijo Spode, alejándose con una risa corta y aguda.
Me levanté de mi asiento.
—Jeeves —dije—, deténgase usted para oírme y aconsejarme. La intriga se
complica…
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Capítulo V
Me deslicé dentro de la camisa y los calzoncillos cortos, y dirigiéndome a Jeeves, le
dije:
—Bueno, Jeeves. ¿Qué le parece a usted todo esto?
Durante nuestro regreso a casa le había puesto al corriente de los últimos
acontecimientos, y le había dejado tratando de hallar una fórmula para salir del lío,
mientras iba a tomar un rápido baño. Me detuve delante de él, mirándole
esperanzado, con la actitud de una foca que espera que le lancen un pescado.
—¿Se le ocurre a usted algo, Jeeves?
—Por ahora, no, señor; siento decirlo.
—¿Cómo? ¿Ningún resultado, Jeeves?
—Ninguno, señor. Lo siento.
Solté una palabra malsonante y me consagré a mis pantalones. Estaba tan
acostumbrado a ver aquel hombre inteligente tener siempre a punto ideas oportunas,
en menos que canta un gallo, que la idea de un fracaso ni siquiera se me había
ocurrido. El golpe era rudo, y con mano febril enfundé mis pies en los calcetines. Me
había invadido una sensación de frío que había helado igualmente mi actividad física
y mental. Parecía que mis miembros y mi cerebro hubiesen sido metidos en un
refrigerador y los hubiesen olvidado durante algunos días.
—Acaso, Jeeves —dije ocurriéndoseme esta idea—, no se haya dado usted
perfecta cuenta de todo el conjunto. No he tenido tiempo de exponerle más que las
líneas generales del asunto antes de ir a restregarme el dorso. Quizá sería conveniente
que hiciésemos lo que hacen en las novelas de aventuras. ¿No lee usted nunca
novelas de aventuras, Jeeves?
—No muy a menudo, señor.
—Bueno. Pues hay siempre un pasaje en que un policía, a fin de dar más claridad
a sus ideas, establece una lista en la que figuran los sospechosos, los móviles, las
horas, las coartadas, los indicios y lo que no lo son. Probemos este plan. Tome papel
y lápiz, Jeeves, y juntaremos los hechos. Ponga usted como título: «Wooster B.,
Posición de».
—Sí, señor.
—Muy bien. Entonces… ¡Veamos! Anotación uno. Tía Dalia dice que si no robo
la jarrita para leche me borrará de la lista de sus invitados, y, ¡adiós cocina de
Anatole!
—Sí, señor.
—Vamos, pues, a la Anotación dos. Si robo la jarrita y se la doy, Spode me hará
picadillo.
—Sí, señor.
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—Adelante. Anotación tres. Si robo la jarrita y se la doy a mi tía en lugar de
dársela a Harold Pinker, no solamente sufriré la conversión en picadillo antes
mencionada, sino que Stiffy cogerá la agenda de Gussie y se la entregará a Sir
Watkyn Bassett. Y usted sabe tan bien como yo cuál sería el espantoso resultado, ¿no
ha comprendido?
—Sí, señor. Es sin duda alguna una situación de los asuntos relativamente
desagradable.
—Jeeves —dije—, no me ponga usted a prueba. ¡Ni un solo instante!
«¡Relativamente desagradable!» ¡Pardiez! ¿Quién era aquella persona de quien me
hablaba usted el otro día, sobre quien habían caído todas las calamidades de la tierra?
—Mona Lisa, señor.
—Pues si en este momento encontrase a Mona Lisa le estrecharía la mano y le
diría que comprendía perfectamente sus tribulaciones. Ya ve usted claramente que el
sapo se oculta bajo la hierba.
—Sí, señor. Quizá podría subirse el señor un poco más los pantalones. Hay que
procurar que caigan de una manera graciosa y como al desgaire sobre el empeine. Es
cuestión de un poco de cuidado.
—¿Así?
—¡Admirable, señor!
Volví a mirarle.
—Hay momentos, Jeeves, en que uno se pregunta si los pantalones tienen alguna
importancia.
—Las contrariedades pasarán, señor.
—No sé por qué. Como no encuentre usted solución al asunto, será el fin del
mundo. Desde luego —añadí con tono algo más animado—, no ha tenido usted
tiempo todavía de morder en la masa. Mientras esté comiendo analícelo usted bajo
todos los aspectos. Es posible que brote la inspiración. Algunas veces, las
inspiraciones salen así, de repente, ¿no? ¡Como un relámpago!
—Sí, señor. Se cuenta que el matemático Arquímedes descubrió el principio del
desplazamiento de los cuerpos, de repente, una mañana, mientras estaba en el baño.
—¡Pues ahí lo tiene usted! ¡Y supongo que no debía ser nadie extraordinario!
Comparado con usted, me refiero.
—Creo que era un hombre muy dotado, señor. Posteriormente, el hecho de que
fuese asesinado por un vulgar soldado fue motivo de general y profundo sentimiento.
—¡Qué lástima! Pero, ¡en fin! La carne es mortal, ¿no?
—Exacto, señor.
Encendí pensativo un cigarrillo y, abandonando a Arquímedes por el nuncio, dejé
que de nuevo mi mente divagase por el espantoso lío en que me veía metido a causa
de la mal aconsejada conducta de la joven Stiffy.
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—¿Se ha fijado usted, Jeeves? —dije—. Si se mira atentamente es sorprendente
ver hasta qué punto el sexo opuesto se ha dedicado a fastidiarme. ¿Se acuerda del
asunto de Miss Wickham y la bolsa de agua caliente?
—Sí, señor.
—¿Y aquella Gwladys «no sé cuántos», que se le ocurrió meter en cama en mi
casa a su novio, con la pierna rota?
—Sí, señor.
—¿Y Paulina Stoker, que se presentó en mi casa de campo a la caída de la tarde
en traje de baño?
—Sí, señor.
—¡Qué sexo, Jeeves! ¡Qué sexo! Pero nadie de este sexo, aun cuando mortal
como el masculino, puede ocupar el mismo rango que esta Stiffy. ¿Quién era el
individuo aquel que guiaba a todos los demás…? ¡El tipo aquel del ángel!
—Abu ben Adehm, señor.
—¡Pues ésta es Stiffy! ¡El no va más! ¿Qué hay, Jeeves?
—Quería preguntar al señor, si por casualidad Miss Byng, al proferir la amenaza
de mandar la agenda de Mr. Fink-Nottle a Sir Watkyn, no pestañeó mientras hablaba.
—¿Como guiñándome el ojo? ¿Indicándome que me estaba gastando una broma?
¡Ni por asomo, Jeeves! No, Jeeves, he visto muchas veces ojos que no pestañeaban,
docenas de ellas, pero ningunos que estuviesen tan desprovistos del parpadeo como
aquéllos. No bromeaba. Hablaba en serio. Se daba perfecta cuenta de que hacía una
cosa que, aun en el sexo débil, era perfectamente incorrecta; pero no le importaba. El
resultado final de esta emancipación de la mujer, ha sido que van por el mundo con la
nariz en alto y no les importa un comino cuanto hacen. En tiempo de la reina Victoria
no era así. ¡Hay que ver lo que hubiera dicho el príncipe consorte de una muchacha
como Stiffy! ¿Qué hay?
—Concibo perfectamente que Su Alteza Real no hubiera quizás aprobado la
conducta de Miss Byng.
—La hubiera acostado sobre sus rodillas y le hubiera dado una zurra antes de que
ella se hubiese dado cuenta. Y no me cabe duda de que habría tratado a tía Dalia de la
misma manera. Hablando de lo cual, me parece que no tendré más remedio que
efectuar una visita a mi venerable parienta.
—Parecía desear vivamente conferenciar con el señor.
—No es mutuo el deseo, Jeeves, no es mutuo… Confieso sinceramente que no
espero gran cosa de esta séance.
—¿No, señor?
—No. Le mandé un telegrama un poco antes del té, diciéndole que me era
imposible robar la jarrita, y ella debió salir de Londres bastante antes de que llegase.
En otras palabras, debe haber llegado aquí esperando encontrar un sobrino
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sumergido en el celoso cumplimento de su deber, y las noticias de que ha sido
abandonada la empresa serán para ella un rudo golpe. No le gustará, Jeeves, y no me
importa decirle a usted con toda franqueza que cuanto más pienso en la próxima
charla, más frialdad siento hacia ella.
—Si el señor me permite, indicaré, desde luego como mero paliativo, que a
menudo se ha observado que, en casos de desaliento, el uso del traje de rigurosa
etiqueta ha tenido sobre la parte moral un efecto estimulante.
—¿Quiere usted decir que debo ir de corbata blanca? Spode me ha dicho que
negra.
—Considero que la urgencia del peligro justifica el cambio, señor.
—Quizá tenga usted razón.
Y desde luego la tenía. En estas cuestiones delicadas de psicología no se
equivocaba nunca. Tomé rápidamente la decisión y me di cuenta en seguida de que
experimentaba un sensible alivio. Mis pies se calentaron, mis ojos apagados
recobraron cierto brillo y mi alma pareció ensancharse como si alguien la hubiese
hinchado con una bomba de bicicleta. Y estaba examinando el efecto en el espejo,
anudando cariñosamente mi corbata y examinando mentalmente unas cuantas cosas
que pensaba decir a tía Dalia si empezaba poniéndose violenta, cuando se abrió la
puerta y entró Gussie.
A la vista de aquel inesperado personaje, una ola de compasión invadió mi pecho,
porque una mirada me bastó para darme cuenta de que no estaba en situación de
afrontar los acontecimientos que se avecinaban. En su manera de comportarse no se
percibía ningún síntoma de que Stiffy le hubiese confiado sus planes. Su aspecto era
jovial y yo cambié con Jeeves una rápida mirada de comprensión. La mía decía: «¡No
sabe nada!», y la suya me respondía en los mismos términos.
—¡Hola, hola! —dijo Gussie alegremente—. ¡Hola, Jeeves!
—Buenas noches, señor.
—Bueno, Bertie; ¿qué hay de nuevo? ¿Has visto a Stiffy?
El sentimiento de compasión se agudizó. Le dirigí una mirada silenciosa. Era para
mí muy triste tener que administrar a un viejo amigo un directo a la mandíbula, y
temblaba al pensar que tenía que hacerlo.
No obstante, no hay más remedio que enfrentarse con las situaciones. Es el bisturí
del cirujano…
—Sí —dije—, la he visto, Jeeves, ¿hay un poco de coñac?
—No, señor.
—¿Puede usted procurarse un poco?
—Ciertamente, señor.
—Es mejor que traiga usted la botella.
—Muy bien, señor.
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Se marchó y Gussie me miró sorprendido.
—¿Qué significa esto? ¡No vas a empezar a beber coñac un momento antes de
cenar!
—No tengo el menor propósito. Lo pido para ti, ¡oh, pobre mártir en la hoguera!
—No tomo nunca coñac.
—Pues harás bien en beberlo y pedir más. ¡Siéntate, Gussie, y charlemos!
Y, acomodándole en una butaca, empecé con él una indiferente conversación
referente al tiempo y las cosechas. No me atrevía a verter sobre él la verdad hasta que
estuviese allí el cordial. Seguí charlando, tratando de infundir en mi conducta una
sensación de desaliento que lo preparase para el más rudo golpe, y al poco tiempo me
di cuenta de que me miraba de una manera singular.
—Bertie, me parece que has exagerado un poco.
—En absoluto.
—Entonces, ¿a qué viene todo este cuento?
—Es para pasar el rato hasta que Jeeves vuelva con el fluido. ¡Ah, gracias,
Jeeves!
Tomé el frasco lleno a rebosar y lo puse en manos de Gussie.
—Creo que convendría que fuese usted a prevenir a tía Dalia de que no voy a
poder hablar con ella ahora, Jeeves. Esta conversación va a durar algún tiempo.
—Muy bien, señor.
Me volví hacia Gussie, que me estaba mirando con un aire de bacalao
sorprendido.
—Gussie —dije—, zámpate esto y escúchame. Temo tenerte que dar malas
noticias respecto a la agenda.
—¿Acerca de la agenda?
—Sí.
—No me vas a decir que no la tiene…
—Éste es precisamente el quid. Que la tiene y se la va a dar a Pop Bassett.
Me esperaba que tomaría la cosa como se merecía y no me equivoqué. Sus ojos,
dilatados, se salieron de sus órbitas y pegó un salto del sillón, vertiendo el contenido
de su vaso y haciendo que la habitación se impregnase de una atmósfera que
recordaba los bares públicos la noche de un sábado.
—¡Qué!
—Temo que ésta sea la situación.
—Pero, ¡ah, Dios mío!
—Exacto.
—Pero, ¿no me irás a decir que…?
—Eso es lo que te digo.
—Pero ¿por qué?
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—Tiene sus razones.
—¡No debe darse cuenta de lo que esto significa!
—Se da perfecta cuenta.
—¡Pero eso significa mi ruina!
—Definitiva.
—¡Ah, Dios mío!
Se ha dicho muchas veces que el desastre pone de manifiesto las altas cualidades
de los Wooster. Una extraña calma me invadió. Le golpeé el hombro.
—¡Ánimo, Gussie! ¡Piensa en Arquímedes!
—¿Por qué?
—Fue asesinado por un vulgar soldado.
—¿Y a mí, qué?
—Que no creo que le fuese muy agradable, pero seguramente lo aceptó con una
sonrisa.
Mi intrepidez produjo efecto. Pareció calmarse. No diré que pareciésemos dos
aristócratas franceses del 93 esperando la carreta, pero teníamos cierta semejanza.
—¿Cuándo te lo ha dicho?
—Hace poco rato, en la terraza.
—¿Y tiene realmente esta intención?
—Sí.
—No tuvo un…
—¿Pestañeo? No. No hubo pestañeo alguno.
—Bien. Pero ¿no hay algún sistema de evitarlo?
Esperaba que me hiciese esta pregunta, pero lamenté que la hubiese hecho. Preví
un período de charla infructuosa.
—Sí —dije—. Hay uno. Dice que abandonará su horrible propósito si robo la
jarrita de leche del viejo Bassett.
—¿Te refieres a aquella vaca de plata que nos mostró anoche durante la cena?
—¡Exacto!
—Pero ¿por qué?
Le expliqué el porqué del asunto y me escuchó con un rostro inexpresivo,
empezando lentamente a comprender.
—¡Ya comprendo! ¡Ahora lo veo! No comprendía qué fin perseguía. Su
comportamiento me parecía absolutamente injustificado. ¡En fin! ¡Esto lo aclara
todo!
Detestaba tener que echar un jarro de agua fría sobre su feliz exuberancia, pero no
había más remedio que hacerlo.
—No tanto, porque no tengo la más ligera intención de robarla.
—¿Cómo? ¿Por qué no?
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—Porque Roderick Spode dice que si la robo me hace picadillo.
—¿Qué le importa todo esto a Roderick Spode?
—Parece haber abrazado la causa de la jarrita. Por razón de amistad con el viejo
Bassett, supongo.
—¡Hem…! Pero, no vas a tener miedo a Roderick Spode…
—Sí, se lo tengo.
—¡Absurdo! ¡Te conozco demasiado!
—No me conoces en absoluto.
Dio una vuelta arriba y abajo de la habitación.
—Pero, Bertie, no hay por qué temer un hombre como Spode, que no es más que
un montón de músculos y grasa. Es imposible que tenga rapidez. ¡No te alcanzará!
—No vas a pretender que lo entrene como si fuese un entrenador…
—Por otra parte, no es lo mismo que si tuvieses que quedarte aquí. En el
momento en que te hayas llevado la cosa, puedes largarte. Le mandas una nota al
curita diciéndole que esté en el sitio fijado a las doce de la noche, y ¡a la obra! Yo veo
el horario así: robo de la jarrita, digamos, de las doce quince a las doce treinta, o
pongamos las doce cuarenta, para prever cualquier contratiempo. Doce cuarenta y
cinco, en las cuadras, saliendo en el coche. Doce cincuenta, en plena carretera,
después de haber llevado a cabo una faena magnífica. No comprendo por qué te
preocupas. Es muy sencillo…
—No obstante…
—¿No quieres hacerlo?
—No.
Se dirigió a la chimenea y empezó a juguetear con una figura que representaba
una pastora.
—¿Es Bertie Wooster quien habla?
—El mismo.
—¿El Bertie Wooster que tanto admiraba yo en el colegio? ¿El muchacho a quien
llamábamos el «Endiablado Bertie»?
—El mismo.
—En este caso creo que no tenemos nada más que decir.
—No.
—Nuestro único recurso es recobrar la agenda de Stiffy.
—¿Cómo propones hacerlo?
Reflexionó, frunciendo el ceño. Al poco rato sus diminutas células grises
parecieron funcionar velozmente.
—¡Oye! Esa agenda tiene para ella mucha importancia, ¿no?
—Mucha…
—En este caso, debe llevarla constantemente encima, ¿no?
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—Supongo que sí.
—En una media, probablemente. Entonces, ¡muy bien!
—¿Qué significa ese «muy bien»?
—¿No ves dónde voy?
—No.
—Pues escucha. Supongo que te la puedes llevar fácilmente a dar un paseo
amistoso, ya comprendes, durante el cual puede ser muy fácil… pues… algo así
como un abrazo en broma…
Le miré severamente. Todas las cosas tienen sus límites, y los Wooster sabemos
respetarlos.
—¡Gussie! ¿Me estás proponiendo que le meta mano a las piernas a Stiffy?
—Sí.
—Pues no lo haré.
—¿Por qué no?
—No vale la pena de entrar en razones —dije secamente—; bástete saber que no
son éstas mis costumbres.
Me lanzó una mirada, una mirada vacía, de reproche, como la que debería
lanzarme una lagartija si hubiese olvidado cambiarle el agua regularmente. Respiró
afanosamente.
—Has cambiado mucho desde los días de nuestro colegio —dijo—. No eres el
mismo. No tienes empuje. Ni osadía. Ni espíritu de empresa. Culpa del alcohol,
seguramente.
Lanzó un suspiro, rompió la pastora de porcelana y nos dirigimos a la puerta.
Cuando la abrí, me lanzó otra mirada.
—¿Por qué te has puesto corbata blanca?
—Jeeves me lo ha recomendado. Parece que levanta el espíritu.
—Pues vas a hacer el ridículo. El viejo Bassett se viste con una especie de
smoking de terciopelo lleno de manchas de sopa. Harás bien en cambiarte.
Había un poco de verdad en lo que decía. No se debe parecer presuntuoso. A
riesgo de sufrir un bajón en la moral, fui a despojarme de mi frac. Y, mientras tal
hacía, llegó a nosotros, desde el saloncillo de la planta baja, una voz fresca y joven,
que cantaba, acompañada al piano, una melodía que me pareció ser una canción
popular inglesa. El oído percibía perfectamente el clásico «Hey, nonny, nonny», y
todo aquello acostumbrado.
Aquella algarabía tuvo por efecto hacer brillar los ojos de Gussie detrás de los
lentes. Parecía como si aquello fuese precisamente la gota de agua capaz de
desbordar el vaso de la resistencia humana.
—¡Stephanie Byng! —dijo amargamente—. ¡Cantar en un momento como éste!
Lanzó un rugido y salió de la habitación. Yo acababa de hacerme el nudo de la
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corbata negra cuando Jeeves entró.
—Mrs. Travers —anunció ceremoniosamente.
Un «¡Repámpanos!» brotó de mis labios. Cuando oí que la anunciaban supe,
naturalmente, que venía, pero mi situación fue la misma que la del cuitado que, dando
un paseo, levanta la cabeza de repente y ve un aeroplano que suelta una bomba sobre
su cabeza, y sabe que va a caer, pero que por el hecho de saberlo lo considera menos
desagradable.
Pude fácilmente darme cuenta de que estaba bastante incomodada, contrariada
daría mejor idea, y me apresuré a conducirla ceremoniosamente hasta un sillón y a
excusarme.
—Profundamente contristado de no haber podido bajar a hablar contigo, anciana
antepasada —dije—. Estaba encerrado con Gussie Fink-Nottle, tratando de un asunto
que afecta profundamente nuestros mutuos intereses. Desde la última vez que nos
vimos, han ocurrido muchos acontecimientos, y mis asuntos se han complicado
sobremanera, lamento tener que decirlo. Puedes afirmar que los cimientos del
infierno se tambalean. ¿Es esto demasiado decir, Jeeves?
—No, señor.
Mi tía rechazó de plano mis explicaciones con un gesto.
—Conque también tú tienes tus complicaciones, ¿eh? En fin, no sé cuáles serán
las complicaciones que han sobrevenido en tu vida, pero en la mía ha habido una, y
gorda. Por eso he venido aquí con estas prisas. Hay que tomar rápidamente una
determinación o la casa se va a paseo.
Empecé a dudar de que incluso Mona Lisa pudiese ver los acontecimientos
precipitándose de aquella manera. Me refiero a la forma en que las cosas se sucedían
unas a otras.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté. Se estremeció y, por fin, pudo articular una sola
palabra.
—¡Anatole!
—¿Anatole? —Tomé su mano y se la estreché con dulzura—. Dime, mi febril
parienta —le dije—. ¿Qué es lo que quieres decir, si es que quieres decir algo? ¿Por
qué hablas de Anatole?
—Si no nos damos prisa, lo perdemos. Una mano helada pareció estrujarme
desgarradamente el corazón.
—¿Perderlo?
—Sí.
—¿Incluso después de haberle doblado el sueldo?
—Incluso después de haberle doblado el sueldo, ¡óyeme, Bertie! Un momento
antes de salir yo de casa esta tarde, Tom recibió una carta de Sir Watkyn Bassett.
Cuando digo «un momento antes de salir yo de casa» es porque ésta fue la razón que
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me hizo salir de ella. Porque, ¿sabes qué contenía la carta?
—¿Qué?
—La proposición de trocar la jarrita por Anatole, y Tom ha tomado en cuenta la
proposición.
—¿Cómo? ¡Increíble!
—¡Increíble, señor!
—Gracias, Jeeves. ¡Increíble! ¡No puedo creerlo! Es imposible que tío Tom
piense ni un solo momento en aceptar proposición semejante.
—¿Eso crees? ¿Te acuerdas de Pomeroy, el mayordomo que teníamos antes que
Seppings?
—¡Ya lo creo! ¡Un tipo estupendo!
—¡Un tesoro!
—¡Una joya! ¡Jamás he comprendido por qué lo dejasteis marchar!
—Tom lo cambió a los Bessington-Copes por una chocolatera oviforme de tres
pies torneados. Luché contra mi creciente desesperación.
—¡Pero no creo que el muy imbécil, es decir, me refiero a tío Tom, vaya a dejar
marchar a Anatole de esta manera!
—Es capaz.
Se levantó y se dirigió inquieta hacia la chimenea. Vi claramente que buscaba
algún objeto que poder romper a fin de aliviar sus alborotadas emociones, lo que
Jeeves hubiera llamado un paliativo, y cortésmente llamé su atención sobre una
terracota que representaba El infante Samuel en oración. Me dio secamente las
gracias y la arrojó violentamente contra la pared opuesta.
—Te digo, Bertie, que para un coleccionista chiflado no hay límites a los que no
llegue por proporcionarse un ejemplar anhelado. Las palabras de Tom al tenderme la
carta para que la leyese, fueron que su mayor placer sería desollar al viejo Bassett
vivo y meterlo en una caldera de aceite hirviendo, pero que, en la actual situación, no
veía más sistema que acceder a su demanda. La única cosa que lo ha detenido de
telegrafiar inmediatamente aceptando ha sido que le he dicho que tú estabas
precisamente en Totleigh Towers con la misión expresa de quitarle la jarrita, y que la
tendría en sus manos casi inmediatamente. ¿Cómo va la cosa, Bertie? ¿Has elaborado
tus planes? ¿Bien cortados y cosidos? No pierdas tiempo, Bertie. Cada instante es
precioso.
Me sentí desfallecer. No había más remedio que romper el fuego con las noticias,
y con la esperanza de que fuese esto lo único que se rompiese. Mi tía, cuando está
nerviosa, es una mujer formidable, y yo no podía dejar de recordar lo que le había
ocurrido al pobre infante Samuel.
—Iba precisamente a hablarte de esto —dije—. Jeeves, ¿tiene usted el documento
que hemos preparado?
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—Aquí está, señor.
—Gracias, Jeeves. Y creo que sería conveniente que fuese usted a procurarse un
poco más de coñac.
—Muy bien, señor.
Jeeves se retiró y yo tendí el papel a mi tía, rogándole que lo leyese atentamente.
Lo recorrió con la mirada.
—¿Qué es todo esto?
—En seguida lo verás. Fíjate primero en cómo está encabezado, Wooster B.,
situación de… Estas palabras te lo dirán todo. Son elocuentes —añadí, retrocediendo
un paso y disponiéndome a escabullirme— y te explicarán por qué declino
definitivamente el honor de robar la jarrita.
—¿Qué?
—Te he mandado esta tarde un telegrama en este sentido, pero, naturalmente, no
ha llegado a tiempo de alcanzarte.
Me miró con mirada batalladora, como la amante madre al niño imbécil que
acaba de cometer una idiotez excepcional.
—¡Pero, Bertie, hijo mío! ¿No me has oído? ¡Se trata de Anatole! ¿No
comprendes la situación?
—Claro que sí.
—Entonces ¿te has vuelto idiota? Cuando digo «vuelto», naturalmente…
Levanté una mano en señal de protesta.
—Déjame que me explique, anciana parienta. Recordarás que te he dicho que
habían ocurrido aquí recientes acontecimientos. Uno de ellos es que Sir Watkyn
Bassett está perfectamente al corriente de mi plan de arrebatarle la jarrita y espía mis
menores movimientos. El otro es que ha confiado sus sospechas a un camarada suyo,
apellidado Spode. Acaso a tu llegada hayas conocido a ese Spode…
—¿El grandullón ése?
—Grandullón es la palabra, si bien acaso «supercolosal» sea el mot juste. Pues
bueno, como te he dicho, Sir Watkyn le ha confiado sus sospechas, y el mencionado
personaje me ha informado personalmente de que, si desaparece la jarrita, me hará
picadillo. Por esta razón es imposible llevar a cabo ningún plan constructivo.
Un silencio de alguna duración siguió a estas observaciones. Pude darme cuenta
de que reflexionaba seriamente sobre la situación, y que comprendía que, si no le
podía prestar ayuda en un momento de necesidad, no era solamente debido a la falta
de buena voluntad de su sobrino Bertram. Apareció enteramente el profundo abismo
en que éste se hallaba y, a menos que ande muy equivocado, creo que se estremeció.
Mi parienta era una mujer que, allá en los años de mi niñez y adolescencia, solía
arrearme algunos coscorrones cuando consideraba que mi conducta justificaba tal
acción, y durante estos últimos días tuve varias veces la sensación de que estaba a
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punto de volverlo a hacer. Pero en lo más íntimo de su ser, pese a su desagradable
exterior, latía un corazón tierno, y un cariño a su sobrino Bertram profundamente
arraigado. Era la última persona que hubiera deseado verle arrancar los ojos de las
órbitas y su bien formada nariz fuera de su sitio.
—Ya comprendo —dijo finalmente—. Sí, esto dificulta las cosas, desde luego.
—Enormemente. Si admites la denominación de «callejón sin salida», serás de mi
misma opinión.
—¿Ha dicho que te haría picadillo?
—Ésta es la expresión que empleó. La ha repetido, de manera que no puede haber
error.
—Bien. Por nada del mundo quisiera verte en manos de ese monstruo. Contra un
gorila de su especie no hay probabilidad ninguna. Te dejaría sin aliento antes de que
hubieses tenido tiempo de decir «¡pío!». Te arrancaría los miembros uno tras otro y
los lanzaría a los cuatro vientos.
Me estremecí ligeramente.
—¡No hay ni que pensar en ello, oh, anciana consanguínea!
—¿Estás seguro de que pensaba en lo que dijo?
—Completamente seguro.
—Acuérdate de aquello de «perro que ladra…»
Sonreí tristemente.
—Sé a lo que vas, tía Dalia —dije—. Dentro de un instante me preguntarás si
pestañeó mientras hablaba. ¡No hubo parpadeo alguno! La política que Roderick me
delineó durante nuestra última entrevista es exactamente la política que llevará a
cabo.
—Entonces estamos fastidiados. A menos que a Jeeves se le ocurra algo. —Se
dirigió a Jeeves, que entraba en aquel momento con el coñac, que ya era hora. No
comprendía por qué había tardado tanto—. Hablamos de Mr. Spode, Jeeves.
—Sí, señora.
—Jeeves y yo hemos ya hablado de las amenazas de Spode —dije malhumorado
—, y se confiesa impotente. Esta vez, su potente cerebro ha rehusado funcionar. Ha
reflexionado profundamente, pero no ha dado con la fórmula.
Tía Dalia había saboreado el coñac con visible satisfacción y en su rostro se
dibujó una expresión pensativa.
—¿Sabes lo que se me está ocurriendo? —dijo.
—Dímelo —contesté todavía malhumorado—, pero apuesto a que es una tontería.
—No es ninguna tontería. Podría solucionarlo todo. Estaba pensando en si ese
Spode no tendría algún secreto vergonzoso. ¿Sabe usted algo de él, Jeeves?
—No, señora.
—¿Qué clase de secreto quieres decir?
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—Me rondaba por la cabeza la idea de que, si tuviese alguna grieta en su
armadura, podría sujetarlo por ella y limarle las uñas. Una vez, siendo pequeña, vi a
tu tío George besar al ama de llaves, y hay que ver lo que esto me ayudó después, los
días en que después del colegio quería que hiciese la lista de las principales
exportaciones e importaciones del Reino Unido. ¿Comprendes qué quiero decir?
¡Suponte que supiésemos que Spode ha hecho alguna trastada o algo así! ¿No te
parece buen plan? —dijo viendo que yo me mordía los labios con gesto de duda.
—Me parece bien como plan. Pero tiene un fallo. Es que no sabemos nada.
—Es verdad. —Se levantó—. En fin, era sólo una idea. Y quise decírtela. Y ahora
me parece que me voy a mi cuarto a mojarme las sienes con agua de Colonia. Mi
cabeza está a punto de estallar como una granada.
La puerta se cerró. Me dejé caer en el sillón que había dejado vacante y moví la
cabeza.
—Bueno, ya estamos al cabo de la calle —dije satisfecho—. Ha tomado la cosa
mejor de lo que esperaba, Jeeves. El Quorn entrena bien a sus hijas. Pero en el gesto
de sus labios se veía que lo sentía profundamente, y este coñac le ha ido al pelo. ¡A
propósito! Ha tardado usted dos horas en traerlo. Un perro de San Bernardo hubiera
ido y vuelto en la mitad de tiempo.
—Sí, señor. Perdone el señor. Me ha demorado la conversación con Mr. Fink-
Nottle.
Me senté, reflexionando.
—¿Sabe usted, Jeeves? —dije—. No era mala idea la de tía Dalia de saber algún
secreto de Spode. Fundamentalmente era buena. Si Spode tuviese algún chanchullo y
supiésemos cuál, indiscutiblemente esto le quitaría una fuerza enorme. Pero dice
usted que no sabe nada de él.
—Nada, señor.
—Y dudo, además, que haya algo que saber. Hay gente que a simple vista se ve
que son una especie de sahibs[7], incapaces de hacer nada que no deba hacerse, y
temo que, prominente, entre ellos, se halle Roderick Spode. Dudo que la más
minuciosa investigación a su respecto descubriese en su vida nada peor que ese
bigote que usa, y no hay duda de que el escrutinio mundial no lo consideraría
delictuoso, pues de lo contrario no lo usaría.
—Es cierto, señor. No obstante, acaso fuese útil proceder a ciertas indagaciones.
—Sí, pero ¿dónde?
—Estaba pensando en «Junior Ganymede», señor. Es un club para el personal
distinguido de las personas distinguidas, situado en Curzon Street, al cual pertenezco
desde hace algunos años. El ayuda de cámara de un caballero de la clase de Mr.
Spode debe ser seguramente socio, y, por consiguiente, habrá confiado al secretario
una buena cantidad de informes referentes a él, a fin de insertarlos en el Libro del
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club.
—¿Cómo?
—De acuerdo con el artículo once del Reglamento, cada nuevo socio viene
obligado a suministrar una información completa referente a su amo. Esto, no sólo
procura distracción leyéndola, sino que sirve de aviso a los socios que eventualmente
pensasen entrar al servicio de personas que están lejos de ser el ideal.
Tuve un sobresalto y le miré fijamente. Fue verdaderamente un sobresalto
violento.
—¿Qué ocurrió cuando se hizo usted socio?
—¡Señor!
—¿Dijo usted todo lo que sabe de mí?
—¡Oh, sí, señor!
—¿Cómo? ¿Todo? ¿Incluso la vez que me perseguía el viejo Stoker y tuve que
pintarme la cara con betún para disfrazarme?
—Sí, señor.
—¿Y la vez que después del cumpleaños del Pongo Twistleton, al venir a casa,
confundí un farol con un bandido?
—Sí, señor. A los socios nos gusta tener algo que leer las tardes de lluvia.
—¿Conque esas tenemos, eh? Y suponga usted que una tarde de lluvia, tía Ágata
lo lea. ¿No se le ha ocurrido a usted?
—La eventualidad de que Mrs. Spencer Gregson obtenga acceso al Libro del club
me parece muy remota, señor.
—¡Así lo espero! Pero recientes acontecimientos ocurridos bajo este mismo techo
le han probado cómo las mujeres tienen algunas veces fácil acceso a los libros.
Permanecí en silencio, reflexionando sobre la sorprendente circunstancia que me
ponía al corriente de lo que ocurría en aquellas instituciones del género del «Junior
Ganymede», de cuya existencia no había tenido hasta entonces la menor noticia.
Sabía, desde luego, que, por las noches, después de servirme mi frugal cena, Jeeves
se ponía el hongo y doblaba la esquina, pero siempre había supuesto que su destino
era algún bar de los alrededores. Jamás había tenido la menor sospecha de la
existencia de aquel club de Curzon Street.
Todavía había sospechado menos que algunas de las actuaciones de Bertram
Wooster, acaso mal juzgadas, fuesen inscritas en un libro. La cosa, en conjunto, sabía
desagradablemente a Abu Ben Adhem y sus ángeles y me hizo fruncir el ceño.
No obstante, no veía que se pudiese hacer nada, y volví a lo que el agente de
policía Oates hubiera llamado la «trampa del tejido».
—¿Entonces, cuál es su proyecto? ¿Pedir al secretario informes sobre Spode?
—Sí, señor.
—¿Cree usted que se los dará?
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—¡Oh, sí, señor!
—¿Quiere usted decir que esos informes, esos horribles informes, esos peligrosos
informes que pueden ser causa de la ruina de cualquiera si caen en malas manos, son
transmitidos a quien los solicita?
—Sólo a los socios, señor.
—¿Cuándo podría usted tenerlos?
—Puedo llamar inmediatamente por teléfono, señor.
—Entonces hágalo usted en seguida, Jeeves, y que carguen la conferencia a Sir
Watkyn Bassett. Y no se ponga nervioso cuando oiga usted a la telefonista decir «tres
minutos». Adelante, sin miedo. Cueste lo que cueste, su secretario tiene que
comprender y comprender perfectamente, que ha llegado el momento en que toda la
gente virtuosa tiene que ponerse de nuestro lado.
—Creo que podré convencerle de que se trata de un caso urgente, señor.
—Si no lo logra, pásemelo usted a mí.
—Muy bien, señor.
Se dirigió a la puerta con su mensaje de salvación.
—A propósito, Jeeves —dije en el momento en que iba a salir—, ¿me ha dicho
usted que había estado hablando con Gussie?
—Sí, señor.
—¿Le ha dicho a usted algo importante?
—Sí, señor. Parece que ha habido algún incidente en sus relaciones con Miss
Bassett. El compromiso se ha roto.
Desapareció y yo pegué un bote de tres pies. Es una cosa endiabladamente difícil
de conseguir cuando se está sentado en un sillón, pero lo conseguí.
—¡Jeeves! —aullé.
Pero había desaparecido sin dejar rastro detrás de él.
De abajo llegó el súbito resonar del gong de la cena.
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Capítulo VI
Ha sido siempre para mí un gran remordimiento pensar en aquella cena y recordar
que el dolor de agonía que invadía mi mente me impidiese gozar de ella con el alma
libre de preocupaciones, pues, de haber participado en más felices circunstancias, me
hubiera refocilado. Fuese cual fuese el estado de ánimo de Sir Watkyn, hizo su papel
de anfitrión a las mil maravillas, y, a pesar de mi desasosiego, a los cinco minutos me
había dado cuenta de que su cocinera era una mujer en la que ardía la sagrada llama
del arte culinario. De sopa, calidad A, pasamos a un suculento pescado, y del
suculento pescado a un salmi de caza que incluso Anatole se hubiera sentido
orgulloso de firmar. Añádase unos espárragos y una tortilla con confitura y se
comprenderá que no exagero en mis alabanzas.
Pero toda aquélla fue para mí inútil suculencia. Como dijo no sé quién, es mejor
un almuerzo de hierbas cuando el alma está en pleno goce, que un banquete cuando
no lo está, y la contemplación de Gussie y Madeline Bassett, sentados lado a lado al
otro extremo de la mesa, convertía en mortales cenizas la maravilla gastronómica.
Verlos me apesadumbraba.
Ya se sabe lo que es una pareja de enamorados en estas ocasiones. Juntan sus
cabezas y hablan en voz baja. Se sonríen mutuamente y se acarician. Se cogen de las
manos. He visto incluso el miembro femenino de una de estas parejas alimentar a su
compañero con su propio tenedor. Pero, en el caso de la pareja Gussie-Madeline
Bassett, la cosa era diferente. Él tenía una palidez cadavérica y ella parecía fría y
ausente. Se pasaban la mayor parte del tiempo haciendo bolitas de pan y, en lo que
pude darme cuenta, no cambiaron una palabra desde el principio de la comida hasta el
final. Es decir, sí; cuando él le pidió que le pasase la sal y ella le pasó la pimienta, y
él dijo: «Te he pedido la sal» y ella contestó: «¡Ah, sí!», y le pasó la mostaza.
No cabía la menor duda de que Jeeves había dicho verdad. La joven pareja había
roto las hostilidades y, aparte del mágico aspecto que ofrecían, sobre mi ánimo
pesaba el misterio que aquella ruptura encerraba. No veía salida ninguna a la
situación y suspiraba por el momento en que terminara la comida y, al marcharse las
señoras, podría aproximarme a Gussie, a la hora del oporto, y penetrar en las
profundidades del asunto.
No obstante, con gran sorpresa mía, apenas la última señora había salido por la
puerta, cuando Gussie, que la había mantenido abierta, salió disparado detrás de ellas
como pato que se zambulle, y no regresó, como yo esperaba, dejándome solo con mi
anfitrión y Roderick Spode. Y, en vista de que ambos permanecían uno al lado del
otro, en el extremo opuesto de la mesa, cuchicheando y dirigiéndome de cuando en
cuando miradas furtivas como si fuese un hombre que hubiese penetrado fracturando
una puerta, y de quien podía esperarse que robase un par de cucharas si no se le
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vigilaba estrechamente, al poco rato, me marché yo también. Murmurando algo
relativo a que iba a buscar cigarrillos, salí del comedor y me dirigí a mi habitación.
Tenía la esperanza de que, o Jeeves o Gussie, vendrían a verme más o menos tarde.
Un alegre fuego chisporroteaba en el hogar y, acercando a él un sillón, me
sumergí en la lectura de una novela policíaca que había traído de Londres. El punto al
que había llegado me había permitido convencerme de que era realmente una buena
novela, llena de complicadas pistas y sanguinarios asesinos, de manera que pronto me
absorbí en ella. No obstante, poco tiempo había tenido de absorberme cuando oí el
ruido del pomo de la puerta y, abriéndose ésta, entró en mi cuarto Roderick Spode.
Le contemplé con mal disimulada sorpresa. Era la última persona a quien
esperaba ver invadir mi estancia. Y, además, una sola mirada me bastó para
convencerme de que no venía a pedirme perdón por su ofensiva actitud cuando la
escena de la terraza donde, además de proferir amenazas, me había llamado miserable
gusano. La primera cosa que hace un hombre que va a pedir excusas a otro es
insinuar en su rostro una sonrisa afectuosa, y en su expresión no había el menor
indicio de ella.
En realidad, su aspecto me pareció más siniestro que nunca, y era tal la sensación
amenazadora que daba, que esbocé a mi vez una ligera sonrisa, no con grandes
esperanzas de que conciliase con el repelente individuo, pero por si servía de algo.
—¡Oh, hola, Spode! —dije afablemente—. Entre usted. ¿Puedo servirle en algo?
Sin responder, se dirigió al armario, lo abrió bruscamente y miró dentro. Hecho
esto se volvió hacia mí y me miró, siempre con su mirada aniquiladora.
—Creí que Fink-Nottle estaría aquí.
—No está.
—Eso veo.
—¿Esperaba usted encontrarlo en el armario?
—Sí.
—¡Ah!
Hubo una pausa.
—¿Quiere usted que le dé algún recado si viene?
—Sí. Puede usted decirle que voy a retorcerle el pescuezo.
—¿A retorcerle el pescuezo?
—¡Sí! ¡A retorcerle el pescuezo! ¿Está usted sordo?
Asentí pacíficamente.
—¡Ya! Ya comprendo. A retorcerle el pescuezo. ¿Y si pregunta por qué?
—Ya lo sabe. Porque es una mariposa que juega con los corazones femeninos, y
después los arroja al arroyo como si fuesen guantes sucios.
—Entendido —dije—, si bien no había sabido nunca que las mariposas hiciesen
eso. Interesantísimo. Si me tropiezo con él, se lo diré.
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—Muchas gracias.
Se marchó cerrando violentamente la puerta, y yo me senté reflexionando sobre
cómo se repite la historia. La situación era casi la misma que hacía algunos meses, en
Brinkley, cuando el joven Tuppy Glossop había venido a mi habitación con el mismo
propósito.
Verdad es que Tuppy, si bien recuerdo, venía con la intención de sacarle las
entrañas a Gussie y hacérselas tragar otra vez, y Spode había hecho referencia a
retorcerle el pescuezo; pero el principio era el mismo.
En seguida comprendí lo sucedido. No ocurría más que lo que había previsto.
Recordaba que Gussie me dijo que Spode le había comunicado que no le dejaría una
vértebra cervical sana el día que se portase mal con Madeline Bassett. Sin duda
durante el café ella le había referido lo ocurrido, y ahora le estaba buscando para
poner en práctica meticulosamente la operación.
Pero seguía sin tener la más remota idea de lo ocurrido. Lo evidente, a juzgar por
la actitud de Spode, era que no aprobaba la conducta de Gussie. Me daba cuenta de
que una vez más debía haberse portado como un asno.
La situación era terrible, sin duda alguna, y si hubiese estado en mi mano hacer
algo por arreglarla, lo hubiera hecho sin la menor vacilación. Pero tenía la sensación
de que yo era impotente y que sólo la Naturaleza podía arreglar las cosas. Con un
ligero suspiro me sumergí nuevamente en los estragos de mi sanguinario asesino y
seguía avanzando en la lectura cuando oí una voz cavernosa que decía: «¡Oh,
Bertie!», y me levanté temblando. Fue como si hubiese aparecido ante mí un espectro
familiar y me hubiese agarrado por el cuello.
Dando la vuelta vi a Augustus Fink-Nottle aparecer por debajo de la cama.
Debido al hecho de que mi lengua se había quedado pegada a la campanilla, a
causa de la impresión, me encontré momentáneamente incapaz de pronunciar palabra.
Sólo fui capaz de mirar fijamente a Gussie y, al hacerlo, vi en seguida que
evidentemente había escuchado nuestra reciente conversación. Su aspecto general era
el de un hombre plenamente convencido de que sólo está a dos pasos de Roderick
Spode. Tenía el cabello erizado, los ojos expresaban terror y las aletas de su nariz
palpitaban. Un conejo perseguido por una comadreja hubiese ofrecido el mismo
aspecto, excepción hecha, naturalmente, de que no usaría lentes de concha.
—He escapado de poco, Bertie —dijo en voz baja y temblorosa. Atravesó la
habitación flaqueándole las rodillas. Su rostro era de un verde pálido—. Creo que
será mejor cerrar la puerta, no sea que vuelva. No comprendo cómo no ha mirado
debajo de la cama. Creía que los dictadores eran gente meticulosa.
Logré soltar mi lengua.
—¡Déjate de camas y de dictadores! ¿Qué ha ocurrido entre tú y Madeline
Bassett?
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Dio un respingo.
—¿Te sería igual no hablar de eso?
—No, no me es igual no hablar de eso. Es la única cosa de que quiero hablar.
¿Por qué diablos has roto el noviazgo? ¿Qué le has hecho?
Respingó nuevamente. Comprendí que estaba poniendo a prueba sus nervios
agotados.
—No se trata de lo que le he hecho, sino de lo que he hecho a Stephanie Byng.
—¿A Stiffy?
—Sí.
—¿Y qué le has hecho a Stiffy?
Delató cierto embarazo.
—Pues… Mira, en el fondo… Claro, ahora veo que fue un error, pero de
momento me pareció una buena idea… Mira, lo que ocurrió fue que…
—¡Sigue!
Hizo un visible esfuerzo.
—Pues… verás. No sé si recuerdas lo que hablamos antes de la cena… sobre la
posibilidad de que llevase la agenda encima… Insinué incluso la posibilidad de que la
llevase en la media… y sugerí, si recuerdas, que uno podría cerciorarse…
Vacilé. Había comprendido lo ocurrido.
—Sí.
—¿Cuándo?
De nuevo se dibujó en su cara una expresión de sufrimiento.
—Un poco antes de cenar. Recordarás que la oímos cantar canciones populares en
el saloncito. Bajé y la vi allí, sentada al piano, sola… O por lo menos creí que estaba
sola… Y de pronto se me ocurrió la idea de que era una oportunidad excelente para…
Lo que yo ignoraba, ¿comprendes?, era que Madeline, aunque invisible, estaba
presente. Oculta por el biombo de la esquina, donde había ido a buscar más canciones
populares en el musiquero donde las guardan, y… pues… en fin… abreviando…,
¿cómo te lo diré…? En fin…, mientras… pues salió, y… ¡ya comprendes! Tan poco
tiempo después del asunto aquel de «quitar un mosquito del ojo en el patio de las
cuadras», la cosa no era fácil de arreglar. Y en realidad no lo arreglé. Ésta es la
verdadera historia, Bertie. ¿Qué tal sabes anudar las sábanas?
No entendí aquel cambio de ideas.
—¿Anudar sábanas?
—Pensé en ello mientras estaba debajo de la cama, mientras tú y Spode teníais la
conversación, y llegué a la conclusión de que lo único que cabe es anudar las sábanas
de la cama y que con ellas me bajes por la ventana. En los libros ocurre muchas
veces, y tengo idea de haberlo visto en el cine. Una vez fuera, puedo coger tu coche e
irme a Londres. Después de esto, mis planes son inciertos. Quizá me vaya a
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California.
—¿A California?
—Está a siete mil millas. Spode difícilmente irá a California.
Le miré horrorizado.
—¿No te irás a expatriar…?
—¡Claro que me expatriaré! Inmediatamente. ¿No has oído lo que ha dicho
Spode?
—¡No me vas a decir que tienes miedo de Spode!
—Sí, se lo tengo.
—¡Pero si tú mismo has dicho que era sólo un montón de músculos y grasa sin
rapidez ninguna!
—Es verdad. Lo recuerdo. Pero esto fue cuando creí que te perseguiría a ti. Uno
cambia de opinión.
—¡Pero, Gussie, ten un poco de serenidad! ¡No puedes huir de esa manera!
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Pues quedarte aquí e intentar una reconciliación. Todavía no has probado de
defender tu causa.
—Sí, lo he intentado durante la cena. Mientras comíamos el pescado. Ha sido
inútil. Se ha limitado a lanzarme una mirada y a hacer bolitas de pan.
Moví la cabeza. Estaba seguro de que existía un camino virgen, esperando el
explorador, y al medio minuto di con él.
—Lo que tú debes hacer es obtener esa agenda —dije—. Si logras tenerla, se la
enseñas a Madeline, y si ve su contenido, comprenderá que tus motivos para obrar
con Stiffy como lo hiciste no eran los que ella suponía, sino puramente para obtener
el librito. Comprenderá que tu conducta fue hija de… lo tengo en la punta de la
lengua… de un arranque de desesperación. Comprenderá y perdonará.
Durante un instante, un ligero destello de esperanza pareció iluminar
brillantemente sus descompuestas facciones.
—Es una idea… —asintió—. Creo que has dado con el buen sistema, Bertie. No
es mala idea.
—No puede fallar. Tout comprendre, c'est, tout pardonner, dice el proverbio.
El destello se apagó.
—Pero ¿cómo obtener la agenda? ¿Dónde está?
—¿No la llevaba encima?
—No lo creo. Si bien, debido a las circunstancias, mis investigaciones fueron
muy superficiales.
—Entonces estará en su habitación.
—Quizá sí. Pero no puedo meterme a investigar en la habitación de una
muchacha.
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—¿Por qué no? ¿Ves este libro que estaba leyendo cuando saliste de debajo de la
cama? Por una curiosa coincidencia (llama a esto coincidencia, pero quizás el destino
ha puesto este libro en mis manos a propósito) había precisamente llegado a un
capítulo en que una banda hacía exactamente lo mismo. ¡Hazlo, Gussie! Seguramente
no se moverá del salón durante una hora o dos.
—Precisamente ha ido al pueblo. El pastor da una conferencia sobre Tierra Santa
con proyecciones en colores en el Working Men's Institute y ella acompaña en el
piano. Pero aun así… No, Bertie, no puedo hacer eso… Quizás es lo único que cabe
hacer… Estoy convencido de que es lo único que se puede hacer…, pero no me veo
con fuerzas. Suponte que llega Spode y me pesca allí…
—Spode no se atreverá nunca a entrar en la habitación de una muchacha.
—¡No lo sé! No puedes formar planes así, tan a la ligera. Lo tengo por un hombre
capaz de meterse en todas partes. ¡No! Mi corazón está destrozado, mi porvenir es un
abismo, y aquí lo único que hay que hacer es aceptar los hechos consumados y
empezar a anudar las sábanas. ¡Manos a la obra!
—¡Tú no anudas ninguna de mis sábanas!
—¡Pero, hombre! ¡Mi vida está en una hoguera!
—No me importa. Me niego a ser cómplice de esta cobarde huida.
—¿Es Bertie Wooster quien habla?
—Eso has dicho antes.
—Y lo repito. Por última vez, Bertie, ¿quieres prestarme un par de sábanas y
ayudarme a anudarlas?
—No.
—Entonces no tengo más remedio que esconderme en algún sitio hasta la aurora,
y tomar el primer tren. ¡Adiós, Bertie! Me has decepcionado.
—Tú me has decepcionado a mí. Creía que tenías riñones.
—Los tengo, y no quiero que Roderick Spode juegue con ellos.
Me lanzó otra de aquellas miradas de lagartija moribunda y abrió cautelosamente
la puerta. Una mirada arriba y abajo del corredor pareció convencerle de que éste
estaba momentáneamente libre de Spode, y saliendo, desapareció. Y volví a mi
librito. Era lo único que podría librarme de la tortura de dolorosas meditaciones.
De repente me di cuenta de que Jeeves estaba delante de mí. No le había oído
entrar, pero esto ocurre con él muy a menudo. Se desplaza del rincón A al rincón B,
silencioso como un escape de gas.
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Capítulo VII
No me atrevería a decir que Jeeves estuviese sonriéndose, pero en su rostro se
dibujaba una expresión de íntima satisfacción, y repentinamente recordé aquella
lamentable escena que Gussie me había hecho olvidar; a saber: que la última vez que
le había visto le había dejado dirigiéndose al teléfono, a fin de ponerse en
comunicación con el secretario del «Junior Ganymede Club». Me puse en pie
rápidamente. A menos que hubiese interpretado mal su mirada, tenía algo que
comunicarme.
—¿Ha hablado usted con el secretario, Jeeves?
—Sí, señor. Acabo de hablar en este momento.
—¿Y le ha servido a usted bien?
—Ha sido muy instructivo, señor.
—¿Tiene Spode algún secreto?
—Sí, señor.
Me arreglé el pliegue del pantalón, emocionado.
—No hubiera debido dudar de tía Dalia. Las tías lo saben todo. Tienen una
especie de intuición. Dígame cuanto haya.
—Temo que no sea posible, señor. Las reglas del club referentes a la propalación
de las informaciones contenidas en el Libro son muy estrictas.
—¿Quiere usted decir que sus labios están sellados?
—Sí, señor.
—¿Entonces de qué sirve haber telefoneado?
—Son sólo los detalles del asunto los que me veo imposibilitado de relatar, señor.
Pero tengo perfecta libertad de decir al señor que la potencia maligna de Mr. Spode
será considerablemente disminuida si el señor le informa de que está al corriente de
cuanto hace referencia a Eulalia.
—¿Eulalia?
—Eulalia, señor.
—¿Cree usted que esto lo detendrá verdaderamente?
—Sí, señor.
Reflexioné. La cosa no me parecía muy eficaz.
—¿No cree usted poder ampliar un poco sus informaciones?
—Imposible, señor. No dudo de que, de hacerlo, me sería pedida mi dimisión.
—Lo sentiría, Jeeves, lo sentiría… —No podía soportar la idea de pensar en un
escuadrón de mayordomos formando el cuadro mientras el Comité lo degradaba—.
No obstante, ¿está usted seguro de que si miro a Spode cara a cara y le suelto la
píldora, quedará confuso? Vamos a poner las cosas en claro. Supongamos que usted
es Spode y yo me planto delante de usted y le suelto: «¡Sé todo lo que hace referencia
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a Eulalia!» ¿Le haría a usted tambalearse esto?
—Sí, señor. El asunto de Eulalia es uno de los que una persona que ocupase la
posición de Mr. Spode ante el mundo, temería más ver divulgado.
Hice un poco de práctica. Me dirigí a la mesa de escribir con las manos en los
bolsillos y dije: «¡Sé todo lo que hace referencia a Eulalia!» Probé de nuevo
amenazando esta vez con el dedo. Después probé otra vez con los brazos cruzados;
pero debo confesar que no me parecía muy convincente.
No obstante, me dije que Jeeves sabía siempre lo que hacía.
—¡En fin!, si usted lo dice, Jeeves… Entonces lo primero que tengo que hacer es
buscar a Gussie y darle esta información salvavidas.
—¿Señor…?
—¡Ah! Es verdad que no está usted enterado. Tengo que decirle, Jeeves, que
desde que no nos hemos visto, la situación es más tenebrosa todavía. ¿Estaba usted
enterado de que Spode hace tiempo que está enamorado de Miss Bassett?
—No, señor.
—Pues éste es el caso. La felicidad de Miss Bassett es una cosa preciosa para
Spode, y ahora que su noviazgo se ha ido a paseo, por causas que dicen mucho en
descrédito de la parte masculina de los contratantes, quiere retorcerle el cuello.
—¿De veras, señor?
—¡Exacto! Hace un rato estaba aquí diciéndolo, y Gussie, que por casualidad
estaba debajo de la cama, lo ha oído. Y el resultado es que ahora habla de descolgarse
por la ventana y huir a California. Lo cual, naturalmente, sería fatal. Es indispensable
que no se mueva de aquí e intente una reconciliación.
—Indudable, señor.
—Y si está en California no podrá reconciliarse.
—No, señor.
—De manera que tengo que tratar de encontrarlo. Aunque le diré que no sé si va a
ser muy fácil dar con él en estos momentos. Debe estar seguramente en el tejado
preguntándose cómo escapar.
Mis temores quedaron confirmados. Busqué por toda la casa sin lograr dar con él.
No hay duda de que algún rincón de Totleigh Towers ocultaba a Augustus Fink-
Nottle, pero guardaba celosamente su secreto. Abandoné momentáneamente la
empresa y regresé a mi habitación; al cerrar, mi corazón se detuvo al verlo allí en
persona. Estaba al lado de la cama, anudando dos sábanas.
El hecho de que estuviese de espaldas a la puerta y de que la mullida alfombra
apagase el ruido de mis pasos hizo que no se diese cuenta de mi presencia hasta que
hablé. Mi «¡hey!», dicho un poco violentamente, pues me indigné al ver mi cama en
aquel estado, le hizo dar una vuelta con los labios lívidos.
—¡Uff! —exclamó—. ¡Creí que era Spode!
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La indignación sucedió al pánico. Me lanzó una mirada dura. Bajo los cristales de
sus lentes, los ojos estaban fríos. Parecía un rodaballo aburrido.
—¿Qué significa esto, malvado Wooster —preguntó—, de deslizarse
silenciosamente hasta un amigo y decirle: «¡Hey!» en esa forma? Hubiera podido
darme un ataque al corazón.
—¿Y qué significa eso, granuja de Fink-Nottle —pregunté a mi vez—, de
apoderarse de esta manera de mi ropa de cama, después de habértelo prohibido
terminantemente? Tienes sábanas en la tuya. ¡Anúdalas!
—¿Cómo quieres que las anude? Spode está sentado en ella.
—¿En tu cama?
—¡Claro! Me está esperando. Cuando te dejé fui a mi cuarto y allí estaba él. Si no
llega a carraspear, doy de narices con él.
Comprendí que era hora de apaciguar su inquietado espíritu.
—No tienes nada que temer de Spode, Gussie.
—¡Cómo que no tengo nada que temer? ¡No digas tonterías!
—No digo tonterías. La esencia amenazadora de Spode, si me es permitido hablar
así, es una cosa que pertenece al pasado. Debido a la perfecta organización del
servicio secreto de Jeeves, he sabido algo a su respecto que le interesará no ver
divulgado.
—¿Qué?
—¡Ah!, en esto me has cogido. Cuando he dicho que he sabido algo a su respecto,
hubiera debido decir que Jeeves ha sabido algo, y desgraciadamente sus labios están
sellados. No obstante, estoy en situación de poderle decir algo de una manera velada.
Si intenta alguna maldad, sabré cómo detenerlo. —Callé, escuchando. Del pasillo
llegaba ruido de pasos—. ¡Ah! —dije—. Alguien viene. Acaso sea el granuja en
persona.
De la garganta de Gussie salió un grito de animal herido.
—¡Cierra esa puerta! —Levanté una mano tranquilizadora.
—No será necesario —dije—. Déjale que entre. Deseo sinceramente su visita.
Fíjate en cómo lo trato, Gussie. ¡Te divertirás!
Había supuesto bien. Era Spode, en efecto; sin duda se había cansado de esperar
en el cuarto de Gussie y había pensado que un rato de charla con Bertram cambiaría
la monotonía. Entró como la vez precedente, sin llamar, y, al ver a Gussie, lanzó una
exclamación gutural de triunfo y satisfacción. Se detuvo un momento, respirando
jadeante, palpitándole las aletas de la nariz.
Parecía haber crecido un poco desde nuestra última entrevista, teniendo ahora
ocho pies y seis pulgadas, y, si la información que debía darme el dominio sobre él
hubiese venido de fuente menos fidedigna, su aspecto me habría seriamente
inquietado. Pero estaba tan acostumbrado a confiar durante años en la más leve
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palabra de Jeeves, que le contemplé sin el menor temblor.
Lamenté ver que Gussie no compartía mi resplandeciente confianza. Quizá no le
hubiese dado una explicación suficiente, o acaso, al enfrentarse con Spode en carne y
hueso, sus nervios fallaron. En todo caso, se retiraba hacia la pared y al parecer, por
cuanto pude colegir, intentaba desaparecer a través de ella. Habiendo fracasado en su
propósito, se detuvo inmóvil como si hubiese sido víctima de un buen taxidermista,
mientras yo dirigía al intruso una mirada de igual a igual, en la cual la sorpresa y la
altivez se mezclaban por partes iguales.
—Bien, Spode —dije—. ¿Qué hay de nuevo?
Puse en mis palabras una entonación dirigida a demostrar desagrado, pero él no
pareció darse cuenta. Despreciando mi pregunta como si fuese la malvada serpiente
de la Escritura, concentró su mirada en Gussie. Observé que los músculos de su
mandíbula trabajaban de la misma manera que habían trabajado el día que cayó sobre
mí al encontrarme jugando con la colección de plata antigua de Sir Watkyn Bassett; y
tuve la sensación de que de un momento a otro empezaría a golpearse el pecho con
los puños, produciendo un cavernoso sonido de tambor, como suelen hacer los gorilas
en los momentos de emoción.
—¡Ah! —exclamó.
Era hora de terminar con aquello. Esta costumbre de andar de un lugar para otro
diciendo: «¡Ah!», era una costumbre que debía ser atajada, y atajada rápidamente.
—¡Spode! —dije severamente, tropezando, creo, con la mesa.
Me pareció que por primera vez se daba cuenta de mi presencia. Se detuvo un
instante y me dirigió una mirada desagradable.
—¿Qué quiere usted?
—¿Qué quiero? Me gusta la pregunta. Puesto que me lo pregunta usted, Spode, le
diré que lo que quiero es saber qué diablos significa esto de invadir mis habitaciones
particulares, ocupando espacio que necesito para otros propósitos e
interrumpiéndome mientras estoy en amable charla con mis amigos personales.
Verdaderamente, en esta casa hay tanta libertad como en un café concierto. Supongo
que tiene usted su habitación, ¿no? ¡Pues tenga usted la bondad de retirarse a ella, tío
gordo, y de quedarse allí!
No pude resistir la tentación de dirigir una rápida mirada a Gussie, para ver qué
efecto le hacía aquello y vi con placer que en su rostro se dibujaba una mirada de
profunda admiración, como la que las angustiadas doncellas medievales dirigían al
caballero viéndole luchar cuerpo a cuerpo con el dragón. Pude darme cuenta de que
de nuevo era para él el «Endiablado Bertie» de nuestra infancia, y no me cabía la
menor duda de que le devoraba el remordimiento de los epítetos que me había
lanzado.
También Spode parecía muy impresionado, si bien no tan favorablemente. Miraba
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incrédulamente, como alguien mordido por un conejo. Parecía preguntarse si aquel
hombre que hablaba era realmente la temblorosa violeta que había conferenciado con
él en la terraza.
Me preguntó si le había llamado «tío» y le dije que sí.
—¿Tío gordo?
—Tío gordo. Ya era hora —proseguí— de que alguien tuviese el valor de decirle
a usted lo que piensa. Lo molesto de usted, Spode, es que, precisamente porque ha
conseguido inducir a un puñado de idiotas a deformar a Londres paseándose con
shorts negros se figura usted que es alguien. Les oye usted gritar «Heil, Spode!» y se
imagina usted que es la voz del pueblo. Por eso está usted tan infatuado. Lo que la
voz del pueblo dice, es: «¡Mirad al idiota ese de Spode, con calzones cortos! ¿Han
visto ustedes en su vida un tipo más ridículo?»
Hizo el gesto conocido por «tratar de hablar».
—¿Eh? —dijo—. ¡Ah!, bien, me ocuparé de usted más tarde.
—Y yo —contesté— me ocuparé de usted ahora mismo. —Encendí un cigarrillo
—. Spode —dije, descubriendo mis baterías—, ¡sé su secreto!
—¿Eh?
—Sé todo lo que hace referencia a…
—¿A qué?
Precisamente me había detenido para hacerme esta misma pregunta. Porque,
créame o no, en aquellos momentos de tensión, cuando tan urgentemente lo
necesitaba, el nombre que Jeeves había mencionado como mágica fórmula para
dominar aquel monstruo, había desaparecido de mi mente. No podía recordar ni la
letra con que empezaba.
Con los nombres ocurren cosas extraordinarias. Probablemente se habrán dado
cuenta ustedes mismos. Uno cree saberlos y, de repente, se borran. Quisiera tener un
real por cada vez que me he encontrado delante de una cara conocida que ha venido a
mí con un «¡Hola, Wooster!» y me he roto la cabeza por poder etiquetarlo. Esto es en
todas ocasiones una cosa molesta, pero jamás me había dado cuenta de que lo fuese
tanto como en aquélla.
—Todo lo referente ¿a qué? —dijo Spode.
—Pues… en realidad —tuve que confesar— lo he olvidado.
El ruido de alguien que se atragantaba llamó nuevamente mi atención hacia
Gussie, y vi claramente que la importancia de mis palabras no se le había escapado.
De nuevo intentó retroceder y, cuando se dio cuenta de que había llegado al límite, en
sus ojos brilló un destello de desesperación. Y entonces, súbitamente, mientras Spode
avanzaba hacia él, se convirtió en un hombre poseído de una resuelta y dura
determinación.
Me gusta recordar al Augustus Fink-Nottle de aquel momento. ¡Estaba
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imponente! Hasta entonces jamás le había considerado un hombre de acción, sino
más bien un soñador. Pero en aquel instante no hubiera podido encontrarse más a
gusto en aquella situación, si hubiese sido uno de los tipos más rudos y camorristas
de los muelles de San Francisco.
Encima de él, mientras estaba pegado a la pared, colgaba de ésta un cuadro al
óleo de considerables proporciones que representaba a un tipo con tricornio y
pantalones de montar, contemplando una mujer que parecía estar haciendo carantoñas
a una especie de pájaro, una paloma si no me equivoco o un pichón. Ya había
reparado yo en él una o dos veces, desde que estaba en aquella habitación, y había
pensado incluso en dárselo a tía Dalia para que lo rompiese en lugar de El infante
Samuel en oración. Afortunadamente no lo había hecho, pues, de lo contrario, Gussie
no hubiese tenido ocasión de arrancarlo de sus amarras y con un hábil movimiento de
muñeca darle con él en la cabeza a Spode.
Digo «afortunadamente», porque si había alguien que mereciese que le diesen en
la cabeza con cuadros al óleo era Roderick Spode. Desde nuestro primer encuentro,
todas sus palabras y acciones habían demostrado claramente que era esto lo que
merecía. Pero siempre hay una grieta, incluso en las cosas mejor hechas, y me bastó
un instante para ver que el esfuerzo de Gussie, pese a ser bien intencionado, había
tenido escasa eficacia constructiva. Lo que hubiera debido hacer era sostener el
cuadro verticalmente a fin de darle con el marco de canto, y, en lugar de esto le dio
con el arma de plano, y Spode apareció a través del arco de papel. En otras palabras:
lo que parecía prometer ser el golpe decisivo, se había convertido meramente en lo
que Jeeves hubiera llamado una imitación.
No obstante, fue suficiente para detener a Spode en su propósito durante unos
segundos. Permaneció un momento parpadeando, con el cuadro alrededor de su
cuello como una guirnalda, y la pausa fue más que suficiente para que yo pudiese
obrar.
Dadnos una pauta, mostradnos claramente que el ambiente está caldeado y que
todo va bien, y nosotros, los Wooster, jamás retrocederemos. Sobre la cama había una
sábana que Gussie había soltado cuando fue interrumpido en su tarea de anudarlas, y
agarrarla y envolver con ella a Spode, fue para mí cosa de un momento. Hace ya
mucho tiempo que estudié este tema y antes de pronunciarme definitivamente tendría
que consultar con Jeeves, pero tengo idea de que los gladiadores romanos solían usar
este mismo sistema en la arena.
Creo difícil que un hombre que acaba de recibir un porrazo en la cabeza con un
cuadro representando una muchacha arrullando a una paloma y que a continuación ha
sido envuelto en una sábana, conserve su fría e inteligente serenidad. Cualquier
amigo de Spode, al verle en aquella situación, le hubiera aconsejado que se
mantuviese tranquilo hasta que pudiese liberarse del cascarón. En un terreno
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sobrecargado de sillas y demás objetos, sólo esta conducta hubiera podido evitar el
desastre.
Pero él no obró así. Oyendo el ruido producido por la salida de Gussie, dio un
salto y se pegó el inevitable porrazo. En el momento en que Gussie franqueaba el
umbral, Spode yacía en el suelo, más inextricablemente enmarañado en su sábana que
nunca.
No hay duda de que mis amigos me hubieran aconsejado un inmediato
alejamiento de aquel lugar, y pensando en ello, comprendo que mi error fue
detenerme para golpear un bulto, que a juzgar de las observaciones que de él
emanaban debía ser la cabeza de Spode, con un jarrón de porcelana que había sobre
la chimenea, no lejos del lugar que había ocupado el infante Samuel. Fue un error de
estrategia. Conseguí mi propósito y el jarrón se rompió en doce pedazos, lo cual
estaba bien, porque cuanto más se destruya de los bienes pertenecientes a un hombre
como Sir Watkyn Bassett, mejor, pero la acción de arrearle el trompazo me hizo
perder el equilibrio. Un instante después, una mano saliendo de debajo de la sábana
me había agarrado la chaqueta.
Era un desastre serio, desde luego, y a un hombre de menores facultades que yo le
hubiera hecho quizá creer que no valía la pena continuar la lucha. Pero precisamente
el caso de los Wooster, como he tenido ocasión de decir otras veces, es cabalmente
que no son hombres de inferiores facultades. No pierden nunca la cabeza. Piensan
rápidamente y obran rápidamente. Napoleón era igual. He dicho que en el momento
en que me disponía a decir a Spode que estaba en posesión de su secreto, había
encendido un cigarrillo. Este cigarrillo, con su boquilla, estaba todavía en mis labios.
Cogiéndolo en el acto con la mano, apreté el extremo candente sobre la ajamonada
mano que impedía mi retirada.
Los resultados fueron altamente satisfactorios. Podría creerse que los recientes
acontecimientos habían puesto a Roderick Spode en un estado de ánimo del que
podía esperar cualquier cosa y estar dispuesto a todo, pero aquello le cogió
desprevenido. Con un grito de dolor, soltó mi chaqueta y no me detuvo ya. Bertram
Wooster es un hombre que sabe cuándo hay que demorarse y cuándo no. Cuando
Bertram Wooster ve un león en el sendero, se escabulle por el primer camino lateral.
Salí a una velocidad impresionante, y hubiera sin duda alguna franqueado el umbral
batiendo el tiempo de Gussie en dos o tres segundos, si en aquel momento mi cabeza
no hubiese entrado en colisión con un sólido cuerpo que en aquel momento entraba.
Supongo que debió ser el olor de agua de Colonia que emanaba todavía de sus
sienes lo que me hizo identificar aquel sólido cuerpo como el de tía Dalia, si bien,
aun sin él, el explosivo grito de cacería que salió de sus labios me hubiera puesto
sobre la pista. Rodamos ambos por el suelo, y debimos rodar alguna distancia, porque
recuerdo que mi primera impresión fue ver el rostro de Roderick Spode envuelto en
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su sábana, frente a nosotros, el cual, la última vez que le había visto estaba en el
rincón opuesto de la habitación. No hay duda de que la explicación era que nosotros
habíamos rodado Nornordeste, y él había rodado Sursudoeste, con el resultado de
habernos reunido en el centro de la habitación.
Cuando la razón se entronizó nuevamente en mi mente, vi que Spode sujetaba a
tía Dalia por la pierna izquierda y que a ella la cosa no parecía gustarle mucho. El
choque con su sobrino la había dejado un momento sin aliento, pero le quedaba
bastante todavía para soltar imprecaciones y lo estaba haciendo con aquel viejo fuego
que la animaba.
—¿Pero qué diablos pasa? —preguntaba acaloradamente—. ¿Es esto un
manicomio? ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? Primero, encuentro a Fink-
Nottle corriendo como un gamo por el pasillo. Después, tratas de pasar a través de mi
cuerpo como si fuese borra. Y ahora este caballero con albornoz me hace cosquillas
en el tobillo, lo cual no me había ocurrido desde el baile de la cacería York y Ainsty,
el año mil novecientos veintiuno.
Estas protestas debieron sin duda ejercer saludable influencia sobre Spode y
despertar sus buenos sentimientos, porque la soltó y ella se puso en pie, sacudiéndose
el polvo de su vestido.
—Y ahora, una explicación, vamos a ver —dijo algo calmada—. Una explicación
categórica. ¿Qué ocurre? ¿Qué es todo esto? ¿Quién está dentro de este sudario?
Hice las presentaciones.
—¿Conoces a Spode, no? Mr. Roderick Spode, Mrs. Travers.
Spode se había quitado ya la sábana, pero el cuadro seguía en su sitio y mi tía le
miraba con curiosidad.
—¿Por qué diablos se ha puesto usted eso alrededor del cuello? —preguntó. Y
con tono más tolerante añadió—: En fin, si quiere usted llevarlo llévelo, pero no le va
nada bien.
Spode no contestó. Respiraba afanosamente. No es que le censure; yo, en su sitio,
quizá hubiera hecho lo mismo; pero era un ruido desagradable, y hubiera querido que
no lo hiciese. Me miraba además fijamente, y también aquello me molestaba. Su
rostro estaba congestionado, sus ojos salían de las órbitas, y daba la curiosa impresión
de que su cabello estaba erizado como las púas de un puercoespín encolerizado, para
usar la frase empleada por Jeeves para describirme las reacciones de Barmy
Fotheringay-Phipps al ver un penco, por el que había hecho una considerable apuesta,
llegar sexto en la Reunión de Newmarket Spring. Recuerdo que una vez, durante un
enfado temporal con Jeeves, contraté otro mayordomo en una agencia de
colocaciones, y no hacía una semana que estaba a mi servicio, cuando se volvió loco
una noche y prendió fuego a la casa y me persiguió con un cuchillo de trinchar,
diciendo que quería ver el color de mis entrañas, y no sé qué otras ideas
La lucha a que me refiero era una especie de lucha a puñetazos, como si alguien
estuviese golpeando a otro. Y apenas me había dicho: «¿Qué es eso? ¿Una pelea?»,
cuando vi quién era el luchador. Era Roderick Spode y los puñetazos iban dirigidos a
Le dîner
Caviar frais
Cantaloup
Syphides à la crème d'écrevisses
Consommé aux pommes d'amour
Mignonnette de poulet petit duc.
Pointes d'asperges à la Mistinguette.
Suprême de foie gras au champagne.
Neige aux perles des Alpes.
Timbale de ris de veau toulousaine
Salade d'endives et de céleri
Le plum Pudding
L'étoile du berger
Bénédictins blancs
Friandises