Florencia Martinez - TP1 - TN
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Mi madre es búlgara. No rusa, búlgara de Bulgaria. Mucha gente se sorprende por esta
cuestión, como si nunca hubiesen visto a un europeo, o tal vez porque ser hija de migrantes
es algo poco común para mi generación. Hizo el servicio militar, estudió Economía Agraria,
jugó handball y voley en la liga provincial de su país, para más tarde en su vida unirse al
Partido Comunista. Un resumen reduccionista, sí, pero tampoco es el punto.
Llegó a Argentina a los 29 años, arrastrada por un segundo matrimonio con un argentino y
la necesidad incesante de encontrar su hogar en un continente ajeno.
Somos cuatro hijos, con tres padres diferentes. Mi hermano mayor, Alexander, hijo de
Torres, chileno exiliado por la dictadura. El siguiente, Kiril, hijo de Mezzelani, argentino
amigo de mi padre. Y luego mi hermana y yo, hijas de Martínez, comodorense viviendo en
Buenos Aires.
La variedad y mezcla de apellidos siempre fue moneda corriente en mi familia. Siempre
fueron mis hermanos, nada de mitades ni medios, ni cuartos. Hermanos completos.
Adoptados por mi padre, los seis vivimos desde mi nacimiento un domingo del 2000 en el
mismo barrio que me vio nacer y crecer. Banfield.
No teníamos tele en casa. Es decir, veíamos películas, algún que otro dibujito, películas de
animación. En las tardes en la casa de mi abuela veía novelas españolas y los dibujos
animados de la TV Pública . A partir de los 6 o 7 años mi madre comenzó a introducirnos al
cine mudo, las películas en blanco y negro con música y pantallazos negros con los
diálogos escritos. A los 8 mi primer recuerdo de películas eran Nosferatu y el Séptimo Sello.
Cuando digo que no teníamos televisión me refiero al cable. No el aparato. Veíamos lo que
nosotros decidíamos ver, no lo que el aparato quería. La curaduría de películas que
consumía siempre fue directamente proporcional a los deseos y enseñanzas de mi madre.
Esto explica mucho todas las referencias perdidas en mi memoria. Cosas que nunca vi hoy
en día son cultura pop, conocimientos generales, referencias comunes para alguien nacido
en el año 2000.
Me criaron los libros. Siempre llevo uno en la mochila, hasta el día de hoy. Comencé
leyendo fábulas y cuentos. Todas las noches mi madre se sentaba y nos leía a mi hermana
y a mí. Los primeros años de vida solíamos elegir cuentos cortos, historias de fantasía, de
princesas y reyes y príncipes y hadas. Entradas en nuestros años de preadolescencia,
comenzamos a encontrar un reemplazo a las series de televisión con las novelas. Nosotras
elegíamos una novela, cuanto más larga era mejor, y como Sherezade, un capítulo por
noche nos alimentaba los sueños.
Como es de imaginar, no tenía muchas amistades de pequeña. Nunca compartí los mismos
gustos que mis compañeros y compañeras, los momentos de recreos y descansos los
dedicaba a leer o charlar sobre mis recientes lecturas, para las cuales nunca encontraba
compañía entre los chicos que me rodeaban. Sin embargo, no considero mi vida escolar
una vida solitaria. La compañía de los personajes y mundos ficticios siempre me fue
suficiente. Logré encontrar en los libros lo que la televisión nunca supo darme, la libertad de
decidir si seguir leyendo o no, la autonomía para decidir qué leer, y el tiempo para hacerlo
en mis términos.