El Kit Jonas - Ian Watson
El Kit Jonas - Ian Watson
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Ian Watson
El kit Jonás
ePub r1.0
mnemosine 04.07.2024
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Título original: The Jonah Kit
Ian Watson, 1975
Traducción: Nuria Salinas & Cristina Macía
Imagen de cubierta: Enrique Corominas
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Para Jessica.
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ich spreche von euerm nicht,
ich spreche vom ende der eulen,
ich spreche von butt und wal
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uno
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de lampreas en la piel: dedos parásitos que se bambolean mientras nada y lo
laceran, le abren úlceras en la piel con la boca punzante, babosa…
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El olor fuerte de su propia orina le dice que ha completado un círculo y ha
vuelto sobre sus huellas.
Inconfundibles también las heces, ya en disolución, de dulces que pasaron
por aquí hace un rato. Las escamas de excrementos a la deriva le despiertan
un recuerdo hambrío de grasa y carne dulce en la lengua… ¡Con qué
intensidad saborea este mundo marino! ¡Con qué agudeza puede mapearlo
con sus clics!
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dos
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El Centro de Investigación se había apoderado de casi todo el frente
marítimo y del puerto del municipio de Oziorski, y había ocupado el lugar de
una antigua fábrica de arenques en conserva. Al sur de la península solo había
otro pueblecito más y, como no existía conexión ferroviaria con Korsákov y
sus astilleros, aserraderos y curtidurías, al norte, Oziorski era un enclave
solitario, aunque también anodinamente bonito, de aire limpio y frío, nevadas
largas y chubascos estivales.
Aquella casa también era donde…
Pero el pensamiento le dolió. ¡El hombre que había allí en realidad no era
Pável Chírikov! El auténtico Pável estaba muerto mentalmente. Había dejado
fantasmas gemelos tras de sí… Uno animaba, como un zombi, el cuerpo que
albergaba aquel edificio. El otro era una abstracción matemática que nadaba a
kilómetro y medio de profundidad… Ninguno era el Pável real. Adoptar
cualquier otra actitud era una locura. (Y sin embargo… ¡Sin embargo…!)
—No. Verás, Katia, el celador también ha huido. Han robado una barca.
Bueno, ha desaparecido una barca… No creo que sea casualidad. Si no los
encontramos nosotros, tendremos mucha menos libertad a partir de ahora.
Estarán muy encima… De nosotros y de todo el experimento, supongo…
—¿Y qué más da, profesor? ¡El proyecto es válido! ¡Se está demostrando
que funciona, y además muy bien!
Le brillaron los ojos: dos piedras negras y refulgentes en sendos pozos
grises, turbios, fatigados.
El viejo con los rasgos pajariles de un brujo de cuento (lo que, de hecho,
era para ella: un mago capaz de desentrañar el laberinto de la mente humana)
miró apesadumbrado a su ayudante. La melena negra y rizada, que llevaba
recogida en un anillo de barba de ballena, le caía en una mata desaliñada por
la espalda del mono azul; como la Rusalka de las leyendas, pensó él, la chica
ahogada que se transformó en espíritu del agua, con el cabello despeinado,
alborotado… Pero no era ella quien se había sumergido en las aguas. Una vez
más, deseó poder decirle: «Dévushka Rusalka, dama espíritu del agua, ¿por
qué no puedes volver a enamorarte, de otro, y olvidar, olvidar…?». Sabía
adónde miraba ella, sabía qué ventana. Sabía que no la miraba por la ausencia
del chico. Pero lo más cerca que había estado nunca de verbalizar ese grado
de intimidad era la costumbre de llamarla siempre por su diminutivo familiar,
como a una hija. Además, si llevaba a cabo su trabajo tan bien, y con tanta
intuición, aun estando medio hipnotizada por esa pasión funesta, ¿no habría
sido una estupidez intervenir y destruirlo todo?
De modo que optó por sermonearla.
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—Ah, pero ¿qué es lo que cuenta a los ojos de los militares y de los
políticos, Katia? ¡Los beneficios! En términos de guerra, el problema de los
submarinos de inmersión profunda, que pueden anidar su prole de misiles con
total discreción a un kilómetro bajo las olas. Cómo rastrearlos. Cómo
atraparlos. Aún cuenta más, quizá (puesto que la guerra nuclear podría no
estallar nunca, roguémosle a Dios, pero la económica seguro que sí), el
control de la riqueza de los océanos. Los pozos petrolíferos. Los nódulos de
manganeso. Todo el combustible y los minerales para el futuro. Quien tenga
la llave del lecho marino tendrá el mundo futuro en la palma de la mano. De
igual modo, quien pueda interferir en el control de otros (gracias a un Jonás o
por cualquier otro medio) dispondrá de una pistola con la que apuntar a la
cabeza de los demás. ¿Sabías que los norteamericanos tienen previsto instalar
trípodes de diez kilómetros de ancho en el fondo del mar para detectar
submarinos? ¿Cuántos beneficios está cosechando hasta el momento el
proyecto? ¡Muy pocos, Katia! Ahí fuera hay hombres de hechos. Y ahora los
hombres de hechos de todo el mundo están empezando a asustarse… Los
pozos se secan, las minas se vacían. Hasta hoy hemos disfrutado de una
libertad con la que nunca me atreví a soñar siendo un joven investigador.
Porque nuestro sueño era creativo de verdad, y los hombres de hechos
tuvieron la sensatez de ver que necesitábamos libertad para poner en marcha
nuestro sueño. Pero últimamente el Comité está haciendo muchas preguntas.
¿Cuándo? ¿Cuándo van a ver beneficios? ¿Antes de empezar a producir
nuestro modelo? ¿Es rentable? ¿Cuánto? ¿Será eficaz? ¿Cuánto? ¡Oh, la jerga
del capitalismo, Katia! ¡Ah, sí, es lo mismo aquí que en Norteamérica! Y
nuestro experimento aún parece tan etéreo… ¡Casi un sueño espiritual! Y yo
les explico cómo tenemos que poner a prueba el sistema. Les explico que
nuestra nave marina es mucho más compleja que cualquier nave aérea o
espacial nueva. Tengo que recurrir a esos términos mecánicos, Katia —se
disculpó al advertir el dolor en el rostro de ella. Tomó aire—. Hasta los acuso
de haber perdido el valor. Igual que los norteamericanos, que se retiraron del
espacio cuando podrían haberlo tenido en sus manos. Y no les gusta, Katia.
Pero ahora la desaparición del chico nos deja en ridículo. ¿Cómo vamos a
poder controlar a un Jonás lejano si ni siquiera somos capaces de vigilar a un
crío? Es el colmo. Y te recuerdo que el crío también es… —Dejó lo demás
sin decir y volvió a tamborilear en el escritorio.
—Creo que estamos a punto de descubrir algo maravilloso, profesor —
afirmó la chica morena—. Algo inesperado, formidable.
—Ah, pero ¿qué, Katia? Y, como dicen ellos, ¿cuándo?
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¿Intuición? Quizá la chica estuviera en lo cierto, pensó. Su tormento,
ligado a una alegría apasionada mientras siguiera creyendo en su Jonás, le
despertaba una perspicacia y una empatía tan agudas que a veces se le
antojaban casi prodigiosas, sobrenaturales…
—¿Qué le parecerá el mundo de allí abajo? —musitó ella, con fiereza,
obviando su pregunta—. No tenemos palabras que sean fieles a su
experiencia. ¿Cómo diferenciará el pulpo del calamar gigante? ¿Qué música
estará cantando para mapearlos?
—Tiene un radar en la cabeza, un radar natural —respondió Kápelka,
comprensivo, encogiéndose de hombros—. Oye las formas. Por ejemplo, los
calamares son decápodos, ¿verdad? Pues él oye torpedos de diez tentáculos. Y
los pulpos parecen arañas marinas, con sus ocho patas. Supongo que le
sonarán parecido. Luego están los armónicos, o reflejos, emocionales: los
pulpos no son más que comida inofensiva, mientras que un calamar gigante
podría matarlo. El eco del pulpo debería tener una tonalidad benigna… Pero
¿qué decías de algo inesperado?
Antes de que Katia tuviera tiempo de contestar, sonó el teléfono.
—¿Lo ve? —dijo ella, sonriendo mientras Kápelka descolgaba el
auricular—. Lo han encontrado, todo va bien.
Kápelka meneó la cabeza y escuchó.
—Están en el estrecho —explicó al colgar, con voz pesarosa—. ¡Se está
levantando niebla en el mar! ¡Maldito tiempo! Se les acabará el combustible,
claro… Pero podrían llegar a Japón a la deriva antes de que se disipe la
bruma. Tendré que llamar a los guardacostas, lo que significa que se enterará
todo el mundo. Guárdate las sorpresas para después, Katia. Ven a presentar el
informe por la tarde. Ojalá puedas darme alguna alegría…
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tres
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Pero ahora tiene que comunicar el picor, para que vuelva a dormirse. Tiene
que evacuar su comida de números en el aire, sobre el agua.
Así que se revuelca en los valles de las olas, se recompone y luego se
encorva y alza el cuerpo; atisba desde arriba, miope, la vastedad inquieta que
es su techo de luz gomosa, resquebrajada por rociones; y el ocho brazos que
lleva dentro le da números que él puede enviar, un conjunto de clics que se
dispersan en vano en el aire vacío… Pero no se lo cuestiona mientras los
emite. La necesidad es demasiado apremiante.
Dentro de una hora oirá clics en la cabeza, en el cuello, en algún lugar.
Con la ayuda del ocho brazos los entenderá. Entonces el ocho brazos podrá
dormirse otra vez, contando en sueños, y él quedará liberado el resto del día,
un día más.
Hasta ese momento, no obstante, ¡sentirá el pavor de que le llueva un
golpe desde el aire! ¡La huida a la seguridad!
Hiperoxigena la hemoglobina de la sangre, la mioglobina de los músculos,
y de pronto da una fuerte sacudida con la cola, la eleva por encima de la
superficie y se sostiene un instante en el mar sobre la frente antes de
sumergirse en las profundidades.
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Se sumerge, y no cae en la cuenta de su error hasta que ve avanzar los
precipicios a su encuentro a toda prisa. Lo encierran riscos abruptos y
erosionados. Pero su inmersión parece ineludible, no puede retroceder. Sigue
bajando, y la presión le aplasta los pulmones contra las costillas flexibles, el
ritmo cardiaco le disminuye y se le interrumpe el flujo sanguíneo en la
mayoría de los órganos. A medida que le baja la temperatura, el aceite se le
espesa en la frente y se le transforma en una cera más densa que lo hunde y lo
convierte en una pantalla de ecos aún más precisa.
¡Y todos los ecos que le llegan mientras cae en picado lo advierten de un
peligroso túnel repleto de riscos afilados como cuchillas!
Pero la cola lo conduce con el ímpetu de siempre hacia la hendidura del
cañón.
Golpea un saliente de lava, que se desmenuza clavándole cuchillos en la
piel, y rebota hacia una pared de fuego…
Atraviesa velos de nueces de mar, gusanos flecha y gusanos de cristal que
cuelgan en suaves mantas cristalinas; atraviesa bancos de saetas
relampagueantes y, en el último punto donde llega la luz, medusas marrones,
gusanos rojos y pterópodos violáceos, pero no se fija en ellos, ni tampoco en
las fosforescencias dispersas que generan luz allí, en la negrura que reina
debajo de la luz. Y, a pesar de la precisión con la que la cera endurecida
imprime hasta el último nódulo que brota del cieno del fondo, hasta el último
eco, tangible como la pulpa dental de su mandíbula inferior, se estrella contra
ellos con violencia. Se detiene un momento, con la frente enterrada en el lodo,
antes de recobrarse y abrirse camino, medio ensordecido, por las grietas
angostas de los precipicios, ora a la derecha, ora a la izquierda, evitando las
colisiones a duras penas.
¡Huir!
Nadaba a toda prisa, atemorizado, topando contra morones suaves y fríos,
lastimándose al estirarse, pero se enderezaba y nadaba sin aliento…, hasta que
unos «dedos» finos lo detuvieron cual fusta.
Una «voz» lo perseguía: sonidos arbitrarios que se acercaban a un
significado, como las olas en la orilla, pero enseguida se retiraban con un
tintineo disparatado, «palabras» asociadas de algún modo al alegre contoneo
de su cuerpo, al «olor» de pelo que fluía debajo de él como algas.
¿Huía de la muerte? Pero la llevaba en su seno…
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¿Huía de la dicha, tal vez?
Sea como fuere, huía, ¡y de qué manera!, rompiendo la superficie del agua
con la ayuda de unas extremidades desconocidas para él, interpretando una y
otra vez la danza del salto que siempre lo devuelve al mar en cuestión de
segundos…
Había conseguido guardar el equilibrio en el aire, ligero y frágil como una
medusa…
Entonces, ¿había sido eso su «alma», antes de existir él?
¡Si pudieran penetrar el vórtice de esa locura! De lo contrario, acabará
destruyéndose a sí mismo.
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El lunes por la tarde, sin previo aviso, Paul Hammond decretó medio día
libre para Richard Kimble y para sí después de varias semanas frenéticas de
observaciones por radio, y propuso que cogieran el coche con Ruth y la
pequeña Alice para ir a ver las ballenas grises en su migración al norte.
Richard recibió la invitación con cierto recelo, conocedor del desdén
altanero que suscitaba en Paul su interés de aficionado por las ballenas, por no
hablar de la posibilidad de que estuviera al corriente de la aventura vacilante,
ambigua, que tenía con Ruth Hammond.
Resultó, sin embargo, que de lo que quería hablar era de política interna;
en particular, de la oposición de Max Berg al histrionismo con que Paul
parecía empeñado en anunciar sus descubrimientos. Las ballenas y Ruth eran
solo un edulcorante.
Así que, después de comer, enfilaron la carretera larga, sinuosa y sin
asfaltar que partía de la antena de radio en la ranchera de Paul, modelo Sierra,
en dirección a los acantilados que había después de San Pedro de la Paz.
La antena parecía un cruce entre una oreja gigante y estilizada y unas
manos que hacían bocina para gritar. Mientras se alejaban, un grupo de indios
del lugar, los mezapicos, silbaban a la antena y asentían con aprobación a los
ecos que les devolvía. «¡Así se hace!», parecían decir con el semblante, como
si los norteamericanos no hubiesen conseguido del todo dar vida a la enorme
máquina. Podía moverse en un circuito limitado, como una cabra atada, pero
era boba.
De hecho, gracias a los silbidos sabía Richard que había comenzado la
migración de la ballena gris. Los mezapicos silbaban desde el día anterior la
noticia montaña arriba. Un manitas ya marchito le había explicado qué
significaba, y él se lo había comentado a Paul, sin sospechar que el resultado
sería aquella excursión repentina.
Paul Hammond dirigió una mirada indiferente a los indios, relegándolos al
mismo limbo que a los buitres y los milanos posados en los postes de la
antena: ni indios ni aves silvestres suponían diferencia alguna para la
radiación de microondas procedente de las estrellas. Mientras conducía, la
brisa le peinaba hacia atrás la mata eléctrica de pelo, larga e indomable en la
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medida justa para indicar inspiración sin excentricidad. Tenía los ojos
brillantes y obsesivos, pero se las arreglaba para que también pareciesen
sabios: como si llevara una especie de lentillas hechas de sagacidad, a manera
de opuesto intelectual de las cataratas. La piel ámbar y firme desmentía su
edad: pasaba de los cuarenta. «Hace ejercicios isométricos a la luz de las
estrellas antes de acostarse», le había comentado Ruth con sarcasmo.
Es tradición que los científicos tengan su «gran idea» hacia los treinta y se
pasen la vida desarrollándola. Al doctor Paul Hammond le había llegado a
una edad algo tardía, a los treinta y cinco, con el descubrimiento de una
fracción de galaxia en colisión con la nuestra, debidamente llamada
Hammond, oculta tras las estrellas y las nubes de polvo del extremo más
lejano del núcleo galáctico. Era responsable de los temblores periódicos que
sufría la Vía Láctea, que hasta la fecha se habían considerado ondas
gravitatorias y a partir de entonces se conocerían como un fenómeno
radicalmente distinto: catástrofe topológica u ondas hammond. La cosa había
generado no poco revuelo en todo el mundo, como recordaba Richard con
ironía: ¡pánico a la colisión de galaxias! Durante una temporada, Hammond
anduvo en boca de todos. En ese momento parecía decidido a recuperar el
tiempo perdido y ganar un doble laurel; hacía mucho que había abandonado
cuestiones tan limitadas como las galaxias.
—¡Tiene que ser un bombazo, un espectáculo pirotécnico! Piensa, por
ejemplo, en el problema de la financiación. Han cancelado casi todo lo demás.
Han tirado por el retrete un montón de aceleradores de partículas y sondas
espaciales. Les daremos una lección a esos cabrones. ¡El mayor
descubrimiento sobre los fundamentos del universo! Pero quiero estar seguro
de que formamos un frente unido. Necesito el apoyo activo de Max, no solo
una especie de consentimiento tácito.
El Sierra chirrió por el poblado mezapico, ahuyentando gallinas entre las
cabañas de adobe, las chozas de hojalata y las edificaciones algo más
consistentes de tejas y ladrillo, entre las que había un bar desvencijado,
algunas tiendas y viviendas particulares del campesinado más pudiente, una
delegación de lotería y una comisaría. Unos cuantos obreros reconstruían la
fachada principal de esta última, contra la que unos días antes se había
empotrado un camión de suministros para el telescopio. Una hilera de
barrotes sonreían burlones en el hueco, tras el cual había alguien agachado en
la penumbra, envuelto en un sarape.
Varias viejas de cara tan agrietada como los hemisferios del cerebro los
miraron inexpresivas. Parecía que los cráneos se hubiesen abierto con el calor
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y los hubieran colgado como memento mori en la pequeña iglesia mezapica,
al final de la calle, en cuya torre tañía una única campana: un globo ocular
solitario en una cara de tiza que observaba con resignación el poblado,
abrasado y maltrecho.
—¿Te acuerdas del día que entramos ahí, Rich? —preguntó Ruth,
taciturna, mientras Paul se desviaba para esquivar a un perro; Ruth había
advertido la miradita petulante que les había lanzado a Richard y a ella al
utilizar la expresión «consentimiento tácito»—. Cuando estaba embarazada…
Todo pringoso, qué asco… —Se estremeció—. Había cera en los asientos, en
todas partes. Era como estar dentro de un panal. Supongo que el humo de las
velas acaba pegándose.
—Yo pensaba que habían encerado los asientos.
—¿Para qué demonios iban a encerarlos?
—¿Por devoción? ¿Como cuando ponemos flores en la iglesia?
—Pero ahí no hay ni flores —repuso ella, riendo—, solo palos y espinas.
Vaya un sitio de mala muerte.
Richard miró la campana mientras Paul se acercaba a ella, repiqueteando
impaciente en el volante. Los débiles tintineos diarios para llamar a misa se
propagaban por el aire inmóvil y llegaban hasta el observatorio. ¡Al menos
hacía ruido! La enorme antena, en lo alto de la colina, era en cambio un
monumento a la sordera, con el badajo apuntando rígido al cielo en una
erección protésica… La campana de la iglesia emulaba aquella antena como
una miniatura absurda e invertida.
Niños morenos y desnudos lanzaban guijarros a la ranchera de forma
intermitente sin molestarse siquiera en apuntar, para vengarse de la nube de
polvo. El sacerdote del poblado rondaba fuera de la iglesia, escudriñando con
ojos recelosos el vehículo y a sus ocupantes. Sin venir a cuento, ya que no lo
conocía, Ruth lo saludó con la mano y le gritó en castellano: «¡Hola! ¡Buenas
tardes!». Luego las rodadas y las sacudidas empeoraron y despertaron a Alice.
El bebé se sonrosó, amenazando con un berrido.
En los patios traseros de los últimos edificios, entre gallinas y perros
vagabundos, mujeres más jóvenes trabajaban arrodilladas con telares de
cintura (un par de palos clavados en el suelo con urdimbres tensas entre
ambos), tejiendo estampados zigzagueantes de colores intensos y
estrambóticos con hilos que otras enmadejaban con husos de mano de factura
tan sencilla como los telares: dos varas rudimentarias con discos de lana a
modo de volantes. Una gorda con las trenzas negras enroscadas en la nuca
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supervisaba los bidones de gasolina que utilizaban como recipientes para los
tintes.
La pequeña Alice batía las manos con violencia, golpeando la manija de la
puerta, a su madre, el brazo de Richard. Los tres iban sentados en el largo
asiento delantero, por insistencia de Paul: no le gustaba tener que girarse para
hablar con la gente.
—Con cuidado, Ally, con cuidado —le canturreaba Ruth mientras la
acunaba, con lo que se le tensaba la tela de la blusa sobre los pechos,
pequeños y turgentes, y le marcaba los pezones como si llevara la prenda del
revés.
Alice parecía dispuesta a enfatizar todos y cada uno de los bandazos y las
sacudidas del Sierra en protesta por los zarandeos que estaba recibiendo.
Abrió la boca cuanto pudo, como un polluelo recién salido del huevo. Pero no
fue para llorar. Ni para pedir comida. Fue para bostezar: la implosión de un
tedio repentino y absoluto.
Ruth miró a Richard de reojo y sonrió con sorna. Uno de los ardides de
Paul eran esos bostezos abruptos. Un bostezo activo, funcional, incisivo como
una palabra cruel o una bofetada. Como los que utilizaba Paul en las
reuniones.
El batir de las manos también era un gesto en miniatura de Paul. Por no
hablar de los rizos claros y erizados. Cuando Alice creciera y el yogur
carnoso de su piel hubiera tenido tiempo de broncearse un poco, sería el
modelo perfecto de Paul en mujer.
Ruth también tenía facilidad para el aburrimiento, y no poca, reflexionó
Richard. Actuaba más como una aspiradora, succionando experiencias sin
cesar y metiéndolas en la misma bolsa negra y repleta.
Pero era comprensible. Trasladémoslo a términos masculinos.
Adelantémonos a los veinte años de Alice. ¿Qué sentiría alguien que se casara
con aquella versión femenina del doctor Paul? Un desaire constante al ego
masculino. Cuando creciera, Alice elegiría a alguien a quien pudiera
apabullar, que la adorase un tiempo, pero al que nunca encontrara lo bastante
brillante para ella, y así, su trabajo, el que fuera (agente de seguros o técnico
de laboratorio), siempre pareciera deficiente y hecho con dejadez. Él saldría,
se emborracharía y tendría aventuras furtivas y fallidas para resarcirse,
siempre helado por dentro, e incluso caería en la cuenta de que ella lo había
querido así desde el principio: un escenario vacío para sus propios dramas.
Ruth tenía el pelo negro. No negro azabache ni negro ébano ni nada
parecido; negro sin más, pero lo llevaba largo y exuberante cuando conoció a
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Paul. Hacía poco, sin embargo, se lo había cortado con forma de casco
despuntado. Despojada de la melena, su cara reveló una palidez enfermiza
que hasta entonces no había sido evidente ni siquiera para ella, aunque, en
retrospectiva, seguro que lo había sido para los agentes de televisión y los
profesores de escuelas de teatro que sacaron partido de sus ambiciones. Sin
fuerza suficiente para ser actriz y sin belleza suficiente para protagonizar
anuncios publicitarios, su melena larga, negra y cuidada con diligencia había
tendido un precario puente entre dos fantasías delusorias. Y al fin lo había
derrumbado.
La carretera descendía por una cuesta pronunciada hasta Ciudad Juárez
entre rebaños de cabras, maizales y setos de cactus. Ciudad Juárez era más
grande que Mezapico. La iglesia hacía gala de dos torres puntiagudas con
sendos pares de campanas gemelas, y tenía delante una plaza extensa y
polvorienta, el zócalo, con un pequeño jardín de arbustos en el centro.
Un indio joven, guapo y de cara pícara estaba acuclillado en la pared
ajedrezada que rodeaba su jardín. Se puso en pie de un salto cuando el coche
recorrió la plaza en el sentido contrario a las agujas del reloj, se llevó los
dedos a la boca y emitió una serie de silbidos ensordecedores. La pequeña
Alice se volvió hacia él y chilló dos veces a modo de respuesta,
experimentando, ascendiendo en la escala hasta sobrepasar el límite de lo
audible.
—Eso debe de ir por mí —dijo Ruth con una risilla mientras el joven
miraba cómo se alejaban entre el polvo.
Llevaba una manta y unos pantalones de confección casera andrajosos,
pero un fajín de un bermellón intenso alrededor de la cintura le confería cierto
aire de dandi.
—¡Estamos yendo más allá del fin del universo, ¿eh, Richard?! —bramó
Hammond—. Se quedarán de piedra. Esta vez no será solo una galaxia
llamada Hammond o unas ondas hammond…
—Exacto: el fin del universo —comentó Ruth con acritud al tiempo que
señalaba los matorrales, los cactus y los campos pedregosos que continuaban
justo al salir de la ciudad, salpicados de figuras encorvadas que los sachaban.
—Obviamente, me refiero al telescopio, Ruth. Hemos traspasado el límite
de las estrellas y las galaxias observables; nos hemos remontado al tiempo
previo a su formación; hemos escuchado los ecos del Big Bang, cuando se
supone que se originó todo…
—Ah, sí, tus famosos «Pasos de Dios»… Lo llamas así, ¿no? —Ruth dio
un codazo a Richard—. ¿Ves como me sé el guion? Paul solo tiene que decir
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«isotropía» o «radiación de fondo de microondas» y yo me pongo a salivar
mentalmente, tal como me toca. Aun así, no es lo mismo que entenderlo: Paul
no parece captar nunca la diferencia. ¿Dónde encaja Dios en esto? Viendo a
Paul últimamente, ¡parece que estéis fundando una religión nueva en vez de
observando estrellas! «Así es como termina el mundo: no con una explosión,
sino con un suspiro» —parafraseó—. Drama moderno en verso —se disculpó
alegremente—. Saqué notable. Por otra parte, ¿qué más da si el mundo
empieza con un suspiro y termina con una explosión?
—No lo preguntarías si lo entendieras —señaló Paul con su mezcla única
de indiferencia y causticidad.
Richard deseaba con fervor que llegaran cuanto antes al mar.
—¿Te lo he contado alguna vez, Rich? —reculó Ruth, y silbó los
primeros compases de una canción que él conocía muy bien—. ¿Te he
contado que estudiaba en la Escuela de Arte Dramático cuando conocí a Paul
en un motel? Estudiar la vida, ese es el método Stanislavski, ¿no? Uno de
artes escénicas me dijo: «Vete a trabajar a un motel». No sé si era una broma.
¿Se refería a que podía aprender a ser recepcionista y así relegarme siempre a
un papel secundario? Y, ¡tachán!, allí conocí a Paul. ¡Así cayeron los tallos de
milenrama!
No dijo nada más, pero Richard se sabía de memoria el resto del recital.
Que Paul necesitaba una actriz secundaria por esposa. Que eso subrayaba su
virilidad. Paul creía que Ruth era buena en la cama, por lo tanto creía que en
realidad era él quien era bueno. Pero Ruth no era una gran amante. Sin
embargo, Paul no se daba cuenta (así proseguía este nudo laingiano), porque
las dotes interpretativas de Ruth para fingir que era buena no bastaban para
dejarlo a él en evidencia. De modo que él estaba a salvo, y su amor propio,
también. Un amor propio que lo había llevado, aprovechándose de su
notoriedad, a tener aventuras de una noche con jóvenes estudiantes de
investigación que asistían a sus conferencias en busca de los escasos puestos
de trabajo. Aun así, de vuelta en casa, necesitaba saber que era bueno,
siempre y en todo, y no quería que esa ilusión se truncase por culpa de una
buena actuación por parte de Ruth. Dado que en teoría Ruth era actriz, él
podía buscar signos por si estaba interpretando; como no los encontraba (no
era lo bastante buena para actuar), eso demostraba que era el activo, atractivo
y seductor.
Pero, y Richard… ¿Qué papel creía que estaba representando con aquella
aventura insatisfactoria, titubeante e improductiva con Ruth? (Ya que, en
realidad, solo se habían acostado dos veces.) Quizá necesitaba estar tan
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seguro de su esquivez como Paul necesitaba el puntal de sus deficiencias. (No
utilizaría una palabra más dura.)
Evasivas, mentiras… A fin de cuentas, ¿qué importaban? Paul había
hecho el gran descubrimiento allí, en Mezapico. Esa era la realidad. Los Pasos
de Dios pronto resonarían en todo el mundo.
Mientras el Sierra se deslizaba por una pendiente del veinticinco por
ciento sin asfaltar, la pequeña Alice protestaba por el abrazo demasiado
ceñido de Ruth. Como un simulacro diminuto de Paul Hammond, gruñó,
arqueó la espalda y agitó las manos. Luego chilló, emulando el silbido agudo
del chaval indio de Ciudad Juárez.
—¿Por qué no has dejado a Ally con Consuelo? Sabías que esta carretera
es malísima…
—¿Dejar a Ally? —preguntó Ruth, toda inocente—. Quería que viera las
ballenas.
—¿Estás de broma? —dijo Paul, y soltó una risotada—. Tiene cinco
meses. No se enteraría de nada ni aunque tuviera una saltando en las narices.
Además, según Richard, estaremos en un acantilado muy alto, de centenares
de metros.
—Podremos contárselo cuando crezca.
—Se lo puedes contar igual. No sabrá si es verdad o no.
—Eso no es ser sincero, Paul. No sé mentir…
—Ya que hoy nos ponemos tan sinceros —espetó Richard, irritado por las
notas discordantes que le contaminaban cada vez más la migración de las
ballenas—, el silbido de ese chico no era un piropo, Ruthy.
Al instante lamentó haberlo dicho, ya que Ruth replicó, airada:
—¿Y tú qué sabes?
—Es un código de silbidos —musitó él, herido por la mofa que implicaba
el «tú»—. Existen en Turquía y en los Pirineos, y aquí, en México. ¿No has
visto cómo silbaban al Gran Disco cuando nos íbamos, utilizándolo como
reflector?
—Creía que solo se estaban divirtiendo, provocando ecos —murmuró
ella, alicaída, mientras Paul tomaba otra curva tras la que apareció San Pedro
de la Paz, la última y mayor de las ciudades del trayecto hasta el mar.
Trescientos metros por debajo de ellos, San Pedro se derramaba en la
llanura litoral: casas blancas con tejas y chabolas de hojalata refulgentes,
dominadas por una iglesia colonial española de cierto esplendor barroco, si
bien de construcción algo almibarada. La ciudad se extendía alrededor de un
zócalo del tamaño de un campo de béisbol que había delante de la iglesia,
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como una multitud de tímidos indigentes invitados a un banquete de boda en
el que solo hay un plato: un enorme pastel de tres pisos.
—No, es una forma de enviar señales a larga distancia, Ruthy —explicó,
intentando adoptar un tono meramente informativo—. ¡No es de extrañar, con
estas montañas! Así es como se enteran aquí, en los lugares más altos, de
cuándo pasan las ballenas. —Hizo una demostración llevándose un dedo a la
boca, igual que había hecho el muchacho—. No se utilizan las cuerdas
vocales, solo la lengua. Se dobla con el dedo de una determinada manera y
luego la laringe funciona como un pistón. Los silbidos se oyen a ocho o diez
kilómetros en un día tranquilo. Es probable que ese chico estuviera avisando a
otros: apartaos del camino, viene un coche…
—¡Qué sabrás tú! Aunque la idea es bonita…
—¡Te sorprendería ver cómo se parecen esos silbidos a los de las ballenas
en imágenes osciloscópicas! —dijo, entusiasmado—. Quizá los mezapicos
podrían silbar a las ballenas si se lo propusieran. —Se rio, incómodo.
—Richard sabe mucho de ballenas, Ruth —dijo Paul, sonriendo—. Las
haría nadar por laberintos como pasatiempo. Si no fueran tan enormes,
caray…
—Entonces, ¿las ballenas son parte de la religión de los indios? ¿Hay
algún mito? Si silban para avisar de que pasan…
—No. —Richard negó con la cabeza—. Solo esperan que una gris encalle
en la orilla, por la carne. A veces alguna se queda varada.
—¡Uf, menudo banquete! —Se animó, y de pronto se mostró alegre y
generosa—. ¿Y por qué no las atraen a la orilla con silbidos para alimentar a
los indios? ¡Como las sirenas con Ulises! Hay tanta hambre en el mundo…
Mira África. Aquí no tardarán en estar igual de mal. Y el granero del Tío Sam
ahora está vacío para dar limosna…
—¿Te refieres a imitar la llamada de socorro?
—¿Tienen una llamada de socorro? ¿La conoces?
—Seguro —dijo Paul—. Richard escucha música de ballenas como quien
escucha a Bacharach.
—Un banquete puntual no cambiaría nada, Ruthy, solo acabaría con
algunas ballenas. No es la solución. Hay que transformar el sistema agrícola
de raíz. De todos modos, el clima aquí es estable, no como en África. Siempre
ha sido así.
Ruth hizo un gesto desdeñoso hacia la procesión de terrazas pedregosas de
maleza que descendían hacia un desierto rocoso y llano.
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—Así que los indios tienen que conformarse con estas rocas y esta
tierra… ¡Si yo viviera aquí, tampoco me importaría que me cayera un
banquete!
Richard sacudió la cabeza, apesadumbrado.
—Tantos humanos y tan pocas ballenas… No es justo. Son criaturas
extraordinarias. No nos hacemos idea de lo extraordinarias que son porque su
mundo nos es demasiado ajeno. Algunas podrían ser tan inteligentes como
nosotros…
Ruth se inclinó sobre el bebé.
—¿Has oído, Ally? —le susurró a la fontanela, que latía con suavidad,
como si por esa ruta la información le pudiera llegar mejor al cerebro—,
vamos a ver ballenas genios. Como papi, pero más grandes.
—En realidad, son las ballenas dentadas las que podrían ser inteligentes.
Los cachalotes. Las orcas. No las grises. Las grises solo son pacedoras, y
probablemente algo cortas.
—Rectifico, Ally: vamos a ver ballenas tontas.
—¡Tampoco he dicho eso!
Era imposible estar seguro de nada con Ruth. Richard empezaba a detestar
su retorcimiento. Se refugió en la idea de las ballenas como algo probo,
íntegro.
Mientras, Alice giraba las manos, gruñía como un lechón y doblaba la
espalda en una serie de bruscas sacudidas.
Y Paul Hammond se reía entre dientes.
—Vayamos por trabajo, Richard. ¿Cómo organizamos a Max?
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La verdad es que él apenas ve esas luces, sino solo un brillo débil,
periférico.
Largos dedos sin huesos se ramifican desde el contorno de una boca. Una
gran «mano» articulada cuelga ante él (tallada en su melón), desmochada
alrededor de la muñeca de tal modo que faldones de carne se derraman sueltos
por detrás. Engastada en la palma hay una boca picuda. Unos ojos saltones
sustituyen a los nudillos. Una mano obscena, incorpórea, flota en el vacío,
avanza a tientas hacia él… ¡El aterrador fantasma de una mano!
Los leves coqueteos de un picor empiezan a lacerarle el cuello. El ocho
brazos está inquieto. Sus ventosas necesitan clics de números con los que
jugar en el aire…
Así que tiene que girarse hacia el cielo y ascender por los precipicios del
cañón en un largo tirabuzón vertical, con la boca vacía. Cuando empieza a
elevarse, la bestia le lanza una tralla que le rasguña la piel y succiona con
fuerza un segundo, y luego se libera gracias al impulso que lo eleva. Atisba
con un ojo, un breve instante, las luces parpadeantes que se alejan. Se
encienden y se apagan, rosa, plata, azul. Las ve en monocromo, puntos vagos
sin sentido…
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Es la única manera en que puede tocar dedos que una vez lo tocaron a él,
con los que tiene una deuda de amor.
Deja atrás la cordillera y rastrea el mar abierto hasta que detecta un banco
de dulces y engulle media docena de ejemplares; empuja con la lengua hacia
dentro la carne grasa y suculenta…
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Más allá de San Pedro, los acantilados caían en picado hasta una playa
estrecha de piedras rastrillada por olas espumosas. En varios puntos, estas
habían erosionado la ladera hasta convertirla en pedregales, como desechos de
una mina, y por ella descendían senderos precarios y sinuosos.
A unos centenares de metros de la costa, las ballenas grises californianas
recorrían la primera de las cuatro etapas de una migración de unas cinco mil
millas desde las cálidas lagunas de cría mexicanas hasta el Ártico.
—A mí no me parecen grises —comentó Ruth con voz dolida, engañada,
mientras sostenía en brazos a Alice en vano para que viera el panorama.
—¿Y bien, Richard? —dijo riéndose el doctor Paul.
Parecía estar de un humor efervescente y generoso, pues imaginaba que
había impuesto con éxito a Richard su postura con respecto a Max. Richard le
había prometido visitar a Max aquella misma noche para hablar del tema; sin
embargo, tras haber escuchado todo cuanto Paul tenía que decir, empatizaba
bastante más con el punto de vista de Max Berg. Lejos, de donde venían, en la
montaña Mezapico, el cuenco enfocaba y capturaba el sol: desde aquel
ángulo, con su superestructura refulgente, parecía una lámpara de mesa
enchufada a un decorado y encendida para atraer polillas gigantes. ¿Estarían
preocupados los sacerdotes de San Pedro por si eclipsaba su deslumbrante
pastel nupcial en la imaginación popular? Su mero tamaño y su silencio
hacían de él un artefacto ambiguo. Si el doctor Paul se salía con la suya (el
Christiaan Barnard de la radioastronomía, llevando a cabo un «trasplante de
alma» de Dios a la ciencia), la religión y la tecnología pronto serían
compañeras de cama. Y el segundo premio Nobel para el descubridor de las
ondas hammond estaría al alcance de la mano…
Richard se llevó los binoculares a los ojos para observar las ballenas.
—Las manchas grises son colonias de percebes —explicó—. Casi toda la
piel es negra. Pero, de todos modos, la mayoría de las ballenas tienen
nombres erróneos. Las ballenas asesinas no son criminales psicópatas. Pueden
ser muy dóciles y amigables. Y tampoco tienen toneladas de esperma en la
cabeza. Los balleneros antiguos lo llamaban así, pero en realidad nadie sabe
qué es esa sustancia…
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Docenas de lomos negros moteados araban las olas azules, dejando a la
vista perfiles lisos y un poco jorobados al hender el mar y lanzando pequeños
chorros como aspersores intermitentes. Efímeros rosales tejidos con rociadas,
un jardín líquido que brotaba en el Pacífico.
—¿Por qué te gustan tanto las ballenas? —le preguntó Ruth, señalando
con la cabeza al mar y a las figuras fontanales que lo surcaban con tanta
determinación—. Me refiero a que eres astrónomo. ¿Qué relación hay?
El doctor Paul soltó una risa sofocada.
—La relación, querida, es el concepto de la vida inteligente en el
universo. Hace poco hubo una conferencia bastante inútil y marrullera en
Princetown sobre métodos de escucha de civilizaciones supuestamente
avanzadas del espacio. ¡Menuda frivolidad! Por suerte, también acudieron los
aficionados a los delfines y argumentaron que ya tenemos nuestros
alienígenas aquí, en la Tierra (las ballenas y demás), y que todavía no
podemos comunicarnos ni con ellos… Lo cual tiró por tierra claramente la
propuesta de un proyecto internacional de escucha. No era su intención, claro,
pero ese fue el resultado. —Paul se hizo crujir los nudillos con aire petulante
—. Personalmente, me importan un comino los delfines. Y las estrellas
cercanas. Y nada de lo que haya ocurrido en los últimos mil millones de años.
Para mí, el único conocimiento digno de conocerse está mucho más allá, en el
albor del tiempo o en el límite del espacio, como prefiráis: en el fondo de
radiación que se supone que dejó la bola de fuego, ¿eh, Richard?
«Maldito seas, Paul Hammond —se resintió Richard—. Me estás pidiendo
que te apoye y aún encuentras tiempo para mofarte de mi “afición”, de mi
“pasatiempo excéntrico”…»
—Paul siempre ha anhelado encontrar el fiat lux original escrito en algún
lugar del cielo… científicamente —le dijo con sarcasmo a Ruth—. «Hágase
la luz.» Y ya lo ha encontrado. ¡Y pensar que si yo no hubiese ido a esa
conferencia ahora no estaría aquí, no formaría parte de esto! No me extraña
que me encanten las ballenas y quiera protegerlas: ellas nos unieron.
—Allí fue donde contraté a Richard, sí. —Paul hizo caso omiso de las
ballenas y el mar, y miró impertérrito tierra adentro, hacia el telescopio—.
Richard hizo una tesis doctoral bastante elegante: un mapa de infrarrojos de
parte de la Vía Láctea. Buen material para principiantes. Y buena cara dura,
también. ¡Una tesis de exactamente una página! De acuerdo, la página medía
casi dos metros de largo por uno de ancho y le llevó tres años hacerla. Aun
así, debe de ser fantástico decir a gente que ha escrito obras enteras que
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conseguiste el doctorado con una tesis de una sola página. Te envidio,
Richard.
—Sigo sin entender qué hacías allí, Rich —rezongó Ruth.
—Había publicado un artículo sobre los clics de radio que oímos
procedentes de las estrellas y los clics que emiten los cachalotes, los dos
considerados como información puramente matemática —explicó con una
sonrisa tensa—. En la conferencia sugerí que quizá podríamos inventar una
sintaxis cósmica a partir del lenguaje de las ballenas para comunicarnos con
las estrellas…, si alguna vez localizábamos algo en algún lugar con lo que
comunicarnos.
—Fue muy pillo por tu parte —le regañó Hammond—. Por suerte, nadie
presta ninguna atención al Worm Runners Digest. Es solo una publicación de
parodias, el Mad de los científicos.
—Contiene parodias, sí, pero también material serio. Por eso tiene dos
títulos; el otro es Journal of Biological Psychology, ¿recuerdas?
—Claro, claro… —concedió Paul, y se alejó impaciente mientras la
pequeña Alice profería un resuello gutural que rápidamente culminó en un
estridente llanto de hambre. Paul descendió unos veinte metros y empezó a
garabatear en el dorso de un sobre.
—¡Maldita sea! ¡Era un artículo serio! —le gritó Richard—. Pero, claro,
era el tipo de artículo audaz e innovador que tienes que presentar como una
parodia o te quedas sin reputación. ¡A menos que te apellides Hammond,
claro!
El doctor Paul alzó la mirada y asintió, totalmente de acuerdo. El interés
de Richard por las ballenas era precisamente el defecto profesional que hacía
de él un colega aceptable, a ojos de Paul: competente en extremo como
radioastrónomo, pero con ese trapo sucio en su cocina mental.
—¿No hemos traído cerveza? —voceó.
—Está en la parte de atrás, en el Koolpak —musitó Ruth—. ¿Te importa,
Rich, mientras estoy con Ally…?
Richard abrió la puerta trasera y sacó tres latas de Nochebuena del
paquete de seis que había en la nevera portátil. Las dejó en el capó, las abrió y
lanzó las anillas entre las piedras, donde refulgieron como flores de papel de
aluminio. Las latas se humedecieron de inmediato por el cambio súbito de
temperatura y se tornaron resbaladizas. Le tendió una a Ruth, que estaba
sentada a la sombra con la espalda contra una rueda delantera y Alice en el
regazo; la niña bebía de un biberón desechable y luego apartaba la cara,
gruñendo y rechazándolo, y de nuevo volvía al biberón.
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Llevó la segunda lata al doctor Paul y la puso en su campo visual, a medio
camino entre su cara y el sobre, para evitar tener que inclinarse o quedarse de
pie como un camarero.
El sobre, vio, tenía impresas las letras «M. B.», seguro que de «Max
Berg», envueltas en un círculo en el centro y rodeadas de garabatos
matemáticos que sin duda entrañaban algún significado codificado para Paul.
«R. K.»… «¿De “Richard Kimble”?», pensó al ver las iniciales en un lado,
entre unos paréntesis que se parecían sospechosamente a un pez grande, o a
una ballena…
Paul Hammond elaboraba su álgebra de personas e ideaba cómo
organizarlas.
Permaneció impasible ante el escrutinio de Richard, como si hubiera una
ley natural que le impidiera entender las matemáticas que manipulaba. Aceptó
la cerveza y la dejó a un lado; luego abrió el sobre con un dedo feroz y lo
alisó. El apellido Hammond, incluido en la dirección, accedió de pronto al
mundo de sus cálculos, como un enorme deus ex machina. Paul trazó una
línea larga alrededor de él, la cerró en una elipse (una galaxia elíptica, nada
menos) y dedicó una sonrisa rápida y satisfecha a Richard, como para
demostrarle que en todo momento había estado tres pasos por delante de sus
pensamientos. Derrotado, Richard se retiró.
El biberón descansaba debidamente vacío en el suelo; acabaría en alguna
chabola al caer la noche, y alguna madre india emprendedora lo utilizaría y lo
reutilizaría hasta que su hijo muriera de enteritis… Richard se agachó, lo
cogió, lo aplastó entre las manos hasta que se resquebrajó y lo lanzó lejos.
—Esto no es como regalar ropa usada —explicó con delicadeza a Ruth.
—Nos están espiando, Rich —se limitó a decir ella, sin embargo.
En efecto, había un indio acuclillado a un centenar de metros, en lo alto
del acantilado, más allá de Paul e inadvertido hasta el momento, con un
sarape deslucido y un gorro de paja, perfectamente fundido con el paisaje. De
hecho, él era paisaje, en comparación con el doctor Paul.
—Pues vigílalo tú también a él —replicó Richard, riéndose y tendiéndole
los binoculares.
—Pero ¿qué hace? —insistió ella con una nota de pánico en la voz.
Cogió los binoculares un momento; la mano, cual aprensiva estrella de
mar, primero los aferró y luego los soltó, nada dispuesta a usar un instrumento
como aquel. Para entonces debía de detestar ya todas las variedades del
género telescopio.
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—Lo mismo que nosotros, supongo. Ver ballenas. —Richard observó al
indio a través de los prismáticos: un anciano con los rasgos descompuestos y
barnizados de una momia, lardeada por los años en un horno lento—. No le
quedan fuerzas para trabajar, así que lo han enviado aquí para que avise si se
queda varada alguna gris…
—¡Rich! ¿Por qué no le enseñas la llamada de socorro? —suplicó ella de
pronto—. ¡Será como si le tocara la lotería!
—No, ya te lo he dicho. De todos modos, tengo la grabación en la
habitación, no en la cabeza…
Por fortuna, Alice volvió a agitarse. Para calmarla tuvieron que hacer
turnos paseándola a un centímetro del suelo, como si caminase. Richard
consiguió zafarse del anzuelo de Ruth.
La niña pateaba con las piernas rígidas; parecía un títere que parodiara
tareas que solo sería capaz de llevar a cabo muchos meses después. Aun así,
Alice empezaba a percibir las libertades del futuro, como si fueran fantasmas
bromistas que le provocaban una mezcla de alegría y frustración.
—Debe de ser horrible ser un bebé —musitó Ruth, empática—. Encerrado
en esa cosa hay un ser humano deseoso de liberarse. —Se sentó exánime en el
borde del acantilado, se colocó a Alice sobre una rodilla y canturreó—: Hola,
mar; hola, ballenas…
Alice se miró las manos y empezó a hinchar las mejillas; luego se puso a
sacudir con violencia los puños, asestando golpes carnosos a su madre y a sí
misma.
—¿Cómo son de estúpidos los bebés, Rich? Quiero decir desde el punto
de vista biológico. Dios, es exasperante…
—No es estupidez, Ruthy. Su cerebro es como una casa en construcción.
¿Dónde va a vivir hasta que esté hecha?
»Eso es lo peor. Tiene que vivir en ella, pero casi todo está aún en
proyecto, sobre la mesa de dibujo. Así que tiene que habitar en un plano
mental, una especie de intuición de la casa que acabará siendo. Puede percibir
lo que será, pero no puede utilizar lo que aún está elaborando. Debe de ser
muy frustrante. No me extraña que los bebés lloren. —Se dejó caer con la
espalda contra el guardabarros cromado y abollado, cogió al bebé de los
brazos de Ruth y miró a Alice a los ojos, preguntándose en qué convertía la
mente del bebé la imagen que se reflejaba en ellos.
Vio una cara en miniatura con pelo negro alborotado y unas cejas lanudas
y nudosas que sobresalían por encima de unas gafas de sol, sustituyendo a la
montura que estas no tenían, como orugas peludas posadas en ellas. Fruncía la
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nariz respingona cada dos por tres para subirse las gafas hacia la pelusa
nudosa, un hábito cómico, conejil, ya arraigado en él.
Alrededor del límpido espejo de la pupila, el iris imponía un filtro azul;
por último, el nácar de la córnea revestía sus rasgos con una pátina de
madreperla. Los gradientes de reflejos eran hechizantes.
—No dejo de preguntarme —le comentó a Ruth— qué otros tipos de
casas podrían construirse con el mismo material. El problema es que solo
cuando hemos construido la casa entera podemos mirar de verdad el mundo
por las ventanas. Y la ubicación de las ventanas determina las vistas. Ese es el
motivo real por el que me gusta pensar en las ballenas. La posibilidad de otras
casas, de otras vistas. No por esa tontería que he dicho antes.
Ruth se había deslizado hasta el parachoques, a su lado. Al verla así, a
conjunto con el coche, en la clásica postura de anuncio, tuvo la sensación de
que quizá las ballenas eran más fidedignas que las personas como focos
emocionales. En cualquier caso, para él. La ballena era un símbolo excelente
de la existencia espontánea y comunicativa en sentido emocional…
En esencia, concluyó, la nueva y lóbrega cosmología de Paul apelaba a su
vena de resignación.
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con dificultad por las curvas.
—¡Ballenas silbando a las estrellas! —Paul se rio con ganas, mezclando a
propósito las palabras de Richard—. Si pudieran oír los Pasos de Dios, como
hemos hecho nosotros… Eso sí que sería importante.
—Explosiones y suspiros… —recordó Ruth como si fuera un
pensamiento banal que se le hubiera escapado de la mente.
—Hemos estado analizando todos esos suspiros posteriores al Big Bang,
Ruth. La bola de fuego original debió de alcanzar los diez mil millones de
grados de temperatura; ahora se ha enfriado hasta los tres grados absolutos,
miremos donde miremos del universo…
—¿Cómo? ¿En todas partes? Tu disparo de salida debió de apuntar en una
dirección o en otra…
—No, no —gruñó Paul, sin darse cuenta de que lo estaba provocando—.
Todo el espacio y el tiempo tal como los conocemos son producto de la bola
de fuego, así que todavía estamos dentro de ella. Lo que ocurre es que ahora
está extendido y congelado en estrellas y galaxias, de las que formamos parte,
¿no lo veis? Aunque, precisamente por eso, no debería ser posible hablar en
términos de «dentro» o «fuera» de la bola de fuego. Sí, si lo preferís, de una
especie de cáscara de huevo, dentro de la cual estamos nosotros, y de otra
cosa fuera de ella, ¿de acuerdo?
—Un huevo lo tiene que haber puesto una gallina. —Ruth sonrió con
dulzura mientras ahuyentaban las gallinas de Ciudad Juárez.
—Hemos detectado discrepancias en la radiación de fondo. Son como
pequeños pinchazos que podemos escuchar. Pero están demasiado lejos; en
realidad son desgarrones del velo de la realidad. Supongo que podrían
considerarse ventanas en…
—Dios caminando de puntillas por los cielos, como una gallina gigantesca
que va dejando las huellas de las garras por ahí… ¡Es buenísimo! —repuso
ella con una risilla, la saboteadora oculta entre el público.
—¡Sí, maldita sea! ¡Dios! —rugió él—. Ahí fuera… En el exterior.
Ruth debía de apretar a Alice con demasiada fuerza. El bebé gritó y se le
congestionó la cara. La cabeza se le transformó en una remolacha que
denotaba un dolor infinito, si bien temporal.
Cuando se internaron en Mezapico, el mismo sacerdote seguía de pie a la
puerta de su iglesia, una figura delgada y muda. No podía haber estado allí
todo aquel tiempo mirando taciturno el telescopio, pensó Richard. Sería una
casualidad.
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Obviamente, habría que devolver al niño.
Orville Parr era corpulento, alopécico y de tez pálida. La cara le colgaba;
era una bola de masa sin cocer con rasgos moldeados a puñetazos, que se
deslizaban ladera abajo atraídos por la gravedad. El bigote, pequeño y áspero,
no conseguía frenar la desbandada de carne hacia el cuello abultado.
Gerry Mercer ejemplificaba el típico incompetente que seleccionaba la
Agencia como «secretario cultural»: un atleta con la cabeza rapada, con un
severo traje color carbón de solapas finas como trabillas de botas y corbata
azul, vulgar, brillante e impecablemente tensa. El nudo (la cabeza diminuta de
una víbora de zafiro) le acosaba la nuez prominente, a punto de clavarle los
colmillos.
—Ya los hemos traído en avión desde Wakkanai —dijo Mercer con
entusiasmo—. Ahora mismo están en Tachi. Los japoneses son dóciles…,
siempre y cuando tengan derecho a participar y voto de calidad. Pero, maldita
sea, Orville, el niño nos está pidiendo asilo a nosotros, no a los japoneses.
—¿Cómo es posible? —Parr hizo un mohín asqueado—. Menudo
embrollo. De modo que has hecho saltar todas las alarmas porque un idiota ha
secuestrado a un niño. ¿Por qué no los dejamos en Hokkaido y que se arreglen
los japoneses?
—Pero es Nilin —insistió Gerry—. O, al menos, eso parece…
Una camioneta que pasaba a toda velocidad por la autopista elevada,
inmersa en una nube de humo azul, distrajo a Parr. La montaban estridentes
coronas de flores de plástico sujetas a trípodes de tres metros de altura,
invernaderos de plástico sobre ruedas, apurándose para llegar a tiempo a la
inauguración de algún salón recreativo o al funeral del director de alguna
empresa. Flores enormemente hinchadas, de un brillo espléndido, las
apropiadas para un entorno de gas tóxico. Las flores tenían que ser lo más
brillantes posible para compensar la pobre visibilidad; el plástico del que
estaban hechas procedía de los mismos productos petroquímicos que flotaban
en combustión en la atmósfera…
En la azotea de un edificio alto, del mismo color manido que un chicle,
descollaba una cámara Nikon enorme, ancha como el edificio en el que
reposaba. La gigante maqueta solía rotar en una plataforma giratoria, pero
también estaba apagada. En ese momento, la lente los enfocaba, invariable,
como si mantuviera la embajada estadounidense bajo vigilancia.
Más allá, se elevaba la aguja absurdamente fina y decolorada de la versión
nipona a franjas rojas y blancas de la Torre Eiffel, iluminada por una baliza
roja: una vela solitaria encendida en el cielo. En el aire contaminado apenas
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se distinguían, por debajo de ese indicador, sus delgadas extremidades
escarchadas.
Aquellos días iban a tener que quemar combustible de mala calidad y alto
contenido en azufre, sobre todo en las fábricas, o bien cerrarlas.
—Debe de tratarse del hijo de Nilin…
Una débil luz prendió. Un cosmonauta soviético desaparecido años antes,
presuntamente fallecido en una explosión en la plataforma de lanzamiento de
Tiuratam. Se llamaba Nilin, ¿no? Pero ¿qué utilidad podía tener el hijo de seis
años de un cosmonauta muerto, salvo la de perjudicar las relaciones soviético-
norteamericanas? ¿Se estaba gestando alguna conspiración en los círculos
internos de la Agencia de la que Gerry tenía conocimiento y Parr no? Pero la
lógica se desmoronó. Un niño a la deriva con un imbécil en las aguas entre
Sajalín y Hokkaido… Era imposible que nadie le concediera la menor
importancia, salvo como un caso rutinario de rescate aire-mar.
Probablemente, la madre del muchacho trabajara en Sajalín, en una estación
de investigación del Centro del Lejano Oriente…
—Nilin no llegó a casarse —se apresuró a decir Gerry, como leyendo los
pensamientos de Parr—. No tuvo hijos. Creo que es el propio Nilin.
—¿Qué quieres decir? No tiene sentido. Nilin era el astronauta que murió
en Tiuratam, ¿no? ¿O hay otro Nilin?
—Es el mismo. Gueorgui Knipóvich Nilin. Presuntamente muerto, nada
más. No volvió a aparecer en ninguna fotografía de astronautas después del
accidente. Pero tampoco se difundió ninguna necrológica.
—Nunca lo hacen. Así que este crío es el mismo Nilin… Debes de haber
empezado a creer en la reencarnación, Gerry. ¿Por qué no solicitas un puesto
con el Dalai Lama? Así, si muere, podrás liberar el Tíbet tú solo y buscar su
nuevo cuerpo. Espionaje místico. ¿Qué te parece?
Parr se giró en la silla. Volvió a quedar frente a Gerry y lo escrutó
irritado; la nuez de este cabalgó arriba y abajo, avergonzado… o con ira
disimulada.
—De acuerdo, Orville, es cierto que el chico está inestable. A ratos tiene
una conducta esquizofrénica y el resto del tiempo parece autista: no se
comunica, se limita a hacer constructos absurdos con restos de alambre,
tornillos y bombillas que encuentra por ahí. Pero durante las fases
comunicativas sale de su ensimismamiento y dice algo…, y entonces es como
si dos siameses se pelearan por hablar el primero. Ha dicho cosas tan
increíbles… En inglés precario, y también en ruso. Que es Nilin. Que es
astronauta…
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—La fantasía de cualquier niño. Si es autista, quiere evadirse. ¿Dónde
mejor que en una cápsula espacial? Seguramente lo ha secuestrado un celador
de algún hospital psiquiátrico. ¿Qué tiene que decir al respecto el celador?
Robó la barca…
—No sabe mucho, salvo que quiere al chico como el leal sirviente de
pocas luces de una novela rusa. Es un campesino grande y fornido, un mujik.
Lleva al niño a todas partes como si fuera un principito al que está
protegiendo…
—Igual es un biznieto de los Románov —dijo Parr, sarcástico—. Así que
el hombre dice que el niño quiere ir a Estados Unidos…, cuando en realidad
eso es lo que quiere él. Es obvio.
—No: ¡es el niño el que dice que quiere ir! Lo hemos interrogado en ruso
y en inglés. Ha desertado para venir con nosotros, conoce ese término en
nuestro idioma. Dice que tiene la mente de Nilin. Le supone un esfuerzo
enorme articular frases, ordenar los pensamientos. Unas cuantas rocas salen a
flote, pero la marea vuelve a cubrirlas. Dio ciertos detalles al comandante de
la base de Wakkanai que es imposible que conozca un niño, detalles del
programa espacial soviético, de motores cohete. Detalles de hace seis años,
claro, y solo fragmentos… Se quedó tan exhausto que volvió a encerrarse en
sí mismo, pero fue muy convincente.
—El celador podría ser perfectamente un agente del KGB. Le habrá dicho
al niño qué tiene que contar. Podríamos estar cayendo en una trampa. Aunque
se me escapa por qué la tenderían…
—Parece muy real, Orville. Ningún niño de seis años se comporta como
Nilin.
—Como el seudo-Nilin… Bueno, ¿cuál es la explicación?
—El celador dijo que alguien estaba imprimiendo mentes de bebés.
Utilizó la palabra «imprimir», la misma que para imprimir un libro o papel
moneda. Pero no sabe cómo explicarlo. Es un pueblerino corto de luces.
—Con un corazón de oro. Lo creeré cuando lo vea —gruñó Parr.
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otros niños comportándose con naturalidad, divirtiéndose. Su yo podría
emerger de la niebla en la que está sumido.»
En los tres días que habían transcurrido desde la llegada del niño, el
dilema apenas se había aclarado, pero sí había suficientes indicios para
exonerar a Gerry Mercer, para irritación de Parr. Parr seguía receloso del
seudo-Nilin, como insistía en llamarlo, tomándolo como una táctica novedosa
en el juego del espionaje. Si tal era el caso, sin embargo, el motivo se
antojaba inextricable; la noticia de experimentos de lavado de cerebro en críos
difícilmente podía redundar en el crédito de los rusos.
Pasko había visto muchas mentes trastornadas en su trayectoria
profesional de servicio, que se remontaba al inicio del conflicto de Vietnam.
Conjeturaba que el niño daba muestra de todos los síntomas de un trauma
psicológico grave derivado de la administración prolongada de alucinógenos
para convencerle de que era otra persona: no un niño de seis años, sino un
adulto llamado Gueorgui Nilin. Las fases comunicativas estaban dominadas
por la información falsa que le habían inculcado, malinterpretada y servida en
una versión tergiversada. Las fases de aislamiento, en las que creaba extrañas
«máquinas» con lo que tuviera a mano, constituían un mecanismo de defensa
típicamente autista, según el diagnóstico de Pasko. Al chico lo habían tratado
como una máquina, por lo que se rodeaba de seudomáquinas para alcanzar
una salvación robótica.
Físicamente, el cráneo del muchacho no mostraba señales de
intervenciones quirúrgicas recientes, aunque sí marcas que indicaban
operaciones practicadas nada más nacer, seguidas de inspecciones
estereotácticas que habrían durado hasta incluso el tercer año.
Pero ¿a qué motivo respondía todo eso? ¿Una terapia nueva
bienintencionada, aunque brutal (y censurable)? El celador Mijaíl, que no
había comprendido nada de cuanto había presenciado en el hospital de
Sajalín, lo había interpretado de esa manera, y por su culpa el niño estaba en
esos momentos bajo su custodia.
Sin embargo, era cierto que durante los momentos comunicativos el chico
había pedido asilo, lastimero y obsesivo, con voz atiplada… ¿Suplicaba la
seguridad del hospital del que debía de proceder? (Pero no: suplicaba en un
inglés precario, y no asilo mental, sino político.)
«Soy un fracaso», aseguraba el chico con absurda solemnidad y
esforzándose por dominar las formas de los sonidos ingleses.
De modo que, para animarlo, Pasko, Parr y Mercer los llevaron a él y a su
inseparable Mijaíl al zoo Tama, que estaba cerca de la base aérea,
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acompañados por el agregado naval Tom Winterbun, que hacía de intérprete
del ruso.
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que estaba haciendo horas extras y usando algún papel superresistente
importado directamente de Júpiter y capaz de derribar a un adulto!
Atrapado en un remolino entre dos raudales de cascos amarillos, su grupo
se dirigió hacia una ladera de cemento alrededor de la cual había un foso seco
donde merodeaban osos pardos.
Un olor acre de grasa ascendió de las bestias. Olían a rancio, pese a los
innumerables chapuzones que se daban al empujarse entre sí en un estanque
poco profundo de la colina, con imponentes manotazos juguetones. ¿Estarían
en celo? ¿En otoño?
La brisa viró y el hedor amainó, pero al percibir un tufillo a humano, el
macho de mayor tamaño retrocedió crispando el hocico y los miró con ojos
penetrantes y aire miope.
—¿Te gustan los osos, Gueorgui? —le preguntó Pasko con tono travieso.
Tom Winterburn lo tradujo, diligente. El agregado naval era un individuo
altivo, huesudo y de ojos acuosos, con rasgos alargados y afilados de
carámbano que siempre parecían azules en los extremos y demasiada poca
sangre que alimentara la piel, tan tensada sobre el armazón. Se mordía las
mejillas constantemente, las soltaba y vuelta otra vez, transformando su ya
descarnada cabeza en el pulmón desinflado de un anestesista.
—Gdie delfini? —balbució el niño.
—¿Hay un delfinario? Quiere ver delfines.
—Gerry, tú llevas las entradas. Tienen un plano del zoo por detrás.
Mercer consultó el dorso de las entradas largas y azules, impotente. Las
leyendas estaban en japonés.
—No recuerdo el carácter equivalente a «delfín» —admitió al fin, si es
que había sabido alguna vez cuál era.
—Trae, dámelos —dijo Parr—. El delfinario no estará indicado con
caracteres. Es una palabra extranjera, así que estará en transcripción kana.
Buscó por el laberinto impreso en la entrada, antes de clavar un dedo con
aire triunfal en una breve línea de formas irregulares y sencillas, como de
alfabeto cuneiforme.
—De-ru-fi-na-rio —pronunció despacio—. Eso es. Y estamos al lado de
los osos. «Oso» es kuma, pero… —Recordó un restaurante en la zona de
recreo de Shinjuku que vendía, o fingía vender, carne de oso asada, con el
carácter de kuma tallado en la puerta, pero el carácter danzaba indistinguible
en su mente, cambiando de forma sin cesar. Se encogió de hombros—. ¿Qué
hay aquí al lado? Elefantes… Debería estar escrito en kana… Sí, estamos
aquí. Así que tenemos que pasar los elefantes y luego girar a la derecha.
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Los elefantes sí que estaban en celo. Al macho le colgaba una porra de
goma negra de más de medio metro de largo entre las patas traseras. Se
endureció al olisquear a la hembra con la trompa, aunque no parecía tener
energía para hacer mucho más con su espléndido miembro que dilatarlo
levemente. Solo les darían de comer arroz vitaminado, pensó Parr. Qué dieta
tan inadecuada. ¿Quién podía permitirse alimentar a un elefante en esos
tiempos?
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El niño les vociferó entonces una sarta de palabras en ruso, que remató
arrojándose con todo el frágil cuerpo contra el mural y clavando las uñas en él
como para penetrar en el dibujo. Se habría hecho daño si Mijaíl no lo hubiese
separado con delicadeza, y cuando el ruso se alejó unos metros, el rostro del
niño perdió de súbito toda expresión. Un interruptor se apagó. Se quedó
inerte, catatónico.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Pasko.
—Ha dicho que la primera impresión es un bebé, que esta es la segunda
impresión…
—¡Por el amor de Dios! ¿Están lavando el cerebro a niños para que crean
que son animales? Así que esa es la siguiente fase después de Nilin, ¿no? No
me extraña que desertara… —El psiquiatra se pasó las manos por los rizos—.
Pero se supone que el fenómeno del niño lobo es solo un mito popular para
explicar las reacciones autistas, ¡maldita sea! ¿Están trabajando en un
tratamiento aún más brutal para niños trastornados?
—Si lo interpretas literalmente —señaló Parr—, no tendrás niños lobo,
sino niños ballena. No le encuentro el sentido. Se puede convencer a un niño
para que gatee aullando a la luna, ¡pero esto sería como decirle que es un
pájaro y esperar que volara!
—¿Qué tienen de especial los cachalotes, Tom? —preguntó Pasko,
pensativo.
—Se sumergen a más profundidad que el resto de las ballenas. Retienen el
aire más tiempo. No sé si… tendrá algo que ver con el autismo. En San Diego
llevamos algún tiempo adiestrando delfines. Pero ¿cachalotes? Es increíble.
Aun así, los rusos no son idiotas en lo que concierne a la ciencia…, a menos
que estén en camino de otro Lisenko. Dejadme pensar. Hace un par de años,
los rusos dieron un giro de ciento ochenta grados a su política ballenera.
Empezaron a protestar afirmando que el cachalote era una especie en peligro
y que necesitaba protección estricta. Siguen masacrando alegremente a otras
ballenas con sus buques factoría hasta dejarlas al borde de la extinción, pero,
maldición, esto lo sometieron volando a la Comisión Ballenera. A los
japoneses les sentó fatal. Por lo general, los rusos y los japoneses no respetan
las cuotas. Pero en esto teníamos que apoyar a los rusos, por supuesto, porque
éramos nosotros quienes habíamos disparado la alarma por la preservación…
Los colegiales parloteaban en el tenebroso vestíbulo; los ecos rebotaban
en las paredes. De repente se llenó de cascos amarillos por todas partes; los
luminosos tocados reflejaban las luces del tanque, como un enjambre de
medusas sulfurosas. Presa del pánico, Parr echó a correr hacia la puerta.
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Una vez fuera, se apoyó contra una pared con el corazón desbocado.
¡Oh, Cabo Cod, playas desiertas en invierno y aire reafirmante! ¡Hacía
toda una vida!
Algo que le había parecido extraño hacía un momento encajó de pronto.
O, mejor dicho, se desencajó. Mijaíl sabía exactamente qué ballena le había
llamado la atención al niño. Lo había aupado justo delante de ella. Aun así, el
campesino hosco y reservado no les había dicho antes nada sobre ballenas,
solo sobre niños…
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cadete de unos años antes que silbaba canciones de los Beatles… ¡Malditos
jesuitas!
—La embajada soviética considera muy importante al chico. «Solicitar»
quizá sea un término demasiado delicado para la nota en la que piden que lo
restituyamos, junto con la barca y el celador. ¿Creen que es una coincidencia
que la Conferencia de la Industria Pesquera de Moscú acabe de aplazarse?
Recuerden las dificultades que hemos atravesado en los últimos años. No es la
primera vez que lo utilizan como medio de presión política. Obviamente, es
prioritario para nuestro gobierno que se acabe con la pesca del cangrejo en las
aguas septentrionales…
—¡Vaya discusión tan graciosa hubo con esos malditos cangrejos la
última vez! —dijo Parr, riéndose y creyendo que un poco de humor ayudaría
—. Sus partidarios, argumentando que el cangrejo real salta en el agua y flota
como un farolillo de papel japonés, y que por tanto pertenece a mar abierto.
Los rusos, insistiendo en que repta por el lecho del mar, y que por tanto es
ciudadano soviético y pertenece a su placa continental. Se alargó seis
semanas, ¿verdad?
—Y el resultado fue una discrepancia de cuota de cinco mil toneladas en
nuestro perjuicio —replicó Enozawa—. No consideramos que el asunto sea
ninguna frivolidad, señor Parr, a la vista de los disturbios del mercado de
pescado de Tsukiji. Rusia está tocando un punto sensible. El chico debería ser
repatriado de inmediato…
»Por cierto —añadió—, acaba de referirse a “su” placa continental. En el
caso de Kamchatka, sí. ¡Pero Sajalín y las islas Kuriles son otro tema!
—Si consideran tan importante a Nilin —sugirió Gerry—, tenemos que
contar con la posibilidad de que esté diciendo la verdad. En ese caso, ¿qué
demonios está ocurriendo en Sajalín?
—He descubierto algo extraño sobre el centro de investigación de
Oziorski —empezó a decir Tom Winterburn.
—De Nagahama —musitó Enozawa.
—¿Disculpe?
—Nagahama es el nombre japonés correcto. Por favor, recuerde que toda
la mitad meridional de Sajalín sencillamente fue confiscada a Japón en 1945.
—En los mapas pone Oziorski.
—¿En los mapas de quién? No en los japoneses, capitán Winterburn.
—Bien, no creemos confusiones innecesarias. —El agregado naval
consultó el documento que tenía ante sí, abochornado—. Al parecer, el centro
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de investigación tiene acceso a un ordenador IBM 370-185 fabricado en Estados
Unidos. No sé si se hace idea de lo relevante de este hecho…
—Sí que tienen máquinas avanzadas para la investigación pesquera… —
aventuró Mercer; llevaba el nudo de la corbata incluso más apretado ese día.
Enozawa contempló el detalle, cuando menos, con aprobación implícita,
pero no estaba claro si por la posibilidad de que Mercer se asfixiara o porque
indicaba un intento de enmendar la chapucería norteamericana.
—Quién utiliza qué tipo de hardware es un claro indicador de lo que está
pasando en el mundo. Los israelís disponen de un Elliot 503 y un IBM 360-80
que usan para la hagiografía (han descubierto que el Libro de Isaías lo
escribieron tres profetas), y un IBM 370-154 destinado a la defensa aérea. Los
birmanos tienen un ICL 1902 desvencijado para llevar a cabo tareas censales.
Los japoneses… —asintió con deferencia hacia Enozawa—, bueno, digamos
solo que los ordenadores y periféricos de fabricación propia están
compitiendo con mucho éxito con el mercado norteamericano. Ahora bien,
nuestro querido cabeza de serie, el IBM 370-165, es capaz de efectuar tres
millones de operaciones por segundo. Pero el mejor producto soviético, el
BESM, solo llega a las quinientas mil: una sexta parte. Hay que decir que desde
el acuerdo con Kissinger los rusos pueden disponer de licencias de
exportación para comprarnos aparatos IBM 370-165, siempre y cuando solo los
quieran para organizar fábricas de jabón y trabajos de consumo similares. Sin
embargo, el gran bebé, el 370-185, no piensan canjearlo ni por amor ni por
dinero. Pero… los soviéticos parecen haberse agenciado uno por la puerta de
atrás. Por medio de una organización fantasma de Viena. El 370-185 puede
efectuar seis millones de operaciones por segundo. Sin embargo, ese 370-185
no ha ido a parar a manos del ejército soviético ni del programa espacial. Al
parecer, ha acabado en ese pequeño pueblo de Oziorski, en Sajalín…
—Nagahama —musitó Enozawa.
—Nagahama —repitió Winterburn, asintiendo con una seca inclinación de
cabeza que podía interpretarse caritativamente como una reverencia abreviada
—. La información es escasa. Aun así, si el 370-185 está allí, y si el tal Nilin
llegó de allí y tiene algo que ver con él, ¡no puede regresar de inmediato,
maldita sea! Mis disculpas a sus pescadores de cangrejos, pero…
—Calma —aconsejó Parr, habiendo visto lo inapropiado que le había
parecido a Enozawa su anterior tentativa de humor.
Winterburn se mordió el labio con delicadeza y se mordió las mejillas.
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—Sus pescadores no van a quedar al margen de esto, capitán Enozawa.
Desde luego, esto concierne a toda el área del Pacífico. Recursos, ejército…,
no puedo decirlo con certeza.
Y el japonés le devolvió una sonrisa débil y evasiva como las de las
máscaras noh.
—Volviendo a las ballenas —recordó Pasko—, si juntamos un cachalote y
un IBM 370-185, ¿qué obtenemos?
—¿Una ballena electrónica? —sugirió Parr con tono burlón.
—Una ballena programada —lo corrigió Pasko—. Pero ¿programada con
qué? Nilin dijo que él era un fracaso. Que la primera impresión era un bebé
humano; es decir, él. Que la segunda impresión era… la ballena. Solo estoy
repitiendo sus palabras. Cada vez me intriga más si esos trastos que monta
con retales y desechos en verdad responden a una reacción estándar autista de
«niño mecánico». Quizá sean reproducciones de algo que ha visto, en Sajalín.
No tiene la capacidad de describir nada verbalmente ni de hacer siquiera un
dibujo, pero sí puede mostrarnos algo de forma indirecta…
—Estamos mareando la perdiz —dijo Winterburn, impaciente—. Yo solo
veo dos posibles interpretaciones: o, a la vista del 370-185, los soviéticos han
desarrollado una técnica de programación de cachalotes para que hagan lo que
ellos quieran, o, a la vista de Nilin, alguna técnica para imprimir la conciencia
de un ser humano en otro cerebro. En un principio, de humano adulto a
humano niño. Eso explicaría a Nilin. Pero ahora han pasado a otra fase: ¡de
humano adulto a ballena!
—¿Una respuesta a sus submarinos de gran profundidad para los misiles
de largo alcance? —sugirió Enozawa con serenidad.
—¡Eso explica su campaña contra la Comisión Ballenera! Los soviéticos
se subieron a ese carro ecologista con una rapidez asombrosa. Antes les había
dado lo mismo, salvo por la pizca de piedad que mostraron con el camarada
delfín. El motivo que adujeron para no necesitar ya cazar cachalotes era que
habían encontrado una fuente alternativa al aceite de esperma. En los dos
últimos años han dedicado en Samarkanda miles de hectáreas al cultivo de la
jojoba. La jojoba es una planta mexicana; el aceite de sus semillas es un
sustituto perfecto para el aceite de cachalote. Los soviéticos la producen de
forma intensiva. Han importado toneladas de semillas de jojoba de México y
ahora la están cultivando masivamente en Asia Central.
—Qué afortunados —comentó Enozawa con acritud—. Qué
desafortunados nosotros, los japoneses, que no conseguimos encontrar un
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sustituto así para la ballena como alimento esencial… Y, mientras, los rusos y
los estadounidenses hacen causa común para prohibir nuestra pesca.
—Lo cual pone la decisión soviética bajo una nueva luz, capitán
Enozawa. Nos engañaron. Han encontrado un uso mucho mejor para el
cachalote, y encima en un marco que implica no matar a ningún ejemplar y en
el que la caza sea ilegal según las leyes internacionales.
»¡Planean programar a las ballenas para que controlen el lecho marino!
—Así que se trata de eso… —dijo Parr, y suspiró—. No tenemos más
opción que pasar la pelota a estancias superiores, y cuanto antes. —Miró a
Enozawa con recelo—. ¿Podría usted entretener a la embajada soviética con
respecto a Nilin, en vista de lo hablado?
—¡No soy yo quien debe tomar esa decisión, señor Parr! No es así como
los japoneses…
—Sí, lo entiendo… Un consenso de decisiones…
Parr se frotó el cuello. Últimamente le entraban unos picores terribles
siempre que se sentaba al lado de la ventana. Culpaba de ello a la Nikon. La
falsa cámara seguía enfocándolo sin tregua por encima de las azoteas.
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oleica y canciones de clics…
—¿Y esos grandes cantores? ¿Los que transmiten las canciones de clics a
cien días de nado o mil?
—No pretendas entenderlas. Solo cántalas.
—Plañideros del mundo marino, no tienen Estrella, ni concepto de
Estrella de Pensamiento, ni esperanza física de ella…
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Los clics del aire detonan otro picor. Contracorrientes sexuales se le
arremolinan bajo la memoria. Extraños fantasmas de «manos» en su carne, su
carne sobre la de otro ser, lo empujan a confortar a una hembra de Los Suyos.
Se desliza contra ella en la manada, aunque el almizcle tiene un regusto más
amargo, y toda ella comunica EVITACIÓN. La balancea con su cuerpo,
temblando de excitación.
Irritada, ella lo golpea con todo su cuerpo, y a través de las olas llegan
pulsaciones crispadas, furiosas, del macho…
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y desolada. Max había sido liberado de Dachau por algún capricho turbio de
unos tiranos irracionales solo unos días antes del estallido de la Segunda
Guerra Mundial y había viajado en barco a Estados Unidos solo unas horas
antes de que hubieran vuelto a apresarlo. Paul difícilmente podía prescindir de
su enorme competencia matemática, aunque siempre había sabido que, en
cierto sentido, Max estaba condicionado, como un gusano en un laberinto, por
descargas de humillación física y mental, y que algo en él se había roto y se
había recompuesto, pero de forma precaria. Toda esa noche, en aras de la
ciencia, Paul lo había llevado por el laberinto de cifras, recreando con cinismo
el régimen del campo, según le había parecido a Richard. Max aceptó la
presión por mor del conocimiento del Universo, tal vez esperando contra toda
esperanza que al final Paul no estuviera en lo cierto. Mientras tanto, la
experiencia lo estaba recondicionando sutilmente, adaptándolo a un molde
psíquico previo, menos efervescente. Los flecos de su bigote parecían finos y
pobres a la luz de la mañana, ya que solo había conseguido mantenerse
despierto las últimas veinticuatro horas de trabajo tirándose de los pelos, uno
por uno. Aún se los mordisqueaba cada pocos minutos, estirando el labio
superior y atrapando los pelos con los dientes para luego soltarlos.
Richard observó al buitre y confió en que no se moviera. No era probable
mientras el indio estuviera cerca del foso de la basura, por lo que era un
ejercicio de voluntad inútil y un tanto singular. Tal vez en realidad confiara en
que Paul no se moviera, por una especie de magia empática; que no aleteara
con un ímpetu excesivo para no atraer la atención del mundo. Sin embargo,
Paul Hammond era el menos dispuesto a evitar su histórico histrionismo…
—Estamos preparados para hacer el anuncio, ¿verdad?
Max suspiró.
—Esto va a ser como meter un zorro en el gallinero, Paul. No sé si es la
mejor manera de hacerlo. ¿Con agencias de prensa, en vez de en la
Conferencia de Seattle…?
—La burocracia académica, a su debido tiempo, Max. ¡Pero un
descubrimiento de esta magnitud pide a gritos un trato mucho más generoso!
—Es vulgar, Paul. No es el método científico.
—Claro, es solo espectáculo. ¿Por qué fingir? Sinceramente, ¿crees que
hoy estaríamos sentados aquí, en Mezapico, si yo no hubiera sido mi propio y
vulgar relaciones públicas?
—Tus otras «vulgaridades» se quedan en nada en comparación con lo que
te propones ahora. Espera hasta Seattle, Paul. Las agencias lo recogerán
enseguida. Pero estas prisas… ¡Es indecente! Después de varios miles de
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millones de años, ¿no puedes esperar unas semanas más? Paul, estás
demasiado enganchado a ese eslogan, «los Pasos de Dios»… En el fondo
sabes que no te atreverías a titular un documento científico así…
—Ah, ¿no? —Paul soltó una carcajada estridente—. ¡Pues lo haré! ¿No se
rieron de las ondas hammond, y no estaba yo en lo cierto? ¿No lo sabe el
mundo? Una «catástrofe topológica»: la existencia de otra galaxia en colisión
con la nuestra pero oculta por la extensión de la Vía Láctea y por la lente
gravitatoria del núcleo. ¿No parecía ese concepto muy estrafalario? Y ¿quién
tenía razón? Dime —lo desafió, con ojos refulgentes—, ¿desconfías de las
conclusiones a las que hemos llegado? ¿Las consideras inválidas? ¿No?
Entonces nuestra obligación ineludible es darlas a conocer. La gente está
muriendo sin saber la verdad, es repugnante. Y, en cualquier caso, no estamos
perjudicando a Seattle.
»Por lo que a público se refiere, será la primera conferencia sobre
astrofísica en la que no quede ni un asiento libre.
«¿Qué es esta paranoia? —pensó Richard—. Delirios… Pero nada de esto
es ningún delirio. Si Paul estuviera diciendo que la Tierra es cuadrada, sería
distinto. ¡Pero lo que está revelando es mucho más devastador!»
—Por supuesto —intervino Richard, mordaz—, esto podría, solo podría,
augurar el fin de la astronomía. Tal vez deberíamos tener en cuenta ese
aspecto.
Paul miró a algún punto a medio metro justo detrás de la cabeza de
Richard, como si no lo viera, como si no pudiera creer que Richard Kimble
acabara de pronunciar aquellas palabras y, por tanto, estuviera intentando
localizar el origen de la voz.
—Está bajando la financiación de proyectos como este, ¿verdad? —se
explicó Richard—. Tú mismo lo has dicho. Si anuncias que al fin has
alcanzado el albor de la creación, que has conseguido abrir el cajón del último
secreto y que lo has encontrado vacío (¡planteándolo en estos términos
explícitos, como parece que es tu intención!), bueno, no me cabe duda de que
la mayoría de la gente reaccionará como si fuera el Fin.
—Tonterías, Richard. Todo lo contrario: la reacción que provocará será
un chaparrón de proyectos para corroborarnos o refutarnos. ¿Sequía de
financiación? Yo más bien espero un diluvio. El mundo se volverá loco por
saber qué es cierto y qué no. La verdad última sobre la naturaleza de la
materia, ¡de la realidad!, no la han proporcionado los aceleradores de
partículas. La hemos encontrado nosotros, aquí. —Paul bostezó brusca y
toscamente—. ¿El fin de la astronomía? —cuestionó, altivo—. Tal como yo
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lo entiendo, «fin» significa «propósito último» u «objetivo último». Que no
consiste en andar perdiendo el tiempo con lunas y planetas, sino en estudiar el
origen último, la naturaleza básica de las cosas. Todo lo que ocurrió a partir
del origen es intrascendente…
—Estas afirmaciones tuyas tan modestas, Paul —dijo Max, y suspiró—, te
granjean todo nuestro cariño.
—Estas afirmaciones mías tan modestas te harán famoso, Max, y a ti
también, Richard, por formar parte del equipo…
—… con el que estás encantado. —Max hizo una mueca.
El doctor Paul solo inclinó la cabeza en un gesto de conformidad, ajeno al
retintín, o consintiéndolo complaciente.
—Esta noche me pondré en contacto con las agencias de prensa. Mientras
tanto, quiero leeros el comunicado que he redactado. Aún no está pulido,
pero, dentro de unos días, habrá periodistas desinformados que os harán
preguntas. Así que sería una buena idea tener ya en la cabeza, elaborados,
nuestros propios argumentos en sintonía con estas líneas, para dejar todo claro
como el agua.
—¿No podríamos dormir antes unos días? —protestó Max—. Es como
correr doscientos kilómetros y luego tener que presidir una recepción.
—¿Una recepción, Max? ¡Más bien el banquete del universo! Además,
hasta ahora hemos llevado una vida bastante tranquila aquí. Hemos tenido que
ser silenciosos como los ratones —soltó una risilla— para poder oír esos
pasos que se alejan de puntillas…
Cuando el doctor Paul levantó una hoja impresa, el buitre alzó el vuelo y
planeó hasta el foso, ya despejado.
La voz de Paul le recordó a Richard los caramelos de lima que compraba
de niño en una confitería de Filadelfia; era como una descarga de balas verdes
y vidriosas de información con el núcleo efervescente de picapica: los
mejores paquetes de datos de Hammond…
—«Cuanto más lejos miramos en el universo con los radiotelescopios —
leyó Hammond a toda prisa—, más atrás miramos en el tiempo, en dirección
al comienzo del universo. Entre ocho y nueve mil millones de años atrás,
innumerables e intensísimas fuentes de ondas de radio indican la presencia de
un verdadero caldero de actividad. Fue entonces cuando se empezaron a
formar las galaxias, a partir de la energía liberada por la bola de fuego
primigenia. De hace nueve mil millones de años solo nos llega la radiación
difusa de fondo. Que representa, presumiblemente, el enfriamiento de la bola
de fuego, el eco calórico del primer acto de creación. Ahora hemos
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descubierto, trabajando con frecuencias muy bajas en sincronía con nuestro
telescopio de los Andes, que hay anomalías en la radiación de fondo de
microondas…»
Hizo una pausa para tomar aire y observar a sus cansados colegas, que a
sus ojos eran ya recortables que representaban a Reuters o a UPI.
«En los Andes van a ponerse furiosos cuando Paul suelte esto —pensó
Richard—. ¿Se lo habrá consultado siquiera? Pero, al fin y al cabo, ¿no tiene
ya en el bolsillo al director de los Andes? Una persona nombrada por la
Junta… Y la Junta, en el bolsillo de Washington… Y el doctor Paul, con el
enchufe de varios senadores y congresistas influyentes, un premio Nobel que
hace un tiempo mostró en público su apoyo a una campaña republicana y
arrimó el hombro para intentar frenar el carro del miedo a la recesión
económica antes de que llegara a los niveles actuales…»
—«Y a través de esos agujeros detectamos otra radiación, oculta casi en
todas partes por la llamada calima de la bola de fuego, que tiene un origen
muy distinto y que demuestra que el universo en general es radicalmente
diferente de todo cuanto creíamos hasta el momento… No solo el cosmos es
no isótropo, sino que todo el universo físico y la materia contenida en él,
incluida la Tierra, ¡no salió de ningún huevo primigenio! Hace
aproximadamente diez mil millones de años eclosionó un universo de materia
positiva, cierto, y enseguida se disipó y se transformó en algo de naturaleza
diferente, ¡justo después de eclosionar! Las galaxias, las estrellas y nosotros
mismos somos solo una especie de reflejo fantasma de él. En efecto, hemos
detectado los Pasos de Dios resonando en el cielo en el momento de la
creación, ¡pero se alejan de nosotros!»
—¡Menuda exageración! —murmuró Max, hundiéndose aún más en sí
mismo, con un aspecto bastante poco fantasmal, si bien algo ameboide.
—Es necesario, Max, para la presentación. Aunque no fuera verdad.
—¿Una cita de Hamlet, quizá? —interpoló Max, irónico—. «Oh, que este
sólido, sólido universo vaya a derretirse, fundirse y descomponerse en un…»
¿Un qué? ¿Una concatenación de microagujeros negros?
Hammond dejó en la mesa la primera hoja y cogió una segunda. Richard
observó que estaba en blanco salvo por las ecuaciones con los argumentos
esenciales. Típico del doctor Paul que hubiese redactado una obertura
grandilocuente y no se hubiera molestado en elaborar un texto para dar cuerpo
a la parte vital del teorema.
—Imaginemos la bola de fuego primigenia, caballeros —improvisó,
dirigiéndose ya a multitudes—. Bien, ese «huevo» primigenio, en el que está
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contenida toda la materia y la energía del futuro universo, se envuelve con la
tela del espacio, bien tensa. No existe ningún otro lugar, no hay nada más allá,
ningún otro sitio donde exista nada. Entonces el huevo explota. Hasta aquí
llega la teoría ortodoxa. Pero consideremos la forma de explotar. Debido a la
constante de Hubble (ahora la explico, no se preocupen), podemos deducir
que el huevo original tenía un diámetro de entre tres y cuatro años luz. Con
todo, en los cuatro primeros minutos de la explosión, la bola de fuego habría
aumentado hasta alcanzar ochenta años luz de diámetro, y seis minutos
después, ochocientos años luz de diámetro. Desde entonces, el universo ha
aumentado de tamaño trescientos millones de veces y se ha enfriado de forma
proporcional, transformándose en el actual, que se expande al ritmo presente.
Sin embargo —se humedeció los labios y le refulgieron los ojos—, hay un
error.
«Algunas personas parecen hablar deprisa por principios —reflexionó
Richard— para impresionar a los demás con su elevadísimo cociente
intelectual. Aun así, suelen recurrir a risillas o toses o algún otro truco para
eclipsar las vacilaciones normales de cualquier mortal. Paul Hammond, no.
Una vez que despega, continúa hasta que se queda sin aliento y de cuando en
cuando tiene que planear un rato antes de reanudar el vuelo febril.»
—Un crecimiento en seis minutos de setecientos veinte años luz
necesitaría que la velocidad de la luz fuera de dos años luz por segundo. Que
es imposible, a menos que apañemos un poco el propio concepto del tiempo.
En una situación así, las partículas alcanzarían pronto masas infinitas y el
campo gravitatorio sería infinitamente fuerte. Así, cada partícula tendría que
colapsar en una singularidad. El tejido del espacio no puede crecer lo bastante
deprisa para contener una explosión como la que plantea la teoría. La única
expansión posible era hacia dentro…
—Como la «emigración interior» durante el Tercer Reich —dijo Max,
estremeciéndose.
—¡Exacto! Buena frase, me la apunto. El universo emigró al interior,
dejando una miríada de agujeros negros diminutos, que se unieron
violentamente para formar lo que llamamos materia. Son los quarks (los
gránulos de materia subatómica), ¡para cuya caza con ciclotrones se han
gastado en vano tantos millones de dólares! Y, por supuesto, ese es el motivo
por el que no hay grandes masas de antimateria en el cosmos.
Estadísticamente, debería haber habido un equilibrio perfecto entre materia y
antimateria, al cincuenta por ciento. Y lo hubo. Pero esas distinciones banales
cayeron por agujeros negros. Tenemos un cosmos poblado casi por completo
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por materia, comprimida en paquetes de vacío. Pero, desde luego, no es el
universo creado por Dios. Solo podemos especular sobre qué ocurrió en el
universo «real». Y sobre qué ocurre ahora…
Max agitó las manos en el aire un instante, como aletas, antes de dejarlas
caer de nuevo sobre el cuerpo. Cerró los ojos.
—¿Dónde está el universo real que creó Dios? Debe estar en la dimensión
a la que fueron a parar la materia y la antimateria reales, obligadas por las
leyes físicas de la expansión. Nuestro universo es —unió las palmas en un
gesto budista de bendición, burlón— un subproducto ilusorio. Maya, una
ilusión. Formas ilusorias impuestas en una matriz vacía. La energía liberada
por la fusión de todas las singularidades es lo que alimenta la expansión, no el
Big Bang. A diez mil millones de años luz hemos detectado vestigios de la
gloria original. Pero no es la nuestra…
Se escrutó con aire reflexivo las manos, con perfecta manicura, como si
fueran un fenómeno irreal, esas manos que acariciaban a Ruth de forma tan
poco convincente, tan seguras de su supremacía táctil.
Max se removió en el asiento, como una foca cansada que emergiera del
agua.
«Todos nos estamos volviendo animales —pensó Richard de la compañía
circense de la que parecía formar parte—. Uno hace de foca… ¿Y yo? Una
especie de oso de peluche mullido… Básicamente, una mascota pasiva.»
—Eso de que la velocidad de la luz fuese de dos años luz por segundo…
—objetó Max—, ¿qué problema tiene, Paul? Si se considera cada partícula
individual en términos de masa inercial…
Hammond hizo un gesto de impaciencia.
—La distribución de señales que llegan a través de las «mirillas» se
corresponde exactamente con la que se espera de la fusión de singularidades
en la materia. ¡De eso no hay duda!
—Paul, querrán preguntar cómo podemos tener mirillas si no hay ningún
otro lugar donde mirar…
—Bueno, hasta mi mujer podría preguntarme eso. Es fácil. —Enumeró las
fases con los dedos—. Primero: está el huevo, envuelto con todo el espacio.
Segundo: el huevo explota y forma la bola de fuego, que genera el espacio a
medida que se expande. Tercero: las partículas alcanzan una masa infinita y
colapsan aproximada, pero no exactamente, al mismo tiempo. Esa es la clave:
la fracción de solapamiento. Y cuarto: las singularidades se fusionan para
formar lo que con tanta suficiencia consideramos materia, mientras que la
energía liberada en el proceso alimenta la expansión del seudocosmos
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resultante… —Hammond miró a Richard Kimble con aire misterioso—. El
acicate de la astronomía futura, querido Richard, y también de la religión,
añadiría, será la necesidad imperiosa de entender la naturaleza del universo
real que emigró al interior, por utilizar las conmovedoras palabras de Max, en
el alba de los tiempos. El verdadero universo es, según lo definen los
místicos, una realidad inmanente que reside dentro de cada átomo de nuestros
cuerpos. ¡Pero está al otro lado de una barrera infranqueable! Debe ser un
universo organizado en sí mismo. De eso estoy seguro. ¡Y de que es el
verdadero universo creado por Dios!
—¿Habitado por ángeles? —Max suspiró—. ¿Por qué tenemos la manía
de meter la religión en todas las ecuaciones?
—¡Porque hasta ahora parecía que la ciencia había destronado a la
religión! Yo la reinstauro ahora. Demuestro la existencia de Dios con este
modelo, ya que el universo es único y excepcional. Para empezar, ¿de dónde
salió el huevo primigenio? ¿Del colapso de un cosmos previo similar al
nuestro? ¡Ah, no! No podía haber ningún ciclo previo, si la materia es como
afirmo que es. «Nada puede proceder de la nada», si insistís en que cite a
Shakespeare. Hasta el más tonto lo sabe. El colapso del cosmos actual,
cuando se produzca, de ningún modo podrá dar lugar a otro huevo, sino solo a
un punto de vacío voraz. ¡La nada elevada a la enésima potencia!
—A mi parecer —opinó Max—, estás demostrando el ateísmo, no la
religión. Es decir, el ateísmo en sentido literal. La ausencia de Dios. Sin duda,
Él está en alguna parte. Sin duda, Él desencadenó el Big Bang. Pero nosotros
somos irrelevantes para Él, todas nuestras estrellas y galaxias.
—Sin embargo —insistió Paul—, existe un Dios, aunque no esté para
nosotros. Porque solo ha sido creado un único universo. ¡Él construyó el
universo que hay al otro lado del nuestro! La física y la química podrían ser
totalmente distintas allí. ¡Lógico! Ahora, debemos construir la cosmología a
ese universo. ¡Al infierno con este! Que Richard crea que representa el final
de la financiación me parece increíblemente corto de miras. Por cierto, no me
extraña que la chorrada de Ozma no funcionara. No puede haber señales de
radio procedentes de Tau Ceti ni de ningún otro lugar. Las especies avanzadas
tienen cosas mejores que hacer con los recursos que chismorrear a través de la
valla del patio con los vecinos.
—Paul, volviendo a la idea de que Dios creó el huevo, y que este solo
puede existir una vez en toda la eternidad… Entonces, dado un tiempo
infinito, ¿podría ocurrir cualquier cosa, incluso la aparición espontánea de un
universo?
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—Mi querido Max, el tiempo es función de la materia, igual que el
espacio. No existe nada parecido a la «eternidad» esperando a que ocurra algo
en algún momento, como tampoco existe un vacío esperando a que lo llene un
universo.
—Así que hemos demostrado a la vez que Dios existe y que no existe para
nosotros —se lamentó Max—. ¡Qué gran noticia para el mundo! ¿Es sensato,
Paul?
—Bueno, esto tendría que animar un poco las cosas —contestó Paul, con
una sonrisa pícara—. Empiezo a aburrirme de tanto provincianismo: lunas,
planetas, vías lácteas. La astronomía debe erigirse en la forma más elevada de
filosofía… ¡De religión, en realidad! Ya va siendo hora de que la gente se
olvide de discusiones nimias sobre petróleo, cobre, pesca y demás.
Estalló en una risa socarrona y estrafalaria, y miró atrás un instante. El
buitre hurgaba en el foso de la basura en busca de huesos de pollo.
«Sería bonito imaginar —pensó Richard— que Paul solo aspira a inducir
un ánimo de resignación budista en los habitantes del mundo en un momento
en que todos los futuros posibles parecen igual de lúgubres, sórdidos y
nefastos.»
Max comentó algunas cosas de lo que había oído en la radio aquella
misma mañana, mientras picaban algo para desayunar… Un superpetrolero
japonés se había hundido por el estallido de minas de la guerrilla en el
estrecho de Malaca… La epidemia de ántrax, que se propagaba desde una
Nueva Guinea arrasada por la guerra, había alcanzado Célebes y Mindanao…
Los australianos habían retirado a su embajador de Washington en protesta
por la aparición de icebergs radioactivos en aguas antárticas, pues culpaban
de ello al proyecto de residuos de la Comisión Norteamericana para la
Energía Atómica, la Operación Nevera…
Tensiones sintomáticas en el humor y la cordura del mundo… Pero Max
solo consiguió parecer irrelevante e incoherente al mencionar esto. ¿Qué tenía
que ver con la cosmología?
—¿Serías tan amable de dejarnos ir a dormir, Paul? —suplicó al fin—.
Algunos de nosotros somos humanos… Estoy contigo en que hay que dar al
mundo alguna otra cosa en que pensar… Pero ¿tiene que ser esto? —añadió
con una nota subyacente de horror.
—Humanos, demasiado humanos —dijo Hammond, asintiendo
alegremente—. Habéis trabajado bien. Id a descansar. Para los periodistas.
—Yo preferiría ahorrarme esa parte, Paul. Estoy agotado…
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—La naturaleza humana —meditó Hammond cuando se levantaban para
retirarse—. Antes teníamos que lidiar con nuestra propia nada: la muerte. A
partir de hoy, será con la nada de la propia materia, de todo el cosmos…
—Me recuerda a la rima del viejo marinero —confesó Richard—.
¿Deberíamos pegarle un tiro a ese buitre y colgarlo del cuello?
—No estamos para bromas —espetó Max después de cerrar la puerta de
Hammond—. Está claro que necesitamos líneas de base muy largas para las
observaciones. Y con eso me refiero a tener al menos una antena en órbita y
otra en la Luna…
—¡Quizá Paul pretenda levantar oleadas de entusiasmo justo para eso! —
exclamó Richard con vehemencia, en un arrebato de dignidad para
convencerse a sí mismo, reticente a identificarse con el derrotado Max—. Una
nueva misión Apolo para la humanidad…
—¿Las multitudes de la Tierra necesitan una misión así? —replicó Max
con sorna—. Que Dios nos ampare.
—¡Puede que Paul tenga razón! ¿Cómo, si no, podríamos garantizar la
continuidad de la investigación fundamental? Los recortes que hemos sufrido
serán una nimiedad en comparación con la austeridad que se avecina.
Estamos aquí gracias a la magia política de Paul. Pero hasta la magia tiene
límites. Si Paul debe convertirse en profeta para garantizar el futuro de la
astronomía…
—Entonces, ¿a ti te parece bien? —La voz de Max, cansado como estaba,
era desdeñosa—. Una nueva religión de un universo sin Dios, que demuestra
la existencia de Dios en otra forma de ser… ¡Oy veh, Paul se ha vuelto loco!
¿Cree que esto puede arreglar el mundo? Yo me rindo. ¿Qué puede hacer un
viejo…?
Max parecía casi extravagante, como una parodia de sí mismo, mientras
se arrastraba hasta su cuarto a dormir.
Richard recorrió el pasillo en la dirección opuesta, con la mente centrada
en imágenes de ballenas y del mar, pero no consiguieron purificarlo.
Salió a trompicones. El intenso fulgor de la luz natural mexicana lo dejó
casi sin sentido y le retumbó ensordecedor tras las cuencas oculares. La
cúpula de cielo azul era una campana grandiosa vista desde el interior.
Vio a Ruth Hammond sentada en una roca a la sombra del Gran Disco y
se cobijó a su lado, reprimiendo el impulso de taparse los oídos. Ella
contemplaba un lagarto de color malva que cazaba las moscas que se posaban
en una lata de raviolis vacía.
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A partir del tránsito de las sombras en el suelo irregular, a paso de caracol,
se podía medir la lenta rotación del disco al rastrear las señales procedentes de
uno de los «pasos»…
—Paul está fundando una religión propia —dijo él, incoherente—. La
Primera Iglesia del Ateísmo Místico Científico… ¿Quieres hacerte fan?
Se sentía demasiado cansado para discernir si estaba siendo ocurrente o
insultante. Y, después de eso, poco quedaba por decir.
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Sueña que está atrapado en olas de nieve, una suavidad glacial que acalla
todos los sonidos, que ciega todas las imágenes. Blancura borrosa, ruido
blanco… Intenta escapar con unas extremidades incongruentes. Y los sonidos
lo persiguen, tratando de adquirir sentido. Pero el latido de sangre le habla
más fuerte al oído y los borra. El latido irritante y aterrado de su sangre le
convierte el cráneo en un tambor retumbante.
Los fantasmas de detrás se llaman «palabras»…
Se detiene un momento y abre su sensibilidad a esta naturaleza salvaje y
amorfa de la mente. El latir desenfrenado cesa un instante, y casi entiende los
fantasmas palabra, y por qué está huyendo, y hasta cómo lo lleva a cabo…
Entonces, en la cavidad reverberante de su interior, fluye un aceite cerúleo y
balsámico, y él despierta y se encuentra acunado en las olas, expulsando a
chorros la espuma blanca, la lana blanca y acre de nieve por el orificio nasal.
El sueño lo asusta. En él, veía y al mismo tiempo no veía las olas de
nieve. Era como si estuviera inventando la forma de la nieve a partir de un
conocimiento posterior que no tenía nada que ver con su vida onírica…
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Huía mientras las sacudidas rasgaban el mar, haciendo zozobrar las rocas
de hielo: ¡el golpe procedente del cielo!
El agua de la superficie tenía un sabor nauseabundo, viscoso, a quemado.
Había cosas flotando a su alrededor, y las desplazaba, notando que ese
«puño» singular estaba destrozado, con los dedos rotos y arrancados. Una
masa flácida de carne helada flotaba envuelta en suaves velos, con largas
serpentinas y una cúpula blanca de aire suave. La bestia marina tenía las
aletas de la cola divididas de forma extraña, unas aletas que podrían haber
corrido, por la nieve, en tierra firme… Lo laceró una sensación de
familiaridad, pero también de ajenidad.
—¿Quién eres? —había pulsado a la enmarañada forma. Pero la pequeña
bestia bifurcada estaba muerta. Jugó con ella un rato, meneándola con la
frente, hasta que las burbujas salieron y la bestia se hundió.
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presencia encogida, oscura, con aire de cervatillo, a la que Richard no vio
bien en un primer momento.
—Creo que podemos pasar por el lado —gruñó el gordo, despachando a
Richard con la mano. Medias lunas de sudor le adornaban las axilas de la
camisa.
—No, no me entiendes. Soy ayudante del doctor Hammond, Richard
Kimble. Me encargo de llevar los asuntos de prensa. Obviamente, él está muy
ocupado. Estoy aquí porque la CBS…
—¿Quién has dicho que eres?
—Kimble. Richard Kimble. He trabajado con el doctor Paul en la
hipótesis de los Pasos de Dios…
—¿«Hipótesis»? Entonces, ¿existen dudas? —se apresuró a preguntar la
presencia oscura. Tenía acento extranjero, tal vez italiano.
Richard miró dentro con más atención. Allí vio los dulces rasgos cervunos
de un pilluelo napolitano criado a fuerza de pasta y virilidad, que al cabo del
tiempo hubiera vuelto a su forma original, como si lo hubiesen metido en una
lavadora y hubiese salido más fresco e inocente pero con más arrugas tristes.
Sus ojos castaños y grandes le devolvieron una mirada reprobatoria a Richard.
—Observaciones, descubrimientos —se corrigió Richard con mayor
firmeza—. Lo más probable es que acabe conociéndose como el teorema de
Hammond. El doctor Paul lo explicará todo en la rueda de prensa de mañana.
Así lo llamamos cariñosamente —mintió, con la sensación de que el mito
crecía mientras hablaba.
—¿Estás diciendo que tenemos que quedarnos en este vertedero hasta
entonces?
—No, claro que no. —Richard sonrió al conductor—. Hay alojamiento en
el observatorio. También podréis comer allí. Está todo organizado.
—Guardias armados incluidos —se oyó desde la parte trasera.
—Sí, ¿por qué tanta seguridad? —preguntó el hombre sentado al lado del
conductor.
—No lo sé, acabo de enterarme. Supongo que para evitar intromisiones.
Vosotros solo os quedaréis un par de días, pero igual siguen llegando
turistas…
—Y, si vienen, ¿tendréis que dispararles? —insinuó aquella voz oscura—.
La situación de ahí es la típica previa a una revuelta. No le falta ningún
ingrediente.
—Gianfranco tiene razón —confirmó el gordo—. No sé si sabéis que
impedir el paso a la gente provoca histeria, en el mejor de los casos. Tengo
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que escribir sobre ese control, es una locura.
—Bah, seguro que exageráis. —Richard intentó desviar la atención—.
Escuchad, ¿os importa que nos quedemos aquí mientras la CBS hace su
trabajo? Luego subiremos juntos.
—Bueno, parece que has encontrado el bar del pueblo.
—Cierto. —Richard se rio.
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el centro. —Le lanzó a Richard una mirada cargada de malicia desde ese
rostro dorado, hermoso y desfigurado—. ¡Tendrías que haber visto cómo se
pavoneaban para que les hiciéramos fotos mientras nos dejaban pasar! ¡Mirad
qué soldados tan buenos somos!
—Esto apesta a Cecil B. DeMille, con un presupuesto miserable —
rezongó Morelli—. Está amañado.
—Esos chicos no saben lo que les espera. La muchedumbre está a punto
de estallar. Tengo olfato para estas cosas.
Richard, perplejo, se enjugó la frente con el dorso de la mano.
—Si están tan rabiosos, es lógico que se proteja el telescopio.
—Como te he dicho, están rabiosos porque los estáis frustrando —le
recordó el gordo—. Si los dejaran pasar, lo único que harían sería venir y
mirar boquiabiertos. Pero, ¡qué demonios!, darán para un buen artículo.
El patrón, un campesino hosco y fornido, les llevó una bandeja con
bebidas: ron con soda para el italiano, cerveza tibia para los otros dos.
—¿Hielo? —preguntó en castellano el gordo, esperanzado—. ¿Tiene
hielo?
El patrón negó con la cabeza y se alejó sin mediar palabra.
—Pues claro que no tiene —dijo Morelli, con una risilla desdeñosa—.
Han cortado la corriente para evitar interferencias eléctricas, ¿no lo has oído?
Así que nada de neveras.
—Eso no es verdad —espetó Richard—. Me ofenden esas insinuaciones.
Nuestros técnicos recorren la zona cada tanto arreglando sabe Dios cuántos
generadores desastrosos y otros cachivaches. A veces hasta les reemplazamos
el equipo viejo por uno nuevo, gratis. Tenemos que hacerlo. Y cuesta dinero.
¡Y probablemente a Paul también le había costado lo suyo mover los hilos
necesarios para montar aquel despliegue militar! Pero… ¿Cecil B. DeMille?
Era evidente que los soldados no eran extras. Aunque sí parecía muy
verosímil que se los hubieran agenciado para la ocasión y poner algo de teatro
al asunto…
—Contadme más sobre el control… —musitó con tono de disculpa.
—Tienes que conocer la dinámica de las multitudes y de los movimientos
populares —expuso Morelli con ferviente didactismo. Representaba a una
agencia de prensa francesa, según vio Richard en su acreditación, pero parecía
representarse más a sí mismo que a ninguna entidad—. En esa barrera
artificial interactúan cuatro grupos distintos. Los campesinos supersticiosos
que creen que los científicos han demostrado la existencia de Dios, pero que
no saben si eso significa que el Demonio gobierna el mundo, ¡ya que por lo
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visto Dios se fue de vacaciones después de montar todo este tinglado! Los
pequeño burgueses, amenazados por todas partes por el colapso de los valores
tradicionales y bien informados para temer con espanto los años venideros.
Motivados por el terror y la codicia de clase, son el típico carácter prefascista
que lleva a las dictaduras, aunque se los podría manipular hacia una especie
de cienciología. No, no he usado la palabra correcta. Ese culto ya existe. Me
refiero a algún concepto de ciencia dura que sea el equivalente al que los
campesinos tienen de la «salvación». Eso podría ofrecer una salida a los
burgueses. Llámalo ciencismo o cienciocracia, una especie de misticismo
científico al servicio del poder. Luego están los hippies californianos, que se
preparan para repetir el festival de Altamont y celebrar las nuevas
revelaciones, tocando la guitarra y a las chicas, siempre a la caza de un
gurú…
Mientras Morelli hablaba, Richard visualizó la película Los diez
mandamientos, que había visto de chaval. Era de DeMille, ¿verdad? Recordó
la escena de Moisés descendiendo de la Montaña, llevando las Tablas de la
Ley esculpidas a los desconsolados israelitas, que se lamentaban y
amenazaban con sublevarse entre los matorrales. La cara de Moisés, con el
pelo hirsuto y plateado hacia atrás por efecto de la electricidad de la presencia
de Dios, era la de Paul Hammond…
—Los turistas corrientes, por último, representan a la burguesía media
norteamericana, más traicionada y desencantada por el estado de las cosas que
sus primos mexicanos, y también amargada por el bochornoso declive de su
país. Les iría muy bien un resurgimiento del orgullo chovinista y devoción a
algo, por malo que fuera, que reviviera el espíritu de Apolo. Idealmente, algo
que volviera a polarizar el genio científico del pueblo norteamericano hacia
algún objetivo abstracto y ultraterrenal, uno que no llevara adosado el estigma
de Vietnam. Algo tecnológico, sí. Pero más religioso que político o militar.
Ese control militar de ahí hace de crisol para todas esas tensiones tan diversas,
que representan ideologías. Las bayonetas serán los cazos que lo remuevan.
Es un brebaje potente: ¡la esencia de la locura a escala mundial!
¡Cómo se habría puesto el doctor Paul de haber oído aquel análisis!
Richard llegó a pensar que había aparcado el Sierra con la misma
despreocupación con que lo habría aparcado él, al estilo de un control
improvisado en medio de la calle, como si fuera un reflejo condicionado por
él…
Mientras estaban allí bebiendo, el sacerdote del pueblo se asomó al local,
vacilante.
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Entró en la pulquería con un súbito y curioso brinco, como si salvara una
grieta estrecha pero muy profunda.
Parecía que la cabeza calva y abollada se le hubiera encogido o hundido
por encima de las orejas. No dejaba de asentir a un lado y a otro, como si le
hubieran colocado mal el cráneo sobre la columna vertebral y estuviera
suelto, balanceándose. O como si lo acosaran unas moscas diminutas e
invisibles y a fuerza de sacudírselas se le hubiera desencajado.
—Dispénsenme… Uno de ustedes es de…, eh…, de la cosa de la
montaña, ¿cierto? —Tenía los dientes medio podridos y engullidos por encías
marrones, sucias…
Richard se identificó, dubitativo. El sacerdote parecía mucho más frágil y
lastimoso que cuando lo habían visto frente a la iglesia unos días antes. Una
marioneta desechada.
—Soy…, eh…, el padre Luis. He oído hablar…, ya sabe…, de su…,
ah…, descubrimiento de la ausencia de Dios. Deus absconditus… —Se
introdujo un dedo en la boca rota, se empujó la lengua y asintió—. Entiendo
el…, ah…, sistema mezapico, pero soy incapaz de hacer los sonidos
correctos. Hay que aprender de niño. Pero por aquí están silbando acerca de
los soldados. Y la muchedumbre… —Hizo un gesto de impotencia—.Tengo
que saber qué significa… Tengo que decirles algo a mis… hijos, para
consolarlos. Explicarles. No tienen nada. Decir que no son nada… —Las
palabras murieron—. He rezado para que…, ah…, esa cosa plateada de ahí
arriba no… —Se interrumpió, y su discurso cambió de rumbo—. ¿Sabe?, he
tenido una visión. No se lo he dicho a nadie. Ni siquiera a mis superiores de
San Pedro.
Tras secarse el sudor de las manos en los pantalones con vehemencia, el
gordo empezó a taquigrafiar en un bloc de notas.
Morelli se bebió con avidez las palabras del padre Luis, como decidido a
memorizarlas. A Richard le pasó por la cabeza la idea de que, si los soldados
del control podían considerarse extras contratados en el drama cósmico de
Paul, ¿no podría estar representando ese viejo sacerdote un papel? No, era una
idea ridícula. ¿El padre Luis, con su pronunciación vacilante y sus
revelaciones trilladas, fueran las que fueran? Llevaba años atrapado en aquel
desierto de privaciones que era Mezapico. Como un san Antonio de tercera,
tenía la oportunidad de balbucear sobre sus visiones. Pero no era más que una
figura triste, patética, un juguete roto. ¡Con qué precariedad se le balanceaba
la cabeza mientras declamaba su discurso baboso!
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—Un día me acerqué a verlo… Fui andando hasta allí. Cuando llegué…
—Ahuecó las manos en la misma orientación que el Gran Disco en su ángulo
más bajo—. No había nadie más, ni un alma viva. Todo el mundo muerto.
Solo carroña. Esterilidad. Desechos.
—El valle de los huesos secos —apuntó Richard.
Era todo tan manido… ¿Dónde lo había leído? ¿Ezequiel? ¿Eclesiastés?
Lo había olvidado. Bien, era una muestra de que el doctor Paul no podía tener
ninguna relación con el sacerdote, ¿verdad? Paul, engalanado en su
responsabilidad, habría ideado una historia menos banal que un fragmento
obvio de la Biblia con la que entretener a los viajeros.
—Pero ¿qué tiene de especial? —exclamó el padre Luis mirando a
Richard con intensidad, como si quisiera negar sus sospechas—. Todo está a
nuestro alrededor aquí. Aquello fue solo mi estado de ánimo. Un estado de
ánimo no es lo mismo que una visión…
»¡Ah, mi visión! El cuenco plateado estaba inclinado hacia mí. Estaba
lleno de luz, una cucharada de sol. Pero, en lugar de verterse afuera, el líquido
colgaba… vertical. Desafiaba la fuerza de la Tierra. Su fuerza podía más. ¿Ha
visto usted alguna vez una fundición? ¿Ha visto el metal fundido
derramándose de los cuencos como si fuera lava de un volcán? ¡Pues esa luz
fundida no se derramaba! No había calor, solo luz. ¡Pero qué fuerte era!
Apretó el frágil puño e hizo crujir y temblar las articulaciones como si
pretendiera convertirlas en polvo.
—No es que me cegara, no… No era fuerte en ese sentido. Era fuerte
como… —Abrió el puño y lo dejó caer, incapaz de volver a volver a conjurar
el gesto—. Tendones. Una criatura hecha de tendones brillantes. Iba
absorbiendo por momentos más músculos de luz del pecho del Sol. Y esa
criatura de luz nadaba dentro de sí misma, tensando las fibras robadas. Pero
entonces se…, ah…, se agarraba con tanta violencia, con tanta fuerza… ¡Con
qué codicia se envolvía en las fibras! Ya había succionado los tendones del
Sol, de manera que el Sol se quedó negro detrás de mí, exprimido como por
efecto de alguna tortura terrible…, no desollado, sino algo peor, con los
músculos arrancados como si fueran alambres hasta que el cuerpo se redujo a
una masa inútil, inerte, ardiendo de dolor.
—El motivo por el que el Sol se oscurecía —farfulló Richard a los otros
—, por supuesto, era por mirar tanto rato el reflejo del Disco de espaldas al
auténtico Sol. Los receptores de luz del centro de la retina se abren de golpe,
y los receptores laterales solo sirven para detectar el cambio y el movimiento.
No hubo ningún cambio, pero, como miraba tan fijamente, se desconectaron.
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¡Por eso tuvo la ilusión de estar mirando hacia abajo por un túnel de luz!
Podéis probarlo cuando queráis…
—¡Deja de decir chorradas! —masculló Morelli.
—¿De verdad enfocáis el telescopio directamente al Sol? —preguntó el
rubio, incrédulo y divertido—. ¡No me extraña que vea manchas!
Cuando se detuvo a pensarlo, Richard descubrió que era incapaz de
imaginar en qué posición debían de haber estado el telescopio, el sacerdote y
el Sol… El Gran Disco no podía haber enfocado directamente el Sol; el tipo
tenía razón.
Oh… ¡En cualquier caso, el viejo sacerdote debía de estar medio ciego!
La vacilación que había mostrado antes de cruzar el umbral del bar respondía
a la de alguien que no veía nada en la sala umbría, que confiaba a la fe la
existencia de un suelo sólido allí dentro…, aunque, para activarla, a esa fe
había que darle cuerda como a un reloj.
El padre Luis prosiguió, encogiéndose de hombros con aire desconsolado,
pero no fue un gesto de tolerancia o paciencia. En cierto modo, el tiempo
había dejado de existir para él; no había contexto para que se diera la
paciencia o la impaciencia.
—El ser-tendón… empezó a consumirse, como ya había consumido las
fibras del Sol. Empezó a torturarse, se succionaba y vaciaba de luz. La bestia
se tragó a sí misma, y dejé de verlo. En realidad, dejé de verlo todo. Me quedé
flotando con los pies en el aire. No veía nada. Sabía que me estaba muriendo;
el vacío me estaba engullendo. ¡Pero…! —Volvió a llevarse un dedo a la
boca marrón y corroída y se apretó la lengua. Esa vez sí consiguió invocar un
silbido corto y precario mientras gesticulaba—. Se oían silbidos a mi
alrededor, por todas partes, como llamadas de pájaros; me traían de vuelta y
construían de nuevo el mundo. Tres indios silbaron dentro del cuenco
plateado, ¡silbaron músculos de sonido que me devolvieron aquí! Rehicieron
el mundo para mí. Yo lo vi. Aunque el mundo no existía del todo, eso
también lo supe. Mi fe cambió entonces… Son los pensamientos y las
palabras del hombre lo que construye el mundo, no los pensamientos de Dios.
El hombre no es un pensamiento en la mente de Dios, sino lo contrario: el
mundo es un pensamiento de la mente del hombre. Por favor —suplicó
exhausto, inclinando la cabeza como si estuviera a punto de dormirse allí
mismo—, no despenséis el mundo. Es un desierto pobre y putrefacto, pero es
el hogar de las almas…
»Por eso toco la campana, porque es la única forma que tengo de…
silbar…
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Morelli contemplaba al padre Luis, extasiado, mientras este regresó sin
más a la luz del sol que cocía la calle, arrastrado por tendones de luz.
Richard se estremeció con violencia.
Pero, para entonces, el equipo de la CBS había vuelto ya al Range Rover
alquilado y hacía sonar el claxon, impaciente.
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trece
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Entonces el Gran Macho se sumerge decenas de metros y luego se eleva
por debajo de él, no enamorado, ¡sino como un puño!
El golpe casi le rompe las costillas. El dolor lo invade cuando el Macho le
atrapa una aleta con las mandíbulas y la retuerce hacia un lado y hacia el otro;
luego lo desecha a un despojo, lo escupe con desprecio, un despojo doloridos,
vivo, aún parte de él, aunque solo sabe que es así por el dolor…
En la frente recibe, con furia, el glifo más simple e infantil de todos:
¡INCONGRUENCIA!
Es un idiota. Una cría con media mente.
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balbuceos. Le habían dejado un poso rasposo en la mente, como si no hubiese
podido lavarse los dientes en días.
Entre las sombras, alguien seguía sus pasos; ebrio, no prestó atención.
Entró tambaleante y con sigilo en el bungalow, y se dirigió a tientas por el
pasillo a la habitación de Ruth. Una luz débil se filtraba por debajo de la
puerta. En algún otro lugar de la casa, Consuelo debía de cuidar de Alice. No
llamó antes de abrir.
El rubio estaba en la cama con Ruth. El vestido de ella descansaba en el
suelo, cual piel desechada de serpiente con escamas de lentejuelas…
Con el peso apoyado en un codo y la mano libre agarrándola por debajo,
el hombre la embestía una y otra vez entre el fino arco de sus piernas. Ella
yacía como una bailarina de ballet en posición cambré passé, doblada en un
ángulo de noventa grados por las caderas, con las uñas de una mano
rastrillando las nalgas del periodista y con la otra presionando con delicadeza
su escroto, como si fuera una botella de kétchup…
Ruth abrió los ojos un instante y vio a Richard; luego volvió a cerrarlos y
estrechó más el arco de las piernas alrededor del hombre. Solo después de un
largo rato se relajó y liberó a su compañero.
El rubio rodó a un lado perezosamente y vio a Richard. Se quedó
impasible.
—Pero ¿por qué él? —musitó Richard, sintiéndose más traicionado que
un marido.
De pronto, Ruth se sintió asqueada e intentó taparse con la sábana, pero el
hombre estaba encima, y solo pudo taparse las piernas y el rombo oscuro de la
entrepierna, dejando al desnudo los pechos. Miró detrás de Richard, más allá
de la puerta.
Richard se giró.
Morelli lo había seguido. El italiano estaba de pie algo más atrás, en el
pasillo oscuro. En ese momento avanzó, como invitado por la mirada de Ruth.
No le prestó atención al cuerpo, sino que solo le miró la cara, y, con todo, la
miraba como a una unidad informe, no los ojos ni la boca. Con aquel
escrutinio difuso daba a entender que sus facciones podrían ser planas,
desdibujadas, uniformes como si llevara una media en la cabeza.
—¿La suma sacerdotisa de Hammond, pues? ¿La prostituta del templo?
—preguntó con suavidad—. Eso parece.
El rubio se giró para coger una cajetilla de Kool de su camisa, que estaba
en el suelo.
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—No le hagas caso, señora Hammond. Solo está celoso porque una mina
árabe le voló las pelotas. Antes era el perfecto follador marxista moderno. ¡Si
lo sabré yo! Sexualidad y lucha de clases, ¡tendrías que haberlo oído! Pero, ya
ves, desde entonces ha sufrido una regresión a una especie de estado
prepúber, ¿eh, Gianfranco? El pecado católico y todo eso… Pero ¿sigues
echando de menos la suavidad de los senos de la madre Iglesia?
Morelli se tomó su exposición con una calma sorprendente, o quizá su
dolor íntimo quedó inmediatamente relegado a algún otro lugar por un camino
que ya conocía bien. Se limitó a hacer una graciosa reverencia y se retiró,
dejando a los dos hombres con Ruth, y a Ruth de espaldas a ellos, sollozando.
—¡A la mierda! —gritó, sin cara—. ¡Fuera de aquí todos! Esto no es una
atracción de feria. Soy real. Os odio…
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observada? ¿Que no es en absoluto neutral? Me pregunto si, por ejemplo, la
paradoja del gato de Schrödinger podría aplicarse a la totalidad del universo;
la paradoja de que la especie humana, un consenso de observadores, elige en
cada momento el tipo de universo que habita. Debemos elegir, y lo que
elegimos se vuelve realidad. —Chascó los dedos—. En cada momento del día
somos libres de elegir colectivamente, de modo que la actividad humana es lo
que hace el mundo como es. Participamos. No es marxismo ni misticismo,
doctor Hammond, sino física, ¿no le parece?
—¿Se refiere a esa chorrada de que los factores biológicos determinan las
constantes físicas del universo? Para observar el universo es necesario que
haya observadores vivos, ¡vida!, así que un universo tiene que ser compatible
con la evolución de la vida. Si no hubiera observadores, ¿no habría universo?
¿El universo es como es porque estamos aquí? Sí, conozco la idea. Es un
razonamiento circular. No tiene nada que ver con el comportamiento del
universo. No veo qué pretende decir con que elijamos el universo en todo
momento. ¿Usted lo elije?
—Sí, eso creo. Seamos sinceros: existe un vínculo muy extraño entre la
realidad y nosotros. Las cosas no son tan sencillas como sugiere el sentido
común. Participamos, ¿cierto? Pero ¿y si la especie humana hiciera una
elección ilógica, irracional? ¿Y si nuestra elección fuera incompatible con la
vida y el sentido común? Entonces la vida no podría haber brotado en un
universo así, para observarlo. De hecho, ¡no existiríamos! Nos habría
aniquilado nuestra propia locura. Porque los «universos» observables no
pueden ser ilógicos. Suponga que nos volviésemos irracionales:
¿desapareceríamos sin más y dejaríamos que los búhos y las ostras, los
ciervos y los monos de la Tierra sustentaran la realidad hasta que surgiera otra
inteligencia superior? ¿O se iría la realidad al garete, esta realidad única y
maravillosa?
Su gesto abarcó el paisaje abrasado de Mezapico: las rocas, la maleza, el
humo de la llanura, el brillo acerado del mar. Por un instante, a Richard le
pareció que la desolación se había transfigurado, que acababa de recibir una
nueva capa de barniz.
—¡Qué cosa más absurda! —espetó Hammond, irritado—. Está
mezclando dos cosas que no tienen nada que ver, como todos los profanos: la
teoría cuántica, que solo se refiere al comportamiento de las partículas
subatómicas individuales, y alguna teoría cósmica de universos paralelos, que
es pura especulación metafísica…
«Sé sincero, Paul, hay mucho más…», pensó Richard.
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—Bueno, de acuerdo, el universo podría ser solo un reflejo de nuestra
existencia —admitió Paul al ver la mala impresión que causaba en los demás
periodistas, que se deleitaban con las provocaciones de la gente importante,
pero lamentaban el vapuleo de los suyos—. Aunque solo en el sentido de que
no lo veríamos si no estuviéramos aquí. Pero ¡no implica que lo estemos
creando, maldita sea!
—No, no creo que esté confundiendo nada, doctor Hammond —insistió el
italiano; el tono apasionado de su voz era como un gusano que perforara roca
a bocados de ácido—. La teoría cuántica aleatoria y el modelo cósmico tienen
que ser compatibles, ¿no es cierto? Y el universo es una unidad, ¿está de
acuerdo? Su propia teoría, eso de los Pasos, es una teoría unificada, ¿no?
Trata por igual a las partículas atómicas y a las galaxias, y las envía al mismo
limbo, ¡por la misma razón!
El doctor Paul asintió con brusquedad y se volvió a medias.
—¡Piense en el gato de Schrödinger, doctor Hammond!
—¡No es precisamente el mejor lugar ni el mejor momento, signor
Morelli, para hablar de gatos! Tengo cierta autoridad para hablar de
catástrofes, pero me temo que un simple minino me deja frío.
El chiste no consiguió arrancar risas.
—¡Sí que es el momento, señor! —protestó Morelli—. Ha decidido
anunciar así la noticia. Y los lectores no quieren esperar otro mes hasta que
salga el dictamen científico de rigor. No, señor; puede que otros periodistas se
conformen con una desestimación superficial del universo, ¡pero yo no! —
Morelli dirigió una mirada fulminante al periodista rubio de la cicatriz, que
parecía aburrido y se encendía un cigarrillo.
—La pregunta tiene sentido, Paul —arbitró Max Berg con serenidad, y
provocó uno de los bostezos repentinos e incompletos de Hammond: una
alternativa a arrancarle la cabeza a su colega de un bocado. Paul había
presionado a Max para que compareciera, creyéndolo manso e inofensivo, y
en ese momento se arrepentía—. Personalmente, me gustaría seguir
escuchando los argumentos del señor Morelli…
—Gracias —apreció Morelli con un tono peculiarmente venenoso—. ¿Me
corregirán si me equivoco, caballeros? Al fin y al cabo, solo soy un profano.
Bien, el gran Schrödinger preguntó que ocurriría si se encerraba un gato en
una habitación con un frasco de ácido prúsico y un martillo que rompería el
frasco automáticamente cuando un contador Geiger registrara radioactividad,
¿correcto? Y al lado del contador Geiger se colocaría cierta cantidad de
sustancia radioactiva, medida con exactitud para que hubiera una posibilidad
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del cincuenta por ciento de que al cabo de una hora uno de los núcleos se
desintegrara, lo que provocaría la muerte del gato. Transcurrida la hora, ¿cuál
sería la situación, matemáticamente hablando? —preguntó a Max, que se
introducía en la boca los pelos del bigote y se tiraba de ellos con los dientes,
con el mismo desafío furtivo de quien que se hurga los dientes en público.
Max meditó la pregunta.
—Deberíamos decir que, transcurrida la hora, la función de onda del
sistema habitación-gato sería la de un estado mezcla en el que gato vivo y
gato muerto estarían representados a partes iguales.
—El gato estaría a la vez vivo y muerto, ¿no es así?
—Matemáticamente, sí. —Max asintió—. Por supuesto, en la práctica el
gato vive o muere…
—¡Exacto! En la práctica. ¿Y qué decide la «práctica»? ¡Es lo que
debemos descubrir! Podemos interpretar que el gato habita en dos mundos
simultáneos no interactivos, pero que ambos tienen sustrato físico real. Por lo
tanto, el acontecimiento atómico más nimio (la desintegración radioactiva de
un núcleo) daría lugar a la existencia de otro universo alternativo. Y esta
paradoja puede aplicarse no solo en el dominio de la física cuántica, sino
también a escala macroscópica, la de mundos enteros. ¡Toda la realidad!
—La paradoja de Schrödinger —dijo Max con un suspiro—. Si se lleva
hasta sus últimas consecuencias lógicas, implica que los acontecimientos
cuánticos producen múltiples copias de todo el universo a cada momento…
—Incluso copias de la Tierra. ¡Copias de nosotros! Incluso… ¿universos
sin sentido?
—Una infinidad de universos que se ramifican y nacen cada segundo…
Oy veh, si hasta Alicia en el país de las maravillas es más sencillo. —Max se
encogió de hombros—. Pero, matemáticamente, es factible…
—¡Hubo UNA creación de UN universo —estalló Paul Hammond— por un
Dios que se ha ido! Nuestras observaciones lo indican de manera irrefutable,
Morelli.
—Pero, doctor Hammond —insistió Morelli—, por supuesto que siempre
hay UN universo… ¡para el observador! Pero los universos se ramifican y
nacen sin cesar, según acaba de decir su colega. ¿Qué decide cómo nos
ramificaremos, en qué universo continuamos? ¿Es puro azar? Porque
entonces el universo podría convertirse en un universo sin sentido en
cualquier momento, ya que algunos de los universos que se generan deben de
ser irracionales, donde el tiempo corra hacia atrás, donde la luz sea más lenta
que el sonido, ¡donde la ley sea que no hay ley! Universos sin observadores.
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¿Qué nos mantiene en un recorrido racional? Yo digo que es el acto humano
de elegir, la actividad humana, lo que sostiene la realidad, con la misma
certeza con que las elecciones humanas matan o salvan al gato de
Schrödinger. El factor determinante en la paradoja del gato es la conciencia
del observador, que es la única variable activa, ¿no?
Max se tiró del bigote y asintió con aire adusto.
—Así, el observador provoca que haya elección. Determina qué situación
existirá. Bueno, así en el cielo como en la tierra. ¡Así en el ámbito
macroscópico como en el microscópico! Yo digo que el mundo sigue siendo
como es debido a la creencia colectiva, consensuada, por parte de la especie
humana de que una mesa es una mesa, de que la noche es oscura, y de que la
realidad tiene una forma determinada.
Paul Hammond soltó un bufido desdeñoso.
—Debería decir también que la Tierra fue plana y que el Sol giró
alrededor mientras la gente así lo creyó.
—No hablo de mitología, señor. Me refiero a la textura básica y general
de la realidad…
—Entonces, ¿quién se encargaba de elegir antes de que evolucionara la
especie humana? —replicó Hammond con aires de superioridad—. ¿Eh?
Conteste a eso.
—Puede que otras formas de vida —musitó Morelli con tono misterioso.
—¿Qué formas de vida? —Hammond se carcajeó—. ¿Alienígenas?
¿Dinosaurios? Antes de que el primer organismo unicelular apareciera
siquiera en escena, ¿qué detonó la realidad? Además, ¡durante miles de
millones de años!
—¿Quizá la inercia de la naturaleza? ¿Quizá la inercia prevalece hasta que
hay observadores? Sin duda la aparición de inteligencia, de la vida misma,
invalida una de las normas principales del universo, de la entropía, del
desorden progresivo, ¿no es así? La vida y la inteligencia no deberían entrar
en escena. Es irracional. Puede que eso sea lo crítico, y azaroso, lo que
determina que nuestro universo sea participativo: cuando, de forma arbitraria,
la primera molécula se convirtió en un mensaje que generó la rama que
condujo a la arquitectura de la vida, ¿no? Después de eso prevaleció y sigue
prevaleciendo un principio de conservación del raciocinio, ¡a menos que los
participantes lo traicionen por completo! Nadie puede explicar por qué surgió
la vida. Sin embargo, al convertirse en protovida, la primera molécula
modificó las normas y fijó el cambio de la estructura del ser, estadísticamente.
Y dado que la vida existe, lo que importa es cada acto de elección que
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hagamos. ¡Creo de verdad que vivimos una de las pocas ocasiones de la
historia en las que la realidad consensual está lo bastante unificada y a la vez
es lo bastante frágil como para venirse abajo!
Hammond bostezó con violencia y cerró las mandíbulas de golpe. Un
lagarto tragándose una mosca.
Pero Morelli no iba a dejarse tragar.
—Usted pretende manipular la realidad de la especie humana con ese
universo negativo y nihilista —se mofó el italiano—. Sería capaz incluso de
convertir esa falsedad en realidad, ya que nuestras mentes están enfermas de
preocupación e incertidumbre. Y así, su universo pasaría a ser el universo. Y
la ciencia, su ciencia, será la religión de ese cosmos sin corazón. Y usted se
convertirá…
—¡Cállese, maldita sea! —gritó el doctor Paul, hecho una furia.
—… en el diablo.
Hammond se quedó atónito. De hecho, había esperado la palabra «Dios».
Sobrevino un largo silencio, roto solo por el batir de alas de un buitre que
descendió de un poste elevado, creyendo que todos se habían marchado ya y
el foso de la basura estaba despejado. Graznó disgustado y decidió buscar otro
poste.
Paul Hammond hizo acopio de todo su ingenio.
—Una primera objeción a ese galimatías, amigo mío, incluso pasando por
alto sus tergiversaciones de profano de algo tan complejo como la física
cuántica…
—Y usted ¿qué? —le contestó a gritos Morelli—. ¿Cree que la gente no
tergiversará? ¡Vamos! ¡Está deseando que tergiversen la realidad!
—Incluso pasando por alto sus tergiversaciones —prosiguió el doctor
Paul, malhumorado—, las ramificaciones solo podrían conllevar cambios a
partir de ahora. A partir de la situación actual. No podrían modificar el
pasado. No podrían modificar el Big Bang. Ni nada de lo que hubiera antes.
No podemos cambiar el pasado, buen hombre, solo el futuro…
Dio la espalda a Morelli para mirar hacia arriba, hacia el Disco, en una
pose fotogénica que varios cámaras aprovecharon con presteza.
—No sé si esto es tan quod erat demostrandum, Paul —se sorprendió
diciendo Richard, simpatizando con el feroz eunuco italiano—. Lo que
ocurrió en el pasado está ocurriendo ahora desde nuestro punto de vista, aquí,
en este planeta. Porque la información nos llega ahora. Así que en cierto
sentido Morelli tiene razón: somos los observadores actuales…
—Bravo. —Morelli se rio—. Gracias por la parte que me toca, Kimble.
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El doctor Paul dirigió una mirada de rotunda antipatía a Richard,
arrojándolo a la no existencia, y se apresuró a poner fin a la rueda de prensa.
—Eso no son más que detalles, caballeros. Los hechos básicos son los que
he esbozado. Tienen copia del comunicado. Lanzo estas ideas a la arena un
mes antes de Seattle para que el mundo pueda construir su propio consenso
sobre mis ideas. Es un avance trascendental en nuestra comprensión del
universo. De hecho, es el mayor avance desde… —Vaciló a ojos vista, con
una sonrisa torcida y enfermiza. ¿Se derretía en su cara el maquillaje teatral
por efecto del calor? Pero no llevaba maquillaje…
«¿Einstein? Demasiado cercano —pensó Richard—. ¿Copérnico?
Demasiado lejano. Me juego algo a que se decide por Newton…»
—… desde Aristóteles.
Morelli miraba a Richard expectante y sarcástico, pues intuía en él cierta
frustración por el incidente en el dormitorio de Ruth. Estaba esperando su
reacción. Que le parara los pies a Hammond. Que atacara su cosmología. Sin
embargo, algo le impidió a Richard decir nada. Había interiorizado el
nihilismo de Hammond, lo llevaba en la sangre. La materia no era nada, así
que nada era un problema. Richard sonrió ante aquel juego de palabras tan
malo. Luego sintió náuseas: la resaca afluyó en él como una marea y lo
aturdió. Los perfiles del mundo se difuminaron y se emborronaron. El Disco
le daba vueltas alrededor de la cabeza.
Para regocijo de Paul Hammond, Richard Kimble se desmayó.
Para la mayoría de los periodistas, solo subrayaba el dramatismo y la
magnificencia del teorema de Hammond: un miembro del equipo se
desmayaba al darse cuenta de las implicaciones.
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—Maldita sea, es una lástima que no podamos llevarlo a ningún sitio a
menos que sea en un vehículo japonés con conductor japonés.
—¿Qué cambiaría si pudiéramos? Tienes que afrontarlo, Gerry: ya no
tenemos el peso político de antes.
—¡Eso no quiere decir que tengamos las manos atadas!
—¡No, aún puedes ponerte a pescar niños rusos que van de camino a
Japón, meterlos en un avión y encerrarlos en una base aérea!
—¿Sigues molesto por eso?
Pero Gerry había bajado también la voz para discutir.
Mijaíl podía (¡en la imaginación de Parr!) ser un agente ruso que hablara
inglés con fluidez. O no. En cambio, el chófer japonés sí que sabía inglés y
seguro que informaba de todo cuanto oía a unos superiores indefinidos. En
ese particular, Parr y Mercer estaban de acuerdo.
Detrás, otro Toyota transportaba a Enozawa y a Tom Winterburn, que
acompañaba a Chloe Patton y a Herb Flynn, procedentes del Centro Naval
Submarino de San Diego. Habían llegado en avión el día anterior. Al parecer,
Chloe Patton quería visitar a un viejo conocido del Instituto de Investigación
de Ballenas de Kujirajima: el doctor Kato, el director. «Puede que no sea la
muñeca más avispada del mundo —había confiado a Parr una voz por
teléfono desde San Diego—, pero el viejo se pirra por ella. Es que estuvo en
Japón con una beca de intercambio…»
Bob Pasko debía de haber llegado ya, más temprano, para informar a Kato
sobre Nilin.
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reducido los peces. Torpedos helados de metal patinaban por el embarcadero,
desprendiendo velos de vapor al sol. Los estibadores trasladaban los cuerpos
congelados lo más deprisa posible, a patadas o haciéndolos resbalar con
garfios hasta la báscula que había al lado del camión, donde se pesaban antes
de empujarlos a una carretilla elevadora.
Entre los puestos, centenares de caballas se secaban y se oscurecían al sol,
abiertas por la mitad como abanicos sobre hileras de enrejados…
Aquel ambiente de explotación frenética del mar consternó ligeramente a
Chloe. El coche avanzaba, frenando y acelerando, hasta que la mujer se sintió
como un gángster en un atraco. Imágenes fugaces saltaban de los cómics
abiertos de los puestecillos, dibujos irregulares rojos y negros de mujeres
violadas, monstruos robot, golpes de culata…
El puerto le había parecido tan pintoresco la última vez que lo había
visitado…: un caos de colores, formas y olores. Pero en ese momento lo
encontró siniestro. El ambiente era violento, nervioso y furtivo, como si los
barcos se dispusieran a zarpar por última vez, y después… ¿No había habido
disturbios unas semanas antes por el tremendo aumento del nivel de mercurio
en los atunes del Pacífico? Los transportistas que llevaban los peces azules y
humeantes a los mercados estaban manipulando material contaminado. Solo
querían quitárselos de encima… Tajaban el pescado igual que los gángsteres
de los cómics tajaban a sus chicas, con garfios afilados en lugar de con
navajas.
Chloe Patton, una rubia rellenita de veintiséis años con rizos cortos,
detestaba su nombre de pila y prefería infinitamente que la llamaran señorita
Patton. «Chloe» era el pez de colores de Disney por antonomasia, todo grasa
y aletas.
Por desgracia, nadando en los delfinarios con las gafas y las aletas en los
pies, y el llamativo bikini rojo de lunares, era justo lo que parecía.
Chloe se llevaba de maravilla con los delfines de San Diego. Quizá su
carisma cetáceo procediera de sus curvas; puede que la vieran como un
divertido juguete de goma. O quizá era por su candidez, ya que apenas se
preguntaba adónde iban los delfines después de que los hubieran adiestrado
para llevar arneses de embocadura, acertar con astas largas en un blanco y
afianzar discos magnéticos en cuadrados de diferentes aleaciones. Era
vagamente consciente de los electrodos que les implantaban en el cerebro,
como a las orcas, y de que las descargas de corriente podían inducir una
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experiencia mental trascendente, un millar de orgasmos o las agonías del
infierno. Pero eso eran solo recursos para acelerar el aprendizaje de los
juegos. Ayudas para la enseñanza. Muy pocos delfines parecían guardar
rencor después, aunque todos los años uno o dos individuos huraños perdían
el apetito deliberadamente y morían… Y ella los lloraba de corazón.
En la universidad había estudiado el cerebro cetáceo a nivel microscópico
con las técnicas de Golgi y de impregnación de plata, sin siquiera preguntar
de dónde procedían las muestras. Había sido la encantadora animadora del
equipo de fútbol; mientras hacía rebotar neumáticamente sus curvas carnosas
con brincos, otros organizaban manifestaciones contra la guerra, un tema en el
que ella prefería no pensar. Abordaba la psicología cetácea con el mismo
ímpetu alegre; solo en los últimos tiempos algunas dudas habían perturbado
su bonito cerebro, y podían confundirse con facilidad con los primeros y
sutiles indicios de histeria al darse cuenta, por fin, de que era un dibujo
animado sexualizado, adorada por los delfines tal vez, pero solo deseada por
hombres viejos, por pervertidos, por tarados…, como Herb Flynn.
Herb tenía la cara roja y plagada de marcas de eccema, que intentaba
maquillar con patillas espesas y barba desgreñada y confusa. Sin embargo, la
cosecha de cabello seguía brotando de una tierra lívida y manchada. Su
dormitorio, en San Diego, estaba repleto de frascos de lociones para la piel.
No se acercaba al agua, sino que se quedaba en el quirófano y en los
laboratorios donde se llevaban a cabo las inserciones de electrodos y las
autopsias… Como nunca lo había visto siquiera sin camisa, Chloe se
preguntaba si tendría todo el cuerpo afectado por un acceso perpetuo de acné.
Por las noches soñaba que tenía toda la piel infestada de medusas diminutas,
cuyos aguijones le dejaban verdugones por toda la cara y el cuerpo…
La idea de acostarse con él… ¡La idea de esos verdugones rosados
reptando sobre ella en la oscuridad para investigarla! (Tendría que ser en la
oscuridad, eso seguro, para que no pudiera ver nada.) Los delfines, que la
empujaban por la piscina como si fuera una pelota de playa, jugaban con ella,
le chillaban, la llevaban sobre el lomo ondulado y laminar, eran infinitamente
más atractivos. En una ocasión, Herb había cogido a uno muy especial, de sus
favoritos, y lo había acuchillado en un arrebato de celos. Ella confiaba en no
tener un encontronazo con el en el viaje. Herb era adhesivo al contacto, con
todos sus verdugones y sus ventosas…
—He estado pensando mucho en este asunto —dijo Tom Winterburn
mientras se rascaba la punta de la nariz, fina y azulada, que le sobresalía tanto
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que casi se la podía ver sin ponerse bizco—, y, si tiene alguna implicación,
diría que tiene que ser una especie de efecto «trasplante de conciencia»…
—Lo que es solo otra forma de evitar el concepto «transferencia de
mente», Tom —replicó Flynn, apesadumbrado, pensando en todos sus mapas
estereotácticos de cerebros de delfín. Centros de la sensibilidad aquí,
controles motrices allá… ¡Tanta complejidad, incluso en los reflejos
condicionados!—. Y, de todos modos, ¿qué es una mente? —preguntó—.
Sencillamente, un cerebro en funcionamiento. El modo operativo del cerebro.
Si un cerebro supera el umbral de los mil gramos, podemos decir que opera
una «mente» en lugar de un mero puñado de programas instintivos
automáticos, como hizo Lilly. Pero eso no demuestra la existencia de una
mente ni la disocia del cuerpo, excepto en el plano semántico. Lo demás es
puro misticismo. ¿Crees que los soviéticos han hecho algún descubrimiento
en el plano astral? ¿Una mente sin cuerpo que pueda encarnarse en otro
cuerpo? ¿El sueño de todas las religiones de la historia? Me parece muy
improbable. —Hizo una pausa—. ¿O te refieres a un auténtico trasplante de
cerebro? Se ha hecho a escala rudimentaria con monos. Supongo que podría
hacerse con seres humanos, aunque el cerebro de un adulto es mucho mayor
que el de un niño. Sería preciso agrandar el cráneo quirúrgicamente. Nilin no
presenta indicios de eso. ¿Y por qué utilizar a un crío? Deben de sobrar necios
en los sanatorios mentales… —Su voz se fue apagando, como si la sugerencia
sonara inaceptable puesta en esas palabras.
—Tal vez sea solo un problema de adaptación —propuso Winterburn—.
Si el cerebro y el cuerpo están demasiado bien integrados superada cierta
edad, podría convenir un huésped joven.
—¡Pero no le han hecho eso! Ese niño sigue teniendo un cerebro de niño
ahí dentro. Es su masa gris original… En cualquier caso, ¡la idea de
trasplantar un cerebro humano al cuerpo de una ballena es ridícula! El cerebro
humano sencillamente no está diseñado para gobernar la anatomía de una
ballena. Sería como esperar que un mono pilotara un jumbo.
—¿Y elegir un astronauta? —preguntó Enozawa—. ¿Es significativo?
Flynn sacudió la cabeza, pesada y sonrojada. «El culo rosa y peludo de un
simio», pensó el japonés.
—¡Para nada! ¡Solo muestra que no tenían nada mejor que hacer con un
astronauta lisiado! Lo habrían reservado para el trabajo con la ballena, ¡no lo
habrían desperdiciado con el niño!
El Toyota se desvió de la orilla por el puente elevado en dirección a la
isla, abriéndose paso con frenazos y acelerones entre puñados de
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excursionistas que iban a las playas de lava, los acuarios y otros
entretenimientos.
Del otro lado de la bahía llegaba alguna que otra ráfaga de olores
aceitosos, procedentes de los astilleros de balleneros. Había una nube de
gaviotas arremolinadas allí, que descendían, se sumergían y robaban comida,
como un borrón algodonoso que el afilado pico de la isla ocultó al alzarse
ante ellos.
—No estaba pensando en trasponer cerebros en sentido literal —explicó
Winterburn—. ¿Por qué tienen ese ordenador en Oziorski? Perdón, en
Nagahama. —Miró al japonés y frunció los labios con deferencia; parecía una
camarera ofreciendo una tortita de arroz como chuchería.
Enozawa agradeció el gesto evasivamente. Le resultó de una
condescendencia ofensiva.
—Ese ordenador tiene una capacidad enorme. Ahora bien, ningún
ordenador puede aún alcanzar la capacidad del cerebro humano. Pero quizá
este sea el equivalente a una versión básica, a un modelo matemático
abreviado de la mente… El chico, Nilin, y su mujik hablan de imprimir
mentes, ¿no? Hemos interpretado que imprimen información nueva en un
sujeto al que le han lavado el cerebro. Pero ¿y si lo interpretamos de forma
literal? En ese caso, los rusos han ideado un modelo matemático viable para
describir el proceso que resumimos como «mente» o «conciencia». Usted
mismo ha dicho, Herb, que no existe eso que denominamos «una mente al
mando», solo las conductas de cerebros particulares. Así, tendrán que elaborar
un modelo a partir de un individuo concreto. Necesitan un Nilin.
Preferiblemente, alguien con una inteligencia bien coordinada y mucha
fortaleza mental.
Flynn negó con la cabeza, incrédulo.
—Cuando las respuestas obvias quedan descartadas —insistió el agregado
naval—, la respuesta imposible tiene que ser la correcta.
—¡Habla como ese tarado de Hammond! —replicó Flynn con una acritud
que dejó atónito a Tom Winterburn—. Sí, así de claro. Casi son sus palabras
exactas: la imposibilidad de la realidad, la realidad de la imposibilidad. ¡Al
parecer, nuestra nueva fe!
—La verdad es que no he seguido las noticias de México. Supongo que he
estado demasiado enfrascado en este asunto…
—¡Qué suerte la suya!
Chloe se removió, nerviosa. San Diego estaba demasiado cerca de la
frontera. A menos de un día en coche de aquella barricada, y de la orgía que
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se desarrollaba allí. Más cerca aún de Tijuana, la ciudad manicomio de los
viejos tiempos, que había vuelto a infectarse de delirio. En cuanto hubo salido
del perímetro vigilado del Centro Submarino, sintió que abandonaba la
cordura. Se había sentido vulnerable. Al descubierto. Expuesta. El frenesí de
los muelles japoneses no había ayudado a aplacar sus temores. Estos también
habían cambiado: de pintorescos a espantosos… El Centro de San Diego, al
margen de lo que hiciese Herb en el laboratorio, era un auténtico oasis de
Disneylandia en comparación con el mundo que había más allá de sus puertas.
El planeta entero parecía descender por una sima oceánica dentro de una
endeble batisfera.
Las noticias eran bastante malas: la guerra en Nueva Guinea, el hambre en
África, el ántrax. La radioactividad. Y el tal Hammond volvía a aparecer con
su historia de terror sobre los límites del universo…
Por mucho que intentara dejarlas de lado, aquellas cosas parecían siempre
rebotar y volver, como si un diablillo estuviera jugando al ping-pong dentro
de su cabeza.
—¡Habría que hacer algo con ese Hammond, Tom! Es una amenaza. Una
plaga. Es la gran epidemia que temía la OMS, solo que ha brotado en México y
en la mente de un colega, no en África. Sería mejor que avisáramos para que
hagan algo con él, que envíen un destacamento de los marines, algo así. Las
ballenas pueden esperar…
Enozawa jadeó bruscamente. ¡Después de tanto alboroto para retener al
niño ruso! El Ministerio de Exteriores japonés ofrecía excusas insustanciales
a la embajada soviética; el Ministerio de Recursos hacía circular comunicados
irritados quejándose del retraso… El consenso, precario en el mejor de los
casos, estaba tan desequilibrado como un principiante en su primera
experiencia en la estera. El único factor que refrenaba al poderoso Ministerio
de Recursos era la amenaza indefinida de una especie de leviatán programado
por los soviéticos, o de un ejército de ellos, cuya función seguía siendo un
misterio. Si solo era una amenaza para los submarinos norteamericanos, ¿qué
se traían entre manos?
Sin embargo, ese Hammond… ¡Un hombre desconcertante! Un premio
Nobel era una especie de samurái de la ciencia, ¿no? Un samurái estaba
acostumbrado a enfrentarse a la noche más negra y encontrar la llama del
honor ardiendo en sus honduras, y ese sería el momento más elevado de todos
sus días: el instante místico en que alargara la mano para coger la daga del
seppuku. El seppuku se había ridiculizado durante décadas, hasta que
Mishima volvió a glorificar el momento en que un gran hombre se enfrenta a
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la nada… Los norteamericanos no tenían estómago para enfrentarse a la nada.
La mayoría de los norteamericanos. Ese Hammond era la excepción. La
reacción de los norteamericanos corrientes lo demostraba.
Enozawa se hundió en el cuero sintético, calmado por imágenes claras de
Yukio Mishima en el balcón del cuartel de Ichigaya. ¡Al menos lo había
presenciado! Si actuaba bien en el presente, podría borrar la vergüenza de su
dejadez pasada.
—Puede que no sea necesario transferir el cerebro físico —decía el
capitán estadounidense—. Si fuera posible elaborar y superponer un modelo
matemático de suficiente complejidad por medio de algún procedimiento de
impresión… Supongo que tendría que ser eléctrico…
—Hemos llegado —anunció Enozawa cuando el coche de delante se
detuvo al final del puente elevado.
Un sendero adoquinado conducía hasta lo alto de la isla flanqueado por
tenderetes de recuerdos.
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engullir moscas imprudentes. Las manos les colgaban flojas de las muñecas,
rígidas como tablas tras soltar el volante.
—¿Van armados los chóferes? —preguntó Parr.
«Fisgones hipócritas de mierda», maldijo para sí.
Enozawa pensó que era una pregunta vulgar y no se dignó contestar.
Gerry Mercer vio un cachalote de plástico negro y se rezagó para
comprarlo. Una anciana arrugada con un diente de oro en el centro de la boca
lo sumergió en un cuenco lleno de agua, lo sacó, lo sostuvo en alto y lo apretó
por los lados para mostrarle cómo funcionaba. El cachalote expulsó un chorro
de agua en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Luego la mujer le tendió el
juguete chorreante con una sonrisa. Gerry se lo llevó a la espalda, vacilante,
sin saber dónde ponerlo. Le empaparía el bolsillo de la chaqueta. Tuvo la
sensación de que la mujer lo había dejado en ridículo.
El faro achaparrado que coronaba el pico de la isla resultó ser un
restaurante. Junto a la puerta había pilas de cajas de cerveza y de salsa de
soja, y un barril de gasolina a rebosar de langostas agonizantes y mutiladas.
Les habían arrancado la cáscara del lomo para que la carne viva y espumosa
pudiera cortarse a dados y comerse cruda. Los cuerpos de las bestias aún
conservaban vestigios de vida. Tanteaban el aire lentamente con las antenas,
en busca del olvido. Doblaban lo que quedaba de las patas quebradas y las
estiraban en una parodia de movimiento.
Al ir pasando en fila al lado del barril, todos lo miraron; los
norteamericanos, con sentimientos de alarma y desasosiego ante el Auschwitz
marino representado en aquel barril; los japoneses, con una desabrida censura
budista ante la noción de dolor; Mijaíl, impidiendo que el niño lo viese,
apretándolo contra sí con una mano inmensa…
Desde la cumbre del cono de lava retornaba la vista de la bahía, las lejanas
naves de los balleneros, las nubes de gaviotas. El tufillo aceitoso volvía a
flotar en el aire de forma intermitente.
A la derecha se esparcían los edificios del Instituto y se internaban en el
agua, con embarcaderos propios («¡Cómo no!», maldijo Parr). Había incluso
un muelle con compuertas lo bastante grandes para alojar una ballena adulta.
Por todo el muelle había grúas de caballete con cabrestantes, que se extendían
hasta el interior de una nave inmensa.
Unos peldaños esculpidos en la lava sólida descendían hasta el Instituto
desde el restaurante. Llevaban también a la lengua de lava principal, que se
desplegaba en abanico hacia la bahía: ondulada, borlada y arrugada como una
enagua de encaje negro. Los turistas se apostaban allí teatralmente en poses
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petrificadas, sosteniendo cámaras, cañas de pescar, caballetes de pintor,
guantes de béisbol. De cuando en cuando reanudaban la actividad, lanzando
una pelota, arrojando un hilo de pescar o cambiando de sitio un caballete;
luego volvían a petrificarse. No era nada fácil moverse en la lava, pero se
comportaban de manera que sus acciones parecían totalmente desconectadas,
como saltos cuánticos.
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dieciséis
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Ruth olfateó el aire con recelo. En el clímax de su fantasía, habría jurado
que había percibido el olor de la loción de afeitado del periodista rubio…
Gianfranco se la había puesto. Su ligue de la barbacoa se había quejado de
que el frasco había desaparecido de su equipaje. ¿Se lo había robado
Gianfranco? ¡Qué gracioso! La risa la estremeció por dentro y dio a su
fantasía un último y glorioso giro. Sin embargo, donde el rubio había
emanado el almizcle masculino apropiado para ella, el italiano parecía llevar
antiséptico.
Estaba segura de que aquellos Esclavos de Satán debían de apestar a
sudor, grasa, marihuana y semen reseco.
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en esta… nueva realidad histérica.
Ruth puso en marcha el motor y condujo el Sierra colina abajo, pasó junto
a una semioruga y llegó al punto donde el sacerdote leía de un maltrecho
misal. Los soldados apoyados en las palas, con los rifles automáticos cruzados
a la espalda, parecían más cansados que reverentes. Morelli se apeó y se
encaminó hacia el sacerdote. Era el padre Luis, el mismo que había tañido la
campana en señal de protesta.
—Pierde usted el tiempo, padre —lo interrumpió con brutalidad—. Todos
intentarán cruzar la alambrada esta noche. Toda esa muchedumbre. Están
fascinados por la luz de la montaña. Mire, está orientada para atrapar la luz
del Sol. Gira despacio para mantener el máximo brillo centrado en ella. No es
un observatorio. ¡Es una máquina de hipnotizar!
—Sí —convino el padre Luis—. Es igual que mi visión. Lo preví. Los
llama. Somete sus mentes. —Se mantuvo de espaldas a la montaña Mezapico
—. Yo… no… pienso… mirarla —balbució el anciano.
Morelli lo agarró por un hombro con camaradería feroz.
—Pero, padre, ¿ha pensado que podrían intentar destrozar la máquina si
llegan hasta ella, porque ella está destrozando sus almas? Solo necesitan la
idea.
El sacerdote meneó la cabeza, disconforme.
—Son… chivos expiatorios. No cambia nada. El efecto ya se ha…, eh,
expandido mucho más allá de ellos, según he oído. Además, esa máquina no
es fácil de derribar. Los soldados los matarán…
Ruth salió también del Sierra y se acercó a la alambrada. De ella colgaban
jirones de tela; algunas púas estaban negras por los enjambres de moscas que
se posaban en ellas. Sangre seca.
Un esclavo de Satán dio una vuelta y se dirigió hacia ella, un joven
larguirucho y de una delgadez antinatural que llevaba los vaqueros subidos
por encima de las sucias botas de cuero. En la pechera de la chaqueta de cuero
lucía la palabra danny, hecha con tachuelas, y en la espalda se había pintado
la carta del Diablo del tarot: el Dios con cuernos y dos homúnculos, macho y
hembra, encadenados a sus pies. Soldados al casco llevaba unos cuernos
traviesos y ridículos que sin duda le atravesarían el cráneo si sufría una mala
caída en la autopista.
—Hola, Danny —saludó Ruth con voz arrulladora por encima de la
alambrada.
—Hola, bombón. —Señaló con el pulgar los restos de la hoguera que
había de su lado y luego las tumbas que cavaban los soldados en el de ella—.
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¿Nos hemos perdido una misa negra?
—No te preocupes, esta noche habrá otro espectáculo. Yo de ti sería buen
chico y me iría a casa.
Danny dio unos golpes cariñosos en el costado de la máquina con un puño
huesudo.
—Podría hacer saltar a esta burra por encima de la alambrada y subir y
bajar la montaña antes de que se despertaran esos paletos de uniforme.
—No estés tan seguro, Danny.
El joven se levantó a horcajadas en la moto, preternaturalmente alto,
delgado como un rastrillo.
—Venga, bombón, ¿te llevo a compartir una cerveza con los Esclavos?
—Me llamo Ruth —replicó ella, molesta—, no bombón. Ruth Hammond.
—¡Joder! ¿En serio? ¿Eres su hija?
—Su mujer.
Danny hizo una reverencia burlona, inclinándose sobre el manillar hasta
que los cuernos tocaron la horquilla telescópica delantera, y se incorporó
como un látigo.
—¡Esclavos! —aulló, socarrón—. Os presento a la gran dama Hammond.
La ayudaremos a saltar la alambrada, gran dama, la adoraremos con nuestros
cuerpos. —Le dedicó una sonrisa lasciva con aquella cara infantil y alargada.
Ruth se apoyó, desfallecida, contra un travesaño de madera de la
alambrada, oliendo cómo su fantasía se hacía real en carne, grasa, pelo y
cuero.
Danny interpretó que ella se tendía hacia él para que la alzara en sus
brazos, que cerraba los ojos igual que tantas otras nenas que se le rendían en
altares precarios detrás de gasolineras, en aparcamientos de camiones…
El soldado mexicano que estaba más cerca dejó la pala cruzada encima de
una tumba, se descolgó el rifle y lo agitó mirando al alto ángel, el cual le
devolvió una sonrisa insolente mientras alargaba los brazos para hacerse con
aquella presa pequeña y morena, sabedor de que ella estaba entre él y las
balas.
Entonces Morelli echó a correr hacia ellos, le escupió al ángel en la cara y
apartó a Ruth.
Muy despacio, Danny volvió a sentarse en la moto.
—¡Te estoy fotografiando el jeto, tío! —gritó—. ¡Te aconsejo que te lo
aprendas! Señorita Ruth, los Esclavos de Satán montan por ti esta noche.
—Vete a la mierda —le espetó Morelli. Luego le gritó a un soldado, en
español—: ¡Dispara a esa escoria en una pierna, hazle el favor al mundo!
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Sin embargo, el soldado negó con la cabeza. Solo se precisaba un guijarro
en el estanque para que se propagaran las ondas. Un disparo, quizá, para
galvanizar a todos aquellos miles de espectadores catatónicos y convertirlos
en una turba violenta y desesperada.
Morelli apremió a Ruth para que subiera por la pendiente erosionada y la
llevó agarrada con tal fuerza que le pellizcaba la piel de la doblez del codo.
¿La había sacado Richard Kimble de la cama con la misma fiereza cuando
la sorprendió con el periodista? No. Richard se había quedado allí de pie,
boquiabierto y lloriqueando. El italiano era potente en su aciaga impotencia.
—Sucios degenerados de la Costa Oeste —dijo, airado—. ¿Qué crees que
estabas haciendo, Ruth? ¿Calentarle la bragueta? Mientras tu marido
hipnotiza al mundo entero, ¿eso es lo mejor que se te ocurre a ti?
—Estaba mareada —se excusó ella—. Tanta gente, y todo es cosa de
Paul…, me horroriza. Cabrón farsante…
—¿Dirías eso en público, Ruth?
—¿Eh?
—¿Me ayudarías?
—¿A acabar con Paul? —Ella negó con la cabeza, taciturna—. Es
genuino. Auténtico. Un genio. ¿Sabes quién fue Rasputín? Le pegaron un tiro,
lo envenenaron y lo ahogaron, y aun así siguió caminando, hablando y
cautivando a la gente. No consiguieron acabar con él con hachas; los rusos
llevan unos abrigos muy acolchados… Lo he leído en The Reader’s Digest.
Rasputín solo era un mago de pueblo. Paul es un gran científico, no necesita
bolas de cristal. Tiene un radiotelescopio, ¡la lupa más grande de la historia!
Han puesto su nombre a una galaxia… Rasputín fue un cerdo con las mujeres
—siguió divagando—, y ellas lo adoraban. Paul parece bastante frío y meloso
en ese sentido. ¿Sabías que es un desastre en la cama?
A Morelli se le empañó la vista.
La expresión de Ruth estaba a medio camino entre la risa y la
conmiseración.
—No es que no pueda —recalcó—. Pero es un desastre. ¡Maldito sea, se
cree tan bueno en el sexo como en todo lo demás!
—¿Le has dicho a la cara que no es bueno en la cama, Ruth? —Ella negó
con la cabeza—. Díselo —susurró él con fiereza—. ¡Por el amor de Dios,
díselo!
—Quizá la desastre sea yo, no él. Se divorciaría de mí y su amor propio
no se resentiría…
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—La capacidad sexual toca muy de cerca el núcleo del ego de un hombre
—se obligó a decir Morelli—. La desesperación sexual es la más devastadora
de las desesperaciones.
—Desesperar de la existencia es peor —lo reprendió el padre Luis.
—¡Una puede llevar a la otra! El hombre es un ser sexual. Todas sus obras
son sublimaciones.
—Lo sobrevaloras —dijo el viejo sacerdote con dulzura.
—La teoría del Vacío de Hammond es sin duda la proyección de sus
miedos ocultos sobre la pantalla más grande que tiene al alcance.
—Hijo mío, todo el mundo está enfermo de vacío. Pero no teme el fracaso
sexual. Teme el hambre, teme el exceso de población que genera la
sexualidad. La decadencia de la civilización, el agotamiento de los
combustibles, el envenenamiento del mar, ¡eso teme! —Señaló con la mano
endeble el Pacífico, una vívida franja azul a lo largo del límite del desierto.
—¿El mar? ¡El mayor símbolo sexual! —exclamó Morelli, desaforado—.
Thalassa, el mar, es el útero de nuestro ser. Si lo envenenamos, nos
esterilizamos. ¡Igual que mueren los peces, nosotros matamos el esperma del
espíritu!
Ruth se apartó un poco de él, hacia los soldados. Parecía consternado
hasta el punto de agredirla. Y no sentía el menor deseo de acabar mutilada,
como él.
(¿Aunque unos momentos antes hubiera soñado con que la violaran los
Ángeles? ¿Habría quedado ilesa? ¿Le habrían dejado señales tribales abiertas
a cuchilla en las mejillas? ¡Marcada en los pechos!)
—El sexo es la energía vital, pero hemos consumido la energía de todo el
planeta, y sin energía somos impotentes. En el fondo de nuestro ser, lo
sabemos, padre, así que buscamos una religión de impotencia: que el universo
sea un reflejo de nosotros. ¡Sin duda encontraremos lo que buscamos, por la
más científica de las razones!
En ese momento, el Land Rover en el que Morelli había llegado días atrás
trazó una curva en la carretera procedente de San Pedro con Richard Kimble
al volante y Paul Hammond en el asiento del acompañante.
El espectáculo de Hammond yendo en persona a inspeccionar la delgada
linde de histeria que él había trazado horrorizó a Morelli hasta enmudecerlo.
De haber sido cualquier otro, aquello habría podido considerarse una
auténtica irresponsabilidad. Pero ¿es irresponsable el megalómano? Todo lo
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contrario: es un caso de responsabilidad agravada. Si se habla de atenuantes,
¿por qué no de agravantes? Él se hace responsable de todo.
—Creía que podrías correr peligro aquí, Ruth —soltó Hammond al bajar
del vehículo mientras Kimble dejaba el motor al ralentí—. ¡Morelli, ha sido
una insensatez traerla!
—¡Mucho más estúpido es que venga usted aquí!
—Tengo que proteger a mi mujer. Es evidente que usted no puede
entenderlo. Sube, Ruth. Richard llevará el Sierra de vuelta. —No se ofreció a
llevar a Morelli en su propio vehículo.
Ruth pensó que Paul iba a llevarla del brazo igual que había hecho antes
Morelli, pero su marido pasó sin más por su lado hasta la barricada de
alambre de espino, donde se detuvo y se quedó mirando al otro lado. Un
teniente mexicano salió corriendo de una carpa y fue a suplicarle que se
marchara. Impaciente, Hammond bostezó.
Lejos, en la montaña Mezapico, el Gran Disco albergaba una cucharada
condensada de sol y la hacía arder en las retinas de la muchedumbre…
El ángel Danny volvió en moto a la alambrada y se quedó mirando al
doctor Paul.
Luego gritó su nombre.
El teniente desenfundó rápidamente la pistola.
Apuntó con mano trémula a la rueda frontal de la moto y apretó el gatillo.
Paul Hammond sujetó con destreza al oficial por el codo y tiró de él, pero
para reajustar la posición del arma, no para apartarla. Richard Kimble lo vio
todo con total claridad desde donde estaba sentado. Al final de un túnel
visual, amplificadas: la mano, el arma, la precisión al apuntar.
En lugar de la rueda, la bala alcanzó el depósito de gasolina, que explotó
en una bola de fuego. Las llamas serpentearon por la figura larguirucha del
ángel, que retrocedía, y escupieron pegotes incandescentes a través de la
alambrada. Hammond se apartó con agilidad, dejando que la gasolina en
llamas escaldara un poco al teniente. El oficial soltó el arma con un chillido y
regresó a toda prisa a las carpas, gritando.
Danny cayó a la arena entre gritos. El demonio pintado en la espalda
despedía lenguas de fuego verde con un brillo particular. Al fin quedó
tendido, ya sin llamas, a veinte metros de su máquina ardiente, con las piernas
sacudiéndose en espasmos como una rana gigante electrocutada.
Pero los demás esclavos habían oído lo que había gritado. Entonando a
coro «¡Hammond!», dispararon las motos hacia el cuerpo de su líder. Y el
nombre se propagó rápidamente por las filas acuclilladas frente a la montaña.
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Con el movimiento ondulante de un ciempiés, la muchedumbre se levantó y
fluctuó.
Hammond empujó a Ruth hacia el Land Rover, desoyendo sus protestas.
—¡Vámonos, Richard! ¡Conduce el Sierra!
Kimble no se movió.
—Lo has matado, Paul. Te he visto apuntar el arma…
—No está muerto, solo está herido, lo están poniendo de pie, ¿lo ves? Se
lo llevan andando…
—Lo arrastran, se está muriendo…
—¡Maldito seas, Richard! ¡¿Quieres salir de aquí?! Si no, moriremos
todos.
—¿Por qué su telescopio refleja siempre el sol así, doctor Hammond? —
preguntó Morelli, obviando por completo el disparo, como si fuera algo banal.
—¡¿De qué demonios está hablando?! El disco sigue un programa
automático. Está fijado a una de las discrepancias de las microondas. No
tengo tiempo para entrevistas ahora.
—Está fijado a nosotros, aquí abajo.
Hammond apartó al italiano con un enérgico puñetazo en el pecho y abrió
la puerta del acompañante para meter a Ruth. Ella se acurrucó dentro, abatida,
mientras él rodeaba el vehículo y abría bruscamente la puerta de Richard.
Richard seguía negándose a moverse cuando una ametralladora ligera
abrió fuego desde lo alto de la semioruga más próxima, levantando un reguero
de polvo a lo largo de la alambrada.
Un susurro ondulante recorrió la muchedumbre, viento sobre trigo
humano.
Richard bajó a toda prisa y corrió al Sierra.
—¡Deprisa, Morelli! —gritó, volviendo la cabeza—. ¡Ven conmigo!
Había caído en la cuenta de que el italiano tenía razón con lo del
telescopio.
La ametralladora volvió a arañar la alambrada y abrió hoyos polvorientos
en el suelo.
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diecisiete
Bob Pasko le había hecho un resumen del problema al doctor Kato. Tras
aquellos bifocales sin montura, unos ojos de párpados pesados examinaban ya
interiormente el asunto. El campo de visión del anciano podía acabar unos
metros por delante de él, pero se prolongaba hacia atrás, hasta un punto
remoto dentro de su cabeza.
Otros pensamientos que le rondaban la cabeza eran más placenteros,
relacionados con volver a ver a la señorita Patton. La carnosidad de la joven
espoleaba su erotismo. Tenía las formas rechonchas y generosas de una
camarera de posada rural que se arrodilla sobre las gruesas pantorrillas con un
kimono ceñido y brillante, ofrece un frasco de sake a un anciano achispado y
juega con él en la bañera. Una muchacha parecida, reclutada en el campo y
vestida con una bata blanca de enfermera, servía té verde suave a quienes iban
a verlo a su despacho.
Enozawa hablaba en japonés, deprisa, a densas ráfagas. Su tono, firme y
dominante, entrañaba cierta deferencia, si bien era una deferencia
entrecortada e impaciente, e incluso las educadas vacilaciones verbales se
interrumpían con brusquedad, como antenas rotas de langosta.
Mientras, Kato escrutaba con curiosidad a Gueorgui Nilin, asentía en la
mayoría de las pausas e intercalaba coletillas a modo de contrapunto: «Hai!…
Ee… So…».
El niño le devolvió una mirada fría y tomó un sorbo de té verde salobre,
despreciando el caramelo que Pasko se había sacado de un bolsillo.
—También se me había ocurrido eso, señor Pasko. —Kato sonrió,
amable, mientras el psiquiatra tiraba el caramelo a la basura con gesto irritado
—. Pero he pensado que un té japonés en taza de porcelana podría ser mejor
prueba de madurez que de infantilidad. ¿Lo ve?
El niño dejó la taza con suma precisión en la mesa de Kato y se deslizó
del asiento para proseguir con su búsqueda implacable de clips, gomas,
lápices y otros objetos de oficina, que empezó a ensamblar obsesivamente.
Enseguida una seudomáquina desgarbada y precaria cobró forma en la mesa.
Pero no se desmontó.
Mientras el niño construía la máquina, ellos construían sus propias teorías.
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—Deben de haberle impreso en el cerebro diferentes aspectos del modelo
mental en distintos periodos —conjeturó el psiquiatra con aire pensativo—. O
bien el modelo completo muchas veces. El cerebro de un niño no madura a un
ritmo constante, y no es posible programar nada cuando aún no hay un
sistema de circuitos. En realidad, ni siquiera tenemos la certeza de que
muchas de las neuronas sean capaces de transmitir impulsos durante periodos
largos. El aislamiento de mielina sigue depositándose a lo largo de los axones
durante al menos los dos primeros años de vida, de la mano del desarrollo de
la conducta del niño.
—Ah, pero ¿qué ocurre primero? —interrumpió Tom Winterburn—. ¿El
tráfico nervioso activa el efecto de aislamiento? ¿O es el aislamiento lo que
habilita el tráfico? En el primer caso, la interferencia de una impresión podría
establecer nuevas rutas; en otras palabras, forzar el desarrollo, acelerar la
formación de rutas. Pero estoy de acuerdo en que es improbable que el
trasplante de conciencia tenga lugar de forma directa e inmediata. En mi
opinión, creo que se necesita mucha adherencia, usando el modelo completo
durante un periodo largo. Pero ¿cómo de largo?
—Entonces, ¿da usted por hecho que el chico está programado? Yo solo
teorizaba, ya sabe…
—Tengo que darlo por hecho. ¿No lo ve? Si están utilizando el 370-185 en
Sajalín para programar modelos de personalidad humana en cachalotes y sabe
Dios qué más… —Tom Winterburn se volvió hacia Kato—. Y bien, señor,
¿lo cree posible?
—Lo hemos traído aquí para ver si algo le hace reaccionar, como en el
zoo —farfulló sin ningún tacto Orville Parr, con su ansiedad claustrofóbica
intacta—. ¿Se lo ha contado Pasko? Y parece que al niño le gusta
comunicarse por medio de maquetas. De objetos, no de palabras…
—Tenemos muchas maquetas de cerebro de ballena —dijo Kato,
sorprendido—. Y secciones de cerebros auténticos. Los agentes destinados en
los balleneros los recogen siempre que pueden. Tenemos también varios
handō iruka…, delfines embalsamados vivos, así como un shachi pequeño,
una cría de orca… —Esbozó una sonrisa cortés de entendido.
—¿Embalsamados vivos? —preguntó Chloe, inquieta.
—¡Usando técnicas de perfusión, Chloe! —siseó Herb Flynn—. Es la
práctica habitual. Se anestesia al animal y se le reemplaza la sangre por una
solución salina y después por un conservante. Técnicamente está vivo. No
consciente, por supuesto. Nunca recuperará la conciencia. Pero aun así
permite hacer algunas pruebas cerebrales de estimulación con electrodos.
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—Ah, sí, claro. —Chloe asintió sin convicción. «Técnicas de perfusión»
sonaba vivificantes, como «transfusión de sangre». «Embalsamar vivo»
desprendía una fetidez mohosa.
—La señorita Patton se dedica básicamente al adiestramiento —comentó
Flynn con cierto desprecio—. Piscinas. Juegos y diversión.
—Cómo no. —Kato se rio—. La señorita Patton y yo somos viejos
amigos, né? —Miró su cuerpo rechoncho con aire soñador, embutiéndolo en
un alegre kimono de flores.
Gerry Mercer percibió la incomodidad de la situación y con toda
amabilidad se sacó el juguete de plástico que llevaba a la espalda.
—Hablando de maquetas, compré esta por el camino.
—Ah, nuestro viejo amigo el makkō kujira —dijo Kato con una risilla, en
un arrebato de hilaridad infantil—. El sospechoso. —Las lágrimas afluyeron a
sus ojos tras las solemnes gafas ante el espectáculo que suponía presentar
semejante juguete como algo serio en su instituto.
Herb Flynn dirigió una mirada fulminante a Mercer, que se puso como la
grana; de todas formas, avanzó un paso para mostrarle el juguete a Gueorgui
Nilin.
El niño profirió un grito y lo agarró. Resarcido, con una amplia sonrisa,
Gerry se lo dio.
Pero, por desgracia, aún tenía un poco de agua dentro. En cuanto el niño
le apretó los costados, la ballena expulsó un chorro que salpicó al doctor
Kato.
—¡Lo siento, señor! —Gerry se precipitó hacia él con un pañuelo.
Kato se quitó las gafas y, con mucha delicadeza, se las secó con su propio
pañuelo.
—Cosas de niños —comentó. Pero ¿quién era el niño, Gueorgui o Gerry?
Difícil de decir.
—¿Sería tan amable de mostrarnos el lugar, señor? —sugirió Pasko, más
diplomático—. Tal como dice el señor Parr, algo podría hacer reaccionar a
Nilin.
—Da, da, da —canturreó el niño, sacudiendo la ballena negra de plástico
ante la máquina que había montado en la mesa de Kato—. Kit, kit! Kashalot
kit!
El niño siguió aferrando el nuevo juguete mientras Mijaíl lo llevaba
afuera, invitado por el doctor Kato.
—Juraría que el joven Gueorgui está usando esa palabra, «kit», en los dos
sentidos —musitó Tom Winterburn—. La entonación es diferente. «Ballena»,
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en ruso. «Maqueta», en inglés. La ballena es…
—Un kit de montaje —convino Pasko—. Y viceversa. Tal vez.
Tom Winterburn sacudió la cabeza.
—No, creo que es más complejo que eso.
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—El cachalote. Este cerebro pesa casi nueve kilos. El peso absoluto no
significa nada, né? Si no, los elefantes serían filósofos. Pero si comparamos la
proporción del tronco encefálico del hombre con el del makkō, o cotejamos la
complejidad de su cerebro, ¡el makkō parece ser nuestro igual!
Personalmente, creo que es absurdo considerar el makkō «inteligente» en el
sentido humano. Aun así, con este grado de complejidad y esta masa de
materia cerebral, tal vez sí sea posible imprimir cierta inteligencia humana en
él. Observen la corteza cerebral: es extremadamente intrincada, ¿no les
parece? La sede de la conciencia… En mi opinión, es aquí donde debería
tener lugar la impresión…
Se volvió hacia Tom Winterburn sin soltar en ningún momento el brazo
de Chloe Patton.
—¿Me está preguntando si es posible? —Suspiró—. ¡Ah, las
discrepancias entre el cerebro humano y el cerebro de la ballena! Mire, un
área premotriz ocupa gran parte de los lóbulos frontales. En el hombre, esa
área controla la planificación consciente y la previsión. Sospecho que podría
controlar todos los tubos de la frente de la ballena. Creo que ustedes lo
denominan «melón». Pero ¿tiene relación con la planificación inteligente? En
absoluto. Así que, para mí, demuestra que las ballenas no poseen intelecto en
el sentido humano. Además, el lóbulo frontal carece de un área de asociación:
¡una discrepancia más! Por otra parte, las ballenas dentadas carecen de
sentido del olfato, así que lo lógico sería que no tuvieran centro olfativo.
Tampoco tienen hipocampo ni cuerpo mamilar, cierto, pero, mire, ¡aquí están
el núcleo amigdalino y el tubérculo olfatorio! Sí, están. ¿Por qué? ¿Qué
función desempeñan? ¿Quién lo sabe? ¿Los rusos?
Pasó la mano libre a lo largo de la maqueta.
—Vean lo comprimido que está el cerebro de ballena desde la parte
delantera a la trasera, né? Todo el cerebro está replegado y retorcido. Es una
cuestión de estructura craneal. ¿Cómo vamos a superponer un mapa de la
mente humana en esto? Todos los puntos están desplazados y deformados.
—Discúlpeme, señor, pero tengo la impresión de que nos estamos
desviando del tema con las maquetas —intervino Tom Winterburn—. Están
muy bien hechas, desde luego, pero creo que en este caso inducen a error.
Bob Pasko gruñó para sí. ¡Kato había consagrado su vida entera a
elaborarlas! Gracias a Dios que aquella rechoncha jovencita estaba allí para
estimular al viejo… En ese momento entendió la lógica de su presencia. Al
menos alguien, en algún lugar (seguramente, en San Diego), sabía manejar a
la gente.
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—Sus maquetas, señor, implican desmontar algo y luego volver a
componerlo como un rompecabezas. Intercambiando partes de un kit…
Gueorgui, que había estado observando el cerebro de plástico de colores
todo aquel rato, soltó un gritito al oír la palabra…
—Estoy pensando en un modelo matemático que pueda almacenarse y
remodelarse matemáticamente para que se adapte a formas nuevas sin
necesidad de alterar el contenido. En Occidente ya existen varios modelos
matemáticos simplificados de la actividad cerebral humana. El 370-185 podría
comérselos con patatas. Y, hablando de mapas, señor, ¿sabía que el sentido
matemático de «mapear» no tiene nada que ver con el trazado de diagramas
representativos? Es parte de la matemática hilbertiana: un método de traducir
unos modelos abstractos en otros. Puede haber diseños geométricos que
parezcan muy diferentes, pero es posible «mapearlos» algebraicamente y
demostrar que tienen la misma estructura abstracta. ¿Por qué no hacer algo
parecido con modelos abstractos de diferentes tipos de cerebro?
Kato se encogió de hombros, ofendido.
—No soy matemático. Soy biólogo. Creo que es hora de ver los tanques
de embalsamamiento. —Pellizcó a Chloe Patton con tanta fuerza que a la
joven se le escapó un chillido y le vinieron a la cabeza aquellas imágenes de
chicas con curvas de los cómics sadomasoquistas de los puestos del puerto.
—No quiero ver los tanques de embalsamamiento —repuso ella con un
mohín.
—Pero, querida, ¡si tenemos un shachi pequeño! También hay una cría de
makkō kujira que sacamos del útero cuando estaba a punto de nacer.
«¡De modo que tienen un cachalote de carne y hueso!», pensó Pasko al
instante. Vaya, así que Kato se había reservado ese detalle para el final.
Obviamente, era crucial que Gueorgui viera la ballena.
«¡Vamos, Chloe! —la instó mentalmente al comprender que Kato podría
negarse a seguir por despecho si la señorita Patton no se comportaba, después
de los comentarios despectivos de Tom Winterburn. Deseando con todas sus
fuerzas que existiera la telepatía e intentado invocarla mediante el lenguaje
facial, Bob Pasko esbozó una sonrisa apremiante—. Ve a ver sus asquerosos
tanques de embalsamamiento, aunque te recuerden a las langostas que había a
la entrada del café. ¡Coge los palillos de los electrodos y clávalos en la carne!
¡Y acepta también un pellizco en el culo!»
—De acuerdo —convino Chloe al fin—, vamos a ver a la cría de
cachalote. Por Gueorgui —añadió mirando a Pasko a los ojos con una
expresión afligida.
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—¡Matrícula de honor, Chloe! —musitó el psiquiatra con un suspiro.
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perfectamente. Tenían la oreja atenta a todo. ¡Igual que la cámara Nikon del
tejado de enfrente lo filmaba en su despacho!
El primer chófer volvió con un transistor, y Pasko se lo ofreció a
Gueorgui Nilin. Al instante, el niño empezó a tirarle de la manga al mujik y a
pedirle que lo levantara hasta el borde del tanque. Una vez allí y ya más
calmado, lo guio con movimientos natatorios hasta que quedó colgando sobre
el cerebro seccionado.
Encendió la radio.
Una ráfaga de música orquestal inundó la sala.
—La Pastoral de Beethoven —identificó Kato.
Chloe Patton no podía imaginar una música menos adecuada para la
gélida cámara de conservación que aquel torrente dorado de sonidos.
Gueorgui se lanzó de cabeza, y se habría zambullido en el líquido de
haberlo sujetado unas manos menos recias que las de Mijaíl. Pero sí metió los
brazos hasta los codos y depositó con cuidado la radio en el amplio cuello de
la ballena, justo al final del tajo que le habían abierto.
La radio siguió sonando, sumergida, aunque lo que había sido un torrente
dorado se transformó en un retumbo sordo más similar a un mugido.
—¡Anda, ahora parece una canción de cachalote! —dijo Flynn, riendo.
—¡Pero no es una canción de cachalote, Herb! Es la única ballena que no
hace esos sonidos. Los cachalotes solo emiten clics, como los contadores
Geiger. Es lo único que hacen. Emitir clics. No cantan.
—Kik —canturreó Gueorgui—. Ki-ki-ki-kik!
—Mira, Tom, está de acuerdo contigo.
—¡Piensa un poco, Herb! Estás suponiendo que utilizaron otra ballena.
Los rusos podían oír su auténtica voz a cientos de kilómetros de distancia bajo
el agua, ¿verdad?
El de la cara velluda y picada de acné asintió.
—Si fuera una ballena jorobada, se metiera entre dos capas reflectantes y
emitiera a cien decibelios, sería detectable a…, oh, casi cincuenta mil
kilómetros, en teoría…
—¿Cuánto ha dicho? —exclamó Parr, incrédulo.
—He dicho cincuenta mil kilómetros en condiciones perfectas.
—¡Dios! A esa distancia ya se ha acabado el mar…
—¡O daría la vuelta al planeta! —Herb Flynn sonrió con malicia—. El
universo de las ballenas es curvo, señor Parr. ¡No creo que tengan tantos
problemas con el espacio einsteiniano como nosotros!
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Pasko advirtió un tic nervioso en el ojo izquierdo de Kato ante la mención
de Einstein y del espacio… Y también le había soltado el brazo a Chloe
Patton, quien aprovechó su liberación para huir al otro lado del tanque,
fingiendo un gran interés por algo que había allí.
El segundo chófer regresó al trote con la «máquina» de Gueorgui, pero ya
no parecía interesarle a nadie, y menos al niño, absorto en el transistor, que
seguía mugiendo en el cuello de la ballena. El japonés se quedó allí de pie
sosteniendo con delicadeza la construcción entre las manos como una estatua.
—¿Qué alcance tienen los clics de los cachalotes, Herb?
—Once o doce kilómetros, Tom. No más.
—Así que tendrían que comunicarse con su cachalote por radio. ¡Y eso
significa que le habrían implantado quirúrgicamente una en la cabeza!
—¿Y qué utilizan para enviar señales? ¿Morse? Los clics de los
cachalotes parecen una especie de morse. —Era una sugerencia trivial, pero
Tom Winterburn se la tomó en serio.
—Lo dudo. Estás dando por hecho que hay un «piloto» ruso que dirige la
ballena. Ese es el problema de las maquetas de plástico de Kato. Hacen que te
fijes en lo que no es. A ver: ¿cómo se inserta un operador de radio ruso?
¿Eliminando la parte A del kit ballena y sustituyéndola con la parte
correspondiente del kit humano? ¡Oh, no! El cerebro de la ballena
sencillamente no está del todo hecho para procesar el lenguaje humano. Ni
siquiera el lenguaje humano adaptado al código morse. Al fin y al cabo, sigue
siendo el mismo lenguaje. Habla humana. Sería preciso idear una especie de
código simbólico compatible con el modo en que la ballena procesa sus
propias señales. No se puede imprimir el conocimiento del ruso en una
ballena, así, sin más. A lo mejor se podría imprimir a un ser humano. Ya
tenemos en marcha un proyecto para aprender idiomas humanos de forma
similar. Pero no es aplicable a otras especies. ¡Esto es un maldito enigma! El
lenguaje y la conciencia humanos están intrínsecamente unidos. No veo cómo
se puede tener lo segundo sin lo primero. —Se frotó la nariz con aire
reflexivo. Los rasgos se le veían azulados bajo aquella luz: parecía un
explorador polar congelado.
—Debe admitir que sería mucho más sencillo adiestrar una ballena con
electrodos en los centros del dolor y el placer, ¿no es cierto, Tom? ¿Está
seguro de que no estamos siguiendo una pista falsa? —Flynn soltó una risilla
socarrona—. ¿O una ballena falsa?
Orville Parr asintió con vigor; sin embargo, la figura polar insistió:
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—Todo depende de lo que quiera que haga su ballena. Si solo quiere que
bombardee submarinos automáticamente, muy bien, estoy de acuerdo. Si
quiere que espíe y se comunique con usted, de algún modo tendrá que mapear
«humanidad» en el animal. Pero ¿cómo demonios va a poder incluir toda la
información necesaria en señales de radio codificadas de unos pocos clics de
duración?
Chloe Patton asomó un instante desde detrás del tanque.
—Es injusto llamar «clics» a los sonidos de los cachalotes, capitán
Winterburn. Piense en las aves. Oímos una única piada en el jardín, pero esa
piada está compuesta por al menos un centenar de sonidos individuales. Y los
pájaros son capaces de distinguirlos.
—Un momento, señorita Patton: ¿cuántos sonidos separados diría usted
que contiene un clic de ballena?
—Oh, he visto fotografías osciloscópicas con docenas de pulsaciones
concentradas en veinte microsegundos.
—Entonces, ¿lo que oímos como un único clic podría contener un
mensaje complejo? ¿En un código simbólico?
—Hay un tipo que lo ha estudiado. —Herb Flynn hurgó irritado en su
maletín—. Aunque sus especulaciones eran más bien excéntricas, si no
recuerdo mal. Aun así, lo he traído. Sí, aquí está. Sobre la decodificación de
señales de Physeter y el uso de su código para… Dios, sí, esta es la parte más
descabellada. Es un astrónomo; sugiere utilizar los clics de las ballenas para
codificar mensajes cósmicos. Lo publicó la Review of Biological Psychology.
Es una revista de excéntricos. Pero, bueno, ya que estamos en el terreno de las
ideas chifladas, con una ballena humanoide… —Se interrumpió con la mirada
clavada en la separata que sostenía en una mano—. ¡Santo Dios! El hombre
que escribió esto forma parte del equipo de Paul Hammond. ¡Hablando de
locura!
Kato había empezado a sudar ligeramente, como el cristal del tanque de
conservación, con tanta gente respirando en la sala.
—Tengo que saberlo —intervino el biólogo japonés con aspereza—. Las
ideas de ese hombre ¿representan un consenso científico? El kami no ashioto,
né? He intentado por todos los medios no pensar en ello.
—«Las pisadas de Dios» —se apresuró a traducir Enozawa con la voz
tensa como un saludo.
—Sí, la nada en el núcleo —murmuró el anciano—. Parece el seppuku del
alma occidental. —Se pasó el pulgar de izquierda a derecha sobre el
diafragma, concluyendo el gesto con un súbito viraje hacia arriba, girando la
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llave de la máquina humana para apagarla—. ¿También de la ciencia?
Deberíamos estar todos más contentos por saber que no hay nada y que no
somos nada. Por imitar a Occidente, los japoneses hemos destrozado nuestro
campo. Ahora somos ya demasiados para aflojar el paso. Tenemos que seguir
avanzando, pero no hacia la luz: ¡hacia la oscuridad!
Enozawa se envaró. Oír al anciano director hablar del seppuku,
refiriéndose a tal hazaña por su nombre honorífico en lugar de por el vulgar
hara-kiri, ¡cuánto lo alentó! Aún podían restaurarse los viejos valores.
—Qué raro —meditó Kato— que la ciencia norteamericana cometa este
acto de nihilismo. Que aquellos que llegaron a la Luna miren ahora tan lejos
como alcanza la vista y digan: «No hay nada». Los japoneses siempre nos
hemos sentido muy cerca de la nada. Nuestra economía es la gran
contradicción de esta sensación interior. Apenas entendemos la paradoja. Y
ahora todo acaba. ¿Saben lo que de verdad estamos haciendo en este instituto?
Una autopsia. Peces, ballenas… Puede que pronto pasemos hambre en estas
islas. Y ni siquiera nos dejan ya cazar cachalotes. Pero le digo que no hay
ballenas inteligentes. ¡No me lo creo! Aun así, tenemos que pasar hambre
porque ustedes, los norteamericanos, sí lo creen. —Dirigió una mirada severa
a Chloe Patton, como si su exceso de grasa hubiese sido arrebatado a las
ballenas japonesas y a las bocas japonesas; luego se miró su propio cuerpo
por la mitad inferior de sus bifocales—. Cada átomo de este cuerpo…
pronto… dejará de ser…
El director, con aire patético, volvió a mirar las carnes de Chloe Patton
por encima del tanque, esa vez como para asegurarse de su solidez,
perdonándola por ello. Chloe siguió eludiendo su mirada.
—¿Y si le robamos a Hammond uno de sus ases? Podríamos robarle a ese
muchacho tan brillante, ¿eh? —La voz de Orville Parr era un chirrido pastoso,
un pegote de masilla extendiéndose por un vidrio húmedo.
Pero estuvieron de acuerdo con él.
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una responsabilidad, una obligación, en lo sucedido. Las investigaciones del
doctor Kato podrían habernos ayudado a comer. Por consiguiente, en cuanto a
Nilin…
—No se preocupe, el asunto estará zanjado dentro de un par de días —lo
tranquilizó Parr—. Se lo prometo. Ya está en camino el especialista en clics
de ballenas, viene en avión desde México… Lamento mucho lo del doctor
Kato, lo lamento de corazón, créame. No sé qué decir… Estoy desconcertado.
Necesito tiempo para asimilarlo, es terrible. —Vaciló, pero la curiosidad pudo
con la discreción—. ¿Cómo…? ¿Es grosero preguntarlo?
—El doctor Kato destruyó las maquetas con un hacha de incendios y
luego destrozó los tanques de conservación. Se cortó las venas con un trozo
de cristal. Murió en el hospital a causa de la conmoción y la pérdida de
sangre.
Había dolido, había requerido coraje, pensó Enozawa. Pero no había sido
sereno. El director Kato no había preparado su espíritu. Cedió a un arrebato
de anciano, casi una rabieta.
Sin embargo, Parr recordó a Gerry salpicando al hombre con agua, a Tom
Winterburn desacreditando las maquetas de los cerebros y a esa tal Chloe
Patton haciéndose la dura. Los japoneses, desde luego, los consideraban
responsables… Y mientras recordaba, y deseaba estar en otro lugar, su mirada
volvió a posarse, impotente, en los periódicos matutinos.
Disturbios en México amenazan el Gran Disco: al parecer hay ya ciento
treinta muertos, clamaba el Pacific Stars and Stripes.
Plaga suicida asola Estados Unidos: aumentan los casos de violaciones y
asesinatos, pregonaba el Mainichi Daily News, en inglés.
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diecinueve
Le duele la aleta por el mordisco del macho, pero no tiene ninguna herida
grave. Nada, obediente, mientras el macho se entretiene detrás, lejos, y solo
envía pulsaciones ocasionales para rastrearlo.
Un silencio expectante amansa el océano, que el macho parece no querer
perturbar.
Los grandes gemidores —los chismosos del mar— han sido acallados por
los saltarines y danzarines silbadores de clics, aquellos capaces de enviar dos
modos de señal a la vez, y por ello fueron los primeros (al principio, como
puro juego) en cubrir la brecha entre los clics de su especie y los silbidos de
los cantores. Canciones tan vastas que pueden cruzar océanos enteros…
Mientras nada, piensa en lo que le ha transmitido el macho con sus
pulsaciones.
¡Decenas de siglos para sintonizar con los gemidores! Ahora su especie ya
puede emitirles canciones. Pero los pequeños y saltarines silbadores de clics
lo hacen aún más deprisa. ¡Tan vivaces, tan juguetones, tan rápidos! Juegan
con las ideas como con pecios o con masas de algas, empujando y meneando
nociones en el caleidoscopio de su mente lúcida. Pero, ay, no pueden fijar
ideas en glifos. Sus caleidoscopios no dejan de girar y se pierden en el juego
los brillantes patrones de sus pensamientos.
Por mucho rato que silben las rúbricas de los grandes glifos, solo pueden
hacerlos girar en torno a uno o dos ejes, en el habla de silbidos. Los nuevos
glifos trascienden a su alcance, hasta que su especie los manifieste.
Si no fueran tan felices, eso podría ser su tragedia. Perciben mucho más
del orden interno de un glifo que los estúpidos gemidores. Intuyen el
momento profundo de la Estrella, cuando un glifo se transforma en un mapa
de pensamiento, en una imagen del mundo: cuando su especie nada, mente
con mente, soñando los años marinos mediante glifos de entendimiento cada
vez más sencillos, mientras los eones se van consumiendo, de vuelta al glifo
más simple, el primero de todos, en plena Era Glacial, cuando todo se
fundía…
En comparación, la evolución de su especie hacia la conciencia es algo
planeado y tangible, mapeada con glifos en la frente. Ahora casi son capaces
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de dirigir la evolución cultivando los glifos, moldeando el melón mediante
una selección de sonidos, de glifo estrella en glifo estrella, hacia megaglifos
de conciencia aún lejanos en las eras natatorias, aún inalcanzables, si bien
intuidos como el Objetivo.
Un proceso lento como el crecimiento de un atolón de coral, para contener
una charca de agua que refleje imágenes exactas, clarificadas a partir del
tumbo de la ola del Tiempo y el Ser.
Las Estrellas construirán ese espejo, célula a célula, en las suaves frentes
de panales.
Mientras tanto, los silbadores de clics se maravillan ante esta empresa y
brincan a su alrededor, jugando. Qué triste que no puedan acceder a una
Estrella, con sus cuerpos y frentes diminutos, cuando son los que asociaron
los glifos a las canciones de los plañideros y permitieron que se conocieran
glifos nuevos por todos los mares. Sin embargo, no es triste para ellos, pues
retozan y copulan y silban, saltando y danzando sobre la cola…
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marino ni dulces. Los cuerpos aíslan todo sonido exterior, en siete
direcciones. Siete melones constituyen el único campo de atención.
Emitiendo pulsaciones, el fantasma cobra fuerza y engrana una cadena de
siete eslabones de cera, un polígono anular…
Los pensamientos se agolpan alrededor del glifo… Pensamientos
articulados, en cristales céreos.
«CONGRUENCIA» es una (llave), razona. ¿Qué es una (llave)?
Una (mano) gira una (llave). La (llave) casi siempre cierra, casi nunca
abre… La (mano), pues, es congruente con una cerradura. Cinco barras se
curvan para formar una jaula, hacen una (mano). Una barra corta. Y cuatro
barras largas. Se doblan. Cierran.
Esta jaula encaja en cosas. Actúa en cosas. Las cosas la obedecen. Por lo
tanto, las cosas están hechas. Como los (aceros).
Pero la (mano)-jaula también es flexible: acaricia cabello, labios, pene.
Hasta se abre y se queda plana, y a veces deja de parecer una jaula. Sin
embargo, es el modelo de una jaula, pero desplegada. Así se burla de
nosotros. (Pero ¿quién es «nosotros»?) Pues parece tan abierta y libre,
expandida, siempre tendida… Nos compadecemos de quienes no tienen estas
jaulas planas, suaves. Pensamos en ellos como los Sin Jaulas. No pueden
abrazar las situaciones. No aprehenden el mundo.
(Pero ¡¿quién es «NOSOTROS»?! ¡¿Quién es «NOSOTROS»?!)
Esta (mano) ha formado la mente, los pensamientos, las (palabras).
Mentes, pensamientos y (palabras) han seguido los contornos de la (mano),
sin darse cuenta. ¿Cómo podía yo ser consciente de esto, cuando la conciencia
tiene la misma forma que aquello de lo que debería ser consciente? Lo uno
encaja en lo otro a la perfección, así que es imposible advertirlo… La
conciencia toma por números los cinco y los diez de las (manos). Acepta el
agarre de las cosas como relaciones del mundo. La (mano) se cierra alrededor
de la conciencia en una jaula, y lo hace con tal sutileza que jaula y conciencia
parecen idénticas, y se denominan a sí mismas Conciencias…
—¿Qué son esas (Manos), (Palabras)?
La pregunta es de él.
También es de ellos.
Porque son congruentes, los Siete. El glifo se imprime en el aceite de las
frentes, se desvanece, se reimprime… En los intervalos congruentes, las
preguntas cobran forma…
—¿(Manos)? ¿(Palabras)? —Probando. Insistiendo. Construyendo una
imagen de él alrededor del glifo. Llenando los huecos de la imagen que tiene
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de sí, hasta que su mente flota físicamente, mapeada en aceite… El glifo
resonante lo desentraña y lo elabora. El líquido da pistas…
—Hay Otro, en él…
—La sombra de otro ser…
—¿Qué son estas (manos), (palabras), (aceros)?
—El glifo puede ser sintonizado. Dilatado. Hay más…
—La Estrella puede sintonizar a este otro ser…
—¿Tienes reticencias?
—¿A saber quién soy? —contesta él—. ¿Cómo voy a tenerlas?
Al instante, la imagen de sí mismo se vuelve más nítida…
—Tú eres un (instrumento), una (herramienta)…
—La relación entre tus dos yoes fue esculpida por (acero)…
—Pero también hubo amor en tu confección. ¿Conoces ese amor?
—Amor… Sí. Había nieve, ¡había (árboles)! Aunque no vi nada con los
ojos. Tuvieron que llevarme de la (mano)… Ella me llevó. Ella ella ella.
Delgada, diminuta. ¿Cómo pudo llevarme a mí, tan grande que soy?
—El otro ser en ti…
—Podemos sintonizar más a ese Ser…
—Un punto aquí, un punto allí: chispas independientes de la Realidad…
—Puntos de un glifo de Ser…
—Los unimos en una red. Una red emerge. El yo que se esconde…
—Deja que repitamos un glifo más elevado: REPRESENTADOR…
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—Debemos volver a formar juntos la Estrella. Solo eres una cría,
necesitas descansar y alimentarte, fuerza para sostener la Estrella. Ya
conservamos nosotros por ti el glifo en tu frente. Condición de dependencia.
—Te utilizan para hacer sonidos con (aceros). Con (instrumentos de
acero). Extraño. Deja que repensemos el mapa de ti que surgió en torno a
REPRESENTADOR…
—Aprenderás a llevar este glifo —emite por clics la hembra vieja, con
más delicadeza—. Y también los grandes glifos, RESONADOR, CONCEBIDOR,
TRASCENDEDOR… Pero ahora debes irte. Por un tiempo. Hasta que
averigüemos cómo curarte. Escucha:
»Hubo un tiempo en que el Mundo era un único punto de sonido en un
útero tejido de silencio. El tiempo pasó, y el primer sonido resonó y resonó
hasta que se convirtió en muchos. El Mundo estaba tejido de ondas de sonido
que se cruzaron y vibraron durante un millón de eras. Hasta que los sonidos se
solidificaron para formar la cera dura del mundo, con todas sus formas de Ser,
y la cera blanda del mar. Todo nace del sonido. Pero no por esa cosa
(Palabra), ¡puedes estar seguro! La (Palabra) y la (Mano) son destructores del
sonido. Disruptores: desgarran el útero de silencio… Debemos pulsar una
canción para que los gemidores adviertan a nuestra especie. Nada debería
alterar el camino de los glifos… Oh, tan despacio lo hemos seguido, ¡desde la
mitad de la Era Glacial!
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cosmos no materialista que presuponía la existencia de un Dios, aunque fuera
un Dios ausente! Había que desdeñarlo como mistificación. Informar de ello
con desdén.
No obstante, el mero hecho de informar de ello con tanta celeridad
indicaba que estaba teniendo impacto. Que habría que combatirlo.
La radio norteamericana había anunciado, de un modo dramático y
alarmado, un peregrinaje descabellado al observatorio de Hammond, en
México, que había acabado en derramamiento de sangre y violencia. (El
Pravda había coincidido en eso.)
Luego se habían producido altercados en varios países islámicos:
peticiones de guerra santa contra las razas blancas, que eran ateas y codiciosas
y solo querían destruir la fe para socavar el fervor revolucionario del Tercer
Mundo. (El Pravda había eliminado el término medio del silogismo.)
Y en la plaza San Pedro de Roma habían contenido a palos a una
muchedumbre cuando el Papa había aparecido en el balcón para leer una
encíclica. (El Pravda había informado de esto con deleite sarcástico, quizá
con la intención tramposa de desquitarse contra los norteamericanos, que
afirmaban que también había habido disturbios en la Europa del Este, entre
los polacos católicos.)
El mundo se tomaba muy en serio a Hammond. Ya había acertado una
vez, cuando descubrió la galaxia oculta en colisión con la Vía Láctea. En
aquella ocasión se había desatado una oleada de histeria colectiva que duró
varios días, hasta que Hammond explicó que «catástrofe» era un concepto
técnico, matemático; que la galaxia recién descubierta estaba a unos setenta
mil años luz y era mucho más pequeña que la nuestra; que, si bien podría
acabar alterando la forma de la Vía Láctea al tender un puente de gas brillante
entre las dos, faltaba tanto para que ocurriese que para entonces la especie
humana se habría extinguido, y que, en cualquier caso, las estrellas estaban
tan alejadas entre sí que los bordes de una galaxia casi podían atravesar los de
la otra sin que sucediera nada. Bien, con aquello, Hammond había alcanzado
el rango de celebridad. ¡Quién sabía si no habría sido una actuación
preparada! Sin embargo, ya había ascendido a erudito, y eso permaneció en el
imaginario popular.
Además, ¡la radio norteamericana hablaba de los partidos de béisbol como
si fueran guerras! (E informaba de las guerras como si fueran partidos…) No
obstante, ese nuevo descubrimiento y las reacciones que había suscitado
resultaban ciertamente perturbadoras, incluso filtradas por el Pravda.
—Sí, estoy al corriente —contestó Kápelka.
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Orlov apretó el índice, corto y cuadrado, en la mesa. Al dedo le faltaba la
articulación superior y terminaba en un bulto gomoso y rígido.
—¡Oh, los llamamientos de Washington a la Academia de la Ciencia! De
la Casa Blanca, nada menos, aunque Hammond apoyara la campaña del
presidente. Pero nuestra embajada nos dice que una camarilla se ha puesto en
contra de él y que podría aprovecharse del pánico y los disturbios para
fortalecer su posición. Son los que han estado ayudando a Hammond
últimamente. Engranajes ocultos, ¿eh, profesor?
—Pero yo no sé nada de esas intrigas —dijo Kápelka, abatido.
Cada vez estaba más convencido, si bien por intuición, de que la
desaparición de Nilin no había sido una casualidad, sino que también formaba
parte de alguna intriga. ¡Y había alardeado ante Katia de la gran libertad de la
que disfrutaban en su trabajo! Cuando la verdad era que los hilos de la
marioneta se mantenían ocultos. Y, en ese momento, un foco estaba a punto
de iluminarlos. ¿Por qué iba a mencionar Orlov a Hammond si no era para
señalar un paralelismo?
—Nuestros radiotelescopios en el Caspio y en Mongolia van a sumar
fuerzas para comprobar las observaciones de Hammond. —Orlov se frotó las
manos—. La opinión pública verá cómo la ciencia soviética saca de apuros a
los norteamericanos.
—Pero ¿y si Hammond está en lo cierto? —preguntó Kápelka, dubitativo
—. ¿Está dando por hecho que se equivoca? ¿O está planeando…? —Vaciló.
—¿Falsear? —Orlov se rio—. Por supuesto que no. Suponga que está en
lo cierto, profesor. ¡Sería ideal! Los hechos podrían ser como él dice, pero
habría una diversidad de interpretaciones. ¿No ve el impacto que supondría
que Estados Unidos se viera obligado a adoptar la postura ideológica de la
Unión Soviética? ¡Una visión positiva y dialéctico-materialista de los datos en
lugar de la mística y pesimista que tienen! A decir verdad, la visión de
Hammond del universo puede abordarse perfectamente en términos marxistas,
en tanto demostración del concepto fundamental de la dialéctica de la
«negación de la negación»… ¡Así, nosotros recuperamos el universo y la
función del hombre en él! Y la ideología soviética se revelará como lo que ha
sido todo este tiempo, optimista y humanista, en contraposición con la del
capitalismo, vacío y desalmado.
—Y los poderosos amigos de Hammond se maldecirán por idiotas y
traidores…
—¡No me sorprendería, profesor! Oh, es tiempo de cosechar concesiones,
del modo que sea —dijo Orlov, carcajeándose—. Quiero decir, el asunto de
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Hammond no podría haber llegado en un momento mejor: les ha perturbado
el juicio, con Nilin suelto por ahí. Nilin ha puesto en jaque su seguridad
submarina. Ahora Hammond los obliga a suplicar favores. Por su parte,
nuestras fuentes en Japón dicen que están muy preocupados por Nilin. ¡Se
creen que este Jonás es un pez gordísimo que han pescado! Tendremos al niño
de vuelta en cualquier momento, no sufra. Aún más: obligaremos a los
norteamericanos a colaborar en tecnología submarina, como quid pro quo por
Hammond.
—Pero… —A Kápelka se le cayó el alma a los pies. ¿Qué tenía que ver
una cosa con la otra? ¡Qué asco!
Las noticias de Katia lo emocionaban tanto como a ella. Pobre chica. El
Agregado de Pensamiento significaba algo totalmente insospechado en este
planeta. Algo maravilloso. Pero, ¡ay!, él era más viejo que ella.
—Creo que nuestro Jonás sirve para algo más que para asustar a la gente
—le dijo a Orlov con tono gélido.
—Tiene potencial, por supuesto. No estoy negando eso.
—¡Pero Jonás nada! ¡Jonás es!
—Cierto. Pero, mire, ahora hay prioridades políticas. Los japoneses se
están poniendo muy tensos y xenófobos respecto a los océanos. Era
inevitable. La probabilidad de que se combinen la tecnología japonesa y la
mano de obra china es más alta que nunca. Una Esfera de Coprosperidad del
lecho marino…
—Esa es nuestra pesadilla particular, camarada. —Kápelka se encogió de
hombros—. Japón más China. Los norteamericanos nunca lo han creído
realmente posible.
—¡Ahora empiezan a verlo! Se refleja en las tensiones de la falsa amistad
entre Japón y Estados Unidos. Bueno, reconozco que estamos contribuyendo
un poco a ello. Con la prohibición respecto al cachalote, por ejemplo. Fue una
buena táctica. Y ahora, con Nilin y la Conferencia de la Industria Pesquera.
De todos modos, lo único que estamos haciendo es acelerar procesos
históricos inevitables. Y bajo esta luz debemos forzar la cooperación
norteamericana. Un reajuste en su ideología ayudará muchísimo, además de
hacernos quedar ante el mundo como el socio preponderante… Bien, ya
veremos lo que ven nuestros telescopios.
Kápelka dejó de escuchar el runrún de aquella enorme cascada negra de
ojos avinagrados. De modo que habían usado a Gueorgui Nilin como peón.
¿Y todo el proyecto de la ballena se consideraba igual de prescindible? ¿Lo
había sido todo ese tiempo? Sin embargo, Orlov no lo había dicho a las claras.
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Kápelka seguía sin tener la menor idea de si la fuga de Nilin formaba parte de
un plan previo o solo la habían explotado genialmente después. Al parecer,
era posible jugar dos partidas al mismo tiempo y ganarlas ambas.
Sonrió a Katia y cogió el fajo de hojas perforadas, que todo ese rato había
estado abriendo y cerrando como un acordeón mudo, perpleja por la reunión
de alto nivel que había tenido el privilegio de presenciar. Tal vez Orlov
quisiera impresionarla. O comprometerla…
—Tengo que mirar esto un momento, camarada Orlov…
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—De modo que, ya ve, ¡los complejos pueden componer patrones sonoros
para almacenar esas percepciones mentales! —Kápelka concluyó con una
nota grandilocuente—. Imagíneselos como yantras indios de meditación; es el
equivalente humano más próximo que se me ocurre. Solo que esos yantras
están trazados únicamente con sonido. Los complejos han estado
desarrollando yantras cada vez más elaborados a lo largo de decenas de miles
de años, mucho más tiempo del que el hombre lleva investigando el mundo. Y
no solo eso, sino que el melón de las ballenas ha evolucionado físicamente en
el proceso para manejar esos diagramas de percepciones. Y, dado que el
melón opera a todos los efectos como un apéndice del cerebro, en otras
palabras, ¡están experimentando una evolución mental muy rápida y dirigida
conscientemente!
—Su entusiasmo es loable, profesor —repuso Orlov con voz cansina—. Y
podría ser de gran utilidad. Pero ¿de verdad informa de todo eso su ballena
domesticada? ¿O hay un componente de conjeturas con fundamento que
podría rayar en, digamos, la ilusión? Creía que todos los mensajes de radio
estaban en un código matemático estricto.
—Y así es. Mire…
Kápelka extendió los impresos en la mesa. En ellos aparecía una sucesión
de cifras seguida por un desglose de números primos y productos que se
prolongaba todo un párrafo, y luego por varios párrafos más de símbolos.
Katia contempló por la ventana la casa donde se encontraba Pável.
Símbolos para unos. Realidades para otros…
Y, pese a todo…, ¿estaba el profesor Kápelka siendo amable y nada más?
¡No! Creía de verdad en lo que podría conseguir el Agregado de Pensamiento
con Jonás. Por consiguiente, Pável estaba a salvo.
¡Si al menos aquella cáscara no siguiera con vida para atormentarla!
Pero ¿debía desear que su cuerpo muriera?
—Como ve, la conciencia de Jonás es un modelo matemático —decía
Kápelka al grosero y apoltronado Orlov, que no le quitaba el ojo de encima a
Katia—, generado por un análisis detallado del sistema de circuitos del
cerebro vivo de un voluntario. Por suerte, el cerebro humano y el cerebro del
cachalote son topológicamente similares, lo que nos permite imprimir nuestro
«diagrama de circuitos» en los centros de simbolización de un ballenato
inmaduro. Los dos tienen cerebros que denominamos bilateralmente
asimétricos. Las ballenas dentadas son los únicos animales, además del
hombre, que presentan esta característica, y esto es resultado de la
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especialización del lenguaje en el hombre y la especialización del
«simbolismo sonoro» en la ballena.
—¿Las ballenas también utilizan lenguaje? Creía que…
—Ah, no, no lenguajes como los entendemos nosotros. El suyo es de una
naturaleza mucho más mimética que las palabras y las frases humanas. La
longitud de onda X indica «apariencia Y». La música de clics imita la forma
del mundo con sonido, mientras que nosotros adjudicamos etiquetas a las
cosas. Estamos obsesionados con los objetos. A las ballenas les interesan el
flujo, el vector y la relación. Se trata de un programa radicalmente distinto del
programa discursivo que tenemos los humanos. Pero ¡sigue siendo
pensamiento simbólico, articulado en sonidos ordenados! Ahí está el punto de
conexión. Las ballenas y nosotros somos primos biológicos lejanos.
—¡Muy, muy lejanos, profesor!
—Sí, pero primos, así que de entrada podemos abordar el problema del
lenguaje en un plano puramente simbólico.
Katia contemplaba el edificio humeante con su galería desierta mientras
Kápelka hablaba de pensamiento, lógica y matemáticas…
La galería vacía… La mente vacía del hombre que estaba dentro del
edificio… ¡Era espeluznante! Aun así, ¡la atraía como un imán!
—… de modo que la geometría sólida del mar se revela en la mente de la
ballena en una forma simbólica que podemos representar algebraicamente,
como ecuaciones neurales en el cerebro. Un sistema de ecuaciones mutable.
El gran lógico austriaco Kurt Gödel ingenió una manera de representar
fórmulas algebraicas complejas con números simples. —Kápelka señaló los
impresos—. Esto es el principio de una sucesión de números de Gödel. Puede
codificar enunciados algebraicos referentes al mapa «geométrico» por el que
nada Jonás, observando, grabándoselo en la memoria. También puede
codificar el álgebra de estructuras de pensamiento más abstractas. Es este
nivel en el que nos comunicamos con él. ¿En ruso? Ah, no. Es posible que
pervivan recuerdos del ruso en los intersticios del modelo de personalidad. No
me sorprendería. Las palabras, los recuerdos, cualquier forma de pensamiento
no es más que el producto de matrices multidimensionales de claves y
conexiones, el producto de la interacción entre rutas neuronales. Pero, desde
el punto de vista de la ballena, el habla humana representa una transformación
del pensamiento simbólico que le es ajena. Así que tenemos que trabajar con
estructuras simbólicas, y no con las palabras, que son las que median entre
esos símbolos y nosotros.
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¿Cuánto de su verdadero yo había en el modelo?, se preguntó Katia,
desasosegada. Si una persona es solo la suma de sus rutas neuronales y estas
se rompen al mapearlas, ¿cuánto queda de ella cuando se imprimen en otra
parte? ¿Cuánto recordaría de Katia?
—Es muy difícil hacer que una ballena no sea una ballena, pero más aún,
un ser humano —decía Kápelka—. Porque un ser humano no puede ser una
ballena. ¡Asegurarse de que funcione con eficacia como lo que es, pero
garantizar que posea un sentido del deber para con la humanidad! Por
supuesto, hay que condicionarle conductualmente el cuerpo. Se hace antes de
superponer la mente, para evitar el trauma. Hay que enseñar al huésped a que
salga a la superficie mediante determinadas señales… De todos modos, los
reflejos condicionados por sí solos no nos sirven. Para dominar de verdad los
mares tiene que darse una fusión genuina de humanidad y de inteligencia
marina en el nivel simbólico profundo. ¡La ballena actuará por nosotros
porque será una con nosotros!
—¿En qué medida sigue siendo humano su Jonás? —lo provocó Orlov—.
¿Y en qué medida podemos confiar en «él»?
Katia dio la espalda a la ventana.
—¡Mucho! ¡Muchísimo! ¡Muy humano! —gritó, y rompió a llorar.
Orlov la miró divertido.
—¿Serías tan amable de dejarnos solos, Katerina Afanásievna? —le pidió
Kápelka con cortesía—. ¿Podrías llevarte los impresos y preparar una versión
en lenguaje llano? Quiero que nuestro invitado los lea, por el bien de Jonás.
Así que esmérate, Katia.
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veintiuno
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sistema nervioso al parecer retardó el proceso del cáncer… —Kápelka
también miró por la ventana a la casa próxima.
—Pero el cáncer no es un trastorno nervioso, profesor —replicó Orlov—.
Hasta yo lo sé. Es orgánico.
—La conmoción física debió de estimular el sistema inmunitario. Mírelo
así, camarada: hoy en día consideramos que enfermedades como la distrofia
muscular representan el rechazo masivo del cuerpo a su propio sistema
nervioso. El sistema inmunitario se vuelve loco. Para el sistema inmunitario
de Chírikov, el análisis debió de ser como una enorme alienación de las
funciones nerviosas principales, lo cual detonó una contramedida que tuvo
como único objetivo el cáncer físico. Es la única explicación coherente. En
cualquier caso, como resultado, el cuerpo llamado Pável Chírikov sigue
existiendo en una especie de estado vegetal, lo cual resulta muy doloroso para
Katia Tarski. Ella ve el cuerpo vivo en todos los sentidos, pero la mente está
lejos, impresa en una bestia extraña. Sin embargo, ¿es de veras su mente o
solo un modelo parcial de ella? ¿Cuál es el Pável real? ¿O los dos son
irreales? Qué dilema. Ahora su cuerpo necesita analgésicos; está empezando a
dar muestras de dolor. Así que de todos modos morirá. Pero mientras viva…
Bueno, fue un héroe, ¿no?, presentándose voluntario para el proyecto…
Orlov se encogió de hombros y recondujo la conversación de nuevo hacia
las ballenas.
Y Kápelka le dijo algo que se había estado reservando: le dijo, abatido
pero desafiante, que su Jonás les había comunicado por señales que los
cachalotes utilizaban a las ballenas barbadas como transmisores
transoceánicos de largo alcance…
—¿Está diciendo que tienen un sistema para enviar mensajes bajo el agua
de un extremo al otro del Pacífico? —estalló la cascada negra—. ¿En un
código no lingüístico prácticamente inviolable? ¿Por qué no ha informado de
esto antes, profesor?
—Primero me acusa de extenderme demasiado con los informes del
Agregado de Pensamiento. Ahora quiere saber por qué no me he apresurado a
emitir uno.
—Pero esto es relevante —musitó Orlov, repiqueteándose en la barbilla
con el muñón—. ¡Maldita sea! Si al menos los norteamericanos no supieran
nada… Aun así… Aun así podría sernos de gran utilidad. Suponiendo… —
Pero no concluyó la frase.
Por primera vez desde que había llegado parecía superado por los
acontecimientos, y Kápelka sintió que la chispa de esperanza volvía a prender
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en su interior.
—Por desgracia, camarada Orlov, no se puede separar la transmisión de
largo alcance del Agregado de Pensamiento, puesto que, al parecer, lo que las
ballenas barbadas emiten para los cachalotes son principalmente esos yantras,
esas percepciones mentales, la filosofía de las ballenas…
—¿Es así de verdad? ¿Y ese Agregado de Pensamiento es una especie de
superordenador conectado a una red de comunicaciones submarina global? —
Tap, tap, tap, en el mentón.
—El cerebro humano es mucho más complejo que cualquier ordenador. El
cerebro de las ballenas es igual de complejo. ¡Qué no podría llegar a producir
una unión de siete cerebros como esos! ¿El pensamiento elevado a la séptima
potencia? ¿No le parece maravilloso, camarada?
—Sí… Dígame, ¿sería capaz el Agregado de Pensamiento de calcular
otros tipos de cuestiones, si su Jonás se sumara y le proporcionáramos los
datos?
Kápelka asintió, temeroso de no convenir con él.
—Pero ¿qué cuestiones? El plan original era utilizar a la ballena Jonás y a
sus sucesores para llevar a cabo tareas de espionaje, de vigilancia submarina.
—Bien, eso sería espionaje en sentido literal. —Orlov se rio—. Si ese
agregado de cerebros es tan superior a un ordenador y nosotros disponemos
aquí del mejor ordenador norteamericano, entonces tenemos los mejores
medios para procesar todos esos datos astrofísicos de Hammond. Ya le he
dicho que las fuerzas implacables de la historia están de nuestro lado, ¿no,
profesor? Pero ¿de verdad aceptaría su ballena datos que no tuvieran nada que
ver con el mar, con los barcos ni con los submarinos? Eso es lo que le estoy
preguntando.
—Si la información puede codificarse matemáticamente, no veo por qué
no. Las matemáticas son un lenguaje universal de estructuras, más que de
contenidos. Si esos datos pueden presentarse como una estructura abstracta…
—Será un nuevo «yantra» para ellas —se limitó a decir Orlov.
«Quizá», pensó Kápelka, pero no quería discutir.
—En relación con eso, profesor: ¿cómo maneja exactamente su Jonás el
código de Gödel? Hablamos de números como doscientos cuarenta y tres
millones. Lo he visto en el impreso. ¡Yo tardaría media hora en calcularlos!
—Son solo el producto de ciertos números primos elevados a
determinadas potencias. Ese en particular es 26 por 35 por 56… Lo conozco
por casualidad, pero cualquier genio idiota podría calcularlo en medio
segundo sin ningún esfuerzo consciente por su parte. ¡Ya sabe que hay gente
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así! ¿Ha oído hablar de mi estudio sobre el chico uzbeco? El cerebro es un
ordenador magnífico, pero en realidad no sabemos cómo gobernarlo. Él nos
gobierna a nosotros la mayor parte del tiempo. Así que hemos programado las
capacidades de un «genio idiota» en el modelo Jonás. Es perfectamente
compatible con sus propios procesos mentales. A fin de cuentas, estos
también son solo modelos matemáticos. Para él, reducir datos a números de
Gödel es una reacción tan natural como para nosotros abrir la boca para
comer. Y no somos conscientes del acto de comer, ¿verdad? Solo de la
comida en sí. —Kápelka desvió la mirada del contorno desbordante de Orlov
—. De hecho, eliminamos algunas células de aprendizaje de Purkinje en el
cerebelo con este fin. Cada tanto, la radio que lleva implantada le
desencadena cierto cantidad de estímulos. Él los percibe como calambres
musculares en la diminuta área del cuello en la que habrían estado activas
estas células.
—Muy ingenioso, un supervisor inconsciente…
—No, inconsciente, no. —Kápelka sacudió la cabeza—. El subconsciente
de Jonás… Bueno, podría tener un «subconsciente» de la personalidad
reprimida, sobreimpresa, del animal que capturamos y condicionamos. Tal
vez haya también un subconsciente humano, vestigios del antiguo hombre que
no son componentes tan fuertes del modelo para que se registren en la
consciencia. —Unió las yemas de los dedos y guardó silencio, sumido en la
reflexión.
Orlov se levantó de repente haciendo rechinar la silla de mimbre contra
los tablones de madera. Aunque el despacho estaba caldeado, se ciñó con
fuerza el abrigo negro.
—Yo no me preocuparía, profesor. —Se frotó las manos, exultante—. Ha
sido una conversación reconfortante. Tenemos a los pobres norteamericanos
con el agua al cuello. —Rio entre dientes.
Katia Tarski corrió a toda prisa por el soto de bambú. Los delgados tallos
se arqueaban sobre ella y tejían un túnel denso. Se detuvo justo antes de salir
al claro, en un lugar desde donde podía observar la casa próxima sin que la
vieran. Se desplomó en el suelo, sobre un montón de musgo seco, e intentó
centrar toda la atención en el impreso mientras garabateaba en un cuaderno
que se había sacado del mono.
Un determinado número, que ascendía a varios millones, había sido
desglosado por el 370-185 en el producto de sus primos…
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22 × 3 3 × 5 4 …
A lo cual seguían ciertos símbolos lógicos correspondientes…
∃ Q R…
Lo que a su vez se traducía al ruso como: «Existe un/compuesto/mayor
que/la suma/de las partes…».
«Definición del Agregado de Pensamiento —escribió en el cuaderno—.
Se refiere a la situación en la que un número (7) de cerebros de ballena se
conecta en paralelo, generando un estado de percepción mental que trasciende
con mucho sus capacidades normales…»
Pero, ¡ay!, ¿dónde estaba la música del mar? ¿Dónde estaba la magia de la
existencia de las ballenas que había buscado Pável con tanto temor y con
tanto delirio? ¡No estaba ahí, en las palabras frías, en los símbolos fríos!
La puerta de la galería se abrió; un asistente sacó una silla de ruedas al
sol.
Katia no quería ver a su ocupante demasiado de cerca.
Cabeza afeitada. Mermado. Babeando como un bebé, con un control de
los esfínteres tan rudimentario como el de un bebé.
Captaría sonidos sin saber qué significaban. Sin siquiera ser capaz de
entender que había algo que entender, ¡tal era el estado de ignorancia que lo
petrificaba! Estaba tan abajo en la escala de la vida, con el cáncer detenido y
perplejo ante lo que se esforzaba en atacar…
Siguió sentada y lloró en lugar de escribir. ¿De verdad estaba él contenido
en esas abstracciones procedentes de miles de kilómetros de distancia? ¿O no
estaba en ninguna parte, salvo en su memoria?
Oyó unos pasos en el musgo, detrás. Una masa corpulenta intentaba pisar
con cuidado… Entonces Orlov se dejó caer a su lado, y la tierra tembló bajo
el impacto.
—Estás triste, flaquita mía…
—¿Por qué me ha seguido, camarada Orlov?
—Pues para saber sobre Jonás —protestó él con tono de inocencia herida
y alargando la mano del dedo amputado para darle una palmadita en la
mejilla.
El abrigo… Tan grande, tan envolvente… ¡en un día tan caluroso!
Cobijarse… Olvidar…
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veintidós
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bien volvió a abrirlos, y mucho, lo cual le honra. Por desgracia, la opinión
pública no era tan receptiva en aquellos tiempos…
»Richard —prosiguió, radiante, centrándose al fin en una cara humana
que no fuera la suya—, al parecer tu jeu d’esprit en el Worm Runners Digest
ha dado fruto: a tu manera, ¡tú también estás a punto de convertirte en el
hombre del momento!
—Hemos leído su artículo en el Biological Psychology, señor —se
apresuró a interrumpir Mercer—. Es posible que tenga usted la clave de una
situación complicada. No quiero extenderme mucho ahora… —Hizo una
mueca discreta en dirección a Paul, sin que Paul lo advirtiera, con lo que se
granjeó de inmediato la simpatía de Richard.
¡Y se había referido al Journal por su nombre oficial! Aunque
desordenando las palabras… Lo que significaba que… ¿alguien se había
tomado el artículo en serio? Pero ¿en qué contexto?
Al ver a Richard con ganas de preguntar, Gerry Mercer sacudió la cabeza
con firmeza y señaló hacia la puerta. Parecía impaciente por marcharse.
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que existe para nosotros a partir de ahora, una rama en la que la realidad
consensuada equivale a la irrealidad y a la desesperación. Si hubiese esperado
a Seattle, podría haber habido alternativas. Pero ha hecho público lo justo
para alborotar la imaginación del mundo, la veta más malévola y obcecada de
su imaginación. En cierto modo parece haber modificado objetivamente los
acontecimientos. Ahora todos somos partícipes de esta locura. ¿Me entiende,
Gerry? ¿Entiende que un acto de elección colectivo puede cambiar el mundo
objetivo de forma que incluso los rusos reciban las mismas señales en sus
radiotelescopios?
—A mí que me registren —contestó Gerry, y negó con la cabeza—.
Puede que lo que les interese a los soviéticos sea promover la pérdida de
confianza en Occidente. Podrían estar mintiendo. Por otra parte, ¿por qué se
ofrecen a permitirnos procesar los descubrimientos de Hammond por medio
de ese ordenador-ballena secreto suyo? Quizá todo sea teatro. Es lo que cree
Orville Parr, mi jefe. Además, en Europa del Este están teniendo problemas
por culpa de Hammond. «Disidentes» judíos y católicos incendian las sedes
del Partido, como una forma de exorcizar el ateísmo, supongo. El año pasado
hubo disturbios por el precio de los alimentos. Imagino que tanto nosotros
como los soviéticos estamos ahora en el mismo saco. Nos necesitamos
mutuamente.
—¿Qué ordenador-ballena? —preguntó Richard, perplejo.
De modo que Gerry Mercer le informó. Sobre Gueorgui Nilin. Sobre
Sajalín. Sobre el ordenador biológico del mar, con el nombre en clave de
Agregado de Pensamiento, al que al parecer los rusos tenían acceso.
—¡Pero es fantástico! Es tan importante como los Pasos de Hammond.
¡No! Mucho más. Es tan trascendental que podría salvar al mundo de esta
locura.
—Pero también podría ser una farsa.
—Si otras especies inteligentes observan el teorema de los Pasos, si
consiguiéramos hacérselo llegar…, ¡puede que hicieran elecciones distintas!
¡Podrían cambiar la rama en la que estamos antes de que se parta del todo!
Fue el turno de Mercer de confesar perplejidad.
Así que Richard le habló del gato de Schrödinger, encerrado con el frasco
de ácido prúsico y el martillo suspendido sobre él. En ese momento, la caja
del gato le parecía la verdadera imagen del mundo. Y el martillo estaba
cayendo, detonado por las vibraciones de los Pasos de Paul.
¿Podrían desandar esos pasos bestias sabias del mar que se habían
despojado de sus extremidades hacía cien millones de años? ¿Y que por eso
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no necesitaban pasos ni huellas, quizá ni siquiera dioses, ausentes o
presentes?
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proporcionó los datos, doctor Kimble.
—¿Yo?
—Claro, para cubrir a su colega Berg. Quisiéramos mantenerlo donde
está.
—Pero Max es un agente libre. Ustedes no lo mantienen. No son ustedes
quienes deciden si se queda o no en Mezapico.
—Cierto. Es Hammond. Y Hammond lo despediría si descubriera quién
es el responsable. Y Berg será muy útil al lado del amigo Hammond, lo sepa o
no. A usted no le importa, ¿verdad? Obviamente, no volverá a trabajar con
Hammond. Por lo que he visto cuando estaba allí, no ha sido precisamente
simpático con él. Pero nos aseguraremos de que no lo condenen al ostracismo.
Un puesto de profesor en alguna parte… Podemos arreglarlo. Desde luego, lo
tendrá bien ganado, si nos ayuda a desarticular este asunto. Ordenadores-
ballena y universos variables… ¡Necesitamos ayuda, amigo!
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veintitrés
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—¡Pero ahora ya nos hemos comprometido! Es demasiado tarde.
Con delicadeza, Gerry separó al niño, que aferraba con tanta fiereza el
abrigo de Parr con sus manitas que tuvieron que soltarlas dedo a dedo.
—Confiemos en que Tom Winterburn mantenga los ojos bien abiertos —
comentó Parr con tono esperanzado, si bien sintiendo poca esperanza—.
Aunque ya parece predispuesto a favor de ese galimatías del trasplante de
mentes. Herb Flynn es escéptico. Y Kimble… Dijiste que está bastante
amargado.
—¡Pero no por las ballenas! —Gerry gritó para hacerse oír sobre los
chillidos del niño mientras lo levantaba del suelo; el crío pataleó en el aire—.
Es lo único que parece importarle ahora… Eh, Orville, esto es asqueroso,
entregar así al niño. ¿Sabes qué vamos a hacer? Vamos a ir a tomarnos unas
copas en cuanto despegue el avión. ¿Te apuntas?
—Claro —convino Parr, adusto—. Y… gracias, Gerry —añadió—. Por
coger al niño. Yo habría sido incapaz. Supongo que la flota de los cangrejos
de Enozawa ya pueden zarpar.
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—De modo que este es nuestro fugitivo —gruñó Orlov.
Gueorgui se había quedado petrificado en cuanto había comenzado el
vuelo y Tom Winterburn tuvo que sacarlo en brazos del avión.
—Es responsabilidad nuestra —dijo la chica con sequedad en ruso, pero
Winterburn la oyó—. Del Instituto. No se puede castigar a un niño de seis
años por escaparse.
—Ciertamente, pequeña. —Orlov sonrió—. Solo es un modelo
matemático…, como Jonás, ¿eh? ¿Cómo vamos a castigar a un modelo
matemático?
La chica se ruborizó y se mordió el labio.
—Pero ¿por qué hablar de castigos? ¡Qué zafio es castigar cuando la
aventura de Nilin ha hecho que nos reunamos con nuestros amigos
norteamericanos en una empresa científica tan espléndida! Un encuentro tan
memorable como los acoplamientos del laboratorio espacial Saliut, ¿eh?
¡Más, incluso!
Orlov pasó del ruso al inglés en mitad de esta réplica, mientras asentía con
cordialidad a los recién llegados.
—Sin embargo —le dijo a la chica, volviendo al ruso—, a Mijaíl
deberemos al menos interrogarlo… Seguro que lo entiende usted. Y tal vez
asignarle una tarea menos emotiva… ¿O podríamos enviarlo de vuelta a
Oziorski con él? ¡Quién sabe! Siendo su único amigo, a Nilin podría afectarle
psicológicamente que lo privemos de él… —Sacudió un dedo rechoncho y
admonitorio en dirección a Katia Tarski—. Sí, ¿por qué no enviarlo de vuelta
a Oziorski? Pero, antes, ¡una buena reprimenda!
Dos hombres de seguridad que esperaban se acercaron sigilosos a Mijaíl y
le dijeron algo al oído antes de llevárselo. Mijaíl parecía casi aburrido con
aquellos trámites. Winterburn observó su expresión con curiosidad, tratando
de distinguir entre la resignación y la complicidad.
—Ya llevo yo al niño. —Orlov tomó al crío de brazos del agregado naval
y se lo colocó al hombro—. Por aquí, caballeros. Nos esperan varios coches.
Guíanos, pequeña. Tú irás con el niño. Creo que le hará bien la compañía
fraternal femenina.
—Lleve a Nilin en el primer coche con usted —le espetó ella—. Confío
en que lo entregará. Yo tengo que hablar de ballenas con los norteamericanos.
La discusión transcurrió en voz alta y en inglés, como si la chica quisiera
reafirmarse al máximo y no le importaran las consecuencias.
—Creo que, en cierto sentido, Parr tenía razón —confesó Winterburn—.
El chico era un cebo. Seguramente querían asustarnos con el submarino de
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gran profundidad… porque no estaban amortizando el modelo Jonás lo
deprisa que esperaban. Habrían decidido cerrar el proyecto considerándolo un
derroche de recursos; después, utilizar el ordenador para alguna otra cosa, y a
Nilin como acicate para la controversia, lo cual, seamos francos, ha sido de
una eficacia tremenda. Entonces surge ese Agregado de Pensamiento y de
repente tienen algo entre manos, pero ya han desvelado su tapadera. El asunto
de Hammond estalla en mitad de todo esto, y ven un modo de recuperar la
apuesta inicial y forrarse con las ganancias. Y nosotros lo agradecemos de
corazón. Venimos con actitud humilde.
—Será mejor que nos aseguremos bien de que ese Agregado de
Pensamiento no es una farsa. —Herb Flynn se rascó con violencia la cara,
llena de verdugones—. Insistiré en que queremos ver a su ballena.
Físicamente, ¡en carne y grasa!
—Si ese tiarrón es uno de los que decidieron que el niño fuera un cebo,
entonces la chica es bastante valiente —dijo Richard mientras Katia Tarski
los apremiaba con gestos impacientes para que se apresuraran.
—Va a tener que descubrirlo por sí mismo, ¿no le parece? —Winterburn
sonrió y le dio unas palmadas en el hombro al astrónomo—. Está claro que lo
está deseando. Es usted transparente.
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un segundo nombre tonto —le confesó él—. Mi familia es europea. Estaban
tan contentos de adoptar el estilo de vida americano que me pusieron Edison
de segundo nombre.
—¿Por Thomas Alva Edison, el inventor? ¡Hay nombres peores! Al
menos eso le hizo científico.
—Es bochornoso. En la escuela se ríen de ti, te piden que inventes la
electricidad o algo.
La costa era negra, con grupos de edificios recortados contra un fondo de
pinares dispersos y prados ralos y ascendentes salpicados por matas de
bambú, cada vez más espesos a medida que cubrían las colinas que se alzaban
a lo lejos.
—¿Bambú? ¿Con esta temperatura?
—Es una variedad resistente. Además, hoy hace calor, Richard. Pero,
claro, vienen de México. ¡Un viaje largo!
Dirigió una mirada meditabunda al mar gris. Richard intentó adivinar sus
pensamientos.
—Su Jonás también está muy lejos, ¿verdad, Katia? ¿Puede decirme su
verdadero nombre?
—Pável Chírikov —respondió, tras dudar un instante—. Pero no me
pregunte nada más sobre él. Hablemos solo de Jonás. Jonás es un modelo
matemático de conciencia, como el camarada Orlov ha tenido la amabilidad
de señalar.
—Si un modelo es lo suficientemente sofisticado, ¿cómo se distingue de
la realidad? —preguntó él con delicadeza.
—¡Por favor! —suplicó ella; le cogió la mano un momento y la presionó,
presionándolo a él para que guardara silencio.
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que Leonardo habría calificado de fisonomía aviar, reflexionó Richard.
Rasgos afilados, alerta, rapaces (se lanzaba en picado sobre los hechos y los
arrancaba del lodo), pero con un brillo divertido en la mirada. Si el doctor
Paul era un buitre bronceado y erizado, aquel hombre era un mirlo o un tordo.
—… de modo que Kurt Gödel demostró que un sistema matemático no
puede describirse completamente a sí mismo, ¿sí? La misma restricción tiene
que poder aplicarse al conjunto de la conciencia, considerada como ente
matemático. Por tanto, abstraemos del conjunto un modelo que sea la
representación que más nos convenga. La incompletitud es una componente
ineludible. Los modelos son siempre subsistemas de un metasistema. Y no
está claro qué parte de la omisión podría recuperarse construyéndolo desde un
orden superior.
Mientras hablaba, las últimas gotas de vodka se deslizaban de las copas
invertidas al interior de los agujeros de gusano de la mesa del profesor.
—La Conciencia es el producto dialéctico del Cerebro y el Mundo —
refunfuñó Orlov—. Casi da la impresión de que está persiguiendo un alma.
«Algo que la ciencia no puede describir.»
—¡En absoluto! Por favor, lea la demostración del teorema de Gödel antes
de juzgar. Solo estoy hablando de restricciones inherentes a la lógica de las
matemáticas.
—¿Y si un nivel diferente de conciencia inspeccionara el modelo? —
intervino Katia, ansiosa—. Sería una inspección metamatemática, ¿no? Y por
consiguiente… —Dirigió una mirada desdeñosa a Orlov.
—Sí, el Agregado de Pensamiento podría constituir un sistema de orden
superior —confirmó Kápelka.
—Camarada profesor —censuró Orlov—, ayer decidimos que el
Agregado de Pensamiento debería denominarse Zviezdá Misli desde ahora,
¿no es así? —Agitó un dedo rechoncho y rosado hacia los visitantes—.
Significa «Estrella de Pensamiento». Son los nombres de dos de los grandes
periódicos revolucionarios que desempeñaron una función trascendental en la
evolución de la conciencia política de este país.
—Estrella de Pensamiento, pues —accedió Kápelka—. Bien, la segunda
dificultad, mis amigos norteamericanos, es la siguiente: solo podemos mapear
el modelo en una estructura relativamente limpia. Lo cual significa, a la
fuerza, un niño, ¡sea humano o ballena! La entrada necesita rutas neuronales
inmaduras, en su mayor parte vacías.
Tom Winterburn se inclinó hacia delante con gesto ávido, mordiéndose
las mejillas hasta adquirir un aspecto cadavérico.
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—Habíamos deducido algo así, pero ¿el cerebro de un niño no se
desarrolla de forma irregular? ¿Pueden grabar el modelo de golpe en el
ordenador y luego imprimirlo por fases?
—Sí, justo. Ahora bien, eso podría acelerar el desarrollo de ciertas áreas
del cerebro. Y, de la mismo manera, podría malograr ciertos aspectos del
crecimiento natural. Aquí tienen a Nilin. Gráficamente, podríamos afirmar
que tiene el cerebro demasiado ocupado tendiendo nuevas rutas para construir
casas nuevas en ellas. El chico es, al menos sobre el mapa, una ciudad
«adulta» a escala natural. Vamos a llamarla Nilingrado. Sin embargo, muchas
casas de esa ciudad son solo decorado. Las puertas no se abren…
—¡Y las ventanas no tienen vistas! —exclamó Richard. Recordó con
doloroso detalle cierta conversación en lo alto de un acantilado, no mucho
tiempo atrás.
—¡Exactamente! —Kápelka aplaudió, jubiloso—. Pero hemos aprendido
mucho de Nilin. Y el cerebro de la ballena se desarrolla más deprisa que el de
los humanos. Su programa de «encendido» es más rápido que el nuestro,
aunque no menos sofisticado. Jonasgrado es, desde luego, una ciudad extraña;
no está pensada para que la habiten humanos. Pero no por ello es inhabitable.
Sin duda tendrán lugar síntesis cognitivas nuevas a medida que se fusionen
nuestro mapa y su territorio. Recuerden también que todavía tenemos que
comunicarnos con nuestros mapas simbólicos, y no tanto con el territorio. Por
desgracia, solo podemos intuir los maravillosos edificios de esta nueva ciudad
de la mente.
—Porque necesitamos esos edificios para ver desde ellos los demás —dijo
Richard, emocionado—. Son invisibles si nos quedamos dentro de ellos; las
ventanas no tienen cristales adecuados. —Se quitó las gafas y las miró,
reflexivo—. Es como si la realidad fuera un conjunto de ciudades diferentes
que ocupan un mismo lugar…, como si Bizancio, Constantinopla y Estambul
coexistieran en el tiempo, pero los habitantes de cada una no pudieran ver a
los de las demás. ¡Qué maravilla sería tener ventanas por las que mirar!
—Jonás ha mirado —afirmó Katia.
—Sería terrible mirar por esas ventanas —dijo Orlov, adusto—. ¿No están
ustedes, los norteamericanos, intentando eludir ese sino ahora mismo? Los
radiotelescopios son las ventanas. Y las vistas son desoladas y aterradoras.
Sin embargo, no las rechazan. ¡Cualquier cosa sería preferible a esas vistas!
¡Merece la pena pagar cualquier precio para reemplazar la ventana de Jonás!
—Era difícil saber si se regodeaba o si estaba genuinamente conmovido.
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Cuando el profesor había aplaudido jubiloso, justo entonces… Esa
bofetada de sonido pustuloso, de eructo… Richard recordó el ruido de
ventanas que se desprendían de un rascacielos nuevo, arrancadas por un
viento generado en parte por la forma del propio edificio…
Chicago. Cinco años antes. La pirámide delgada y alada del nuevo
edificio de Pharaoh Insurance se convirtió de súbito en una trampa mortal un
día en que el viento procedente del lago Michigan sopló de una determinada
manera y succionó a la gente a la muerte desde veinte pisos por debajo de los
voladizos de los restaurantes Asgard y Olympus.
Richard estaba en la ventosa ciudad el día en que saltaron las ventanas; las
vio caer aleteando como ráfagas de la propia forma del edificio, como plumas
destellantes al principio, y después, cuando aterrizaban en las calles, ya no
plumas, sino cuchillos afilados y transparentes, escalpelos letales del cielo. Y
la gente corría y los coches chocaban en cadenas de casi un kilómetro.
Treinta o cuarenta cuerpos cayeron del cielo en aquella catástrofe de aire
estático, pero eran los picos de vidrio lo que más recordaba, lacerando las
calles…, y los aullidos sobrecogedores.
Después tuvieron que reforzar el diafragma del nuevo rascacielos con
acero, y nadie volvió a alquilar aquellas oficinas. Permanecieron vacías.
Llevado por un impulso, les describió aquel día en que llovieron ventanas
del cielo de Chicago y dejaron un monolito de ojos atónitos: hilera sobre
hilera de cuencas vacías sosteniendo los restaurantes gemelos, en sendas alas.
—¡Y el ruido, después! Hasta que soldaron las ventanas, el edificio
sonaba como una armónica maléfica… El chirrido ponía los pelos de punta.
El aullido se oía a kilómetros a la redonda: el edificio enorme y vacío,
silbando para sí por toda la ciudad, peor que la sirena de una alarma nuclear.
Durante un año, Richard había tenido pesadillas recurrentes con aquellas
ventanas que caían. A veces él estaba a un lado del vidrio; a veces, al otro.
Otras veces, las peores, él era el vidrio, y cedía a una succión insufrible hasta
que se desgajaba y volaba abajo.
¿Y si la mente humana, después de Hammond, se estaba convirtiendo en
un edificio insostenible, mientras el Disco de Mezapico emitía su aullido
mudo al mundo?
Katia posó una mano en el brazo de Richard.
—Pável era músico, creador de sonidos —le susurró—. Se lo contaré
después. Se lo prometo. Usted lo entenderá, ahora lo veo.
—Pero ¿y si hay ventanas que no pueden existir en ciertos edificios? —
preguntó, abatido—. ¿Está seguro de que puede reconciliar nuestra «lógica»
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con la manera en que las ballenas ven las cosas?
Kápelka se liberó de la visión de la ciudad sin ventanas que se le había
formado en la mente, desenterrando otros gusanos gordos.
—El problema del habla, sí; una cuestión importante —canturreó—.
Todas nuestras funciones mentales superiores se articulan sobre la base del
habla. ¡Si hasta aprendemos a ver con la ayuda del equipo de procesamiento
del lenguaje del cerebro! Pero, por sus características, la frase humana
manipula los objetos y los hechos en sentido literal. Aprender es aprehender:
la mano que agarra. Obviamente, las ballenas no tienen manos, ni artefactos,
ni manufacturas. No hay necesidad de agarrar con la mano para que las
ballenas interactúen con el mundo. Ni de que su mente se aleje del mundo a la
distancia de una mano, que es lo que hace que nosotros, los técnicos y los
científicos, queramos montar y desmontar las cosas.
—¿Alienándonos de la realidad en el proceso, tal vez? —preguntó
Richard—. ¿Para que acabemos alienando literalmente la realidad en sí?
—Podría ser —contestó Kápelka, asintiendo—. Quizá por carecer de
manos, la mente de la ballena concibe una identidad del pensamiento más
amplia respecto a las cosas. Puede que para ella no haya «cosas» como tales,
sino solo «estados de ser». Pero podemos reconciliar la lógica simbólica y la
cetácea. Esa es de hecho la respuesta al problema del habla. La lógica, claro
está, es una cuadrícula sin contenido concreto. La formalización de un modo
de pensar. Pero, para empezar, con un poco de ingenio, se puede decir mucho
solo con conceptos formales. Se puede, en efecto, crear un sistema de
metavocabulario a partir de signos formales: una topología del pensamiento.
En realidad, la lógica está pensada, al menos idealmente y mucho mejor que
el lenguaje coloquial, para expresar las relaciones funcionales que prevalecen
entre los objetos, y eso es lo que expresan las ballenas: modalidades,
relaciones funcionales. Confieso que nos vimos obligados a programar un
«vocabulario» mínimo, una asociación de símbolos a determinados objetos
por medio de un reflejo condicionado. —Miró con disimulo a Orlov, que, no
obstante, estaba sumido en algún ensueño propio—. Por ejemplo, a los
submarinos, ¿entienden? Pero no a la palabra «submarino». La cuestión era
asociar marcadores mentales a ciertos números elegidos al azar: un
minicálculo, si así lo prefieren, dentro de la estructura formal. No es posible
tener un lenguaje totalmente formal. Sería elegante, pero no expresaría nada.
Sin embargo, de un axioma pueden surgir muchos otros axiomas. De la
misma manera, nuestro vocabulario mínimo cristaliza símbolos en la zona de
interacción entre la ballena y el humano, como si se tratara de una siembra, y
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remite de nuevo a esa zona, de modo que en la práctica es posible cruzar
realmente la barrera que nos separa de la mente de la ballena con
herramientas en gran medida formales.
—Sinceramente, me quito el sombrero, profesor Kápelka —dijo Herb
Flynn, ruborizado—. Sin reservas. ¡Han dado con la clave!
—Así, doctor Kimble —prosiguió Kápelka, radiante—, creemos que en
nuestro esquema de lógica matemática disponemos del vidrio de la dureza y
el índice refractario adecuados para proporcionar una ventana bidireccional
entre los símbolos de las ballenas y los de los hombres. ¡Una ventana que no
se desprenderá con las tempestades!
Richard asintió, embelesado.
Orlov, en cambio, empezaba a asustarse. Percibía el olor de una peligrosa
enzima mental en funcionamiento que podía acabar con todo el metabolismo
del pensamiento lógico y dialéctico. No era lo que había pensado y
recomendado al Comité de Supervisión. Concluyó que era un error alimentar
la Estrella de Pensamiento con el teorema de Hammond, tan descaradamente
negativo y místico. No podía expresar con exactitud por qué. Un
presentimiento. Y era demasiado tarde para detenerlo. Los norteamericanos
estaban allí. Los pactos estaban sellados.
Mientras Orlov se removía inquieto en el asiento, a Gueorgui Nilin se le
cayó a un lado, flácida, la cabeza rechoncha. Orlov zarandeó al chico,
asqueado, pero la cabeza solo se le bamboleó como madera a la deriva en la
marea alta. El chico no estaba muerto, ni siquiera dormido: solo estaba
desconectado. Había accedido al otro lado de alguna interfaz, a la nada.
El peso liviano de su cuerpo aplastaba de pronto a Orlov. Nunca antes, en
toda su vida, se había sentido tan oprimido, tan inútil. La locura americana le
estaba arrebatando la determinación. Él era responsable de la «deserción» de
Nilin, ¡sí! Mijaíl había actuado según las órdenes. Pero, bajo los pies de
Orlov, el mundo había cambiado en mitad de una danza de engaño. En ese
momento tenía la horrible sensación de haber sido reubicado de repente en
una de esas casas de las que hablaba el norteamericano de las gafas:
teletransportado en un abrir y cerrar de ojos de un Leningrado a un
Petersburgo donde las vistas eran diferentes y la Revolución estaba invertida,
donde el proceso dialéctico había retrocedido contra la corriente del tiempo y
la historia, y se había convertido en una antítesis cruda y absoluta.
El enorme abrigo negro que lo envolvía se le congeló bajo la presión de
aquel niño. Luego la sensación se desvaneció. El niño volvió a ser liviano,
casi ingrávido.
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veinticuatro
Richard Kimble y Katia Tarski paseaban por las colinas boscosas con una
sensación de deleite por la existencia de la Estrella de Pensamiento, que
entrelazaba los pensamientos de ambos. Richard deseaba que pudieran
entrelazar sus dedos con la misma facilidad, pero no alargó la mano los
centímetros necesarios, con la impresión de que no era eso lo que la delgada
chica quería, aún.
Ella dijo de la Estrella de Pensamiento, la Zviezdáia Misli:
—Sobórnost es una palabra rusa que significa «unión». Es bonita y rica.
Da confianza… Aunque también tiene tonos oscuros. Compartir el dolor.
Fue indicándole diferentes especies de árboles. Abetos blancos. Pinos de
Corea, con sus piñas azules. Muchos alerces y piceas. Algunos abedules.
Varios arces y alcornoques. Especies caducifolias reemplazaban a las
coníferas cuanto más se alejaban del mar. Entre los árboles, con sus pañuelos
de nieve, varios rosales silvestres tenían aún flores, heladas y preservadas:
brotes delicados que le recordaron los ojos rosas de los conejos albinos,
mullidos como la nieve. Aquí y allá había matas densas de cardos, versiones
norteñas y glaucas de los cactus mexicanos.
Y Richard dijo:
—Creía que sería todo árido. Pero es México el país árido, el sol abrasa la
vida. ¡Esto es precioso, Katia!
—Sajalín es una isla alargada, Richard: mil trescientos kilómetros, y
nosotros estamos en el extremo sur. La mitad norte es bastante ártica. El
mercurio se congela en el termómetro. Hay tundra, el mar se hiela… Estamos
en la misma latitud que Milán, en Europa, ¿a que cuesta creerlo? Siberia es un
congelador con la puerta abierta, justo allí, así que esto no es como Italia.
¡Aunque no conozco Italia! ¿Tú has estado? Pero el mar nos calienta. Los
cachalotes nadan mucho más al norte. Hacia Ojotsk y el mar de Bering.
Hablaron de los valles del mar que Jonás estaría surcando: los perfiles
delineados para él con medusas y calamares en lugar de con coníferas y arces.
Y hablaron de la humanidad, reconstruida por la Estrella. ¿Qué
consistencia tendría la conciencia de Jonás? Comprensión, más aprehensión:
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un rascacielos nuevo con ventanas nuevas y recias que darían a la realidad,
junto con las antiguas, las humanas… Casi un edificio de cuatro dimensiones.
Y por las ventanas extrañas, con ayuda de la Estrella de Pensamiento,
seguro que era posible cosechar una percepción diferente del cosmos vacío de
Hammond. Cuando la Estrella captara los nuevos datos incorporados en la
mente de Jonás en el momento crucial, cuando examinara el teorema
simbólico del espaciotiempo, obtenido de los agujeros situados en el borde
del universo, cobraría vida una nueva visión, con nuevos observadores.
Nuevos participantes.
Y, a partir de entonces, ¡se abrirían multitud de posibilidades! Como una
embajada de mentes en el nivel simbólico más profundo. Como una gramática
general de la existencia para la tierra y el mar. Como el Homo physeter, una
nueva especie mental que nadara en los océanos. Como el Physeter sapiens,
saliendo del mar y llevando música marítima a una tierra necesitada,
marchita… Caminaron, algo extasiados. Muchas posibilidades se abrían,
aquel frío día de otoño, en la isla rusa.
Katia se detuvo al abrigo de un grupo de piceas, donde la capa de nieve
era de varios centímetros de grosor, porosa y blanda, semiderretida como
estaba. Se arrodilló y abrió agujeros esponjosos con las puntas de los dedos
como si buscara algo. Pero debajo no había nada, salvo el barro marrón que le
embadurnó los dedos.
—Pável nunca vio el mar ni los árboles ni mi cara. Pero los oídos le
llevaban el mundo entero. Sabía tocar casi todos los instrumentos de viento: la
flauta, el clarinete… Tocaba el clarinete como profesional con la Orquesta
Sinfónica de Irkutsk, y el saxofón con una banda de jazz en un club
estudiantil de la ciudad. La orquesta grabó varios conciertos; los guardo en mi
habitación. No tengo solos suyos, pero puedo distinguirlo. Nunca tocó aquí,
en Sajalín, ni siquiera cuando encontré una flauta. Porque tenía que dejar atrás
la música, decía, ¡para convertirse él en un instrumento musical! Tengo una
grabación de él tocando jazz en el lago Baikal, en un barco. Lo grabaron unos
amigos. Es tan triste…, ese saxo sobre el agua, como si suspirara que pronto
se sumergiría y renacería como bestia acuática. Y entonces la música y el
cuerpo serían uno, pero los humanos nunca lo oirían bien ni lo entenderían.
Solo a través de nuestras máquinas y símbolos.
A Richard le parecía que estaba recitando el argumento de un ballet ruso.
Como si ella también tuviera un papel, no del todo auténtica. Una copia, no la
original. Quizá no existía tal ballet ruso. Aun así, el relato detonó una
pequeña alarma en su cabeza. No podía confiar del todo en que fuera verdad.
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Quizá la culpa fuera del idioma. Quizá en ruso aquellas palabras habrían
sonado sinceras y exentas de sentimentalismo. A fin de cuentas, ¿qué margen
quedaba en Sajalín, entre el frío y los ordenadores, para el falso romanticismo
o las pretensiones? Sin embargo, qué trágica y romántica parecía aquella
chica flaca, pese a todo, bajo el pesado abrigo de estilo militar y el funcional
mono azul, que podría haber contenido una llave inglesa. ¡Una programadora
informática como bailarina! Se preguntó cómo se diría en ruso «ternura». Tal
vez sobórnost lo incluyera. Pero ella le gustaba por eso, pese a sus objeciones
mentales. En cualquier caso, al menos pugnaba por ser una persona real, cosa
nada desdeñable. Tan pocas formas de ser real, tantas de ser irreal…
Al fin sintió que confiaba en ella y que podía tolerar lo que sonaba como
notas falsas. A su modo ingenuo, herido, era encantadora hasta decir basta.
Sus emociones, aún puras y legítimas. Aunque reconoció ese aspecto solo un
instante, vio que había conocido a una persona tan inadaptada
emocionalmente como él: alguien que había experimentado un golpe
durísimo, lo cruel y lo hermoso, y los había integrado como parte de su ser.
Se sentía cómodo con ella. Y sabía qué ocurriría entre ellos, pronto. Nunca
antes había sabido de antemano con tanta claridad y precisión cómo
reaccionaría otro sistema nervioso al suyo, sin evasivas, sin dar lugar a torpes
conjeturas.
—¿Te parezco infantil? —preguntó ella de pronto al interpretar su
expresión. Su lengua asomó para humedecer aquellos labios carnosos,
untuosos, tan curiosamente secos; un pececillo rojo que coleteaba contra una
barrera que se derretía, se derretía—. ¿Soy tonta? ¿Estoy encaprichada?
—Ojalá… —Richard vaciló—. Ojalá yo estuviera en situación de sentir lo
mismo. Tuviste sobórnost con Pável, ¿verdad? Ahora él lo tiene con las
ballenas. Me da envidia. Yo solo he podido mirar desde lejos, desde los
acantilados…
A Katia le brillaron los ojos. El pececillo rojo casi había atravesado la
barrera que se derretía.
Alzó los dedos embarrados, posó la palma contra la de él, separó los
dedos y rotó la mano hasta que ambas compusieron una estrella de dedos en
el aire. Giró la mano aún más, sin separarla, lo cogió por la muñeca y tiró de
él hacia la arboleda. Richard levantó la otra mano para protegerse la cara de
los árboles jóvenes, pero Katia se lo impidió.
—Deja que te acaricien. Cierra los ojos para que no te hagan daño.
Así que los árboles jóvenes se convirtieron en caricias, si bien ásperas.
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Entonces ella lo detuvo para acariciarle la cara con las yemas de los dedos
embarrados y tocar las marcas rojas que le habían dejado las ramas jóvenes.
Él volvió a abrir los ojos. Con un gesto rápido y juguetón, Katia le quitó las
gafas y las colgó de una rama.
—¿Ves bien sin ellas?
Podía verle la cara con bastante claridad. Y los árboles. Era la visión de
lejos lo que le fallaba. («Así que hazte astrónomo, hijo mío, y escucha los
años luz…») En el fondo, quizá, llevaba gafas como una especie de ventana
protectora. Pero, en ese momento, se habría perdido con ella en un acuario
lleno de algas.
—Veo un pensamiento verde en una sombra verde —citó él con aire
enigmático—. «Aniquilando la creación toda en pensamiento verde, en verde
sombra.» Lo escribió un inglés del siglo XVII. Paul Hammond aniquila toda la
creación y nos deja aquí solos, así. Supongo que bajo el mar las ballenas
piensan pensamientos verdes.
Y su lengua buscó el pececillo rojo de ella. Y el grueso abrigo de ella se
transformó en una cama blanda.
La carne de la espalda se le estremeció, expuesta al aire, pero el pecho, el
vientre y los muslos recibían calor.
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—Así que para ti solo soy su fantasma.
Una honda sensación de decepción y desencanto se apoderó de él.
—¡Oh, no! ¡En absoluto! Nikogdá! ¡Jamás! —Volvió a cogerlo por la
muñeca y a emular la Estrella con los dedos de ambos—. ¿Lo ves? Te
enseñaré lo que es Pável ahora, cuando volvamos. Lo entenderás.
Mientras se vestían, ayudándose con torpeza, como ella tal vez había
ayudado al ciego Pável, Richard pensó que la gente solía decir cosas así: que
el otro seguro que iba a entender algo, cuando lo que temen, y lo saben
positivamente, es que la otra persona nunca llegará a entenderlo, ni en mil
años.
La lluvia, mezclada con aguanieve, los persiguió ladera abajo hasta las
pocas casas, arracimadas y humeantes, de Oziorski. Con los cuellos subidos,
huyeron de los infinitos dardos punzantes que les llegaban desde la colina en
la que se habían amado.
¡Desde aquellos bosques donde su esperma había actuado como una
irrigación psíquica para la chica!
Pero, cuando corrían juntos valle abajo, ella se volvió hacia él y le brindó
una sonrisa tan abierta y radiante que en lugar de eso pensó: «Desde el lugar
donde la he liberado…».
Le devolvió la sonrisa. Porque sin duda liberar a alguien es algo
maravilloso. Liberación…, ¡un acto revolucionario! ¿Tendría el italiano
Morelli alguna objeción a definirlo así? Había sido un amante revolucionario
antes de que una mina lo convirtiera en el voyeur amargado de las locuras de
otros.
La borrasca pasó sobre ellos en dirección al mar. Como nutrias, se
sacudieron el pelo y el agua de los abrigos ante la galería cubierta de la gran
casa de madera y subieron los escalones. Pasaron junto a dos ventanas
cerradas a cal y canto. La tercera daba a una habitación infantil decorada
alegremente. Cohetes y estaciones espaciales de plástico colgaban de gomas
desde el techo. Amontonados en el suelo de madera había otros juguetes, en
apariencia inútiles, hechos con alambre y cuerda, entrañas de relojes, cucharas
dobladas, botones. En la pared, un póster del Saliut en la órbita terrestre
estaba medio arrancado. Solo la parte más alta, inalcanzable, seguía allí. Un
niño sentado muy erguido en la cama arrugaba y desarrugaba la otra mitad,
monótono e inexpresivo. Flexionaba los dedos como si estos tuvieran
voluntad propia, una y otra vez, una y otra vez. Arrugaban, desarrugaban. No
movía nada más.
Gueorgui Nilin.
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Detrás de la siguiente ventana, una figura demacrada con la cabeza
afeitada, un pijama azul de rayas y una bata femenina de sarga de algodón
ocupaba una silla de ruedas.
Jugueteaba con el pene a través de los dobleces de la bata, y en el mentón
le brillaba saliva. La habitación era inhóspita y carecía de decoración, aunque
un radiocasete reproducía música. El hombre no parecía reaccionar a ella,
salvo por el detalle de tener la cabeza ladeada en su dirección.
Una canción acabó, otra empezó. Richard pensó que lo más conveniente
habría sido Tchaikovski o algo cultural. Pero no.
—Canciones soviéticas. —Katia se encogió de hombros—. Esa es de
Liudmila Zíkina. ¡No importa lo que suene! Únicamente nos da pena lo solo
que se quedaría si la habitación estuviera en silencio… Aunque no entienda
nada, quizá la presencia del sonido le resulte reconfortante. Mira… —Señaló
con una amalgama de asco y ternura—. Está jugando consigo mismo, así que
igual está contento. Aunque dudo que tenga mucha sensibilidad. Los
analgésicos lo adormecen. No era así antes del análisis —se apresuró a añadir
—. No…, cuando nosotros…, ya sabes. Pero se ha deteriorado desde
entonces.
¡Qué tarea tan difícil era reconstruir al antiguo Pável Chírikov a partir de
aquella figura sentada en la silla de ruedas! Richard le puso plastilina
imaginaria en las mejillas y una cabellera. Pero no funcionó. La imagen
resultante era sencillamente grotesca. El sistema inmunitario de Pável
rechazaba incluso los arreglos cosméticos: su inmunidad era total, a su
cuerpo, al mundo entero. Un mendigo imbécil y famélico con bata de mujer.
Lo dejaron allí y volvieron a pasar por delante de la ventana del niño, que
seguía arrugando el póster. Volvieron a pisar la hierba, que empezaba a
secarse, con un suspiro de alivio compartido.
Pero, mientras caminaban hacia el edificio principal de investigación,
miraron atrás y vieron que los observaba una figura desde una ventana de la
planta superior de la casa de madera…
—¡Así que ya han dejado que vuelva!
—¿A quién? —Richard aún tenía en las gafas gotas de lluvia que le
enturbiaban la visión—. Me suena…
—¡Mijaíl, el celador! Sí, «desertó» con Nilin, ¿verdad, Richard? —Se rio
con amargura—. ¡Menudos juegos se gasta Orlov!
Pareció encogerse dentro de sí, retirarse uno o dos pasos mentales de él.
Se lamía los labios con nerviosismo. La barrera había vuelto.
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—Entonces, ¿la deserción era un juego? ¡Pero Jonás no es un juego! —
Estuvo a punto de añadir: «¿O sí?», pero se detuvo a tiempo; habría sido un
comentario desastroso.
Ella no dijo nada. Para el caso, Richard bien podría haberlo soltado. Haber
arrojado cierta duda.
Ese clavo oxidado había estado esperando todo el tiempo a clavárseles en
el pie y envenenar su sobórnost. ¡Es imposible correr de la mano por valles
rusos como amantes despreocupados durante mucho tiempo! Ella debía de
saberlo mucho mejor que él, pensó. Llevaba toda la vida viviendo en esas
condiciones.
Kápelka se encontró con ellos cuando entraban en el edificio principal y
saludó a Richard con un gesto de complicidad, ¿o era de compasión?
—Habrá otra Zviezdá Misli dentro de dos días —anunció—. Jonás se
reunirá con las otras seis ballenas cerca de San Diego, de modo que podrá
observarlo todo. Cuando Jonás se una a la Estrella, nuestra trainera les
transmitirá el teorema de Hammond. Por medio de la conciencia de Jonás. Ya
se está codificando. ¡Nuestro gobierno está impaciente por descubrir una
solución, doctor Kimble! Algunos disidentes de la Europa del Este… Hoy
sale en el Pravda… —Se le apagó la voz. Le tocó un instante el brazo a la
chica—. ¡Pável demostrará lo que vale, Katia! Será un momento del que
enorgullecerse.
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veinticinco
Nadan por un mar donde un gemidor canta la cálida canción que describe
a los Destructores del Sonido, (Palabra) y (Mano).
DISRUPTOR no es un verdadero glifo, sino un glifo nulo, el primero de su
clase que se ha formado. Conlleva inflexiones prohibitivas, ya que disrupta
las vibraciones claras del universo fluido. Con DISRUPTOR surge un muro de
arrecifes afilados como cuchillas en el mar de la mente, duro y cortante, que
no entraña ningún espejo de percepción, sino que corta el sentido del mundo
mediante un instrumento de (acero)… Es un brote mutante en el útero del
sonido, que genera extremidades puntiagudas como las que todos esos fetos
de verdad deberían retraer de nuevo, al interior del capullo, tras ese
asentimiento cortés a la evolución. Brazos con cinco brazos diminutos en sus
extremos, con cinco ventosas que no succionan, más rapaces que las ventosas
del peor diez brazos, posan las manos no solo en cosas, dejando en ellas
verdugones irritados, sino que alcanzan a la mente misma, retuercen el sonido
en (palabras) duras como el (acero) e igual de implacables…
DISRUPTOR se apodera de las ondas en perpetua vibración cuyas
interacciones modelan las formas del Ser, y las martilla y las convierte en
(herramientas) que giran y se miran a sí mismas. Eso son (palabras). Eso son
(manos). Pero solo se miden a sí mismas, describen su propio aislamiento,
sólido, rígido.
DISRUPTOR, a falta del punto de inflexión ALTO AHÍ, bien podría endurecer
la cera oleosa y transformarla en un glifo que nunca se derritiera en un glifo
mayor. Un glifo de hueso, de piedra, de (acero).
Oh, su especie puede oír cómo brotan protobrazos en el seno materno,
mientras ellos la examinan con sus clics; sí. En una o dos terribles ocasiones
no consiguen volver a decrecer. Entonces algo torpe, impedido, nace con
extremidades absurdas, tullidas, flácidas; quizá para ahogarse de inmediato;
quizá para surcar los mares más despacio, sumergirse a menos profundidad y
tener una vida más corta. Últimamente, muchos brotes han durado más,
mientras rastros insólitos dan sabor al mar…
Sabores puestos ahí intencionadamente por (manos). Ahora lo ven.
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Su especie conoce bien su propia evolución, re-relatada en el seno
materno; el glifo RECAPITULADOR pulsado por una Estrella Hembra después de
la fertilización es una forma que el feto puede copiar durante el crecimiento.
Las crías inician la vida envueltas por un glifo de su propio crecimiento,
mágico, mimético, que las ayuda a ocupar el lugar que les corresponde en la
evolución hacia glifos mayores que aún aguardan lejos, muy lejos en el
tiempo.
El glifo REPRESENTADOR ha dado lugar al fantasma de otra vida en otro
modo-Ser. Surgió a través de la retícula de la mente de este en gotas
inconexas de conocimiento, para crear un muñeco de cera, y ahora quiere
enviar un mensaje a alguien, unir manos en el aire…
Pero el pulso procedente del cielo, que se lanza de cualquier manera hacia
el ocho brazos que habita en él hasta que todos sus brazos danzan, numeran,
le ha dicho que la siguiente Estrella es crucial para la (Humanidad).
Hay una pregunta para la que (manos) y (palabras) exigen respuesta.
Su tutor se rezaga.
Él nada para encontrarse con el Dos y con el Cuatro.
Mientras, los silbadores de clics acallan a los cantores, antes de sofocar en
el silencio su propia cháchara de silbidos…
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veintiséis
Una vez más, cundían las predicciones de que la falla de San Andrés
estaba a punto de abrirse y arrojar a la mitad de California al mar. En la mente
de muchas personas, la Prueba de Hammond había debilitado mortalmente los
vínculos de la materia, casi como una consecuencia física directa de la
declaración. El mundo se volvía frágil y traicionero. De hecho, una serie de
pequeños terremotos (temblores) agitaron la tierra durante una semana. El
Cuerpo de Ingenieros bombeaba miles de toneladas de agua en roca porosa
profunda como parte de su Plan de Desactivación de Terremotos. Las
sacudidas se habían previsto, pero no habían informado de ellas
adecuadamente, tal vez por miedo a provocar miedo. A esas alturas ya había
muchos creyentes (o incrédulos) con una predisposición mental apocalíptica,
no solo para dar la bienvenida a la Prueba de Hammond («Prueba», por
cortesía de los medios de comunicación) como confirmación de sus propias
manías y angustias, sino también para desfilar a miles desde las regiones de
Los Ángeles y San Francisco hasta el monte Palomar, un lugar sagrado que
no se vería afectado, emulando el trágico peregrinaje de Mezapico a una
escala mucho mayor. Un movimiento milenario estaba en marcha, en la mente
y en la tierra. Para cuando la policía estatal bloqueó las autopistas que
llevaban a la zona, repitiendo el mismo error que sus homólogos mexicanos,
ya se calculaba que había quince mil personas dentro, y quizá el doble fuera.
Los controles oficiales y las barreras de piquetes no duraron mucho, y
acabaron en sangre…
Así empezaron los Días Calientes. Aunque era otoño. Tal vez había
parecido el otoño del mundo demasiado tiempo, con el invierno al acecho,
vacío de calor y de comida, de trabajo y de comodidades. Y así, la gente se
encendió para recuperar algo precioso y amorfo: la consistencia de sus vidas.
O para conmemorar su pérdida, su gigantesca negación.
Y eso fue solo en California, adonde había vuelto Chloe Patton. A ella no
le importaba mucho qué estuviera ocurriendo en otros estados y países.
Sin embargo, probablemente fue la primera persona en advertir que algo
iba mal allí fuera, en el mar…
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A salvo en el refugio del Centro Naval, los marines la protegían, a ella y
la instalación, de los efectos de aquello a lo que los comentaristas de las
noticias se referían (como era de esperar) como «la nueva Onda Hammond»,
de conmoción, de histeria. Pero, por los relatos de los marineros que volvían
(y muchos sencillamente no habían vuelto cuando los reclamaron las sirenas
de la base), ella se había hecho una imagen de pesadilla de los temores y las
frustraciones que estarían volcándose en y sobre la ciudad de San Diego: la
saturnal hippy en Balboa Park, los destrozos en el hotel El Cortez a manos de
bandas de motoristas después de que un joven universitario que jugaba a ser
francotirador los disparara desde lo alto de una escalera mecánica de una
acera, las batallas campales en el centro entre pandillas, marineros, militares y
«revolucionarios norteamericanos» que salían de los bares y de escuelas de
baile.
Chloe buscó un santuario, esa vez no entre las piscinas de los delfines,
pues estaban contaminadas, sino en la sala principal de telemetría. Allí se
recibían y se clasificaban las señales de las sonoboyas y de las «orejas»
repartidas por miles de millas cuadradas del lecho del océano Pacífico.
—Hola, señorita Patton. Estamos esperando a que nos den la orden para
ponernos en contacto con su amigo Jonás. —El técnico señaló el reloj de
pared, que marcaba las 15:35—. En cuanto confirmen el patrón de la Estrella,
los soviéticos transmitirán los datos. Mire, ahí está la trainera rusa, la
Mariscal Zhúkov.
El canto de las hélices de la trainera apareció como agudas pirámides
verticales en la pantalla de rayos catódicos.
En la sala, sesenta osciloscopios similares estaban consagrados al
escrutinio de pulgas saltarinas y fosforescentes que se desvanecían
lentamente. El gran osciloscopio principal, situado a la derecha del reloj,
estaba inactivo. En un gigantesco mapa de cristal de las aguas del litoral de
California y México, con luces rojas parpadeantes que se correspondían con
las boyas y las orejas que leían las diversas pantallas; los grupos que
formaban indicaban la gran cantidad de equipo hidrofónico que debían de
haber lanzado desde el aire el día anterior en la zona donde se reunirían las
ballenas. Los operadores de las consolas cambiaban con frecuencia de un
canal a otro, peinando la zona. Los signos característicos de los calderones,
los delfines nariz de botella y una ballena jorobada aparecían garabateados un
instante en las pantallas verdes, se borraban y reaparecían como luces rojas en
el mapa, para morir enseguida, y al instante otra cobraba vida. Ningún
cachalote, aún.
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Un técnico conectaba periódicamente el canal de sonido para confirmar
las señales. Chloe oyó el característico ruido seco de una ballena piloto
superpuesto al de pasos sobre vidrio roto de los camarones; luego, el agudo
gemido de la ballena jorobada, con el sonido de su propio eco de fondo
mezclado con la canción; luego, el silbar y la cháchara de clics de los
delfines.
Era tarea de los rusos en la lejana Sajalín codificar y decodificar las
señales, pero allí, en San Diego, ellos podían mantener vigilancia y
supervisión.
—Todos estamos con Jonás, señorita —susurró un técnico mientras Chloe
iba de una pantalla a otra, observando los culebreos saltarines de luz.
El comandante se detuvo frente al gran mapa electrónico con las manos a
la espalda en actitud reprobatoria. De modo que los soviéticos tenían a un
agente disfrazado con carne de ballena, programado para una misión
ambigua, solo a un metafórico tiro de piedra de allí, y el personal aún no
había conseguido localizarlo, aunque los rusos les habían dicho dónde debía
encontrarse… Le parecía una humillación personal, y tenía intención de
ordenar una investigación y una revisión de los procedimientos.
Un técnico al fin subió el volumen del audio, triunfante, y la sala resonó
con unos clics insólitamente espaciados de dos cachalotes. A juzgar por el
mapa, la sonoboya flotaba a pocas millas al sureste de la Mariscal Zhúkov.
—¿A qué demonios están jugando, moviéndose con tanto sigilo? —gruñó
el comandante.
—¿Estarán reservándose las voces para más tarde, señor?
—No te hagas el gracioso, Donaldson. Las ballenas necesitan su sónar
para saber adónde van. ¡Estate atento! No puede decirse que esta operación de
vigilancia esté siendo ejemplar. Vamos a tener que espabilar.
—Al menos tenemos más idea de lo que piensan hacer las ballenas que de
lo que piensa hacer la gente en tierra firme… —repuso Donaldson, trocando
el humor por el resentimiento.
Detectaron un cuarteto de cachalotes al noreste de la trainera y, al fin, un
ejemplar solo aproximándose por el oeste.
—Mi pantalla se ha quedado sorda, señor…
—La mía también, acaba de perder la señal…
Las luces oscilantes de seguimiento se habían convertido en alambres
horizontales, solo agitados de cuando en cuando por algunas ondas y
temblores. Los peces debían de estar croando y graznando, como de
Página 163
costumbre. Antes de que Chloe pudiera comentarlo con tacto, el comandante
llegó ásperamente a la misma conclusión.
—¡Las ballenas y los delfines se han callado de golpe, idiotas! —bramó
—. Malditas bestias, ¡serán esquivas!
Todos los cetáceos se habían quedado en silencio, desde la gran ballena
barbada hasta los delfines.
La Estrella se formó quince minutos después, a tres millas de la Mariscal
Zhúkov y a un cuarto de milla de la sonoboya más cercana.
La trainera había parado motores e iba a la deriva. Eran las 16:05 en la
Costa Oeste de Estados Unidos.
De súbito, en la sala empezaron a resonar y a repiquetear pulsaciones y
cadenas de clics. Copiadas en la rejilla del osciloscopio principal, ya activado,
las señales procedentes de la sonoboya trazaban grandes bucles irregulares.
Siete voces emitían pulsaciones en paralelo; luego la canción de clics que
componían se estabilizó y se aceleró, con lo que los bucles se transformaron
en una banda titilante, amplia y refulgente, hasta que la emisión de audio
acabó conformando un gemido lacerante, crispante, que engulló los sonidos
de los clics individuales, como una babosa gigantesca de toneladas de peso
que se arrastrara por un desierto de rocas, agonizante por el esfuerzo. Un
sonido como el que podría hacer un glaciar al resbalar por una ladera a gran
velocidad, ¡como si el tiempo geológico pasara a ser el tiempo del reloj! El
estrépito amortiguado los aturdía. Se tratara de lo que se tratase, los había
eludido: incluso había bloqueado las señales visuales, que se redujeron a una
banda ancha de luz verde.
El técnico que llevaba los auriculares y escuchaba la banda VHF de la
trainera alzó una mano.
—Los rusos están enviando datos a Jonás, señor.
No había manera de diferenciar los datos recién enviados de las respuestas
en aquel borrón cegador y ensordecedor…
«Así que esto —pensó Chloe— es la sabiduría de las ballenas. Han estado
exponiendo sus filosofías abstractas durante miles de años, examinando los
armónicos y las disonancias de la existencia. Cuando las escuchamos, incluso
con nuestros equipos más sofisticados, es algo tan sólido como la voz de un
glaciar o de una cascada. Sin embargo, cada ápice de hielo, cada átomo de
agua, tiene un significado especial para ellas…
»Los rusos están escuchando desde su trainera en un mar en calma, nada
afecta a sus hidrófonos, ni los ruidos de su propia embarcación, ni el roce de
las sogas, ni el crujir del casco, ni el tintineo de la cubertería en la cocina.
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Probablemente también tienen sonoboyas en el mar. Han topado con el
mismo muro de sonido indescifrable. Su código simbólico, al margen de lo
denso o lo elaborado que sea para ellos, es un canto gregoriano quejumbroso
de otra era del mundo, mientras esperan a que su leal Jonás les transmita la
respuesta al teorema de Hammond en un modo que el hombre pueda
entender.»
Toda la producción de sonidos estaba siendo grabada. Luego podrían
escucharlo a menor velocidad; teóricamente podían confeccionarse programas
informáticos para diseccionarlo. Lo único que podían esperar en ese momento
era alguna respuesta general y sencilla a la pregunta que habían planteado los
hombres.
Mientras tanto, el gozne chirriante de aquella puerta enorme les
martirizaba los oídos sin piedad, y no había indicios de que la puerta fuera a
abrirse…
La Estrella permaneció unida doce minutos, hasta las 16:17, hora del
Pacífico.
Después, silencio absoluto.
La banda verde se encogió de improviso en una única línea, tensa y
brillante, que bisecaba limpiamente la pantalla. Y la línea permaneció allí,
como petrificada, como si el tiempo se hubiera detenido tanto para las
ballenas como para los hombres.
Silencio también en las pantallas más pequeñas, todas las que leían boyas
en un radio de una docena de millas alrededor de la Estrella. Varias ondas
diminutas de ruido de peces aparecieron en la izquierda y corretearon hacia la
derecha, y eso fue todo.
Luego el monitor principal volvió a cobrar vida. Escribió una pulsación
nítida en bucle. Una rápida serie de clics retumbó en la sala. La misma forma
y el mismo sonido se repitieron una y otra vez.
En un tubo catódico, los clics parecían una palabra escrita formada por
emes, uves y uves dobles alargadas que ascendían y descendían, trazada por
una mano rauda y maravillosamente diestra.
—¿Eso es la respuesta? ¿Qué dice? —preguntó alguien, arrebatado por la
ilusión de que fuera en verdad una palabra capaz de pronunciarse. Una sola
palabra, única y exclusiva…
«Mwvwm…»
Pero a todos los había poseído la misma ilusión, todos se devanaban los
sesos para leerla. ¡Deseosos y anhelantes de convertirla en una palabra!
«Mmvvmmw… Vvwmvmm…»
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Unas risas esporádicas recibieron aquellas preguntas, risas nerviosas, a la
defensiva.
—La respuesta tiene que ser un mensaje de radio —dijo el técnico que
supervisaba el VHF de la trainera, abochornado. Él también había estado
mirando los bucles de la pantalla, moviendo los labios, vocalizando posibles
palabras—. No hay mensaje de radio.
—Señor —interrumpió Donaldson—, conozco ese perfil. Estoy seguro de
que por eso nos resulta familiar. Lo hemos visto antes.
Otras pantallas cobraron vida con señales danzarinas mientras hablaba,
mientras el sonido de la cadena de clics radiaba a través de las aguas.
Donaldson se puso a rebuscar en una pila de fotografías osciloscópicas.
Chloe corrió a la última pantalla que había registrado sonidos de delfines, la
cual también se había vuelto a iluminar con señales cuando la habían
alcanzado las ondas sonoras. La observó horrorizada. Luego se precipitó
torpemente hacia el control del audio, más allá del operador.
Un único silbido en dos partes le perforó los oídos.
La frecuencia aumentó y luego disminuyó rápidamente, seguida a su vez
de un culebreo ultrasónico tan alto que el osciloscopio solo pudo registrarlo
amortiguando y aplanando la señal. El punto verde dibujó una curva definida
a lo largo de la parte superior de la rejilla: una función exponencial rotó a su
lado. Los filtros de alta frecuencia cortaron los extremos superiores del
chillido; sin embargo, el altavoz derramaba a la sala de telemetría sonidos que
provocaban vibraciones en las superficies metálicas, dolor de cabeza y
encogimiento de estómago.
De nuevo el silbido en dos partes.
El chirrido agudo…
El técnico se apresuró a desconectar la rueda del audio.
—¡Es la llamada de alarma de los delfines! —gritó Chloe—. ¡La llamada
de socorro! ¡De pánico! Solo se oye cuando un delfín corre peligro de
muerte…
—¡Es cierto, suena así! —convino el técnico, frotándose las orejas—.
Quizá deberíamos emitirla por la ciudad, meterle miedo a la gente para que
entre en razón.
—No, la alarma no tiene el objetivo de asustar, sino de invocar ayuda.
Pero solo el silbido, no ese aullido del final… Eso no forma parte de ella.
—Aquí está, señor —dijo Donaldson, mostrándole una fotografía—. Cito:
«Señal de alarma del Physeter». Pero hay algo más en la pantalla grande. La
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señorita Patton tiene razón: los últimos bucles no aparecen. Es la señal de
alarma y algo más…
—Es la llamada de alarma entre especies —se apresuró a añadir Chloe—.
Especies distintas de ballenas dentadas acuden a ayudarse entre sí. Lo
sabíamos antes de que los rusos nos dijeran que los cachalotes pueden hacer
que las ballenas barbadas canten por ellos. Pero no supimos ver hasta qué
punto… Los delfines transmiten la llamada que emiten los cachalotes. Pero
esto no es solo una alarma. Es la alarma modificada por algo más…, una
inflexión adicional. Podría cambiar el significado por completo. ¿Alguien ha
visto alguna ballena jorobada en su pantalla?
—Sí, a unas doce millas al oeste de la trainera, señorita. Ahora mismo
está quieta y en silencio.
—Está esperando a transmitir la noticia, la decisión, lo que sea. Vigílala.
Las ballenas barbadas son tontas como las vacas, pero sus canciones se oyen a
miles de millas. Sus voces son las palomas mensajeras de los cachalotes,
¡aunque del mensaje entiendan tanto como una paloma!
Al instante, la ballena jorobada de treinta metros empezó a cantar, un
canto largo, gimiente, fantasmagórico. Un mensaje viajaba ya a un kilómetro
y medio por segundo a través del Pacífico, hacia el Ártico, en el norte, hacia
la Antártida, en el sur.
Una hora después, la primera ballena dentada quedó varada al norte de
San Diego.
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Ni se atrevieron a intentarlo con la ballena nariz de botella, con su
gigantesca frente abovedada, que podría haber contenido dos cerebros, y con
esa expresión de perpetua cordialidad imbécil en la línea de la boca, al
margen del dolor que estuviera experimentando. ¡Era más enorme que tres
elefantes! ¡Con qué tesón se había lanzado a tierra! Con qué agonía indecible,
afable, yacía allí, apostada absurdamente en las rocas.
Un hombre que había corrido al restaurante para llamar a algún periódico
volvió alicaído: un centenar de otras fuentes habían informado ya de
acontecimientos similares.
El dueño del restaurante lo acompañó para maravillarse ante semejante
tonelaje de carne de ballena. Y después también a él se le cayó el alma a los
pies, pues daba la impresión de que sería el último banquete, dispuesto ante él
sobre una base de lava. Aquello auguraba ruina, no riqueza. Por la cara de la
gente supo que nadie lo alabaría por ningún plato cocinado con aquello, por
mucha perfección con que estuviera preparado, como el sashimi más fresco.
Es más, ni siquiera intentaban tirar de las bestias para alejarlas de la sucia
grasa que delineaba la marca de la marea. De hecho, intentaban devolver la
carne al agua, tras haber trasladado sus esfuerzos de las imposibles ballenas a
las marsopas, del tamaño de un hombre. Casi estaban consiguiendo izar a
pulso uno de los cuerpos con forma de torpedo, resbaladizo y sangrante,
cuando el capitán Enozawa llegó corriendo por el sendero, procedente del
instituto.
Había vuelto para las copas ceremoniales de sake que siguieron al funeral
del doctor Kato.
Ataviado con el elegante uniforme, los detuvo.
—Yo de ustedes dejaría ese iruka. Lo que están haciendo es inútil,
créanme. Lo lamento… Ya han intentado devolverlas al mar en otros sitios. Y
vuelven a la orilla. Además, estas están heridas. Lastimadas. ¿No ven que han
cometido un honroso seppuku? Dejen que se desangren. Ellas no tienen
cuchillos que clavarse, solo las rocas de nuestras orillas.
Así que los hombres dejaron con cuidado a la marsopa en las rocas, tras
no haber conseguido más que mancharse la ropa de festivo con grasa y
sangre, y Enozawa se quedó contemplando aquel unicornio de los océanos y
el gigantesco elefante marino con nariz de botella que yacía a su lado y de
cuyas heridas manaba sangre rosa.
¿Había previsto Kato algo de aquello cuando había destrozado los tanques
de conservación y se había clavado las cuñas de vidrio? ¿Una intuición?
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—¿Qué le hace considerarlo un seppuku, señor? —preguntó un hombre,
un tendero de pueblo con traje barato, de mala confección, y la camisa abierta
hasta el tercer botón, que dejaba a la vista el pecho terso de marfil.
Sin embargo, el modo en que lo había hecho Mishima… Había contado
con su leal ayudante para que le diera el golpe de gracia y acabar con el dolor.
Por supuesto, había implicaciones políticas. Si hubiesen llevado a Mishima de
inmediato al hospital y le hubiesen cosido las heridas, habría quedado
desprestigiado. Aun así, se había ahorrado recorrer el camino entero del dolor.
Aquellas ballenas y marsopas no disponían de ningún kaishaku leal
aguardando con una espada en ristre. Sencillamente esperaban, suspirando,
mirando hacia tierra y muriendo.
—¡Porque tiene que serlo, buen hombre! Cuando una situación es
insoportable… Nosotros deberíamos entenderlo mejor que nadie…
—¿Las ballenas no encallan a veces, cuando están aterradas, por
accidente? —preguntó tentativo el tendero.
—¡Idiota! ¿Aceptarías que unos seres ajenos invadieran tu alma? ¿Seres
que estuvieran envenenando tu mundo?
—¿Una invasión? ¿A qué se refiere, señor?
—Los hombres han encontrado vías de acceso a la mente de las ballenas.
No podía permanecer en secreto mucho tiempo, con todos aquellos
cuerpos inundando las playas del mundo. Oh, los científicos podrían fingir
que el responsable era algún metal pesado que habría contaminado su sistema
nervioso, ¡que el mercurio o el cadmio los había vuelto locos! Pero sería una
mentira inútil.
—Bueno, señor, ¿no nos sentimos así nosotros cuando nos invadió
Estados Unidos? —observó el tendero sin convicción—. Nos partieron el
alma, y nuestra tierra ha estado envenenada desde entonces. Y nosotros los
hemos imitado…
De pronto, el hombre se encendió de rabia. Hizo un gesto desesperado
hacia el guante de béisbol que llevaba puesto, como si fuera un plantel de
parásitos que le hubiera crecido en la mano. Había estado jugando felizmente
con su hijo en la lava apenas media hora antes, pero en ese momento el
guante estaba sucio de aceite y sangre de marsopa.
—¡Envenenados! —masculló—. ¡Ah, tiene razón, señor! Le creo cuando
dice que se puede invadir a las ballenas, como Estados Unidos nos invadió a
nosotros. Si íbamos a penetrar en el mar y en ellas, es posible que hayan
actuado correctamente. Gracias por la explicación, señor.
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El hombre forcejeó para quitarse el guante, y el uniforme del oficial quedó
salpicado de sangre.
La marsopa tenía ya los ojos vidriosos. La dolorosa postración le pareció a
Enozawa más fina y delicada que cualquier porcelana que hubiera
contemplado hasta entonces. La belleza frágil de la hazaña pura y agonizante.
Los hombres debían pensar en todo aquello y replantearse sus valores.
Enozawa hizo una leve reverencia al tiempo que musitaba una disculpa de
despedida, a la que el tendero correspondió con un rugido ronco y empático.
Mientras se alejaba a paso ligero por la lengua de lava, por primera vez en
años se le formó en la mente, espontáneo, un haiku, que sosegó y ordenó sus
pensamientos…
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—Ya lo sé, pero no veo…
—El observador elige su propia rama. El resultado es la realidad
consensuada en la que vivimos todos. El mundo tal como lo vemos, el que
nos rodea, y también el espacio. Supongo que solo los locos quedan excluidos
del consenso. Pero hasta ellos están retenidos aquí físicamente por la presión
de muchas otras mentes que deciden la forma que debe adoptar la realidad.
—Los encerramos —murmuró Ruth.
—¡No! Con «retenidos» me refiero a que no desaparecen en universos
locos alternativos, por culpa de la presión de los pensamientos de todos los
que sostienen este. Pero ahora hemos elegido aceptar el antiuniverso loco de
Paul Hammond. Nos hemos dejado llevar por la pasión y la codicia para
acallar nuestra propia desesperación. Pero las ballenas… Ah, las ballenas…
También han tenido que elegir.
—Han elegido el camino menos transitado —citó Ruth con nostalgia,
recordando un poema que había leído en el instituto. Una alegoría de la vida,
había dicho el profesor…
—No, somos nosotros, los humanos, quienes elegimos el camino
secundario —la contradijo Morelli—. Ellas eligen el camino principal, el de
la cordura y un universo sano.
—¿Consideras el suicidio un pasatiempo saludable?
—¡No se han suicidado, tonta! No han elegido la rama de Hammond. La
han rechazado. Para ellas, el universo se ha ramificado hacia otro lado, a un
mundo positivo.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué son todos esos cadáveres?
—Ruth, se han sustraído al elegir otra realidad. Pero, como nosotros
vivimos en un mundo racional, tenemos que racionalizar su desaparición.
Tiene que parecer que han muerto. Eso es la realidad para nosotros: sus
cuerpos en descomposición. La verdad es que han huido. Quién sabe, quizá
desde su punto de vista el planeta está purgándose de humanidad… ¡Ahora,
en su universo, ven como corremos al mar para ahogarnos! ¡Empujan con el
morro nuestros cuerpos hinchados a todas las costas de su mundo!
Ruth retrocedió.
—Te has vuelto loco…
—Es un buen hombre, pero está descaminado —repuso el padre Luis—.
En realidad, las ballenas han varado para ayudarnos. Nos redimen con su
sacrificio. Mire…
Posó la mano frágil en el brazo de Ruth y le hizo volver la cara hacia San
Pedro de la Paz. La parte superior de la iglesia glaseada destellaba sobre los
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tejados de hojalata y azulejo. Y…
—Santo Dios, han conseguido pasar… —gimoteó ella, abrumada por un
arrebato de terror y de emoción.
Coches, camiones y bicicletas aparecían sin cesar y se acercaban a ellos,
hacia los acantilados…
—No, señora Hammond. Imagino que las autoridades los han dejado
pasar. Para que vean esto con sus propios ojos.
Aprovechando el apoyo que le ofrecía el brazo de Ruth, se arrodilló con
esfuerzo.
—Ahora puedo volver a rezar. Siento claridad en mi alma. Estas criaturas
son los santos de nuestro tiempo, que regresan a esta tierra después de…
¿cuántos siglos? Precisamente cuando las necesitamos, y cuando necesitamos
su muerte para recuperar nuestras almas.
—Así que esta es su versión del Segundo Advenimiento… —se mofó
Morelli—. Que Dios nos asista. ¿No lo entiende? ¡Nos están dejando solos!
El sacerdote empezó a persignarse, pero, a medio gesto, cambió la cruz
por un garabato en el aire de una sencilla señal con forma de pez: dos curvas
que formaban una cabeza puntiaguda en un extremo y una cola abierta en el
otro.
—Icthús —entonó— era el antiguo nombre secreto de Cristo. El término
griego equivalente a «pez». Las iniciales forman su nombre en griego: «Jesús
Cristo, Hijo de Dios, Salvador». ¿Lo ve? El pez nos redime…
—¡Aquí no hay ningún pez! ¡Son mamones, ballenas! —farfulló el
italiano, sin saber ya lo que decía.
Mientras tanto, la muchedumbre avanzaba…
—Tienen la misma forma —insistió el padre Luis con calma, mientras
trazaba el garabato del pez con mayor confianza, de derecha a izquierda,
haciéndolo coincidir con los cuerpos que yacían abajo—. «Pez» es solo una
palabra. Un ser que nada en el mar. Sí, es una especie de segundo
advenimiento, tiene razón. ¡Qué inesperado!
Pero la luz de su dicha se apagó cuando tuvo que concentrarse en el
esfuerzo de volver a incorporarse. A mitad de la decrépita maniobra, Morelli
lo sujetó; podría haberse precipitado a la muerte por el acantilado.
—No hacía falta, no me habría caído ahora.
—Habría rebotado en una ballena y vuelto aquí milagrosamente —se
burló Morelli.
Los primeros vehículos aparcaron a su lado y vomitaron a los pasajeros
polvorientos y andrajosos, algunos con cortes y quemaduras vendadas con
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jirones de ropa por manos inexpertas. Costaba, bajo la capa de mugre,
distinguir quién era campesino, quién burgués y quién turista del otro lado de
la frontera; lo mismo pasaba con las matrículas, las formas de vestir y las
edades. Camiones con los laterales de listones de madera, taxis Cadillac
desvencijados procedentes de la ciudad, buggies y Volkswagen: todos
parecían haber atravesado una granizada de piedras por el camino. Algunas
portezuelas tenían orificios de bala, y los parabrisas estaban hechos añicos.
Luego llegó la banda de los Esclavos de Satán, revolucionando las motos
hasta el borde mismo del acantilado y salpicando tierra con sus bravuconadas.
Morelli les dirigió una mirada nerviosa, pero ellos no le prestaron especial
atención; el papel de líder de la manada se había transferido a las charreteras
de un joven rollizo con forúnculos, algunos dientes de menos y nariz
aplastada, que no reconoció a Morelli o no recordaba la amenaza de Danny.
Las charreteras eran cartas de un tarot de plástico que al conducir le aleteaban
en los hombros como incipientes alas diminutas.
A lo largo de todo lo alto del acantilado, la gente miraba hacia abajo, en
silencio, y observaba cómo los indios intentaban despellejar a las ballenas con
hoces y cuchillos ridículamente pequeños. Al reparar en su mudo público, los
mezapicos empezaron a silbar aún con mayor estridencia por las playas, y dio
la impresión de que los monstruos yacentes exhalaban el último estertor.
—Esta vez —dijo el padre Luis—, el Gólgota no es una colina. La
crucifixión tiene lugar en la playa. ¿Ven cómo ningunean la montaña y el
telescopio? Aunque se hayan dejado la piel para llegar allí, ya lo han
olvidado. Esta es la más grande de las maravillas. Así que, en mi opinión, sí:
las ballenas nos han redimido. Dime… —añadió, dirigiéndose al espectador
más próximo, que llevaba el pelo largo y un caftán naranja y raído que se
abría con el viento sobre una camisa pardusca y unos vaqueros muy ceñidos
por un cinturón—, ¿por qué han dicho los soldados que os dejaban venir?
El hippy norteamericano era incapaz de despegar la mirada de los cuerpos
de la playa.
El padre Luis preguntó a un segundo hombre que llevaba un traje de
negocios sucio y la corbata desgarrada, pero conservaba milagrosamente la
aguja de bisutería. Tampoco dijo nada.
El tercer hombre al que preguntó era un campesino envuelto en un sarape
de color ocre deslucido.
—Pues para que las viéramos salir a tierra, padre —respondió con un tono
vago e hipnotizado—. Dicen que está ocurriendo en todo el mundo, porque
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hemos dicho mentiras sobre las estrellas. Así que han salido para verlas por sí
mismas.
Morelli escupió acantilado abajo con desdén. El esputo desapareció en el
aire; el gesto pasó inadvertido.
El padre Luis trazó la señal del pez con dos portentosos brochazos del
dedo índice.
—Son nuestros intercesores —le explicó al hombre—, interceden por
nosotros ante Él. Esto es un milagro, esto que hoy presencian los hombres en
toda la Tierra, para que la fe sea restaurada entre nosotros…
—Es un milagro sangriento y ambiguo —se mofó Morelli—. Una
carnicería.
—¿Acaso no son todos los milagros ambiguos en esencia, amigo mío?
Los milagros representan una suspensión de la ley natural, no es posible
diseccionarlos.
—Pero ¿fe en qué, padre? —preguntó el campesino con cautela.
—¡Fe en la realidad! Ellas han sacrificado su realidad para que nosotros
podamos volver a creer en este mundo y cuidarlo. Nuestro mundo.
El rechoncho esclavo de Satán había acercado la moto con sigilo
empujándose con las botas durante aquel intercambio, y lo había oído.
Se sacó una baraja del tarot de la chaqueta de cuero y la dejó boca abajo
sobre el depósito de gasolina.
—Elija —desafió al padre Luis.
El sacerdote miró las cartas, vacilante, y luego señaló la playa.
—¿Qué necesidad hay? Nuestra suerte ya está echada.
—Yo cogeré una —se ofreció Morelli.
Antes de que el esclavo pudiera decir sí o no, Morelli ya había sacado una
carta del centro de la baraja y le había dado la vuelta.
La sota de copas.
El dibujo representaba a un hombre sosteniendo un cáliz del cual asomaba
un pez que lo miraba a la cara. Detrás del hombre rompían las olas del mar…
El ángel la observó largo rato. Luego se arrancó las cartas del Diablo de
los hombros y las lanzó al acantilado. Dos brillantes dibujos de plástico
descendieron en espiral como semillas de sicómoro hasta que el vacío del aire
las engulló sin dejar rastro, como había hecho con el esputo de Morelli.
El chico rollizo se sacó un manual maltrecho de interpretación del bolsillo
superior y lo hojeó en busca de la sota de bastos.
—Escucha. Significa noticias, un mensaje. Así que ha dado en el clavo,
sacerdote: ese es nuestro mensaje, bien claro.
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Algunos cuerpos, empequeñecidos por la altura, seguían siendo inmensos,
en particular el cadáver de un cachalote. En comparación, los mezapicos eran
criaturas de juguete hechas con cerillas.
Morelli le arrebató el manual de tarot al ángel. Se le oscureció el rostro
mientras lo leía.
—¡Oye, mentiroso! ¡Solo has leído una parte! También dice: «Son las
imágenes de la mente que cobran forma». Y si sale del derecho, significa un
mensaje verdadero, pero si está invertida, y yo he elegido la carta, ¡y no
estaba del derecho!, entonces significa artificio y engaño. Significa un
mensaje falso. Una mentira.
Arrojó el libro pequeño y mugriento al suelo para que el chico gordo lo
recogiera. Apuñaló el aire con el dedo.
—¡Son solo imágenes de la mente! Parecen reales, las cortas y sangran,
pero no son ballenas dentadas auténticas. Han salido de esta realidad nuestra.
Se han ramificado en algún otro lugar. Esos cuerpos son solo
racionalizaciones falsas, ¡formas que adoptamos para explicarnos a nosotros
mismos cómo pueden haber desaparecido las ballenas en un universo no-
Hammond! ¡Mentiras hechas visibles! ¡Una alucinación colectiva de la
humanidad!
El ángel intentaba encajarse la carta del pez en la jareta de cuero de un
hombro.
—¡Tío! —gruñó—. ¡Estás loco! ¡Estás como una puta cabra!
Con gestos amables, bautismales, el padre Luis ayudó a asegurarle la carta
en la chaqueta con un imperdible que se había sacado de algún rincón de la
sotana, al tiempo que musitaba palabras en latín.
El italiano dio media vuelta y se alejó airado de la muchedumbre
extasiada en dirección a la montaña de Mezapico, por el desierto…
Ruth esperó un rato, hasta que se alejó unos doscientos metros, y luego
subió al Sierra y fue tras él.
—¿Te llevo, Gianfranco?
Condujo a su lado mientras él caminaba a zancadas, con aire obsesivo, sin
hacerle caso.
—¡Gianfranco! ¿Qué vas a hacer?
Los cactus arañaban los flancos de la ranchera…
Morelli se detuvo tan de golpe que ella lo dejó atrás y no alcanzó a oír su
respuesta, por lo que tuvo que retroceder.
—Supongo que matarlo —repitió él.
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—Si vas hasta allí andando, estarás demasiado cansado para hacer nada
—repuso Ruth con tono cordial—. Sube.
—¿Tienes una caja de herramientas?
—Creo que sí.
—¿Una llave de tuercas? ¿Un gato? Un pico; así mataron a Trotski. —
Ella asintió, vacilante—. Entonces tendrá que ser con eso. —La miró
fijamente con una sonrisa torcida—. ¿De acuerdo? ¿Ninguna objeción?
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Sí, iría con él, ¡maldito fuera! A los Andes, aún más altos y vacíos. Había
una breve postdata:
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veintinueve
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«Una muerte tan extraña, por un motivo tan extraño…», pensó Katia.
¡Autodestruirse tan poco tiempo después de la trascendencia de la Estrella de
Pensamiento! ¿Qué sentido tenía?
—Debió de ser uno de los primeros en encallar —dijo—. En algún lugar
de California. El pánico irradió desde la Estrella de la que formaba parte.
—Un pánico irracional —musitó Kápelka—. Pero ¿quiénes somos
nosotros para considerarlo irracional, cuando es evidente que hizo falta el
fermento intelectual más elevado para llegar a eso? Las ballenas barbadas
siguen cosechando kril y arando los mares como vacas que pastan, y seguirán
transmitiendo la canción por todo el planeta hasta que la oiga la última
ballena dentada. ¿Actuaríamos así los humanos por una canción?
Orlov silbó desde su rincón varios compases de La internacional.
—Supongo —sugirió Tom Winterburn con sobriedad— que podríamos
suicidarnos colectivamente con bombas o armas biológicas. Pero nunca cada
uno por su cuenta, individualmente, por propia elección. Esa canción no solo
despierta emociones como La internacional o La marsellesa. Emula la
realidad. Es un…, ¿cómo lo llama, profesor?…, un yantra de un conocimiento
nuevo, compulsivo y muy terrible.
—Pero ¿un conocimiento de qué? —preguntó Kápelka—. ¿Del universo
según lo ve ese tal Hammond? Mucho me temo que haya sido el primer
conocimiento verdadero que han tenido de nosotros, de esta especie con la
que comparten planeta: la humanidad, nada menos. Imagínese que fuera un
judío atrapado en la Alemania nazi…
—¡Lucharía! —espetó Orlov.
—¿Y si fuera un judío ciego? ¿Si solo supiera cantar?
—Emigraría. Para informar a los demás.
—¿Y si no tuviera manos para trepar por las alambradas? ¿Solo una
repentina visión cegadora de los carceleros nazis?
—Llevamos un siglo matando cachalotes, camarada. ¡Y nunca habían
intentado suicidarse!
—Quizá no interpretaban nuestros actos como nosotros. Quizá creían que
dejaríamos de matarlos. No lo sé. Pero lo que sí hemos hecho al final, por
medio de nuestro Jonás, es encontrar un modo de mostrarles la naturaleza
exacta de nuestras mentes. —Kápelka señaló la pila de télex procedentes de
litorales de todo el mundo—. El resultado…
—Podemos recuperar la población de delfines —instó Richard—. Tiene
que haber centenares repartidos por acuarios. Aunque no podamos hacer nada
por los cachalotes.
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Katia sacudió la cabeza con vehemencia.
—Más tarde o más temprano, todos los delfines acabarán oyendo el yantra
de la muerte, pues se seguirá cantando por toda la eternidad. Es el último
mensaje de las ballenas. Las ballenas cantoras llenarán los mares con él…
—Te has vuelto profetisa, jovencita —espetó Orlov.
—Por el amor de Dios, ¿no podemos parar a las ballenas? —exclamó
Richard, presa de la frustración—. Todavía no han encallado todas. ¿No
podemos devolverlas a mar abierto de algún modo?
—¿Quiere hacer de pastor a los cerdos de Gadara? —Orlov estalló en
carcajadas.
—Es muy fácil equipararlas a los cerdos de Gadara —replicó Katia,
ceñuda—. Mucha gente intentará equiparar los dos hechos para tener la
conciencia tranquila, sobre todo si la especie humana aprende algo de esto.
Puede parecernos (convenientemente) que les hemos contagiado nuestra
locura. Podemos sentirnos exorcizados. No lo estaremos. Los demonios de
Dostoievski empieza con los cerdos de Gadara. Pero ellos no eran conscientes
del motivo de su muerte. Un personaje del libro, Stavrogin, sí. Las ballenas
también. —Los fulminó a todos con la mirada.
—Dostoievski estaba políticamente confundido, era un reaccionario
místico. —Orlov se encogió de hombros.
—¡Esto no nos lleva a ninguna parte! —Richard agarró del brazo a Tom
Winterburn—. ¡Tenemos que llevar a mar abierto a las ballenas, Tom! ¡Tú
debes de saber cómo! ¡Seguro que tienes alguna máquina ultrasónica para
ahuyentarlas! ¿O no podríamos arponearlas con dardos anestésicos?
—¿Y cubrir todas las costas del planeta? ¿En cuestión de horas? Sé
sensato, tío.
—Además —añadió Kápelka—, los narkos, los anestésicos, matan a las
ballenas y a los delfines, si no se va con mucho cuidado. Pueden anularles el
control consciente de la respiración. Tuvimos algunos problemas con esto
cuando estábamos mapeando el modelo en Jonás.
—¡Se quitarán la vida hagáis lo que hagáis! —gritó Katia—. Han elegido
su cordón de seda, como Stavrogin para ahorcarse, y lo han atado alrededor
del mundo, ¡y el cordón está hecho de una canción! Habría que impedirles a
todas las ballenas barbadas del mar que cantaran.
—¡Pero podemos llenar el agua con otros sonidos! ¡Bloquear la canción
igual que bloqueamos una retransmisión de radio!
—¿Y cuántas semanas se tardaría en hacer eso? —preguntó Winterburn
con una sonrisa de dolor.
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—De todos modos —protestó Kápelka—, ¿cómo sabemos qué efecto
tendría ese bloqueo en las ballenas barbadas? ¿Y si se vuelven locas?
Entonces veríamos cómo encallan las gigantes: las azules y los rorcuales. Los
dinosaurios serían enanos enclenques a su lado. Suponen el cinco por ciento
del total de proteínas contenido en el mar. No podemos arriesgarnos. Por el
momento, estas siguen pastando a salvo.
—¿No vamos a hacer nada?
—Es su elección, Richard —replicó Katia—. ¿No lo ves? ¡Es la elección
de Pável!
—Pável es una criatura que está en esa casa. —Richard lanzó con furia el
pulgar hacia el edificio del sanatorio. Las imágenes del lisiado mental con
pijama de rayas se interpusieron entre él y la chica rusa, impenetrables como
barrotes.
—Es su réquiem lo que cantan en el mar.
—Vuelves a estar embrujada, Katia. Siempre lo estarás —dijo,
entristecido.
—Siempre lo estaré —repitió ella—. Todos lo estaremos. Y las ballenas
barbadas seguirán cantando su canción por los océanos. Nuestros barcos y
nuestros submarinos la oirán siempre. Recordaremos. Pero nunca lo
entenderemos de verdad.
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IAN WATSON (Tyneside, Inglaterra, 1943). Escritor inglés afincado en
España. Watson estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, tras
lo que ejerció la docencia en lugares como Tokio, Tanzania o Birmingham,
hasta que, tras el éxito de sus primeros textos, decidió dedicarse
profesionalmente a la escritura. Watson es conocido por sus novelas de
ciencia-ficción, entre las que habría que destacar las dedicadas a la gramática
generativa y el lenguaje incrustado.
Como guionista, Watson trabajó en el texto final de I.A: Inteligencia
Artificial, de Steven Spielberg y también ha escrito para franquicias como
Warhammer 40000. De entre su obra habría que destacar títulos como
Incrustados, Embajada alienígena, El viaje de Chéjov, El modelo Jonás o El
gusano de fuego.
Watson participa activamente en la promoción de la literatura de género
organizando y asistiendo a numerosos festivales, fundamentalmente en
Europa, además de ser uno de los precursores de la enseñanza académica de
la ciencia ficción.
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