La Sirenita
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La Sirenita
Autor:
Hans Christian Andersen
Edades:
Todas las edades
Texto original:
En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero
es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner
muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y plantas
maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas
de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las
aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y
las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y
cierran según la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las
cuales honraría la corona de una reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una
mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los
demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente
por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellísimas, aunque la
más bella era la menor; tenía la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más
profundo; como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecían flores.
Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras
las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus
manos y dejándose acariciar.
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Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como
oro, y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba
arena finísima, azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar
en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por
debajo.
Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.
Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en gana. Una había
dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo
la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial, callada y
cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos
naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua
representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado al
fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció
espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su
sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y las raíces jugasen unas con
otras y se besasen.
Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la abuela tenía que
contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la
tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía también que los bosques
fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los
pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves.
- Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la
luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también bosques y ciudades.
Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de diferencia, por lo
que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en
nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera
parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas
estaban curiosas por saber.
Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía esperar aún tanto
tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada
a lo alto, contemplando, a través de las aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la
cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho
mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena
que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran pensado en
que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos hacia la quilla del navío.
Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la superficie del mar.
A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo que había pasado
bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran
ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los
carruajes y las personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las
campanas.
¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a
través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le
parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.
Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el
momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el
otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían
pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco,
una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció
el tinte rosado del mar y de las nubes.
Al cabo de otro año tocóle el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un río que
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desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pámpanos, y palacios y cortijos que
destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena
tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una
multitud de chiquillos que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños
huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un animal parecido, y
como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos
soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez.
La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alta mar, y dijo que éste era el lugar más hermoso;
desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. Había visto barcos,
pero a gran distancia; parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y enormes
ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores.
Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso vio lo que las
demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, v en derredor flotaban grandes
icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los
hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide
del más voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga
cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían
estallado relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que
brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de
angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules
que zigzagueaban sobre el mar reluciente.
La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron encantadas
oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en
gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes
afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa.
Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la superficie. Tenían
bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban
ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del
fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los
ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a
pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadáveres.
Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la menor se quedaba
abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.
- Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los hombres que lo
habitan.
Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años. - Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la
anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios
blancos; pero cada pétalo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de
la princesa como distintivo de su alto rango.
- ¡Duele! -exclamaba la doncella.
- Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.
La doncella de muy buena gana se habría sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse
vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose,
ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja.
El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucían aún como
rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el
mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues
no se movía ni la más leve brisa, y en cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas.
Había música y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al
aire las banderas de todos los países. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada
vez que una ola la levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía
muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso, empero, era el joven príncipe, de grandes ojos
negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba
la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se dispararon más de cien cohetes, que
brillaron en el aire, iluminándolo como la luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos
momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre
ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego
surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podía
distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el joven príncipe! Estrechaba las manos a
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columnas que rodeaban el edificio había estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los nítidos
cristales de las altas ventanas podían contemplarse los hermosísimos salones adornados con preciosos tapices y
cortinas de seda, y con grandes cuadros en las paredes; una delicia para los ojos.
En el salón mayor, situado en el centro, murmuraba un grato surtidor, cuyos chorros subían a gran altura hacia la
cúpula de cristales, a través de la cual la luz del sol llegaba al agua y a las hermosas plantas que crecían en la
enorme pila.
Desde que supo dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas noches, acercándose a tierra
mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de sus hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría
por debajo de la soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba contemplando a su
amado, el cual creía encontrarse solo bajo la clara luz de la luna.
Varias noches lo vio navegando en su preciosa barca, con música y con banderas ondeantes; ella escuchaba
desde los verdes juncales, y si el viento acertaba a cogerle el largo velo plateado haciéndolo visible, él pensaba
que era un cisne con las alas desplegadas.
Muchas noches que los pescadores se hacían a la mar con antorchas encendidas, les oía encomiar los méritos del
joven príncipe, y entonces se sentía contenta de haberle salvado la vida, cuando flotaba medio muerto, a merced
de las olas; y recordaba cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había besado ella.
Pero él lo ignoraba; ni en sueños la conocía.
Cada día iba sintiendo más afecto por los hombres; cada vez sentía mayores deseos de subir hasta ellos, hasta su
mundo, que le parecía mucho más vasto que el propio: podían volar en sus barcos por la superficie marina,
escalar montañas más altas que las nubes; poseían tierras cubiertas de bosques y campos, que se extendían
mucho más allá de donde alcanzaba la vista. Había muchas cosas que hubiera querido saber, pero sus hermanas
no podían contestar a todas sus preguntas. Por eso acudió a la abuela, la cual conocía muy bien aquel mundo
superior, que ella llamaba, con razón, los países sobre el mar.
- Suponiendo que los hombres no se ahoguen -preguntó la pequeña sirena-, ¿viven eternamente? ¿No mueren
como nosotras, los seres submarinos?
- Sí, dijo la abuela -, ellos mueren también, y su vida es más breve todavía que la nuestra. Nosotras podemos
alcanzar la edad de trescientos años, pero cuando dejamos de existir nos convertimos en simple espuma, que
flota sobre el agua, y ni siquiera nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un alma
inmortal, jamás renaceremos; somos como la verde caña: una vez la han cortado, jamás reverdece. Los humanos,
en cambio, tienen un alma, que vive eternamente, aun después que el cuerpo se ha transformado en tierra; un
alma que se eleva a través del aire diáfano hasta las rutilantes estrellas. Del mismo modo que nosotros
emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres, así también ascienden ellos a sublimes lugares
desconocidos, que nosotros no veremos nunca.
- ¿Por qué no tenemos nosotras un alma inmortal? -preguntó, afligida, la pequeña sirena-. Gustosa cambiaría yo
mis centenares de años de vida por ser sólo un día una persona humana y poder participar luego del mundo
celestial.
- ¡No pienses en eso! -dijo la vieja-. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores que los humanos de allá
arriba.
- Así, pues, ¿moriré y vagaré por el mar convertida en espuma, sin oír la música de las olas, ni ver las hermosas
flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer nada para adquirir un alma inmortal?
- No -dijo la abuela-. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que un hombre te quisiera con un
amor mas intenso del que tiene a su padre y su madre; que se aferrase a ti con todas sus potencias y todo su
amor, e hiciese que un sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para toda la eternidad.
Entonces su alma entraría en tu cuerpo, y tú también tendrías parte en la bienaventuranza reservada a los
humanos. Te daría alma sin perder por ello la suya. Pero esto jamás podrá suceder. Lo que aquí en el mar es
hermoso, me refiero a tu cola de pez, en la tierra lo encuentran feo. No sabrían comprenderlo; para ser hermosos,
ellos necesitan dos apoyos macizos, que llaman piernas.
La pequeña sirena consideró con un suspiro su cola de pez.
- No nos pongamos tristes -la animó la vieja-. Saltemos y brinquemos durante los trescientos años que tenemos de
vida. Es un tiempo muy largo; tanto mejor se descansa luego. Esta noche celebraremos un baile de gala.
La fiesta fue de una magnificencia como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del gran salón eran de
grueso cristal, pero transparente. Centenares de enormes conchas, color de rosa y verde, se alineaban a uno y
otro lado con un fuego de llama azul que iluminaba toda la sala y proyectaba su luz al exterior, a través de las
paredes, y alumbraba el mar, permitiendo ver los innúmeros peces, grandes y chicos, que nadaban junto a los
muros de cristal: unos, con brillantes escamas purpúreas; otros, con reflejos dorados y plateados. Por el centro de
la sala fluía una ancha corriente, y en ella bailaban los moradores submarinos al son de su propio y delicioso
canto; los humanos de nuestra tierra no tienen tan bellas voces. La joven sirena era la que cantaba mejor; los
asistentes aplaudían, y por un momento sintió un gozo auténtico en su corazón, al percatarse de que poseía la voz
más hermosa de cuantas existen en la tierra y en el mar. Pero muy pronto volvió a acordarse del mundo de lo alto;
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no podía olvidar al apuesto príncipe, ni su pena por no tener como él un alma inmortal. Por eso salió
disimuladamente del palacio paterno y, mientras en él todo eran cantos y regocijo, se estuvo sentada en su
jardincito, presa de la melancolía.
En éstas oyó los sones de un cuerno que llegaban a través del agua, y pensó: «De seguro que en estos
momentos está surcando las olas aquel ser a quien quiero más que a mi padre y a mi madre, aquél que es dueño
de todos mis pensamientos y en cuya mano quisiera yo depositar la dicha de toda mi vida. Lo intentaré todo para
conquistarlo y adquirir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el palacio, iré a la mansión de la bruja
marina, a quien siempre tanto temí; pero tal vez ella me aconseje y me ayude».
Y la sirenita se encaminó hacia el rugiente torbellino, tras el cual vivía la bruja. Nunca había seguido aquel camino,
en el que no crecían flores ni algas; un suelo arenoso, pelado y gris, se extendía hasta la fatídica corriente, donde
el agua se revolvía con un estruendo semejante al de ruedas de molino, arrastrando al fondo todo lo que se ponía
a su alcance. Para llegar a la mansión de la hechicera, nuestra sirena debía atravesar aquellos siniestros
remolinos; y en un largo trecho no había mas camino que un cenagal caliente y burbujeante, que la bruja llamaba
su turbera. Detrás estaba su casa, en medio de un extraño bosque. Todos los árboles y arbustos eran pólipos,
mitad animales, mitad plantas; parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra; las ramas eran largos
brazos viscosos, con dedos parecidos a flexibles gusanos, y todos se movían desde la raíz hasta la punta.
Rodeaban y aprisionaban todo lo que se ponía a su alcance, sin volver ya a soltarlo. La sirenita se detuvo
aterrorizada; su corazón latía de miedo y estuvo a punto de volverse; pero el pensar en el príncipe y en el alma
humana le infundió nuevo valor. Atóse firmemente alrededor de la cabeza el largo cabello flotante para que los
pólipos no pudiesen agarrarlo, dobló las manos sobre el pecho y se lanzó hacia delante como sólo saben hacerlo
los peces, deslizándose por entre los horribles pólipos que extendían hacia ella sus flexibles brazos y manos. Vio
cómo cada uno mantenía aferrado, con cien diminutos apéndices semejantes a fuertes aros de hierro, lo que
había logrado sujetar. Cadáveres humanos, muertos en el mar y hundidos en su fondo, salían a modo de blancos
esqueletos de aquellos demoníacos brazos. Apresaban también remos, cajas y huesos de animales terrestres;
pero lo más horrible era el cadáver de una sirena, que habían capturado y estrangulado.
Llegó luego a un vasto pantano, donde se revolcaban enormes serpientes acuáticas, que exhibían sus
repugnantes vientres de color blancoamarillento. En el centro del lugar se alzaba una casa, construida con huesos
blanqueados de náufragos humanos; en ella moraba la bruja del mar, que a la sazón se entretenía dejando que un
sapo comiese de su boca, de igual manera como los hombres dan azúcar a un lindo canario. A las gordas y
horribles serpientes acuáticas las llamaba sus polluelos y las dejaba revolcarse sobre su pecho enorme y
cenagoso.
- Ya sé lo que quieres -dijo la bruja-. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a satisfacer tus deseos, pues te
harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres librarte de la cola de pez, y en lugar de ella tener dos piernas para
andar como los humanos, para que el príncipe se enamore de ti y, con su amor, puedas obtener un alma inmortal
-. Y la bruja soltó una carcajada, tan ruidosa y repelente, que los sapos y las culebras cayeron al suelo, en el que
se pusieron a revolcarse. - Llegas justo a tiempo -prosiguió la bruja-, pues de haberlo hecho mañana a la hora de
la salida del sol, deberías haber aguardado un año, antes de que yo pudiera ayudarte. Te prepararé un brebaje
con el cual te dirigirás a tierra antes de que amanezca. Una vez allí, te sentarás en la orilla y lo tomarás, y en
seguida te desaparecerá la cola, encogiéndose y transformándose en lo que los humanos llaman piernas; pero te
va a doler, como si te rajasen con una cortante espada. Cuantos te vean dirán que eres la criatura humana más
hermosa que han contemplado. Conservarás tu modo de andar oscilante; ninguna bailarina será capaz de
balancearse como tú, pero a cada paso que des te parecerá que pisas un afilado cuchillo y que te estás
desangrando. Si estás dispuesta a pasar por todo esto, te ayudaré.
-Sí -exclamó la joven sirena con voz palpitante, pensando en el príncipe y en el alma inmortal.
- Pero ten en cuenta -dijo la bruja- que una vez hayas adquirido figura humana, jamás podrás recuperar la de
sirena. Jamás podrás volver por el camino del agua a tus hermanas y al palacio de tu padre; y si no conquistas el
amor del príncipe, de tal manera que por ti se olvide de su padre y de su madre, se aferre a ti con alma y cuerpo y
haga que el sacerdote una vuestras manos, convirtiéndoos en marido y mujer, no adquirirás un alma inmortal. La
primera mañana después de su boda con otra, se partirá tu corazón y te convertirás en espuma flotante en el
agua.
- ¡Acepto! -contestó la sirena, pálida como la muerte.
- Pero tienes que pagarme -prosiguió la bruja-, y el precio que te pido no es poco. Posees la más hermosa voz de
cuantas hay en el fondo del mar, y con ella piensas hechizarle. Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso
brebaje quiero lo mejor que posees. Yo tengo que poner mi propia sangre, para que el filtro sea cortante como
espada de doble filo.
- Pero si me quitas la voz, ¿qué me queda? -preguntó la sirena.
- Tu bella figura -respondió la bruja-, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo esto puedes turbar el
corazón de un hombre. Bien, ¿has perdido ya el valor?. Saca la lengua y la cortaré, en pago del milagroso
brebaje.
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- ¡Sea, pues! -dijo la sirena; y la bruja dispuso su caldero para preparar el filtro.
- La limpieza es buena cosa -dijo, fregando el caldero con las serpientes después de hacer un nudo con ellas;
luego, arañándose el pecho hasta que asomó su negra sangre, echó unas gotas de ella en el recipiente. El vapor
dibujaba las figuras más extraordinarias, capaces de infundir miedo al corazón más audaz. La bruja no cesaba de
echar nuevos ingredientes al caldero, y cuando ya la mezcla estuvo en su punto de cocción, produjo un sonido
semejante al de un cocodrilo que llora. Quedó al fin listo el brebaje, el cual tenía el aspecto de agua clarísima.
- Ahí lo tienes -dijo la bruja, y, entregándoselo a la sirena, le cortó la lengua, con lo que ésta quedó muda, incapaz
de hablar y de cantar.
- Si los pólipos te apresan cuando atravieses de nuevo mi bosque -dijo la hechicera-, arrójales una gotas de este
elixir y verás cómo sus brazos y dedos caen deshechos en mil pedazos -. Pero no fue necesario acudir a aquel
recurso, pues los pólipos se apartaron aterrorizados al ver el brillante brebaje que la sirena llevaba en la mano, y
que relucía como si fuese una estrella. Así cruzó rápidamente el bosque, el pantano y el rugiente torbellino.
Veía el palacio de su padre; en la gran sala de baile habían apagado las antorchas; seguramente todo el mundo
estaría durmiendo. Sin embargo, no se atrevió a llegar hasta él, pues era muda y quería marcharse de allí para
siempre. Parecióle que el corazón le iba a reventar de pena. Entró quedamente en el jardín, cortó una flor de cada
uno de los arriates de sus hermanas y, enviando al palacio mil besos con la punta de los dedos, se remontó a
través de las aguas azules.
El sol no había salido aún cuando llegó al palacio del príncipe y se aventuró por la magnífica escalera de mármol.
La luna brillaba con una claridad maravillosa. La sirena ingirió el ardiente y acre filtro y sintió como si una espada
de doble filo le atravesara todo el cuerpo; cayó desmayada y quedó tendida en el suelo como muerta. Al salir el sol
volvió en sí; el dolor era intensísimo, pero ante sí tenía al hermoso y joven príncipe, con los negros ojos clavados
en ella. La sirena bajó los suyos y vio que su cola de pez había desaparecido, sustituida por dos preciosas y
blanquísimas piernas, las más lindas que pueda tener una muchacha; pero estaba completamente desnuda, por lo
que se envolvió en su larga y abundante cabellera. Le preguntó el príncipe quién era y cómo había llegado hasta
allí, y ella le miró dulce y tristemente con sus ojos azules, pues no podía hablar. Entonces la tomó él de la mano y
a condujo al interior del palacio. Como ya le había advertido la bruja, a cada paso que daba era como si anduviera
sobre agudos punzones y afilados cuchillos, pero lo soportó sin una queja. De la mano del príncipe subía ligera
como una burbuja de aire, y tanto él como todos los presentes se maravillaban de su andar gracioso y cimbreante.
Le dieron vestidos preciosos de seda y muselina; era la más hermosa de palacio, pero era muda, no podía hablar
ni cantar. Bellas esclavas vestidas de seda y oro se adelantaron a cantar ante el hijo del Rey y sus augustos
padres; una de ellas cantó mejor que todas las demás, y fue recompensada con el aplauso y una sonrisa del
príncipe. Entristecióse entonces la sirena, pues sabía que ella habría cantado más melodiosamente aún. «¡Oh!
-pensó- si él supiera que por estar a su lado sacrifiqué mi voz para toda la eternidad».
A continuación las esclavas bailaron primorosas danzas, al son de una música incomparable, y entonces la sirena,
alzando los hermosos y blanquísimos brazos e incorporándose sobre las puntas de los pies, se puso a bailar con
un arte y una belleza jamás vistos; cada movimiento destacaba más su hermosura, y sus ojos hablaban al corazón
más elocuentemente que el canto de las esclavas.
Todos quedaron maravillados, especialmente el príncipe, que la llamó su pequeña expósita; y ella siguió bailando,
a pesar de que cada vez que su pie tocaba el suelo creía pisar un agudísimo cuchillo. Dijo el príncipe que quería
tenerla siempre a su lado, y la autorizó a dormir delante de la puerta de su habitación, sobre almohadones de
terciopelo.
Mandó que le hicieran un traje de amazona para que pudiese acompañarlo a caballo. Y así cabalgaron por los
fragantes bosques, cuyas verdes ramas acariciaban sus hombros, mientras los pajarillos cantaban entre las
tiernas hojas. Subió con el príncipe a las montañas más altas, y, aunque sus delicados pies sangraban y los
demás lo veían, ella seguía a su señor sonriendo, hasta que pudieron contemplar las nubes a sus pies,
semejantes a una bandada de aves camino de tierras extrañas.
En palacio, cuando, por la noche, todo el mundo dormía, ella salía a la escalera de mármol a bañarse los pies en
el agua de mar, para aliviar su dolor; entonces pensaba en los suyos, a los que había dejado en las profundidades
del océano.
Una noche se presentaron sus hermanas, cogidas del brazo, cantando tristemente, mecidas por las olas. Ella les
hizo señas y, reconociéndola, las sirenas se le acercaron y le contaron la pena que les había causado su
desaparición. Desde entonces la visitaron todas las noches, y una vez vio a lo lejos incluso a su anciana abuela
-que llevaba muchos años sin subir a la superficie- y al rey del mar, con la corona en la cabeza. Ambos le
tendieron los brazos, pero sin atreverse a acercarse a tierra como las hermanas.
Cada día aumentaba el afecto que por ella sentía el príncipe, quien la quería como se puede querer a una niña
buena y cariñosa; pero nunca le había pasado por la mente la idea de hacerla reina; y, sin embargo, necesitaba
llegar a ser su esposa, pues de otro modo no recibiría un alma inmortal, y la misma mañana de la boda del
príncipe se convertiría en espuma del mar.
- ¿No me amas por encima de todos los demás? -parecían decir los ojos de la pequeña sirena, cuando él la cogía
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por quien había abandonado familia y patria, sacrificado su hermosa voz y sufrido día tras día tormentos sin fin, sin
que él tuviera la más leve sospecha de su sacrificio. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, y que
veía el mar profundo y el cielo cuajado de estrellas. La esperaba una noche eterna sin pensamientos ni sueños,
pues no tenía alma ni la tendría jamás. Todo fue regocijo y contento a bordo hasta mucho después de media
noche, y ella río y bailó con el corazón lleno de pensamientos de muerte. El príncipe besó a su hermosa novia, y
ella acarició el negro cabello de su marido y, cogidos del brazo, se retiraron los dos a descansar en la preciosa
tienda.
Se hizo la calma y el silencio en el barco; sólo el timonel seguía en su puesto. La sirenita, apoyados los blancos
brazos en la borda, mantenía la mirada fija en Oriente, en espera de la aurora; sabía que el primer rayo de sol la
mataría. Entonces vio a sus hermanas que emergían de las aguas, pálidas como ella; sus largas y hermosas
cabelleras no flotaban ya al viento; se las habían cortado.
- Las hemos dado a la bruja a cambio de que nos deje acudir en tu auxilio, para que no mueras esta noche. Nos
dio un cuchillo, ahí lo tienes. ¡Mira qué afilado es! Antes de que salga el sol debes clavarlo en el corazón del
príncipe, y cuando su sangre caliente salpique tus pies, volverá a crecerte la cola de pez y serás de nuevo una
sirena, podrás saltar al mar y vivir tus trescientos años antes de convertirte en salada y muerta espuma.
¡Apresúrate! Él o tú debéis morir antes de que salga el sol. Nuestra anciana abuela está tan triste, que se le ha
caído la blanca cabellera, del mismo modo que nosotras hemos perdido la nuestra bajo las tijeras de la bruja.
¡Mata al príncipe y vuelve con nosotras! Date prisa, ¿no ves aquellas fajas rojas en el cielo? Dentro de breves
minutos aparecerá el sol y morirás-. Y, con un hondo suspiro, se hundieron en las olas.
La sirenita descorrió el tapiz púrpura que cerraba la tienda y vio a la bella desposada dormida con la cabeza
reclinada sobre el pecho del príncipe. Se inclinó, besó la hermosa frente de su amado, miró al cielo donde lucía
cada vez más intensamente la aurora, miró luego el afilado cuchillo y volvió a fijar los ojos en su príncipe, que en
sueños, pronunciaba el nombre de su esposa; sólo ella ocupaba su pensamiento. La sirena levantó el cuchillo con
mano temblorosa, y lo arrojó a las olas con un gesto violento. En el punto donde fue a caer pareció como si gotas
de sangre brotaran del agua. Nuevamente miró a su amado con desmayados ojos y, arrojándose al mar, sintió
cómo su cuerpo se disolvía en espuma.
Asomó el sol en el horizonte; sus rayos se proyectaron suaves y tibios sobre aquella espuma fría, y la sirenita se
sintió libre de la muerte; veía el sol reluciente, y por encima de ella flotaban centenares de transparentes seres
bellísimos; a su través podía divisar las blancas velas del barco y las rojas nubes que surcaban el firmamento. El
lenguaje de aquellos seres era melodioso, y tan espiritual, que ningún oído humano podía oírlo, ni ningún humano
ojo ver a quienes lo hablaban; sin moverse se sostenían en el aire, gracias a su ligereza. La pequeña sirena vio
que, como ellos, tenía un cuerpo, que se elevaba gradualmente del seno de la espuma.
- ¿Adónde voy? - preguntó; y su voz resonó como la de aquellas criaturas, tan melodiosa, que ninguna música
terrena habría podido reproducirla.
- A reunirte con las hijas del aire -respondieron las otras. - La sirena no tiene un alma inmortal, ni puede adquirirla
si no es por mediación del amor de un hombre; su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen
alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Nosotras volamos hacia las
tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los seres humanos; nosotras les procurarnos frescor.
Esparcimos el aroma de las flores y enviamos alivio y curación. Cuando hemos laborado por espacio de
trescientos años, esforzándonos por hacer todo el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y entramos a
participar de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecilla sirena, te has esforzado con
todo tu corazón, como nosotras; has sufrido, y sufrido con paciencia, y te has elevado al mundo de los espíritus
del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal, a fuerza de buenas obras, durante trescientos años.
La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a
sus ojos. A bordo del buque reinaba nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa
que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había
arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los
demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que surcaban el cielo.
- Dentro de trescientos años nos remontaremos de este modo al reino de Dios.
- Podemos llegar a él antes -susurró una de sus compañeras-. Entramos volando, invisibles, en las moradas de los
humanos donde hay niños, y por cada día que encontramos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y
merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. El niño ignora cuándo entramos en su cuarto, y
si nos causa gozo y nos hace sonreír, nos es descontado un año de los trescientos; pero si damos con un chiquillo
malo y travieso, tenemos que verter lágrimas de tristeza, y por cada lágrima se nos aumenta en un día el tiempo
de prueba.
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Valoración
La sirenita es más una bella lectura llena de belleza y sensibilidad que un cuento con un mensaje educativo. En la
versión original, hace una gran promoción de lo espiritual, presentándolo como el mayor de los dones, pero esta
parte apenas es mencionada en las versiones más conocidas.
Su enfoque romántico tiene una cierta vertiente autodestructiva y caprichosa (la joven se "enamora" de un chico
guapo que no conoce y lo deja todo y está dispuesta a todo por él), que podría ser perjudicial para algunas
jóvenes adolescentes, especialmente si son de carácter triste e introvertido. Versiones posteriores con un toque
más desenfadado y alegre, como la de la película de Disney, son más aconsejables desde un punto de vista
educativo.
En cualquier caso, es un cuento de gran valor cultural y literario, que merece la pena conocer.
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