Selección de Citas. La Conquista de América (Todorov, 1982)

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Todorov, Tzvetan (1982) “2. Conquistar” en La conquista de América.

Buenos Aires:
Siglo Veintiuno Editores, 2014
Epub disponible en https://telegra.ph/La-conquista-de-Am%C3%A9rica-03-18-21

SELECCIÓN DE CITAS

LAS RAZONES DE LA VICTORIA


El encuentro entre el Antiguo y el Nuevo Mundo que el descubrimiento de Colón
hizo posible es de un tipo muy particular: la guerra, o más bien, como se decía entonces,
la Conquista. Un misterio sigue ligado a la conquista; se trata del resultado mismo del
combate: ¿por qué esta victoria fulgurante, cuando la superioridad numérica de los
habitantes de América frente a sus adversarios es tan grande, y cuando están luchando
en su propio terreno?

(...)

Al leer la historia de México, uno no puede dejar de preguntarse: ¿por qué no


resisten más los indios? ¿Acaso no se dan cuenta de las ambiciones colonizadoras de
Cortés? La respuesta cambia el enfoque del problema: los indios de las regiones que
atravesó Cortés al principio no se sienten especialmente impresionados por sus objetivos
de conquista porque esos indios ya han sido conquistados y colonizados —por los
aztecas. El México de aquel entonces no es un estado homogéneo, sino un
conglomerado de poblaciones, sometidas por los aztecas, quienes ocupan la cumbre de
la pirámide. De modo que, lejos de encarnar el mal absoluto, Cortés a menudo les
parecerá un mal menor, un liberador, guardadas las proporciones, que permite romper el
yugo de una tiranía especialmente odiosa, por muy cercana.

Sensibilizados como lo estamos a los males del colonialismo europeo, nos cuesta
trabajo entender por qué los indios no se sublevan de inmediato, cuando todavía es
tiempo, contra los españoles. Pero los conquistadores no hacen más que seguir los
pasos de los aztecas. Nos puede escandalizar el saber que los españoles sólo buscan
oro, esclavos y mujeres. «En lo que más se empleaban era en buscar una buena india o
haber algún despojo», escribe Bernal Díaz (142), y cuenta la anécdota siguiente:
después de la caída de México. «Guatemuz [Cuauhtémoc] y sus capitanes dijeron a
Cortés que muchos soldados y capitanes que andaban en los bergantines y de los que
andábamos en las calzadas batallando les habíamos tomado muchas hijas y mujeres de
principales; que le pedían por merced que se las hiciesen volver, y Cortés les respondió
que serían malas de haber de poder de quien las tenían, y que las buscasen y trajesen
ante él, y vería si eran cristianas o se querían volver a sus casas con sus padres y
maridos, y que luego se las mandaría dar». El resultado de la investigación no es
sorprendente: «Había muchas mujeres que no se querían ir con sus padres, ni madres,
ni maridos, sino estarse con los soldados con quienes estaban, y otras se escondían, y
otras decían que no querían volver a idolatrar; y aun algunas de ellas estaban ya
preñadas, y de esta manera no llevaron sino tres, que Cortés expresamente mandó que
las diesen» (157).

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Pero es que los indios de las otras partes de México se quejaban exactamente de
lo mismo cuando relataban la maldad de los aztecas: «Todos aquellos pueblos […] dan
tantas quejas de Montezuna y de sus recaudadores, que les robaban cuanto tenían, y las
mujeres e hijas, si eran hermosas, las forzaban delante de ellos y de sus maridos y se las
tomaban, y que les hacían trabajar como si fueran esclavos, que les hacían llevar en
canoas y por tierra madera de pinos, y piedra, y leña y maíz y otros muchos servicios»
(Bernal Díaz, 86)

El oro y las piedras preciosas, que hacen correr a los españoles, ya eran
retenidos como impuestos por los funcionarios de Moctezuma; no parece que se pueda
rechazar esta afirmación como un puro invento de los españoles, con miras a legitimar su
conquista, aún si algo hay de eso: demasiados testimonios concuerdan en el mismo
sentido. El Códice florentino representa a los jefes de las tribus vecinas que vienen a
quejarse con Cortés de la opresión ejercida por los mexicanos: «Motecuhzomatzin y los
mexicanos nos agobian mucho, nos tienen abrumados. Sobre las narices nos llega ya la
angustia y la congoja. Todo nos lo exige como un tributo» (XII, 26). Y Diego Durán,
dominico simpatizante al que se podría calificar de culturalmente mestizo, descubre el
parecido en el momento mismo en que culpa a los aztecas: «Donde […] había algún
descuido en proveerlos de lo necesario, [los mexicanos] robaban y saqueaban los
pueblos y desnudaban a cuantos en aquel pueblo topaban, aporreábanlos y quitábanles
cuanto tenían, deshonrándolos, destruíanles las sementeras: hacíanles mil injurias y
daños. Temblaba la tierra de ellos, cuando lo hacían de bien, cuando se habían bien con
ellos: tanto lo hacían de mal, cuando no lo hacían. Y así a ninguna parte llegaban que no
les diesen cuanto habían menester […] eran los más crueles y endemoniados que se
puede pensar, porque trataban a los vasallos que ellos debajo de su dominio tenían, peor
mucho que los españoles los trataron y tratan» (XII, 19). «Iban haciendo cuanto mal
podían. Como lo hacen ahora nuestros españoles, si no les van a la mano» (XII, 21).

Hay muchas semejanzas entre antiguos y nuevos conquistadores, y esos últimos


lo sintieron así, puesto que ellos mismos describieron a los aztecas como invasores
recientes, conquistadores comparables con ellos. Más exactamente, y aquí también
prosigue el parecido, la relación de cada uno con su predecesor es la de una continuidad
implícita y a veces inconsciente, acompañada de una negación referente a esa misma
relación. Los españoles habrán de quemar los libros de los mexicanos para borrar su
religión; romperán sus monumentos para hacer desaparecer todo recuerdo de una
antigua grandeza. Pero, unos cien años antes, durante el reinado de Itzcóatl, los mismos
aztecas habían destruido todos los libros antiguos, para poder reescribir la historia a su
manera. Al mismo tiempo, como lo hemos visto, a los aztecas les gusta mostrarse como
los continuadores de los toltecas, y los españoles escogen con frecuencia una cierta
fidelidad al pasado, ya sea en religión o en política; se asimilan al propio tiempo que
asimilan. Hecho simbólico entre otros, la capital del nuevo Estado será la misma del
México vencido. «Viendo que la ciudad de Temixtitan [Tenochtitlan], que era cosa tan
nombrada y de que tanto caso y memoria siempre se ha hecho, pareciónos que en ella
era bien poblar, […] como antes fue principal y señora de todas estas provincias, que lo
será también de aquí adelante» (Cortés, 3). Cortés quiere fabricarse una especie de
legitimidad, ya no a los ojos del rey de España, lo cual había sido una de sus principales
preocupaciones durante la campaña, sino frente a la población local, asumiendo la

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continuidad con el reino de Moctezuma. El virrey Mendoza volverá a utilizar los registros
fiscales del imperio azteca.

Lo mismo ocurre en el campo religioso: en los hechos, la conquista religiosa


consiste a menudo en quitar ciertas imágenes de un sitio sagrado y poner otras en su
lugar —al tiempo que se preservan, y esto es esencial, los lugares de culto, y se queman
frente a ellos las mismas hierbas aromáticas. Cuenta Cortés: «Los más principales de
estos ídolos, y en quien ellos más fe y creencia tenían, derroqué de sus sillas y los hice
echar por las escaleras abajo e hice limpiar aquellas capillas donde los tenían, porque
todas estaban llenas de sangre que sacrifican, y puse en ellas imágenes de Nuestra
Señora y de otros santos» (2). Y Bernal Díaz atestigua: «Y entonces […] se dio orden
cómo con el incienso de la tierra se incensasen la santa imagen de Nuestra Señora y a la
santa cruz» (52). «Lo que había sido cultura de demonios, justo es que sea templo donde
se sirva Dios», escribe por su lado fray Lorenzo de Bienvenida. Los sacerdotes y los
frailes cristianos van a ocupar exactamente el lugar dejado vacante después de la
represión ejercida contra los profesionales del culto religioso indígena, que los españoles
llamaban por cierto con ese nombre sobredeterminado de papas (contaminación entre el
término indio que los nombra y la palabra «papa»]; supuestamente, Cortés hizo explícita
la continuidad: «Este acatamiento y recibimiento que hacen a los frailes vino de mandado
el señor marqués del Valle don Hernando Cortés a los indios; porque desde el principio
les mandó que tuviesen mucha reverencia y acatamiento a los sacerdotes, como ellos
solían tener a los ministros de sus ídolos» (Motolinía, III, 3).

(...)

CORTÉS Y LOS SIGNOS


(...)
Lo primero que quiere Cortés no es tomar, sino comprender; lo que más le interesa
son los signos, no sus referentes. Su expedición comienza con una búsqueda de
información, no de oro. La primera acción importante que emprende —y no se puede
exagerar la significación de ese gesto— es buscar un intérprete. Oye hablar de indios que
emplean palabras en español; deduce que quizás entre ellos haya españoles, náufragos de
expediciones anteriores; se informa, y sus suposiciones se ven confirmadas. Ordena
entonces a dos de sus naves que esperen ocho días, después de haber enviado un
mensaje a esos intérpretes en potencia. Después de muchas peripecias uno de ellos,
Gerónimo de Aguilar, se une a los hombres de Cortés, que difícilmente reconocen en él a un
español, «porque le tenían por indio propio, porque de suyo era moreno y tresquilado a
manera de indio esclavo, y traía un remo al hombro, una cótara vieja calzada y la otra atada
en la cintura, y una manta vieja muy ruin, y un braguero peor, con que cubría sus
vergüenzas» (Bernal Díaz, 29). El tal Aguilar, convertido en intérprete de Cortés, habría de
serle de una utilidad incalculable.

Pero Aguilar sólo habla la lengua de los mayas, que no es la de los aztecas. El segundo
personaje esencial en esa conquista de la información es una mujer, a quien los indios
llaman Malintzin y los españoles doña Marina, sin que sepamos cuál de esos dos nombres
es deformación del otro. La forma que se le da con más frecuencia es la de Malinche. Los

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españoles la reciben como regalo, en uno de los primeros encuentros. Su lengua materna
es el náhuatl, la lengua de los aztecas; pero ha sido vendida como esclava entre los mayas,
y también conoce su lengua. Así pues, hay al principio una cadena bastante larga: Cortés
habla con Aguilar, que traduce lo que dice a la Malinche, la cual a su vez habla con el
interlocutor azteca. Sus dotes para las lenguas son evidentes, y poco después aprende el
español, lo que la vuelve aún más útil. Podemos imaginar que siente cierto rencor frente a
su pueblo de origen, o frente a algunos de sus representantes; sea como fuere, elige
resueltamente el lado de los conquistadores. En efecto, no se conforma con traducir, es
evidente que también adopta los valores de los españoles, y contribuye con todas sus
fuerzas a la realización de sus objetivos. Por un lado, opera una especie de conversión
cultural, al interpretar para Cortés no sólo las palabras, sino también los comportamientos;
por el otro, sabe tomar la iniciativa cuando hace falta, y dirige a Moctezuma las palabras
apropiadas (especialmente en la escena de su arresto), sin que Cortés las haya
pronunciado antes.

Todos están de acuerdo en reconocer la importancia del papel de la Malinche. Cortés la


considera una aliada indispensable, y esto se ve en la importancia que otorga a su intimidad
física con ella. Aun cuando se la había «ofrecido» a uno de sus lugartenientes
inmediatamente después de haberla «recibido», y habría de casarla con otro conquistador
después de la rendición de México, la Malinche habrá de ser la amante de Cortés durante la
fase decisiva, desde la salida hacia México hasta la caída de la capital azteca. Sin epilogar
sobre la forma en que los hombres deciden el destino de las mujeres, podemos deducir que
esta relación tiene una explicación más estratégica y militar que sentimental: gracias a ella,
la Malinche puede asumir su papel esencial. Incluso después de la caída de México, vemos
que sigue siendo igualmente apreciada: «Cortés, sin ella, no podía entender [a] los indios»
(Bernal Díaz, 180). Éstos también ven en ella mucho más que una intérprete: todos los
relatos la mencionan con frecuencia, y está presente en todas las ilustraciones. La que
muestra, en el Códice florentino, el primer encuentro entre Cortés y Moctezuma, es bien
característica a este respecto: los dos jefes militares ocupan los lados del dibujo, dominado
por el personaje central de la Malinche (figs. 9 y 10). Por su parte. Bernal Díaz relata: «Y la
doña Marina tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva
España» (37). Es igualmente revelador el apodo que los aztecas le dan a Cortés: lo
llaman… Malinche (por una vez, no es la mujer la que toma el nombre del hombre).

Los mexicanos posteriores a la independencia generalmente han despreciado y culpado a


la Malinche, convertida en encarnación de la traición a los valores autóctonos, de la
sumisión servil a la cultura y al poder de los europeos. Es cierto que la conquista de México
hubiera sido imposible sin ella (o alguien que desempeñara el mismo papel), y que por lo
tanto es responsable de lo que ocurrió. Yo, por mi parte, la veo con una luz totalmente
diferente: es ante todo el primer ejemplo, y por eso mismo, el símbolo, del mestizaje de las
culturas; por ello anuncia el estado mexicano moderno y, más allá de él, el estado actual de
todos nosotros, puesto que, a falta de ser siempre bilingües, somos inevitablemente bi o
triculturales. La Malinche glorifica la mezcla en detrimento de la pureza (azteca o española),
y el papel del intermediario. No se somete simplemente al otro (caso desgraciadamente
mucho más común: pensemos en todas las jóvenes indias, «regaladas» o no, de las que se
apoderan los españoles), sino que adopta su ideología y la utiliza para entender mejor su
propia cultura, como lo muestra la eficacia de su comportamiento (aun si el «entender» sirve
aquí para «destruir»).

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