Francisca y La Muerte

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Francisca y la muerte

—Santos y buenos días —dijo la muerte, y ninguno de los


presentes la pudo reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el
sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.

—Si no molesto —dijo—, quisiera


saber dónde vive la señora
Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a
la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo
de labrador:
Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve?
hay un camino que sube la colina. Arriba hallará
la casa.

"Cumplida está"
pensó la muerte, y
dando las gracias
echó a andar por el
camino aquella
mañana que,
precisamente, había
pocas nubes en el
cielo y todo el azul resplandecía de luz.

Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las


siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el
meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora
Francisca.
"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha
de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose
ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.

Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros


caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara
bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de la ceibas eran pura caoba
transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios,
la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los
cañaverales no tenían una sola
hoja amarilla; verde era todo,
desde el suelo al aire, y un olor
a vida subía de las flores.
Natural que la muerte se tapara
la nariz. Lógico también que ni
siquiera mirara tanta rama llena
de nidos, ni tanta abeja con su
flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su
reino.

Así pues, echó y echó a andar la muerte por los caminos hasta llegar a
casa de Francisca.
—Por favor, con Panchita
—dijo adulona la muerte.
—Abuela salió temprano
—contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía
con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
—¿Y a qué hora regresa?
—preguntó la muerte.
—¡Quién lo sabe! —dijo la madre de la niña—. Depende de los
quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para
menos seguir dando rueda por tanto mundo
bonito y ajeno.
—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede
que ella no regrese hasta el anochecer.
"¡Chin!", pensó la muerte, "se
me irá el tren de las cinco. No;
mejor voy a buscarla". Y levantando su voz, dijo la
muerte:
—¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?
—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en
el maíz, sembrando.
—¿Y dónde está el maizal? -preguntó la muerte.
—Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
—Gracias —dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.

Pero miró todo el extenso campo arado y no


había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la
trenza la muerte y rabió:
"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!"
Escupió y continuó su sendero sin tino.

Una hora después de tener la


trenza ardida bajo el
sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba
nueva, la muerte se topó con un caminante:
—Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca
por estos campos?
—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva
en casa de los Noriega. Está el niño enfermo y ella fue
a sobarle el vientre.
—Gracias —dijo la muerte como un disparo, y apretó
el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que
hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se
sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo
irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la
mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha
una lástima a casa de los Noriega:
—Con Francisca, a ver si me hace el favor.
—Ya se marchó.

—¡Pero , cómo! ¿Así, tan de pronto?


—¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la muerte turbada—, es que siempre una hace la
sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a Francisca.
—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.
— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la muerte dijo:
— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
—¿Y qué más?
—Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
—¿Digamos qué?
—Filosa.
—¿Eso es todo?
—Bueno... además de nombre y dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de sus ojos.
—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
—No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos.
Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien
usted busca, no es Francisca.

Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora


indignada sin preocuparse mucho por la mano
y la trenza, que medio se le asomaba bajo el
ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron
que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando
pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la
muerte la pastura recién cortada y nada de
Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados
dentro de los botines enlodados, y la camisa negra,
más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el
tren!"

Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.


Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas
el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y,
sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:

—Francisca, ¿cuándo te vas a morir?


Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el
saludo alegre:
—Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer.

Texto: Onelio Jorge Cardoso

Ilustración: Gerardo Cantú

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