Ivanhoe - Walter Scott
Ivanhoe - Walter Scott
Ivanhoe - Walter Scott
www.lectulandia.com - Página 2
Walter Scott
Ivanhoe
ePUB v1.0
Bercebus 31.03.12
www.lectulandia.com - Página 3
I
Así los dos departen caminando
y los cochinos a despecho guían;
más de esto el gruñir y tardo paso
que van a su pesar sobrado indican.
ODISEA
En aquel hermoso cantón de la dichosa Inglaterra bañado por las cristalinas aguas
del río Don se extendía antiguamente una inmensa floresta que ocultaba la mayor
parte de los valles y montañas que se encuentran entre Sheffield y la encantadora
ciudad de Doncaster. Aún existen considerables restos de aquel bosque en las
magníficas posesiones de Wentwort, Warncliffe-Park y en las cercanías de
Rotherdham. Este fue, según la tradición, el Teatro de los estragos ejecutados por el
fabuloso dragón de Wantley; allí se dieron algunas batallas libradas en las guerras
civiles, cuando peleó la rosa encarnada contra la rosa blanca, y allí también
campearon las partidas de valientes proscriptos, tan celebrados por sus hazañas en las
populares canciones de Inglaterra.
Este es el principal sitio de la escena de nuestra historia, cuya fecha se refiere a
los postreros años del reinado de Ricardo I, Corazón de León; época en que los
deseos de sus vasallos, más bien que fundadas esperanzas, hacían creer que regresaría
del cautiverio en que le había encerrado la perfidia al volver de Palestina. La nobleza,
cuyo poder no conocía freno en el reinado de Esteban, y de la cual toda la gran
prudencia de Enrique II sólo pudo lograr que conservase cierta muestra de sumisión a
la Corona, recobró de pronto su antigua insolencia, entregándose a ella con el más
imprudente desenfreno. La intervención del Consejo de Estado era mirada por los
nobles con el más alto desprecio: ellos reforzaban sus tropas; fortificaban sus castillos
aumentando el número de sus posesiones a costa de los pacíficos vecinos, que,
reducidos a un estado de vasallaje, ponían el mayor conato para lograr el mando de
algunas fuerzas suficientes, a fin de adquirir cierto carácter de importancia en la civil
discordia porque estaba ya el país amenazado. La Nobleza que seguía a la de los
grandes barones, y que, según las leyes de Inglaterra, debía estar a cubierto de la
tiranía feudal, llegó a verse en la posición más precaria y expuesta; y los nobles que
en categoría seguían a los barones eran designados con el nombre de franklines. Estos
comúnmente se ponían bajo la protección de algún poderoso vecino, o tal vez
aceptaban algún cargo feudal en sus castillos, o bien se comprometían a ayudarle en
sus proyectos por medio de un tratado de alianza que garantizaba del modo posible su
tranquilidad durante cierto término, aunque a costa de su independencia y de tener
www.lectulandia.com - Página 4
que figurar en las arriesgadas empresas que tomaran a su cargo sus protectores;
empresas siempre dictadas por el orgullo, la arrogancia o la temeridad. Los
franklines, que deseaban librarse de la despótica autoridad de los grandes barones
observando una conducta pacífica y descansando en las leyes del país, aunque
holladas las más veces en aquella azarosa época, se veían continuamente perseguidos
y arruinados; llegaba la tiranía de los señores feudales a oprimirlos por todos los
medios, no faltándoles nunca pretexto para vejarlos, aunque jamás le hallaban para
favorecerlos.
Después de la conquista de Inglaterra por Guillermo, duque de Normandía,
seguían la misma conducta opresora; y cuatro generaciones transcurridas no bastaron
a mezclar entre sí la sangre de los normandos con la de los anglosajones, ni a
inspirarles un mismo lenguaje, ni a unir los intereses de las dos razas enemigas: la
una estaba engreída con el orgullo de la victoria, en tanto que la otra lloraba y se
abatía por el deshonor del vencimiento. Los nobles normandos se habían hecho
dueños del mando después de la famosa batalla de Hastings, y, según refieren los
historiadores, no hicieron de su autoridad el mejor uso. La raza de los príncipes y de
nobles sajones había sido despojada o destruida y apenas se encontraba un sajón que
conservara algún dominio de segunda o tercera clase en el país de sus antepasados.
La política de Guillermo y de sus sucesores fue oprimir y debilitar cada vez más a los
antiguos habitantes bien fuese por medios legales o violentos, pues, con justa razón,
sólo eran mirados como irreconciliables enemigos del partido vencedor. Los
soberanos de raza normanda, no sólo distinguían con la mayor predilección a los
vasallos normandos, sino que introducían a cada momento nuevas leyes sobre la caza
y sobre mil otros objetos importantes, que contrariaban visiblemente al antiguo
código sajón mucho más benigno, y que manifestaban cuánto era el deseo que tenían
de agravar todo lo posible la pesadumbre del yugo que oprimía a los habitantes
conquistados. En la corte, en los castillos de la alta nobleza, que era un mezquino
remedo de aquélla, no se hablaba otro idioma que el francés, y este mismo se usaba
en los tribunales y juicios; el uso del lenguaje sajón, harto más expresivo y varonil,
había quedado sólo para los campesinos y demás clases inferiores, mientras que el
francés era el idioma predilecto de la Caballería y de la Justicia. Pero la necesidad de
comunicarse y entenderse los señores del país y los que le cultivaban produjo un
dialecto que participaba del francés y del sajón y éste fue el origen verdadero del
actual idioma inglés. En él afortunadamente se confundieron los idiomas del pueblo
vencedor y del vencido, enriqueciéndose siempre por grados con las adquisiciones
que hiciera tomándolas de las lenguas clásicas y alguna vez de las que usan los
pueblos del mediodía de Europa.
Esta era exactamente la situación del Estado en la época de que vamos hablando;
habiendo durado la memoria de las distinciones nacionales entre los conquistadores y
www.lectulandia.com - Página 5
vencidos hasta el reinado de Eduardo III, permanecían sin cicatrizarse las profundas
heridas que dejara la conquista, y existía la línea que separaba a los descendientes de
los normandos de los sajones.
Caminaba el Sol hacia su ocaso, y hería con sus postreros rayos un hermoso claro
descubierto del bosque que indicamos al principio de este capítulo. Millares de
antiguas encinas que contaban muchos siglos de antigüedad y que, probablemente,
habrían sido testigos de las triunfales marchas de las legiones romanas, extendían sus
nudosas ramas sobre una encantadora alfombra de verde césped; con ellas se
mezclaban las de los abedules, acebos y otras infinitas de varios árboles altos, cuyo
tejido impenetrable interceptaba el paso a la luz. En otros parajes inmediatos se
separaban los unos de los otros formando largas calles de alamedas en cuyas
revueltas se perdía la vista agradablemente y a la imaginación le parecían rústicos
senderos que guiaban a otros parajes aún más silvestres y sombríos. Los purpúreos
rayos del sol poniente perdían sus fulgidos matices al quebrarse en el verde ramaje,
en tanto que, llegando sin obstáculo, en otros sitios más claros brillaban con todo su
esplendor. Notábase además abierto un considerable espacio que sirvió tal vez en otro
tiempo a las supersticiosas ceremonias de los druidas, pues sobre la cima de una
colina cuya regularidad dejaba entrever la mano industriosa del hombre se divisaba
un círculo de toscas piedras sin pulimento. Siete de ellas estaban colocadas en su
antiguo lugar, y las demás probablemente habrían sido arrancadas y dispersas por el
celo de los primeros neófitos del cristianismo: sólo una de las mayores llegaba hasta
la parte más baja e interceptaba el paso a un arroyuelo cuyas ligeras ondas al superar
aquel obstáculo, causaban un dulce murmullo de que antes carecía.
Animaban el rústico paisaje dos personas cuyo porte y vestidos indicaban cierto
aire selvático y agreste, con el cual eran distinguidos en tan remotos tiempos los
habitantes de los bosques del condado de York en su parte más occidental. El más
entrado en años parecía un tosco y grosero aldeano vestido muy sencillamente; vestía
un gabán con mangas hecho de piel curtida, pero el uso y el roce le habían hecho
perder el pelo que en un principio tenía, por lo cual no era fácil calcular a qué especie
de animal había pertenecido. Le llegaba desde el cuello a la rodilla, supliendo a lo
demás destinado a cubrir el cuerpo del hombre. Tenía el gabán una abertura en la
parte superior, por donde pasaba la cabeza, y sin duda se vestía del mismo modo que
en el día una camisa o en otro tiempo una cota de malla. Cubrían sus pies unas
abarcas sujetas con correas de cuero de jabalí, y otras dos más delgadas subían hasta
la mitad de las piernas y dejaban descubiertas las rodillas, según lo estilan hoy día los
montañeses de Escocia.
Esta especie de gabán estaba ceñido al cuerpo por un cinturón de cuero cerrado
con una hebilla de cobre, y pendiente del cinturón llevaba un saquito y un cuerno de
carnero convertido en bocina; y asimismo pendía de su cinto un largo cuchillo de
www.lectulandia.com - Página 6
monte de ancha hoja, puño de asta, y que fue, sin duda, fabricado en Sheffield. El
hombre que vamos describiendo tenía la cabeza desnuda y los cabellos partidos en
trenzas muy menudas, que la continua acción del Sol había vuelto de color rojo
encendido y que contrastaban notablemente con su barba, de tinte amarillo igual al
del ámbar. Sólo falta añadir una circunstancia, que es demasiado importante para
olvidarla: lucía un collar de cobre semejante al que usan los perros alrededor del
cuello; pero no tenía ninguna abertura, y estaba perpetuamente fijo, aunque bastante
holgado para no impedir la respiración ni los movimientos de cabeza. No obstante
esto, era imposible abrirle sin recurrir a una lima. En él había grabada esta inscripción
en caracteres sajones: "Gurth, hijo de Beowulph, esclavo nato de Cedric de
Rotherwood".
Junto a aquel guardián de cerdos (tal era la ocupación de Gurt) estaba sentado en
una de las druídicas piedras un hombre que aparentaba tener diez años menos, y cuyo
vestido, muy semejante por su forma al de su compañero, era más rico y de una
extraña apariencia; su túnica era de vivo color de púrpura, y sobre tal fondo se había
ensayado su dueño en pintar ciertos adornos grotescos de diversos colores. Llevaba
además una capa corta que solamente le llegaba hasta la mitad muslo, y era de color
carmesí, algo manchada y con ribetes amarillos; tan pronto se la colocaba en un
hombro como en el otro, o se cubría con ella todo el cuerpo, y atendido su poco
vuelo, formaba un ropaje raro y caprichoso. Llevaba adornados los brazos con unos
brazaletes de plata, y tenía un collar exactamente igual al de Gurth, sólo que era del
mismo Metal que los brazaletes, y en él se leían estas palabras: "Wamba, hijo de
Witless, esclavo de Cedric de Rotherwood.» SU sandalias eran semejantes a las de
Gurth; pero en vez de llevar, como éste, las piernas cubiertas con correas
entrelazadas,—llevaba una polaina encarnada y otra amarilla; en la cabeza tenía una
caperuza llena de cascabeles como los que se ponen a los halcones en el cuello de
modo que a cada movimiento que hacía sonaban los cascabeles, y él nunca estaba un
minuto en una misma postura. La parte inferior de la caperuza estaba guarnecida de
una ancha correa cortada en pico, que formaba una especie de corona. Su traje, su
fisonomía, que denotaba tanta malicia como atolondramiento, hacían ver que Wamba
era uno de aquellos clowns o bufones domésticos que las grandes señores mantenían
a su lado para pasar con menos fastidio las horas en que precisamente tenían que
habitar sus palacios. De la cintura de Wamba pendía un saquito igual al de Gurth;
pero no llevaba bocina ni cuchillo de monte, por el inminente peligro de confiar
armas a un hombre de tal especie; así es que en vez del cuchillo llevaba un sable de
madera parecido al que usan los arlequines en sus juegos y pantomimas.
El aspecto del primer siervo de Cedric era muy diverso de la fisonomía del
segundo; la frente de Gurth denotaba estar abatida a fuerza de disgustos; llevaba la
cabeza baja, representando la indiferencia de un hombre apático, a no ser por el fuego
www.lectulandia.com - Página 7
que centelleaba en sus ojos al levantarlos, que indicaba demasiado cuánto sentía la
pesadumbre del yugo que le oprimía y que alentaba un vehemente deseo de sacudirle.
La fisonomía de Wamba anunciaba solamente una vaga curiosidad, una necesidad de
cambiar de postura continuamente, y su completa satisfacción por el puesto que
ocupaba y por la costumbre de que se hallaba revestido.
Hablaban ambos en anglosajón lenguaje que como ya hemos indicado sólo
usaban las clases inferiores, a excepción de los soldados normandos y las personas
destinadas al servicio de la nobleza feudal.
—¡La maldición de San Witholdo caiga sobre esta desdichada piara! —dijo Gurth
después de haber sonado infinitas veces la bocina para reunir los dispersos cochinos,
que sólo contestaban a esta señal con sonidos igualmente melodiosos; pero a pesar de
haber oído los llamamientos de su guardián, no por eso dejaron el suntuoso banquete
que les ofrecían los fabucos y bellotas con que se cebaban y un lodazal en que se
revolcaban deliciosamente.
—¡Sí; la maldición de San Witholdo caiga sobre ellos y sobre mí! ¡Si algún lobo
de dos pies no me atrapa parte de la piara esta tarde, consiento en perder el nombre
que tengo! ¡Por aquí, Fangs, por aquí! —gritaba a un perro grande, mestizo de mastín
y lebrel, que corría como para ayudar a su amo a fin de reunir el insubordinado
rebaño; pero entonces o por mal enseñado, o porque no llegase a comprender las
señas de su amo y se dejara llevar de un ciego furor acosaba en distintas direcciones a
los cerdos, y aumentaba el desorden, en lugar de remediarle. —¡El Diablo te haga
saltar los dientes —continuó Gurth—, y que el padre del mal confunda al
guardabosque que arranca a nuestros perros sus zarpas delanteras dejándolos
inhábiles para hacer su deber!. ¡Wamba, vamos; levántate y ven a ayudarme! Pasa por
detrás de la montaña toma la delantera a mi ganado y entonces podremos llevarlos
delante como corderillos.
—¿De veras? —respondió Wamba sin mudar de posición—. He consultado a mis
piernas acerca de tan delicado asunto, y una y otra son de parecer que no debo
exponer mis pomposos vestidos al riesgo de mancharse en ese lodazal, pues eso sería
un acto de deslealtad contra mi soberana persona y real guardarropa. Te aconsejo,
Gurth, que llames nuevamente a Fangs y que abandones la piara a su destino; porque,
sea que ella caiga en manos de una partida de soldados, de una bandada de
contrabandistas o de una caravana de peregrinos, los animales confiados a tu custodia
estarán mañana convertidos en normandos, y esta circunstancia será indudabiemente
un consuelo para ti.
—¡Convertidos mis cerdos en normandos! Explícame ese enigma, porque no
tengo bastante sutil el entendimiento ni tranquila la cabeza para adivinar misterios.
—¿Qué nombre das a estos animales que gruñen y andan en cuatro pies?
—¡El de cerdos, loco, el de cerdos! Y no hay loco que no diga otro tanto.
www.lectulandia.com - Página 8
—Cerdo es palabra sajona; mas cuando el cerdo está degollado, chamuscado,
hecho cuartos y colgado de un gancho como un traidor, ¿cómo le llamas en sajón?
—Tocino.
¡Estoy encantado! Y no hay loco que no diga lo mismo, como tú indicaste
hablando de la palabra cerdo. Pero como los normandos denominan tocino a estos
animalitos, muertos o vivos, y los sajones sólo los llaman así cuando están muertos,
se vuelven normandos en el momento en que se dan prisa a degollarlos para servir en
los palacios en los festines de los nobles. ¿Qué piensas de esto, amigo Gurth?
—Que es la pura verdad, tal como ha pasado por tu cabeza de loco. Sí; es una
triste verdad. ¡Por San Dustán, que esto es ya insufrible! Apenas nos queda otra cosa
que el aire que respiramos y creo que si los normandos nos dejan respirar, es con el
sólo objeto de que sintamos la insoportable carga con que abruman nuestra humillada
espalda! Los manjares más delicados y ricos son para sus mesas; para ellos son los
recreos y goces, al paso que nuestra valiente juventud es reclutada para servir en sus
ejércitos y en un país lejano, en el cual deja el esqueleto; de modo que apenas se
encuentra una persona que pueda y quiera defender al desgraciado sajón. ¡Bendiga
Dios a nuestro amo Cedric! Él ha sostenido siempre su rango como un verdadero
sajón. Mas Reginaldo "Frente de buey" va a llegar a este país de un día a otro, y hará
ver que Cedric se ha tomado tantas fatigas bien inútilmente. ¡Por aquí, por aquí!
¡Bien, Fangs, bien! ¡Has hecho perfectamente tu deber! ¡Al `fin se halla toda la piara
reunida!
—Gurth, es preciso que me tengas por un verdadero loco, pues de otro modo no
te atreverías a meter la cabeza en la boca del león. Si yo dijese a Reginaldo "Frente de
buey" o a Felipe de Malvoisin una sola palabra de las que acaban de pronunciar tus
labios, te evitaría el cuidado de conducir al pasto tu piara, porque te colocarían
pendiente de la más alta rama de una encina, para que en ti escarmentasen los que se
atreven a hablar mal de tan ilustres potentados.
—¡Perro! ¿Serás capaz de hacerme traición, después de haberme puesto tú mismo
en el caso de hablar en contra mía?
—¡Hacerte traición! No; esa acción sería de un hombre cuerdo, y un loco no sabe
hacer tan buenos servicios. Pero ¿qué cabalgata es la que viene hacia nosotros?
Empezaba a sentirse a lo lejos el ruido que ocasionan las pisadas de varias
caballerías reunidas.
—¡Yo no me cuido de eso!—contestó Gurth, que veía reunida su piara, y que con
el auxilio de su favorito Fangs la hacía entrar en una de las hermosas alamedas que ya
hemos descrito.
—Quiero ver quiénes son esos caballeros: puede que vengan del país de las brujas
a traernos algún mensaje del rey Oberón.
—¡Mala fiebre te consuma! ¿Tienes ánimo para hablar de semejante cosa cuando
www.lectulandia.com - Página 9
nos vemos amenazados de una horrible tempestad? ¿No oyes el sordo ruido de los
truenos a pocas millas de nosotros? ¿No has visto el brillante resplandor del
relámpago, y la lluvia que empieza a desprenderse de las nubes? ¡En verdad que
nunca vi más gruesas gotas! No se siente un pequeño soplo de viento, sino el
melancólico ruido que hacen las encinas, y que es el más cierto presagio del furioso
huracán. Quédate, si quieres continuar haciendo el discreto; pero créeme una vez por
todas, y emprendamos el camino, porque va a hacer una noche muy poco a propósito
para pasarla en el campo.
Sintió Wamba toda la fuerza de este razonamiento, y acompañando a su
camarada, se internó en el bosque después de haber cogido un enorme garrote que
encontró al paso. El nuevo Eumeo, precedido por su gruñidora piara, marchó a largos
pasos hacia la morada de su dueño.
www.lectulandia.com - Página 10
II
Era un prior no más; pero cualquiera de ser mitrado le creyera digno.
CHAUCER
www.lectulandia.com - Página 11
mil veces el sol de los trópicos; se le hubiera creído exento de pasiones, si las gruesas
venas de su frente y la velocidad con que convulsivamente movía a la menor emoción
el labio superior, cubierto de un negro y espeso bigote, no hubieran revelado cuán
fácil era suscitar en su corazón el impetuoso huracán de la ira. Sus ojos negros, que
arrojaban miradas penetrantes, indicaban cuán grande era su deseo de encontrar
obstáculos, para tener el gusto de dominarlos; y una profunda cicatriz, unida a la
bizca dirección de la mirada, daba a su cara un aspecto duro y feroz.
Vestía una larga capa de grana, y sobre el hombro derecho llevaba una cruz de
paño blanco de forma particular: debajo se veía una cota de malla con sus mangas y
manoplas tejidas con mucho arte, y que se prestaban con tal flexibilidad a todos los
movimientos que parecía de fina seda. Aquella armadura y unas planchas de metal
que llevaba en los muslos a manera de las escamas de un reptil completaban sus
armas defensivas. En punto a ofensivas, sólo llevaba un largo puñal pendiente de la
cintura; montaba un potro, y no una mula, como su compañero, con el fin, sin duda,
de reservar su excelente caballo de batalla, que conducía un escudero de la rienda
enjaezado como en un día de combate, pues llevaba un frontal de acero que remataba
en punta. De un lado de la silla iba pendiente un hacha de armas ricamente embutida,
y del otro un yelmo adornado con vistosas plumas, y una larga espada propia de la
época. Uno de sus escuderos llevaba la lanza de su dueño con una banderola
encarnada, y en ella la blanca cruz, igual a la de la capa; y otro conducía un escudo
triangular cubierto con un tapete que impedía ver la divisa del caballero.
A estos escuderos seguían otros dos, cuyo color bronceado, blanco turbante y
vestidos orientales hacían conocer que habían visto la primera luz en el Asia. En fin,
el porte y las maneras del caballero y de su comitiva tenían alguna cosa de
extraordinario. El vestido de los escuderos era suntuoso, y llevaban collares y
brazaletes de plata, con unos círculos del mismo metal que tenían en torno de las
piernas; éstas en lo demás iban descubiertas desde el tobillo hasta la pantorrilla, como
también lo estaban los brazos hasta el codo. Eran sus vestidos de seda, cuya riqueza
revelaba la de su amo y hacía claro contraste con la sencillez del traje de aquél.
Pendían de su cintura unos sables muy corvos, con empuñadura de oro, sostenidos en
ricos tahalíes bordados del mismo metal, y un par de puñales turcos de delicado
trabajo. Sobre el arzón de la silla se veían dos manojos de venablos muy acerados por
la punta, cuya longitud sería de cuatro pies; arma terrible de que hacían frecuente uso
los sarracenos, que aun hoy día sirve en el Oriente para el marcial ejercicio conocido
con el nombre de jerrid.
Los corceles en que cabalgaban los escuderos parecían tan extranjeros como los
jinetes, pues eran del mismo país, y, por consiguiente, de origen árabe. Su cuerpo fino
y hermosa estampa, sus largas y pobladas crines, sus rápidos y desembarazados
movimientos, formaban un hermoso contraste con los poderosos caballos cuya raza
www.lectulandia.com - Página 12
se conocía en Flandes y Normandía para el servicio de los hombres de armas en una
época en que el corcel y el caballero iban cubiertos desde el pie a la cabeza con una
pesada armadura de acero; de manera que aquellos caballos al lado de los orientales
parecían el cuerpo y la sombra.
El aire particular de la cabalgata llamó la atención de Wamba, y aun la de su
compañero, hombre más pensador. Este conoció al momento en la persona del monje
al prior de la abadía de Jorvaulx, famoso ya muchas leguas en contorno, amante de la
caza, de la buena mesa y de las diversiones, a pesar de su estado. No obstante esto,
era bien reputado, pues su carácter franco y jovial le hacían bien quisto y le daban
franca entrada en todos los palacios de los nobles, entre los cuales tenía no pocos
parientes, pues era noble y normando. Las señoras le apreciaban particularmente,
porque era decidido admirador del bello sexo, y también porque poseía mil recursos
para alejar el tedio que se sentía a menudo bajo el elevado techo de un palacio feudal.
Ningún cazador seguía con más ardor una pieza, y era conocido porque poseía los
halcones más diestros y la jauría mejor de todo el North-Riding; ventaja que le hacía
ser buscado por los jóvenes de la primera Nobleza. Las rentas de fa abadía sufragaban
sus gastos, y aun le permitían ser liberal con los pobres y con los aldeanos, cuya
miseria socorría a menudo.
Los dos siervos sajones saludaron respetuosamente al prior. Aquéllos se
sorprendieron al contemplar de cerca el talante semi-guerrero y semi-monacal del
caballero del Temple, así como les chocaron al extremo las armas y el porte oriental
de los escuderos; y fue tanta su admiración, que no comprendieron al prior de
Jorvaulx, que les preguntó si encontraría por allí dónde alojarse con su compañero y
comitiva. Pero es tan probable que el lenguaje normando que el prior usó para hacer
su pregunta sonase muy mal a los oídos de dos sajones, como dudoso que dejasen de
entenderle.
—Os pregunto, hijos míos —volvió a decir el Prior usando el dialecto que
participaba de los dos idiomas y que ya usaban unos y otros para poder entenderse—,
si habrá por estos contornos alguna persona que por Dios y por nuestra santa madre la
Iglesia quiera acoger y sustentar por esta noche a dos de sus más humildes siervos
con su comitiva.
El tono que usó el prior Aymer estaba muy poco conforme con las humildes
palabras de que se sirvió. Wamba levantó la vista y dijo:
—Si vuestras reverencias quieren encontrar buen hospedaje, pueden dirigirse
pocas millas de aquí al priorato de Brinxworth, donde atendida vuestra calidad, no
podrán menos de recibiros honoríficamente; pero si prefieren consagrar la noche a la
penitencia pueden tomar aquel sendero, que conduce derechamente a la ermita de
Copmanhurts, donde hallarán un piadoso anacoreta que les dará hospitalidad y el
auxilio de sus piadosas oraciones.
www.lectulandia.com - Página 13
—Amigo mío —contestó el prior—, si el ruido continuo de los cascabeles que
guarnecen tu caperuza no tuviera trastornados tus sentidos, omitirías semejantes
consejos, y sabrías aquello de clericus clericum non decimat; es decir, que las
personas de la Iglesia no se reclaman mutuamente la hospitalidad, prefiriendo pedirla
a los demás para proporcionarles la ocasión de hacer una obra meritoria honrando a
los servidores de Dios.
—Es verdad —repuso Wamba—: disimulad mi inadvertencia, pues aunque no
soy más que un asno, tengo el honor de llevar cascabeles como la mula de vuestra
reverencia.
—¡Basta de insolencias, atrevido! —dijo con tono áspero el caballero del Temple
—. Dinos pronto, si puedes, el camino que debemos tomar para... ¿Cuál es el nombre
de vuestro franklin, prior Aymer?
—Cedrid —respondió—, Cedrid el Sajón. Dime, amigo: ¿estamos a mucha
distancia de su morada? ¿Puedes indicarnos el camino?
—No es fácil encontrar el camino —dijo Gurt, rompiendo por la primera vez el
silencio—. Además, la familia de Cedric se recoge muy temprano.
—¡Buena razón! —contestó el caballero—. La familia de Cedric se tendrá por
muy honrada en levantarse para servir y obsequiar a unos viajeros tales como
nosotros, que hacemos demasiado en humillarnos a solicitar una hospitalidad que
podemos exigir de derecho.
—Yo no sé —dijo Gurt incomodado— si debo indicar el camino del castillo de
mi amo a una persona que reclama como derecho el asilo que tantos otros solicitan
como un favor.
—¿Te atreves a disputar conmigo, esclavo?
Y aplicando el caballero las espuelas a su caballo, le hizo dar media vuelta; y
levantando la varita que le servía de fusta, se dispuso a castigar lo que él miraba
como insolencia propia de un villano.
Gurt, sin cejar un solo paso, llevó la mano a su cuchillo de monte, mirando al
mismo tiempo al templario con aire feroz; pero el Prior evitó la contienda
interponiéndose entre los dos y diciendo a su compañero.
—¡Por Santa María, hermano Brian! ¿Imagináis estar aún en Palestina, en medio
de los turcos y sarracenos, entre paganos e infieles? Nosotros los insulares no
sufrimos que nadie nos maltrate. Dime tú, querido mío, —dijo a Wamba apoyando su
elocuencia con una moneda de plata; dime el sendero que hemos de tomar para llegar
a la morada de Cedric el Sajón. No puedes ignorarlo, y es un deber dirigir fielmente
al viajero extraviado, aun cuando fuese de un rango inferior al nuestro.
—En verdad, reverendo padre mío, que la cabeza sarracena de vuestro compañero
ha trastornado de tal modo la mía, que han desaparecido de mi memoria todas las
señas del camino. Creo que a mí mismo me será imposible llegar esta noche.
www.lectulandia.com - Página 14
—¡Vamos, vamos; yo sé que si tú quieres, puedes guiarnos! Mi venerable
hermano ha empleado toda su vida en combatir con los sarracenos para libertar la
tierra santa: es caballero de la Orden del Temple, de que tú habrás oído hablar; es
decir que es mitad monje y mitad soldado.
—Si es sólo medio monje, no debería ser tan poco razonable con los que
encuentra al paso cuando éstos no se prestan a responder a preguntas que no les
conciernen.
—Te perdono la agudeza, a condición de indicarnos la morada de Cedric.
—Sigan vuesas reverencias —dijo el bufón— esta misma vereda hasta llegar a
una cruz que llaman caída, sin duda porque amenaza ruina; en llegando a ella,
tomaréis el camino de la izquierda, porque os advierto que hay cuatro que en aquel
sitio se cruzan y en seguida llegaréis al término de vuestro viaje por esta noche.
Deseo que estéis a salvo antes de que estalle la próxima tempestad.
El Prior dio las gracias a Wamba, y la comitiva partió a galope, como gente que
desea verse a cubierto de la intemperie en noche rigurosa. Cuando apenas se sentían
las pisadas de los caballos, Gurth dijo a su compañero:
—Muy dichosos serán los reverendos si llegan a Rotherwood antes de bien
entrada la noche.
—¡Quién lo duda! Y cuando no, pueden llegar a Sheffield, si no encuentran
tropiezo, que es un buen sitio para ellos. No soy yo cazador de los que indican al
perro donde se esconde el gamo cuando no tienen humor de perseguirlo.
—Haces bien. No fuera razón que ese templario viese a lady Rowena, y peor tal
vez sería si con él se trabase de palabras Cedric. No obstante esto, nosotros como
buenos criados, debemos ver, oír y callar.
En cuanto se alejaron los caminantes continuaron su conversación en idioma
normando-francés, que era entonces la lengua de moda, excepto entre unos cuantos
que se jactaban de su origen sajón. El templario dijo al Prior después de un rato de
silencio:
—¿Qué significa la insolencia de esos esclavos? ¿Por qué me habéis impedido
que los castigase?
—Hermano Brian, con respecto a uno de ellos sería difícil daros razón de las
locuras que hace, porque es un insensato de profesión; en punto al otro sabed que
pertenece a esa raza feroz, salvaje e indomable de que os he hablado repetidas veces,
y de la cual todavía se encuentran varios individuos entre los descendientes de los
sajones conquistados. Estos rústicos tienen la mayor satisfacción en demostrar por
todos los medios su aversión a los conquistadores.
—¡Muy pronto les enseñaría yo a tener cortesía! ¡Soy muy práctico en el manejo
de tales salvajes! Los cautivos turcos son tan indómitos y rebeldes como pudiera serlo
el mismo Odín, y, no obstante, en llevando dos meses de vivir bajo la férula del
www.lectulandia.com - Página 15
mayoral de mis esclavos se ponen más mansos que corderillos, sumisos, serviciales y
dóciles a cuanto se les manda. No penséis por eso que desconocen el manejo del
puñal y del veneno, y que escrupulizan para echar mano de cualquiera de los dos
arbitrios si les dejan ocasión.
—No os digo que no; pero en cada tierra, su uso. Además de que con dar de
golpes a ese hombre nada hubiéramos adelantado con respecto a encontrar la casa de
Cedric, porque en hallándole os hubiera armado una quimera por haber apaleado a un
vasallo. No apartéis nunca de vuestra imaginación lo que os tengo dicho de ese
opulento hidalgo: es altivo, vano, envidioso e irritable en sumo grado; se las apuesta
al más encumbrado, y aun a sus dos vecinos, Reginaldo Frente de Buey y Felipe de
Malvoisin, que no creo sean ranas en el asunto. El nombre del Sajón, con que
generalmente se le designa, procede de la tenacidad con que sostiene y defiende los
privilegios de su alcurnia, y de la vanagloria con que hace alarde de su descendencia
por línea recta de Hereward, famoso guerrero en tiempo de los reyes sajones. Se
alaba a cara descubierta de pertenecer a una nación cuya procedencia nadie se atreve
a confesar por miedo de experimentar la suerte a que están expuestos los vencidos.
—Prior Aymer, hablando de la hermosa sajona, hija de Cedric, os digo que
aunque en punto a belleza seáis tan buen voto como un galán trovador, muy linda
debe ser lady Rowena para reducirme a guardar la necesaria tolerancia de que debo
echar mano a fin de granjearme el favor del indómito Cedric, su padre.
—No, Cedric no es padre de Rowena: es pariente, y no muy cercano. En la
actualidad es su tutor, según creo, y ama con tal extremo a la pupila, que no tendría
más cariñosa deferencia con ella si fuera hija propia. Pero es aún más ilustre la sangre
de Rowena; y en cuanto a su hermosura, pronto juzgaréis por vista de ojos. Yo os
aseguro que si la belleza de Rowena y la blanda y majestuosa expresión de sus suaves
y hermosos ojos azules no aventajan a las beldades de Palestina, consiento en que
jamás deis crédito a mis palabras.
—Si no corresponde su hermosura a vuestros encomios, mía es la apuesta.
—Mi collar de oro contra diez pipas de vino de Scio; y las tengo por tan mías
como si ya estuviesen en las bodegas de mi convento y bajo la llave de nuestro
despensero.
—Yo debo juzgar por mí mismo, y convencerme de que no he visto más hermosa
mujer desde un año antes de Pentecostés. ¿Son éstas nuestras condiciones? ¡Vuestro
collar peligra, prior Aymer, y espero que le veáis resplandecer sobre mi gola en el
torneo de Ashby de la Zouche!
—Engalanaos en buena hora con él, si le ganáis lealmente diciendo sin reserva
vuestro parecer y asegurándolo a fe de caballero. De todos modos, hermano Brian,
exijo y espero que miréis estas cosas como una inocente diversión. Y pues os
empeñáis en llevarla a cabo, seguiré adelante puramente por complaceros, pues no es
www.lectulandia.com - Página 16
apuesta que conviene con mi natural circunspección y ministerio. Seguid mis
consejos y refrenad la lengua, cuidando de las miradas que dirigís a Rowena: olvidad
el natural predominio que queréis ejercer sobre todo el mundo de resultas de haber
supeditado a tanto mahometano, porque si Cedric el Sajón se enfada, es muy a
propósito para plantarnos en medio de la selva sin mirar a nuestro distinguido
carácter. Sobre todo, cuidado con Rowena, a quien él respeta extraordinariamente. Se
dice que ha echado de casa a su hijo único porque se atrevió a declararle su cariño....
quiere que la adoren; pero que sea desde lejos.
—Bastante me habéis dicho, y por esta noche podéis contar con mi
circunspección y reserva, pues he de estar tan recatado y modesto como una
doncellita delante de Cedric y su pupila. En cuanto a que nos arroje de su casa, yo,
mis escuderos y mis dos esclavos Hamet y Abdala somos bastante para evitaros esa
afrenta. No tengáis duda de que sentaremos nuestros reales y sabremos defenderlos.
—Con todo, no le demos ocasión para enojarse y... Pero ésta es, sin duda, la cruz
caída o ruinosa de que nos habló el bufón; y está tan oscura la noche, que no se puede
divisar el camino que nos indicó. ¿No dijo que tomásemos a la izquierda?
—A la derecha, si mal no me acuerdo.
—¡No, no; a la izquierda! Por cierto que designó el camino con su espada de
madera.
—Pues ahí está vuestro error, porque él tenía la espada en la mano izquierda, y
señaló con ella hacia el lado opuesto.
Después de haber sostenido ambos su opinión con tenacidad llamaron a los de la
comitiva para que decidiesen; pero ninguno de ellos había estado a distancia
suficiente para oír las señas que el bufón diera. Al fin el templario observó lo que le
había impedido ver la oscuridad del crepúsculo.
—Alguien hay —dijo dormido o muerto al pie de la cruz—¡Hugo, despiértale con
el asta de tu lanza!
Apenas puso Hugo en ejecución el mandato de su amo cuando se puso en pie el
que estaba dormido, y dijo en buen francés:
—¡Quienquiera que seáis, pasad adelante en vuestro camino, y advertir que no es
cortesía distraerme de tal modo de mis pensamientos!
—Sólo deseamos saber —dijo el Prior— cuál es el camino de Rotherwood, la
hacienda de Cedric el Sajón.
—Precisamente a ella me dirijo en este momento. Si me proporcionáis un caballo,
os serviré de conductor por este camino, que, aunque le conozco perfectamente, no
deja de ser intrincado y difícil.
—Nos harás un gran servicio, y no te arrepentirás de ello.
En seguida dispuso que uno de los legos montase en el potro andaluz y diera su
caballo al peregrino que iba a servirles de guía. Este tomó el camino opuesto al que
www.lectulandia.com - Página 17
Wamba había indicado, con la idea, sin duda, de alejarlos de la morada de Cedric.
Concluyó la vereda en una espesísima maleza, después de varios arroyos cuyo paso
era bastante peligroso por los muchos pantanos que por allí atravesaban; mas el
extranjero conocía perfectamente los sitios más cómodos y los vados menos
expuestos. Por fin, gracias a su extraordinario tino, los caminantes llegaron a un
terreno ancho y más agradable que los anteriores, y en cuanto estuvieron en él
divisaron un edificio bajo e irregular, aunque vasto.
—Allí —dijo el peregrino señalando la gran casa tenéis a Rotherwood: aquella es
la morada de Cedric el Sajón.
Ninguna noticia pudiera complacer más en aquella ocasión al Prior. Sus nervios
eran harto delicados y sensibles para que no se resintiesen con los continuos peligros
que en el camino habían superado: tan preocupada llevaba la imaginación por el
miedo, que no había osado preguntar una palabra a su conductor.
Mas en el momento que vio el término de su viaje olvidó su pavor, y preguntó al
luía cuál era su oficio o profesión.
—Soy un peregrino que llego de visitar los Santos Lugares.
—¿Y cómo conoces tan perfectamente estas intrincadas veredas después de una
ausencia tan dilatada?
—Nací en estos contornos.
Al decir estas palabras se paró el peregrino a la puerta de la residencia de Cedric
la cual constaba de un edificio de desordenada estructura, que ocupaba enorme
cantidad de terreno y estaba rodeado de vastos cercados. Sus dimensiones anunciaban
la opulencia de su dueño, si bien carecía del gusto que con profusión se vea en los
castillos de los normandos, flanqueados de torres según el nuevo estilo arquitectónico
que empezaba ya a dominar en aquella época.
No obstante esto, Rotherwood no dejaba de tener defensa, puesto que en aquella
época de revueltas y disturbios no había vivienda que no tuviese alguna, so pena de
ser saqueada o incendiada. En tomo de la casa había un gran foso o zanja, que era
llenado con el agua de un vecino arroyo. Tenía dicho foso su correspondiente
estacada, y en la parte occidental de su circuito había un puente levadizo que
comunicaba con la interior defensa. Para proteger esta comunicación se habían
fabricado unos ángulos salientes por los cuales podía ser flanqueado con ballesteros y
fundibularios en caso de necesidad.
El caballero del Temple tocó con fuerza la bocina colocada en la puerta, y la
cabalgata se introdujo apresuradamente en la casa de Cedric, porque el agua
empezaba a caer con extraordinaria violencia.
www.lectulandia.com - Página 18
III
Yo conozco esta costa árida y fría donde nace el sajón, robusto y fuerte.
THOMSOM
www.lectulandia.com - Página 19
hospitalidad, por cuya razón eran llamados los repartidores del pan. Delante de cada
sillón había un escabel ricamente incrustado y guarnecido de marfil, y en los demás
asientos no había distinción de ninguna especie. Cedric el Sajón ocupaba su puesto ya
hacía largo rato, y su impaciencia era grande por la tardanza que notaba en servirle la
cena.
Bastaba ver la fisonomía de Cedric para conocer que tenía carácter franco, pero al
mismo tiempo vivo e impetuoso. Era de mediana talla, ancho de espaldas, de largos
brazos, fornido y robusto como hombre acostumbrado a desafiar los peligros y fatigas
de la guerra y de la caza. Sus ojos eran azules; sus facciones, abiertas; bella la
dentadura, y todo su aspecto indicaba, en fin, que muchas veces era dominado por el
buen humor que generalmente acompaña a los genios vivos. Casi siempre sus
miradas inspiraban orgullo y recelo, nacido de la precisión en que toda su vida se
había encontrado de defender con las armas sus derechos, invadidos a menudo en
aquella época de desorden: de aquí resultaba que su carácter vivo y resuelto estaba
siempre alerta y pronto a entrar en combate. Sus largos cabellos rubios estaban
divididos por la parte superior de la cabeza desde la frente, cayéndole por ambos
lados sobre los hombros. Tenía muy pocas canas, a pesar de que frisaba su edad en
los sesenta.
Su traje se componía de una túnica verde, cuyo cuello y mangas estaban
guarnecidos de una piel como de ardilla cenicienta.
Este ropaje carecía de botones y estaba colocado sobre otro de grana, pero más
estrecho. Los calzones eran de lo mismo, y sólo llegaban hasta medio muslo, dejando
descubierta la rodilla. Las sandalias eran iguales en su forma a las de la gente inferior,
pero hechas de materiales mucho más finos, y ajustadas con broches de oro: de igual
metal eran los brazaletes y una ancha argolla que adornaba su cuello. Por cinturón
llevaba un rico talabarte adornado costosamente con diversas piedras preciosas, y de
él pendía un largo puñal puntiagudo y de dos filos. Sobre el respaldo de su sillón
colgaba una capa de grana forrada de pieles, y un gorro también de grana y pieles con
vistosos bordados; estas dos prendas completaban el traje de calle del opulento
Thané. En el mismo sillón estaba apoyada una aguda jabalina, que así le servía de
arma como de bastón, según lo exigían las circunstancias.
Los vestidos de los criados eran un término medio entre los ricos de Cedric y los
harto humildes que Gurth el porquero usaba: todos se dedicaban en aquel momento a
espiar los movimientos de su amo, para servirle con la prontitud que exigía. Los de
escalera arriba estaban colocados sobre la plataforma, y en la parte inferior de la sala
había varios, también en expectativa. Aun había en el salón otros empleados de
menos distinción, tales como dos o tres descomunales mastines que cazaban
maravillosamente los ciervos y zorros, igual número de perros de menos corpulencia,
muy notables por su enorme cabeza y largas orejas, y un par de ellos mucho más
www.lectulandia.com - Página 20
pequeños que sólo servían para meter bulla y ensuciarlo todo.
Esperaban los perros la cena con tanta impaciencia como el que más; pero se
mantenían quietos y sin mostrarla, sin duda por respeto a un cierto látigo que
acompañaba a la jabalina que indicamos: indudablemente, mantenía los deseos a
raya, pues Cedric lo usaba a menudo para rechazar las importunidades de sus
cortesanos canes, y éstos, con la sagacidad y conocimiento fisonómico peculiar a esta
raza de animales, conocieron por el sombrío silencio de su amo que el momento no
era oportuno para quejas y reclamaciones. Solamente un perro viejo, el decano,
probablemente, entre tantos, se tomaba la libertad, propia de un favorito, de colocarse
junto al sillón de Cedric, y de rato en rato osaba distraerle poniendo la cabeza sobre la
rodilla de aquél. El ceñudo amo sólo respondía: «Abajo, Balder; abajo, que no estoy
para fiestas!»
Es cierto que le dominaba el mal humor. Acababa de llegar lady Rowena, que
había ido a vísperas a una iglesia distante, y venía inundada por el aguacero que
siguió a la tormenta que estalló cuando atravesaba el largo camino. Se ignoraba el
destino de la piara confiada a Gurth, porque tardaba demasiado en regresar, y en
aquellos tiempos nada de extraño tenía que o bien los bandidos o cualquiera barón
poderoso se hubiera apropiado la hacienda de Cedric, porque en época tan triste no
había más derecho de propiedad que la fuerza. La tardanza de Gurth le desazonaba
tanto más, cuanto que la riqueza de los hidalgos sajones consistía muy principalmente
en grandes piaras, especialmente en los países montuosos y abundantes del pasto que
los cerdos necesitan.
También aumentaba su fastidio la falta de su favorito Wamba, cuyas bufonadas
daban siempre animación y acompañaban a los copiosos tragos de vino con que
Cedric regaba la cena. Añádase además que el franklin no había probado nada desde
mediodía, y esto es terrible para un noble de aldea. Expresaba su desagrado con
palabras entrecortadas que pronunciaba entre dientes, las cuales se dirigían
generalmente a los criados. El copero le presentaba de rato en rato una gran copa de
vino, que, sin duda, le administraba como poción calmante. Cedric aceptaba sin
repugnancia la medicina, y después de apurar la copa exclamaba:
—Pero ¿por qué tarda tanto lady Rowena?
—Está mudándose los vestidos —contestó una camarera con toda la satisfacción
de una favorita—. ¿Queríais por ventura que asistiese a la cena con la gorra de
noche? ¡Pues a fe que en todo el condado no hay una dama más viva para vestirse que
mi señorita!
A tan concluyentes razones el Thané sólo respondió con una interjección, a la que
añadió:
—Espero que si su devoción la llama otra vez a la iglesia de San Juan, elegirá
tiempo más a propósito. Pero ¡con dos mil diablos! —continuó, volviéndose hacia el
www.lectulandia.com - Página 21
copero, y valiéndose de aquella ocasión para hacer estallar su cólera—. ¡Con dos mil
diablos! ¿Qué hace Gurth? ¿Qué razón puede tener para estar a estas horas fuera de
casa? ¡Mala cuenta dará hoy de la piara! Siempre ha sido fiel y cuidadoso, y yo le
había destinado para mejor puesto. Tal vez una plaza de guarda...
—Aun no es muy tarde —contestó modestamente Oswaldo—: apenas hace una
hora que ha sonado el cubre fuego.
—¡El Diablo se lleve al cubre fuego, al bastardo que le inventó, y al degenerado
esclavo que pronuncia tal palabra en sajón y delante de sajones! ¡El cubre fuego, sí;
el cubre fuego, el toque que obliga a que los hombres de bien apaguen su fuego y sus
luces, para que los asesinos y salteadores puedan "hacer sus infamias bajo el
patrocinio de las tinieblas! ¡El cubre fuego! ¡Reginaldo "Frente de buey" y Felipe de
Malvoisin saben perfectamente el significado de tan odiosas palabras! ¡Sí; tan bien
como Guillermo el Bastardo y como los demás aventureros que pelearon en Hasting!
Yo apuesto cuanto poseo a que mis bienes han pasado ya a manos de algunos
bandidos que son harto protegidos por los conquistadores, y que no tienen otro
recurso para no morirse de hambre que el del cubre fuego. Mi fiel vasallo habrá
perecido a sus manos; mis ganados desaparecieron, y... ¿Wamba? ¿Dónde está
Wamba? ¿Quien ha dicho que había salido en compañía de Gurth?
—Así es —respondió Oswaldo.
—¡Mejor que mejor! ¡Bueno es que un loco de un rico sajón vaya a divertir a un
señor normando! ¡En verdad que demasiado locos somos nosotros en estarles
sumisos; y aún somos más dignos de desprecio, puesto que los sufrimos estando en
nuestros cinco sentidos! ¡Más yo me vengaré! —dijo lleno de cólera y empuñando la
jabalina—. ¡Yo elevaré mi queja al Gran Consejo, en el cual tengo amigos y
partidarios! ¡Desafiaré uno a uno a los normandos, y pelearé cuerpo a cuerpo con
ellos! ¡Que vengan, si quieren, con sus cotas de malla, sus cascos de hierro y con todo
lo demás que puede dar valor a la misma cobardía! ¡Obstáculos infinitamente
mayores he vencido yo con una jabalina igual a la que tengo en la mano! ¡Sí; con una
igual he traspasado planchas más espesas que sus armaduras! ¡Me creen viejo, sin
duda; mas ellos verán que la sangre de Hereward circula aún por las venas de Cedric!
¡Ah, Wilfredo, Wilfredo! —dijo en tono muy bajo y como hablando consigo mismo
—. ¡Si hubieras sabido refrenar tu insensata pasión, no se vería tu padre abandonado
— en su vejez, como en medio del bosque la solitaria encina, oponiendo solamente
contra la violencia del impetuoso huracán sus débiles ramas!
Estas últimas ideas cambiaron en tristeza la cólera de Cedric, dejó la jabalina
donde antes estaba, se recostó en su sillón, y al parecer, dio libre curso a sus
melancólicas reflexiones. De pronto se oyó el sonido de una trompa, el cual distrajo a
Cedric de sus pensamientos: los aullidos de todos los infinitos perros que había en el
salón contestaron a la llamada, unidos a los de otros treinta más que guardaban
www.lectulandia.com - Página 22
exteriormente el edificio. Al fin la canina insurrección se calmó mediante la poderosa
influencia del látigo, que no anduvo ocioso durante aquella escena de estrépito.
—¡Corred a la puerta todos! —exclamó Cedric luego que se restableció el
silencio ¡Sin duda, vienen a noticiarme algún robo cometido en mis posesiones!
A poco tiempo volvió uno de sus guardas, y le anunció que Aymer, prior de
Jorvaulx, y el caballero Brian de Bois-Guilbert, comendador de la valiente Orden de
los Templarios, con una pequeña comitiva, solicitaban hospitalidad por aquella
noche, pues iban al siguiente día a dirigirse al torneo que se preparaba en Ashby de la
Zouche.
—¡Aymer; el prior Aymer! ¡Brian de Bois —Guilbert! murmuró Cedric—. Los
dos son normandos. ¡No importa! ¡Sean sajones o normandos, la hospitalidad de
Cedric a todos se extiende! Sean bien llegados; y pues desean descansar, aquí pasarán
la noche.... aunque estimaría más que fueran a pasarla a otra parte. Pero no
murmuremos por lo que no lo merece; al menos, estos normandos que van a ser
favorecidos por un sajón serán comedidos y prudentes. Marcha, Hundeberto, —dijo
al mayordomo, que estaba a espaldas del sillón con una varita blanca en la mano;
toma seis criados, y sal a recibir a esos extranjeros: llévalos a la hospedería. Cuidad
de sus caballos y de sus mulas, y que no se extravíe cosa alguna de sus equipajes.
Dadles ropa para mudarse si la necesitan, poned buen fuego en las chimeneas de sus
respectivos cuartos, y ofrecedles refrescos. A los cocineros, que aumenten la cena con
todo lo que puedan, y que la mesa esté pronta para cuando ellos bajen a cenar. Diles,
Hundeberto, que Cedric les saluda y que siente no poder presentarse a darles la
bienvenida, pues un voto le obliga a no adelantar tres pasos más allá del dosel para
recibir a quien no tenga sangre sajona en las venas. Anda; cuida de todo, y que nunca
puedan decir que el Sajón ha dado muestras de miseria y avaricia.
Salió el mayordomo con los seis criados para obedecer puntualmente las órdenes
de su amo.
—¡El prior Aymer! —dijo Cedric mirando a Oswaldo—. Hermano si no me
engaño, de Gil de Mauleverer, hoy señor de Milddleham.
Oswaldo inclinó con respeto la cabeza, como para dar a entender que así era.
Cedric continuó:
—Su hermano ocupa el sitio y usurpa el patrimonio de aquel Ulfar de Middleham
que era de mucho mejor raza que la suya. Pero ¿qué lord normando no hace otro
tanto? Dicen que el Prior es jovial y más amigo de la trompa de caza que de otras
cosas. ¡Vamos, que lleguen en buena hora a mis Estados! ¿Y cómo se llama ese
templario?
—Brian de Bois —Guilbert.
—¡Bois-Guilbert! —dijo Cedric con tono distraído, pues, como acostumbrado a
vivir con inferiores, parecía más bien que hablaba consigo mismo, y no que dirigía la
www.lectulandia.com - Página 23
palabra a otro—. El nombre de Bois Guilbert es conocido, y de tal templario se dice
mucho malo y mucho bueno. Dicen que es valiente como el que más lo sea entre los
templarios; más es también altivo, orgulloso, arrogante, cruel, desarreglado de
costumbres, de corazón empedernido, y que nada teme ni respeta en la Tierra y en el
Cielo: esto es lo que dicen de él los pocos caballeros que han regresado de la Tierra
Santa. Pero ¡cómo ha de hacerse! Al fin, es solo por una noche. ¡Sea también bien
venido! Oswaldo, taladrad el mejor tonel de vino añejo, preparad el mejor hidromiel,
la sidra más espumosa, el morado y el picante más oloroso. Colocad en la mesa las
mayores copas, porque los viajeros gustan de lo fino y de la mayor medida, mucho
más si son templarios y priores, como gente de rango. Elgitha, di a lady Rowena que
si no quiere asistir al banquete, puede cenar en su aposento.
—Antes bajará con mucho gusto —respondió prontamente la camarera—. Su
mayor deseo es enterarse de las últimas noticias de Palestina.
Cedric lanzó una fulminante mirada a la atrevida Elgitha, y se contentó con esto
porque lady Rowena y cuanto le pertenecía gozaba de los mayores privilegios en la
casa y estaba a salvo de su cólera.
—¡Silencio —le dijo—, y enseñad a vuestra lengua a ser discreta! ¡Dad mi
recado, y haga vuestra señora lo que guste! ¡En esta casa, al menos, reina sin
obstáculos la descendiente de Alfredo! Elgitha se retiró sin replicar.
—¡Palestina, Palestina! ¡Con cuánto interés se escuchan las nuevas que de allá
nos traen los enviados y peregrinos! También yo debiera escucharlas con ardiente
interés. ¡Pero no! ¡El hijo que me desobedece, no es mi hijo! ¡Su suerte me interesa
menos que la del último de los cruzados!
Una sombría nube cubrió el rostro de Cedric; bajó la cabeza, y clavó en el suelo
sus abatidas miradas. A poco rato se abrió la puerta principal del salón, y los
huéspedes entraron en él, precedidos por los criados con hachas encendidas y el
mayordomo con tu varita blanca.
www.lectulandia.com - Página 24
IV
...Para alegrar la fiesta, llenan la copa de espumante vino.
ODISEA, Libro XXI
www.lectulandia.com - Página 25
—Los votos —contestó el prior— deben cumplirse escrupulosamente; y en punto
al idioma de que hemos de servirnos, usaré el mismo que mi respetable abuela Hilda
de Middleham.
Cuando el prior concluyó estas conciliadoras palabras dijo el templario con
enfático tono:
—Yo hablo siempre el francés, que es el idioma que usa el rey Ricardo y su
Nobleza; pero conozco el inglés lo suficiente para poder entender y contestar a los
naturales del país.
Cedric arrojó sobre él una mirada de fuego y de cólera, excitada por la odiosa
comparación de las dos naciones rivales; mas como recordara los deberes de la
hospitalidad, contuvo su resentimiento y señaló a sus huéspedes los puestos que
debían ocupar, que eran inferiores, pero inmediatos al suyo: en seguida mandó a los
criados que sirviesen la cena.
En tanto que los criados se ocupaban en obedecer a su dueño con prontitud, divisó
a lo lejos a Gurth con su compañero Wamba, que acababan de asomar a la puerta del
salón.
—¡Enviadme aquí esos malandrines! —gritó el Sajón ¿Cómo es esto, villanos?
¿Qué habéis hecho fuera de casa hasta tan tarde? Y tú, bellaco, ¿qué has hecho de la
piara? ¿La has dejado en manos de los bandidos?
—Salvo vuestro mejor parecer, la piara está segura y entera.
—¡Mi mejor parecer hubiera sido que no me tuvieses aquí tres horas pensando
vengarme de unos vecinos que en nada me han ofendido! ¡Yo te aseguro que el cepo
y los grillos castigarán la primera de éstas que vuelvas a hacerme!
Gurth, que conocía el fuerte carácter de su amo, no quiso disculpar su falta; mas
Wamba, que gracias a su destino de bufón contaba con la indulgencia de su amo,
tomó la palabra por sí y a nombre de su compañero.
—Por cierto, tío Cedric, que no dais muestras de ser sabio y razonable... por esta
noche.
—¡Silencio, Wamba! ¡Si continúas tomándote esas libertades, yo te enviaré
alojado al cuarto del portero, donde recibirás una buena zurra!
—Dígame tu sabiduría si es justo que los unos paguen las culpas de otros.
—No, ciertamente.
—Pues si no es justo, tampoco lo es que el pobre Gurth sufra la pena, cuando el
delito es de su perro Fangs. Y por cierto que no hemos perdido un instante de tiempo
en el camino después que la piara estuvo reunida, y Fangs no había podido acabar
esta operación cuando sonó el último toque de completas.
—Si es la falta de Fangs, mátale, Gurth, y provéete de otro perro mejor.
—Con vuestro permiso, tío nuestro: también eso será injusto —añadió el bufón
—. Fangs es inocente, puesto que está cojo e inútil para correr tras el ganado. Quien
www.lectulandia.com - Página 26
tiene la culpa de todo es quien le arrancó las uñas delanteras. ¡Y a fe, a fe que si
hubieran consultado al mismo Fangs acerca de tan caritativa operación, creo que
hubiera votado en contra!
—¡Estropear a un perro de mi esclavo! —exclamó furioso Cedric—. ¿Quién ha
osado hacerme semejante ultraje?
—¿Quién puede ser, sino el viejo Huberto, guardabosque de sir Felipe de
Malvoisin? Halló al perro en el coto de su amo, y le castigó por tamaño desacato.
—¡Lleve el Diablo a Malvoisin y a su guardabosque! ¡Yo les haré ver que la
vigente Ordenanza de montes no habla con su coto! ¡Basta por ahora! Anda a tu
puesto. Y tú, Gurth, toma otro perro para la piara; y si el guarda se atreve a tocarle el
pelo, nos veremos las caras. ¡Mil maldiciones caigan sobre mí si no le corto el dedo
pulgar de la diestra y le impido que vuelva lanzar una flecha! Dispensadme, mis
dignos huéspedes: aquí nos vemos rodeados de infieles, peores tal vez que los fue
habéis visto en la Tierra Santa, señor caballero. La cena nos aguarda: servíos y supla
la buena voluntad a la pobreza del banquete.
Sin embargo, la cena tal cual era no necesitaba excusa, los platos que cubrían la
mesa contenían jamón adereza de varios modos, gallinas, venado, cabra, liebre,
distintos pescados, pan, tortas de harina y dulces, compotas, pasteles de caza y otros
diversos postres hechos, como compotas de frutas y miel. Además de los platos que
hemos indicado andaban a la redonda unos grandes asadores en los cuales iban
enroscadas infinitas clases de pájaros delicados, de los cuales cada uno tomaba a su
gusto. Delante de cada persona de distinción había un gran vaso de plata; los de clase
inferior bebían en copas de basta.
Empezaban a cenar, cuando el mayordomo, levantando la blanca vara y alzando
la voz, dijo:
—¡Plaza a lady Rowena!
En seguida se abrió una puerta lateral y penetró en el salón lady Rowena,
acompañada de cuatro camareras. A pesar de que recibió gran disgusto con la
aparición de su pupila ante aquellos extranjeros, Cedric se adelantó a recibirla, y la
acompañó con toda ceremonia y cortesía al asiento destinado a la dueña de la casa,
que era el sillón colocado a la derecha del de Cedric. Todos se pusieron en pie, y ella
respondió con una graciosa reverencia al universal saludo; pero aún no había llegado
a ocupar el sillón, cuando el templario dijo al Prior:
—¡No llevaré yo vuestra cadena de oro en el torneo! ¡Es vuestro el vino de Scio!
—¿No os lo decía yo? ¡Más moderaos, que el Franklin nos observa!
Acostumbrado Bois-Guilbert a dar libre curso a los impulsos de su voluntad, se
hizo sordo a la advertencia de Aymer, y continuó con los ojos fijos en la noble sajona,
cuya hermosura le parecía más sublime porque en nada se asemejaba a la de las
sultanas de Levante.
www.lectulandia.com - Página 27
Era Rowena de elevada estatura, aunque no excesiva, de proporciones exquisitas
y conformes a las que generalmente gustan más en las personas de su sexo. Tenía el
cabello rubio; pero el majestuoso perfil de la cabeza y facciones corregía la insipidez
de que adolecen la mayor parte de las que son rubias. El azul claro de sus ojos y las
graciosas pestañas, de color más subido que el cabello, realzaban su hermosura y
daban una interesante expresión a las miradas, con las cuales inflamaba y dulcificaba
los corazones, mandaba con imperio o suplicaba con ternura. La amabilidad estaba
pintada en su noble semblante, si bien el ejercicio habitual de la superioridad y la
costumbre de recibir homenajes le habían hecho adquirir un aire de elevación y
dignidad que armonizaba perfectamente con el que había recibido de la Naturaleza.
Esta tenía tanta parte en los profusos rizos que adornaban su cabeza como el arte de
la hábil camarera, que los había entrelazado con piedras preciosas; el resto del cabello
iba suelto, tanto para demostrar el alto nacimiento cono la libre condición de la
doncella. Pendía de su cuello una hermosa cadena de oro con un pequeño relicario del
mismo metal, y llevaba los brazos desnudos, adornados con ricos brazaletes. Vestía
unas enaguas y vaquero verde mar, y encima un ancho y larguísimo traje. Las mangas
de éste eran muy cortas, y todo él de exquisito tejido de lana. Llevaba pendiente de la
cintura un velo de seda y oro que podía servirle de mantilla a la española si quería
cubrirse el rostro y el pecho, o, en el caso contrario, adornar el traje con airosos
pabellones en derredor de su talle.
Cuando observó lady Rowena la fija atención con que la miraba el caballero del
Temple, no agradándole una libertad que pasaba de la raya, se cubrió con el velo,
dando a entender con su ademán majestuoso cuánto la ofendía la poco atenta manera
de aquel extranjero. Cedrid, que notó lo que pasaba, le dijo:
—Señor templario, las mejillas de nuestras nobles sajonas están tan poco
acostumbradas al Sol, que no pueden tolerar a gusto las miradas de un cruzado.
—Os pido perdón si en algo he faltado; es decir, pido perdón a esta dama, porque
mi humildad no puede extenderse más allá.
—Lady Rowena —dijo Aymer— nos castiga a todos, cuando sólo mi amigo es el
culpable. Yo espero que no sea tan rigurosa cuando honre con su presencia el torneo
de Ashby.
—Aun no se sabe si iremos —contestó Cedric—; porque, a decir verdad, no me
gustan esas vanidades, ignoradas en tiempo de mis padres, cuando Inglaterra era
libre.
—Tal vez —añadió el Prior— os decidiréis, aprovechando la ocasión de ir
acompañado. No estando los caminos seguros, es muy digna de aprecio la escolta de
un caballero como sir Brian de Bois-Guilbert.
—Señor Prior —dijo el Sajón—, siempre que he viajado por esta tierra he ido sin
más escolta que mis criados y sin otro auxilio que mi espada. Si acaso me
www.lectulandia.com - Página 28
determinara a asistir al torneo de Ashby de la Zouche, iré en compañía de mi vecino y
compatriota Athelstane de Coningsburgh, y no haya miedo que nos asalten bandidos
ni barones enemigos. Bebo a vuestra salud, padre Prior, y os doy gracias por vuestra
cortesía; haced la razón, que yo espero no os desagrade este licor.
—Y yo —dijo el caballero del Temple llenando su vaso— bebo a la salud de lady
Rowena; porque desde que tal nombre es conocido en Inglaterra, ninguna señora le
ha llevado que merezca más dignamente este tributo. Bajo mi palabra aseguro que
perdono al desgraciado que perdió su honor y su reino por la antigua Rowena, si tenía
solamente la mitad de atractivos que reúne la moderna.
—Os dispenso de tanta galantería, señor caballero —dijo lady Rowena con
gravedad y sin levantar el velo—; o por mejor decir, deseo que deis una prueba de
vuestra complacencia refiriéndonos las últimas noticias de Palestina. Este asunto es
mucho más interesante para los oídos ingleses que los cumplimientos que os hace
prodigar vuestra urbanidad francesa.
—Poca cosa puedo deciros— continuó Bois-Guilbert—, porque no hay de
importante sino la confirmación de las treguas con Saladino.
—Al llegar a este punto el templario fue interrumpido por Wamba, que estaba
sentado en su sillón poco más atrás que su amo: éste le alargaba las viandas de su
propio plato, favor que compartía el bufón con los perros favoritos. Tenía Wamba una
mesita delante, y él se sentaba en su sillón en cuyo respaldo había dos grandes orejas
de asno; apoyaba los talones en uno de los travesaños de la silla, y comía resonando
las hundidas mandíbulas, semejantes a dos cascapiñones: entrecerraba los ojos, y
mostraba poner la mayor atención a cuanto se hablaba, para aprovechar la primera
coyuntura que se le presentase de ejercer su desatinado ministerio.
—Esas treguas con los infieles —dijo, sin hacer caso de la brusca manera con que
interrumpía al caballero— me hacen más viejo de lo que yo creía ser.
—¿Que quieres decir, loco? —preguntó Cedric, pero de manera que indicaba que
no llevaría a mal cualquier bufonada.
—Ya he conocido tres, y cada una de ellas era de cincuenta años. Por
consiguiente, si mi cálculo no falla, tengo a la hora presente ciento cincuenta años...,
largos de talle.
—Y yo os juro —dijo el templario, reconociendo en Wamba a su amigo del
bosque que no haréis los huesos viejos ni moriréis en vuestra cama si dirigís a todos
los viajeros extraviados del mismo modo que al Prior y a mí.
—¿Cómo es eso, miserable? —exclamó Cedric—, ¡Engañar a los viajeros que
preguntan por el camino! ¡Azotes has de llevar, porque eso es un rasgo de bellaco, y
no de loco!
—¡Por Dios, tío nuestro; permitidme que la locura ampare en este momento a la
bellaquería! Yo sólo he padecido una inocente equivocación tomando mi mano
www.lectulandia.com - Página 29
derecha por la izquierda; y si esto es extraño, más lo es, sin comparación, que dos
cuerdos tomen por guía a un loco.
A este punto llegaba la conversación, que fue interrumpida por uno de los pajes
de portería....ste anunció que se hallaba a la puerta un extranjero que pedía
hospitalidad.
—Hacedle entrar —dijo Cedric—, sin reparar en quién sea. En una noche tan
horrorosa como ésta, hasta las fieras buscan la protección del hombre, su mortal
enemigo, antes que morir víctimas de los desencadenados elementos ¡Oswaldo,
cuidad de que nada falte!
El mayordomo salió del salón para obedecer las órdenes de su amo.
www.lectulandia.com - Página 30
V
Un judío tiene ojos, manos y los mismos órganos, sentidos, afectos y
pasiones que otro mortal cualquiera. ¿Qué diferencia hay entre él y uno de
nosotros? ¿No le hieren las mismas armas? ¿No está sujeto a las mismas
enfermedades? ¿No le sanan los mismos remedios?
SHAKESPEARE: El mercader de Venecia
www.lectulandia.com - Página 31
consistía en una capa muy plegada, y debajo de ella una túnica de color de púrpura
muy subido. Calzaba botas muy altas guarnecidas de pieles, y llevaba también un
cinturón, del que sólo pendían una navaja o pequeño cuchillo y un recado completo
de escribir. Su gorro era alto, cuadrado, amarillo y de forma extraña; pero todos los
judíos estaban obligados a gastarlo igual para distinguirse de los cristianos. Isaac
había dejado el suyo a la puerta, sin duda por respeto.
La acogida que dieran al judío de York fue tal como si todos los presentes
hubieran sido sus enemigos personales: el mismo Cedric se contentó con responder a
las reiteradas reverencias del hebreo bajando ligeramente la cabeza y señalándole al
mismo tiempo el último lugar de la mesa. Pero ninguno le hizo sitio: antes al
contrario, todos los huéspedes, y aun los criados, ensanchaban los brazos para que el
desgraciado no viera sitio vacío, y devoraban con ansia los manjares, sin curarse del
hambre que debía de fatigar al recién llegado. Hasta los musulmanes, viendo que
Isaac se acercaba a ellos, comenzaron a retorcerse los bigotes y echaron mano a los
puñales, indicando que no repararían en apelar al último extremo para evitar el
contacto con un judío.
Es probable que Cedric hubiera hecho mejor acogida al hebreo, puesto que lo
recibió a despecho de sus huéspedes, si no estuviera ocupado a la sazón en sostener
una disputa acerca de la cría e índole de los perros de caza. Este asunto era para él de
suma gravedad y harto más importante que el enviar a la cama a un judío sin haber
probado la cena. En tanto que Isaac se encontraba expulsado de aquella concurrencia,
como lo está su nación de las demás de la Tierra, buscando con la vista un rostro
compasivo que le permitiese gozar de un palmo de banco y de algún refrigerio, el
peregrino, que había permanecido junto a la chimenea, le cedió su asiento y le dijo:
—Buen viejo, mi ropa está enjuta, y mi hambre satisfecha: tu ropa está mojada, y
tú en ayunas.
Al decir esto añadió leña y arregló un buen fuego, tomó de la giran mesa un plato
de potaje y otro de asado, y los colocó delante del judío; en seguida, sin aguardar a
que el hebreo le diese las gracias, se marchó a ocupar un sitio al extremo opuesto,
aunque no se sabe si su intención fue alejarse de Isaac o acercarse más a los
distinguidos personajes que estaban al testero de la mesa.
Si en aquella época se hubiera encontrado un pintor capaz de desempeñar un
asunto como éste, le hubiera ofrecido un excelente modelo para personificar el
invierno aquel judío encogido de frío delante del fuego y acercando a él sus trémulas
y entumecidas manos. Satisfecha esta primera necesidad, se acercó a la mesilla y
devoró lo que el peregrino le había presentado, con un ansia y satisfacción que sólo
puede conocer a fondo el que ha padecido una larga abstinencia.
Mientras, Cedric hablaba con el Prior acerca de la montería, lady Rowena
conversaba con las damas de su servidumbre, y el altanero Bois-Guilbert dirigía sus
www.lectulandia.com - Página 32
fijas miradas a la bella sajona unas veces y al viejo judío otras: ambos objetos
llamaban su atención, y parecía que excitaban en él sumo interés.
—Me sorprende, digno Cedric —dijo el Prior—, que a pesar de vuestra
predilección por vuestro enérgico idioma, no hayáis adoptado de buena voluntad el
francés normando, a lo menos en lo que pueda proporcionar tantas y tan variadas
expresiones para este alegre arte.
—Buen padre prior —respondió Cedric—, creed que semejante novación no
aumenta en manera alguna el placer que experimento en la caza; y aun os aseguro que
tan bien se corren liebres y venados hablando francos normando como sirviéndose
del anglosajón. Para hacer sonar mi corneta de caza, no necesito tocar precisamente
las sonatas de reivillée o de mort. Sé perfectamente animar a mis perros y
descuartizar una pieza sin apelar a las palabras curée, nombles, arbor, etc.
—El francés —añadió el templario con el tono de presunción y superioridad que
le era habitual— es el idioma natural de la caza, y lo es igualmente de la guerra y del
amor: con él se gana el corazón de las damas, y con él se desafía al enemigo en la
pelea.
—Llenad vuestras copas, señores, y permitid que os recuerde sucesos que datan
de treinta años atrás. Entonces Cedric el Sajón no necesitaba adornos franceses, pues
con su idioma natal se hacía lugar entre las damas: el campo de Northallerton puede
decir si en la jornada del santo estandarte se oían tan de lejos las bélicas aclamaciones
del ejército escocés como el cri de guerre de los más valientes barones normandos. ¡A
la memoria de los héroes que combatieron en tan gloriosa jornada! ¡Haced la razón,
nobles huéspedes!
Apuró la copa, y al dejarla sobre la mesa anudó su discurso, siguiendo la
peroración con el mayor ardor y entusiasmo.
—¡Día de gloria fue aquél, en que sólo se escuchaba el choque de las armas y
broqueles, en que cien banderas cayeron sobre la cabeza de los que las defendían, y
en que la sangre corría como el agua, pues por doquiera se miraba la muerte, y en
ninguna parte la fuga! Un bardo sajón llamó a aquel combate la fiesta de las espadas,
y por cierto, señores, que los sajones parecían una bandada de águilas que se
lanzaban a la presa. ¡Qué estrépito producido por las armas sobre los yelmos y
escudos! ¡Que ruido de voces, mil veces más alegre que el de un día de himeneo!
¡Mas no existen ya nuestros bardos; el recuerdo de nuestros famosos hechos se
desvanece en la fama de otro pueblo; nuestro enérgico idioma, y hasta nuestros
nombres se oscurecen, y nadie, nadie llora tales infortunios, sino un pobre anciano
solitario! ¡Copero, llenad las copas! ¡Vamos, señor templario; brindemos a la salud
del más valiente de cuantos han desnudado el acero en Palestina en defensa de la
sagrada Cruz, sea cualquiera su origen, su patria y su idioma!
—No me está bien —dijo el templario— corresponder a vuestro brindis. Porque
www.lectulandia.com - Página 33
¿a quien puede concederse el laurel entre todos los defensores del Santo Sepulcro,
sino a mis compañeros los campeones jurados del Temple?
—Perdonad —repuso el Prior—, a los caballeros hospitalarios yo tengo un
hermano en esa Orden.
—No trato de atacar su bien sentada reputación; pero...
—Yo creo, tío nuestro —dijo Wamba—, que si Ricardo Corazón de León fuese
bastante sabio para seguir los consejos de un loco, debía estar aquí con sus bravos
ingleses, y reservar el honor de libertar a Jerusalén a estos valientes caballeros, que
son los más interesados.
—¿Es posible —añadió lady Rowena— que no se encuentre en todo el ejército
inglés un sólo caballero que pueda competir con los del Temple y los de San Juan?
—No os digo, señora —contestó el templario—, que t deje de haberlos. El rey
Ricardo llevó a Palestina una hueste de famosos guerreros que de cuantos han
blandido una lanza en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de
armas, que siempre han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa.
—¡Que a nadie cedieron jamás! —exclamó con fuerza el peregrino, que se había
acercado algún tanto y escuchaba esta conversación con visible impaciencia.
Todos los circunstantes se volvieron hacia donde había sonado tan inesperada
voz.
—Sostengo —continuó con firme y decidida voz que a los caballeros ingleses que
formaban la escolta de Ricardo I no aventaja ninguno de cuantos han blandido el
acero en defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo en persona
y cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de la toma de San Juan de
Acre, contra cuantos se presentaron! Digo además que aquel mismo día cada
caballero corrió tres carreras e hizo morder el polvo a sus tres antagonistas; y
aseguro, por último, que de los vencidos siete eran caballeros del Temple. Presente
está sir Brian de Bois-Guilbert, que sabe mejor que nadie si hablo verdad!
Es imposible hallar expresiones bastante enérgicas para dar a conocer
cumplidamente cuánta fue la ira que suscitó en el corazón del templario la relación
del peregrino. En la mezcla de confusión y furor que le turbaba, llevó maquinalmente
la diestra al puño de espada, y sólo le contuvo la justa reflexión que hizo
considerando que tal atentado no quedaría impune en casa de Cedric. Este, lleno de
buena fe y candor, no daba cabida en su imaginación a dos objetos a la vez, y
atendiendo a los encomios que hizo el peregrino del valor de los ingleses, no observó
el hostil movimiento del caballero.
—¡Peregrino —dijo Cedric—, tuyo es este brazalete de oro si designas los
nombres de esos valientes caballeros que tan dignamente sostuvieron el honor de las
armas de Inglaterra!
—Con el mayor placer os daré gusto sin que me deis galardón. Mis votos me
www.lectulandia.com - Página 34
prohíben tocar oro con las manos.
—Yo llevaré por vos el brazalete —interrumpió Wamba—, si gustáis hacerme un
poder.
—El primero en honor, en dignidad y heroísmo —dijo el peregrino— fue el
valiente rey de Inglaterra, Ricardo I.
—¡Yo le perdono —repuso Cedric— el ser descendiente del tirano duque
Guillermo!
—El conde de Leicéster fue el segundo; el tercero, sir Tomás Multon de Gilsland.
—¡De familia sajona! —exclamó Cedric entusiasmado.
—Sir Foulk Doilly, el cuarto.
—¡También sajón, al menos por parte de madre! —dijo Cedric, cuya satisfacción
llegaba a tal extremo, que olvidaba su odio a los normandos porque veía sus triunfos
unidos a los de Ricardo y sus isleños—, ¿y el quinto? —preguntó.
—Sir Edwin Turneham.
—¡Legítimo sajón, por el alma de Hengisto! –exclamó Cedric transportado de
alegría—. ¿Y el último?
—El último... —respondió el peregrino después de haberse detenido como si
reflexionase—, el último era un caballero de menos fama, que fue admitido en tan
ilustre compañía para completar el número más bien que para ayudar a la hazaña. ¡No
recuerdo su nombre!
—Señor peregrino —dijo sir Brian de Bois-Guilbert—, después de tantos y tan
exactos pormenores, viene muy fuera de tiempo esa falta de memoria, y de nada os
sirve en la ocasión presente. Yo os recordaré el nombre del caballero ante el cual
quedé vencido... por falta de fortuna y por culpa de mi lanza y de mi caballo. Fue el
caballero de Ivanhoe, y para su juvenil edad, ninguno de los otros cinco le aventajaba
en renombre por su valor. Y digo francamente que si estuviera ahora en Inglaterra y
se determinara a repetir en Ashby de la Zouche el reto de San Juan de Acre, montado
y armado cono actualmente lo estoy, le daría cuantas ventajas quisiere, y no temería
el resultado del combate.
—Si estuviera a vuestro lado Ivanhoe —dijo el peregrino—, no necesitaríais
hacer esfuerzos para que aceptara vuestro desafío. No alteremos ahora la paz de este
castillo con una contienda inútil y con bravatas que están fuera de lugar, pues el
combate de que habláis no puede efectuarse al presente. Pero si vuestro antagonista
regresa de Palestina, él mismo irá a buscaros: yo respondo de ello.
—¡Buen fiador! —exclamó el templario—. ¿Y qué seguridad dais?
—Este relicario —dijo sacando del pecho una cajita de marfil—, el cual contiene
un pedazo de la verdadera Cruz, traído del monte Carmelo.
El prior de Jorvaulx hizo la señal de la cruz, y a su ejemplo se santiguaron todos
los presentes, menos el judío y los dos mahometanos. El templario, quitándose del
www.lectulandia.com - Página 35
cuello una cadena de oro, la arrojó sobre la mesa y dijo:
—Recoja el peregrino su prenda, que sólo es propia para recibir adoraciones, y
deposite el prior Aymer la mía en testimonio de que cuando regrese sir Wilfredo de
Ivanhoe responderá al reto de sir Brian de Bois-Guilbert; y de no hacerlo así, le
proclamaré como cobarde en cuantos castillos de los caballeros del Temple existen en
Europa.
—No necesitaréis, señor caballero, tomaros esa molestia —dijo lady Rowena—.
Y si en esta sala no hay nadie que tome la defensa del caballero de Ivanhoe, ausente,
yo la tomaré a mi cargo. Afirmo que aceptará vuestro desafío, y si fuera necesario
añadir alguna fianza a la que ha prestado ese buen peregrino, con mi nombre y fama
respondo de que sir Wilfredo buscará a ese arrogante caballero y medirá con él sus
armas.
Terrible fue el combate interior que sostuvo Cedric durante esta conversación.
Permanecía en silencio, porque el orgullo satisfecho, el resentimiento y el embarazo
ofuscaban sus ojos, sucediéndose un afecto a otro como las nubes recorren rápidas los
cielos obligadas por el viento impetuoso. Todos los criados que escucharon el nombre
de Ivanhoe se alarmaron, porque produjo en ellos un afecto eléctrico, y fijaron sus
atentos ojos en el rostro de Cedric, a quien sacó de su distracción la voz de lady
Rowena.
—Señora, ese lenguaje no es conveniente. Si fuera necesaria otra fianza, yo,
aunque agraviado, garantizaría con mi honor el de mi hijo Ivanhoe. Pero nada falta a
la legalidad y formalidades del duelo, aun según el ritual de la Caballería normanda.
¿No es cierto, prior Aymer?
—Si, sin duda. Y ahora, noble Cedrid, nos permitiréis beber el último brindis por
lady Rowena, y nos retiraremos a gozar de algún reposo.
—¡Yo os creía más firme! ¿No podéis habéroslas conmigo? En mi tiempo, un
sajón de doce años, hubiera resistido más la partida.
El prior obraba con gran prudencia siguiendo su sistema de sobriedad, a que le
obligaban su profesión y su carácter. Mediaba en todas las disputas, porque las odiaba
con todo su corazón; y en aquella ocasión tenía serios recelos, porque temía al
irritable sajón y al orgulloso templario, y no dudaba que había de concluir muy mal la
cena. Por estas justas razones insistió cortésmente en su propósito, alegando
jovialmente que era arduo negocio disputar con un sajón en una contienda de mesa; y
haciendo después algunas insinuaciones, aunque ligeras, respecto a la dignidad de su
carácter, concluyó pidiendo de nuevo permiso para retirarse.
Tomaron la copa de despedida, y los huéspedes, después de saludar con respeto a
lady Rowena, se levantaron de su sitio y se retiraron por diversas puertas que los
amos de la casa.
—¡Perro descreído! —dijo el templario al judío al pasar por su lado—. ¿Vas tú
www.lectulandia.com - Página 36
también al torneo?
—Ese es mi intento, respetable señor, si no lo lleva a mal vuestra señoría.
—¡Para devorar con tus usuras a los infelices y sacar el corazón a las curiosas
arruinando sus bolsillos por cuatro fruslerías! ¡Apuesto cualquiera cosa a que llevas
debajo de tu manto un gran gato de buenos skekele!
—¡Ni uno solo —respondió el judío inclinándose con los brazos cruzados—; ni
una sola pieza de plata! ¡Pongo por testigo al Dios de Abraham! Me dirijo a Ashby
para implorar la caridad de los hermanos de mi tribu a fin de que me ayuden a pagar
la contribución que de mí exige el echiquier de los judíos. ¡Jacob sea en mi ayuda!
¡Soy un hombre arruinado, perdido! ¡Aun no podría abrigarme si Rubén de Tadcáster
no me hubiera prestado la gabardina que llevo puesta!
El templario se sonrió irónicamente y le dijo:
—¡El Cielo te maldiga, imprudente embustero!
Dicho esto se separó de Isaac como si se desdeñase de hablar largo rato con él, y
volviéndose a los mahometanos, les habló en un idioma extranjero. El judío quedó
petrificado al escuchar las últimas palabras que le dirigió el templario; y había éste
salido de la sala, cuando estaba el israelita encorvado, permaneciendo en su humilde
postura. Cuando se resolvió a levantar la cabeza parecía un hombre a cuyos pies ha
caído el rayo y escucha aún en sus oídos el eco que saliera de la nube al arrojarlo.
Los ilustres viajeros fueron conducidos a sus dormitorios respectivos por el
mayordomo y el copero: iban precedidos por algunos criados con hachas, y seguidos
por otros con salvillas de refrescos. Los criados de rango inferior indicaron a los
demás huéspedes el lugar en que cada uno debía pasar la noche.
www.lectulandia.com - Página 37
VI
El me salva vida y oro; compensarle debo yo. Si lo acepta ¡qué remedio! Y si
no..., ¡tanto mejor!
SHAKESPEARE: El mercader de Venecia
www.lectulandia.com - Página 38
magnificencia correspondía al respeto con que Cedric trataba a la hermosa Rowena.
Grandes colgaduras cubrían las paredes, y sobre las telas se veían bordadas mil
proezas de montería, en las cuales habían agotado su ingenio los artistas de aquella
época; los bordados eran de seda de diversos colores, de plata y oro. La tapicería que
cubría la cama era igual a la de las paredes, y tenía además cortinas de color de
púrpura. Los sillones correspondían a los demás adornos: sólo uno era más elevado
que los otros, y tenía delante un escabel de marfil de un trabajo esmerado.
Estaba la sala iluminada por cuatro bujías colocadas en igual número de
candeleros de plata. Pero, no obstante, nuestras damas no deben envidiar el lujo de la
princesa sajona. Estaba tan mal construida la habitación, que las colgaduras se
agitaban dentro de la sala cuando en el campo hacía viento; y a pesar de una especie
de biombo que defendía las luces, éstas ondeaban del mismo modo que las
banderolas de las lanzas de los paladines. El conjunto era magnífico, y aun tenía
ciertos vislumbres de buen gusto; y si bien faltaban algunas comodidades, como éstas
eran desconocidas, no se sentía su ausencia.
Lady Rowena estaba colocada en su elevado sillón, y tres criadas le arreglaban el
cabello despojándole de las ricas joyas que lo adornaban. Era su aspecto lindo y
majestuoso, y parecía nacida para recibir el homenaje de cuantos la viesen: el
peregrino conoció que debía rendirle el suyo, y puso una rodilla en tierra
respetuosamente, hasta que lady Rowena le dijo con amable sonrisa:
—¡Levantad, peregrino! El que toma a su cargo la defensa del ausente adquiere
un derecho a ser distinguido por todos los que aman la verdad, el honor y el valor.
Retiraos todas, excepto Elgitha; dijo a sus camareras—. Deseo hablar a solas con este
peregrino.
Sin salir del mismo salón, las camareras se sentaron en un banco empotrado en el
muro y colocado a la extremidad opuesta de aquella estancia. Allí permanecieron
mudas, representando estatuas vivientes; y aunque no habían salido de la pieza donde
estaba lady Rowena y el peregrino, no podían oír nada de lo que éstos decían, y aun
pudieran ellas hablar sin que las oyesen: tal era la extensión de la sala.
—Peregrino —dijo lady Rowena después de un rato de silencio, en el cual parecía
que reflexionaba la manera de empezar la conversación—, habéis pronunciado esta
noche un nombre..., un nombre que debiera ser acogido de otro modo en una casa
donde la Naturaleza y el parentesco reclaman grandes derechos en favor del que lo
lleva. No obstante eso, tal es el decreto de la suerte, que aunque varios corazones han
palpitado en esta casa al escuchar el nombre de... Ivanhoe —dijo al fin haciendo un
poco de esfuerzo,— yo soy sola la que osa preguntares en qué situación quedaba
cuando regresasteis de Palestina. Algunos han dicho que permaneció allí después de
la retirada de las tropas inglesas a causa de su mala salud, y que después ha sido
perseguido por la facción francesa, a la cual son adictos los templarios.
www.lectulandia.com - Página 39
—Yo conozco muy poco y tengo menos noticias del caballero de Ivanhoe —dijo
el peregrino con la cabeza baja y voz hueca y temblorosa aunque me hubiera
informado mucho mejor si hubiera sabido el interés que os tomáis en su suerte. Tengo
entendido que ha salido bien de todas las persecuciones de sus enemigos, y que
regresará de un momento a otro a Inglaterra, donde vos, bella señora, debéis de saber
mucho mejor que yo la dicha o desventura que le aguarda.
Lady Rowena exhaló un profundo suspiro, y preguntó al peregrino muy por
menor cuando regresaría a su patria el caballero de Ivanhoe, y si se expondría en su
viaje a nuevos riesgos. El peregrino respondió que a punto fijo no podía señalar la
época del regreso de Ivanhoe, y que no creía que tuviese accidente alguno en el
camino, porque probablemente, haría el viaje por Venecia y Génova, pasando por
Francia a Inglaterra.
—Ivanhoe —añadió— está muy familiarizado con el idioma y usos de los
franceses: por eso no creo que le suceda ninguna desgracia en el camino.
—¡Quiera Dios que llegue, y... ojalá hubiese llegado ya y estuviera en estado de
manejar las armas en el próximo torneo, en el cual todos los caballeros de Inglaterra
van a probar su valor y destreza. Si Athelstane de Coningsburgh vence, poca
satisfacción puede esperar Ivanhoe a su regreso. ¿Qué aspecto tenía la última vez que
le visteis? ¿Habrá abatido la enfermedad su bella presencia?
—Algo más flaco y atezado me pareció que cuando llegó de Chipre en la escolta
de Ricardo Corazón de León. Estaba pensativo y apesadumbrado; pero le vi de lejos,
pues no le conozco de trato.
—No me parece que en su patria hallará motivos para disipar la tristeza que le
agobia. ¡Gracias, buen peregrino, por las noticias que me habéis dado del compañero
de mi infancia! Acercaos —dijo a sus camareras—, y ofreced a este santo hombre la
copa del reposo: no es justo que le detenga más tiempo.
Elgitha presentó a su señora una copa de plata llena de cierta bebida compuesta
de vino, miel y especias. Lady Rowena la aplicó a sus labios, y se la entregó al
peregrino: éste probó apenas el licor y saludó respetuosamente a lady Rowena.
—Aceptad —le dijo la hermosa señora— esta limosna, amigo, en premio a
vuestras romerías y como testimonio del respeto que me inspiran los santos lugares
que habéis visitado.
El peregrino tomó la moneda de oro, hizo otra inclinación, y salió del aposento
precedido por Elgitha.
Encontró a Anwold, que, tomando la luz de mano de la camarera, condujo al
peregrino sin ceremonia a la parte exterior del edificio. En un corredor había gran
número de piezas en forma de pequeñas celdas destinadas para dormitorios de los
criados inferiores y de los huéspedes de menos rango.
—¿En que pieza de éstas duerme el judío?—preguntó el peregrino.
www.lectulandia.com - Página 40
—El perro del israelita duerme en la celda inmediata a la vuestra. ¡Por San
Dustán que necesitará mucho barrido antes que pueda servir para alojar un solo
cristiano!
—¿Y donde duerme Gurth, el porquero?
—Gurth duerme al otro lado de vuestra celda: servís de separación entre el
circuncidado y la abominación de las doce tribus. Hubierais pasado en mejor
alojamiento la noche si hubieseis aceptado el convite de Oswaldo.
—Aquí la pasaré perfectamente, porque ningún contagio atravesará por un
tabique maestro.
Cuando hubo concluido este diálogo entró en su mezquino y reducido cuarto,
colocó la luz, y dio gracias al criado y las buenas noches. Cerró la puerta, y examinó
el aposento, cuyos muebles eran harto sencillos y toscos: consistían en una tarima
llena de fresca paja y cubierta de pieles de carnero que servían de mantas.
Apagó la luz el peregrino y se acostó, sin desnudarse, en su humilde cama. En
ella descansó de las fatigas de la víspera hasta que los rayos de la primera luz se
introdujeron por la ventanilla que daba entrada al aire y a la luz en tan modesta
morada. Cada celda tenía una ventana igual: el peregrino rezó sus oraciones de la
mañana, se ajustó la túnica y pasó al cuarto del judío, en cuya celdilla se introdujo
con la mayor precaución.
Isaac estaba dominado por una terrible pesadilla, sobre un lecho exactamente
igual a aquel en que pasaba la noche el peregrino. Todas las diversas piezas de que se
componían sus vestiduras estaban colocadas en torno suyo con mucha precaución,
por si le ocurría alguna sorpresa. Tenía retratada en su rostro la imagen de un hombre
agobiado por la más penosa agonía. Sus manos y brazos se agitaban
convulsivamente, y pronunciaban varias exclamaciones en hebreo, hasta que por
último dijo en normando inglés:
—¡Por el Dios de Abraham, tened piedad de un infeliz anciano! ¡Soy un
miserable, estoy pobre, pobrísimo! ¡Aunque me hagáis cuartos, no podréis sacar de
mí un solo shekel!
El peregrino, sin querer aguardar el fin de la pesadilla de Isaac, le tocó con el
bordón. Esta brusca manera de despertar acabó de cerciorar al judío de que estaba en
manos de sus perseguidores: se irguió de repente, se le erizaron los cabellos, y
apoderándose de los vestidos que le servían de almohada, como el halcón que afianza
las garras en su presa, fijó en el peregrino una mirada penetrante que revelaba el
mayor terror. El peregrino le dijo:
—¡No temas, Isaac; vengo como amigo!
—¡El Dios de Israel os recompense! —dijo el judío empezando a respirar
gradualmente—. Soñaba; pero, gracias al padre Abraham, sólo fue un sueño. —Aquí
empezó a arreglar su desordenado traje—. ¿Y qué negocio tenéis que tratar tan de
www.lectulandia.com - Página 41
mañana con el pobre judío?
—Vengo a prevenirte que si no marchas al instante y a paso largo, vas a tener
muy mal rato en el camino.
—¡Dios de Moisés! ¿Y quién puede tener interés en hacer daño a un desgraciado
como yo?
—Mejor debes de saberlo tú que yo: lo único que puedo decirte es que anoche,
cuando el templario se levantó de cenar, habló a sus esclavos en idioma árabe, que yo
entiendo y hablo tan bien como el inglés y el francés, y le oí que les mandaba que te
cogiesen y llevasen al castillo de Reginaldo "Frente de buey", o al de Felipe de
Malvoisin.
Es imposible describir el terror que agobió el corazón del judío cuando hubo oído
tan desgraciada nueva. Dejó caer con languidez los brazos, dobló la cabeza sobre el
pecho, aflojó las rodillas, y todos los músculos y nervios de su cuerpo quedaron sin
vigor, sin elasticidad. Por último, se postró a los pies del peregrino, aunque no como
un hombre que implora la protección y trata de excitar pasión en otro, sino con el
abatimiento del que cede a un poder invisible que le postra con terrible golpe.
—¡Poderoso Dios de Abraham! —Estas fueron las primeras palabras que
pronunciaron sus labios elevando al cielo los trémulos brazos, aunque sin levantar la
cabeza—. ¡Oh, santo Moisés, oh, bienaventurado Aarón! ¡Se realizaron mis sueños
de agonía! ¡Sí; aún siento el hierro que penetra por mis entrañas! ¡Mis huesos crujen
como los de los hijos de Ammbu y los hombres de Rabbah cuando sentían en su
cuerpo las sierras, hachas y flechas enemigas!
—¡Levántate, Isaac, y escúchame! Debes tener motivos para temblar, puesto que
tus hermanos han sido cruelmente tratados y despojados de sus riquezas por los
poderosos de la Tierra. Pero levántate, repito: yo te proporcionaré los medios de
frustrar los designios de Bois-Guilbert. Sal inmediatamente de este castillo en tanto
que los huéspedes duermen merced a los vapores de la cena. Yo te conduciré por
secretas veredas que me son conocidas como a los guardabosques que las custodian,
y te ofrezco no dejarte hasta que te ponga en poder de algún barón o caballero que
vaya al torneo, cuyo favor podrás granjearte con los medios que indudablemente
posees.
Al vislumbrar el judío los rayos de esperanza que le dejaba entrever el peregrino,
fue elevándose del suelo poco a poco y pulgada por pulgada, hasta que se puso
derecho. Entonces se echó atrás la blanca cabellera que le cubría el rostro, fijó la
penetrante mirada en el peregrino, y en ella mostró la esperanza, el temor y las
sospechas que le animaban. Pero cuando oyó las últimas palabras del peregrino le
asaltaron de nuevo sus agitaciones pasadas.
—¡Qué medios he de poseer para granjearme la voluntad de nadie! ¡Ay de mí!
¡Qué puede hacer un miserable más pobre que Lázaro! —Detúvose aquí, y venciendo
www.lectulandia.com - Página 42
en su corazón la sospecha del terror, continuó—: Por amor de Dios, no me engañéis!
¡Por el Padre Omnipotente de todos los nacidos, sean judíos, cristianos, israelitas o
ismaelitas, no me hagáis traición! ¡No puedo asegurarme la voluntad del último de
los cristianos si hubiera de costarme un solo maravedí!
Al concluir estas palabras cogió la extremidad de la túnica del peregrino con
ademán rendido y suplicante; pero él se la arrancó de las manos como si temiera
contaminarse, y le dijo:
—Aunque sobre ti llevases todas las riquezas de tu tribu, ¿qué interés había yo de
tener en engañarte? Mis vestidos anuncian el voto de pobreza que he hecho, y no lo
cambiaría por la más preciosa alhaja, excepto por una armadura y un caballo de
batalla. No imagines que puedo tener el menor interés en acompañarte, ni que espere
de ello ventaja alguna. Quédate, pues, y colócate bajo la salvaguardia de Cedric el
Sajón.
—¡Ah! ¿Cómo queréis que me deje viajar en su compañía? Normandos y sajones
se avergüenzan de admitir en su compañía a un israelita. ¿Qué será de mí si llego a
verme solo en medio de las posesiones de Malvoisin o de "Frente de buey" ¡Buen
joven, partiremos juntos! ¡Vamos; aprisa: no os detengáis un minuto! ¡Tomad vuestro
bordón! ¿A qué os paráis?
—No me paro: estoy considerando cual es el medio mejor para salir de aquí.
¡Sígueme!
Ambos pasaron a la pieza inmediata, en la cual dormía el porquero.
—¡Arriba! —le dijo el peregrino—. ¡Gurth, abre la puerta y déjanos salir al judío
y a mí!
Gurth desempeñaba funciones tan despreciables en nuestros días como
importantísimas durante la dominación de los sajones en Inglaterra, pues eran en un
todo igual a las de Eumeo en Ítaca. Por esta razón se ofendió al escuchar el tono de
familiar franqueza, acompañado de cierto aire imperioso, con que le habló el
peregrino. Gurth se incorporó en la cama, se apoyó sobre un codo, los miró
atentamente y dijo:
—¡El judío y el peregrino quieren salir juntos y tan de mañana de la hacienda!
—¡El judío y el peregrino! —dijo Wamba, que entraba a la sazón—. ¡No me
espantara más si viera al primero escaparse de casa con una lonja de tocino bajo la
gabardina!
—Sea lo que quiera —dijo Gurth volviendo a acostarse bueno será que judíos y
cristianos aguarden a que se abra la puerta principal de Rotherwood. ¡No podemos
consentir que los huéspedes se ausenten tan temprano y como furtivamente!
—¡Ni yo puedo consentir —replicó imperiosamente el peregrino— que rehúses
hacer lo que te digo!
Al concluir estas palabras se inclinó hacia Gurth y le habló al oído en sajón.
www.lectulandia.com - Página 43
Entonces Gurth se levantó precipitadamente, como cediendo a irresistible poder. El
peregrino se puso un dedo en los labios en señal de silencio, y le dijo:
—¡Gurth, cuenta con lo que haces! Tú sabes ser prudente cuando quieres: abre un
postigo, y dentro de poco sabrás más.
Obedeció Gurth al extranjero con tanta prontitud como gozo, y manifestaba tan a
las claras su satisfacción, que Wamba y el judío no sabían a qué atribuir tan rápida
mudanza.
—¡Mi mula, mi mula! —gritó Isaac cuando llegaba ya al postigo.
—Dale su mula —dijo el peregrino—, y dame otra a mí para que pueda
acompañarle hasta el fin del bosque. En Ashby se la devolveré a la comitiva de
Cedric. Y tú... lo que dijo después fue en voz tan baja, que ninguno de los
circunstantes pudo oír nada.
—Lo haré cono mandáis —respondió Gurth; y partió a toda prisa.
—Desearía saber —dijo Wamba— qué es lo que aprenden los peregrinos en
Tierra Santa.
—Aprenden a encomendarse a Dios, a arrepentirse de sus pecados y a modificar
su cuerpo con ayunos, vigilias y oraciones.
—Alguna otra cosa debéis de aprender, por fuerza. ¿Son vuestras oraciones las
que han determinado a Gurth a que os abra la poterna? ¿Son los ayunos y las
mortificaciones los que le han decidido a prestaros la mula de su amo? Si no
hubierais tenido otros medios de obligarle, tanto os valiera haberos dirigido al gran
marrano negro de la piara, su favorito.
—¡Anda; no eres más que un loco sajón!
—¡Tenéis razón! Si yo hubiera nacido normando, como creo que vos lo sois,
tendría, sin duda, ciencia infusa.
Gurth se presentó a este tiempo con las dos mulas al otro lado del foso. Le
atravesaron el peregrino y el judío, pasando por un estrecho puente levadizo
compuesto de dos tablas apoyadas en el postigo interior y en otro exterior que daba
salida al bosque. El judío montó trémulo y apresurado, sacó de debajo de la túnica un
saco de barragán azul, y al colocarlo con gran cuidado sobre el albardón lo cubrió
esmeradamente con la capa, diciendo al peregrino:
—¡Es una muda de ropa, una sola muda!
El peregrino montó con más lentitud que Isaac; después presentó aquél la mano a
Gurth, y éste la besó con el mayor respeto y veneración. El porquerizo permaneció
observando a los caminantes hasta que se ocultaron en los frondosos circuitos del
bosque. Viendo Wamba la distracción de Gurth, le llamó la atención diciéndole:
—¿Sabes, mi amigo Gurth, que eres muy cortés y piadoso en estas mañanas de
otoño? ¡Ojalá fuese yo un descalzo peregrino, para aprovecharme de tu esmerado
celo! Si así fuera, puedes estar seguro de que no me contentaría con darte a besar la
www.lectulandia.com - Página 44
mano.
—Tú no eres demasiado loco, Wamba; al menos juzgas por las apariencias, que es
todo lo que pueden hacer los más discretos. Pero entremos en casa, que por ahora lo
que más interesa es cumplir con nuestra obligación.
Entretanto los caminantes continuaron su jornada avivando el paso cuanto podían;
sobre todo Isaac, cuyos justos temores le obligaban a andar con más velocidad de la
que su edad permitía. El peregrino conocía perfectamente todos los senderos de la
selva, y llevaba a su compañero por veredas más apartadas y sinuosas, de suerte que
más de una vez excitó las sospechas del judío, pues llegó a recelar que el peregrino le
entregase a alguna emboscada de enemigos.
Estas sospechas no carecían de fundamento, porque en la época de que vamos
hablando no había raza alguna sobre la tierra, en las aguas o en los aires que fuera
perseguida con más encarnecimiento que la de los desdichados hijos de Abraham. El
más ligero y descabellado pretexto, la acusación más absurda e infundada bastaban
para desposeer de sus bienes a cualquier israelita, y aun para entregarlo al furor del
más desenfrenado populacho. Sajones y normandos, bretones y daneses, aunque entre
sí mortales enemigos, se aunaban para aborrecer y perseguir a los hebreos,
disputándose la ventaja de envilecerlos, saquearlos, despreciarlos y perseguirlos. Los
reyes de la dinastía normanda y los nobles independientes que deseaban imitar a
aquellos en todo, seguían una persecución metodizada, exactamente fundada en los
cálculos que les sugería su codicia y en las ventajas que imaginaban tener vejando a
los israelitas. Bastante conocida es la historia del rey Juan, quien dispuso que se
encerrase a un opulento judío y mandaba arrancarle un diente cada día, hasta que el
infeliz proscrito, que miraba perdida la mitad de su dentadura, por conservar los
pocos dientes que le quedaban consistió en pagar una atroz suma en metálico, que era
el único objeto del Monarca. El poco dinero que circulaba en el país estaba
reconcentrado en las gavetas de los perseguidos israelitas: y esta era la razón de que
los nobles, a ejemplo del Soberano, emplearan todos los medios imaginables, sin
exceptuar la más atroz violencia, y hasta la misma tortura, para sacarles alguna suma.
Los judíos sufrían con impasible valor estas tropelías, inspirados por el ansia de
ganar, y se desquitaban completamente con sus usuras y con los enormes provechos
que sabían realizar en un país que abundaba en riquezas naturales. A pesar de tal
cúmulo de calamidades que debían desanimarlos y abatirlos, y a despecho del
tribunal denominado el echiquier de los judíos, éstos acumulaban riquezas sobre
riquezas, las cuales trasferían de una mano a otra por medio de letras de cambio, cuya
invención se les atribuye, que, indudablemente, era el mejor medio de enviar sus
tesoros fuera del país en que tantos infortunios les aquejaban.
La obstinación y la avaricia de los hijos de Israel luchaban con la tiranía de los
poderosos, y aumentaban en proporción a sus padecimientos. Sus cuantiosos tesoros
www.lectulandia.com - Página 45
les proporcionaban muchos peligros; pero en cambio, les aseguraban muchas veces
protección, y aun influjo. Esta era la situación en que se hallaban los judíos en aquella
época: su carácter estaba vaciado en el molde de las circunstancias, y eran, por
consiguiente, tímidos, suspicaces, obstinados, egoístas, duros y diestros en evitar los
peligros que de continuo les amenazaban.
Después de haber atravesado rápidamente nuestros caminantes algunos senderos
solitarios, el peregrino rompió el silencio diciendo al judío:
—¿Ves aquella añosa encina? Pues allí concluyen las posesiones de "Frente de
buey", y las de Malvoisin hace tiempo las dejamos atrás. Isaac, nada debes temer de
tus enemigos.
—¡El Dios de Abraham permita que las ruedas de sus carros se hagan mil
pedazos, como las de los del Faraón, para que no puedan alcanzarme! ¡Pero no os
separéis de mí, buen peregrino! ¡Acordaos del altivo templario y de sus esclavos
sarracenos! ¡Considerad, buen joven, que semejante gente no respeta término ni
jurisdicción!
—Aquí debemos separarnos, porque no me es dado permanecer más tiempo en
compañía de un israelita. Por otra parte, ¿de qué puede servirte un pacifico peregrino
contra paganos armados?
—¡Oh no me abandonéis! ¡Yo sé que podéis defenderme si queréis! Aunque soy
un pobre miserable, no dejaré de manifestaros mi agradecimiento. No será con
dinero, porque... ¡así no me falte la protección de Abraham, como es cierto que no
poseo un maravedí! No obstante...
—Te he dicho que no quiero de ti dinero ni recompensa alguna, sea de la especie
que quiera. Puedo servirte de conductor, y tal vez de defensa, porque no es acción
indigna de un cristiano defender a un judío contra dos musulmanes. Por eso, israelita,
puedes contar conmigo hasta que lleguemos a Sheffield, en cuya ciudad te será fácil
incorporarte con alguno de tu tribu que pueda socorrerte y ampararte.
—¡La bendición de Jacob os siga por doquiera! En Sheffield habita mi pariente
Zareth, que me proporcionará medios de seguir mi jornada con seguridad.
—Vamos, pues, a Sheffield, y allí nos separaremos: dentro de media hora
habremos visto sus muros.
Pasó la media hora, y durante ella ninguno rompió el silencio, pues el peregrino
evitaba hablar con un judío, y éste no se determinaba a dirigir la palabra a un hombre
que venía de visitar los Santos Lugares, peregrinación que le daba cierto carácter
solemne. Al fin dijo aquél al judío.
—Aquí nos separamos: he allí Sheffield.
—¡Dejad primero que el pobre judío os dé gracias por tanta bondad! Si me
atreviera a más, os rogaría que vinieseis conmigo a la casa de Zareth, mi pariente, que
me proporcionará los medios necesarios para daros ¡ajusta recompensa.
www.lectulandia.com - Página 46
—¿Cuántas veces he de decirte que ni espero ni quiero recompensa de ninguna
especie? Si en la dilatada lista de tus deudores cuentas, como es probable, el nombre
de algún cristiano, ahórrale los grillos y el calabozo, y me creeré con eso muy
recompensado.
—¡Esperad, esperad! —dijo Isaac levantando las faldillas de su gabardina—. He
de hacer, de todos modos, alguna cosa por vos; por vos precisamente, y no en favor
de otro. ¡Dios sabe si soy pobre! ¡El mendigo de mi tribu! Pero perdonad si me atrevo
a pensar que deseáis en este momento una cosa más que cualquiera otra.
—Si, en efecto, lo has adivinado, conocerás que no puedes satisfacer mi deseo,
aunque fueses tan rico como miserable te supones.
—¡Como me supongo! ¡Bien podéis creerme! ¡Es la pura verdad! ¡Me han dejado
desnudo y lleno de deudas! ¡Soy el último de los infelices! ¡He sido despojado de mis
riquezas, de mis navíos, de...! Pero, al caso. Vos deseáis una hermosa armadura y un
soberbio caballo de batalla: uno y otro puedo proporcionaros.
—¿Quién ha podido inspirarte semejante conjetura? —Sea como quiera, mi
flecha ha dado en el blanco, y lo que importa es que tengáis lo que tanta falta os hace.
—¿Como has podido creer que con el traje que visto, y...?
Por otra parte, mis votos, mi carácter...
—¡Oh; yo conozco muy bien a los cristianos, y sé que el más noble entre todos
ellos no desdeña vestir una esclavina, empuñar un bordón y calzar sandalias para
visitar el sepulcro de Aquél!
—¡Judío! —exclamó con airada voz el peregrino—. ¡No blasfemes!
—¡Perdonadme! He hablado inconsideradamente; pero anoche y esta mañana os
he oído ciertas palabras que me han revelado lo que sois, como descubren las chispas
al pedernal. Debajo de esa esclavina se esconde una cadena de oro igual a la que
llevan los caballeros: yo la he visto brillar esta mañana cuando os inclinasteis sobre
mi lecho.
El peregrino no pudo menos de sonreír, y dijo a Isaac:
—Si la curiosa vista de algún investigador pudiese penetrar bajo tu vestimenta,
¡qué de descubrimientos haría!
—¡No digáis eso! —repuso el judío mudando el color; y sacando
apresuradamente la portátil escribanía, tomó una hoja de papel arrollado, y sobre el
cuello de la mula escribió algunos renglones. Estaban en idioma hebreo, y luego que
concluyó dijo al peregrino entregándole el papel—: En toda la ciudad de Leicester es
conocido el rico judío Kirgath Jairam de Lombardía: presentadle mi carta, y él os
enseñará seis arneses de Milán tales, que el peor de ellos es digno de una testa
coronada. Tiene asimismo diez magníficos caballos de batalla, y el peor puede servir
a un rey para reconquistar su trono: elegid de ellos y de las armaduras lo que más os
convenga y agrade, y además otras dos y sus correspondientes caballos para reserva.
www.lectulandia.com - Página 47
Todo lo dicho, y lo demás que pudiérais necesitar para el torneo de Ashby, os lo
facilitará por medio de esta carta sin exigiros nada. Concluido el torneo, le
devolveréis armaduras y caballos, a menos que os hallaseis en estado de pagárselas y
quedaros con ellas.
—Pero, Isaac, considera que las armas y el caballo del vencido quedan a
disposición del vencedor. Puedo ser desgraciado en el combate, y entonces, ni podré
restituir ni pagar.
El judío, pálido, desencajado al pensar en la posibilidad del vencimiento, hizo un
esfuerzo sobre su codicia y exclamó:
—¡No; no puede ser! ¡Yo quiero daros esa muestra de agradecimiento! Además,
creo que estará con vos la bendición del Padre celestial de todas las criaturas, y
entonces vuestra lanza será tan fuerte como la vara de Moisés.
Dicho esto volvió a su mula las riendas en ademán de partir, cuando el peregrino
le detuvo diciéndole:
—Aún no te lo he dicho todo, Isaac. Cuando estoy en la liza o en el campo, sobre
el caballo y lanza en ristre no soy hombre que tenga consideración con jinete, con
armas o con caballo. Puede quedar todo esto derrotado, y entonces, ¿qué haremos?
Porque tus paisanos no dan nada por nada, y yo deberé al fin pagarle alguna cosa si...
Isaac se tendió sobre el arzón delantero manifestando en su rostro la angustia de
un hombre acometido por un violento cólico; pero por esta vez sus buenos
sentimientos triunfaron de la codicia y exclamó:
—¡No importa! ¡Dejadme partir! Si tuviérais alguna desgracia, no os costará
nada; ¡nada! Kirgath Jairam os perdonará el alquiler en compensación de lo que por
su pariente hicisteis, y aun os prestará dinero sin interés, por amor a su hermano. Lo
que os encargo es que tengáis mucho tino; que no os engolféis demasiado en la pelea,
porque... ¡Pero no; no creáis que este consejo se dirige a que miréis con alguna
consideración las armas y el caballo! Yo os lo prevengo porque no peligre la vida de
tan excelente y recomendable joven. ¡Adiós; que os dé ventura!
—¡Gracias Isaac, por tu consejo! Me serviré de tu oferta, y mal han de andar las
cosas para que no pueda satisfacerte. Dicho esto se separaron, y cada uno se dirigió a
Sheffield por distinto camino.
www.lectulandia.com - Página 48
VII
¡A las armas, caballeros! ¡Suena el bélico clarín! ¡Venid, venid; un
renombre allí podéis adquirir! ¡A las armas, caballeros! ¡ El fiero instante
llegó! ¡El corcel el freno tasca! ¡Gloria al fuerte vencedor!
DRIDEN
www.lectulandia.com - Página 49
Para el colmo de desgracias, se declaró en el país una enfermedad contagiosa cuyo
carácter era en extremo peligroso y maligno. El poco aseo, los alimentos malos y la
peor disposición de las habitaciones de los pobres hicieron que la enfermedad
agravase el peligro de los invadidos por ella: y tal era la esperanza que los ingleses
tenían, que los que sucumbían al rigor de la pestífera dolencia eran envidiados por los
que sobrevivían a ella.
A pesar de todo, y en medio de tan azarosas circunstancias, al anuncio de algún
torneo todos acudían presurosos, pues era la fiesta más deseada en aquellos tiempos,
y a la que acudían solícitos y alegres pobres y ricos, plebeyos y nobles. Ni las
precisas obligaciones, ni aun las enfermedades mismas, eran bastante poderosas para
impedir que asistiesen a los torneos jóvenes y ancianos. El paso de armas que iba a
celebrarse en Ashby, pueblo del condado de Leicester había alarmado la general
curiosidad, porque cuantos campeones trataban de tomar parte en él eran de gran
nombradía, reuniéndose además la circunstancia duque había de autorizarle el
príncipe Juan Sin Tierra. El concurso que acudía de todas partes y de todas categorías
era inmenso, y había invadido el sitio del combate antes que despuntase el alba.
Inmediato a un bosque que apenas distaba una milla de la ciudad de Ashby había
una vasta pradera cubierta de espeso y verde césped, limitada de un lado por el último
de la selva, y del otro por una hilera de aisladas encinas, de las cuales algunas eran de
extraordinaria corpulencia. El terreno no pudiera ser más a propósito para la justa de
armas si de intento le hubiesen preparado: descendía gradualmente y del modo más
suave hasta formar una llanura que guarnecían fuertes empalizadas; su espacio
tendría un cuarto de milla de longitud y medio de latitud; su forma era cuadrada, a
excepción de los ángulos, que estaban artificiosamente redondeados para mayor
comodidad de los espectadores. A los lados del Norte y del Sur había anchas puertas,
a propósito para que por ellas entrasen dos jinetes de frente, y estas estaban
designadas para entradas de los combatientes.
Había en cada una de ellas dos heraldos con seis trompetas e igual número de
asistentes, apoyados por un destacamento de hombres de armas que estaban
destinados para conservar el orden, así como los primeros lo estaban. para examinar
la condición de los caballeros que quisiesen justar.
A la entrada del Sur, y sobre una plataforma que estaba formada por la natural
elevación del terreno, estaban colocados cinco pabellones magníficos adornados con
pendones pardos y negros, colores que habían adoptado los caballeros mantenedores
para entrar en la lid. Delante de cada uno de los pabellones estaba colocado el escudo
del caballero que le ocupaba, guardado por un escudero disfrazado según el capricho
de su amo y el papel que éste deseaba representar durante la fiesta. El pabellón de en
medio, señalado como de mayor dignidad, se había destinado a sir Brian de Bois-
Guilbert, a quien los demás caballeros habían recibido con la mayor satisfacción por
www.lectulandia.com - Página 50
su caudillo, tanto por sus relaciones con los demás caballeros como por el nombre
que le bahía dado su conocido valor. A un costado del pabellón de Bois-Guilbert
estaban los de Reginaldo "Frente de buey" y Felipe de Malvoisin. y al otro, el de
Hugo de Grantmesnil, noble barón de aquellos con tornos, cuyo abuelo había sido
mayordomo mayor de Palacio en tiempo de la conquista, y el de Ralfo de Vipont,
caballero del orden de San Juan de Jerusalén y poseedor de los antiguos dominios de
Heather, cerca de Ashby de la Zouche. Desde la entrada del palenque hasta la
plataforma en que estaban los pabellones había un suave declive de diez varas de
ancho guarnecido por ambos lados con una fuerte empalizada, del mismo modo que
la explanada que daba frente a las tiendas. Todo el circuito estaba cubierto por
hombres de armas. En el lado del Norte estaban colocados diversos pabellones; unos
para los caballeros que acudiesen a tomar parte en la lid, otros para los que desearan
descansar o tomar cualquier género de manjares o refrescos de que estaban
abundantemente provistos, y otros para las fraguas de los herreros destinados a la
recomposición de armas ofensivas y defensivas, así como también para los herradores
y demás artesanos cuyos conocimientos pudieran ser necesarios.
Por encima de las barreras descollaban inmensas galerías cubiertas de ricas
alfombras y provistas de almohadones para comodidad de las damas y de los nobles
que de todas partes a la marcial fiesta acudían. Debajo de estas galerías había otras
destinadas a los espectadores de menor elevación, aunque mayor que la del vulgo, y
que desde ellas dominaban perfectamente la palestra. Los curiosos de menor
condición ocupaban las montañas vecinas, las ramas de los árboles, y aun el
campanario de una iglesia inmediata.
Para completar este cuadro general sólo nos resta describir el último tablado
dispuesto en el centro del lado Oriente del palenque, frente al punto en que habían de
encontrarse los combatientes, que estaba adornado con mayor profusión y con las
reales armas de Inglaterra, coronadas por un elegante dosel. Alrededor de este sitio,
destinado al príncipe Juan y a los caballeros de su comitiva, se han colocado sus
pajes, escuderos y demás individuos de la real servidumbre en traje de gran gala.
Frente al dosel había otro en un tablado que se elevaba a igual altura, adornado con
más elegancia, si bien con menos riqueza que el del Príncipe. Estaba rodeado de
pendones y gallardetes, y en ellos representados los emblemas de los triunfos de
Cupido, sin olvidar los corazones inflamados, carcajes, flechas y una inscripción en
caracteres de oro que decía: A la reina de la belleza y de los amores. ¿Y quién debía
ser esta reina? Nadie podía calcularlo.
En tanto, los espectadores de todas edades y condiciones se apresuraban a tomar
puesto en el lugar que según su rango les pertenecía, y de aquí se originaban muchas
disputas que los hombres de armas transigían con los mangos de sus alabardas, a cuya
irresistible elocuencia cedían sin dificultad los contendientes. En punto a las
www.lectulandia.com - Página 51
dificultades que se suscitaban entre las personas de mayor jerarquía, se observaba
otro orden, y sólo podían mediar en ellas los mariscales del torneo, llamado el uno
Guillermo de Wyvil y Esteban de Martival el otro, que armados de punta en blanco
recorrían a caballo la palestra para acudir adonde el orden fuese perturbado.
Poco a poco se llenaron las galerías de nobles y caballeros, cuyos hermosos trajes
hacían un vistoso contraste con los elegantes adornos de las damas, cuyo número
excedía al de los hombres; porque, a pesar de ser aquel espectáculo de suyo peligroso
y sangriento, las señoras de aquella época concurrían a él con particular gusto. El
espacio más bajo lo ocuparon también muy pronto muchos hacendados, ricos
pecheros y otras personas que no aspiraban a los sitios de preferencia, por modestia o
por pobreza: de consiguiente, allí eran muy frecuentes los altercados.
—¡Perro judío! —dijo un anciano cuya túnica raída indicaba la pobreza, al propio
tiempo que su espada, daga y cadena anunciaban la jerarquía de caballero—. ¡Hijo de
una loba! ¿Te atreves a tocar a un cristiano? ¿A un hidalgo normando de la alcurnia
de los Montdidier?
Este enérgico discurso se dirigía nada menos que a nuestro antiguo amigo Isaac
de York, el cual, costosamente vestido con una gabardina forrada de magníficas
pieles, procuraba adquirir dos asientos en primera línea debajo de la galería, para él y
para su hija, la hermosa Rebeca, que había ido a buscar a su padre a Ashby con objeto
de asistir al torneo. Isaac pugnaba por cumplir su deseo, mientras su linda hija le tenía
asido del brazo, y temblaba al observar el general desagrado que excitaba la
presunción de su padre. Pero si en otras ocasiones hemos visto a Isaac tímido y
sumiso, en aquélla no, porque conocía que nada debía temer y que su persona no
corría riesgo alguno. En las numerosas concurrencias ningún noble se hubiera
atrevido a ofenderle en nada, por muy vengativo y ambicioso que fuera: en tales
casos los judíos estaban bajo la salvaguardia de la ley general; y si esto no era
suficiente, rara vez faltaba algún barón poderoso que por su mismo interés los
amparaba y defendía a toda costa. Además de las razones ya dichas, Isaac de York
sabía que el príncipe Juan trataba de negociar un empréstito con todos los judíos del
mismo condado, y que les daba en prendas o fianzas varias tierras y joyas. A Isaac le
correspondía tomar una parte muy principal en aquel asunto, y de aquí nacía su
íntima convicción de que el Príncipe se mostraría propicio, favorable, y aun su
defensor, por lo mucho que le interesaba terminar felizmente el empréstito con los
judíos de York.
Fiado en tan justas consideraciones siguió Isaac disputando, y atropellando por
entre la muchedumbre empujó al noble normando, sin tener en cuenta su clase y
alcurnia. Las quejas del noble y anciano caballero excitaron la indignación de cuantos
rodeaban. Uno de ellos, hombre de extremada corpulencia y de gran robustez, con
doce dardos pendientes del cinturón, un arco de seis pies en la mano, y con un
www.lectulandia.com - Página 52
semblante en que muy al vivo estaban retratadas la cólera y la indignación sobre unas
facciones duras y curtidas por la acción del sol y por toda clase de intemperie, se
volvió hacia el judío y le dijo:
—¡No olvides nunca que todas las infinitas riquezas que has atesorado chupando
la sangre a tus desgraciadas víctimas no han hecho otra cosa que hincharte como una
araña de quien nadie se cura en tanto que permanece en su agujero, pero que
cualquiera la aplasta con el pie si se atreve a presentarse en medio del día!
Este enérgico y terminante discurso, pronunciado en anglonormando y con voz
terrible y poderosa, atajó los pasos del israelita, y es probable que se hubiera alejado
de tan terrible vecino si la entrada en el circo del príncipe Juan, rodeado de su
numerosa comitiva, no hubiera llamado la general atención.
Entró rodeado el Príncipe de todos los caballeros sus cortesanos oficiales de la
Corona y de algunos eclesiásticos, entre los cuales se distinguía el Prior de Jorvaulx,
vestido con la magnificencia que le permitía su estado, y distinguiéndose por la
desmesurada longitud de las puntas de sus botas; longitud que obligaba a que algunos
se las atasen a las rodillas. Pero las del Prior, más extravagantes aún, iban atadas a la
cintura, de modo que le obligaban a llevar los pies fuera de los estribos. Este
inconveniente no era de poca consideración para el prior de Jorvaulx, que era muy
afecto a lucir su destreza en la equitación. El resto de los cortesanos que rodeaban al
Príncipe eran los jefes de sus tropas mercenarias, varios barones aventureros, diversos
personajes de infame conducta, y algunos caballeros del Temple y de San Juan de
Jerusalén, Urdenes ambas que se habían declarado abiertamente contra Ricardo,
puesto que habían tomado partido por Felipe de Francia en los disturbios que entre
ambos reyes ocurrieron en Palestina. Las consecuencias subsiguientes a estas reyertas
hicieron inútiles las victorias de Ricardo y las heroicas tentativas que hizo contra
Jerusalén, parando todas sus hazañas y su inolvidable gloria en una dudosa tregua con
el sultán Saladino.
Siguiendo los caballeros templarios y los hospitalarios la misma política en
Inglaterra y en Normandía que la que habían usado en Tierra Santa, se habían unido a
la facción de Juan Sin Tierra, y no podían desear el regreso de su rey Ricardo I, ni
aun la sucesión de Arturo, su legítimo heredero. Esta era la razón más poderosa que
tenía el príncipe Juan para aborrecer y despreciar a las pocas familias sajonas que
existían en Inglaterra; y cuanto mayor era la importancia de éstas, tanto más se
complacía el Regente en abatirlas con toda clase de vilipendios. Las dichas familias
miraban al príncipe Juan con el mayor desafecto, porque sólo esperaban usurpaciones
y tiranía de un soberano tan disoluto y tan arbitrario.
Seguido de su brillante acompañamiento y vestido de seda y oro se presentó en el
circo Juan "Sin Tierra" sobre un poderoso caballo, con un halcón en la mano, cubierta
la cabeza con gorra de magníficas pieles y piedras preciosas, y (levando la cabellera
www.lectulandia.com - Página 53
rizada y caída con gracia sobre los hombros. El Príncipe hizo caracolear a su tordo
palafrén alrededor de la liza precediendo a sus alegres cortesanos, con los cuales iba
hablando y riendo con descompasados gritos, sin dejar por eso de observar como
buen juez en el asunto, las bellezas que ornaban la galería.
Llevaba el Príncipe retratadas sobre su frente la audacia y la disolución que le
eran habituales, unidas a una altanería sin límites y una total indiferencia con respecto
a los males ajenos; pero, a pesar de todo, su continente agradaba, porque sus
facciones naturalmente bellas y su urbanidad habían dado a su rostro una cierta
expresión risueña que anunciaba la más honrada franqueza, como si verdaderamente
fuera esta prenda natural de su carácter. Esta clase de fisonomías se atribuyen
generalmente a una índole franca y ajena a todo disfraz, no siendo en realidad otra
cosa que el retrato del descaro, fruto propio del libertinaje, unido al que da también el
rango, la riqueza y otras ventajas que no tienen en sí un mérito verdadero y sólido. La
ignorante plebe, igual en todas partes, no trató de examinar a fondo esta cuestión, y
recibió al Príncipe con estrepitosos aplausos, debidos a la pedrería que llevaba en la
gorra, a las magníficas pieles que adornaban su capa, a las elegantes botas de tafilete
con espuelas de oro, y a la gracia y resolución con que manejaba su hermoso
palafrén.
Recorría el circo el Príncipe, cuando le llamó la atención el alboroto suscitado por
el empeño del judío, que a toda costa deseaba obtener dos asientos delanteros. La
vista penetrante del Príncipe conoció inmediatamente a Isaac, aunque se fijó con más
gusto en la hermosa Rebeca, que, aterrada por el tumultuoso alboroto, apretaba en
silencio el brazo de su anciano padre.
La figura de la hija del judío podía competir con la de la beldad más célebre de
toda Inglaterra, aun a los mismos ojos del Príncipe, conocedor célebre. La elegante y
perfecta simetría de sus formas brillaba más con el traje oriental que usaban todas las
mujeres de su nación. Llevaba un turbante de seda amarilla que hacía hermoso juego
con el color moreno de su rostro: el brillo de sus negros ojos, los arcos elegantes que
formaban sus cejas sobre una nariz aguileña, sus dientes blancos como las más finas
perlas de su nación, sus profusas trenzas negras, caídas graciosamente sobre su
cuello, el magnífico traje de seda de Persia, en cuyas llores y ramas se retrataba el
brillo de la naturaleza misma: todo, en fin, formaba un conjunto de elegancia y
hermosura que eclipsaba a todas las bellezas que hasta entonces se habían presentado
en el torneo. Completaba su rico atavío un collar riquísimo de diamantes con sus
pendientes de lo mismo, diversos broches de perlas y oro que sujetaban el traje desde
el cuello a la cintura, y de los cuales estaban abiertos los tres superiores a causa del
calor, y una magnífica pluma de avestruz sujeta al turbante por un botón de diamantes
y perlas. Tal era, pues, el traje de la hebrea, que podía graduarse cono incalculable su
valor. Las j damas que estaban en la superior galería aparentaban el más F alto
www.lectulandia.com - Página 54
desprecio hacia la judía, al paso que envidiaban su hermosura y sus ricas galas.
—¡Por la calva cabeza de Abraham! —dijo el Príncipe—¡Aquella judía debe de
ser el retrato de la que volvió el juicio más sabio de los reyes! ¿Qué os parece prior
Aymer'?
—¡La rosa de Sharon y el lirio de los valles! —contestó el prior en tono de
chanza—. Pero tenga presente vuestra alteza que es una judía.
—¡Si —prosiguió el Príncipe—; y es lástima que el barón de los Bezantes y el
duque los Shekels estén disputando un sitio con esos descamisados que no tienen una
sola moneda j cuya cruz impida que el Diablo baile en sus bolsillos! ¡Por el cuerpo de
San Marcos! ¡Mi proveedor de dinero y su hermosa hebrea han de tomar puesto en la
galería! Isaac, ¿quién es esa joven? ¿Es tu hermana, tu mujer o... alguna de las
huríes?
—Mi hija Rebeca —respondió Isaac haciendo una reverencia, pero sin el menor
embarazo, y no dando valor al discurso del Príncipe, en el cual había tanta cortesanía
como burla, por lo menos.
—¡Mejor para ti! —dijo el Príncipe con una gran carcajada, que imitaron en coro
sus cortesanos—. ¡Pero hija, mujer o lo que sea, obtendrá un lugar cual corresponde a
su mérito y hermosura! ¿Quiénes son aquéllos'? —continuó, fijando la vista en la
galería—. ¡Villanos sajones! ¡Fuera con ellos! ¡Que dejen sitio al príncipe de los
usureros y a su hermosa hija! ¡Es necesario que aprendan esos rústicos que el mejor
asiento en la sinagoga es de aquellos a quienes de derecho les pertenece!
Esta injuriosa y poco cortés arenga se dirigía nada menos que a la familia de
Cedric el Sajón, la cual ocupaba una parte de la galería en unión con la de su fiel
aliado Athelstane de Coningsburgh, personaje venerado por todos los sajones, por
traer su origen del último monarca de la raza que ocupó el trono de la nación inglesa.
Era, como todos los de su familia, de agradable aspecto, membrudo y fuerte, y a la
sazón estaba en la flor de sus años; pero tenía una fisonomía sin expresión, una
mirada fría, y todos sus movimientos eran lentos y flojos, siendo tal su irresolución,
que al nombre le agregaban el epíteto de desapercibido. Tenía muchos amigos, entre
ellos Cedric, que decían en abono de Athelstane que no carecía de valor ni de talento,
sino que la indolencia procedía de su habitual indecisión, y tal vez del hereditario
vicio de la embriaguez, que había embotado sus facultades mentales. Aseguraban, por
último, que el pasivo valor y la suavidad de su carácter indicaban cuán grande y
generoso pudiera haber sido si el placer de la mesa no le hubiera despojado de sus
más nobles y apreciables cualidades.
A este personaje tan respetado por todos los sajones se dirigió principalmente el
mandato de Juan Sin Tierra. Athelstane, confuso al oír unas palabras que envolvían el
más terrible insulto, opuso solamente a la voluntad del Príncipe la fuerza de inercia
tan propia de su carácter. Se mantuvo inmóvil y fijó sus grandes y espantados ojos en
www.lectulandia.com - Página 55
el Príncipe, pero de una manera harto grotesca y ridícula.
—¡El puerco sajón duerme, o no hace caso de mi! ¡De Bracy, púnzale con tu
lanza!
Este Mauricio de Bracy era el jefe de una compañía franca, especie de tropa
cuyos soldados eran conocidos por condottieri, lo que es igual a decir mercenarios,
pues entraban al servicio del primer príncipe que les pagaba.
La orden de Juan excitó algunos murmullos entre los caballeros de su comitiva;
pero De Bracy, a quien su profesión absolvía de toda especie de escrúpulo, levantó la
lanza dirigiéndola hacia la galería donde estaba Athelstane el desapercibido, y
hubiera ejecutado la orden del Príncipe antes que aquél hubiera tratado de evitarla, si
Cedric, tan vivo y enérgico como su amigo era lento y desidioso, no hubiera
desnudado la espada con la rapidez del relámpago y de un solo, pero decisivo golpe
no hubiera separado el hierro del asta.
El rostro del Príncipe se vio en un instante inflamado de cólera; echó varios
juramentos de los más horribles que usaba, y hubiera dado aun más evidentes pruebas
de su enojo a no haber sido por sus cortesanos, que trataron de disuadirle, y por la
universal aclamación que excitó en todo el concurso la brillante acción de Cedric. El
Príncipe recorrió con su irritada vista toda la plaza, desde la valla hasta el fin de la
galería, buscando en quién desahogar la cólera que le cegaba.
Por casualidad se fijó en el arquero de las doce flechas de quien ya hemos
hablado, el cual aplaudía a gritos con toda la fuerza de sus robustos pulmones, sin
hacer caso del sañudo gesto de Juan Sin Tierra....ste, lleno de ira, le dijo:
—¿Qué significan esas aclamaciones?
—Yo aplaudo siempre cuando veo un golpe de destreza o cuando una flecha
atraviesa el blanco.
—¡Apuesto a que eres un diestro tirador! —¡A cualquier distancia!
El Príncipe, aún más irritado con las respuestas del montero y con las alusiones
que algunos del pueblo hicieron al odio que le profesaba la nación, se contentó con
mandar a un hombre de armas que no perdiese de vista al de las doce flechas.
—¡Por Dios —añadió—, que hemos de ver si este fanfarrón es tan buen tirador
como dice!
—¡Veremos!
Así contestó el montero, con la misma frialdad y desembarazo que había
mostrado durante el anterior diálogo. En seguida se dirigió el Príncipe al paraje en
que se hallaba Cedric, y dijo:
—¡Vosotros, villanos sajones, levantaos; que por el sol que nos alumbra, aseguro
que ha de sentarse el judío entre vosotros!
—¡No, príncipe, no; con perdón de Vuestra Alteza! —dijo el judío Isaac—. ¡No
está bien que los hombres de mi clase alternen con los magnates del país!
www.lectulandia.com - Página 56
El hebreo no tuvo inconveniente en atropellar a un vástago de la casa de
Montdidier; pero no se determinó a hacerlo así con los opulentos sajones.
—¡Haz lo que te mando! —dijo el Príncipe—. ¡Obedece, perro infiel, o mando
desollarte y curtir tu piel para hacerla correas del arnés de mi caballo!
El judío, sumiso y pronto a condescender con tan cariñosa insinuación, empezó a
subir la estrecha escalera de la galería.
¡Veremos si hay quien se atreva a detenerlo! —dijo el Príncipe fijando la vista en
Cedric, que se dispuso a cerrar el paso al hijo de Abraham.
Pero Wamba evitó el conflicto interponiéndose de un brinco entre el judío y
Cedric.
—¡Yo me atrevo! —dijo el bufón al Príncipe; y agitando su espadón de madera
sobre la cabeza del israelita, le presentó con la mano izquierda un semipernil, a guisa
de broquel, que había llevado al torneo por si éste duraba más tiempo del que su
estómago quisiera.
El judío retrocedió horrorizado al considerar cuán cerca estaba de contaminarse
con el objeto de la abominación de su tribu, y comenzó a bajar la escalera con cuanta
prisa podía, en tanto que Wamba seguía hostigándole orgullosamente con el pernil y
el espadón de palo, cual un guerrero que pone en vergonzosa huida a su rival. Los
espectadores celebraron con grandes carcajadas tan risible escena, y aun el Príncipe y
sus cortesanos rieron, sin poder pasar por otro punto.
—¡Dame el laurel de la victoria, primo Juan! —dijo el bufón—. ¡He vencido a mi
antagonista en batalla campal, con broquel y espada! —dijo esto levantando el pernil
y el sable de palo.
—¿Y quién eres tú, noble campeón? —preguntó Juan riendo todavía.
—¡Un loco por todos cuatro costados! Yo soy Wamba, hijo de Wittes, nieto de
Weaherbrain, bisnieto de un Waldermán.
¡Vamos! —erijo el Príncipe celebrando encontrar un pretexto para revocar su
primera orden—. ¡Haced sitio al judío en la galería inferior! ¡No sería justo colocar al
vencido al lado del vencedor!
—¡Ni el loco junto al truhán, ni el tocino al lado del judío! —repuso Wamba.
—¡Gracias, amigo; mucho me gustas! Oye, Isaac: préstame un puñado de
bezantes.
En tanto el judío, despavorido al oír una orden que no quería obedecer ni se
determinaba a rehusar, calculaba con la mano dentro de un saco cuantas monedas
podían caber en un puñado. El Príncipe le sacó oportunamente de dudas, pues
inclinando el cuerpo sobre el fuste delantero alargó la mano, y arrebató de las suyas
el bolsón al atónito Isaac. Sacó unas cuantas piezas de oro se las alargó a Wamba, y
siguió su paseo a caballo alrededor del palenque, dejando al judío que sirviese de
blanco a la burla general, y recibiendo él tantos aplausos como si su acción hubiera
www.lectulandia.com - Página 57
sido magnánima y digna de los mayores encomios.
www.lectulandia.com - Página 58
VIII
Lanza en ristre, ya se miran
con furor los campeones,
y a sus caballos oprimen
con los férreos talones,
DRIDEN
www.lectulandia.com - Página 59
hasta que, publicado el nombre del vencedor, este elija la bella que ha de ocuparle.
De ese modo el triunfo será más satisfactorio, y todas las damas apreciaran el
homenaje de los caballeros que están en posición de elevarlas a tan alta dignidad.
—Si venciese Bois-Guilbert —dijo el Prior—, no dudo quien será la reina de los
amores y de la hermosura.
—Buena lanza es Bois-Guilbert —repuso De Bracy—; pero hay otras en el torneo
que no le ceden en nada.
—¡Silencio, señores —dijo Fitzurse—, que es ya hora de que el Príncipe ocupe su
trono! Los caballeros y espectadores están impacientes, pasa el tiempo, y debe
empezar la función.
El Príncipe, aunque no era todavía monarca, encontraba en Waldemar Fitzurse
todos los inconvenientes de un favorito que sirve a su soberano, pero a su manera y
según sus favoritas ideas y caprichos. El carácter de Juan Sin Tierra era obstinado
hasta en las más triviales frioleras. Ocupó su trono rodeado de sus cortesanos, y
ordenó a los heraldos que publicasen las leyes del torneo, que, poco más o menos
eran las siguientes:
Primera. Los cinco caballeros mantenedores debían aceptar el combate con todos
los caballeros que se presentaran.
Segunda. Todo caballero tendría derecho a elegir un antagonista particular entre
los mantenedores, para lo cual bastaría tocar su escudo. Si le tocase con el cuento o
extremo inferior de la lanza, el combate sería con el hierro de la lanza embotado en
una plancha de madera, combate que se llama de armas corteses; pero si el caballero
tocase el escudo de su antagonista con el hierro, el combate sería a muerte, como en
una verdadera batalla.
Tercera. Cuando los caballeros mantenedores hubieran cumplido su voto
rompiendo cinco lanzas cada uno, el Príncipe declararía el vencedor del primer día, el
cual recibiría en premio un magnífico caballo de batalla, de perfecta estampa y de
todo vigor e intrepidez, y además de este galardón tendría el honroso derecho de
elegir la reina de la belleza y de los amores, a la cual correspondía dar el premio del
segundo día.
Cuarta. Dicho segundo día habría un torneo general, en el que todos los caballeros
que gustasen podrían tomar parte; pero aquéllos serían distribuidos en dos partes
iguales, las cuales combatirían hasta que el Príncipe arrojase a la palestra su bastón de
mando. Entonces la reina de la belleza y de los amores coronaría con el laurel de la
victoria al vencedor del segundo día. La corona sería de oro, y sus hojas imitando a
las del laurel. Desde aquel momento cesarían los juegos de Caballería.
En estas leyes nada se hablaba de los juegos del tercer día, por no pertenecer a
aquellos en que la Nobleza se ejercitaba. Debían de consistir en corridas de toros, tiro
de arco al blanco, y otras diversiones de este estilo propias para recreo del vulgo. De
www.lectulandia.com - Página 60
esta suerte quería el Príncipe atraer a sí el afecto del pueblo, que cada día lo miraba
con más aborrecimiento por las continuas violencias con que le oprimía.
Cuando los heraldos concluyeron de leer Las leyes del torneo ofrecía la palestra el
más magnífico espectáculo. En Las galerías estaban Las familias más nobles y
poderosas, Las damas más bellas del Norte y del centro de Inglaterra. El exquisito
lujo de tan ilustres espectadores proporcionaban una vista tan alegre cono espléndida.
El espacio inferior le ocupaban los ricos labradores y honrados plebeyos en trajes más
sencillos, que formaban una especie de guarnición de colores más opacos, y que
hacían un excelente contraste con el lucido esplendor de la parte de arriba de las
galerías.
Los heraldos terminaron su proclamación con los acostumbrados gritos:
¡Generosidad, generosidad, valientes caballeros! Y en el momento se desprendió de
todas las galerías una copiosa lluvia de monedas de oro y plata, porque todos los
caballeros de aquellos tiempos deseaban demostrar a competencia su prodigalidad
con aquellos empleados, que entonces eran al mismo tiempo secretarios y cronistas
del honor. A tal liberalidad contestaron los heraldos: ¡Amor a Las damas, honor a los
generosos y gloria a los valientes! El pueblo contestó a estas aclamaciones con gritos
de regocijo, mezclados con el belicoso eco de multitud de clarines. Luego que hubo
cesado este marcial estrépito salieron los heraldos de la liza en vistoso orden,
permaneciendo en él los maestres de campo, armados de punta en blanco, tan inmóvil
como estatuas y fija en los extremos de la palestra.
A este tiempo estaban ya colocados en el lado del Norte muchos caballeros,
deseosos de medir sus armas con Las de los mantenedores. Al curioso observador le
presentaba este espectáculo la vista de un mar de ondeantes plumas, brillantes
yelmos, elevadas lanzas y elegantes pendones, que impulsados por un viento suave
unían a la de los penachos su trémula agitación, formando una escena tan vistosa
como animada y lucida.
Al fin se abrieron Las vallas, y entraron lentamente en la liza cinco caballeros a
quienes había tocado la suerte de entrar primero en el combate: uno iba delante, el
cual era seguido por los otros cuatro dos a dos. Iban los cinco caballeros
magníficamente armados, y el manuscrito sajón de Wardour de donde hemos sacado
estos detalles hace una circunstanciada descripción de los colores, divisas, armas,
gualdrapas y arreos con que se presentaron en La palestra caballeros y caballos. Nos
ha parecido oportuno omitir estas particularidades, porque, como dice un poeta de
aquel tiempo.
www.lectulandia.com - Página 61
Sus armas y escudos se desprendieron ya de los sólidos muros de sus fortalezas:
éstas sólo son en el día un montón de ruinas, o terrenos cubiertos de verde césped, y
su memoria desapareció de los sitios que antes ocupaban, porque después han
desaparecido también muchas generaciones de encima de la Tierra, que los ha
olvidado, y en la cual ejercieran tiránicamente toda la plenitud de su poder feudal.
¿Qué necesidad tiene el lector de saber, pues, sus nombres ni los caducos símbolos de
su jerarquía?
Pero olvidados en aquel momento los caballeros de que sus nombres y hazañas
habían de caer en el olvido, entraron en el palenque reprimiendo el ardor de sus
fogosos corceles y obligándolos a moverse con graciosa lentitud, para ostentar así la
destreza de los jinetes. Cuando llegaron al sitio del combate rompieron el aire los
ecos de una marcha oriental tocada por instrumentos bélicos traídos de Tierra Santa y
colocados a espaldas de Las tiendas de los mantenedores. Este marcial estrépito, entre
el cual se distinguían los platillos y campanillas, servía a un tiempo de bienvenida y
amenaza a los caballeros recién llegados. Los espectadores fijaron la vista en ellos en
el momento en que separándose fueron cada uno hacia los escudos de los
mantenedores, tocando ligeramente en ellos con el cuento de la lanza. No faltaron
espectadores, entre ellos algunas damas, que se disgustaron al ver elegir a los
caballeros Las armas corteses, porque el sentimiento que causan las muertes y
catástrofes que ocurren en et día en nuestras tragedias producen La misma impresión
en el ánimo de nuestros espectadores que en el de aquéllos Las desgracias efectivas
ocurridas en los torneos.
Luego que manifestaron de este modo sus pacíficas intenciones se retiraron a la
extremidad opuesta, formándose en línea. A poco rato salieron los mantenedores a
caballo de sus respectivas tiendas, capitaneados por Brian de Bois-Guilbert, y bajaron
de la plataforma para colocarse cada uno de ellos delante del caballero que había
tocado su escudo.
Al sonido de trompetas y clarines partieron a galope tendido unos contra otros,
siendo tal suerte y destreza de los mantenedores, que al primer encuentro fueron
rodando por la arena los contrarios de Bois-Guilbert, Malvoisin y Frente de buey. El
antagonista de Hugo de Grand-Mesnil, en vez de asestar su golpe al crestón o al
escudo de su enemigo, equivocó en tales términos la dirección que rompió la lanza,
hiriéndole de refilón en un costado de la armadura. Esta circunstancia era reputada
por más deshonrosa que la de quedar desmontado; porque ésta pudiera ser hija de un
desgraciado accidente, al paso que aquélla sólo era el resultado de una completa
impericia en el manejo de Las armas. El quinto de los caballeros fue el único que
sostuvo el honor de su cuadrilla, pues no solamente se mantuvo firme ante el
caballero de Vipont, sino que rompió con él tres lanzas, sin poder decidir que el uno
ganase una ventaja de consideración sobre el otro.
www.lectulandia.com - Página 62
Se oyó de nuevo la marcial armonía, que, mezclada con los gritos de los
espectadores y Las aclamaciones de los heraldos anunciaba la derrota de los vencidos
y el triunfo de los mantenedores. Estos se retiraron a sus respectivos pabellones, en
tanto que aquéllos, izándose de la arena, salieron de la liza avergonzados para tratar
con los vencedores acerca del rescate de Las armas y caballos, que de derecho les
pertenecían según las leyes del torneo. El último campeón fue el que se detuvo más
tiempo en la palestra, a fin de recibir los aplausos de la muchedumbre, para mayor
confusión de sus compañeros.
Otras dos cuadrillas pidieron sucesivamente campo, y se mantuvieron firmes en
Las sillas en diferentes encuentros, aunque inútilmente, pues al fin se declaró la
victoria por los mantenedores. Las repetidas victorias por éstos arredraron a los
demás campeones, y sólo se presentaron tres, que obtuvieron igual resultado. Esto
hizo que pasara largo rato sin que nadie se presentase en la palestra. La detención
causó mal efecto en la concurrencia, porque consideraban seguro el triunfo de
Malvoisin y "Frente de buey", los cuales eran aborrecidos en el país por su altanería,
y los demás, excepto Gran-Mesnil, eran extranjeros.
Pero ninguno manifestó más claramente su disgusto que Cedric el Sajón, que sólo
consideraba en cada triunfo de un normando una nueva humillación para Inglaterra.
No había sido afecto, ni aun en su juventud, a los ejercicios de La Caballería; pero, no
obstante, había defendido con valor y con las armas en La mano los derechos que le
legaron sus abuelos.
Viendo el triunfo de sus contrarios, dirigió ansiosamente la vista a su amigo
Athelstane, experto en el manejo de las armas normandas, procurando invitarle en
silencio a salir de una inacción que consideraba como culpable, puesto que no trataba
de arrancar la victoria de manos del orgulloso templario. Pero Athelstane era harto
indeciso para corresponder al instante a la insinuación de Cedric.
—Milord —le dijo Cedric—, la suerte está declarada contra nosotros. ¿No tratáis
de tomar una lanza?
—Mañana tomaré parte en la melée... ¡El torneo de hoy no merece que uno se
incomode en ponerse la armadura!
Cedric recibió una nueva mortificación con esta respuesta, tanto por la palabra
normanda melée que usó Athelstane, y que tan mal sonaba en boca de un sajón, como
por el poco interés que tomaba en la derrota de sus compatricios. Pero era Athelstane,
y el profundo respeto con que Cedric lo miraba ahogó el justo resentimiento que este
incidente suscitó en el ánimo del fogoso Cedric. Iba a contestar; pero lo impidió
Wamba diciendo:
—¡Sin duda que es mucho más glorioso ser el primero entre ciento que entre dos!
Athelstane tomó como un elogio tan irónico insulto; pero Cedric, a quien no se
escondió la malicia del bufón, le lanzó una severa mirada; y no le dio más evidente
www.lectulandia.com - Página 63
prueba de su desagrado en consideración al sitio y a la ocasión.
Seguía La pausa del torneo, sin otra interrupción que Las voces de los heraldos,
que gritaban: ¡Amor a Las damas; quiébrense lanzas; ánimo, valientes caballeros; los
ojos de Las hermosas os contemplan! A estas aclamaciones respondió la música
marcial dando señales de triunfo desde las tiendas de campaña, y con sus bárbaros
ecos continuaban anunciando el reto, que nadie aceptaba. Todos murmuraban, y
particularmente los ancianos caballeros, que lo hacían en voz baja, acerca de La
decadencia del valor en la generación moderna, tan poco conforme con el valor que
en sus tiempos reinaba en la juventud. Pero esta falta de espíritu marcial la achacaban
a la escasez de damas hermosas, que antes abundaban para coronar con sus lindas
manos la frente de sus vencedores.
Ya determinó el Príncipe Juan adjudicar el premio a Brian de Bois-Guilbert y
disponer que se sirviese el banquete de costumbre, porque encontró más razón en su
favor, pues sin mudar lanza desmontó tres caballeros.
Acababa la banda oriental una de sus sonatas de guerra, cuando un solo clarín
contestó a la llamada de desafío. Todos los ojos se dirigieron al lado de donde salió el
eco del clarín para ver quien era el nuevo campeón que se presentaba en La liza. Se
abrieron las barreras, y entró en la palestra un guerrero, el cual, por lo que parecía, a
pesar de La armadura, era un hombre de mediana corpulencia y no muy fuerte ni
robusto. Vestía una magnífica armadura de brillante acero embutida en oro, y en su
escudo llevaba por divisa una tierna encina desarraigada, con un mote español que
decía: desheredado. Montaba un hermoso y fuerte caballo negro, y al dar la vuelta
alrededor del circo saludó al Príncipe y a las damas bajando la lanza hasta la arena
con la mayor gracia y soltura.
La destreza con que manejaba el brioso corcel y cierto aire juvenil que denotaba
su talante, le granjearon el favor de la mayoría de los espectadores; tanto, que muchos
de ellos, particularmente entre las clases inferiores, le gritaban: ¡Tocad el escudo de
Ralfo de Vipont, del caballero hospitalario! ¡Es el menos firme en la silla! ¡Con ése
podrás salir mejor librado!
En medio de estas advertencias marchaba el desheredado hacia la plataforma, y,
con asombro de los espectadores, se dirigió al pabellón del centro e hirió con la punta
de la lanza el escudo del caballero Brian de Bois-Guilbert: esto indicaba que el
combate debía ser a muerte. Al resonar el golpe en los cuatro ángulos de la palestra
manifestaron todos los espectadores el mayor asombro, el cual, a pesar de ser tan
grande, no pudo llegar al del mismo caballero retado por tan hostil señal a combate
de muerte.
—¿Os habéis confesado? —preguntó el templario con amarga sonrisa—. ¿Habéis
oído misa esta mañana, vos que con tan poca ceremonia venís a exponer la vida?
—Mejor dispuesto vengo a morir que podéis estar vos —contestó el desheredado,
www.lectulandia.com - Página 64
que sólo con este nombre se hizo inscribir en los libros del torneo.
—¡En ese caso, ve a tomar tu puesto, y contempla el sol por última vez, que esta
noche has de dormir en el Paraíso!
—Agradezco tu cortesía, y, en cambio, te aconsejo que tomes otra lanza y nuevo
caballo, pues yo te juro por mi honor que has menester ambas cosas.
Después de haber dicho estas palabras con tono sereno y confiado fue a tomar
puesto en la palestra haciendo que su caballo bajase hacia atrás todo el espacio de la
plataforma hasta la liza, la cual recorrió del mismo modo hasta el ángulo del Norte,
en el cual se detuvo para esperar a su antagonista. El público aplaudió con el mayor
entusiasmo aquella prueba evidente de la destreza que en equitación poseía el
desheredado.
El templario empezó a prepararse para el combate; y si bien estaba frenético de
cólera, no por eso dejó de tomar las precauciones que le aconsejara su adversario.
Estaba tan comprometido su honor que no podía desatenderse de ninguna
circunstancia que pudiera ayudarle a vencer a un competidor tan presuntuoso. Por
tales razones mudó de caballo, tomando uno brioso e intrépido, se hizo llevar la más
fuerte lanza del astillero, y, por último, sus escuderos le pusieron en las manos un
nuevo escudo, porque en el torneo se había abollado algún tanto el que anteriormente
le había servido. El primero llevaba pintado por divisa un caballo con dos jinetes,
emblema que representa la humildad y primitiva pobreza de los templarios, y el
segundo llevaba por emblema un cuervo a vuelo desplegado, con un cráneo en las
garras, y un mote que decía: ¡Guarda el cuervo!
Luego que ambos caballeros estuvieron frente a frente los espectadores guardaron
un profundo y universal silencio, mirando a los dos con una atención tan ansiosa que
es imposible describirla. Todos los espectadores hacían votos por el desheredado;
pero ninguno creía que venciese a Brian de Bois-Guilbert.
Apenas se oyó el canto de guerra de los clarines, cuando los dos caballeros
partieron de su puesto con la rapidez del relámpago y se encontraron en el centro de
la palestra, con tan horroroso golpe, que sólo puede compararse al estampido del
trueno. Las lanzas volaron por los aires en menudas piezas, y aun los jinetes
amenazaron ruina; pues los corceles, sin poder resistir tan desaforado golpe, se
replegaron y doblaron sobre el cuarto trasero. Pero ambos caballeros se sirvieron tan
diestramente de la brida y las espuelas, que hicieron recobrar a sus caballos el puesto
que les correspondía. Los dos rivales se miraron con ojos que arrojaban fuego por las
rejillas de las viseras de los yelmos, y, como de común acuerdo, volvieron riendas y
fueron a ocupar nuevos puestos, en los cuales tomaron de mano de los asistentes
nuevas lanzas.
Unánimes aclamaciones poblaron los aires con sus ecos, e hicieron ver el interés
que todos tomaban por tan bizarro encuentro. De pronto se suspendió el alegre
www.lectulandia.com - Página 65
estrépito y el tremolar de fajas y pañuelos, quedando en un repentino silencio todo el
concurso. Esta era señal de que los combatientes estaban en su puesto respectivo; y
apenas habían transcurrido algunos minutos, durante los cuales no pudieron
recobrarse del encuentro pasado, cuando, haciendo nueva señal el Príncipe con su
bastón de mando y dando los clarines por segunda vez el toque de ataque, con la
misma velocidad y destreza que ese primer encuentro se unieron los campeones en
medio de la palestra; pero con diverso resultado.
En este segundo choque el templario dirigió su lanza al centro mismo del broquel
del desheredado, hiriéndole con tanta exactitud y fuerza, que la lanza saltó
pulverizada, siendo tal el empuje de Bois-Guilbert, que su adversario cedió hacia la
grupa del caballo, pero sin la silla. También el campeón desconocido asestó su golpe
al broquel o escudo del templario; mientras cambiando repentinamente de dirección
en el mismo momento del choque, la dirigió al yelmo, punto infinitamente más difícil
de acertar; pero que, una vez acertado, inutilizaba al contrario con la fuerza de su
empuje. A pesar de tan notable desventaja sostuvo el templario su alta reputación,
pues aunque se bamboleó en la silla, no la hubiera tal vez perdido si no hubiesen
estallado las cinchas con la violencia del porrazo, de cuya circunstancia resultó que
caballo y caballero fueron rodando por la arena.
Desembarazarse de los estribos y caballo y estar de pie amenazando con la espada
a su contrario, fue para el caballero del Temple obra de un minuto: tal era la
confusión que en él ocasionaba su derrota y las aclamaciones que por todas partes
prodigaban a su contrario. El caballero desheredado echó pie a tierra y desenvainó su
acero; empero los maestres de campo, apretando las espuelas a sus caballos, se
interpusieron, recordándoles que las leyes del torneo no permitían en aquella ocasión
y sitio aquel género de combate.
—¡Ya nos encontraremos en parte que no haya quien pueda dividirnos! —dijo el
templario arrojando sobre su adversario una mirada de fuego, intérprete fiel de la ira
y el odio que le inspiraba.
—No será culpa mía si eso no se verifica —contestó el desheredado—. ¡A pie, a
caballo, con hacha, espada o lanza, siempre me hallarás dispuesto a combatir contigo!
Siguieran en su acalorado diálogo, a no ser porque los maestres de campo
cruzaron entre los dos sus lanzas y los obligaron a separarse. El desheredado fue a
ocupar su puesto, y Bois-Guilbert se retiró a su tienda, en la cual permaneció el resto
del día entregado a la más atroz desesperación.
Sin bajarse del caballo, el vencedor pidió un vaso de vino, y desatando el
barboquejo o parte inferior del yelmo, dijo en voz alta:
—¡Yo brindo a la salud de los verdaderos ingleses, y a la confusión de la tiranía
extranjera!
En seguida mandó tocar una llamada de desafío, y encargó a un heraldo que
www.lectulandia.com - Página 66
manifestase a los mantenedores que su intención era justar con todos ellos
sucesivamente, en el orden que quisieran presentarse.
Fiado "Frente de buey" en su fuerza y en su gigantesca estatura, pidió salir el
primero a la palestra. Llevaba un fuerte escudo con una cabeza negra de buey sobre
campo de plata, muy deteriorado por el prodigioso número de golpes que había
recibido. Encima de ella se divisaba el arrogante mote, que en latín decía: Cave
adsum; es decir, ¡Cuidado; heme aquí! El desheredado obtuvo sobre este caballero
una ventaja ligera, pero decisiva: los dos quebraron lanzas con gallardía y acierto;
mas Frente de buey fue declarado vencido, porque perdió un estribo en uno de los
encuentros.
No fue más desgraciado el desconocido caballero en su combate con sir Felipe de
Malvoisin, a quien hirió tan fuertemente en el yelmo que saltaron las hebillas, y si no
llegó a medir la tierra, fue porque, libre del yelmo, pudo manejar con menos
dificultad su caballo; pero quedó vencido.
Donde demostró el desheredado qué era tan cortés como valiente fue en el
encuentro que tuvo con sir Hugo de Grand Mesnil. El caballo de éste era un fogoso
potro, el cual arrancó su carrera con tan extraordinaria violencia, que le fue imposible
al caballero hacer uso de su lanza, ni aun darle dirección. El desheredado, bien lejos
de aprovechar tan desgraciada circunstancia para su contrario, alzó su lanza,
pasándola por encima del yelmo de su adversario, y dando a entender con tan noble
acción que no había querido herirle. Volvió a su puesto, desde el cual invitó al
caballero de Grand-Mesnil por medio de un heraldo a un segundo encuentro; pero
aquel caballero lo rehusó, diciendo que se confesaba tan vencido por destreza como
por la cortesía de su adversario.
Raub de Vipont fue el último que se presentó en la palestra, y salió de la silla del
mismo modo que el pastor arroja con mortal silbido la piedra de la honda. Comenzó a
arrojar sangre por boca y narices, y sus escuderos lo condujeron a su tienda sin
sentido.
Con entusiásticas aclamaciones recibió el público la noticia de que el Príncipe y
los mariscales del torneo habían declarado unánimemente que el caballero
desheredado era el único que merecía el honor de aquel día, por lo cual fue nombrado
vencedor.
www.lectulandia.com - Página 67
IX
Su porte majestuoso por reina del torneo la proclama.
DRIDEN
www.lectulandia.com - Página 68
—Vuestra Alteza —dijo Fitzurse— no honrará debidamente al vencedor si le
detiene hasta adquirir noticias que no son fáciles de encontrar. Al menos yo no
encuentro dato alguno para fundar mis conjeturas. Como no sea el desconocido
alguna buena lanza de Las que acompañaron al rey Ricardo a la Tierra Santa...
Porque ya van regresando a Inglaterra.
—Tal vez será el conde de Salisbury —dijo De Bracy—, que es de la misma
estatura que el desheredado.
—Más bien será sir Tomás de Multou, el caballero de Gisland —replicó Fitzurse
—. Salisbury es mucho más corpulento.
—Puede haber enflaquecido en Palestina —repuso De Bracy.
—¿Si será el Rey en persona? —dijo una voz que nadie notó de donde había
salido—. ¿Si será el mismo Corazón de León?
—¡No lo quiera Dios! —exclamó involuntariamente el Príncipe, pálido como la
muerte y tembloroso cual si le hubiera aterrado el terrible fragor de repentino trueno
—. ¡Waldemar, De Bracy —prosiguió—, valientes caballeros, os recuerdo Las
promesas de manteneros firmes y leales!
—Por ahora estamos fuera de todo riesgo. ¿Habéis olvidado Las atléticas y
membrudas formas de vuestro hermano? ¿Podéis pensar que el cuerpo de Ricardo
quepa en los límites estrechos de aquella armadura? De Wyvil, Martival, acercad el
vencedor al trono del Príncipe para desvanecer Las dudas que le han hecho salir al
rostro los colores. Mírele de cerca Vuestra Alteza, y notará que tiene tres pulgadas
menos de estatura, y que asimismo le faltan seis para ser tan ancho de hombros como
el Rey. No hubiera aguantado el caballo del desheredado más de una carrera si
hubiera llevado por jinete al rey Ricardo.
Aun estaba hablando Waldemar, cuando llegó el caballero conducido por los
maestres de campo. Tan turbado estaba el Príncipe al considerar que era posible que
hubiera regresado ya a Inglaterra un hermano a quien tantos favores debía y con
quien tan fementido e ingrato se había mostrado, que no quedó convencido a pesar de
ver comprobadas las razones que le diera Fitzurse. Al tiempo que pronunciaba ciertas
breves palabras alabando el valor del desheredado y mandaba que le entregasen el
caballo que servía de galardón, temblaba extraordinariamente, temiendo que de la
visera saliese la sonora voz del formidable Corazón de León.
Mas el caballero vencedor no pronunció palabra alguna, contentándose con hacer
al Príncipe una profunda reverencia.
Dos escuderos magníficamente vestidos condujeron el caballo, cubierto con un
suntuosísimo arnés militar; pero este rico adorno nada aumentaba el precio del
magnífico caballo. El desheredado puso la mano sobre el arzón delantero, y de un
salto se puso sobre la silla, sin servirse del estribo; en seguida blandió la lanza con la
mayor destreza, y recorriendo dos veces el círculo que formaba la palestra hizo lucir
www.lectulandia.com - Página 69
la hermosura y el vigor del magnífico corcel con toda la inteligencia de un perfecto
jinete.
Pudiera atribuirse esta ostentación al deseo de hacer brillar su destreza en la
equitación; pero todos creyeron que el único objeto que se propuso el caballero al dar
aquella pública muestra de su pericia fue hacer lucir la munificencia del Príncipe, que
con tan rico presente le había favorecido. Por ambas razones, sin duda, aplaudieron
con el mayor extremo al desheredado.
A este tiempo habló ciertas palabras el prior Aymer al oído del Príncipe, a fin de
recordarle que el campeón debía dar una prueba de su buen gusto eligiendo entre
tanta hermosa dama la que debía ocupar durante aquellas fiestas el trono de la belleza
y de los amores, reina que debía coronar por su mano al vencedor del segundo día.
Con este oportuno recuerdo, el Príncipe hizo una seña con su bastón de mando al
tiempo que iba a pasar por delante de él el caballero desheredado. Este paró de
pronto, bajó hasta al suelo el hierro de su lanza, y pasó repentinamente del estado de
una extraordinaria agitación al de una estatua ecuestre.
Los espectadores no pudieron menos de repetir estrepitosos aplausos por la
admirable fuerza y prontitud con que supo reducir al fogoso caballo de la violencia
del galope tendido a un estado de absoluta inmovilidad.
—Señor caballero desheredado —dijo el Príncipe—, puesto que es éste el único
título que por ahora puedo daros: una prerrogativa de vuestro triunfo es La de elegir
La bella dama que debe presidir La fiesta de mañana como reina del amor y de La
belleza. Si sois extranjero en este país, no llevaréis a mal que os indique que lady
Alicia, hija de nuestro valiente caballero Waldemar Fitzurse, es la belleza que ocupa
el primer puesto en nuestra corte hace largo tiempo. No obstante esta advertencia,
como es prerrogativa vuestra el dar esta corona a quien mejor os agrade, será
completa y admitida La elección que hagáis, sea cualquiera la noble dama en quien
recaiga. Levantad vuestra lanza.
Obedeció el caballero, y el Príncipe colocó en la punta una elegante diadema con
un círculo de oro, sembrado alternativamente de corazones y puntas de flechas, a
guisa de las bolitas y hojas de fresa que ornan la corona ducal.
Al indicar el Príncipe al caballero que podía elegir a la hija de Waldemar Fitzurse
dejó manifiesta la mezcla de presunción, astucia, desidia y bajeza propias de su
carácter. Por una parte quiso hacer olvidar a los cortesanos sus chanzas poco decentes
acerca de La judía Rebeca, y por otra quiso lisonjear La vanidad del altivo Fitzurse,
de quien tenía desconfianza, y aun temor, porque era su más necesario favorito y
había varias veces desaprobado La conducta del Príncipe en Las ocurrencias de
aquella mañana. También deseaba captarse el afecto de lady Alicia, porque no era
menos licencioso que afecto a la ambición. Pero el deseo que le dominó
completamente al hacer aquella advertencia al desheredado, a quien miraba con
www.lectulandia.com - Página 70
involuntaria repugnancia, fue el de suscitar contra el campeón el resentimiento de
Fitzurse, si, como era muy fácil, no elegía La dama que le había sido indicada por el
Príncipe.
En efecto; el valiente campeón pasó por delante de lady Alicia de Fitzurse, que
mostraba entonces todo el orgullo de una beldad que no teme que la eclipse otra
alguna. El caballero iba sujetando el paso del precioso caballo, y examinando
detenidamente una por una las damas que formaban tan hermoso conjunto.
Eran dignos de notarse los ademanes de las ladies que adornaban La galería. Unas
manifestaban en su rostro el más vivo carmín; otras se armaban de una seriedad
imperturbable; otras fijaban la vista a larga distancia, como si no hubieran reparado
en el campeón, y algunas sonreían con afectada indiferencia. No faltaron algunas que
ocultaron el rostro con el velo; pero, según el manuscrito que nos suministra estos
detalles, eran hermosuras añejas, que habían recibido aquellos homenajes en su
primera juventud, por lo cual renunciaban sus derechos al trono en favor de las
nuevas hermosas.
Por fin el vencedor detuvo su caballo delante del balcón en que se hallaba lady
Rowena, y los ojos de todos los circunstantes se fijaron al momento en ella.
Es preciso convenir en que si el caballero hubiera podido conocer los votos que
en su favor formaban los que ocupaban aquel balcón, esta sola circunstancia le
hubiera hecho preferir a aquella dama. Porque Cedric el Sajón, fuera de sí de gozo al
ver el desastre de sus desatentos vecinos Malvoisin y Frente de buey, así como
también el de Brian de Bois-Guilbert, había estado durante los reiterados encuentros
con la mitad del cuerpo fuera de la barandilla, siguiendo con sus miradas y ademanes
todos los movimientos del héroe que los había derrotado. El interés de lady Rowena
no había sido menos vehemente, aunque más disimulado; y aun el indolente
Athelstane había mostrado algo más de energía apurando una gran copa de generoso
vino en honor del caballero desheredado.
Debajo de aquella galería se divisaba un grupo que no había dado menos pruebas
de inquietud durante el combate.
—¡Padre Abraham! —dijo Isaac de York al encontrarse el templario con el
desheredado—. ¡De qué modo trata al pobre caballo! ¡Él es, hija mía! Observa el
porte noble y valiente de ese nazareno pero ¡qué poco cuida de un caballo que a tanta
costa ha sido conducido desde las arenas de la Arabia! ¡Lo mismo le trata que si le
hubiera hallado en medio de un camino! ¡Y la costosa armadura que tantos cequíes ha
costado a José de Pereira, el de Milán, sin contar el setenta por ciento de ganancia!
—Pero, padre mío —dijo Rebeca—, ¿cómo queréis que tenga cuidado de su
armadura y caballo, cuando tanto necesita con su cuerpo, expuesto a tan terribles
golpes?
—¡Hija —contestó Isaac—, tú no entiendes de eso! Los miembros de su cuerpo
www.lectulandia.com - Página 71
son suyos, y puede hacer de ellos lo que le acomode; pero el caballo y la armadura
son de... ¡Bienaventurado Jacob! ¿Qué es lo que yo iba a decir? ¡No, no; excelente
mancebo! Observa, Rebeca: ahora va a pelear con el filisteo. ¡Ruega a Dios que le
saque con bien, y... también a su caballo y armadura! ¡Dios de Moisés! ¡Ganó y el
filisteo incircunciso ha cedido al empuje de su lanza, como Og, rey de Bashan, y
Sihon, rey de los Amonitas, sucumbieron bajo las armas de nuestros padres! ¡No hay
duda; suyos son los despojos del vencido! ¡El oro, la plata, el caballo, la armadura de
bronce y acero!
Con igual ansiedad observó el judío todas las demás ocurrencias del torneo, sin
perder ocasión de calcular la ganancia que podía resultarle al desheredado de cada
combate en que salía victorioso.
Sea por efecto de indecisión o por otro motivo, el campeón se mantuvo inmóvil
por espacio de algún tiempo, en tanto que sin respirar observaban los espectadores el
más imperceptible de sus movimientos. Poco después se adelantó respetuosa y
lentamente hacia el balconcillo y colocó la corona que llevaba en el hierro de la lanza
a los pies de la hermosa lady Rowena. Al momento resonaron los clarines, y los
heraldos proclamaron a la bella sajona reina de los amores y de la hermosura para la
fiesta del siguiente día, amenazando con graves penas a los que no acatasen
debidamente su momentánea autoridad. En seguida exclamaron; ¡Generosidad,
generosidad, valientes caballeros! Cedric fue el primero que, lleno de orgullo y
satisfacción, derramó profusamente el oro y la plata, Athelstane le imitó; pero tardó
algo más en decidirse.
El triunfo de lady Rowena excitó murmullos entre las damas normandas, que
nunca habían sido pospuestas a las sajonas, así como los caballeros de igual
descendencia no estaban acostumbrados a sucumbir bajo la lanza de un sajón en los
heroicos ejercicios inventados por los mismos normandos. Pero este descontento
quedó ahogado entre los populares gritos de: ¡Viva lady Rowena legítima reina del
amor y de la belleza!; y aun añadieron: ¡Vivan los príncipes sajones! ¡Viva la ilustre
familia del inmortal Alfredo!
A pesar de lo desagradable de estas voces para los oídos del príncipe Juan y sus
cortesanos, le fue forzado confirmar el nombramiento del vencedor. En seguida
montó en un soberbio caballo, y acompañado de su comitiva entró en el palenque;
cuando llegó al sitio que ocupaba lady Alicia le dirigió algunos galantes
cumplimientos, y dijo a los que le rodeaban: —¡Por el santo de mi nombre, que si las
hazañas de ese caballero prueban que es hombre de valor, su elección manifiesta
claramente su propio gusto!
En esta ocasión, como en toda su vida, tuvo el Príncipe la desgracia de no conocer
el carácter de aquellos cuyo afecto deseaba granjearse. Waldemar Fitzurse se
mortificó al escuchar la franqueza con que Juan Sin Tierra emitió su opinión con
www.lectulandia.com - Página 72
respeto al desaire que su hija Alicia había recibido; así es que contestó al Príncipe:
—De todos los derechos que da la Caballería, ninguno hay más preciso ni más
inviolable que el que tiene cada caballero de fijar todos sus pensamientos en la dama
que ha sabido cautivar su corazón. No tiene mi hija privilegio alguno de que las otras
damas no puedan disfrutar; pero su jerarquía y esfera no la tendrá expuesta a
mendigar los homenajes que le son debidos.
El Príncipe nada contestó a tan disimulada reconvención; apretó las espuelas a su
caballo tratando de ocultar su bochorno, y de un ligero salto se colocó en la galería
que ocupaba lady Rowena, la cual tenía aún a los pies la corona del mismo modo que
la dejara el caballero vencedor.
—Recibid —le dijo—, hermosa señora, el emblema de vuestra soberanía, que
nadie con más sinceridad que yo reverencia y acata. Si os dignáis honrar el banquete
que hemos dispuesto en el palacio de Ashby, en compañía de vuestro noble padre y
amigo, tendremos el honor de admirar más cerca los atractivos de la soberana a quien
hemos de dedicar mañana nuestros servicios. Rowena nada contestó; más Cedric
respondió en sajón lo siguiente:
—Lady Rowena desconoce el idioma en que debiera con testar a vuestra cortesía
y presentarse dignamente al banquete a que os dignáis invitarla. El noble Athelstane y
yo no conocemos tampoco otro idioma que el de nuestros padres: por consiguiente,
no podemos aceptar vuestro favor. No obstante esto, mañana ocupará lady Rowena el
puesto que ha sido llamada por la libre y espontánea elección del caballero vencedor,
que ha sido confirmada por las reiteradas aclamaciones del pueblo.
Dicho esto levantó la diadema, y la colocó en las sienes de la bella sajona en señal
de que aceptaba la autoridad de reina del torneo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el Príncipe afectando que desconocía la lengua
sajona, a pesar de que la hablaba tan bien como la normanda.
Varios de sus cortesanos se apresuraron a repetirle en francés las palabras de
Cedric.
—¡Está bien! —contestó—. ¡Mañana colocaremos en el trono a esta reina muda!
Y vos, señor caballero, ¿tendréis la bondad de acompañarme en la mesa?
El caballero desheredado rompió por primera vez el silencio, y con voz baja y
breves razones rehusó cortésmente la oferta del Príncipe, alegando la mucha fatiga
que le habían ocasionado los reiterados encuentros de aquel día, y que deseaba
descansar para hallarse dispuesto al combate del siguiente.
—Como gustéis —respondió el Príncipe con visible enejo—. No estoy
acostumbrado a sufrir tanta repulsa. Sin embargo, procuraré comer bien, aunque no se
dignen acompañarme el campeón victorioso ni la electa soberana.
Al momento salió de las barreras seguido de su numerosa y brillante comitiva, y
el concurso empezó a dispersarse.
www.lectulandia.com - Página 73
Los resentimientos inseparables del orgullo ofendido agitaban terriblemente el
espíritu del Príncipe, aún más amargos cuando se encuentran unidos al conocimiento
de las propias faltas.
—Pocos pasos había caminado, cuando fijó sus ceñudas miradas en el arquero
que por la mañana le había irritado, y dirigiéndose al centinela que más cerca estaba,
le dijo:
—¡Cuidado; no le dejes escapar!
El robusto montero toleró la irritada vista del Príncipe con la misma inalterable
firmeza que había manifestado por la mañana.
—No tengo ánimo —dijo— de marchar de Ashby hasta pasado mañana. Deseo
ver cómo se portan los tiradores del país, porque los hay buenos.
—¡Veremos —contestó el Príncipe dirigiéndose a los de su comitiva— cómo se
porta él mismo! ¡Y cara ha de costarle la función si su habilidad no es tanta como su
insolencia!
—¡Ya no es tiempo —dijo De Bracy— de hacer un ejemplar con esos villanos!
Waldemar Fitzurse, que probablemente conocía cuán mal efecto producían en el
pueblo inglés estas imprudencias del hermano de Ricardo, guardó silencio y se
contentó con encogerse de hombros. El Príncipe siguió su camino hacia el palacio de
Ashby, y un cuarto de hora después se había dispersado totalmente el concurso.
Cruzaban los espectadores la llanura en cuadrillas más o menos numerosas, según
los puntos a que se dirigían. La mayor parte encaminaban sus pasos a la ciudad de
Ashby, porque muchos eran distinguidos personajes que al ir al torneo habían cuidado
de tener dispuesto alojamiento en el castillo o en Las casas de los principales
habitantes de la ciudad.
A esta clase pertenecían algunos de los caballeros que habían tomado parte en el
torneo de aquel día y varios de los que se disponían a pelear en el siguiente: todos
hablaban de las ocurrencias de la justa, y eran saludados por el pueblo con
entusiasmo. También vitorearon al príncipe Juan, porque el número y brillantez de su
acompañamiento deslumbraba.
Más sinceros, generales y bien merecidos fueron los aplausos que de todas partes
prodigaban al caballero vencedor; tanto, que, deseoso de evitar Las curiosas miradas
del público, entró en uno de los pabellones colocado a la extremidad de la palestra,
cuyo uso había sido ofrecido con La mayor cortesía por los maestres de campo.
Entonces se retiraron desesperados los curiosos que le habían seguido con el
objeto de examinarle de cerca y formar conjeturas acerca de quién podía ser tan
misterioso caballero.
Al extraordinario alboroto ocasionado por tanta diversidad de gentes reunidas en
un solo punto sucedió el distante y confuso murmullo de Las familias y amigos que
reunidos se alejaban por todos los caminos. A este sordo rumor sucedió un sepulcral
www.lectulandia.com - Página 74
silencio, interrumpido por los operarios que recogían las alfombras y almohadones de
Las galerías, y que alegremente dividían los restos de los manjares y refrescos de que
se habían provisto los espectadores.
A cierta distancia de Las barreras se habían erigido algunas fraguas, y al
anochecer comenzó a sentirse el martilleo de los armeros que habían de ocuparse toda
la noche en reparar Las armaduras que habían sufrido en los encuentros de aquel día
y habían de resistir algunos más en el torneo del siguiente.
Un grueso destacamento de hombres de armas se relevaba de dos en dos horas, el
cual se mantuvo toda la noche custodiando el lugar del combate.
www.lectulandia.com - Página 75
X
Sobre el lecho de muerte el agorero búho esparce negro duelo con su
canto nocturno.
www.lectulandia.com - Página 76
empleados en más dignos y valientes caballeros. Aquí quisiera terminar mi discurso;
pero soy verdaderamente un caballero desheredado, como indica mi divisa: por tanto,
me veo en la necesidad de suplicarles que rescaten caballos y armaduras según su
cortesía les dicte, porque ni aun puedo decir que es mía la que he usado en el torneo.
—Estamos autorizados —dijo el escudero de "Frente de buey"— para ofreceros
cada uno cien cequíes.
—La mitad de la suma hasta para satisfacer mis necesidades más urgentes. La
otra mitad se dividirá en dos partes; una para vosotros, y otra para los heraldos,
músicos y demás asistentes del torneo.
Los escuderos saludaron respetuosamente al caballero dándole gracias por su
generosidad, poco común entre los campeones. Enseguida el desheredado se dirigió
al escudero Balduino de Oiley y le dijo:
—No acepto armas ni rescate de vuestro amo el caballero Brian de Bois-Guilbert.
Decidle de mi parte que nuestro combate no está terminado, ni puede estarlo sino
cuando hayamos combatido con lanza y espada, puesto que habiéndome él desafiado
a un combate a muerte, no puedo olvidarlo; y decidle además que no lo miro como a
sus cuatro compañeros, pues con éstos alternaré en todos los actos de cortesía, sino
como a un hombre a quien debo considerar como mortal enemigo.
—Mi amo —respondió Balduino— sabe pagar un desprecio con otro desprecio;
una cortesía con otra cortesía. Pues que rehusáis recibir de mi amo el mismo rescate
que habéis admitido de los otros caballeros, dejaré aquí su caballo y su armadura,
porque estoy muy seguro de que nunca querrá servirse de ésta ni montar aquél.
—Habéis hablado, escudero, muy bien y con la firmeza que corresponde a quien
habla en nombre de su señor ausente. Mas, sin embargo, no dejéis el caballo ni las
armas; volvedlas a vuestro amo; si rehusare recobrarlas, guardadlas para vos pues que
habiéndolas conquistado yo os la regalo.
Balduino hizo un reverente saludo al caballero desheredado y se retiró con sus
compañeros.
—Y bien, Gurth —dijo el caballero—; ya ves que he sustentado la gloria de los
caballeros ingleses.
—Y yo —replicó Gurth—, aunque soy un pobre guardapuercos, ¿no he
desempeñado perfectamente el papel de escudero normando?
—Muy bien; pero temo mucho que ese aire y esas maneras que te son naturales te
descubran alguna vez.
—¡Bah! El único que podrá reconocerme será mi camarada Wamba, y ése no sé si
es más loco que maligno. Entretanto, no he podido menos de reírme cuando vi pasar
cerca de mí a mi antiguo amo, al considerar que está tan creído de que Gurth se halla
cuidando sus ganados en los bosques de Rotherwood. Pero si soy descubierto...
—Ya sabes, Gurth, lo que te he prometido.
www.lectulandia.com - Página 77
—Aunque me costara la vida, no faltaré a un amigo. Tengo tan dura la piel como
un verraco, y no me asustan los palos.
—Créeme, Gurth: yo te recompensaré del riesgo que corres por tu lealtad, y
entretanto, toma esas diez piezas de oro.
—¡Un millón de gracias! —respondió Gurth guardando el oro en el bolsillo y
exclamando—: ¡Estoy más rico que lo estuvo nunca un guardapuercos!
—Toma —le dijo el caballero— ese talego; marcha a Ashby, averigua dónde vive
Isaac de York, entrégale el caballo que me proporcionó prestado, y dile que se pague
del importe de la armadura, que también me dieron bajo su palabra.
—¡No, por San Dustán; no haré tal!
—¡Cómo, Gurth! ¿Desobedecerás mis órdenes?
—No, señor, cuando sean justas, razonables, tales que pueda un cristiano
ejecutarlas; y nada de eso tiene la que acabáis de darme. ¡Bueno fuera permitir que un
judío se pague por su mano! Eso no sería justo; sería engañar a mi amo. Y ved aquí
cómo no es ni razonable, ni justo, ni cristiano, pues sería lo mismo que despojar a un
fiel creyente para enriquecer a un judío.
—Ten presente que quiero tenerlo contento.
—¡Confiad en mí! —replicó Gurth poniendo el talego debajo de su capa y
saliendo de la tienda—. ¡Malhaya yo si no le contento dándole la cuarta parte de lo
que me pida!
Y diciendo esto se dirigió con toda diligencia a Ashhy, dejando al caballero
desheredado en libertad de entregarse a serias y desagradables reflexiones, de que
ahora no es oportuno hablar.
Trasladaremos la escena a Ashby, o más bien, a una casa de campo inmediata,
perteneciente a un rico judío, en la que Rebeca y sus criadas habían establecido su
alojamiento conforme a la hospitalidad que ejercen mutuamente entre sí los judíos
con tanta generosidad cuanta es, por el contrario, la ambición con que tratan a los
cristianos.
En un cuarto reducido, pero magníficamente amueblado al gusto oriental, estaba
Rebeca sobre almohadones bordados colocados en una tarima poco elevada que
rodeaba la sala, y formaban una especie de sillas de respaldo al estilo español. Desde
aquel punto Rebeca seguía con miradas llenas de ternura filial los movimientos de su
padre, que paseaba la sala con aire abatido y consternado tan pronto juntando Las
manos, tan pronto mirando al cielo como hombre que se halla agitado por gran
pesadumbre.
—¡Bienaventurado Jacob! —exclamó—. ¡Oh vosotros, los santos patriarcas,
padres de nuestra nación! ¡Qué desgracia para un hombre que constantemente ha
cumplido con la más rígida escrupulosidad la ley de Moisés! ¡Cincuenta cequíes
arrancados de un golpe por Las uñas de un tirano!
www.lectulandia.com - Página 78
—Pero, padre mío —dijo Rebeca—, me parece que habéis dado por vuestra
voluntad ese dinero al Príncipe.
—¡Voluntariamente! ¡Caigan sobre él todas Las plagas de Egipto!
¡Voluntariamente! ¡Sí; de tan buena gana como arrojaba por mis manos al mar en el
golfo de Lión mis mercancías por aligerar el navío en que veníamos para que no se
sumergiese! ¡Mis telas de sedas preciosas tapizaban Las olas, y mis vasos preciosos
de oro y plata fueron a aumentar Las riquezas del fondo del mar! ¿No era aquel un
momento de angustia inexplicable, aunque por mis propias manos hacía el sacrificio?
—Pero se trataba, padre mío, de salvar nuestra vida, y después ha bendecido el
Dios de Israel vuestros intereses y os ha colmado de riquezas.
—Pero si el tirano vuelve a meter la mano, como lo hizo esta mañana
despojándome enteramente, y me obliga a reír... ¡Oh hija mía! Somos una raza errante
y desheredada; pero la mayor de nuestras desgracias es que cuando nos injurian,
cuando nos roban, todos se ríen, y no nos queda otro recurso que la paciencia y la
humildad, aunque debíamos vengarnos con valor y firmeza.
—¡No digáis eso, padre mío! También tenemos nuestras ventajas. Estos gentiles
tan implacables y tan crueles dependen en alguna manera de los hijos de Sión, tan
despreciados y perseguidos. Sin el recurso de nuestras riquezas, no podrían hacer
frente a los gastos de una guerra ni a los triunfos de la paz: el dinero que les
prestamos vuelve con ganancia a nuestros cofres. Somos como el césped, que nunca
está más florido que cuando se ve atropellado. Buena prueba es la fiesta de hoy, que
no hubiera podido celebrarse sin el auxilio de los pobres judíos que han prestado el
dinero para los gastos.
—¡Acabas, hija mía, de tocar una cuerda que suena muy mal en mis oídos! ¡Ese
hermoso caballo, esa rica armadura son parte de mis ganancias en el negocio que he
hecho por mitad con Kirgath Jairam, de Leicester, y constituyen la totalidad de mis
utilidades de una semana; es decir, el intervalo de uno a otro sábado! ¡Quién sabe si
tendrá tan mal resultado como los electos que tuve que arrojar al mar! ¡Pérdida sobre
pérdida! ¡Ruina sobre ruina! Sin embargo, acaso acabará mejor este negocio, porque
ese hombre me parece caballero de honor.
—Sin duda, padre mío. ¿Os habéis olvidado el beneficio que os dispensó ese
caballero extranjero?
—Yo lo creo, hija mía, y creo también en la reconstrucción de Jerusalén; pero con
tanta razón puedo esperar ver con mis propios ojos las paredes del nuevo templo,
como ver a un cristiano... al mejor de todos los cristianos... pagar una deuda a un
judío sin tener antes a la vista el temor de la prisión y de los cerrojos.
Continuaba agitado su ánimo; y viendo Rebeca que sus esfuerzos para consolarle
sólo servían para darle nuevos motivos de sentimiento, calló por prudencia: conducta
muy sabía que aconsejamos a todos los que quieran consolar o aconsejar a otros.
www.lectulandia.com - Página 79
Acababa de anochecer, cuando un criado judío entró en el cuarto y puso sobre la
mesa dos lámparas de plata llenas de aceite perfumado, entretanto que otros dos
criados llevaban una mesa de ébano negro incrustada de adornos de plata y cubierta
con refrescos y vinos exquisitos; porque los judíos de ningún modo a sus solas son
enemigos del lujo.
Uno de aquellos dos criados anunció al mismo tiempo que un nazareno (así
nombran los judíos a los cristianos) quería hablarle; y como todo el tiempo del
comerciante es del público, dejó Isaac sobre la mesa, sin haberla tocado, la copa llena
de vino de Grecia que tenía en la mano, y encargando a Rebeca que se echase el velo,
mandó que entrase el que lo buscaba.
Apenas Rebeca tuvo tiempo de cubrirse su rostro encantador con el velo de gasa
de plata que bajaba hasta los pies, cuando se abrió la puerta y se presentó Gurth
embozado en su gran capa normanda. Parecía algo sospechoso, porque su exterior no
le favorecía, pues en vez de quitarse el sombrero, se le encasquetó más.
—¿Sois —preguntó Gurth— el judío Isaac de York?
—Si —respondió Isaac, también en idioma sajón, porque su comercio le había
obligado a aprender todos los que se hablaban en Inglaterra—. ¿Cómo os llamáis? —
dijo a Gurth.
—¡Mi nombre no os importa!
—Yo necesito saberlo, como vos habéis querido saber el mío, porque sin este
conocimiento no puedo tratar con vos ningún negocio.
—Yo no vengo a tratar de negocios: vengo a pagar una deuda, y está muy en el
orden que sepa si entrego el dinero al acreedor legítimo, mientras que a vos no os
importa saber el nombre del que os lo trae.
—¿Venís a pagarme una deuda? ¡Oh; eso es otra cosa! ¡Bienaventurado
Abraham! ¿Y de parte de quién venís a pagarme?
—De parte del caballero desheredado, del vencedor del torneo que acaba de
celebrarse. Traigo el precio de la armadura que por vuestra recomendación le vendió
fiada Kirgath Jairam, de Leicester. El caballo lo he dejado en la caballeriza de esta
casa. ¿Cuánto debo por el resto de todo?
—¡Bien decía yo que era un caballero honrado! —exclamó Isaac lleno de júbilo
— ¡No os hará mal un vaso de vino!—dijo presentando al guardapuercos de Cedric
una copa de plata cincelada llena de un licor que jamás había gustado.—¿Y cuánto
dinero me traes? añadió.
—¡Virgen Santa! —exclamó Gurth—. ¡Y qué néctar beben estos perros infieles,
mientras que los buenos cristianos, como yo, no tienen casi nunca otra bebida que
una cerveza turbia, tan espesa cono la levadura que damos a los puercos! ¡Es verdad
que no he venido aquí con las manos vacías, y vos, aunque, judío, debéis de tener
conciencia!
www.lectulandia.com - Página 80
—Vuestro amo —dijo Isaac— ha hecho hoy un gran negocio. Cinco hermosos
caballos, cinco ricas armaduras ha ganado con la punta de su lanza y la fuerza de su
brazo.
Decidle de mi parte que me envíe todos esos trofeos y los tomaré en pago,
volviéndole el exceso que haya en su favor.
—Ya ha dispuesto de ellos —dijo Gurth.
—¡Ha hecho mal, muy mal! ¡Ya se conoce que no tiene práctica de mundo! No
hay aquí un cristiano que pueda comprar tantos caballos y armaduras, y no ha podido
hallar un judío que le dé la mitad de lo que yo le hubiera dado. Pero veamos. ¡Ya
habrá cien cequíes en este talego! —dijo Isaac desembozando a Gurth—. ¡Pesa, pesa!
—Es que tiene en el fondo hierros para armar las flechas —repuso Gurth sin
detenerse.
—Y bien; si me doy por satisfecho con ochenta cequíes por esa armadura, aunque
no me dejaría de ganancia más que una pieza de oro, ¿traerías con que pagarme?
—¡Justamente; y de ese modo quedará mi amo sin un sueldo! Pero ¡ya bajaréis
algo!
—Bebed ahora una copa de este exquisito vino. ¡Ah; ochenta cequíes no es gran
cantidad! He hablado sin reflexionar. No puedo dejar esta hermosa armadura sin el
menor beneficio. Por otra parte, ese hermoso caballo acaso estará estropeado con la
gran fatiga que ha sufrido. ¡Qué carreras! ¡Qué combates! En los torneos los
caballeros y los caballos se lanzan y arrojan sobre sus competidores con tanto furor
como los toros bravos de Basán, y por esta causa ha debido de perder mucho ese
caballo.
—Yo os digo que está sano y salvo en la caballeriza, y vos mismo podéis verlo.
En cuanto a la armadura, con sesenta piezas de oro está muy bien pagada. La palabra
de un cristiano vale, cuando menos, tanto como la de un judío; y si no os acomodan
las sesenta piezas —dijo haciéndolas sonar—, me volveré con el talego.
—¡Vamos, vamos; dejémonos de conversación y contadme los ochenta cequíes,
que es lo menos que puedo llevar! Vos mismo debéis de conocer que me porto
generosamente con vuestro amo.
Gurth entonces, acordándose de que su señor quería que el judío quedase
contento, no insistió más. Le contó ochenta cequíes sobre la mesa, y el judío le dio la
solvencia del precio de la armadura. Isaac volvió a contar el dinero por segunda vez,
y al guardarlo en el bolsillo le temblaba de gozo la mano. Tardó mucho tiempo en
contar las monedas; a cada una que tomaba se detenía, como reflexionando, antes de
echarla a la bolsa. Parecía que luchaba su avaricia con otra pasión que le forzaba a
embolsar los cequíes uno por uno en desquite de la generosidad que le había
empeñado en rebajar una parte del precio a su bienhechor.
Conforme iba contando, interrumpía la cuenta diciendo en estos términos, poco
www.lectulandia.com - Página 81
más o menos:
—¡Setenta y dos!... ¡Vuestro amo es un excelente sujeto!... ¡Setenta y tres!...
¡Muy buen sujeto!... ¡Setenta y cuatro!... ¡Esta moneda está muy mohosa!... ¡Eso no
importa!.. ¡Setenta y cinco!... ¡...sta me parece falsa!... ¡Setenta y seis!... ¡Cuando
vuestro amo necesite dinero, que trate con Isaac de York!... ¡Setenta y siete!... ¡Pero,
se entiende, con las garantías convenientes!... ¡Setenta y ocho!... ¡Sois un buen
mozo!... ¡Setenta y nueve!... ¡Merecéis una recompensa!
El judío tenía aún en las manos la última moneda, e hizo en la conversación una
gran pausa. Su intención era, probablemente, dársela de guantes a Gurth, y sin duda
lo hubiera hecho si el cequí hubiera tenido los defectos que dijo; pero,
desgraciadamente para Gurth, era una moneda recién acuñada, y reconociéndola
Isaac en todos sentidos, no pudo hallarle defecto, y aun le parecía de más peso que el
de ley: así, no pudo resolverse a separarla.
—¡Ochenta! —dijo al fin; y la envió a la bolsa a hacer compañía a las setenta y
nueve—. Está bien la cuenta, y espero —dijo— que vuestro amo os lo recompensará
generosamente. ¿Os queda alguna otra pieza en el talego?
Al oír esto Gurth hizo un gesto como acostumbrado cuanto quería sonreírse,
diciendo al judío que le quedaba otro tanto como lo que acababa de contar con tanta
escrupulosidad; y tomando el papel de solvencia dijo a Isaac:
—Si éste no está en debida forma, vos responderéis.
Seguidamente tomó la botella, llenó por tercera vez un cubilete sin esperar que le
convidaran, y habiéndolo apurado se marchó sin despedirse.
—¡Rebeca —dijo Isaac—, este israelita me parece un poco desvergonzado! Su
amo es muy buen caballero, y estoy muy alegre de que haya ganado tanto en ese
torneo, gracias a su caballo, a su armadura y a la fuerza de su brazo, capaz de batirse
con el de Goliat.
Viendo que Rebeca no le respondía se volvió, y observó que había desaparecido
en tanto que hablaba con Gurth.
Ya éste había bajado la escalera, y al llegar a una antecámara poco iluminada,
mientras buscaba la puerta, vio una mujer vestida de blanco y con una lámpara de
plata en la mano que le hacía señas para que la siguiese a un cuarto, cuya puerta ella
misma acababa de entreabrir.
Gurth sentía alguna repugnancia en seguirla, pues aunque atrevido e impetuoso
como el jabalí ante el peligro, estaba preocupado con las supersticiones que alimentan
los sajones con respeto a espectros, fantasmas y apariciones, y aquella mujer vestida
de blanco era para él objeto de inquietud en la casa de un judío cuya raza, por una
preocupación general, está notada entre otras costumbres de ser muy afecta a la
cábala y a la nigromancia; pero a pesar de todo, después de un momento de duda
siguió a su conductora a un cuarto donde estaba Rebeca.
www.lectulandia.com - Página 82
—Mi padre —le dijo— ha querido chancearse conmigo. Debe a tu amo diez
veces más que el precio de su armadura ¿Cuánto dinero has dado a mi padre?
—Ochenta cequíes —respondió Gurth, sorprendido de la pregunta.
—Ciento contiene este bolsillo —replicó Rebeca—. Tómalo, vuelve a tu amo lo
que le corresponde, y guarda para ti lo sobrante. ¡Date prisa a marchar! No pierdas el
tiempo en darme gracias, y ve con mucho cuidado al atravesar la ciudad, no sea que
te quiten el dinero y la vida. ¡Rubén, alumbra a ese forastero, y cuida de dejar bien
cerrada la puerta cuando salga!
Rubén, israelita de barba y cejas negras, obedeció a su ama. Llevando una bujía
en la mano condujo a Gurth hasta la puerta de la casa, cerrándola en seguida con
cadenas y cerrojos que podían muy bien servir para una cárcel.
—¡Por San Dustán! —dijo Gurth al salir—. ¡Esta joven no es una judía: es un
ángel que ha bajado del Cielo! ¡Diez cequíes de mi amo generoso, y veinte de esta
perla de Sión! ¡Dichosa jornada! ¡Ah Gurth, te verás en estado de recobrar tu libertad
pagando el rescate, y serás tan libre en tus acciones como otro cualquiera! ¡Vamos;
despidámonos de los marranos! ¡Pun! ¡Arrojo mi corneta y mi garrote de porquero,
tomo la espada y el escudo, y sigo a mi joven amo hasta la muerte, sin ocultar mi
nombre y mi rostro!
www.lectulandia.com - Página 83
XI
PRIMER SALTEADOR.
¡Alto ahí! ¡La bolsa o la vida o temed
que usemos de la fuerza!
SPEED.
¡Somos perdidos! ¡Estos son los salteadores
que tanto temen los viajeros!
VALENTIN.
¡Amigos míos!
PRIMER SALTEADOR.
¡Nosotros no somos vuestros amigos
somos vuestros enemigos!
SEGUNDO SALTEADOR.
¡Paciencia! ¡Es preciso escucharle!
TERCER SALTEADOR.
¡Sí, por vida mía; es preciso escucharle!
¡Parece un hombre de calidad!
SHAKESPEARE: Los dos caballeros de Verona
www.lectulandia.com - Página 84
mi persona y mi tesoro estuvieran ya en seguridad bajo la tienda de mi amo! Hay aquí
tantos, no diré ladrones, pero caballeros, escuderos errantes, menestrales, juglares,
arqueros y otros vagos, que el hombre que lleve un peso duro en bolsillo no puede
estar sosegado! ¡Con cuánta más razón yo, que llevo una carga de cequíes! ¡Ya
quisiera haber llegado al término de este camino infernal para percibir con tiempo a
los emisarios de San Nicolás antes de que se me echen encima!
Y con esta razón apresuraba Gurth el paso para llegar al llano a que conducía
aquel camino escabroso. En el paraje donde el bosque que cubría las dos columnas
era más espeso, avanzaron hacia él cuatro hombres, dos a cada lado del camino, y le
sujetaron de tal modo, que hubiera sido inútil toda resistencia, aun cuando fuera
posible.
—¡La bolsa! —le dijo uno de ellos—. Nosotros somos muy serviciales:
aligeramos de la carga a los caminantes para que no les incomode en la marcha.
—No me despojaréis tan fácilmente si me dejáis defenderme —dijo Gurth, a
quien ningún peligro imponía silencio.
—¡Ahora lo veremos! —replicó el ladrón—¡No hay cosa más fácil que verte
robado y molido a palos! ¡Que le lleven —dijo a sus compañeros— a lo intrincado
del bosque!
Y poniendo inmediatamente en ejecución esta orden, se vio Gurth precisado a
repechar la altura del lado izquierdo del camino, y se halló en un pequeño bosque que
se extendía hasta el llano. Aquí le hicieron marchar de grado o por fuerza hasta lo
más espeso, donde había una especie de claridad, a medio alumbrar por la Luna, y allí
hicieron alto; se unieron a los cuatro bandidos otros dos enmascarados, circunstancia
que observó Gurth, y no le hubiera dejado duda del modo de vivir de aquella gente, si
hubiese recordado del modo que le detuvieron.
—¿Cuanto dinero tenéis? —le preguntó uno de los que se habían unido con los
cuatro primeros.
—Treinta cequíes me pertenecen —respondió con mucha resolución.
—¡Mentira, mentira! —gritaron los ladrones—. Un sajón con treinta cequíes no
saldría de la ciudad sin estar borracho.
¡Imposible! ¡Se le debe confiscar lo que lleva!
—Los conservo para comprar mi libertad —replicó Gurth. —¡Eres un asno! —
replicó uno de los ladrones—. Tres cuartillos de cerveza bien cargada te hubieran
hecho tan libre o más que tu amo, aunque sea sajón, como tú.
—Eso es una triste verdad —dijo Gurth—; pero si treinta cequies son bastantes
para contentaros, soltadme y al instante os los daré.
—¡Un momento! —dijo uno de los dos que habían llegado últimamente, y que
parecía tener autoridad sobre los otros—. El talego que llevas debajo del capote tiene
más dinero que lo que has dicho.
www.lectulandia.com - Página 85
—Pertenece a un caballero muy valiente —respondió Hurta—, de quien no os
hablaría si os hubierais contactado con mis treinta cequies.
—¡Eres un buen mozo a fe mía! Aunque somos tan afectos a San Nicolás, puedes
salvar tus treinta cequies, si quieres ser franco y sincero con nosotros. Pero entretanto
desembarázate del peso que te fatiga.
Al mismo tiempo le cogió un talego de cuero en el cual estaban el bolsillo de
Rebeca y ce resto de los cequies que llevaba; y continuando su interrogatorio.
—¿Quién es tu amo? —le pregunto:
—El caballero desheredado, cuya valiente lanza ha ganado hoy el premio.
—¿Cual es su nombre y su familia?
—No quiere que se sepa, y no os lo diré.
—¿Y tú, como te llamas?
—Si os dijera mi nombre, sería lo mismo que deciros el de mi amo.
—¡Eres un fiel criado! Pero este dinero, ¿por que pertenece a tu amo? ¿Es por
herencia o por cual titulo?
—Por el derecho que le ha dado su valiente lanza. Este talego contiene el precio
del rescate de cuatro hermosos caballos y otras tantas hermosas armaduras.
—Y bien; ¿cuanto dinero tiene el talego?
—Doscientos treinta cequies de mi amo y los treinta míos.
—¿No mas'? ¡Ha sido tu amo muy generoso con los vencidos! ¡Se han rescatado
a buen precio! Nómbrame los que han pagado este rescate.
Gurth obedeció.
—Pero nada me hablas del templario —replico el jefe de los bandidos—. Ya ves
que no puedes engañarme. ¿Que rescate ha pagado sir Brian de Bois-Guilbert?
—Ninguno ha querido de él mi amo; solo quiere su sangre. Existe entre los dos
un odio mortal, y entre ellos no puede haber relación alguna de cortesía.
—Sí —dijo el jefe; y después de un momento de reflexión—: ¿Por qué casualidad
te has hallado en Ashby con una cantidad tan considerable?
—Iba a pagar al judío Isaac de York el precio de una armadura que había prestado
a mi amo para el torneo.
—¿Y cuánto le has pagado? Si se ha de juzgar por el peso, este talego contiene la
suma entera.
—Le pagué ochenta cequíes, y él me ha hecho reembolsar ciento.
—¡Imposible! ¡Imposible! —gritaron todos los bandidos a un tiempo—. ¿Cómo
te atreves a querer engañarnos con embustes tan inverosímiles?
—Tanta verdad es —replicó Gurth— lo que os he dicho, como lo es que podéis
ver la Luna: hallaréis los cien cequíes en una bolsa de seda aparte del resto del dinero.
—Ten presente que hablas de un judío, de un israelita, tan incapaz de soltar el oro
que una vez ha tocado, como lo son las arenas del desierto de devolver el agua que ha
www.lectulandia.com - Página 86
derramado en ellas el viajero.
—Un judío —dijo otro— no conoce la piedad más que un alguacil a quien no se
ha gratificado.
Lo que os digo es una verdad —replicó Gurth.
—Que enciendan una tea —dijo el jefe—; quiero reconocer esta bolsa. Si este
gracioso no nos engaña, la generosidad de este judío es tan gran milagro como haber
brotado un manantial del centro de un peñasco para sus antepasados.
Se encendió la tea, y en tanto que el jefe desataba la bolsa para examinarla, los
otros le rodearon; y los que tenían sujeto a Gurt por los brazos, participando de la
curiosidad de los demás, alargaban el pescuezo para ver el oro. Sintiéndose Gurth
menos sujeto aprovechó el descuido para recobrar la libertad con un movimiento
repentino, y se hubiera escapado si hubiese renunciado a la resolución decidida de
salvar el dinero de su amo. Pero, no obstante, arrancó a un bandido su garrote y le
descargó sobre el jefe, al cual, como no esperaba el golpe, se le cayó la bolsa, y
cuando iba Gurth a cogerla le oprimieron y sujetaron más que antes.
—¡Necio! —le dijo el jefe—. Si hubieras dado con otro, ya estaría castigada tu
insolencia; pero dentro de muy poco sabrás tu suerte. Ahora vamos a tratar de tu amo,
pues muy puesto en razón tratar sus negocios antes que del tuyo, según todas Las
reglas de la Caballería. No te muevas en tanto, porque si haces el menor movimiento
no podrás dar un paso. Camaradas —dijo—, esta bolsa está bordada con caracteres
hebreos; contiene cien piezas y todo persuade de que éste no nos engaña. No
debemos exigir el oro de su amo, porque tiene bastante semejanza con nosotros; y es
sabido que los perros no atacan a los perros ínterin hay lobos y zorros en los bosques.
—¿Se nos parece?—dijo uno de los bandidos—. Quisiera saber en qué.
—¿En qué? —replicó el jefe—. ¿No es pobre y desheredado como nosotros? ¿No
ha batido a "Frente de Buey" y a Malvoisin, como hubiéramos hecho nosotros si nos
hubiésemos hallado en el caso? ¿No es enemigo mortal de Brian de Bois-Guilbert,
como lo somos nosotros? Y además, ¿te parece que nosotros tengamos menos
conciencia que un infiel, que un perro judío?
—¡No, no! —replicó el mismo bandido—. Sin embargo que no teníamos
conciencia tan delicada cuando servíamos en la cuadrilla del viejo Gandelyn. Pero ¿se
irá este insolente paisano sin que le hayamos siquiera arañado?
—Eso depende de ti —replicó el jefe—. Vamos, gracioso; acércate. ¿Sabes
manejar el palo?
—¡Me parece que os he dado una buena prueba de que sé manejarlo!
—¡Cierto! Te confieso que aplicaste bien el golpe. Ea, pues; dale otro como aquél
a este valiente, y marcharás libre de toda molestia, no obstante que eres tan fiel a tu
amo, que me parece que en todo caso, seré yo quien pague tu rescate. Vamos, Miller;
toma tu garrote, y trata de defenderte y de atacar: tú deja a ese mozo en libertad; y
www.lectulandia.com - Página 87
dadle un palo. Ya hay bastante luz para este combate.
Los dos combatientes, armados cada uno con un palo igual en largo y grueso,
avanzaron al medio del llano algo claro para tener más libertad en sus movimientos y
aprovecharse de la claridad de la Luna. Los demás bandidos los rodearon riendo y
gritando a su camarada:
—¡Cuidado; no pagues tú el tributo de pasaje!
Este, tomando su palo por el nudo, le hacía revolotear sobre la cabeza remedando
el juego del molino que hacen los franceses, queriendo engañar a Gurth.
—¡Avanza —le decía—; avanza, y probarás el pulso de mis puños!
—Si tú eres molinero de profesión —respondió Gurth—, eres por dos razones
ladrón; pero verás que no te temo.
Y al mismo tiempo se puso a jugar el garrote de dos puntas, con tanta destreza
como su competidor.
Se atacaron entonces los dos, y por espacio de algunos minutos mostraron igual
valor, fuerza y pericia, tirando y parando los golpes con tanta celeridad como
destreza; y era tal el ruido que hacían los palos redoblados con los golpes que se
tiraban, que a alguna distancia se hubiera creído que eran seis combatientes de cada
lado.
Otras lides menos obstinadas y no tan peligrosas han merecido ser celebradas en
verso heroico, pero la de Gurth y el molinero no ha tenido igual fortuna. Entretanto,
aunque los combates con garrotes de dos puntas no estén en uso, haremos cuanto nos
sea posible para hacer justicia en humilde prosa a estos bizarros combatientes.
Se batieron mucho tiempo sin que se apreciara ventaja alguna por una ni por otra
parte. El molinero empezaba a irritarse del firme brazo y del valor de su competidor,
y aún más de oír las risas de sus camaradas, que observaban la inutilidad de sus
esfuerzos, como suele suceder en tales casos. Este género de impaciencia no favorece
en combates de esta clase, pues requieren mucha serenidad, y ésta fue la que le dio a
Gurth, que poseía un carácter firme y resuelto, los medios de vencer que aprovechó
con mucha prudencia.
El molinero atacaba con una impetuosidad furiosa: los k dos extremos de su
garrote golpeaban sin cesar y estrechaban rápidamente a su enemigo. Este, haciendo
el molinete con velocidad, se cubría la cabeza y el cuerpo, paraba los golpes y estaba
con firmeza a la defensiva, dando alguna vez un paso atrás, pero siempre tenía fija la
vista y la atención en su adversario, hasta que, notándole muy fatigado, le tiró un
golpe con la mano derecha hacia la cabeza, y en tanto el molinero quiso pararle,
agarrando su rejón velozmente con la otra mano, le dirigió un golpe tan terrible por el
costado derecho, que le echó a tierra.
—¡Victoria! ¡Victoria! —gritaron los bandidos—. ¡Bravamente se ha peleado!
¡Viva la vieja Inglaterra! ¡El sajón ha salvado su dinero y su pellejo! ¡El molinero se
www.lectulandia.com - Página 88
ha encontrado con la horma de su zapato!
—Puedes marchar ya, valiente mozo —le dijo el jefe, uniendo su voto a la
aclamación de otros cinco—. Haré que te conduzcan dos de mis camaradas hasta que
llegues a dar vista a la tienda de tu amo, no sea que encuentres en el camino algunos
paseantes nocturnos cuya conciencia no sea tan escrupulosa como la nuestra; porque
en noches como ésta, no faltan emboscados. —Pero arrugando las cejas añadió—:
Acuérdate de que no has querido decirnos tu nombre. ¡Guárdate, pues de querer saber
los nuestros y de averiguar quiénes somos, ten muy presente esta advertencia si
quieres evitarte una desgracia.
Recibió Gurth su apreciable talego de manos del capitán, y le dio mil gracias;
asegurándole que no olvidaría sus advertencias. Dos de los bandidos se armaron con
sus garrotes y le acompañaron; haciéndole atravesar el bosque por una senda muy
obstruida con ramas, y que dada mil vueltas y revueltas. Al salir de aquella senda se
hallaron con dos hombres que les salieron al encuentro; pero la escolta de Gurth les
habló al oído, y se retiraron al instante. Entonces conoció Gurth cuán conveniente
había sido la precaución del jefe, y de aquí infirió que era numerosa la cuadrilla y que
tenía bien guarnecido el sitio de su reunión.
Llegaron a campo raso; pero Gurth desconocía el camino, pues no era el mismo
que había llevado. Sus dos guías le acompañaron hasta una pequeña altura desde la
cual, a favor de la Luna, podían distinguir el sitio del torneo, las tiendas colocadas a
cada lado, los pabellones que las adornaban movidos por el viento, y se oía también
el canto de los centinelas, con el cual procuraban pasar alegremente el tiempo de su
vigilancia.
En aquel sitio se despidieron de Gurth los guías, diciéndole que no podían pasar
más adelante, y reiterándole que no olvidara los consejos que le habían dado y que
guardara el secreto sobre todo lo ocurrido en la noche pasada, si quería evitarse una
desgracia que le sería inevitable en otro caso, y de la cual no estaría seguro ni aún en
la Torre de Londres.
—¡Muchísimas gracias, bravos compañeros! —dijo Gurth—. No soy un
imprudente, y me lisonjeo de poder deciros, sin ofenderos, que os deseo por gratitud
una vida más honrada y menos peligrosa.
Dicho esto se despidieron: los bandidos se volvieron por el mismo camino que
habían llevado, y Gurth se dirigió a la tienda de su amo, al cual refirió su aventura
nocturna, a pesar del silencio que tanto le habían recomendado.
El caballero desheredado se quedó sorprendido de la generosidad de Rebeca, y
también de la de los bandidos, tan extraña como impropia de su profesión, que
suscitó en su ánimo varias reflexiones, interrumpidas por la necesidad de reponerse
de las fatigas del torneo y recobrar nuevas fuerzas para la mañana siguiente.
El caballero se echó sobre una rica cama que habían preparado, y el fiel Gurth,
www.lectulandia.com - Página 89
tendiéndose en el suelo cubierto con una piel de oso, se colocó al través de la tienda,
de manera que nadie pudiera entrar sin despertarle.
www.lectulandia.com - Página 90
XII
Reconocen la liza atentamente
los graves reyes de armas, y les siguen
con muestras de dolor los caballeros:
el eco se oye del clarín sonoro,
de la espuela aguijado el corcel corre,
aturde el golpear en los escudos,
refleja el sol en las lucientes armas...
y un torrente de sangre inunda el suelo.
CHAUCER
www.lectulandia.com - Página 91
Cedric. Cuantas reflexiones le hizo éste sobre la elección de jefe fueron inútiles, pues
sólo le dio respuestas evasivas propias del que se obstina en llevar a cabo lo que una
vez ha resuelto, aunque no pueda alegar razón que la justifique. Sin embargo,
Athelstane tenía una para colocarse al lado de Brian de BóisGuilbert; pero tuvo la
prudencia de no revelarla, y aunque su carácter apático no le permitía hacer los
obsequios y galanterías propias para obtener la gracia de lady Rowena, se engañaba
ésta en creer que era insensible a sus gracias encantadoras; y, por otra parte,
consideraba su enlace como un negocio irrevocablemente decidido, pues tenía el
consentimiento de Cedric y el de los amigos que había consultado lady Rowena. Por
eso le costaba mucho no dejar asomar alguna señal de su descontento cuando vio la
víspera que el vencedor del torneo proclamó a lady Rowena reina de la hermosura y
de los amores, y para castigarle por haber distinguido a la dama cuya mano
ambicionaba, engreído con las lisonjas de los aduladores, creía poder esperar más que
otro obtener el triunfo en el torneo, y había resuelto, no sólo privar del auxilio de su
poderoso brazo al caballero Desheredado, sino hacerle sentir, si la ocasión se
presentaba, el contundente peso de su hacha de armas.
Bracy y otros caballeros de la comitiva del príncipe Juan se habían inscrito en el
bando contrario obedeciendo las órdenes de su príncipe, porque éste nada quiso
omitir para asegurar la victoria al bando de Brian de Bois-Guilbert, y otros muchos
caballeros, así normandos como ingleses, se declararon contra aquéllos con tanto más
interés, cuanto que estaban muy orgullosos con tener por jefe un caballero tan
valiente como el Desheredado.
Inmediatamente llegó la que debía ser reina aquel día, el Príncipe Juan, que lo
observó, salió a su encuentro con las maneras más cultas de cortesía que usaba tan
oportunamente cuando quería, y levantando la rica toca que cubría la cabeza de la
reina, se apeó del caballo y presentó la mano a lady Rowena para que bajase de su
palafrén, en tanto que los principales señores de su corte se acercaban a la dama con
la cabeza descubierta como el Príncipe.
—Somos los primeros —dijo éste— en dar ejemplo del respeto que debe
tributarse a la reina de la hermosura y de los amores, y nos apresuramos a servirle de
escolta hasta el trono que hoy debe ocupar. Vosotras, señoras —añadió—, acompañad
a vuestra reina y rendirle los honores y obsequios que, sin duda, os tributarán algún
día.
Y diciendo esto condujo el Príncipe a Lady Rowena al sitio de honor que le
estaba destinado enfrente del trono del Príncipe, en tanto que las damas más
celebradas por su hermosura y por su cuna se apresuraban a colocarse en la mayor
proximidad posible a su reina.
Apenas se había sentado lady Rowena, se oyeron voces y aclamaciones de la
multitud. El Sol brillaba en todo su esplendor; sus rayos se reflejaban en las brillantes
www.lectulandia.com - Página 92
armaduras de los caballeros que, colocados a las dos extremidades de la liza,
rodeaban a sus jefes respectivos y se ponían de acuerdo sobre el modo de disponer su
línea de batalla y de sostener los ataques de los adversarios.
Ya los heraldos imponían silencio para que se oyesen las reglas del torneo,
concebidas de manera que disminuían cuanto era posible los peligros del combate, lo
cual era tanto más necesario, cuanto que se había de hacer uso de espadas y de lanzas
afiladas.
Según estas leyes, podía un caballero servirse, si quería, de maza o de hacha de
armas; pero nunca de daga o puñal, armas que se prohibían formalmente.
El caballero que perdía la silla podía renovar a pie el combate, con otro que se
hallara en el mismo caso; pero ningún caballero montado podría entonces atacarle.
Cuando un caballero rechazara y llevara a su contrario a la extremidad de la liza hasta
tocar la empalizada, no podía dirigirle la punta de la espada al pecho, y sólo le sería
permitido tocarle de plano con la hoja: éste estaba obligado a confesarse vencido, sin
poder volver a tomar parte en el combate, y su armadura y caballo eran trofeo del
vencedor. Si un caballero fuese derribado y quedara sin poder levantarse, podría su
escudero o un paje entrar en la liza y sacar del recinto al caballero; en tal caso se le
declaraba vencido, con pérdida del caballo y de las armas. El combate cesaría tan
luego como el Príncipe tirase a la liza el bastón de mando; precaución usada para
impedir la efusión de sangre cuando el combate se prolongaba.
El caballero que violara estas leyes o faltase a Las de Caballería en cualquier
modo, podría ser despojado de sus armas y obligado a sentarse en La barra de la
empalizada para ser objeto de Las burlas de los espectadores en castigo de su desleal
conducta. Concluida La publicación de estas leyes terminaron sus funciones los
heraldos exhortando a todos los buenos caballeros a cumplir su deber y merecer el
favor de la reina de la hermosura y de los amores: hecho esto, se retiraron y se
colocaron en su puesto. Los caballeros de cada bando se adelantaron al paso de un
lado al otro de la liza, y el jefe de cada bando debía estar en el centro de la primera
fila después de haber revistado sus tropas y señalado al caballero el lugar que debía
ocupar.
Era un espectáculo imponente y terrible ver tantos guerreros valientes vestidos
con ricas armaduras, montados en hermosos y generosos caballos, prepararse a un
combate mortal a veces, esperando la señal de ataque con tanta ansia como sus
caballos, que mostraban impaciencia relinchando y escarbando con furor La tierra;
brillaban las puntas de sus lanzas, y las banderolas que Las adornaban ondeaban bajo
los penachos que hacían sombra a los cascos, permaneciendo en esta posición hasta
que los mariscales del torneo hubieron recorrido las filas con la mayor atención y
asegurándose de que era igual en ambos partidos el número de combatientes. En
seguida se retiraron de la arena, y William de Wyvil gritó fuertemente:
www.lectulandia.com - Página 93
¡Partid! Al mismo tiempo se oyeron los clarines, los caballeros bajaron Las
lanzas, Las pusieron en ristre, y dieron de espuela a sus caballos. Las primeras filas
de los dos partidos se lanzaron al galope una con otra, y fue tan terrible el choque,
que se oyó el ruido a más de una milla de distancia. Por algunos instantes no pudieron
los espectadores conocer el resultado, por la gran polvareda que levantaron los
caballos, y que tardó en disiparse. Entonces vieron que de cada bando quedaron
desarmados la mitad de los caballeros, vencidos unos por la habilidad y la destreza, y
otros por la fuerza: unos en tierra, y otros en un estado tan deplorable, que era muy
dudoso que pudieran levantarse; algunos a pie estrechaban a sus contrarios, que se
hallaban también desmontados, entretanto que otros dos o tres, heridos gravemente,
se cubrían con las bandas Las heridas y se apartaban con trabajo del combate. Los
caballeros que habían sostenido el choque sin perder la silla, cuyas lanzas se habían
hecho pedazos, tiraron de la espada, y gritando fuertemente atacaban y estrechaban a
sus contrarios con el mismo furor que si el honor y la vida dependiesen del éxito de
La lucha.
Crecía la confusión, y al mismo tiempo salió de cada bando la segunda fila que
servía de reserva, y se arrojó en medio de la pelea gritando la tropa de Brian de Bois-
Guilbert: ¡Ah! ¡La bien parecida, la bien parecida! ¡Por el Temple, por el Temple!; y
sus contrarios respondían: ¡El Desheredado! ¡El Desheredado!, que era el grito de
guerra que tenían por divisa y que estaba grabado en el escudo de su jefe.
La victoria estaba indecisa entre los partidos, animados de un mismo grado de
entusiasmo, no siendo posible presagiar cuál obtendría el laurel. El ruido de las armas
y los gritos de los caballeros, mezclados con los de las trompetas, sofocaban los
gemidos de los que sucumbían y caían sin sentido a los pies de los caballos. El brillo
con que antes lucían las armas estaba obscurecido con la sangre y el polvo, y se
hacían pedazos por los golpes reiterados de las hachas de armas; los penachos
blancos de los cascos ondeaban por todas partes cual si fueran copos de nieve había
ya desaparecido cuanto hay de brillante y delicioso en la Caballería, y todo lo que se
veía entonces inspiraba terror o piedad; pero, sin embargo, la fuerza de la costumbre
hacía que no sólo la gente vulgar, que naturalmente se complace en las escenas
feroces, sino que también el bello sexo, que ocupaba las galerías, aunque algo
conmovido, no apartara La vista de un espectáculo tan terrible. Se veía, en verdad,
alguna vez que en la púrpura de Las mejillas asomaba la palidez; se oía algún suspiro
si un amante, un hermano o un esposo recibían una herida o caían a tierra; pero, en lo
general, las damas animaban a los combatientes, no sólo con palmadas, sino gritando:
¡Brava lanza, buena espada!, cuando cualquier caballero se distinguía por un rasgo de
valor o de osadía. Puede muy bien graduarse el interés que tomaría el sexo varonil en
estos casos, cuando el débil estaba tan animado. Los hombres hacían conocer su
interés con las aclamaciones más estrepitosas cuando la fortuna favorecía a su
www.lectulandia.com - Página 94
partido, y tenían tan fija la vista en la arena, que se hubiera creído que daban y
recibían los golpes que estaban admirando. A cada instante de suspensión que se
notaba en los combatientes se oía a los heraldos decir: ¡Animo, esforzados y
valientes! ¡El hombre muere, mas la gloria vive! ¡Valor: la muerte es preferible a la
derrota! ¡Animo, pues! ¡No olvidéis que peleáis a los ojos de la hermosura!
En medio de los azares del combate todos los espectadores buscaban con la vista
a los jefes de cada partido, los cuales, arrojándose en lo más recio de la pelea,
animaban con la voz y con el ejemplo a los de su partido. Los dos jefes ostentaban el
más alto valor; tanto, que no le tenía igual ninguno de los combatientes. Excitados
por una animosidad mutua, convencidos de que la derrota de uno de los dos jefes
decidiría infaliblemente la victoria, intentaron mil veces afrontarse a un combate
singular; pero fueron por mucho tiempo inútiles sus conatos, porque siempre se
hallaban separados por otros caballeros que ansiaban medir sus fuerzas con el jefe del
partido opuesto.
Pero luego que disminuyó considerablemente el número de los caballeros porque,
vencidos unos, se vieron precisados a retirarse a la extremidad de la arena, y otros por
las heridas que recibieron quedaron fuera de combate, se vieron frente a frente el
templario y el caballero desheredado, y se atacaron con furia inspirada por una mortal
animosidad y una insaciable sed de gloria. Dieron tantas pruebas de destreza en los
ataques y en la defensa, que los espectadores no cesaban de aplaudirlos a una voz;
pero en aquel momento la tropa del caballero desheredado llevaba lo peor de la
batalla, porque el brazo gigantesco de "Frente de buey", por una parte, y, por otra, la
tuerza prodigiosa de Athelstane, habían echado por tierra a cuantos se presentaron al
alcance de sus golpes; y viéndose estos dos caballeros libres de todos sus enemigos
inmediatos, dirigieron sus miradas a unirse con el templario para acabar con su rival,
atacándole el caballero normando por un costado y el sajón por otro. Hubiera sido
imposible al caballero Desheredado sostener por un solo instante tan desigual
combate, si los espectadores, que no podían menos de interesarse vivamente por un
guerrero tan sublime atacado de improviso por tres caballeros a un tiempo, no le
hubiesen advertido el peligro gritándole de todas partes, lo cual le hizo conocer la
crítica posición en que se hallaba. Con un valor muy sereno descargó un terrible
golpe sobre la armadura del templario, y al mismo tiempo hizo recular a su caballo
para evitar el doble asalto de Athelstane y de Frente de buey, que se adelantaban con
ímpetu tan violento, que pasaron por medio de los dos combatientes sin poder
contener a sus caballos. Pero consiguieron por fin reunirse al templario para vencer al
Desheredado. Este, gracias a la agilidad de su generoso corcel, precio de la victoria
que había ganado la víspera, no sucumbió: supo aprovechar la ventaja de hallarse
herido el caballo de Bois-Cuilbert, y los de Athelstane y Frente de buey fatigados con
el peso de los jinetes y sus armaduras, y manejó tan diestramente el suyo, que durante
www.lectulandia.com - Página 95
algunos minutos consiguió hacerse respetar por sus tres enemigos, separándolos
cuanto le era posible, cayendo ya contra uno, ya contra otro, descargando una lluvia
de estocadas y golpes, y poniéndose al instante fuera del alcance de sus contrarios.
Extremos tales de valor y destreza arrancaban aplausos unánimes de los
espectadores, pero no podían librar al héroe del inminente peligro de ser vencido o
muerto; y por eso los señores que estaban al lado del Príncipe le instaban a una voz a
que tirase a la arena el bastón de mando, para evitar que tan valiente caballero fuese
vencido por la desigualdad del número.
—¡No, por la luz del Sol! —respondió el Príncipe—. Este caballero, que se
obstina en ocultar su nombre y se desdeña de admitir hospitalidad que le he ofrecido,
ha obtenido ya una victoria! Deje pues; que a otro le llegue su turno.
Pero en tanto que el Príncipe hablaba, un incidente imprevisto cambió el aspecto
del combate.
Se hallaba en la pequeña tropa del caballero Desheredado un guerrero vestido con
armadura negra, que montaba un caballo morcillo. No llevaba divisa alguna en el
escudo, y hasta entonces no había dado muestras de tomar interés en el combate; sólo
se le veía rechazar a los que le atacaban; pero ni perseguía ni provocaba. En una
palabra, hacía el papel de espectador, más bien que el de mantenedor, y le nombraban
el caballero Ocioso; pero cuando vio al jefe de su partido en posición tan crítica, salió
de repente de su apatía y partió como un rayo a su socorro, gritándole: ¡Desheredado,
a reponerte!; y fue muy a tiempo, porque mientras éste estrechaba de cerca al
templario, Frente de buey se acercó con la espada en alto para herirle, cuando llegó el
caballero negro, le atacó, y en un momento Frente de buey y su caballo cayeron
rodando al suelo; revolvió el caballero Ocioso sobre Athelstane de Coningsbugh, y
como había roto la espada sobre la armadura de Frente de buey, arrebató de manos
del Sajón aturdido el hacha de armas con que iba a herirle, y le tiró un golpe tan
terrible, que cayó Athelstane al lado de su compañero.
Después de estas dos proezas, tan aplaudidas como inesperadas, el caballero
Ocioso volvió a su indiferencia anterior y se retiró a la extremidad de la arena,
dejando a su jefe medir sus fuerzas con Brian de Bois-Guilbert. No duró mucho este
combate singular, porque el caballo del templario estaba gravemente herido y cayó al
primer golpe. Brian de Bois cayó engargantado el pie en el estribo, sin poder
desenredarse, y su adversario saltó a tierra sobre él intimidándole la rendición.
Entonces' el Príncipe Juan, más afectado por el peligro del templario que por el que
sufrió antes su rival, quiso ahorrarle la confusión de ser vencido, y tiró el bastón de
mando a la arena, poniendo fin al combate.
Sin esto ya iba a terminarse, porque del corto número de caballeros que restaban
en la liza, la mayor parte por un consentimiento tácito, habían resuelto que los dos
jefes decidieran por sí mismos la victoria.
www.lectulandia.com - Página 96
Los escuderos que habían creído dudoso y de peligro acercarse a sus caballeros,
entraron apresuradamente en el recinto para asistir a los que estaban heridos y
llevarlos a las tiendas inmediatas o a los alojamientos que les estaban preparados en
la ciudad.
Así terminó el memorable paso de armas de Ashby de la Zouche, torneo el más
brillante de su siglo; porque si cuatro caballeros solamente perecieron en la arena, de
los cuales uno sofocado por el calor de su armadura; hubo más de treinta heridos
gravemente, y cuatro o cinco murieron pocos días después, razón por la cual siempre
se le nombra, según las crónicas antiguas, el bizarro y noble paso de armas de Ashhy.
Ya se estaba en el caso de nombrar el caballero que se había señalado por sus más
brillantes hazañas, y el príncipe Juan decidió que este honor pertenecía al caballero
nombrado el Negro ocioso. Hicieron presente al Príncipe que el honor del torneo
correspondía de justicia al caballero Desheredado que había triunfado de seis
caballeros que por su propia mano había tirado al suelo, y había terminado el combate
desmontando al jefe del partido contrario; pero el Príncipe persistió en su fallo, a
pretexto de que el caballero desheredado y sus caballeros hubieran sido vencidos sin
el poderoso auxilio del caballero Negro al cual pertenecía la prez de la batalla.
En consecuencia de esta declaración se le proclamó vencedor; pero no se
presentó, porque inmediatamente que se concluyó la batalla se retiró de la arena,
dirigiéndose hacia el bosque con la misma calma y con el mismo aire de indiferencia
que le había merecido el sobrenombre de Negro Ocioso. Las trompetas le llamaron
dos veces, y otras tantas los reyes de armas le proclamaron; y por su ausencia fue
preciso nombrar otro caballero que recibiera los honores del torneo, viéndose
precisado el príncipe Juan a reconocer el derecho del caballero Desheredado y a
declararle vencedor.
En medio de una arena resbaladiza por la sangre derramada en ella cubierta de
pedazos de armaduras y de caballos muertos o heridos, condujeron de nuevo al
vencedor al pie del trono del príncipe Juan, y éste, dirigiéndole la palabra, le dijo:
—Caballero desheredado —pues queréis que así se os apellide—, os declaramos
merecedor de los honores del triunfo y con derecho a reclamar y recibir de manos de
la reina de la hermosura y de los amores la corona de honor que vuestro valor ha
merecido.
A lo cual nada respondió al vencedor, que se retiró haciendo una profunda
reverencia.
En tanto que los heraldos a grandes voces proclamaban: ¡Honor a los valientes,
gloria a los vencedores! y las damas saludaban con sus pañuelos blancos y sus velos
bordados, y el pueblo aturdía con sus gritos, los heraldos condujeron al vencedor al
pie del trono que ocupaba lady Rowena.
Arrodillado en la última grada el caballero que en todas sus acciones y
www.lectulandia.com - Página 97
movimientos hasta el fin del combate parecía que sólo obraba por el impulso de los
que le rodeaban, se observó que vacilaba cuando atravesaba la segunda vez el campo
del torneo. Cuando, bajando del trono con tanta gracia cono dignidad, lady Rowena
iba a colocar por su mano la corona en el casco del vencedor, los heraldos gritaron:
¡No, no, que se descubra! El caballero entonces profirió en sumisa voz algunas
palabras que apenas se entendieron. Sólo se comprendió que deseaba no quitarse el
casco; pero ya fuese por no violar las leyes del ceremonial, o por curiosidad, los
mariscales del torneo no hicieron caso y le quitaron el casco, descubriendo el rostro
de un joven de veinticinco años, de agradable fisonomía, pero tostada del sol; pálido
como un difunto, y con rastros de sangre en el cuerpo.
Apenas le reconoció lady Rowena ahogó un grito llamando en su auxilio toda la
energía de su carácter para recobrarse, y si bien temblando por la súbita conmoción
que le causó la vista del caballero desheredado, puso sobre su cabeza la corona y dijo
con una voz clara y distinta:
—Señor caballero, te doy esta corona, recompensa al valor que has mostrado en
el torneo.
Se detuvo un momento, y luego añadió con voz firme y entera:
—¡Nunca se ha colocado una corona de caballero sobre cabeza más digna de
ceñirla!
El caballero inclinó la cabeza, y cayó sin sentido a los pies de lady Rowena,
dando motivo a una general consternación.
Cedric; que se había sorprendido a la vista de su hijo, se dirigió a él con
precipitación, como para separarlo de lady Rowena; pero los mariscales del torneo se
adelantaron; adivinando la causa del desmayo de Ivanhoe se apresuraron a
desarmarle, y repararon que un bote de lanza le había herido en un costado.
Apenas se oyó el nombre de Ivanhoe, cuando voló de boca en boca hasta los
oídos del Príncipe.
Al oírlo se inmutó su semblante, notándose el esfuerzo que hacía para disimular
su turbación, y miró a todas partes con desdén.
—Milores —dijo—, y principalmente vos, señor prior, ¿qué juzgáis acerca de la
doctrina que los antepasados nos han transmitido sobre atracción y simpatía innatas?
Según lo que yo siento, adivino el favorito de mi hermano.
—"Frente de buey" no tiene más que disponerse a rendir su tributo a Ivanhoe —
dijo Bracy, que después de haber llenado su deber en el torneo fue, desarmado, a
reunirse con la comitiva que rodeaba al Príncipe.
—Sí —añadió Waldemar Fitzurse—; es muy probable que este joven vencedor
reclame el castillo y los bienes que Ricardo le había asignado y vuestra alteza ha
concedido después a "Frente de buey".
—Pero éste —replicó el Príncipe— está más dispuesto a recibir feudos que a
www.lectulandia.com - Página 98
soltar uno. Creo, señores —prosiguió—, que nadie me disputaría el derecho de
conferir los feudos de la Corona a tos súbditos prontos a reemplazar a los que
abandonando su patria pelean en países extranjeros y no pueden por esta causa
prestarle servicios.
Todos los que rodeaban al Príncipe estaban muy interesados en confirmarle en
esta opinión, y por eso inmediatamente prorrumpieron:
—¡Oh príncipe generoso! ¡Oh magnífico señor, que se impone a sí mismo la
obligación de recompensar a sus fieles súbditos!
Así se expresaban porque todos, como "Frente de buey", habían obtenido ya
feudos y dominios considerables.
El prior Aymer, de acuerdo con ellos, sólo dijo que en sentido cristiano no podía
reputarse Jerusalén como país extranjero, puesto que era la madre común de los
cristianos; pero el caballero Ivanhoe no podía hacer valer esta excusa, pues el Prior
sabía de buen original que los cruzados al mando de Ricardo no habían pasado de
Ascalón, y es sabido que esta plaza es una ciudad de los filisteos a la que no puede
alcanzar ningún privilegio de los de la ciudad santa.
Waldemar, que sólo por curiosidad se había acercado al sitio en que estaba
Ivanhoe, volvió al lado del Príncipe diciéndole:
—No puede incomodar el joven héroe a vuestra alteza ni disputar a "Frente de
buey" la posesión del feudo, porque está gravemente herido.
—Sea lo que sea —replicó el Príncipe—, él es vencedor del torneo; y aunque
fuere el mayor enemigo nuestro, debemos prodigarle todos los auxilios que reclama
su posición. Voy a mandar —dijo con cierta sonrisa maligna que le asista mi primer
médico.
Y Waldemar Fitzurse, casi sin dejarle acabar, dijo que ya los amigos de Ivanhoe
se lo habían llevado de la liza, añadiendo:
—No he podido resistir la sensación que inspiraba la reina de la hermosura y de
los amores, cuyo reinado ha terminado infaustamente. No soy hombre que se rinda
con facilidad a las lágrimas de las damas; pero lady Rowena ha sabido reprimir su
dolor con tanta dignidad, que me ha admirado su firmeza y su valor, cuando, juntas
sus dos hermosas manos, fijó con serenidad la vista en el cuerpo inanimado que veía
a sus pies.
—¿Quién es —dijo el Príncipe— esa lady Rowena, de quien continuamente oigo
hablar?
—Es una heredera sajona que posee bienes considerables —respondió el prior
Aymer—: una rosa de belleza, una joya de riqueza, la más hermosa entre mil; es un
vaso de mirra y de aromas.
—Pues yo cuidaré de consolarla uniéndola en matrimonio a un normando. Es
huérfana, sin duda, y me corresponde por esa razón cuidar de su establecimiento.
www.lectulandia.com - Página 99
¿Qué decís a esto, De Bracy? ¿No os animáis a imitar el ejemplo del conquistador
casándoos con una sajona que os traiga con su mano dominios considerables?
—Si el dominio me agrada, será muy difícil que rehúse casarme; y si por esta
generosidad quiere vuestra alteza cumplir la promesa que ha hecho a este su fiel
súbdito, será eterno mi agradecimiento.
—Veremos —dijo el Príncipe—; y para poner manos a la obra inmediatamente,
decid al senescal que vaya a convidar a lady Rowena y a toda su casa, esto es, a su
tutor rústico y al otro especie de buey, a aquel que el caballero negro tiró al suelo, que
vengan a honrar con su presencia el banquete. De Biyot —añadió dirigiéndose a su
senescal—, cuidad de hacer el convite con todo el respeto y atención posibles para
satisfacer el orgullo de esos agrestes sajones, quitándoles todo pretexto de excusa, no
obstante, ¡por las reliquias de San Beket!, que gastar cumplimientos con esa gente es
echar margaritas a puercos.
Apenas acabó de hablar, y cuando iba a dar la orden de marchar, un criado de su
comitiva puso en sus manos un billete. —¿De dónde es? —le preguntó.
—Lo ignoro, señor —respondió—, aunque me parece que es de país extranjero.
Le trae un francés que ha caminado día y noche.
Examinó el Príncipe con cuidado el sobre, después el sello, y reparó que llevaba
tres llores de lis. Abrió precipitadamente el billete con una agitación que aumentó
notablemente cuando leyó estas palabras, que eran todo su contenido: Vivid con
cuidado, porque el diablo anda suelto, las cuales le causaron una palidez, mortal.
Miró a la tierra, levantó la vista al cielo cual si hubiera escuchado la sentencia de su
muerte, y volviendo luego sobre sí llamó aparte a Waldemar Fitzurse y a Bracy, y les
comunicó sucesivamente el contenido del billete.
—Tal vez será una alarma falsa —dijo De Bracy.
—No —replicó el Príncipe—; conozco muy bien la letra y el sello del rey de
Francia.
—Es preciso y urgente —dijo Fitzurse— reunir nuestros partidarios en York o en
cualquier otro punto del centro. El menor retardo puede ser funesto. Dejemos estos
juegos pueriles, y pensemos en negocios más serios ante los peligros que nos
amenazan.
—Es, sin embargo, muy conveniente —repuso De Bracy— no descontentar a los
aldeanos, a los comunes, privándolos de la diversión que esperan.
—Me parece —replicó Waldemar— que todo puede conciliarse. El día no está
muy adelantado; podría verificarse ahora mismo la pelea de los arqueros, y adjudicar
en seguida el premio al vencedor. Por este medio vuestra alteza cumple su oferta y
quita todo motivo de queja a este rebaño de siervos sajones.
—¡Excelente idea! —dijo el Príncipe—. Por otra parte me acuerdo ahora que
tengo que pagar una deuda a ese paisano insolente que nos insultó ayer. Esta noche se
El afán y esfuerzo penoso con que Waldemar Fitzurse trabajó para reunir a los
partidarios del príncipe Juan sólo pueden compararse con la fatiga que cuesta a la
araña reparar su tela cuando se han roto o desordenado sus hilos. Conocía Fitzurse
que algunos de los adictos al Príncipe lo eran por inclinación, mas no por estimación
personal, y por eso les recordaba Las ventajas que habían logrado con la protección
del Príncipe y les dejaba entrever un porvenir más lisonjero: ofrecía a los jóvenes
libertinos completo desenfreno en los placeres, seducía a los ambiciosos con la
esperanza de honores y dignidades, lisonjeaba a los avarientos con el goce de pingües
dominios y riquezas, y, por último, ofrecía mayor gratificación a los jefes de las
partidas mercenarias, que era para ellos el resorte más poderoso, y si bien distribuía
profusamente promesas, daba poco dinero; pero nada olvidó de cuanto podía decidir
los ánimos vacilantes.
Hablaba de la vuelta de Ricardo como de un suceso fuera de la probabilidad; mas
observando por el semblante y la ambigüedad de Las respuestas de los oyentes que su
ánimo estaba temeroso de que se verificase, les dijo con la osadía más decidida que
aun cuando Ricardo volviera no debía variarse el cálculo político, porque sería para
enriquecer a sus cruzados hambrientos y miserables a costa de los que no le habían
seguido a Tierra Santa, para exigir una cuenta terrible a los que durante su ausencia
habían infringido Las leyes del país o los privilegios de la Corona, para castigar a los
templarios y a los hospitalarios por la preferencia que habían dado a Felipe de
Francia durante la guerra Palestina, y, en fin, para tratar como rebeldes a todos los
amigos y adictos al príncipe Juan.
—Si teméis el poder de Ric en el siglo del rey Arthur, en que un solo campeón
desafiaba a todo un ejército. Si vuelve Ricardo volverá solo, porque sus valientes
soldados han perecido en Las llanuras de Palestina y los pocos que han escapado han
vuelto como verdaderos mendigos cual Wilfrido de Ivanhoe y no pueden inspirar
temor. Tampoco el derecho de primogenitura debe detener a los escrupulosos, porque
no es más fuerte y sagrado en Ricardo para la corona de Inglaterra que lo era en el
—¡Voto a tantos, —dijo el caballero—, que cantas bien y con gusto, y que has
encomiado dignamente Las alabanzas de tu profesión!
Los dos compañeros estuvieron largo rato cantando y bebiendo, hasta que
interrumpió su diversión un apresurado golpeteo que se oyó a la puerta de la ermita.
Para poner al lector al corriente de esta interrupción es necesario que volvamos a
tomar el hilo de la historia de otros personajes que hace mucho tiempo hemos perdido
de vista, porque a guisa del buen Ariosto, no gustamos de acompañar largo rato a los
lectores de nuestro drama.
Cuando Cedric el Sajón vio caer a su hijo sin sentido en el torneo de Ashby, su
primer impulso fue mandar que le suministraran socorro; pero se le ahogaron Las
palabras en la garganta, y no pudo resolverse a reconocer delante de tan numeroso
concurso al hijo a quien había despedido y desheredado. Mandó, sin embargo, a
Oswaldo que no le perdiese de vista y que le condujera con dos de sus siervos a La
ciudad inmediata cuando se hubiera dispersado La muchedumbre. Oswaldo no pudo
ejecutar las órdenes de su amo, porque cuando se disolvió la turba Ivanhoe había
desaparecido.
En vano le buscó el fiel copero por todas aquellas cercanías; vio la sangre que
había arrojado al caer a los pies de lady Rowena; pero no pudo volver a ver su
persona. Parecía que algún nigromante le había arrebatado por los aires. Quizás
Oswaldo, supersticioso como todos los sajones, lo hubiera asegurado así a Cedric
atribuyendo a aquel prodigio la ¡utilidad de sus diligencias y la desaparición del
caballero, a no haber echado la vista casualmente a un hombre vestido como
escudero, y en cuyas facciones reconoció a su compañero Gurth. Ansioso de saber la
suerte de su amo y extraordinariamente inquieto por no poder descubrirle en ninguna
parte, el fiel porquerizo continuaba sus indagaciones, olvidando los riesgos que él
mismo corría al presentarse sin precaución alguna en medio del concurso. Oswaldo le
echó mano como fugitivo cuya sentencia debía pronunciar Cedric.
Sin embargo, el copero prosiguió tomando cuantas noticias podía acerca de la
suerte de Ivanhoe, y lo único que pudo averiguar fue que le habían tomado en brazos
unos lacayos muy bien vestidos y conduciéndole a la litera de una dama de Las del
torneo, en la cual se había alejado inmediatamente de la vista de los espectadores.
Oswaldo comunicó esta noticia al padre sin pérdida de tiempo y presentándole
también a Gurth, a quien consideraba como desertor del servicio de su amo.
El corazón de Cedric estaba atosigado por las más amargas inquietudes acerca del
paradero de Ivanhoe: la Naturaleza había recobrado sus derechos, a pesar de la
resistencia que le oponía el estoicismo patriótico. Mas apenas supo el Sajón que su
hijo estaba en manos seguras, y probablemente en las de algún amigo, la ansiedad
paterna que sus dudas habían excitado cedió al resentimiento del orgullo agraviado y
En tanto que se tomaban estas disposiciones para rescatar a Cedric y a los suyos,
los malvados que los conducían procuraban llegar cuanto antes al sitio que iba a
servirles de prisión. Pero sobrevino la noche, y los bandidos no eran muy prácticos en
los senderos de la selva. Paráronse muchas veces, y otras volvieron atrás para tomar
el camino de que se habían extraviado. Lució la mañana antes que pudieran marchar
con seguridad y certeza; pero los rayos del día les dieron confianza, y con su auxilio
aligeraron el paso. Entretanto los dos jefes de la cuadrilla conversaban entre sí del
modo Mauricio siguiente:
—Ya es tiempo de que nos dejes, templario a Bracy— y de que vayas a prepararte
para la segunda jornada de la comedia. Anda a vestirte para hacer el papel de
libertador.
—He mudado de parecer —dijo el aventurero—, y no quiero abandonar la presa
hasta dejarla segura en el castillo de "Frente de buey". Allí me presentaré sin disfraz a
lady Rowena, y espero que perdone mi arrojo en favor de la pasión que me ha
conducido a tanto extremo.
—¿Y qué es lo que te ha hecho mudar de plan?— pregunto Brian.
—¡Poco te importa! —respondió el aventurero.
—No creo que hayan hecho impresión en tu ánimo —dijo el templario— las
sospechas que ha procurado inspirarte Waldemar de Fitzurse.
—¡Eso se queda para mí! —repuso Bracy—. el demonio se ríe cuando un ladrón
roba a otro ladrón; y yo sé que no hay fuerza humana que detenga a un caballero
como tú en la prosecución de sus designios.
—No es extraño —replicó el templario— que compañeros libres sospechen de un
amigo, de un camarada, de todo el mundo, cuando todo el mundo sospecha de ellos, y
con, razón.
—No es ocasión ésta de reconvenciones —dijo Bracy—: haste decir que conozco
Cuando el bufón, calada la capucha y metidas las manos en las mangas, se paró a
la puerta del castillo de Frente de buey, el guardia que la custodiaba le preguntó quién
era y que objeto le llevaba.
—¡Pax vobiscum! —respondió Wamba—. Soy un humilde religioso, y vengo a
administrar los auxilios espirituales a los pobres presos de este castillo.
—Hace veinte años —dijo el guardia— que no entra por sus puertas un hombre
de vuestro carácter.
—Id, hermano —dijo el fingido fraile—, y anunciad mi venida al señor de esta
fortaleza, que ya veréis la acogida que me da, correspondiente al hábito que, aunque
indignamente, visto.
—Pero si no es así —dijo el guardia— y el amo las ha conmigo, no os irá muy
bien.
El guardia dejó su puesto después de haber proferido esta amenaza, y entró en el
salón del castillo, donde después de haber despachado su comisión recibió, con gran
sorpresa suya, la orden de su amo de darle entrada sin pérdida de tiempo. Volvió a la
puerta, y tomadas las precauciones necesarias obedeció el mandato del Barón. La
extraña presunción con que Wamba se encargó de comisión tan ardua y tan difícil, no
bastó casi a sostener su ánimo cuando se halló en presencia de un hombre tan temible
y tan temido como "Frente de Buey"; y al dirigirle el pax vobiscum, que era la
fórmula con que debía empezar a representar su papel, conoció en las piernas y en la
voz cierta vacilación no muy propia de su carácter. Pero "Frente de buey" estaba
acostumbrado a ver temblar a gentes de todas jerarquías; así es que la timidez del
fingido eclesiástico no le inspiró ni podía inspirarle la menor sospecha.
—¿Quién eres, padre, y de dónde vienes? —le preguntó.
—¡Pax vobiscum! —repitió Wamba—. Soy un pobre religioso que, viajando por
estas asperezas, he caído en manos de ladrones, quidam viator incidit in latrones; los
Ya habrán adivinado los más discretos que cuando el caballero de Ivanhoe cayó
desmayado a los pies de lady Rowena y parecía abandonado de todo el mundo,
obtuvo socorro y asistencia de la hermosa judía Rebeca.
Ivanhoe fue llevado por orden suya a la casa que Isaac había tomado a las puertas
de Ashby, y ella misma examinó y curó las heridas del caballero.
Tomó la bebida que le administró, y como era narcótica y calmante le
proporcionó una noche tranquila y sueños agradables. A la mañana siguiente, Rebeca
le encontró libre de todo síntoma de calentura y capaz de soportar las fatigas del
viaje.
Ivanhoe fue colocado en la misma litera en que salió del torneo, y no se omitió
ninguna de las precauciones necesarias a su comodidad. Lo único que no pudieron
conseguir las instancias de Rebeca fue que se caminara despacio, como lo juzgaba
indispensable para la conveniencia del herido; porque Isaac, semejante al viajero rico
de que habla Juvenal en su sátira décima, temía siempre ver aparecer una cuadrilla de
salteadores, sabiendo que tanto los nobles normandos como los bandidos sajones
tendrían la mayor satisfacción en despojarle. Por tanto caminó a paso acelerado,
haciendo cortas paradas y más cortas comidas, de modo que se adelantó a Cedric y
Athelstane, que habían salido muchas horas antes que él, pero que se habían detenido
largo tiempo a la mesa del abad de San Whitoldo. Sin embargo, gracias a la eficaz
virtud del bálsamo de Miriam y a la robusta constitución de Ivanhoe, no tuvo de
aquella precipitada marcha las malas consecuencias que Rebeca auguraba.
Con todo, desde otro punto vista, la prisa de Isaac las produjo fatales, porque de
Entretanto el dueño del castillo yacía en cama atormentado por los dolores que le
ocasionaban sus heridas y por la angustia y despecho que más y más las irritaban. Ni
siquiera tenía el recurso que aletarga el alma sin tranquilizarla, como el opio calma
los dolores sin detener los progresos de la enfermedad, pero que, a lo menos, era
preferible a las horrorosas agonías de la desesperación y de la rabia. La avaricia era el
vicio dominante de "Frente de buey", y lejos de dar limosna a los establecimientos
piadosos había muchas veces arrostrado la indignación de los eclesiásticos y
usurpando sus haciendas y caudales. Más era llegado el momento en que la Tierra y
todos sus tesoros iban a desvanecerse para siempre a sus ojos.
—¿Dónde están ahora —decía el Barón— esos curas? ¿Dónde están esos
carmelitas, a quienes mi padre fundó un convento dándoles prados y tierra de labor?
¡Estarán sin duda a la cabecera de algún villano moribundo! ¡Y yo moriré como un
perro; yo, hijo del que les dio el pan que comen! ¿No dicen que es bueno rezar? A lo
menos para rezar no se necesita el favor ajeno; pero yo... rezar... ¡No me atrevo!
—¿No te atreves? ¿Cuándo has dicho otro tanto, "Frente de buey"? —exclamó
junto a la cabecera del barón una voz trémula y aguda.
Trastornado por su mala conciencia y por la agitación de sus nervios "Frente de
buey" creyó que aquella interrupción de su soliloquio procedía de alguno de aquellos
ángeles perversos que habían acudido para distraer sus meditaciones y estorbarle
pensar en el gran negocio de su salvación. Estremecióse, y miró por todas partes, y
recogiendo todas sus fuerzas exclamo:
—¿Quién está ahí? ¿Quién repite mis palabras? ¿Quién eres tú que graznas en mis
oídos? ¡Ponte delante de mí, para que yo pueda verte!
—¡Soy el Demonio que te persigue! —respondió la voz.
—Déjate ver en forma corpórea —dijo "Frente de buey"—, y verás como no te
temo! ¡Por las cavernas del infierno, que si pudiera luchar con estos fantasmas que
me atormentan como con un enemigo de carne y hueso, había de burlarme de ti y de
todas tus legiones!
—Piensa en tus pecados —siguió la voz—: en la rebeldía, en la rapiña, en el
asesinato. ¿Quién indujo al licencioso príncipe Juan a tomar las armas contra el
El punto de reunión, como ya hemos dicho, era una añosa encina; no la misma a
que Locksley había conducido a Wamba y a Gurth en su primer encuentro, sino otra
que estaba en el centro de un frondoso anfiteatro a media milla de distancia de la
demolida fortaleza de Frente de buey. Allí tomó asiento Locksley en un trono de
césped erigido bajo las ramas del árbol. Rodeábanle sus compañeros, y él colocó al
caballero del Candado a su mano derecha, y a Cedric a su izquierda.
—Perdonad esta libertad, nobles señores —dijo el montero—; mas debéis de
saber que yo soy monarca en estos dominios, y mis ásperos y agrestes vasallos
dejarían muy pronto de obedecerme si me viesen ceder a otro hombre el puesto a que
ellos me han elevado. Ahora bien, señores; ¿dónde está nuestro capellán? ¿Dónde
está el anacoreta? ¿Nadie ha visto al ermitaño de Copmanhurst? ¡No quiera Dios, que
se haya dormido junto a la bota de vino! ¿Quién le ha 1 visto después de la toma del
castillo?
—Yo le vi —dijo el molinero— a la puerta de la bodega de "Frente de buey"
jurando que había de probar del vino de Borgoña del Barón.
—¡Los santos del cielo —dijo Locksley— le hayan libertado de la hora en que se
desplomaron las ruinas de la fortaleza! Vamos, molinero, toma contigo algunos
hombres y búscale por todas partes. Saca agua del foso y viértela hacia el sitio en que
le viste. Si es preciso, hemos de levantar todas las piedras del castillo hasta dar con él.
La docilidad con que se prestaron el molinero y los que le acompañaban a
ejecutar las órdenes del capitán en el momento interesante de repartirse los despojos
manifestaba cuánto se interesaban todos los de la cuadrilla por su digno compañero.
—No perdamos el tiempo —continúa Locksley—, porque cuando se propague la
fama de esos sucesos, las partidas de Bracy, de Malvoisin y de los otros amigos de
"Frente de buey" acudirán a vengar este agravio y ya será tiempo de pensar en nuestra
seguridad. Noble Cedric —añadió volviéndose al Sajón—, este despojo está dividido
en dos porciones: elige la que más te acomode para recompensar a tus vasallos que
nos han ayudado en esta empresa.
Volvamos al judío Isaac de York, el cual, montado en una mula que le había
facilitado el capitán de los bandidos, y acompañado por dos de éstos que le servían de
guías y escolta, se encaminaba a Templestowe con el objeto de negociar el rescate de
su hija. Aquel edificio distaba sólo una jornada del demolido castillo de "Frente de
buey", y el judío esperaba llegar al término de su viaje antes de anochecer. Despidió a
los monteros a la salida del bosque, les dio una pieza de plata para que echaran un
trago, y empezó a dar espuelas a la mula, en cuanto se lo permitía su abatimiento
físico y moral.
Pero casi desfalleció cuando llegó a cuatro millas de distancia del castillo;
empezó a sentir dolores agudos en todos sus miembros, y aumentaban
considerablemente su padecer las penas e inquietudes que agobiaban su espíritu. Al
fin le fue imposible pasar de un pueblecillo que estaba en el camino y en que residía
un rabino de su tribu, antiguo conocido suyo y muy diestro en el arte de curar. Natán
Ben Israel acogió a su dolorido compatriota con todo el afecto que su ley prescribía, y
que los judíos se manifestaban siempre recíprocamente. Lo primero que le ordenó fue
el reposo, y en seguida le aplicó los remedios más eficaces para cortar los progresos
de la fiebre que el miedo, el cansancio y la pesadumbre habían acarreado al mísero
hebreo.
Al día siguiente Isaac quiso levantarse y continuar la marcha; y aunque Natán se
opuso a esta determinación como médico y cono amigo, diciéndole que aquella
locura podría costarle la vida, no logró reducirle a quedarse pues Isaac aseguraba que
más que la vida le importaba el negocio que le llevaba a Templestowe.
—¿A Templestowe? —preguntó el rabino sorprendido; y volviendo a tomarle el
pulso decía entre sí—: El pulso ha bajado; Pero ha dejado huellas la fiebre en el
cerebro.
—¿Y por qué no? —dijo Isaac—. Yo bien sé que allí anidan los más crueles
enemigos que tuvieron nunca los hijos de Israel; pero ya sabes que los negocios del
tráfico son imperiosos, y que a veces tenemos que acudir a los preceptorios de los
templarios y a las encomiendas de los de San Juan, como si no fueran el azote de
Al anochecer del día en que se había celebrado el juicio, si así puede llamarse, de
Rebeca, se oyeron algunos golpes pausados a la puerta de su prisión. No por eso
interrumpió la doncella las oraciones de la tarde que su religión prescribía, volvieron
a sonar los golpes cautelosos que antes había oído a la puerta.
—Entra —respondió—, si eres amigo; y si eres enemigo, ¿porqué llamas?
—Soy yo —dijo entrando en el aposento Brian de Bois-Guilbert—, amigo o
enemigo, según quieras tú misma, y según resulte de esta entrevista.
Asustada al ver a aquel hombre, a cuya licenciosa pasión atribuía Rebeca, y con
sobrados motivos, todos los infortunios que la rodeaban, la infeliz doncella dio
algunos pasos atrás no aparentando miedo, sino recelo y precaución, y se retiró al
lado opuesto de la pieza, resuelta a huir en cuanto se lo permitieran las circunstancias,
y en todo caso a oponer una resistencia inflexible a la osadía de su perseguidor.
Púsose en actitud firme y decidida, no como quien provoca el ataque, sino como
quien está dispuesto a recibir al enemigo apercibido a la resistencia más desesperada.
—No tienes razón para temerme, Rebeca —afirmó el Templario— o a lo menos,
no la tienes para temerme ahora.
Ni ahora ni nunca —respondió la hebrea, aunque la agitación con que respiraba
desmentía en parte el heroísmo de su resolución—. Confío en quien es más fuerte que
tú. ¡No, no creas que te temo!
—Haces bien —siguió el Templario con gravedad y compostura—. Ni creas que
puedo entregarme en la ocasión presente a los frenéticos ímpetus de mi pasión. A
poca distancia de aquí hay una guardia, que seguramente no hará caso de mis
mandatos. Es la que ha de conducirte al patíbulo; mas no por eso permitiría que se te
hiciera el menor daño, ni aun respetaría mi carácter si a tanto llegase mi locura, que
así puedo llamarla.
—¡Gracias al cielo dijo Rebeca—, la muerte es lo que menos temo en medio de
tantas aflicciones!
—Sí —repuso el templario—; la idea de la muerte ni espanta al ánimo valeroso
cuando viene pronto y sin rodeos Un tajo, una estocada, son cosas despreciables para
mí. Tú puedes precipitarte de una torre y aguardar tranquila el golpe del puñal; pero
Destino fue del héroe que cantamos coger laureles en remotas tierras.
Tuvo humilde castillo y pecho audace, y un vate obscuro celebró sus
prendas.
Su nombre fue terror del enemigo y dio asunto moral a esta novela.
FIN