Vida - de - Juan - Facundo - Quiroga Primera Parte

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Introducción

Je demande à l'historien l'amour de l'humanité


ou de la liberté; sa justice impartiale ne doit pas être
impassible. Il faut, au contraire, qu'il souhaite, qu'il
espère, qu'il souffre, ou soit heureux de ce qu'il
raconte.

VILLEMAIN, Cours de littérature.

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que,


sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te
levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que
desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto:
¡revélanoslo! Diez años aún después de tu trágica muerte, el hombre
de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar
diversos senderos en el desierto, decían: «¡No, no ha muerto! ¡Vive
aún! ¡Él vendrá!» ¡Cierto! Facundo no ha muerto; está vivo en las
tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en
Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro
molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto,
iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en sistema, efecto y fin.
La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambióse en esta
metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de
presentarse a la faz del mundo, como el modo de ser de un pueblo
encarnado en un hombre, que ha aspirado a tomar los aires de un
genio que domina los acontecimientos, los hombres y las cosas.
Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue reemplazado
por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso,
corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y
organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un
Maquiavelo. Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos
quieren disputarle el título de Grande que le prodigan sus
cortesanos? Sí; grande y muy grande es, para gloria y vergüenza de
su patria, porque si ha encontrado millares de seres degradados que
se unzan a su carro para arrastrarlo por encima de cadáveres,
también se hallan a millares las almas generosas que, en quince años
de lid sangrienta, no han desesperado de vencer al monstruo que
nos propone el enigma de la organización política de la República.
Un día vendrá, al fin, que lo resuelvan; y la Esfinge Argentina,
mitad mujer, por lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario, morirá
a sus plantas, dando a la Tebas del Plata el rango elevado que le toca
entre las naciones del Nuevo Mundo.

Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido


cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los
hilos que lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la
fisonomía del suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los
puntos en que están pegados.

La República Argentina es hoy la sección hispanoamericana que


en sus manifestaciones exteriores ha llamado preferentemente la
atención de las naciones europeas, que no pocas veces se han visto
envueltas en sus extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a
acercarse al centro en que remolinean elementos tan contrarios. La
Francia estuvo a punto de ceder a esta atracción, y no sin grandes
esfuerzos de remo y vela, no sin perder el gobernalle, logró alejarse
y mantenerse a la distancia. Sus más hábiles políticos no han
alcanzado a comprender nada de lo que sus ojos han visto, al echar
una mirada precipitada sobre el poder americano que desafiaba a la
gran nación. Al ver las lavas ardientes que se revuelcan, se agitan, se
chocan bramando en este gran foco de lucha intestina, los que por
más avisados se tienen han dicho: «Es un volcán subalterno, sin
nombre, de los muchos que aparecen en la América; pronto se
extinguirá»; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de
haber dado una solución tan fácil como exacta de los fenómenos
sociales que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la
América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo,
le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento
de las teorías sociales, como el viajero científico de barómetros,
octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida
política, como en un campo vastísimo y aún no explorado ni
descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida
de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la
humanidad, este nuevo modo de ser, que no tiene antecedentes bien
marcados y conocidos. Hubiérase, entonces, explicado el misterio de
la lucha obstinada que despedaza a aquella República; hubiéranse
clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que
se chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del
terreno y a los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones
españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han dejado
la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de
las ideas opuestas que han trastornado el mundo político; su parte a
la barbarie indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en
fin, a la democracia consagrada por la revolución de 1810; a la
igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la
sociedad. Este estudio que nosotros no estamos aún en estado de
hacer por nuestra falta de instrucción filosófica e histórica, hecho
por observadores competentes, habría revelado a los ojos atónitos de
la Europa un mundo nuevo en política, una lucha ingenua, franca y
primitiva entre los últimos progresos del espíritu humano y los
rudimentos de la vida salvaje, entre las ciudades populosas y los
bosques sombríos. Entonces se habría podido aclarar un poco el
problema de la España, esa rezagada a la Europa, que, echada entre
el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad Media y el siglo XIX,
unida a la Europa culta por un ancho istmo y separada del África
bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose entre dos
fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos
libres, ya cayendo en la de los despotizados; ya impía, ya fanática;
ora constitucionalista declarada, ora despótica impudente;
maldiciendo sus cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y
pidiendo a gritos que le impongan el yugo, que parece ser su
condición y su modo de existir. ¡Qué! ¿El problema de la España
europea, no podría resolverse examinando minuciosamente la
España americana, como por la educación y hábitos de los hijos se
rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No significa
nada para la historia y la filosofía esta eterna lucha de los pueblos
hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e
industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin
objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día de
reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal
que los arrastra, mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a
su maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el
Paraguay, tierra desmontada por la manosabia del jesuitismo,
un sabio educado en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba
abre una nueva página en la historia de las aberraciones del espíritu
humano, encierra a un pueblo en sus límites de bosques primitivos,
y, borrando las sendas que conducen a esta China recóndita, se
oculta y esconde durante treinta años su presa, en las profundidades
del continente americano, y sin dejarla lanzar un solo grito, hasta
que muerto, él mismo, por la edad y la quieta fatiga de estar inmóvil
pisando un suelo sumiso, éste puede al fin, con voz extenuada y
apenas inteligible, decir a los que vagan por sus inmediaciones:
¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, ¡quantum mutatus ab illo! ¡Qué
transformación ha sufrido el Paraguay; qué cardenales y llagas ha
dejado el yugo sobre su cuello, que no oponía resistencia! ¿No
merece estudio el espectáculo de la República Argentina, que,
después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de
organización de todo género, produce, al fin, del fondo de sus
entrañas, de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la
persona de Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si
se puede, a las ideas, costumbres y civilización de los pueblos
europeos? ¿No se descubre en él el mismo rencor contra el elemento
extranjero, la misma idea de la autoridad del Gobierno, la misma
insolencia para desafiar la reprobación del mundo, con más, su
originalidad salvaje, su carácter fríamente feroz y su voluntad
incontrastable, hasta el sacrificio de la patria, como Sagunto y
Numancia; hasta abjurar el porvenir y el rango de nación culta,
como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un capricho
accidental, una desviación mecánica causada por la aparición de la
escena, de un genio poderoso; bien así como los planetas se salen de
su órbita regular, atraídos por la aproximación de algún otro, pero
sin sustraerse del todo a la atracción de su centro de rotación, que
luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera
ordinaria? M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: «Hay en
América dos partidos: el partido europeo y el partido americano;
éste es el más fuerte»; y cuando le avisan que los franceses han
tomado las armas en Montevideo y han asociado su porvenir, su
vida y su bienestar al triunfo del partido europeo civilizado, se
contenta con añadir: «Los franceses son muy entrometidos, y
comprometen a su nación con los demás gobiernos.» ¡Bendito sea
Dios! M. Guizot, el historiador de la civilización europea, el que ha
deslindado los elementos nuevos que modificaron la civilización
romana y que ha penetrado en el enmarañado laberinto de la Edad
Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido el crisol en que
se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el espíritu
moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda
solución a esta manifestación de simpatías profundas entre los
franceses y los enemigos de Rosas: «¡Son muy entrometidos los
franceses!» Los otros pueblos americanos, que, indiferentes e
impasibles, miran esta lucha y estas alianzas de un partido
argentino con todo elemento europeo que venga a prestarle su
apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación: «¡Estos argentinos
son muy amigos de los europeos!» Y el tirano de la República
Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase,
añadiendo: «¡Traidores a la causa americana!» ¡Cierto!, dicen todos;
¡traidores!, ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores a
la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído
la palabra salvaje, que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?

De eso se trata: de ser o no ser salvaje. ¿Rosas, según esto, no es


un hecho aislado, una aberración, una monstruosidad? ¿Es, por el
contrario, una manifestación social; es una fórmula de una manera
de ser de un pueblo? ¿Para qué os obstináis en combatirlo, pues, si
es fatal, forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!...
¿Acaso porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso
porque el mal principio triunfa, se le ha de abandonar
resignadamente el terreno? ¿Acaso la civilización y la libertad son
débiles hoy en el mundo, porque la Italia gima bajo el peso de todos
los despotismos, porque la Polonia ande errante sobre la tierra
mendigando un poco de pan y un poco de libertad? ¡Por qué lo
combatís!... ¿Acaso no estamos vivos los que después de tantos
desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra conciencia de
lo justo y del porvenir de la patria, porque, hemos perdido algunas
batallas? ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los despojos de
los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que
hacemos, ni más ni menos como Rosas no puede dejar de ser lo que
es? ¿No hay nada de providencial en estas luchas de los pueblos?
¿Concedióse jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por otra
parte, ¿hemos de abandonar un suelo de los más privilegiados de la
América a las devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos
navegables, abandonados a las aves acuáticas que están en quieta
posesión de surcarlos ellas solas ab initio?

¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración


europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros
desiertos, y hacernos, a la sombra de nuestro pabellón, pueblo
innumerable como las arenas del mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y
vanos, los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria, con
que nos han mecido desde la infancia, los pronósticos que con
envidia nos dirigen los que en Europa estudian las necesidades de la
humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo cristiano
civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América muchos
pueblos que estén, como el argentino, llamados, por lo pronto, a
recibir la población europea que desborda como el líquido en un
vaso? ¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la
industria en nuestro auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas,
para que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de
toda traba puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia y
de toda coacción? ¡Oh! ¡Este porvenir no se renuncia así no más! No
se renuncia porque un ejército de 20.000 hombres guarde la entrada
de la patria: los soldados mueren en los combates, desertan o
cambian de bandera. No se renuncia porque la fortuna haya
favorecido a un tirano durante largos y pesados años: la fortuna es
ciega, y un día que no acierte a encontrar a su favorito, entre el
humo denso y la polvareda sofocante de los combates, ¡adiós tirano!;
¡adiós tiranía! No se renuncia porque todas las brutales e ignorantes
tradiciones coloniales hayan podido más, en un momento de
extravío, en el ánimo de masas inexpertas: las convulsiones políticas
traen también la experiencia y la luz, y es ley de la humanidad que
los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen al fin
de las tradiciones envejecidas, de los hábitos ignorantes y de las
preocupaciones estacionarias. No se renuncia porque en un pueblo
haya millares de hombres candorosos que toman el bien por el mal,
egoístas que sacan de él su provecho, indiferentes que lo ven sin
interesarse, tímidos que no se atreven a combatirlo, corrompidos, en
fin, que no conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por
depravación: siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el
mal ha triunfado definitivamente. No se renuncia porque los demás
pueblos americanos no puedan prestarnos su ayuda; porque los
gobiernos no ven de lejos sino el brillo del poder organizado, y no
distinguen en la oscuridad humilde y desamparada de las
revoluciones los elementos grandes que están forcejeando por
desenvolverse; porque la oposición pretendida liberal abjure de sus
principios, imponga silencio a su conciencia, y por aplastar bajo su
pie un insecto que la importuna, huelle la noble planta a que ese
insecto se apegaba. No se renuncia porque los pueblos en masa nos
den la espalda a causa de que nuestras miserias y nuestras
grandezas están demasiado lejos de su vista para que alcancen a
conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una
misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y
dificultades: ¡las dificultades se vencen, las contradicciones se
acaban a fuerza de contradecirlas!

Desde Chile, nosotros nada podemos dar a los que perseveran en


la lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla
exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas
horas sobre sus cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos,
excepto estímulos; arma ninguna no es dado llevar a los
combatientes, si no es la que la prensa libre de Chile suministra a
todos los hombres libres. ¡La prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el
enemigo que sofocaste entre nosotros. He aquí el vellocino de oro
que tratamos de conquistar. He aquí cómo la prensa de Francia,
Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile y Corrientes va a turbar tu
sueño en medio del silencio sepulcral de tus víctimas: he aquí que te
has visto compelido a robar el don de lenguas para paliar el mal,
don que sólo fue dado para predicar el bien. He aquí que desciendes
a justificarte, y que vas por todos los pueblos europeos y americanos
mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio de la
prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en
tu patria la discusión que mantienes en todos los otros pueblos?
¿Para qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por el
puñal; para qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la
pacífica discusión de la prensa?

El que haya leído las páginas que preceden creerá que es mi


ánimo trazar un cuadro apasionado de los actos de barbarie que han
deshonrado el nombre de don Juan Manuel de Rosas. Que se
tranquilicen los que abriguen este temor. Aún no se ha formado la
última página de esta biografía inmoral; aún no está llena la medida;
los días de su héroe no han sido contados aún. Por otra parte, las
pasiones que subleva entre sus enemigos son demasiado rencorosas
aún, para que pudieran ellos mismos poner fe en su imparcialidad o
en su justicia. Es de otro personaje de quien debo ocuparme:
Facundo Quiroga es el caudillo cuyos hechos quiero consignar en el
papel.
Diez años ha que la tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y
emponzoñada debiera mostrarse la calumnia que fuera a cavar los
sepulcros en busca de víctimas. ¿Quién lanzó la bala oficial que
detuvo su carrera? ¿Partió de Buenos Aires o de Córdoba? La
historia explicará este arcano. Facundo Quiroga, empero, es el tipo
más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República
Argentina; es la figura más americana que la revolución presenta.
Facundo Quiroga enlaza y eslabona todos los elementos de
desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local, la guerra
nacional, argentina, y presenta triunfante, al fin de diez años de
trabajos, de devastaciones y de combates, el resultado de que sólo
supo aprovecharse el que lo asesinó.

He creído explicar la revolución argentina con la biografía de


Juan Facundo Quiroga, porque creo que él explica suficientemente
una de las tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el
seno de aquella sociedad singular.

He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos


los detalles que han podido suministrarme hombres que lo
conocieron en su infancia, que fueron sus partidarios o sus
enemigos, que han visto con sus ojos unos hechos, oído otros, y
tenido conocimiento exacto de una época o de una situación
particular. Aún espero más datos de los que poseo, que ya son
numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan, ruego a los que
las adviertan que me las comuniquen; porque en Facundo Quiroga
no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida
argentina, tal como la han hecho la colonización y las peculiaridades
del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria atención,
porque sin esto la vida y hechos de Facundo Quiroga son
vulgaridades que no merecerían entrar, sino episódicamente, en el
dominio de la historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía
de la naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la
inmensa extensión de la República Argentina; Facundo, expresión
fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e
instintos; Facundo, en fin, siendo lo que fue, no por un accidente de
su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos de su
voluntad, es el personaje histórico más singular, más notable, que
puede presentarse a la contemplación de los hombres que
comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento
social no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones
colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de
una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la
pintura, el reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística;
de la Grecia escéptica, filosófica y emprendedora, que se derrama
sobre el Asia, para extender la esfera de su acción civilizadora.

Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida


interior del pueblo argentino, para comprender su ideal, su
personificación.

Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo Quiroga,


como nadie, a mi juicio, ha comprendido, todavía, al inmortal
Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el
cuadro de su vida. En la Enciclopedia Nueva he leído un brillante
trabajo sobre el general Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo
americano toda la justicia que merece por sus talentos y por su
genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se
han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio,
un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano,
al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la
Europa, y nada que me revele la América.

Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana


pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso
edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier
general europeo de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones
clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan
el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni
menos como los litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo
con casaca de solapas, creyendo impropia su chaqueta, que nunca
abandonó. Bien: han hecho un general, pero Facundo desaparece. La
guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes:
Bolívar es un Charette de más anchas dimensiones. Si los españoles
hubieran penetrado en la República Argentina el año 11, acaso
nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este caudillo hubiese sido tan
pródigamente dotado por la naturaleza y la educación.

La manera de tratar la historia de Bolívar, de los escritores


europeos y americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase.
San Martín no fue caudillo popular; era realmente un general.
Habíase educado en Europa y llegó a América, donde el Gobierno
era el revolucionario, y podía formar a sus anchas el ejército
europeo, disciplinarlo y dar batallas regulares, según las reglas de la
ciencia. Su expedición sobre Chile es una conquista en regla, como la
de Italia por Napoleón. Pero si San Martín hubiese tenido que
encabezar montoneras, ser vencido aquí, para ir a reunir un grupo de
llaneros por allá, lo habrían colgado a su segunda tentativa.

El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los


que hasta hoy conocemos: es preciso poner antes las decoraciones y
los trajes americanos, para mostrar en seguida el personaje. Bolívar
es, todavía, un cuento forjado sobre datos ciertos: Bolívar, el
verdadero Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable
que, cuando lo traduzcan a su idioma natal, aparezca más
sorprendente y más grande aún.

Razones de este género me han movido a dividir este


precipitado trabajo en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el
paisaje, el teatro sobre que va a representarse la escena; la otra en
que aparece el personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar;
de manera que la primera esté ya revelando a la segunda, sin
necesidad de comentarios ni explicaciones.

Señor don Valentín Alsina:

Conságrole, mi caro amigo, estas páginas que vuelven a ver la


luz pública, menos por lo que ellas valen, que por el conato de usted
de amenguar con sus notas los muchos lunares que afeaban la
primera edición. Ensayo y revelación, para mí mismo, de mis ideas,
el Facundo adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración
del momento, sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada
no bien era concebida, lejos del teatro de los sucesos y con
propósitos de acción inmediata y militante. Tal como él era, mi
pobre librejo ha tenido la fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada
a la verdad y a la discusión, lectores apasionados, y de mano en
mano, deslizándose furtivamente, guardado en algún secreto
escondite, para hacer alto en sus peregrinaciones, emprender largos
viajes, y ejemplares por centenas llegar, ajados y despachurrados de
puro leídos, hasta Buenos Aires, a las oficinas del pobre tirano, a los
campamentos del soldado y a la cabaña del gaucho, hasta hacerse él
mismo, en las hablillas populares, un mito como su héroe.

He usado con parsimonia de sus preciosas notas, guardando las


más substanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos,
temeroso de que por retocar obra tan informe desapareciese su
fisonomía primitiva y la lozana y voluntariosa audacia de la mal
disciplinada concepción.

Este libro, como tantos otros que la lucha de la libertad ha hecho


nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de
materiales, de cuyo caos discordante saldrá un día, depurada de
todo resabio, la historia de nuestra patria, el drama más fecundo en
lecciones, más rico en peripecias y más vivaz que la dura y penosa
transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo, si, como lo
deseo, puedo un día consagrarme con éxito a tarea tan grande!
Echaría al fuego, entonces, de buena gana, cuantas páginas
precipitadas he dejado escapar en el combate en que usted y tantos
otros valientes escritores han cogido los más frescos laureles,
hiriendo de más cerca, y con armas mejor templadas, al poderoso
tirano de nuestra patria.

He suprimido la introducción como inútil, y los dos capítulos


últimos como ociosos hoy, recordando una indicación de usted, en
1846, en Montevideo, en que me insinuaba que el libro estaba
terminado en la muerte de Quiroga.

Tengo una ambición literaria, mi caro amigo, y a satisfacerla


consagro muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios
meditados. Facundo murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero
su nombre en la Historia podía escaparse y sobrevivir algunos años,
sin castigo ejemplar como era merecido. La justicia de la Historia ha
caído, ya, sobre él, y el reposo de su tumba, guárdanlo la supresión
de su nombre y el desprecio de los pueblos. Sería agraviar a la
Historia escribir la vida de Rosas, y humillar a nuestra patria,
recordarla, después de rehabilitada, las degradaciones por que ha
pasado. Pero hay otros pueblos y otros hombres que no deben
quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh! La Francia, tan
justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históricas,
políticas y sociales; la Inglaterra, tan contemplativa de sus intereses
comerciales; aquellos políticos de todos los países, aquellos
escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador
americano se presentase ante ellos como un libro, para mostrarles,
como Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han
prosternado ante un fantasma, que han contemporizado con una
sombra impotente, que han acatado un montón de basura, llamando
a la estupidez energía; a la ceguedad, talento; virtud a la crápula e
intriga, y diplomacia a los más groseros ardides; si pudiera hacerse
esto, como es posible hacerlo, con unción en las palabras, con
intachable imparcialidad en la justipreciación de los hechos, con
exposición lucida y animada, con elevación de sentimientos y con
conocimiento profundo de los intereses de los pueblos y
presentimiento, fundado en deducción lógica, de los bienes que
sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en
nuestro país e hicieron desbordar sobre otros..., ¿no siente usted que
el que tal hiciera podría presentarse en Europa con su libro en la
mano, y decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la
República, a Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón,
al Times y a La Presse: «¡Leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí
vuestro hombre!», y hacer efectivo aquel ecce homo, tan mal señalado
por los poderosos, al desprecio y al asco de los pueblos!

La historia de la tiranía de Rosas es la más solemne, la más


sublime y la más triste página de la especie humana, tanto para los
pueblos que de ella han sido víctimas como para las naciones,
gobiernos y políticos europeos o americanos que han sido actores en
el drama o testigos interesados.

Los hechos están ahí consignados, clasificados, probados,


documentados; fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo
hecho, el soplo de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un
tiempo a la vista del espectador y convertirlos en cuadro vivo, con
primeros planos palpables y lontananzas necesarias; fáltale el
colorido que dan el paisaje, los rayos del sol de la patria; fáltale la
evidencia que trae la estadística, que cuenta las cifras, que impone
silencio a los fraseadores presuntuosos y hace enmudecer a los
poderosos impudentes. Fáltame, para intentarlo, interrogar el suelo
y visitar los lugares de la escena, oír las revelaciones de los
cómplices, las deposiciones de las víctimas, los recuerdos de los
ancianos, las doloridas narraciones de las madres, que ven con el
corazón; fáltame escuchar el eco confuso del pueblo, que ha visto y
no ha comprendido, que ha sido verdugo y víctima, testigo y actor;
falta la madurez del hecho cumplido y el paso de una época a otra,
el cambio de los destinos de la nación, para volver, con fruto, los
ojos hacia atrás, haciendo de la historia ejemplo y no venganza.

Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí este


tesoro, prestaré grande atención a los defectos e inexactitudes de la
vida de Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto he abandonado
a la publicidad. Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria
que adquirir como escritor argentino: fustigar al mundo y humillar
la soberbia de los grandes de la tierra, llámense sabios o gobiernos.
Si fuera rico, fundara un premio Monthion para aquel que lo
consiguiera.

Envíole, pues, el Facundo sin otras atenuaciones, y hágalo que


continúe la obra de rehabilitación de lo justo y de lo digno que tuvo
en mira al principio. Tenemos lo que Dios concede a los que sufren:
años por delante y esperanzas; tengo yo un átomo de lo que a usted
y a Rosas, a la virtud y al crimen, concede a veces: perseverancia.
Perseveremos, amigo: muramos, usted ahí, yo acá; pero que ningún
acto, ninguna palabra nuestra revele que tenemos la conciencia de
nuestra debilidad y de que nos amenazan para hoy o para mañana
tribulaciones y peligros.

DOMINGO SARMIENTO.

Yungay, 7 de abril de 1851.


1. Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e
ideas que engendra

L'étendue des Pampas est si prodigieuse, qu'au


nord elles sont bornées par des bosquets de palmiers,
et au midi par des neiges éternelles.

HEAD.

El continente americano termina al sur en una punta, en cuya


extremidad se forma el Estrecho de Magallanes. Al oeste, y a corta
distancia del Pacífico, se extienden, paralelos a la costa, los Andes
chilenos. La tierra que queda al oriente de aquella cadena de
montañas y al occidente del Atlántico, siguiendo el Río de la Plata
hacia el interior por el Uruguay arriba, es el territorio que se llamó
Provincias Unidas del Río de la Plata, y en el que aún se derrama
sangre por denominarlo República Argentina o Confederación
Argentina. Al norte están el Paraguay, el Gran Chaco y Bolivia, sus
límites presuntos.

La inmensa extensión de país que está en sus extremos es


enteramente despoblada, y ríos navegables posee que no ha surcado
aún el frágil barquichuelo. El mal que aqueja a la República
Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se
le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una
habitación humana, son, por lo general, los límites incuestionables
entre unas y otras provincias. Allí, la inmensidad por todas partes:
inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el
horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra,
entre celajes y vapores tenues, que no dejan, en la lejana perspectiva,
señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y
al norte, acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna
para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en
los campos y sobre las indefensas poblaciones. En la solitaria
caravana de carretas que atraviesa pesadamente las pampas, y que
se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno
del escaso fuego, vuelve maquinalmente la vista hacia el sur, al más
ligero susurro del viento que agita las yerbas secas, para hundir sus
miradas en las tinieblas profundas de la noche, en busca de los
bultos siniestros de la horda salvaje que puede, de un momento a
otro, sorprenderla desapercibida. Si el oído no escucha rumor
alguno, si la vista no alcanza a calar el velo oscuro que cubre la
callada soledad, vuelve sus miradas, para tranquilizarse del todo, a
las orejas de algún caballo que está inmediato al fogón, para
observar si están inmóviles y negligentemente inclinadas hacia
atrás. Entonces continúa la conversación interrumpida, o lleva a la
boca el tasajo de carne, medio sollamado, de que se alimenta. Si no
es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo, es
el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que no puede
pisar. Esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en
las campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta
resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de
los percances inseparables de la vida, una manera de morir como
cualquiera otra, y puede, quizá, explicar, en parte, la indiferencia
con que dan y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven
impresiones profundas y duraderas.

La parte habitada de este país privilegiado en dones, y que


encierra todos los climas, puede dividirse en tres fisonomías
distintas, que imprimen a la población condiciones diversas, según
la manera como tiene que entenderse con la naturaleza que la rodea.
Al norte, confundiéndose con el Chaco, un espeso bosque cubre, con
su impenetrable ramaje, extensiones que llamaríamos inauditas, si
en formas colosales hubiese nada inaudito en toda la extensión de la
América. Al centro, y en una zona paralela, se disputan largo tiempo
el terreno, la pampa y la selva; domina en partes el bosque, se
degrada en matorrales enfermizos y espinosos; preséntase de nuevo
la selva, a merced de algún río que la favorece, hasta que, al fin, al
sur, triunfa la pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin
límite conocido, sin accidente notable; es la imagen del mar en la
tierra, la tierra como en el mapa; la tierra aguardando todavía que se
la mande producir las plantas y toda clase de simiente.

Pudiera señalarse, como un rasgo notable de la fisonomía de este


país, la aglomeración de ríos navegables que al este se dan cita de
todos los rumbos del horizonte, para reunirse en el Plata y
presentar, dignamente, su estupendo tributo al océano, que lo recibe
en sus flancos, no sin muestras visibles de turbación y de respeto.
Pero estos inmensos canales excavados por la solícita mano de la
naturaleza no introducen cambio ninguno en las costumbres
nacionales. El hijo de los aventureros españoles que colonizaron el
país, detesta la navegación, y se considera como aprisionado en los
estrechos límites del bote o de la lancha. Cuando un gran río le ataja
el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su caballo y lo endilga
nadando a algún islote que se divisa a lo lejos; arribado a él,
descansan caballo y caballero, y de islote en islote se completa, al fin,
la travesía.

De este modo, el favor más grande que la Providencia depara a


un pueblo, el gaucho argentino lo desdeña, viendo en él, más bien,
un obstáculo opuesto a sus movimientos, que el medio más
poderoso de facilitarlos: de este modo, la fuente del
engrandecimiento de las naciones, lo que hizo la celebridad
remotísima del Egipto, lo que engrandeció a la Holanda y es la
causa del rápido desenvolvimiento de Norteamérica, la navegación
de los ríos o la canalización, es un elemento muerto, inexplotado por
el habitante de las márgenes del Bermejo, Pilcomayo, Paraná,
Paraguay y Uruguay. Desde el Plata, remontan aguas arriba algunas
navecillas tripuladas por italianos y carcamanes; pero el movimiento
sube unas cuantas leguas y cesa casi de todo punto. No fue dado a
los españoles el instinto de la navegación, que poseen en tan alto
grado los sajones del norte. Otro espíritu se necesita que agite esas
arterias, en que hoy se estagnan los fluidos vivificantes de una
nación. De todos estos ríos que debieran llevar la civilización, el
poder y la riqueza, hasta las profundidades más recónditas del
continente y hacer de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba,
Salta, Tucumán y Jujuy, otros tantos pueblos nadando en riqueza y
rebosando población y cultura, sólo uno hay que es fecundo en
beneficio para los que moran en sus riberas: el Plata, que los resume
a todos juntos.

En su embocadura están situadas dos ciudades: Montevideo y


Buenos Aires, cosechando hoy, alternativamente, las ventajas de su
envidiable posición. Buenos Aires está llamada a ser, un día, la
ciudad más gigantesca de ambas Américas. Bajo un clima benigno,
señora de la navegación de cien ríos que fluyen a sus pies, reclinada
muellemente sobre un inmenso territorio, y con trece provincias
interiores que no conocen otra salida para sus productos, fuera ya la
Babilonia americana, si el espíritu de la pampa no hubiese soplado
sobre ella y si no ahogase en sus fuentes el tributo de riqueza que los
ríos y las provincias tienen que llevarla siempre. Ella sola, en la
vasta extensión argentina, está en contacto con las naciones
europeas; ella sola explota las ventajas del comercio extranjero; ella
sola tiene poder y rentas. En vano le han pedido las provincias que
les deje pasar un poco de civilización de industria y de población
europea: una política estúpida y colonial se hizo sorda a estos
clamores. Pero las provincias se vengaron mandándole en Rosas,
mucho y demasiado de la barbarie que a ellas les sobraba.

Harto caro la han pagado los que decían: «La República


Argentina acaba en el Arroyo del Medio.» Ahora llega desde los
Andes hasta el mar: la barbarie y la violencia bajaron a Buenos
Aires, más allá del nivel de las provincias. No hay que quejarse de
Buenos Aires, que es grande y lo será más, porque así le cupo en
suerte. Debiéramos quejarnos, antes, de la Providencia, y pedirle
que rectifique la configuración de la tierra. No siendo esto posible,
demos por bien hecho lo que de mano de Maestro está hecho.
Quejémonos de la ignorancia de este poder brutal, que esteriliza
para sí y para las provincias los dones que natura prodigó al pueblo
que extravía. Buenos Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza
y prosperidad al interior, mándale sólo cadenas, hordas
exterminadoras y tiranuelos subalternos. ¡También se venga del mal
que las provincias le hicieron con prepararle a Rosas!

He señalado esta circunstancia de la posición monopolizadora


de Buenos Aires para mostrar que hay una organización del suelo,
tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera
gritado de buena fe: «¡Federación o muerte!», habría concluido por el
sistema unitario que hoy ha establecido. Nosotros, empero,
queríamos la unidad en la civilización y en la libertad, y se nos ha
dado la unidad en la barbarie y en la esclavitud. Pero otro tiempo
vendrá en que las cosas entren en su cauce ordinario. Lo que por
ahora interesa conocer, es que los progresos de la civilización se
acumulan en Buenos Aires solo: la pampa es un malísimo conductor
para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya veremos lo que de
aquí resulta. Pero sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas
partes de aquel territorio predomina una facción general, uniforme
y constante; ya sea que la tierra esté cubierta de la lujosa y colosal
vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos,
espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que
les da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y
monótona faz, la superficie de la tierra es generalmente llana y
unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin límites las
tierras de San Luis y Córdoba en el centro, y algunas ramificaciones
avanzadas de los Andes, al norte. Nuevo elemento de unidad para
la nación que pueble, un día, aquellas grandes soledades, pues que
es sabido que las montañas que se interponen entre unos y otros
países, y los demás obstáculos naturales, mantienen el aislamiento
de los pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas.
Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la
primitiva independencia de las plantaciones que por su ancha
exposición al Atlántico y las diversas salidas que al interior dan: el
San Lorenzo al norte, el Mississipí al sur y las inmensas
canalizaciones al centro. La República Argentina es «una e
indivisible».

Muchos filósofos han creído, también, que las llanuras


preparaban las vías al despotismo, del mismo modo que las
montañas prestaban asidero a las resistencias de la libertad. Esta
llanura sin límites, que desde Salta a Buenos Aires, y de allí a
Mendoza, por una distancia de más de setecientas leguas, permite
rodar enormes y pesadas carretas, sin encontrar obstáculo alguno,
por caminos en que la mano del hombre apenas ha necesitado cortar
algunos árboles y matorrales, esta llanura constituye uno de los
rasgos más notables de la fisonomía interior de la República. Para
preparar vías de comunicación, basta sólo el esfuerzo del individuo
y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte quisiera prestarle su
auxilio, si las fuerzas de la sociedad intentaran suplir la debilidad
del individuo, las dimensiones colosales de la obra arredrarían a los
más emprendedores, y la incapacidad del esfuerzo lo haría
inoportuno. Así, en materia de caminos, la naturaleza salvaje dará la
ley por mucho tiempo, y la acción de la civilización permanecerá
débil e ineficaz.

Esta extensión de las llanuras imprime, por otra parte, a la vida


del interior, cierta tintura asiática, que no deja de ser bien
pronunciada. Muchas veces, al salir la luna tranquila y
resplandeciente por entre las yerbas de la tierra, la he saludado
maquinalmente con estas palabras de Volney, en su descripción de
las Ruinas: La pleine lune, à l'Orient s'élevait sur un fond bleuâtre aux
plaines rives de l'Euphrate. Y, en efecto, hay algo en las soledades
argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas; alguna
analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que
median entre el Tigris y el Eúfrates; algún parentesco en la tropa de
carretas solitaria que cruza nuestras soledades para llegar, al fin de
una marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos que
se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras carretas viajeras son una
especie de escuadra de pequeños bajeles, cuya gente tiene
costumbres, idiomas y vestidos peculiares, que la distinguen de los
otros habitantes, como el marino se distingue de los hombres de
tierra.

Es el capataz un caudillo, como en Asia, el jefe de la caravana:


necesítase, para este destino, una voluntad de hierro, un carácter
arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia
de los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo, en
el desamparo del desierto. A la menor señal de insubordinación, el
capataz enarbola su chicote de fierro y descarga sobre el insolente
golpes que causan contusiones y heridas; si la resistencia se
prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general
desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en mano, y
reivindica, bien pronto, su autoridad, por la superior destreza con
que sabe manejarlo. El que muere en estas ejecuciones del capataz
no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítima la
autoridad que lo ha asesinado.

Así es como en la vida argentina empieza a establecerse por


estas peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la
preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin
responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin
formas y sin debates. La tropa de carretas lleva, además,
armamento: un fusil o dos por carreta y, a veces, un cañoncito
giratorio en la que va a la delantera. Si los bárbaros la asaltan, forma
un círculo, atando unas carretas con otras, y casi siempre resisten
victoriosamente a las codicias de los salvajes, ávidos de sangre y de
pillaje.
La árrea de mulas cae, con frecuencia, indefensa en manos de
estos beduinos americanos, y rara vez los troperos escapan de ser
degollados. En estos largos viajes, el proletario argentino adquiere el
hábito de vivir lejos de la sociedad y a luchar individualmente con
la naturaleza, endurecido en las privaciones, y sin contar con otros
recursos que su capacidad y maña personal, para precaverse de
todos los riesgos que le cercan de continuo.

El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos


razas diversas, que, mezclándose, forman medios tintes
imperceptibles, españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba
y San Luis predomina la raza española pura, y es común encontrar
en los campos, pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan
rosadas y hermosas, como querrían serlo las elegantes de una
capital. En Santiago del Estero, el grueso de la población campesina
habla aún la quichua, que revela su origen indio. En Corrientes, los
campesinos usan un dialecto español muy gracioso. -Dame, general,
un chiripá- decían a Lavalle sus soldados.

En la campaña de Buenos Aires, se reconoce todavía el soldado


andaluz; y en la ciudad predominan los apellidos extranjeros. La
raza negra, casi extinta ya -excepto en Buenos Aires-, ha dejado sus
zambos y mulatos, habitantes de las ciudades, eslabón que liga al
hombre civilizado con el palurdo; raza inclinada a la civilización,
dotada de talento y de los más bellos instintos de progresos.

Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha resultado un


todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e
incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una
posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso
habitual. Mucho debe haber contribuido a producir este resultado
desgraciado la incorporación de indígenas que hizo la colonización.
Las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces,
aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y
seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que
tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor
dotada de acción la raza española, cuando se ha visto en los
desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.

Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar


la colonia alemana o escocesa del sur de Buenos Aires y la villa que
se forma en el interior: en la primera, las casitas son pintadas; el
frente de la casa, siempre aseado, adornado de flores y arbustillos
graciosos; el amueblado, sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre
o estaño, reluciente siempre; la cama, con cortinillas graciosas, y los
habitantes, en un movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas,
fabricando mantequilla y quesos, han logrado algunas familias
hacer fortunas colosales y retirarse a la ciudad, a gozar de las
comodidades.

La villa nacional es el reverso indigno de esta medalla: niños


sucios y cubiertos de harapos viven en una jauría de perros;
hombres tendidos por el suelo, en la más completa inacción; el
desaseo y la pobreza por todas partes; una mesita y petacas por todo
amueblado; ranchos miserables por habitación, y un aspecto general
de barbarie y de incuria los hacen notables.

Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que es un accidente de


las campañas pastoras, motivó, sin duda, las palabras que el
despecho y la humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter
Scott: «Las vastas llanuras de Buenos Aires -dice- no están pobladas
sino por cristianos salvajes, conocidos bajo el nombre
de guachos (por decir Gauchos), cuyo principal amueblado consiste
en cráneos de caballos, cuyo alimento es carne cruda y agua y cuyo
pasatiempo favorito es reventar caballos en carreras forzadas.
Desgraciadamente -añade el buen gringo-, prefirieron su
independencia nacional a nuestros algodones y muselinas»1. ¡Sería
bueno proponerle a la Inglaterra, por ver, no más, cuántas varas de
lienzo y cuántas piezas de muselina daría por poseer estas llanuras
de Buenos Aires!

Por aquella extensión sin límites, tal como la hemos descrito,


están esparcidas, aquí y allá, catorce ciudades capitales de provincia,
que si hubiéramos de seguir el orden aparente, clasificáramos, por
su colocación geográfica: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y
Corrientes, a las márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja,
Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, casi en línea paralela con los
Andes chilenos; Santiago, San Luis y Córdoba, al centro. Pero esta
manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a ninguno
de los resultados sociales que voy solicitando. La clasificación que
hace a mi objeto es la que resulta de los medios de vivir del pueblo
de las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu. Ya
he dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación
alguna, puesto que no son navegados sino en una escala
insignificante y sin influencia. Ahora, todos los pueblos argentinos,
salvo San Juan y Mendoza, viven de los productos del pastoreo;
Tucumán explota, además, la agricultura; y Buenos Aires, a más de
un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se entrega a las
múltiples y variadas ocupaciones de la vida civilizada.

Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas


las ciudades americanas: sus calles cortadas en ángulos rectos, su
población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a
Córdoba, que, edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las
apariencias de una dudad europea, a que dan mayor realce la
multitud de torres y cúpulas de sus numerosos y magníficos
templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina,
española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del
comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que
caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.

La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los


vestidos europeos, el frac y la levita tiene allí su teatro y su lugar
conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad
capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin
ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue
hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos
distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a
unos estrechos oasis de civilización, enclavados en un llano inculto,
de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una
que otra villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que
mayor número de villas han podido echar sobre la campaña, como
otros tantos focos de civilización y de intereses municipales; ya esto
es un hecho notable.

El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida


civilizada, tal como la conocemos en todas partes: allí están las leyes,
las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna
organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del
recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto: el hombre de campo
lleva otro traje, que llamaré americano, por ser común a todos los
pueblos; sus hábitos de vida son diversos; sus necesidades,
peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos
pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la
campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con
desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el
frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse
impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la
ciudad está bloqueado allí, proscripto afuera, y el que osara
mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa,
atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los
campesinos.

Estudiemos, ahora, la fisonomía exterior de las extensas


campañas que rodean las ciudades y penetremos en la vida interior
de sus habitantes. Ya he dicho que en muchas provincias el límite
forzoso es un desierto intermedio y sin agua. No sucede así, por lo
general, con la campaña de una provincia, en la que reside la mayor
parte de su población. La de Córdoba, por ejemplo, que cuenta
160.000 almas, apenas veinte de éstas están dentro del recinto de la
aislada ciudad; todo el grueso de la población está en los campos,
que, así como por lo común son llanos, casi por todas partes son
pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de vegetación
mayor, y en algunas, con tanta abundancia y de tan exquisita
calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza, y
San Juan sobre todo, se exceptúan de esta peculiaridad de la
superficie inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de
los productos de la agricultura. En todo lo demás, abundando los
pastos, la cría de ganados es no la ocupación de los habitantes, sino
su medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve,
impensadamente, a traer a la imaginación el recuerdo del Asia,
cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas, aquí y allá, de las
tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La vida primitiva de los
pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de
Abraham, que es la del beduino de hoy, asoma en los campos
argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo
extraño.

La tribu árabe, que vaga por las soledades asiáticas, vive reunida
bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la
sociedad existe, aunque no esté fija en un punto determinado de la
tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la
invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman
reunidos un código de leyes, de usos y de prácticas de gobierno, que
mantiene la moral, tal como la comprenden, el orden y la asociación
de la tribu. Pero el progreso está sofocado, porque no puede haber
progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es
la que desenvuelve la capacidad industrial del hombre y le permite
extender sus adquisiciones.

En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade: el pastor


posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto, que le
pertenece; pero, para ocuparlo, ha sido necesario disolver la
asociación y derramar las familias sobre una inmensa superficie.
Imaginaos una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda
de población, pero colocadas las habitaciones a cuatro leguas de
distancia unas de otras, a ocho, a veces, a dos, las más cercanas. El
desenvolvimiento de la propiedad mobiliaria no es imposible; los
goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento:
puede levantar la fortuna un soberbio edificio en el desierto; pero el
estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de manifestarse
con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí, en
el aislamiento y la soledad. Las privaciones indispensables justifican
la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae, en seguida, todas
las exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido
completamente; queda sólo la familia feudal, aislada, reconcentrada;
y, no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace
imposible: la municipalidad no existe, la policía no puede ejercerse y
la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes.

Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación


tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio
romano, que reconcentraba en un recinto toda la población, y de allí
salía a labrar los campos circunvecinos. Existía, pues, una
organización social fuerte, y sus benéficos resultados se hacen sentir
hasta hoy y han preparado la civilización moderna. Se asemeja a la
antiguasloboda esclavona, con la diferencia que aquélla era agrícola, y,
por tanto, más susceptible de gobierno: el desparramo de la
población no era tan extenso como éste. Se diferencia de la tribu
nómade en que aquélla anda en sociedad siquiera, ya que no se
posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad de la
Edad Media, en que los barones residían en el campo, y desde allí
hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas; pero aquí falta el
barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el campo, es
momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni puede
conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes. De aquí
resulta que aun la tribu salvaje de la pampa está organizada mejor
que nuestras campañas para el desarrollo moral.

Pero lo que presenta de notable esta sociedad, en cuanto a su


aspecto social, es su afinidad con la vida antigua, con la vida
espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza
radical. El ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus
esclavos el peso de la vida material, el cuidado de proveer a la
subsistencia, mientras que él vivía libre de cuidados en el foro, en la
plaza pública, ocupándose exclusivamente de los intereses del
Estado, de la paz, la guerra, las luchas de partido. El pastoreo
proporciona las mismas ventajas, y la función inhumana del ilota
antiguo la desempeña el ganado. La procreación espontánea forma y
acrece indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está por
demás; su trabajo, su inteligencia, su tiempo, no son necesarios para
la conservación y aumento de los medios de vivir. Pero si nada de
esto necesita para lo material de la vida, las fuerzas que economiza
no puede emplearlas como el romano: fáltale la ciudad, el
municipio, la asociación íntima, y, por tanto, fáltale la base de todo
desarrollo social; no estando reunidos los estancieros, no tienen
necesidades públicas que satisfacer: en una palabra, no hay res
publica.

El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada en la


tribu árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino imposible.
¿Dónde colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones los
niños diseminados a diez leguas de distancia, en todas direcciones?
Así, pues, la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es
normal, y gracias, si las costumbres domésticas conservan un corto
depósito de moral. La religión sufre las consecuencias de la
disolución de la sociedad; el curato es nominal, el púlpito no tiene
auditorio, el sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza
en la inacción y en la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la
barbarie normal, penetran en su celda y convierten su superioridad
moral en elementos de fortuna y de ambición, porque, al fin,
concluye por hacerse caudillo de partido.

Yo he presenciado una escena campestre digna de los tiempos


primitivos del mundo, anteriores a la institución del sacerdocio.
Hallábame en 1838 en la sierra de San Luis, en casa de un estanciero,
cuyas dos ocupaciones favoritas eran rezar y jugar. Había edificado
una capilla en la que, los domingos por la tarde, rezaba él mismo el
rosario, para suplir al sacerdote y al oficio divino de que por años
habían carecido. Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al
ocaso; las majadas que volvían al redil, hendían el aire con sus
confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta años, de
una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la
blancura del cutis, los ojos azulados, la frente, espaciosa y
despejada, hacía coro, a que contestaban una docena de mujeres y
algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún, estaban
amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluido el rosario, hizo
un fervoroso ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción,
fervor más puro, fe más firme, ni oración más bella, más adecuada a
las circunstancias, que la que recitó. Pedía en ella, a Dios, lluvia para
los campos, fecundidad para los ganados, paz para la República,
seguridad para los caminantes... Yo soy muy propenso a llorar, y
aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento religioso se
había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación
desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar
en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la
naturaleza que lo revela. La voz de aquel hombre candoroso e
inocente me hacía vibrar todas las fibras, y me penetraba hasta la
médula de los huesos.

He aquí a lo que está reducida la religión en las campañas


pastoras: a la religión natural; el cristianismo existe, como el idioma
español, en clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido,
encarnado en supersticiones groseras, sin instrucción, sin culto y sin
convicciones. En casi todas las campañas apartadas de las ciudades
ocurre que, cuando llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza,
les presentan tres o cuatro niños de meses y de un año para que los
bauticen, satisfechos de que, por su buena educación, podrán
hacerlo de un modo válido; y no es raro que a la llegada de un
sacerdote se le presenten mocetones, que vienen domando un potro,
a que les ponga el óleo y administre el bautismo sub conditione.

A falta de todos los medios de civilización y de progreso, que no


pueden desenvolverse, sino a condición de que los hombres estén
reunidos en sociedades numerosas, ved la educación del hombre del
campo. Las mujeres guardan la casa, preparan la comida, trasquilan
las ovejas, ordeñan las vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras
telas de que se visten: todas las ocupaciones domésticas, todas las
industrias caseras las ejerce la mujer: sobre ella pesa casi todo el
trabajo; y gracias, si algunos hombres se dedican a cultivar un poco
de maíz para el alimento de la familia, pues el pan es inusitado
como mantención ordinaria. Los niños ejercitan sus fuerzas y se
adiestran por placer, en el manejo del lazo y de las bolas, con que
molestan y persiguen sin descanso a las terneras y cabras; cuando
son jinetes, y esto sucede luego de aprender a caminar, sirven a
caballo en algunos quehaceres; más tarde, y cuando ya son fuertes,
recorren los campos, cayendo y levantando, rodando a designio en
las vizcacheras, salvando precipicios y adiestrándose en el manejo
del caballo; cuando la pubertad asoma, se consagran a domar potros
salvajes, y la muerte es el castigo menor que les aguarda, si un
momento les faltan las fuerzas o el coraje. Con la juventud primera
viene la completa independencia y la desocupación.

Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que su


educación está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por el
idioma únicamente y por las confusas religiosas que conservan, para
saber apreciar los caracteres indómitos y altivos, que nacen de esta
lucha del hombre aislado, con la naturaleza salvaje, del racional, del
bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes
graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del
compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de
las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe
aterrar un toro bravío y darle muerte; que no sabrá proveerse de
caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha
parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho
envuelto en la otra, para meterle en la boca, mientras le traspasa el
corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de las
resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza,
desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento
de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos,
de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta
conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos
americanos les echan en cara esta vanidad, y se muestran ofendidos
de su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo
infundado, y no me pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí
mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes cosas! ¿Cuánto no
habrá podido contribuir a la independencia de una parte de la
América, la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada han
visto bajo el sol, mejor que ellos, ni el hombre sabio ni el poderoso?
El europeo es, para ellos, el último de todos, porque no resiste a un
par de corcovos del caballo. Si el origen de esta vanidad nacional en
las clases inferiores es mezquino, no son por eso menos nobles las
consecuencias; como no es menos pura el agua de un río porque
nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que
les inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por sus
vestidos, usos y maneras. De esta pasta están amasados los soldados
argentinos, y es fácil imaginarse lo que hábitos de este género
pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra. Añádase que,
desde la infancia, están habituados a matar las reses, y que este acto
de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de
sangre, y endurece su corazón contra los gemidos de las víctimas.

La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho las


facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter
moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del
poder de la naturaleza: es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna
instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia,
como sin necesidades, es feliz en medio de la pobreza y de sus
privaciones, que no son tales para el que nunca conoció mayores
goces, ni extendió más altos sus deseos. De manera que si esta
disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie, por la
imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e intelectual, no
deja, por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el
alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro
se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa del patrón
o pariente, si nada posee. Las atenciones que el ganado exige se
reducen a correrías y partidas de placer.
La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una
fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí es el punto
de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda; allí,
la ostentación de la increíble destreza en el lazo. El gaucho llega a la
hierra al paso lento y mesurado de su mejor parejero, que detiene a
distancia apartada; y para gozar mejor del espectáculo, cruza la
pierna sobre el pescuezo del caballo. Si el entusiasmo lo anima,
desciende lentamente del caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre
un toro que pasa, con la velocidad del rayo, a cuarenta pasos de
distancia: lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y
vuelve tranquilo a enrollar su cuerda.
2. Originalidad y caracteres argentinos

Ainsi que l'océan, les steppes remplissent


l'esprit du sentiment de l'infini.

HUMBOLDT.

Si de las condiciones de la vida pastoril, tal como la ha


constituido la colonización y la incuria, nacen graves dificultades
para una organización política cualquiera y muchas más para el
triunfo de la civilización europea, de sus instituciones, y de la
riqueza y libertad, que son sus consecuencias, no puede, por otra
parte, negarse que esta situación tiene su costado poético, y faces
dignas de la pluma del romancista. Si un destello de literatura
nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades
americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas
escenas naturales, y, sobre todo, de la lucha entre la civilización
europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia:
lucha imponente en América, y que da lugar a escenas tan
peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que
se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se
vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos
sorprendentes, y originales los caracteres.

El único romancista norteamericano que haya logrado hacerse


un nombre europeo es Fenimore Cooper, y eso porque transportó la
escena de sus descripciones fuera del círculo ocupado por los
plantadores, al límite entre la vida bárbara y la civilizada, al teatro
de la guerra en que las razas indígenas y la raza sajona están
combatiendo por la posesión del terreno.

No de otro modo, nuestro joven poeta Echeverría ha logrado


llamar la atención del mundo literario español con su poema
titulado La Cautiva. Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y
Argia, que sus predecesores los Varela trataron con maestría clásica
y estro poético, pero sin suceso y sin consecuencia, porque nada
agregaban al caudal de nociones europeas, y volvió sus miradas al
desierto, y allá en la inmensidad sin límites, en las soledades en que
vaga el salvaje, en la lejana zona de fuego que el viajero ve acercarse
cuando los campos se incendian, halló las inspiraciones que
proporciona a la imaginación, el espectáculo de una naturaleza
solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y entonces, el eco de
sus versos pudo hacerse oír con aprobación, aun por la península
española.

Hay que notar, de paso, un hecho que es muy explicativo de los


fenómenos sociales de los pueblos. Los accidentes de la naturaleza
producen costumbres y usos peculiares a estos accidentes, haciendo
que donde estos accidentes se repiten, vuelvan a encontrarse los
mismos medios de parar a ellos, inventados por pueblos distintos.
Esto me explica por qué la flecha y el arco se encuentran en todos los
pueblos salvajes, cualesquiera que sean su raza, su origen y su
colocación geográfica. Cuando leía en El último de los Mohicanos, de
Cooper, que Ojo de Halcón y Uncas habían perdido el rastro de los
Mingos en un arroyo, dije para mí: «Van a tapar el arroyo.» Cuando,
en La pradera, el Trampero mantiene la incertidumbre y la agonía,
mientras el fuego los amenaza, un argentino habría aconsejado lo
mismo que el Trampero sugiere al fin, que es limpiar un lugar para
guarecerse, e incendiar a su vez, para poderse retirar del fuego que
invade, sobre las cenizas del punto que se ha incendiado. Tal es la
práctica de los que atraviesan la pampa para salvarse de los
incendios del pasto. Cuando los fugitivos de La pradera encuentran
un río, y Cooper describe la misteriosa operación del Pawnie con el
cuero de búfalo que recoge: «va a hacer la pelota», me dije a mí
mismo; lástima es que no haya una mujer que la conduzca, que
entre nosotros son las mujeres las que cruzan los ríos con
la pelota tomada con los dientes por un lazo. El procedimiento para
asar una cabeza de búfalo en el desierto es el mismo que nosotros
usamos para batear una cabeza de vaca o un lomo de ternera. En fin,
mil otros accidentes que omito prueban la verdad de que
modificaciones análogas del suelo traen análogas costumbres,
recursos y expedientes. No es otra la razón de hallar, en Fenimore
Cooper, descripciones de usos y costumbres que parecen plagiadas
de la pampa; así, hallamos en los hábitos pastoriles de la América,
reproducidos hasta los trajes, el semblante grave y hospitalidad
árabes.
Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes
naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra.
La poesía, para despertarse (porque la poesía es como el sentimiento
religioso, una facultad del espíritu humano), necesita el espectáculo
de lo bello, del poder terrible, de la inmensidad, de la extensión, de
lo vago, de lo incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable
y vulgar empiezan las mentiras de la imaginación, el mundo ideal.
Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de
la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el
horizonte, y ver..., no ver nada; porque cuanto más hunde los ojos
en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja,
más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la
duda? ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano penetrar?
¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro,
el salvaje, la muerte! He aquí ya la poesía: el hombre que se mueve
en estas escenas se siente asaltado de temores e incertidumbres
fantásticas, de sueños que le preocupan despierto.

De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter,


por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo, cuando en medio de
una tarde serena y apacible una nube torva y negra se levanta sin
saber de dónde, se extiende sobre el cielo, mientras se cruzan dos
palabras, y de repente, el estampido del trueno anuncia la tormenta
que deja frío al viajero, y reteniendo el aliento, por temor de atraerse
un rayo de dos mil que caen en torno suyo? La oscuridad se sucede
después a la luz: la muerte está por todas partes; un poder terrible,
incontrastable, le ha hecho, en un momento, reconcentrarse en sí
mismo, y sentir su nada en medio de aquella naturaleza irritada;
sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante magnificencia
de sus obras. ¿Qué más colores para la paleta de la fantasía? Masas
de tinieblas que anublan el día, masas de luz lívida, temblorosa, que
ilumina un instante las tinieblas, y muestra la pampa a distancias
infinitas, cruzándola vivamente el rayo, en fin, símbolo del poder.
Estas imágenes han sido hechas para quedarse hondamente
grabadas. Así, cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste,
pensativo, serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su
imaginación, del mismo modo que cuando miramos fijamente el sol
nos queda, por largo tiempo, su disco en la retina.
Preguntadle al gaucho a quién matan con preferencia los rayos,
y os introducirá en un mundo de idealizaciones morales y religiosas,
mezcladas de hechos naturales, pero mal comprendidos, de
tradiciones supersticiosas y groseras. Añádase que, si es cierto que el
fluido eléctrico entra en la economía de la vida humana y es el
mismo que llaman fluido nervioso, el cual, excitado, subleva las
pasiones y enciende el entusiasmo, muchas disposiciones debe tener
para los trabajos de la imaginación, el pueblo que habita bajo una
atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la ropa
frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato.

¿Cómo no ha de ser poeta el que presencia estas escenas


imponentes:

Gira en vano, reconcentra


su inmensidad, y no encuentra
la vista en su vivo anhelo
do fijar su fugaz vuelo,
como el pájaro en la mar.

Doquier, campo y heredades,


del ave y bruto guaridas;
doquier cielo y soledades
de Dios sólo conocidas,
que El sólo puede sondear.

ECHEVERRÍA.

O el que tiene a la vista esta naturaleza engalanada?


De las entrañas de América
dos raudales se desatan:
el Paraná, faz de perlas,
y el Uruguay, faz de nácar.

Los dos entre bosques corren,


o entre floridas barrancas,
como dos grandes espejos
entre marcos de esmeraldas.

Salúdanlos en su paso
la melancólica pava,
el picaflor y el jilguero,
el zorzal y la torcaza.

Como ante reyes se inclinan


ante ellos seibos y palmas,
y le arrojan flor del aire,
aroma y flor de naranja;

luego, en el Guazú se encuentran,


y reuniendo sus aguas,
mezclando nácar y perlas
se derraman en el Plata.

DOMÍNGUEZ.
Pero ésta es la poesía culta, la poesía de la ciudad. Hay otra que
hace oír sus ecos por los campos solitarios: la poesía popular,
candorosa y desaliñada del gaucho.

También nuestro pueblo es músico. Esta es una predisposición


nacional que todos los vecinos le reconocen. Cuando en Chile se
anuncia, por la primera vez, un argentino en una casa, lo invitan al
piano en el acto, o le pasan una vihuela y si se excusa diciendo que
no sabe pulsarla, lo extrañan y no le creen, «porque siendo argentino
-dicen- debe ser músico». Esta es una preocupación popular que
acusa nuestros hábitos nacionales. En efecto: el joven culto de las
ciudades toca el piano o la flauta, el violín o la guitarra; los mestizos
se dedican casi exclusivamente a la música, y son muchos los hábiles
compositores e instrumentistas que salen de entre ellos. En las
noches de verano, se oye sin cesar la guitarra en la puerta de las
tiendas, y, tarde de la noche, el sueño es dulcemente interrumpido
por las serenatas y los conciertos ambulantes.

El pueblo campesino tiene sus cantares propios.

El triste, que predomina en los pueblos del Norte, es un canto


frigio, plañidero, natural al hombre en el estado primitivo de
barbarie, según Rousseau.

La vidalita, canto popular con coros, acompañado de la guitarra y


un tamboril, a cuyos redobles se reúne la muchedumbre y va
engrosando el cortejo y el estrépito de las voces. Este canto me
parece heredado de los indígenas, porque lo he oído en una fiesta de
indios en Copiapó, en celebración de la Candelaria; y como canto
religioso, debe ser antiguo, y los indios chilenos no lo han de haber
adoptado de los españoles argentinos. La vidalita es el metro popular
en que se cantan los asuntos del día, las canciones guerreras: el
gaucho compone el verso que canta, y lo populariza por la
asociación que su canto exige.

Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres nacionales,


estas dos artes que embellecen la vida civilizada y dan desahogo a
tantas pasiones generosas, están honradas y favorecidas por las
masas mismas, que ensayan su áspera musa en composiciones
líricas y poéticas. El joven Echeverría residió algunos meses en la
campaña, en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había
precedido ya: los gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y
cuando un recién venido mostraba señales de desdén hacia
el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda prevención
hostil cesaba al oír este título privilegiado.

Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el instrumento


popular de los españoles, y que es común en América. En Buenos
Aires, sobre todo, está todavía muy vivo el tipo popular español,
elmajo. Descúbresele en el compadrito de la ciudad y en el gaucho
de la campaña. El jaleo español vive en el cielito: los dedos sirven de
castañuelas. Todos los movimientos del compadrito revelan al majo:
el movimiento de los hombros, los ademanes, la colocación del
sombrero, hasta la manera de escupir por entre los dientes: todo es
aún andaluz genuino.

Del centro de estas costumbres y gustos generales se levantan


especialidades notables, que un día embellecerán y darán un tinte
original al drama y al romance nacional. Yo quiero sólo notar aquí
algunas que servirán a completar la idea de las costumbres, para
trazar en seguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil.

El rastreador.

El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador.


Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan
dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas
direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son
abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal, y
distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o
tirado, cargado o de vacío: ésta es una ciencia casera y popular. Una
vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el
peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo:
«Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena...; ésta es la tropa
de don N. Zapata..., es de muy buena silla..., va ensillada..., ha
pasado ayer...» Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa
volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última
vez la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda
una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece
increíble, es con todo, la ciencia vulgar; éste era un peón de árrea, y
no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas
aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del
saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos
le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal,
calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su
testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche:
no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada,
se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en
seguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de
tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta
pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles,
atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que
encuentra, dice fríamente: «¡Este es!» El delito está probado, y raro
es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para
el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla
sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera
como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a
Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio durante
cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años:
encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable
y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa,
contesta: «Ya no valgo nada; ahí están los niños.» Los niños son sus
hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se
cuenta de él que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez
su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos
meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e
inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y
medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los
suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya
y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su
raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a
muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de
buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado
todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió.
¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque
comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le
hizo desempeñar con calor una tarea que perdía a un hombre, pero
que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los
accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había
marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las
murallas bajas, cruzaba su sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía
sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al
hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde temi as dir!» Al fin llegó a una
acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido
aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil! Calíbar iba por las orillas
sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y
dice: «Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en
los pastos lo indican.» Entra en una viña: Calíbar reconoció las
tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro está.» La partida de
soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad
de las pesquisas. «No ha salido», fue la breve respuesta que, sin
moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había
salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos
presos políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los
auxiliares de fuera, prevenidos. En el momento de efectuarlo, uno
dijo: «¿Y Calíbar?» «¡Cierto!», contestaron los otros, anonadados,
aterrados. «¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de Calíbar
que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así
pudo efectuarse sin inconveniente.

¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico


se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán
sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!

El baqueano.

Después del rastreador viene el baqueano, personaje eminente y


que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las
provincias. El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce
a palmos veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y
montañas. Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva
un general para dirigir los movimientos de su campaña. El
baqueano va siempre a su lado. Modesto y reservado como una
tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército,
el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende
de él.

El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el


general tiene en él plena confianza. Imaginaos la posición de un jefe
condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los
conocimientos indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra
una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué
aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un
espacio de mil leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y
adónde van. Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o
más abajo del paso ordinario, y esto en cien ríos o arroyos; él conoce
en los ciénagos extensos un sendero por donde pueden ser
atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos distintos.

En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las


llanuras sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una
vuelta en círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se
desmonta, se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se
orienta de la altura en que se halla, monta en seguida, y les dice,
para asegurarlos: «Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas
de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur»; y se dirige hacia el
mundo que señala tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin
responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los
otros.

Si aún esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad


es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la
raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento
varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo
salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente.
El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada
estancia del sur de Buenos Aires.

Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para


atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un
paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento,
reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y
se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de
rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega
al lugar designado.

El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto


es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del
movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen
en cierta dirección. Cuando se aproxima, observa los polvos y por su
espesor cuenta la fuerza: «Son dos mil hombres» -dice-,
«quinientos», «doscientos», y el jefe obra bajo este dato, que casi
siempre es infalible. Si los cóndores y cuervos revolotean en un
círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un
campamento recién abandonado, o un simple animal muerto. El
baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y
las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e
ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del
tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas
sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que casi
siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera,
de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol
que hay en toda la extensión de la República del Uruguay. No la
hubieran ocupado los brasileros sin su auxilio; no la hubieran
libertado, sin él, los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió
después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el
poder de Buenos Aires, hoy, con sus numerosos ejércitos que cubren
toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer, destruido a
pedazos, por una sorpresa hoy, por una fuerza cortada mañana, por
una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por el
conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo,
o por otro accidente inapercibido o insignificante.

El general Rivera principió sus estudios del terreno el año de


1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces, como
contrabandista; a los contrabandistas, después, como empleado; al
rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como
montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como
general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe,
como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general
oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la
ciencia del baqueano.

El gaucho malo.

Este es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un squatter, un


misántropo particular. Es el Ojo de Halcón, el Trampero de Cooper,
con toda su ciencia del desierto, con toda su aversión a las
poblaciones de los blancos, pero sin su moral natural y sin sus
conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que este
epíteto lo desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde
muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero
sin odio y casi con respeto. Es un personaje misterioso: mora en la
pampa, son su albergue los mardales, vive de perdices y mulitas; si
alguna vez quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la
voltea solo, la mata, saca su bocado predilecto y abandona lo demás
a las aves mortecinas. De repente, se presenta el gaucho malo en un
pago de donde la partida acaba de salir: conversa pacíficamente con
los buenos gauchos, que lo rodean y lo admiran; se provee de los
vicios, y si divisa la partida, monta tranquilamente en su caballo y lo
apunta hacia el desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la
cabeza. La partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus
caballos, porque el que monta el gaucho malo es un
parejero pangarétan célebre como su amo. Si el acaso lo echa alguna
vez, de improviso, entre las garras de la justicia, acomete a lo más
espeso de la partida, y a merced de cuatro tajadas que con su
cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los soldados, se hace
paso por entre ellos, y tendiéndose sobre el lomo del caballo, para
sustraerse a la acción de las balas que lo persiguen, endilga hacia el
desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre él y sus
perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los
poetas de los alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía
del héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta
campaña. A veces, se presenta a la puerta de un baile campestre con
una muchacha que ha robado; entra en baile con su pareja,
confúndese en las mudanzas delcielito y desaparece sin que nadie se
aperciba de ello. Otro día se presenta en la casa de la familia
ofendida, hace descender de la grupa a la niña que ha seducido y,
desdeñando las maldiciones de los padres que le siguen, se
encamina tranquilo a su morada sin límites.

Este hombre divorciado con la sociedad, proscripto por las leyes;


este salvaje de color blanco no es, en el fondo, un ser más depravado
que los que habitan las poblaciones. El osado prófugo que acomete
una partida entera es inofensivo para los viajeros. El gaucho malo
no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en
su idea, como el robo no entraba en la idea delChurriador: roba, es
cierto; pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos.
Una vez viene al real de una tropa del interior: el patrón propone
comprarle un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de
tales prendas, con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se
recoge, medita un momento, y después de un rato de silencio
contesta: «No hay actualmente caballo así.» ¿Qué ha estado
pensando el gaucho? En aquel momento ha recorrido en su mente
mil estancias de la pampa, ha visto y examinado todos los caballos
que hay en la provincia, con sus marcas, color, señales particulares,
y convencídose de que no hay ninguno que tenga una estrella en la
paleta: unos las tienen en la frente, otros, una mancha blanca en el
anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por
sus nombres doscientos mil soldados, y recordaba, al verlos, todos
los hechos que a cada uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues,
lo imposible, en día señalado, en un punto dado del camino,
entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el
dinero sea motivo de faltar a la cita. Tiene sobre este punto el honor
de los tahúres sobre las deudas.

Viaja entonces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe. Entonces se


le ve cruzar la pampa con una tropilla de caballos por delante: si
alguno lo encuentra, sigue su camino sin acercársele, a menos que él
lo solicite.

El cantor.

Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de


civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo
bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la
misma escena, entre las luchas de las ciudades y del feudalismo de
los campos, entre la vida que se va y la vida que se acerca.
El cantor anda de pago en pago, «de tapera en galpón», cantando sus
héroes de la pampa, perseguidos por la justicia, los llantos de la
viuda a quien los indios robaron sus hijos en un malón reciente, la
derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo
Quiroga y la suerte que cupo a Santos Pérez. El cantor está haciendo,
candorosamente, el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia,
biografía que el bardo de la Edad Media, y sus versos serían
recogidos más tarde como los documentos y datos en que habría de
apoyarse el historiador futuro, si a su lado no estuviese otra
sociedad culta, con superior inteligencia de los acontecimientos, que
la que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas. En la
República Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas
en un mismo suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo que
tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y
populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse de lo que tiene a
sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización
europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno, dentro de las
ciudades; el otro, en las campañas.

El cantor no tiene residencia fija: su morada está donde la noche


lo sorprende; su fortuna, en sus versos y en su voz. Dondequiera
que el cielito enreda sus parejas sin tasa, dondequiera que se apura
una copa de vino, el cantor tiene su lugar preferente, su parte
escogida en el festín. El gaucho argentino no bebe, si la música y los
versos no lo excitan2, y cada pulpería tiene su guitarra para poner en
manos del cantor, a quien el grupo de caballos estacionados a la
puerta anuncia a lo lejos dónde se necesita el concurso de su gaya
ciencia.

El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus


propias hazañas. Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo
argentino, no está libre de tener que habérselas con la justicia.
También tiene que dar la cuenta de sendas puñaladas que ha
distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo y algún caballo
o una muchacha que robó. El año 1840, entre un grupo de gauchos y
a orillas del majestuoso Paraná, estaba sentado en el suelo, y con las
piernas cruzadas, un cantor que tenía azorado y divertido a su
auditorio con la larga y animada historia de sus trabajos y
aventuras. Había ya contado lo del rapto de la querida, con los
trabajos que sufrió; lo de la desgracia y la disputa que la motivó;
estaba refiriendo su encuentro con la partida, y las puñaladas que en
su defensa dio, cuando el tropel y los gritos de los soldados le
avisaron que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se había
cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba hacia el Paraná,
que corría veinte varas más abajo: tal era la altura de la barranca.
El cantor oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el
caballo, y echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de
soldados con las tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la
barranca, le pone el poncho en los ojos y clávale las espuelas.
Algunos instantes después, se veía salir de las profundidades del
Paraná el caballo, sin freno, a fin de que nadase con más libertad, y
el cantor tomado de la cola, volviendo la cara quietamente, cual si
fuera en un bote de ocho remos, hacia la escena que dejaba en la
barranca. Algunos balazos de la partida no estorbaron que llegase
sano y salvo al primer islote que sus ojos divisaron.

Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona,


irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más
narrativa que sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida
campestre, del caballo y las escenas del desierto, que la hacen
metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún
afamado malévolo, parécese al improvisador napolitano,
desarreglado, prosaico de ordinario, elevándose a la altura poética
por momentos, para caer de nuevo al recitado insípido y casi sin
versificación. Fuera de esto, el cantor posee su repertorio de poesías
populares: quintillas, décimas y octavas, diversos géneros de versos
octosílabos. Entre éstas hay muchas composiciones de mérito y que
descubren inspiración y sentimiento.

Aún podría añadir a estos tipos originales muchos otros


igualmente curiosos, igualmente locales, si tuviesen, como los
anteriores, la peculiaridad de revelar las costumbres nacionales, sin
lo cual es imposible comprender nuestros personajes políticos, ni el
carácter primordial y americano de la sangrienta lucha que
despedaza a la República Argentina. Andando esta historia, el lector
va a descubrir por sí solo dónde se encuentra el rastreador,
el baqueano, el gaucho malo o el cantor. Verá en los caudillos cuyos
nombres han traspasado las fronteras argentinas, y aun en aquellos
que llenan el mundo con el horror de su nombre, el reflejo vivo de la
situación interior del país, sus costumbres y su organización.
3. Asociación. -La pulpería

Le Gaucho vit de privations, mais son luxe est la


liberté. Fier d'une indépendance sans bornes, ses
sentiments, sauvages comme sa vie, sont pourtant
nobles e bons.

HEAD.

En el capítulo primero hemos dejado al campesino argentino en


el momento en que ha llegado a la edad viril, tal cual lo ha formado
la naturaleza y la falta de verdadera sociedad en que vive. Le hemos
visto hombre, independiente de toda necesidad, libre de toda
sujeción, sin ideas de gobierno, porque todo orden regular y
sistemado se hace de todo punto imposible. Con estos hábitos de
incuria, de independencia, va a entrar en otra escala de la vida
campestre, que, aunque vulgar, es el punto de partida de todos los
grandes acontecimientos que vamos a ver desenvolverse muy luego.

No se olvide que hablo de los pueblos esencialmente pastores;


que en éstos tomo la fisonomía fundamental, dejando las
modificaciones accidentales que experimentan, para indicar, a su
tiempo, los efectos parciales. Hablo de la asociación de estancias,
que, distribuidas de cuatro en cuatro leguas, más o menos, cubren la
superficie de una provincia.

Las campañas agrícolas subdividen y diseminan también la


sociedad, pero en una escala muy reducida: un labrador colinda con
otro, y los aperos de la labranza y la multitud de instrumentos,
aparejos, bestias que ocupa; lo variado de sus productos y las
diversas artes que la agricultura llama en su auxilio establecen
relaciones necesarias entre los habitantes de un valle y hacen
indispensable un rudimento de villa que les sirva de centro. Por otra
parte, los cuidados y faenas que la labranza exige requieren tal
número de brazos, que la ociosidad se hace imposible, y los varones
se ven forzados a permanecer en el recinto de la heredad. Todo lo
contrario sucede en esta singular asociación. Los límites de la
propiedad no están marcados; los ganados, cuanto más numerosos
son, menos brazos ocupan; la mujer se encarga de todas las faenas
domésticas y fabriles; el hombre queda desocupado, sin goces, sin
ideas, sin atenciones forzosas; el hogar doméstico le fastidia, lo
expele, digámoslo así. Hay necesidad, pues, de una sociedad ficticia
para remediar esta desasociación normal. El hábito, contraído desde
la infancia, de andar a caballo es un nuevo estímulo para dejar la
casa.

Los niños tienen el deber de echar caballos al corral apenas sale


el sol, y todos los varones, hasta los pequeñuelos, ensillan su
caballo, aunque no sepan qué hacerse. El caballo es una parte
integrante del argentino de los campos; es para él lo que la corbata
para los que viven en el seno de las ciudades. El año 41, el Chacho,
caudillo de los Llanos, emigró a Chile. «¿Cómo le va, amigo?» le
preguntaba uno. «¡Cómo me ha de ir -contestó, con el acento del
dolor y la melancolía- en Chile y a pie!» Sólo un gaucho argentino
sabe apreciar todas las desgracias y todas las angustias que estas dos
frases expresan.

Aquí vuelve a aparecer la vida árabe, tártara. Las siguientes


palabras de Víctor Hugo parecen escritas en la Pampa: «No podría
combatir a pie; no hace sino una sola persona con su caballo. Vive a
caballo; trata, compra y vende a caballo; bebe, come, duerme y
sueña a caballo» (Le Rhin).

Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una vuelta a
los ganados, una visita a una cría o a la querencia de un caballo
predilecto invierte una pequeña parte del día; el resto lo absorbe una
reunión en una venta o pulpería. Allí concurren cierto número de
parroquianos de los alrededores; allí se dan y adquieren las noticias
sobre los animales extraviados; trázanse en el suelo las marcas del
ganado; sábese dónde caza el tigre, dónde se le han visto los rastros
al león; allí se arman las carreras, se reconocen los mejores caballos;
allí, en fin, está el cantor; allí se fraterniza por el circular de la copa y
las prodigalidades de los que poseen.

En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus


enervados, el licor enciende las imaginaciones adormecidas. Esta
asociación accidental de todos los días viene, por su repetición, a
formar una sociedad más estrecha que la de donde partió cada
individuo, y en esta asamblea sin objeto público, sin interés social,
empiezan a echarse los rudimentos de las reputaciones que más
tarde, y andando los años, van a aparecer en la escena política. Ved
cómo:

El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la


destreza en el manejo del caballo, y, además, el valor. Esta reunión,
este club diario, es un verdadero circo olímpico, en que se ensayan y
comprueban los quilates del mérito de cada uno.

El gaucho anda armado del cuchillo que ha heredado de los


españoles: esta peculiaridad de la Península, este grito característico
de Zaragoza: ¡Guerra a cuchillo!, es aquí más real que en España. El
cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para
todas sus ocupaciones: no puede vivir sin él; es como la trompa del
elefante, su brazo, su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par de
jinete, hace alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento,
describiendo círculos en el aire, a la menor provocación, sin
provocación alguna, sin otro interés que medirse con un
desconocido; juega a las puñaladas, como jugaría a los dados. Tan
profundamente entran estos hábitos pendencieros en la vida íntima
del gaucho argentino, que las costumbres han creado sentimientos
de honor y una esgrima que garantiza la vida. El hombre de la plebe
de los demás países toma el cuchillo para matar, y mata; el gaucho
argentino lo desenvaina para pelear, y hiere solamente. Es preciso
que esté muy borracho, es preciso que tenga instintos
verdaderamente malos, o rencores muy profundos, para que atente
contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo marcarlo, darle una
tajada en la cara, dejarle una señal indeleble. Así, se ve a estos
gauchos llenos de cicatrices, que rara vez son profundas. La riña,
pues, se traba por brillar, por la gloria del vencimiento, por amor a
la reputación. Ancho círculo se forma en torno de los combatientes,
y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo de los puñales, que
no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre corre a
torrentes, los espectadores se creen obligados, en conciencia, a
separarlos. Si sucede alguna desgracia, las simpatías están por el que
se desgració: el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos,
y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance,
no es raro que haga frente, y si corre a la partida, adquiere un
renombre, desde entonces, que se dilata sobre una ancha
circunferencia. Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya
puede presentarse de nuevo en su pago, sin que se proceda a
ulteriores persecuciones; está absuelto. Matar es una desgracia, a
menos que el hecho se repita tantas veces que inspire horror el
contacto del asesino. El estanciero don Juan Manuel Rosas, antes de
ser hombre público, había hecho de su residencia una especie de
asilo para los homicidas, sin que jamás consintiese en su servicio a
los ladrones; preferencias que se explicarían fácilmente por su
carácter de gaucho propietario, si su conducta posterior no hubiese
revelado afinidades que han llenado de espanto al mundo.

En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno de los


muchos en que se ejercitan para juzgar del arrojo que para
entregarse a ellos se requiere. Un gaucho pasa a todo escape por
enfrente de sus compañeros. Uno le arroja un tiro de bolas, que en
medio de la carrera maniata el caballo. Del torbellino de polvo que
levanta éste al caer vese salir al jinete corriendo, seguido del caballo,
a quien el impulso de la carrera interrumpida hace avanzar,
obedeciendo a las leyes de la física. En este pasatiempo se juega la
vida, y a veces se pierde.

¿Creeráse que estas proezas, y la destreza y la audacia en el


manejo del caballo, son la base de las grandes ilustraciones, que han
llenado con su nombre la República Argentina y cambiado la faz del
país? Nada es más cierto, sin embargo. No es mi ánimo persuadir a
que el asesinato y el crimen hayan sido siempre una escala de
ascensos. Millares son los valientes que han parado en bandidos
oscuros; pero pasan de centenares los que a esos hechos han debido
su posición. En todas las sociedades despotizadas, las grandes dotes
naturales van a perderse en el crimen; el genio romano que
conquistara el mundo es hoy el terror de los Lagos Pontinos, y los
Zumalacárregui, los Mina españoles, se encuentran a centenares en
Sierra Leona. Hay una necesidad, para el hombre, de desenvolver
sus fuerzas, su capacidad y ambición, que, cuando faltan los medios
legítimos, él se forja un mundo con su moral y sus leyes aparte, y en
él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o César.

Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil e


imposible; donde los negocios municipales no existen; donde el bien
público es una palabra sin sentido, porque no hay público, el
hombre dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y adopta
para ello los medios y los caminos que encuentra. El gaucho será un
malhechor o un caudillo, según el rumbo que las cosas tomen, en el
momento en que ha llegado a hacerse notable.

Costumbres de este género requieren medios vigorosos de


represión, y para reprimir desalmados se necesitan jueces más
desalmados aún. Lo que al principio dije del capataz de carretas se
aplica exactamente al juez de campaña. Ante toda otra cosa, necesita
valor: el terror de su nombre es más poderoso que los castigos que
aplica. El juez es, naturalmente, algún famoso de tiempo atrás, a
quien la edad y la familia han llamado a la vida ordenada. Por
supuesto, que la justicia que administra es de todo punto arbitraria:
su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus sentencias son
inapelables. A veces, suele haber jueces de éstos que lo son de por
vida y que dejan una memoria respetada. Pero la coincidencia de
estos medios ejecutivos y lo arbitrario de las penas forman ideas en
el pueblo sobre el poder de la autoridad que más tarde viene a
producir sus efectos. El juez se hace obedecer por su reputación de
audacia temible, su autoridad, su juicio sin formas, su sentencia,
un yo lo mando y sus castigos, inventados por él mismo. De este
desorden, quizá por mucho tiempo inevitable, resulta que el
caudillo que en las revueltas llega a elevarse, posee sin
contradicción, y sin que sus secuaces duden de ello, el poder amplio
y terrible que sólo se encuentra hoy en los pueblos asiáticos.

El caudillo argentino es un Mahoma que pudiera, a su antojo,


cambiar la religión dominante y forjar una nueva. Tiene todos los
poderes: su injusticia es una desgracia para su víctima, pero no un
abuso de su parte; porque él puede ser injusto; más todavía: él ha de
ser injusto necesariamente; siempre lo ha sido.

Lo que digo del juez es aplicable al comandante de campaña.


Este es un personaje de más alta categoría que el primero, y en quien
han de reunirse, en más alto grado, las cualidades de reputación y
antecedentes de aquél. Todavía una circunstancia nueva agrava,
lejos de disminuir, el mal. El gobierno de las ciudades es el que da el
título de comandante de Campaña; pero como la ciudad es débil en
el campo, sin influencia y sin adictos, el Gobierno echa mano de los
hombres que más temor le inspiran para encomendarles este
empleo, a fin de tenerlos en su obediencia; manera muy conocida de
proceder de todos los gobiernos débiles, y que alejan el mal del
momento presente para que se produzca más tarde en dimensiones
colosales. Así, el Gobierno Papal hace transacciones con los
bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el
bandalaje y creándole un porvenir seguro; así, el Sultán concedía a
Mehemet-Alí la investidura de bajá de Egipto, para tener que
reconocerlo más tarde rey hereditario, a trueque de que no lo
destronase. Es singular que todos los caudillos de la revolución
argentina han sido comandantes de Campaña. López e Ibarra,
Artigas y Güemes, Facundo y Rosas. Es el punto de partida para
todas las ambiciones. Rosas, cuando hubo acoderándose de la
ciudad, exterminó a todos los comandantes que lo habían elevado,
entregando este influyente cargo a hombres vulgares que no
pudiesen seguir el camino que él había traído: Pajarito, Celarrayán,
Arbolito, Pancho el Ñato y Molina eran otros tantos comandantes de
que Rosas purgó al país.

Doy tanta importancia a estos pormenores porque ellos servirán


a explicar todos nuestros fenómenos sociales y la revolución que se
ha estado obrando en la República Argentina; revolución que está
desfigurada por palabras del diccionario civil, que la disfrazan y
ocultan, creando ideas erróneas; de la misma manera que los
españoles, al desembarcar en América, daban un nombre europeo
conocido a un animal nuevo que encontraban, saludando con el
terrible de león, que trae al espíritu la idea de la magnanimidad y
fuerza del rey de las bestias, al miserable gato, llamado puma, que
huye a la vista de los perros, y tigre, al jaguar de nuestros bosques.
Por deleznables e innobles que parezcan estos fundamentos que
quiero dar a la guerra civil, la evidencia vendrá luego a mostrar
cuán sólidos e indestructibles son.

La vida de los campos argentinos, tal como la he mostrado, no es


un accidente vulgar: es un orden de cosas, un sistema de asociación
característico, normal, único, a mi juicio, en el mundo, y él solo basta
para explicar toda nuestra revolución. Había, antes de 1810, en la
República Argentina, dos sociedades distintas, rivales e
incompatibles, dos civilizaciones diversas: la una, española,
europea, culta, y la otra, bárbara, americana, casi indígena; y la
revolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para
que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en
presencia una de otra, se acometiesen y, después de largos años de
lucha, la una absorbiese a la otra. He indicado la asociación normal
de la campaña, la desasociación, peor mil veces que la tribu nómade;
he mostrado la asociación ficticia, en la desocupación; la formación
de las reputaciones gauchas: valor, arrojo, destreza, violencias y
oposición a la justicia regular, a la justicia civil de la ciudad. Este
fenómeno de organización social existía en 1810, existe aún,
modificado en muchos puntos, modificándose lentamente en otros e
intacto en muchos aún. Estos focos de reunión del gauchaje valiente,
ignorante, libre y desocupado estaban diseminados a millares en la
campaña. La revolución de 1810 llevó a todas partes el movimiento
y el rumor de las armas. La vida pública, que hasta entonces había
faltado a esta asociación áraberromana, entró en todas las ventas, y
el movimiento revolucionario trajo, al fin, la asociación bélica en
la montonera provincial, hija legítima de la venta y de la estancia,
enemiga de la ciudad y del ejército patriota revolucionario.
Desenvolviéndose los acontecimientos, veremos las montoneras
provinciales con sus caudillos a la cabeza; en Facundo Quiroga,
últimamente triunfante en todas partes, la campaña sobre las
ciudades, y dominadas éstas en su espíritu, gobierno, civilización,
formarse al fin el Gobierno central, unitario, despótico, del
estanciero don Juan Manuel Rosas, que clava en la culta Buenos
Aires el cuchillo del gaucho y destruye la obra de los siglos, la
civilización, las leyes y la libertad.
4. Revolución de 1810

Cuando la batalla empieza, el tártaro da un grito


terrible, llega, hiere, desaparece y vuelve como el
rayo.

VÍCTOR HUGO.

He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido, para


llegar al punto en que nuestro drama comienza. Es inútil detenerse
en el carácter, objeto y fin de la Revolución de la Independencia. En
toda la América fueron los mismos, nacidos del mismo origen, a
saber: el movimiento de las ideas europeas. La América obraba así
porque así obraban todos los pueblos. Los libros, los
acontecimientos, todo llevaba a la América a asociarse a la
impulsión que a la Francia habían dado Norteamérica y sus propios
escritores; a la España, la Francia y sus libros. Pero lo que necesito
notar para mi objeto es que la revolución, excepto en su símbolo
exterior, independencia del Rey, era sólo interesante e inteligible
para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigio para las
campañas. En las ciudades había libros, ideas, espíritu municipal,
juzgados, derechos, leyes, educación: todos los puntos de contacto y
de mancomunidad que tenemos con los europeos; había una base de
organización, incompleta, atrasada, si se quiere; pero precisamente
porque era incompleta, porque no estaba a la altura de lo que ya se
sabía que podía llegar a ser, se adoptaba la revolución con
entusiasmo. Para las campañas, la revolución era un problema;
sustraerse a la autoridad del Rey era agradable, por cuanto era
sustraerse a la autoridad. La campaña pastora no podía mirar la
cuestión bajo otro aspecto. Libertad, responsabilidad del poder,
todas las cuestiones que la revolución se proponía resolver eran
extrañas a su manera de vivir, a sus necesidades. Pero la revolución
le era útil en este sentido: que iba a dar objeto y ocupación a ese
exceso de vida que hemos indicado, y que iba a añadir un nuevo
centro de reunión, mayor que el tan circunscrito a que acudían
diariamente los varones en toda la extensión de las campañas.
Aquellas constituciones espartanas; aquellas fuerzas físicas tan
desenvueltas; aquellas disposiciones guerreras que se malbarataban
en puñaladas y tajos entre unos y otros; aquella desocupación
romana, a que sólo faltaba un Campo de Marte para ponerse en
ejercido activo; aquella antipatía a la autoridad, con quien vivían en
continua lucha, todo encontraba al fin camino por donde abrirse
paso y salir a la luz, ostentarse y desenvolverse.

Empezaron, pues, en Buenos Aires, los movimientos


revolucionarios, y todas las ciudades del interior respondieron con
decisión al llamamiento. Las campañas pastoras se agitaron y
adhirieron al impulso. En Buenos Aires empezaron a formarse
ejércitos pasablemente disciplinados para acudir al Alto Perú y a
Montevideo, donde se hallaban las fuerzas españolas mandadas por
el general Vigodet. El general Rondeau puso sitio a Montevideo con
un ejército disciplinado: concurría al sitio Artigas, caudillo célebre,
con algunos millares de gauchos. Artigas había sido contrabandista
temible hasta 1804, en que las autoridades civiles de Buenos Aires
pudieron ganarlo y hacerle servir en carácter de comandante de
campaña, en apoyo de esas mismas autoridades a quienes había
hecho la guerra hasta entonces. Si el lector no se ha olvidado del
baqueano y de las cualidades generales que constituyen el candidato
para la Comandancia de campaña, comprenderá fácilmente el
carácter a instintos de Artigas.

Un día Artigas, con sus gauchos, se separó del general Rondeau


y empezó a hacerle la guerra. La posición de éste era la misma que
hoy tiene Oribe sitiando a Montevideo y haciendo a retaguardia,
frente a otro enemigo. La única diferencia consistía en que Artigas
era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez. Yo no quiero
entrar en la averiguación de las causas o pretextos que motivaron
este rompimiento; tampoco quiero darle nombre ninguno de los
consagrados en el lenguaje de la política, porque ninguno le
conviene. Cuando un pueblo entra en revolución, dos intereses
opuestos luchan al principio: el revolucionario y el conservador;
entre nosotros, se han denominado los partidos que los sostenían,
patriotas y realistas. Natural es que, después del triunfo, el partido
vencedor se subdivida en fracciones de moderados y exaltados; los
unos, que querrían llevar la revolución en todas sus consecuencias;
los otros, que querrían mantenerla en ciertos límites. También es del
carácter de las revoluciones que el partido vencido primitivamente
vuelva a reorganizarse y triunfar, a merced de la división de los
vencedores. Pero cuando en una revolución una de las fuerzas
llamadas en su auxilio se desprende inmediatamente, forma una
tercera unidad, se muestra indiferentemente hostil a unos y a otros
combatientes (a realistas o patriotas), esta fuerza que se separa es
heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido, hasta
entonces, su existencia, y la revolución sólo ha servido para que se
muestre y desenvuelva.

Éste era el elemento que el célebre Artigas ponía en movimiento;


instrumento ciego, pero lleno de vida, de instintos hostiles a la
civilización europea y a toda organización regular; adverso a la
monarquía como a la república, porque ambos venían de la ciudad y
traían aparejado un orden y la consagración de la autoridad. ¡De
este instrumento se sirvieron los partidos diversos de las ciudades
cultas, y principalmente el menos revolucionario, hasta que,
andando el tiempo, los mismos que lo llamaron en su auxilio
sucumbieron, y con ellos, la ciudad, sus ideas, su literatura, sus
colegios, sus tribunales, su civilización!

Este movimiento espontáneo de las campañas pastoriles fue tan


ingenuo en sus primitivas manifestaciones, tan genial y tan
expresivo de su espíritu y tendencias, que abisma, hoy, el candor de
los partidos de las ciudades que lo asimilaron a su causa y lo
bautizaron con los nombres políticos que a ellos los dividían. La
fuerza que sostenía a Artigas, en Entre Ríos, era la misma que, en
Santa Fe, a López; en Santiago, a Ibarra; en los Llanos, a Facundo. El
individualismo constituía su esencia, el caballo, su arma exclusiva,
la pampa inmensa, su teatro. Las hordas beduinas que hoy
importunan con su algazara y depredaciones las fronteras de la
Argelia dan una idea exacta de la montonera argentina, de que se
han servido hombres sagaces o malvados insignes. La misma lucha
de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy en
África; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia
indisciplinada, entre la horda y la montonera. Masas inmensas de
jinetes que vagan por el desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas
disciplinadas de las ciudades, si se sienten superiores en fuerzas,
disipándose como las nubes de cosacos, en todas direcciones, si el
combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo, caer de
improviso sobre los que duermen, arrebatarles los caballos, matar
los rezagados y las partidas avanzadas; presentes siempre,
intangibles por su falta de cohesión, débiles en el combate, pero
fuertes e invencibles en una larga campaña, en que al fin la fuerza
organizada, el ejército, sucumbe diezmado por los encuentros
parciales, las sorpresas, la fatiga, la extenuación.

La montonera, tal como apareció en los primeros días de la


República bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de
ferocidad brutal y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al
estanciero de Buenos Aires, estaba reservado convertir en un
sistema de legislación aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en
nombre de la América avergonzada, a la contemplación de la
Europa. Rosas no ha inventado nada; su talento ha consistido sólo
en plagiar a sus antecesores y hacer de los instintos brutales de las
masas ignorantes un sistema meditado y coordinado fríamente. La
correa de cuero sacada al coronel Maciel, y de que Rosas se ha hecho
una manea que han visto agentes extranjeros, tiene sus antecedentes
en Artigas y en los demás caudillos bárbaros, tártaros. La montonera
de Artigas enchalecaba a sus enemigos; esto es, los cosía dentro de un
retobo de cuero fresco y los dejaba así, abandonados en los campos.
El lector suplirá todos los horrores de esta muerte lenta. El año 36 se
ha repetido este horrible castigo con un coronel del ejército. El
ejecutar con el cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de
carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar, todavía, a la
muerte, formas gauchas y al asesino placeres horribles; sobre todo,
para cambiar las formas legales y admitidas en las sociedades cultas
por otras que él llama americanas y en nombre de las cuales invita a
la América para que salga a su defensa, cuando los sufrimientos del
Brasil, del Paraguay, del Uruguay invocan la alianza de los poderes
europeos, a fin de que les ayuden a librarse de este caníbal que ya
los invade con sus hordas sanguinarias. ¡No es posible mantener la
tranquilidad de espíritu necesaria para investigar la verdad histórica
cuando se tropieza, a cada paso, con la idea de que ha podido
engañarse a la América y a la Europa, tanto tiempo, con un sistema
de asesinatos y crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty y
Dahomai, en el interior de África!

Tal es el carácter que presenta la montonera desde su aparición;


género singular de guerra y enjuiciamiento, que sólo tiene
antecedentes en los pueblos asiáticos que habitan las llanuras y que
no ha debido nunca confundirse con los hábitos, ideas y costumbres
de las ciudades argentinas, que eran, como todas las ciudades
americanas, una continuación de la Europa y de la España. La
montonera sólo puede explicarse examinando la organización
íntima de la sociedad de donde procede. Artigas, baqueano,
contrabandista, esto es, haciendo la guerra a la sociedad civil, a la
ciudad, comandante de campaña por transacción, caudillo de las
masas de a caballo, es el mismo tipo que, con ligeras variantes,
continúa reproduciéndose en cada comandante de campaña que ha
llegado a hacerse caudillo. Como todas las guerras civiles, en que
profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a
los partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido
larga, obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido. La
guerra de la revolución argentina ha sido doble: 1.º, guerra de las
ciudades, iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin
de dar mayor ensanche a esa cultura, y 2.º, guerra de los caudillos
contra las ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil y
desenvolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades
triunfan de los españoles, y las campañas, de las ciudades. He aquí
explicado el enigma de la revolución argentina, cuyo primer tiro se
disparó en 1810 y el último aún no ha sonado todavía.

No entraré en todos los detalles que requiriría este asunto: la


lucha es más o menos larga; unas ciudades sucumben primero, otras
después. La vida de Facundo Quiroga nos proporcionará ocasión de
mostrarlos en toda su desnudez. Lo que por ahora necesito hacer
notar es que, con el triunfo de estos caudillos, toda forma civil, aun
en el estado en que la usaban los españoles, ha desaparecido,
totalmente, en unas partes; en otras, de un modo parcial, pero
caminando visiblemente a su destrucción. Los pueblos en masa no
son capaces de comparar distintamente unas épocas con otras; el
momento presente es para ellos el único sobre el cual se extienden
sus miradas: así es como nadie ha observado, hasta ahora, la
destrucción de las ciudades y su decadencia; lo mismo que no
prevén la barbarie total a que marchan, visiblemente, los pueblos del
interior. Buenos Aires es tan poderosa en elementos de civilización
europea, que concluirá al fin con educar a Rosas y contener sus
instintos sanguinarios y bárbaros. El alto puesto que ocupa, las
relaciones con los gobiernos europeos, la necesidad en que se ha
visto de respetar a los extranjeros, la de mentir por la prensa y negar
las atrocidades que ha cometido, a fin de salvarse de la reprobación
universal que lo persigue, todo, en fin, contribuirá a contener sus
desafueros, como ya se está sintiendo; sin que eso estorbe que
Buenos Aires venga a ser, como La Habana, el pueblo más rico de
América, pero también el más subyugado y más degradado.

Cuatro son las ciudades que han sido aniquiladas ya por el


dominio de los caudillos que sostienen hoy a Rosas, a saber: Santa
Fe, Santiago del Estero, San Luis y La Rioja. Santa Fe, situada en la
confluencia del Paraná y otro río navegable que desemboca en sus
inmediaciones, es uno de los puntos más favorecidos de la América,
y sin embargo no cuenta, hoy, con dos mil almas; San Luis, capital
de una provincia de cincuenta mil habitantes, y donde no hay más
ciudad que la capital, no tiene mil quinientas.

Para hacer sensible la ruina y decadencia de la civilización y los


rápidos progresos que la barbarie hace en el interior necesito tomar
dos ciudades: una, ya aniquilada; la otra, caminando sin sentirlo a la
barbarie: La Rioja y San Juan. La Rioja no ha sido, en otro tiempo,
una ciudad de primer orden; pero, comparada con su estado
presente, la desconocerían sus mismos hijos. Cuando principió la
revolución de 1810 contaba con un crecido número de capitalistas y
personajes notables que han figurado de un modo distinguido en las
armas, en el foro, en la tribuna, en el púlpito. De La Rioja ha salido
el doctor Castro Barros, diputado al Congreso de Tucumán y
canonista célebre; el general Dávila, que libertó a Copiapó del poder
de los españoles en 1817; el general Ocampo, Presidente de Charcas;
el doctor don Gabriel Ocampo, uno de los abogados más célebres
del foro argentino, un número crecido de abogados del apellido de
Ocampo, Dávila y García, que existen hoy desparramados por el
territorio chileno, como varios sacerdotes de luces, entre ellos el
doctor Gordillo, residente en el Huasco.

Para que una provincia haya podido producir en una época


dada tantos hombres eminentes o ilustrados es necesario que las
luces hayan estado difundidas sobre un número mayor de
individuos y sido respetadas y solicitadas con ahínco. Si en los
primeros días de la revolución sucedía esto, ¿cuál no debería ser el
acrecentamiento de luces, riqueza y población que hoy día debiera
notarse, si un espantoso retroceso a la barbarie no hubiese impedido
a aquel pobre pueblo continuar su desenvolvimiento? ¿Cuál es la
ciudad chilena, por insignificante que sea, que no pueda enumerar
los progresos que ha hecho en diez años en ilustración, aumento de
riqueza y ornato, sin excluir aún de este número las que han sido
destruidas por los terremotos?

Pues bien: veamos el estado de La Rioja, según las soluciones


dadas a uno de los muchos interrogatorios que he dirigido para
conocer a fondo los hechos sobre que fundo mis teorías. Aquí es una
persona respetable la que habla, ignorando siquiera el objeto con
que interrogo sus recientes recuerdos, porque sólo hace cuatro
meses que dejó La Rioja.

1ª.- ¿A qué número ascenderá, aproximativamente, la


población actual de la ciudad de La Rioja?

R.- Apenas a mil quinientas almas. Se dice que sólo hay quince
varones residentes en la ciudad.

2ª.- ¿Cuántos ciudadanos notables residen en ella?

R.- En la ciudad serán seis u ocho.

3ª.- ¿Cuántos abogados tienen estudio abierto?

R.- Ninguno.

4ª.- ¿Cuántos médicos asisten a los enfermos?

R.- Ninguno.

5ª.- ¿Qué jueces letrados hay?

R.- Ninguno.

6ª.- ¿Cuántos hombres visten frac?

R.- Ninguno.

7ª.- ¿Cuántos jóvenes riojanos están estudiando en Córdoba o


Buenos Aires?
R.- Sólo sé de uno.

8ª.- ¿Cuántas escuelas hay, y cuántos niños asisten?

R.- Ninguna.

9ª.- ¿Hay algún establecimiento público de caridad?

R.- Ninguno, ni escuela de primeras letras. El único religioso


franciscano que hay en aquel convento tiene algunos niños.

10.- ¿Cuántos templos arruinados hay?

R.- Cinco: sólo la Matriz sirve de algo.

11.- ¿Se edifican casas nuevas?

R.- Ninguna, ni se reparan las caídas.

12.- ¿Se arruinan las existentes?

R.- Cuasi todas, porque las avenidas de las calles son tantas.

13.- ¿Cuántos sacerdotes se han ordenado?

R.- En la ciudad sólo dos mocitos: uno es clérigo cura, otro es


religioso de Catamarca. En la provincia, cuatro más.

14.- ¿Hay grandes fortunas de a cincuenta mil pesos?


¿Cuántas de a veinte mil?

R.- Ninguna; todos pobrísimos.

15.- ¿Ha aumentado o disminuido la población?

R.- Ha disminuido más de la mitad.

16.- ¿Predomina en el pueblo algún sentimiento de terror?

R.- Máximo. Se teme hablar aun lo inocente.

17.- La moneda que se acuña, ¿es de buena ley?

R.- La provincia es adulterada.


Aquí los hechos hablan con toda su triste y espantosa severidad.
Sólo la historia de las conquistas de los mahometanos sobre la
Grecia presenta ejemplos de una barbarización, de una destrucción
tan rápida. ¡Y esto sucede en América en el siglo XIX! ¡Es la obra de
sólo veinte años, sin embargo! Lo que conviene a La Rioja es
exactamente aplicable a Santa Fe, a San Luis, a Santiago del Estero,
esqueletos de ciudades, villorrios decrépitos y devastados. En San
Luis, hace diez años que sólo hay un sacerdote, y que no hay escuela
ni una persona que lleve frac. Pero vamos a juzgar en San Juan la
suerte de las ciudades que han escapado a la destrucción, pero que
van barbarizándose insensiblemente.

San Juan es una provincia agrícola y comerciante,


exclusivamente; el no tener campaña la ha librado, por largo tiempo,
del dominio de los caudillos. Cualquiera que fuese el partido
dominante, gobernador y empleados eran tomados por la parte
educada de la población, hasta el año 1833, en que Facundo Quiroga
colocó a un hombre vulgar en el gobierno. Éste, no pudiéndose
sustraer a la influencia de las costumbres civilizadas que prevalecían
a despecho en el poder, se entregó a la dirección de la parte culta,
hasta que fue vencido por Brizuela, jefe de los riojanos, sucediéndole
el general Benavides, que conserva el mando hace nueve años, no ya
como una magistratura periódica, sino como propiedad suya. San
Juan ha crecido en población a causa de los progresos de la
agricultura y de la emigración de La Rioja y San Luis, que huye del
hambre y de la miseria. Sus edificios se han aumentado
sensiblemente; lo que prueba toda la riqueza de aquellos países, y
cuánto podrían progresar si el gobierno cuidase de fomentar la
instrucción y la cultura, únicos medios de elevar a un pueblo.

El despotismo de Benavides es blando y pacífico, lo que


mantiene la quietud y la calma en los espíritus. Es el único caudillo
de Rosas que no se ha hartado de sangre, pero no por eso se hace
sentir menos la influencia barbarizadora del sistema actual.

En una población de cuarenta mil habitantes reunidos en una


ciudad, no hay hoy un solo abogado hijo del país ni de las otras
provincias.

Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no


tienen el más leve conocimiento del Derecho, y que son, además,
hombres negados en toda la extensión de la palabra. No hay
establecimiento ninguno de educación pública. Un colegio de
señoras fue cerrado en 1840; tres de hombres han sido abiertos y
cerrados sucesivamente de 40 al 43, por la indiferencia y aun
hostilidad del gobierno.

Sólo tres jóvenes se están educando fuera de la provincia.

Sólo hay un médico sanjuanino.

No hay tres jóvenes que sepan inglés, ni cuatro que hablen


francés.

Uno solo hay que ha cursado matemáticas.

Un solo joven hay que posee una instrucción digna de un pueblo


culto: el señor Rawson, distinguido ya por sus talentos
extraordinarios. Su padre es norteamericano, y a esto ha debido
recibir educación.

No hay diez ciudadanos que sepan más que leer y escribir.

No hay un militar que haya servido en ejércitos de línea fuera de


la República.

¿Creeráse que tanta mediocridad es natural a una ciudad del


interior? ¡No! Ahí está la tradición, para probar lo contrario. Veinte
años atrás, San Juan era uno de los pueblos más cultos del interior, y
¿cuál no debe ser la decadencia y postración de una ciudad
americana, para ir a buscar sus épocas brillantes veinte años atrás
del momento presente?

El año 1831 emigraron a Chile doscientos ciudadanos, jefes de


familia, jóvenes, literatos, abogados, militares, etcétera. Copiapó,
Coquimbo, Valparaíso y el resto de la República están llenos aún de
estos nobles proscriptos, capitalistas algunos, mineros inteligentes
otros, comerciantes y hacendados muchos, abogados, médicos,
varios. Como en la dispersión de Babilonia, todos éstos no volvieron
a ver la tierra prometida. ¡Otra emigración ha salido, para no volver,
en 1840!
San Juan había sido, hasta entonces, suficientemente rico en
hombres civilizados para dar al célebre Congreso de Tucumán un
presidente de la capacidad y altura del doctor Laprida, que murió
más tarde asesinado por los Aldao; un prior a la Recoleta Dominica
de Chile, en el distinguido, sabio y patriota Oro, después obispo de
San Juan; un ilustre patriota, don Ignacio de la Roza, que preparó
con San Martín la expedición a Chile, y que derramó en su país las
semillas de la igualdad de clases, prometida por la revolución; un
ministro, al gobierno de Rivadavia; un ministro, a la Legación
argentina, en don Domingo Oro, cuyos talentos diplomáticos no son
aún debidamente apreciados; un diputado al Congreso de 1826, en
el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de Santa
Fe, en el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba, en
don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio
industrial, como por su grande instrucción; un militar al ejército,
entre otros, en el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias
sofocando motines con sólo su serena audacia, y de quien el general
Paz, juez competente en la materia, decía que sería uno de los
primeros generales de la República. San Juan poseía, entonces, un
teatro y compañía permanente de actores.

Existen aún los restos de seis o siete bibliotecas de particulares,


en que estaban reunidas las principales obras del siglo XVIII y las
traducciones de las mejores obras griegas y latinas. Yo no he tenido
otra instrucción hasta el año 36 que la que esas ricas, aunque truncas
bibliotecas, pudieron proporcionarme. Era tan rico San Juan en
hombres de luces, el año 1825, que la Sala de Representantes
contaba con seis oradores de nota. ¡Los miserables aldeanos que
hoy3 deshonran la Sala de Representantes de San Juan -en cuyo
recinto se oyeron oraciones tan elocuentes y pensamientos tan
elevados-, que sacudan el polvo de las actas de aquellos tiempos y
huyan avergonzados de estar profanando con sus diatribas aquel
augusto santuario!

Los juzgados, el ministerio, estaban servidos por letrados, y


quedaba suficiente número para la defensa de los intereses de las
partes.

La cultura de los modales, el refinamiento de las costumbres, el


cultivo de las letras, las grandes empresas comerciales, el espíritu
público de que estaban animados los habitantes, todo anunciaba al
extranjero la existencia de una sociedad culta, que caminaba
rápidamente a elevarse a un rango distinguido, lo que daba lugar
para que las prensas de Londres divulgasen por América y Europa
este concepto honroso: «... manifiestan las mejores disposiciones
para hacer progresos en la civilización: en el día, se considera a este
pueblo como el que sigue a Buenos Aires más inmediatamente en la
marcha de la reforma social: allí se han adoptado varias de las
instituciones nuevamente establecidas en Buenos Aires, en
proporción relativa; y en la reforma eclesiástica, han hecho los
sanjuaninos progresos extraordinarios, incorporando todos los
regulares al clero secular y extinguiendo los conventos que aquéllos
tenían...».

Pero lo que dará una idea más completa de la cultura de


entonces es el estado de la enseñanza primaria. Ningún pueblo de la
República Argentina se ha distinguido más que San Juan en su
solicitud por difundirla, ni hay otro que haya obtenido resultados
más completos. No satisfecho el gobierno de la capacidad de los
hombres de la provincia para desempeñar cargo tan importante,
mandó traer de Buenos Aires, el año 1815, un sujeto que reuniese, a
una instrucción competente, mucha moralidad. Vinieron unos
señores Rodríguez, tres hermanos dignos de rolar con las primeras
familias del país, y en las que se enlazaron: tal era su mérito y la
distinción que se les prodigaba. Yo, que hago profesión, hoy, de la
enseñanza primaria, que he estudiado la materia, puedo decir que si
alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las famosas
escuelas holandesas descritas por M. Cousin, es en la de San Juan.
La educación moral y religiosa era acaso superior a la instrucción
elemental que allí se daba; y no atribuyo a otra causa el que en San
Juan se hayan cometido tan pocos crímenes, ni la conducta
moderada del mismo Benavides, sino a que la mayor parte de los
sanjuaninos, él incluso, han sido educados en esta famosa escuela,
en que los preceptos de la moral se inculcaban a los alumnos con
una especial solicitud. Si estas páginas llegan a manos de don
Ignacio y de don Roque Rodríguez, que reciban este débil homenaje
que creo debido a los servicios eminentes hechos por ellos, en asocio
de su finado hermano don José, a la cultura y moralidad de un
pueblo entero4.
Esta es la historia de las ciudades argentinas. Todas ellas tienen
que reivindicar glorias, civilización y notabilidades pasadas. Ahora
el nivel barbarizador pesa sobre todas ellas. La barbarie del interior
ha llegado a penetrar hasta las calles de Buenos Aires. Desde 1810
hasta 1840, las provincias que encerraban en sus ciudades tanta
civilización fueron demasiado bárbaras, empero, para destruir con
su impulso la obra colosal de la revolución de la Independencia.
Ahora que nada les queda de lo que en hombres, luces e
instituciones tenían, ¿qué va a ser de ellas? La ignorancia y la
pobreza, que es la consecuencia, están como las aves mortecinas,
esperando que las ciudades del interior den la última boqueada para
devorar su presa, para hacerlas campo, estancia. Buenos Aires
puede volver a ser lo que fue, porque la civilización europea es tan
fuerte allí que a despecho de las brutalidades del gobierno, se ha de
sostener. Pero en las provincias, ¿en qué se apoyará? Dos siglos no
bastarán para volverlas al camino que han abandonado, desde que
la generación presente educa a sus hijos en la barbarie que a ella le
ha alcanzado. Pregúntasenos ahora, ¿por qué combatimos?
Combatimos para volver a las ciudades su vida propia.
5. Vida de Juan Facundo Quiroga

Au surplus, ces traits appartiennent au


caractère original du genre humain. L'homme de la
nature, et qui n'a pas encore appris à contenir ou
déguiser ses passions, les montre dans toute leur
énergie, et se livre à toute leur impétuosité.

ALIX, Histoire de l'Empire Ottoman.

Infancia y juventud.

Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado


desierto, que, por su falta completa de agua, recibe el nombre
de travesía. El aspecto de aquellas soledades es, por lo general, triste
y desamparado, y el viajero que viene del oriente no pasa la
última represa o aljibe de campo sin proveer sus chifles, de suficiente
cantidad de agua. En esta travesía tuvo lugar, una vez, la extraña
escena que sigue: Las cuchilladas, tan frecuentes entre nuestros
gauchos, habían forzado, a uno de ellos, a abandonar
precipitadamente la ciudad de San Luis, y ganar la travesía a pie, con
la montura al hombro, a fin de escapar de las persecuciones de la
justicia. Debían alcanzarlo dos compañeros, tan luego como
pudieran robar caballos para los tres.

No eran, por entonces, sólo el hambre o la sed los peligros que le


aguardaban en el desierto aquel, que un tigre cebado andaba hacía
un año siguiendo los rastros de los viajeros, y pasaban ya de ocho
los que habían sido víctimas de su predilección por la carne
humana. Suele ocurrir, a veces, en aquellos países en que la fiera y el
hombre se disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la
garra sangrienta de aquélla: entonces, el tigre empieza a gustar de
preferencia su carne, y se llama cebado cuando se ha dado a este
nuevo género de caza, la caza de hombres. El juez de la campaña
inmediata al teatro de sus devastaciones convoca a los varones
hábiles para la correría, y bajo su autoridad y dirección se hace la
persecución del tigre cebado, que rara vez escapa a la sentencia que
lo pone fuera de la ley.

Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas,


creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron. Es
el bramido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio,
prolongado, estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa
un sacudimiento involuntario en los nervios, como si la carne se
agitara, ella sola, al anuncio de la muerte.

Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más


cercano; el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a la larga distancia se
divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso apretar el paso, correr,
en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el
último era más distinto, más vibrante que el que le precedía.

Al fin, arrojando la montura a un lado del camino, dirigióse el


gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la debilidad de su
tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y
mantenerse en una continua oscilación, medio oculto entre el
ramaje. Desde allí pudo observar la escena que tenía lugar en el
camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo y
bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad
de su presa. Pasa adelante del punto en que ésta se había separado
del camino y pierde el rastro; el tigre se enfurece, remolinea, hasta
que divisa la montura, que desgarra de un manotón, esparciendo en
el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a
buscar el rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando
la vista, divisa a su presa haciendo con el peso balancearse el
algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se posan en sus
puntas.

Desde entonces ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un


abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos
varas del suelo, sobre el delgado tronco, al que comunicaban un
temblor convulsivo, que iba a obrar sobre los nervios del mal seguro
gaucho. Intentó la fiera dar un salto, impotente; dio vuelta en torno
del árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de
sangre, y al fin, bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo,
sin cesar, la cola, los ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y
reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la postura
violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la
mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza
invencible de atracción no podía apartar los ojos, habían empezado
a debilitar sus fuerzas, y ya veía próximo el momento en que su
cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor
lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación.

En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y corrían sin
esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les reveló el
lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre
el tigre, empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La
fiera, estirada a dos lazos, no pudo escapar a las puñaladas
repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le traspasó
el que iba a ser su víctima. «Entonces supe lo que era tener miedo»,
decía el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de
oficiales este suceso.

También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal


esta denominación, a fe. La frenología y la anatomía comparada han
demostrado, en efecto, las relaciones que existen en las formas
exteriores y las disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre
y de algunos animales, a quienes se asemeja en su carácter. Facundo,
porque así lo llamaron largo tiempo los pueblos del interior; el
general don Facundo Quiroga, el excelentísimo brigadier general
don Juan Facundo Quiroga, todo eso vino después, cuando la
sociedad lo recibió en su seno y la victoria lo hubo coronado de
laureles: Facundo, pues, era de estatura baja y fornida; sus anchas
espaldas sostenían sobre un cuello corto una cabeza bien formada,
cubierta de pelo espesísimo, negro y ensortijado. Su cara, un poco
ovalada, estaba hundida en medio de un bosque de pelo, a que
correspondía una barba igualmente espesa, igualmente crespa y
negra, que subía hasta los juanetes, bastante pronunciados, para
descubrir una voluntad firme y tenaz.

Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas


cejas, causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos
sobre quienes, alguna vez, llegaban a fijarse; porque Facundo no
miraba nunca de frente, y por hábito, por arte, por deseo de hacerse
siempre temible, tenía de ordinario la cabeza inclinada y miraba por
entre las cejas, como el Alí-Bajá de Monvoisin. El Caín que
representaba la famosa Compañía Ravel me despierta la imagen de
Quiroga, quitando las posiciones artísticas de la estatuaria, que no le
convienen. Por lo demás, su fisonomía era regular, y el pálido
moreno de su tez sentaba bien a las sombras espesas en que
quedaba encerrada.

La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta


cubierta selvática, la organización privilegiada de los hombres
nacidos para mandar. Quiroga poseía esas cualidades naturales que
hicieron del estudiante de Brienne, el genio de la Francia, y del
mameluco oscuro que se batía con los franceses en las Pirámides, el
virrey de Egipto. La sociedad en que nacen da a estos caracteres la
manera especial de manifestarse: sublimes, clásicos, por decirlo así,
van al frente de la humanidad civilizada en unas partes; terribles,
sanguinarios y malvados, son, en otras, su mancha, su oprobio.

Facundo Quiroga fue hijo de un sanjuanino de humilde


condición, pero que, avecindado en los Llanos de La Rioja, había
adquirido en el pastoreo una regular fortuna. El año 1799 fue
enviado Facundo a la patria de su padre, a recibir la educación
limitada que podía adquirirse en las escuelas: leer y escribir. Cuando
un hombre llega a ocupar las cien trompetas de la fama con el ruido
de sus hechos, la curiosidad o el espíritu de investigación van hasta
rastrear la insignificante vida del niño, para anudarla a la biografía
del héroe, y no pocas veces, entre fábulas inventadas por la
adulación, se encuentran ya en germen, en ella, los rasgos
característicos del personaje histórico.

Cuéntase de Alcibíades que, jugando en la calle, se tendía a lo


largo del pavimento para contrariar a un cochero, que le prevenía
que se quitase del paso a fin de no atropellarlo; de Napoleón, que
dominaba a sus condiscípulos y se atrincheraba en su cuarto de
estudiante para resistir a un ultraje. De Facundo se refieren, hoy,
varias anécdotas, muchas de las cuales lo revelan todo entero.

En la casa de sus huéspedes jamás se consiguió sentarlo a la


mesa común; en la escuela, era altivo, huraño y solitario; no se
mezclaba con los demás niños sino para encabezar en actos de
rebelión y para darles de golpes. El magister, cansado de luchar con
este carácter indomable, se provee, una vez, de un látigo nuevo y
duro, y enseñándolo a los niños, aterrados, «éste es -les dice- para
estrenarlo en Facundo». Facundo, de edad de once años, oye esta
amenaza, y al día siguiente la pone a prueba. No sabe la lección,
pero pide al maestro que se la tome en persona, porque el pasante lo
quiere mal. El maestro condesciende; Facundo comete un error,
comete dos, tres, cuatro; entonces el maestro hace uso del látigo y
Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la silla en
que su maestro está sentado, dale una bofetada, vuélcalo de
espaldas, y entre el alboroto que esta escena suscita, toma la calle y
va a esconderse en ciertos parrones de una viña, de donde no se le
saca sino después de tres días. ¿No es ya el caudillo que va a
desafiar, más tarde, a la sociedad entera?

Cuando llega a la pubertad, su carácter toma un tinte más


pronunciado. Cada vez más sombrío, más imperioso, más selvático;
la pasión del juego, la pasión de las almas rudas que necesitan
fuertes sacudimientos para salir del sopor que las adormeciera,
domínalo irresistiblemente desde la edad de quince años. Por ella se
hace una reputación en la ciudad; por ella se hace intolerable en la
casa en que se le hospeda; por ella, en fin, derrama, por un balazo
dado a un Jorge Peña, el primer reguero de sangre que debía entrar
en el ancho torrente que ha dejado marcado su pasaje en la tierra.

Desde que llega a la edad adulta, el hilo de su vida se pierde en


un intrincado laberinto de vueltas y revueltos, por los diversos
pueblos vecinos: oculto unas veces, perseguido siempre, jugando,
trabajando en clase de peón, dominando todo lo que se le acerca y
distribuyendo puñaladas. En San Juan, muéstranse hoy, en la quinta
de los Godoyes, tapias pisadas por Quiroga; en La Rioja, las hay de
su mano, en Fiambalá. Él enseñaba otras, en Mendoza, en el lugar
mismo en que una tarde hacía traer de sus casas veintiséis oficiales
de los que capitularon en Chacón para hacerlos fusilar, en expiación
de los manes de Villafañe. En la campaña de Buenos Aires, también
mostraba algunos monumentos de su vida de peón errante. ¿Qué
causas hacen a este hombre, criado en una casa decente, hijo de un
hombre acomodado y virtuoso, descender a la condición del gañán,
y en ella escoger el trabajo más estúpido, más brutal, en el que sólo
entra la fuerza física y la tenacidad? ¿Será que el tapiador gana
doble sueldo y que se da prisa para juntar un poco de dinero?
Lo más ordenado que de esta vida oscura y errante he podido
recoger es lo siguiente: Hacia el año 1806 vino a Chile, con un
cargamento de grana, de cuenta de sus padres. Jugólo con la tropa y
los troperos, que eran esclavos de su casa. Solía llevar a San Juan y
Mendoza arreos de ganado de la estancia paterna, que tenían
siempre la misma suerte, porque en Facundo era el juego una pasión
feroz, ardiente, que le resacaba las entrañas. Estas adquisiciones y
pérdidas sucesivas debieron cansar las larguezas paternales, porque,
al fin, interrumpió toda relación amigable con su familia. Cuando
era ya el terror de la República, preguntábale uno de sus cortesanos:
«¿Cuál es, general, la parada más grande que ha hecho en su vida?»
«Setenta pesos», contestó Quiroga con indiferencia; acababa de
ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era, según lo explicó
después, que en su juventud, no teniendo sino setenta pesos los
había perdido juntos a una sota.

Pero este hecho tiene su historia característica. Trabajaba de


peón en Mendoza, en la hacienda de una señora, sita aquélla en el
Plumerillo. Facundo se hacía notar, hacía un año, por su
puntualidad en salir al trabajo y por la influencia y predominio que
ejercía sobre los demás peones. Cuando éstos querían hacer falla
para dedicar el día a una borrachera, se entendían con Facundo,
quien lo avisaba a la señora, prometiéndole responder de la
asistencia de todos al día siguiente, la que era siempre puntual. Por
esta intercesión llamábanle los peones el Padre.

Facundo, al fin de un año de trabajo asiduo, pidió su salario, que


ascendía a setenta pesos; montó en su caballo sin saber adónde iba,
vio gente en una pulpería, desmontóse y alargando la mano sobre el
grupo que rodeaba al tallador, puso sus setenta pesos en una carta:
perdiólos y montó de nuevo, marchando sin dirección fija, hasta que
a poco andar un juez Toledo, que acertaba a pasar a la sazón, le
detuvo para pedirle su papeleta de conchavo.

Facundo aproximó su caballo en ademán de entregársela, afectó


buscar algo en el bolsillo, y dejó tendido al juez de una puñalada.
¿Se vengaba en el juez de la reciente pérdida? ¿Quería sólo saciar el
encono de gaucho malo contra la autoridad civil y añadir este nuevo
hecho al brillo de su naciente fama? Lo uno y lo otro. Estas
venganzas sobre el primer objeto que se presentaba son frecuentes
en su vida. Cuando se apellidaba general y tenía coroneles a sus
órdenes, hacía dar en su casa, en San Juan, doscientos azotes a uno
de ellos, por haberle ganado mal, decía Facundo; a un joven,
doscientos azotes, por haberse permitido una chanza en momentos
en que él no estaba para chanzas; a una mujer, en Mendoza, que le
había dicho al paso «Adiós, mi general», cuando él iba enfurecido
porque no había conseguido intimidar a un vecino tan pacífico, tan
juicioso, como era valiente y gaucho, doscientos azotes.

Facundo reaparece después, en Buenos Aires, donde en 1810 es


enrolado, como recluta, en el regimiento de Arribeños que mandaba
el general Ocampo, su compatriota, después Presidente de Charcas.
La carrera gloriosa de las armas se abría para él con los primeros
rayos del sol de mayo; y no hay duda que con el temple de alma de
que estaba dotado, con sus instintos de destrucción y carnicería,
Facundo, moralizado por la disciplina y ennoblecido por la
sublimidad del objeto de la lucha, habría vuelto un día del Perú,
Chile o Bolivia, uno de los generales de la República Argentina,
como tantos otros valientes gauchos, que principiaron su carrera
desde el humilde puesto del soldado. Pero el alma rebelde de
Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el orden del cuartel,
ni la demora de los ascensos. Se sentía llamado a mandar, a surgir
de un golpe, a crearse él solo, a despecho de la sociedad civilizada y
en hostilidad con ella, una carrera a su modo, asociando el valor y el
crimen, el gobierno y la desorganización. Más tarde fue reclutado
para el ejército de los Andes y enrolado en los Granaderos a caballo;
un teniente García lo tomó de asistente, y bien pronto la deserción
dejó un vacío en aquellas gloriosas filas. Después, Quiroga, como
Rosas, como todas esas víboras que han medrado a la sombra de los
laureles de la patria, se ha hecho notar por su odio a los militares de
la Independencia, en los que uno y otro han hecho una horrible
matanza.

Facundo, desertando de Buenos Aires, se encamina a las


provincias con tres compañeros. Una partida le da alcance: hace
frente, libra una verdadera batalla, que permanece indecisa por
algún tiempo, hasta que, dando muerte a cuatro o cinco, puede
continuar su camino, abriéndose paso, todavía, a puñaladas, por
entre otras partidas que hasta San Luis le salen al paso. Más tarde
debía recorrer este mismo camino con un puñado de hombres,
disolver ejércitos en lugar de partidas e ir hasta la Ciudadela famosa
de Tucumán a borrar los últimos restos de la República y del orden
civil.

Facundo reaparece en los Llanos, en la casa paterna. A esta


época se refiere un suceso que está muy valido y del que nadie
duda. Sin embargo, en uno de los manuscritos que consulto,
interrogado su autor sobre este mismo hecho, contesta: «que no sabe
que Quiroga haya tratado nunca de arrancar a sus padres dinero por
la fuerza» y contra la tradición constante, contra el asentimiento
general, quiero atenerme a este dato contradictorio. ¡Lo contrario es
horrible! Cuéntase que habiéndose negado su padre a darle una
suma de dinero que le pedía, acechó el momento en que su padre y
madre dormían la siesta para poner aldaba a la pieza donde estaban
y prender fuego al techo de pajas con que están cubiertas, por lo
general, las habitaciones de los Llanos5.

Pero lo que hay de averiguado es que su padre pidió una vez, al


Gobierno de La Rioja, que lo prendieran para contener sus
demasías, que Facundo, antes de fugarse de los Llanos, fue a la
ciudad de La Rioja, donde a la sazón se hallaba aquél, y cayendo de
improviso sobre él, le dio una bofetada, diciéndole: «¿Usted me ha
mandado prender? ¡Tome, mándeme prender ahora!», con lo cual
montó en su caballo y partió a galope para el campo. Pasado un año,
preséntase de nuevo en la casa paterna, échase a los pies del anciano
ultrajado, confunden ambos sus sollozos, y entre las protestas de
enmienda del hijo y las reconvenciones del padre, la paz queda
restablecida, aunque sobre base tan deleznable y efímera.

Pero su carácter y hábitos desordenados no cambian, y las


carreras, el juego, las correrías del campo son el teatro de nuevas
violencias, de nuevas puñaladas y agresiones, hasta llegar, al fin, a
hacerse intolerable para todos e insegura su posición. Entonces un
gran pensamiento viene a apoderarse de su espíritu, y lo anuncia sin
empacho. El desertor de los Arribeños, el soldado de Granaderos a
caballo, que no ha querido inmortalizarse en Chacabuco y en Maipú,
resuelve ir a reunirse a la montonera de Ramírez, vástago de la de
Artigas, y cuya celebridad en crímenes y en odio a las ciudades a
que hace la guerra ha llegado hasta los Llanos y tiene llenos de
espanto a los gobiernos. Facundo parte a asociarse a aquellos
filibusteros de la pampa, y acaso la conciencia que deja de su
carácter e instintos, y de la importancia del refuerzo que va a dar a
aquellos destructores, alarma a sus compatriotas, que instruyen a las
autoridades de San Luis, por donde debía pasar, del designio
infernal que lo guía. Dupuy, gobernador entonces (1818), lo hace
aprehender, y por algún tiempo permanece confundido entre los
criminales que la cárcel encierra. Esta cárcel de San Luis, empero,
debía ser el primer escalón que había de conducirlo a la altura a que
más tarde llegó. San Martín había hecho conducir a San Luis un
gran número de oficiales españoles de todas graduaciones, de los
que habían sido tomados prisioneros en Chile. Sea hostigados por
las humillaciones y sufrimientos, sea que previesen la posibilidad de
reunirse de nuevo a los ejércitos españoles, el depósito de
prisioneros se sublevó un día, y abrió las puertas de los calabozos de
reos ordinarios, a fin de que les prestasen ayuda para la común
evasión. Facundo era uno de estos reos y no bien se vio
desembarazado de las prisiones cuando, enarbolando el macho de
los grillos, abre el cráneo al español mismo que se los ha quitado, y
yendo por entre el grupo de los amotinados, deja una ancha calle
sembrada de cadáveres, en el espacio que ha querido correr. Dícese
que el arma de que hizo uso fue una bayoneta, y que los muertos no
pasaron de tres. Quiroga, empero, hablaba siempre del macho de los
grillos y de catorce muertos. Acaso es ésta una de esas
idealizaciones con que la imaginación poética del pueblo embellece
los tipos de la fuerza brutal, que tanto admira; acaso la historia de
los grillos es una traducción argentina de la quijada de Sansón, el
Hércules hebreo. Pero Facundo la aceptaba como un timbre de
gloria, según su bello ideal, y macho de grillos o bayoneta, él,
asociándose a otros soldados y presos a quienes su ejemplo alentó,
logró sofocar el alzamiento y reconciliarse por este acto de valor con
la sociedad, y ponerse bajo la protección de la patria, consiguiendo
que su nombre volase por todas partes, ennoblecido y lavado,
aunque con sangre, de las manchas que lo afeaban. Facundo,
cubierto de gloria, mereciendo bien de la patria y con una credencial
que acredita su comportación, vuelve a la Rioja y ostenta en los
Llanos, entre los gauchos, los nuevos títulos que justifican el terror
que ya empieza a inspirar su nombre; porque hay algo de
imponente, algo que subyuga y domina, en el premiado asesino de
catorce hombres a la vez.
Aquí termina la vida privada de Quiroga, de la que he omitido
una larga serie de hechos que sólo pintan el mal carácter, la mala
educación y los instintos feroces y sanguinarios de que estaba
dotado. Sólo he hecho uso de aquellos que explican el carácter de la
lucha, de aquellos que entran en proporciones distintas, pero
formados de elementos análogos, en el tipo de los caudillos de las
campañas, que han logrado, al fin, sofocar la civilización de las
ciudades, y que, últimamente, han venido a completarse en Rosas, el
legislador de esta civilización tártara, que ha ostentado toda su
antipatía a la civilización europea, en torpezas y atrocidades sin
nombre aún en la Historia.

Pero aún quédame algo por notar en el carácter y espíritu de esta


columna de la Federación. Un hombre iletrado, un compañero de
infancia y de juventud de Quiroga, que me ha suministrado muchos
de los hechos que dejo referidos, me incluye en su manuscrito,
hablando de los primeros años de Quiroga, estos datos curiosos: «...
que no era ladrón antes de figurar como hombre público - que
nunca robó, aun en sus mayores necesidades - que no sólo gustaba
de pelear, sino que pagaba por hacerlo y por insultar al más pintado
que tenía mucha aversión a los hombres decentes - que no sabía tomar
licor nunca - que de joven era muy reservado, y no sólo quería
infundir miedo, sino aterrar, para lo que hacía entender a hombres
de su confianza que tenía agoreros o era adivino - que con los que
tenía relación, los trataba como esclavos - que jamás se ha confesado,
rezado ni oído misa - que cuando estuvo de general, lo vio una vez
en misa - que él mismo le decía que no creía en nada». El candor con
que estas palabras están escritas revela su verdad.

Toda la vida pública de Quiroga me parece resumida en estos


datos. Veo en ellos el hombre grande, el hombre de genio, a su
pesar, sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido
así, y no es culpa suya; descenderá de las escalas sociales para
mandar, para dominar, para combatir el poder de la ciudad, la
partida de la policía. Si le ofrecen una plaza en los ejércitos, la
desdeñará, porque no tiene paciencia para aguardar los ascensos;
porque hay mucha sujeción, muchas trabas puestas a la
independencia individual, hay generales que pesan sobre él, hay
una casaca que oprime el cuerpo, y una táctica que regla los pasos;
¡todo esto es insufrible! La vida de a caballo, la vida de peligros y
emociones fuertes, han acerado su espíritu y endurecido su corazón;
tiene odio invencible, instintivo, contra las leyes que lo han
perseguido, contra los jueces que lo han condenado, contra toda esa
sociedad y esa organización a que se ha sustraído desde la infancia y
que lo mira con prevención y menosprecio. Aquí se eslabona
insensiblemente el lema de este capítulo: «Es el hombre de la
Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus
pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda
su impetuosidad. Éste es el carácter original del género «humano»; y
así se muestra en las campañas pastoras de la República Argentina.
Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de
ningún género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus
renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en
guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se
enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas. Dominado
por la cólera, mataba a patadas, estrellándoles los sesos a N. por una
disputa de juego; arrancaba ambas orejas a su querida porque le
pedía, una vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido
por él; y abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo porque no
había forma de hacerlo callar; daba de bofetadas, en Tucumán, a una
linda señorita a quien ni seducir ni forzar podía. En todos sus actos
mostrábase el hombre bestia aún, sin ser por eso estúpido y sin
carecer de elevación de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar,
gustaba de ser temido; pero este gusto era exclusivo, dominante,
hasta el punto de arreglar todas las acciones de su vida a producir el
terror en torno suyo, sobre los pueblos como sobre los soldados,
sobre la víctima que iba a ser ejecutada, como sobre su mujer y sus
hijos. En la incapacidad de manejar los resortes del gobierno civil,
ponía el terror como expediente para suplir el patriotismo y la
abnegación; ignorante, rodeábase de misterios y haciéndose
impenetrable, valiéndose de una sagacidad natural, una capacidad
de observación no común y de la credulidad del vulgo, fingía una
presciencia de los acontecimientos que le daba prestigio y
reputación entre las gentes vulgares.

Es inagotable el repertorio de anécdotas de que está llena la


memoria de los pueblos con respecto a Quiroga; sus dichos, sus
expedientes, tienen un sello de originalidad que le daban ciertos
visos orientales, cierta tintura de sabiduría salomónica en el
concepto de la plebe. ¿Qué diferencia hay, en efecto, entre aquel
famoso expediente de mandar partir en dos el niño disputado, a fin
de descubrir la verdadera madre, y este otro para encontrar un
ladrón? Entre los individuos que formaban una compañía, habíase
robado un objeto, y todas las diligencias practicadas para descubrir
el ladrón habían sido infructuosas. Quiroga forma la tropa, hace
cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos soldados había, hace
enseguida que se distribuyan a cada uno, y luego, con voz segura,
dice: «Aquel cuya varita amanezca mañana más grande que las
demás, ése es el ladrón.» Al día siguiente, fórmase de nuevo la
tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de las
varitas. Un soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que
las otras. «¡Miserable! -le grita Facundo, con voz aterrante-, ¡tú
eres!...» Y, en efecto, él era: su turbación lo dejaba conocer
demasiado. El expediente es sencillo: el crédulo gaucho, temiendo
que, efectivamente, creciese su varita, le había cortado un pedazo.
Pero se necesita cierta superioridad y cierto conocimiento de la
naturaleza humana para valerse de estos medios.

Habíanse robado algunas prendas de la montura de un soldado,


y todas las pesquisas habían sido inútiles para descubrir al ladrón.
Facundo hace formar la tropa y que desfile por delante de él, que
está con los brazos cruzados, la mira fija, escudriñadora, terrible.
Antes ha dicho: «Yo sé quién es», con una seguridad que nada
desmiente. Empiezan a desfilar, desfilan muchos, y Quiroga
permanece inmóvil; es la estatua de Júpiter Tonante, es la imagen
del Dios del Juicio Final. De repente, se abalanza sobre uno, le
agarra del brazo y le dice, con voz breve y seca: «¿Dónde está la
montura?» «Allá, señor», contesta, señalando un bosquecillo.
«Cuatro tiradores», grita entonces Quiroga.

¿Qué revelación era ésta? La del terror y la del crimen, hecha


ante un hombre sagaz. Estaba, otra vez, un gaucho respondiendo a
los cargos que se le hacían por un robo; Facundo le interrumpe,
diciendo: «Ya este pícaro está mintiendo; ¡a ver..., cien azotes...!»
Cuando el reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno que se hallaba
presente: «Vea, patrón; cuando un gaucho, al hablar, esté haciendo
marcas con el pie, es señal que está mintiendo.» Con los azotes, el
gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que se había
robado una yunta de bueyes.
Necesitaba otra vez, y había pedido, un hombre resuelto, audaz,
para confiarle una misión peligrosa. Escribía Quiroga, cuando le
trajeron el hombre; levanta la cara después de habérselo anunciado
varias veces, lo mira y dice, continuando de escribir: «¡Eh!... ¡Ése es
un miserable! ¡Pido un hombre valiente y arrojado!» Averiguóse, en
efecto, que era un patán.

De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo, y que,


al paso que descubren un hombre superior, han servido eficazmente
para labrarle una reputación misteriosa, entre hombres groseros,
que llegaban a atribuirle poderes sobrenaturales.
6. La Rioja

The sides of the mountains enlarge and assume


en aspect at once more grand and more barren. By
little and little the scanty vegetation languishes and
dies; and mosses disappear, and a red-burning hue
succeeds.

ROUSSEL, Palestine.

El comandante de campaña.

En un documento tan antiguo como el año de 1560 he visto


consignado el nombre de Mendoza con este aditamento: «Mendoza,
del valle de La Rioja». Pero La Rioja actual es una provincia
argentina que está al norte de San Juan, del cual la separan varias
travesías, aunque interrumpidas por valles poblados. De los Andes
se desprenden ramificaciones que cortan la parte occidental en
líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos y Chilecito, así
llamado por los mineros chilenos que acudieron a la fama de las
ricas minas de Famatina. Más hacia el oriente se extiende una
llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya
extremidad norte y a las inmediaciones de una montaña cubierta
hasta su cima de lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La
Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén, al
pie del Monte de los Olivos. Al sur, y a larga distancia, limitan esta
llanura arenisca los Colorados, montes de greda petrificada, cuyos
cortes regulares asumen las formas más pintorescas y fantásticas: a
veces es una muralla lisa con bastiones avanzados, a veces, créese
ver torreones y castillos almenados en ruinas. Últimamente, al
sudeste y rodeados de extensas travesías, están los Llanos, país
quebrado y montañoso, a despecho de su nombre, oasis de
vegetación pastosa, que alimentó en otro tiempo millares de
rebaños.

El aspecto del país es, por lo general, desolado; el clima,


abrasador; la tierra, seca y sin aguas corrientes. El campesino
hace represas para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus
ganados. He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de
Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de
la tierra, la sequedad de algunas partes y sus cisternas; hasta en sus
naranjos, vides e higueras, de exquisitos y abultados frutos, que se
crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán. Hay una
extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez,
de montes adustos y erizados, y colinas verdinegras tapizadas de
vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que más me
trae a la imaginación estas reminiscencias orientales es el aspecto
verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. Hoy,
gracias a los caprichos de la moda, no causa novedad el ver hombres
con la barba entera, a la manera inmemorial de los pueblos de
Oriente; pero aún no dejaría de sorprender, por eso, la vista de un
pueblo que habla español y lleva y ha llevado, siempre, la barba
completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de
aspecto triste, taciturno, grave y taimado; árabe, que cabalga en
burros y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño de
Enggaddy. Lugares hay en que la población se alimenta
exclusivamente de miel silvestre y de algarroba, como de langostas
San Juan en el desierto. El llanista es el único que ignora que es el ser
más desgraciado, más miserable y más bárbaro; y gracias a esto vive
contento y feliz cuando el hambre no le acosa.

Dije al principio que había montañas rojizas que tenían, a lo


lejos, el aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues,
para que los recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a
aquellos matices orientales, La Rioja ha presentado, por más de un
siglo, la lucha de dos familias hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni
menos, que en los feudos italianos donde figuran Ursinos, Colonnas
y Médicis. Las querellas de Ocampos y Dávilas forman toda la
historia culta de La Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas, tituladas,
se disputan el poder largo tiempo, dividen la población en bandos,
como los güelfos y gibelinos, aun mucho antes de la revolución de la
Independencia. De estas dos familias ha salido una multitud de
hombres notables en las armas, en el foro y en la industria; porque
Dávilas y Ocampos trataron siempre de sobrepasarse, por todos los
medios de valer que tiene consagrados la civilización. Apagar estos
rencores hereditarios entró, no pocas veces, en la política de los
patriotas de Buenos Aires. La Logia de Lautaro llevó a las dos
familias a enlazar un Ocampo con una señorita Doria y Dávila, para
reconciliarlas. Todos saben que ésta era la práctica en Italia; pero
Romeo y Julieta fueron aquí más felices. Hacia el año 1817, el
Gobierno de Buenos Aires, a fin de poner término también a los
odios de aquellas casas, mandó un gobernador de fuera de la
provincia, un señor Barnachea, que no tardó mucho en caer bajo la
influencia del partido de los Dávilas, que contaban con el apoyo de
don Prudencio Quiroga, residente en los Llanos y muy querido de
los habitantes, y que, a causa de esto, fue llamado a la ciudad y hecho
tesorero y alcalde. Nótese que, aunque de un modo legítimo y noble,
con don Prudencio Quiroga, padre de Facundo, entra ya la campaña
pastora a figurar como elemento político en los partidos civiles. Los
Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis montañoso de pasto,
enclavados en el centro de una extensa travesía; sus habitantes,
pastores exclusivamente, viven en la vida patriarcal y primitiva, que
aquel aislamiento conserva toda su pureza bárbara y hostil a las
ciudades. La hospitalidad es allí un deber común, y entre los
deberes del peón entra el de defender a su patrón en cualquier
peligro, aun a riesgo de su vida. Estas costumbres explicarán ya un
poco los fenómenos que vamos a presenciar.

Después del suceso de San Luis, Facundo se presentó en los


Llanos, revestido del prestigio de la reciente hazaña y premunido de
una recomendación del Gobierno. Los partidos que dividían La
Rioja no tardaron mucho en solicitar la adhesión de un hombre que
todos miraban con el respeto y asombro que inspiran siempre las
acciones arrojadas. Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en
1820, le dieron el título de Sargento Mayor de las Milicias de los
Llanos, con la influencia y autoridad de Comandante de Campaña.

Desde este momento principia la vida pública de Facundo. El


elemento pastoril, bárbaro de aquella provincia, aquella tercera
entidad que aparece en el sitio de Montevideo con Artigas, va a
presentarse en La Rioja con Quiroga, llamado en su apoyo por uno
de los partidos de la ciudad. Éste es un momento solemne y crítico en
la historia de todos los pueblos pastores de la República Argentina:
hay, en todos ellos, un día en que, por necesidad de apoyo exterior,
o por el temor que ya inspira un hombre audaz, se le elige
comandante de campaña. Es éste el caballo de los griegos, que los
troyanos se apresuran a introducir en la ciudad.
Por este tiempo ocurría en San Juan la desgraciada sublevación
del número 1 de los Andes, que había vuelto de Chile a rehacerse.
Frustrados en los objetos del motín, Francisco Aldao y Corro
emprendieron una retirada desastrosa al norte, a reunirse a Güemes,
caudillo de Salta. El general Ocampo, gobernador de La Rioja, se
dispone a cerrarles el paso, y al efecto convoca todas las fuerzas de
la provincia y se prepara a dar una batalla. Facundo se presenta con
sus llanistas. Las fuerzas vienen a las manos, y pocos minutos
bastaron al número 1 para mostrar que con la rebelión no había
perdido nada de su antiguo brillo en los campos de batalla. Corro y
Aldao se dirigieron a la ciudad, y los dispersos trataron de
rehacerse, dirigiéndose hacia los Llanos, donde podían aguardar las
fuerzas que de San Juan y Mendoza venían en persecución de los
fugitivos. Facundo, en tanto, abandona el punto de reunión, cae
sobre la retaguardia de los vencedores, los tirotea, los importuna, les
mata y hace prisioneros a los rezagados. Facundo es el único que
está dotado de vida propia, que no espera órdenes, que obra de su
propio motu. Se ha sentido llamado a la acción y no espera que lo
empujen. Más todavía, habla con desdén del Gobierno y del general,
y anuncia su disposición de obrar, en adelante, según su dictamen y
de echar abajo al Gobierno. Dícese que un Consejo de los principales
del ejército instaba al general Ocampo para que lo prendiese,
juzgase y fusilase; pero el general no consintió en ello, menos, acaso,
por moderación que por sentir que Quiroga era ya, no tanto un
súbdito, cuanto un aliado temible.

Un arreglo definitivo entre Aldao y el Gobierno dejó acordado


que aquél se dirigiera a San Luis, por no querer seguir a Corro,
proveyéndole el Gobierno de medios hasta salir del territorio por un
itinerario que pasaba por los Llanos. Facundo fue encargado de la
ejecución de esta parte de lo estipulado, y regresó a los Llanos con
Aldao. Quiroga lleva ya la conciencia de su fuerza, y cuando vuelve
la espalda a La Rioja ha podido decirle, en despedida: «¡Ay de ti,
ciudad! En verdad os digo que dentro de poco no quedará piedra
sobre piedra.»

Aldao llegado a los Llanos, y conocido el descontento de


Quiroga, le ofrece cien hombres de línea para apoderarse de La
Rioja, a trueque de aliarse para futuras empresas. Quiroga acepta
con ardor, encamínase a la ciudad, la toma, prende a los individuos
del Gobierno, les manda confesores y orden de prepararse para
morir. ¿Qué objeto tiene para él esta revolución? Ninguno; se ha
sentido con fuerzas: ha estirado los brazos y ha derrocado la ciudad.
¿Es culpa suya?

Los antiguos patriotas chilenos no han olvidado, sin duda, las


proezas del sargento Araya, de Granaderos a caballo, porque entre
aquellos veteranos la aureola de gloria solía descender hasta el
simple soldado. Contábame el presbítero Meneses, cura que fue de
Los Andes, que después de la derrota de Cancha Rayada, el
sargento Araya iba encaminándose a Mendoza con siete granaderos.
Íbasele el alma a los patriotas al ver alejarse y repasar los Andes, a
los soldados más valientes del ejército, mientras que Las Heras
tenía, todavía, un tercio bajo sus órdenes, dispuesto a hacer frente a
los españoles. Tratábase de detener al sargento Araya; pero una
dificultad ocurría. ¿Quién se le acercaba? Una partida de sesenta
hombres de milicias estaba a la mano; pero todos los soldados
sabían que el prófugo era el sargento Araya, y habrían preferido mil
veces atacar a los españoles que a este león de los Granaderos. Don
José María Meneses, entonces, se adelanta solo y desarmado,
alcanza a Araya, le ataja el paso, le recuerda sus glorias pasadas y la
vergüenza de una fuga sin motivo; Araya se deja conmover, y no
opone resistencia a las súplicas y órdenes de un buen paisano; se
entusiasma en seguida, corre a detener otros grupos de granaderos
que le precedían en la fuga, y gracias a su diligencia y reputación
vuelve a incorporarse al ejército con sesenta compañeros de armas,
que se lavaron, en Maipú, de la mancha momentánea que había
caído sobre sus laureles.

Este sargento Araya y un Lorca, también un valiente conocido en


Chile, mandaban la fuerza que Aldao había puesto a las órdenes de
Facundo. Los reos de La Rioja, entre los que se hallaba el doctor don
Gabriel Ocampo, ex ministro de Gobierno, solicitaron la protección
de Lorca para que intercediese por ellos. Facundo, aún no seguro de
su momentánea elevación, consintió en otorgarles la vida; pero esta
restricción puesta a su poder le hizo sentir otra necesidad. Era
preciso prever esa fuerza veterana, para no encontrar
contradicciones en lo sucesivo. De regreso a los Llanos, se entiende
con Araya, y, poniéndose ambos de acuerdo, caen sobre el resto de
la fuerza de Aldao, la sorprenden, y Facundo se halla, en seguida,
jefe de cuatrocientos hombres de línea, de cuyas filas salieron,
después, los oficiales de sus primeros ejércitos.

Facundo acordóse de que don Nicolás Dávila estaba en


Tucumán, expatriado, y le hizo venir para encargarle de las
molestias del gobierno de La Rioja, reservándose él, tan sólo, el
poder real que lo seguía a los Llanos. El abismo que mediaba entre
él y los Ocampos y los Dávilas era tan ancho, tan brusca la
transición, que no era posible, por entonces, hacerla de un golpe; el
espíritu de ciudad era demasiado poderoso, todavía, para
sobreponerle el de la campaña; todavía, un doctor en leyes valía más
para el gobierno que un peón cualquiera. Después ha cambiado
todo esto.

Dávila se hizo cargo del gobierno bajo el patrocinio de Facundo,


y por entonces pareció alejado todo motivo de zozobra. Las
haciendas y propiedades de los Dávila estaban situadas en las
inmediaciones de Chilecito, y allí, por tanto, en sus deudos y
amigos, se hallaba reconcentrada la fuerza física y moral que debía
apoyarlo en el gobierno. Habiéndose, además, acrecentado la
población de Chilecito, con la provechosa explotación de las minas,
y reunídose caudales cuantiosos, el gobierno estableció una casa de
moneda provincial, y trasladó su residencia a aquel pueblecillo, ya
fuese para llevar a cabo la empresa, ya para alejarse de los Llanos y
sustraerse de la sujeción incómoda que Quiroga quería ejercer sobre
él. Dávila no tardó mucho en pasar de estas medidas puramente
defensivas a una actitud más decidida, y aprovechando la
temporaria ausencia de Facundo, que andaba en San Juan, se
concertó con el capitán Araya para que le prendiese a su llegada.
Facundo tuvo aviso de las medidas que contra él se preparaban, e
introduciéndose secretamente en los Llanos, mandó asesinar a
Araya. El gobierno, cuya autoridad era contenida de una manera tan
indigna, intimó a Facundo que se presentase a responder a los
cargos que se le hacían sobre el asesinato. ¡Parodia ridícula! No
quedaba otro medio que apelar a las armas y encender la guerra
civil entre el gobierno y Quiroga, entre la ciudad y los Llanos.
Facundo manda a su vez una comisión a la Junta de Representantes,
pidiéndole que depusiese a Dávila. La Junta había llamado al
gobernador, con instancia, para que desde allí, y con el apoyo de
todos los ciudadanos, invadiese los Llanos y desarmase a Quiroga.
Había en esto un interés local, y era hacer que la Casa de Moneda
fuese trasladada a la ciudad de La Rioja; pero como Dávila
persistiese en residir en Chilecito, la Junta, accediendo a la solicitud
de Quiroga, lo declaró depuesto. El gobernador Dávila había
reunido, bajo las órdenes de don Miguel Dávila, muchos soldados
de los de Aldao; poseía un buen armamento, muchos adictos que
querían salvar la provincia del dominio del caudillo que se estaba
levantando en los Llanos y varios oficiales de línea para poner a la
cabeza de las fuerzas. Los preparativos de guerra empezaron, pues,
con igual ardor en Chilecito y en los Llanos; y el rumor de los
aciagos sucesos que se preparaban llegó hasta San Juan y Mendoza,
cuyos gobiernos mandaron un comisionado para procurar un
arreglo entre los beligerantes, que ya estaban a punto de venir a las
manos.

Corbalán, ese mismo que hoy sirve de ordenanza a Rosas, se


presentó en el campo de Quiroga, a interponer la mediación de que
venía encargado, y que fue aceptada por el caudillo; pasó en seguida
al campo enemigo, donde obtuvo la misma cordial acogida. Regresa
al campo de Quiroga para arreglar el convenio definitivo; pero éste,
dejándolo allí, se puso en movimiento sobre su enemigo, cuyas
fuerzas, desapercibidas por las seguridades dadas por el enviado,
fueron fácilmente derrotadas y dispersas. Don Miguel Dávila,
reuniendo algunos de los suyos, acometió denodadamente a
Quiroga, a quien alcanzó a herir en un muslo antes que una bala le
llevase a él mismo la muñeca; en seguida fue rodeado y muerto por
los soldados. Hay en este suceso una cosa muy característica del
espíritu gaucho. Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices;
el gaucho las oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque
prueban su poca destreza, y Facundo, fiel a estas ideas del honor,
jamás recordó la herida que Dávila le había abierto antes de morir.

Aquí termina la historia de los Ocampo y de los Dávila, y la de


La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga. Este día es
también uno de los nefastos de las ciudades pastoras, día aciago que
al fin llega. Este día corresponde, en la historia de Buenos Aires, al
de abril de 1835, en que su Comandante de Campaña, su Héroe del
Desierto, se apodera de la ciudad.
Hay una circunstancia curiosa (1823) que no debo omitir, porque
hace honor a Quiroga. En esta noche negra que vamos a atravesar
no debe perderse la más débil lucecilla: Facundo, al entrar triunfante
a La Rioja, hizo cesar los repiques de las campanas, y después de
mandar dar el pésame a la viuda del general muerto, ordenó
pomposas exequias para honrar sus cenizas. Nombró o hizo
nombrar por gobernador a un español vulgar, un Blanco, y con él
principió el nuevo orden de cosas que debía realizar el bello ideal
del gobierno que había concebido Quiroga; porque Quiroga, en su
larga carrera, en los diversos pueblos que ha conquistado, jamás se
ha encargado del gobierno organizado, que abandonaba siempre a
otros. Momento grande y digno de atención para los pueblos es
siempre aquél en que una mano vigorosa se apodera de sus
destinos. Las instituciones se afirman, o ceden su lugar a otras
nuevas, más fecundas en resultados, o más conformes con las ideas
que predominan. De aquel foco parten muchas veces los hilos que,
entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la tela de que se
compone la Historia.

No así cuando predomina una fuerza extraña a la civilización,


cuando Atila se apodera de Roma, o Tamerlán recorre las llanuras
asiáticas: los escombros quedan, pero en vano iría, después, a
removerles la mano de la Filosofía, para buscar, debajo de ellos, las
plantas vigorosas que nacieran con el abono nutritivo de la sangre
humana. Facundo, genio bárbaro, se apodera de su país; las
tradiciones de gobierno desaparecen, las formas se degradan, las
leyes son un juguete en manos torpes; y en medio de esta
destrucción efectuada por las pisadas de los caballos, nada se
sustituye, nada se establece. El desahogo, la desocupación y la
incuria son el bien supremo del gaucho. Si La Rioja, como tenía
doctores, hubiera tenido estatuas, éstas habrían servido para
amarrar los caballos.

Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de


rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos torpes e
imbéciles; mas aquí el monopolio llevará el sello de la vida pastoril,
la expoliación y la violencia. Rematábanse los diezmos de La Rioja,
en aquella época, en diez mil pesos anuales; éste era, por lo menos,
el término medio. Facundo se presenta en la mesa del remate, y ya
su asistencia, hasta entonces inusitada, impone respeto a los
postores. «Doy dos mil pesos -dice- y uno más sobre la mejor
postura.» El escribano repite la propuesta tres veces, y nadie puja
más alto. Era que todos los concurrentes se habían escurrido, uno a
uno, al leer en la mirada siniestra de Quiroga que aquélla era la
última postura. Al año siguiente, se contentó con mandar al remate
una cedulilla así concebida: «Doy dos mil pesos, y uno más, sobre la
mejor postura.- Facundo Quiroga.»

Al tercer año se suprimió la ceremonia del remate, y el año 1831


Quiroga mandaba, todavía, a La Rioja, dos mil pesos, valor fijado a
los diezmos.

Pero le faltaba un paso que dar para hacer redituar al diezmo, un


ciento por uno, y Facundo, desde el segundo año, no quiso recibir el
de animales, sino que distribuyó su marca a todos los hacendados, a
fin de que herrasen el diezmo y se le guardase en las estancias hasta
que él lo reclamara. Las crías se aumentaban, los diezmos nuevos
acrecentaban el piño de ganado, y a la vuelta de diez años se pudo
calcular que la mitad del ganado de las estancias de una provincia
pastora pertenecía al Comandante General de Armas y llevaba su
marca.

Una costumbre inmemorial en La Rioja hacía que los


ganados mostrencos, o no marcados a cierta edad, perteneciesen de
derecho al fisco, que mandaba sus agentes a recoger estas espigas
perdidas, y sacaba de la colecta una renta no despreciable, si bien su
recaudación se hacía intolerable para los estancieros. Facundo pidió
que se le adjudicase este ganado, en resarcimiento de los gastos que
le había demandado la invasión a la ciudad; gastos que se reducían
a convocar milicias, que concurren en sus caballos y viven siempre
de lo que encuentran. Poseedor ya de partidas de seis mil novillos al
año, mandaba, a las ciudades, sus abastecedores, y ¡desgraciado el
que entrase a competir con él! Este negocio de abastecer los
mercados de carne lo ha practicado dondequiera que sus armas se
presentaron, en San Juan, Mendoza, Tucumán; cuidando siempre de
monopolizarlo en su favor, por algún bando o un simple anuncio.
Da asco y vergüenza, sin duda, tener que descender a estos
pormenores, indignos de ser recordados. Pero ¿qué remedio? En
seguida de una batalla sangrienta que le ha abierto la entrada a una
ciudad, lo primero que el general ordena es que nadie pueda
abastecer de carnes el mercado... En Tucumán supo que un vecino,
contraviniendo la orden, mataba reses en su casa. El general del
ejército de los Andes, el vencedor de la Ciudadela, no creyó deber
confiar a nadie la pesquisa de delito tan horrendo. Va él en persona,
da recios golpes a la puerta de la casa, que permanecía cerrada, y
que, atónitos los de adentro, no aciertan a abrir. Una patada del
ilustre general la echa abajo, y expone a su vida esta escena: una res
muerta que desollaba el dueño de la casa, que a su vez cae también
muerto ¡a la vista terrífica del general ofendido!

No me detengo en estos pormenores a designio. ¡Cuántas


páginas omito! ¡Cuántas iniquidades comprobadas, y de todos
sabidas, callo! Pero hago la historia del gobierno bárbaro, y necesito
hacer conocer sus resortes. Mehemet-Alí, dueño de Egipto por los
mismos medios que Facundo, se entrega a una rapacidad sin
ejemplo aun en la Turquía; constituye el monopolio en todos los
ramos, y los explota en su beneficio; pero Mehemet-Alí sale del seno
de una nación bárbara, y se eleva hasta desear la civilización
europea e injertarla en las venas del pueblo que oprime. Facundo,
por el contrario, rechaza todos los medios civilizados que ya son
conocidos, los destruye y desmoraliza; Facundo, que no gobierna,
porque el gobierno es ya un trabajo en beneficio ajeno, se abandona
a los instintos de una avaricia sin medida, sin escrúpulos.

El egoísmo es el fondo de casi todos los grandes caracteres


históricos; el egoísmo es el muelle real que hace ejecutar todas las
grandes acciones. Quiroga poseía este don político en un grado
eminente, y lo ejercitaba en reconcentrar en torno suyo todo lo que
veía diseminado en la sociedad inculta que lo rodeaba; fortuna,
poder, autoridad, todo está con él; todo lo que no puede adquirir:
maneras, instrucción, respetabilidad fundada, eso lo persigue, lo
destruye en las personas que lo poseen. Su encono contra la
gente decente, contra la ciudad, es cada día más visible; y el
gobernador de La Rioja puesto por él, renuncia, al fin, a fuerza de
ser vejado diariamente. Un día está de buen humor Quiroga, y se
juega con un joven, como el gato juega con la tímida rata: juega a si
lo mata o no lo mata; el terror de la víctima ha sido tan ridículo, que
el verdugo se ha puesto de buen humor, se ha reído a carcajadas,
contra su costumbre habitual. Su buen humor no debe quedar
ignorado: necesita explayarse, extenderlo sobre una gran superficie.
Suena la generala en La Rioja, y los ciudadanos salen a las calles
armados, al rumor de alarma. Facundo, que ha hecho tocar la
generala para divertirse, forma los vecinos en la plaza a las once de
la noche, despide de las filas a la plebe, y deja sólo a los vecinos
padres de familia, acomodados, y a los jóvenes que aún conservan
visos de cultura. Hácelos marchar y contramarchar toda la noche,
hacer alto, alinearse, marchar de frente, de flanco. Es un cabo de
instrucción que enseña a unos reclutas, y la vara del cabo anda por
la cabeza de los torpes, por el pecho de los que no se alinean bien;
¿qué quieren?; ¡así se enseña! El día sobreviene, y los semblantes
pálidos de los reclutas, su fatiga y extenuación revelan todo lo que
se ha aprendido en la noche. Al fin da descanso a su tropa, y lleva la
generosidad hasta comprar empanadas y distribuir, a cada uno la
suya, que se apresuran a comer, porque ésta es parte de la diversión.

Lecciones de este género no son inútiles para ciudades, y el hábil


político que en Buenos Aires ha elevado a sistema estos
procedimientos, los ha refinado y hecho producir efectos
maravillosos. Por ejemplo: desde 1835 hasta 1840 casi toda la ciudad
de Buenos Aires ha pasado por las cárceles. Había, a veces, ciento
cincuenta ciudadanos que permanecían presos, dos, tres meses, para
ceder su lugar a un repuesto de doscientos que permanecían seis
meses. ¿Por qué?, ¿qué habían hecho?..., ¿qué habían dicho?
¡Imbéciles!: ¿no veis que se está disciplinando la ciudad?... ¿No
recordáis que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la
República porque no había costumbres? ¡Es que está acostumbrando
a la ciudad a ser gobernada!: ¡él concluirá la obra, y en 1844 podrá
presentar al mundo un pueblo que no tiene sino un pensamiento,
una opinión, una voz, un entusiasmo sin límites por la persona y
por la voluntad de Rosas! ¡Ahora sí que se puede constituir una
República!

Pero volvamos a La Rioja. Habíase excitado en Inglaterra un


movimiento febril de empresa sobre las minas de los nuevos Estados
americanos: compañías poderosas se proponían explotar las de
México y las del Perú; y Rivadavia, residente en Londres entonces,
estimuló a los empresarios a traer sus capitales a la República
Argentina. Las minas de Famatina se prestaban a las grandes
empresas. Especuladores de Buenos Aires obtienen, al mismo
tiempo, privilegios exclusivos para la explotación, con el designio de
venderlos a las compañías inglesas por sumas enormes. Estas dos
especulaciones, la de Inglaterra y la de Buenos Aires, se cruzaron en
sus planes y no pudieron entenderse. Al fin hubo una transacción
con otra casa inglesa que debía suministrar fondos, y que, en efecto,
mandó directores y mineros ingleses. Más tarde se especuló en
establecer una Casa de Moneda en La Rioja, que, cuando el
Gobierno nacional se organizase, debía serle vendida en una gran
suma. Facundo, solicitado, entró con un gran número de acciones,
que pagó con el Colegio de Jesuitas, que se hizo adjudicar en pago
de sus sueldos de general. Una comisión de accionistas de Buenos
Aires vino a La Rioja para realizar esta empresa, y, desde luego,
manifestó su deseo de ser presentada a Quiroga, cuyo nombre
misterioso y terrífico empezaba a resonar por todas partes. Facundo
se les presenta en su alojamiento, con media de seda de patente,
calzón de jergón y un poncho de tela ruin. No obstante lo grotesco
de esta figura, a ninguno de los ciudadanos elegantes de Buenos
Aires le ocurrió reírse, porque eran demasiado avisados, para no
descifrar el enigma. Quería humillar a los hombres cultos, y
mostrarles el caso que hacía de sus trajes europeos.

Últimamente, derechos exorbitantes sobre la extracción de


ganados que no fuesen los suyos completaron el sistema de
administración establecido en su provincia. Pero, a más de estos
medios directos de fortuna, hay uno que me apresuro a exponer, por
desembarazarme, de una vez, de un hecho que abraza toda la vida
pública de Facundo. ¡El juego! Facundo tenía la rabia del juego,
como otros la de los licores, como otros la del rapé. Un alma
poderosa, pero incapaz de abrazar una grande esfera de ideas,
necesitaba esta ocupación ficticia en que una pasión está en continuo
ejercicio, contrariada y halagada a la vez, irritada, excitada,
atormentada. Siempre he creído que la pasión del juego es, en los
más casos, una buena cualidad de espíritu que está ociosa por la
mala organización de una sociedad. Estas fuerzas de voluntad, de
abnegación y de constancia son las mismas que forman las fortunas
del comerciante emprendedor, del banquero y del conquistador que
juega imperios a las batallas. Facundo ha jugado desde la infancia; el
juego ha sido su único goce, su desahogo, su vida entera. ¿Pero
sabéis lo que es un tallador que tiene en fondos el poder, el terror y
la vida de sus compañeros de mesa? Ésta es una cosa de que nadie
ha podido formarse idea sino después de haberlo visto durante
veinte años. Facundo jugaba sin lealtad, dicen sus enemigos... Yo no
doy fe a este cargo, porque la mala fe le era inútil, y porque
perseguía de muerte a los que la usaban. Pero Facundo jugaba con
fondos ilimitados; no permitió jamás que nadie levantase de la mesa
el dinero con que jugaba; no era posible dejar de jugar sin que él lo
dispusiese; él jugaba cuarenta horas, y más, consecutivas; él no
estaba turbado por el terror, y él podía mandar azotar o fusilar a
compañeros de carpeta, que muchas veces eran hombres
comprometidos. He aquí el secreto de la buena fortuna de Quiroga.
Son raros los que le han ganado sumas considerables, aunque sean
muchos los que, en momentos dados de una partida de juego, han
tenido delante de sí pirámides de onzas ganadas a Quiroga: el juego
ha seguido, porque al ganancioso no le era permitido levantarse, y,
al fin, sólo le ha quedado la gloria de contar que tenía ganado ya
tanto y lo perdió en seguida.

El juego fue, pues, para Quiroga, una diversión favorita y un


sistema de expoliación. Nadie recibía dinero de él en La Rioja, nadie
lo poseía, sin ser invitado inmediatamente a jugar y a dejarlo en
poder del caudillo. La mayor parte de los comerciantes de La Rioja
quiebran, desaparecen, porque el dinero ha ido a parar a la bolsa del
general; y no es porque no les dé lecciones de prudencia. Un joven
había ganado a Facundo cuatro mil pesos, y Facundo no quería
jugar más. El joven cree que es una red que le tienden, que su vida
está en peligro. Facundo repite que no juega más; insiste el joven
atolondrado, y Facundo, condescendiendo, le gana los cuatro mil
pesos y le manda dar doscientos azotes por bárbaro.

Me fatigo de leer infamias, contestes en todos los manuscritos


que consulto. Sacrifico la relación de ellas a la vanidad de autor, a la
pretensión literaria. Diciendo más, los cuadros saldrían recargados,
innobles, repulsivos.

Hasta aquí llega la vida del Comandante de Campaña, después que


ha abolido la ciudad y la ha suprimido. Facundo hasta aquí es como
Rosas en su estancia, aunque ni el juego, ni la satisfacción brutal de
todas las pasiones lo deshonrasen tanto antes de llegar al poder.
Pero Facundo va a entrar en una nueva esfera, y tendremos luego
que seguirlo por toda la República, que ir a buscarlo en los campos
de batalla.
¿Qué consecuencias trajo para La Rioja la destrucción del
orden civil? Sobre esto no se razona, no se discurre. Se va a ver el
teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se tiende la vista
sobre él: ahí está la respuesta. Los Llanos de La Rioja están hoy
desiertos; la población ha emigrado a San Juan; los aljibes que daban
de beber a millares de rebaños se han secado. En esos Llanos, donde
ahora veinte años pacían tantos millares de rebaños, vaga tranquilo
el tigre, que ha reconquistado su dominio; algunas familias de
pordioseros recogen algarroba para mantenerse. Así han pagado los
Llanos los males que extendieron sobre la República. ¡Ay de ti,
Betsaida y Corozain! En verdad os digo que Sodoma y Gomorra
fueron mejor tratadas que lo que debíais serlo vosotras.
7. Sociabilidad (1825)

La société du moyen-âge était composée des


débris de mille autres sociétés. Toutes les formes de
liberté et de servitude se rencontraient; la liberté
monarchique du roi, la liberté individuelle du prêtre,
la liberté privilégiée des villes, la liberté
représentative de la nation, l'esclavage romain, le
servage barbare, la servitude de l'aubain.

CHATEAUBRIAND.

Facundo posee La Rioja como árbitro y dueño absoluto: no hay


más voz que la suya, más interés que el suyo. Como no hay letras,
no hay opiniones, y como no hay opiniones diversas, La Rioja es una
máquina de guerra que irá adonde la lleven. Hasta aquí, Facundo
nada ha hecho de nuevo, sin embargo; esto era lo mismo que habían
hecho el doctor Francia, Ibarra, López, Bustos, lo que habían
intentado Güemes y Aráoz en el norte: destruir todo derecho para
hacer valer el suyo propio. Pero un mundo de ideas, de intereses
contradictorios, se agitaba fuera de La Rioja, y el rumor lejano de las
discusiones de la prensa y de los partidos llegaba hasta su residencia
en los Llanos. Por otra parte, él no había podido elevarse sin que el
ruido que hacía el edificio de la civilización que destruía no se oyese
a la distancia y los pueblos vecinos no fijasen en él sus miradas. Su
nombre había pasado los límites de La Rioja: Rivadavia lo invitaba a
contribuir a la organización de la República; Bustos y López, a
oponerse a ella; el Gobierno de San Juan se preciaba de contarlo
entre sus amigos, y hombres desconocidos venían a los Llanos a
saludarlo y pedirle apoyo para sostener este o el otro partido.
Presentaba la República Argentina, en aquella época, un cuadro
animado e interesante. Todos los intereses, todas las ideas, todas las
pasiones se habían dado cita para agitarse y meter ruido. Aquí, un
caudillo que no quería nada con el resto de la República; allí, un
pueblo que nada más pedía que salir de su aislamiento; allá, un
Gobierno que transportaba la Europa a la América; acullá, otro que
odiaba hasta el nombre de civilización; en unas partes se
rehabilitaba el Santo Tribunal de la Inquisición; en otras se declaraba
la libertad de las conciencias, como el primero de los derechos del
hombre; unos gritaban: «Federación»; otros, «Gobierno central»;
cada una de estas diversas fases tenía intereses y pasiones fuertes,
invencibles en su apoyo. Yo necesito aclarar un poco este caos, para
mostrar el papel que tocó desempeñar a Quiroga, y la grande obra
que debió realizar. Para pintar el comandante de campaña que se
apodera de la ciudad y la aniquila al fin, he necesitado describir el
suelo argentino, los hábitos que engendra, los caracteres que
desenvuelve. Ahora, para mostrar a Quiroga saliendo ya de su
provincia y proclamando un principio, una idea, y llevándola a
todas partes en la punta de las lanzas, necesito también trazar la
carta geográfica de las ideas y de los intereses que se agitaban en las
ciudades. Para este fin necesito examinar dos ciudades, en cada una
de las cuales predominaban las ideas opuestas, Córdoba y Buenos
Aires, tales como existían hasta 1825.

Córdoba.

Córdoba era, no diré la ciudad más coqueta de la América,


porque se ofendería de ello su gravedad española, pero sí una de las
ciudades más bonitas del continente. Sita en una hondonada que
forma un terreno elevado, llamado Los Altos, se ha visto forzada a
replegarse sobre sí misma, a estrechar y reunir sus regulares
edificios. El cielo es purísimo, el invierno, seco y tónico; el verano,
ardiente y tormentoso. Hacia el oriente tiene un bellísimo paseo de
formas caprichosas, de un golpe de vista mágico. Consiste en un
estanque de agua encuadrado en una vereda espaciosa, que
sombrean sauces añosos y colosales. Cada costado es de una cuadra
de largo, encerrado bajo una reja de fierro forjado con enormes
puertas en los centros de los cuatro costados, de manera que el
paseo es una prisión encantada, en que se da vueltas, siempre en
torno de un vistoso cenador de arquitectura griega. En la plaza
principal está la magnífica catedral de orden gótico, con su enorme
cúpula recortada en arabescos, único modelo que yo sepa que haya
en la América del Sur de la arquitectura de la Edad Media. A una
cuadra está el templo y convento de la Compañía de Jesús, en cuyo
presbiterio hay una trampa que da entrada a subterráneos que se
extienden por debajo de la ciudad, y van a parar no se sabe todavía
adónde; también se han encontrado los calabozos en que la Sociedad
sepultaba vivos a sus reos. Si queréis, pues, conocer monumentos de
la Edad Media y examinar el poder y las formas de aquella célebre
Orden, id a Córdoba, donde estuvo uno de sus grandes
establecimientos centrales de América.

En cada cuadra de la sucinta ciudad hay un soberbio convento,


un monasterio o una casa de beatas o de ejercicios. Cada familia
tenía entonces un clérigo, un fraile, una monja o un corista; los
pobres se contentaban con poder contar entre los suyos un
betlemita, un motilón, un sacristán o un monacillo.

Cada convento o monasterio tenía una ranchería contigua, en


que estaban reproduciéndose ochocientos esclavos de la Orden:
negros, zambos, mulatos y mulatillas de ojos azules, rubias,
rozagantes, de pierna bruñida como el mármol; verdaderas
circasianas dotadas de todas las gracias, con más, una dentadura de
origen africano, que servía de cebo a las pasiones humanas: todo
para mayor honra y provecho del convento a que estas huríes
pertenecían.

Andando un poco en la visita que hacemos, se encuentra la


célebre Universidad de Córdoba, fundada nada menos que en el año
1613, y en cuyos claustros sombríos han pasado su juventud ocho
generaciones de doctores en ambos derechos, ergotistas insignes,
comentadores y casuistas. Oigamos al célebre Deán Funes describir
la enseñanza y espíritu de esta famosa Universidad, que ha provisto
durante dos siglos de teólogos y doctores a una gran parte de la
América: «El curso teológico duraba cinco años y medio. La
Teología participaba de la corrupción de los estudios filosóficos.
Aplicada la filosofía de Aristóteles a la Teología, formaba una
mezcla de profano y espiritual. Razonamientos puramente
humanos, sutilezas y sofismas engañosos, cuestiones frívolas e
impertinentes; esto fue lo que vino a formar el gusto dominante de
estas escuelas.» Si queréis penetrar un poco más en el espíritu de
libertad que daría esta instrucción, oíd al Deán Funes todavía: «Esta
Universidad nació y se creó exclusivamente en manos de los
jesuitas, quienes la establecieron en su colegio llamado Máximo, de
la ciudad de Córdoba.» Muy distinguidos abogados han salido de
allí; pero literatos, ninguno que no haya ido a rehacer su educación
en Buenos Aires y con los libros modernos.
Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público, no
conoció la ópera, no tiene aún diarios, y la imprenta es una industria
que no ha podido arraigarse allí. El espíritu de Córdoba hasta 1829
es monacal y escolástico; la conversación de los estrados rueda
siempre sobre las procesiones, las fiestas de los santos, sobre
exámenes universitarios, profesión de monjas, recepción de las
borlas de doctor.

Hasta dónde puede esto influir en el espíritu de un pueblo


ocupado de estas ideas durante dos siglos, no puede decirse; pero
algo ha debido influir, porque ya lo veis, el habitante de Córdoba
tiende los ojos en torno suyo y no ve el espacio; el horizonte está a
cuatro cuadras de la plaza; sale por las tardes a pasearse, y en lugar
de ir y venir por una calle de álamos, espaciosa y larga como la
cañada de Santiago, que ensancha el ánimo y lo vivifica, da vueltas
en torno de un lago artificial de agua sin movimiento, sin vida, en
cuyo centro está un cenador de formas majestuosas, pero inmóvil,
estacionario: la ciudad es un claustro encerrado entre barrancas; el
paseo es un claustro con verjas de fierro; cada manzana tiene un
claustro de monjas o frailes; los colegios son claustros; la legislación
que se enseña, la Teología; toda la ciencia escolástica de la Edad
Media es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia,
contra todo lo que salga del texto y del comentario. Córdoba no sabe
que existe en la tierra otra cosa que Córdoba; ha oído, es verdad,
decir que Buenos Aires está por ahí; pero si lo cree, lo que no sucede
siempre, pregunta: «¿Tiene Universidad?, pero será de ayer;
veamos: ¿Cuántos conventos tiene? ¿Tiene paseo como éste?
Entonces eso no es nada.»

«¿Por qué autor estudian ustedes legislación allá?», preguntaba


el grave doctor Jigena a un joven de Buenos Aires. «Por Bentham.»
«¿Por quién dice usted? ¿Por Benthamcito?», señalando con el dedo
el tamaño del volumen en dozavo, en que anda la edición de
Bentham. «¡Por Benthamcito! En un escrito mío hay más doctrina
que en esos mamotretos. ¡Qué Universidad y qué doctorzuelos!» «¿Y
ustedes por quién enseñan?» «¡Hoi!, ¿el cardenal de Luca?... ¿Qué
dice usted?» «¡Diecisiete volúmenes en folio!...»

En verdad que el viajero que se acerca a Córdoba busca y no


encuentra en el horizonte la ciudad santa, la ciudad mística, la
ciudad con capelo y borlas de doctor. Al fin, el arriero le dice: «Vea
ahí..., abajo, entre los pastos...» Y, en efecto, fijando la vista en el
suelo, y a corta distancia, vense asomar una, dos, tres, diez cruces
seguidas de cúpulas y torres de los muchos templos que decoran
esta Pompeya de la España de la media edad.

Por lo demás, el pueblo de la ciudad, compuesto de artesanos,


participaba del espíritu de las clases altas: el maestro zapatero se
daba los aires de doctor en zapatería y os enderezaba un texto latino
al tomaros gravemente la medida; el ergo andaba por las cocinas y
en boca de los mendigos y locos de la ciudad, y toda disputa entre
ganapanes tomaba el tono y forma de las conclusiones. Añádase que
durante toda la revolución, Córdoba ha sido el asilo de los españoles
en todas las demás partes maltratados. ¿Qué mella haría la
revolución de 1810 en un pueblo educado por los jesuitas y
enclaustrado por la naturaleza, la educación y el arte? ¿Qué asidero
encontrarían las ideas revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably,
Raynal y Voltaire, si por fortuna atravesaban la pampa para
descender a la catacumba española, en aquellas cabezas
disciplinadas por el peripato para hacer frente a toda idea nueva; en
aquellas inteligencias que, como su paseo, tenían una idea inmóvil
en el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que estorbaba
penetrar hasta ellas?

Hacia los años de 1816, el ilustrado y liberal Deán Funes logró


introducir en aquella antigua Universidad los estudios hasta
entonces tan despreciados: Matemáticas, Idiomas vivos, Derecho
público, Física, Dibujo y Música. La juventud cordobesa empezó,
desde entonces, a encaminar sus ideas por nuevas vías, y no tardó
mucho en dejarse sentir los efectos de lo que trataremos en otra
parte, porque por ahora sólo caracterizo el espíritu maduro,
tradicional, que era el que predominaba.

La revolución de 1810 encontró en Córdoba un oído cerrado, al


mismo tiempo que las provincias todas respondían a un tiempo al
grito de: «¡A las armas! ¡A la libertad!» En Córdoba, empezó Liniers
a levantar ejércitos para que fuesen a Buenos Aires a ajusticiar la
revolución; a Córdoba mandó la Junta, uno de los suyos y sus
tropas, a decapitar a la España. Córdoba, en fin, ofendida del ultraje,
y esperando venganza y reparación, escribió con la mano docta de la
Universidad, y en el idioma del breviario y los comentadores, aquel
célebre anagrama que señalaba al pasajero la tumba de los primeros
realistas sacrificados en los altares de la patria:

C L A M O R
o i l o r o
n n l r e d
c i e e l r
h e n n l í
a. r d o. a g
s. e. n u
a. e
z.

En 1820, un ejército se subleva en Arequito, y su jefe, cordobés,


abandona el pabellón de la patria y se establece pacíficamente en
Córdoba, que se goza en haberle arrebatado un ejército. Bustos crea
un Gobierno colonial, sin responsabilidad; introduce la etiqueta de
corte, el quietismo secular de la España, y así preparada, llega
Córdoba al año 25, en que se trata de organizar la República y
constituir la revolución y sus consecuencias.

Buenos Aires.

Examinemos ahora a Buenos Aires. Durante mucho tiempo


lucha con los indígenas que la barren de la haz de la tierra; vuelve a
levantarse, cae en seguida, hasta que por los años 1620 se levanta,
ya, en el mapa de los dominios españoles lo suficiente, para elevarla
a Capitanía General, separándola de la del Paraguay a que hasta
entonces estaba sometida. En 1777 era Buenos Aires ya muy visible,
tanto, que fue necesario rehacer la geografía administrativa de las
colonias para ponerla al frente de un virreinato creado ex
profeso para ella.
En 1806 el ojo especulador de Inglaterra recorre el mapa
americano y sólo ve a Buenos Aires, su río, su porvenir. En 1810,
Buenos Aires pulula de revolucionarios avezados en todas las
doctrinas antiespañolas, francesas, europeas. ¿Qué movimiento de
ascensión se ha estado operando en la ribera occidental del Río de la
Plata? La España colonizadora no era ni comerciante ni navegante;
el Río de la Plata era para ella poca cosa: la España oficial miró con
desdén una playa y un río. Andando el tiempo, el río había
depuesto su sedimento de riquezas sobre esa playa, pero muy poco
del espíritu español, del gobierno español. La actividad del comercio
había traído el espíritu y las ideas generales de Europa; los buques
que frecuentaban sus aguas traían libros de todas partes y noticias
de todos los acontecimientos políticos del mundo. Nótese que la
España no tenía otra ciudad comerciante en el Atlántico. La guerra
con los ingleses aceleró el movimiento de los ánimos hacia la
emancipación y despertó el sentimiento de la propia importancia,
Buenos Aires es un niño que vence a un gigante, se infatúa, se cree
un héroe y se aventura a cosas mayores.

Llevada de este sentimiento de la propia suficiencia, inicia la


revolución con una audacia sin ejemplo, la lleva por todas partes, se
cree encargada de lo Alto para la realización de una grande obra.
ElContrato Social vuela de mano en mano; Mably y Raynal son los
oráculos de la prensa; Robespierre y la Convención, los modelos.
Buenos Aires se cree una continuación de la Europa, y si no confiesa
francamente que es francesa y norteamericana en su espíritu y
tendencias, niega su origen español, porque el Gobierno español,
dice, la ha recogido después de adulta. Con la revolución vienen los
ejércitos y la gloria, los triunfos y los reveses, las revueltas y las
sediciones.

Pero Buenos Aires, en medio de todos estos vaivenes, muestra la


fuerza revolucionaria de que está dotada. Bolívar es todo, Venezuela
es la peana de aquella colosal figura; Buenos Aires es una ciudad
entera de revolucionarios. Belgrano, Rondeau, San Martín, Alvear y
los cien generales que mandan sus ejércitos son sus instrumentos,
sus brazos, no su cabeza, ni su cuerpo. En la República Argentina no
puede decirse: «el general tal libertó el país», sino «la Junta, el
Directorio, el Congreso, el Gobierno de tal o tal época mandó al
general tal que hiciese tal cosa». El contacto con los europeos de
todas las naciones es mayor aún desde los principios, que en
ninguna parte del continente hispanoamericano: la desespañolización
y la europeificación se efectúan en diez años de un modo radical sólo
en Buenos Aires, se entiende.

No hay más que tomar una lista de vecinos de Buenos Aires para
ver cómo abundan en los hijos del país los apellidos ingleses,
franceses, alemanes, italianos. El año 1820 se empieza a organizar la
sociedad, según las nuevas ideas de que está impregnada, y el
movimiento continúa hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del
Gobierno. Hasta este momento, Rodríguez y Las Heras han estado
echando los cimientos ordinarios de los gobiernos libres. Ley de
olvido, seguridad individual, respeto de la propiedad,
responsabilidad de la autoridad, equilibrio de los poderes,
educación pública; todo, en fin, se cimenta y constituye
pacíficamente. Rivadavia viene de Europa, se trae a la Europa; más
todavía, desprecia a la Europa; Buenos Aires (y, por supuesto,
decían, la República Argentina) realizará lo que la Francia
republicana no ha podido, lo que la aristocracia inglesa no quiere, lo
que la Europa despotizada echa de menos. Esta no era una ilusión
de Rivadavia, era el pensamiento general de laciudad, era su espíritu,
su tendencia.

El más o el menos en las pretensiones dividía los partidos, pero


no ideas antagonistas en el fondo. ¿Y qué otra cosa había de suceder
en un pueblo que sólo en catorce años había escarmentado a la
Inglaterra, correteado la mitad del continente, equipado diez
ejércitos, dado cien batallas campales, vencido en todas partes,
mezclándose en todos los acontecimientos, violado todas las
tradiciones, ensayado todas las teorías, aventurádolo todo y salido
bien en todo: que vivía, se enriquecía, se civilizaba? ¿Qué había de
suceder, cuando las bases de gobierno, la fe política que le había
dado la Europa estaban plagadas de errores, de teorías absurdas y
engañosas, de malos principios; porque sus hombres políticos no
tenían obligación de saber más que los grandes hombres de la
Europa, que hasta entonces no sabían nada definitivo en materia de
organización política? Éste es un hecho grave que quiero hacer
notar. Hoy los estudios sobre las constituciones, las razas, las
creencias, la historia, en fin, han hecho vulgares ciertos
conocimientos prácticos que nos aleccionan contra el brillo de las
teorías concebidas a priori; pero antes de 1820, nada de esto había
trascendido por el mundo europeo. Con las paradojas del Contrato
Social se sublevó la Francia; Buenos Aires hizo lo mismo;
Montesquieu distinguió tres poderes, y al punto tres poderes
tuvimos nosotros; Benjamin Constant y Bentham anulaban al
ejecutivo, nulo de nacimiento se le constituyó allí; Say y Smith
predicaban el comercio libre, comercio libre se repitió. Buenos Aires
confesaba y creía todo lo que el mundo sabio de Europa creía y
confesaba. Sólo después de la revolución de 1830 en Francia, y de
sus resultados incompletos, las ciencias sociales toman nueva
dirección y se comienzan a desvanecer las ilusiones. Desde entonces
empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran que
Voltaire no tenía razón, que Rousseau era un sofista, que Mably y
Raynal, unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni contrato social,
etcétera. Desde entonces sabemos algo de razas, de tendencias, de
hábitos nacionales, de antecedentes históricos. Tocqueville nos
revela, por la primera vez, el secreto de Norteamérica; Sismondi nos
descubre el vacío de las constituciones; Thierry, Michelet y Guizot,
el espíritu de la historia; la revolución de 1830, toda la decepción del
constitucionalismo de Benjamin Constant; la revolución española,
todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza. ¿De qué
culpan, pues, a Rivadavia y a Buenos Aires? ¿De no tener más saber
que los sabios europeos que los extraviaban? Por otra parte, ¿cómo
no abrazar con ardor las ideas generales, el pueblo que había
contribuido tanto y con tan buen suceso a generalizar la revolución?
¿Cómo ponerle rienda al vuelo de la fantasía del habitante de una
llanura sin límites, dando frente a un río sin ribera opuesta, a un
paso de la Europa, sin conciencia de sus propias tradiciones, sin
tenerlas en realidad; pueblo nuevo, improvisado, y que desde la
cuna se oye saludar pueblo grande?

Así educado, mimado hasta entonces por la fortuna, Buenos


Aires se entregó a la obra de constituirse a sí y a la República, como
se había entregado a la de libertarse a sí y a la América, con
decisión, sin medios términos, sin contemporización con los
obstáculos. Rivadavia era la encarnación viva de ese espíritu
poético, grandioso, que dominaba la sociedad entera. Rivadavia,
pues, continuaba la obra de Las Heras en el ancho molde en que
debía vaciarse un grande Estado americano, una República. Traía
sabios europeos para la prensa y las cátedras, colonias para los
desiertos, naves para los ríos, interés y libertad para todas las
creencias, crédito y Banco Nacional para impulsar la industria; todas
las grandes teorías sociales de la época, para moldear su gobierno; la
Europa, en fin, a vaciarla de golpe en la América, y realizar en diez
años la obra que antes necesitara el transcurso de siglos. ¿Era
quimérico este proyecto? Protesto que no. Todas sus creaciones
administrativas subsisten, salvo las que la barbarie de Rosas halló
incómodas para sus atentados. La libertad de cultos, que el alto clero
de Buenos Aires apoyó, no ha sido restringida; la población europea
se disemina por las estancias, y toma las armas de su motu
proprio para romper con el único obstáculo que la priva de las
bendiciones que le ofrecía aquel suelo; los ríos están pidiendo a
gritos que se rompan las cataratas oficiales que les estorban ser
navegados, y el Banco Nacional es una institución tan hondamente
arraigada, que él ha salvado la sociedad de la miseria a que la habría
conducido el tirano. Sobre todo, por fantástico y extemporáneo que
fuese aquel gran sistema, a que se encaminan y precipitan todos los
pueblos americanos ahora, era, por lo menos, ligero y tolerable para
los pueblos; y por más que hombres sin conciencia lo vociferan
todos los días, Rivadavia nunca derramó una gota de sangre ni
destruyó la propiedad de nadie, descendiendo, voluntariamente, de
la Presidencia fastuosa a la pobreza noble y humilde del proscripto.
Rosas, que tanto lo calumnia, se ahogaría en el lago que nunca
podría formar toda la sangre que ha derramado; y los cuarenta
millones de pesos fuertes del Tesoro nacional y los cincuenta de
fortunas particulares que ha consumido en diez años para sostener
la guerra interminable que sus brutalidades han encendido, en
manos del fatuo, del iluso Rivadavia, se habrían convertido en
canales de navegación, ciudades edificadas y grandes y
multiplicados establecimientos de utilidad pública. Que le quede,
pues, a este hombre, ya muerto para su patria, la gloria de haber
representado la civilización europea en sus más nobles aspiraciones,
y que sus adversarios cobren la suya, de mostrar la barbarie
americana en sus formas más odiosas y repugnantes; porque Rosas
y Rivadavia son los dos extremos de la República Argentina, que se
liga a los salvajes, por la pampa y a la Europa, por el Plata.

No es el elogio, sino la apoteosis, la que hago de Rivadavia y de


su partido, que han muerto para la República Argentina como
elemento político, no obstante que Rosas se obstine, suspicazmente,
en llamar unitarios a sus actuales enemigos. El antiguo partido
unitario, como el de la Gironda, sucumbió hace muchos años. Pero
en medio de sus desaciertos y sus ilusiones fantásticas, tenía tanto
de noble y grande que la generación que le sucede le debe los más
pomposos honores fúnebres. Muchos de aquellos hombres quedan
aún entre nosotros, pero no ya como partido organizado: son las
momias de la República Argentina, tan venerables y nobles como las
del Imperio de Napoleón. Estos unitarios del año 25 forman un tipo
separado, que nosotros sabemos distinguir por la figura, por los
modales, por el tono de la voz y por las ideas. Me parece que entre
cien argentinos reunidos, yo diría: éste es unitario. El unitario tipo
marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta, aunque sienta
desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase con
gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas,
invariables, y a la víspera de una batalla se ocupará, todavía, de
discutir en toda forma un reglamento, o de establecer una nueva
formalidad legal; porque las fórmulas legales son el culto exterior
que rinde a sus ídolos, la Constitución, las garantías individuales. Su
religión es el porvenir de la República, cuya imagen colosal,
indefinible, pero grandiosa y sublime, se le aparece a todas horas
cubierta con el manto de las pasadas glorias y no le deja ocuparse de
los hechos que presencia. Es imposible imaginarse una generación
más razonadora, más deductiva, más emprendedora y que haya
carecido en más alto grado de sentido práctico. Llega la noticia de
un triunfo de sus enemigos; todos lo repiten, el parte oficial lo
detalla, los dispersos vienen heridos. Un unitario no cree en tal
triunfo, y se funda en razones tan concluyentes que os hace dudar
de lo que vuestros ojos están viendo. Tiene tal fe en la superioridad
de su causa, y tanta constancia y abnegación para consagrarle su
vida, que el destierro, la pobreza ni el lapso de los años entibiarán
en un ápice su ardor.

En cuanto a temple de alma y energía, son infinitamente


superiores a la generación que les ha sucedido. Sobre todo, lo que
más los distingue de nosotros son sus modales finos, su política
ceremoniosa y sus ademanes pomposamente cultos. En los estrados
no tienen rival, y no obstante que ya están desmontados por la edad,
son más galanes, más bulliciosos y alegres con las damas que sus
hijos.
Hoy día las formas se descuidan entre nosotros, a medida que el
movimiento democrático se hace más pronunciado, y no es fácil
darse idea de la cultura y refinamiento de la sociedad de Buenos
Aires hasta 1828. Todos los europeos que arribaban creían hallarse
en Europa, en los salones de París; nada faltaba, ni aun la petulancia
francesa, que se dejaba notar, entonces, en el elegante de Buenos
Aires.

Me he detenido en estos pormenores para caracterizar la época


en que se trataba de constituir la República y los elementos diversos
que se estaban combatiendo. Córdoba, española por educación
literaria y religiosa, estacionaria y hostil a las innovaciones
revolucionarias, y Buenos Aires, todo novedad, todo revolución y
movimiento, son las dos fases prominentes de los partidos que
dividían las ciudades todas; en cada una de las cuales estaban
luchando estos dos elementos diversos que hay en todos los pueblos
cultos. No sé si en América se presenta un fenómeno igual a éste, es
decir, los dos partidos, retrógrado y revolucionario, conservador y
progresista, representados altamente cada uno por una ciudad
civilizada de diverso modo, alimentándose cada una de ideas
extraídas de fuentes distintas: Córdoba, de la España, los Concilios,
los Comentadores, el Digesto; Buenos Aires, de Bentham, Rousseau,
Montesquieu y la literatura francesa entera.

A estos elementos de antagonismo se añadía otra causa no


menos grave: tal era el aflojamiento de todo vínculo nacional,
producido por la revolución de la Independencia. Cuando la
autoridad es sacada de un centro, para fundarla en otra parte, pasa
mucho tiempo antes de echar raíces. El Republicano decía el otro día
que «la autoridad no es más que un convenio entre gobernantes y
gobernados». ¡Aquí hay muchos unitarios todavía! La autoridad se
funda en el asentimiento indeliberado que una nación da a un hecho
permanente. Donde hay deliberación y voluntad, no hay autoridad.
Aquel estado de transición se llama federalismo; y de toda revolución
y cambio consiguiente de autoridad, todas las naciones tienen sus
días y sus intentos de federación.

Me explicaré. Arrebatado a la España, Fernando VII, la


autoridad, aquel hecho permanente deja de ser, y la España se reúne
en juntas provinciales que niegan la autoridad a los que gobiernan
en nombre del rey. Esto es federación de la España. Llega la noticia a la
América, y se desprende de la España, separándose en varias
secciones: federación de la América.

Del virreinato de Buenos Aires salen, al fin de la lucha, cuatro


Estados: Bolivia, Paraguay, Banda Oriental y República
Argentina: federación del virreinato.

La República Argentina se divide en provincias, no en las


antiguas Intendencias, sino por ciudades: federación de las ciudades.

No es que la palabra federación signifique separación, sino que,


dada la separación previa, expresa la unión de partes distintas. La
República Argentina se hallaba en esta crisis social, y muchos
hombres notables y bien intencionados de las ciudades creían que es
posible hacer federaciones cada vez que un hombre o un pueblo se
siente sin respeto por una autoridad nominal y de puro convenio.

Así, pues, había esta otra manzana de discordia en la República


y los partidos, después de haberse llamado realistas y
patriotas, congresistas y ejecutivistas, pelucones y liberales,
concluyeron con llamarse federales y unitarios. Miento, que no
concluye aún la lista: que a don Juan Manuel Rosas se le ha antojado
llamar a sus enemigos presentes y
futuros salvajes, inmundos unitarios, y uno
nacerá salvaje estereotipado allí, dentro de veinte años, como son
federales hoy todos los que llevan la carátula que él les ha puesto.

Pero la República Argentina está geográficamente constituida de


tal manera, que ha de ser unitaria siempre, aunque el rótulo de la
botella diga lo contrario. Su llanura continua, sus ríos confluyentes a
un puerto único, la hacen fatalmente «una e indivisible». Rivadavia,
más conocedor de las necesidades del país, aconsejaba a los pueblos
que se uniesen bajo una Constitución común, haciendo nacional el
puerto de Buenos Aires. Agüero, su eco en el Congreso, decía a los
porteños con su acento magistral y unitario: «Demos voluntariamente
a los pueblos lo que más tarde nos reclamarán con las armas en la mano.»

El pronóstico falló por una palabra. Los pueblos no reclamaron


de Buenos Aires el puerto con las armas, sino con la barbarie, que le
mandaron en Facundo y Rosas. Pero Buenos Aires se quedó con la
barbarie y el puerto, que sólo a Rosas ha servido y no a las
provincias. De manera que Buenos Aires y las provincias se han
hecho el mal mutuamente, sin reportar ninguna ventaja.

Todos estos antecedentes he necesitado establecer para


continuar con la vida de Juan Facundo Quiroga, porque, aunque
parezca ridículo decirlo, Facundo es el rival de Rivadavia. Todo lo
demás es transitorio, intermediario y de poco momento: el partido
federal de las ciudades era un eslabón que se ligaba al partido
bárbaro de las campañas. La República era solicitada por dos
fuerzas unitarias: una que partía de Buenos Aires y se apoyaba en
los liberales del interior; otra, que partía de las campañas y se
apoyaba en los caudillos que ya habían logrado dominar las
ciudades: la una, civilizada, constitucional, europea; la otra, bárbara,
arbitraria, americana.

Estas dos fuerzas habían llegado a su más alto punto de


desenvolvimiento, y sólo una palabra se necesitaba para trabar la
lucha; y ya que el partido revolucionario se llamaba unitario, no
había inconveniente para que el partido adverso adoptase la
denominación de federal sin comprenderla.

Pero aquella fuerza bárbara estaba diseminada por toda la


República, dividida en provincias, en cacicazgos; necesitábase una
mano poderosa para fundirla y presentarla en un todo homogéneo,
y Quiroga ofreció su brazo para realizar esta grande obra.

El gaucho argentino, aunque de instintos comunes a los


pastores, es eminentemente provincial: lo hay porteño, santafecino,
cordobés, llanista, etc. Todas sus aspiraciones las encierra en su
provincia; las demás son enemigas o extrañas; son diversas tribus,
que se hacen entre sí la guerra. López, apoderado de Santa Fe, no se
cura de lo que pasa alrededor suyo, salvo que vengan a
importunarlo, que entonces monta a caballo y echa fuera a los
intrusos. Pero como no estaba en sus manos que las provincias no se
tocasen por todas partes, no podían tampoco evitar que al fin se
uniesen en un interés común, y de ahí les viniese esa
misma unidad que tanto se interesaban en combatir.

Recuérdese que al principio dije que las correrías y viajes de la


juventud de Quiroga habían sido la base de su futura ambición.
Efectivamente: Facundo, aunque gaucho, no tiene apego a un lugar
determinado; es riojano, pero se ha educado en San Juan, ha vivido
en Mendoza, ha estado en Buenos Aires. Conoce la República; sus
miradas se extienden sobre un grande horizonte; dueño de La Rioja,
quisiera, naturalmente, presentarse revestido del poder en el pueblo
en que aprendió a leer, en la ciudad donde levantó unas tapias, en
aquella otra donde estuvo preso e hizo una acción gloriosa. Si los
sucesos lo atraen fuera de su provincia, no se resistirá a salir por
cortedad ni encogimiento. Muy distinto de Ibarra o López, que no
gustan sino de defenderse en su territorio, él acometerá el ajeno y se
apoderará de él. Así la Providencia realiza las grandes cosas por
medios insignificantes e inapercibibles, y la Unidad bárbara de la
República va a iniciarse, a causa de que un gaucho malo ha andado
de provincia en provincia, levantando tapias y dando puñaladas.
8. Ensayos

¡Cuánto dilata el día! Porque mañana quiero


galopar diez cuadras sobre un campo sembrado de
cadáveres.

SHAKESPEARE.

Tal como la hemos visto pintada era, en 1825, la fisonomía


política de la República, cuando el Gobierno de Buenos Aires invitó
a las provincias a reunirse en un Congreso, para darse una forma de
gobierno general. De todas partes fue acogida esta idea con
aprobación, ya fuese que cada caudillo contase
con constituirse caudillo legítimo de su provincia, ya que el brillo de
Buenos Aires ofuscase todas las miradas y no fuese posible negarse,
sin escándalo, a una pretensión tan racional. Se ha imputado al
gobierno de Buenos Aires, como una falta, haber promovido esta
cuestión, cuya solución debía ser tan funesta para él mismo y para la
civilización; que, como las religiones mismas, es generalizadora,
propagandista, y mal creería un hombre si no deseara que todos
creyesen como él.

Facundo recibió en La Rioja la invitación, y acogió la idea con


entusiasmo, quizá por aquellas simpatías que los espíritus altamente
dotados tienen por las cosas esencialmente buenas.

En 1825, la República se preparaba para la guerra del Brasil, y a


cada provincia se había encomendado la formación de un
regimiento para el ejército. A Tucumán vino con este encargo el
coronel Madrid, que, impaciente por obtener los reclutas y
elementos necesarios para levantar su regimiento, no vaciló mucho
en derrocar aquellas autoridades morosas y subir él al Gobierno, a
fin de expedir los decretos convenientes al efecto. Este acto
subversivo ponía al Gobierno de Buenos Aires en una posición
delicada. Había desconfianza en los gobiernos, celos de provincia, y
el coronel Madrid, venido de Buenos Aires y trastornando un
gobierno provincial, lo hacía aparecer a aquél, a los ojos de la
nación, como instigador. Para desvanecer esta sospecha, el Gobierno
de Buenos Aires insta a Facundo que invada a Tucumán y
restablezca las autoridades provinciales. Madrid explica al Gobierno
el motivo real, aunque bien frívolo, por cierto, que lo ha impulsado,
y protesta de su adhesión inalterable. Pero ya era tarde: Facundo
estaba en movimiento, y era preciso prepararse a rechazarlo. Madrid
pudo disponer de un armamento que pasaba para Salta; pero, por
delicadeza, por no agravar más los cargos que contra él pesaban, se
contentó con tomar 50 fusiles y otros tantos sables, suficientes,
según él, para acabar con la fuerza invasora.

Es el general Madrid uno de esos tipos naturales del suelo


argentino. A la edad de 14 años empezó a hacer la guerra a los
españoles, y los prodigios de su valor romancesco pasan los límites
de lo posible: se ha hallado en ciento cuarenta encuentros, en todos
los cuales la espada de Madrid ha salido mellada y destilando
sangre; el humo de la pólvora y los relinchos de los caballos lo
enajenan materialmente, y con tal que él acuchille todo lo que se le
pone por delante, caballeros, cañones, infantes, poco le importa que
la batalla se pierda. Decía que es un tipo natural de aquel país, no
por esta valentía fabulosa, sino porque es oficial de caballería, y
poeta además. Es un Tirteo que anima al soldado con canciones
guerreras, el cantor de que hablé en la primera parte; es el espíritu
gaucho, civilizado y consagrado a la libertad. Desgraciadamente, no
es un general cuadrado como lo pedía Napoleón; el valor predomina
sobre las otras cualidades del general, en proporción de ciento a
uno. Y si no, ved lo que hace en Tucumán: pudiendo, no reúne
fuerzas suficientes, y con un puñado de hombres presenta la batalla,
no obstante que lo acompaña el coronel Díaz Vélez poco menos
valiente que él. Facundo traía doscientos infantes y sus Colorados
de caballería: Madrid tiene cincuenta infantes y algunos
escuadrones de milicias. Comienza el combate, arrolla la caballería
de Facundo, y a Facundo mismo, que no vuelve al campo de batalla
sino después de concluido todo. Queda la infantería en columna
cerrada; Madrid manda cargarla, no es obedecido, y la carga él solo.
Cierto; él solo atropella la masa de infantería; voltéanle el caballo, se
endereza, vuelve a cargar; mata, hiere, acuchilla todo lo que está a
su alcance, hasta que caen caballo y caballero, traspasados de balas y
bayonetazos, con lo cual la victoria se decide por la infantería.
Todavía en el suelo, le hunden en la espalda la bayoneta de un fusil,
le disparan el tiro, y bala y bayoneta lo traspasan, asándolo, además,
con el fogonazo. Facundo vuelve, al fin, a recuperar su bandera negra
que ha perdido, y se encuentra con una batalla ganada, y Madrid
muerto, bien muerto. Su ropa está ahí; su espada, su caballo, nada
falta, excepto el cadáver; que no puede reconocerse entre los muchos
mutilados y desnudos que yacen en el campo. El coronel Díez Vélez,
prisionero, dice que su hermano tenía una lanzada en una pierna; no
hay cadáver allí con herida semejante.

Madrid, acribillado de once heridas, se había arrastrado hasta


unos matorrales, donde su asistente lo encontró, delirando con la
batalla, y respondiendo al ruido de pasos que se acercaban: «¡No me
rindo!» Nunca se había rendido el coronel Madrid hasta entonces.

He aquí la famosa acción del Tala, primer ensayo de Quiroga,


fuera de los términos de la Provincia. Ha vencido en ella al valiente
de los valientes, y conserva su espada como trofeo de la victoria. ¿Se
detendrá ahí? Pero veamos la fuerza que se ha suscitado contra el
coronel del regimiento número 15, que ha trastornado un Gobierno
para equipar su cuerpo. Facundo enarbola en el Tala una bandera
que no es argentina, que es de su invención. Es un paño negro con
una calavera y huesos cruzados en el centro. Ésta es su bandera, que
ha perdido al principio del combate, y que «va a recobrar», dice a
sus soldados dispersos, «aunque sea en la puerta del infierno». La
muerte, el espanto, el infierno, se presentan en el pabellón y la
proclama del General de los Llanos. ¿Habéis visto este mismo paño
mortuorio sobre el féretro de los muertos, cuando el sacerdote
canta A porta inferi?

Pero hay más, todavía, que revela desde entonces el espíritu de


la fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir las ciudades. Los
colores argentinos son el celeste y el blanco; el cielo transparente de
un día sereno y la luz nítida del disco del sol: la paz y la justicia para
todos. A fuerza de odiar la tiranía y la violencia, nuestro pabellón y
nuestras armas excomulgan el blasón y los trofeos guerreros. Dos
manos en señal de unión sostienen el gorro frigio del liberto; las
ciudades unidas, dice este símbolo, sostendrán la libertad adquirida;
el sol principia a iluminar el teatro de este juramento, y la noche va
desapareciendo poco a poco. Los ejércitos de la República, que
llevan la guerra a todas partes para hacer efectivo aquel porvenir de
luz y tornar en día la aurora que el escudo de armas anuncia, visten
azul oscuro y con cabos diversos: visten a la europea. Bien; en el
seno de la República, del fondo de sus entrañas, se levanta el
color colorado y se hace el vestido del soldado, el pabellón del
ejército y, últimamente, la cucarda nacional, que, so pena de la vida,
ha de llevar todo argentino.

¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco; pero


voy a reunir algunas reminiscencias.

Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las naciones


del mundo. Sólo hay una europea culta en que el colorado
predomine, no obstante el origen bárbaro de sus pabellones. Pero
hay otras coloradas; leo: Argel, pabellón colorado, con calavera y
huesos; Túnez, pabellón colorado; Mogol, ídem; Turquía, pabellón
colorado, con creciente; Marruecos, Japón, colorado, con la cuchilla
exterminadora; Siam, Surat, etc., lo mismo.

Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el interior del


África se proveen de paño colorado para agasajar a los príncipes
negros. «El rey de Elve» dicen los hermanos Lardner «llevaba un
surtú español de paño colorado y pantalones del mismo color.»

Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile manda a


los caciques de Arauco consisten en mantas y ropas coloradas,
porque este color agrada mucho a los salvajes.

La capa de los emperadores romanos que representaban al


dictador era de púrpura, esto es, colorada.

El manto real de los reyes bárbaros de Europa fue


siempre colorado.

La España ha sido el último país europeo que ha repudiado


el colorado, que llevaba en la capa grana.

Don Carlos, en España, el pretendiente absoluto, izó una


bandera colorada.

El Parlamento Regio de Génova,6 disponiendo que los senadores


lleven toga purpúrea, colorada, previene que se practique así
particularmente «in esecuzione di giudicato criminale ad effetto di
incutere colla grave sua decorosa presenza il terrore e lo spavento, nei
cattivi».

El verdugo, en todos los estados europeos, vestía


de colorado hasta el siglo pasado.

Artigas agrega, al pabellón argentino, una faja diagonal colorada.

Los ejércitos de Rosas visten de colorado.

Su retrato se estampa en una cinta colorada.

¿Qué vínculo misterioso liga todos estos hechos? ¿Es casualidad


que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos,
los salvajes, los Nerones romanos, los reyes bárbaros, il terrore e lo
spavento, el verdugo y Rosas, se hallen vestidos con un color
proscripto hoy día por las sociedades cristianas y cultas? ¿No es
el colorado el símbolo que expresa violencia, sangre y barbarie? Y si
no, ¿por qué este antagonismo?

La revolución de la Independencia argentina se simboliza en dos


tiras celestes y una blanca, cual si dijera: ¡justicia, paz, justicia!

¡La reacción acaudillada por Facundo y aprovechada por Rosas


se simboliza en una cinta colorada, que dice: ¡terror, sangre,
barbarie!

La especie humana ha dado, en todos los tiempos, este


significado al color grana, colorado, púrpura: id a estudiar el
Gobierno en los pueblos que ostentan este color, y hallaréis a Rosas
y a Facundo: el terror, la barbarie, la sangre corriendo todos los días.
En Marruecos, el Emperador tiene la singular prerrogativa de matar
él mismo a los criminales.

Necesito detenerme sobre este punto. Toda civilización se


expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero. ¿Por
qué usamos hoy la barba entera? Por los estudios que se han hecho
en estos tiempos sobre la Edad Media: la dirección dada a la
literatura romántica se refleja en la moda. ¿Por qué varía ésta todos
los días? Por la libertad del pensamiento europeo; fijad el
pensamiento, esclavizadlo, y tendréis vestido invariable: así en Asia,
donde el hombre vive bajo gobiernos como el de Rosas, lleva desde
los tiempos de Abraham vestido talar.

Hay aún más: cada civilización ha tenido su traje, y cada cambio


en las ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el
vestir. Un traje, la civilización romana, otro, la Edad Media; el frac
no principia en Europa sino después del renacimiento de las
ciencias; la moda no la impone al mundo sino la nación más
civilizada; de frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el
sultán de Turquía, Abdul Medjil, quiere introducir la civilización
europea en sus estados, depone el turbante, el caftán y las
bombachas para vestir frac, pantalón y corbata.

Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y Rosas


han hecho al frac y a la moda. El año de 1840, un grupo de
mazorqueros rodea, en la oscuridad de la noche, a un individuo que
iba con levita por las calles de Buenos Aires. Los cuchillos están a
dos dedos de su garganta. «Soy Simón Pereira», exclama. «Señor, el
que anda vestido así se expone.» «Por lo mismo me visto así; ¿quién
si no yo anda con levita? Lo hago para que me conozcan desde
lejos.» Este señor es primo y compañero de negocios de don Juan
Manuel Rosas. Pero, para terminar las explicaciones que me
propongo dar sobre el color colorado iniciado por Facundo, e ilustrar
por sus símbolos el carácter de la guerra civil, debo referir aquí la
historia de la cinta colorada, que hoy sale ya a ostentarse afuera. En
1820 aparecieron en Buenos Aires, con Rosas, los Colorados de las
Conchas; la campaña mandaba ese contingente. Rosas, veinte años
después, reviste, al fin, la ciudad de colorado: casas, puertas,
empapelados, vajillas, tapices, colgaduras, etc. etc. Últimamente,
consagra este color oficialmente, y lo impone como una medida de
Estado.

La historia de la cinta colorada es muy curiosa. Al principio fue


una divisa que adoptaron los entusiastas; mandóse después llevarla
a todos, para que probase la uniformidad de la opinión. Se deseaba
obedecer, pero al mudar de vestido, se olvidaba. La Policía vino en
auxilio de la memoria: se distribuían mazorqueros por las calles, y
sobre todo en las puertas de los templos, y a la salida de las señoras,
se distribuían, sin misericordia, zurriagazos con vergas de toro. Pero
aún quedaba mucho por arreglar. ¿Llevaba uno la cinta
negligentemente anudada? - ¡Vergazos!, era unitario. - ¿Llevábala la
chica? - ¡Vergazos!, era unitario. ¿No la llevaba?, ¡degollado por
contumaz! No paró ahí ni la solicitud del Gobierno ni la educación
pública. No bastaba ser federal ni llevar la cinta, que era preciso,
además, que ostentase el retrato del ilustre Restaurador sobre el
corazón en señal de amor intenso, y los letreros «mueran los salvajes
inmundos unitarios». ¿Creeríase que con esto estaba terminada la
obra de envilecer a un pueblo culto y hacerle renunciar a toda
dignidad personal? ¡Ah!, todavía no estaba bien disciplinado.
Amanecía una mañana, en una esquina de Buenos Aires, un figurón
pintado en papel, con una cinta flotante de media vara. En el
momento que alguno la veía, retrocedía despavorido, llevando por
todas partes la alarma; entrábase en la primer tienda, y salía de allí
con una cinta flotante de media vara. Diez minutos después, toda la
ciudad se presentaba en las calles, cada uno con su cinta flotante de
media vara de largo. Aparecía otro día otro figurón con una ligera
alteración en la cinta: la misma maniobra. Si alguna señorita se
olvidaba del moño colorado, la Policía le pegaba gratis uno en la
cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha conseguido uniformar la
opinión! ¡Preguntad en toda la República Argentina si hay uno que
no sostenga y crea ser federal...! Ha sucedido mil veces, que un
vecino ha salido a la puerta de su casa y ha visto barrida la parte
frontera de la calle: al momento ha mandado barrer, le ha seguido
su vecino, y en media hora ha quedado barrida toda la calle entera,
creyéndose que era una orden de la Policía. Un pulpero iza una
bandera por llamar la atención; velo el vecino y, temeroso de ser
tachado de tardo por el gobernador, iza la suya, ízanla los del frente,
ízanla en toda la calle, pasa a otras, y en un momento queda
empavesada Buenos Aires. La Policía se alarma, inquiere qué noticia
tan fausta se ha recibido que ella ignora, sin embargo... ¡Y éste era el
pueblo que rendía a once mil ingleses en las calles y mandaba,
después, cinco ejércitos por el continente americano a caza de
españoles!

Es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja a las


poblaciones, como el cólera morbus, la viruela, la escarlatina. Nadie
se libra, al fin, del contagio. Y cuando se trabaja diez años
consecutivos para inocularlo, no resisten al fin ni los ya vacunados.
¡No os riáis, pues, pueblos hispanoamericanos, al ver tanta
degradación! ¡Mirad que sois españoles, y la Inquisición educó así a
la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre.

Volvamos a tomar el hilo de los hechos. Facundo entró


triunfante en Tucumán, y regresó a La Rioja, pasados unos pocos
días, sin cometer actos notables de violencia y sin imponer
contribuciones, porque la regularidad constitucional de Rivadavia
había formado una conciencia pública que no era posible arrostrar
de un golpe.

Facundo regresa a La Rioja; aunque enemigo de la Presidencia,


Quiroga no sabía qué decir fijamente sobre el motivo de esta
oposición a la Presidencia, lo que es muy natural. Él mismo no
podría haberse dado cuenta de ello. «Yo no soy federal -decía
siempre-, ¿que soy tonto?» «¿Sabe usted -decía una vez a don
Dalmacio Vélez- por qué he hecho la guerra? ¡Por esto!» Y sacaba
una onza de oro. Mentía Facundo.

Otras veces decía: «Carril, gobernador de San Juan, me hizo un


desaire, desatendiendo mi recomendación por Carita, y me eché por
eso en la oposición al Congreso.» Mentía.

Sus enemigos decían: «Tenía muchas acciones en la Casa de


Moneda, y propusieron venderla al Gobierno Nacional en $ 300.000.
Rivadavia rechazó esta propuesta, porque era un robo escandaloso;
Facundo se alistó desde entonces entre sus enemigos.» El hecho es
cierto, pero no fue éste el motivo.

Créese que cedió a las sugestiones de Bustos e Ibarra, para


oponerse; pero hay un documento que acredita lo contrario. En carta
que escribía al general Madrid, en 1832, le decía: «Cuando fui
invitado por los muy nulos y bajos Bustos e Ibarra, no
considerándolos capaces de hacer oposición con provecho, al
déspota Presidente don Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero,
habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don
Manuel del Castillo, que usted estaba de acuerdo con este negocio y
era el más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a
arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada,
para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fue mi chasco!, etc.»
No era federal, ¿ni cómo había de serlo? Qué, ¿es necesario ser
tan ignorante como un caudillo de campaña para conocer la forma
de gobierno que más conviene a la República? ¿Cuanta menos
instrucción tiene un hombre, tanta más capacidad es la suya para
juzgar de las arduas cuestiones de la alta política? ¿Pensadores como
López, como Ibarra, como Facundo, eran los que con sus estudios
históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el
problema de la conveniente organización de un Estado? ¡Eh!...
Dejemos a un lado las palabras vanas con que, con tanta
impudencia, se han burlado de los incautos. Facundo dio contra el
Gobierno que lo había mandado a Tucumán, por la misma razón
que dio contra Aldao que lo mandó a La Rioja. Se sentía fuerte y con
voluntad de obrar; impulsábalo a ello un instinto ciego, indefinido,
y obedecía a él; era el comandante de campaña, el gaucho malo,
enemigo de la justicia civil, del orden civil, del hombre educado, del
sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra. La destrucción de todo
esto le estaba encomendada de lo Alto, y no podía abandonar su
misión.

Por este tiempo, una singular cuestión vino a complicar los


negocios. En Buenos Aires, puerto de mar, residencia de dieciséis
mil extranjeros, el Gobierno propuso conceder a estos extranjeros la
libertad de cultos, y la parte más ilustrada del clero sostuvo y
sancionó la ley: los conventos habían sido antes regularizados, y
rentados los sacerdotes. En Buenos Aires este asunto no metió bulla,
porque eran puntos estos en que las opiniones estaban de acuerdo;
las necesidades eran patentes. La cuestión de libertad de cultos es,
en América, una cuestión de política y de economía. Quien dice
libertad de cultos, dice inmigración europea y población. Tan no
causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha atrevido a
tocar nada de lo acordado entonces, y es preciso que sea un absurdo
inconcebible aquello que Rosas no intente.

En las provincias, empero, ésta fue una cuestión de religión, de


salvación y condenación eternas: ¡Imaginaos cómo la recibiría
Córdoba! En Córdoba se levantó una inquisición. San Juan
experimentó una sublevación católica, porque así se llamó el partido,
para distinguirse de los libertinos, sus enemigos. Sofocada esta
revolución en San Juan, sábese un día que Facundo está a las
puertas de la ciudad, con una bandera negra dividida por una cruz
sanguinolenta, rodeada de este lema: ¡Religión o muerte!

¿Recuerda el lector que he copiado de un manuscrito que


Facundo nunca se confesaba, no oía misa, ni rezaba, y que él mismo decía
que no creía en nada? Pues bien: el espíritu de partido aconsejó a un
célebre predicador llamarlo el Enviado de Dios e inducir a la
muchedumbre a seguir sus banderas. Cuando este mismo sacerdote
abrió los ojos y se separó de la cruzada criminal que había
predicado, Facundo decía que nada más sentía, que no haberlo a las
manos, para darle seiscientos azotes.

Llegado a San Juan, los principales de la ciudad, los magistrados


que no habían fugado, los sacerdotes, complacidos por aquel auxilio
divino, salen a encontrarlo, y en una calle forman dos largas filas.
Facundo pasa sin mirarlos; síguenle a distancia, turbados,
mirándose unos a otros en la común humillación, hasta que llegan al
centro de un potrero de alfalfa, alojamiento que el general pastor,
estehicso moderno, prefiere a los adornados edificios de la ciudad.
Una negra que lo había servido en su infancia se presenta a ver a su
Facundo; él la sienta a su lado, conversa afectuosamente con ella,
mientras que los sacerdotes y los notables de la ciudad están de pie,
sin que nadie les dirija la palabra, sin que el jefe se digne
despedirlos.

Los católicos debieron quedar un poco dudosos de la importancia


e idoneidad del auxilio que tan inesperadamente les venía. Pocos
días después, sabiendo que el cura de la Concepción eralibertino,
mandó traerlo con sus soldados, vejándolo en el tránsito, ponerle
una barra de grillos, mandándole prepararse para morir. Porque
han de saber mis lectores chilenos que por entonces había en San
Juan sacerdotes libertinos, curas, clérigos, frailes que pertenecían al
partido de la Presidencia. Entre otros, el presbítero Centeno, muy
conocido en Santiago, fue, con otros seis, uno de los que más
trabajaron en la reforma eclesiástica. Mas era necesario hacer algo en
favor de la religión, para justificar el lema de la bandera. Con tan
laudable fin, escribe una esquelita a un sacerdote adicto suyo,
pidiéndole consejo sobre la resolución que ha tomado, dice, de
fusilar a todas las autoridades, en virtud de no haber decretado aún
la devolución de las temporalidades.
El buen sacerdote, que no había previsto lo que importa armar el
crimen en nombre de Dios, tuvo, por lo menos, escrúpulo sobre la
forma en que se iba a hacer reparación, y consiguió que se les
dirigiese un oficio, pidiéndoles u ordenándoles que así lo hiciesen.

¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo


negaría rotundamente, si no supiese que cuanto más bárbaro y, por
tanto, más irreligioso es un pueblo, tanto más susceptible es de
preocuparse y fanatizarse. Pero las masas no se movieron
espontáneamente, y los que adoptaron aquel lema, Facundo, López,
Bustos, etc., eran completamente indiferentes. Esto es capital. Las
guerras religiosas del siglo XV, en Europa, son mantenidas de
ambas partes por creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y
decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los
puritanos leían laBiblia en el momento antes del combate, oraban y
se preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en que
se conoce el espíritu de los partidos es que realizan sus propósitos
cuando llegan a triunfar, aún más allá de donde estaban asegurados
antes de la lucha. Cuando esto no sucede, hay decepción en las
palabras. Después de haber triunfado en la República Argentina el
partido que se apellida católico, ¿qué ha hecho por la religión o los
intereses del sacerdocio?

Lo único, que yo sepa, es haber expulsado a los jesuitas y


degollado cuatro sacerdotes respetables en Santos Lugares7, después
de haberles desollado vivos la corona y las manos; ¡poner al lado del
Santísimo Sacramento el retrato de Rosas y sacarlo en procesión bajo
el palio! ¿Cometió jamás profanaciones tan horribles el
partido libertino?

Pero ya es demasiado detenerme sobre este punto. Facundo, en


San Juan, ocupó su tiempo en jugar, abandonando a las autoridades
el cuidado de reunirle las sumas que necesitaba para resarcirse de
los gastos que le imponía la defensa de la religión. Todo el tiempo
que permaneció allí habitó bajo un toldo, en el centro de un potrero
de alfalfa, y ostentó (porque era ostentación meditada) elchiripá.
¡Reto e insulto que hacía a una ciudad donde la mayor parte de los
ciudadanos cabalgaban en sillas inglesas y donde los trajes y gustos
bárbaros de la campaña eran detestados, por cuanto es una
provincia exclusivamente agricultora!
Una campaña más todavía sobre Tucumán, contra el general
Madrid, completó el debut o exhibición de este nuevo Emir de los
pastores. El general Madrid había vuelto al Gobierno de Tucumán,
sostenido por la provincia, y Facundo se creyó en el deber de
desalojarlo. Nueva expedición, nueva batalla, nueva victoria. Omito
sus pormenores, porque en ellos no encontramos sino pequeñeces.
Un hecho hay, sin embargo, ilustrativo. Madrid tenía en la batalla
del Rincón ciento diez hombres de infantería; cuando la acción se
terminó, habían muerto sesenta en línea, y excepto uno, los
cincuenta restantes estaban heridos. Al día siguiente, Madrid se
presenta de nuevo a combatir, y Quiroga le manda uno de sus
ayudantes, desnudo, a decirle, simplemente, que la acción
principiaría por los cincuenta prisioneros que dejaba arrodillados, y
una compañía de soldados apuntándoles; con cuya intimación,
Madrid abandonó toda tentativa de hacer aún resistencia.

En todas estas tres expediciones en que Facundo ensaya sus


fuerzas se nota, todavía, poca efusión de sangre, pocas violaciones
de la moral. Es verdad que se apodera, en Tucumán, de ganados,
cueros, suelas, e impone gruesas contribuciones en especies
metálicas; pero aún no hay azotes a los ciudadanos, no hay ultrajes a
las señoras; son los males de la conquista, pero aún sin sus horrores:
el sistema pastoril no se desenvuelve sin freno y con toda la
ingenuidad que muestra más tarde.

¿Qué parte tenía el Gobierno legítimo de La Rioja en estas


expediciones? ¡Oh! Las formas existen aún, pero el espíritu estaba
todo en el comandante de campaña. Blanco deja el mando, harto de
humillaciones, y Agüero entra en el Gobierno. Un día, Quiroga raya
su caballo en la puerta de su casa, y le dice: «Señor gobernador:
vengo a avisarle que estoy acampado a dos leguas con mi escolta.»
Agüero renuncia. Trátase de elegir nuevo gobierno, y a petición de
los vecinos, él se digna indicarles a Galván. Recíbese éste, y en la
noche es asaltado por una partida; fuga, y Quiroga se ríe mucho de
la aventura. La Junta de Representantes se componía de hombres
que ni leer sabían.

Necesita dinero para la primera expedición a Tucumán, y pide al


tesoro de la Casa de Moneda 8.000 pesos por cuenta de sus acciones,
que no había pagado; en Tucumán pide 25.000 pesos para pagar a
sus soldados, que nada reciben, y más tarde, pasa la cuenta de
18.000 pesos a Dorrego, para que le abone los costos de la
expedición que había hecho por orden del gobierno de Buenos
Aires. Dorrego se apresura a satisfacer tan justa demanda. Esta
suma se la reparten entre él y Moral, gobernador de La Rioja, que le
sugirió la idea; seis años después daba en Mendoza 700 azotes al
mismo Moral, en castigo de su ingratitud.

Durante el gobierno de Blanco se traba una disputa en una


partida de juego. Facundo toma de los cabellos a su contendor, lo
sacude y le quiebra el pescuezo. El cadáver fue enterrado y
apuntada la partida: «Muerto de muerte natural.» Al salir para
Tucumán, manda una partida a casa de Sárate, propietario pacífico,
pero conocido por su valor y su desprecio a Quiroga; sale aquél a la
puerta, y apartando a la mujer e hijos, lo fusilan, dejando a la viuda
el cuidado de enterrarlo. De vuelta de la expedición se encuentra
con Gutiérrez, ex gobernador de Catamarca y partidario del
Congreso, y le insta que vaya a vivir a La Rioja, donde estará seguro.
Pasan ambos una temporada en la mayor intimidad; pero un día
que le ha visto en la carretera, rodeado de gauchos amigos, lo
aprehenden, dándole una hora para prepararse a morir. El espanto
reina en La Rioja; Gutiérrez es un hombre respetable, que se ha
granjeado el afecto de todos. El presbítero Dr. Colina, el cura
Herrera, el padre provincial Tarrima, el padre Cernadas, guardián
de San Francisco y el padre prior de Santo Domingo, se presentan a
pedirle que, al menos, dé al reo tiempo para testar y confesarse. «Ya
veo -contestó- que Gutiérrez tiene aquí muchos partidarios. ¡A ver,
una ordenanza! Lleve a estos hombres a la cárcel, y que mueran en
lugar de Gutiérrez.» Son llevados, en efecto: dos se echan a llorar a
gritos y a correr para salvarse; a otro le sucede algo peor que
desmayarse; los otros son puestos en capilla. Al oír la historia se
echa a reír Facundo y los manda poner en libertad. Estas escenas con
los sacerdotes son frecuentes en el Enviado de Dios. En San Juan hace
pasearse a un negro vestido de clérigo; en Córdoba, a nadie desea
coger sino al doctor Castro Barros, con quien tiene que arreglar una
cuenta; en Mendoza anda con un clérigo prisionero con sentencia de
muerte, y es sentado en el banco para ser fusilado; en Antiles hace lo
mismo con el cura de Alguia y en Tucumán con el prior de un
convento. Es verdad que a ninguno fusila; eso estaba reservado a
Rosas, jefe también del partido católico; pero los veja, los humilla, los
ultraja, lo que no estorba que todos los viejos y las beatas dirijan sus
plegarias al cielo por que dé la victoria a sus armas.

Pero la historia de Gutiérrez no concluye aquí. Quince días


después recibe orden de salir desterrado con escolta. Llegado que
hubo a un alojamiento, se enciende fuego para cenar, y Gutiérrez se
comide a soplarlo. El oficial le descarga un palo; sucédense otros, y
los sesos saltan por los alrededores. Un chasque sale
inmediatamente, avisando al gobernador Moral que, habiendo
querido fugarse el reo... El oficial no sabía escribir, y entre las
provisiones de viaje ¡¡había traído, desde La Rioja, el oficio cerrado!!

Estos son los acontecimientos principales, que ocurren durante


los primeros ensayos de fusión de la República, que hace Facundo;
porque éste es un simple ensayo; todavía no ha llegado el momento
de la alianza de todas las fuerzas pastoras, para que salga de la
lucha la nueva organización de la República. Rosas es ya grande en
la campaña de Buenos Aires, pero aún no tiene nombre ni títulos;
trabaja, empero, la agita, la subleva. La Constitución dada por el
Congreso es rechazada de todos los pueblos en que los caudillos
tienen influencia. En Santiago del Estero se presenta el enviado en
traje de etiqueta, y lo recibe Ibarra en mangas de camisa y chiripá.
Rivadavia renuncia, en razón de que la voluntad de los pueblos está en
oposición; «pero el vandalaje os va a devorar», añade en su
despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia tenía por misión
presentarnos el constitucionalismo de Benjamín Constant, con todas
sus palabras huecas, sus decepciones y sus ridiculeces. Rivadavia
ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad de un
pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones
venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni
compasión en abandonar a una nación, por treinta años, a las
devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente, a
despedazarla y degollarla. Los pueblos, en su infancia, son unos
niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los
hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de
padre. El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria
el vaticinarlo en una proclama y no hacer el menor esfuerzo por
estorbarlo.

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