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“Soñamos una esfinge”:

Coleridge, poesía e imagen en Borges

Sebastián Urli

En términos psicoanalíticos, uno podría decir


que al verso el espejo no le devuelve nada.
(Mario Montalbetti, Cualquier hombre es una isla 58)

Escribo imágenes, palabra de traiciones como la otra, pero de traiciones


que cuentan y que la historia de la literatura
(mejor: la sedicente historia de la sedicente literatura)
no debe preterir, ya que la casi totalidad de su material se origina de ellas.

(Borges, “La simulación de la imagen”)

En sus conferencias de 1818 publicadas como A Course of Lectures, más


precisamente en la conferencia XII, Coleridge escribe respecto a los sueños
y las pesadillas:
The mind, […] which at all times, with and without our distinct
consciousness, seeks for, and assumes, some outward cause for every
impression from without, and which in sleep, by aid of the imaginative
faculty, converts its judgments respecting the cause into a personal
image as being the cause,—the mind, I say, in this case, deceived by past

Variaciones Borges 46 » 2018


experience, attributes the painful sensation received to a correspondent
agent,—an assassin, for instance, stabbing at the side, or a goblin sitting
on the breast […] In ordinary dreams we do not judge the objects to be
real;—we simply do not determine that they are unreal. The sensations
which they seem to produce, are in truth the causes and occasions of the
images. (302)

Esta larga cita de Coleridge constituye la base de una de las atribuciones


a las que Borges vuelve una y otra vez y que, para aquellas personas que
44 conozcan su obra, resultará evidente a esta altura: la de la esfinge de
Coleridge. Como es sabido, le dedicó dos ensayos importantes al poeta
inglés, ensayos que terminaron publicados uno a continuación del otro en
Otras inquisiciones, a saber: “El sueño de Coleridge” y “La flor de Coleridge”.
No es aquí, sin embargo, en estos textos, donde aparece la referencia a
la esfinge de los sueños. Su fuente más conocida es quizá el breve texto
“Ragnarök” publicado en El hacedor. Sin embargo, esta mención no es la
única: en la conferencia “La pesadilla”, dictada el 15 de junio de 1977 y
publicada luego en Siete noches, la referencia a Coleridge vuelve a aparecer
como también en algunos de los textos de los años 30, en dos de los cuales
quisiera detenerme antes de hacer algunas reflexiones más generales
sobre las imágenes y su relación con la poesía en la obra de Borges.
Sebastián Urli

La primera de las referencias que me interesa destacar es la que


aparece en “Dos semblanzas de Coleridge”, publicado en El Hogar en
1939. Como se indica en uno de los artículos del reciente volumen de
la Real Academia Española Borges esencial, el título de este texto iba a ser,
según el manuscrito, “La esfinge de Coleridge”, aunque Borges tacha
esa opción y decide publicarlo con este otro. En primer lugar, vale decir
que se trata de una breve nota en la que da cuenta de la publicación de
dos nuevas biografías sobre Coleridge: la de Edmund Chambers y la de
Lawrence Hanson. La primera, nos dice, abarca la vida entera del poeta.
La otra, los años de aprendizaje. Ambos libros, agrega Borges “son libros
responsables, agudos”. Sin embargo, en el párrafo siguiente (el texto no
tiene más de cuatro párrafos) Borges pone en práctica, como no podía ser
de otra manera, su arte de la irreverencia:
Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago
sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso “Ancient Mari-
ner”. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los mu-
chos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de
platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios.
De su obra capital, la Biographia Literaria, Arthur Symons ha dicho que es
el más importante tratado crítico que hay en idioma inglés, y uno de los
más fastidiosos que hay en idioma alguno. (OC 4: 443)

Como se puede ver, Borges no defrauda en su puesta en práctica del arte


de injuriar: el “(pero gloriosamente) el casi milagroso” es sencillamente
magnífico porque pone en duda incluso el único texto poético de
45
Coleridge que se salvaría, el “Ancient Mariner”. Además, la mención de
Arthur Symons es curiosa. No sólo por la injuria del comentario sobre la
Biographia Literaria sino porque su trabajo sobre Coleridge no es en rigor
ninguna de las dos semblanzas del título como tampoco lo son Lamb y
Lang, que aparecen citados después. Dicho de otro modo, las dos biografías
sobre Coleridge, las dos semblanzas son libros tan “responsables y agudos”

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


que Borges prefiere no citarlos y poner en su lugar citas de otros trabajos
o su propia semblanza de Coleridge. El último párrafo es, no obstante, el
que más nos interesa:
He mencionado en esta nota las luminosas intuiciones de Coleridge.
En general, versan sobre temas estéticos. He aquí una, sin embargo, de
carácter onírico. Coleridge (en las notas para una conferencia que dio a
principios de 1818) declaró que las imágenes atroces de la pesadilla no
eran jamás la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes
y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la
representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro
pecho. El malestar engendra la esfinge, no la esfinge el horror. (OC 4: 443)

Hay tres cosas que quisiera destacar de esta primera mención de la teoría
de la imagen en el sueño de Coleridge y su uso por parte de Borges: por
un lado, la supuesta diferencia entre una intuición estética y otra de
carácter onírico que, como veremos, no es tan tajante. La segunda es que
no he podido encontrar ninguna mención en Coleridge de una esfinge, ni
mucho menos de una esfinge que medita sobre el pecho de una persona,
ni en la conferencia citada antes (y donde los ejemplos eran un asesino
o un duende) ni en las entradas de 1818 de los voluminosos Notebooks a
los que Borges se refiere y donde efectivamente sí aparecen las ideas que
Coleridge desarrollará en su conferencia, pero no la esfinge. Por último, y
en un sentido más amplio, la inclusión de este pasaje aquí sólo parece
justificarse como uno de los tantos ejemplos de la intuición genial de
Coleridge, lo único digno de este autor, a menos que nos tomemos algunas
licencias y entendamos que Borges coloca este ejemplo para explicar el
horror que previa pero inconscientemente le habían causado las dos
semblanzas, los dos textos que estaría reseñando. Entre esas biografías de
Coleridge y la esfinge, Borges elige la esfinge. Entre la voluminosa obra
de Coleridge y la esfinge, Borges elige la esfinge, es decir, elige su marca
sobre la intuición genial de Coleridge que es tan genial que debe ser
46
inevitablemente intervenida.
El segundo texto fue publicado unos años antes en el diario La Prensa en
1935 y se titula “Las pesadillas y Franz Kafka”. Borges inicia su ensayo con
una hipótesis de trabajo puntual aunque no por eso menos sorprendente:
“Aventuro esta paradoja: componer sueños es una disciplina literaria de
reciente inauguración” (TR 2: 109), y lo que pretende indicar con esto no
es que no haya habido escritores como Luciano, Quevedo o Dante que
simularon la relación de un sueño, sino que hay una literatura reciente
(Kafka sería un ejemplo central en esta otra serie) en la que encontramos
textos literarios con ambientes de sueño, como si el texto en cuestión fuese
la pesadilla y no el relato de la misma. Antes de llegar a Kafka y a Coleridge,
Borges comenta el que considera el primer texto de esta otra serie, The
Sebastián Urli

Prelude, de Wordsworth, pero critica en él, o al menos en el resumen del


argumento del sueño que dice tomar de De Quincey, la continuidad de
la fábula que “parece rebasar infinitamente los atolondrados recursos
de un soñador” (110), tornando inverosímil la estructura exquisita. Ante
esto Borges opone los sueños de Kafka, que no son continuados sino
que “cada uno […] apareja una sola intuición, tienen clima y traición de
pesadilla” (111). Es aquí, poco después de manifestar su desdén frente a
los psicólogos y el origen fisiológico que le atribuyen a los sueños (desdén
curioso porque lo del origen visceral ya estaba en Coleridge) donde Borges
evoca al autor inglés que nos compete. Escribe Borges:
Éste declara que las imágenes de la pesadilla no son la causa del horror
experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia,
padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación
de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro abdomen. El
malestar genera la esfinge, no la esfinge el horror. No rebato la distinción
de Coleridge y aun estoy listo a sospechar una acción recíproca de esas
fuerzas –las imágenes invocadas por la opresión, la opresión definida por
las imágenes–, pero ella no basta a dilucidar el peculiar horror de la pesa-
dilla. ¿No la podremos atribuir a la misma bastardía del sueño, al temor
de la mente semidespierta que sabe que trafica con fantasmas y no con
realidades? Lo atroz de las figuras de la pesadilla, ¿no está en su falsedad?
Su horror incomparable, ¿no es el horror de sabernos bajo el poder de un
proceso alucinatorio? (111)

Hay muchas cosas para comentar en este fragmento. La primera, quizá


superficial, quizás extraña en tanto detalle, es que la esfinge aparece en
este texto meditando sobre el abdomen del personaje que sueña, del so- 47
ñador en el sueño. ¿Se trata de una alusión a la esfinge de Edipo Rey y
su inteligencia para componer acertijos complejos? ¿Una manera sutil de
mostrar lo absurdo y los contrastes de la pesadilla, lo absurdo y lo limita-
do de la idea de Coleridge? La segunda, es que en una misma línea Borges
rebate de dos maneras distintas aquello que dice que no está rebatien-

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


do: la distinción, la explicación cabría decir, que propone Coleridge y que
Borges, y esto no es menor, descarta como insuficiente; primero porque
propone una reciprocidad de esas fuerzas que Coleridge separa anulando
de ese modo la distinción y complejizando la noción de imagen; segundo,
porque incluso este anular la distinción no es suficiente para dilucidar el
peculiar horror de la pesadilla. La primera pregunta al respecto “¿No la
podremos atribuir…?” no deja de ser llamativa porque es exactamente lo
que en su conferencia de 1818 ya había manifestado Coleridge:
Add too that the impressions of the bed, curtains, room, &c. received by
the eyes in the half-moments of their opening, blend with, and give vivid-
ness and appropriate distance to, the dream image which returns when
they close again; and thus we unite the actual perceptions, or their imme-
diate reliques, with the phantoms of the inward sense; and in this man-
ner so confound the half-waking, half-sleeping, reasoning power, that we
actually do pass a positive judgment on the reality of what we see and
hear, though often accompanied by doubt and self-questioning, which,
as I have myself experienced, will at times become strong enough, even
before we awake, to convince us that it is what it is—namely, the night-
mair. (302)

Es decir, Borges se atribuye una pregunta para criticar a Coleridge que el


propio Coleridge menciona en la conferencia de la que Borges toma la
idea de la imagen y a la que le agrega una esfinge meditando sobre un
pecho. Hablando en buen criollo, Borges lo durmió a Coleridge en este
ensayo. Ahora bien, las otras dos preguntas –“lo atroz de las figuras de
la pesadilla, ¿no está en su falsedad? Su horror incomparable, ¿no es el
horror de sabernos bajo el poder de un proceso alucinatorio?” (111)– no
son menores porque nos obligan a leer la idea de falsedad en relación con
esa otra del sabernos parte del poder de un proceso, es decir, la idea de
la falsedad como artificio, como procedimiento, como conciencia de una
realidad, de sus límites y posibilidades, y tan cara a la poética de Borges.
Hay un texto al respecto que me parece pertinente para pasar de
48
esta arqueología de la atribución errónea a la visualidad de la imagen y
su vínculo con la poesía en Borges. Es un texto anterior, publicado en La
Prensa en 1927 y luego en El idioma de los argentinos y que no ha sido muy
citado, con la excepción del muy buen trabajo de Diego Alonso sobre las
imágenes (y el anacronismo de la imagen) en Evaristo Carriego. El ensayo
en cuestión se titula “Simulación de la imagen” y en él Borges cuestiona
el uso de imágenes que considera vanas, sólo destacables por la novedad
de la comparación y por eso mismo desechables, y critica asimismo
la preeminencia de lo visual en el entendimiento de la imagen. “El arte
es expresión y sólo expresión”, postula Borges al comienzo del texto,
siguiendo a Croce. Y agrega: “de eso puede inferirse inmediatamente que
lo no expresivo, vale decir, lo no imaginable o no generador de imágenes,
Sebastián Urli

es inartístico”. Sin embargo, en el párrafo siguiente comenta: “Escribo


imágenes y no dejo de saber lo traicionero de esa palabra”. Después
vienen los ejemplos (muchos de las Soledades de Góngora) en los que
Borges critica el exceso de lo visual como superfluo. No obstante, es hacia
el final del ensayo donde quisiera detenerme un poco más. Primero en
una sección en la que declara “El deber de toda imagen es precisión”, y
pasa entonces a dar una serie de ejemplos no exentos de ironía sobre las
frases que prometen más posibilidades de expresión como “Caminó hasta
que hubo más cielo” (y que Borges defiende) en contraste con ejemplos
como “Salió de un punto de partida y caminó cuatro mil doscientos
veinticuatro metros hacia el noroeste” o “Salió de General Urquiza y
Barcala y caminó hasta Camargo y Humboldt”. La crítica a cierto realismo
fuertemente mimético es evidente (vale pensar en la crítica a Mallea y a
la libretita en la que éste anotaba, según Borges, ese tipo de datos) y la
vincula con el discurso del periodismo y la historia, discurso hecho
“para los convencidos de antemano de su verdad”. Así entonces, en esta
crítica de la superficialidad en el uso de las imágenes, Borges parece estar
defendiendo la posibilidad de una verdad artística que la imagen debe
transmitir en tanto expresión pero no en tanto exceso superfluo o copia.1
Quisiera traer brevemente a colación algunas ideas de Didi-Huberman,
que ha escrito bastante sobre el problema de la representación y sobre el
tipo de tiempo y de mirada que reclaman las imágenes. En su libro Con-
fronting Images,2 a partir de un análisis inicial de un fresco de Fra Angéli-
co, Didi-Huberman distingue tres áreas vinculadas con la imagen: por un
49
lado, las figuras que se recortan frente al fondo, conforman lo visible, es
decir, se trata de elementos predispuestos a manera de signos y de formas
delineadas con mayor claridad frente, en este caso, al fondo blanco. Sin
embargo, estas figuras, y a medida que el ojo se acostumbra a lo blanco
de la luz, no son solamente figuras que se recortan frente a un fondo sino
que más bien cuentan una historia, una historia hipercodificada en este

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


caso, al menos para un espectador occidental: la historia de la anuncia-
ción. De este modo, el fresco y la(s) imagen(es) que muestra, muta en re-
presentación, se vuelve legible. En el caso del tercer elemento, lo visual,
Didi-Huberman vuelve a lo blanco que llamaba la atención en el cuadro,
lo blanco de la pared, entre las figuras visibles de la Virgen y el Arcángel, y
explica que no se pueda hablar en este caso de lo invisible (en el sentido de
abstracto) o de la nada, puesto que en realidad está lo blanco en su mate-
rialidad.3 De allí que el concepto de imagen deba ser ampliado para incluir

1 El final del texto en ese sentido es bastante elocuente respecto a su rechazo al


artificio audaz de la imagen pero no por eso menos intrigante tratándose de un autor
cuya literatura, como se sabe, trabaja exponiendo y problematizando los límites del
artificio: “Todo escritor sabe que una genuina obtención estética suele interesar menos
al historiador de la literatura y al periodista y a la discusión de los compañeros y al ya
literatizado lector, que una exhibición de métodos novedosos, aunque desacertados.
Sabe que la imagen fracasada goza de mejor nombre ahora, que es el de audaz. Sabe que
los fracasos perseverantes de la expresión, siempre que blasonen misterio, siempre que
finja un método su locura, pueden componer nombradía. Ejemplo: Góngora. Ejemplo:
todo escritor de nuestro tiempo, en alguna página” (82-83).
2 Traducción de Devant l’image (1990) realizada por John Goodman y publicada en
2005.
3 Didi-Huberman agrega que el espacio en blanco del fondo forma parte de la
representación, pero ya no del mismo modo que lo visible (los elementos de la
representación, en el sentido clásico del término) o lo invisible (elementos de la
abstracción) puesto que lo intensifica y desafía sus límites: “Angelico’s white self-
evidently belongs to the mimetic economy of his fresco: it provides, a philosopher
diversos matices y de ese modo lograr quebrar lo que el autor denomina la
“caja de la representación”. Así, llama a volver a una acepción del concepto
de imagen que hable
neither of imagery, nor of reproduction, nor of iconography, nor even
of “figurative” appearance. It would be to return to a questioning of the
image that does not yet presuppose the “figured figure” […] but only the
figuring figure, namely the process […], the still-open question of knowing
just what, on a given painted surface or in a given recess in stone, might
50 become visible. (141, cursivas en el original)

En otro libro, Ante el tiempo, Didi-Huberman insiste con que la imagen


es mostración que en tanto tal desafía los límites de toda modalidad de
legibilidad que se pretenda estable, ya que reúne y hace explotar “de un
lado la presencia y del otro la representación, de un lado el devenir de lo
que cambia y del otro la estasis plena de lo que permanece. La imagen
auténtica será entonces pensada como una imagen dialéctica” (168).
El trabajo de Didi-Huberman que sigue de cerca a Benjamín (a quien,
como se sabe, pertenece la idea de una imagen dialéctica)4 pretende

would say, an accidental attribute of this represented inner courtyard, here white, and
which elsewhere or later could be polychrome without losing its definition as an inner
courtyard. In this respect, it indeed belongs to the world of the representation. But it
Sebastián Urli

intensifies it beyond its limits, it deploys something else, it reaches its spectator by other
paths. Sometimes it even suggests to seekers-after representation that there’s ‘nothing
there’—despite its representing a wall, although a wall so close to the real wall, which
is painted the same white, that it seems merely to present its whiteness. Then again, it
is by no means abstract; on the contrary, it offers itself as an almost tangible blow, as a
visual face-off. We ought to call it what it is, in all rigor, on this fresco: a very concrete
‘whack’ of white” (17). Vale también indicar que Didi-Huberman relaciona lo visual con
el síntoma en su detallado comentario de lo blanco de la pared del fresco, blanco que: “is
irrefutable and simple as event; it is situated at the junction of a proliferation of possible
meanings, whence it draws its necessity, which it condenses, displaces, and transfigures.
So perhaps we must call it a symptom, the suddenly manifested knot of an arborescence
of associations or conflicting meanings” (18-19, cursivas en el original). Para un análisis
detallado de lo visual como síntoma véase el capítulo 4 de Confronting Images, donde el
autor analizar algunas ideas de Freud con respecto a los sueños y su peculiar modo de
presentar imágenes.
4 Sobre Benjamin y sus ideas acerca de la imagen, escribe Didi-Huberman: “La imagen
–la imagen dialéctica– constituye, para él [para Benjamin] ‘el fenómeno originario’ de la
historia. […] Su aparición en el presente muestra la forma fundamental de la relación
posible entre el Ahora (instante, relámpago) y el Tiempo Pasado (latencia, fósil), relación
cuyas huellas guardara el Futuro (tensión, deseo). Es en este sentido que Benjamin
define la imagen como ‘dialéctica en suspenso’” (170). Didi-Huberman también
destacar la importancia de entender las imágenes y la historia del arte
desde una historia que no respete la cronología, sino que entienda que
la temporalidad de la imagen requiere que el elemento histórico que la
produce se vea dialectalizado por el elemento anacrónico que conlleva
todo pensar sobre la imagen en otro tiempo diferente al de su producción.5
Soy consciente de que la materialidad de lo visual que Didi-Huberman
destaca a partir del fresco de Fra Angélico no es exactamente igual al caso
de la imagen en literatura. Y esto porque en el lenguaje literario, si bien hay
51
una materialidad del sonido y se podría pensar también en la materialidad
del espacio en blanco de la página o la de la grafía de los signos, es muy
difícil, si no imposible, salir de la significación incluso en el uso de figuras
retóricas asociados con la imagen literaria, como la metáfora o la sinestesia.
Y sin embargo, esta resistencia a la significación no puede descartarse
fácilmente, como bien lo señala el poeta y lingüista peruano Mario

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


Montalbetti a partir de un cruce de Lacan y Peirce con Freud y Saussure.
Como explica el autor a partir de los Tres ensayos sobre teoría de lo sexual de
Freud leídos desde Lacan,
ahí donde la “normalidad” de la pulsión de langue hace que un Significante
busque a un Significado, y viceversa, para formar un Signo (entendido

subraya que lo de la dialéctica en suspenso se puede leer como una cesura, una cesura
del movimiento del pensamiento cuando éste se inmoviliza en una constelación de
tensiones, es decir, en una imagen dialéctica. Ahora bien, esta cesura en la continuidad
no impide el surgimiento de un contrarritmo, no necesariamente negativo, sino
más bien basado en tiempos heterogéneos: “De ese modo, en la imagen dialéctica se
encuentran el Ahora y el Tiempo Pasado: el relámpago permite percibir supervivencias,
la cesura rítmica abre el espacio de los fósiles anteriores a la historia. El aspecto
propiamente dialéctico de esta visión sostiene por cierto que el choque de tiempos en la
imagen libera todas las modalidades del tiempo mismo” (171). Y si esto es importante, si
esta presencia de la imagen en el centro del proceso histórico es importante, es en gran
medida porque, según Benjamin, la historia se disgrega en imágenes y no en historias.
De allí que Didi-Huberman concluya que, si esta presencia es importante para Benjamin,
es “porque en la imagen se chocan y se separan todos los tiempos con los cuales está
hecha la historia. Porque en la imagen se condensan también todos los estratos de la
‘memoria involuntaria de la humanidad’. El tiempo no desarrolla el relato, el progreso de
un ‘hilo liso’ […] Como la imagen, el tiempo se debate en el nudo reptílico de la forma
y de lo informe” (171).
5 Como explica Didi-Huberman: “Es que la imagen no tiene un lugar asignable de
una vez para siempre: su movimiento apunta a una desterritorialización generalizada.
La imagen puede ser al mismo tiempo material y psíquica, externa e interna, espacial y
de lenguaje, morfológica e informe, plástica y discontinua” (166-67).
como fin único de la pulsión), Lacan acoge las posibles “desviaciones”
que la arbitrariedad (es decir, que la no determinación, o no motivación,
natural) permite. De ahora en adelante, metáfora y metonimia deben
ser vistas entonces como las principales “aberraciones” de la pulsión
lingüística. (52)

Como sabemos, en la metonimia un significante encuentra el objeto de la


pulsión en otro significante y no en un significado, y de esta manera difie-
re la unión y pone de relieve su no querer ser signo. Y si en la metonimia
52
un significante toma el lugar de otro desplazándolo o formando cadena,
en la metáfora un significante toma el lugar de otro reprimiéndolo y así
apunta también a un no querer formar signo. Montalbetti pasa entonces
a considerar la definición que Peirce da de la representación (“algo que
toma el lugar de algo para alguien en algún sentido”) y explica que esta
idea de sentido debe leerse aquí como una dirección a la que el represen-
tante apunta sin llegar jamás a su objetivo, una dirección que permite que
una cadena de significantes sea efectivamente una cadena y no una dis-
persión de marcas azarosas. Y agrega que el sentido es posible solamente
si no se forma Signo, entendido éste como el fin natural de la pulsión de
langue, puesto que el Signo destruye el sentido para fosilizar la significa-
ción, es decir, “domestica una cadena de significantes atribuyéndoles la
seguridad de un significado” (55). El problema, según Montalbetti, es que
Sebastián Urli

el sujeto no es otra cosa que aquéllo que quiere formar signo, aquéllo que
aspira a un todo que lo vuelva uno, aquéllo que aspira a un espejo que le
devuelva algo. Y, si el poema es una aberración significante, lo es en tanto
que el verso al interior de su propia construcción (verso entendido en un
sentido amplio y no exclusivamente como corte de línea gráfica) presenta
relaciones más explorativas, más aventureras, frente al poema, que en tan-
to que unidad, en tanto que trata de hacer uno con los versos parece cons-
pirar contras las potencialidades de los propios versos que lo componen.
Y si traigo estas ideas de Montalbetti a consideración es porque este
trabajo con las pequeñas unidades y los contrastes entre el todo y las par-
tes no es ajeno a Borges, que en los años de los textos sobre Coleridge está
también acometiendo el análisis minucioso no sólo de poemas completos
sino, y especialmente, de versos y metáforas puntuales. Además, está escri-
biendo textos como “Elementos de preceptiva”, publicado en Sur en 1933,
donde cita la famosa frase de Silesius “la rosa es sin porqué” que en mu-
chos de los prólogos a los libros de poesía posteriores a los 60 aparecerá
asociada con la esencia del arte, y de la poesía en particular, en tanto algo
misterioso. Pero curiosamente en este caso Borges cita la frase para criti-
carla, afirmando que “es imprescindible una tenaz conspiración de por-
qués para que la rosa sea rosa” (124). Además, y como es sabido, éste es
el texto en el que dice descreer de la literatura en tanto conjunto de obras,
es decir, descreer de la estética de las obras, y privilegia la de los diversos
momentos, para concluir con una frase bastante peculiar: “La literatura es
53
fundamentalmente un hecho sintáctico. Es accidental, lineal, esporádica
y de lo más común” (125). Es evidente que Borges no está contrastando
los versos en tanto exponentes de una aberración significante dentro del
poema y en tanto contrarios a una unidad que atenta contra esa aberra-
ción, pero sí es muy consciente de las diferencias que suscita la lectura de
versos aislados al interior de un poema, lecturas que en este momento de

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


su producción ensayística tienen preeminencia por sobre la lectura de la
obra como conjunto. Vale la pena reproducir los fragmentos previos a la
cita en cuestión:
Los evidentes y morosos análisis que acabo de indicar, justifican dos con-
clusiones. Una la validez de la disciplina retórica, siempre que la practi-
quen sin vaguedad; otra, la imposibilidad final de una estética. Si no hay
palabra en vano, si una milonga de almacén es un orbe de atracciones y
repulsiones ¿cómo dilucidar ese tide of pomp, that beats upon the high shore
of this world: las 1056 páginas en cuarto menor atribuidas a un Shakespea-
re? ¿Cómo juzgar en serio a quienes las juzgan en masa, sin otro método
que una maravillosa emisión de aterrorizados elogios, y sin examinar una
línea?
Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos
momentos. De cualquier modo, que ésta preceda a aquélla, y la justifique.
(124-25, cursivas en el original)

Como se observa, no se trata tampoco de una defensa del fragmento


como algo desligado de la obra o la estructura de la que forma parte, sino
más bien de un énfasis puntual sobre el fragmento como aquello que
justifica la obra y en cierto modo impide su clausura. En otras palabras, la
preeminencia del fragmento lejos de anular la obra, permitiría su existencia
justamente porque le impediría a la obra erigirse en una variable central
en la configuración de una estética. Es decir, la obra existe y subsiste en su
complejidad no porque amalgame fragmentos sino más bien porque los
fragmentos, de algún modo, le marcan sus límites.
Quisiera terminar, como un modo de unir estas reflexiones, con un
breve comentario de algunos versos de un soneto publicado en El otro,
el mismo (1964) y titulado, como no podía ser de otro modo, “Edipo y el
enigma”. En él, en el primer cuarteto, la voz poética describe al ser huma-
no desde la mirada de la esfinge usando como punto de comparación el
54 famoso acertijo sobre las tres etapas de la humanidad (es decir, aquel acer-
tijo del animal que se arrastra en cuatro patas al amanecer, camina erguido
al mediodía y con tres pies al caer la tarde). Ya en el segundo cuarteto, la
voz describe la llegada de un hombre (Edipo) y afirma sobre él:

que descifró aterrado en el espejo


de la monstruosa imagen, el reflejo
de su declinación y su destino. (OP 243)

No creo que haga falta detenerse demasiado en la presencia de algunos


temas centrales en la obra de Borges, como el contraste entre eternidad y
tiempo, o el de la memoria y el olvido, o el del hombre puntual frente al
arquetipo de la humanidad que se cruzan en un momento clave, momento
que, en algunos cuentos emblemáticos como “Historia del guerrero y de
Sebastián Urli

la cautiva” y “El Sur”, define en un instante el porvenir y la razón de ser.


Todo eso es evidente. En lo que me quiero detener, en cambio, es en la
que para mí constituye la imagen más importante del poema, ese núcleo
de aberración significante que pese a la unidad (formalmente impecable)
del texto de Borges, resiste toda reducción desde su visualidad, desde su
constante figurar la figura, para seguir con Didi-Huberman, desde ese
mostrarse sin volverse legible. Me refiero al genitivo de espejo del sexto
verso, a ese “de monstruosa imagen”. ¿Cómo deberíamos leer esto?
Es claro que la imagen es en un sentido una hipálage en tanto que la
monstruosa es la esfinge. Pero el verso es tal, que monstruoso es también
el destino puntual de Edipo, la ignorancia de Edipo y la imposibilidad de
controlar esa fatalidad. Ni qué hablar del uso del encabalgamiento que
separa al genitivo del sustantivo (“espejo / de la monstruosa imagen, el
reflejo”) y que, como sostiene Agamben, diferencia en cierto modo a la
escritura en verso de toda otra escritura porque nos obliga, aun en su
brevedad, a tensionar la continuidad esperada con la pausa del final del
verso anterior a la vez que el verso, ya en su etimología, refuerza la idea
de un constante retorno.6 Es cierto, sin embargo, que el verso es retomado
pero ya ahí está la aberración resistiendo, el anacronismo de la lectura en
presente (deliberado o no, y por el cual somos y no somos Edipo, somos
y no somos su padre o su madre), apertura que complica el relato, el relato
clásico incluso más que el acertijo que la esfinge le propone a Edipo y
que afecta las peripecias puntuales de la historia. Porque la presencia de
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esta imagen, la imagen de la imagen monstruosa del espejo, es en verdad
el acertijo más importante, la esfinge misma, pero no la de la tradición
griega, al menos no exclusivamente, sino la de Coleridge, esa esfinge que,
como vimos, no existe en los textos de Coleridge y que Borges agrega ahí
en la explicación del poeta inglés sobre los sueños para mostrar que las
imágenes en poesía no figuran las impresiones que pensamos que causan,

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


figuran el monstruo, el monstrum o moneo en el sentido de Jean-Luc
Nancy, para quien la imagen es monstrativa en tanto que nos advierte
de una fuerza prodigiosa que presentifica y que no nos muestra una
apariencia sino el propio exhibirse, el propio presentarse de la cosa.7 Es

6 Agamben desarrolla estas ideas en dos textos. La del encabalgamiento en el ensayo


“Idea de la prosa” del libro homónimo; la del verso como retorno en un pasaje de El
lenguaje y la muerte, donde escribe: “El verso (versus, de verto, acto de volver, de retornar,
opuesto al prorsus, al proseguir directamente de la prosa) me advierte, a saber, que
estas palabras han tenido lugar siempre y volverán de nuevo, que la instancia de habla
que tiene lugar en él es, por consiguiente, inaprensible. En otros términos, a través del
elemento musical, la palabra poética conmemora el inaccesible lugar originario y expresa
la indecibilidad del acontecimiento de lenguaje (es decir, encuentra lo inencontrable)”
(121-22).
7 En su ensayo “The Image—the Distinct” de su libro The Ground of the Image
(publicado en francés en 2003 como Au fond des images), Jean-Luc Nancy comenta: “The
image is what takes the thing out of its simple presence and brings it to pres-ence, to
praes-entia, to being-out-in-front-of-itself, turned toward the outside. This is not a
presence ‘for a subject’ (it is not a ‘representation’ in the ordinary mimetic sense of the
world) […] In the image, or as image, and only in this way, the thing–whether it is
an inert thing or a person–is posited as subject. The thing presents itself” (21). En este
sentido la imagen es “monstrativa”, es decir, del orden de lo monstruoso entendido
como monstrum: “The monstrum is a prodigious sign, which warns (moneo, monstrum)
of a divine threat” (22), amenaza que según Nancy está en la palabra alemana para
imagen, Bild, “which designates the image in its form of fabrication” (22) ya que la
misma proviene de la raíz (bil-) que designa una fuerza prodigiosa o señal milagrosa. De
allí que explique: “it is in this sense that there is a monstrosity of the image. The image
is outside the common sphere of presence because it is the display of presence. It is the
cierto, sin embargo, que la obra poética tardía de Borges parece conjurar
esta fuerza monstrativa, este carácter monstruoso no sólo mediante el
cuidado minucioso de algunos metros formales clásicos, sino y sobre todo
mediante la explicitación de la imposibilidad de llegar a las cosas mediante
el lenguaje, explicitación que Borges tematiza constantemente en la poesía
posterior al 60.8 Es decir, de alguna manera, la insistencia de Borges en
tematizar lo que no se puede tematizar (en lugar de poner a prueba en sus
versos imágenes o figuras que “hablen” por fuera de esa tematización, de
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esa legibilidad que del algún modo subyace a la tematización) atentaría
contra la aberrancia significante descripta por Montalbetti o contra el
figuring figure mencionado por Didi-Huberman. Y no sólo atentaría sino
que funcionaría como un reflejo de las ideas esbozadas en “Elementos
de preceptiva”. Un reflejo ambiguo, paradójico incluso, puesto que esa
importancia del fragmento como justificación de la obra cedería en gran
medida a la tematización: en lugar de que la incapacidad del lenguaje
quede reflejada en fragmentos puntuales y aberrantes (en el sentido
de Montalbetti) la misma es tematizada una y otra vez, y de ese modo
Borges parecer darle preeminencia, en sus poemas tardíos, a la legibilidad
de una unidad (el poema o el conjunto de poemas) por sobre la fuerza
del fragmento que atenta contra aquella estructura de la que a primera
Sebastián Urli

vista forma parte. And yet…, incluso cuando la tematización constante de


aquello que no se puede enunciar (o mejor dicho la tematización de que
hay cosas que no se pueden enunciar, y por ende lo único que podemos
hacer es llamar la atención sobre esa incapacidad), en el soneto hay versos
como el “de la monstruosa imagen” que de alguna manera subrayan
una grieta en la tematización de la imposibilidad, haciendo de ésta algo
más que un tema literario. De hecho, hay en ese verso (o en esa primera
parte del verso) algo de ese mostrarse, de esa suspensión que genera ese
mostrarse, la suspensión del verso aberrante frente a la unidad del poema

manifestation of presence, not as appearance, but as exhibiting, as bringing to light and


setting forth” (22).
8 Sobre la relación entre lenguaje y la realidad en Borges, puede consultarse el pionero
trabajo de Jaime Rest El laberinto del universo. Sobre el concepto de imagen en Blanchot
y su relación con “El Aleph”, véase el trabajo de Noelia Billi. Para algunos estudios
recientes sobre la poesía de Borges (tanto la de los años 20 como la posterior al 60), ver
el número 35 de Variaciones Borges dedicado íntegramente a la poesía del autor argentino,
especialmente los trabajos de Almeida y Calabrese.
signo, frente a la respuesta meditada y conocida del acertijo, y en el cual
apreciamos que la esfinge figura y causa el horror al mismo tiempo que
figura y causa la resistencia a ese horror. Al acertijo de la esfinge sólo se
le puede responder con la esfinge. Quizá, porque si aceptamos que, en
términos psicoanalíticos, al verso el espejo no le devuelve nada, a Borges,
a la poesía de Borges, la esfinge le devuelve una imagen, la contradicción
incesante, el otro y el mismo acertijo, el del verso, el de las posibilidades
del poema, y, por qué no, también el de su fracaso.
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Sebastián Urli
Bowdoin College

“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges


Obras citadas

Agamben, Giorgio. “Idea de la prosa”. Idea de la prosa. Trad. Rodrigo


Molina-Zavalía. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2015.
—.“El lenguaje y la muerte. Séptima jornada”. Teorías sobre la lírica. Ed.
Fernando Cabo Aseguinolaza. Madrid: Arco Libros, 1999.
Almeida, Iván. “Borges. Arte poética. 1960”. Variaciones Borges 35 (2013):
58 5-31.
Alonso, Diego. “Sobre la memoria y la historicidad de las imágenes en
Evaristo Carriego”. Variaciones Borges 37 (2014): 81-101.
Billi, Noelia. “Blanchot y Borges: imagen e infinito”. Confluencia: Revista
Hispánica de Cultura y Literatura 31.2 (2016): 31-40.
Borges, Jorge Luis. “Dos semblanzas de Coleridge” Obras completas. Vol.
IV. Buenos Aires: Emecé, 2005.
—. “Edipo y el enigma”. Obra poética. Buenos Aires: Emecé, 2007.
—. “Elementos de preceptiva” Borges en Sur. Buenos Aires: Emecé, 1999.
121-25.
—. “Las pesadillas y Franz Kafka”. Textos recobrados (1931-1955). Buenos
Sebastián Urli

Aires: Emecé, 2007. 110-14.


—. “La simulación de la imagen”. El idioma de los argentinos. Buenos Aires:
Alianza. 2002. 75-83.
Calabrese, Elisa. “Las poéticas de Borges: conjunciones y disyunciones”.
Variaciones Borges 35 (2013):
Coleridge, Samuel. Essays & Lectures on Shakespeare & Some Other Old Poets
& Dramatists. London: Dent & Sons,1914.
Didi-Huberman, Georges. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de
las imágenes. Trad. Antonio Oviedo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo,
2011.
—. Confronting Images. Trad. John Goodman. University Park: Pennsylvania
State UP, 2005.
Montalbetti, Mario. “En defensa del poema como aberración significante”.
Cualquier hombre es una isla. Lima: Fondo de Cultura Económica,
2014.
Nancy, Jean-Luc. The Ground of the Image. Trad. Jeff Fort. New York:
Fordham UP, 2005.
Rest, Jaime. El laberinto del universo: Borges y el pensamiento nominalista.
Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010.
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“Soñamos una esfinge”: Coleridge, poesía e imagen en Borges

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