5-13 Laso Ararat Definitivo
5-13 Laso Ararat Definitivo
5-13 Laso Ararat Definitivo
Eduardo Laso*
Universidad de Buenos Aires
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“¿No ha sido acaso el castigo extremo, y en todos los tiempos, privar a un ser
de su humanidad, destituirlo de ella haciendo irreconocible su cuerpo, cuerpo
abandonado a la devoración, a la dispersión de los animales salvajes (lobos o
buitres) y al que a continuación se le niega la sepultura para quitarlo, excluirlo,
tanto de la Historia como del linaje al que pertenece?
Helene Piraliani
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lo que él se propone llevar a cabo. Y señala cínicamente que la historia se escribe
olvidando las víctimas: Gengis Kan es recordado como constructor de estados y no
como asesino de masas.
El término genocidio fue introducido por el jurista Raphael Lemkin en 1944
y fue adoptado en 1948 por la Convención de la Organización de las Naciones
Unidas sobre Prevención y Sanción del delito de Genocidio (CONUG). Lemkin define
al genocidio como la intención de destruir a un grupo nacional, étnico, racial o
religioso mediante la ejecución de sus miembros o infligiendo deliberadamente
sobre el grupo condiciones de vida calculadas para provocar su destrucción física.
Se trata de un crimen contra la humanidad perpetrado por un Estado que se
niega a reconocer a un grupo humano el derecho a la existencia, por lo que se lo
intenta exterminar. Su puesta en ejecución implica cálculo y premeditación,
ejecución fría y planificada, la participación de ejecutores y la posterior negación de
la existencia de las víctimas. Un genocidio se propone ir más allá de la matanza de
sujetos: implica el proyecto de destruir a un pueblo en su totalidad, desde su origen
en su fundamento simbólico‐cultural hasta su existencia en el presente y su
pervivencia en la memoria colectiva.
Un genocidio es mucho más que un asesinato masivo, ya que apunta a
destruir la cadena simbólica que constituye la genealogía de un grupo, y al hacer
esto, desvincularlo del orden humano, impidiendo toda posibilidad de descendencia
y transmisión, tanto para los muertos como para los sobrevivientes. De ahí que más
allá del exterminio de personas, el proyecto genocida se acompañe de su negación,
como modo de sostener la desaparición de la existencia pasada de las víctimas, a fin
de que se transformen no en muertos, sino en algo que jamás existió. Tomando la
concepción de Lacan de las dos muertes: no se trata sólo de quitarle la vida a
alguien, sino de dar además una segunda muerte en el campo de lo simbólico
mismo. Es el gesto de Creonte hacia el cadáver de Polinices, extendido a todo un
grupo humano.
Durante la Primera Guerra Mundial, entre 1915 iv y 1923, el gobierno turco
llevó a cabo el asesinato programado de todos los armenios que habitaban el
territorio otomano, perpetrando el primer genocidio del siglo XX. Durante ese
período se asesinó a más de un millón y medio de armenios, a los que se les robó
sus bienes, se prohibió su idioma, se destruyeron sus monumentos e iglesias, se
arrasaron sus cementerios y se eliminó toda huella o documento que pudiera dar
testimonio de que alguna vez existió una comunidad armenia en Turquía. Cuando
todavía estaba fresca la sangre de los armenios, en 1916 el gobierno turco publicó
un Libro Blanco en el que acusó de traidores a los armenios de los comités
revolucionarios y justificó la represión como legítima defensa de los intereses del
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Estado. Ese fue el inicio de la política turca de declarar al crimen perpetrado como
justificado y, mejor aún, no acontecido.
Los sobrevivientes, confrontados a la política del estado otomano de
eliminar toda marca histórica de la existencia en suelo turco de dieciséis siglos de
vida armenia así como de su exterminio, hicieron suyo el deber de permanecer
vivos para retener a esos muertos del riesgo de caer en la inexistencia. Se
convirtieron así ellos mismos en tumbas vivas, con el deber de mantener la
memoria de lo acontecido. Con lo cual para el sobreviviente no hay otro presente
posible más que el tiempo en que aquellas muertes se produjeron, quedando ese
tiempo suspendido y a la vez retomado por la memoria de manera indefinida.
Sesenta años después del genocidio, durante la década del 70, grupos
armenios clandestinos mantuvieron una campaña de asesinatos políticos, matando
al menos dos docenas de diplomáticos turcos, esperando de ese modo lograr la
atención mundial sobre el genocidio armenio y la negativa de Turquía a aceptar
responsabilidades. La respuesta de Turquía fue aumentar con mayor vehemencia su
política negacionista a través de historiadores revisionistas puestos al servicio de la
misma. A casi cien años de este crimen contra la humanidad, nadie ha sido
condenado por el mismo y Turquía sigue negando hasta hoy que tal crimen haya
siquiera ocurrido, incluso a pesar de los reclamos en los foros internacionales y que
hasta resulta una condición para su ingreso a la Comunidad Económica Europea. De
hecho, cualquier intento de inscripción del genocidio (a través de los organismos
internacionales, de museos, actos públicos, etc.) es sistemáticamente atacado con
violencia y amenazas por el gobierno turco.
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En su relato La escritura o la vida, Jorge Semprún, español sobreviviente de
un campo de concentración nazi, se preguntaba con otros compañeros de campo
por el problema de la transmisión de una experiencia en el fondo intransmisible
como es el horror de un campo de concentración.
“‐Contar bien significa: de manera que se sea escuchado. No lo conseguiremos
sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte! (...) La verdad que
tenemos que decir (en el supuesto de que tengamos ganas, ¡muchos son los que no las
tendrán jamás!) no resulta fácilmente creíble... Resulta incluso inimaginable... (…) Me
imagino que habrá testimonios en abundancia... Valdrán lo que valga la mirada del
testigo, su agudeza, su perspicacia... Y luego habrá documentos... Más tarde, los
historiadores recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo ello
obras muy eruditas... Todo se dirá, constará en ellas... Todo será verdad... salvo que
faltará la verdad esencial, aquella que jamás ninguna reconstrucción histórica podrá
alcanzar, por perfecta y omnicomprensiva que sea... (…) El otro tipo de comprensión,
la verdad esencial de la experiencia, no es transmisible… O mejor dicho, sólo lo es
mediante la escritura literaria...”.vii
Ararat es un film sobre el problema de cómo transmitir la memoria de un
crimen negado, cómo dar testimonio a las nuevas generaciones, de manera que no
haya olvido ni perdón, sino memoria y justicia.
¿Acaso una pintura pueda dar testimonio del crimen perpetrado? Al
comienzo del film vemos el proceso de creación del cuadro El artista joven y su
madre, de Arschille Gorky, pintura realizada por el famoso pintor de origen
armenio, quien sobreviviera al genocidio turco y escapara a Nueva York. El cuadro
recrea una foto del artista de niño al lado de su madre posando en 1912 en el
pueblo de Van, en Turquía, antes de que el estado turco decidiera arrasar con los
armenios. Esa pintura de un pasado irrecuperable que se llevó a su madre y a su
pueblo, ¿encontrará aquel espectador que vea en sus trazos el crimen ocultado?
¿Acaso un film de ficción en el que se tomen “licencias poéticas” podrá
paradójicamente lograr que se evoquen las voces silenciadas? El registro en video
de ruinas abandonadas en Turquía, que en la película registra el personaje de Raffi
¿prueba algo? ¿Las piedras podrán hablar de lo que pasó? ¿Tal vez el relato de un
testigo que vio y contó? ¿O el relato de alguien que contó lo que otro le contó que
vio? Una vez que el genocida borró toda huella del crimen ¿se logró finalmente
forcluir exitosamente a un pueblo de la memoria colectiva?
Atom Egoyan sabe que un genocidio es éticamente infilmable. La solución
que encontró es exponer el artificio mismo de lo que es intentar filmarlo y al
hacerlo mostrar dicha imposibilidad. Ararat es un film que cuenta la filmación de un
film llamado Ararat en el que se intenta narrar el genocidio armenio. Es entonces la
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filmación (im)posible de una escena negada de la que sólo llegan los testimonios
orales y escritos a través de las generaciones de testigos y víctimas. Así, Egoyan se
duplica en el director de cine Saroyan (encarnado por Charles Aznavour, cantante y
actor francés descendiente de armenios) quien quiere filmar lo que su madre ‐una
sobreviviente del genocidio‐ le relató. Egoyan logra de este modo la paradoja de que
exponiendo el artificio mismo de una filmación se pueda obtener un efecto de
transmisión que no hubiese logrado de proponerse contar la historia en tono épico
o realista.
Egoyan no oculta que hay algo perdido irremediablemente: la experiencia de
las víctimas, sus cadáveres doblemente silenciados, por muertos y por negados
como existentes por sus verdugos. Y esa pérdida es plasmada mediante la
mostración de la puesta en escena misma: un Monte Ararat pintado que no podría
verse nunca desde el pueblo de Van donde transcurre la acción de la película, unos
escenarios de cartón, unas cámaras que nunca dejan de hacernos recordar que
estamos ante una filmación, un trabajo sobre el guión que tensa la cuerda todo el
tiempo entre la historia y la ficción melodramática (por ej. la decisión de hacer del
pintor Arshile Gorky un personaje del film y hacerlo actuar en escenas de
suspenso).
El recurso de mostrar la construcción de una ficción permite, como todo arte
que se precie, que algo de la verdad se desoculte. Y así en determinado momento,
Ani, asesora del guión del film, conmovida porque la hija de su ex pareja atacó el
cuadro de Gorky para dañarla a ella, decide apartarse de la realización de Ararat.
Para Ani, el cuadro de Gorky “es depositario de nuestra historia. Es un código sagrado
que explica quienes somos y cómo y por qué llegamos aquí”. Ella piensa que la fuerza
del cuadro de Gorky es incomparable respecto de un film de ficción que recrea el
genocidio. De ahí que no tiene problemas en irrumpir dentro de una escena que se
está filmando para hablar con el director. Atraviesa el pueblo de Van hecho de
cartón, los maniquíes que representan muertos y al actor que en ese instante
encarna al Dr. Ussher ‐el norteamericano a cargo de la misión en Van‐ que en la
escena está intentando curar a un armenio herido. Ani pasa al lado y se dirige al
director para comentarle que necesita hablar urgentemente con él, en un acto de
indiferencia ante esa ficción de cartón piedra. El director se sorprende porque está
arruinando la escena que está filmando. Y es en ese momento que súbitamente la
escena de ficción cobra vida y la interpela: el actor que encarna a Ussher se dirige a
Ani, pero no como un actor fastidiado de que le estén interrumpiendo la actuación.
Quien habla es el Dr. Ussher y le dice que está tratando de salvarle la vida a una
persona, que los turcos están perpetrando atrocidades y le increpa enfurecido qué
está haciendo allí. Ani queda interpelada ante la emergencia de una escena que
desde el pasado olvidado se hace soporte en un actor y en un escenario, para
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señalarle que también el poder del cine es capaz de evocar y recordar, al mismo
tiempo que interroga por su posición como sujeto, no en relación al film, sino en
relación a la verdad.
Ararat cuenta también el viaje personal del hijo de Ani, Raffi, quien a partir
del peso del fantasma de su padre muerto al intentar matar a un funcionario turco,
es considerado tanto un “terrorista” por la policía y por su novia, como un “luchador
por la libertad” por su madre. Raffi se pregunta por el sentido del acto de su padre:
¿por qué prefirió abandonarlos para morir en un atentado? ¿Fue un terrorista o un
mártir de la libertad? Su pregunta lo conducirá a Turquía con la excusa de ir a filmar
escenarios para el film, pero en verdad para buscar en el lugar de origen de sus
antepasados la marca que indique que allí hubo alguna vez un pueblo armenio bajo
el monte Ararat que justifique finalmente los actos de su padre. “Estoy aquí mamá…
(se escucha decir a Raffi a través de las imágenes de video de desiertos y ruinas de
edificios antiguos en el medio de la nada) En un mundo ideal todos estaríamos aquí.
Papá, tú y yo. Recuerdo lo que contaban de este sitio. La gloriosa capital del reino.
Historia antigua. O que papá luchaba por la libertad. Luchaba por el retorno de esto,
supongo. Cuando murió, algo murió en mí también. ¿Qué tengo que pensar? ¿Que todo
esto lo hizo el tiempo, o lo destruyeron a propósito? ¿Esto prueba lo que pasó? ¿Debo
sentir ira? ¿Cómo sentir lo que papá sintió cuando intentó matar a un hombre? ¿Por
qué estaba dispuesto a dejarnos por eso? ¿Qué herencia me dejó? ¿Por qué su muerte
no me consuela? Al ver todo esto, comprendo cuanto perdimos. No sólo tierras y vidas
sino también la posibilidad del recuerdo. Nada aquí prueba que sucedió”.
Para Raffi, la filmación de Ararat, con su costado ficcional y hasta
hollywoodense, lo interpelan como hijo no sólo de un padre que murió por una
causa que le abre al enigma del deseo puesto allí en juego, sino como descendiente
de armenios, es decir, como parte de una comunidad nacional y de un legado
cultural. Lo que lo conduce a la búsqueda en tierra turca de aquellas imágenes
originales, reales, imposibles de obtener, de un pasado sistemáticamente borrado.
Saroyan elige para el papel de Djevdet Bey ‐uno de los más crueles
genocidas otomanos‐ a Alí, un actor descendiente de turcos. ¿Podrá así lograr que al
menos un descendiente de los victimarios logre entender lo que sus antepasados
perpetraron? ¿Llegará alguna vez el turco a aceptar el peso de la herencia de un
crimen de limpieza étnica cometido en nombre del nacionalismo? Al final del film,
Alí se arrepiente del papel que ha representado, porque su personaje expone al
pueblo turco como criminal. Pero al mismo tiempo admira a Saroyan como director
de cine y entonces trata de justificarse ante él. Para Alí, el filme es sólo un trabajo
con un director admirado. Pero le sorprende que Saroyan no se interese por su
opinión como descendiente de turcos acerca de lo que él piensa sobre el pasado
acontecido. Alí encarna la opinión media que el pueblo turco sostiene como versión
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oficial y justificadora del genocidio: “era la Primera Guerra Mundial”, “los armenios
eran una amenaza porque se iban a aliar a los rusos, que eran enemigos de Turquía
en ese momento”, “en la guerra muere mucha gente, tanto armenia como turca”, “no
digo que no pasó nada, pero hace tanto tiempo y en un lugar tan lejano…”, que
mejor pensar para adelante y olvidar todo. Saroyan ni siquiera se molesta en
argumentarle, para enojo de Raffi, que es testigo de este diálogo. Pero Saroyan sabe
que quien piense como Alí, nunca aceptará que sobre él pesa la herencia de un
crimen atroz. Y luego le confiesa a Raffi el aspecto más insoportable que constituye
para él el genocidio armenio: el saberse tan profundamente odiado por un otro que
en el pasado convivió con él en la misma tierra como prójimo.
En la escena siguiente se produce un diálogo entre Raffi y Alí. Un buen actor,
y Alí lo es, da carnadura a un personaje, y al hacerlo lo devuelve a la vida a través de
una escena ficcional, trayendo en este caso algo olvidado a la memoria colectiva. Alí
encarnó a un genocida turco tristemente célebre por su deleite en la tortura y el
asesinato. En determinado momento Raffi lo felicita porque su actuación lo ayudó a
entender a su padre, para pesar de Alí, quien pasa a ubicarse en el lugar de víctima
del odio armenio, en vez de entender por qué un descendiente de armenios puede
llegar a odiar a los turcos.
En la medida en que Alí persiste en sostener la política negacionista del
estado turco, Raffi se niega a compartir un champagne con Alí. A la propuesta de
relativizar el pasado por viejo y lejano, Raffi le opone la cita de Hitler, modo de
interpretar la posición de Alí. Olvidar el pasado en un contexto en el que nada del
crimen ha sido sancionado ni en la memoria histórica ni en el campo de la justicia,
no sólo es imposible, sino además implica complicidad en el crimen contra los
armenios. Mientras la posición sea de no reconocimiento, es imposible una
reconciliación entre turcos y armenios: la relación entre victimarios y víctimas se
repite con la actualidad propia de un trauma no elaborado.
Negacionismo y desaparición
El negacionismo es un modo de prolongar y persistir en el acto genocida al
privar de la muerte simbólica. Redobla el asesinato colectivo con la destrucción de
la existencia de la muerte misma en tanto estructura simbólica que permite la
transmisión, volviendo imposible el duelo. Como decía J.M. Carzou en “Un genocide
exemplaire”: “¿Acaso hemos soñado ese genocidio? No. Es un genocidio perfecto: no
se produjo...”.
En Genocidio y transmisión, la psicoanalista Helene Piralian señala que la
negación apunta al asesinato de la memoria significante colectiva que estructura la
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humanidad de un grupo e inscribe en ella a sus miembros. Los historiadores
“revisionistas” al servicio del estado turco, al negar el genocidio, participan
activamente en ese crimen contra la humanidad, porque al privar a los muertos de
su muerte los privan al mismo tiempo de su vida ‐no existieron‐ y despojan a los
sobrevivientes de la suya, al impedir realizar un duelo y simbolizar la muerte.
La estrategia de negar la existencia de las víctimas torna imposible para los
descendientes la elaboración de este trauma colectivo. El deseo mortífero del
genocida impide elaborar el duelo de esos muertos, ya que la aceptación de su
muerte en un contexto negacionista implica para el sobreviviente volverse cómplice
de su borradura del orden humano, en tanto no queda inscripción en el Otro social
de la existencia misma de los armenios masacrados. De ahí que sean incapaces de
enterrar a sus muertos, vale decir, de concluir un duelo. A falta de mortalidad
simbolizada sólo les resta la tarea de guardar para sí los muertos, conservarlos en la
memoria permanentemente para impedir que desaparezcan como si no hubieran
existido y seguir exigiendo el reconocimiento del genocidio al Otro que lo perpetró,
aunque haya pasado un siglo. Esos muertos retenidos se convierten en la única
inscripción de lo acontecido, a falta de un duelo posible.
La tragedia argentina durante el terrorismo de Estado se aproxima en este
punto a este rasgo del genocidio armenio. Los crímenes de lesa humanidad
cometidos durante el Proceso de Reorganización Nacional también apuntaron a
producir una segunda muerte, a forcluir la existencia de las víctimas bajo el
eufemismo de “desaparecido” y por este medio, perpetuar el dolor de los familiares
sobrevivientes en un duelo impedido que se eterniza. De manera que el rechazo a
contar lo ocurrido por parte de los responsables de las desapariciones implica
prolongar con su silencio los efectos del crimen sobre sus víctimas y allegados. Y
sobre el resto de la sociedad.
El problema que el psicoanalista enfrenta en la clínica es cómo transformar
esa muerte guardada en suspenso en muerte simbolizada, de modo de poder
enterrar a los muertos y hacer un duelo que permita que estos no desaparezcan,
sino que sigan existiendo en la memoria colectiva y la historia.
El sobreviviente se encuentra en una encerrona mortífera en la medida en
que la negación de lo sucedido impide la inscripción simbólica del desaparecido en
el Otro social, y entonces el duelo corre el riesgo de confundirse con una supuesta
complicidad con el genocida de abandonar los muertos a la nada y participar de su
segunda muerte. Se requiere la instauración de una instancia tercera legal que al
denunciar la negación constituya un espacio simbólico social –y no meramente
personal‐ dentro del cual los muertos puedan ser depositados sin desaparecer en la
nada, para inscribir ese reconocimiento en la historia colectiva de la humanidad.
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¿Qué lugar para el psicoanalista, entonces, ante un duelo impedido?
Favorecer la elaboración del duelo por el desaparecido es una tarea a la vez
necesaria y en algún punto imposible, en la medida en que persista el silencio de los
perpetradores. Se trata, en el espacio del análisis, de poder separar el duelo singular
de un sujeto, del reclamo ético‐jurídico en el espacio social. Poder situar un lugar de
elaboración de la pérdida hace de límite a la continuación de la operación de
mortificación y tortura que sigue produciendo el rechazo a dar información de los
perpetradores. Este espacio es singular y privado. Dar por muerto al desaparecido
no implica hacerse cómplice de la operación siniestra llevada a cabo por los
represores, sino al contrario salir de la situación de encerrona en la que éstos han
puesto a los familiares de las víctimas para prolongar el sufrimiento que infligieron
hacia las generaciones siguientes.
El reclamo de las Madres de Plaza de Mayo por la aparición con vida de los
desaparecidos se sitúa en este punto como una intervención ético‐política en el
espacio público que implica no darle al perpetrador la posibilidad de que pueda
eludir la responsabilidad de un decir verdadero sobre su acto criminal, concluyendo
por él acerca del destino del desaparecido. Es él quien debe dar cuenta de su acto y
decir que el desaparecido fue asesinado, cuándo y en qué circunstancias. La
esperanza de que tal palabra llegue no puede resultar más que a través de una
instancia legal que intervenga sobre los crímenes cometidos, ya que la elaboración
de este tipo particular de duelo es imposible si no es acompañado por un tercero
legal que juzgue y sancione los crímenes cometidos, y una sociedad que acompañe
la memoria y la transmisión.
i
Piralian, H., Genocidio y transmisión, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000.
ii
Rosenbaum, R.; Explicar a Hitler, Siglo XXI, México, 1999, pag. 224.
iii
Dice P. Thibaud: “El término “masacre” es inadecuado para describir tamaño proceso. Hacer
desaparecer es otra cosa, es evaporar, hundir en el espacio, desorientar, prohibir la memoria
misma”.
iv
El 24 de abril de 1915 es la fecha de inicio del genocidio en Turquía, cuando unos 800 intelectua-
les y artistas armenios fueron pasados por las armas.
v
Egoyan, A.; Ararat, Canadá, 2002, 115´.
vi
Daney, S., Perseverancia, Ediciones El Amante, Buenos Aires, 1998.
vii
Semprún, J., La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1998, pág. 140-141.
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