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Facultad de Filosofía y Letras

Trabajo de Fin de Grado

Grado en Antropología Social y Cultural

Responsable de tutorización:
María Rubio Gómez

Percepciones y experiencias en torno al suicidio.


Acompañando al documental Sobre vivir desde dentro.
Un enfoque antropológico.

Montes Sánchez, Álvaro

Curso académico 2021|2022


Convocatoria ordinaria (mayo-junio)
2
Índice

1. Introducción…………………………………………………………………….4
2. Aproximación al suicidio como fenómeno social
- Teorías, problemáticas y concepciones histórico-culturales sobre el
suicidio……………………………………………………………………….5
- Relevancia antropológica…………………………………………………...13
- Objetivos, metodología y herramientas de investigación…………………...15
- Dimensión ética de la investigación………………………………………...18
3. Resultados.
- Impactos y factores condicionantes del suicidio……………………………19
o Desde la niñez a la tercera edad. El impacto del suicidio a lo largo de
la vida desde la lupa de la edad y el género. ……………………….24
o Suicidio en tiempos de pandemia: el COVID-19 y el capital social
como factor protector…………………………………………….....36
- La construcción del suicidio como tabú
o La criminalización del suicidio: formulación de la concepción social
en el entorno………………………………………………………..39
o De la exclusión social a la exclusión médica: el estigma de la salud
mental………………………………………………………………42
o El papel de los medios de comunicación. Del silencio al ‘boom’
informativo…………………………………………………………43
o La salud mental, para quien se la pueda pagar. Recursos disponibles
en España en torno a la salud mental y el suicidio…………………47
4. Conclusiones…………………………………………………………………...49
5. Referencias bibliográficas…………………………………………………….50

3
1. Introducción
“Yo había visto el suicidio como algo que le podía pasar a los demás. Es decir, algo que
realmente era con personas que a lo mejor eran extrañas. Yo he levantado cadáveres de
chicos, te estoy hablando de los años 90, que, por tema de la droga, se acabaron
suicidando. He levantado cadáveres de muchachos que volvían del servicio militar a las
aldeas gallegas […] Una cosa que me reconforta enormemente es que siempre he acudido,
cuando he levantado un cadáver de este tipo, de suicidio, siempre he acudido a hablar con
la madre, con la esposa, con el hijo, con el hermano. A darle un beso, a darle una mano,
porque me parecía que era terrible. Lo que nunca me imaginé es que 34 años después yo
iba a estar en la posición de ellos.” (José Luis, juez y superviviente1 de suicidio).

Escribía Albert Camus que lo único experimentado ha sido lo vivido (Camus, 1951).
Sin embargo, la muerte es algo que, aunque a veces podamos actuar como si no lo hiciera,
forma parte de nuestra vida. Y lo más que podemos hacer para entenderla es hablar de la
experiencia de la muerte ajena, algo que nunca termina de convencernos del todo (Camus,
1951). Quizá esta incógnita derive en la incomodidad y el miedo que la muerte nos supone
muchas veces a las personas en tantos lugares, aun cuando las creencias en otros mundos
alivian la incertidumbre. Incluso si pensamos que la vida es un absurdo (Camus, 1951),
¿no hace este terror a dejar de existir que, al menos, sigamos viviendo por inercia? ¿Cómo
se explica, entonces, que haya quienes decidan quitarse la vida mucho antes de lo que
esta podría acabar por cauces naturales?
Para responder a estas preguntas, este TFG – acompañando paralelamente la
elaboración de Sobre vivir, un documental multidisciplinar sobre el suicidio en España –
trata de superar las afirmaciones que reducen el suicidio a una mera consecuencia de la
enfermedad mental e intenta abordar el suicidio desde un enfoque multidimensional,
explorando en profundidad las causas socioculturales que rompen los límites del
sufrimiento humano, llevando a las personas a considerar que la vida no merece la pena.
A partir de los testimonios de veinticinco de las personas entrevistadas en el marco del
proyecto audiovisual, que ostentan diferentes roles sociales en relación a sus vivencias en
torno al suicidio (desde supervivientes y familiares de víctimas a miembros de cuerpos
de emergencias, figuras políticas o profesionales de la psicología y de la psiquiatría), trato

1
El término superviviente es asociado en algunas ocasiones a las personas que cometen un intento de
suicidio que no llega a término, pero se le atribuye en mayor medida al entorno social del suicida, que sufre
el duelo y otros efectos negativos de la muerte de su ser querido (Pérez, 2011).

4
de analizar los impactos socioculturales que condicionan el suicidio y cómo estos influyen
en la construcción social del mismo como tabú en España.
Desde la antropología aplicada, pretendo de esta manera observar de qué formas se
debe paliar y asistir a las personas en su sufrimiento, así como de qué maneras se puede
eliminar el estigma asociado a la salud mental y al suicidio en nuestra sociedad. Todo ello
con la esperanza de que tanto esta investigación, como el documental al que acompaña,
consigan trasladar comprensión y fuerza a las víctimas y supervivientes, así como
urgencia a las instituciones.

2. Aproximación al suicidio como fenómeno social


2.1. Teorías, problemáticas y concepciones histórico-culturales sobre el
suicidio
El término ‘suicidio’ fue acuñado en el siglo XVII, a partir de la suma de las palabras
latinas sui –‘sí mismo’– y caedĕre –‘matar’–, combinándose en inglés las palabras
suicidium y self-killing (Blanco, 2018a). Sustituyendo a términos como self-murder o
self-homicide, su uso se extendió a la lengua francesa, y en el siglo posterior a la española,
italiana y portuguesa, pero sin dejar de acarrear un significado moral reprobable ya en el
empleo mismo de la palabra, al compartir con otros ‘cidios’ la definición de una muerte
violenta (Staples y Widger, 2012; Blanco, 2018). Al transformarse la muerte voluntaria
en suicidio, según Cristina Blanco (2018), este acto resultó también punible por las
autoridades.
Émile Durkheim definió en su obra Suicidio esta acción como “todo caso de muerte
que resulte, directa o indirectamente, de un acto, positivo o negativo, realizado por la
víctima misma, sabiendo ella que debía producir este resultado” (Durkheim, 1897, p. 5).
Esta definición omite la mención a la intencionalidad del suicidio, que sería el concepto
en el que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se basaría en 1969 para diferenciar
distintos comportamientos autodestructivos.
Alrededor del suicidio surgen entonces términos como ‘acto suicida’ - “todo hecho por
el que un individuo se causa a sí mismo una lesión, cualquiera que sea el grado de
intención letal y de conocimiento del verdadero móvil” (Mansilla, 2015) -, a los que se
sumarían, desde el ámbito de la psiquiatría, la ideación suicida, la conducta suicida, el

5
parasuicidio o tentativa suicida, o la autolisis2 (Blanco, 2018a). Estos conceptos tratan de
afrontar la muerte cometida por la propia persona de forma objetiva y operativa (Blanco,
2018a), dado que no existe normalmente la posibilidad de conocer la voluntad real de la
persona fallecida, ni los deseos, motivaciones o consecuencias que esperaba cumplir al
quitarse la vida (Honkasalo y Tuominen, 2014).
Las definiciones mencionadas pueden plantear numerosos problemas a la hora de
clasificar ciertas muertes como suicidios (Blanco, 2018a), y tampoco son capaces de
abordar el complejo panorama de significaciones filosóficas y antropológicas que se han
vertido sobre el suicidio a lo largo de la historia. Es necesario el examen de los contextos
concretos en los que ocurre el suicidio para poder determinar los elementos que
intervienen en ellos, así como intuir los procesos que quienes determinan quitarse la vida
han podido experimentar antes de hacerlo. Son muchos los casos que cabrían dentro de
las definiciones aportadas, algunos derivados de concepciones culturales radicalmente
opuestas, como las árabes ashshahadeh – ‘martirio’–, de la palabra shahad – ‘testigo’ (de
la verdad de Alá) – y la comúnmente atribuida al suicidio al-intihar – ‘auto sacrificio’ –
(Staples y Widger, 2012). Estas tienen un distinto grado de aceptación social. Los
suicidios que Durkheim denominó altruistas por la motivación de beneficiar a otros - de
modo que se relacionan con un alto grado de integración en un grupo social, al contrario
que los suicidios anómicos o egoístas (Durkheim, 1897) - también presentan diferencias
significativas con otros que se dan en otras circunstancias. Otras clases problemáticas de
suicidios pueden ser el llamado suicidio extendido3 o aquellos en los que existe cierta
coerción (Honkasalo y Tuominen, 2014).
A través del análisis de varios ejemplos etnográficos, James Staples y Tom Widger
(2012) relatan cómo, en diferentes lenguas, los métodos empleados para quitarse la vida
también condicionan los términos empleados para referirse al acto suicida. Estos son
relevantes en tanto que pueden describir la intencionalidad, la acción y el resultado
esperado y obtenido, que, a veces, difumina las líneas entre los actos de autolesión,
protesta y suicidio (Staples y Widger, 2012). El ejemplo de Sri Lanka es clarificador:
aunque la frase siya diivinasa¯ ganima¯ - ‘quitarse la vida’- es usada, el término más

2
Dichos términos indican distinto grado dentro de la realización del acto suicida. La ideación corresponde
al pensamiento de quitarse la vida, que precede a la conducta suicida, que puede incluir autolesiones y
comportamientos autodestructivos hasta llegar al suicidio. El parasuicidio o tentativa es el intento fallido
del acto, mientras que la autolisis es el término clínico que denomina al suicidio consumado.
3
Se entiende el suicidio ampliado, extendido o muerte diádica como aquel suicidio que viene precedido
por el homicidio contra otra persona (Palermo, 1994).

6
común empleado para hablar del suicidio es waha bonnava – ‘beber veneno’ –. En
contextos en los que el suicidio ha sido históricamente un medio de protesta empleado
por parte de grupos de población oprimidos frente a los dominantes, la alusión
terminológica a los métodos que adquirieron significaciones culturales de denuncia,
amenaza o culpa parecen comunes (Staples y Widger, 2012). Tal puede ser el caso en la
sociedad maya, en la que el suicidio en grupo era para los esclavos una forma de protesta
y una vía de liberación (Montoya, 2008).
Algo similar ocurrió en la civilización trukesa, de la que Hezel (citado en Staples y
Widger, 2012) relataba suicidios como resultado de expresión de ira frente a miembros
familiares de mayor estatus con los que se encontraban en conflicto; pero también en
sociedades en las que el aumento del número de suicidios está ampliamente documentado,
como en los Inuit de Nunavut, territorio canadiense. Estos, en conflicto con el gobierno
del país, han visto eliminadas parte de sus instituciones culturales, perdiendo sus patrones
de paternidad y otros modelos propios de creación de vínculos comunitarios (Staples y
Widger, 2012).
Esta no es la única población indígena que ha visto incrementada su tasa de suicidios
en procesos de aculturación en contacto con los estados nacionales (Chachamovich et al.,
2013). Siguiendo a Carmona (2012), la violencia estructural cometida contra las minorías
son factores generadores de lo que el autor denomina como “traumas psicosociales”.
Estos se pueden expresar en la comunidad en sentimientos de fatalismo, desesperanza
aprendida o resignación pasiva, pudiendo dar lugar a comportamientos autodestructivos,
entre los cuáles se encuentra el suicidio (Carmona, 2012).
El suicidio de una persona es casi siempre percibido como un hecho inesperado e
insólito. Aunque es cierto que, en multitud de ocasiones, los suicidas dejan notas a las
familias y allegados antes de quitarse la vida con el fin de explicar sus motivos o de
exculparles, la imposibilidad de explorar en la subjetividad de los fallecidos hace que las
causas del suicidio hayan constituido una gran incógnita hasta hace muy poco (Montes,
2022).
Con objeto de determinarlas, se ha tratado de estudiar sus causas desde distintos
enfoques. El siglo XX es la época moderna del estudio del suicidio (Blanco, 2018a). Este
sería abordado desde distintos planos. El psicoanalista es uno de los más importantes
(Jiménez, Sáiz y Bobes, 2006), teniendo aún influencia en los estudios actuales sobre la
muerte autoinfligida. Freud databa la existencia de un instinto universal de
autodestrucción que se hacía efectivo en casos excepcionales. Este principio de muerte

7
derivaría de una interiorización de las distintas problemáticas morales, sociales y
culturales, causando una tendencia agresiva hacia el yo (Campo, 2018; Honkasalo y
Tuominen, 2014). Además de contribuir a la patologización del suicidio, el enfoque
psicoanalítico influyó en los primeros acercamientos al suicidio desde la psiquiatría, que
trataron de buscar las causas de la conducta suicida en la mente del individuo,
considerando que sus pensamientos, representaciones, traumas y emociones son
exclusivamente internos.
Otros estudios más recientes indican la predisposición genética al suicidio,
encontrando regiones poligénicas correlativas con una mayor tasa de suicidio 4 y
directamente relacionadas con la presencia de otros trastornos relacionados con él
(Docherty et al., 2020). Estas teorías ocupan un terreno importante en las estrategias de
prevención actuales, sin tener en cuenta las redes sociales y culturales que los individuos
habitan (Honkasalo y Tuominen, 2014).
A las investigaciones psicoanalíticas y psiquiátricas se les sumaron más tarde la
sociología y la investigación biológica. Numerosos estudios han tratado de investigar la
relación entre el medio físico, la cosmología o el tiempo natural y la incidencia de
suicidio, encontrando algunos de ellos (Morselli y Durkheim, citados en Carbonell, 2007)
variaciones estacionales y semanales: el máximo de suicidios parece darse – siendo un
patrón universal – en primavera y verano, descendiendo hasta el mínimo en invierno, con
otro pico en la época otoñal (Carbonell, 2007). En cuanto a la distribución semanal,
Durkheim señalaba que los suicidios se producen especialmente los lunes, en las últimas
horas de la noche, cuando la intensidad de la vida social es menor (Durkheim, 1897;
Carbonell, 2007). Otros estudios parecen indicar cierta relación entre otros fenómenos
atmosféricos y el aumento del número de suicidios en casos particulares, afectando
directamente a diferentes trastornos psíquicos. La fase lunar, la presencia de eclipses, la
época del año o la exposición a la luz durante el nacimiento de la persona han sido otros
de los factores analizados, pero todos ellos sin resultados concluyentes. La mayoría de
estas investigaciones tiene poco en cuenta la complejidad histórica y social (Carbonell,
2007).

4
Por medio de análisis sobre diferentes regiones cromosómicas, se demostró una correlación entre la
presencia de varios genes y la muerte por suicidio (Docherty et al., 2020). Estos relacionaban también el
riesgo suicida con rasgos de desinhibición conductual, trastorno depresivo mayor, síntomas depresivos,
trastorno del espectro autista, psicosis y alcoholismo.

8
Actualmente, el suicidio es entendido por la OMS como un problema psiquiátrico y
un problema mayor de salud pública (Honkasalo y Tuominen, 2014). La primera de
dichas consideraciones tiene sentido si se tiene en cuenta la insistencia en la existencia de
la relación directa entre la muerte autoinfligida y la presencia de trastornos mentales,
diagnosticados o no – especialmente los trastornos afectivos como el depresivo mayor y
el trastorno bipolar, las adicciones, la esquizofrenia, el trastorno límite de la personalidad
y el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (Campo, 2018) –. Desde esta
mirada, la suicidología se ha erigido como la disciplina que ha tratado de encontrar las
causas del suicidio con el objetivo de anticipar cuándo alguien va a quitarse la vida y así
conseguir evitarlo (Carbonell, 2007). Ángel Martínez Hernáez (2007) relata cómo parte
del sistema biomédico, inspirado en cierto determinismo biológico, asienta sus creencias
en la determinación de las conductas individuales, los procesos psicológicos y las
relaciones sociales en los procesos biológicos humanos; sin embargo, niega la existencia
de influencias desde el nivel cultural a los procesos más primarios que ocurren en el
cuerpo y que ocasionan eventualmente la existencia de alteraciones físicas (Martínez,
2007). Sería impensable, pues, según este precepto, considerar que una persona que esté
atravesando una situación difícil, independientemente de su predisposición genética a
sufrir algún tipo de trastorno mental, pueda decidir quitarse la vida.
Sin negar la importancia de la cuestión genética o biológica en la conducta suicida,
existen otras perspectivas en la literatura que indican, desde una posición integradora, que
los factores externos también tienen algo que decir en las explicaciones teóricas sobre el
suicidio. Uno de los ejemplos más señalados es el que diseñaron Mann et al. (1999). A
través del modelo de estrés-diátesis, exponen que la aparición de la conducta suicida
puede resultar de la conjugación de elementos de vulnerabilidad predisponente, como los
rasgos de personalidad o la genética, con un factor circunstancial estresante (Mann et al.,
1999). Estos últimos pueden estar determinados por la presencia de violencia en el
historial vital de la persona, por la naturaleza de las relaciones interpersonales o por la
existencia de antecedentes suicidas en el círculo social cercano (Brent et al., 2015, citado
en Campo, 2018). Algunas teorías evolutivas, por su parte, señalan al suicidio como
estrategia de escape al dolor y al estrés por parte de la especie humana. Siguiendo a Soper
(2017), existirían diferentes mecanismos psicológicos y sociales que protegen al
individuo de la tendencia al suicidio, explicando el hecho de que, aunque el estrés y el
dolor son universales, el suicidio no sea consumado por todas las personas. Dichos
mecanismos psicosociales – tales como la identidad grupal, los trastornos mentales o el

9
tabú cultural del suicidio – se constituirían como estrategias que incapacitan al sujeto a
quitarse la vida, o que, en última instancia, facilitan que sea auxiliado por el grupo social
(Soper, 2017).
Entendiendo el suicidio cada vez más como un fenómeno que responde a causas
multifactoriales, gran parte de la investigación actual se sitúa en la interacción entre la
genética y el ambiente (Honkasalo y Tuominen, 2014; Marusic, 2005), abordando ámbitos
como las conductas violentas e impulsivas, la presencia de mayor o menor nivel de
producción de serotonina, o bien de diferentes factores genéticos relacionados con el
abuso de sustancias asociadas al riesgo de suicidio (Honkasalo y Tuominen, 2014). Sin
embargo, en cualquier caso, es la institución biomédica la que tiene mayor peso en la
actualidad en la disciplina de la suicidología, aglutinando la mayor parte de los discursos
teóricos sobre la muerte autoinfligida (Campo, 2018). Estos puntos de vista ostentan un
gran nivel de legitimidad en la comunidad científica hasta el momento, pero existen
ciertas incongruencias en los mismos que pasan por la incomprensión de lo sociocultural
en la conducta suicida: además de ser criticadas por su poca capacidad predictiva, las
teorías genéticas y evolutivas no son capaces de explicar la incidencia diferencial del
suicidio en multitud de contextos. Algunos ejemplos son el incremento del número de
suicidios entre los grupos de población con condiciones de salud favorable, como los
jóvenes (Campo, 2018); pero también la distribución desigual del número de suicidios en
diferentes zonas geográficas5 (Montes, 2022). Tampoco llegan a examinar en profundidad
el impacto de acontecimientos sociales como guerras, revoluciones sociales o cambios
políticos bruscos en las tendencias en las estadísticas del suicidio (Honkasalo y
Tuominen, 2014). Discursos alternativos a los mencionados son los enunciados desde las
ciencias sociales, que, aunque aún no lo hayan hecho con demasiada profundidad,
examinan los condicionantes sociales que se conjugan en el suicidio con los de otra
naturaleza. A esta tendencia se suman también algunos integrantes de la rama médica,
que exponen la importancia de tener mucho más en cuenta los factores sociales que
rodean este fenómeno. Algunos estudios en este sentido subrayan la relación directa entre
niveles socioeconómicos determinados y diferentes tasas de suicidio (Campo, 2018;

5
Como ya señalaban autores como Durkheim (1897) o Carbonell (2007), existen zonas geográficas con
tasas de suicidio muy diferentes. De acuerdo con las estadísticas del Atlas Nacional de Mortalidad en
España (ANDEES, 2014), los suicidios se concentran en mayor medida en las regiones de Asturias, País
Vasco, Andalucía y Galicia. En el marco del documental, acudimos a la zona de España con mayor índice
de suicidios (denominada mediáticamente como “el triángulo del suicidio”, situado entre las provincias de
Jaén, Granada y Córdoba) – la tasa triplica a la media española – para tratar de comprender qué patrones
particulares existen en esta área.

10
Honkasalo y Tuominen, 2014), restándole cierto peso a los trastornos mentales. Émile
Durkheim (1897) exploró este fenómeno en relación a las sociedades industriales y la
organización social. Su legado, la escuela sociológica, ha remarcado que el suicidio es un
fenómeno social, cuya mortalidad depende de factores socioeconómicos estructurales,
entre los que están el nivel educativo y la clase social (Honkasalo y Tuominen, 2014).
Siguiendo a estas autoras, las fuerzas de destrucción, disolución o disrupción de
estructuras y de vínculos sociales dan como resultado, frecuentemente, el suicidio. Este
es, por tanto, un acto humano adscrito a un contexto cultural, y cuya incidencia está
determinada de manera crucial por las diversas dinámicas locales (Honkasalo y
Tuominen, 2014).
Carbonell (2007) data la influencia de los ciclos económicos en la percepción de los
individuos del tiempo futuro, ante la que pueden experimentar sensaciones de
desesperanza, desesperación o estancamiento, resolviendo que no merece la pena seguir
viviendo en sus situaciones particulares. Además, según el autor, los cambios políticos
también ejercen un efecto directo en la conducta suicida, aumentando la mortalidad por
suicidio en los periodos en los que partidos conservadores gobiernan y reduciéndose
cuando quienes tienen el mando aumentan el gasto social, que se relaciona con un mayor
índice de bienestar, asistencia e integración social (Carbonell, 2007). Este último factor
es subrayado por la mayoría de los estudios sociales sobre el suicidio. Sin la integración
y apoyo social percibidos, las personas se sienten desprotegidas ante situaciones de
pobreza extrema o de grandes cambios generadores de incertidumbre, especialmente
cuando estos resultan en el incumplimiento de las expectativas que estas tienen sobre sus
vidas. Gabennesch (1998) denomina este fenómeno como broken promise effect, ‘efecto
de la promesa rota’.
De esta manera, el suicidio podría resultar de situaciones de desesperanza extrema,
fruto del aislamiento social propio de las sociedades industriales, siguiendo las teorías
sobre el suicidio egoísta de Durkheim (1897), pero también, por ejemplo, de la intención
de resarcirse de la culpabilidad de un crimen cometido, pasando a los parientes la
obligación de vengar su muerte a los enemigos del fallecido, como es el caso en las islas
Trobriand (Staples y Widger, 2012). En cualquier caso, el carácter eminentemente social
del acto de quitarse la vida condiciona las concepciones que, en cada sociedad, en cada
circunstancia y en cada momento, le han sido atribuidas al suicidio. Estas son múltiples,
variadas y cambiantes:

11
Dependiendo del paradigma filosófico y sociocultural en el que se enmarcaran,
diferentes pensadores han vertido opiniones diversas respecto al suicidio. En el Japón de
los samuráis, en la Antigua Grecia o en el Imperio Romano se emitían relatos que
consideraban al acto suicida como un hecho honorable que podía constituir un mecanismo
para mantener el honor y la dignidad o para hacer frente a padecimientos irreversibles
(Baquedano, 2016; Montoya, 2008). También se entendía como un acto de patriotismo o
heroicidad en el caso de nobles y guerreros que se quitaban la vida en situaciones de
guerra o antes de ser cautivos al perder una batalla, de la misma manera que ocurre en el
caso de algunos terroristas suicidas en nuestra época (Blanco, 2018b).
Otros autores condenarían el suicidio de manera tajante. Lo harían argumentando la
ilegitimidad de este acto, que en unas ocasiones era un crimen contra el Estado y la
comunidad social, que, en la teoría aristotélica necesitaban al suicida para funcionar
correctamente; en otras, bajo la moral cristiana, era una afrenta directa a la Iglesia y a
Dios, al negarle a este último la capacidad de decisión sobre la propia vida (Baquedano,
2016). Kant reprobaría también la conducta suicida, alegando que la muerte por la propia
mano supone la exterminación del sujeto moral y racional, considerándolo un error
(Baquedano, 2016). Más tarde, autores como Montaigne cuestionarían esta condena,
alegando la racionalidad del suicidio, que entraba dentro del principio de autonomía del
paciente6. En esta línea, Mainländer subraya el carácter redentor del suicidio y
Schopenhauer lo describe como una manifestación de haber afirmado la voluntad de
haber vivido en diferentes circunstancias (Baquedano, 2016).
La articulación de los dictámenes morales enunciados por las instituciones y los
centros de pensamiento se articulaban con los acontecimientos históricos y la concepción
de la muerte en cada momento, dando lugar a diferentes marcos jurídicos en torno al
suicidio. En Europa, la fuerza de la condena de la moral cristiana influyó
significativamente en la creación del tabú en torno al mismo, generando un estigma
pesado al que numerosas familias han tenido que hacer frente hasta nuestros días si uno
de sus integrantes se quitaba la vida. Como consecuencia, el silencio o la mentira sobre
lo ocurrido es una opción común entre los supervivientes (Montes, 2022).

6
El debate entre la voluntad y la autonomía o no del paciente que quiere suicidarse sigue hoy día latente.
Podríamos diferenciar aquí entre lo que Cristina Blanco define como suicidio existencial, en el que no hay
sufrimientos traumáticos o enfermedades incurables, sino que existe la certeza de la muerte como algo que
llegará tarde o temprano, y que, tras una deliberación libre y racional, se resuelve terminar con la vida
(Blanco, 2018b); y el suicidio en el que las circunstancias de vida se pueden cambiar. Es complejo definir
las fronteras entre ambos, pero sí cabe preguntarse cuántos de los suicidios producidos son fruto de una
reflexión existencial.

12
2.2. Relevancia antropológica
Los resultados del último estudio del INE (2021) que datan los casos de autolisis
consumados durante 2020 reflejan un máximo histórico en España, con 3941 casos. Se
traducen a una media de 11 suicidios al día, casi uno cada dos horas. Como se evidencia
en la Figura 1, el suicidio se ha convertido en la primera causa de muerte no natural
(externa, no atribuible directamente a enfermedades) en España.

Figura 1.
Causas externas de mortalidad en España (2020).
4500

4000

3500

3000

2500

2000

1500

1000

500

Nota: Elaboración propia a partir de los datos del INE (2021). Casos expresados en absolutos.

Así, la muerte autoinfligida es ya, por detrás de los tumores, la primera causa de
mortalidad en jóvenes de entre 15 y 29 años en nuestro país (INE, 2021), sin contar con
la infraestimación estadística de las cifras a la que la mayoría de profesionales apuntan
(Giner y Guija, 2014; Montes, 2022). Esta podría enmascarar, en la población general,

13
casos de suicidio en las categorías de caídas accidentales, envenenamiento accidental por
psicofármacos y drogas de abuso, otros envenenamientos accidentales y otros accidentes
(INE, 2021). Pero los intentos de suicidio son muchos más, dado que se estima que, por
cada suicidio consumado, se dan alrededor de una veintena de intentos (Montes, 2022).
El impacto de la pandemia del COVID-19 y los factores de riesgo que esta supuso
para el bienestar y la salud mental de la población española hacen de su análisis
antropológico algo necesario. Pero de este no deben quedar excluidas los posibles factores
socioculturales estructurales que podrían ser la causa del aumento del número de suicidios
en los últimos años. Estos serían, en este caso, parte causante tanto de trastornos mentales
graves, como de otras situaciones de desesperación con índices significativos de
incidencia que inducen a las víctimas a quitarse la vida. Entre esos factores
condicionantes es de especial relevancia el tabú que rodea al fenómeno del suicidio. Las
estrategias de comunicación y concienciación en los medios convencionales nacionales
acerca del alto índice de otras causas de muerte no natural, tales como los accidentes de
tráfico o los homicidios por violencia machista, difieren de las llevadas a cabo en torno
al suicidio (Blanco, 2018a). Sin embargo, los casos de muerte por autolisis en nuestro
país duplican los de muerte por accidente de tráfico y multiplican por ochenta y cinco la
cifra de muertes por violencia de género (INE, 2021). En la Figura 2 se puede observar la
evolución de la mortalidad por razón de tres de las causas externas con mayor incidencia
en España7.

Figura 2.
Evolución del impacto de la mortalidad por las principales causas externas (1980-2020)
10.000
8.000
6.000
4.000
2.000
0
1985

2013
1981

1983

1987

1989

1991

1993

1995

1997

1999

2001

2003

2005

2007

2009

2011

2015

2017

2019

Todas las edades

Accidentes de tráfico Suicidio y lesiones autoinfligidas Agresiones (homicidio)

Nota: Elaboración propia a partir de los datos del INE (2021). Los datos se expresan en casos absolutos.

7
Nótese la drástica reducción de los accidentes de tráfico en los últimos treinta años, que contrasta con la
tendencia general al aumento del número de suicidios.

14
Aunque la afectación a la salud mental y los movimientos sociales derivados han
situado el tema, finalmente, en el espectro del debate público, el suicidio ha sido hasta
ahora un problema real pero invisible. Miguel Guerrero8, psicólogo clínico y coordinador
de la Unidad Cicerón de Prevención e Intervención en conducta suicida de la Costa del
Sol (Málaga), afirma que, durante las consultas, sus pacientes con ideaciones suicidas
hablan, fundamentalmente, de los problemas de la vida cotidiana. Él mismo decía,
además, que, según estimaciones de la OMS, el 50% de la población mundial piensa o ha
pensado al menos una vez en el suicidio como opción vital (Montes, 2022). Explorar el
suicidio desde una mirada antropológica implica hablar, irremediablemente, de los
factores causantes del dolor y del sufrimiento humano, así como de las estrategias que
son llevadas a cabo para superarlo.
Además de sugerir posibles estrategias de prevención, considero de vital importancia
investigar el fenómeno de la muerte autoinfligida atendiendo a los condicionantes
estructurales de la sociedad que lo puedan posibilitar, así como a los mecanismos que
articulan el tabú de la misma.

2.3. Objetivos, metodología y herramientas de investigación


Teniendo en cuenta la posición en la que este TFG se enmarca, pretendo explorar con
profundidad los factores contextuales que intervienen en el suicidio, con especial atención
a las dinámicas estructurales que lo acompañan y a las razones históricas que han
facilitado la creación del tabú en torno al acto suicida en el estado español. Los objetivos
de esta investigación rezan así:
1. Identificar las condiciones socioculturales estructurales que agravan el
sufrimiento humano y que favorecen la aparición de la conducta suicida.
- Examinar los factores de riesgo que respondan al contexto.
- Explorar las diferencias en las percepciones y experiencias en el suicidio por
razón de edad y género desde una perspectiva interseccional.
- Establecer en qué medida ha afectado la pandemia del COVID-19 a la
incidencia del suicidio en España.
- Identificar qué grupos sociales presentan mayor vulnerabilidad ante este
fenómeno.

8
Como se explicará a continuación, este trabajo se nutre, en parte, de los testimonios que resultaron de las
entrevistas realizadas en el marco del desarrollo del documental Sobre vivir (Montes, 2022). El citado
proyecto audiovisual cuenta con numerosos expertos en el ámbito del suicidio.

15
2. Analizar los factores socioculturales que contribuyen a construir el suicidio como
un tabú.
- Analizar de qué manera atraviesa el suicidio de un ser querido al entorno
cercano.
- Observar qué relación datan los profesionales sanitarios entre el suicidio y la
salud mental.
- Analizar las estrategias de prevención nacional existentes.
- Examinar el rol de los medios de comunicación.
- Estudiar el surgimiento de respuestas sociales y sus demandas desde el
comienzo de la pandemia en España.
- Analizar maneras no nocivas y preventivas en el lenguaje sobre el suicidio.
3. Sugerir posibles medidas que impliquen mejoras factibles de cara a aliviar el
sufrimiento de la población.

Con el fin de dar respuesta a los objetivos enunciados, esta investigación ha sido
llevada a cabo a partir del proceso de seguimiento de la elaboración del documental Sobre
vivir, del que formo parte como subdirector, productor y guionista. Es un documental
construido a través de los testimonios de sesenta personas, que, desde sus posiciones
respectivas, cuentan sus experiencias en torno al suicidio. Los rodajes del documental que
analizo se han llevado a cabo entre los meses de septiembre de 2021 y febrero de 2022, a
lo largo de distintas localizaciones de la geografía española (en las provincias de Madrid,
Jaén, Granada, Málaga y Cantabria). La puesta en marcha del proyecto se retrotrae al mes
de julio de 2021, desde que, además de comenzar la labor de documentación bibliográfica
necesaria, estuve en contacto permanente con las personas que iban a participar como
entrevistadas. Esta documentación bibliográfica, así como las medidas legislativas
propuestas en nuestro país en respuesta al incremento del número de suicidios, sientan
una base teórica de análisis para este trabajo. Apoyando los resultados arrojados por los
testimonios de las personas entrevistadas, me sirvo de los volúmenes y de los estudios
más relevantes en torno al suicidio publicados en los últimos años, tanto en castellano
como en inglés. Estos han sido consultados a través de buscadores y bases de datos como
Google Scholar, SciELO, Scopus o Dialnet. Finalmente, me he apoyado también en
algunas piezas periodísticas publicadas en los últimos años en prensa digital, con el fin
de analizar el tratamiento del suicidio en los medios de comunicación.

16
Con el objeto de llegar a comprender en profundidad el fenómeno de estudio, esta
investigación se desarrolla a partir del modelo del estudio de caso múltiple (Stake, 2013).
El propósito del mismo es el análisis de los distintos testimonios aportados aquí que tienen
algo en común (Stake, 2013): en este caso, que versan y reflexionan sobre el suicidio.
Este enfoque es relevante como propósito metodológico en esta investigación (Simmons,
2011) – y, en concreto, para tratar el ámbito del tabú y los factores del mismo que median
en las diferentes concepciones sociales del suicidio – en la medida en que los distintos
puntos de vista de los informantes contribuirán a despejar las diferentes incógnitas que el
suicidio entrama aún en nuestro contexto cultural.
Las entrevistas realizadas tienen una extensión variable, de entre 30 y 80 minutos. Son
entrevistas semiestructuradas, cuyo contenido ha quedado almacenado íntegramente en
formato audiovisual, material que he usado para mi observación y análisis. Además de
haber estado presente en más de la mitad de las grabaciones, habiendo realizado
observaciones durante los rodajes, también me he servido de la observación participante
en el transcurso del contacto y entrevistas previas con algunas de las personas
participantes en el documental, como parte del trabajo de campo realizado como
productor del proyecto. Estas observaciones están recogidas en varios registros
redactados a posteriori, y en grabaciones realizadas en otros contextos distintos a las
entrevistas9.
La selección de informantes para este trabajo se hará a partir del análisis del discurso
de los mismos, del que se identifican categorías clave relacionadas con los ámbitos del
suicidio expuestos en el apartado anterior. Algunos de los testimonios de los y las
informantes serán incluidos en este trabajo para su análisis, apelándoles por su nombre
de pila, tras el consentimiento informado a los mismos, dado que no tienen intención
alguna de mantener el anonimato, pues el documental ha sido publicado10. Por otra parte,
considero que las reflexiones formuladas dentro del equipo que ha realizado este
proyecto, como cuerpo activo y activista al que afectan directamente las dinámicas de la
ética de comunicación establecidas en los medios mainstream de nuestro país en lo que
se refiere a la comunicación sobre el suicidio, son de relevancia. Considero que la

9
Se han grabado varios momentos a lo largo de distintas manifestaciones ocurridas en los últimos meses
en demanda de mejores servicios de salud mental, así como un evento organizado en torno al rodaje final
del documental, al que asistieron casi un centenar de supervivientes, asociaciones y personas asociadas a la
prevención y concienciación sobre el suicidio.
10
Además de haber sido presentado a múltiples festivales de cine y documental nacional e internacional,
Sobre vivir está incluido en el catálogo de la plataforma audiovisual española Filmin.

17
reflexividad en este TFG adquiere, por tanto, un carácter importante, en el sentido de que
las experiencias vividas por quien escribe, en el contexto de la elaboración del
documental, resultan en reflexiones que son útiles en tanto que pueden responder
parcialmente a algunos de los objetivos de esta investigación (Poulos, 2021). Es también
interesante la incorporación de las mismas en relación a los sentimientos y cuestiones
sobre la propia vida que evoca el diálogo con las personas informantes acerca de sus
visiones sobre el suicidio. Dado que las personas con las que el investigador se encuentra
durante el trabajo de campo se convierten en conocidas, tramando a veces ciertos afectos,
el suicidio termina atravesándolo. La comprensión profunda del fenómeno de estudio, en
este caso, acaba por evocar inquietud, empatía, dolor o alegría, acompañando a cada una
de las personas con las que he trabajado.

2.4. Dimensión ética y política de la investigación


Los datos que revela el último informe del INE, ya mencionados con anterioridad,
junto con las muestras de una insuficiente acción política estatal en este sentido, llaman
con urgencia a efectuar cambios drásticos en materia de prevención. Que once personas
se quiten la vida cada día y que un gran número de personas se vean incapaces de expresar
sus ideaciones de suicidio por el tabú que supone se traduce casi en una obligación moral
de contarlo. Especialmente cuando uno descubre en el transcurso de su investigación que
varias personas de su entorno han tenido ideaciones suicidas alguna vez, pero que nunca
lo habían contado antes. Que haya personas tan jóvenes y tan cansadas de vivir es de
especial gravedad.
Una de las motivaciones de cara a la elaboración de un TFG sobre el suicidio es el
formato del proyecto en el que me baso y del que he tenido la oportunidad de formar
parte. Creo firmemente en la necesidad de la divulgación y de la concienciación social,
algo que durante estos años he echado de menos en la antropología. Creo que el
academicismo exclusivo del que adolece nuestra disciplina reduce significativamente su
potencial y necesario alcance. Algunos autores y autoras ya han señalado en varias
ocasiones este fenómeno como tendencia por defecto de la antropología, manteniéndola
siempre lejos del ámbito de decisión política (González, 2008).
Personalmente, creo en el poder de la antropología aplicada como herramienta de
análisis social, de denuncia de situaciones de desigualdad y de mejora de las mismas en
contextos concretos. Como tantas autoras (Re, 2010; Valdés, 2012), considero que el

18
cambio social en aras de la construcción de sociedades más justas y equitativas debe ser
una máxima en antropología, y el conocimiento adquirido por los etnógrafos y las
etnógrafas es crucial para comprender en qué sentido se debe remar. Es necesario
distanciarse del viejo paradigma positivista en el que los antropólogos mostraban
neutralidad mientras documentaban características culturales de manera extractivista,
involucrándose en el terreno de las políticas públicas y vinculándose al interés de la
población (Re, 2010; Valdés, 2012). Con ello, la antropología ganará una presencia muy
necesaria en el panorama sociopolítico actual, en el que median de manera importante las
cuestiones culturales (Valdés, 2012). Pero, para ello, los frentes de acción no deben
reducirse al campo académico, incluso cuando este produzca investigaciones aplicadas.
Es necesario trasladar el saber antropológico, muchas veces en diálogo con otras
disciplinas, a la población general. Por tanto, la divulgación se erige, bajo mi punto de
vista, como un campo que adquiere tanta importancia como el académico.
Contribuir desde el enfoque antropológico a un documental sobre un fenómeno
preocupante como es el suicidio era mi labor divulgativa. Este TFG es la pieza académica
correspondiente.

3. Resultados
3.1. Impactos y factores condicionantes del suicidio
La decisión de quitarse la vida y la aparición de la ideación suicida y otras formas de
conducta suicida concluyen o llegan a término en el ámbito de lo individual. Pero estas
ideas también son culturalmente aprendidas e internalizadas, en el sentido de que son
fruto de una incorporación – consciente o inconsciente – en el proceso de la socialización
(Kral, 1998). El modo en que una persona asuma el hecho de suicidarse como opción a
tomar ante una situación nociva dependerá de la manera en la que se han experimentado,
oído y procesado diferentes ideas sobre el suicidio a lo largo de la vida. Se han
documentado con anterioridad en este trabajo diferentes concepciones y nociones sobre
el suicidio en diferentes contextos sociohistóricos. Estas variaciones condicionan el modo
en que los individuos conceptualizan la muerte por la propia mano, la manera en que lo
comunican o no, etc. En cualquier caso, dado que la conciencia sobre la muerte es un
universal humano y la experiencia del sufrimiento también lo es, el suicidio es un
fenómeno social que, a su vez, se ha dado igualmente a lo largo de toda la historia de la
humanidad.

19
Si se pretende analizar el suicidio desde un enfoque psicosocial – que, desde el
posicionamiento en el que se sitúa este trabajo, no es exclusivo sino holístico en su
enfoque –, se debe prestar atención a las dinámicas y fuerzas que dañan a los individuos;
no sólo no aliviando el sufrimiento humano, sino añadiendo peso a su malestar y
desesperación hasta el punto en que estos piensan que la vida no merece la pena. Carmona
(2012) habla de estos procesos como la interiorización de violencias estructurales y
potencias destructivas de la sociedad. Estas se mantienen y se reproducen gracias a los
roles establecidos en cada orden social e histórico, que son agenciados por los actores
sociales en cuanto que son representados por ellos, asumiendo las violencias que son
inherentes al rol, las que puedan ser autodestructivas inclusive (Carmona, 2012). El efecto
de la imitación que subrayaba Durkheim (1897) puede influir en este punto,
especialmente en contextos geográficos y sociales aislados. La literatura y las estadísticas
confirman esta tesis: en algunas localizaciones concretas y en comunidades pequeñas
como en las prisiones, hospitales psiquiátricos o sectas religiosas, la incidencia del
suicidio varía significativamente, tanto en la frecuencia en la que ocurre como en los
métodos usados para efectuarlo (Kral 1994, 1998; Montes, 2022).
Dichas formas de violencia son sistemáticas y pueden estar legitimadas por el sistema
(Carmona, 2012), pero son igualmente nocivas. Analizar su afectación en lo que al
suicidio se refiere es complejo, pues, si se da, la internalización de las mismas por parte
de cada persona se produce de manera diferencial y atiende a sus circunstancias
particulares y únicas. Esto podría explicar por qué no todas las personas que sufrimos en
algún momento de nuestras vidas acabamos suicidándonos. Edwin S. Shneidman (1985),
mediante la teoría de la letalidad, data dos condiciones necesarias que median en el
suicidio: la perturbación y la letalidad. Para Kral (1998), las perturbaciones, alteraciones
o molestias son la causa de la agitación y el dolor.
Determinadas conductas depresivas, ansiosas e inestables, junto con los ataques de
pánico, son responsables de una perturbación alta, y típicas entre las personas con
conducta suicida (Kral, 1998). Sin embargo, la perturbación en sí misma no se puede
concebir como causante principal del suicidio, sino como motivación al mismo una vez
se ha traspasado el límite de tolerancia al sufrimiento (Kral, 1998). Es lo que estos autores
llaman letalidad, entendida en este caso como la elección consciente de la muerte como
la respuesta adecuada ante la perturbación (Kral, 1994) la que surge solo en algunas
personas y determina el desenlace de su decisión en suicidios o parasuicidios. Entonces,
lo que causa el suicidio es simplemente la idea del mismo y la decisión de cometerlo, y

20
detrás hay un recorrido a lo largo de distintos factores que se hacen insoportables y que
llevan a la persona que los sufre a tomar esa decisión (Kral, 1994; 1998). El suicidio se
conforma así como una decisión consciente para escapar a una situación intolerable.
Quizá de esta manera se pueda entender que, para algunas personas, el suicidio pueda ser
un acto último de protección más que de autodestrucción (Kral, 1998):

“Si no pides ayuda es cuando se acaba apoderando de ti y llegas a cometer eso que yo no
considero que sea un acto cobarde, es un acto desesperado, un intento de poner fin a una
situación que te está haciendo mucho daño y que ya no puedes aguantar más. […] el
momento exacto donde dices “ya, hasta aquí” es impulsivo, es casi casi un, parece un
poco paradójico, pero es casi un instinto de supervivencia de escapar de algo que te está
matando por dentro día a día.” (Luis Francisco, superviviente).

Según Shneidman (1985), el suicidio es un fenómeno que ocurre en la mente y que se


sucede a la evaluación de la opción del suicidio antes, durante o después de un episodio
de sufrimiento. Un individuo puede haber rechazado la idea del suicidio una y otra vez
hasta que, al planteársela de nuevo, la considera como válida y llega a fijarla como la
única salida (Shneidman, citado en Kral, 1994). Siguiendo a este autor, la suicidología
podría centrarse en los desconocidos procesos mentales que se siguen en la evaluación
del suicidio como elección correcta (Shneidman, 1985). De ahí que las visiones que
imperan en el ámbito psiquiátrico concluyan que existe una correlación clara entre el
suicidio y los trastornos mentales:

“El noventa y pico por ciento largo de los actos suicidas están vinculados con trastornos
mentales, más o menos identificados con anterioridad. Evidentemente, queda un resto
que obedece a otra serie de condiciones que no nos compete.” (Néstor Szerman,
psiquiatra y Presidente de la Sociedad de Patología Dual Española).

Esta idea, sin embargo, contrastaría con la complejidad de este fenómeno, en el que
está claro que los mecanismos sociales juegan un papel esencial (Kral, 1994). Además,
los factores de riesgo asociados al suicidio, sean la incidencia de trastornos psíquicos
individuales u otras causas externas, son fundamentalmente condiciones directamente
relacionadas con el sufrimiento – o la perturbación mencionada en la teoría de la letalidad
(Shneidman, 1985) –, pero no con el suicidio en sí, dado que la mayoría de las personas
que los sufren deciden seguir con su vida.

21
“Los que nos dedicamos a la práctica asistencial no encontramos personas con
enfermedad mental en la unidad de conducta suicida. La mayor parte son personas como
tú o como yo. Están en esa situación de dolor, están desconectados, han perdido sentido
de vida, están sufriendo, están desesperadas. Pueden tener sintomatología perfectamente
compatible con trastornos psicológicos, pero no son personas enfermas mentales.”
(Miguel Guerrero, responsable de la Unidad Cicerón de Prevención e Intervención en
Suicidio de la Costa del Sol de Málaga).

Estas situaciones de sufrimiento que mencionan distintos expertos y que también son
comunes en los testimonios de las personas que tienen conducta suicida se articulan con
el capital social que cada persona posee, según apuntan la gran mayoría de los abordajes
psicosociales sobre el suicidio. Durkheim ya apuntaba al factor de la integración social
como elemento protector frente a la conducta suicida en el caso de los suicidios anómicos,
los más usuales en las sociedades modernas (Durkheim, 1897). El sufrimiento causado
por problemas económicos y sentimentales, por la frustración o por el incumplimiento de
ciertas expectativas vitales desencadenan distintas respuestas en función de si quien los
está sufriendo tiene vínculos estables en los que apoyarse para sobrellevarlas. El
sentimiento de soledad, de incomprensión y de desesperanza aparece en la mayoría de las
personas en situación de crisis suicida. Como veremos más adelante, muchas de las
estrategias de prevención sugieren medidas de protección en este sentido.

“El suicidio al final, al ser multicausal, cada persona tiene sus problemas. No se puede
decir que hay un problema que sea tipo o que siempre aparezca. Lo que sí que aparece
son los sentimientos. Ese sentimiento de incomprensión, ese sentimiento sobre todo de
desesperanza. El sentimiento de soledad.” (Sergio Tubío, coordinador de la Unidad de
Intervención en Tentativas de Suicidio de Madrid).

Partiendo de este punto, y teniendo en cuenta el incremento de las tasas de suicidio en


España durante los últimos años, mi intención es explorar algunos de los factores
contextuales que pueden favorecer la aparición de la conducta suicida. Dichos factores de
riesgo son múltiples, se interrelacionan y, además, confluyen en un momento clave para
el bienestar de la población: la pandemia del COVID-19 y los tiempos que le siguen.

“Efectivamente el suicidio es un emergente de fracaso social. No solamente debe


entenderse como un problema de salud pública, sino también como un problema social
de primer orden.” (Miguel Guerrero, responsable de la Unidad Cicerón de Prevención e
Intervención en Suicidio de la Costa del Sol de Málaga).

22
Si, como afirma Miguel Guerrero, entendemos el suicidio de esta manera, cabe
preguntarse cuáles son los principales problemas sociales de nuestro tiempo en nuestra
sociedad, si es que estos no contribuyen al alivio del sufrimiento humano:

“Yo creo que el gran problema es la soledad y la no comunicación, el no comunicar desde


esa soledad y, sobre todo, también, ahora que estamos mucho con menores porque vamos
a institutos, una pérdida de valores; una sociedad muy materialista y consumista que nos
lleva a unos menores con muchísimos problemas en una sociedad de la inmediatez.”
(Junibel Lancho, coordinadora del Teléfono de Atención al Suicidio).

Como concepto situado y relacionado con los valores individualistas que facilitan la
aparición del aislamiento en diversos colectivos sociales, la soledad se relaciona, según
la opinión de algunos expertos, con los ritmos de vida acelerados e inmediatos que impone
la sociedad neoliberal contemporánea. Retomo en este punto la noción de internalización
individual de las dinámicas sociales externas, sobre la que escribía Kral (1998), para tratar
de definir cómo las estructuras constituyentes del sistema económico neoliberal
cristalizan en el concepto de aceleración social (Duerto, 2021). Siguiendo las nociones de
corporalidad que proponen autores como Butler y Foucault, mediante las que los
mecanismos de poder interfieren directamente en la materialidad de nuestros cuerpos
(Duerto, 2021), se desprende que nuestro bienestar físico y mental está condicionado por
ellos. Paula Duerto (2021) explora cómo la instauración del capitalismo como forma de
vida, de la mano de la mercantilización del tiempo, estructurado en torno a la jornada
laboral, el empleo y las dinámicas de consumo, ha contribuido enormemente a la
aceleración de nuestros ritmos de vida (Rosa, 2016; Duerto, 2021).
Las consecuencias, completamente naturalizadas en nuestro tiempo, son múltiples,
pero la autora se centra en la relación adictiva con la tecnología y la dispersión de la
atención, la aceleración de las emociones y del sueño, la proliferación del malestar
psicofísico y la afectación a las relaciones interpersonales (Duerto, 2021). La primacía de
la productividad y de las dinámicas de inmediatez inmersas en los patrones del consumo
y de la interacción social actuales facilitan la aparición de conductas adictivas, la
desaparición de ciertos límites temporales o el rechazo de las emociones asociadas a una
temporalidad lenta, como la tristeza o el duelo. Esta acumulación de factores se reproduce
en detrimento del descanso, el sueño o el aburrimiento, dando como resultado una
atomización social en la que los vínculos sociales pierden calidad y en la que el estrés es
protagonista, produciendo diversos síntomas somáticos que desencadenan en un deterioro
23
de la salud física y mental de los individuos (Duerto, 2021). En palabras de José Antonio
Luengo, psicólogo y decano del Colegio Oficial de Psicología de Madrid:

“El cómo entendemos por ejemplo la soledad, no como una soledad deseada, la no
deseada es un problema, pero la deseada la entendemos como un error, como una pérdida
de tiempo; el cómo hemos llegado a entender el aburrimiento como una enfermedad, la
lentitud como una suerte de error en la vida, y que no nos permite progresar, cómo
castigamos a las personas que son lentas, que son tranquilas, a los tímidos, a las
tímidas…” (José Antonio Luengo, decano del Colegio de Psicología de Madrid).

En definitiva,

“Sufrimos de una enfermedad social que afecta a toda la sociedad. Estamos especialmente
comprometidos con una manera de vivir que ha asumido determinados caminos o
senderos que no ayudan a las personas a encontrarse mejor. Es una sociedad que ha
priorizado el desarrollo tecnológico sin más, pero a veces poniéndolo en manos de
grandes emporios que fundamentalmente son industrias y que buscan su beneficio y su
manera de estar y seguir teniendo poder, capacidad operativa y capacidad para controlar
las cosas. Lo que ocurre es que esto sucede de tal manera que se va introduciendo en
nuestra vida como si no tuviéramos otra alternativa. Y en muchas ocasiones es cierto que
no tenemos otra alternativa, en ritmos de vida, maneras de estar, maneras de
relacionarnos, de comprometernos con las cosas…” (José Antonio Luengo, decano del
Colegio de Psicología de Madrid).

Desde la niñez a la tercera edad. El impacto del suicidio a lo largo de la vida desde
la lupa de la edad y el género.
Aunque los datos indican una mayor prevalencia del suicidio en los grupos de edad
entre los 50 y los 59 años (INE, 2021), la incidencia del suicidio es significativa en la
población durante todas las franjas de edad. Los acontecimientos vitales que pueden
conducir a la aparición de la conducta suicida, sin embargo, son diferentes en algunos
sectores de la población, con una especial influencia en todos los casos de la condición
de género y de las particularidades del contexto geográfico. El elemento del género se
hace notar, por ejemplo, en contextos en los que las circunstancias económicas son
inestables, no afectando estas per se al número de suicidios absoluto, pero sí originando
cambios en las tendencias en mujeres y, sobre todo, en varones, en situaciones de crisis
económicas (Iglesias et al., 2016). En el factor de género me detendré más adelante.

24
En la infancia y la adolescencia, periodos vitales en los que las personas construyen su
sociabilidad y edifican su forma de ser a través de la relación con grupos de iguales, la
conducta suicida presenta una correlación causal importante con la existencia de acoso o
bullying (Carballo y Gómez, 2017), entendido como la conducta repetitiva agresiva que
un individuo o un grupo de iguales con mayor poder dirigen hacia la víctima (Lareya et
al., 2015).

“Yo también lo viví, en mi propia carne. Fue por el bullying y por mi aspecto físico. Yo
antes estaba más gordita, y pues te hace mucho daño y piensas que es la solución. Se me
pasó por la cabeza, pero al final piensas que tu madre va a estar sola y que le puedes hacer
mucho daño.” (Nicole Verónica, alumna del IES Salvador Dalí de Madrid)

Tras una amplia revisión de una serie de estudios longitudinales al respecto, Carballo
y Gómez (2017) revelan la existencia de un acuerdo universal en la comunidad científica
en torno a la afirmación de la relación entre el bullying y la aparición a posteriori de ideas
de suicidio, intentos autolíticos y de pensamientos o conductas autolesivas sin intención
suicida. La extensión en el tiempo de la conducta suicida es variable, pero el hallazgo más
repetido es la aparición de la misma en torno a los dos años después de haber sufrido
acoso, condicionando también a las víctimas durante su edad adulta (Carballo y Gómez,
2017). Según varios de los testimonios aportados al documental, este es un periodo en el
que, especialmente en edades tempranas, la víctima termina por darse cuenta de lo que le
está ocurriendo, por lo que es difícil que pida auxilio mientras la situación de acoso se da.
Si, tras el paso del tiempo, la víctima de acoso acaba pidiendo auxilio y las acciones
cometidas por los agresores quedan impunes, surgen en quienes las sufren sentimientos
de culpabilidad, contribuyendo a la aparición de pensamientos autodestructivos. En este
sentido, la acción de los centros escolares contexto en el que ocurre la mayoría de
situaciones de bullying es crucial, tanto en materia de prevención del acoso como en
intervención para reducir el daño ocasionado en la víctima.

“No se pide ayude por una razón muy sencilla, no sabes lo que está pasando […] Cuando
te das cuenta ya han pasado los años y no puedes o no te atreves a contarlo y optas por
callar. Pero cuando creces y echas la vista atrás te das cuenta de que lo que has vivido te
ha marcado, y te marca mucho.” (Luis Francisco, superviviente).

25
Que no se dé un cambio en el contexto social en el que vive la víctima durante este
tiempo posterior, encontrándose con quienes fueron sus agresores en su día a día, puede
reforzar la ideación suicida en el caso de que esta exista.

“El entorno es lo más importante, el entorno familiar […] En mi caso, mi familia tenía un
negocio abierto al público y era relativamente frecuente que el entorno del agresor
estuviese allí todos los días. Y claro, comentan, te cuestionan… y eso, junto con la
actuación que tuvo el centro después, es lo que te hace sentir culpable. No solamente eres
víctima en ese momento, sino que el entorno se encarga además de ir victimizándote, y
eso, con el tiempo, te va minando incluso más que la propia agresión en sí.” (Luis
Francisco, superviviente).

Según diferentes autores, de hecho, la fracción del total de las conductas autolesivas
en la población joven corresponde a casos en los que se han dado episodios de bullying,
aunque no se puede determinar qué porcentaje de las mismas vienen acompañadas de
ideación suicida (Carballo y Gómez, 2017). En el curso del trabajo de campo en el que se
basa este TFG, nosotros hemos encontrado varios casos. El acoso ha sido en todos ellos
un factor determinante para la desaparición de las redes de apoyo social de las que
disponían, quedando estas personas excluidas y marginadas. El bullying, pues, se presenta
como un problema de urgencia: aun teniendo en cuenta la dificultad de medir su impacto,
diferentes fuentes señalan que alrededor de un 10% de los menores en España sufren
acoso de manera regular, incrementándose la cantidad de casos si este presenta un carácter
ocasional (epdata, 2021). A través del denominado como cyberbullying, ejercido a través
de las redes, el discurso de odio en internet alcanza cifras incluso mayores (epdata, 2021).
Si resulta obvio que dichos componentes de la aceleración social contribuyen al
incremento del malestar de toda la población, parecen ser las generaciones más jóvenes
quienes más lo sufrimos. Rosana Reguillo habla de una serie de procesos que, durante la
última década del siglo pasado, significaron un giro radical en las expresiones y en las
culturas juveniles (Reguillo, 2013). Este ajuste estructural estuvo caracterizado por la
pérdida de legitimidad de las instituciones estatales, la aceleración tecnológica y el poder
del mercado, que colocaba el consumo como valor central en torno al que se construían
identidades ilimitadas (Reguillo, 2013). Las generaciones más jóvenes se presentaban a
sí mismas como agentes de cambio en un entorno social carente de relatos confiables, en
una búsqueda de futuro en la que muchos, especialmente aquellos con mayores
dificultades económicas, dejaron de encajar. En algunos países, predominantemente en

26
Latinoamérica, grandes sectores de la población juvenil empiezan a formar parte desde
comienzos del siglo XXI en procesos de violencia; también serían los protagonistas
principales de las migraciones económicas a otros lugares (Reguillo, 2013). Esta autora
aporta tres claves analíticas que sitúan a las generaciones jóvenes en un terreno inestable
y peligroso: la precarización estructural y subjetiva, el desencanto radical y la ausencia
de confianza en la sociedad, y la desapropiación del yo (Reguillo, 2013). Esta última se
relaciona con la angustia existencial de muchas personas jóvenes que ven disueltos sus
vínculos sociales, negada su identidad, y a sí mismos como culpables de sus situaciones
(Reguillo, 2013). Paula Duerto (2021), siguiendo a Harmut Rosa, identifica numerosas
campañas publicitarias, promocionadas por medios de comunicación, que incitan a los
consumidores a no dejarse llevar por estas dinámicas inestables, aceleradas y nocivas,
cayendo en una contradicción que acaba por no señalar el origen de estos problemas y
movilizar la culpa, la tristeza y la frustración contra el propio individuo (Duerto, 2021).

“La gente que nos rodea tiene entre veintipocos y treinta, y al final es una generación, que
salvando las distancias y en diferente grado de conciencia, pero ha vivido dos crisis y
todo lo que salga alrededor de ellos, muchas veces somos gente casi sin expectativas, que
no saben qué hacer o qué va a ser de nosotros.” (Enrique Fernández, alumno de la
Universidad de Granada).

Las expectativas que, por otra parte, se siguen logrando vender a la población a través
de una educación férrea en torno a los valores del esfuerzo y la meritocracia, que
construyen ciertos relatos falsos en los que factores como la ventaja familiar, el tipo de
educación, la educación de los padres o el entorno social no influyen en el éxito individual
(Cabrera et al., 2020), infligen un sentimiento de presión a los jóvenes que acentúa el
estrés y la frustración. La tolerancia a esta última y otros componentes como la suerte, el
azar o el fracaso no están integrados en el conjunto de valores que se transmiten a los y
las más pequeñas, contribuyendo a que la auto-culpabilidad, la decepción y la
desesperanza se den en mayor medida tras situaciones de fracaso:

“Lo dice el medallista de oro, ¿no? Dice “esto demuestra que si tú te esfuerzas en la vida
al final todo lo consigues”. Bueno, ¿y los doscientos tíos que no han ganado nunca ni van
a ganar jamás? De esos no se habla. Es un poco ridículo […] Yo creo que la vida está
muy abocada al fracaso, y uno va coleccionando fracasos en todos los ambientes de su
vida. Quizá desdramatizar más el fracaso, hablar más de los fallos y no tanto de las

27
victorias. Creo que eso serviría para generar un humus donde las personas no se sintieran
tan mal cuando no les sale lo que quieren.” (Luis Gutiérrez, psiquiatra).

La incertidumbre y la ausencia de expectativas que mencionan varias de las personas


jóvenes que entrevistamos en el documental Sobre vivir contrasta en gran medida con la
calidad de la vida y la sensación de felicidad que estos se ven obligados a transmitir a
través de sus perfiles en las redes sociales: las dinámicas neoliberales que mencionaba
antes dictan la primacía de las emociones rápidas y positivas (Duerto, 2021), por lo que
no es deseable para los y las más jóvenes mostrar las contrarias en internet. Las redes
sociales, como parte fundamental de lo tecnológico hoy día, constituyen un marcador
fundamental en las identidades de la juventud, vertebrando cada una de sus prácticas, y
aglutinando una cantidad importante de tiempo dedicado a las mismas (Reguillo, 2013;
Duerto, 2021).

“La vida se ha hecho más difícil, se ha ido haciendo más difícil. Entonces, creo que las
nuevas generaciones son unas generaciones que están sometidas a una contradicción
brutal: por una parte, la vida cada vez es más dura y por otra, están obligados a presentarse
siempre en las redes sociales como triunfadores: que son felices, que son exitosos, todo
va genial. Tú abres Instagram y la vida es maravillosa, pero luego cuando se toman tres
cervezas, te dicen “uf”. Esa contradicción entre tener que presentarte como si estuvieras
hecho todo un triunfador y luego darte cuenta de que todo el mundo está hecho mierda.”
(Íñigo Errejón, diputado de Más País).

No es de extrañar, según esta lógica, que estas dinámicas tóxicas hagan de la población
joven un grupo social especialmente vulnerable, en el que proliferan con una creciente
frecuencia los trastornos mentales y también la conducta suicida. De hecho, la mitad de
los y las jóvenes españoles declara sufrir o haber sufrido algún problema de salud mental
(Ballesteros et al., 2020). El crecimiento de la morbilidad de la ansiedad y los ataques de
pánico en la población joven, que ponen de manifiesto que amplios sectores de la
población perciben la normalidad como amenaza física (Duerto, 2021), va unido al
aumento de conductas adictivas y al incremento de la recurrencia a medicamentos para
tratar de mantener un ritmo de vida productivo. España encabeza actualmente la lista
mundial en el índice de consumo de benzodiacepinas, medicamentos psicotrópicos
utilizados para tratar cuadros de ansiedad, insomnio y trastornos emocionales, según la
Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE, 2020). El consumo de
antidepresivos creció en 2021, además, un 6% en España (Ministerio de Sanidad, 2021).

28
Sin una mayor reflexión en torno a los desencadenantes culturales de esta angustia
existencial, parece existir una tendencia general a la medicalización de dichos problemas
y al abuso de sustancias para reducir su afectación en la medida de lo posible (Arizaga,
2007).

“¿Quién no se medica? Porque en mi entorno, todos. Todo el mundo se medica ya sea


para depresión, ya sea para la ansiedad, para trastornos ‘x’. Te planteas, vale, faltan
recursos psicológicos, pero aparte de eso […], de base hay algo que está fallando y es que
todos estamos mal. […] Creo que, a nivel social, con la gente con la que me he rodeado
y con la que hablo nos atraviesa mucho el vacío existencial, entonces ante esta situación,
¿qué haces? Pues los recursos que tengo a mano los cojo y que sea lo que tenga que ser
desgraciadamente.” (África Santiago, alumna de la Universidad de Granada).

Ante esta situación, ocurre que, en muchos casos, el entorno familiar de las personas
más jóvenes no frena la conducta suicida, sino que contribuye a precipitar su aparición.
Al margen de las dificultades cotidianas que cada persona pueda encontrar en su círculo
cercano, es común que los familiares que integran la generación de los padres y madres
o de los abuelos y abuelas no lleguen a comprender a las y a los más jóvenes, dado que
algunos de los mitos que ya no convencen a quienes se incorporan a la adolescencia sí
que funcionaban para ellos. Acompañando a las dificultades que la vida ofrece a
millenials e integrantes de la llamada ‘Generación Z’, ha surgido en estos grupos de edad
una mayor conciencia en torno a la salud mental, junto a cierta desmitificación de la
psicología clínica; algo que no termina de calar entre los familiares de los que la población
más joven depende económicamente:

“Los padres a veces piensan que nosotros no tenemos problemas. Ellos dicen que sí tienen
problemas porque tienen que pagar la luz, el agua, los gastos, y nos dicen que nuestro
único problema es estudiar. Así que cuando les dices que quieres ir al psicólogo, te dicen
que es una tontería.” (Noa, alumna del IES Salvador Dalí de Madrid).

“Los jóvenes de ahora están más concienciados con la salud mental, pero si los adultos,
que son los que nos tienen que pagar esos cuidados, no lo están, nosotros tampoco
tenemos medios. Dentro de unos años, sí, pero para entonces a lo mejor es tarde.”
(Alexandra Mihaela, alumna del IES Salvador Dalí de Madrid).

El factor de género también condiciona en gran medida la manera en la que las


personas perciben su situación contextual y el modo en que actúan en respuesta a la

29
misma. La condición genérica se interrelaciona con las circunstancias sociales y
económicas, afectando de distinta manera a hombres y mujeres con orientaciones
sexuales cualesquiera y pertenecientes a cada uno de los distintos grupos de edad. Todos
los estudios sobre el suicidio arrojan diferencias significativas en las tentativas de suicidio
y en los suicidios consumados entre hombres y mujeres: las mujeres presentan un mayor
índice de depresión diagnosticada y un mayor número de intentos de suicidio, pero son
los hombres quienes más lo llegan a consumar (INE, 2021).
Son múltiples los factores que influyen en estas diferencias y que es necesario tener en
cuenta. Algunos autores señalan que las diferencias biológicas y hormonales existentes
entre los diferentes sexos parecen influir en una tasa diferencial de depresión que expone
a las mujeres desde la adolescencia a un mayor riesgo de sufrir depresión que a los
hombres (Velázquez, 2013). La vulnerabilidad de hombres y mujeres a los trastornos
mentales de la conducta se articulan también con los factores estresores que se derivan de
las atribuciones culturales de género, que ejercen fuertes influencias en las personas y sus
cuerpos desde el nacimiento y que determinan sus roles sociales. Estos se plasman en la
manera en que las personas forman su personalidad, en su comportamiento y en su
cosmovisión particular, que se asemeja en mayor o menor medida al imaginario colectivo
sobre las características que corresponden a cada género. Las actitudes en torno a la idea
de quitarse la vida entran dentro de dichos roles, influyendo en la ideación y en la
conducta suicida, y afectando, en último término, a la letalidad del método empleado para
tratar de quitarse la vida.

“Las mujeres tienen una tasa de depresión mucho más alta que la de los hombres… Hay
muchos motivos, también motivos biológicos, relacionados con el ciclo menstrual, con el
papel que la mujer tiene en nuestra sociedad, de mayor sobrecarga… También se
relaciona con aspectos emocionales, el tema hormonal y emocional para las mujeres es
mucho más intenso. Eso explica que tengan más depresión.” (Luis Gutiérrez, psiquiatra).

Son varias las razones por las que las mujeres y los hombres presentan respuestas
diferentes ante el fenómeno del suicidio, siendo a su vez ambos géneros sometidos a
factores estresores diferentes (Rosenfield y Mouzon, 2013). Mabel Burín anticipaba en
los años 90 el malestar que suponía para la salud mental de las mujeres el tener que asumir
las imposiciones derivadas del rol de género femenino (Burín et al., 1991). Estas, fruto
de la reducción de la feminidad a la maternidad (Barroso, 2019), sobrecarga que recae
sobre ellas en la organización del espacio privado y los cuidados en el ámbito de la familia

30
(Smalley et al., 2005), aumentan la presión sobre las mujeres cuando tienen que
conjugarlas con el ámbito laboral. Sobre ellas pesa, además, todo un entramado histórico
de violencia simbólica, física y sexual, producto de la tradición patriarcal que impera en
la amplia mayoría de las sociedades, resultando en la nuestra en una brecha educativa, de
ingresos y autonomía entre ellas y los hombres a nivel histórico (Rosenfield y Mouzon,
2013). Desde la adolescencia, las mujeres llegan a internalizar trastornos que transforman
ciertos pensamientos negativos sobre sí mismas en diferentes formas de ansiedad y
depresión (Rosenfield y Mouzon, 2013).
Aunque el carácter de sociabilidad y la expresión de las emociones asociados a la
feminidad (Rosenfield y Mouzon, 2013) permite una mayor flexibilidad en los
mecanismos de adaptación o afrontamiento de situaciones complicadas entre las mujeres,
los trastornos mentales más comunes, como la ansiedad, la depresión y las
somatizaciones, presentan una prevalencia predominante en mujeres (Velasco et al.,
2007). Según el informe de alcohol, tabaco y drogas ilegales del Gobierno de España
(Ministerio de Sanidad, 2020), el 32,5% de la población estudiantil de 18 años confirma
haber consumido hipnosedantes – que engloban a los psicofármacos depresores del
sistema nervioso central, entre los que se encuentran los tranquilizantes, sedantes y
somníferos; los más habituales son las benzodiacepinas, barbitúricos y antidepresivos
(Rubio et al., 2009) – alguna vez en su vida, comenzando el consumo a los 14 años y
presentando las chicas siempre prevalencias superiores. En este período de edad, hasta un
15,5% de las estudiantes los han tomado alguna vez sin receta médica.
Según algunos estudios, la mayor aparición de depresión entre las mujeres podría estar
derivada del predominio de la reflexividad y la exteriorización de las preocupaciones,
pero también de la auto-culpabilización y el reproche a sí mismas, que difieren de las
estrategias que llevan los hombres a cabo (Rosenfield y Mouzon, 2013). Estas parecen
ser algunas de las razones por las que se ha producido un incremento significativo del
consumo de ciertas drogas entre mujeres, sobrepasando el consumo masculino en muchos
casos. Mabel Burín habla de “patologías de género” que llevan a la feminización de la
salud mental (Burín et al., 1993). Los medicamentos psicotrópicos son los más relevantes
en este caso, directamente relacionados con la necesidad de las mujeres de mantener el
cumplimiento de las exigencias que sus distintos quehaceres le exigen a diario. Los
Rolling Stones lo dirían de esta manera:

“Mother needs something today to calm her down

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And though she's not really ill, there's a little yellow pill
She goes running for the shelter of her mother's little helper
And it helps her on her way, gets her through her busy day”
(Jagger y Richards, 1966)

La biomedicina no da una respuesta convincente a la pregunta sobre por qué, aunque


los intentos de suicidio cometidos por las mujeres son más, el número de autolisis
cometidas por hombres es notablemente mayor. Las principales explicaciones en
respuesta a esta cuestión se derivan de las diferencias comportamentales de cada rol de
género y de los distintos patrones que mujeres y hombres siguen a la hora de pensar en
quitarse la vida. Mientras que las mujeres suelen tratar de hacerlo a través de métodos de
baja letalidad, los hombres lo intentan a través de medios más violentos, como pueden
ser los objetos punzantes, las armas de fuego o el ahorcamiento (Barroso, 2019):

“El motivo por el cuál se suicidan menos es porque normalmente las mujeres acuden a
intentos de suicidio de baja letalidad, intoxicaciones medicamentosas voluntarias… […]
El hombre es más testosterónico, más agresivo, más impulsivo, más fuerte. Y en ese
sentido, los consumos de sustancias están mucho más asociados a los hombres. Y esa
impulsividad, a la alta dependencia nicotínica, alcohólica, y en ese sentido, cuando
intentan suicidarse, los medios son más letales.” (Luis Gutiérrez, psiquiatra).

Por otra parte, ante los problemas que les preocupan, los patrones impuestos por la
masculinidad hacen que los hombres tiendan a desarrollar estrategias en las que no
intervienen la emocionalidad ni hay búsqueda de apoyo social (Rosenfield y Mouzon,
2013), guardándoselos para sí y pidiendo ayuda médica y psicológica en menor medida
que las mujeres (Hearn et al., citado en Smalley et al., 2005). Los hombres, además,
parecen reconocer menos frecuentemente que padecen depresión (Smalley et al., 2005;
Burín, 2007). Stack (2000) nombra varios elementos que interactúan en las tasas de
suicidio en hombres. Algunas de las más importantes son el abuso de alcohol, el impacto
de la competitividad y la impulsividad, el acceso a las armas de fuego o el fracaso en la
consecución del éxito económico, rol primario en la masculinidad tradicional (Stack,
2000): como el rol del mantenimiento de los lazos sociales y familiares recae
tradicionalmente sobre las mujeres, los hombres que, por alguna circunstancia vital,
pierden su trabajo o dejan de poder desempeñar su papel de sostén económico, pierden
parte de su propósito vital, fuertemente anclado a su identidad (Girard, 1993),
aumentando la sensación de fracaso. También media aquí la tendencia de los hombres al

32
establecimiento de vínculos sociales de menor calidad; en concreto, los hombres jóvenes
parecen ser particularmente vulnerables a la ausencia de apoyo emocional (Smalley et al.,
2015).
Si la condición de género es un elemento tan importante, determinando ciertas
actuaciones sociales por parte de los individuos, la adscripción a una identidad de género
y/o a una orientación sexual diferente a la hetero-normativa, impuesta por el sistema
biomédico y legitimada por el resto de las instituciones sociales desde el momento en el
que nacemos, puede desencadenar también en factores estresores y de aislamiento. Estos,
lógicamente, pueden condicionar el bienestar y la salud mental de cada persona.
Especialmente, cuando estas personas sufren crímenes de odio, persecuciones y eventos
traumáticos, así como homofobia institucional, lo que contribuye a la aparición de
elementos auto-culpabilizadores como la homofobia interiorizada. Son condiciones que
se articulan en ocasiones con la falta de apoyo familiar o religioso y las relaciones
dificultosas con iguales en el contexto educativo (Pineda, 2013). Estas situaciones
presentan una relación directa con la aparición de trastornos de como la ansiedad o la
depresión severa. Especialmente en edades tempranas, el hecho de no ajustarse al rol
masculino o femenino establecido y asignado al nacer según los caracteres biológicos y
hormonales de cada persona entrama un riesgo alto de exclusión social, persecución y
marginalización (Bagley y Tremblay, 1997). El acoso hacia menores con un
comportamiento diferente al aceptado por los roles de género asumidos (Smalley et al.,
2005), con distinta orientación sexual a la heterosexual y con diferente identidad sexual
a la denominada cisexual o cisgénero es una constante:

“Sí, claro, en el colegio, yo que soy gay; y evidentemente, pues claro, yo, que nací en el
año 1986, aunque poquito a poco parece que vamos dando pasos en ese sentido, pero
claro, yo soy de un pueblo de Granada, de Las Gabias, y al ser de un pueblo pequeñito,
que por aquel entonces tenía unos pocos miles de habitantes, evidentemente todo lo
diferente, ya sea por gay, por gafotas, por gordo, por flaco, por feo, por lo que sea.”
(Adrián, superviviente).

Más allá de las dificultades existentes entre las personas queer para encontrar, aceptar
y conciliar su propia identidad con el resto de círculos sociales en los que se hallan
inmersos, estas situaciones les generan malestar, desesperanza y aislamiento. Como
aclaran varios estudios, por tanto, la conducta suicida es significativamente mayor entre

33
jóvenes pertenecientes al colectivo LGBT, presentando un riesgo de suicidio alto
(Smalley et al., 2005).
Chris Girard (1993) citaba a Raynor (1982) para definir lo que entendía como
psychological career o ‘carrera psicológica’ como una serie de imágenes
correspondientes al pasado, el presente y el futuro de la escalera que es la vida de una
persona. En las sociedades industriales y postindustriales, la carrera psicológica de la
población está basada, mayormente, en los logros que cada persona realiza a lo largo de
su vida, derivado de una idea de desarrollo procedente del ideal neoliberal. Dichas
imágenes temporales sitúan el estado de cada persona en el presente y terminan por
inscribirse y construir su identidad (Girard, 1993). Cada una de ellas se negocia a través
de diferentes pasos, y hay ocasiones en las que un fracaso en el cumplimiento de un
objetivo o meta puede poner en peligro el sentido o el significado que cada individuo le
haya atribuido a su carrera psicológica entera, influyendo o siendo capaz de bloquear
futuros objetivos vitales (Girard, 1993). Estos significados vitales los comienzan a formar
las personas en torno a la adolescencia y a la adultez temprana, y su importancia parece
incrementar con la edad (Girard, 1993). Por tanto, cuando ocurren ciertas contingencias
que afectan a las diferentes carreras que cada persona está corriendo durante su vida se
puede originar un desequilibrio que desencadene en malestar y en la inestabilidad de su
propósito vital personal. Las contingencias a las que me refiero pueden ser circunstancias
familiares o sociales inesperadas, como la pérdida de un ser querido, un divorcio, el
suicidio de un familiar o la vivencia situaciones económicas desesperadas.

“Hay muchos estudios que demuestran cómo las familias que han tenido un suicidio en
su seno tienen el doble de probabilidades tienen el doble de probabilidades de que algún
miembro de la familia se suicide. O, por ejemplo, en familias en las que algún hijo se ha
suicidado, se duplica o incluso se cuadruplica esa posibilidad. Es decir, la muerte de un
familiar es un factor de riesgo importantísimo para un suicidio posterior.” (Fernando
Pérez Pacho, experto en psicología policial y postvención).

El surgimiento de la pandemia del COVID-19 fue una situación que afectó de manera
severa a muchas personas, haciendo tambalear gran parte de su vida, y a veces, de su
identidad:

“A nivel mental, verte de estar haciendo tu trabajo, que además en mi caso, es el trabajo
que me gusta, porque es el que yo elegí, y no concibo otra forma de vida que no sea estar
en un escenario haciendo cosas. Y a nivel mental es el mayor batacazo que te puedas dar,

34
con todo lo que conlleva a nivel social, a nivel afectivo en cuanto a familia, amigos y
demás; todo el mundo sufre, tú vas con el añadido de que te has quedado sin trabajo y no
sabes cuándo vas a volver a trabajar y cuándo te vas a volver a incorporar.” (Adrián,
superviviente).

Que esta situación se prolongue en el tiempo o se produzca en un momento de la vida


en el que gran parte de la motivación vital personal y de la carrera psicológica recae sobre
el cumplimiento de logros que no terminan de conseguirse puede explicar, en parte, que
los suicidios encuentren su incidencia más alta en personas de mediana edad, en torno a
los 40 y los 50 años de edad (INE, 2021). Es en torno a esta edad cuando muchas personas
consideran que no tienen ningún otro propósito en la vida o llegan a identificarse con el
sentimiento de estorbo u obstáculo a sus seres queridos:

“Había vivido de una forma muy intensa durante muchos años y estaba agotado. Es más,
había conseguido más cosas de las que yo nunca hubiese imaginado: como padre, como
salubrista, como psicólogo, como pareja… Entonces, realmente, decía “¿ya qué pinto
aquí?”” (José Luis, superviviente).

“El médico consideró que era un tema que tenía que tratar, entonces a mí me ingresó y se
puso a leer todo mi informe y llegó a mi familia y dijo “le vamos a dar de tres a seis meses
de vida” […] y cuando te dicen de 3 a 6 meses de vida, pues tú me dirás. Con tres niños,
de diferentes edades, eh, una muy pequeñita, y se te viene el mundo encima. Y dices “yo
soy un estorbo”.” (Patricia, superviviente).

Después, aunque existan algunas circunstancias que sigan siendo problemáticas y


afecten a las personas independientemente de su edad, las condiciones cambian. En la
tercera edad, el suicidio acompaña en muchos casos al proceso de envejecimiento, según
Ribot et al., (2012), donde ocurren ciertos cambios funcionales y estructurales en la vida
de un individuo, sufriendo este una disminución de la capacidad de adaptación ante
factores nuevos o estresantes (Ribot et al., 2012). Las personas ancianas sufren
transformaciones corporales que derivan en un deterioro físico y mental. El cuerpo, para
algunos, en estas circunstancias, adquiere una connotación negativa. Además, es de
señalar la disminución de la importancia de los acontecimientos externos,
incrementándose la interioridad de la persona (Ribot et al., 2012). Se da, por tanto, un
empobrecimiento del tejido relacional, por lo que la soledad se erige como uno de los
principales males en la tercera edad (López y Díaz, 2018). Estas limitaciones y las que la
sociedad les añade dificultan que las personas de edad avanzada, ante el incumplimiento

35
de algunos de sus objetivos vitales, puedan iniciar nuevos caminos (Girard, 1993), dando
lugar a una falta de motivación por la vida.

Suicidio en tiempos de pandemia: el COVID-19 y el capital social como factor


protector.
Como señalaba con anterioridad, la pandemia del COVID-19, que arreció en España
en el mes de marzo de 2020, supuso un cambio radical en las vidas de gran parte de la
población, obligándole a adaptarse a medidas que no encuentran precedente en la historia
reciente de nuestro país. La población mundial se enfrentaba al contagio de un virus que
hizo llegar al colapso a los sistemas sanitarios de muchos países que no estaban
preparados para reaccionar ante una pandemia. Frente al virus, se impuso la reclusión y
el distanciamiento social. Parte de la población tuvo que quedarse en casa durante
semanas, viendo alteradas sus relaciones sociales, sus espacios habituales de trabajo o
estudio, viviendo en soledad o viéndose obligada a compartir un mismo espacio durante
24 horas con sus familiares y parejas que, en algunos casos, también eran maltratadores.
Habría quienes no tendrían un espacio propio, ni los recursos digitales necesarios para
seguir conectados, online, a la escuela, al trabajo o a sus amistades y familiares. Se
reconfiguraron las maneras de relacionarse con los seres queridos que se encontraban
ahora en la distancia física; también las formas de trabajar, que se volcaron en el mundo
digital en aquellos espacios y empresas que conseguían sobrevivir a la crisis. Si se
trabajaba desde casa, la línea entre el espacio doméstico y el productivo se difuminaba;
el espacio público dejó de existir para mucha gente. Las niñas y los niños, también en
casa, quedaron a cargo de los familiares con quienes convivían y cuyo cuidado debió ser
compatibilizado con el resto de las tareas cotidianas.
De otra parte, hubo quienes no pudieron quedarse en casa. Bien porque no la tenían,
bien porque debían seguir trabajando en la producción y distribución de servicios básicos
a la población, o en las autoridades y servicios de emergencias y asistenciales, en el sector
del transporte público o dentro de un sector sanitario saturado. El riesgo al que estos
sectores estaban sometidos, lejos de sus viviendas o en contacto casi constante con
personas infectadas por el virus incrementaba en ellos el estrés, la ansiedad y el miedo al
contagio propio o al de sus familiares. La pandemia puso de manifiesto el efecto del
capital económico y social de los distintos grupos de población en su salud: la incidencia
de los contagios y la mortalidad por COVID fue más elevada en los distritos urbanos con
rentas más bajas (Checa et al., 2020; Mateo et al., 2020). En estos, la población

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trabajadora vio dificultada la reducción de la movilidad, pues participan de trabajos más
manuales que la población con rentas más altas – imposibilitando su adaptación al
teletrabajo –; tampoco disponían de los recursos necesarios para dejar su trabajo y, si se
movían, lo hacían usando el transporte público, lo que incrementó el riesgo de contagio
en las clases sociales más bajas (Checa et al., 2020). Como diría Miguel Guerrero, “todas
las personas estamos atravesando la misma tormenta, pero no todas vamos en el mismo
barco” (Guerrero, 2021).
A las pérdidas económicas que sufrieron muchas familias se les sumaron las de
algunos de sus seres queridos, que morían solos en los hospitales y sin haberse podido
despedir. La pérdida del empleo, el aumento del abuso de sustancias, la pérdida de la
comunidad y del apoyo religioso, o el incremento de la compra de armas – en Estados
Unidos – son algunos de los factores de riesgo que intervienen en la conducta suicida y
que han sido documentados en la literatura que versa sobre los primeros meses de la
pandemia (Gunnell et al., 2020; Reager et al., 2020).
La pandemia originó en la población un clima de tristeza social y de miedo que,
durante las primeras semanas, pareció un tanto apocalíptico, pero que comenzó a
normalizarse lentamente conforme pasaba el tiempo. La soledad, la reclusión y el
aislamiento físico y social comenzaron a hacer mella en la salud mental y física de la
población (Reager et al., 2020, Mughal y House, 2021), desencadenando un malestar que
persistiría hasta tiempo después del confinamiento, especialmente dentro de los sectores
más vulnerables de la población. Dentro de ellos estaban quienes padecen trastornos
mentales que no pudieron ser atendidos por un sistema de salud desbordado. Además, en
los grupos de población que se enfrentan a una mayor adversidad económica, la atención
sanitaria insuficiente se conjugó con la escasez de ayudas estatales (Gunnell et al., 2020).
Mientras, los teléfonos de atención a la conducta suicida y los de emergencias registraban
récords de llamadas diarias recibidas (Teléfono de la Esperanza, 2022; Sánchez, 2021).
De esta manera, parece obvia la necesidad de análisis de la pandemia del COVID-19
como factor de riesgo para la ideación y la conducta suicida (Moutier, 2020):

“Sí hay una evidencia muy clara, y todos los estudios lo están concluyendo: es que la
pandemia como un factor ambiental, como un factor contextual, está incidiendo
negativamente en factores de riesgo que sí están bien documentados en el suicidio. A
cuenta, por ejemplo, de la incidencia en la prevalencia de los trastornos mentales, de los
trastornos psicológicos, el aumento del abuso de drogas, el mayor nivel de soledad
percibida, del sentimiento de pertenencia frustrada, situaciones de drama que generan

37
estrés postraumático, perdidas, no solamente de familiares, que han sido terribles, sino de
salud…” (Miguel Guerrero, responsable de la Unidad Cicerón de Prevención e
Intervención en Suicidio de la Costa del Sol de Málaga).

De hecho, ha sido la situación vivida durante el primer año de la pandemia del


coronavirus el factor precipitante de la ideación y la conducta suicida de varias de las
personas con las que hablamos en el campo, también de los suicidios de algunos y algunas
de sus familiares:

“Yo creo que fue por el COVID, porque en marzo estuve con ella y estaba fenomenal, o
sea, hablábamos de todo […] luego llegó el confinamiento, el día 14 nos metieron a todos
en casa y hablaba con mis padres por Skype y todo parecía estar bien. Cuando pudimos
volver a reencontrarnos yo la vi muy ausente, más negativa, decía que todo estaba mal,
que no sabía por qué pero que tenía angustia. Ahí me di cuenta de que algo no iba bien.”
(Virginia, superviviente).

“Con todo lo que traía ya de atrás, esto ha sido ya la puntilla. Por mi forma de ser, siempre
he tenido un carácter más pesimista, más depresivo. Pero al, de repente, caerte este jarro
de agua fría, pues ya te quedas… Yo, además, tengo el agravante de que vivo solo, con
lo cual lo que es la pandemia fuerte, la parte de lo que es el encierro, la pasé
completamente solo en mi casa. Estuve dos meses sin tocar a nadie.” (Adrián,
superviviente).

El COVID-19 ha hecho patente la necesidad que tienen las personas de una atención
pública universal, de calidad y con los recursos necesarios para poder atenderles,
especialmente en situaciones de crisis. Y, quizá por el hecho de que las afectaciones a la
salud mental y el malestar se han dejado notar en una gran mayoría de la población
durante este período, el debate en torno a la salud mental se ha desplazado lentamente
desde las periferias a círculos más centrales del debate público. Los alarmantes datos en
torno a la creciente prevalencia del suicidio en la población, activando a los medios de
comunicación, han contribuido a que se dé un cambio en la percepción social sobre el
suicidio, que hasta ahora se encontraba oculto de manera férrea. Así, el 11 de septiembre
de 2021, una jornada después del Día Internacional para la Prevención del Suicidio, se
celebró en Madrid la primera manifestación multitudinaria en España por la visibilización
de este problema. Antes de esta, de la mano de la plataforma STOP Suicidios, se produjo
la entrega al Ministerio de Sanidad de un millón de firmas para la creación de un plan
nacional de prevención.
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La reacción de la sociedad en España respecto a la salud mental, seguida por detrás
por algunos conatos en las instituciones, que comenzaban a abordar con timidez el
problema del suicidio, señala la línea a seguir, dentro de un plan nacional de prevención
del suicidio en el que estén integrados todas las instituciones estatales. La literatura que
documenta la correlación entre el suicidio y la pandemia hace ver las fallas existentes en
el sistema de sanidad público ya en los tiempos previos a la pandemia, y que necesitan
ser reforzadas urgentemente. A su vez, estos estudios señalan varias líneas de acción a
implementar para reducir de manera eficaz el número de suicidios. Las trataré algo más
adelante.

3.2. La construcción del suicidio como tabú


“Yo, lo primero que pensé cuando llegamos al forense y nos dio todas las cifras y nos
explicó todo, dije “pero, ¿cómo es posible que no supiéramos nada de eso? ¿cómo es
posible que esta sea la segunda causa de muerte en España después de la muerte natural
y no tuviéramos ni idea?”.” (Carmen, superviviente).

La criminalización del suicidio: La formulación de la concepción social en el


entorno.
Ya se han definido en el marco teórico de este trabajo los elementos y circunstancias
que rodean al suicidio en diferentes entornos sociales y culturales, mediante el análisis de
la intencionalidad y las expectativas que las personas que intentan quitarse la vida tienen
sobre este hecho antes de hacerlo o el mensaje que desean transmitir al resto de personas
que conforman su círculo social. La concepción social de la muerte, el estado y el estatus
del suicida en vida o el método efectuado para suicidarse condicionan la reacción de las
instituciones frente al fenómeno de la muerte autoinfligida.
Si el concepto tabú se asocia en la etnografía clásica a la división entre los pueblos
primitivos y los civilizados, atribuyendo la categoría de tabú a aquellas figuras, objetos o
acreedores de poder que adquirían carácter sagrado y resultaban intocables (Calvo, 2011),
pero también a lo considerado como maligno o impuro en sociedades agrupadas en tribus
o jefaturas, traslado el término al tema del que trato definiendo esta categoría como algo
que está prohibido. Las razones de su prohibición radican en los mitos comunes que
movilizan a una comunidad, en la que infringir ciertas normas establecidas podía derivar
en un peligro hacia la misma (Calvo, 2011). El carácter sagrado del tabú en las sociedades
preindustriales configuró el carácter religioso del temor a la infracción de la norma. Las

39
instituciones religiosas serían partícipes, de esta manera, del desarrollo de mecanismos
sociales e instituciones que controlasen y que sancionasen la infracción respectiva. El
temor social a la misma fomenta la presencia del tabú en todas las etapas de la vida de las
personas, ejerciendo un impacto psicológico desde la infancia que se manifiesta en el
lenguaje (Grimes, 1978). Así, las categorías conceptuales tabú conllevan la presencia de
ciertos mecanismos de evocación y evasión en el nivel del habla y del pensamiento
(Grimes, 1978).
A la tragedia que supone para el entorno social el hecho de que el suicidio sea una
manera de morir considerada no natural e inesperada se le suman otras concepciones
negativas derivadas del hecho de que es el suicida quien, voluntariamente, acaba con su
propia vida. Según Staples y Widger, la visión que cada sociedad tiene o atribuye al
suicidio no termina en el hecho de la muerte, sino que se configura en lo que se sucede
después (Staples y Widger, 2012). En este sentido, la gravedad que el suicidio supone
puede modificarse, relativamente, según el mensaje que el entorno más cercano transmite
al resto de la sociedad tras la muerte de la persona en cuestión. Siguiendo las lógicas
definidas con anterioridad en torno a categorías como la clase social, el género y la
condición social en general, estas categorías también influirán en cómo de bien o mal
visto esté el suicidio de una persona.
Como avanzaba anteriormente, fue la iglesia la institución que criminalizaría el
suicidio en nuestra sociedad, calificando la muerte autoinfligida como un pecado
cometido en contra de los designios de Dios. La idea del bien común o de la voluntad
general residía en la pervivencia y en la creación de lazos sociales entre voluntades
individuales que atendieran al bien superior, desestructurándose si cada persona pudiera
decidir quitarse la vida a su antojo (Morin, 2001). Por tanto, la idea del suicidio, como la
del homicidio, subyacen a la misma idea: disponer de una vida que sólo concierne a Dios
(Morin, 2001). Durante la Edad Media y el Antiguo Régimen, el suicidio fue un crimen
penado, y el derecho medieval contemplaba la existencia de penas cuya aplicación se
podía efectuar tanto sobre la condición social de la familia como sobre el propio cadáver
(Morin, 2001). No es casual, pues, que, siguiendo a Alejandro Morin, el suicida o
desesperado, como negador de los poderes divinos, fuesen denominados también como
apóstatas en el medievo (Morin, 2021).
La sociedad, de alguna manera, se sentía injuriada por la decisión del suicida, dando
lugar en numerosos contextos a la exclusión del suicidio, que se constituiría como una
acción reprobable moral y legalmente (Morin, 2001). Esto iba de la mano de la

40
culpabilización a la víctima y a su entorno familiar, a quienes el suicidio de un ser querido
les conminaba y les conmina un sentimiento de vergüenza, especialmente en los entornos
rurales. Esta culpabilización, que acompaña a otros sentimientos en su entorno, se derivan
de una no-naturalización del fenómeno, así como de la incapacidad de comprender la
situación por la que la persona que se ha suicidado estaba pasando en vida.

“Este tema se ha convertido en un tema un poco tabú, porque es una auténtica vergüenza
para la familia. Cuando en una familia hay un suicidio consumado, pues todo el mundo
piensa que se ha equivocado, que ha fallado, y deja a esos supervivientes del suicidio, que
se sienten muy culpables. Y por muchos temas eso se ha tapado, no se ha hablado, se ha
evitado.” (Luis Gutiérrez, psiquiatra).

Si bien es cierto que el suicidio se encuentra completamente despenalizado a nivel


legal en nuestro contexto, la sombra del tabú sigue estando presente en los textos
legislativos modernos, en los que se pena la asistencia al suicidio de otra persona o se
invalidan los seguros de vida en caso de suicidio (Morin, 2001). El estigma también
enturbia los acercamientos legales que pueda haber en torno a la regulación del suicidio
asistido en situaciones en las que las situaciones vitales que causan el malestar no puedan
ser alteradas.
Entre otros factores, estas prácticas permiten la persistencia de gran cantidad de
nociones negativas sobre este fenómeno, evitando que este se encuentre normalizado en
nuestra sociedad. Al aludir al suicidio en conversaciones cotidianas, son comunes las
reacciones de evitación y de incomprensión, relacionándolo en muchos casos con la
enfermedad mental grave. La persistencia de algunas de estas sanciones sociales
promueve la inacción ante un problema social que, por las cifras que presenta en todo el
mundo, debería movilizar otro tipo de atención.

“Hemos tenido mucho tiempo oculto el problema de la salud mental. […] Cuando tú
planteas el tema de la locura, es como algo que les afecta a terceros, pero que nunca llegas
a comprender el por qué pasan esas cosas o no tomas interés en ello hasta que realmente
lo vives. Entonces yo, primero, creo que es un tema de ocultamiento. Segundo, es un tema
de que quizá por estar oculto, pues se ha ido como camuflando en que realmente no estaba
presente en la sociedad. Las familias no hablan de estas cosas, incluso en un momento
determinado está mal visto, o te puede generar un estigma. Entonces es una realidad que,
al no estar presente, pues de alguna manera tampoco se le pone remedio.” (José Luis,
superviviente.)

41
De la exclusión legal a la exclusión médica: el estigma de la salud mental.
El abandono paulatino del suicidio del campo del delito se sigue, simultáneamente,
con la inclusión del término en el campo de la insania: las prácticas que despenalizaban
el suicidio lo hacían a través de la multiplicación de los diagnósticos de locura (Morin,
2001). Partiendo de un determinismo biológico, el paradigma biomédico de la salud, que
se erigió con fuerza de la mano del modelo anatomo-clínico de la salud el siglo XIX,
separaría la salud física de la psíquica, definiendo que las causas de la enfermedad radican
en un desequilibrio o anomalía física en alguna parte del cuerpo (Martínez, 2007). Esto
dio lugar al surgimiento diferentes especializaciones en la disciplina médica para cada
una de ellas (Martínez, 2007).
Además de la universalización de las causas de la enfermedad y la negación por parte
de la biomedicina de las influencias culturales de la misma, esta división, junto con la
ausencia de la tecnología necesaria para explorar el cerebro humano, implicó que el
ámbito de la psique quedase relegado, resultando un enigma para la comunidad médica.
El determinismo biológico se tradujo, en corrientes como la neokrapelinista, hegemónica
en la psiquiatría, en clasificaciones asociales y aculturales de los trastornos mentales – en
manuales de diagnóstico de la Asociación Americana de Psiquiatría como el DSM-III, el
DSM-IV o el DSM-V –, sin tener en cuenta los contextos particulares (Martínez, 2006).
Los trastornos mentales serían englobados a nivel popular dentro del concepto de locura,
favoreciendo la aparición del estigma sobre las personas que los padecían. Este se
convertiría en un mecanismo estructural a través de la movilización de actitudes negativas
de la mayoría de la población hacia las personas con trastornos mentales, que también lo
internalizarían, perdiendo el estatus social del que gozarían de otra manera (López et al.,
2008). Si, como escribía antes, la autolisis se vincula fundamentalmente a la existencia
de trastornos mentales, las personas con conducta suicida entran bajo el paraguas del
estigma y quedan fuera de toda comprensión. La concepción social de la locura y el
aislamiento de las personas con trastornos mentales en instituciones de reclusión, como
los asilos y los hospitales psiquiátricos, contribuyeron a la prolongación de esta dinámica
(López et al., 2008).
El peso del estigma sobre la salud mental llega hasta nuestros días, encontrando en la
población sentimientos de rechazo y temor, traducidos en un distanciamiento social de
las personas que padecen trastornos mentales. También de las que revelan haber pensado
en quitarse la vida alguna vez. Las actitudes hacia la enfermedad mental, eso sí, van
variando según el contexto sociocultural y educativo, y según la normalización social que

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cada trastorno presente en estos (López et al., 2008). Aunque hay una base común de
rechazo, son los trastornos menos comunes los que aún entran en la categoría tradicional
de locura. Estos, tomando como ejemplo la esquizofrenia, suelen presentar en el
imaginario social vinculaciones estereotípicas con la violencia y la imprevisibilidad de
las acciones de la persona que los padece (López et al., 2008). Estas personas, por su
parte, continúan sufriendo situaciones de discriminación por su condición social. Todas
aquellas que tienen ideaciones suicidas, padezcan o no trastornos mentales, presentan
dificultades para contarlo o pedir ayuda:

“Se matan diez al día; esto no significa que lo intenten diez, lo intentan muchos más. Se
quitan la vida diez personas cada día. Si fuera cualquier otra cosa no estaríamos hablando
de ningún otro tema. […] O sea, si se matan diez al día, esto significa que tú y yo
conocemos mucha gente. Y yo no lo sé, porque yo, ninguno de mis amigos o familiares
me ha dicho nada de esto, nadie me ha dicho “mira, es que me ha pasado…”, porque no
se cuenta, porque se vive con vergüenza.” (Íñigo Errejón, diputado de Más País.)

Los medios de comunicación y las instituciones, como reflejo un tanto fiel de la


sociedad que representan, asumen esa visión social en torno a la salud mental y en torno
al suicidio. A pesar de los enormes pasos dados dentro del ámbito de la psiquiatría para
el tratamiento de los trastornos de salud mental y a pesar de la reciente medicalización de
problemas cotidianos a la que ya he hecho referencia, el tratamiento público que se realiza
respecto a la población con trastornos mentales o con malestares que afectan a la salud
mental y a la conducta suicida sigue aun reproduciendo el tabú. Esto se efectúa por medio
de la inacción institucional frente a la problemática del suicidio, además de la destinación
de insuficientes recursos para la atención pública a la salud mental. Del entramado
legislativo en torno a este ámbito y los recursos disponibles en España contra el suicidio
trataré más adelante.

El papel de los medios de comunicación. Del silencio al ‘boom’ mediático.


Los medios de comunicación son uno de los agentes más influyentes en la emisión de
información sobre el suicidio en nuestro país (Herrera, Ures y Martínez, 2014). En el
ámbito del periodismo, las recomendaciones éticas para la comunicación se recogen en
códigos éticos y libros de estilo que cada medio o cadena prescribe, estableciendo
fórmulas mediante las que tratar ciertos temas que puedan tener efectos negativos en la
población (Durán y Fernández, 2020). El suicidio es uno de ellos. No sería hasta el año

43
2000 cuando la OMS publicaría un informe en el que incluía recomendaciones para los
medios de comunicación sobre el tratamiento del suicidio, dejando claro que es necesario
informar sobre los casos de suicidio. Antes de esto, y por norma general, la autolisis no
se ha tratado, o se ha tratado de manera escasa en los manuales de estilo. Cuando se ha
hecho, se ha impuesto la evitación del tratamiento del suicidio en los medios, con salvadas
excepciones que obedecían a casos en los que el suicidio es cometido por una
personalidad conocida o en los que subyace un “hecho social de interés general” (APIB,
2018).
Estas directrices obedecían, principalmente, al temor de suscitar un efecto llamada,
como lo hizo en su día la publicación de la novela Las desventuras del joven Werther,
una novela de Goethe (1774) que provocó una oleada de suicidios en Europa, designando
desde entonces esta mímesis como ‘efecto Werther’. Además, en muchos libros de estilo
se mencionaba que las apariencias que subyacían a cada caso particular del suicidio no se
correspondían con la realidad, por lo que era mejor evitarlos por completo. Las y los
profesionales de la psicología y la psiquiatría abogaban por el silencio en los medios y
estos, por lo general, obedecían a dichos códigos, si bien, de vez en cuando, trataban el
tema desde el sensacionalismo y el morbo en busca de repercusión mediática.
Con el aumento de las cifras sobre la mesa, esta fórmula no se tradujo en la reducción
de los casos de suicidio. Más bien, lo que se produciría sería la invisibilización del
problema, contribuyendo a la perpetuación del estigma en torno a la muerte autoinfligida
en la sociedad.

“Es un tema que está ahí y durante muchos años hemos estado muy reprimidos los medios
de comunicación. […] Cuando empecé a trabajar, la consigna era no hablar del suicidio
porque podía producirse un efecto llamada o imitación, o era, de alguna manera,
consolidar o fomentar el suicidio, cosa que yo tampoco jamás entendí; pero se acataba,
se asumía como un acuerdo tácito para no hablar del suicidio cuando es liberador que, de
repente, ese problema que te está machacando, ese problema que te obsesiona, se ponga
en antena.” (Lourdes Lancho, periodista en la Cadena SER).

Con la intención de prevenir el suicidio, promoviendo el conocido como ‘efecto


Papageno’, la tendencia en los libros de estilo y códigos éticos da un giro, impulsado por
las recomendaciones de la OMS del año 2000: se debe informar sobre los suicidios,
aunque siguiendo una serie de instrucciones. Estas pasan por tener en cuenta los
sentimientos de los familiares de la persona que se ha quitado la vida, manejando la

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información con sensibilidad y cuidado, de manera que la información no sirva en ningún
caso como estímulo para cometer un suicidio. También se alude a la importancia de tratar
con profundidad el tema, abordando la complejidad que este entrama (Durán y Fernández,
2020). Las instrucciones más señaladas son la evitación de la simplificación de las causas
de cada suicidio, el contar con fuentes expertas para informar, el mantenimiento del
anonimato de la víctima; no revelar fotografías, información sobre el método utilizado ni
sobre la ubicación concreta en la que se ha producido el suicidio, no relacionar la autolisis
con valores románticos u honorables o con conceptos como el escape o la salida a los
problemas, y ofrecer alternativas y ayuda mediante la alusión a los teléfonos de atención
disponibles. También parece ser recomendable que el suicidio no se trate en las secciones
de sucesos ni que aparezca en portada en la prensa (APIB, 2018). Estas instrucciones se
recogieron de manera oficial en España por la Asociación de Periodistas de las Islas
Baleares, concretando las recomendaciones de la OMS con la ayuda del Colegio Oficial
de Psicología de Baleares (Duran y Fernández, 2018).
En muchos de los casos, sin embargo, los enfoques que se transmiten desde los medios
de comunicación hoy día en las piezas en las que tratan el suicidio, especialmente cuando
el o la protagonista del mismo es alguna personalidad famosa, dista mucho de lo que los
códigos éticos dictan. Por lo general, es habitual la transmisión de concepciones negativas
sobre el suicidio en los medios, vinculándolo con algo reprobable. La emisión de juicios
de valor interviene en este sentido. Olmo y García señalan que esta tendencia es marcada
en el canal público autonómico andaluz, Canal Sur (Olmo y García, 2014). Según el
análisis de piezas dedicadas al suicidio en los medios de prensa más leídos en nuestro
país, en concreto en El Mundo y El País, se suele incumplir el código ético de varias
maneras: Es común que se explicite el método empleado, que se simplifique siempre la
información sin aludir a la multicausalidad del suicidio, referenciando la existencia de
trastornos mentales en muchos casos, y, finalmente, que se emitan juicios de valor (Durán
y Fernández, 2020). En el caso de El País, también se vulnera el código ético al no contar
con fuentes expertas en el proceso de producción de la información. Por otra parte, sí que
se cumple, por norma general, el mantenimiento del anonimato y la ausencia de material
gráfico sobre el suicidio (Durán y Fernández, 2020).
Desde el surgimiento de la pandemia, el silencio que reinaba en los mass media
españoles en torno a la problemática del suicidio ha parecido terminar de desaparecer. En
los últimos años, los medios de prensa nacionales y regionales han multiplicado la
publicación de noticias sobre el suicidio, en especial cuando hay menores implicados y la

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autolisis se concibe como desenlace de una situación de acoso escolar (Blanco y Cano,
2019). Los últimos informes sobre los datos anuales vinieron acompañados de
pormenorizados reportajes en todos los diarios de tirada nacional (Marchena, 2021;
Asuar, 2021). La urgencia acerca de la salud mental y la incidencia del suicidio en España
ha impulsado la repercusión de este tema en los medios, así como también lo ha hecho,
en mayor o menor medida, en el resto de los sectores sociales. Lo que sí parece estar claro
es la necesidad de tratar el suicidio desde una perspectiva informativa, normalizadora y
desestigmatizadora, validando las distintas experiencias de sufrimiento en la población y
ofreciendo herramientas a los y las espectadoras para encontrar alternativas.
Del fenómeno del suicidio también se han hecho eco en la industria cinematográfica,
un sector que, en la época de las plataformas de streaming, ejerce cierta influencia y
propicia la aparición de nuevos modelos sociales (Fraticelli y Antivero, 2019). El caso
más sonado es el de la serie de Netflix ‘Por trece razones’ (Incaprera, 2017), cuyo
tratamiento del suicidio en sus inicios suscitó la polémica entre los y las profesionales de
la educación y la psiquiatría. Esta serie muestra una narrativa potente y sensacionalista
que puede llegar a romantizar el suicidio (Navarro, 2019). De hecho, el mes posterior al
estreno de la misma, la tasa de suicidio de las personas entre 10 y 17 años incrementó un
28,9% en Estados Unidos (Navarro, 2019). Otras producciones, por otra parte, pueden
servir como ejemplo para tratar el suicidio en la industria del cine. Es el caso de la serie
de animación ‘Cortar por la línea de puntos’ (Rech, 2021), también en la plataforma
Netflix, que, aunque recurre a un fuerte componente emocional para movilizar a la
audiencia, naturaliza el suicidio y subraya la importancia de comprender su
multidimensionalidad.
Como productor y guionista de un documental sobre el suicidio al que se puede acceder
en una de las plataformas de streaming con mayor cuota de consumo de España, subrayo
la importancia de emitir información sobre el suicidio de manera veraz, honesta y sensible
con la población general y con el entorno cercano a las víctimas. Los medios de
comunicación representan una gran oportunidad para divulgar conocimiento. Este puede
transmitir mensajes que puedan servir como herramientas de cambio a la población. En
el caso del suicidio, es necesario un tratamiento en los medios con profundidad y
utilizando un enfoque desde todos sus ángulos. Siguiendo las recomendaciones que la
OMS publicó en 2019 para la prevención del suicidio en los medios y las artes escénicas,
debemos contar historias reales, recurriendo a profesionales sobre el tema, desmitificando
el suicidio y ofreciendo recursos de ayuda (OMS, 2019). Sobre vivir no es solo una

46
plataforma para ello, sino también una herramienta educativa, de concienciación y de
prevención que se pretende llevar a aulas y ayuntamientos en España.

La salud mental, para quien se la pueda pagar. Recursos disponibles en España


en torno a la salud mental y el suicidio.
Las consecuencias de la construcción social del suicidio como tabú se manifiestan
tanto en el abordaje que se le da a la autolisis en la sociedad en su conjunto como en las
instituciones políticas, que son las agencias que hacen efectivas de iure las demandas y
las normas sociales. Cabe pensar en que la existencia de un tabú en torno a una
problemática derivará también en el silencio institucional respecto a la misma, por lo que,
en el caso que me ocupa, el tabú que se cierne en torno al suicidio podría determinar la
cantidad y la calidad de los recursos que lo abordan en las políticas públicas.
Con el objeto de concluir un análisis profundo sobre la situación del suicidio en España
en la actualidad, pretendo finalmente hacer una breve revisión sobre las percepciones del
suicidio entre los agentes que deben interceder para reducirlo. Parto del abordaje jurídico
del suicidio en España para estudiar los efectos que esta tiene sobre los recursos
disponibles, así como las concepciones y actitudes del personal profesional en concreto,
y el resto de las personas que integran la muestra de esta investigación, tanto en relación
al suicidio como a los recursos destinados al mismo.
La Proposición de Ley General de Salud Mental del pasado mes de septiembre de
2021, aún en trámite, data la insuficiencia de la exactitud en torno a los datos
epidemiológicos por el estigma, así como la comparación negativa entre el gasto público
y las ratios de profesionales en los ámbitos de la salud mental en la sanidad pública
respecto a otros países de nuestro entorno. La totalidad de las personas entrevistadas en
esta investigación coinciden con la insuficiencia de recursos para una atención adecuada
a las personas con conducta suicida:

“Te derivan al departamento de psiquiatría, esta cita tarda muchísimo en llegar, con lo
cual al final no tienes más remedio que acudir a la vía privada. Yo me pregunto qué
ocurrirá con las personas que no tienen medios económicos para poder acudir a un
psiquiatra privado.” (José Luis, superviviente).

“Si no somos suficientes profesionales, no tenemos la capacidad de asumir ciertos cupos


y las citas se prolongan. En vez de citarles cada dos semanas, les tenemos que citar cada

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dos meses. Esto en salud mental […] es súper difícil para mantener un tratamiento de
calidad.” (Luisa Costa, médico de atención primaria en Madrid).

“Una persona con depresión moderada grave necesita ser vista una primera vez y, al
menos, una vez semanal en el siguiente mes, o mes y medio, hasta que la persona empieza
a mejorar. Eso para nosotros es imposible en este momento. Las agendas están llenas.”
(Ventura Olea, director del área de Psiquiatría del Hospital de Jaén).

“Aquí es donde tiene que entrar la sanidad pública a poner los medios para poder ayudar
a la gente a salir de esto, ¿no? Porque yo, gracias a Dios, me pude pagar un psiquiatra
privado, una psicóloga privada, pero es que eran 500 euros al mes mínimo. Pero es que
eso no se lo puede permitir la gente.” (Javier, superviviente).

Por otra parte, llama la atención la alusión por parte del sector profesional sanitario
en torno a los protocolos, las creencias y las actitudes que refuerzan el estigma dentro del
sector, siendo además los responsables directos del cuidado de las personas en situación
de crisis suicida:

“Actualmente no tenemos una guía de triaje específica para atender a estas personas. Sí
tenemos una entrada de llamada, tipificadas como amenaza suicida, fíjate qué nombre tan
brutal, una de las cosas que tenemos que hacer es cambiar el lenguaje, porque eso ya tiene
unas connotaciones muy negativas que pueden afectar a una comunicación real y
adecuada con la persona que está al otro lado del teléfono. […]

La atención a la urgencia mental es mucho más variable y tiene peor calidad que la
atención a la urgencia física. Porque es algo en lo que nunca nos hemos formado. […]
Repetimos los mitos que hay “solo quiere llamar la atención”; “si de verdad quisiera
hacerlo ya lo habría hecho”… Yo he visto a compañeros y compañeras mías repitiendo
todavía esto, y yo a lo mejor también lo pensaba antes de tener formación. Con una
formación específica cambiaríamos ese chip que necesitamos para validar el sufrimiento
de esa persona.” (Susana de Castro, enfermera de emergencias en Jaén)

Además de a través del incremento de las ratios mínimas de profesionales, la nueva


Ley General de Salud Mental busca, entre otras cosas, romper con las dinámicas pasadas
en torno al suicidio en la legislación española, adoptando un Plan Nacional de Prevención
del Suicidio, incluyendo el nuevo número de tres cifras de atención a la conducta suicida,
blindando el derecho a la protección de la salud mental, formando al personal educativo
y luchando contra el estigma. Algunas de estas medidas ya se han implementado: la línea

48
de atención a la conducta suicida, el 024, está en marcha desde el mes de mayo y recibe
entre 600 y 700 llamadas diarias; 241 del total de las mismas, de personas en situación de
suicidio en curso (López, 2022).
Sin embargo, los esfuerzos mayoritarios en materias de prevención, intervención y
postvención11 han sido y están siendo llevados a cabo, en mayor medida, por parte de las
asociaciones de supervivientes, teléfonos de atención privados e iniciativas que
promueven actuaciones en el ámbito de la formación y la prevención (Blanco, 2018a).
Cristina Blanco subrayaba antes de la pandemia la escasez de recursos y dedicación en
varios flancos: el tratamiento del tema en los centros escolares, la atención a los
supervivientes y la investigación social (Blanco, 2018a).

4. Conclusiones
Con cifras preocupantes en España y en el resto del mundo, el suicidio se ha
conformado como una problemática social de relevancia y que pone de manifiesto la
toxicidad de las dinámicas que subyacen al modo de vida predominante en nuestra
sociedad. La pandemia ha acentuado el malestar que gran parte de la población, y en
mayor medida los grupos con más vulnerabilidades, sufrían en su día a día, afectando
directamente a su salud mental. En muchas ocasiones, determinadas experiencias vitales
han hecho de estos sufrimientos algo insoportable, llevando a quienes los viven a pensar
en quitarse la vida. Muchos han llegado a hacerlo.
Desde un enfoque multidisciplinar, pero bajo la lente de la antropología social, mi
trabajo en torno al suicidio ha querido aportar a la investigación sobre el suicidio un
análisis riguroso acerca de las condiciones culturales que influyen en la conducta suicida,
con la firme opinión de que limitarse a las explicaciones biológicas y psiquiátricas limitan
el estudio de un fenómeno que es complejo y multidimensional; y reducen a los pacientes
a los dictados de su código genético. La capacidad de agencia de las personas, así como
sus contextos vitales, influyen tanto o más que las condiciones físicas que determinan su
salud mental y favorecen la aparición de ciertas conductas, por lo que cabe cierto margen
de acción para la reducción del número de suicidios más allá del suministro de

11
La postvención es definida como la atención, de cara a la recuperación, a las personas tras un intento de
suicidio fallido en primera persona o tras una tentativa o suicidio consumado en el entorno cercano
(Andriessen, 2009). Entre las consecuencias de experimentar el suicidio de un miembro del círculo social
cercano, una persona puede experimentar ideaciones suicidas, duplicándose la probabilidad de cometer
suicidio (Montes, 2022). Por ello, en algunos casos, las actividades de postvención se pueden concebir
también como instrumentos de prevención del suicidio (Andriessen, 2009).

49
medicamentos. El estudio de los factores contextuales respecto al suicido ha determinado
que todos ellos pueden mediar como elementos estresores para la aparición de la conducta
suicida. Las diferentes condiciones inherentes a la edad, al género, la clase social, el
aislamiento involuntario, el impacto del suicidio en determinadas zonas geográficas y las
vivencias que cada persona experimenta a lo largo de su vida pueden conducir a que el
sufrimiento, inherente a la vida humana, pueda volverse insoportable. La seriedad de este
problema incrementa cuando, según los datos epidemiológicos actuales, la vulnerabilidad
ante el suicidio aumenta sustancialmente en toda la población: nos podría pasar a
cualquiera.
El hecho de que este fenómeno haya sido construido como tabú ha contribuido al
silencio social, institucional y mediático en torno al mismo, que no se ha comenzado a
resquebrajar hasta que una mayoría de la población ha reclamado el derecho a mantener
una salud mental digna. En este sentido, son las instituciones políticas las que deben
ejercer de centinelas para tratar de no incrementar el sufrimiento humano, sino para
aliviarlo, garantizando el cumplimiento de derechos fundamentales en pos del bienestar
público.
Para ello, es necesario el incremento inmediato de los recursos destinados al sistema
sanitario público, incluyendo la formación en torno al suicidio a profesionales de todos
los sectores de la sociedad que puedan tener contacto con personas que sufran factores de
riesgo. La implementación de programas de detección y de seguimiento del riesgo suicida
en profesionales atención primaria, farmacias en entornos rurales y centros educativos es
fundamental, como también es esencial la formación a la población general en torno a
actitudes de prevención, intervención y postvención del suicidio. Pero no se debe obviar
una revisión profunda de las dinámicas y estructuras sociales que vertebran nuestra
sociedad. En ello está la salvaguarda de la vida de muchas personas.

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