Ajedrez Geopolítico de Medio Oriente Rev Final
Ajedrez Geopolítico de Medio Oriente Rev Final
Ajedrez Geopolítico de Medio Oriente Rev Final
Actualmente la región está atravesada por disputas que exceden las fronteras nacionales
y que involucra una sobreposición de identidades etarias y religiosas mucho más
antiguas y poderosas. Esto deriva en que los conflictos sean sumamente complejos y
que estén determinados por un gran número de variables. Por una cuestión de extensión,
en este artículo nos concentraremos solo en el conflicto que enfrentan a la República
Islámica de Irán y al Reino de Arabia Saudita, y que tiene su epicentro geográfico en el
Golfo Pérsico. Como ya dijimos, la disputa entre estas dos potencias regionales no sólo
se da en el plano geopolítico y territorial, sino también en el plano simbólico,
particularmente en lo que se refiere al control de las poblaciones que adhieren a distintas
ramas del Islam, el cuál es considerado un actor fundamental en los procesos socio-
políticos de Medio Oriente.
Adicionalmente, veremos que la intensidad del enfrentamiento entre estos dos países
está relacionada al juego de alianzas que los mismos supieron construir no solo con las
grandes potencias, sino también con una infinidad de grupos que operan en distintos
niveles y con diferentes recursos. Entender cómo funcionan las alianzas de Irán y
Arabia Saudita con estos actores es fundamental para la comprensión de los ciclos de
tensión y distención en toda la región.
Considerando esto, es inevitable estudiar cualquier conflicto en la región sin antes tener
que lidiar con el sistema de ideas establecido por el Orientalismo. Por eso, a la hora de
analizar la relación conflictiva entre Arabia Saudita e Irán, es importante tener en cuenta
en qué medida nuestro abordaje está siendo afectado por el Orientalismo, y a partir de
ello realizar los ajustes necesarios para entender las verdaderas raíces y derivaciones de
este conflicto.
Sin embargo, es muy importante tener en cuenta que estos movimientos que apelan a la
voluntad Dios muchas veces tienen un fuerte carácter nacionalista y étnico que se
fusiona con distintas ramas del Islam para forjar identidades bien marcadas, como por
ejemplo el Hamas palestino.
Esta afirmación nos lleva a la pregunta ¿a través de qué comunidad musulmana Arabia
Saudita e Irán pretenden extender su poder en la región? Es decir, ¿a qué base social y
religiosa apelan ambos países para lograr dicho cometido? Para contestar esta pregunta
es importante entender primero cómo está conformada la Umma, o comunidad de
creyentes del Islam.
Apelar exclusivamente a las diferencias de interpretación del Islam por parte de las
corrientes chií y suní del Islam para explicar los actuales conflictos al interior de la
Umma sería un error. Los conflictos entre ambas comunidades fueron forjados a lo largo
de los siglos, y si bien tienen sus raíces en la puja de poder derivada de la muerte del
Profeta y la disputa por su línea sucesoria, tomarán dimensiones que se extienden más
allá de las distintas formas de practicar el Islam.
Una de las grandes diferencias sobre la que se van a construir estas dos corrientes es que
mientras la interpretación del Islam por parte de los suníes va a centrarse
fundamentalmente en un sistema de leyes basadas en el Corán, los chiíes van a utilizar
como fuentes adicionales las prácticas del Profeta y el legado de los once imames que lo
sucedieron, entre los cuales se encuentran Ali y Husayn, nieto del Profeta. Este último
cumplirá un papel fundamental en la construcción épica del chiismo a partir de su
martirio en la batalla de Kerbala, donde junto a un puñado de hombres se enfrentó
contra el ejército del Califa. Desde entonces, el martirio como máximo acto de fe y
sacrificio será una característica fundamental del chiismo. Tanto el martirio de Husayn
como toda la épica construida alrededor del mismo, así como también alrededor de Ali,
dará al chiismo una construcción heroica de su identidad plagada de sacrificios. Este
proceso no encontrará correlato alguno en el sunismo, que construirá su identidad en
torno a las glorias del Califato Omeya y del Califato Abasí, cuyas expansiones
estuvieron directamente relacionadas a la propagación del Islam.
Asimismo, las diferencias iniciales entre estas ramas no solo se limitaron a quién
debería suceder al Profeta, sino también a la autoridad y competencias de sus sucesores.
Mientras que para los suníes el sucesor del Profeta debía cumplir el rol de líder de la
comunidad islámica, sin necesariamente contar con las condiciones proféticas y la
relación especial que el Profeta tenía con Dios, dado que el sunismo considera que el
mensaje de Dios puede ser escuchado e interpretado por todos los creyentes, el chiismo
considera que la comunidad de creyentes necesita de guías espirituales de condición
divina capaces de interpretar las verdades más profundas de la religión, invisibles al ojo
del creyente ordinario. Es a partir de esta diferencia que la figura de los sucesores del
Profeta, los imames, cobran particular relevancia para el chiismo. Asimismo, dada la
altura espiritual de los imames, y posteriormente de los ulemas y ayatolás, el chiismo
considera que éstos deben ser los encargados de dirigir la comunidad no solo en el plano
espiritual, sino también en todos los aspectos de la vida comunitaria, incluyendo las
normas sociales y la política. A lo largo de la historia se puede apreciar esta diferencia
fundamental en la figura de los califas suníes, quienes siempre estuvieron más asociados
a la figura de emperadores guerreros y guardianes de la tradición y el Islam, más que a
líderes espirituales. Esto tiene que ver con que los califas eran considerados sucesores
del Profeta pero sin gozar del carácter divino del mismo, a diferencia de los imames
chiíes que se consideran sub-regentes del mismo y gozan de su herencia divina. Estas
diferencias conllevan a que, como dijimos antes, en el Islam suní el Califa o líder de la
comunidad, no necesariamente tenga que ser una persona religiosa, es decir, capaz de
interpretar los textos sagrados, a diferencia del universo chií en el cual la figura del
imam es equivalente a la de líder.
En términos políticos, desde la creación del Islam hace trece siglos, el mundo musulmán
estuvo dominado mayoritariamente por califas, sultanes y líderes suníes. Los conflictos
inter-sectarios que actualmente se perciben en países como el Líbano, Iraq, Yemen,
Bahréin, e incluso en el este de Arabia Saudita, están en parte relacionados a cómo el
sunismo impuso su hegemonía política en las comunidades chiíes a lo largo de la
historia. Esto generó que muchas de estas comunidades hayan sido desplazadas a una
posición socio-política inferior a la de sus pares suníes, sufriendo a veces opresión,
primero por parte de los califas suníes y luego por líderes de los Estados modernos
surgidos en el siglo XX, como fue el caso del Iraq de Saddam Hussein.
Por lo tanto, si bien el conflicto entre estas las dos principales corrientes del Islam tiene
sus orígenes en el reconocimiento de la línea sucesoria del Profeta y de las diferencias
en la interpretación del Islam, con los años fue degenerando en un conflicto con raíces
más profundas, que se extienden a aspectos del lugar que las comunidades chiíes
ocuparon en el universo musulmán en términos sociales, políticos y económicos, e
incluso en cómo estas comunidades fueron perseguidas durante siglos.
Luego de las catástrofes de la primera mitad del siglo XX, Estados Unidos ocupará en
Medio Oriente el lugar dejado por las potencias europeas, por momentos disputado
también por la Unión Soviética. Pero a diferencia de sus pares europeos, su abordaje
será mucho más pragmático, concentrándose más que nada en el potencial económico
de la región, particularmente en la explotación de sus reservas de hidrocarburos, y en su
potencial geopolítico para contener a la Unión Soviética en su frontera sur. Con el
tiempo las prioridades irían cambiando, y como parte del esquema de poder
estadounidense de pos guerra fría, el apoyo a Israel y al Reino de Arabia Saudita, dos de
sus aliados fundamentales, se convertiría en una prioridad para asegurar su hegemonía.
La relación con el primero es sólida y cuenta con un gran consenso en ambas partes, lo
que no podemos afirmar para el caso de Arabia Saudita. La relación entre el gobierno de
Estados Unidos y la familia Saud es estratégica e incuestionable, pero sumamente
compleja cuando se tiene en cuenta el peso del Islam en la sociedad saudí, y la mala
imagen del Reino que posee gran parte de la sociedad norteamericana, particularmente
luego de los atentados del 11 de septiembre del 2001, dónde 15 de los 19 atacantes eran
saudíes. Si nos remontásemos a la década del 1970 podríamos sumar a la ecuación a
otro aliado fundamental de Estados Unidos en la región: el Irán del Sha Reza Pahlevi.
La relación de Estados Unidos con Irán hasta 1979 fue un “cortar pegar” de la política
exterior norteamericana de la segunda mitad del siglo XX orientada a apoyar gobiernos
anticomunistas títeres a lo largo y ancho del globo. Durante esos años el factor
legitimador del apoyo norteamericano no era tanto la libertad y la democracia, sino más
bien el combate a la expansión del comunismo en todos los frentes. En esta lucha no
importaba qué tipo de prácticas aplicaban los aliados para llevar a cabo dicho cometido,
ni en política exterior ni en política interior. Irán cumplía un rol fundamental en la
disputa por la hegemonía con la Unión Soviética al formar un cinturón de contención,
junto con Turquía y Pakistán, en la frontera sur de la misma. De esta forma, el gobierno
del Sha forjó estrechos vínculos con Washington desde los mismos inicios de la Guerra
Fría. El compromiso era tal que la CIA, junto con los servicios secretos británicos,
orquestaron un golpe de estado en 1953 para derrocar al Primer Ministro Mohammad
Mosaddeq, líder nacionalista que amenazaba la autoridad del Sha, los intereses
petrolíferos del Reino Unido y Estados Unidos, y la estrategia de contención de este
último en Asia Central. Aún más, Irán era uno de los principales receptores de
equipamiento militar norteamericano durante los años setenta, e irónicamente, Estados
Unidos sería el promotor del plan nuclear iraní iniciado en la década del 1950. Mientras
la relación entre ambos gobiernos fluía de manera natural, la relación del Sha
Mohammad Reza Pahlevi con su pueblo presentaba serios problemas. Los altos niveles
de corrupción, los onerosos gastos de la monarquía, la represión ejercida a disidentes
por parte de la Savak, la policía secreta del Sha, sumado a ciertos desajustes en la
economía, alimentaron los movimientos antimonárquicos que terminaron por derrocarlo
en 1979 a través de la Revolución Islámica. Eventualmente los cañones de la
Revolución dispararían hacia el papel que había cumplido Estados Unidos en su apoyo
al régimen dictatorial del Sha y por brindarle asilo, supuestamente para realizar un
tratamiento médico, además de haber promovido el golpe de estado de 1953. El ala más
radical del movimiento revolucionario, liderada desde el exilio por el Ayatolá Ruhollah
Jomeini, llevaba la condena a Estados Unidos más allá, acusando al mismo en el plano
moral y acuñándole el mote de “Gran Satán”. Finalmente Jomeini se impondría por
sobre el resto de los actores del movimiento y pasaría a liderar la recién nacida
República Islámica de Irán, transformando la monarquía en una teocracia. La relación
con Estados Unidos daría un vuelco de 180 grados, asociando a éste con gran parte de
los males que había sufrido el pueblo iraní durante los gobiernos del Sha, y agravando
aún más la relación con una toma de rehenes en la embajada norteamericana en Teherán
que duró 444 días.
De esta manera, Irán pasó de ser un aliado estratégico de Estados Unidos a una fuente
de antiamericanismo, una amenaza a la estabilidad de la región y una fuente de
propagación del Islam político. Las relaciones entre ambos países jamás volverían a
recomponerse.
Asimismo, la Revolución Islámica fue el punto de partida del conflicto con Arabia
Saudita. La misma esencia de la revolución no respetaba fronteras, y amenazaba
seriamente a los gobiernos seculares árabes de la región acusándolos de usurpadores, y
en particular a la monarquía saudí en su rol de protectora de los lugares sagrados del
Islam y de portadora de sus banderas.
Por otro lado, el vínculo entre Arabia Saudita y el gobierno norteamericano se remonta
prácticamente a los orígenes del Reino, cuando en 1933 éste otorgó una licencia de
explotación de hidrocarburos a la compañía California- Arabian Standard Oil
Corporation (CASOC) que en 1944 se transformó en Arabian American Oil Company
(ARAMCO), una de las compañías más grandes del mundo en términos de facturación,
y proveedora del 10% del petróleo mundial. Sin embargo, esta alianza estratégica
tendría que sobreponerse a las dinámicas regionales que atentaron contra su estabilidad,
particularmente durante la crisis del petróleo de 1973, producto de la paralización en la
producción de crudo y del embargo de petróleo árabe impuesto a aquellos países que
apoyaron a Israel en la Guerra de Yom Kipur, incluido Estados Unidos, así como
también a la amenaza que el nacionalismo árabe promovido por el Egipto secular de
Nasser representaba. El debilitamiento del mismo durante la década del 1970 le
permitió a la casa real saudí contar con un mayor margen de maniobra para estrechar
vínculos con la potencia del norte sin tener que brindar explicaciones a sus vecinos
árabes sobre su relación con el principal aliado de Israel. Al mismo tiempo, con Egipto
fuera del tablero de poder regional, le permitió erigirse como líder indiscutible del
mundo árabe apoyándose, en gran parte, en la construcción de redes de asistencia
financiera para el resto de países musulmanes gracias a sus exorbitantes ingresos por la
explotación del petróleo.
Frente a este escenario, a fines de los años setenta la Revolución Islámica modificaría el
esquema de poder. La condena de Jomeini a Estados Unidos ponía nuevamente al Reino
frente a una posición incómoda ante la comunidad musulmana, y al mismo tiempo
amenazaba el liderazgo de la misma en el plano espiritual. Además de la casa real, el
clero wahabita de la península también consideraba la expansión del mensaje de
Jomeini una amenaza a su posición en el plano religioso. De esta manera, la fractura
religiosa al interior del Islam pasa nuevamente a un primer plano.
Al año siguiente, entre otras razones por temor a que la Revolución se expanda hacia
suelo iraquí amenazando su poder, Saddam Hussein invadirá Irán dando inicio a una
prolongada y sangrienta guerra. La misma le daría aire a la monarquía saudí al
disminuir la posibilidad de expansión de la Revolución Islámica en el mundo árabe,
particularmente en las comunidades chiíes. Tanto Arabia Saudita como otras
monarquías árabes denunciadas por los revolucionarios como gobiernos ilegítimos,
apoyaran a Hussein, encapsulando la Revolución en su propia frontera con Iraq.
Desde los tumultuosos fines de los setenta hasta ahora, la región atravesó un sinfín de
conflictos y reordenamientos de la balanza de poder. Pero hay ciertas alianzas como la
de Estados Unidos y Arabia Saudita que sobrevivieron al paso de los años, incluso a
pesar de la participación mayoritaria de ciudadanos saudíes en los atentados del 11 de
septiembre del 2001. También el Reino fortaleció su liderazgo dentro de la comunidad
suní y frente a gobiernos donde esta corriente del Islam es mayoritaria. Sin embargo,
perdió dos aliados clave en la contención de Irán: el Iraq de Saddam Hussein y el
Afganistán del Talibán. Si bien en la práctica los talibanes han recuperado el control en
Afganistán, su relación con Arabia Saudita no volverá a ser la misma debido a la fuerte
injerencia de Occidente. En el caso de Iraq, la pérdida fue total, dado que los cambios
en la configuración de poder interno volcó fuertemente la balanza en favor de las
comunidades chiíes, de estrecha relación con Irán, marginando a los sunís que habían
controlado al país políticamente a lo largo de la historia y desde su independencia en los
años treinta. Irónicamente, la caída tanto del régimen talibán como del régimen de
Hussein fueron producidas por las invasiones norteamericanas del 2001 y 2003
respectivamente. Asimismo, el Reino ha financiado extraoficialmente a grupos
insurgentes que operan en Siria, con el objetivo de derrocar al régimen de Bashar al
Assad. Pero no es la única alianza extraoficial que ha establecido. La desintegración del
nacionalismo árabe e incluso del panarabismo, han generado las condiciones para que
Israel se convierta en un socio encubierto de Arabia Saudita en sus intentos por
erosionar la influencia iraní en la región, objetivo compartido por el estado judío. Por
supuesto que este objetivo común no se ha plasmado en ningún tipo de acuerdo, pero es
sabido que ambos países cooperan para detener la creciente influencia iraní en Siria que
ejerce a través de Hezbolá.
Sin embargo, la extensión del poder iraní en la región no se va a dar por la propagación
de su doctrina revolucionaria, como Jomeini hubiese deseado, sino más bien por el
empoderamiento de las comunidades chiíes, así como también por tratarse de una
alternativa a otras potencias regionales como Arabia Saudita o Turquía a la cual grupos
y movimientos que operan en la región pueden acudir. Este sería el caso de Hamas y de
Yihad Islámica, ambos palestinos, que ante la pérdida de apoyo por parte de los estados
árabes respecto a la causa palestina, a pesar de ser movimientos suníes, encontraron un
aliado en el Irán chií. Otro aliado de estas características son los hutíes en Yemen, que si
bien pertenecen a la rama zaidí del Islam chií, forjaron una alianza de carácter
estratégico basada en el debilitamiento del enemigo común que representa Arabia
Saudita.
Una de las alianzas más longevas heredadas del Irán del Sha, es la acuñada con el
régimen de la familia al- Assad. Hay dos razones fundamentales que funcionaron como
pilares de esta alianza a través de las décadas: originalmente el acercamiento entre
Hafez al-Assad y el Sha se dará a raíz de la rivalidad que ambos países tenían con el
Iraq de Saddam Hussein, que se intensificará mucho más luego de la Revolución; y en
segundo lugar, luego de la misma, Irán alineará posiciones con Siria respecto a Israel,
identificándolo como uno de los principales enemigos de la comunidad musulmana.
Esta alianza rendirá sus frutos luego de que estallara la Primavera Árabe en el 2011 y
Siria se sumergiera en una sangrienta guerra civil que perdura hasta el día de hoy.
Cuando el régimen de Bashar al-Assad, hijo de Hafez, se encontraba al borde del
colapso, la participación de unidades del Hezbolá apoyado por Irán, y de unidades
iraníes de las fuerzas especiales Quds, inclinaron la balanza a favor del régimen.
Por último, sería inviable la supervivencia económica del régimen iraní sin el aporte de
China, y en menor medida de Rusia. Las relaciones con este último van más allá del
intercambio comercial, siendo socios en la defensa del régimen sirio así como también
en la negociación por contratos de defensa para la provisión de los sofisticados misiles
antiaéreos rusos S-400. Si bien Irán es una potencia regional, es también una pieza más
del tablero geopolítico mundial disputado entre Estados Unidos y China, y al que Rusia
trata de retornar como un actor de peso. Sin embargo, por el momento, la política de
expansión china tiene un carácter netamente comercial y de construcción de influencia
política a través del financiamiento de infraestructura, descartando la opción militar en
esta región. Debido a su peso económico, China se puede dar el lujo de hacer caso
omiso a las sanciones impuestas por Estados Unidos a Irán, convirtiéndose en una línea
de vida para el mismo.
Ganar el favor de las comunidades que habitan estas tierras será más que en cualquier
otro conflicto una tarea fundamental para garantizar la seguridad de estos países,
especialmente para Irán, donde el apoyo de las comunidades chiíes representa un
eslabón fundamental en su estrategia militar y de seguridad, nivelando el déficit
percibido en el plano tecnológico-militar.
¿Nos dirigimos hacia un conflicto abierto por la hegemonía regional entre Arabia
Saudita e Irán?
El punto de partida para construir una respuesta a este interrogante debería partir de la
siguiente afirmación: el Golfo Pérsico es la espina dorsal de la economía de ambos
países, así como de sus regímenes, y pilar fundamental de la seguridad energética del
mundo.
Para enfatizar aún más esta afirmación, cabe agregar que en términos demográficos, si
bien el chiismo representa solo el 15% de la comunidad de creyentes del Islam a nivel
mundial, la mayoría de ellos se encuentra en torno al Golfo Pérsico, donde la
proporción es de poco más del 40%.
Sin embargo, argumentar que se trata de una disputa entre facciones del Islam sin tener
en cuenta el componente social, político y económico que caracterizan a ambas
comunidades en los distintos países musulmanes, sería minimizar los orígenes de este
conflicto. Como vimos anteriormente, es necesario recordar que la división entre suníes
y chiíes, al correr los siglos, se convirtió más en una división sectaria, e incluso de
clase, que religiosa. El relegamiento de las comunidades chiíes a status de ciudadanos
de segunda, el no acceso a la política y a la administración pública, e incluso la
persecución y asesinatos masivos de sus seguidores perpetrados hace apenas algunos
años por Saddan Hussein, sumado a la demonización de su culto por parte de altos
clérigos del Islam suní, forjaron como contrapartida un fuerte sentido de comunidad que
hoy se ve traducido en su organización transfronteriza en todos los planos, desde el
religioso hasta el militar, y que ha encontrado en Irán un punto de partida para su
expansión política. También, la organización jerárquica que contempla el chiismo,
ubicando en el tope de la pirámide a las autoridades religiosas, que también son
autoridades políticas, genera que las bajadas de línea a la comunidad tengan una voz
claramente identificable y calificada. Esta dinámica no encuentra su correlación en el
sunísmo, donde la autoridad religiosa se encuentra más dispersa, aunque el clero
wahabita saudí reclame ser el legítimo portador de sus banderas. Para percibir la
descentralización del sunísmo en materia religiosa, solo cabe recordar la
autoproclamación de Abu Bakr al-Baghdadi como Califa de Estado Islámico, posición
vacante desde la caída del Imperio Otomano hace más de cien años, la cual fue
rechazada por el clero suní en general.
En la actualidad, la política de Estados Unidos anti régimen iraní y pro monarquía saudí
está inclinando la balanza hacia este último en términos diplomáticos. Pero estas
acciones, contrariamente a cumplir con el objetivo deseado de debilitar al régimen
teocrático, lo está fortaleciendo. Un indicador de esto son los resultados de las
elecciones legislativas del pasado 21 de febrero donde, como era de esperarse después
de la retirada de Estados Unidos del acuerdo nuclear y su posterior estrangulamiento de
la economía iraní, los halcones de la política persa obtuvieron un mayor número de
bancas que los moderados del presidente Hasán Rohaní en la Asamblea Consultiva
Islámica, órgano legislativo iraní. La elección de este último en las presidenciales del
2013 había abierto una ventana para acercar posiciones con Occidente que, tanto Obama
como Europa no dudaron en aprovechar. Para entonces, el pueblo iraní había
demostrado una voluntad de cambio político eligiendo al candidato del Partido de la
Moderación y el Desarrollo, el candidato más moderado y reformista de los permitidos
por el régimen, luego de 8 años de gobierno del halcón conservador Ahmadineyad. Casi
de manera automática se iniciaron conversaciones primero con Europa y luego con
Estados Unidos para llegar a un acuerdo que permitiese levantar las sanciones
económicas al régimen a cambio de que éste limite su plan nuclear exclusivamente a
usos civiles. El acuerdo final se firmó en el año 2015 bajo el nombre de Plan de Acción
Integral Conjunto, más conocido como el Acuerdo Nuclear, firmado por los cinco
integrantes permanente del Consejo de Seguridad más Alemania por un lado, e Irán por
el otro. El mismo establecía serias limitaciones a las capacidades iraníes en el
enriquecimiento de uranio y producción de plutonio, instancias necesarias para la
construcción de una bomba nuclear, a cambio del levantamiento de sanciones
económicas impuestas al régimen durante los últimos años. Tanto Israel como Arabia
Saudita se opusieron fuertemente al Acuerdo argumentando que las limitaciones a las
capacidades nucleares iranís no eran suficientes, y que el Acuerdo también debía incluir
al programa de misiles balísticos y las operaciones de grupos apoyados por Irán en el
exterior. Durante toda la negociación el Ministro de Relaciones Exteriores iraní
Mohammad Zarif, responsable de las mismas por la parte iraní, manifestó que un
acuerdo sólo podría ser alcanzado siempre y cuando se limite al programa nuclear. La
oposición israelí y saudí al Acuerdo estarían basadas en la preocupación legítima por las
capacidades extra nucleares de Irán para operar en la región que el Acuerdo no había
incluido, pero también en el deseo de que el régimen iraní continúe siendo un paria
internacional, sumado a la fría relación del Primer Ministro israelí Netanyahu y el rey
Sálman con la administración Obama. El Acuerdo prometía un retorno de Irán a los
mercados internacionales y a la diplomacia global, esperando también un
fortalecimiento de las corrientes políticas moderadas y reformistas al interior del país, y
por lo tanto, un debilitamiento de los sectores más radicales del régimen teocrático. Pero
las elecciones presidenciales del 2016 en Estados Unidos cambiarían todo.
La llegada de Trump a la Casa Blanca en el año 2017 trajo consigo un drástico giro en
la política norteamericana respecto a Irán, acercando su postura a las posiciones de
Israel y Arabia Saudita en relación al Acuerdo. Desde la campaña presidencial Trump
venía denunciando el Acuerdo como insuficiente, y ya había manifestado su voluntad de
renunciar al mismo. Una vez en la presidencia, en mayo del 2018 Trump cumplió con
su promesa. A partir de ese momento, la tensión entre ambos países y sus aliados en la
región no dejó de escalar, hasta llegar a su punto crítico con el asesinato del General
Qasem Soleimani, comandante de la fuerza Quds, el 3 de enero de este año. En tres años
se pasó de una política de acercamiento con Obama, a una política de estrangulamiento
del régimen con Trump.
Soleimani no solo era una figura clave en la política y en el esquema de seguridad iraní,
sino también en la geopolítica regional. Fue el arquitecto y estratega de la expansión
del poder iraní en Medio Oriente. Reconocido incluso por Estados Unidos, triunfó en
cada empresa militar que se le fue asignada. A él se le atribuye el diseño de la estrategia
y combate contra Estado Islámico en Iraq, lo que incluye el establecimiento de las
UMP, así como también el despliegue de fuerzas Quds y del Hezbolá en Siria para
apuntalar al régimen de al-Assad, y el aprovisionamiento de material bélico (nunca
reconocido) a los rebeldes hutíes en Yemen. También es considerado héroe nacional por
su papel en la guerra con Iraq, el combate contra las drogas en la frontera con
Afganistán, e incluso se reconoce su valor en la colaboración con Estados Unidos para
combatir al régimen talibán luego de la invasión norteamericana del 2001.
Teniendo en cuenta este tablero, se podría decir que la obra de Soleimani de los últimos
años fue parte del argumento esgrimido por Trump para su salida del Acuerdo Nuclear,
quién junto a Israel y Arabia Saudita exigían justamente el desmantelamiento de toda
esta arquitectura de redes de combatientes que se extiende desde Irán hasta el
Mediterráneo, atravesando Iraq, Líbano y Siria, y a la Península Arábica,
particularmente a Yemen. Soleimani era un activo importantísimo para Irán, al mismo
tiempo que un blanco de alto valor para sus contrincantes.
Por último, por lo que venimos desarrollando, Arabia Saudita se presenta como la
mayor amenaza al poder iraní dentro del mundo musulmán. Parte de la estrategia de
seguridad de la República Islámica contempla la extensión de su poder militar y político
a toda la región a través del apoyo a distintos movimientos, buscando debilitar a Arabia
Saudita allí donde las condiciones se lo permitan, por ejemplo en Yemen, donde el
Reino saudí y los Emiratos Árabes Unidos se encuentran empantanados en una costosa
guerra contra los rebeldes hutíes, apoyados por Irán, desde el año 2015. En
contrapartida, el Reino financia grupos rebeldes como el movimiento Nour al-Din,
comprometidos con derribar al régimen de al-Assad en Siria. Actualmente podemos
observar una dinámica de “guerras subsidiarias”, o guerras proxy, en las cuales el
enfrentamiento entre ambos países nunca se da en forma directa, y muchas veces ni
siquiera participan fuerzas regulares de los mismos, sino que se da a través de terceras
partes que responden a ambos regímenes. De esta manera, vemos como en Yemen los
hutíes se enfrentan directamente a la coalición liderada por Arabia Saudita, incluyendo
fuerzas regulares, así como las fuerzas Quds iraníes se enfrentan a las milicias rebeldes
sirias financiadas por la casa Saud, y como en Iraq milicias chiíes han combatido
abiertamente con milicias suníes una vez derrocado Saddam Hussein.
Mientras tanto, el Príncipe Heredero saudí Mohamed Bin Salmán (MBS) nombrado en
el 2017, luego de encarcelar a una parte considerable de sus primos y de consolidar su
poder, ha iniciado una política de acercamiento al mundo a partir de ciertas concesiones
en lo referente a las costumbres. Esta tibia liberalización de los hábitos en el Reino
produjo rechazos en el clero que pronto fueron opacados por la carismática figura del
Príncipe Heredero. También se encargó de modernizar y agrandar el poderío militar a
partir de compras de armamento y equipo por miles de millones de dólares
(recientemente cerró un acuerdo de defensa con Estados Unidos por un monto de 130
mil millones de dólares). Sin embargo, la compra masiva de armamento sumado a su
involucramiento en el escándalo por la tortura y asesinato del periodista saudí crítico del
régimen Jamal Khashoggi, representan traspiés en su intento por limpiar la imagen del
Reino. Mientras tanto, Arabia Saudita sigue haciendo valer el peso de sus arcas en
Organismos Internacionales, en sus relaciones bilaterales, y particularmente en su
relación con el resto de los países musulmanes. Actualmente, la relación con Estados
Unidos es tan fluida que por momentos es éste país el encargado de tomar represalias
frente a operaciones iranís en el Golfo y en territorio Saudí.
Ambos países son sensibles a cualquier cambio en el contexto internacional, así como
también determinantes en el mismo debido a su control sobre la mayor reserva
energética del mundo. Por tal motivo, nadie espera el desencadenamiento de un
conflicto abierto en el Golfo, y mucho menos lo desean los países que se encuentran
entre ambas potencias regionales. Frente a este escenario, Omán se propone como
mediador cada vez que hay una escalada de tensión, intentando generar políticas de
acercamiento desde el interior de la comunidad islámica sin tener que recurrir a Europa
o a potencias extra regionales.
Pero para evitar mayores tensiones es importante saber quiénes juegan fuerte puertas
adentro, es decir, con quién hay que negociar, a quién dejar satisfecho y,
fundamentalmente, prever la evolución del poder de aquellos actores que pueden
cambiar el curso de una negociación o de un compromiso. En el último proceso de
distensión generado en la región a partir el Acuerdo Nuclear, muy pocos previeron la
posibilidad de que el mismo sea dinamitado desde la parte norteamericana, sino más
bien se esperaba que los conservadores del régimen iraní sean aquellos que aceleren la
denuncia del mismo.
Respecto al esquema de poder interno de ambos países musulmanes, existe una idea
generalizada sobre la homogeneidad del poder político. Sin embargo, es un error pensar
que al interior de ambos regímenes hay consensos absolutos. Es interesante ver cómo
mientras en Irán el poder moderado apoyado por una parte importante de la población
representa una amenaza para el poder religioso gobernante, en Arabia Saudita se da a la
inversa. Aquí, a pesar de ser una monarquía Islámica, el núcleo del poder religioso no lo
encontramos en la familia real, sino en el clero wahabita. Lo importante de esto es que
en Arabia Saudita el pulso de la opinión pública está marcado por los sermones de las
autoridades religiosas, por lo que tranquilamente las mismas tendrían el poder de
movilizar a las bases de creyentes si lo considerasen necesario, e incluso de operar en la
clandestinidad, como lo hace reiteradamente a espaldas del régimen a través de sus
fundaciones. La llegada de Bin Salman al poder y su política de flexibilización de
ciertas leyes islámicas lograron por el momento sortear un enfrentamiento directo con el
clero y mantener la histórica alianza en pie. Pero aún queda como interrogantes conocer
hasta dónde llegará la flexibilización del régimen así como también hasta qué punto el
clero está dispuesto a tolerar tales reformas y el cada vez mayor acercamiento con
Estados Unidos en áreas que van más allá de lo comercial. De todas formas, mientras el
Reino continué gozando de su sólida economía, difícilmente veamos un cambio en el
esquema de poder interno.
Mientras que el único actor de la política saudí es la familia real compuesta por más de
cuatro mil príncipes que ocupan cargos públicos, la estructura del sistema político iraní
es totalmente distinta. Para empezar, Irán dispone de una dirigencia política que ha
sabido acomodarse a los vaivenes del país, ya sea en su forma de monarquía
parlamentaria, de monarquía absoluta, o de teocracia. A pesar de estar bajo el ojo
vigilante de Jamenei, existen ciertos márgenes de maniobra y mecanismos que permiten
a aquellos moderados tolerados por el régimen jugar un rol fundamental en la
construcción política de la República Islámica. Los últimos 7 años del presidente
Rohaní, así como los años noventa del pragmático presidente Rafsanyaní, dan muestra
de que dentro de los márgenes del gobierno revolucionario se pueden generar espacios
alternativos al rigorismo de los Ayatolás. El esquema político iraní es sumamente
complejo y está dividido en dos tipos de órganos, los electos por el pueblo y los no
electos. Dentro de los primeros tendremos al presidente y a los Majlis, o representantes
legislativos de la Asamblea Consultiva Islámica. También el pueblo elige a los
miembros de la Asamblea de Expertos, órgano sumamente importante porque será
quién elija al Líder Supremo, quién a su vez tendrá veto sobre candidatos a la
presidencia o a la Asamblea Consultiva Islámica. La joven República Islámica, hasta el
momento, ha tenido sólo dos líderes supremos, su fundador el Ayatolá Jomeini, y el
actual Líder el Ayatolá Jamenei, quién tiene 80 años. Al mismo tiempo, el pueblo ha
demostrado a través de manifestaciones en las calles cierto cansancio respecto al
régimen, siendo probablemente la más importante de ellas la llamada Revolución Verde
producida en el año 2009 luego de la denuncia de elecciones presidenciales fraudulentas
en favor del conservador Ahmadineyad. Hay autores como Hamid Dabashi que plantean
que la misma fue una precursora de la Primavera Árabe que estallaría dos años
despuésiii. En esta configuración de poder hay que tener en cuenta que el control de las
Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, que tienen
como misión proteger al régimen, se encuentra bajo el Líder Supremo.
Desde mediados del año 2019 las calles de Irán se encuentran abarrotadas de protestas
motivadas por la crisis económica que está atravesando a raíz de las sanciones
impuestas por Estados Unidos, lo que fractura a la sociedad entre aquellos que culpan a
este país, aquellos que atacan al presidente moderado por haber firmado el Acuerdo
Nuclear truncado, y aquellos que disparan directamente contra el régimen.
Adicionalmente, enero del 2020 trajo una serie de eventos increíbles que convulsionó
los cimientos de la sociedad iraní. Primero, el asesinato de Soleimani en Bagdad
perpetuado por un dron norteamericano, generó una multitud de iraníes en las calles en
la mayor muestra de antiamericanismo de los últimos años, opacando las protestas de
semanas atrás por la crisis económica. En segundo lugar, antes que se sequen las
lágrimas derramadas por el mártir Soleimani, y luego de la represalia del régimen con
un ataque de misiles a bases norteamericanas en Iraq, en lo que creyó ser un ataque
norteamericano de misiles, la Guardia Revolucionaria derribó un avión de pasajeros
ucraniano con ciudadanos de ésta nacionalidad, canadienses y más de 90 iraníes. Este
suceso nuevamente generó una ola de protestas contra el régimen y su brazo armado.
Recientemente, el triunfo de los sectores más conservadores en las elecciones
legislativas nos brinda un nuevo indicador de la reconfiguración del poder interno.
Aunque hay que decir que las mismas contaron con miles de candidatos vedados por el
régimen y con un porcentaje bajo de participación.
En el plano interno hay dos cuestiones a tener en cuenta para el futuro de Irán: la edad
del Ayatolá Jamenei hace prever que en los próximos años se dé un proceso de
transición que no necesariamente deposite el poder en los Ayatolás; y en segundo lugar,
las protestas contra el régimen generalmente están lideradas por los sectores más
jóvenes de la sociedad, en la que más del 40% tiene menos de 25 años.
Por otro lado, Irán difícilmente soporte la embestida de una coalición militar
internacional de países árabes liderada por Arabia Saudita y apoyada militarmente por
Estados Unidos (probable configuración de un frente para enfrentar militarmente a
Irán). Tampoco lo soportaría el régimen en términos políticos. Respecto a Estados
Unidos, el asesinato de Soleimani hizo sonar todas las sirenas en el Congreso
norteamericano. Un conflicto directo del mismo con Irán, o subsidiado a través de
Arabia Saudita, difícilmente sea apoyado por el Congreso, y mucho menos por los
ciudadanos luego de las experiencias en Afganistán e Iraq. Trump podría extender su
estrategia de estrangulamiento económico a una mayor presión en el plano militar con el
objetivo de hacer caer al régimen a través de la coerción. Pero esta estrategia ya
demostró que lo único que lograría sería fortalecerlo aún más, como se vio con el
asesinato de Soleimani.
Asimismo, muy probablemente Europa tendría que soportar una nueva oleada de
refugiados producto de la desestabilización de un país de nada menos que 80 millones
de habitantes. Lo que generaría desplazamientos masivos de personas por todo el Medio
Oriente y este continente.
Volviendo al inicio del apartado anterior, el Golfo Pérsico es la espina dorsal de ambos
regímenes y un activo fundamental de la seguridad energética del mundo entero. El
régimen iraní, más frágil que el saudí por todo lo que vimos anteriormente, difícilmente
se perpetúe luego de un conflicto de esta magnitud. Por más que el ala conservadora del
régimen mantenga una retórica beligerante, la moderada represalia lanzada por el
asesinato de Solemaini contra bases norteamericanas, dan cuenta de que los gobernantes
iraníes son conscientes de lo que un conflicto así significaría.
i
Nasr, Vali, “The Shia Revival”, 2006, WW Norton and Company, Nueva York
ii
www.elpais.com, https://elpais.com/elpais/2019/01/31/eps/1548933656_289023.html
iii
Dabashi, Hamid, “The Arab Spring”, 2012, Zed Books, Nueva York