El paragone velazqueño.
Reflexiones a partir del retrato de Juan Martínez Montañés 185
El paragone velazqueño. Reflexiones
a partir del retrato de Juan Martínez
Montañés
THE VELAZQUEZIAN PARAGONE. REFLECTIONS ON THE
PORTRAIT OF JUAN MARTÍNEZ MONTAÑÉS
por Francisco Javier Navarro Moragas
Escuela de Arte de Sevilla
Hacia mediados del año 1635 el escultor Martínez Montañés es llamado a la corte para la ejecución
de un busto de Felipe IV. Su estancia en Madrid permite a su amigo Velázquez la ocasión de inmortalizarlo,
efigiándolo en el retrato donde aparece con el objeto de su empresa. Pero en este cuadro, más allá de la apa-
riencia verosímil, el velo del tiempo ha obscurecido la esencia de su discurso, firme alegato contra el sofisma
del paragone que desterraba al escultor del edénico recinto de las artes liberales. El hálito vivificador de una
hermeneusis razonada habrá de disipar el velo que la enturbia, dejando al descubierto los nítidos perfiles del
pensamiento velazqueño hacia la dignificación de la Escultura como Arte Superior.
Palabras clave: Velázquez, Montañés, paragone, escultura, hermenéutica.
By mid-1635 the sculptor Martínez Montañés is summoned to the court to carry out a bust of Philip
IV. His stay in Madrid gives his friend Velázquez the opportunity to immortalise him, making his effigy in
the portrait where he appears with the object of his undertaking. But in this painting, beyond its appearance
of verisimilitude, the veil of time has obscured the essence of its discourse, a firm declaration against the
sophism of the paragone which exiled the sculptor from the edenic circle of liberal arts. The vivifying breath
of a reasoned out hermeneutics will be meant to dispel the veil that clouds it, exposing the clear features of
Velazquez´s thought towards the dignification of sculpture as a High Art.
Keywords: Velázquez, Montañés, paragone, sculpture, hermeneutics.
El Retrato de Martínez Montañés, obra de admirable factura, es uno de los muchos
grandes retratos que el genio del pintor sevillano quiso legar a la historia de la pintura.
Pero desde el conocimiento –cada vez mayor– de la personalidad de Velázquez, de
sus procedimientos, de su técnica, de su pensamiento y posicionamientos, así como
desde la puesta en relación de todo ello con la general idiosincrasia de su momento
histórico, quizá pudiéramos colegir que lo que Velázquez pintara en ese lienzo no fuese
el retrato de su amigo Montañés... o al menos que su discurso se prolongue más allá
de su apariencia verosímil.
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Esta obra podría considerarse una apología de la Escultura, y por ende una ponde-
ración de la obra del propio Montañés; al igual que Las Meninas lo es de la Pintura y
del mismo Velázquez. Para sostener esta hipótesis habrá que reparar en los ingredientes
que intervinieron en la composición del enigma, entretejido el lienzo con la trama del
pensamiento de la época en la que fue generado y con la urdimbre de las circunstancias
y posicionamientos que conformaron la idiosincrasia del artista. Concurren en su he-
chura el ideario neoplatónico heredado del perfil renacentista, el imaginario colectivo
alimentado por la alegoría y la metáfora, la predisposición al enigma derivada de la
literatura conceptista, la controversia dialéctica del paragone, las improcedentes invec-
tivas de Carducho, los pleitos de Pacheco contra Montañés por la salvaguarda de los
intereses de los pintores, la personalidad inteligente, mesurada y esteganográfica de
Velázquez, la erudición de sus perfiles de hombre culto, sus procedimientos prepara-
torios, sus fuentes de inspiración, los detalles de su proceder técnico... Circunstancias
y eventualidades que vendrán, quizá, a arrojar luz al entendimiento de una obra que
tras el velo de su apariencia objetiva pugna aún, tras casi cuatrocientos años, por el
desvelo de sus más íntimas confidencias.
Es sabido que la imagen, en las artes plásticas figurativas, es engañosa en el sentido
de que la inmediatez de su aprehensión puede eclipsar la significación de su discurso.
Más allá de su epidermis, hermosa clepsidra de engañosa transparencia, “la pintura
comienza su faena comunicativa donde el lenguaje concluye y se contrae, como un
resorte, sobre su mudez para poder dispararse en la sugestión de inefabilidades”; por
lo que habría que estimar al cuadro “...como un conjunto de signos donde quedan per-
petuadas intenciones. [...] ...ver un cuadro implica entenderlo, descubrir la intención
de todas sus formas, [...] ...contemplar una pintura no es sólo cuestión de ojos, sino
de interpretación”1.
El, según Ortega, mal llamado realismo de la obra velazqueña, el soberbio
espectáculo de sus espejismos, no debe deslizarnos hacia la falacia de la realidad;
pues en Velázquez este peligro, siempre presente, se dilata aún más cuando en un
prodigioso tour de force consigue, no ya que el objeto sea el signo de un concepto,
sino que sea la propia ausencia de ese objeto el signo de dicha conceptualización.
Por lo tanto “...no hay medio de esclarecer suficientemente quién era Velázquez y
qué se proponía en su obra si no se tiene muy en cuenta lo que dejó de pintar”2.
Desde tales presupuestos conviene asumir el tratamiento incoherentemente ausente
que el pintor da al busto de Felipe IV en el retrato de Montañés, o mejor, la explícita
renuncia a la hechura verosímil de ese objeto. Siendo entonces aquella ausencia el
signo de su alegato, como más adelante veremos.
En el peculiar duelo interpretativo que el espectador actual lidia con la obra antigua,
éste no debe olvidar que “el cuadro se lee; todos los demás méritos de la pintura no
son sino el pedestal que hace brillar más ese contenido, intelectual y visual; ahora
1 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre Velázquez y Goya. Madrid, 1980, p. 56.
2 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 64.
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bien, nosotros hoy no pasamos del pedestal, la luz se ha apagado o se está apagando”3.
Para Pérez Sánchez, Velázquez “hace de la sutileza y el concepto un uso frecuente y
desde las –aparentemente simples– composiciones de su juventud sevillana, hasta las
obras mayores de su madurez, como Las Hilanderas o Las meninas, sus invenciones
son fuente inagotable de comentario y de problemas interpretativos”4. Desde esta
perspectiva Velázquez, bajo la aparente inocuidad del retrato de un escultor, pudo
prender entre las hebras del lienzo el velado mensaje de su pronunciamiento acerca
de la manoseada e insoluble diatriba sobre el paragone, que en tan desconsiderada
posición dejaba al oficio de escultor, inmortalizando la valía no sólo de su amigo Juan
Martínez Montañés, sino por ende de la Escultura misma como arte suficiente en toda la
dignidad y la consideración de vehículo prístino del espíritu. El interés y la deferencia
que Velázquez profesó al oficio de escultor se trasluce en las referencias que jalonan
su obra; en el Descanso de Marte alude al pensieroso Lorenzo, de la tumba medicea;
en La Venus del espejo, entrevemos al Hermafrodita Borghese; en Mercurio y Argos,
adivinamos al Gálata moribundo en su Argos dormido. Y es asimismo de recibo con-
siderar la suficiencia que en el conocimiento de este arte hubo de evidenciar para que
el propio Felipe IV le enviara a Italia en embajada con el encargo de proveerse de una
selección de esculturas para el ornato del Alcázar madrileño.
La predilección de Velázquez por los procedimientos esteganográficos, entendidos
éstos como la habilidad de emitir discursos ocultos a través de elementos portadores
de manera que, aún estando a la vista de todos, sólo puedan ser descifrados por recep-
tores iniciados, es una consecuencia tanto del entorno social al que perteneció como
ciudadano español del seiscientos, como asimismo a la exquisita formación que le
proporcionó una esmerada educación. Tal y como expresa Gállego, “en España, en
una época de agudeza como el Siglo de Oro, con su manía de las adivinanzas, nada
impide al pintor que nos indique su intención, al mismo tiempo que la esconde, por
medio de un objeto cualquiera, que parecerá realista a quien no esté en el secreto”5.
Y para las artes plásticas, la consecuencia directa de esa tendencia esteganográfica de
alcance casi popular es que “no sería lógico que esa sociedad, acostumbrada a los
juegos de palabras y de ideas, hubiera considerado la pintura como un arte puro, sin
mancha alguna de literatura o de expresión, tal y como ciertos espectadores de nues-
tro siglo la creen ver”6. En la sociedad española del siglo XVII el símbolo, la empresa,
el jeroglífico, el emblema, la alegoría... eran en la obra artística el filtro común al cual
la lectura del objeto artístico quedaba condicionada merced a ese tamiz hoy inadver-
tido pero cuya necesaria relevancia hoy por hoy, para una apropiada hermeneusis, no
podemos en modo alguno desestimar. El imaginario del joven Velázquez hubo de
3 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro. Madrid,
1984, p. 155.
4 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en España. 1600-1750. Madrid, 1992,
p. 236.
5 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 189.
6 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 13.
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modelarse en esa cosmología, exhalada sobre todo en las prolongadas veladas dialéc-
ticas de la academia de su futuro suegro Pacheco, a las que de seguro asistió el adoles-
cente. Muy alejados hoy ya de los humores de esas tertulias, nos es de apremio una
esforzada y sincera disposición exegética a través de la cual entrever el mensaje de
unas obras que no se originaron en su momento para la pura visualidad. La dificultad
que de ello se deriva puede asemejarse, como apunta Gállego, a la lectura de un texto
escrito en nuestra propia lengua pero en una jerga que ya no es la nuestra. “La inter-
pretación de cuadros en apariencia tan simples como los de Zurbarán podía ser fácil
para sus contemporáneos, pero ofrece al público del siglo XX no pocas dificultades.
Esa interpretación es ya casi imposible si se trata de un pintor erudito, como Valdés
Leal, o de un genio tan andaluz en su afición a la paradoja como Velázquez”7.
Señala Pérez Sánchez que en los retratos seicentistas españoles “es evidente la
utilización de un especial repertorio de actitudes y atributos que [...] le confieren un
especial carácter simbólico-alegórico”8. El retrato de Montañés es entonces una de
esas obras, en la cual el alegato que comporta queda hábilmente sumergido en la sua-
ve penumbra de la sutileza de un pintor en absoluto proclive a airear con ostentación
sus pronuncionamientos. En lo que respecta a la obra velazqueña, y en general a la
producción artística española del seiscientos, tanto Ortega como Gállego nos advierten
que el acercamiento al objeto artístico desde esta tesitura permitirá que nos abramos
“al sentido de la obra de arte, muchas veces escondido bajo las apariencias de un
engañoso realismo”9.
Para Baltasar Gracián, literato y pensador cuyas fechas vitales se acercan a las de
nuestro pintor, el concepto es un acto del entendimiento que expresa la corresponden-
cia que se halla entre los objetos, tal y como lo expresa en su obra Agudeza y arte de
ingenio. El modelo de Gracián supone una trayectoria de ida y vuelta en la cual par-
tiendo de la Idea se llega a la Imagen. Y a la vez, en un proceso de restitución inversa,
la Imagen hará retornar de nuevo a la Idea. Por lo que no sólo no es insensato sino
que más bien es conveniente el intentar “buscar en muchos cuadros de apariencias
realistas o imitativas una clave intencional”10, habida cuenta de que muy a menudo
la obra barroca española, y muy especialmente la producción velazqueña, “guarda su
secreto contra las intrusiones del vulgo, y no se da sino a los discretos, capaces de
agudeza”11. Esa discreción y agudeza, esa celosa salvaguarda de la esencia argumental,
cuadra a la perfección con las maneras reservadas, sutiles y perspicaces que nos son
ya familiares en Velázquez cuando éste derrama sobre la tela de sus lienzos sus más
íntimas proposiciones.
La erudición necesaria para el conveniente dominio de este procedimiento este-
ganográfico, requería una suficiente y adecuada formación que permitiese la fluida
7 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 49.
8 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en..., op.cit., p. 58.
9 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 21.
10 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 189.
11 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 210.
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manifestación de aquellos íntimos posicionamientos. Velázquez, que procedía de familia
hidalga y se formó desde pequeño “en el ambiente culto y abierto de la Sevilla de
comienzos del siglo”12, pudo aspirar desde su juventud los efluvios de intelectualidad
que a tal respecto emanaban de las ilustradas sesiones en la academia de su maestro
Pacheco. Éste y otros ateneos de la erudición no eran escasos en la Sevilla coetánea a
la etapa de formación del pintor sevillano y en ellos “se discutía sobre la precedencia
entre Pintura y Escultura, o sobre la nobleza inmarcesible del artista, que trataba
de elevarse de la humilde condición de oficial (hombre de oficio) a la de profesor o
maestro en un arte liberal, centrando su trabajo, ya no en el mecánico manejo de la
gubia o del pincel, sino en el de la mente, cuna de la idea. En el poeta, lo que cuenta
no es el movimiento de la pluma..”.13. Entre los parroquianos habituales se encontraba
Juan Martínez Montañés, treinta y un años mayor que Velázquez, y al cual éste desde
aquel instante siempre profesaría sincera amistad y admiración. “Artista precoz, Ve-
lázquez, a sus once años, apreciará la belleza y perfección de las obras montañesinas
que Pacheco policromaba, en su taller o en los conventos e iglesias”14.
Apunta Pérez Sánchez que la familiaridad con el clima de intelectualidad que
se respiraba en la academia sevillana de Francisco Pacheco contribuyó a dotar a
Velázquez “de una preparación humanística superior, sin duda alguna, a la de sus
contemporáneos”15. Que Velázquez fue hombre cultivado lo demuestra no sólo el
testimonio de aquellos que lo trataron en sus embajadas reales sino, de forma más ex-
plícita, el inventario de bienes que tras su óbito redactara su discípulo y yerno Martínez
del Mazo y en el que aparece el rico catálogo de su biblioteca conteniendo más de un
centenar y medio de títulos que dan fe de la amplitud de su curiosidad.
En las tertulias eruditas ya comienza a perfilarse un gusto por la ironía, una especie
de tendencia satírica que habrá de caracterizar la hechura en la escena artística española
del momento. Para Julián Gállego los dos ignudi miguelangelescos de la bóveda de la
Capilla Sixtina convertidos, como él mismo dice jocosamente, en travestis madrileños
en el lienzo de Las Hilanderas, son una burla irónica a “los miguelangelistas que le
reprochaban no saber dibujar... [delatando así que] ...no habían nunca visto a Miguel
Ángel”16. Por ello Ramón Gaya, sin duda llevado por su predisposición afectiva a la
figura del pintor, cuando declara que “ha sabido y podido evitarle a su obra la flaque-
za de la sátira, de la crítica”17, despoja a la producción del artista de una de sus más
interesantes cualidades.
Por otro lado las ideas neoplatónicas abogaban por una comprensión inmediata de
las ideas a través de la vista. De ese fundamento neoplatónico participaba la academia
12 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en..., op.cit., p. 214.
13 GÁLLEGO, Julián: Velázquez en Sevilla. Sevilla, 1999, p. 64.
14 JUAN LOVERA, Carmen y MURCIA CANO, Mª. Teresa: “Estampas de la vida de Juan
Martínez Montañés”, en Boletín del Instituto de Estudios Jiennenses. 177, 2001, p. 269.
15 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en..., op.cit., p. 214.
16 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 362.
17 GAYA, Ramón: Velázquez, pájaro solitario. Valencia, 2002, p. 70.
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de Pacheco en el sentido de que “lo esencial es la idea, y eso no ha de olvidarlo nun-
ca Velázquez [...] En él, como en todos los grandes artistas españoles, ese supuesto
realismo imitativo está lleno de trascendentes referencias a un contenido ideal”18. Y,
efectivamente, en el retrato que Velázquez ejecuta de su amigo el escultor jiennense
“nada distrae en este cuadro la augusta representación del artista creador encarnador
de una idea, más que mero repetidor de una realidad exterior a él, según las ideas
platónicas que prevalecían (como señala Menéndez Pelayo) en el taller de Pacheco”19.
Por otro lado, y en lo referente al gusto por los procedimientos esteganográficos de
la época, hay que considerar la corriente literaria del Conceptismo, fundamentada en
una asociación ingeniosa entre la Palabra y la Idea. El conceptismo abogaba por una
concisión expresiva que habría de redundar en la intensidad comunicativa depositada en
los elementos semánticos, siendo estimada de manera muy especial una cierta dificultad
en la aprehensión del mensaje; tal y como lo definiera Baltasar Gracián, uno de los
máximos exponentes del conceptismo seicentista: La verdad, cuanto más dificultosa,
es más agradable, y el conocimiento que cuesta es más estimado. Se produciría, pues,
una concentración de sentido en un mínimo de forma, y Velázquez se complace en esa
concentración de sentido a través de un minimalismo formal cuya exigüidad extremaba
a veces hasta el extremo de permutarla en ausencia. Y de esta manera, “como los poetas
del conceptismo, sus contemporáneos estrictos, nuestro pintor juega con su pensamiento
y lo adelgaza en agudezas, de aparente transparencia. Ciertamente el pintor es, ante
todo, un ojo que mira con prodigiosa profundidad y una mano que traza con seguridad
y precisión asombrosas. Pero al servicio de una inteligencia, cuya silenciosa reserva
y cuyo distanciamiento meditativo impone su misterio”20.
En lo que se refiere a la contienda del paragone hacia la obtención del status de dignidad
de arte liberal, una gran parte de los escritos que se sucedieron en el siglo XVII, e incluso
después, acerca de las Artes en general y de la Pintura en particular “no fueron otra
cosa que alegatos a favor de la liberalidad y dignidad de la pintura, para conseguir la
liberación de determinadas cargas económicas, un mayor prestigio social, y el acceso
a determinados honores y dignidades que les estaban vedados en razón de su carácter
de oficio manual”21. En los círculos eruditos la consideración de la cual era merece-
dora la Pintura iba per se en claro detrimento de la que iba destinada a la actividad de
la Escultura. Estos posicionamientos impregnaron las páginas de los tratadistas más
sesudos del panorama artístico peninsular entre los cuales descollan dos de los más
destacados eruditos del momento: Vicente Carducho en Madrid y Francisco Pacheco
en Sevilla. Ambos concurren en la inferioridad del arte de la Escultura con respecto
al de la Pintura.
No es hoy fácil empresa asumir la realidad de aquél momento en lo que respecta
a la consideración social de los oficios artísticos, a sus categorizaciones y funciones
18 GÁLLEGO, Julián: Velázquez..., op.cit., p. 68.
19 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 296.
20 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 23.
21 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en..., op.cit., p. 17.
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sociales. No ha de extrañar la necesidad moral de Velázquez de dignificarse a través de
funciones cortesanas y de encomiendas nobiliarias. A la vez que resulta comprensible
su deseo de ennoblecer, a través de su discuro pictórico, a aquellos a los que respetaba,
tanto por la dignidad de su profesión y calidad de su trabajo, como por la amistad que
les unía; tal el caso de Juan Martínez Montañés.
Gállego señala que en el siglo XVII el objetivo de conseguir la consideración de
Arte Liberal, refiriéndose en concreto al ejercicio de la Pintura, “fue una obsesión de
los pintores del Siglo de Oro [...] y se basa en que la actividad del pintor es idear,
inventar, encarnar una idea, siendo la ejecución tan secundaria como el rasgueo de
la pluma de un poeta”22; o –podríamos añadir aquí aludiendo al retrato de Montañés–
como el tanteo del palillo de modelar de un escultor.
De la franca sintonía de Pacheco con el pintor sevillano no hemos ni tan siquiera
de insistir aquí, lo que no obsta para que consideremos cómo pudo nuestro pintor con-
siderar las agrias desavenencias, seguidas de pleito, que enfrentaron a su suegro con
su amigo Montañés, en el sentido de que compartiera o no con aquél el objeto de esas
inquietudes. El foco de la disputa se situaba en la injerencia del escultor en los queha-
ceres propios de la disciplina de los pintores, habida cuenta de que en el año de 1622
Montañés concierta –entre otras hechuras– la pintura para el retablo mayor del convento
sevillano de Santa Clara, “lo que provoca la denuncia de los pintores con Pacheco a
la cabeza”23. Montañés, que gozaba ya de justificado y amplísimo predicamento hasta
el punto de merecer de sus contemporáneos el sobrenombre de Dios de la Madera,
era vapuleado por Pacheco en el texto de la demanda con un elenco de imprecaciones
con las que amonesta la supuesta osadía del escultor y a la vez lo zahiere. De lo cual
ha de colegirse sin esfuerzo que, al menos durante el tiempo del transcurso del pleito,
las relaciones entre ambos no pudieron ser, precisamente, cordiales.
Atendiendo ahora a la personalidad del pintor, cabe decir que los rasgos que dibu-
jan los perfiles de la identidad y el temperamento velazqueño han sido reconstruidos
en paciente anastilosis no precisamente por la fuente de sus escritos, que no nos quiso
legar, sino por testimonios indirectos, suposiciones y conjeturas que han hilvanado la
base sobre la cual poder proceder al levantamiento de su profundo discurso artístico.
“De Velázquez sabemos que lo era [taciturno] en grado sumo [...] Era melancólico,
nos dice Palomino. Era retraído. Era distante”.24. Sus alegatos pictóricos eran tan
lacónicos como su propia personalidad. La personalidad desapercibida, mesurada,
exenta de violencias y aspavientos de Velázquez-el-hombre pudo persuadir a veces de
una supuesta pusilanimidad en su propia obra. Sin lo llamativo del carácter de Alonso
Cano ó Herrera el Viejo, ni la trascendencia social de Francisco Pacheco u otros, la
figura personal del pintor se envuelve en un manto de indolencia y pasividad que,
peligrosa y engañosamente acabaron por adherirse –a la vista de unos cuantos– a las
22 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 428.
23 JUAN LOVERA, Carmen y MURCIA CANO, Mª. Teresa: “Estampas de la vida de..., op.cit.,
p. 261.
24 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 20.
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telas de sus lienzos. Porque, como dice Ortega “No suele estar pronta la pupila más
que para heroísmos que aun siendo efectivos lo son con intrumentación retórica. Se
es de ordinario ciego para el heroísmo que se oculta y recata a sí propio, mudo, sordo
y sin perfil, pero tanto más terco, resuelto y permanente”25. Pero este laconismo, que
podría haber parecido a alguno de sus coetáneos el correlato de una indolente vacui-
dad, en modo alguno implicaba la ausencia de un imponente e implacable discurso
manifiesto. Eran precisamente sus ausencias las que se impregnaban de fuertes signi-
ficaciones expresadas en forma sutil. “Velázquez quiere tenernos con él, al lado suyo,
pero no quiere de ningún modo convencernos. Por eso le veremos con ese santo horror
al discurso, a la prédica, a la palabra tentadora [...] para que podamos tropezarnos
con su silencio y... comprender, comprender sin haber sido aleccionados, o sea, sin
pedagógica imposición”26.
Y así, entretanto, la mesurada quietud de la poética velazqueña quedaba injus-
tamente preñada de un displicente barniz que la oscurecía, cubriendo con el pesado
manto de una difícil penumbra los sutiles matices de su embajada. Cuando la niebla
se disipó dejó al descubierto al fin los perfiles de un artista austero, prudente, distante,
culto, sereno e implacable. “El reposo de Velázquez está logrado y sostenido a pulso,
merced a una constante tensión, digamos más, a un combate sin pausa contra todo su
siglo”27. La prudencia y la mesura de su discurso, su peculiar estilo de decir a través
de las omisiones se materializa en la tela que representa al escultor Martínez Monta-
ñés, y que Velázquez utiliza como punto de anclaje para construir el discurso de sus
preferencias y de sus posicionamientos en lo tocante a las categorías de las artes en su
época, su disconformidad con dicha categorización; a la vez que con ello realiza un
sincero homenaje a su buen amigo el escultor, y a la vez también que –quizá– dibuja
con la retórica exquisita de su elocuencia pictórica una sutil pero concluyente censura a
las categorizaciones artísticas de su suegro Pacheco y, desde luego, del acre Carducho.
La personalidad reservada y discreta sería entonces uno de los rasgos más marcados
del perfil del artista, que, instalado definitivamente en Madrid como pintor del rey en
1623, está en absoluta sintonía con el austero sentido del decoro que imperaba en la
corte española con el monarca Felipe IV, especialmente tras la regia ordenanza que, ese
mismo año, llamaba al prudente recato y a la inteligente reserva. Y esa su preferencia
“por lo mesurado y lo sereno estaba sin duda en conflicto con el arrebato del barroco
pleno”28. Como consecuencia, esa austera dignidad de la corte española podría haber
sido incómoda para otros espíritus, pero no para Velázquez, que “saca de esta sobriedad
un partido tanto más admirable cuanto que responde a las propias inclinaciones”29
Es, desde estos presupuestos, desde los que Velázquez despliega su reservada
pero certera elocuencia caligrafiando con la punta de su pincel en el pergamino de
25 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 70.
26 GAYA, Ramón: Velázquez..., op.cit., p. 105.
27 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 71.
28 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en..., op.cit., p. 236.
29 MULLER, Joseph-Emile: Velázquez. Barcelona, 1975, p. 61.
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sus lienzos el discurso de sus intereses, sólo legible por aquellos que dispongan de las
virtudes exegéticas de una personalidad cultivada. Si hubo algo que Velázquez nunca
deseó ser fue precisamente un orador de multitudes. Para Ramón Gaya, la distinción
y la dignidad que destila la obra velazqueña depende de una especie de “aristocracia
subterránea” y de “modestia radiante”30.
Para Ortega, en Velázquez, “sobre todo en su última época, la reducción de pin-
celadas es tal que se le ha llamado la manera abreviada”31. Esa manera abreviada
puede en última instancia desembocar en el caso de este artista, como vimos, en la
forja de unos discursos que se contruyen sobre la base de unas ausencias significativas.
Esa seductora abreviatura caligráfica del proceder velazqueño, esa a veces ausencia,
es la que percibimos en la representación del busto no presente del rey Felipe IV en el
retrato del escultor Martínez Montañés.
Velázquez, en completa connivencia con el nuevo espíritu de su era, y en contra-
posición a aquellos artistas de su época que detuvieron el reloj en algún momento de
sus ancestros artísticos, tiene “hartazgo de belleza, de poesía y un ansia de prosa”32.
Y es ese ansia de prosa lo que lo lleva a un discurso pictórico anclado en su tiempo,
con declaraciones implícitas expresadas con la sutileza de un ingenio a la altura de su
suficiencia intelectual, cuando no a través de sabrosas y significativas omisiones que
evitan a menudo la expresa declaración de un mensaje cuyos últimos términos deben
ser definidos por el receptor de la obra. Velázquez estuvo fuertemente sugestionado
por la expresión íntima de las circunstancias de su época. En su Descanso de Marte
ejecuta “una dramática meditación sobre los destinos de una España en evidente
declive militar”33; en sus filosófos Menipo y Esopo invita a encontrar el verdadero
conocimiento en criaturas de aspecto marginal, donde “sorprende en ellos el tono de
absoluta vulgaridad... [donde] ...hay en ellos, probablemente, una grave enseñanza
moral de signo entre estoico y cínico, que hace ver como depositarios de la verda-
dera sabiduría a los que han sabido renunciar a las ataduras, los compromisos y
las engañosas apariencias del mundo”34; igualmente dota a sus enanos de corte, a
aquellas sabandijas de palacio, de la extraordinaria y singular belleza que sólo adorna
a los seres transparentes, pero que son relegados por el vulgo a causa de su fealdad
y deformidades. Velázquez estuvo vivamente interesado asimismo por plasmar en
sus telas la opinión y el sentir que le merecían las circunstancias que le afectaban de
una manera inmediata. Así, en respuesta a las acusaciones de indocto con las que era
regalado por sus oponentes, resuelve referenciarse astuta y sagazmente a los ignudi
miguelangelescos en Las Hilanderas. En línea con todo ello podríamos considerar su
posible posicionamiento con respecto al tema del paragone entre Pintura y Escultura,
que queda resuelto definitiva y admirablemente en el retrato de Montañés mediante
30 GAYA, Ramón: Velázquez.., op.cit., p. 82.
31 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 19.
32 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 146.
33 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 40.
34 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 40.
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la ausencia de la materia pictórica justo en el área del cuadro que debería plasmar el
objeto escultórico que justifica el gesto del retratado. Resolviendo entonces el duelo
del paragone de tan audaz manera.
De Velázquez se ha dicho en ocasiones que basta con contemplar su obra acabada
para percibir todo el periplo procedimental, en sus aspectos puramente técnicos. Los
lienzos velazqueños suponen una academia transparente porque el artista “pinta la
mayor parte de su obra alla prima, sin la complicada preparación que es habitual en
los demás pintores. Ni siquiera dibuja las figuras. Desde luego, con el pincel ataca el
vacío del lienzo y suscita el cuadro”35. Para Bardi, Velázquez ejecutaba sus obras de
una manera directa y espontánea “porque así se le ocurría por inteligencia y dominio
del oficio, economizando trazos para después estructurarlos en síntesis inusitadas y
extravagantes que definían su arte excepcional”36. De sus obras, incluso de las grandes
composiciones que debieron por su complejidad de requerir sesudos estudios prepa-
ratorios, no se conservan apenas bocetos y sus arrepentimientos parecen indicar que
en la práctica solucionaba sus problemas de ordenación directamente sobre la misma
superficie de la tela. “Velázquez no parece haber hecho dibujos previos para sus
obras, diríase que en los mismos lienzos planeaba y modificaba lo que quería”37. Ello
proporciona a la obra una frescura tal que, junto con la proverbial soltura de pincel,
ofrece la ilusión de que aquélla ha sido ejecutada sin esfuerzo.
Pero para los diletantes coetáneos de Velázquez resultaba difícil sustraerse a la
sensación de cuadros sin acabar que daban sus lienzos. Y no era únicamente “...el
viejo y envidioso Carducho quien alude a ese hecho escandaloso en casi todas las
páginas de su libro”38, sino que se trataba de una opinión relativamente generalizada.
En relación con ello, merece especial atención para nosotros la consideración de obra
inacabada con la que suele expedientarse al Retrato de Martínez Montañés, y con la
que debemos mostrarnos en desacuerdo. Los lienzos realmente inacabados de Velázquez
no presentan la misma manera de inconclusión que éste. Sin duda alguna existe una
serie de obras cuya factura en determinadas zonas de las telas exigen la consideración
de inacabadas. Así el retrato del bufón llamado Don Juan de Austria (Fig. 8), sobre
todo en la zona de las vueltas de la capa y del calzón, pero de manera muy llamativa
en la naumaquia del fondo, de factura tan libre como la del mejor Turner. También
presenta claramente zonas inacabadas el lienzo La costurera (Fig. 6), principalmente
en el almohadón en el cual el personaje posa sus manos, también inacabadas, en ac-
titud de costura. El Retrato de Felipe IV del Museo del Prado fechado entre 1655-60,
efigiado hasta el torso, presenta inacabada toda la mitad inferior, ocupada por el pecho
del monarca, con trazos muy oscuros y de ágil impronta que delimitan, grosso modo,
los perfiles principales del torso y brazos por encima de una mancha general de color
verde oscuro. El Retrato de Juan Mateos y el Retrato de hombre joven (Fig. 7), éste
35 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 19.
36 BARDI, P.M.: La obra pictórica completa de Velázquez. Barcelona, 1970, p. 10.
37 MULLER, Joseph-Emile: Velázquez, op.cit., p. 14.
38 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 70.
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El paragone velazqueño. Reflexiones a partir del retrato de Juan Martínez Montañés 195
último en la Alte Pinakothek de Munich, presentan ambos inacabadas las manos, si
bien en el primer caso quedan resueltas con una amplia mancha de color, mientras que
en el segundo la mano izquierda del joven está resuelta con trazos ágiles y oscuros
que flotan sobre el tono general del fondo. Por su parte el Retrato de una niña, en la
Hispanic Society de Nueva York, presenta una amplia zona inacabada que se extiende
por la mitad inferior del cuadro, bajo el nivel de arranque del cuello de la joven, resuelta
mediante una factura transparente y diluida.
En general en estas obras las áreas inacabadas presentan diferentes apariencias en
cuanto al tratamiento del esbozo que pueden agruparse en dos maneras principalmente:
En la primera manera la zona inacabada se indica con una mancha más o menos diluída
e imprecisa que ocupa toda la superficie de la forma sugerida, a veces con sobretrazos
que indican ligeramente los contornos; En la segunda manera el área inacabada se
resuelve con trazos caligráficos de tono oscuro sobre una base uniforme de color que
no se corresponde con el tono local de la zona esbozada. En ambas maneras de hacer,
entre las zonas inacabadas y las definidas, el tránsito se produce gradualmente.
Muy al contrario de todo esto, el Retrato de Martínez Montañés presenta un
cambio inusualmente imprevisto entre el área supuestamente inacabada –el busto del
rey– y el resto de la superficie del lienzo (Fig. 5). No hay zona de transición, como sí
la hay en aquellas otras pinturas, sino que toda la superficie ocupada por la cabeza de
barro aparece plana, apenas sin materia pictórica, sólo animada interiormente por unos
levísimos toques de pincel como al desgaire, muy rápidos, rectos y delgados, con un
aspecto duro e incisivo. Y es de relevancia hacer constar que estas contadas pinceladas
que flotan sobre la ligera veladura del fondo, a través de la cual se percibe claramente
la propia textura desnuda del lienzo, no son trazos que definan verosímilmente el efecto
volumétrico de las facciones de un busto en proceso de ejecución, sino que parecen
estar ahí con la única intención de dar noticia de que la cabeza representada corresponde
a la del monarca, definitivamente caracterizado por los trazos que sugieren el vistoso
bigote de puntas alzadas. Y al no haber zona de transición entre la superficie acabada
y la esbozada, se produce un extraño efecto de recorte, con unos bordes infranquea-
bles que producen la rara sugestión de que la pintura –y esto es trascendental– no ha
querido entrar allí.
En lo que respecta a las fuentes iconográficas del pintor, es ya cosa sabida que
Velázquez, para sus composiciones, no dudaba en acudir a referencias de otros artistas
de su consideración o bien a artistas menores cuyas composiciones pudieran serle en
algún punto de utilidad para su empresa. Así sucede en La rendición de Breda, para
cuya composición general acude a una estampación de Bernard Salomon. O en su
San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño para el que recurre a un grabado de
Alberto Durero y a los escenarios rocosos de Patinir. Lo mismo es extensivo a otras
obras como La Venus del espejo, el Descanso de Marte, Las Hilanderas y Mercurio y
Argos, por citar sólo algunas, cuyos referentes iconográficos ya quedaron señalados.
Ese proceder compositivo vuelve a utilizarlo en su Retrato de Martínez Monta-
ñés; pero aquí Velázquez, en un tour de force, lo emplea no en un sentido positivo
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sino negativo, esto es, utiliza una fuente que denuesta tanto en la calidad de su
hechura como en su procedencia, precisamente para construir una ironía a partir
de ella, chanceándola. Así, resulta en extremo interesante la evidente semejanza
entre el retrato que de sí mismo hiciese Vicente Carducho entre los años 1630-35,
conservado en el Culture and Sport Museum de Glasgow (Fig. 2), y el retrato que
Velázquez pintó del escultor jiennense hacia 1635-36 (Fig. 1). Carducho aparece
en el suyo autoinvestido de dignidad, con pose solemne, “en actitud de escribir,
exhibiendo también, sobre la mesa, la paleta y los pinceles, es decir, dando igual
significación a sus dos actividades, hermanadas”39. Velázquez extrae el esquema
compositivo, remedándolo, y sustituyendo la efigie del enojoso Carducho por la de
su buen amigo Montañés. Pero no varía un ápice la composición. Ni el gesto del
retratado. En el lugar del libro aparece ahora la masa de barro en la que se adivina la
cabeza del rey. Y en el lugar del instrumento del literato, la pluma de ave, Velázquez
encaja sin alterar en absoluto la posición de la mano el instrumento del escultor,
el palillo de modelar. Como si ahora el lugar del noble arte de la Literatura hubiese
sido ocupado por el de la Escultura, y el instrumento desde el que fluye la Idea ya
no fuese la pluma de ave sino el tan injustamente denostado palillo de modelar. Y
si Carducho parangona, en el alegato de su lienzo, la Pintura con la Literatura, de
igual modo Velázquez –en un hábil trasunto– parangona a la Escultura no ya con la
Pintura sino con la propia Literatura, contradiciendo así a la vez que ridiculizando a
su sempiterno vejador. El Ut pictura poesis horaciano aplicado al arte del escultor.
Para no mermar el efecto de semejanza, el pintor coloca en las manos del escultor un
palillo de un tamaño tal que ocupe un peso visual similar al de la pluma del escritor.
Cuando lo correcto en este caso hubiera sido, dado el volumen del busto a medio
modelar, que el tamaño del palillo fuera considerablemente mayor pues así lo exige
el propio procedimiento. Por otro lado, al no variar el gesto de la mano que alza el
instrumento ejecutivo, se produce una extraña paradoja, pues a nadie que esté iniciado
en las artes del modelado se le escapa que la postura con la que Montañés blande el
palillo es del todo incorrecta y que de ningún modo una cabeza de barro del tamaño
de la que aparece indicada en el lienzo puede trabajarse con un palillo asido en esa
posición. Capaz Velázquez no sólo de describir con agudo acierto las poses que
convienen a la actividad del retratado sino incluso de expresar con destreza la carga
psicológica interior del mismo, al pintor –sagaz observador de la realidad– no pudo
haberle pasado desapercibida la inconveniencia del gesto ejecutivo. La postura de la
mano es adecuada para sostener un pincel de pintor o una pluma de escritor, pero el
palillo de modelar se sostiene pasando el cabo final del instrumento por el dorso de la
mano, en contacto con la zona inferior de la palma. De los tres retratos conocidos del
escultor, el de Velázquez, el de Pacheco en el madrileño museo Lázaro Galdiano y el
de Francisco Varela propiedad del Ayuntamiento de Sevilla, es en éste último donde
un Juan Martínez Montañés más joven aparece modelando una pequeña maqueta de
39 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: Pintura barroca en..., op.cit., p. 24.
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El paragone velazqueño. Reflexiones a partir del retrato de Juan Martínez Montañés 197
su San Jerónimo con un gesto en la mano portadora del instrumento idéntico al que
aparece en el lienzo de Velázquez. Pero es importante observar que en este caso, dado
el pequeño tamaño de la pieza y el avanzado estado de acabado que presenta, sí está
justificada la manera en la que el escultor sostiene el instrumento habida cuenta de
que se trata de un pequeño y delgado palillo, muy apropiado para el retoque final de
figuras de tan pequeño formato.
El status dignificante, pues, que Carducho infunde al instrumento del escritor es
lo que Velázquez parece insuflar al del escultor en este retrato que más que tal sería
entonces un manifiesto, una voz alzada, un alegato sutil contra el sofisma del paragone
que tanto disfavor brindaba a la Escultura. Posicionándose entonces hacia la reconside-
ración de la Escultura en la categorización general de las Artes expresado a través de
un discurso resuelto en el más puro estilo conceptista, neoplatónico y esteganográfico
de la época.
Esa manera de hacer aparentemente contradictoria de Velázquez, ese continuo juego
de equilibrios en el límite que separa lo real de lo irreal, lo verosímil del concepto puro,
parece ser una constante en sus obras de más empeño porque hay que tener en cuenta
que Velázquez es un pintor realista pero no a la manera de Caravaggio, sino desmon-
tando el objeto, en un proceso de desrealización y desmaterialización del mismo. En
Velázquez “la pintura se libera, por fin, radicalmente de la escultura, que desde Giotto
se había tragado y protuberizaba los cuadros, dando a todo la hinchazón del volumen,
la plasticidad”40. De modo que una de las novedades en Velázquez es la descorporei-
zación de los objetos representados, la decidida negación a pintar verosimilitudes, su
desinterés por el trampantojo. Para Ortega, la manera velazqueña es una manera de
pintar en hueco, en lugar de impulsar los volúmenes hacia fuera del plano del lienzo.
El pintor no se enfrenta a la membrana del cuadro en un intento por destruirla, sobrepo-
niéndose a ella, sino que impulsa la escena hacia el fondo provocando una ilusión, una
fantasmagoría, una aparición, una epifanía. En paralelo con la escultura, y teniendo en
cuenta que el escultor puede actuar bien poniendo o bien quitando materia, la manera
velazqueña podría asociarse a esta segunda manera procedimental, como si el bloque
matérico contuviese ya por anticipado la figura objeto de su búsqueda, eliminando el
volumen superfluo y dejando al descubierto la esencia de su ideario, en íntimo consenso
con la filosofía del neoplatonismo. Miguel Ángel Buonarroti, en una carta a Benedetto
Varchi, declara que su manera de hacer responde “al tipo que se ejecuta mediante la
extracción; el que se realiza mediante la construcción se parece a la pintura”41. La
admiración de Velázquez por la obra de Miguel Ángel queda atestiguada por la per-
manencia en él de esos posicionamientos que hacían aflorar la figura a medida que
se la descargaba de la materia que la oprimía, a la búsqueda de la forma preexistente,
siendo el proceso de su descubrimiento la tarea del artista. Para Velázquez, entonces,
en sintonía con Buonarroti, el procedimiento pictórico que le permitiese desvelar la
40 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 216.
41 BARASCH, Moshe: Teorías del Arte. De Platón a Winckelmann. Madrid, 1991, p. 142
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intimidad de sus proposiciones no podía ser la técnica aditiva, el efectismo realista,
el trampantojo, el volumen verosímil... Por eso repudia esos cuadros que muestran al
retratado ufano y complacido, sosteniendo a la vez la placa esculpida en relieve con
su propia efigie, en una absurda imitación de un arte a través de otra arte, en absurdo e
incoherente juego de paragone, a través de una dialéctica que al templado e inteligente
Velázquez habría por fuerza de parecer pueril, vacía e insuficiente. Por eso cuando sus
pinceles se acercan a los bordes de otra arte se retraen, actuando alrededor, sólo en el
ámbito que le es connatural... pero sin querer entrar en el futil entretenimiento malaba-
rista de una verosimilitud artificiosa y huera. De ahí esa aparente incoherencia técnica,
ese engañoso aspecto inacabado del busto de Felipe IV en el que Montañés apoya su
mano izquierda. No dudamos ya que Velázquez, deliberadamente, desistió de acometer
con su pincel el área destinada a la representación escultórica. A Velázquez el esfuerzo
de ejecutar el trasunto de su realidad, desvelándola, creando sus singulares epifanías, le
imposibilita de penetrar en las epifanías ajenas, en lo que sería un desatinado empeño
por materializar las revelaciones ajenas a través de las suyas propias.
Velázquez no está interesado en el ejercicio circense de representar con sus pin-
celes objetos creíbles, en un absurdo engaño a los sentidos. Por ello, en su Retrato de
Martínez Montañés, cuando se enfrenta a la obra en proceso de su camarada, conscien-
temente elude la representación de esa “figura con vida, que crece tanto más cuanto
más disminuye..”.42.
Para Muller, el busto inconcluso de Felipe IV en el retrato de Montañés es un
recurso para destacar la propia efigie del escultor. Es cierto que Velázquez es diestro
en destacar las notas esenciales de sus sinfonías pictóricas, mediante desvaimientos,
inconclusiones y ausencias. Pero es interesante señalar que lo que produce extrañeza en
el trozo de lienzo en donde indica la presencia del busto de Felipe IV no es el hecho de
que pueda estar inacabado sino, como se ha dicho, la manera incoherente en la que ese
fragmento de tela está tocada en referencia al espacio pictórico que lo rodea. Y esto es
así porque la técnica pictórica de Velázquez es de naturaleza holística. Abarca desde el
primer momento el total de la superficie del lienzo. No secciona, sino que compone sus
melodías pictóricas atacando simultáneamente todas las áreas de su espacio escénico.
“Velázquez no percibe la realidad paso a paso y mirada a mirada, o sea, gradudal-
mente, meditativamente, sino de un solo y gran golpe de vista abarcador, abrazador;
no va conquistándola pieza por pieza, parte por parte, para después, reunidas unas
con otras, reconstruir una totalidad, sino que la totalidad de la realidad misma se le
entrega sin reserva ni resistencia alguna”43.
Las elusiones, o exclusiones, en la obra velazqueña ya hicieron decir a Ortega
y Gasset: “Me sorprende en extremo que no hayan sido destacadas, como lo más
característico de Velázquez, sus omisiones”44. Su propia técnica desrealizadora es
42 BARASCH, Moshe: Teorías del..., op.cit., p. 143.
43 GAYA, Ramón: Velázquez..., op.cit., p. 49.
44 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 41.
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El paragone velazqueño. Reflexiones a partir del retrato de Juan Martínez Montañés 199
una muestra del proceso continuo de deconstrucciones y omisiones de las apariencias
ópticas. Lo extravagante, y genial, en el caso del Retrato de Martínez Montañés, es
–como ya vimos– esa magistral vuelta de tuerca cuando, forzando su propio protocolo
procedimental, dota a una omisión –el busto del rey– de una significación clave para
la comprensión de todo el cuadro.
En las obras del pintor los personajes se imponen con su presencia a la mirada de un
observador que queda comprometido a dar una respuesta que satisfaga el interrogante
efluvio que emana de ellos. Velázquez hace permanecer expectantes a sus personajes
–él mismo en Las Meninas o Montañés en su retrato– a la espera de nuestro desenlace
intelectual, con el que la obra completará su ciclo discursivo. Así sucede en el Retrato
de Martínez Montañés, que nos observa a la expectativa, quieto por un instante eterno,
a la espera de que seamos nosotros los que hayamos de concluir el sentido completo de
la escena que se ofrece, como un enigma; como en el refinado y difícil acertijo que se
desprende del lienzo de Las Hilanderas. Para Gállego, “Velázquez se ha retratado [en
Las Meninas] al exterior de la composición, como si la viera en su idea, en el disegno
interno de la creación artística”45. Los dos grandes lienzos que cuelgan de la zona
superior del testero del fondo, apenas perceptibles por la fresca penumbra que envuelve
la estancia, dan la clave del asunto. Reproducen dos obras copiadas por su discípulo
Martínez del Mazo, la Minerva y Aracne de Rubens y el Apolo y Pan de Jordaens. Una
apología de la suprema expresión artística, habilidad reservada a unos pocos elegidos,
cuyo imprudente abordaje es severamente castigado por Némesis, la diosa encargada
de reprobar la desmesura insensata de los mortales. De la suprema expresión artística
expresada en esas escenas es instrumento el propio pintor. Y al igual que en este tan
extraordinario como singular lienzo Velázquez detiene a los atrevidos que con tanta
osadía como ignorancia se zambullen en aguas que no le son favorables –quizá una
crítica mordaz a todos cuantos, como Carducho, le asediaron con inquina– así pro-
bablemente el propio Velázquez desistió de motu propio de penetrar en el terreno de
la Escultura, desistió del vano intento de categorizarla, de fagocitarla con el extremo
de su pincel, convencido de la competencia de esa y de las demás disciplinas con las
que el hombre expresa la grandeza de su espíritu. Concediéndole así, a la Escultura, el
favor del status de Arte superior.
Este cauto obrar a través de sutiles sugerencias, a través de imprecisiones y de
ausencias, este juego de cosas nunca dichas pero siempre implícitas, es una forma de
proceder que encaja a la perfección con la personalidad cultivada, mesurada y reservada
de Velázquez, sabedor de los riesgos de un discurso expreso. Y sabedor también de que
“la Poesía, consciente de ese peligro, ha luchado sin descanso por callarse aquello
que quería decir”46, lo que está en plena consonancia con la manera de proceder de la
corriente coetánea de la literatura conceptista.
45 GÁLLEGO, Julián: Visión y símbolos..., op.cit., p. 261.
46 GAYA, Ramón: Velázquez..., op.cit., p. 99.
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Es en ese callar lo que se quiere decir donde Velázquez, ya desde muy joven y
todavía en su etapa sevillana, da muestras de la coherencia de sus posicionamientos,
que luego no abandonaría, en el sentido de declararse “irresponsable de pintar lo
que, a su juicio, no se puede pintar”47. Se refiere Ortega con ello al temprano lienzo
Cristo de visita en casa de Marta y María (Fig. 3), en el que se representa un aposento
donde no aparece ninguno de los tres personajes bíblicos que se prometen, tan sólo
efigiados en un pequeño cuadro –¿o ventana?– situado en una posición marginal de
la obra. Es interesante observar que, al igual que hace en este bodegón a lo divino,
el pintor gusta a menudo de situar el quid de la obra en una posición marginal, en la
periferia de la composición. Así sucede también en La mulata (Fig. 4) conservada en
Dublín, The National Gallery of Ireland, en la que introduce una escena secundaria
a modo de cuadro o ventana con lo que parece ser una Cena de Emaús trasmutando
“una escena despreciable, según los teóricos (ver Carducho), en otra digna del mayor
respeto”48. No era este un recurso extraño y el propio Pacheco lo utilizaría en su San
Sebastián atendido por Santa Irene, destruído durante la guerra civil española. En
todas esas composiciones existe un motivo singular situado en una zona marginal de
la obra, siendo ese motivo el objeto mismo que da significado a toda la escena. Ya en
plena etapa madrileña volverá a hacer lo mismo en su San Antonio Abad y San Pablo,
primer ermitaño en el que se produce una bilocación de los personajes focalizada en el
área inferior izquierdo del lienzo a través de la cual se narran sucesos que nos ubican
en la temática de la obra. Del mismo modo, Velázquez sitúa en el Retrato de Martínez
Montañés el busto de barro de Felipe IV en la periferia de lo que en principio parece
ser el motivo principal del cuadro, esto es, la presencia del escultor. Pero al dar un
tratamiento extrañamente singular al busto del monarca, y una vez asociado ese trata-
miento con la temática del paragone, ilumina ese área con una potencia expresiva tal
que la transfigura , convirtiéndola en el tema principal del cuadro.
En aquellos lienzos religiosos de juventud la paradoja proviene de lo formal, esto
es desde la incertidumbre de si las escenas del fondo son ventanas abiertas a otras
estancias, cuadros colgados en el muro o espejos que reflejan lo que sucede en algún
lugar por detrás del espectador. En el retrato del escultor la incoherencia es más sutil
y proviene de la extraña factura derivada de su ejecución técnica. Estas imprecisiones
con las que el pintor juega son comunes a lo largo de toda su obra pues además de en
estos lienzos lo hallamos también en Las Meninas (el supuesto espejo de fondo con
el reflejo de la pareja real) o en Las Hilanderas (las figuras de Atenea y Aracne, al
fondo, que casi se funden en el tapiz del Rapto de Europa). Y es que Velázquez “no
siempre se afana en ofrecernos una legibilidad absoluta, en tranquilizarnos con una
veracidad total”49. Es en ese juego de artificio intelectual –de nuevo tropezamos con
47 ORTEGA Y GASSET, José: Papeles sobre ..., op.cit., p. 45.
48 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 61.
49 MULLER, Joseph-Emile: Velázquez, op.cit., p. 41.
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los procedimientos de la literatura conceptista– en el que el pintor se place, valiéndose
en el retrato de Montañés de un acabado incomprensiblemente disparejo.
En otro orden de cosas, el interés de Velázquez por dotar a sus retratos de una
plusvalía psicológica va de la mano del empeño por proveer a su obra, al menos a la
parte de aquella con la que pudo sentir una mayor implicación, de un fondo discursivo
que excediese, enriqueciéndolos, los propios límites de lo verosímil. Velázquez había
desde muy temprano demostrado sus habilidades para plasmar el perfil interior de sus
modelos, pero no tan solo a través del mapa de sus rasgos faciales, sino valiéndose
de determinados detalles aparentemente anecdóticos pero que aportan información al
cuadro en general. En el caso de La venerable Madre Jerónima de la Fuente tras la
áspera severidad del rostro de la religiosa, la vista se vuelve a la crudeza del gesto de
la mano que empuña, como un arma, el extremo del crucifijo; expresión inequívoca del
férreo talante de la profesa. Del mismo modo, en el retrato de El Infante don Carlos
del Museo del Prado, desde el ligero gesto de disconformidad del rostro nuestra mirada
resbala por su brazo derecho, que cae con desgana, sujetando con la mano displicen-
temente y “con infinito desgaire”50 el guante. “Este gesto desenvuelto parace delatar
un deseo de burlarse de la etiqueta, de reivindicar el derecho a cierta fantasía y, por
lo menos, a cierta libertad”51. Y así, aunque Montañés en su retrato “apoya la mano
izquierda sobre su obra y en la derecha tiene un palillo, más bien parece un modelo
posando que un artista en pleno trabajo”52. Y es que el pintor ha querido destacar los
perfiles de dignidad del retratado y la indiscutible grandeza de su oficio. El hecho de
que está posando, y no en pleno trabajo, lo delata “la pulcritud de su amplio traje
negro, tanto como el hieratismo de su postura..”.53. Montañés está representado “en
una posición semejante a la que el propio Velázquez adopta en Las Meninas, con el
utensilio del trabajo material (palillo de modelar en Montañés, pincel en Velázquez)
alzado, sin aplicar a la obra, pendiente del disegno interno que es la grandeza del
Arte y lo que lo pone por encima de la Artesanía”54, y es la relevancia de esa mirada
del artista liberal pendiente de la Idea, del disegno interno, la causa de que, en esos
lienzos citados, ni Velázquez ni Montañés consientan en mostrar la obra en proceso a
través de una banal verosimilitud.
En definitiva, y recapitulando, concluyamos en que el Retrato de Martínez Mon-
tañés con el que el pintor Diego Rodríguez de Silva y Velázquez efigiara al Dios de
la Madera no es un mero retrato. Más allá de los límites de su aparente verosimilitud
este lienzo se transfigura en la clepsidra que contiene incólume el firme alegato del
posicionamiento velazqueño hacia una reconsideración de la categorización de las
Artes, hacia una nueva y más justa dignificación del Arte de la Escultura, vehículo fiel
del disegno interno.
50 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y..., op.cit., p. 129.
51 MULLER, Joseph-Emile: Velázquez, op.cit., p. 64.
52 MULLER, Joseph-Emile: Velázquez, op.cit., p. 126.
53 MULLER, Joseph-Emile: Velázquez, op.cit., p. 126.
54 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso Emilio: “Velázquez y...; op.cit., p. 296.
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En primer lugar, en justificación de esta hipótesis, nos apoyamos en la extrañeza
del singular tratamiento disparejo que presenta el lienzo, en la incoherencia que pre-
senta la factura pictórica, que separa dramáticamente la zona del busto del monarca
y la realidad que lo circunda. Es una incoherencia técnica en tanto en cuanto que no
se corresponde con la manera de hacer del pintor. Y es también, en este lienzo, una
derivación de aquellas incoherencias compositivas con las cuales Velázquez desplazaba
el tema central a áreas periféricas de la tela.
En segundo lugar se percibe en este cuadro una deliberada renuncia a penetrar en
el área de una disciplina que no es la propia del pintor, en un ejercicio de consentida
reserva que habremos de interpretar, como corresponde, en un sentido diametralmente
opuesto al de aquellas obras pictóricas que se jactaban de traducir con malabarismos
de verosimilitud los trabajos de la gubia del escultor. Siendo como fueron éstas pueril
testimonio de un paragone que desfavorecía a la Escultura en relación a la Pintura, es
evidente que Velázquez al silenciar sus pinceles cuando éstos sobrevuelan un área ajena,
valida mediante este genial expediente la singular excelencia del Arte de la Escultura.
En tercer lugar, la metodología de trabajo de Velázquez le llevaba, a veces, a
buscar inspiración en obras ajenas; y es aquí donde nos sorprende con un audaz tour
de force, pues en el retrato de su amigo el escultor toma prestada la pose que adopta
el hostigador Carducho en su autorretrato para, desde ella, invertir los términos de la
lectura; para construir su propio discurso en clara disconformidad con el de aquél. Y
así, si en su autorretrato Carducho se autoinviste de dignidad y emparenta a la Pintura
con la Literatura, Velázquez emplea en el retrato de Montañés la retórica de la analogía
y la ironía para ennoblecer la disciplina del escultor equiparándola a la del literato,
impeliéndola de este modo a la cima de la expresión artística.
En cuarto lugar, el instrumento de modelar que sostiene Montañés comporta una
incoherencia de método y de técnica. La de método por el hecho de la impropiedad
que supone la manera en la que el escultor sostiene en la mano el palillo. La de técnica
por lo inapropiado de un utensilio de tan reducidas dimensiones. Comoquiera que la
semejanza entre el autorretrato de Carducho y el lienzo de Velázquez –tan próximos,
y esto es significativo, en sus fechas de ejecución– son harto evidentes, una reflexión
consecuente evidenciará la sutil retórica de la ironía del pintor que emparenta, por
analogía, la Escultura –el palillo de modelar de Montañés– con la Literatura –la pluma
de ave de Carducho– elevando con tan genial expediente aquélla a la categoría de ésta.
En quinto lugar, la pose poco creible para la escenificación de una faena que ha de
comportar fatiga física así como lo impoluto de la vestimenta del artista, cobra carta
de credibilidad cuando apercibimos el hecho de que el escultor, sumido en la visión de
su disegno interno, no ha sido retratado en mitad de la faena sino en la actitud del que
exhibe con orgullo la primacía del concepto por sobre el trabajo mecánico, dignificando
así a Montañés con la suprema excelsitud del ejercicio de las nobles artes.
En sexto lugar, el falaz realismo de la obra velazqueña dificulta la lectura de su
plusvalía comunicacional que, al ser expresada en el lenguaje críptico al uso en el
barroco español, resulta hoy de tan ardua transcripción como la versificación de un
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Quevedo, quien a la sazón conoció. El inteligente disimulo de su íntimo alegato es
exponente también del conceptismo literario imperante; y el minimalismo estructural
de sus composiciones así como la esencialidad de sus propuestas es hijo del ideario
neoplatónico del cual participó. De ahí su discurso cifrado, su preferencia por la ironía,
por la paradoja y por la incertidumbre. De ahí sus declamaciones, poderosas invectivas
pronunciadas en susurro.
En séptimo lugar, los perfiles de su personalidad. Su natural mesura, su discreción,
su prudencia y su inteligencia eran el componente ideal para el momento y el lugar en
el que habría de desarrollar la excepcional promesa de su verbo artístico. El comple-
mento de una formación inusualmente erudita y el empeño que sostuvo en el cultivo
de la misma fueron los aditivos detonantes de una elocución pictórica sin precedentes.
De ese comedimiento y de esa discreción da cuenta el inteligente subterfugio que en
forma de retrato construye el pintor, hermoso caballo de Troya que quiso abandonar a
las puertas de la fortaleza de un paragone sitiado ya por la fuerza de los acontecimientos.
En octavo lugar su posicionamiento con respecto al arte de la Escultura. Velázquez,
por ser pintor, rehúye la escenificación fútil del volumen verosímil, del trampantojo.
No es un pintor realista. Él deconstruye la realidad, la desmonta y luego emplea de
ella sólo jirones de realidad que, sobre el lienzo, puedan dar fe no ya de ella sino de
su profunda esencia. Pero aquel rechazo a expresarse en términos de volúmenes es-
cultóricos no supone una negación al arte de la Escultura. La alta consideración en la
que tenía a esta disciplina queda reflejada en las numerosas referencias iconográficas
que de ella se advierten en su obra. Por ello, en el retrato de su amigo el escultor, Ve-
lázquez quiso mediante el ingenioso expediente de una ausencia ejecutoria expresar
el profundo respeto que le merecía una disciplina cuya liturgia ajena no quiso traducir
con la que a él le era connatural.
En noveno lugar, su relación con el escultor jiennense, treinta y un años mayor
que él, cuya figura respetó y estimó desde su juventud. No sólo es significativa sino
que está justificada por su parte la elección de la persona de Martínez Montañés para
la ejecución no de este retrato sino de este manifiesto, un perfecto alegato hacia la
consideración de la Escultura como Arte Liberal.
En décimo y último lugar cabe citar, cómo no, la cuestión del paragone; esa herencia
italiana que hizo correr ríos de tinta a lo largo del cauce seicentista, y aún más allá, en
una áspera diatriba hacia la consecución de dignidades, privilegios y exenciones; y de
la que Velázquez permaneció serenamente distante pero firmemente comprometido.
Abogando por una reconsideración de la categorización de las Artes, Velázquez se
posiciona claramente enfrentado al discurso de tratadistas como Carducho e incluso
Pacheco. Ese enfrentamiento queda genialmente eternizado en el lienzo en el que el
pintor dijo tanto con tan poco, en el que supo sintetizar con la agudeza de su ingenio
el fondo de sus inquietudes, y en el que caligrafió con tanta lucidez y temperancia el
firme juicio de sus íntimos desvelos.
Velázquez, en fin, no fue hombre de alharacas y aspavientos, ni de enérgicas sofla-
mas... En línea con su apostura personal, la obra del pintor se desenvolvió en un hálito
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de sutiles vaharadas y discretas sugerencias... Y, fiel a su época, la manera de su discurso
se revistió a menudo con la umbría del símbolo y de la alegoría, con la veladura del
signo y el ingenio del enigma... Es hoy preciso, entonces, el sortilegio inteligente de
una hermeneusis razonada para entrever el auténtico discurso que la pátina del tiempo
ha ocultado a las miradas de los que luego, por ser hijos de otras épocas, dejaron de
pertenecer a aquélla.
Fecha de recepción: 20 de octubre de 2010.
Fecha de aceptación: 21 de enero de 2011.
Figura 1. VELÁZQUEZ. Retrato de Martínez Montañés, hacia 1635-6. Madrid, Museo del Prado.
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Figura 2. CARDUCHO. Autorretrato, hacia 1630-35. Glasgow, Culture and Sport Museum.
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Figura 3. VELÁZQUEZ. Cristo en casa de Marta y María, hacia 1618-20. Londres, National Gallery.
Figura 4. VELÁZQUEZ. La mulata, 1617. Dublin, National Gallery of Ireland.
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Figura 5. VELÁZQUEZ. Retrato
de Martínez Montañés, hacia
1635-6. Madrid, Museo del Prado
(detalle).
Figura 6. VELÁZQUEZ.
La costurera, hacia 1650.
Washington, National Gallery of
Art (detalle).
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Figura 7. VELÁZQUEZ. Retrato de hombre joven, hacia
1628. Munich, Alte Pinakothek (detalle).
Figura 8. VELÁZQUEZ. El bufón llamado don Juan de
Austria, hacia 1632-47. Madrid, Museo del Prado (detalle).
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