Cartas de Las Heroinas Ovidio Heroidas Ibis

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MEDEA A JASÓN210

[Desterrada, pobre, repudiada, le habla M edea al nuevo


recién casado, ¿o es que no te dejan ni un instante los asun-

2,0 La maga Medea era la princesa hija de Eetes, rey de Cólquide.


Huyó con Jasón tras ayudarle a conseguir el Vellocino de Oro. Después de
que ella había traicionado así a su padre, y había descuartizado a su her­
mano Absirto, Jasón la abandonó para casarse con Creusa, hija del rey de
Corinto, Creón. Medea en venganza mató a sus dos hijos, tenidos con
Jasón, y provocó la muerte de Creón y Creúsa mediante un regalo de
bodas encantado.
Es el segundo tratamiento de la figura de Medea en las Heroides. El
primer retrato indirecto aparece en Her. 6 (Hipsípila). Es llamativa la
recurrencia de la figura de Medea en la obra de Ovidio, a la que sabemos
que dedicó su primera obra de tono elevado, la tragedia que llevaba su
nombre, hoy perdida. La Her. 12 ha sido muy desdeñada por la crítica;
defendida en cambio por V e rd u cc i, Toyshop..., págs. 66-85. Sobre la
autenticidad de la elegía, véase P. E. K nox, «Ovid’s Medea and the
Authenticity o f Heroides 12», Harv. Stud. Class. Phil. 90 (1986),
207-223; véase también el estudio comparativo de H. H ro s s, Die Klagen
der verlassenen Herolden..., tesis doct., Munich, 1958, especialmente
págs. 144-164. Se estructura como sigue (cf. O ppel, Ovids Heroides...,
págs. 15-16): [a-b introducción]; 1-20 lamentos de Medea y reproches a sí
misma y a Jasón; 21-158 retrospección narrativa y reproches: narratio de
la historia de amor desde el principio hasta el abandono, con discurso
directo de Jasón (73-88) y apóstrofe a su hermano que ella despedazó
(113-116); 159-182 quejas y lamentos, con apostrofes, ironía trágica (v.
180); 183-206 discurso de súplica, exhortación y reproches a Jasón, con
rasgos de argumentatio; 207-212 amenaza final.
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tos del gobierno?] Sin embargo, yo, cuando era reina de los
coicos, me acuerdo que te dedicaba tiempo..., cuando me
pedías la ayuda de mis artes. En ese momento debían haber 5
vaciado mis husos las H erm anas211 que regulan los hilos de
los mortales; todavía entonces podía M edea morir bien. To­
do el tiempo que he vivido desde aquel momento ha sido mi
castigo. ¡Ay de mí! ¿Por qué tuvo que venir el árbol del Pe-
lio 212 movido por juveniles brazos en busca del carnero de 10
Frixo? ¿Por qué tuvimos que ver nunca los coicos la Argo
de Magnesia y la tropa griega bebió agua del Fasis? ¿Por
qué me gustó más de lo que debía tu rubio pelo, y tu her­
mosura, y la mentirosa gracia de tu lengua? O, ya que la na- 15
ve desconocida había atracado en nuestras arenas y nos ha­
bía traído unos hombres audaces, ojalá sin tomar mis hier­
bas el desagradecido Esónida se hubiera ido al encuentro
del aliento de fuego y la torva cara de los toros. Ojalá que
de las semillas que tirara hubiera recogido otros tantos ene­
migos, para que su propio sembrador cayera a manos de su 20
sembrado. ¡Cuánta perfidia habría muerto contigo, criminal,
y cuántas desgracias no se me habrían quitado de encima!
D a gusto en algún sentido echar en cara a un ingrato los fa­
vores; me daré ese gusto, ése será el único gozo que sacaré
de ti.
Habiendo recibido la orden213 de dirigir tu nave inex- 25
perta al país de los coicos entraste en los felices dominios
de mi patria. Allí fui yo, Medea, lo que aquí es tu nueva
esposa; tan rico era mi padre como lo es el de ésta. Éste
gobierna Éfira, la de los dos mares, el otro, todo lo que se
extiende desde la izquierda del Ponto hasta la nivosa Esci- 30

211 Las Parcas. Vaciar los husos equivale a acabar con la vida.
212 Pelias arbor, la nave Argo, construida en Tesalia, donde se situaba
el monte Pelio.
213 De su tío Pelias.
108 CARTAS DE LAS HEROÍNAS

tia. Eetes ofrece su hospitalidad a la juventud pelasga, y re­


costáis, griegos, los cuerpos en divanes214 decorados. Fue
entonces cuando te vi; entonces empecé a saber quién eras;
35 aquélla fue la primera ruina de mi corazón. ¡Te vi y me
perdí! M e abrasaron unos fuegos desconocidos, como arde
la antorcha de pino ante los grandes dioses. Tú eras hermo­
so, además me arrastraba a mí mi sino; tus ojos me habían
robado la mirada. Te diste cuenta, impostor, porque ¿quién
40 sabe esconder bien el amor? La llama sube y se delata, sola
se acusa. Se te impone mientras la condición de que impu­
sieras un insólito arado sobre los duros cuellos de unos bue­
yes salvajes. Eran los toros de Marte, feroces no sólo por los
45 cuernos, pues su terrorífico aliento era de fuego. Tenían las
patas duras de bronce, y protegido también el morro con un
bronce vuelto negro de los resoplidos. Además se te había
mandado esparcir por los anchos campos con mano embru­
jada una simiente que daría vida a una gente que intentaría
50 herir tu cuerpo con las armas que nacerían con ella: cosecha
ingrata es ésa con su sembrador. Abatir los ojos del guar­
dián que no conocen el sueño con algún truco es tu último
cometido. Eso había dicho Eetes: todos os levantáis afli­
gidos y se retira la alta mesa de los divanes esplendorosos.
55 ¡Qué lejos tenías entonces el reino de Creúsa, su dote, y tu
suegro, y la hija del poderoso Creonte! Te marchas triste, y
yo te miro marchar, con lágrimas en los ojos, y mi lengua te
dijo en un tenue murmullo: «Suerte». Cuando alcancé mal-
60 herida el lecho que había en mi habitación, pasé entre llan­
tos la noche, todo lo larga que fue. Ante mis ojos estaban215

214 Los del banquete, cf. v. 51.


215 Nótese el hábil juego de la vivida evocación de los futuros sucesos
dentro de la retrospección general (21-158).
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los toros y la mies nefanda, ante mis ojos la serpiente en


perpetua vigilia. Por un lado el amor y por otro el temor
— y el temor hace crecer el am or— . Se hace de día y dejé
pasar a mi habitación a mi querida herm ana216 que me en­
contró con el pelo alborotado y tendida bocabajo, y toda
empapada en lágrimas. Ella suplica ayuda para los M i­
nio s217 (una la pide y otra la disfrutará); le damos al hijo
de Esón lo que ella ruega. Hay un bosque sombreado de
pinos y frondas de encinas; allí casi no se deja paso a los
rayos del sol. Hay en él — o lo había al m enos— un san­
tuario de Diana: modelada por mano extranjera se erige allí
la diosa de oro. ¿Te acuerdas, o, como de mí, te has olvi­
dado de esos lugares? Llegamos allí; tú empezaste el prim e­
ro con tu boca perjura a decir así: «La fortuna te ha conce­
dido el derecho y la posibilidad de salvarme o no la vida, y
en tu mano está tanto mi vida como mi muerte. Poder matar
es ya bastante, para el que disfrute con ese poder; pero
supondré para ti mayor gloria si me conservas la vida. Te
suplico por mis desgracias, de las que puedes ser alivio, por
tu estirpe y por el divino poder de tu abuelo, que todo lo
v e 218, por los tres rostros de D iana219 y por su arcana
liturgia, y por los dioses que pueda tener este pueblo, si los
tiene: ¡oh, muchacha, ten piedad de m í y de mi gente, y
hazme para siempre tuyo, en reconocimiento! Y si por
ventura no desdeñas a un marido pelasgo — pero ¿por qué
iban a serme tan propicios y benévolos los dioses?— , que

216 Calcíope.
217 Los Minios son los Argonautas. El texto de este verso es inseguro.
El paréntesis es probablemente una glosa o comentario al comienzo del
verso que ha sustituido su final perdido. La ayuda la pide la hermana de
Medea, pero la disfrutará Creúsa (S ocas).
218 El Sol.
219 Febe en la Luna, Diana en la tierra y Hécate en los infiernos.
110 CARTAS DE LAS HEROÍNAS

mi aliento desaparezca en el aire tenue, antes que en mi


cama haya otra esposa que tú. Que sea testigo Juno, pro-
90 tectora de los santos matrimonios, y la diosa en cuyo templo
de mármol estamos». Todo eso — y con cuánto menos hu­
biera bastado— conmovió mi corazón de muchacha inge­
nua y también tu mano derecha unida a la m ía220. También
vi tus lágrimas — ¿tienen ellas parte en el engaño?— . Y así
95 fui al instante una mujer prisionera de tus palabras. Unces
los toros de patas de bronce sin una quemadura en el
cuerpo, y aras la sólida tierra con el arado que se te mandó.
Llenas los sembrados de dientes con untos mágicos que
hacen las veces de semilla, nace el ejército y ya sostiene
espadas y escudos. Yo misma, que había puesto los untos,
íoo me quedé pálida y de una pieza cuando vi a esos repentinos
hombres cargados de armas, hasta que, por fin — delito por­
tentoso— , estos hermanos, hijos de la tierra, trabaron
combate entre sí, con sus espadas desenvainadas. Y he aquí
que el centinela insomne, erizado de escamas crepitantes,
ios silba y barre la tierra con los giros de su panza. ¿Dónde
estaba entonces la ayuda de tu dote? ¿Dónde estaba tu regia
esposa, y el Istmo que separa las aguas de uno y otro mar?
Y yo, esa que ahora finalmente te parece bárbara, la que
ahora te parece pobre, la que ahora te parece peligrosa, so­
lio m etí al sueño con mi brujería ojos de fuego y te di sin
peligro el vellón para que lo robaras. Traicioné a mi padre,
abandoné mi reino y mi patria y sobrellevé como un regalo
el poder estar exiliada, mi virginidad fue botín de un
bandido extranjero, junto con mi madre amada dejé a mi ex-
115 celente hermana. Pero a ti, herm ano221, no te dejé libre de
m í al huir. En este único lugar me falla la píunia: lo que mi

220 En señal de promesa.


221 Absirto, descuartizado por Medea.
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mano se atrevió a hacer, no se atreve a escribirlo. Así debí


ser despedazada yo, pero contigo. Y no me dio miedo — ¿qué
podía temer después de aquello?— entregarme al mar, sien­
do mujer y ya culpable. ¿Dónde está el poder divino? ¿Dón­
de los dioses? Debimos sufrir en alta mar el merecido cas­
tigo, tú de tu mentira, yo de mi credulidad. ¡Ojalá las Sim-
plégades nos hubieran aplastado en nuestro abrazo y mis
huesos se hubieran pegado a los tuyos, o que la rapaz Escila
nos hubiera tirado para pasto de sus perros!221 Escila de­
bería herir a los hombres ingratos. ¡Y ojalá que la que vom i­
ta la marea tantas veces como la vuelve a tragar223 también
a nosotros nos hubiera sepultado bajo las aguas de Trina­
cria! Vuelves a salvo y victorioso a las ciudades hemonias;
se deposita el vellón de oro ante los dioses patrios. ¿Para
qué hablar de las hijas de Pelias, asesinas por piedad filial, y
del cuerpo del padre descuartizado por mano de donce­
llas224? Otros me acusen: tu obligación es alabarme, por ha­
ber sido tantas veces por ti m ala a la fuerza. Te has atrevido
— oh, me faltan las fuerzas ante un dolor tan ju sto — , te has
atrevido a decirme: «¡Vete de la casa de Esón!». Bajo una
orden salí del palacio acompañada de nuestros dos hijos y
de quien me sigue siempre, mi amor por ti. Cuando de pron­
to llegó a nuestros oídos el cantar del Himeneo y brillan las
antorchas de boda que acaban de encenderse, la flauta ento­
na cantos, para vosotros de boda, pero para m í más tristes
que la tuba funeraria, me aterroricé, y, aunque todavía no

222 Simplégades son rocas que entrechocan. Escila, monstruo marino,


tiene perros en la entrepierna.
223 Caribdis, monstruo marino situado frente a Escila, en el estrecho de
Mesina.
224 Las hijas de Pelias — el rey de Yolcos, instigador de la expedición
de Jasón en busca del Vellocino de Oro— , engañadas por Medea hirvie­
ron los miembros de su padre creyendo que así rejuvenecería.
112 CARTAS DE LAS HEROÍNAS

me suponía una vileza tal, el frío se me extendió por todo el


145 pecho. Se precipita el gentío y gritan una y otra vez «Hi­
rnen, Himeneo». Cuanto más cerca tenía esa voz peor me
sentía. Por todos lados lloraban los siervos y ocultaban sus
lágrimas — ¿quién querría ser portavoz de una desgracia tan
150 grande?— . Yo también prefería ignorar lo que fuera, pero
tenía el corazón triste, como si lo supiese, cuando el más pe­
queño de los niños, porque se le mandó y por propio deseo
de enterarse, se detuvo al borde del umbral de la doble
puerta y me dijo: «¡Sal aquí, madre! Jasón, mi padre, abre la
155 comitiva y vestido de oro espolea un tiro de caballos». En­
tonces me desgarré el vestido y me empecé a golpear el
pecho, sin que tampoco la cara se librara de mis arañazos.
La rabia me invitaba a lanzarme en m edio de la fila de gente
y a arrancar las coronas de flores que les adornaban el pelo.
A duras penas me contuve, así como estaba después de ti-
160 rarme de los pelos, de gritar «¡Es mío!», e intentar suje­
tarle225.
Ultrajado padre mío, ¡alégrate! ¡Alegraos, coicos aban­
donados! ¡Ten tus ofrendas, sombra de mi hermano! Cuan­
do he perdido mi reino, mi patria y mi casa, me abandona
165 mi esposo, que era él solo todo para mí. A sí que yo, que
pude doblegar serpientes y toros enloquecidos, lo único que
no pude doblegar fue a mi marido. Yo, que combatí fuegos
desaforados con sabios brebajes, no puedo huir de mis pro­
pias llamas. Me abandonan mis sortilegios, mis hierbas y
no mis hechizos. Nada hace la diosa225, nada los misterios de la
poderosa Hécate. No me agrada el día; paso en vela las
amargas noches sin que el tierno sueño, ¡ay!, acoja el pecho
de esta desgraciada. Yo, que no puedo hacerme dormir a mí,

225 Manum inicere, tecnicismo jurídico por «reclamar».


226 Diana.
MEDEA A JASÓN 113

pude hacer dormir a la sierpe; a cualquiera le es más útil mi


ciencia que a mí misma. El cuerpo que yo salvé lo abraza
una querida y ella recoge el fruto de mi trabajo. Quizá
mientras pretendes jactarte delante de la imbécil de tu espo­
sa, y hablarle de cosas adecuadas a sus oídos hostiles, in­
ventas contra mi cuerpo y mi carácter nuevas críticas. Que
se ría y se divierta con mis defectos. Que se ría y que des­
canse altiva sobre colchas de púrpura: ya llorará y se que­
mará, y mayor será su fuego que el m ío227. Mientras no fal­
ten hierro, fuego y jugos de veneno, no quedará un solo ene­
migo de Medea sin su castigo.
Pero, por si acaso las súplicas conmueven entrañas de
piedra, oye ahora unas palabras más suaves que mis instin­
tos. Ahora yo te suplico a ti como tú antes me suplicabas, y
no dudo en prosternarme a tus pies. Si yo para ti no valgo
nada, apiádate de los hijos que tuvimos juntos: una madras­
tra despiadada se ensañará con los frutos de mis entrañas.
Se parecen demasiado a ti, y me impresiono con su figura, y
cada vez que los veo se humedecen mis ojos. Por los dioses
te suplico, por la luz de la llama ancestral228, por tu deuda
conmigo y por los dos niños, prendas nuestras, devuélveme
el lecho por el que tantas cosas he dejado, loca de mí. Cum ­
ple tu palabra y devuélveme la ayuda que me debes. No te
pido ayuda contra toros, ni ejércitos, ni que la serpiente
duerma vencida gracias a ti; te reclamo a ti, porque te he
merecido, porque tú mismo te entregaste a mí, con quien he
sido madre a la vez que tú has sido padre. ¿Preguntas dónde
está mi dote? La pagué con aquel campo que tú tenías que
arar para llevarte el vellocino; aquel carnero de oro que con

227 Ironía trágica: Creúsa murió abrasada por una prenda, velo o manto
de bodas, que Medea trató con sus untos mágicos.
228 El Sol, abuelo de Medea.
114 CARTAS DE LAS HEROÍNAS

su espeso vellón se atraía las miradas es mi dote: si te dijera


205 «Devuélvemelo», te negarías. Que tú y el ejército griego
estéis a salvo es mi dote. Vamos, desgraciado, compara con
eso las riquezas del hijo de Sísifo229. El hecho de que vivas,
que tengas una esposa y un suegro ricos, y hasta el que
puedas ser ingrato, me lo debes a mí. Yo a éstos no tardaré
210 en... ¿pero a qué viene anticipar su castigo? Mi ira está
preñada de amenazas descomunales. M e dejaré llevar por la
ira. Quizá tenga que arrepentirme de lo que haga; también
me arrepiento de haber protegido a un marido infiel. El dios
que ahora ocupa mi pecho sabrá lo que hace; lo cierto es
que mi corazón trama algo espantoso.

229 Creonte, el padre de Creúsa.

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