Gautier, Theophile - El Club de Los Hachisinos
Gautier, Theophile - El Club de Los Hachisinos
Gautier, Theophile - El Club de Los Hachisinos
DUCASSE, BARBEY,
RICHEPIN, VILLIERS DE L'ISLE.ADAM, HUYSMANS,
MoRÉAS, scHWoB, LouYs, BLoY, MALLARMÉ,
MIRBEAU, LORRAIN, LANSDOWN, STENBOCK,
BEERBOHM, WILDE, BEARDSLEY, CROWLEY
sELFCctóru v PREFACtoS:
JATME ROSAL Y JACOBO SIRUELA
ATALANTA
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i-I
Théophile Gautier
(r8rr-r872)
3r
a España, donde fue testigo del final de la prime ra guerra
carlista (de la que, según se dice, tomó varios daguerrotipos
hoy perdidos). Sin embargo, consideraba humillante su ac-
tividad como periodista, a pesar de que para Sainte-Beuve
era el mejor columnista dela época. Con todo, escribió un
centenar de artículos sobre la revolución de la Comuna de
París, lo que le granjeó la dirección dela Reowe de Paris
de r8¡ r a 1856. En r865, con una reputación consolidada
tras su paso por Le Moniteur wniversel y la revista L'Ar-
tiste,fue admitido en el famoso salón de la princesa Matilde
Bonaparte, sobrina de Napoleón.
Junto a Charles Baudelaire y a otros literaros dela época,
formó parte del Club des Hashischins (r844-r849). De sus
experiencias con las drogas, en especial con el hachís, dejó
constancia enla Reoue des dewx Mondes con el relato
"El
club de los hachisinos» (r846), recogido en las páginas que
siguen.
J. R.
tz
r¡-1
El club de los hachisinos
(r 863)
I
El palacete Pimodan
33
espejeab' b"j: 1::
E1 pavimento, empapado por la llur-ia'
la iluminación; un crcrzo
reverberos como agua que refleja
te azotaba ei rostro' y
acre, cargado de partículas heladas'
agudos de una sinfonía
,rr, ,itUi¿"o, gr,.rrd.' componían 1os
acrecida al romper contra
cuyos b^io, fo.-,ba ia corriente
velada no faltaba nin-
los arcos de los Puentes: en aquella
guna de ias rudas poesías del invierno'
desierto' en aquella
Era difícil, a lo largo de aquel muelle
la casa que buscaba;
masa de edificios ,oibríor, áistinguir
de su asiento' consi-
no obsmnte, mi cochero, levantándose
borrado
placa de mármol el nombre meclio
*,rió t".. en una
adeptos'
á.l rrrtigrro prlr."tt, lugar de reunión de los
retirados an-
Alcé el aldabón t'*lpido' por aquellos
el uso de timbres con
durriales aún no se había extendido
chirriaba e1 tirador
botón de cobre, y oí varias veces cómo
sin éxito; por fin, cediendo a una
tracción más vigorosa' se
pudo girar
abrió el ,riejo pestillo oxidado y la mac\zaPuerta
sobre sus goznes'
Al entrar apareció, detrás de un cristal de amarillenta
esbozada por la
,r*rrpr."rr. i^,ia,^b"z^de una vieja portera
Skalken''
t.-bloror, ltz áeuna vela, tal cual un cuadro de
hizo una mueca singular y un dedo flaco'
es-
La cabezame
el camino'
tirándose fuera de la portería, me indicó
pálido resplan-
Dentro de lo que podí' distinguir' con el
cadavezmás oscuro' el
dor que seguía r,."i"do'e del cielo
de ar-
estaba rodeado de construcciones
f rrio q.r. irr,r.r,b'
piñones; notaba los
quitectura antigua rematadacon agudos
un prado' por-
pi., -ojrdos corno si hubiera caminado Por
estaba lleno de hierba'
q.r" .1iátersticio entre ios adoquines
pintor holan-
r.Godfried schalcken (Made' ú41-LaiHaya' ryo6)'
dés famoso po. l' it'J'l"ti¿" ¿" '"t
tt'"dto" p'o"t'lie"tt en su totali-
dad de una vela'
14
J]L
I
3t
corrido en aquella casa,y, como un reloj al que se hubiera
olvidado dar ctterda, las manecillas marcaban siempre la
misma hora.
Las paredes, revesddas de ebanisteríapintada de blanco,
estaban cubiertas a medias por telas oscurecidas que tenían el
sello de la época; sobre la gigantesca estufa se levantaba una
estatua que hubiera podido creerse robada de los cenadores
de Versalles. En el techo, redondeado en forma de cúpula,
se retorcía una alegoría abocetada, al gusto de Lemoine,r y
quizá era suya.
Me dirigí alaparteiluminada de la sala donde se agitaban
alrededor de una mesa varias formas humanas y, en cuanto la
luz, al alcanzarme. me hizo reconocible, un vigoroso hurra
estremeció las profundidades sonoras del viejo edi6cio.
-¡Es é1, es él! -gritaronalavezvarias yoces-; ¡que se le
dé su parte!
El doctor estaba de pie cerca de un bufé en el que se en-
contraba una bandeja cargadacon pequeños platillos de por-
celana deJapón. Mediante una espátulahabía extraído de un
jarro de cristal una porción de pasta o confitura verdosa, del
grosor aproximado del pulgar, y 1rhabía colocado, al lado
de una cttchara de plata dorada, en cadaplatillo.
Lafrgrtradel doctor resplandecía de enrusiasmo; sus ojos
chispeaban, sus pómulos se teñían de rojo, las venas de las
sienes se dibujaban en resalte, las dilatadas aletas delanariz
aspiraban el aire confierza.
-Esto se le descontará de su parte de paraíso -me dijo
mientras me tendía la dosis que me tocaba.
Como todos yahabían tomado su ración, se les había
36
lr-.
l-l
servido ca{.é a la manera árabe, es decir, con el poso y sin
azúcar.
Luego se habían sentado a la mesa.
Aquella inversión de los hábitos culinarios habrá,sin duda,
sorprendido al lector; en efecto, no se suele tomar el café antes
que la sopa, y los dulces en general sólo se toman a los pos-
tres. La cosa merece seguramente su explicación.
II
Paréntesis
37
La pastaverde que doctor era
acababa de repartirnos el
p.""irr*.tt" 1" -ir-a que el Viejo de la Montañ'a daba
i. .o-., en otro tiempo a sus fanáticos sin que se dieran
el cielo
cuentq haciéndoles .r.^.t qt" tenía asu disposición
de Mahoma y las huríes d. tr., colores;+ pues bien, aquella
de donde viene hacbisino' origen de la
f "rr. .r, el iachís,
p"l"b., asesino,cuyo feroz significado se explica perfecta-
^-.rr,. del
por las sangrientas costumbres de los seguidores
Viejo de la Montaña.
de mi
bor, ."grrridad, la Sente que me había visto salir
mortales toman su ali-
casa a h hára .r, l, q,1 los simples
mento no se figurab, q" fuera a la isla de
San Luis' lugar
un manjar
virtuoso y patriatcal como Pocos, a consumir
jeque impostor
extraño que sirvió, hacía varios siglos' a un
unos iluminados
como medio de excitació rr Paraempujar a
burgués
al asesinato. Nada en mi asPecto perfectamente
tenía más
podía hacer sospechar este exceso de orientalismo'
de un sobri.ro que va a cenar a casa de su
anciaÍa tía
"l "ir.el de un creyente a las alegrías del
que Punto de saborear
d. Mahoma en compañía de doce árabes; en fin, que
"i.lopodría ser más francés'
no
dicho
Antes de esta revelación, si a alguien se le hubiera
de especulación
que existía en París en 1845, en esta época
historia el
y d" f.rro"arriles, ,rr,, otdt'de hachisinos' cuya
habría creído'y
señor de Flammerr no había escrito, no 1o
la costumbre
sin embargo nada podía ser más cierto' según
de las cosas inverosímiles'
38
III
Ágape
J9
adeptos comenzaban a notar los efectos de la pasta verde:
por mi parte, había experimentado una completa transposi-
ción del gusto. El agua que bebía me parecía tener el sabor
del vino más exquisito, la carne se tornaba en mi boca en
frambuesa, y viceversa. No habría distinguido una chulem
de un melocotón.
Mis vecinos comenzaban a parecerme un tanto originales:
abríanunas grandes pupilas de búho, su nariz se alargaba en
probóscide, su boca se estiraba abriéndose como una cam-
pana. Sus figuras se matizaban de tintes sobrenaturales.
Uno de ellos, con la cara pálida y labarba negra, se reía a
car cajadas de un espectáculo invisible; otr o hacía increíbles
esfuerzos para llevarse la copa a los labios, y sus contorsio-
nes para alcanzarlos provocaban abucheos ensordecedores.
Uno, agitado por movimientos nerviosos, giraba sus
pulgares con una increíble agilidad; otro, recostado en el
respaldo del sillón, con la mirada vaga, los brazos colgando
inertes, se dejaba deslizar voluptuosamente en el mar sin
fondo del anonadamiento.
En cuanto a mí, acodado en la mesa, consideraba todo
aquello a la luz de un resto de razón que iba y venía por
momentos como una lamparilla a punto de apagarse.
Calores sordos me recorrían los miembros, y la locura,
como una ola que espuma sobre ttna roca y se retira para
lanzarse de nuevo, alcanzaba y abandonaba mi cerebro, al
que acabó por invadir completamente.
La alucinación, ese extraño huésped, se instaló en mí.
-¡Al salón, al salón! -gritó uno de los comensales-;
¿no oyen esos coros celestiales? Los músicos están ante sus
atriles hace tiempo.
En efecto, una armonía deliciosa nos llegaba a bocanadas
a través del tumulto de la conversación.
40
IV
Un señor que no estaba invitado
4r
Oía roce de telas, crujidos de escarpines, voces que cu-
chicheaban, susurraban, seseaban o ceceaban, estaliidos de
risas ahogadas, de ruidos de pies de sofá y de mesa. Entre-
chocaban ias porcelanas, se abrían y se cerraban las puertas;
ocurría algo desacostumbrado.
lJn personaje enigmático se me apareció de repente.
¿Por dónde había entrado? Lo ignoro; sin embargo, eso
no me causó el menor miedo: tenía una nariz depico de pá-
jaro, ojos verdes rodeados de oscuros círcuios, que secaba
frecuentemente con un pañue1o enorme; una corbata blanca
almidonada, en cuyo nuclo se veía una tar)etade visita donde
se ieían las palabras: r,Daucus-Carota,t delaJarra de oror,
le estrangulaba e] deigado cuello y Ie hacía unos pliegues
rojizos en la piel de las mejillas; un traje negro de faldones
I cuadrados, de donde colgaba abundante bisutería, aprisio-
naba su cuerpo abombado como la pechuga de un capón. En
cuanto a sus piernas, debo reconocer que estaban hechas
de una raíz de mandrágora bifurcada, negra, rugosa, llena de
nudos y de verrug recién arrancada, porque partí-
as, parecía
culas de tierra se adherían todavía a los filamentos. Aqueilas
piernas bullían y se rerorcían con actividad extraordinaria,
y cuando el pequeño torso que sostenían estuvo completa-
mente frente a mí, el exrraño personaje estalló en soilozos
y, secándose los ojos con gran fuerza, me dijo con la más
cloliente voz:
-¡Hoy hay que morirse de risa! -Y unas lágrimas gruesas
como guisantes le rodaron por las aletas de la nariz.
-De risa... de risa -repetían como un eco unos coros dis-
cordantes y nasales.
42
r-I
v
Fantasía
43
-iNo, divertido, yabastal ¡Dios mío, Dios
es demasiado
mío, cuánto me divierto! ¡Cada vez más y más!
-¡Acabad! ¡No puedo más...! ¡Jo, jo! ¡Ju, ju! ¡Ji, ji! ¡Qué
buena {arsa! ¡Qué buen retruécano!
-¡Deteneos! ¡Me ahogo! ¡Me asfixio!, no me miréis así...
o hacedme cinchar, porque yoy a estallar...
A pesar de estas protestas mitad burlonas, mitad supli-
cantes, la formidable hilaridad iba siempre en aumento, el
estrépito crecía en intensidad, los suelos y los muros de la
casa se levantaban y palpitaban como un diafragmahumano,
sacudidos por aquella risa frenética, irresistible, implacable.
Enseguida, en lugar de presentarse ante mí de uno en uno,
los grotescos fantasmas me asaltaron en masa, sacudiendo
sus largas mangas de pierrot, tropezando en los pliegues
de sus blusones de mago, aplastándos ela nariz de cartón en
unos choques ridículos, levantando nubes de polvo con su
peluca y cantando en falsete canciones extravagantes con
rimas imposibles.
Todos los tipos inventados por la vena burlona de los
pueblos y de los artistas se encontraban reunidos allí, pero
con su poder decuplicado, centuplicado. Era un tropel
extraño: el polichinela napolitano golpeaba con familiari-
dad en la joroba del pwnchs inglés; el arlequín de Bérgamo
frotaba su hocico negro contra la máscara enharinada del
payaso de Francia, quien profería exclamaciones afectuo-
sas; el doctor boloñéss lanzabatabaco a los ojos del padre
44
F--- I
Cassandre; Tartaglia galopaba montado en ttn clor.un, y Gilles
daba un puntapié en el ffasero a don Spavento; Karagheuz,'o
armado con su obsceno bastón, se batía en duelo con un
bufón osco."
Algo más lejos se agitaban confusamente las fantasías
de sueños divertidos, creaciones híbridas, mezcla informe
del hombre, de la bestia y del utensilio, unos monjes tenían
ruedas en lugar de pies y unas ollas por vientre, guerreros
acorazaáos con vajilla enarbolaban unos sables de madera
con garras de pájaros, hombres de Estado movidos por unos
engranajes de espetón, reyes hundidos hasta medio cuerpo
en unas garitas, alquimistas con la cabezaen forma de fuelle
y los miembros rodeados de alambiques, prostitutas hechas
de una agregación de calabazas con extraños abultamientos,
todo lo que un cínico puede dibujar en plena fiebre ardiente
dellápiz cuando la ebriedad empuja su brazo.
Aquello hormigueaba, reptaba, trotaba, saltaba, grufiía,
silbaba, como dijo Goethe en la noche de §lalpurgis.
Para sustraerme a la exagerada solicitud de aquellos
barrocos personajes, me refugié en un ángulo oscuro) desde
donde pude verlos librarse a danzas como no se habían co-
nocido en el teatro de la Renaissance en tiempos de Chi-
card" ni en la Ópera bajo el reinado de Musard,'r el rey de
4t
la quadrille'+ desenfrenada. Estos danzantes, mil veces su-
periores a Moliére, a Rabelais, a Swift y Voltaire, escribían,
con un paso de danza o un paso balanceado, comedias tan
profundamente filosóficas, sátiras de tan alto porte y una sal
tan picante, eu€ Íre veía obligado a sujetarme los coshdos
en mi rincón.
Daucus-Carota ejecutaba, mientras se secaba los ojos,
unas piruetas y unas cabriolas inconcebibles, sobre todo
para un hombre que tenía las piernas como unaraíz de man-
drágora,y repetía con un tono burlonamenre piadoso:
-iHoy hay que morirse de risa!
¡Oh vosotros, que habéis admirado la sublime estupidez
d'Odry¿,', la ronca necedad de Alcide Tousez,,6 la tontería
llena de aplomo de Arnal,'z las muecas de macaco de Ravel,,8
y que creéis saber qué es una máscara cómica, si hubierais
asistido a este baile de Gustave'e evocado por el hachís, es-
taríais de acuerdo en que los farsantes más desopilantes de
nuestros pequeños teatros sólo valen para ser esculpidos en
las esquinas de un catafalco o de una tumba!
¡Qué de rostros extrañamente convulsos! ¡Qué de ojos
guiñados y chispeantes de sarcasmos bajo su membrana de
pájarol ¡Qué de rictus de boca de hucha! ¡Qué de bocas
como hachazos! ¡Qué de narices chistosamente dodecaé-
dricas! ¡Qué de abdómenes engordados a base de mofas
pantagruélicas!
46
at
I
47
La envoltura humana, que tiene tan poca resistencia para
el placer y tarrta para el dolor, no habría podido soportar
una mayor presión de felicidad.
Uno de los miembros del club, que no había tomado su
ración de voluptuosa intoxicación a fin de vigilar la{antasía
y de impedir que se lanzaran por las ventanas aquellos de
nosotros que se hubieran creído en posesión de unas alas,
se levantó, abriíla caja delpiano y se sentó. Sus dos manos,
cayendo juntas, se hundieron en el marfil del teclado y un
glorioso acorde que resonó confuerzaacalló todas las voces
y cambió la djrección de la ebriedad.
VI
Quif
zo. Der Freischiitz (rBzr), ópera en tres actos de tWeber de la que hay
versión francesa de Berlioz, con e1 títu1o de Le Freyschiltz Q84r).
48
los sonidos brotaban rojos y azules, en desrellos eléctricos;
el alma de \(eber se había encarnado en mí.
Una vez acabado el fragmento, continué con improvi-
saciones interiores, en el estilo del maestro alemán, que me
causaban embelesamientos inefables; lástima que una má-
gica esteno grafía no hubiera recogido aquellas melodías
inspiradas, sólo por mí oídas, y que no dudo, algo muy mo-
desto por mi parte, poner por encima de las obras maestras de
Rossini, de Meyerbeer, de Félicien David.
¡Oh Pillet! ¡Oh Vatel! Una de las treinta óperas que hice
en diez minutos os harían ricos en seis meses.
.F, la alegría un poco convulsiva del comien zo le había
sucedido un bienestar indefinible, una calma sin límites.
Estaba en ese período del hachís que los orientales llaman
el qwif. Ya no notaba el cuerpo, las ataduras de la materia y
de la mente se habían soltado; me movía únicamente por mi
voluntad en un medio que no ofrecíaresistencia.
Así me imagino que deben de actuar las almas en el
mundo aromático al que iremos después de nuestra muerte.
IJn vapor azulado, una fuz elísea, un reflejo de gruta
azurina formaban en la habitación una atmósfera en la que
veía temblar vagamente unos contornos indecisos; esta at-
mósfera, a la vez fresca y tibia, húmeda y perfumada, me
envolvía, como el agua de un baño, en un beso de una dul-
zura eneryante; si me apetecía cambiar de sitio, el aire aca-
riciante hacía a mi alrededor mil remolinos volupruosos;
una languidez deliciosa se apoderaba de mis sentidos y me
arrojaba al sofá, donde me desplomaba como un traje que
se abandona.
Comprendí entonces el placer que experimentan, según
su grado de perfección, los espíritus y los ángeies al aftave-
sar el éter y el cielo, y en qué podía ocuparse la eternidad
en el paraíso.
49
\ada material se mezclaba en aquel éxtasis, ningún deseo
¡errestre alte raba su pureza. Por otra parte' ni el
mismo amor
hubiera podido aumentarlo, un Romeo hachisino habría
los
olvidado a Julieta. La pobre chica, inclinándose hacia
jazmines, habría tendido en vano desde 1o alto del balcón'
Romeo
a través de la noche, sus bellos brazos de alabastro;
se habría quedado al pie de la escala de
seda y, aunque estoy
VII
El quif se vuelve una Pesadilla
io
meantes; su pico chasqueaba de una manera sardónica, bri-
llaba en su personita contrahecha semejante aire de triunfo
burlón que me estremecí a mi pesar.
Adivinando mi miedo, redobló las contorsiones y las
muecas, y se acercaba dando saltitos como una arañaherida
o como un tullido al caerse.
Entonces noté un aliento frío en mi oreja,y una voz cuyo
acento me era muy conocido, aunque no pude distinguir a
quién pertenecía, me dijo:
-¡Ese miserable Daucus-Carota, que ha vendido sus
piernas para beber, te ha escamoteado la cabezay ha puesto
en su lugar, no una cabeza de asno como Puck a Bottom,,,
sino una cabeza de elefante!
Singularmente intrigado, me fui derecho al espejo y vi
que el aviso no era falso.
Se me hubiera podido tomar por un ídolo hindú o ja-
vanés: la frente se me había hinchado; la nariz, alargada en
forma de ffompa, se me curvaba sobre el pecho; las orejas
mebarrían los hombros,y,paraaumentar el desagrado, es-
taba de color índigo, como Shiva, el dios azul.
Exasperado de furor, me puse a perseguir a Daucus-Ca-
rota, que saltaba y chillaba y mostraba todos los indicios
de un terror extremo; conseguí atraparlo, y lo golpeé tan
violentamente contra el borde de la mesa que acabó por de-
volverme la cabeza, que había envuelto en su pañuelo.
Contento con esta victoria, iba a retomar mi sitio en el
sofá; sin embargo, la misma vocecira desconocida me dijo:
-Debes estar en guardia, estás rodeado de enemigos; los
poderes invisibles buscan atraerte y retenerte. Aquí eres un
prisionero: intenta salir y yaverás.
tr
Un velo se desgarró en mi mente, se tornó claro para
mí que los miembros del club no eran más que cabalistas y
magos que querían arrastrarme a la perdición.
VIII
Tread-mill"
52
Ll
En efecto, notaba cómo mis extremidades se petrifica-
bany cómo el mármol me rodeaba hasta las caderas como
a la Dafne de las Tullerías; yo era estatua hasta la mitad
del
cuerpo, igual que los príncipes encantado s áe Las mil y wna
t1
Por 6n 1legué al vestíbulo, donde me esperab a otra per-
secución no menos terrible.
La quimera que sostenía una vela, en la que me había
fijado al entrar, me cerró el paso con evidente hostilidad; sus
ojos verdosos chispeaban de ironía, su boca socarrona reía
fieramente; avanzó hacia mí casi reptando, arrastrando en
el polvo su caparazón de bronce, p€ro no era por sumisión;
unos estremecimientos feroces agitaban su grupa de león,
y Daucus-Carota la azuzaba como se hace con un perro al
que se quiere incitar a la lucha.
-¡Muérdelo! ¡Muérdelo! Para una boca de bronce la
carne de mármol es un noble regalo.
Sin dejarme asustar por aquella horrible bestia, pasé ade-
lante. Una bocanada de aire frío me golpeó \a cara,v el cielo
nocturno limpio de nubes se me apareció de repente. Un
semillero de estrellas pulverizaba de oro las venas de aquel
gran bloque de lapislázuli.
Estaba en el patio.
Para darles cuenta del efecto que me producía aquella
sombría arquitectura, necesitaría la punta con la que Pira-
nesi rayaba el negro barniz de sus maravillosos cobres:'¡ el
patio había adoptado las proporciones del Campo de Marte,
y en pocas horas se había rodeado de edificios gigantes que
recortaban contra el horizonte una dentadura de agujas,
de cúpulas, de torres, de piñones, de pirámides, dignas de
Roma y de Babilonia.
Mi sorpres a era total; nunca habría sospechado que la
isla de San Luis contuviera tantas magnificencias monumen-
tales, que por otra parte hubieran cubierto veinte Yeces su
superficie real, y no sin aprensión pensaba en el poder de
t4
aL._
los magos que habían podido, en una sola velada, levanrar
semejantes construcciones.
-Eres el juguete de las vanas ilusiones; esre patio es muy
pequeño -murmuró lavoz-;tiene veintisiete pasos de largo
por veinticinco de ancho.
-Si sí *masculló el abortón bifurcado-, con los pasos
de botas de siete leguas. Nunca llegarás a las once; hace mil
quinientos años que has salido. La mitad de rus cabellos son
ya grises... Vuelve arriba, es lo más sensato.
Como no obedecía, el odioso monstruo me atrapó en
las redes de sus piernas y, ay:dándose de sus manos como
crampones, me remolcó a pesar de mi resistencia, me hizo
subir de nuevo la escalera en la que había sufrido rantas
angustias, y volvió a instalarme, ante mi total desespera-
ción, en el salón de donde me había escapado ran penosa-
mente.
Entonces el vértigá se adueñó completamenre de mí; me
volví loco, delirante.
Daucus-Carotahacía cabriolas hasta el techo mientras
me decía:
-Imbécil, te he devuelto la cabeza, pero, antes, le había
quitado el cerebro con una cuchara.
Sentí una horrible trístezaporque, al llevarme la mano al
cráneo, lo encontré abierto, y perdí el conocimiento.
IX
No crean en los reloies
Al volver en mi vi la habitación
llena de gente vesdda
de negro, que se acercaban con tristeza y se estrechaban la
mano con una cordialidad melancólica, como personas afli-
gidas por un dolor común.
tt
Decían:
-El Tiempo ha muerto; a partir de ahora ya no habrá
años, ni meses, ni horas; el Tiempo ha muerto, y nosotros
vamos en su cortejo.
-Es cierto que era muy viejo, pero no me lo esperaba;
estaba de maravilla para su edad -añadió una de las personas
del duelo, a la que reconocí como un pintor amigo mío.
-La eternidad estaba ya muy usada, hay que ponerle fin
-siguió otro.
-¡Dios Todopoderoso! -exclamé golpeado por una idea
repentina-, si no hay ya tiempo, ¿cuándo daránlas once?...
-¡Nunca!... -gritó corl voztonante Daucus-Carota mien-
tras me lanzabasu nariz ala cara,y se mostraba ante mí bajo
su verdadero aspecto...-. Nunca..., siempre serán las nueve
y cuarto... La manecilla permanec eráparasiempre en el mi-
nuto en el que el tiempo dejó de existir, y tú tendrás como
suplicio ir a mirar la manecilla inmóvil y volver a sentarte
para volver a empezr de nuevo, y eso hasta que camines
sobre los huesos de tus alones.
IJnaÍuerzasuperior me arrastrabS, y cuatrocien-
"j""uté
tas o quinientas veces el viaje, consultando la esfera con una
inquietud horrible.
Daucus-Carota estaba sentado a horcajadas en el pén-
dulo y me hacía horribles muecas.
La manecilla no se movía.
-¡Miserable! Has parado la péndola -exclamé ebrio de
rabia.
-En absoluto, va y viene como de ordinario...; pero los
soles se convertirán enpolvo antes de que esa saeta de acero
haya avanzado una millonésima de milímetro.
-Entonces, veo que hay que conjurar a los malos espí-
ritus, la cosa deriva haciala melancolía -dijo el oidente-,
hagamos un poco de música. El arpa de David será reem-
56
¡E
plazada en esta ocasión por un piano de Érard.', -Y, colo-
cándose en el taburete, interpretó unas melodías de un vivo
movimiento y con un carácter alegre...
Aquello pareció contrariar en gran manera al hombre-
mandrágora, que se empequeñeció, se aplastó, se decoloró
y profirió gemidos inarticulados; por fin, perdió toda apa-
riencia humana y rodó sobre el parqué bajo la forma de un
salsifí con dos raíces.
El hechizo se había roto.
-¡Aleluya! El Tiempo ha resucitado -gritaron unas rroces
infantiles y alegres-; ¡ve ahora a ver el péndulo!
La manecilla marcaba las once.
-Señor, su coche está abajo -me dijo el criado.
El sueño había acabado.
Los hachisinos se fueron cada uno por su lado, como los
oficiales después del entierro de Malbrouck.'¡
Bajé con paso ligero aquella escalera que me había cau-
sado tantas torturas, y poco después estaba en mi habitación
en plena realidad; los últimos yapores provocados por el
hachís habían desaparecido.
Mi razónhabía vuelto, o al menos lo que llamo así, afalta
de otro término.
Tenía lucidez suficiente para redactar una pantomima o
un vodevil, o para hacer unos versos con una rima de tres
letras.
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