Nassif - Teoria de La Educacion

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Teoría de la educación

Problemática pedagógica contemporánea


Ricardo Nassif
Editorial Cincel
Madrid, 1986
ISBN 84-7046-160-5

Este material se utiliza con fines exclusivamente didácticos


CAPÍTULO 3. LA EDUCACIÓN EN LA PERSPECTIVA CULTURAL
GENERAL
1. EL ENFOQUE CULTURALISTA DE LA EDUCACIÓN
Acercarse a la educación con el enfoque «culturalista»1, es encontrar su veta más rica puesto que su íntima
«naturaleza» es la cultural. Sin que esta proposición choque con su ya afirmada índole social, el mirador
culturalista es más abarcativo y más profundo, como para involucrar el punto de vista sociológico.
El enfoque culturalista permite un avance definitivo en la seriación o progresión conceptual de la
educación, que, al rebasar los estadios primarios de la adaptación y la socialización, abre las puertas a
categorías propiamente «pedagógicas». Esto es, a una aprehensión del fenómeno y del proceso educativos en
su singularidad, sin depender sólo de instancias alcanzables únicamente con las metodologías biológicas y
sociológicas. Sitúa aquellas categorías en una esfera diferente a la de las puras acomodaciones, por más que
en cada oportunidad propicia buscamos alejarnos de ellas. Razón suficiente, pues, para separar el análisis de
los vínculos de la educación con la sociedad y con la cultura. A pesar de que la técnica básica para extraer
conclusiones de ambos nexos sea muy similar (lo que corresponde a una expresión cultural –la sociedad–
puede hacerse extensivo a toda la cultura), el ingreso en la educación por la cultura, obliga a afinar el enfoque
pedagógico, aparte de que este mismo consigue mayor libertad de movimientos, ya sea viendo la cultura como
una superestructura o manteniéndola en las coordenadas de la existencia personal
2. CORRIENTES DEL CULTURALISMO Y CIENCIAS EDUCATIVAS
El acceso del pedagogo a este campo, puede plantearle difíciles opciones, antes de dar con la teoría cultural
más adecuada para sus fines. Porque –igualmente que «naturaleza» y «sociedad»– «cultura» es palabra que
esconde una gran diversidad de significados y acepta una multiplicidad de visiones.
La alternativa sale al paso del pedagogo en el supuesto enfrentamiento de dos metodologías diferentes
para el examen de la cultura. No obstante, una opción obligatoria carece de fundamento, puesto que cada
metodología que se elabore para detectar los caracteres propios de un fenómeno tan complejo y vasto como el
cultural, puede ser pedagógicamente aprovechable. Más aún, si se considera que la meta de la pedagogía no es
desenvolver una teoría sobre la cultura, sino una teoría sobre la educación. Los intereses del pedagogo
recorren un itinerario distinto al de los «culturólogos». Su objetivo es establecer cuáles son los elementos
cuantitativa y cualitativamente valiosos que aquéllos pueden proporcionarle para comprender y ampliar su
propio dominio de reflexión y de acción.
2.1. Brevísima incursión histórica
La cultura como objeto de estudio tiene larga tradición en la historia del pensamiento. Muchas de sus
manifestaciones fueron vistas por los antiguos y problematizadas a lo largo del medioevo y de la edad
moderna. Empero las indagaciones sobre el hombre y sus obras no lograron madurez y generalidad hasta la
segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces la cultura emerge como un tema independiente, alrededor del
cual se tejieron especulaciones e investigaciones específicas que servirían de base a la «ciencia de la cultura»,
en su más amplia acepción2.
1
Quizás sería más correcto decir «culturológico» o, simplemente, «cultural», aunque este último manifiesta más la naturaleza de un fenómeno que un
punto de vista para su análisis. «Culturológico» sigue siendo un neologismo no aceptado por la generalidad, prefiriéndose, según sea el método, los
términos «filosofía de la cultura» o «ciencia de la cultura» (dentro de la cual caben otras denominaciones). La defensa del término «culturológico» ha
sido hecha por Leslie. A. WHITE, en La ciencia de la cultura. Un estudio sobre el hombre y la civilización. Paidós, Buenos Aires, 1964.
2
Ver RODOLFO MONDOLFO: En los orígenes de la filosofía de la cultura. Imán, Buenos Aires, 1942. También FRANCISCO ROMERO: «Los
problemas de la filosofía de la cultura» (en: F. ROMERO y C. JESINGHAUS: La cultura moderna. Facultad de Humanidades, La Plata, 1943);
ALOYS DEMPF: Filosofía de la cultura (Revista de Occidente, Madrid), y GEORGE F. KNELLER: Introducción a la antropología educacional
(Paidós, Buenos Aires, 1974, Cap. 2).
3
Incluso se ha desarrollado una «teología de la cultura», con algunos lineamientos relativos a una «teología de la educación». Uno de los principales
expositores de esta corriente es PAUL TILLICH, con su obra Teología de la cultura y otros ensayos (Amorrortu, Buenos Aires, 1974, espec. primera
parte).
4
Ver L. A. WHITE: ob, cit., pp. 378-379. Para los antropólogos es primordial el conocimiento directo de los pueblos o sociedades «primitivos», aunque
este calificativo está hoy justificadamente cuestionado.
5
Antropología estructural. EUDEBA, Buenos Aires, 1961, pp. 21-22.
6
Cultura y personalidad. F. C. E., México, 1959. Según OTTAWAY, «el estudio comparado de la cultura de las sociedades humanas es la materia
propia de la antropología cultural» (ob. cit., p. 23)
7
Ob. cit., p. XI.
8
Por ejemplo, el ensayo de MARÍA T. GRAMAJO DE SEELIGMAN: «Estructura e historia en el análisis del fenómeno de la educación», Revista de
Ciencias de la Educación, dir. por J. C. Tedesco. Buenos Aires, n.° 7, 1972.
Los filósofos de la cultura tomaron la delantera, cosa que puede constatarse si se revisa la evolución de la
filosofía de la historia desde fines del siglo XVIII, con Kant, Herder y, sobre todo, con Hegel, quien, con su
Filosofía del espíritu, estimuló el andar autónomo de la filosofía cultural. No obstante, y contra lo que
comúnmente se cree, la mayoría de edad de la línea científica se dio casi simultáneamente con la dirección
filosófica3.
2.2. La filosofía de la cultura
En la filosofía, la reflexión sobre la cultura avanzó paralelamente con la fundamentación de las ciencias «no
naturales» («ciencias del espíritu», «ciencias de la cultura», «ciencias morales», o, como hoy es más común,
«ciencias humanas» o «ciencias del hombre», y con mayor restricción, «ciencias sociales»).
En esa empresa tiene peculiar trascendencia el ciclópeo esfuerzo de Wilhelm Dilthey en favor de la
construcción de una «crítica de la razón histórica», que comenzó a dar sus frutos a partir de la década de 1870,
En la misma empresa de fundamentación gnoseológica de las ciencias culturales, se inscriben los nombres de
Wilhelm Windelband (que llamó «ideográficas» a tales ciencias, oponiéndolas a las «nomotéticas» o ciencias
de leyes) y de Heinrich Rickert. Por su parte, desplegaron importante pensamiento culturalista filósofos-
pedagogos de la talla de Eduard Spranger, de Theodor Litt y de Hermann Nohl, o filósofos más «puros» como
Hans Freyer y Max Scheler y, entre nosotros, Francisco Romero.
La corriente filosófica interpreta la cultura acentuando más lo específicamente espiritual y su lado personal,
aunque no por ello dejó de ver y examinar, con su peculiar metodología, el mundo de las objetivaciones
culturales.
2.3. La línea científica
La dirección científica se levanta sobre la observación y la indagación empírica, y la comparación de la
cultura de distintas sociedades, coexistentes en el tiempo, pero con distintos niveles de desarrollo. Sus
sistematizaciones adoptaron distintos nombres; «antropología cultural» (el más difundido), «antropología
social», y hasta «sociología de la cultura».
Sus orígenes se remontan a E. B. Tylor quien, en Primitive Culture (1871), ya postula el concepto de una
ciencia de la cultura4. Claude Levi-Strauss recuerda al norteamericano Franz Boas y al francés Emile
Durkheim, si no como los fundadores, «al menos como los maestros de obra que edificaron la antropología
social tal como la conocemos en la actualidad», y a James George Frazer –el autor de La rama dorada– que,
en 1910, «pronunciaba en la Universidad de Liverpool la lección inaugural de la primera cátedra que, en el
mundo, haya sido llamada de Antropología Social»5.
Todas esas antropologías son, en el fondo, equivalentes, aunque no estén siempre respaldadas por la misma
concepción básica. Según Linton, la antropología cultural es «el estudio sistemático de las relaciones entre el
individuo, la sociedad y la cultura»6 Lévi-Strauss le da más vuelo al sostener que «el antropólogo aspira el
conocimiento científico, y no puede conformarse con la descripción de la diversidad de las culturas, debe
hallar alguna base para la comparación (...) en la medida en que (la antropología) busca elaborar proposiciones
generales aplicables a culturas muy distintas, es decir, a ser una Ciencia de la Sociedad en general»7.
El estructuralismo –que alimenta y configura la antropología de Lévi-Strauss– está actualmente muy en boga,
aun sin reconocer el antecedente de estructuralismos anteriores como el desenvuelto por Dilthey y Spranger.
Ha habido intentos de captar las resonancias pedagógicas de esa teoría8, pero, en realidad, los aportes mayores
a la ciencia pedagógica –no importa la controvertibilidad de sus orígenes– han sido provistos por los
investigadores ubicados en el ámbito de la llamada «antropología cultural», preocupada por la interacción
entre el individuo y su ambiente socio-cultural. En el progreso de este tipo de antropología, fuera de los ya
mencionados, son importantes, entre otros, Abraham Kardiner, Ruth Benedict, Margaret Mead –cuya obra es
una de las más aprovechables para la pedagogía–, destacándose, entre los latinoamericanos, el brasileño Darcy
Ribeiro que se caracteriza por dar a sus trabajos una singular proyección educativa.
9
Nos referimos a Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento, de K. MANNHEIM. Aguilar, Madrid, 1958), y a la Sociología de
la cultura, de ARMAND CUVILLIER (El Ateneo, Buenos Aires, 1971), entre muchos más.
10
Ob. cit., Cap. II.
11
Precisamente su difundida obra Forma de vida, lleva el subtítulo de Psicología y ética de la personalidad (Revista de Occidente, Buenos Aires,
1948).
12
Bases culturales de la educación. Una exploración interdisciplinaria. EUDEBA, Buenos Aires, 1961.
13
La educación como práctica de la libertad. Siglo XXI, Buenos Aires, 1970, pp. 123-149 y «Apéndice».
Entre los autores que se colocan bajo la denominación de «sociólogos de la cultura», y en estrecha relación
con la «sociología del conocimiento», están Karl Mannheim, Horowitz, o el mismo Armand Cuvillier9.
Tampoco faltan las interpretaciones derivadas del marxismo que, como ya es sabido, ha dado tanto valor a la
actividad productiva del hombre en el largo camino hacia sí mismo. En este sentido son interesantes las
consideraciones de Leontiev, que explica el proceso de «humanización» como «la apropiación de la herencia
social», de la cultura, tanto material como espiritual10.
2.4. La educación, impulsora de la «culturología»
En la filosofía de la cultura, el pedagogo puede hallar sólidos elementos como el del como el del juego de la
subjetividad espiritual con las objetivaciones culturales, la teoría de los valores y de las interacciones de
«sentido» que caracterizan las estructuras culturales. Más todavía, la posibilidad de insertar la filosofía de la
educación en la filosofía de la cultura y de acceder al concepto mismo de la educación como ente cultural.
De los antropólogos culturales, estructurales y sociales, las disciplinas pedagógicas pueden extraer ideas y
contenidos básicos para el desarrollo de la historia de la educación y de la educación comparada, aparte de la
mejor comprensión del hecho educativo inserto en la intercomunicación de la sociedad, la cultura y la
individualidad.
Sin embargo, sería injusto no registrar el valor de la misma educación en el ahondamiento del hecho cultural.
Por lo menos hay tres esferas donde puede observarse esa «estimulación». Las dos primeras, como es lógico,
se superponen, respectivamente, con la filosofía y la ciencia culturales.
En la orientación filosófica sucede que, al enfocar la educación como fenómeno cultural, percibe datos y
criterios para reformular sus propios planteamientos reconociendo la interrelación de ambos fenómenos. El
caso de Spranger es típico: toda su teoría de la cultura, de las estructuras culturales objetivas y subjetivas se
correlacionan en torno a una psicología y una ética de la personalidad11, que termina explicándose por un
sistema pedagógico.
Una cosa parecida ocurre con los estudios científicos (mal llamados «antropológicos», puesto que los
filosóficos también lo son, aunque elaborados con otra metodología). En este terreno aparecen obras como la
de Theodor Brameld, quien, aprovechando las conclusiones de la antropología cultural, examina la cultura
como «el contexto de la educación» y pone la problemática educativa en una vinculación muy estrecha con la
teoría cultural en sus diversos niveles de análisis12. En el ámbito más concreto de la praxis educativa, Paulo
Freire –con su método alfabetizador levantado sobre la real «concientización» del analfabeto– se apoya en el
concepto antropológico de cultura13. Su primera meta es hacer comprender al sujeto que también él es un
creador de cultura, así como la necesidad de la lectura y la escritura como medios liberadores de
comunicación. ¡Cuánto material inédito podría encontrar el antropólogo si se dispusiera a ver su objeto a
través de la toma de conciencia de sus actores directos!
Por último –ya más comprometidos con lo pedagógico– es preciso computar las doctrinas que se
detienen especialmente en la cultura como «actitud vital», o como una determinada forma de perfección
humana, es decir, educativa. Estas doctrinas combinan actualmente los datos logrados por la psicología de la
personalidad con el reconocimiento del contexto social e histórico y su transformación en beneficio del
despliegue de las potencialidades humanas.

3. ALGUNAS PRECISIONES EN TORNO AL CONCEPTO DE CULTURA


En varias ocasiones debimos anticipar algunas notas del concepto de cultura, para distinguirla, primero, de la
naturaleza, y relacionarla luego con la sociedad. Es pertinente elaborar ahora ese concepto, si es que así puede
decirse, en función de sí mismo. Cada una de las direcciones de la «culturología» trabaja sobre, o llega a una
determinada idea de su objeto. Dada esa circunstancia, nuestro propósito es la síntesis de tales ideas para
ensayar un concepto integral de la cultura, que, a la vez, sirva de instrumento para plasmar un concepto más
claro de la educación, más abarcativo y de más alto nivel. El mejor procedimiento es confrontar las nociones
«filosófica» y «científica» de la cultura, dando por supuesto que a ésta le es inherente la creación humana y
definiéndola por las notas de humanidad y de artificialidad.
14
Teoría del hombre, ph. 123. Al dar esta característica, el filósofo argentino, parte de la tripartición de la naturaleza en «inorgánica», «orgánica» e
«intencional».
15
Ob. cit., Cap. 2.
16
A. K. C. OTTAWAY: Educación y sociedad. Kapelusz, Buenos Aires, 1965, p. 22. Es con este criterio con el que se ha atribuido a la cultura el
carácter de «herencia social», distinguiéndola de la «biológica».
Desde el mirador filosófico, lo fundamental es «mostrar cómo la cultura procede de la capacidad objetivante,
podría decirse que necesariamente, y, por tanto, forma cuerpo con el hecho de ser el hombre un sujeto que
capta y concibe un mundo objetivo». Esta fórmula, expuesta por Francisco Romero, lleva a distinguir entre
«cultura objetiva» y «vida cultural». «La cultura objetiva comprende toda creación del hombre que logra
sustantividad y autonomía respecto a su creador y goza, por tanto, de una existencia relativamente separada.»
En cambio, la «vida cultural» es «la del hombre entre estos entes objetivos creados por él»14.
La vida humana es, específica y típicamente, «vida cultural». Pero no se agota allí el concepto de
cultura. Como «objetivación» la cultura supone «intencionalidad» Otra diferencia, pues, entre el hombre y el
animal: aquél posee conciencia de la dirección de sus actos (la palabra latina intentio equivale a «dirección
hacia»); el animal responde a un equipo instintivo bien estructurado en sus «construcciones» o
«fabricaciones» (el hornero hace su casa de paja y barro, pero la ha construido y la seguirá construyendo
siempre igual; el hombre construye su vivienda, pero ésta se modifica, evoluciona, tanto en su planificación
como en sus materiales y modos de ejecución). Aquí engarza otro rasgo capital de la cultura: su historicidad,
frente a la «a-historicidad» de la naturaleza. La cultura se configura cómo un proceso abierto en el tiempo, con
sus continuidades y discontinuidades, y sus contradicciones, mientras que la naturaleza se mueve en cielos
cerrados.
Las notas que de la cultura pueden conseguirse recurriendo al punto de vista filosófico, no están en oposición
con las inferibles de las «antropologías». Para Linton, v.g., la cultura es «la configuración de la conducta
aprendida y de los resultados de la conducta cuyos elementos comparten y trasmiten los miembros de una
sociedad»15. La explicación de los términos contenidos en la fórmula lintoniana proporciona o reitera notas del
concepto explicitado.
La expresión «configuración» o «forma cultural» refleja el conjunto de los «patrones culturales» o «pautas
culturales» (Patterns of Culture), que son ciertos modos de conducta, y de sus resultados que, ligados a
necesidades y funciones sociales, sirven de «modelos» a sus miembros. El segundo elemento de la definición
(«conducta aprendida») visualiza la conducta como un complejo de pensamientos y de acciones que no
responden al instinto, ni «a las tendencias fundamentales que, en última instancia, suministran los incentivos
de la conducta individual», sino que son «adquiridos» o «aprendidos» en la vida social. Con lo cual se
justifica otro rasgo definitorio de la cultura como «parte aprendida del comportamiento humano»16. En cuanto
a los «resultados de la conducta», la referencia está dirigida a los productos, materiales y espirituales, de la
actividad o del comportamiento humano. Mas este comportamiento sólo llega a incorporarse a la cultura
cuando es aceptado y trasmitido por los miembros de un grupo social. De esta manera, también la cultura
requiere la difusión y la comunicación para ser verdaderamente ella misma, con lo que prefigura una especie
de concepción «pedagógica» de la cultura.
Las versiones filosófica y científica de la cultura, nos proporcionan un haz de rasgos fundamentales y
generales integrables en su concepto. Con este criterio generalizador, podemos afirmar que la cultura se
identifica por la humanidad, la artificialidad, la intencionalidad y la historicidad, en tanto fruto u
«objetivación» de la capacidad creadora del hombre. Si, en cambio, se parte de la cultura en su nexo con el
comportamiento humano –como prefieren hacerlo los «antropólogos»– está dentro de una sociedad, como un
sistema de pautas, patrones o modelos que determinan tal o cual conducta. Más aún, es una conducta
aprendida o adquirida por medio de los procesos de participación (o de co-participación) y de transmisión, o
difusión. Pero, a la vez –y describiendo un círculo que nos devuelve al punto de partida–, la cultura es el
conjunto de productos o de resultados, materiales y espirituales, del comportamiento humano.
No vamos a tocar, en particular, los planos –o momentos– de la cultura (cultura subjetiva y cultura objetiva),
ni la noción de bienes culturales, en su relación con los valores, o las pautas sociales17. En cambio, sí nos
interesa ahondar un poco más en los vínculos de aquélla con la sociedad, porque así se obtienen nuevos
elementos para dar mayor amplitud a la perspectiva culturalista sobre la educación.
17
Estos aspectos han sido tratados en nuestra Pedagogía General (Cap. II, pp. 25-26), y están largamente expuestos en gran parte de las obras que aquí
estamos manejando y citando.
18
A partir de las tesis sustentadas por Hans FREYER, en Sociología, ciencia de la realidad (Losada, Buenos Aires, 1944), GUSTAVO CIRIGLIANO
hace extensas consideraciones sobre las formas «vivas» y «muertas» de la cultura, y sobre la «cultura socializada», como contenido de la educación
(ver: Análisis fenomenológico..., op. cit., primera parte, Cap. 2.). Es útil la consulta de ese trabajo, aunque no compartimos la contundencia con la cual
se aisla la obra individual del contexto de las interrelaciones humanas. Además, pretendemos dar otro sentido al término «cultura muerta» para
introducir la categoría de «cultura no nacida socialmente» y, en otros casos, de «cultura inútil». Aunque no por ello pueda negarse sin más valor a la
cultura no aceptada por la sociedad. En ciertas circunstancias, esa no aceptación puede –en perspectiva histórica– ser un indicio de su riqueza.
4. LA CULTURA, ¿ES SOLO SOCIAL?
Hasta ahora, cultura y sociedad se nos han dado en una singular relación de «envolvimiento». Pero si
entramos todavía más en la dinámica de la actividad humana productiva y creadora, nos saldrán al paso dos
preguntas inevitables: ¿Toda cultura es social? ¿No le es posible al individuo crear cultura fuera de la
sociedad, prescindiendo de ella? Tales interrogantes involucran más de un problema, pero una respuesta –por
breve que sea– es primordial para la consideración pedagógica de la cultura.
Si optamos por la salida más sencilla, parece factible que cierto tipo de productos culturales se dé o
permanezca en el exclusivo ámbito personal o de un pequeño grupo. Nada impide que esculpamos una figura
o inventemos un neologismo, sin que medien la aceptación y la difusión sociales. Pero aquí emerge una
tercera pregunta: ¿estas creaciones han de concebirse como productos culturales «puros», a los cuales no
alcanza la exigencia de la participación y la transmisión? A primera vista, la respuesta positiva se brinda como
irrebatible. Y lo es, pero dentro de límites que no pueden dejar de tenerse en cuenta, como el que traza nuestra
propia «naturaleza social». Podemos producir objetos (ideas o cosas) «a espaldas» de la sociedad, pero ésta
nunca está ausente de nuestro ser. La creación es el fruto de un estímulo o de una situación sociales, de una
necesidad del grupo sólo vista por un individuo o por un conjunto de individuos, o de una tendencia
revolucionaria que, quiérase o no, se construye sobre la crítica, más o menos despiadada, de la realidad social
vigente, o de uno de sus aspectos.
El problema debe ser planteado, pues, en sus justos términos. No se trata de crear «fuera» o «por
encima» de la sociedad, sino de que la misma historia humana registra creaciones que nunca fueron aceptadas
–o lo fueron mucho después– por la sociedad. Mientras esos productos permanecieron en el círculo reducido
de la individualidad, personal o grupal, no fueron cultura para los demás, o, como suele decirse, cultura
«viva» o «querida» por la sociedad, sino simple cultura no nacida socialmente, cultura no socializada. Con el
mismo esquema interpretativo podría, incluso, pensarse en una situación inversa: la de aquellos bienes o
formas culturales que dejaron de tener vigencia, y se convirtieron en cultura muerta, ya no usada por la
sociedad.
Dentro de las restricciones previstas, es posible distinguir entre la cultura como simple y pura creación, y la
cultura socializada, que es el estado que logran las creaciones humanas cuando son incorporadas a la vida
social18.
La distinción no es vana ni innecesaria, porque la educación, como sistema socialmente institucionalizado,
responsable de la función primaria de conservación y de reproducción sociales, utiliza la cultura socializada.
La cultura no socializada, la no nacida o no reconocida por la sociedad o sus grupos dominantes, puede no ser
entendida ni aceptada por el conjunto, o tomada por los poderes que seleccionan y formulan los contenidos y
las orientaciones educativos, como destructora de la sociedad y de su misma subsistencia. Fenómeno este
último, típico de las épocas de crisis que, a la postre, no son más que aquellos momentos históricos en los
cuales chocan culturas que mueren con culturas que nacen.

5. LA EDUCACIÓN COMO PROCESO CULTURAL


Si se aparea la dinámica cultural con la educativa no sólo se percibe la naturaleza cultural de la educación,
sino también su presencia en el proceso mismo de constitución y difusión de la cultura.
En sentido estricto, hay diferencias entre educación y creación cultural directa, pues mientras aquélla recorre
un itinerario descendente que va de la objetividad cultural (la cultura existente, socializada, viva) a la
subjetividad (o individualidad), la creación asciende de las subjetividades (o, mejor dicho, de las
intersubjetividades) a la realización de una obra, o a la transformación parcial o total de la cultura dominante.
Esto es, al menos, lo que se observa cuando la educación es explicada como un acto de transmisión de las
pautas culturales. Pero si la tarea educativa no pudiese, o no se propusiese, superar esa etapa, no pasaría de
una mera socialización (acto que, como ya vimos, es inherente a la sociedad misma) aunque los antropólogos
prefieran la palabra «endoculturación» para mentar el «aprendizaje de una tradición cultural»19, esto es, la
incorporación de los hombres en la cultura de su grupo.
19
CLARA NICHOLSON: Antropología y educación. Paidós, Buenos Aires, 1960, p. 128.
20
MICHEL LOBROT advierte sobre los peligros de la «cosificación» de la cultura, convirtiéndola en un conjunto de objetos dotados de «una
racionalidad intrínseca que nada tiene que ver con los individuos en que se inscribe (…). Un alimento universal que basta «suministrar» a los espíritus
para que éstos se apoderen de él y con él se alimenten (...). Cosificando la cultura (se) neutraliza, se le quita su carácter revolucionario, su carácter
crítico, su carácter dialéctico» (Pedagogía institucional. La escuela hacia la autogestión. Prefacio de J. Ardoino. Humanitas, Buenos Aires, 1974. p.
308).
La «endoculturación» es un fenómeno real, necesario para la existencia socio-cultural, y la pedagogía
no puede sino aceptarlo como otra de las funciones primarias de la educación. Más, como nos sucedió con los
procesos de adaptación y de socialización, es imprescindible ir más lejos del mero «poner» al sujeto dentro de
una cultura. Aquí es donde el enfoque culturalista comienza a revelar su fecundidad, pues de la misma idea de
cultura (en toda su plenitud) se desprende el principio de superación, naturalmente, y sin que sea preciso
forzar el concepto. Para que esto sea más inteligible, basta recordar que por lo menos un momento de la
cultura requiere una serie de actos subjetivos e intersubjetivos creadores o transformadores de cultura. Esta es
la causa primera de nuestro convencimiento de que el enfoque culturalista es el único que puede ayudar a
tocar fondo en el núcleo de la educación como fenómeno humano.
Puede objetarse que, en la realidad, la cultura tiende a reproducirse y que, por consiguiente, todo
intento de presentar la educación como una actividad dirigida a desenvolver las capacidades creadoras del
hombre no pasa de una actitud netamente ideal. El tema da para mucho, y si aparece reiterado a lo largo de
nuestra obra es, justamente, por su trascendencia y su complejidad. Tocando apenas una de sus facetas
notorias no ha de olvidarse que la confluencia de lo real y de lo ideal es inherente a la pedagogía, forma parte
de su estructura, y que no se trata de una confluencia caprichosa ni arbitraria. Por el contrario, está
objetivamente fundada en la historia de la sociedad humana –no lineal ni ininterrumpida– hecha en el
intercambio de lo viejo con lo nuevo, de la realidad con la idealidad. De donde se desprende otra conclusión
obvia: un concepto ideal de la educación, montado sobre la comprensión de la realidad histórico-social que lo
determina, y de sus leyes, es también necesario y posible como dinamizador de esa realidad, aunque –eso sí–
deba estar integrado en proyectos globales de transformación de la vida humana. Proyectos que, por otra parte,
también se mueven, en sus comienzos, en el plano de la idealidad y de la utopía.
No ha de buscarse, entonces, a la educación únicamente en el camino de bajada de lo objetivo a lo
subjetivo, ni creer que ella no tiene otra función que la de la endoculturación, equivalente a la «adaptación» y
a la «socialización» cerradas y pasivas. También está en el camino de subida, en alguna de las formas posibles
de acceso que, en este caso, son, sucesivamente, la crítica de la cultura, la transformación de la cultura y la
creación de la cultura.
La resistencia a dirigir la reflexión pedagógica hacia cualquiera de esas vías ascendentes, o responde a un
rígido tradicionalismo o al «revolucionarismo». No nos preocupa «salvar» a la pedagogía como una disciplina
con campo propio Lo grave es que la educación ya no podría pensarse sin mutilar su dimensión de cultura
personal, y la misma cultura objetiva se presentaría como algo totalmente ajeno a sus creadores20.
La visión culturalista trasciende las correspondientes a la biología, la psicología y la sociología;
alimenta la especificidad del enfoque pedagógico que apunta a la vida personal (simultáneamente social e
individual), y convierte a la persona en su obligado punto de referencia. Esta referencia a la formación de la
persona, es precisamente, el fundamento de toda pedagogía, imperceptible sin la visión de lo educativo como
hecho de cultura. Un hecho envolvente de lo individual y lo supraindividual, de la asimilación y la creación
cultural dentro de un proceso dinámico y dialéctico.
Es tan nítida la inserción de la educación en el proceso cultural, que resulta ocioso insistir en ella.
Mayor interés y trascendencia reviste reconocer la educación misma como un proceso cultural, aunque se
requiera un razonamiento más cuidado para no caer en la total identificación de ambos fenómenos.
«Educación» y «cultura» son sinónimos cuando se abreva en la etimología del segundo como «cultivo». Más
tal fusión no se produce con las otras facetas de lo cultural. Por eso es que, aparte de captar la educación como
un proceso intracultural, es preciso comprenderla como un proceso cultural, afirmando que ese rasgo
constituye su verdadera naturaleza.
En la constatación precedente caben tres notas de la educación que, a la vez, son verdaderas
definiciones de la misma e indicadoras de una progresión posible de la transmisión a las creaciones culturales.
5.1. La educación-transmisión
La educación es la transmisión de la cultura históricamente dada, o vigente, con el propósito de reproducirla
y asegurar sus mantenimientos en el tiempo. Estrictamente hablando este proceso tiende a la endoculturación
que, en su primera instancia, se asimila a la socialización, en tanto la cultura que se trasmite pertenece a un
determinado tipo de sociedad.
21
Ob. cit., 2ª parte, Cap. III.
22
Teoría de la educación. Trad. L. Luzuriaga. Losada, Buenos Aires, 1948, pp. 62-63.
No obstante la endoculturación tiene un nivel mayor que la socialización, debido a que, por vía de la
transmisión cultural, el hombre es incorporado no sólo en las estructuras sociales, sino en el ámbito más
complejo de las superestructuras donde tienen importante lugar las normas jurídicas, políticas y morales, las
ideologías y las concepciones del mundo, y los sistemas científicos, filosóficos y religiosos. La transmisión
cultural se mueve con elementos más simbólicos que la socialización pura, si es que fuese dado separarlas
para un estudio de laboratorio. Por esa razón, la primera requiere un «cultivo», un cierto desarrollo de las
capacidades individuales; en cambio la segunda introduce al sujeto en el grupo, en la mayoría de los casos,
directamente y por simple presión. Esta separación puede parecer excesivamente sutil, pero no por ello debe
ser descartada de la temática de la pedagogía cultural en comparación con la pedagogía social. Por otra parte,
y en busca de elementos para esa confrontación, pensamos que el argumento está en la distinción más tajante
que hace Herskovits entre sociedad y cultura21. Quede esto dicho, aunque en la práctica se acepte una cierta
equivalencia entre los términos, ya que no puede olvidarse que –desde otro ángulo de observación– la
endoculturación es un instrumento que la socialización pone al servicio de sus objetivos.
5.2. La educación-asimilación
La educación es el proceso de asimilación y de adquisición de la cultura, o –para movernos con
lenguaje más «culturológico»– de subjetivización o individualización de la cultura.
En verdad, tal individualización no es más que la consecuencia y el objetivo de la transmisión cultural,
la efectiva endoculturación. La subjetivización de la cultura «objetiva» implica la incorporación de los
hombres a las pautas culturales sustentadas por la sociedad. De ahí que no pueda explicarse esta idea de la
educación dejando de lado al sujeto que incorpora «a» su haber personal la cultura dominante y que, en el
mismo acto, se incorpora en esa cultura, como uno de sus miembros activos. Se somete a la cultura,
integrándose en ella.
Si bien no en su totalidad, es válida la expresión de Hermann Nohl: «La educación es el aspecto subjetivo de
la cultura, la forma interior, la actitud espiritual del alma que puede acoger todo lo que viene de fuera con sus
propias fuerzas, en una vida unitaria, y transformar todas las acciones desde esta vida unitaria»22.
5.3. La educación-creación
La educación es el proceso de ayuda al desarrollo de las capacidades humanas para la
transformación y la creación culturales. Este concepto es el fruto de la necesidad de superar las limitaciones
de los dos anteriores que –como ya sabemos– no pasan de la funcionalidad primaria de la educación, aun
cuando pueda reconocerse una jerarquía de grados en esa funcionalidad (la vital, la social y la cultural).
La definición de Nohl, arriba transcrita, muestra ya una tendencia a otorgar mayor categoría a la
educación, afirmando una cierta sinonimia entre la educación como «aspecto subjetivo de la cultura» y la
«actitud» transformadora de la espiritualidad. Sin embargo, no es lo mismo el estado subjetivo de la cultura
(cultura adquirida o asimilada), y la capacidad para transformarla. En realidad, Nohl ha reunido, en una sola
fórmula, dos etapas de un proceso: en una primera, el sujeto adquiere la cultura, la hace suya, y se integra en
las formas culturales dominantes; en la otra, haciendo pie en la cultura existente, o rechazándola, adopta una
postura crítica ante esa cultura, la transforma o coadyuva en la creación de nuevas expresiones culturales.
La incidencia de lo educativo en la vivificación, renovación e innovación culturales23 ha sido recogida en dos
nociones sucesivas propuestas por Spranger, fiel a su doctrina casi socrática de la educación como
«alumbramiento» o «despertar». En la primera, la educación es «la voluntad despertada, por el amor generoso,
de desenvolver desde dentro en el alma de otro, su total receptividad para los valores y su total capacidad
formadora de valores». De acuerdo con la segunda, la educación sería «aquella actividad cultural dirigida a la
esencial formación personal de sujetos en desarrollo; se realiza mediante los contenidos auténticos de valor
del espíritu objetivo dado, más tiene por fin último el alumbramiento del espíritu normativo autónomo (una
voluntad ético-ideal de cultura) en el sujeto»24.
23
BRAMELD ha sistematizado y profundizado «algunos conceptos fundamentales del progreso cultural», tales como: «descubrimiento», «invención»,
«difusión», «aculturación», «innovación», «foco», «crisis», «causalidad» y «predicción» (ob. cit., 3ª parte, Cap. VII).
24
Formas de vida, pp. 394 y 395.
25
Un esclarecimiento del significado de los términos que emplea Spranger, en el contexto de su doctrina, puede encontrarse en Spranger y las ciencias
del espíritu, de JUAN ROURA PARELLA (Minerva, México, 1949), y en R. NASSIF: Spranger: su pensamiento pedagógico (Centro Editor de
América Latina, Buenos Aries, 1968). Sobre las instancias «conservadora» y «creadora» de la educación, ver Teoría de la educación, de MICHEL
LOBROT (Caps. 5 y 6).
26
En el «Prefacio» a Pedagogía institucional, de LOBROT (p. 28).
Con el idioma típico de la pedagogía científico-espiritual, el pensador alemán consigue una síntesis muy clara
de los estadios de la «receptividad» y la «creatividad», además de mostrar la necesidad de que ambas
capacidades sean cultivadas mediante los contenidos valiosos del espíritu objetivo, es decir, de la cultura
vigente. Fácilmente se deduce que queda expedita la posibilidad de interpretar la «creatividad» como una
actitud independiente (o crítica) ante la cultura históricamente dada, o como transformación y creación
culturales, siempre en vistas a un «determinado ideal de cultura»25.

6. LA EDUCACIÓN, SISTEMA CULTURAL


La educación no es únicamente un proceso de cultura; también es un sistema cultural, de la misma
manera que, como proceso social e institución social nos fue revelada por la óptica sociológica. También en la
emergencia es preciso señalar algunas diferencias que se dan, no tanto ni solamente en las facetas social y
cultural del proceso educativo, sino especialmente en las que corresponden a la educación como sistema social
y cultural.
El carácter social del sistema educativo se concreta en la institucionalización de la función educativa de la
comunidad, en una organización según reglas y objetivos perfectamente establecidos. La institución tiene dos
notas definitorias, según lo manifiesta Jacques Ardoino: «a) grupos sociales oficiales o tendentes,
precisamente, a oficializarse de algún modo en la sociedad moderna (empresa, escuela, sindicato, etc.); b) el
sistema de reglas que determinan formal y explícitamente la vida de esos grupos»26.
De esa caracterización de las instituciones –válida para las instituciones docentes– interesa destacar la
nota de «formalidad», puesto que en la misma puede apoyarse la diferencia entre la educación como sistema
institucional de la sociedad y como sistema cultural. El sistema educativo social e institucionalizado
constituye el cauce, el encuadre, del sistema educativo cultural. Están estrechamente conectados, pero la
institución escolar («sistema social» de la educación) contiene a la educación como sistema cultural. A la vez,
éste es el que da contenidos a la institución socio-educativa (la escuela, en su más vasta acepción) a través de
materiales de formación que, en definitiva, son los materiales culturales aceptados o queridos por la sociedad.
Las pautas que definen la institución educativa no se agotan con los materiales culturales; van más allá de
éstos para regular aspectos de la vida escolar que no sólo se refiere a dichos materiales. Por ese motivo la
institución educativa cumple tanto con la socialización como con la endoculturación.
¿Qué significa concebir o aprehender la educación como un sistema cultural? La respuesta a esta
pregunta quizás pueda borrar las dudas que pudiera plantear la interpretación del párrafo precedente. El
procedimiento para lograrla es reiterar –aunque ahora con mayores elementos de juicio– los distintos modos
en que la educación, sistemática y asistemática, actúan sobre los receptores de la cultura, dando por supuesta
la existencia de formas o sectores culturales objetivos, o supraindividuales. A esta altura de nuestro discurso
se puede entender mejor que, en la educación incidental o asistemática, esas formas culturales obren
directamente sobre los individuos, por contacto, e irradiación, y que, en la educación sistematizada, lo hagan
indirectamente. La acción es indirecta porque supone la mediación de un sistema que organiza
pedagógicamente los distintos materiales culturales a los efectos de su transmisión consciente y metódica.
Desde el punto de vista de la educación asistemática, la educación es una «función» de las diversas
formas culturales. En cambio, la educación sistemática implica precisamente, la estructuración pedagogizada
de los sectores culturales objetivos. La aparente tautología no es tal porque es explicativa: la función se hace
sistema, estructura superorgánica, y la educación se convierte en otro de los sectores culturales objetivos.
Cada sociedad tiene su «sistema» educativo, una determinada «estructura» educativa, que no es más que la
arquitecturación de los restantes sectores culturales para su comunicación y difusión intencionadas. Un
sistema educativo es, pues, una estructura cultural objetiva, con la misma fuerza coactiva de los otros sectores
superestructurales, y que las individuos al nacer encuentran preparado para su asimilación. Es decir, que,
además de los sectores culturales conocidos –cualquiera que sea el criterio que los jerarquice–, también la
educación se inscribe entre ellos, reuniéndolos según su misión específica, pero constituyendo a la vez, una
parte de la supraindividualidad cultural.
Este puesto de observación nos muestra otros rasgos o definiciones de la educación, en tanto sistema o
estructura cultural objetiva.
27
Formas de vida, p. 394. Recuérdese que Spranger considera que la educación es –junto con la técnica y el derecho– una estructura cultural
compleja, y que Hans Freyer la incluye entre las formas del espíritu objetivo.
28
Este debe considerarse uno de los fundamentos de la «irreductibilidad» del fenómeno educativo postulado por Luis Alves de Mattos (ver Cap. II,
parág. 6 de este libro).
6.1. La educación, bien de cultura
La educación es un bien de cultura, un sector de la cultura objetiva, al configurarse como un sistema cultural
supraindividual, integrado en el plano de las superestructuras. Si recurrimos nuevamente a Spranger,
volvemos a encontrar una breve y rotunda sentencia que enseña que «la educación es un patrimonio
tradicional y actual de la sociedad»27. Es en ese sentido que se habla de la «educación medieval» o de la
«educación argentina», del mismo modo que es lícito decir «cultura medieval» o «cultura argentina», con
referencia a un conjunto de elementos y de patrones que, objetivamente, tipifican una época o un pueblo.
6.2. La educación, síntesis de cultura
La educación es la síntesis y la condensación consciente de la cultura dominante, históricamente
dada, en la vida de un grupo humano.
Este segundo concepto, derivado de la naturaleza de la educación como sistema o estructura cultural objetiva
es, en verdad, el que mejor explica esa naturaleza. El sistema educativo concentra todos los sectores de la
cultura vigente a los efectos de su transmisión, mediante un acto previo de pedagogización28. Esta no es más
que una selección de materiales culturales, que no son entregados al sujeto en su totalidad, ni en estado de
pureza. La selección representa, a la vez, una simplificación, una acomodación o una adecuación a los fines
que se persiguen, a las instituciones en que se imparten y, por ende, al contexto socio-cultural global, y a los
niveles de madurez de los receptores.
En otros términos: la pedagogización es la conversión de los bienes culturales en bienes o materiales
formativos, carácter con el cual pasan a integrar los «planes de estudio» (currículo) de las diversas
orientaciones y niveles del sistema educativo; o, si se quiere, la organización pedagógica de los distintos
sectores culturales reinantes en el nivel de la supraindividualidad.

7. ENSAYO DE UN ESQUEMA INTEGRATIVO


Hemos desarrollado una serie de aspectos que caracterizan a la educación como hecho cultural. Estos aspectos
no están aislados, sino que, por el contrario, pueden integrarse en una línea circular en permanente
movimiento entre la subjetividad y la objetividad culturales, entre la adquisición de cultura y su creación. Ese
movimiento puede seguirse cómodamente con muy distintos criterios.
Por ejemplo, Julius Wagner define precisamente la educación como «un proceso circulatorio de bienes
culturales» que atraviesa cuatro estadios: 1) transformación del bien cultural en bien educativo; 2)
transmisión del bien educativo; 3) transformación del valor educativo en valor de personalidad; y, 4)
actuación del hombre educado, en favor del desarrollo cultural29.
Otro modo de mostrar la continuidad circular de los diferentes conceptos culturalistas de la educación,
es analizar el nexo de cada uno de ellos con las dos formas y momentos de la cultura (objetiva y subjetiva). La
idea de educación como bien cultural está formulada con referencia a la cultura objetiva. En la noción de la
educación como síntesis de cultura, todavía nos mantenemos predominantemente en el ámbito de la
objetividad cultural, pero con una cierta inserción en la esfera de la subjetividad, determinada no sólo porque
en la selección de los materiales culturales y en su conversión en bienes educativos, intervienen
condicionantes muy particulares –ideologías, concepciones del mundo propias de cada grupo humano– sino
también porque el educador, que obra como intermediario, debe subjetivizar los materiales formativos a
utilizar. El acto de transmisión representa el paso de la objetividad a la subjetividad o individualidad de los
receptores (asimilación o adquisición de la cultura), mientras que el concepto de educación como
vivificadora, renovadora e innovadora de la cultura, cierra el círculo al situarse en el ascenso de la
individualidad a la supraindividualidad. En este último concepto, el receptor pasa a ser crítico, reformador o
creador, saliéndose del marco de lo estrictamente individual.
Si nos ha sido posible establecer con relativa facilidad la continuidad y circularidad de los cinco conceptos
culturalistas de la educación, es porque su seriación no es más que el producto de una labor abstractiva.
Podemos, pues, ir más allá e intentar un concepto totalizador de la educación, para no perder de vista la
unidad que tiene como fenómeno cultural.
29
Citado por JUAN José ARÉVALO en La filosofía de los valores en la pedagogía (Instituto de Didáctica de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires, 1939, Cap. VII, p. 60).
30
Una valiosa exposición sobre la educación como «integración humana» ha sido hecha por RENÉ HUBERT (Tratado de pedagogía general, 1ª parte,
Cap. III, parág. 3).
31
Ob. cit., p. 68.
Tal concepto podría ser el siguiente: la educación es el proceso de integración cultural y personal del
hombre. La integración es doble: por un lado, lo es como incorporación del hombre «a» la cultura, y como
integración30 «de» la cultura misma, en la medida en que ésta no puede mantener su coherencia y su
continuidad si no es por su reviviscencia en las individualidades. Se trata de una interacción: al recibir la
cultura, el hombre se integra a ella, pero, como al mismo tiempo es capaz de reelaborarla o de crear más
cultura, se va configurando a sí mismo como persona. Una personalidad obtenida en el juego libre de lo
individual con el mundo de la objetividad cultural y axiológica, no a través de actos indiscriminados de
aceptación de los valores vigentes, sino de crítica alerta y racional. Motivo suficiente para no olvidar que la
educación como cultura cumplirá su verdadera misión si procura «la esencial formación personal de los
sujetos en desarrollo».

8. EDUCACIÓN Y CULTURA PERSONAL


La comprensión integral del proceso educativo dentro del proceso cultural, puede no darse si se pierde de vista
al hombre, que con su presencia «define» ambos procesos. La cultura es lo «producido» por el hombre, pero
también lo «vivido» y lo «experimentado» por él en la marcha hacia su propio destino. Toda «cosificación» de
la cultura presenta, teóricamente, la falta de dejar a su-intérprete irreemplazable, mientras que, prácticamente,
puede provocar su alienación como consecuencia de situaciones históricas en las cuales los productos de la
vida y la actividades humanas se desprenden tanto de sus creadores, que se «en -ajenan», fragmentando la
totalidad humana.
La pedagogía no debe olvidar esa circunstancia, porque ella misma ya no es concebible fuera de un
humanismo de nuevo cuño y porque la dimensión personal de la cultura ha sido siempre la más cercana al
proceso educativo, y tiene hoy que acrecentar su esfuerzo por rescatar el hombre total, como diría René
Hubert, «en contra de los mecanismos sin alma de la sociedad»31.
Estas consideraciones muy breves y generales, justifican un cierto acercamiento al tema de la cultura
personal, en el cual educación y cultura logran una identificación casi completa. El asunto no siempre tiene la
suerte que merece. En algunos casos parece ser exclusivo de una concepción «exquisita» de la cultura como
privilegio de unos pocos (v. g., cuando se opone la figura del hombre «culto» a la masa «inculta»), y, en otros,
es rechazado por una especie de tremendismo revolucionario, que desconfía de las palabras (como éstas no
pudieran asumir nuevas significaciones), y que, por ello cae frecuentemente en la cosificación de la cultura, en
su congelamiento.
Frente a esas interpretaciones la pedagogía tiene la responsabilidad de indagar salidas diferentes para
el problema que nos ocupa, porque, quiérase o no, también la educación se define como cultura personal. El
nexo es tan fuerte que, en muchas lenguas, la palabra «cultura» equivale a «formación» o a «educación».
Situación esta que suele plantear serias dudas a los traductores, cuando, por ejemplo deben volcar a otros
idiomas la palabra alemana kultur, que, tanto puede mencionar la cultura, en sentido estricto, como la
formación (bildung).
Si todavía vamos más atrás, a sus raíces etimológicas, «cultura» procede del latín «colere» que significa
«cultivar». Cultura es, pues, cultivo; el cultivo de la tierra, en un primer momento, para convertirse después, y
además, en cultivo de las capacidades humanas32. No es imprescindible, entonces, un gran rodeo para
conseguir un concepto de la educación, tan simple, que se impone por sí solo, y que, según una determinada
perspectiva, establece una sinonimia entre educación y cultura personal.
A partir de esa sinonimia corresponde buscar el sentido contemporáneo de la cultura personal. Un sentido
capaz de desprenderla de una concepción elitista, pero sin que tampoco nos arrastre a la postura que prefiere
no usar la expresión para eludir toda sospecha de «idealismo». Sería ingenuo de nuestra parte, creer que la
concepción elitista ha desaparecido o negar que una teoría idealista distorsionada es la que más conviene a esa
concepción. Es hora de que se entienda que, en el dominio de las ciencias humanas, los términos no pueden
definirse por oposición, o por simple negación –con lo cual se renuncia a proveerles de un contenido correcto–
sino por su función efectiva o posible dentro de un contexto y de un proyecto amplio. En el caso de la
expresión «cultura personal», no hay causa alguna para desperdiciar su riqueza, sin contar con que
difícilmente se encuentre un término tan sugestivo que reemplace su fuerza.
32
EMILIO BARRANTES ha asignado a la educación como «cultivo» un puesto importante entre las diversas significaciones de aquella que el
pedagogo peruano ha sistematizado. Estas significaciones son: «transmisión de la cultura objetiva», «formación», «desarrollo», «cultivo»,
«perfeccionamiento», «acción directiva», «influencia» y «producto cultural» (La escuela humana. Mejía Baca, Lima, 1963, Cap. II).
La cultura personal puede ser visualizada desde dos ángulos que, al mismo tiempo, constituyen dos de
sus definiciones generales: como saber y como actitud.
Cuando presentamos la cultura subjetiva como el momento de individualización o de captación de la
cultura objetiva dominante, estábamos, en verdad, trabajando con el aspecto personal de la cultura, esto es, de
la cultura como saber o conocimiento de los distintos sectores culturas (ciencia, arte, técnica, etcétera). En
este sentido, un hombre «culto» sería el que «conoce» los diversos contenidos culturales que ha llegado a ellos
gracias a un trabajó- de preparación intelectual y hasta de entrenamiento intelectual. Acepción válida e
innegable, siempre y cuando se le reconozcan límites importantes, trazados por la naturaleza humana y una
concepción diferente de esa naturaleza, a la vez que por la misma cultura y variabilidad de sus significaciones.
Si pensamos en la cultura en términos de conocimiento, el primer obstáculo que se presenta es el de la
restricción de las posibilidades que actualmente tiene el hombre para acceder a todos los conocimientos. Esta
es una limitación histórica impuesta por la complejidad y vastedad que ha logrado la cultura contemporánea
en materia de contenidos. La duración de la vida individual no alcanza para que una mente –normal o genial–
abarque todos los contenidos nacientes y existentes en la era de la revolución científico-técnica. En
consecuencia, y si bien no puede dejar de definirse como saber, la cultura personal no es ya fusionable con el
enciclopedismo o la erudición. En este terreno, el saber tiende a especializarse en un círculo determinado del
conocimiento y de las actividades humanas.
Más el descarte de la erudición o del enciclopedismo como notas explicativas de la cultura personal no
responde exclusivamente a limitaciones objetivas (amplitud de la cultura) o subjetivas (imposibilidad de
abarcar toda la cultura). Esencialmente es el resultado de una toma de conciencia de tales limitaciones en
función de una idea diferente del hombre y de su formación.
Esta doctrina reconoce, por una parte, que el saber es necesario, pero como muy bien lo ha expuesto
Gastón Mialaret, «ser culto significa dominar, dominar es explotar y utilizar, no sólo con plena conciencia,
sino de una manera original, ciertos instrumentos y conocimientos para así comprender mejor, para conocer
y pensar el mundo». El saber –siempre imprescindible como a traba para cualquier tipo de irracionalismo– es,
así, un instrumento de la cultura personal que no tiene un fin en sí mismo. Es trascendido por una peculiar
manera de enfrentar el mundo, de penetrarlo y de comprenderlo; por un proceso en el cual el hombre no es
dominado por los conocimientos, sino que éstos constituyen lo que Mialaret llama «el arsenal instrumental»
que es preciso descubrir y aprender a utilizar33.
Esa cultura-saber es conseguida conscientemente con una metodología adecuada que nos oriente en
los vericuetos del conocimiento. Pero no es la única forma posible –o, si se prefiere, deseable– de la cultura
personal. Hay otra que se adquiere con la simple experiencia de la vida (con una expresión común y muy
difundida: la que se adquiere en «la escuela de la vida»), y que también lleva al sujeto a ubicarse de una
determinada manera frente al mundo y a la existencia propia y ajena. Generalmente es la cultura que, con una
carga positiva, muchos oponen a la del «hombre ilustrado» o «letrado», con frecuencia inhibido frente a la
realidad concreta por la presión de conocimientos y metodologías altamente intelectualizadas. Suele decirse, y
con razón, que esta cultura-experiencial es típica de los hombres del pueblo que, aun no habiendo disfrutado
del privilegio de la instrucción metódica, son capaces de calar hondo en la problemática humana.
De ese modo parece quedar planteada una antinomia entre dos tipos de cultura personal: la fundada en
el conocimiento, y la que se apoya en la experiencia. La misma que lleva a Martínez Estrada a oponer el saber
a la sabiduría. Ya a partir de los griegos, esta última es mucho más que el mero conocimiento, para convertirse
en la virtud de la «prudencia» o capacidad para conducir los asuntos de la vida.
Exaltar la cultura-conocimiento en detrimento de la cultura-experiencia (también el trabajo intelectual
constituye una experiencia), es tan erróneo como hacer lo contrario. En verdad, ambas culturas personales
deben tender a sintetizarse, por aquello tan repetido y casi nunca realizado, de la unidad de la teoría con la
práctica, del pensamiento con la vida. Si la teoría se aleja de la práctica, sufre un vaciamiento mecanizante; si
33
Introducción a la pedagogía. Vicens Vives, Barcelona, 1966, p. 56.
34
«La culture et l'éducation permanentes» (En: Une éducation pour nutre temps. Compte rendu des travaux du Colloque Européen sur «L'éducation et le
développement scientifique, économique et social» (UNESCO, 27-30 décembre 1968). Les Editions du Pavillon, Paris, 1969, pp. 211-212).
35
El saber y la cultura. La Pléyade, Buenos Aires, 1972, pp. 89-90.
36
El «ser» y el «tener» como la salida propuesta por dos tendencias pedagógicas opuestas han sido estudiados con profundidad por B. SUCHODOLSKI
en «La educación entre el ser y el tener» (Perspectivas, Revista Trimestral de Educación de la UNESCO. Santillana y Editorial de la UNESCO.
Madrid, Vol. VI, nº 2, 1976).
se desliga a la experiencia del conocimiento y de la reflexión, se corre el riesgo de la rutina o de los
estereotipos, con la consiguiente ausencia de una visión más ampliada que sólo puede proporcionar el
conocimiento y el pensamiento sistemáticos.
La antinomia saber-sabiduría se supera en la noción de la cultura personal como actitud, que implica
como actitud que implica por igual el conocimiento y la experiencia, el pensamiento y la vida. Naturalmente
que esa actitud requiere una desarrollada conciencia crítica, constantemente acrecentada y que, por ello, es
también conciencia de un proceso inacabado que reclama un continuo perfeccionamiento. En esta acepción, la
cultura personal se acerca a la cultura general que, según las atinadas palabras de Paul Langevin, es «la que
une a todos los hombres».
Aunque propuestas desde posiciones muy diversas, son igualmente válidas y complementarias las
formulaciones de A. Markouchevitch y de Max Scheler. Para el primero, «la cultura asume todo su sentido y
alcanza plena vigencia, cuando cada miembro de la sociedad toma conciencia de ella no sólo como un bien
social, sino como un bien propio (...) que presupone la formación y el desarrollo de cada ser humano»34. Por
su parte, Scheler resume: «Culto no es quien sabe y conoce muchas modalidades contingentes de las cosas, ni
quien puede predecir y dominar, con arreglo a las leyes, un máximo de sucesos –el primero es el erudito, y el
segundo, el investigador–, sino quien posee una estructura personal, un conjunto de movibles esquemas
ideales que, apoyados unos en otros, constituyen la unidad de un estilo»35. En la categorización de los
elementos y tareas necesarias para que cada hombre sienta la cultura como una efectiva pertenencia personal y
colectiva, una pedagogía abierta y crítica tiene mucho por decir y hacer. Particularmente, sí la tendencia de la
pedagogía sigue el camino de concebir la educación como un verdadero proceso de «aprender a ser»,
trascendiendo –según la feliz expresión de Serge Doubrovsky– «la enseñanza de alguna cosa» para
convertirse en «la enseñanza de alguien»36.

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