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Módulo de trabajo de Literatura de 5to año A y B

Prof. Karen Rudenick y Prof. Martín Haczek

Unidad I:
Literatura fantástica y de terror

1) Formas del fantástico. La clasificación de Tzvetan Todorov: maravilloso, fantástico puro y extraño. “Casa tomada” y “Axolotl” de
Julio Cortázar, “El gato negro” de Edgar Alan Poe, “La casa de azúcar” de Silvina Ocampo y “El sur” de Jorge Luis Borges.

2) La novela gótica del siglo XIX. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Stevenson. La creación de atmósfera del relato
de terror. Los tópicos. Lo siniestro.

3) La narrativa gótica y fantástica contemporánea. La nueva narrativa de horror social. “La casa de Adela“ de Mariana Enríquez. El
fantástico y el cuerpo femenino: “Conservas” de Samanta Schweblin.

4) El terror contemporáneo argentino y la vuelta al siglo XIX: “El intercesor” de Diego Muzzio.

1
1) Cuentos:

Continuidad de los parques


Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso
a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir
de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en
la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la
sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de
un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Final del juego, 1964

Casa tomada
Julio Cortázar

2
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a
la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían
vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso
de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al
mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba
grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia.
A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin
mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí
algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con
el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese
demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el
resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen
cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas
siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía
un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla
el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al
centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver
madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había
novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia.
Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor
lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor
para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses
llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba
una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era
hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca
y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente
un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo
que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá
empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir
por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora,
apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de
la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada
tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los

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rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del
mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a
la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un
volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo
o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra
la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave
estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que
me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas
cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene
pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las
nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a
ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa
de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso
me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en
el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito
de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede
vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz
de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living
de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo
dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar
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en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios
para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando
tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos
despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en
alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije
a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí
ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A
Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el
baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel,
sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré
de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel
y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era
tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré
bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
FIN

Bestiario, 1951

Axolotl
Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axólotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des
Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy
un axólotl.
El azar me llevó hacia ellos una mañana de primavera en que París abrió su cola de pavorreal
después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L´Hospital, vi los verdes
entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado
en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y me fui a ver los tulipanes.
Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta
dar inesperadamente con los axólotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axólotl son formas larvales,
provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía
ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se
han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que

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continúan su vida en el agua al llegar la estación de lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención
de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a
ir a todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir
el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de
extraño en esto, porque desde el primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo
infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella
mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axólotl se amontonaban en el mezquino
y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve
ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza sobre el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se
acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e
inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada
de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas
chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola
de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una
aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que más me obsesionó fueron las patas, de una
finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus
ojos, su cara. Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler,
enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada
que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo
negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero
con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo.
La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño
considerable; de frente una fina hendidura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza,
donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal,
las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban
rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose
con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas
avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas,
fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axólotl. Oscuramente
me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente.
Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina
natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de
evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al
lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos
ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axólotl me decían de la presencia de una vida diferente, de
otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los
diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era
inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos
de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome, desde una profundidad insondable
que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axólotl. Lo supe el día en que
me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que
cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axólotl con el
ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las
manecitas... Pero una lagartija tiene manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los
axólotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran
animales.
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Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axólotl una metamorfosis que
no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientemente, esclavos de su cuerpo,
infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto
disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: "Sálvanos,
sálvanos." Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían
mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo
sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus
vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo.
Los axólotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos;
había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir también
máscara y también fantasmas. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad
implacable ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me
hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. "Usted se los come con los ojos". me decía riendo el guardián.,
que debía 3suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de lo que eran ellos los que me
devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar
en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles
en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos
veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de un axólotl no tienen
párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al inclinarme sobre
el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento
amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo
de libertad en que el mundo había sido de los axólotl. No era posible que una expresión tan terrible, que
alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la
prueba de que esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que
mi propia sensibilidad proyectaba en los axólotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no
hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una
vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un
axólotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario,
la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña; seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el
primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a
acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axólotl. Yo era un
axólotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario,
su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axólotl y
estaba en mi mundo. El horror venía - lo supe en ese momento - de creerme prisionero en un cuerpo de
axólotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axólotl, condenado a
moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una para vino a rozarme la
cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axólotl junto a mí que me miraba, y supe que también
él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros
pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que
miraban la cara del hombre pegada al acuario. 4Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa
semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba
tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho
en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al
misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión
es ahora un axólotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo
a él - ah, sólo en cierto modo - y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente
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un axólotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axólotl piensa como un hombre dentro de su
imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando
yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a
escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axólotl.

Final del juego, 1964

El sur
Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor
de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca
municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel
Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios
de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica)
eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre
inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del
Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca
ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el
Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos
y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la
ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su
casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le
aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había
conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese
hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la
frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la
mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se
olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto
y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil
y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le
repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que
no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual
se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una
habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo
desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y
el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas,
vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo
entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca
el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus
necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones,
que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia,
Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas
noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que

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estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido
llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio
en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño,
después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la
fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche;
las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con
un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las
carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas
regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es
una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche
buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo
patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café
de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por
la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la
endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el
negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre
vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi
vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el
primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era
una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas
del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas
demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el
genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la
mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann
cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de
la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el
que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto
a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando
pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes
luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También
creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la
campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce
del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto;
no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra
elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de
alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era
perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura
fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de
siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación
que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
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El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la
estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que
tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un
esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse
que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del
trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color
violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo
y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego
comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el
caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo,
Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio,
no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy
viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad.
Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se
dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos
de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor
y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada;
Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la
mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los
parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes,
bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario
de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se
la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió
el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos,
y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que
él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de
pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras
conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara
accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a
un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió
a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad
y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo
barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En
ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era
suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann
aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi
instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo,
sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su

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esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No
hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral,
que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una
felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Ficciones, 1956

El gato negro
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir.
Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy
bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato
consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos.
Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que
barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares
comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en
las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban
especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor
parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de
mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y
abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto
por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos.
Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con
frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No
quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de
comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la
calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me
fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,

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sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño.
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa
que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se
cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las
consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por
la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que
hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica,
alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas,
lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco,
me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía
nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento
era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto
ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un
horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque,
como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser
para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero
ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se
presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan
seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del
corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el
carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una
acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia
permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la
Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final.
Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer
mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la
inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la
rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento
me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que
no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un
pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!”
Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos
escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se
perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi
criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto.
Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que
quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se
apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que
atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas
parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras
similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un
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bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente
maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el
asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un
jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el
jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían
tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi
crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio,
lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del
fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo,
al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que
habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi
atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje
del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido
antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro
muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor
pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le
cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y
pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba
buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que
jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a
acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando
estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo
que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba
y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio.
Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me
vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier
violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio
de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo
traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo
más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna
vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos
con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse
bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre
mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder
trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía
paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo
de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento
casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado
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por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque
grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible
que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un
contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba,
temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la
imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y
del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia
en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición
del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los
más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla
encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo
los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos
pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo
que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual
y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra
pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de
tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los
pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria.
Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el
hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar
el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de
que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en
descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano.
Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo
que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los
monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban
recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y
tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa
parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir
algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego
de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba
de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé
un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la
tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo
menos, no he trabajado en vano”.

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Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había
decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado,
pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio
que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera
vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del
crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de
una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas
averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una
nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve
inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin
revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo.
Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro
del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías
estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y
confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está
muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta
de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan
ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la
mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis
golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo,
semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y
continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de
triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de
los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la
pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego,
una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con
la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había
inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en
la tumba!

“The Black Cat”,


The Saturday Evening Post, 1843

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La boda

Silvina Ocampo

Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera
confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me
comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo
fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos dos chicas de siete años.
Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus
pensamientos, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba
acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de Colonia. Tenía dolor de cabeza: le
ofrecía una aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado «Gabriela,
tírate por la ventana» o «pon tu mano en las brasas» o «corre a las vías del tren para que el tren te aplaste»,
lo hubiera hecho en el acto.
Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta
Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran,
pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o
de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas
se encontraba la peluquería LAS OLAS BONITAS. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que
le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el
vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con
una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que
nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o
que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para la vuelta a la manzana, sin riendas y sin
montura y que me distraía de mis estudios.
El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas
notas, las peores de mi vida, en aquellos días.
Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con
vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que
Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al
río.
-¿Qué río? -preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
-No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
-Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete -había dicho Arminda-, mi peinado llamará
la atención.
Roberta reía y protestaba:
-Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.
-Estás equivocada. Se usan de nuevo -respondía Arminda-. Verás, si no llamo la atención.
Los preparativos para la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla
de la abuela materna adornaba la bata, un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba
el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la
modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo
de su padre, Arminda cruzó el patio de la casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para
ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que
más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mandó hacer un rodete muy grande,
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aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina,
con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre,
parecía una peluca.
La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor
que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la
suciedad. El cielo, de un color gris de plomo, nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y
avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba.
Tomé el palo de una escoba para matarla pero me detuve no sé por qué. Roberta exclamó:
-Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que la araña por la noche es esperanza.
-Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita -le dije.
Como una sonámbula, porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar
una cajita.
-Ten cuidado. Son ponsoñosas -me dijo.
-¿Y si me pica?
-Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Si no les haces daño, no te harán a ti.
Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que
perfore con un alfiler.
-¿Qué vas a hacer con ella? -interrogó Roberta.
-Guardarla.
-No la pierdas -me respondió Roberta.
Desde ese minuto, anduve con la cajita en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería.
Era domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la
boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador.
-Parecés un guerrero -le grité.
Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de
Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la
preciosa redecilla. Se me antojo que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía sólo el vacío,
mirando fijamente a alguien.
-¿Pongo la araña adentro? -interrogué, mostrándole el rodete.
El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la
cabeza como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña. Rápidamente
volví a enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no me
sorprendieran. Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en aquella
obra de arte, como él mismo denominaba el rodete de la novia.
-Todo esto será un secreto entre nosotras -dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo
hasta que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído
hacerlo a las personas mayores.
-Seré una tumba.
Roberta se puso un vestido amarillo con volantes y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado,
con un entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo.
La novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un
ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas personas
la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el prebisterio, le palmotearon la cara. Durante un rato
creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como
el mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en el ataúd. Tímidamente,
turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la causante de su
muerte.
-¿Con qué la mataste, mocosa? -me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin
cesar.
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-Con una araña -yo respondía.
Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás
me creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo.

La furia, 1959

La casa de azúcar
Silvina Ocampo

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de
tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de
un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió
usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le
sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo
roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en
una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa
bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad
cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus
temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el
mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban.
Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos
frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después
empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un
departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su
vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas
no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más
alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos
Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con
extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién
construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el
propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la
casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá
influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del
dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que,
por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y
jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la
tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi
ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad
análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina
anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no
me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos
a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos
prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me

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alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para
que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de
la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer
protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de
terciopelo entre los brazos.
– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina
por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en
reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados,
a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con
volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes
como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al
cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en
el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después
de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el
nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar
negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en
el jardín – Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que
se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos
los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas.
Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos;
las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba
conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme
un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me
hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en
toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día
no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca
me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis
padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará
confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido
estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.

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Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un
departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo
quiero mucho
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia.
¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que
prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos
de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de
mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no
sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una
representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de
esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira,
lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda
frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no
advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me
preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de
fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. «Ir y quedar y con quedar
partirse.»
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le
hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio
-le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos,
viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo
con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.

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-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía
conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes
pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me
aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías
de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de
azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa
me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de
aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina.
Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las
espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca
le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio
tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta
tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios
hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En
aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba,
porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora
cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los
aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a
averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos,
lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la
persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un,
cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví
a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido
en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el
almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la
dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera
afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.

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Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección
de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me
entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas,
como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las
escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano.
Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la
mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese.
No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo,
fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que
la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. «Alguien me ha robado la
vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los
hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré
a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con
un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.»
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la
hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al
despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas,
para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una
noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

La furia, 1959

La casa de Adela
Mariana Enríquez

Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo – las pecas, los dientes
amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, las botitas de gamuza–, regresa de noche,
en sueños. Los sueños con Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo,
los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el
jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.
Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada en su enorme chalet inglés
insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, y sus habitantes, los señores,
y nosotros, los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos
porque ella tenía los mejores juguetes importados, que le traía su papá de Estados Unidos. Y porque
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organizaba las mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de
Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel
de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el
resto del barrio todavía tenía televisores blanco y negro.
Pero, sobre todo, nos hicimos amigos de ella, mi hermano y yo, porque Adela tenía un solo brazo. O
a lo mejor sería más preciso decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba
desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo,
pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que había nacido así, que era un defecto congénito.
Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho
incompleto; decían que la iban a contratar en un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina.
A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca
ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara
o sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde
de las lágrimas.
Nuestra madre decía que Adela tenía un carácter único, era valiente y fuerte, un ejemplo, una dulzura,
qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela decía que sus padres mentían. Sobre el brazo.
No nací así, contaba. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella contaba su versión. Sus versiones,
mejor dicho. A veces contaba que la había atacado su perro, un dóberman negro llamado Infierno. El perro
se había vuelto loco, les suele pasar a los dóberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado
chico para el tamaño del cerebro; por eso les dolía siempre la cabeza y se enloquecían de dolor, se les
trastornaba el cerebro apretado contra los huesos. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años.
Se acordaba: el dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto,
mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un tiro; excelente puntería, porque el perro,
cuando recibió el disparo, todavía cargaba con Adela bebé entre los dientes.
Mi hermano no creía en esta versión.
–A ver, ¿y la cicatriz dónde está?
Ella se molestaba.
–Se curó rebién. No se ve.
–Imposible. Siempre se ven.
–No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida.
–Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.
Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.
–A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de Capital.
–Bla bla bla –le decía mi hermano, y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y, sin embargo,
nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba con sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo solamente
escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y Adela descubrieron las
películas de terror y cambió todo para siempre.
No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso para verlas. Mi mamá decía que era
demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo. Problema de sus papás si la dejan: ya te dije
que no, decía mi mamá, y era imposible discutir con ella.
–¿Y por qué a Pablo lo dejás?
–Porque es más grande que vos.
–¡Porque es varón! –gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.
–¡Los odio! –gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.
Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de compasión, me contaran
las películas. Y cuando terminaban de contarme las películas, contaban más historias. No puedo olvidarme
de esas tardes: cuando Adela contaba, cuando se concentraba y le ardían los ojos oscuros, el parque de la
casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban burlonas. Yo las veía cuando Adela se sentaba de

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espaldas al ventanal, en el living. No se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él era capaz de
ocultar mejor que nosotras.
Él supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta que solamente quedó de él ese costillar a
la vista, ese cráneo destrozado y, sobre todo, ese brazo izquierdo en medio de las vías, tan separado de su
cuerpo y del tren que no parecía producto del accidente –del suicidio, le sigo diciendo accidente a su
suicidio–; parecía que alguien lo había llevado hasta el medio de los rieles para exponerlo, como un saludo,
un mensaje.
La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas y cuáles eran
inventos de Adela o Pablo. Desde que entramos en la casa, nunca pude ver una película de terror: veinte
años después conservo la fobia y, si veo una escena por casualidad o por error en la televisión, esa noche
tomo pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y recuerdo a Adela sentada en el sofá, con los ojos
quietos y sin su brazo, mientras mi hermano la miraba con adoración. No recuerdo, es cierto, muchas de las
historias: apenas una sobre un perro poseído por el demonio –Adela tenía debilidad por las historias de
animales–, otra sobre un hombre que había descuartizado a su mujer y había ocultado sus miembros en
una heladera y esos miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco y cabeza
rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y vengadora mató al asesino apretándole el
cuello –Adela tenía debilidad, también, por las historias de miembros mutilados y amputaciones–; otra sobre
el fantasma de un niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que nadie
reconocía, de piel gris y sonrisa ancha.
Me gustaban especialmente las historias sobre la casa abandonada. Incluso sé cuándo comenzó la
obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde, después de la escuela, mi hermano y yo la acompañamos
hasta el supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa abandonada que estaba a
media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué corría. Ella se rió. Me acuerdo de la
risa de mi madre, de lo joven que era esa tarde de verano, del olor a champú de limón de su pelo y de la
carcajada de chicle de menta.
–¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.
Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.
–Por qué –dijo Pablo.
–Por nada, porque está abandonada.
–¿Y?
–No hagas caso, hijo.
–¡Decime, dale!
–Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa.
Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía mucho más para decir. La casa había estado
abandonada desde antes de que mis padres llegaran al barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía
que, apenas meses antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron juntos?,
quiso saber Pablo. Qué morboso estás, hijo, te voy a prohibir las películas. No, se murieron uno atrás del
otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando uno se muere, el otro se apaga enseguida. Y, desd e
entonces, los hijos se están peleando por la sucesión. Qué es la sucesión, quise saber yo. Es la herencia,
dijo mi madre. Se están peleando para ver quién se queda con la casa. Pero es una casa bastante chota,
dijo Pablo, y mi mamá lo retó por usar una mala palabra.
¿Qué mala palabra?
–Sabés perfectamente: no voy a repetir.
–«Chota» no es una mala palabra.
–Pablo, por favor.
–Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.
–Qué sé yo, hijo, querrán el terreno. Es un problema de la familia.
–Para mí que tiene fantasmas.
–¡A vos te están haciendo mal las películas!
24
Yo creí que le iban a prohibir seguir viendo películas, pero mi mamá no volvió a mencionar el tema.
Y, al día siguiente, mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una casa
embrujada tan cerca, en el barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a verla, dijo ella. Los
tres salimos corriendo. Bajamos a los gritos las escaleras de madera del chalet, muy hermosas (tenían de
un lado ventanas con vidrios de colores, verdes, amarillos y rojos, y estaban alfombradas). Adela corría más
lento que nosotros y un poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un
vestido blanco, con breteles; me acuerdo de que, cuando corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su
resto de bracito y ella lo acomodaba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.
La casa no tenía nada especial a primera vista, pero, si se le prestaba atención, había detalles
inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que
alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece sangre
seca, dijo Adela.
Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes amarillos. Eso sí
me daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los dientes, creo; y, además, era muy pálida
y la piel traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como en los rostros de las geishas. Entró en el jardín,
muy pequeño, de la casa. Se paró en el pasillo que llevaba a la puerta, se dio vuelta y dijo:
¿Se dieron cuenta?
No esperó nuestra respuesta.
–Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?
Mi hermano la siguió, entró en el jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en el pasillo de
baldosas que iba de la vereda a la puerta de entrada.
–Es verdad –dijo–. Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení.
Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó después: estoy segura
de lo que sentí entonces, en ese preciso momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto parecía quemado.
Arrasado. Era amarillo y corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín había una sequía infernal y al
mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como un mosquito ronco, como un mosquito gordo.
Vibraba. No salí corriendo porque no quería que mi hermano y Adela se burlaran de mí, pero tenía ganas
de escapar hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle sí, tenés razón, esa casa es mala y no se esconden
ladrones, se esconde un bicho que tiembla, se esconde algo que no tiene que salir.
Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban en el barrio sobre la casa.
Preguntaban al quiosquero y en el club; a don Justo, que esperaba el atardecer sentado en la puerta de su
casa, a los gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero varios coincidieron
en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín reseco les daba escalofríos, tristeza, a veces miedo,
sobre todo miedo de noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran rusos o lituanos, muy amables, muy
callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por la herencia. Otros que no visitaban a sus padres,
ni siquiera cuando se enfermaron. Nadie los había visto. Nunca. Los hijos, si existían, eran un misterio.
–Alguien tuvo que tapiar las ventanas –le dijo mi hermano a don Justo.
–Vos sabés que sí. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron los hijos.
–A lo mejor los albañiles eran los hijos.
Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles. Y los viejitos eran rubios, transparentes. Como
vos, como Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser. De por ahí.
La idea de entrar en la casa fue de mi hermano. Me lo sugirió primero a mí. Le dije que estaba loco.
Estaba fanatizado. Necesitaba saber qué había pasado en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un
fervor muy extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude entender qué le hizo la casa, cómo
lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió a Adela.
Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía el jardín seco. El portón de
hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los acompañaba, pero me quedaba afuera,
en la vereda. Ellos miraban la puerta, como si creyeran que podían abrirla con la mente. Pasaban horas ahí,

25
sentados, en silencio. La gente que pasaba por la vereda, los vecinos, no les prestaban atención. No les
parecía raro o quizá no los veían. Yo no me atrevía a contarle nada a mi madre.
O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara.
Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas. Ahora
Pablo y Adela –pero sobre todo Adela– contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una
tarde. Parecieron sorprendidos, se miraron.
–La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?
–Pobre –dijo Pablo–. No escucha la voz de la casa.
–No importa –dijo Adela–. Nosotros te contamos.
Y me contaban.
Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.
Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el fondo.
Sobre el fondo, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños agujeros como madrigueras
de ratas.
Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua.
A Pablo le costó un poco convencer a Adela de que entrara. Fue extraño. Ahora ella parecía tener
miedo: se turnaban. En el momento decisivo, ella parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba
del único brazo y hasta la sacudía. En el colegio, se hablaba de que Pablo y Adela eran novios y los chicos
se metían los dedos en la boca, hasta la garganta, haciendo gesto de vómito. Tu hermano sale con la
monstrua, se reían. A Pablo y Adela no les molestaba. A mí tampoco. A mí solamente me preocupaba la
casa.
Decidieron entrar el último día del verano. Fueron las palabras exactas de Adela, una tarde de
discusión en el living de su casa.
–El último día del verano, Pablo –dijo–. Dentro de una semana.
Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. No podían entrar solos en la
oscuridad.
Decidimos entrar de noche, después de la cena. Teníamos que escaparnos, pero salir de casa tarde,
en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora no es así. Ahora
es un barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que les roben, tienen miedo de los
adolescentes que toman vino en las esquinas y a veces se pelean a tiros. El chalet de Adela se vendió y fue
dividido en departamentos. En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las
sombras.
Un grupo de chicas jugaba al elástico en medio de la calle; cuando pasaba un auto –circulaban muy
pocos–, paraban para dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto era más nuevo,
más liso, algunas adolescentes patinaban. Pasamos entre ellos, desapercibidos.
Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila, iluminada. Conectada, pienso ahora.
Nos señaló la puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta, apenas una rendija.
–¿Cómo? –preguntó Pablo.
–La encontré así.
Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas; herramientas de
mi papá que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. Estaba buscando la
linterna.
–No hace falta –dijo Adela.
La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces vimos que adentro de la casa había
luz.
Recuerdo que caminamos de la mano bajo esa luminosidad que parecía eléctrica, aunque en el
techo, donde debería haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando de los huecos como ramas secas.
Parecía la luz del sol. Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una poderosa lluvia de verano. Ahí
adentro hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital.
26
La casa no parecía rara por adentro. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa del teléfono, un
teléfono negro, como el de nuestros abuelos.
Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo de que recé así, de que repetí eso en voz baja,
con los ojos cerrados. Y no sonó.
Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que parecía desde
afuera. Y zumbaba, como si vivieran colonias de bichos ocultos detrás de la pintura de las paredes.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía «esperá, esperá» cada tres pasos.
Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba vuelta para mirarnos, parecía
perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía «sí, sí», pero yo sentí que ya no nos hablaba. Pablo
sintió lo mismo. Me lo dijo después.
La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la
pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos, tan pequeños que
tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos, empañaron los estantes más
bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el techo.
Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco amarillento, con
forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. No quise tocarlos.
–Son uñas –dijo Pablo.
Sentí que el zumbido me ensordecía y me puse a llorar. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar. En
el siguiente estante, el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el centro, como las de mi
papá, que las tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando empecé a usar aparatos;
paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba delante de mí en el colegio. Cuando levanté la cabeza
para alcanzar a ver el tercer estante, se fue la luz.
Adela gritó en la oscuridad. Mi corazón latía tan fuerte que me dejaba sorda. Pero sentía a mi
hermano, que me abrazaba los hombros, que no me soltaba. De pronto, vi un redondel de luz en la pared:
era la linterna. Dije: «Salgamos, salgamos.» Pablo, sin embargo, caminó en dirección opuesta a la salida,
siguió entrando en la casa. Lo seguí. Quería irme, pero no sola.
La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas brillantes, abierto en
el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se
frenó: movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa habitación no terminaba
nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser iluminados por una linterna.
–Vamos, vamos –volví a decirle, y recuerdo que pensé en salir sola, en dejarlo, en escapar.
–¡Adela! –gritó Pablo.
No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa habitación eterna.
–Acá.
Era su voz, muy baja, cerca. Estaba detrás de nosotros. Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar de
donde venía la voz y entonces la vimos.
Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada
junto a una puerta. Después giró, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás de ella. Mi hermano
corrió, pero cuando llegó a la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.
Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la mochila, para abrir la puerta
que se había llevado a Adela. Yo no quería sacarla: solamente quería salir, y lo seguí, corriendo. Afuera
llovía y las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco del jardín; mojadas, brillaban en la
noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos quedamos quietos un minuto, asustados,
sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.
La casa dejó de zumbar.
No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrirla. Pero en algún momento escuchó mis
gritos. Y me hizo caso.
Mis padres llamaron a la policía.

27
Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los padres de
Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos. Los policías que salían de la casa
diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.
Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Nos pidieron la descripción del interior de la casa. Contamos.
Repetimos. Mi madre me dio un cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. «¡La casa está llena de
escombros, mentirosa!», me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía «por favor, dónde está Adela, dónde
está Adela».
En la casa, le dijimos. Abrió una puerta de la casa, entró en una habitación y ahí debe estar todavía.
Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que pudiera ser considerado
una habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las paredes interiores habían sido demolidas.
Recuerdo que los escuché decir «máscara», no «cáscara». La casa es una máscara, escuché.
Nosotros mentíamos. O habíamos visto algo tan feroz que estábamos shockeados. Ellos no querían
creer siquiera que habíamos entrado en la casa. Mi madre no nos creyó nunca. Ni siquiera cuando la policía
rastrilló el barrio entero, allanando cada casa. El caso estuvo en televisión: nos dejaban ver los noticieros.
Nos dejaban leer las revistas que hablaban de la desaparición. La madre de Adela nos visitó varias
veces y siempre decía: «A ver si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan...»
Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba. Yo la convencí,
yo la hice entrar, decía.
Una noche, mi papá se despertó y escuchó que alguien intentaba abrir la puerta. Se levantó de la
cama, agazapado, pensaba que encontraría a un ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con la llave en la
cerradura –esa cerradura siempre andaba mal–; llevaba herramientas y una linterna en la mochila. Los
escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía por favor que quería mudarse, que si no
se mudaba, se iba a volver loco.
Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los veintidós años. Yo reconocí el cuerpo
destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa cuando se tiró bajo el tren, bien
lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él siempre soñaba con Adela: en sus
sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba por la boca, sangraban sus manos.
Desde que Pablo se mató, vuelvo a la casa. Entro en el jardín, que sigue quemado y amarillo. Miro
por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban hace quince
años y así quedaron, abiertas. Adentro de la casa, cuando el sol la ilumina, se ven vigas y el techo agujereado
y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí adentro. En el suelo pintaron, con aerosol, el nombre
de Adela. En las paredes de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una pintada. Otra, más pequeña,
escrita con fibra, repite el modelo de una leyenda urbana: hay que decir Adela tres veces a la medianoche,
frente al espejo, con una vela en la mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.
Mi hermano, que también visitaba la casa, vio esas indicaciones e hizo ese viejo ritual una noche.
No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital para que lo cosieran.
No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. Acá vive Adela, ¡cuidado!,
dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en chiste o desafío. Pero yo sé que tiene razón. Que ésta
es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.

Las cosas que perdimos en el fuego, 2016

Conservas
Samanta Schweblin

28
Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que Teresita se adelantará a nuestros
planes. Voy a tener que renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya no va a ser fácil
seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar.
Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín. Todo organizado en la bandeja, limpio en la
cocina, abastecido en la alacena, como si la culpa, o qué sé yo qué cosa, lo obligara a cumplir con lo que
espero de él. Pero pierde sus energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me hace compañía,
le molesta hablar del tema.
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los entrega –la conozco
bien– con algo de tristeza. Dice:
–Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines de puro algodón… Esta
es la toalla con capucha en piqué… –papá mira las cosas que nos van regalando y asiente.
–Ay, no sé… –digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita. La verdad es que no sé –le digo
más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de sabanitas de colores–, no sé –digo ya sin saber qué
decir, y abrazo las sábanas y me largo a llorar.
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al espejo y me quedo
así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados.
A veces llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo más flaco. Además, cada
vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya
no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé que –como yo– no tiene nada en
contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y cariñosa le dice
cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy,
dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre la
pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren
cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro,
descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de
casa, no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos.
Es que simplemente no me resigno.
Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras, con
curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y hablo con ella por
teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen que ver
con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero
lastimarla. Y entonces doy con el doctor Weisman.
El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene secretaria, ni sala de
espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones. Weisman es muy amable, nos hace pasar y
nos ofrece café. Durante la conversación se interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por
nuestros padres, por nuestro matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros.
Contestamos todo lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio,
parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el éxito de sus
investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a
explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atención, asiente, parece entusiasmado.
El plan incluye cambios en la alimentación, en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber
que hablar con mamá y papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto
todo en mi cuaderno, punto por punto.
–¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? –pregunto.
–Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien –dice Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living, rodeados de grillas
y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas
29
desde el momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres y
somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá
va a preguntar algo, pero Manuel lo interrumpe:
–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en serio y
esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y al tiempo que corresponda.
Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen a seguir
las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más aceitadas. Tomo mis tres
pastillas diarias en horario y respeto cada sesión de “respiración consciente”. La respiración consciente es
parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración innovador, descubierto y
enseñado por el mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto con “el vientre
húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los tiempos hasta
inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en
quince, y entonces paso al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis
energías. Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a
mi alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad
a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave, que comienza por lo general
en los labios, en las manos y en los pies. Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo,
lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.
Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que hicimos y por
lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa
algunas noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que
se muere de ganas de abrazarme y decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas
por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guion.
Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la energía.
Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más. Me aumenta la dosis de
las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como un poco menos. Siguiendo el primer punto
de su lista, la madre de Manuel hace su mejor esfuerzo y trata de, gradualmente –esto último es importante
y se lo subrayamos repetidas veces–, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la
ansiedad por hablar todo el tiempo sobre Teresita.
El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi cuerpo ya no está tan hinchado, y para sorpresa
y alegría de ambos, la panza empieza a disminuir. Este cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres.
Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre
todo, parece temer lo peor y, aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista, siento su miedo
y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.
Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a Weisman mis progresos en
la respiración consciente. El se entusiasma, parece que estoy a punto de lograr mi energía inversa: tan pero
tan cerca que sólo un velo me separa del objetivo.
Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más protagonismo van a tener nuestros
padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que todo salga a la perfección, y lo hacen,
y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel llega a casa una tarde y reclama las sábanas
de colores que había traído para Teresita. Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho
tiempo, me pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con bolsa, así que así se va,
y nos guiña un ojo. Después les toca a mis padres. También vienen por sus regalos, los reclaman uno por
uno: primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón, por último el
cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar por última vez la panza. Me siento
en el sillón, ella se sienta al lado mío, y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice: “Esta es
mi Teresita, cómo voy a extrañar a mi Teresita”, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no
hubiera tenido que limitarse a su lista, habría llorado.
30
Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la verdad es que su
compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo
que se siente al emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año
de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo. Hago mi última visita
a Weisman.
–Se acerca el momento –dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco de conservación.
Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo
guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero espesa, como un frasco
de almíbar incoloro.
Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último nivel: respiro
lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez,
otra vez, y entonces todo se detiene. La energía parece materializarse a mi alrededor y podría precisa r el
momento exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación
purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez
estuvieron contenidas.
Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo rodeó con un círculo
rojo cuando volvimos del consultorio de Weisman por primera vez. No sé cuándo sucederá, estoy
preocupada. Manuel está en casa. Estoy recostada en la cama. Lo escucho caminar de un lado a otro,
intranquilo. Me toco la panza. Es una panza normal, una panza como la de cualquier mujer, quiero decir que
no es una panza de embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento fue muy intenso: estoy un
poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el asunto de Teresita empezara.
Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni salir, ni hablar.
Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo estoy. Imagino que mamá debe estar trepándose por las
paredes, pero saben que no pueden llamar ni pasar a verme.
Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más fuerte, como si fuera
a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta
de lo mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel para que llame a Weisman. Logro levantarme, me
siento mareada. Me dejo caer al piso y espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente
pero mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita.
Quizás ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre
hasta mí.
–Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… –le digo–, no quiero que...
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con Weisman, que todo
salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a
mí, me toma de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la
boca. El parece reaccionar, me deja sola y corre hacia la cocina. No demora más que unos segundos:
regresa con el vaso desinfectado y el envase plástico que dice “Dr. Weisman”. Rompe la faja de seguridad
del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar, pero no puedo, no
quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a
dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no
puedo respirar. Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la
garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento algo pequeño, del tamaño de una
almendra. Lo acomodo sobre la lengua, es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una
sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a Manuel, que parece aceptar el
tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces
Manuel me acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.

31
Pájaros en la boca, 2009

2) Material teórico:

El sentimiento de lo fantástico
Julio Cortázar

Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego


secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan
aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (…) He pensado que me gustaría hablarles
concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría
son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al
diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero
una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en
la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso
que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición pod ría
aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico,
en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo,
consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas
situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y
nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen
del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un
sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida,
desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como
pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera
distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay
intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con
leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de
extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede
todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la
ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde
una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras
palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de
sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo,
en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del
tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y
tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los
desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas
muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las
excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica

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que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre
encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las
cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada
de sobrenatural, de mágico o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural
para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso
en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo
que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de
sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con
humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con
más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que
disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero
no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los
misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en
eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar
una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de
funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los
cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define
como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les
ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos
servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la
gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico,
en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una
memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su
memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de
las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida
están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que
todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias
pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo, si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su
memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les
guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es
evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y,
sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con
ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que
lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente,
positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo
que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura,
los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la
ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo
que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la
habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios,
el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a
lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para
siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A
partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el
33
cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que
América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una
de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de
sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama
de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni
a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el
Uruguay , en la Argentina… ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a
través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado
tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente citando
a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho
menos conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí
personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y
lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural,
yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(…) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia,
resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana,
en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto,
las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se
destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está
en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar,
está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado;
entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los
aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los
aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para
sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en
el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces
aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla
continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos,
que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del
sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón.
Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la
pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la
impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco
a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde
nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no
era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con
una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño
vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión
de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta
noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera
perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace
aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para
John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste
al primer acto de una comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el
primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él
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pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que
en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell
en la pieza.

“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da
cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy
grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise,
haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público… No les voy a contar el
final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell.
Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de
Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían
interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar
con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha
gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos
conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo
que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy
actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor
enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento
entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba
“Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que
usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera
un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama
Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno
apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto
a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan.

Los cuentos clásicos de terror: conclusiones generales (fragmentos)


Joan Escudé González

Diferencia entre los términos «literatura fantástica» y «literatura de terror»

Numerosas veces en este estudio se ha utilizado el término «literatura fantástica y de terror», ya que hay
muchos problemas a la hora de diferenciarlos en el ámbito que nos ocupa.

Para una mejor comprensión, expongamos un ejemplo: está claro que la aparición de un fantasma en la
acción de un cuento produce terror, pero, en efecto, el fantasma es un recurso que nos proporciona lo
fantástico, ya que estos seres no existen en la realidad; por tanto, son personajes inventados por la fantasía
con la función de asustar a aquellos que leyeran sobre ellos.

Es necesario decir que no toda la literatura fantástica produce un efecto terrorífico, ni tampoco toda la
literatura de terror utiliza recursos fantásticos para conseguir su objetivo.

Podríamos establecer la diferencia en el ámbito de la literatura que tratan ambos calificativos. El calificativo
fantástico se usaría para establecer el ámbito al que pertenece el relato, es decir, al que pertenecen sus
recursos, su ambientación, sus personajes, etc. El término de terror queda reservado para el efecto que

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produce la lectura de la obra sobre el receptor del mensaje, la impresión que produce en el lector, es decir,
la lectura de historias ambientadas en extraños lugares y en las que aparecen extraños personajes pueden
producir miedo en el lector, convirtiéndose por tanto la susodicha historia en una narración de terror.

La justificación para esta distinción es muy clara. El miedo más intenso es el miedo a lo desconocido y ¿qué
se desconoce más que lo que no existe? Además, si a este desconocimiento se añaden otros eternos temas
que producen miedo como la muerte, el dolor o la tortura, el efecto es mucho más intenso, y es de aquí de
donde salen los seres sobrenaturales que pueblan los universos de la literatura fantástica y de terror de los
últimos siglos.

La literatura de terror o una redefinición de lo real


Axel Rivera Osorio

Desde sus orígenes, uno de los problemas que ha acompañado a la humanidad es el de la


significación y configuración de la realidad. La pregunta que siempre se ha hecho, y no ha podido resolver
con contundencia hasta el momento, es la misma: ¿Qué es la realidad? Ésta ha sido siempre una de las
incógnitas fundamentales. Al tratar de responderla, el hombre se ha encargado de crear diversos ámbitos
del saber que tratan de realizar la misma tarea desde diferentes lugares. En un primer momento, cuando el
hombre se da cuenta de que su estar-arrojado-en-el-mundo, en el decir de Heidegger[1]; en el momento en
que se da cuenta de su facticidad, de su finitud y ante la inminente falta de sustento y el terror que esto
causaba, el hombre tuvo que crear diversos relatos para dotar de sentido a la realidad, para que su
avasallante inconmensurabilidad pudiera ser comprendida a partir de ciertos elementos racionales. Así fue
como surgieron los mitos fundacionales en cada cultura que trataban de explicar el origen del mundo, la
función del hombre en el universo, la relación entre lo divino y lo humano, el origen del mal…; en ellos se
encontró la posibilidad de darle una estructura racional a la realidad.
Algo importante que se debe subrayar es que justo en el momento mismo en que se creaban los
mitos –en el hecho de narrarlos, de relatarlos– es donde surgía la estructuración de lo real. La realidad no
tuvo una verdadera significación sino a partir de una articulación simbólica. Sólo después de ésta pudo surgir
la filosofía, la ciencia y toda otra multiplicidad de ramas del conocimiento; sin embargo, lo que me gustaría
señalar es que la estructuración simbólica es posible gracias al lenguaje, lo cual no significa que el mundo
no poseyera sentido antes de esta articulación simbólica, sino que ésta llega a plenitud a partir del
lenguaje[2]. Es por esto que la literatura tiene una función primordial en la sociedad, ya que ella, en tanto
emplea y se desarrolla a partir del lenguaje, es capaz de crear nuevas formas de estructuración de lo real.
Si esto es cierto, la pregunta que quiero hacer en este ensayo es la siguiente: ¿Qué tipo de estructuración
nos aporta la literatura de terror?
El terror y el miedo son experiencias originarias en los seres humanos, no hay persona que no se
haya despertado sudando en la noche con un sobresalto por algún sueño espeluznante, o que no sienta
algún tipo de angustia en una calle desolada cuando las luces se han apagado, o que, simplemente, no se
sienta alterado cuando una situación se sale de la normalidad; ese tipo de experiencias es la que ha dotado
de una significación muy especial al mundo, pues de la necesidad de eliminarlas es que ha surgido el interés
por el conocimiento. Conocer fue una meta a alcanzar para eliminar las sombras que perseguían al
pensamiento, para dar una explicación de aquello que no podíamos comprender en un primer momento.
Bien puede ser cierto lo que dice Platón sobre el origen de la filosofía, que el asombro está en su
comienzo[3], pero hay que enfatizar que el asombro se da por algo que no conocemos, por algo que nos
extraña y nos es ajeno; la normalidad por lo regular no nos asombra, el verdadero asombro proviene de la
turbación, de las hondas profundidades de lo real, de aquello que no puede ser tematizado de manera
unívoca, de aquello que necesita ser explicado… lo que asombra proviene de esa realidad ominosa que nos
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hace frente, de su falta de inteligibilidad. Así, si el asombro es la fuente de la filosofía, también tenemos que
decir que éste tiene una motivación originaria que es la experiencia de lo extraño, ya que gracias a ella surge
la imperiosa necesidad de comprender el mundo que habitamos; la creación de dioses, de mitos, leyendas,
etcétera, han sido necesarias para derribar toda oscuridad que rodeaba a lo racional. Por eso mismo, la
experiencia del miedo, de la angustia es lo que nos ha obligado a indagar sobre la estructuración que
organiza a la realidad, este tipo de experiencias han sido la motivación para intentar encender una luz en el
abismo de lo real; han sido el origen del comprender.
Sin embargo, el terror que pudieron haber experimentado frente a la realidad los antiguos seres
humanos no parece provocar en nosotros ningún tipo de sobresalto, pensamos que sus miedos no eran más
que falta de conocimiento, casi los culpamos por no saber nada sobre la rotación de la tierra, del ciclo del
agua, del porqué hace erupción un volcán… todas ellas nos parecen las razones por las cuales ellos
inventaron esas historias fantásticas que ahora sólo forman parte de las diversas antologías sobre mitos
antiguos y que a veces algún maestro nos enseña; en la actualidad asumimos que su mitología es atractiva
aunque sólo como algo anecdótico en la historia de la humanidad, pero ahora todas esas explicaciones nos
parecen ajenas, por decir lo menos, algo que no está de acuerdo con la forma en que la realidad
verdaderamente es; ahora todos esos problemas nos parecen tan simples, son algo que ya es tan consabido
y explicado que en verdad parece una ingenuidad tener algún tipo de aflicción por ellos. A pesar de ello no
es baladí preguntar qué es lo que ha posibilitado que tengamos tanta seguridad frente a la realidad, qué es
lo que nos ha hecho inmunes frente a todo eso que antes causaba todo tipo de incertidumbre. La respuesta
es más que evidente, ha sido la ciencia y sus descomunales avances lo que nos ha hecho que la indomable
naturaleza ceda cada vez más terreno a toda una estructuración racional; ahora creemos que no hay alguna
región de la realidad que no pueda ser explicada por la ciencia contemporánea, parece que todo,
absolutamente todo, puede ser explicado por ella, desde los microorganismos más elementales hasta la
formación del universo. Parece que cada vez zanjamos mejor todo tipo de problemas que habían rondado
desde siempre en la mente humana y eso es justamente lo que nos ha dado las herramientas para que el
miedo se disipe o, por lo menos, se difumine.
Es justamente en este contexto cuando surge la literatura de terror, ya que es hacia finales del siglo
XVIII, y principalmente en el transcurso del siglo XIX, cuando ésta surge como un género independiente que
cobra cada vez más relevancia. Y la pregunta obligada es la siguiente: ¿Por qué en la época donde se gesta
el desarrollo industrial, donde empiezan a despegar los avances más importantes de la ciencia, las
descripciones más minuciosas sobre los diversos procesos complejos de la naturaleza… por qué justamente
allí, en esa época, surge nuevamente la necesidad del terror? Porque bien podría pensarse que el avance
de la ciencia iba a conllevar la eliminación de toda preocupación y que cada vez nos encaminaríamos a un
mundo sobre el que tenemos mayor control y conocimiento. Entonces, ¿qué es lo que pasó?
Mi interpretación, que discutiremos en un momento, es la siguiente: la literatura de terror surge como
una respuesta a la nueva estructuración del mundo que se iba conformando a finales del siglo XVIII gracias
al apogeo de las ciencias, especialmente de la física. Sólo basta recordar que es en esa época cuando
Newton escribió sus tratados más importantes en los que desarrolló el cálculo e hizo explícitas las primeras
«leyes» de la física; también es la época en que comenzó la Revolución industrial. Todo ello trajo como
consecuencia una reacción que se hizo patente en un género literario (el terror) y lo que trata de realizar es
una ruptura interna dentro de ese desplazamiento simbólico que se iba gestando. Su intención es mostrar y
enfatizar que el cientificismo a ultranza desarrollado durante esos siglos no está cumpliendo su propósito –
ofrecer un conocimiento verdadero sobre la realidad– sino que en vez de ello está reduciendo la posibilidad
de ser de la realidad, en tanto intenta explicarla toda a partir de procesos mecánicos o saberes cuantificables.
Frente a esto, la literatura de terror quiso mostrar que el sentido de la realidad es algo que excede a cualquier
tipo de interpretación, que si la realidad tiene alguna característica que en verdad le es inherente es su
excedencia de sentido, la cual no puede ser reducida a una interpretación única y esto era y es lo que está
siendo amenazado por una interpretación científica de lo real, ya que intenta reducir todo a ciertas
explicaciones causales, a datos y gráficas que intentan hacerse pasar por la verdad de lo real. Y la pregunta
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que se realiza la literatura en esta circunstancia es si es verdad que la realidad se agota en ello, si el modo
de aparecer que nos ofrece la ciencia es el verdadero y único modo de ser, del aparecer de lo real. Y la
respuesta va a ser negativa. Pero para que esta objeción no parezca arbitraria, tenemos que responder a la
siguiente pregunta: ¿Cuál es el problema con la explicación de la realidad que nos ofrece la ciencia?
Una de las características esenciales del método científico, desarrollado durante los tres últimos
siglos, es que en él se asume una ontología materialista como algo completamente cierto. Es decir, todo lo
que existe o lo que puede ser real y verdadero es algo que debe tener un correlato material en el mundo,
sino lo posee, entonces es algo ilusorio o que no tiene valor para el conocimiento de la realidad. No obstante,
no debemos pensar que todo es tan sencillo en este punto, porque los diversos avances tecnológicos que
se han implementado, han mostrado cosas cuya existencia no hubiéramos imaginado hace algunos años,
como las partículas subatómicas, las partes más ínfimas de la célula con todos sus procesos, las diversas
funciones del cuerpo, la existencia de la materia oscura, los agujeros negros, los residuos de la explosión
del Big Bang, etcétera. Eso mismo ocurrió a lo largo del siglo XIX, en tanto se mostró la existencia de
microorganismos, se crearon las vacunas, la pasteurización, la Teoría de la evolución… todo eso impactó
fuertemente en el imaginario colectivo de ese siglo, lo cual provocó la reacción de la literatura de terror. Todo
esto ha sucedido en estos últimos 200 años y por ello puedo decir que la ciencia ha abierto un campo mayor
de experiencias posibles; se puede afirmar sin mayor discusión que la ciencia ha agrandado el sentido de la
realidad, nos ha mostrado, gracias a sus avances tecnológicos, que el campo de lo real era mucho más
extenso de lo que podría creerse y por lo mismo, ya no podemos ni debemos afirmar que es un mero
materialismo ramplón el que está en la base de la investigación científica, sino que ahora tenemos que
aceptar que ella ha abierto diversos estratos que antes nos hubieran sido inaccesibles.
Parecería, entonces, que la ciencia nos ha ofrecido demasiadas cosas pero, ¿cuál podría ser el
problema con ella o con su metodología? ¿Qué fue lo que provocó la reacción de un género literario? El
problema viene dado en tanto que la ciencia ha olvidado algo que es primordial, es decir, su propio
fundamento. Porque la ciencia nos ofrece siempre un mundo objetivado, un mundo que posee siempre ya
un sentido específico, nos muestra que las cosas son de cierta manera y, sin embargo, lo que la ciencia ya
no puede indagar es el cómo es que ese sentido del mundo ha sido posible: la ciencia se mueve dentro de
un ámbito en que la realidad posee un sentido, es decir, donde la realidad está siempre objetivada, lo cual
permite hacer juicios y teorías sobre ella; sin embargo, a la ciencia no le interesa acceder a algo que sea
previo a este ámbito, aquello en lo que se funda esta actividad judicativa sobre la realidad, es más, todo
estrato de la realidad que no caiga en algún tipo de objetivación no es algo que tenga valor ni validez a los
ojos de la ciencia. Así, el objetivo que se trazó la literatura ha sido el de esbozar un ámbito que sea más
abarcante y que le dé sostén a la teoría científica, a saber, la vida humana en todas sus experiencias, la
literatura hace patente el hecho de que toda objetivación se basa en la experiencia que la vida tiene del
mundo. Y ése es el verdadero problema de la ciencia, que se olvida de esa vida originaria y empieza a
trabajar en sus teorías a partir de ámbitos y estratos objetivados de la propia vida como si en esa objetivación
estuviera lo más primordial de la realidad. Pero, más en concreto, ¿qué significa esto?
Tomemos un ejemplo sencillo, las neurociencias han logrado un gran avance durante el siglo pasado
y siguen desarrollándose rápidamente, cada vez nos muestran con mayor detalle las áreas del cerebro que
son empleadas para diversas actividades y funciones corporales (como la región del habla, de la visión, de
la memoria) hasta las regiones que son necesarias cuando uno está enamorado, y he aquí a lo que me
quiero referir: tanto ha sido el avance de esta ciencia que se han publicado diversos artículos especializados
tratando de señalar que lo que consideramos experiencias subjetivas (emociones, sensaciones,
sentimientos o toda clase de ámbitos afectivos) no son sino procesos que acontecen en el cerebro. Por eso
mismo, si queremos decir que alguien está enamorado, la respuesta de la neurociencia nos informaría de
todos los procesos que son necesarios para poder tener dicha experiencia, y seguramente cada vez nos
mostrarán zonas o las áreas más específicas del cerebro que entra en función durante el cortejo, por
ejemplo. No obstante, lo que podemos preguntar legítimamente es si en esto se agota el acto de amar a
alguien, ¿no habrá algo que explique mejor esa actividad que es tan propia del hombre? No se trata de
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negar que lo que la ciencia propone no acontezca en verdad, sino el cuestionamiento viene por el hecho de
que esa interpretación no es la única ni la mejor posible, debemos ver que hay más significado de lo que la
ciencia ofrece. Eso es justamente lo que no pasa con las objetivaciones de la ciencia, porque sólo aceptan
un modo de comprender lo real y una metodología que reduce ciertos ámbitos de la realidad y creen que
con ello realmente están agotando el fenómeno por el que se preguntan.
Éste es el problema y la literatura de terror no trata de resolverlo contraviniendo a la ciencia, sino que
acepta todos los adelantos científicos, las más avanzadas descripciones que ésta nos ofrece y las
metodologías más estrictas, por eso, en este género literario siempre veremos que hay algún personaje que
sea parte de la comunidad científica, y además de los más adelantados de su época, como Víctor
Frankenstein de la novela de su mismo apellido, Van Helsing o el doctor Seward en Drácula, el doctor
Raymond en el cuento de «El gran Dios Pan» de Machen, el gran detective Jules de Grandin de los cuentos
de Seabury Quinn, o diversos personajes de los cuentos de H.P. Lovecraft, y podríamos continuar con el
listado, pero lo importante es señalar que todos ellos se presentan como los científicos más capaces y
adelantados de su época en cada uno de los diversos campos del conocimiento y tiene que ser así porque
en el género del terror se tiene que revelar que la ciencia, aun la más desarrollada, no logra dar cuenta de
la totalidad de lo real. Siempre hay algo que excede el conocimiento científico, que no puede ser explicado
y de lo que no se puede dar cuenta. Es lo indeterminado, las experiencias que se encuentran detrás de los
mitos, las consecuencias de los adelantos científicos, es el horror de la crueldad, el despedazamiento de la
vida, el mal que se ubica tanto en el exterior como en la propia interioridad del ser humano… todas estas
experiencias que la ciencia no puede tomar en cuenta en su metodología que sólo busca la objetividad o la
verdad. Es allí donde vuelve a encontrarse el horror que se halla en el origen de la ciencia, es toda esta
experiencia previa a la ciencia, la indomabilidad del mundo, todo lo que hace preguntarnos por la
significación más radical del acontecer de la vida y si la realidad se presenta como un excedente incapaz de
ser tematizado a cabalidad. Pero algo que la ciencia no nos puede ofrecer con sus detalladas explicaciones
es el hecho de que hay algo que nos da miedo aunque sepamos que no hay nada por qué temer. Todas
ellas son experiencias que no pueden ser soslayadas, porque en esta afectividad de la vida, en su sentir, es
donde se ubica todo lo que sostiene a la objetividad de la ciencia. Es aquí donde vuelve a cobrar importancia
la experiencia subjetiva, aquella vida que ha sido dejada de lado porque se da cuenta de que el sentido de
la realidad no es nada sin un ámbito previo que dote de contenido a toda objetivación futura, en tanto que el
sentido de lo real no puede hacerse patente sin mostrar a la vez las experiencias de un sujeto que sea capaz
de recibir y tematizar esa realidad que se le hace presente. Así pues, todo sentido remite a una subjetividad
que pueda revelar el sentido de la realidad que se le manifiesta.
El género de terror parte esencialmente de una visión científica del mundo, abunda en descripciones,
en teorías contemporáneas, en explicaciones y en las formas más destacadas de deducción. Y lo hace
porque es una imperiosa necesidad, ya que la forma de señalar ámbitos de experiencia originarios no puede
hacerse de asunciones completamente fantásticas, sino que tienen que ser descripciones de lo que nosotros
vivimos a diario; si no fuera así, no podría cuestionar lo que es dicho por la ciencia, tiene que hacernos ver
que hay algo que es más profundo que las verdades de la ciencia, es nuestra vida en su acontecer originario,
el hecho de estar en el mundo sin una actitud contemplativa, el simple hecho de ser, eso es justamente lo
que nos hace pensar que la realidad es efectivamente del modo que nos está siendo descrita y, a fin de
cuentas, es lo que posibilita la ruptura que realiza el terror porque es justamente allí, en nuestra normalidad
del mundo, donde se derrumban nuestras certezas, donde aparece la indeterminación y nos muestra una
cara que no podemos afrontar sin percibir algo siniestro en el ambiente. Lo siniestro aparece porque se
despedaza nuestro mundo cotidiano, pero ese terror es siempre una experiencia subjetiva que nos mueve
hacia algo más. El terror es una interiorización, ya que uno no puede sentir el terror más que en su propia
carne, el pensar que siempre hubo algo escondido, allí ante nosotros y que se hace presente en la peor
forma posible, y justo eso es lo que nos hace dudar y retroceder; allí es donde nos damos cuenta de que la
ciencia no es capaz de explicarlo todo, es en la angustia donde se resquebrajan todas nuestras certezas.

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Ésas son el tipo de experiencias que nos ofrece la literatura de terror. En Frankenstein, sólo por poner un
ejemplo, vemos cómo es que Víctor, en su afán de conocimiento, con toda su intención de traspasar los
límites del saber, con esa pretensión juvenil que muchos han tenido a lo largo de su vida, termina con el
desmoronamiento del mundo del protagonista y es debido a su propia creación. Frankenstein es la historia
de la caída de Víctor en el abismo, todo lo que tenía sentido en su vida le es apartado por la realización de
su ideal, es la historia del desmoronamiento del sentido del mundo. El terror que logramos experimentar en
esta novela no se da, es en sí mismo el monstruo que es creado por el protagonista, ya que él podría
causarnos hasta algún sentimiento de compasión por la vida a la que es arrojado; el verdadero miedo y
horror que sentimos es por lo que el monstruo le quita a su creador, es decir, todo aquello que tiene valor
para él; además, nos abre la posibilidad de experimentar el vacío de la vida, cuando ya no nos queda nada
más por lo cual vivir, puesto que el monstruo quiere que Víctor viva la misma vida que le ha sido destinada
a él, y en esa medida podemos decir que Frankenstein es la descripción de la experiencia más trágica en la
búsqueda del saber, es el hundimiento del nuevo Prometeo, y que todo comienza gracias a la realización y
cumplimiento del éxito alcanzado, y así, vemos que su meta terminará siendo una completa tragedia. Sin
embargo, si en esta historia se hace evidente que el mundo tiene sentido es gracias a su desmoronamiento,
porque al verlo deshecho notamos lo que no es percatado en la vida diaria. Y aun cuando el mundo ha
perdido todo soporte siempre encontraremos que tenemos nuestro propio sufrimiento, la aflicción que es
causada por la desaparición de aquello que nos sostenía. Es justamente eso lo que nos enfatiza el terror,
que el mundo es posible por la vida que está antes de toda verdad, y eso es lo que no podemos evitar,
siempre estamos allí para nosotros mismos, en toda la afectividad de la vida, incluso cuando el horror del
mundo se ha apoderado de nosotros, es lo único que nos queda, la fractura de nuestra propia individualidad.
Allí es donde se encuentra el comienzo del mundo y es lo que el terror nos revela, que debajo de toda
objetividad se encuentra la afectividad de la vida.

¿Qué es un cuento de terror?


Apunte

Un cuento de terror o relato de terror es una narración por lo general breve, perteneciente al ámbito literario
o al popular, que busca ocasionar al lector sensaciones de miedo y de angustia, a través de la
recreación por lo general de situaciones imaginarias, fantásticas o sobrenaturales.

El cuento de terror es uno de los muchos subgéneros en que se puede clasificar la narrativa breve tanto
el que posee aspiraciones artísticas, como el que responde a una tradición local o popular, a menudo
vinculada con los valores religiosos o culturales de la región.

Por eso se ha desarrollado en prácticamente todo el mundo, de diversas maneras, en algunos casos
recogiendo una advertencia o moraleja más o menos explícita, que permanece como enseñanza, a modo
de fábula. Esto último es clave en el relato de origen popular.

Este género no solo se ha mantenido en el tiempo, sobreviviendo a los cambios de la cultura y la literatura,
sino que ha colonizado también otras formas de representación narrativa como el teatro o sobre todo
la televisión, dando origen a una vasta tradición de filmes de horror.

Elementos del cuento de terror

Los cuentos de terror tienen los siguientes elementos:

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 Personajes. Reales para el relato o imaginarios y fantásticos, los personajes son las entidades sobre
las cuales recae la acción. Si un relato cuenta la aparición de un fantasma, es probable que éste sea
también uno de los personajes del cuento.
 Narrador. Como toda narración, el cuento de terror tiene un narrador definido que es la voz que
cuenta la historia. Puede ser el propio protagonista, un testigo, o simplemente una voz que cuenta.
Los narradores de los relatos de terror suelen abundar en detalles, sobre todo en las descripciones,
y suelen callar elementos que serán revelados luego, para generar tensión o expectativa mediante
la elipsis.
 Acción. La acción del relato de terror suele estar organizada en torno al suspenso generado por
acciones asombrosas, incomprensibles, siniestras o angustiantes, que ocurren en una unidad de
tiempo determinada y que tienen su final en una revelación, aparición o desenlace.

Estructura del cuento de terror

En muchos cuentos de terror el final coincide con la aparición del monstruo.

La estructura de la mayoría de los cuentos de terror no es demasiado distinta de la estructura general del
relato breve: inicio – complicación – desenlace.

Sin embargo, lo particular de la estructura en el cuento de terror tiene que ver con la distribución de los
eventos en dicha estructura, ya que el cuento de terror puede terminar en su momento climático o de
mayor tensión y carecer de un desenlace que reconcilie la trama y permita un nuevo estado de equilibrio en
los elementos de la narración.

Así, en muchos cuentos de terror el final del relato coincide con la aparición del monstruo, la revelación
de la verdad oculta o elementos similares que a menudo acarrean la muerte o la perdición del personaje
protagonista.

Se acostumbra a terminar con la narración en cuanto el suspenso o la tensión hayan alcanzado su punto
más álgido.

Características de los personajes

Los personajes de un cuento de terror pueden ser de distinto tipo, pero a grandes rasgos se pueden clasificar
en:

 Convencionales. Aquellos que pertenecen al mundo de lo racional, de lo confiable, ya sean del


bando del protagonista o no.
 Siniestros o misteriosos. Aquellos que se muestran ambiguos frente a la trama y a la mirada del
narrador, ocultando sus motivaciones, invitando a la atmósfera de expectativa, angustia o
desconfianza.
 Monstruosos. Aquellos por lo general del orden de lo fantástico, lo siniestro, lo aterrador o lo
perturbador, ya sean literalmente monstruos (criaturas fantásticas) o personas que llevan a cabo
acciones monstruosas y que, por lo general, juegan el rol de antagonistas.

Motivos recurrentes

Este tipo de relatos a menudo tiene presencia de:

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 Fantasmas, vampiros, monstruos u otras criaturas sobrenaturales.
 Asesinatos, robos, violaciones o situaciones traumáticas o angustiantes.
 Elementos mágicos, sobrenaturales, demoníacos o religiosos.
 Argumentos de venganza, justicia, retaliación o descubrimiento de tesoros y mensajes ocultos.

Historia del cuento de terror

Las raíces del cuento de terror se encuentran en el relato tradicional, así como en el imaginario de
tradiciones mitológicas como la Griega (La Odisea, La Ilíada) o la mismísima Biblia.

Los relatos de fantasmas, demonios, monstruos o aparecidos son casi tan antiguos como el hombre y a
menudo encarnan los miedos y las angustias propias de su cultura y su civilización.

Es posible rastrearlos en las épocas antiguas, durante el medioevo y en el Renacimiento, pero este tipo de
relatos tuvo su auge durante el siglo XVIII, en especial en la tradición literaria anglosajona, mucha de la
cual sería heredada por escritores del gótico como William Polidori y Mary Shelley, en el siglo XIX.

Otros nombres importantes de la época serían Edgar Allan Poe y Washington Irving, quienes cultivaron
el género ampliamente (sobre todo Poe, considerado maestro del género), imprimiendo su sello personal y
haciendo escuela.

Cultores posteriores fueron Bram Stoker (con su Drácula) y H. P. Lovecraft, autor de una serie de
espeluznantes relatos sobre terrores antiguos ocultos en el fondo de la tierra.

Tipos de cuentos de terror

No hay propiamente una tipología de cuentos de terror, pero podría hablarse de:

 Cuentos de terror con alegoría moral. La situación de miedo, suspenso o angustia conduce a una
suerte de moraleja, enseñanza o conclusión moral de algún tipo, operando como una fábula o un
cuento tradicional.
 Cuentos de terror con metáfora psicológica. La situación terrorífica es en realidad una alegoría
de un contenido psicológico o emocional que genera malestar al protagonista, quien puede o no estar
sufriendo de una enfermedad mental.
 Cuentos de terror fantástico. Se quiebran las leyes del universo para hacer aparecer monstruos,
criaturas o fenómenos aterradores e inexplicables.
 Cuentos de terror urbano. Tienen lugar en las dinámicas de la ciudad: el crimen, las persecuciones,
la vida anónima, etc.

Géneros cercanos al terror

El género del terror suele bordear e incluso colaborar con otros géneros narrativos, como son el de la
ciencia ficción, el fantástico, el policial o el de aventuras, para lograr híbridos que causen miedo en el lector
empleando al mismo tiempo imaginarios tecnológicos, detectivescos, etc.

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Hablar con (y sobre) extraños: lo raro y lo espeluznante según Mark
Fisher
Ariane Díaz

Apenas un mes antes de su muerte, el crítico cultural británico Mark Fisher publicó, a fines de 2016, The
Weird and The Eerie, traducido como Lo raro y lo espeluznante al castellano (Barcelona, Alpha Decay, 2018),
que puede conseguirse en las librerías locales.

Aunque hay en el libro ecos de otras elaboraciones del autor donde abordaba el panorama cultural
posneoliberal, este libro es un intento de teorizar estos dos modos de percepción, lo raro y lo espeluznante,
explorando ejemplos del cine, series de TV y discos, incluso algo de pintura –esto sí también presente en
trabajos previos–, que pueden ser tanto clásicos como contemporáneos, aunque todos ellos ejemplos de
una cultura popular y de masas, abrevando a su manera en la tradición de la escuela británica de los
“estudios culturales”. Aunque con menos peso que en libros previos, la reflexión estética tendrá también
derivaciones políticas: algunas de las categorías desarrolladas servirán también para caracterizar al sistema
capitalista.

Modos de lo extraño

La exploración de los modos de experiencia estética, es decir, qué elementos percibimos en


determinados objetos que producen en nosotros determinados efectos, tiene larga data. Desde la
caracterización de “lo bello” y “lo sublime” de Edmund Burke, cuya influencia y debate se extendió por toda
la teoría estética moderna (en Kant y en especial en el romanticismo), hasta “lo ingenuo” y “lo sentimental”
de Friedrich Schiller –como dos formas poéticas de experimentar la relación humana con la naturaleza–,
pasando por todos los estudios estéticos que se dedicaron a tipificar lo que caracterizaba a cada género
artístico, las categorías suelen exceder el terreno artístico, es decir, suelen ampliarse a las formas de
procesar o representar nuestras experiencias también en la vida cotidiana, en la vida social, e incluso en lo
psicológico y lo político.
Simplificando un debate de siglos donde intervinieron perspectivas teóricas muy variadas, el más
influyente de estos pares, el de “lo bello y lo sublime”, se relaciona por lo general con la experiencia de, en
el primer caso, aquello que produce en nosotros cierto grado de placer en la medida en que es armónico y
ordenado, delimitado, donde podemos reconocer patrones ya establecidos (por eso suele asociarse al arte
de la Antigüedad clásica), mientras que lo sublime se relaciona con cierta inquietud, incluso displacer –que
sin embargo nos fascina– que experimentamos frente a lo caótico, lo informe, aquello en que no llegamos a
entrever límites ni patrones (asociado habitualmente al arte del romántico, y más en general, a nuestra
experiencia de aquello que en la naturaleza aparece como amenazante). Lo raro y lo espeluznante entrarían,
probablemente, en el campo de lo sublime, aunque Fisher no lo referencie allí –si bien no se priva tampoco
de adjetivar como sublimes algunas de las experiencias analizadas–.
El autor busca determinar qué es aquello que nos fascina tanto como nos inquieta en mucha de la
producción de los géneros de terror y de ciencia ficción, aunque son sensaciones que encontramos en otras
experiencias estéticas y cotidianas –incluso, argumentará Fisher, la asociación de lo raro y lo espeluznante
a estos géneros ha opacado lo que tienen de específico: no necesariamente provocan terror o misterio,
aunque habitualmente sean herramientas para provocarlo–.
Lo raro y lo espeluznante son dos sensaciones pero también dos modos perceptivos que lidian con
la “extrañeza”. Pero antes de definirlos, Fisher se ocupará de delimitarlos de otra categoría que trata lo
extraño que les ha hecho sombra, trabajada por Freud –recurriendo también a la estética, en particular, a
los relatos de E.T.A. Hoffmann– y extendida desde entonces: la de lo “siniestro”. Para Fisher, el sentido que
Freud le dio a este término es el de “no sentirse en casa”, habitualmente asociado a desdoblamientos del yo
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(la aparición de dobles, la sospecha de estar frente a un autómata y no un humano, etc.). Argumenta Fisher
que si lo siniestro lidia con lo extraño dentro de lo familiar o conocido, el perturbador reconocimiento de que
“el mundo doméstico no coincide consigo mismo”, lo raro y lo espeluznante se ubicarían en el polo opuesto:
“nos permiten ver el interior desde la perspectiva exterior”, ya sea que entendamos ese exterior “de un modo
netamente empírico, o bien en un sentido abstracto más trascendental”.
Lo raro, más allá de un género asociado a lo fantástico y la ciencia ficción –es un adjetivo que autores
como Lovecraft han utilizado para describir su literatura y es el título de una de las publicaciones más
conocidas del género, Weird Tales, fundada en 1923–, es el efecto de percibir algo que “no debería estar
allí”:

Lo raro trae al dominio de lo familiar algo que, por lo general, está más allá de esos dominios y que
no se puede reconciliar con lo “doméstico” (incluso como su negación). La forma que quizá encaja
mejor con lo raro es el collage, la unión de dos o más cosas que no deberían estar juntas.

Lo raro sería un tipo particular de perturbación que supone una sensación de que algo anda mal: un objeto
o entidad rara es tan extraña que nos provoca la sensación de que no debería existir, o al menos no existir
ahí donde está. Pero, en la medida en que el objeto o entidad está efectivamente frente a nosotros, abre a
la posibilidad de considerar que entonces son las categorías que utilizamos para aprehender el mundo las
que pueden no ser válidas –Fisher recuerda en este sentido la definición que Darko Suvin ha propuesto en
sus estudios sobre el género de ciencia ficción: la de “extrañamiento cognitivo” [3]–.
Pero, como argumenta Fisher, eso no quiere necesariamente decir que estamos frente a algo sobrenatural,
y que de allí derive la sensación de lo extraño. Después de todo, argumenta, un fenómeno como el de los
agujeros negros puede ser más “raro” que un vampiro. De hecho, en la medida en que tenemos protocolos
genéricos para reconocer a un vampiro como algo inexistente más allá de un relato, su aparición es menos
inquietante que intentar incorporar las magnitudes infinitas y la concepción misma de la materia que supone
un agujero negro, es decir, algo que sobrepasa nuestra capacidad de representación, aunque este sea, sin
embargo, un fenómeno natural estudiado por la ciencia.
Por su parte, lo espeluznante se constituye por una falta de ausencia o por una falta de presencia.
En el primer caso, sirve de ejemplo un recurso clásico de género de terror, los “trinos espeluznantes” de
pájaros tomados como mal presagio; en vez de leerse allí un simple mecanismo biológico, se supone una
intención de aviso o premonición que no corresponde a un pájaro (de allí una presencia, una intención,
donde no debería haber nada). Un ejemplo de lo espeluznante en modo “falta de presencia” es la que
percibimos frente a ruinas o estructuras abandonadas, como los paisajes catastróficos típicos de los relatos
de ciencia ficción apocalípticos; una marca remanente de algo que ya no está allí (una civilización, una
actividad, una forma de vida).
Pero de igual manera que con lo raro, lo espeluznante no necesariamente es solo una experiencia
estética: si suele adherirse a ciertos espacios o paisajes, su característica es la de estar desprovistos de
presencia humana. Las ruinas son espacios habitualmente espeluznantes en la medida en que suscitan la
pregunta de qué, o quiénes, las produjo como tales. El círculo de rocas de Stonehenge o las figuras de la
Isla de Pascua suscitan preguntas similares: “¿qué tipo de seres crearon aquellas estructuras? ¿A qué tipo
de orden simbólico pertenecieron y qué representaban los monumentos que construyeron en dicho orden?”.
Lo espeluznante está asociado siempre a cierto suspenso o misterio, en la medida en que provoca la
pregunta por un agente que no está allí, cuyos propósitos y naturaleza desconocemos.

Lo que falta o está de más

Con estas herramientas delimitadas Fisher dedica dos grupos de capítulos a distintas producciones
culturales: para lo raro analiza, entre otros, la obra de H.P. Lovecraft (su modelo de lo raro), relatos de H. G.

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Wells y Phillip Dick, películas de Rainer Fassbinder, la serie Twin Peaks de David Lynch y la música de la
banda británica postpunk The Fall. Para lo espeluznante aborda la literatura (y adaptaciones) de Daphne du
Maurier, Christopher Priest, Margaret Atwood, M.R. James, Joan Lindsay y Alan Garner; la música de Eno;
el cine de Stanley Kubrick, Andréi Tarkovski, Christopher Nolan y Jonathan Glazer, y las series televisivas
de Nigel Kneale. Habrá otras menciones en la sucesión de capítulos.
Algunas de las reflexiones son muy sugerentes, como el análisis de los textos de Lovecraft –uno de
los orígenes del libro– o incluso sobre los géneros más en general, como por ejemplo, cuando reflexiona
que contra lo que una podría pensar, la ciencia ficción, dedicada a viajes interespaciales y encuentros con
alienígenas, que parecerían reunir todas las potencialidades de los espeluznante, sin embargo raramente
evitan la decepción de desarticular ese modo de percepción tras la “presión positivista” de desenmascarar
a los alienígenas –con la honrosa excepción de 2001: Odisea del espacio de Kubrick o Solaris, la película
de Tarkovsky basada en la novela de Lem. Habrá también una indagación sobre un “amor espeluznante”
en Intestellar, de Christopher Nolan, que sabe “correr el riesgo” de parecer ingenua y emotiva para conseguir
convertir al amor, habitualmente en el bando de “lo conocido”, en una entidad desconocida.
Como toda clasificación, la propuesta no escapa a algunos límites borrosos que el autor reconoce entre
ambas categorías, pero también a ciertas lagunas.
Un caso que probablemente llame la atención al público local es la consideración que hace sobre
Borges. Señala Fisher que la incorporación que hace Lovecraft de citas eruditas simuladas a lo largo de
referencias a la historia auténtica producen “anomalías” (desrealizar los hechos fácticos y realizar los
ficcionales) similares a las “ficciones posmodernas” de Pynchon o Borges. Más allá de que la definición de
“posmodernista” para Borges puede ser más que dudosa, y que el recurso está ya presente en El Quijote –
que justamente explora, quizá por primera vez, los modos de percepción, los efectos y el estatuto de lo que
hoy conocemos como “ficción”–, exagera una conclusión que lo desmiente: Fisher dice que si nadie podría
creer que la versión de Pierre Menard de El Quijote existe fuera del relato de Borges, más de un lector ha
contactado a la British Library pidiendo una copia del Necronomicón, aquel libro frecuentemente citado en
las historias de Lovecraft. Sin embargo, es conocida la anécdota de que nada menos que Bioy Casares
creyó que la versión apócrifa de un libro “reseñado” en el relato “El acercamiento a Almostásim” de Borges
existía –Lem tomó esa misma premisa para sus reseñas de libros inexistentes en Vacío perfecto–.
También en el recorrido sobre la teoría literaria podrían señalarse algunas contradicciones. Un ejemplo es
la negativa de Fisher a catalogar lo “raro” como parte del “género fantástico” o “fantasy” en que se suelen
incluir relatos que construyen enteramente un mundo con sus propias mitologías, historias, etc., como El
señor de los Anillos. Para Fisher, en contraste, lo raro suele aparecer como efecto de conectar mediante
algún tipo de umbral nuestro mundo cotidiano con un mundo con otras reglas. Es más bien la irrupción de
ese otro mundo en el nuestro lo que constituye la marca de lo raro. Si el relato se ubicara enteramente del
lado desconocido de ese umbral (la Tierra Media de Tolkien, Terramar de Le Guin o las Tierras Fértiles de
Bodoc), estaríamos en presencia de lo fantástico, cuyo efecto es naturalizar esos otros mundos. En cambio,
manteniendo ese umbral en contraste con nuestro mundo, lo raro tiene el efecto de desnaturalizar ambos al
exponer la inestabilidad de nuestra realidad.
Pero con estas definiciones Fisher se acerca a un autor que sin embargo párrafos antes había
considerado poco productivo para entender su modelo de lo raro –Lovecraft–, porque no habría allí
explicitación de nada “sobrenatural”. Se trata de Tzvetan Todorov, quien ha definido a lo “fantástico” no como
el género con que se comercializan ese tipo de relatos épicos, sino justamente como un efecto de mantener
en suspenso al lector entre dos posibilidades de resolución de un relato que se mantiene hasta entonces
ambiguo: si en la explicación de lo que sucede interviene algo sobrenatural, entramos en el campo de lo
maravilloso; si finalmente la extrañeza se resuelve con algo explicable dentro de nuestras coordenadas
espacio-temporales (como un sueño), entramos en el terreno del realismo. Lo “fantástico” es la oscilación
sin resolver que produce inquietud en el lector, que en algunos textos puede desaparecer o mantenerse –
las sagas no entrarían allí–. Ese enfoque, que pone el eje en el efecto sobre los lectores, es típico de

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Lovecraft, que además teorizó sobre ello. Es muy difícil no ver en las definiciones de Fisher estas
exploraciones de Todorov, con todo lo discutibles que puedan ser.
Otra ausencia que llama la atención, sobre todo en la medida en que referencia a los collages
surrealistas como los mejores ejemplos de lo raro, y a las ruinas como ejemplo de lo espeluznante, es la de
Walter Benjamin, a quien había sabido citar en su libro previo Realismo capitalista. El interés por los pasajes
parisinos y por el surrealismo del autor alemán se debe en parte a su búsqueda de elementos
desestructurantes y estructuras “modernas” convertidas en ruinas en tiempo récord, donde pueden verse
los “orígenes prehistóricos” de la modernidad capitalista atrofiados en un tiempo detenido, que rompen la
supuesta “organicidad” del desarrollo histórico “progresista” que nos venden, como observa a propósito de
una novela de Louis Aragon, El aldeano de París –o como Fisher observa respecto a las grúas para
containers abandonadas sobre una ciudad portuaria que le recuerdan a los trípodes marcianos de La guerra
de los mundos de H. G. Wells, y que nos dirían mucho, según el autor, sobre los cambios en el capital y el
trabajo de los últimos 40 años–. Con ello se pierde contrastar y profundizar una de las definiciones centrales
que busca Fisher en su libro: ¿por qué sería importante reconocer los modos de lo espeluznante? Porque
así es, dirá, el capitalismo.

Un sistema espeluznante

Como una especie de contratendencia al “realismo capitalista” imperante que había criticado, la
reflexión sobre lo raro y lo espeluznante puede tener para Fisher una utilidad extraestética y política:
desnaturalizar, desestabilizar las coordenadas, pensar quiénes son los que provocaron estas ruinas de
sociedad que solo ofrecen un presente capitalista como “único sistema económico viable” al que parece
imposible siquiera imaginarle una alternativa.

El capital es, en todos los niveles, una entidad espeluznante: a pesar de surgir de la nada, el capital
ejerce más influencia que cualquier entidad supuestamente sustancial. […] Teniendo en cuenta que
lo espeluznante es un aspecto clave en el problema de quién o qué realiza la acción, está muy
relacionado con las fuerzas que rigen el mundo y nuestras propias vidas. Debería quedar
especialmente claro a aquellos que vivimos en un mundo capitalista globalmente interconectado que
tales fuerzas no son del todo accesibles a nuestra aprehensión sensorial. Una fuerza como el capital
no existe en ningún tipo de sentido sustancial, pero es capaz de provocar efectos de casi cualquier
tipo.

La relación entre las formas de percepción estéticas y el capitalismo no es ajena a la descripción de Marx
que en El capital señalaba ya que, para encontrar una analogía al fetichismo de las mercancías, había que
adentrarse en “comarcas neblinosas” –del mundo religioso, en ese caso–. Incluso las metáforas con que los
ideólogos defensores del capitalismo definen al mercado como “mano invisible” parece dar cuenta de una
ausencia que sin embargo define destinos (no por nada otro marxista supo definir a la revolución como la
“la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”).
No quiere decir con ello Fisher que las obras que analiza traten el tema explícitamente, ni siquiera
tangencialmente sino, en todo caso, que pueden leerse allí configuraciones estéticas que funcionan co mo
poderosas fuentes de desnaturalización, necesarias, también, en lo político –ampliación teórica presente ya
en la discusión sobre lo bello y lo sublime–.
Dijimos al principio que lo raro y lo espeluznante, de tener que ubicarse en un campo, entraría en el
de lo sublime. Definidos por sus efectos desestabilizantes, recuerdan a lo que Terry Eagleton definió como
“lo sublime marxista” justamente en un libro titulado La estética como ideología: Eagleton señalaba que si
hay algo de sublime “malo”, aterrorizante, en la amorfia infinita del valor reduciendo las cualidades
específicas a lo meramente cuantitativo, había también un sublime “bueno” considerado por Marx que es la
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potencia revolucionaria de las revoluciones socialistas que, lejos del formalismo de sus antecedentes
burguesas, excede toda forma, se autoproduce en vez de seguir reglas previas, “desborda la frase”, como
señala Marx en El 18 Brumario.
El libro de Fisher encuentra su virtud, en todo caso, en esos mismos lugares donde a veces hace
agua: la aspiración de reflexionar y teorizar en momentos en que buena parte de la crítica cultural se
preocupa más bien de “no spoilear” contenidos y, por tanto, se autoveda la posibilidad de ejercer la crítica.

Mariana Enríquez: "La función del terror es ensayar en la ficción los miedos de la vida
real"
Por Soledad Massin y Rocío Baró

Son poco más de las 14.30 y afuera llueve. Adentro de la librería céntrica Oliva, una de las 150 que hay que
conocer antes de morir según la escritora estadounidense Elizabeth Stamp, hay fans de Mariana Enriquez
desde hace más de una hora con alguno o varios de sus libros en mano para autografiar. (…) Cuando
finalmente entra -afuera quedó gente esperando bajo el agua- el aplauso es cerrado y el ingreso es de
rockstar. La melena despeinada, entre negra y gris, campera de cuero, anillos y labios rojos.
El Club de Lectura de Rosario3 sentó a la “reina argentina del terror” en un trono a tono con su boca, en el
rincón de literatura latinoamericana.

–En Nuestra parte de noche hay varias referencia al Litoral, estamos a la vera del Paraná, ¿qué te
atrae de la región?
–Yo no tengo un interés particular, o algo que tiene que ver con mi experiencia. Mi familia es de Corrientes
y yo cuando era chica iba mucho de vacaciones a Corrientes y a Misiones. Chaco también que ya no es
Litoral, pero bueno, es toda la misma región y mi abuela, que era correntina, vivía en mi casa y fue la
primera persona que me contó historias, sobre todo historias sobrenaturales. Algunas que yo creo que
inventaba de su propia familia y cosas así, muy oscuras de verdad, y otras que tenían que ver con la
mitología. Entonces los primeros libros que me compré por ejemplo, fue sobre mitología del litoral o
mitos guaraníes.
Y creo que después siempre lo usé como mi primera referencia a lo sobrenatural y lo mágico, la más
cercana mezclada con otras que después tienen que ver con el pop, con las películas de terror, con (Steven)
Spielberg con qué sé yo... Pero para mí en ese momento estaba todo en la misma línea: eso, la mitología
griega, era todo igual y tenía la ventaja de esta mujer que te contaba cosas feas

–¿Encontrabas ahí historias más atractivas de las que podías encontrar en el conurbano
bonanerense?
–Pasa que muchas de esas historias se trasladan por la migración al conurbano bonaerense. Digamos, yo
las escuché primero en el conurbano antes que en Corrientes. Yo era chiquita y me las contaba mi
abuela que venía de allá. Ella no era la única, mi abuelo era paraguayo. No eran los únicos inmigrantes del
Litoral que vivían ahí; de hecho, el barrio era todo una mezcla. Había una cosa que hoy sería políticamente
incorrecto (decir), estaban los tanos, los polacos, todos rubios, todo lo mismo. Difíciles de distinguir.
Y entonces, en realidad el conurbano, y con los años cada vez más, va teniendo por las migraciones, y sobre
todo a sus alrededores, porque la Capital es muy caro... Cuando yo era chica no había ni una imagen del
Gaucho Gil por ejemplo, ahora es todo. O sea, no te podés mover. Entrás a Buenos Aires, al lado del
cementerio de la Chacarita sin ir más lejos hay una especie de carpa de circo del Gauchito que es
impresionante. Yo vi crecer mucho esa infiltración, entonces yo lo uso un poco como una infiltración y está
súper reinterpretado también. Ese encuentro a mí me copaba. (…)
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–¿Y para qué sirve ahora el terror? Si es que sirve para algo.
–(…) no necesariamente asocio estas historias al terror, sino más bien a la cosmogonía sobrenatural y
a la mitología sobrenatural y algunos dan miedo porque algunas cosas si te las ponés a pensar
racionalmente es un espanto. La Difunta Correa es un espanto: un muerto ahí, que le está dando de
mamar a un bebé. Es espantoso. Pero una cosa es lo mórbido, lo macabro y otra cosa es lo que da
miedo.
Para mí la función del miedo siempre es la misma, que es ensayar en la seguridad de la ficción los
miedos de la vida real. Vos cuando lees algo o ves una película de lo que quieras de terror no te está
pasando, pero sí sentís la sensación y de alguna manera es una forma de ensayar el miedo. Si no, yo creo
que sería imposible de manejar la sensación. Por algo desde que existe el ser humano se cuentan
historias de miedo, desde los cuentos de hadas hasta lo que se contaban en las cuevas. Es como una
especie de función comunitaria de contarse cuentos de miedo para poder incorporar esa sensación en la
vida y además finalmente para explicarse la muerte que es a lo que todo el mundo le tiene más miedo,
porque la mayoría de las narraciones de miedo tienen que ver con un más allá que no se sabés si existe.(…)

–¿Cómo encontrás el denominador común de lo que le da miedo a más gente?


–El terror en general tiene, como todo género, tiene (los que lo hacemos le llaman) “tropos”, los espacios
habituales donde transcurre el terror. Y en general son como espacios donde la realidad se deteriora.
O son siniestros en el sentido de (Sigmund) Freud, algo familiar que deja de serlo. Por eso una casa
abandonada.
Una casa abandonada es el lugar donde vive alguien, pero una casa sin ventanas rápidamente se convierte
en un lugar que te da miedo y un miedo sobrenatural, no un miedo que haya un tipo adentro y te afane. No
es, en general, el miedo más normal. Eso es porque un espacio de cobijo se transformó en un espacio
abandonado, donde vos te empezás a preguntar porqué.
Y no es que a todo el mundo le de miedo una casa abandonada, pero a todo el mundo le da miedo que
algo que te tiene que proteger se vuelva hostil. Y el terror, si lo pensás en ese sentido, desmenuzando
cada uno de los personajes y de los tropos del terror... por ejemplo el fantasma: hace siempre lo mismo,
camina de acá para acá, pide algo, a lo mejor está enterrado ahí abajo, nadie lo sabe, pide que lo levanten
y que lo entierren, uno espera que lo levantan y lo entierran y se va a ir, pero probablemente no. Los que
vieron suficientes películas de terror saben que vuelve, vuelve y vuelve porque es un trauma. El fantasma
es un trauma. El trauma se puede calmar, puede pasar por épocas, se puede trabajar pero no se va
a ir, es una cicatriz.
A vos puede no darte miedo el fantasma, pero la idea de que haya algo que te dañe de una forma tan
permanente, que vos no puedas desprenderte de él o que haya algo tan dañado que vuelva y vuelva y vuelva
a atormentarte de alguna manera eso sí te da miedo. No todo el mundo le tiene miedo a los fantasmas, pero
sí a eso. Entonces, si vos logras que el fantasma represente eso de alguna manera no te va a estar dando
exactamente miedo el fantasma, sino todo lo que implica. Yo creo que ya todos los escritores de terror
modernos trabajan el terror desde ahí, no desde el monstruo que asusta ¡bu! y se acabó.

–¿Cuáles son tus fantasmas, esos temas que aparecen y aparecen?


–La dictadura aparece mucho porque como es un trauma infantil largo es muy difícil de... Yo creo que la
inestabilidad económica, en serio, como fantasma, pero como un fantasma que representa eso: la falta de
futuro, la autodestrucción… O sea, yo trato de pensarlo complejamente, ¿qué te lleva a vos vivir una vida
entera en un lugar que tiene una permanente crisis económica y que no te deja pensar en el futuro, a que
vos mismo, no te pienses como una persona que tiene futuro? ¿Para qué? ¿Para qué? Entonces te
reventás... A mí me gusta trabajar la consecuencia de eso.
Esos son todos temas recurrentes y casi todos tienen que ver con la realidad pero a mí no me gusta
trabajarlos desde el realismo porque me parece que ya está bien trabajado, que ya está hecho y no es mi
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lenguaje, no es mi manera de contar. No, me aburro. Entonces si ya me aburro haciéndolo así es porque ya
está.

–La pregunta obligada es por tus referencias literarias. ¿Qué libros que leíste en el último tiempo te
gustaron y cuáles son esos otros que funcionan como faros?
–Son demasiados. Un top five... William Faulkner, Toni Morrison, (Arthur) Rimbaud, me gusta mucho la
poesía. (Jorge Luis) Borges a veces. A Borges lo aprendí a ser recontra fan a partir de los escritores nuevos,
especialmente Neil Gaiman, porque leer Borges en la secundaria es una pesadilla absoluta. Y
bueno, Stephen King, ahí está el top five.
Lo que pasó fue que yo leí Sandman, el cómic, y ahí vi que había un personaje que era ciego y vivía en un
laberinto, que se llamaba Destino y era claramente Borges, además de un montón de otras ideas borgianas
que aparecen en el cómic, que yo dije "¡Ah! Puede no ser un bronce y una pesadilla esto". Y ahí lo empecé
a leer como el escritor más lúdico que es y yo lo vuelvo a leer a veces y no entiendo muy bien cómo es el
rollo Borges porque es un juguetón, es todo una pavada. El aleph y lo miramos y se puede ver todo, es
todo chistoso.
(…) Y nuevos, leo muchos contemporáneos, puedo decir los que me gustan. A mí me gusta mucho Diego
Muzzio, de los nuevos, Luciano Lamberti, María Gainza, Maximiliano Barrientos, boliviano, Laura
Fernández, que es española. Un montón.
Pero son escritores que me influyen a mí también porque a mí me gusta leer a mis contemporáneos, la
verdad. No entiendo mucho a la gente que no lee lo que están escribiendo los demás porque es
interesante ver con quién tenés cosas en común y cómo te pisás con cosas. Está bueno. Y es un buen
momento para literatura en español.

–¿Y con el libro te pasa que tenés que engancharte en las primeras 20 páginas, diez?
–Al libro lo leo más porque estoy más acostumbrada a leer libros sobre todo por una cuestión de leer para
premios, entonces se que un libro puede empezar horrible y levantar y me cuesta dejarlo, soy un poco
toc en ese sentido y eso es un problema, creo que tengo que empezar a decir, bueno se acabó.

–¿Y ahora qué estás leyendo por placer, no por trabajo?


–Estoy leyendo tres cosas, por placer las tres: Susana Clark, un libro llamado Piranesi, fantástico; la
biografía de Openheimer, que la estoy releyendo en realidad a propósito de la película. Aparte estoy
obsesionada con el Proyecto Manhattan y me viene bien. A la gente no le hablo de otra cosa. La biografía
de una cantante country que me gusta que se llama Lucinda Williams. (…)

–Y de todo lo que escribiste, ¿qué fue lo que más placer te generó?


–Este es el mar. La pasé súper bien porque además lo escribí en medio de los cuentos. El cuento es
muy exigente técnicamente, tiene que ser de una manera, lleva mucho tiempo. Y todos los cuentos
transcurrían en la Argentina, eran como medio... y dije tengo ganas de escribir de rock, de Los Ángeles, de
hadas, de sirenas, un delirio. Y la pasé súper bien. Es más, no lo iba a publicar, por eso no está en
Anagrama, por ejemplo. Es un libro como de otra especie.

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