+acha, O. - Poder Popular y Socialismo Desde Abajo

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Poder popular y socialismo desde abajo, por Omar Acha

(extraído de “Reflexiones sobre Poder Popular”. Colección Realismo y Utopía. Editorial El


Colectivo, 2007).

Introducción
La noción de poder popular es teórica y políticamente interesante porque la exigencia de
pensarla surge tras una historia concreta: la de las limitaciones del socialismo obrerista y del
populismo peronista.
Nuestro primer punto de partida es la crisis de la convicción de que una se-la condición
asalariada de la clase obrera-situación social transfigura necesariamente en una política obrera. Se
equivocan quienes cuestionan a la forma partidaria leninista por considerarla la culpable de la
derrota del socialismo; en realidad el partido leninista era la expresión rusa del verdadero problema,
a saber: la creencia de que la evolución de la conciencia de clase proletaria se hacía una sola cosa
con la historia. En otras palabras, el inconveniente consistía en creer que la política se derivaba “con
o sin mediaciones”; de una posición en la sociedad. Georg Lukács escribió un libro estupendo y
quimérico intentando fundamentar la idea.
El segundo punto de partida es el agotamiento de la construcción populista de la voluntad
popular. El populismo fue una forma democrática de integración social de las clases populares y de
refiguración de la relación entre economía y Estado después de la crisis capitalista de 1929. Para
lograrlo los líderes populistas apelaron al nacionalismo y a cierto igualitarismo, que para algunas
vertientes de izquierda constituían como “segunda independencia”; el inicio de un camino que, más
adelante y superando al propio populismo, realizaría sus promesas plebeyas para transformarse en
socialismo. Las condiciones históricas de esa política ya no existen. Baste pensar en qué fue de la
promesa de “construir una burguesía nacional” que hizo el presidente Kirchner apenas asumió su
mandato.
Hoy sabemos que ninguna praxis revolucionaria realista puede ser articulada sin una puesta en
práctica de alguna forma de poder popular. Éste es un término dialéctico, es decir, transita
conflictivamente entre la diversidad de los arraigos sociales (se es maestra de escuela, vendedor en
los colectivos, desocupado, ama de casa, poeta, cartonero, obrero industrial) y la unidad ambigua de
una designación que se dirige hacia lo cultural y lo político colectivo. Lo que esa indicación sumaria
no dice es si esos arraigos “producen” lo colectivo. Tampoco establece si al tornarse política la
conflictividad social se transforma en algo absolutamente diferente.
El poder popular no se presenta desnudo; nunca está allí. Eso es lo que lo distingue de la noción
de soberanía popular, que es la voluntad latente de una mayoría de la población que se impone
como poder constituyente. En cambio, el poder popular no es la expresión ideal de una mayoría. Es
más exactamente la manifestación efectiva, real, de una voluntad colectiva. Por el contrario, la
soberanía popular se funda en la opción de una serie de individuos; es una de las formas del
contrato.
El gran problema del poder popular es cómo se constituye y qué sentido y qué efectos tiene
sobre la diversidad social, qué formas de vida democrática propugna. Un análisis superficial diría que
el poder popular es lo que “el pueblo” produce políticamente.
El “pueblo”, sin embargo, no puede ser reducido a una mera condición dada (un lugar social
aparentemente con capacidad de agrupar: por ejemplo, “los pobres” o “los oprimidos”). Por eso la
visión ingenua del pueblo, que lo da por supuesto, es peligrosa. Oculta un proceso que no está en la
superficie.
En este texto quiero distinguir entre una perspectiva populista del poder popular y una
perspectiva socialista. La primera adopta como incuestionable que el pueblo es una entidad
discernible, materializada en su identificación política (varguismo, peronismo, nasserismo, etc.). La
segunda cruza la soberanía efectiva del pueblo con la diversidad de sus anclajes sociales. Sin
embargo, y ése es el nudo teórico que es preciso deshacer con cuidado, una dicotomía
tranquilizadora es inviable. No es posible decir que hay un concepto de poder popular deseable y
otro indeseable, como si nuestras simples afirmaciones constituyeran una elaboración adecuada. No
existe un abismo entre la apología populista que esencializa el pueblo para imponer una hegemonía
y la crítica revolucionaria no populista que parte de una “ciencia” de la sociedad. La mala noticia es
que las nociones de pueblo y poder popular conservan, incluso en su opción socialista, un lazo con el
populismo. Estamos, desde el vamos, en un terreno contaminado. Es así que separar radicalmente
poder popular y populismo es la forma menos útil de enfrentar la cuestión. El escaso valor de la
discusión que aquí se emprende se medirá por el éxito o el fracaso en la propuesta de una noción de
poder popular que evada al mismo tiempo el reduccionismo social del marxismo clásico y el
reduccionismo politicista de la teoría populista.

El todo y las partes


Un filósofo marxista, Jacques Rancière, lo explica de la siguiente manera: el pueblo es una parte
que es, o pretende ser, el todo. Esa ambigüedad está efectivamente presente en la noción de
pueblo, que implica una situación de opresión (por parte de “la oligarquía”, “los ricos”, o “los
poderosos”); pero esa parte oprimida es el todo legítimo de una comunidad. Pero a Rancière lo
traiciona su ánimo “filosófico”, porque lo decisivo no es esa ambigüedad conceptual, sino la manera
de construirse como pueblo. Para que ese deseo hegemónico sea formulable de una manera creíble
y exista en la práctica real es preciso que esté articulada políticamente.
El paso de la parte al todo, que es el salto mortal de lo social a lo político, se produce
retroactivamente. Por eso Rancière nos hace una trampa: no es que “una parte” se torne el “todo”;
en realidad hay partes, en plural. Esa “parte” que el filósofo político sugiere es ya una especie de
todo (“los explotados”, “los esclavos”). Es decir, que recién una vez que se plantean ser el todo es
que las partes se saben como partes antes separadas. Por ende, vemos que la transición debe
realizarse como una formulación retroactiva y no como una sumatoria o inducción. La conformación
de un pueblo es inseparable de una historia. No importa que esa historia sea lejana o reciente; lo
fundamental es que exista un hecho fundador. Así, por ejemplo, pueden ser momentos
fundacionales las Invasiones Inglesas de 1806-1807, cuando el pueblo armado de Buenos Aires
expulsó a los conquistadores, el 17 de octubre de 1945 en que el pueblo obrero liberó a Juan Perón
de su prisión, o el 19-20 de diciembre de 2001 cuando un pueblo en potencia manifestó su “ya
basta” al sistema político y social que pretendía sobrevivir a su naufragio.
El poder popular supone que el pueblo es agente de su propia experiencia, o más exactamente,
que se reúne alrededor de un acuerdo que identifica una comunidad deseable y un orden indeseable
(el “que se vayan todos” mostró esa dialéctica entre un nosotros y un ellos). Esa reunión implica una
alianza entre lo diverso; no existe una construcción popular sin alguna práctica de alianza, porque se
parte de una heterogeneidad y se construye una comunidad imaginada. Pero también evoca los
problemas de la deriva populista que se resiste a cortar amarras con las clases dominantes (¿acaso
no todos somos pueblo?) para construir una pacífica comunidad nacional que deposita su
antagonismo en el exterior (el imperialismo, el comunismo, los inmigrantes), o bien que se
transforma en unidad mítica destructiva, como cuando el nazismo hizo un “pueblo” en Alemania.
Ése es justamente el problema: ¿cómo pensar un poder popular que dirima de otro modo las
escisiones de la sociedad? El problema es arduo porque hoy -en Argentina- no hay pueblo. Hay
partes, existe lo social, tenemos culturas plebeyas, pero no pueblo. El nervio del pueblo en Argentina
lo constituyó durante cuatro décadas el peronismo, y esa vía se extinguió. Su dificultad es propia del
populismo, cuya capacidad de movilización nacional tiene como supuesto imaginario la anulación de
las contradicciones sociales. Perón llamaba a eso “la comunidad organizada”. Las hondas tensiones
que de todos modos despertó no han demostrado poder cuestionar el objetivo integrador del
democratismo populista. Su función histórica progresiva consistió en instalar a las clases subalternas
como un actor relevante de la política nacional, lo que le acarreó el odio clasista y racista de la
oligarquía.
El socialismo, insisto, pretendió resolver el desafío de la democracia de masas al designar a la
clase productora en las fábricas como el sujeto esencial que iba a destruir el capitalismo y a construir
otro orden social sin clases. Pero hacia el año 1900 estaba claro que entre la experiencia de la
explotación fabril y la política revolucionaria había una brecha antes que una derivación inexorable.
Algunos intentaron cubrir esa carencia del socialismo. El alemán Karl Kautsky a través de un partido
encaramado en el Estado y el ruso Vladimir Lenin a través de un partido convertido en cabeza
pensante del proletariado. Sus consecuencias históricas, el reformismo parlamentarista y el
estalinismo, nos muestran que no lograron una democracia participativa de las masas (para decirlo
con benevolencia). Tras esos fracasos, la izquierda posmoderna intentó desplazar del todo el terreno
y ancló el conflicto en lo político. De lo social se pasó a la “autonomía de lo político”. El teórico más
conocido en Argentina es Ernesto Laclau, que huye del problema de la articulación entre lo social y lo
político al refugiarse en el discurso como terreno absoluto de construcción de las identidades
colectivas. La dificultad con esa evasión es que pretende negar el problema. En lugar de proponer
una manera nueva de pensar la dialéctica entre lo social y lo político, niega la relevancia propia de lo
social y deposita todo en lo político-discursivo. Naturalmente, eso deja totalmente irresuelto el
dilema del socialismo, y Laclau es coherente al abandonar la perspectiva de una sociedad nueva.

Pueblo e historia
El contenido mínimo de la noción de poder popular remite a una potencia-del-pueblo, es decir, a
la capacidad de un pueblo para operar sobre algo. Ese algo es relativamente indeterminado, porque
es una instancia cuya condición de objeto puede ser el propio cuerpo del pueblo (el poder popular
como práctica de autovaloración o autotransformación), una vez que ha superado el ser partes
yuxtapuestas.
Este hacerse es lo decisivo, porque sin eso el pueblo (que no es una cosa) se desmigaja. El
contenido de poder popular sólo es comprensible en las condiciones históricas en que se produce,
en el contexto de las relaciones de fuerza en que interviene, en el horizonte de las perspectivas
políticas que se plantea. En términos más formales: da cuenta de una historia (como pasado
asumido o sufrido), un presente (una situación política, económica y cultural) y un futuro
(observable en una expectativa estratégica).
Así las cosas, debemos ir en busca de las formas concretas de construcción de un pueblo; en
otros términos: debemos observar de qué manera emerge en una situación histórica. A partir de una
identificación real se abrirá el espacio para seguir su drama. No ha existido una única versión de
pueblo.
Todo pueblo es producto y transformación de una historia. Es el producto de las tendencias del
pasado y es la coagulación de una nueva identificación que resignifica ese pasado, reescribiendo la
historia. La constitución del pueblo se liga con cambios sociales de larga duración y con eventos de
subjetivación inéditos. Para acceder a esa dinámica puesto que todo pueblo-creativa es inevitable
recurrir a la historia y a las prácticas actuales-sólo surge encuadrado en una vida histórica de
existencia social. Es esencial su evolución demográfica, la persistencia y declinación de sus
mitologías, las perspectivas de la movilidad social, etc.
No obstante, la experiencia no se agota en la historia. Por el contrario, la historia sólo actúa
eficazmente a través de sus representaciones actuales, que son reescrituras del pasado. La memoria
alude al pasado, pero es siempre de hoy. Las identificaciones de un pueblo, esto es, las imágenes y
símbolos en que fundamenta su unidad, dependen del modo en que sea contada la historia de su
pasado.
Así por ejemplo: si se impone una historia popular de larga duración ligada a las luchas
anticoloniales o antiimperialistas, tendremos una identificación diferente que la iniciada en 1945; y
de ésta se distingue también si la comenzamos en el Cordobazo de 1969 o en la rebelión de 2001.
Cada una de estas historias propone un tipo de alianza popular y de objetivos diferentes. En el
primer caso, el pueblo es el propio del nacionalismo, el segundo, del peronismo, el tercero, de una
izquierda mezclada de marxismo y peronismo, y el último, del rechazo a los regímenes político-
económicos de las últimas décadas. Para definir las formas actuales del poder popular, en
consecuencia, debemos elaborar un relato histórico que pueda ser compartido por las mayorías
oprimidas. ¿De qué historia se tratará? Aún no lo sabemos. Sí es claro que mientras no elaboremos
esa historia nuestras reflexiones sobre el poder popular concreto (justamente porque es una
construcción retroactiva, porque es la coagulación producida por un relato) permanecerán en la
bruma de la indefinición.

El vínculo entre poder popular y democracia


Hablamos de poder popular como la concreción de la soberanía popular, un principio de la
política que se convierte en base de las formas del poder de manera revolucionaria en la época
moderna. Ésta no es una afirmación especulativa: las revoluciones que hacen de bisagra entre la
Edad Moderna y la Edad Contemporánea (la inglesa de 1640, la norteamericana de 1776, la francesa
de 1789, y las hispanoamericanas de principios del siglo XIX) no son otra cosa que la eclosión en la
historia de la crisis de los poderes monárquicos. Frente a la soberanía del rey emerge la soberanía
del pueblo. Por eso también se impone el ideal democrático, que busca un nuevo origen de la
legitimidad política. Su sustento no se encuentra ya en la divinidad y sus intermediarios -el Papa o
los monarcas- sino en “el pueblo”.
Sin embargo, esa aparición del principio de la soberanía popular se dio con violentas
contradicciones, y raramente se convirtió en gobierno de las masas. De hecho, la historia argentina
nos muestra que al menos hasta la reforma electoral de 1912 (la Ley Sáenz Peña que instituyó el
voto secreto y obligatorio para los varones adultos) aquella soberanía era manipulada por las elites
de las clases dominantes. En ese momento ingresamos en la época de la democracia de masas que,
como sabemos, convivió con numerosos golpes militares. Los problemas económicos y culturales
tuvieron un rol en esta historia, pero lo fundamental pasó por la imposibilidad de la sociedad
argentina para aceptar un ejercicio pleno de la soberanía popular. Incluso en los movimientos
políticos de índole indiscutiblemente popular como el radicalismo yrigoyenista y el primer
peronismo las formas reales del poder estuvieron mediadas por las elites.
En el caso del peronismo, por ejemplo, desde el principio hubo un conflicto entre las bases
populares y obreras que representó el laborismo organizado por los sindicatos luego del 17 de
octubre de 1945, y las elites del radicalismo “renovador” que Juan Domingo Perón convocó para
dotar a su movimiento de políticos profesionales. En mayo de 1946 el líder ordenó la disolución de
los partidos de la coalición que lo llevó al poder en las elecciones de febrero y creó el Partido Único
de la Revolución Nacional. La regimentación del partido siguió exigiendo muchos esfuerzos, pero
hacia 1952 el proceso de verticalización estaba consumado. Lo mismo pasó con la burocratización de
la Confederación General del Trabajo (CGT). El peronismo no perdía con esto su carácter popular,
pero sí resignaba la posibilidad de que la soberanía popular que detentaba tuviera la capacidad de
alimentarse de la vida social concreta de las clases subalternas. Eso sería pagado caro por las propias
masas populares a mediados de 1955, porque si Perón no estaba dispuesto a convocar al pueblo a
una resistencia armada contra el golpe militar que lo amenazaba, el pueblo había aprendido a
depositar en el conductor la soberanía y por lo tanto quedaba inerme ante la reacción oligárquica. A
veces se exageran los conatos de resistencia surgidos en junio de 1955, pero el hecho es que se trató
de acciones minoritarias y aisladas. La dramática caída de Perón muestra los límites de un tipo
concreto de creación de poder popular.
Por eso, cuando se discute el poder popular es necesario considerar sus formas concretas.
¿Cuáles son sus sentidos? ¿Agota su productividad política en la identificación con un líder
carismático? ¿Cómo se organiza? ¿Cuáles son sus canales de información y deliberación? ¿Hay una
delegación decisiva del poder? Con este tipo de preguntas podemos ir más allá de la cuestión del
carácter democrático del poder popular.
Democracia y poder popular son términos emparentados. Sin embargo, el uso equívoco que se
hace de la democracia como mera forma de elección de gobernantes a través del pluralismo de
partidos exige que precisemos los conceptos. La democracia liberal implica la igualdad formal de una
ciudadanía que mantiene plenos derechos respecto a la capacidad de elegir. Cada ciudadana/o tiene
un voto, que vale tanto como cualquier otro voto. Para que esa decisión sea soberana es necesario
que exista una diversidad de opciones para elegir y que no existan coerciones. Pero también se elige
plebiscitariamente, como quiere el fascismo, que es una de las formas paradójicas de la democracia
(en efecto, el pueblo italiano acompañó y se entusiasmó con Benito Mussolini; ¿acaso no es esa
inclinación mussoliniana la que lo hace democrático?).
El liberalismo critica acerbamente la noción inmoderada de soberanía popular porque, señala,
conduce a la tiranía. En efecto, si la soberanía popular se hace una sola cosa a través de la voluntad
popular, excluye a la divergencia. La mayoría tiraniza a la minoría. Quienes proponen operar con el
concepto orientador de multitud siguen este argumento: el pueblo es unitario, la multitud es
múltiple, proliferante, realmente democrática. Mi opinión es que ese atajo es despolitizante además
de arbitrario.
Si hay una virtud en la noción política de poder popular es que reconoce el antagonismo en su
interior. Si el pueblo puede ser fascista o perviven en su seno rasgos indeseables (¿cómo negar que
en el pueblo hay racismo, sexismo, homofobia, macartismo, xenofobia?), eso acontece no porque el
pueblo sea unitario (¿acaso no hay también en él solidaridad, cooperación, rebeldía?), sino porque
su realidad expresa las formas políticas, sociales, económicas y culturales en las que se constituye.
El poder popular se manifiesta indefinido sin una vertebración política. La cuestión es, entonces,
¿qué política? Sin responder a esa pregunta la discusión sobre el poder popular es vaga e
inoperante. Es improductivo mentar la horizontalidad, la democracia, la autonomía, y todos esos
temas que afortunadamente están de moda en la militancia de izquierda, sin incluir un debate
efectivo sobre el horizonte político concreto del poder de que se habla. Quiero subrayar que la
definición del criterio político que permite discernir mejor el contenido deseable del poder popular
sólo es posible a través de una idea de sociedad alternativa imaginable desde las situaciones
actuales. En otras palabras, que sin un planteo creíble de nueva sociedad construible a partir de las
realidades contemporáneas nos mantendremos en un plano puramente teórico. El tipo de poder
popular deseable debe estar en acto y al mismo tiempo debe estar reprimido. Esa condición doble es
lo que mantiene viva a la crítica de la ideología.
En estos tiempos de desencanto hay una convicción extendida sobre las virtudes de la
inmanencia: no se debe imponer nada del exterior a los movimientos populares, a la democracia
basista; los sujetos crearán sus propias definiciones a través del ejercicio de sus potencias
emancipatorias. Hay en esa creencia mucho de idealismo universitario, autocentrado en definiciones
dogmáticas. No existe algo así como la expresión auténtica, sin mediaciones, de un sujeto soberano.
Ese es un sueño filosófico. La política aparece una vez que sufrimos la desilusión de ese ensueño.
Es comprensible que ante esta indicación emerja la acusación de aparatismo o vanguardismo. Si
el poder popular no es intrínseco del pueblo mismo, ¿de dónde sale? ¿Del partido lúcido y superior
al “retraso de las masas”? ¿Otra vez el argumento de las vanguardias esclarecidas? En efecto, la
noción de partido político en la izquierda pretendió superar las dificultades de la indeterminación
orientativa del “pueblo”, propia del populismo teórico. El corazón del leninismo político no es otro
que ése; los otros rasgos, como el centralismo democrático en el partido político, son secundarios.
Si después de las experiencias del siglo XX esa solución puede considerarse inviable, persiste la
cuestión de qué relación se mantiene viva entre la búsqueda de una construcción popular de poder y
la perspectiva de una política de las clases subalternas que encarnó el socialismo. En otras palabras,
estoy aseverando que la discusión política que completa la elucidación de qué es el poder popular se
dirime en el debate del socialismo, o más bien, del socialismo que debemos inventar después de su
fracaso.

Problemas del socialismo


Sólo una variante del socialismo parece compatible con el concepto de poder popular: el
socialismo desde abajo. En la tradición socialista, desde sus inicios, existió una tensión entre una
idea verticalista y piramidal del socialismo y una imagen igualitaria y popular. La primera establecía
una diferencia entre la masa inerte, atrasada ideológicamente o reaccionaria, y un vértice
esclarecido, políticamente activo y progresivo. Puesto que la dirigencia socialista debía imponer un
proyecto transformador a una población indiferente o conservadora, se hacía necesaria una dosis de
violencia, manipulación o ilustración que tornara posibles los cambios que, al menos en teoría,
beneficiarían al conjunto de la sociedad. Esta manera de entender el socialismo está inserta en la
tradición socialista; por eso el estalinismo no fue ninguna pesadilla externa a la política
revolucionaria marxista, sino una de sus vertientes.
La segunda línea del socialismo depositaba en la clase obrera y el pueblo la fuente del poder
social. Consideraba que si la revolución no se construía desde la base el destino no era otro que una
nueva opresión. A una dominación sucedería otra, quizá revestida de un discurso socialista, pero en
realidad igualmente opresora. En cambio, una vía socialista de índole democrática necesitaba la
autoorganización desde abajo, plebeya, que neutralizara la burocratización, garantizara los
procedimientos democráticos, y mantuviera la vocación participativa del pueblo trabajador.
Como lo explicó Hal Draper, ambas líneas estuvieron en permanente lucha durante los dos siglos
de vida del socialismo. De allí que una historia que reduzca esa tensión a un mero socialismo
burocrático deja de lado que sus luces y sus sombras fueron parte de la experiencia de las
poblaciones en las que tuvo lugar. Salvo en los casos en que el socialismo real se impuso
militarmente (como en los países del este europeo después de 1945), el triunfo del socialismo desde
arriba se hizo posible por la derrota de formas alternativas de sociedad que efectivamente fueron
propuestas y arriesgadas. El caso ejemplar es el de la Unión Soviética, cuya revolución nació de los
consejos (o soviets) pero derivó en una dictadura de minorías. El tránsito no fue lógico. Hicieron falta
muchas muertes para imponer el estalinismo.
Me parece que la definición desde la izquierda de poder popular puede alimentarse de la
tradición del socialismo desde abajo, y así exceder el ensalmo frívolo de los meros deseos sin
encarnación social. De esa manera las aspiraciones imaginarias se tornarían más concretas por la
aceptación de que el pueblo no es todo, que hay un resto incompatible con los de abajo. Así, una vez
que se va más allá de la idea de que en Argentina somos todos hermanos (con Mauricio Macri y su
burguesía parásita, Cecilia Pando y sus militares genocidas, y Daniel Hadad y sus oligopolios
mediáticos, por ejemplo) nace la política popular.
En primer lugar porque el criterio de una política popular desde abajo introduce un corte en lo
social que la noción de pueblo deja en la bruma. ¿Qué sectores constituyen el entramado social de
un poder popular efectivo? El socialismo plantea una distinción entre las clases propietarias y las
clases explotadas, a partir de un análisis de las relaciones sociales. Su condena fue intentar derivar
de allí, sin mediaciones, una política revolucionaria.
Hoy es claro que una ecuación entre clase propietaria de los medios de producción (la burguesía)
y el enemigo de los de abajo es insuficiente porque deben incluirse además los sectores oligopólicos
de la comunicación mediática y de las formas sistemáticas de la guerra (en los Estados nacionales,
alianzas regionales o facciones terroristas transnacionales) como parte de unas clases dominantes. El
estudio de las relaciones de producción y dominación es crucial para cualquier perspectiva de alianza
popular porque no es obvio qué sectores deben ingresar a la misma. Si bien la noción de pueblo
contiene el peligro del sueño imposible de una unidad populista con la “burguesía nacional”, no es
para nada evidente que una estrategia de largo plazo excluya una alianza de las clases y grupos
subalternos con fracciones propietarias o con un Estado productor bajo control de sus trabajadores.
La reflexión sobre un poder popular construido desde abajo exige la definición de qué alianzas
sociales son imprescindibles para otorgarle una dirección concreta. Hay una articulación interna
entre poder popular, pueblo y lucha social. Se dirá que esa lucha podría ser denominada “lucha de
clases”. El concepto de lucha de clases es fundamental, pero sin duda no agota muchas formas de
confrontación que constituyen alianzas populares. Por ejemplo, una campaña contra la penalización
del aborto puede ser una instancia de confluencia popular, que se relaciona con el hecho de que
quienes mueren abortando son en general mujeres de las clases subalternas, pero es mucho más
que eso. Se vincula con nociones de cuerpo, sexualidad y elección vital, que superan el análisis de
clase aunque sin él serían parcialmente comprendidas.
Ante los discursos que durante dos décadas predicaron el ocaso de la clase obrera como actor
social decisivo se erige aún la inocultable relevancia del proletariado. Es imposible imaginar el
cambio social en la Argentina contemporánea sin una politización obrera. Pero no es esa relevancia
la que mantiene viva la política del socialismo. En realidad la función del socialismo consiste en hacer
posible esa politización, una vez que ha desechado el privilegio ontológico-político asignado a la
clase obrera.

Poder popular, Estado y sociedad política


Las nociones de poder y Estado son indisociables en la época contemporánea. Por lo tanto,
ninguna discusión sobre el poder (en este caso, el popular) podría dejar sin discusión su vínculo con
el Estado. Dado que la construcción del poder está condicionada a sus formas (desde arriba, desde
abajo, diagonal) y a sus anclajes sociales (obrero, popular, oligárquico, burgués, militar, mediático),
su calificación es siempre polémica. Lo imposible es actuar políticamente al margen de alguna
configuración de poder. La cuestión, entonces, no es si el poder es bueno o malo, sino cómo se
construye, cuáles son sus características, a qué objetivos obedece.
Algo similar se puede decir del Estado, que se ha consolidado a lo largo de los siglos, a punto tal
que hay teorías “weberianas” que entienden la historia como un proceso de concentración de poder
en el Estado. Es claro que el Estado se inclina a monopolizar el poder y esa acumulación se hace a
costa de ciertos sectores sociales. Por ejemplo en Argentina, cuando después de 1880 el Estado se
apropió del registro de nacimientos y defunciones lo hizo desplazando a la Iglesia católica; o cuando
determinó la concesión de autorizaciones del ejercicio de la medicina, puso fuera de la ley a
curanderos y manosantas, en general de las clases populares. Por el contrario, el Estado puede
contribuir a prácticas de resistencia de abajo siempre que ocurran dentro del marco del orden
establecido. Es el caso, por ejemplo, de la legislación que protege a las comisiones internas en los
lugares de trabajo. Se trata de una forma de integración del conflicto capital-trabajo, pero que
reconoce y potencia la unificación de la voluntad obrera. En síntesis, el Estado no es una institución
intrínsecamente antagónica con el poder popular. Es, sí, un peligro permanente porque su tendencia
a fortalecerse implica un debilitamiento de la sociedad civil y política.
La reflexión sobre política popular es incompleta sin una consideración de la relación con el
Estado. No se trata de naturalizar su existencia, pero tampoco hacer caso omiso de su presencia,
como si una voluntad anarquista hiciera desaparecer su relevancia social.
Es en este momento que emerge con toda su fuerza la apelación al horizonte socialista
propuesto, porque la lógica estatal con la que puede articularse el poder popular es lo que nos
permite ver que también en él se reproduce la misma tensión entre las dos direcciones vistas en el
socialismo. Hay un poder popular desde arriba, cuya historia conocida es la del populismo, sea que
se identificara con el Estado o con un líder carismático. Es sabido que ese sentido tenía sus
complejidades, que exagerándolas dieron pie a las esperanzas de una subversión interna de la
alianza populista que la tornara popular, radicalizándola en una vía revolucionaria. En esa esperanza
latía la otra tendencia del poder popular, que es la construcción desde abajo.
Si me parece necesario no facilitar la cuestión escindiendo populismo y poder popular es porque
la experiencia histórica muestra que los regímenes de aquella índole, al invocar al pueblo, habilitan a
veces sin quererlo la autoorganización en las bases de lo social. Hace un tiempo hice un breve
trabajo sobre qué sucedió con esa zona de la realidad en la década del primer peronismo. En
contraste con las representaciones historiográficas que plantean una realidad social peronista
totalizada en Perón y el Estado peronista, descubrí un mundo de asociacionismo, territorializado o
nacional, múltiple y proliferante. Sin dudas, esa red de instituciones de diverso tipo no estaban
tensionadas hacia una subversión de la realidad. Por el contrario, tendían a mejorarla. Pero lo
importante es que existía, que la enunciación popular era compatible con el populismo. Para
entenderlo me pareció necesario exceder a la distinción liberal (y marxista clásica) entre sociedad
civil y Estado. Debí añadir la noción gramsciana de sociedad política que reelaboraron algunos
teóricos de la India, que identifica una productividad entre civil y política en el seno de las
localidades y sociabilidades aparentemente apolíticas, como parte de una dinámica de coagulación
de nuevas formas de poder. Ahí existía un poder que el peronismo institucionalizado no pudo utilizar
y que terminó osificándose. Pero luego de 1955 constituyeron uno de los corazones de la resistencia
peronista que, como se sabe, tuvo en las sociedades de fomento, clubes de fútbol barriales y una
miríada de institucionales locales asientos tan relevantes como los grupos sindicales en proceso de
reorganización. Creo que la investigación de qué bases en la sociedad política tuvo la época 1969-
1976 nos tiene reservadas grandes sorpresas para nuestra idea de la historia popular argentina.
Como sea, el populismo es articulable con el poder popular. Pero es también, desde luego, un
peligro de manipulación de eso que no puede controlar absolutamente.
La cuestión reside en qué polo va a prevalecer en la construcción de una fórmula política plebeya:
si la aspiración a buscar una garantía superior que reemplace la propia obra de las clases
subalternas, o si lo hará una diversidad participativa que mantenga la soberanía desde abajo.
Este criterio es útil para analizar las realidades políticas sudamericanas de hoy. Es cierto que se
puede considerar los objetivos manifiestos de los gobiernos “progresistas” del Cono Sur, ante lo que
es posible plantear diversas posiciones. Pero es interesante observar que el contenido de sus
políticas es indisociable de la forma de las mismas.
En Argentina y Brasil los programas “progresistas” de Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula Da Silva
están plenamente concebidos en una lógica que baja desde el Estado. En el caso argentino, su
“progresismo” tan vilipendiado por la derecha tiene como condición de posibilidad la
desmovilización de la sociedad. En Brasil la situación se hace más complicada por la existencia de un
movimiento campesino con potencialidad de una política independiente. El gobierno del Partido de
los Trabajadores (PT) carece de interés por la construcción de un poder popular, que afectaría
negativamente a la “gobernabilidad” y provocaría la fuga de capitales.
En Bolivia y Venezuela la situación es muy distinta. El gobierno de Evo Morales, porque proviene
de una prolongada lucha popular que condiciona las acciones del gobierno, sabe que en la
movilización de las mayorías populares reside su último reaseguro contra el embate furioso de la
derecha y los grandes capitales. El gobierno de Hugo Chávez tiene un perfil muy diferente. Acosado
por la oposición, conserva la herencia política de haber sido liberado por una amplia movilización
popular y el respiro económico que le otorgan las reservas petroleras. La revolución bolivariana se
decide por la manera en que pueda articular la voluntad concentrada en Chávez y el Estado con la
movilización del pueblo, con instituciones surgidas desde el llano social, que constituyen la última
carta que puede detener la conspiración opositora. ¿Cuál es la lógica de vinculación entre Chávez, el
Estado y el poder popular y la sociedad política? Esa pregunta concentra buena parte de los dilemas
de la relación inevitable entre poder popular y Estado.

Conclusiones
La elaboración de una noción políticamente útil de poder popular debe ser distinguida de la
teoría populista. Ésta no puede ir más allá de una definición teórica del populismo en general. Ése es
el límite de la obra de Ernesto Laclau, que nos presenta desde el terreno propiamente discursivo una
hábil crítica del imaginario marxista de la construcción de las identidades colectivas. El esquema del
populismo así articulado se desliga de los anclajes sociales de los diversos sujetos que ingresan al
sistema de las “equivalencias”, derivando en una alianza populista, o en otras palabras, en “el
pueblo”. Por eso el enfoque estructural de Laclau no nos provee de referencias políticas adecuadas
para pensar una construcción de poder popular desde abajo, ni para discriminar un populismo de
derecha de otro de izquierda. En definitiva, no nos sirve más que para prevenirnos de los
esencialismos que quieren hacer de un núcleo social (por ejemplo, la clase obrera industrial) la
fuerza estratégica privilegiada de la práctica revolucionaria. Ese servicio es importante, pero hay que
decir que elude el esfuerzo teórico crucial, que consiste en construir una diagonal entre la teoría
socialista y la práctica concreta de formación de una alianza popular.
En otras palabras, el desafío verdadero consiste en saber si podemos pensar una teoría del poder
popular desde abajo que se alimente de las formas actuales, reales, de la vida de las clases
subalternas. No para pues es ya evidente que de lo social no-deducir de esa vida al pueblo sino para
establecer para un-se transita directamente a lo político período histórico y un contexto económico-
político determinado (América Latina a principios del siglo XXI) un entendimiento de las condiciones
y posibilidades de una alianza popular desde abajo.
En Argentina, la discusión de la izquierda sobre el poder popular tiene un capítulo inevitable. Es
totalmente superficial mentar lo popular sin hacer un balance de la experiencia peronista. Aquí sólo
podré ofrecer una indicación sumaria al respecto, pero sin ella mi argumentación sería incompleta
(ya señalé que la crítica de las experiencias del socialismo es igualmente imprescindible).
¿Estamos hoy, en los diversos planos de la experiencia política y social, en el mismo entramado
real que el prevaleciente en el siglo XX? En otros términos: ¿la historia de lo popular seguida a través
del drama del “pueblo peronista” perdura como matriz de inteligibilidad del pueblo? De ninguna
manera: el peronismo ya no es el norte cultural de una (posible) alianza popular en Argentina. Las
proyecciones históricas de nuestro pasado, por lo tanto, necesitan ser elaboradas y superadas en
nuevas fórmulas, en otros recipientes. No tanto para negar el pasado sino para abrir el espacio
simbólico de nuevas y operativas identificaciones. La discusión sobre el peronismo, es decir, sobre lo
que hizo pueblo en la Argentina del siglo XX, es quizás el tema decisivo de ese relato histórico que
nos debemos. Pero no creamos que la historia nos proveerá de lecciones irrefutables sobre qué
hacer en estos años y décadas de nuestra militancia por venir.
Hagamos de una vez el duelo del socialismo y el populismo tal como existieron en el siglo XX.
Simbolicemos sus fracasos para recuperar sus promesas plebeyas. Lo importante para la política no
es la defensa de una identidad (eso es el dogmatismo), sino la práctica de la revolución popular y
desde abajo. El olvido es saludable cuando integra lo olvidado en una actitud constructiva, plena de
amor por la vida. Pasemos de nuestras identificaciones imaginarias y cristalizadas a una conversación
política que las movilice y negocie, y arriesguemos una subjetividad nueva. Quizás así podamos
retomar críticamente la lucha de nuestros antepasados y redimir el recuerdo de sus entusiasmos
derrotados en una acción que sea nuestra.

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