0% encontró este documento útil (0 votos)
67 vistas207 páginas

HALO

Novela romántica con tintes de misterio sobrenatural.

Cargado por

pitraco
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
67 vistas207 páginas

HALO

Novela romántica con tintes de misterio sobrenatural.

Cargado por

pitraco
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 207

HALO

1
Autor: Jordi Silva Monterde
Contacto: [email protected]
Epígrafe de Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de Andalucía: CO-170-16.

HALO
1 Inercia
Me engañaba a mí mismo al pensar que podría convertirme en monje. No
hay duda de que fue mi natural inclinación a la poesía lo que me trajo hasta
aquí. Ahora sé que nunca tuve la verdadera vocación de entrega a Dios que
requiere la vida monástica. Los piadosos hermanos de la Orden se dieron
cuenta de eso mucho antes que yo. Llegué a este lugar con evidentes
muestras de ser un hombre asustado y desconcertado. Rápidamente los
hermanos me acogieron comprendiendo que necesitaba curar mi espíritu y
me habilitaron una celda entre estos muros. Me hicieron partícipe de la
tranquilidad de su vida. Recé con ellos, comí sus comidas y guardé sus
silencios. Pero mientras estuve imitando sus movimientos nunca me
preguntaron por el pasado ni por el motivo que me había llevado, en edad
tan tardía, a acercarme al monasterio. Sólo cuando vieron que un cambio
había operado en mí, cuando vieron que ya no ponía tanto énfasis en ser
como ellos (es decir, cuando ya no me levantaba de madrugada para rezar,
ni guardaba las manos al andar, ni caminaba con la cabeza baja…) se
decidieron a preguntar. Con amabilidad, más que con curiosidad. Yo, desde
el principio, tuve miedo de que al poner en marcha la maquinaria de los
2
recuerdos volvieran a angustiarme los mismos temores. Llegué al
monasterio en lo que ahora entiendo como un brote desesperado de locura,
atormentado por el pensamiento de una muerte violenta e impulsado por la
ilusión de creer haber oído la llamada de Dios. Unos días después, con la
mente más calmada, con la tranquilidad que el tiempo y la distancia me
fueron dando, creí que podría aventurarme a sacar los enredados recuerdos
a la luz de una conciencia más equilibrada. Sin embargo, cuando me
dispuse a hablar, las palabras salieron de mí en borbotones inconexos. El
misterioso transmutador que troca las imágenes de la mente en palabras aún
no me permitía contar mi historia. Los recuerdos se explicaban
perfectamente unos a otros, unidos por el hilo de sentimientos que teje el
mural completo de mi vida, pero las palabras de mi boca no eran capaces
de explicar nada.
Entré en una leve pero cierta depresión. Y fue entonces cuando el hermano
Francisco, un monje joven y vivaz dotado de una extraordinaria oratoria,
me convenció de que si bien aún no podía hablar seguro que podía escribir.
La escritura me ayudaría a asimilar mi propia vida y me proporcionaría el
orden necesario para poder contarla.
-Escríbela una vez y podrás contarla cien. –Me dijo el joven monje. Creo
que puede tener razón, así que voy a intentarlo. Pero he decidido que
solamente la escribiré: con el punto y final enmudeceré sobre este asunto
para siempre. Quien quiera conocer mi historia tendrá que venir aquí a
leerla.

3
Comenzaré por el principio. Era el verano de mis veintidós años. Yo estaba
a punto de abandonar la carrera que, sin mucho éxito, había empezado
cuatro años atrás. Aquél curso fue especialmente malo: me quedaron
demasiadas asignaturas para septiembre. Mi amigo Blanco me había
conseguido un trabajo en el cine como guarda/acomodador para cubrir las
vacaciones del personal. Eso me dio fuerzas para imaginarme un fructífero
verano de estudio y trabajo. Pasaría las mañanas estudiando y las tardes
trabajando, y en septiembre me redimiría ante la familia y sobre todo ante
mí mismo. Estaba decidido a convertirme en un hombre de provecho, pero
creo que toda la fuerza y el ímpetu los gasté sosteniendo esa imagen mental
de éxito, pues nada de eso ocurrió cuando llegó el otoño.
Durante aquél verano, lejano en el tiempo pero fresco en la memoria, salía
tarde de trabajar. Como mínimo solía terminar a medianoche. Luego, en
lugar de convertirme en el estudioso guerrero que me había imaginado, me
iba a la casa de Blanco y allí nos daban las tantas charlando, fumando,
bebiendo, inventando historias que rodar en cortos o simplemente jugando
a las cartas o a cualquier otra cosa. Llegaba a mi casa poco antes de que el
Este clareara y me despertaba cuando el Sol ya había pasado su cénit.

El primer episodio de mi historia sucedió una de aquellas noches de verano


en que volvía a casa a altas horas de la madrugada. Por entonces yo iba a
todas partes en bicicleta. Siempre cogía las mismas calles, pues la casa de
Blanco se distanciaba de la mía casi en línea recta y no había opción de
coger una variante más corta. La calle de La P. estaba muy tranquila a esas
horas entre semana. En paralelo a ella se extendía la avenida del Doctor F,
mucho más grande y concurrida, con comercios, bares, algún pub, una
discoteca y un hotel. La calle de la La P., por el contrario, no era más que
una recta de casas antiguas y bajas. Ninguna tenía dos plantas. Planta baja,
primer piso y, como mucho, azotea. Algunas de ellas aún conservaban el

4
clásico patio interior salpicado de frescas macetas. Al caer la tarde, cuando
el calor se evapora, mayores y jóvenes aún practicaban la vieja costumbre,
(pre-televisión y pre-radio), de sacar una silla a la puerta y sentarse a ver la
gente pasar. Pero a las horas en que yo recorría la calle, entre semana, no
había nadie.
Cuando salí de casa de Blanco no faltaba mucho para amanecer. Pedaleé
tranquilo, pensando seguramente en algún nuevo corto que rodar, y eso que
todavía no habríamos rodado el anterior. La susodicha calle de La P.
empieza con una pequeña curva cuesta abajo y luego se extiende recta
hasta otra pequeña curva cuesta arriba que va a dar a la avenida del Doctor
F. Según mi costumbre dejé de pedalear en la pequeña curva descendente,
avanzando plácidamente con la inercia y el aire tibio de la noche. Todo el
mundo dormía. El único ruido humano provenía de las ruedas de mi
bicicleta. A mano izquierda, de una de esas ventanas bajas que casi llegan a
la acera, salía una luz amarillenta que no iluminaba más que el marco de la
ventana. Pasé mirando, despreocupado. Por experiencia, esperaba ver
fugazmente las piernas de un hombre tumbado mirando la tele. Pero la
imagen que me encontré fue otra muy distinta: en lugar de un hombre de
mediana edad, una vieja de pelo rubio miraba estática hacia la calle. En mi
recuerdo sobresalen los ojos idos y blanquecinos, la postura rígida como
una estatua y los pelos revueltos. La impresión me hizo girar la bici como
si me hubieran golpeado de lado. A pesar de los años, aún perdura en mi
mente la imagen nítida de aquella anciana de pie en la ventana, rodeada de
una luz amarilla que llamaba poderosamente mi atención. Apenas hube
dado menos de diez pedaladas me volví. Me recompuse del susto pensando
que quizás aquella mujer necesitara ayuda por cualquier motivo y, si no era
así, pues nunca queda uno mal por prestarse a ayudar a una anciana. Volví
sobre mis pasos amartillando el miedo con cívicos pensamientos. Cuando
me aproximaba de nuevo a la ventana desde el lateral, antes de estar frente

5
a ella, la luz amarilla que iluminaba el quicio me inquietó de nuevo; notaba
algo en ella. Cuando llegué a las rejas de la ventana no me quedaba civismo
al que agarrarme. Me pude asomar el tiempo suficiente para ver a la vieja
sentada en un arcaico sofá verde, con un vestido de cuadros azules parecido
a un mantel con mangas. Seguí su mirada, dando un vistazo a la habitación,
y la anciana mujer simplemente miraba al frente. Cuando volví a fijarme en
ella, su pelo antes rubio me parecía ahora canoso bajo la extraña luz. Una
luz que colgaba de una bombilla desnuda unida al techo por un cable. No sé
por qué, me quedé mirándola directamente hasta que el filamento de la
bombilla se volvió tan rojo a mis ojos que tuve que apartar la mirada. Al
alzar de nuevo el rostro la vieja me miraba de pie tras la ventana, muy
cerca de mí. Me caí al suelo de la impresión, arrastrando la bicicleta
conmigo. La vieja abrió la boca y en ese momento la persiana se cerró de
golpe. Yo me levanté y me fui echando leches de allí.
Pedaleé rápido y nervioso un buen trecho. Cuando llegué al parque, a
medio camino de mi casa, aún veía el filamento de la bombilla allá donde
mirara. Dejar atrás la calle de La P. y adentrarme en el oscuro parque de L.
no me tranquilizó. La experiencia había acelerado mi fantasía de tal modo
que la razón no podía seguirla. Me sentía observado, como a punto de ser
atacado. Involuntariamente, surgió en mí el pensamiento de que había visto
algo que no debía, que me había convertido en testigo casual de una escena
maligna, de un acto del Diablo. Cuando llegué a ese pensamiento me
calmé. Bajé el ritmo y respiré. La locura se agotó en su punto más alto.

Antes de llegar a mi casa, (la casa de mis padres), hay una gran explanada,
un aparcamiento. Mejor dicho, había una gran explanada, en aquellos años.
Hoy en día es una comisaría. Cruzando esos aparcamientos levanté la vista
al cielo, llevado por la amplitud del lugar. Vi una luna llena majestuosa,
radiante. Fue la primera vez que presencié el fenómeno del halo lunar,

6
fenómeno maldito y hermoso sobre el que mi historia aún tendrá que
volver. Alrededor de la luna llena se cerraba un círculo perfecto, blanco,
enorme, brillante como sólo la noche brilla. El astro compañero de la Tierra
semejaba ser una pupila cósmica que me observaba cruzar atónito el
aparcamiento. Luz reflejada de luz reflejada, el halo flotaba sobre la ciudad
con una blancura de hielo. Paré la bicicleta y lo observé detenidamente. Me
dejé embriagar por la visión hasta que un perro hurgando en la basura me
distrajo. Algo se movió entre las bolsas y el perro salió corriendo. Yo
reinicié mi camino.
Al pasar por los cubos de basura un gato se me cruzó de un salto. Mantuve
el equilibrio, pero el susto me revivió la imagen de la vieja en la ventana y
la sensación de estar siendo observado desde alguna parte. Entre dos
coches vi al gato, que me miraba. Le miré, y mi imaginación me dijo que el
animal me mantenía la mirada mientras pasaba. La sensación de ser testigo
indeseado me volvió a inundar. Saliendo del aparcamiento, al otro lado de
la calle, estaba mi casa. En la acera había otro gato. Al verme se deslizó
bajo un coche. Mi fantasiosa imaginación me dijo que ese gato también me
observaba, que me advertía o me intimidaba de alguna manera, como si
fuera un enviado de la mafia que me aconsejara callar. Yo procuré no
mirarlo y entré en casa.

2 Metamorfosis

Me comenta el hermano Francisco que le ha sorprendido el tono poético


que, a ratos, adopta mi relato. Y es que, como ya he apuntado, siempre he
tenido una natural inclinación hacia la poesía. Cuando era adolescente
formé parte de un grupo semi-bohemio de amigos que se pasaban la tarde-

7
noche leyendo, recitando, compartiendo lo escrito, fumando, bebiendo,
prestándonos libros de autores desconocidos unos a otros… Leíamos a
Rimbaud, a Boudalaire, a Bukowski, a Bécquer… Había algo dentro de
nosotros y queríamos hacerlo explotar a base de poesía y licor. A medida
que la adolescencia pasaba fuimos dejando de lado la mayoría de esas
aficiones para centrarnos poco más que en beber y fumar. Recuerdo que el
sexo lo cambió todo. Según íbamos descubriendo los goces del roce con la
otra mitad de la humanidad, los recitales, las búsquedas de autores, las
lecturas y los escritos fueron cayendo poco a poco en el olvido. Cuando
aquél grupo terminó por disolverse de forma natural, cada uno de nosotros
se vio a solas con aquello que llevaba dentro. Sé de buena tinta que de
todos ellos tan sólo dos continuaron escribiendo: uno hacia adelante,
queriendo encontrar su propio verso entre las corrientes de las letras; el otro
hacia atrás, añorando aquellos años de pequeña bohemia adolescente.
Yo mantuve mi ritmo, más o menos. Nunca fui, ni de lejos, el líder de la
bohemia. Además de ser el más joven del grupo, los líderes leían sobre
todo a Bukowski; yo leía más a Bécquer. Pero llegados a la noche en que vi
a la vieja en la ventana, la facultad de Derecho prácticamente había
acabado con mis rumias poéticas. Las leyes, los epígrafes, los artículos, las
secciones, subsecciones y demás laberintos secos, consiguieron impedir
que aquello que estaba dentro de mí germinara.

Como dije antes, a mis veintidós años la carrera se me había complicado


bastante. Trabajar con Blanco en el cine me acercó de nuevo a los
pensamientos creativos. Él fue uno de los adolescentes que quisieron ser
bohemios, pero pronto viró hacia el audiovisual. Cuando llegó septiembre
salí trasquilado de los exámenes. En octubre volví a la facultad: sería la
última vez.

8
El primer día de vacaciones de navidad volví a casa. Volví depresivo, muy
desanimado con mi vida en general. A la mañana siguiente el pueblo
amaneció arriado. Fue la mayor riada en cincuenta años. Mi pueblo tiene
tradición en riadas, pero una como aquella no se había visto desde que mi
abuelo tenía mi edad. Parte del pueblo se asienta sobre el cauce de un
arroyo que aparece y desaparece según llueva más o menos. La mayoría de
las veces que el pueblo se arría lo hace por ese cauce, y la gente que vive
sobre él sabe minimizar los daños de las subidas. Mucho se había hecho y
mucho se había mejorado en este asunto desde los tiempos de mi abuelo,
pero aquél otoño fue tremendamente lluvioso. Los problemas de verdad
vienen cuando es el río, además del arroyo, el que se sale de su cauce, y en
diciembre los pantanos tuvieron que soltar agua, con lo que el río creció
como no la había hecho nunca antes.
Recuerdo que me despertaron al amanecer con la noticia de que <estamos
arriados>. Me asomé a la ventana y vi un espectáculo que no olvidaré:
todo era agua hasta donde alcanzaba la vista. El sol de la mañana no hacía
más que iluminar tibiamente aquella fascinante tragedia de agua sucia y
limo que le devolvía el reflejo como un espejo. Un tractor pasó, levantando
olas que empujaron a los coches unos contra otros. Yo miraba sin dar
crédito, como debió mirar mi abuelo cuando tenía mi edad.
No se habló de otra cosa hasta el día de reyes. Mucha gente se vio afectada,
por lo que salieron a la luz todo tipo de historias. Hubo quien estuvo a
punto de morir ahogado por sacar su coche de la cochera, y hubo quien fue
a aparcarlo en una zona alta y segura pero, al volver, ya no pudo llegar a su
casa. Miles de vecinos de todas las edades pasaron la noche en vela.
Estuvieron pegados a la radio y a la televisión, estuvieron en los balcones,
en las calles, mirando pasar el rio por donde nunca antes lo habían visto
pasar con la fascinación, el horror, y la curiosidad que despierta la
Naturaleza cuando se presenta, sorda y atemporal, en nuestra casa, en los

9
pueblos y ciudades que construimos para huir de Ella. Todo el que estuvo
despierto aquella noche vio u oyó el helicóptero que vino desde la Capital
para rescatar a una familia que se había quedada aislada. Vivían junto al
río, en una zona rural en la que huertos, establos y plantaciones se
extendían (y se extienden) junto al pueblo y más allá, pasando el puente
romano. El agua llegó hasta el techo de la casa y tuvieron que evacuar a
cinco personas por el tejado.
En mi caso, el rio no llegó a entrar en nuestro portal de puro milagro: se
quedó en el segundo escalón de la entrada. Más que un milagro, nuestra
salvación tuvo una explicación, pues fue el hecho de que los aparcamientos
de enfrente, (la explanada donde presencié por primera vez el halo lunar),
tragara una inmensidad de agua y suciedad lo que nos mantuvo a salvo.
Toda nuestra buena suerte no creo que pueda complementar la mala suerte
de la gente que vivía en aquella hondonada donde se extendían los
aparcamientos, no son las dos caras de la misma moneda. Mi tío Monte,
por ejemplo, perdió todo su taller. Sólo si en mi casa hubiera aparecido de
la nada una pequeña fortuna hubiera podido yo pensar que la mala y la
buena suerte se compensan unas a otras, y que algún tipo de equilibrio
redentor permanecía detrás del espectáculo terrible. En el estado de ánimo
en que me encontraba no podía creer que quedara armonía después de
aquello. Si el Bien y el Mal están jugando algún tipo de juego ancestral del
que somos parte sin saberlo, aquél otoño ganó el Mal en mi pueblo. Ver el
estado en que había quedado el taller de mi tío fue para mí como
contemplar mi propio interior. Así estaba yo por dentro, que no se sabía
qué se podía limpiar y qué habría que tirar sin remedio.

Pasé las navidades yendo cada día a ayudar a mi tío. Era un manitas,
arreglaba cualquier cosa que tuviera cables. Pionero en la cultura del
reciclaje, cogía aquello que la gente tiraba y lo reconvertía en otro objeto

10
cualquiera. Lámparas, ceniceros, guarda cd’s, originales figuras
decorativas, relojes, lapiceros etc. Todo hecho con materiales poco
comunes. Por ejemplo, era capaz de convertir un sombrero en una lámpara,
o de hacer un reloj con un bastidor de costura y unos botones de colores. Su
taller estaba atestado de cosas de ese tipo. Era imposible no admirarse ante
una acumulación tal de ingenio que parecía no caber en el taller. Sea cual
fuere la edad que tuviera uno al entrar en el taller por primera vez, a todo el
mundo se le abre la boca como a un niño en el circo. Estanterías, paredes,
rincones, más estanterías… todo lleno. Horror vacui reciclable, decía que
era su estilo. Por mi parte, me entregué tanto en ayudar a mi tío que el resto
de la familia lo dejó todo en nuestras manos. Desgraciadamente tuvimos
que tirar mucho, años de trabajo de ingenioso reciclaje, a la basura.
En los últimos días de las vacaciones, cuando llegó la hora de volver a la
universidad, dije que no quería volver, que me quedaba ayudando a mi tío
en el taller. Mis padres, que me conocían, eran conscientes de que no me
encontraba bien anímicamente. Ayudar a mi tío fue una forma de empezar
a reconstruirme por dentro, y aquella medicina comenzaba a surtir efecto.
No quisieron interrumpir el tratamiento. Prefirieron mi nuevo aspecto de
trabajador serio y austero al de alma en pena, así que mi incursión en el
espeluznante mundo del Derecho llegó a su fin. Mi padre, antes que dolido,
fallado o desilusionado, se mostró inquieto por mi futuro. Él había nacido
en el mismo pueblo que yo y pasó gran parte de su vida haciendo planes
para salir de allí, planes que seguía postergando. Quería que yo volara
como no lo había hecho él. No voló, pero tuvo la suerte de encontrar a una
compañera como mi madre para hacer un nido. Mi madre, por su parte,
estaba encantada con la idea de que me quedara en el nido. Y más todavía
ayudando a su hermano, mi tío Monte, que no tenía hijos ni pareja (que ella
supiera). Él, mi tío, siempre me tuvo un cariño especial. Era evidente que

11
yo salía a su lado de la familia, así que con gusto me cedió su reino de
hojalata para que también fuera mío.

Mi nueva vida en mi lugar de siempre me sentó de maravilla. La bicicleta y


yo volvimos a ser inseparables. Recorríamos el pueblo y los alrededores en
busca de desechos aprovechables. Y muy pocas cosas de las que se tiran
son absolutamente inservibles. Mi tío me enseñó a ver el potencial de la
basura, pensamiento éste que jugó un papel primordial en la recuperación
de mi ‘yo’ que tanto anhelaba. Buscaba entre mis escombros una idea de
mí mismo que aún no sé si existió alguna vez o era sólo una proyección
caleidoscópica de lo que siempre se ha supuesto que ‘soy’ o ‘podría ser’.
Fuera lo que fuere, la creatividad del reciclaje y los paseos en bicicleta me
devolvieron parte del vigor de espíritu con que viví la adolescencia.

La poesía se dejó encontrar fácil, y a ella volví con cierto entusiasmo. A mi


tío también le gustaba la poesía. Mejor dicho, le gustaba el arte en general.
En su humildad de artesano se veía a sí mismo como un primo lejano de la
estirpe de los artistas, pero yo le combatía diciéndole que la única
diferencia entre él y un artista radicaba en el precio y la utilidad de las
obras. Tío Monte no se ganaba la vida sólo con el taller. Tenía un programa
en la televisión local donde enseñaba a niños y adultos a reciclar. También
participaba en casi todas las actividades culturales del pueblo y alrededores,
así como ayudaba en la decoración de obras teatrales y participaba sin
dudar en mercadillos medievales. Durante los mercadillos nos
disfrazábamos de magos, de brujos, de monjes o simplemente con las ropas
propias de la época. Una de nuestras actividades más populares era aquella
en que desvelábamos a la gente cuál era su horóscopo chino, celta, egipcio
o maya. Cuando yo era pequeño, el tío Monte nos sentaba a todos los
primos en el patio del limonero, un pequeño remanso de paz tras el taller, y

12
llenaba nuestra fantasía leyéndonos el interior a través de exóticas
imágenes de zodíacos lejanos. Si ya era fascinante la idea de que desde las
estrellas se nos diera al nacer un símbolo que nos explica y representa, él
además era capaz de transformarte de los comunes piscis o acuario a una
oriental serpiente o al poderoso jaguar de los mayas.
A mí me toca ser un nogal en el zodíaco celta. Mi vuelta a la poesía
empezó por ahí. Cuando le di la noticia de que no volvería a la universidad
y que me quedaba con él en el taller, me hizo una copia de las llaves. Allí,
en el patio del limonero, pasé cada vez más horas leyendo sus libros. Me
atrajo particularmente el horóscopo celta, que tiene la peculiaridad de
explicarnos a través de árboles, en lugar de un animal, como es más
habitual. Volví a coger lápiz y papel y escribí un torpe poema en el cantaba
la metamorfosis de un escorpión en un nogal. A Blanco le encantó el
poema, decía que se podía hacer un corto de él, como siempre.

3 Hilos

Fuimos rellenando el taller poco a poco. Aprendí lo que pude del oficio del
reciclaje, a pesar de que nunca he sido muy bueno con las manualidades.
Pero me encontraba muy a gusto en el taller. Sobre todo en la parte de
atrás, en el patio del limonero. Cogí un cierto hábito de escribir y para
cuando llegó la primavera tenía amontonados unos cuantos poemas. Mi
madre quería recopilarlos todos y hacer un libro con ellos, aún sin haberlos
leído siquiera. Aunque me encontraba mucho mejor que cuando llegué en
navidad, la buena mujer que fue mi madre seguía empeñada en animarme
todo lo posible. Yo no tenía intención de hacer nada de eso, pero había
algunos de los que podía sentirme levemente orgulloso. Finalmente me

13
decidí a mandarlos a concurso: quizás tuviera suerte y me llevara unos
euros al bolsillo, pues el negocio del reciclaje tampoco es que dé mucho
dinero.
Tuve suerte. Recibí el segundo premio del III Concurso de Poesía T.B. por
mi ‘Poema de la Luna’. Todos se pusieron muy contentos. Mamá, papá, tío
Monte…, la alegría de todos ellos es uno de los recuerdos más
reconfortantes que guardo. El periódico local suele escasear de noticias, así
que cuando se enteraron de mi premio vinieron a hacerme una entrevista a
la que, por el bien del taller, no me pude negar. Aquello me dio cierta
notoriedad pasajera en el pueblo, que se agarra a cualquier cosa con tal de
salir del aburrimiento. Por suerte para mí, pronto se difundió un vídeo de
una kiosquera a la que grabaron con el móvil mientras felaba al novio de
una pescadera, y así se acabaron mis quince minutos de fama. Poesía,
felaciones, cualquier cosa sirve contra el hastío de un pueblo, por grande
que este sea.

Ahora que escribo estas líneas voy tomando verdadera conciencia de la


sutileza con que actúan las fuerzas sobrenaturales alrededor de nuestras
vidas. Cómo entretejen, disimulados, sus hilos en el tapiz del día a día,
diluyendo sus propósitos entre los nuestros. En el verano de aquél año se
estrenó en el cine una película sobre la ouija. Yo no fui a verla, a pesar de
las insistencias de Blanco de que no me la perdiera. Los cierto es que el
tema de la ouija había calado entre unos cuantos chicos del pueblo. Uno de
ellos fue Aurelio, un amigo de Blanco que, terminando el otoño, se había
convertido en un experto en la materia. Blanco y él estaban dándole vueltas
a una historia que grabar sobre el tema, algo impactante y que diera mucho
miedo, pero Blanco aún no había tenido ninguna experiencia directa; no
había hecho la ouija, como se decía. Finalmente me convenció para ir a una
sesión con su amigo. Al igual que con los zodíacos, a mí la ouija no me

14
interesaba más que por su lado estético, como fuente de inspiración. Y ¡qué
demonios!, me picaba el gusanillo de ver si era verdad que el aro se movía
sólo o todo era truco.
Anduve inquieto los días previos a la sesión. De mi mente emergió el
recuerdo de la vieja en la venta y, con ella, todas las sensaciones que me
asaltaron pedaleando camino a casa: el miedo alucinógeno que subía como
un tornado mientras cruzaba el parque, la angustiante sensación de ser
observado y, sobre todo, la de ser testigo, la de haber sido un observador
accidental de los actos del Diablo. Con esos pensamientos miré la
predicción de la luna para esa noche. Sería luna llena. Ciertamente el amigo
de Blanco estaba hecho un experto. El mismo día de la sesión estuve por
echarme atrás, pero no lo hice. Me dejé llevar por el entusiasmo de un
también asustado Blanco y nos presentamos a la hora convenida.
Aurelio hacía sus sesiones en una casa vieja y medio derrumbada que su
familia había heredado. Tenía el pelo largo y la tez morena. Usaba toda una
planta de la casona, la más habitable, como local para él y sus amiguetes.
Subimos al primer piso por una angosta y sucia escalera, llena de polvo y
telarañas muertas, que sólo daba sensación de suciedad, no de terror. A su
término, dos puertas se ofrecían. Cogimos la de la derecha. La primera sala
tenía el suelo hundido, sólo se podía pisar por una estrecha pero firme
franja junto a la pared como camino seguro hasta la siguiente sala, que sí
estaba en condiciones de habitabilidad. Avanzamos por un pasillo hasta el
fondo, donde nos esperaba una habitación perfectamente acondicionada
para la sesión. Había velas, una mesa central rodeada por un par de sofás,
taburetes y sillones bajos. No me detendré en describir la decoración de un
local de colegas.
En la sala había dos chicas que también iban a participar en la sesión. Una
de ellas era Andrea, novia de Aurelio por entonces, que acompañaba a una
amiga suya de pelo azul, Úrsula, quien quería hacer una sesión. Seríamos

15
cinco: los tres y las chicas. Aurelio dijo que cinco era el límite, que lo ideal
es hacer las sesiones de cuatro personas como mucho, pero que lo haríamos
de todas formas. Hechas las presentaciones pertinentes comenzamos.

-Primero de todo debemos concentrarnos. –empezó diciendo Aurelio. –No


hace falta que nos cojamos de las manos, eso no ayuda a nadie a
concentrarse. Solamente cerramos los ojos y dejamos la mente en blanco,
concentrándonos en la respiración.
Permanecimos un rato en silencio. Traté de relajarme, pero los
pensamientos de aquella noche, hacía ya dos veranos, me asaltaban
continuamente. Creo que nadie se relajó ni se concentró, excepto quizás
Aurelio. Cuando abrimos los ojos y nos miramos, todos nos sonreímos
extraños. La tabla ouija no me pareció un juguete. El aro reposaba en el
centro. A su izquierda y derecha se pintaban un SI y un NO. Arriba y abajo,
BIEN y MAL. El abecedario se extendía en arco por encima del BIEN.
Bajo el MAL se contaban los números del 1 al 0. En las esquinas de la tabla
aparecían cuatro caras de demonio idénticas, pintadas con claroscuros para
que el juego de sombras les diera el aspecto de estar iluminadas por velas.
-Poned el dedo índice sobre el aro. Tocándolo simplemente, sin hacer
presión pero cómodos. –Lo hicimos. La verdad es que Aurelio daba la
impresión de saber lo que se hacía. –No lo apartéis nunca sin permiso. Si
en algún momento queréis retirarlo tenéis que pedir permiso primero, ¿de
acuerdo?
Grabamos las reglas con fuego en la mente, yo al menos. Entonces, tras una
pausa, llamó Aurelio: -¿Hay alguien ahí? (silencio) -¡Si hay algún espíritu
que se manifieste!
Yo miraba a Aurelio, a Blanco, a las niñas. Úrsula, la chica de pelo azul,
estaba expectante mientras que Andrea torcía el gesto. Blanco honraba su
apellido.

16
-Por favor, si hay algún espíritu presente en la habitación, en este instante,
pedimos que se manifieste.
El aro se movió. Muy tímidamente pero se movió. Yo no estaba
presionando más que lo imprescindible para tener el dedo apoyado, y por la
postura de los demás diría que todos hacíamos lo mismo. Pero el aro se
movió, dio un trompicón hacia el SI.
-¿Hay alguien ahí? –volvió a llamar Aurelio. Entonces el aro se deslizó por
la madera hasta el SI a una velocidad lenta pero constante. –Vuelve al
centro por favor. –pidió Aurelio con decisión.
El aro volvió silencioso al centro, y nadie daba la sensación de estar
moviéndolo. Yo puedo jurar sin temor que no lo moví adrede. Aquello me
impresionó, pero más que miedo se despertó en mí una curiosidad enorme.
-Hola. –saludó Aurelio. -¿Cómo te llamas? –el aro se movió hasta la I
llevando nuestros dedos consigo, luego a la V, luego a la A y luego a la M.
En la M se detuvo. -¿Ivam? ¿Te llamas Ivam? –preguntó nuestro guía. El
aro se fue directamente hacia el ADIOS que había dibujado en el tablero
junto al NO. –Espera, ¿te vas? –el aro se deslizó rápido hasta el SI, luego
volvió al ADIOS y se detuvo de nuevo en el centro.
Yo estaba un poco confuso, sin saber si asustarme o no. Aurelio nos
tranquilizó diciendo que a veces pasa, que de pronto tienen que irse.
Apenas hubo dicho esto el aro se movió sólo, sin obedecer orden ni
llamada, hasta una de las caras repetidas de las esquinas.
-¿Hay alguien ahí? –a Aurelio le había cambiado la voz; hizo la misma
pregunta que antes pero no sonó igual. El aro dijo SI. –Hola, ¿cómo te
llamas? –se dirigió con fuerza, otra vez, hasta una de las caras. Estoy
seguro de que nadie pudo mover el aro queriendo de esa manera sin que el
resto nos diéramos cuenta. Sencillamente nos arrastró a todos hasta la cara
demoníaca. –Vuelve al centro, por favor. –ordenó nuestro guía. El aro le
ignoró. -¡Vuelve al centro, por favor! –No se movió. Viéndose un poco

17
superado por la situación Aurelio tiró de manual y preguntó: -¿Hay alguien
de entre los presentes que te moleste o que quieras que se vaya por
cualquier motivo? –El aro me señaló directamente a mí, sin titubear. Sentí
que se me helaba el alma. Aurelio pidió permiso para que yo pudiera
levantar el dedo del aro. El misterioso círculo volvió al centro de la tabla y
Aurelio me hizo una señal para que levantara el dedo. -¿Hay alguien más
que desees que se vaya? –de nuevo señaló a una persona con firmeza, a
Andrea, novia de Aurelio, que se mostró visiblemente asustada. Andrea
quitó el dedo con permiso y Aurelio nos hizo una señal para que saliéramos
de la habitación. Le dije rápidamente a Blanco que me iba directo a casa,
que no pensaba esperarle. Ambos señalados salimos de la habitación y
bajamos hasta la calle.
-¿Habías hecho la ouija antes? –le pregunté.
-Aurelio es mi novio, la he hecho con él, los dos solos, pero nunca en una
sesión como las que él hace. Hoy he venido por acompañar a Úrsula, que
tenía muchas ganas de hacerlo pero no se atrevía a venir sola.
-¿Y esto es normal, esto de que los espíritus echen a la gente? ¿A ti te han
echado antes?
-No, con Aurelio nunca ha pasado nada. Me cuenta muchas anécdotas, pero
estas cosas tan violentas no son corrientes.
-Pues a mí me ha quitado las ganas de volver a hacer nada de esto. Me voy,
Andrea, encantado de conocerte. –Me despedí.

De vuelta a casa reviví la noche de aquél verano. Esta vez no tenía la


bicicleta sino que iba andando, por lo que la sensación de tener una decena
de ojos clavados en la nuca fue aún más intensa si cabe. La experiencia de
hacía más de un año brillaba con la intensidad de la luna llena en mi
cabeza, y no era ya la fantasía sino la razón, metiéndose en un terreno que
no le compete, la que me llevaba a atar aquella experiencia a la recién

18
vivida en casa de Aurelio. Esta vez no había ningún halo alrededor del
astro compañero, lo cual me tranquilizó un poco: hubiera sido la más
terrorífica de las coincidencias para mí.
Caminaba encogido dentro del chaquetón, helado por dentro y por fuera.
Pero, ¿por qué habría sido expulsada Andrea? Yo podía (dentro de un
pensamiento demente pero no exento, al menos, de una cierta coherencia
aparente) comprender mi caso pero, ¿por qué Andrea? Debí pararme a
hablar con ella más tiempo, solo que no estaba dispuesto a permanecer allí
ni un segundo más. Ya hablaría con Blanco de todo aquello, quizás él
supiera algo o Aurelio le hubiera dado una tranquilizadora explicación de
lo ocurrido. Aunque también podía saludablemente olvidarme de todo,
como hice la primera vez con la vieja en la ventana.
Cuando llegué a casa me había calmado bastante con la caminata. Me metí
en la cama cansado, exhausto casi, pero con el cerebro aún excitado. No
pude cerrar los ojos sin que cuatro caras demoníacas me desvelaran.

4 Expulsados

El hermano Francisco tenía razón: a medida que escribo mi historia todo se


vuelve más claro a la memoria. No más claro exactamente, (pues mi
problema no reside tanto en el recordar como en el ser capaz de hablar de
ello con coherencia), sino que me está permitiendo observarlo todo con
perspectiva, comprender mejor los hechos. Los muros de este lugar sagrado
me han dado la paz y la tranquilidad que necesito. Ahora gozo de los
jardines y trabajo en el huerto para devolver, aunque sea un poco, lo mucho
que estos sencillos monjes me han dado. Siento una deuda hacia ellos de la
que me haré pleno cargo cuando abandone el monasterio, pero por ahora

19
continuaré disfrutando de la placidez de la vida monacal que tanto bien me
está haciendo en la tarea de poner los pensamientos en orden. Pero no debo
tardar mucho, pues aunque el joven Francisco es el único capuchino que
muestra un claro interés en leer mis papeles (que yo cedo gustoso) sé que
todos están al tanto del curso de mi historia. El episodio de la tabla ouija ha
levantado cierto revuelo y hay quien reza pidiendo a Dios serenidad para
no caer en la tentación de evitarme ni recelar de mi presencia. ¿Qué cómo
sé esto? El propio Francisco me ha confesado que no sabe si debe seguir
leyendo mi historia. Su amable jovialidad se ha oscurecido visiblemente al
percibir entre líneas la presencia del Maligno, y parece ser que algunos
hermanos le han aconsejado abandonar rápidamente esta lectura, instándole
a comenzar un ayuno que purifique su espíritu de nuevo. No obstante, me
ha querido tranquilizar en nombre del monasterio. Me dice que no debo
dudar de la hospitalidad de los monjes, que valoran mucho los esfuerzos
que hago en el huerto, y que puedo permanecer en esta gota de paz
medieval el tiempo que necesite, pues nada es más natural para ellos que
socorrer como se puede a quien lo necesita.

Tras aquella noche en que los espíritus me expulsaron y conocí a Andrea,


volví al taller dispuesto a olvidarme de todo. Me concentré en un encargo
que debíamos tener terminado lo antes posible: una serie de máscaras tipo
africanas para la representación teatral de un colegio de primaria. Recogí
unos cuantos envases de plástico y traté de dejar a un lado todo
pensamiento aterrador, pero a medida que las máscaras recibían bocas y
ojos no podía evitar ver en ellas una demoníaca expresión agresiva y
burlona, mirándome con los dientes apretados. Cuando mi tío las examinó,
convine con él en que debían tener una apariencia más simpática, y un
juego de colores más alegre. Estuve tentado de contarle lo ocurrido, aunque

20
no sabía si decir sólo lo de la ouija o empezar a relatar desde el verano de
hacía dos años y medio. Preferí callar.
Pasó el invierno y llegaron las Fiestas de la Primavera. Como era habitual,
el ayuntamiento organizó unas jornadas juveniles. Alquiló unas rampas
para que los skaters rurales hicieran piruetas, montó un escenario con
equipo de sonido para que los jóvenes canten en inglés y proyectó, en una
pantalla al aire libre, los cortometrajes realizados por los cineastas tanto
locales como de toda la comarca. Todas las actividades se solían desarrollar
en el Parque de San P., lugar que durante esas fechas era conquistado por
los urbanitas de campo para reivindicar su estilo de vida frente a la
tradición. Tío Monte y el reciclaje siempre estaban presentes con un
puestecito. Ofrecía material de todo tipo, como siempre, pero
aprovechando la ocasión solía presentar (con gran éxito) ingenios
apropiados para la ocasión. Recuerdo vender una tabla de monopatín
reconvertida en soporte de altavoces y otra tabla más (obra mía)
transformada en perchero. También vendíamos pequeñas guitarras
infantiles que mi tío construía con cajas vacías, así como latas y barriles de
cinco litros de cerveza que, añadiéndoles un pequeño circuito eléctrico, dan
un resultado asombroso como amplificadores. Ahora que podía contar
conmigo, yo pasaba el grueso de la tarde en el puesto y mi tío acudía
cuando el sol bajaba, a la hora de los paseos.
Blanco apareció con una cerveza y estuvo un rato conmigo,
acompañándome. Me informó de que su corto se proyectaría de noche,
sobre las nueve nueve y media, justo antes de que empezaran los
conciertos. Le dije que a esa hora quizás podría escaparme a verlo y le
pregunté por aquella noche en casa de Aurelio. Yo creía que no me quería
decir nada a propósito, que me ocultaba algo, pero tuve que creerle cuando
me dijo con naturalidad que no ocurrió nada. Todo lo que pasó fue que nos
echaron a Andrea y a mí. Después de aquello, dijo, el aro dejó de moverse.

21
Por más que Aurelio preguntó si había alguien ahí no pasó nada. Hubo un
momento terrorífico de silencio y Úrsula dijo que no quería seguir con
aquello. Aurelio convino en que sería lo mejor y levantaron la sesión.
Úrsula se fue asustada en busca de Andrea, pero ésta ya se había ido.
Conmigo no, le dije, yo me fui instantáneamente y me olvidé de aquél
asunto.
Al menos a Blanco la experiencia le sirvió de inspiración y le llevó a
perfilar una idea que, según me dijo, Aurelio remató con sus conocimientos
esotéricos. –No te lo pierdas, tú sales en el corto. –lanzó cómplice al
despedirse.
Efectivamente, el cortometraje empezaba con una escenificación de la
susodicha noche. De hecho se rodó en la misma habitación. Aurelio hacía
de Aurelio, Blanco hacía de mí, Úrsula hacía de Úrsula, y Mario, un amigo
común, junto con su novia, hacían de Andrea y Blanco. Como se preveía,
Blanco (o sea, yo) y la novia de Mario (o sea, Andrea) fueron expulsados
de la sesión espiritista. Al salir de la habitación empezaba la creatividad:
una niña cruza fugaz al fondo del pasillo y justo se apagan las luces
inoportunamente. Los expulsados se detienen y se dan la vuelta para volver
adentro, a la sala, pero se escucha un gran estruendo de muebles
arrastrándose, golpeando suelo y paredes, que sale de la habitación.
Entonces vuelven a girarse para salir de allí lo más deprisa posible. La
oscuridad les angustia, pero cuando llegan a la sala intermedia entre el
pasillo y la estancia con el suelo a medio derrumbar, vuelve la luz y la
calma de repente. Tras un momento de expectante quietud, la pareja avanza
de nuevo hacia la puerta, pero ésta se cierra de golpe. Entonces vuelve a
escucharse a la niña corretear por el pasillo. Típico pero efectivo. Reandan
el pasillo de vuelta a la sala donde se hacía la sesión. Llaman a sus amigos
pero nadie responde. La chica está a punto de llorar mientras abren la
puerta muy despacio. En la penumbra se distingue el alboroto que se ha

22
montado y, tirado boca abajo, el cuerpo muerto de Mario. Entonces la
novia lanzó un grito escalofriante y la pantalla donde se proyectaba el
cortometraje se volvió azul, atravesada por unas letras que informaban de
que ‘no signal’: un fallo técnico cortó la reproducción. Incapaces de
solucionarlo, pusieron música en señal de interrupción total hasta nuevo
aviso.

Yo me encontraba de pie, apoyado en un árbol, a un lado de la zona


destinada a la platea de sillas. Entre el ir y venir de la gente, mis ojos se
toparon con Andrea al otro lado de la platea. Fue la primera vez que me fijé
en ella, la noche de la ouija no me paré a mirarla casi. Estaba sola. Ella no
reparó en mí, parecía buscar a alguien con la mirada. Pelo castaño muy
largo, frente amplia, bajita de estatura y pequeña de cuerpo. ¿Cómo pudo
parecerme tan bonita entonces y no fijarme para nada en ella la primera vez
que la vi? Pieza por pieza estaba pa no tirá ná (frase acuñada por los añejos
donjuanes de la taberna Casa Pepe cuando veían pasar, bajo sus boinas, las
redondeadas formas femeninas de la genética local). Quizás fue la
perspectiva casual de quien está apoyado despreocupadamente en un árbol
lo que me hizo fijarme en ella. Pude haberme acercado en aquél momento,
de forma amable, diciendo un simple hola e interesándome por aquél
problema técnico del cual ella, al igual que yo, probablemente no tendría la
más mínima idea. Además, éramos los protagonistas del corto, eso debería
bastar como excusa. ¿Excusa? Darme cuenta de que estaba buscando una
excusa para acercarme a ella me alteró levemente, como si una finísima
capa de escarcha hubiera cristalizado a lo largo de mi piel por un segundo,
dejando en suspenso todo movimiento y todo pensamiento. Decidí que me
encantaba su largo pelo justo en el momento en que su mirada se posaba
distraídamente en la mía. Casi doy un brinco, pero logré contenerme y

23
desvié los ojos aparentando estar tan distraído como ella. Pasado un tiempo
prudencial… me retiré con estudiado andar hasta mi tenderete.
Los conciertos empezarían pronto y tío Monte me dio libertad para hacer lo
que quisiera. Cerveza en mano, me infiltré entre los urbanitas rurales
buscando a Blanco o a Andrea, a quien viera primero… Y vi a Andrea, y
mi corazón bombeó su nombre. Me sentí un adolescente de nuevo. La fina
capa de escarcha había penetrado hasta el pecho con la fuerza de una
sorpresa y ahora recorría todo mi cuerpo desde dentro, llevando la orden de
poseer a Andrea hasta el capilar más fino. Ella hablaba con una amiga, y no
recuerdo si ésta se fue y entonces aproveché el momento, o simplemente
me acerqué sin más, estuviera con quien estuviere, o si me teletransporté a
través de espacio, pero lo cierto es que me vi hablando con ella.
-No, yo no quise salir en el corto. Ni tenía sitio tampoco. –por el tono en
que hablaba deduje que la relación con Aurelio o bien era historia o estaba
a punto de serlo, pero aquello me pillaba en fuera de juego.
-¿Sitio? No entiendo.
-¿Te asustaste mucho la noche aquella en que a ti y a mí nos expulsaron los
espíritus? –di a entender que un poco sí. –Pues aquellos espíritus tenían
dedos, no sé si me entiendes. –yo miraba cómo sus labios iban y venían al
hablar, orquestados por los sutiles gestos de la fina comisura de su boca.
Ella supuso, al verme un poco atontado, que yo no estaba entendiendo su
mensaje cifrado, así que me aclaró: –Quiero decir que allí sobrábamos. Al
menos yo, tú creo que serviste como coartada, para dar más fuerza al plan.
-¿Plan? ¿Qué plan? – pregunté pasando a centrarme en su juego de ojos y
pómulos.
-Yo también me asusté aquella noche, pero al poco tiempo Aurelio me dejó
y fui encajando mejor las piezas. ¿Sabes con quién está saliendo ahora?
¿Lo adivinas?
-No me lo digas: ¡con Blanco!

24
La ocurrencia le hizo reír, su risa me dio seguridad a mí, y entre los tres le
invité a una cerveza. El primer grupo de la noche ya tocaba el primer tema
cuando llegamos a la barra. Guardamos silencio mientras nos atendían,
arropados por la música. Brindamos por las vidas nuevas y durante un rato
ambos buscamos la frase adecuada con la que mantener la buena sintonía
en que nos hallábamos. Ella se cansó de pensar primero.
-Yo creo que se liaron esa misma noche. –dijo. -La relación ya se había
enrarecido hacía tiempo, pero Úrsula no volvió a ser la misma conmigo.
Eso me dio la pista principal.
Nada más decir eso apareció Blanco, que andaba buscándome.
-¡Leonardo! Hola, Andrea. Dice tu tío que en el taller tiene lo que
necesitamos para arreglar el proyector, pero que si va no vuelve. ¿Te
quedas tú en el puesto y voy yo con él, o recoge ya el tenderete?
-¿Ya quiere recoger?
En ese momento reapareció la amiga de Andrea, con una sonrisa más allá
de las orejas, acompañada por otra chica.
-¡Andrea! ¡Mira quién está aquí! –Andrea abrió los ojos y gritó: -¡¡Mari
Valle!!

Las tres amigas tenían mucho de qué hablar, así que me volví al puesto con
Blanco y ayudamos a recoger a mi tío. El encuentro me dejó un buen sabor
de boca. Lo primero que pensé fue que luego volvería a buscarla. Después
pensé que si quería mantener la buena sintonía tenía que ir con la idea
sincera de ver los conciertos, y que si me la encontraba pues mucho mejor.
Llegando al taller, estaba convencido de que la primera no era una buena
idea. Por otro lado, el requisito de la sinceridad invalidaba la segunda
opción: si hay que ser sincero, había que decir que iba para encontrarla de
nuevo. Se podría pensar que aún quedaba una tercera vía, la de dejar que el
destino siguiera su curso, pero ¿realmente era eso ya posible? Si el destino

25
tenía algo que decir ya lo había dicho, un rato antes, en la fiesta de la
primavera. A partir de entonces había que decidir qué camino tomar.
Haberla encontrado casualmente no estaba en mi mano, pero ahora, hiciera
lo que hiciera, era decisión mía. Aún dudaba cuando Blanco me preguntó si
volvería al parque con él. Justo en ese momento decisivo, mi cerebro
calculó la coartada perfecta que me obligaría a ir sin tener que decidirme
por ninguna opción: preguntar a Blanco por el asunto de Aurelio y Úrsula.
Admito que no fue una razón de peso. Con esa pobre excusa me metí en la
furgoneta de vuelta al Parque San P. y avanzado un tercio del camino
hablé:
-Dice Andrea que Aurelio nos echó queriendo aquella noche. –comenté sin
mirarle. –Por mi parte estoy seguro de que yo no movía el aro.
-Ni yo, te lo juro. A mí se me movía el brazo solo. Si os echó queriendo yo
no me di cuenta en ningún momento. En el rato que estuvimos allí después
de que os fuerais, los tres tratamos de distender el ambiente. Sobre todo
Aurelio, que abrió un litro de cerveza para normalizar la situación. Nos
mudamos a la salita del otro lado del pasillo. Úrsula fue a buscar a Andrea
pero ya no estaba. Ella se quedó; no pensaba irse sola a casa. Aurelio dijo
que luego la acompañaba casa si ella quería. Mientras no bebíamos la
cerveza, estuvimos un rato charlando de la vida después de la muerte y
soltando teorías sobre los espíritus. Luego me fui, y ahora Aurelio se folla a
Úrsula. Es todo lo que sé.

Blanco era un tipo sincero. Te decía las cosas con tal naturalidad que no
dudabas de ello. Aurelio se las ingenió, compinchado o no con Úrsula, para
quedarse a solas con ella. Menudo follador siniestro estaba hecho.
Cuando llegamos de nuevo a la fiesta no tenía intención de buscar a
Andrea. Sinceramente, no llegué con esa idea. Si la hubiera visto no me
hubiera acercado a ella, pero por suerte no la vi.

26
5 Regaderas

La luna en cuarto creciente transparentaba en el azul de la tarde cuando


Andrea entró en el taller. Curioseaba por los estantes. Yo hice como el que
no la había visto. El plan era comportarme con profesionalidad y
permanecer en mi puesto de trabajo esperando al cliente. ¿O quizás debía ir
a saludarla? ¿Debería llamarla por su nombre: ¡hola Andrea!? ¿O sería
mejor un puedoayudarleenalgo? Quizás la estrategia de ir a
buscar/colocar/limpiar/repasar-algo era lo más inteligente. Nada me
convencía. “Hola Andrea, ¿qué haces por aquí?” no está mal tampoco,
pero se me hacía raro preguntar qué haces aquí siendo yo el dependiente.
No le debió ser difícil averiguar quién soy desde las fiestas de la primavera,
si es que tenía interés en saberlo. En aquél momento en que un fallo técnico
propició nuestro encuentro, conté con la ventaja de lo imprevisto, con la
inconsciencia de los impulsos naturales, y todo fluyó como debía fluir. Pero
ahora llevaba días y días pensando en ella obsesivamente, profanando
dulcemente su imagen, su cuerpo mítico. Una imagen construida, revestida
más de imaginación que de realidad, y arrojada a un juego de sentimientos
que subían y bajaban en espiral, bamboleada desde la idealización platónica
hasta el pragmatismo de un homo erectus y viceversa. ¿Cómo debía
acercarme ahora? Porque había un cómo, tenía que haberlo. No sé cómo se
hizo la otra vez pero se hizo; por lo que hay un cómo.
-Hola. –me saludó desde un estante. Problema menos.
Respondí inmediatamente, con cercanía y profesionalidad a la vez. Me
acerqué a ella con seguridad y nuestros cuerpos se acomodaron fácilmente,
abriendo con formas no verbales el terreno para el juego verbal, con sus

27
zonas prohibidas y sus lugares comunes. En realidad, es siempre un
problema de apreciación: ¿quién sabe de veras si una zona es prohibida o
no? Quizás sólo está prohibida a ciertos tonos de voz, o a las palabras
escogidas en ese justo momento, o a los labios o a la mirada del que habla.
Quién sabe. Pero la decisión fue rápida. Tenía que serlo. Estuvo a punto de
no serlo, pero me di cuenta a tiempo. En un yoctosegundo, dejé que se
ecualizaran armónicamente todas las formas de expresión de mi ser para
simplemente decir: -¿Buscas algo en concreto o…?
Bien. Buena elección. Otras opciones del tipo ¿Vienes en mi busca? O
¿Cómo has dado conmigo? Sólo suenan bien en tu cabeza. No se deben
usar en una primera cita. ¿Cita? ¡Aquello no era una cita! Y en todo caso,
puestos a volvernos locos de amor, sería la segunda cita. La tercera incluso.
Igualmente, también sería pronto para esos tonos cercanos. ¿Buscas-algo-
en-concreto-o…? era la mejor opción.
–Busco una regadera, pero todo esto es tan increíble… - Regaderas. No sé
si hay regaderas. ¿Se puede hacer un chiste con regadera? Una gracia
más bien. No la hagas, no se puede hacer. Sobre todo no se puede hacer
bien. ¿Por dónde se llega hasta “…como una regadera”?
-¡Regaderas! Pues no sé si tenemos regaderas. Voy a mirar un momento…
-Es que me hace falta una y me acordé de las cosas tan chulas que teníais
en el puesto tú y tu tío (es tu tío, ¿verdad? –Sí, es mi tío.), allí en el parque
San P. cuando las fiestas de la primavera, y he pensado que a lo mejor
teníais alguna así… original.

¿Por el puesto? ¿Cuándo pasó por el puesto? La hubiera visto, seguro.


Quizás yo no estaba en el tenderete sino mi tío. ¿Pudo haber pasado por
delante de mí y yo no verla, como la primera vez que nos encontramos
haciendo la ouija, que no le hice el menor caso? ¿Cómo funciona esto de la
atracción? Quizás tenemos una idea errónea del amor. Quizás lo

28
concebimos como si de un imán se tratara, o como si fuera una reacción de
laboratorio, sumisa a los dictados de la causa y de el efecto, lineal como
una flecha: un amor de física clásica. Puede que nos hubiéramos visto
incontables veces en cualquier parte: en un bar y luego en otro, en el
mercadillo de los jueves, en la plaza, en un concierto o en la feria del libro.
Puede que hubiéramos tropezado ojeando libros en alguna que otra ocasión,
y puede que hubiéramos cruzado un educado -perdone. Yo le pude haber
mirado con destreza el canalillo o analizar su trasero en una caída de ojos
aparentemente trivial, sólo para olvidarla un instante después. Si pasó por
mi tenderete antes de darme cuenta de que necesitaba una excusa para
hablar con ella, es muy posible que no le hiciera el menor caso, o que la
hubiera mirado sin reconocerla siquiera. Pero fue aquella apreciación
autoconsciente de mis limitaciones para acercarme a ella con naturalidad lo
que reconfiguró todo mi ser con la fuerza de un primer amor. La conciencia
como catalizador de fuerzas naturales: el darse cuenta de-que. Quizás, en
todos aquellos encuentros que nunca sabremos si existieron o no, nos
movíamos al azar, sometidos a fuerzas invisibles, yendo y viniendo sin
razón aparente como partículas bajo el microscopio. Y sin embargo, si
pudiéramos dibujar nuestros movimientos con sus idas y venidas, quizás,
sólo quizás, se podría perfilar algo con sentido, algo como una danza
concebida para ser interpretada a lo largo de un tiempo superior a nuestra
capacidad de asimilación. Adaptados a nuestro tiempo cotidiano, nuestro
tiempo de zumo de naranja con tostada, de rutinas del aseo, películas de
hora y media y colas de supermercado, se nos escapan acontecimientos de
magnitudes que nos sobrepasan tanto por el plano de lo infinitamente
superior como por el de lo infinitamente inferior. Y en un segundo, (que no
debe su existencia al segundo anterior, sino que proviene de otro tiempo
para dar paso al siguiente acto de la danza) el corazón bombea al ritmo de
un nombre que se vuelve como una utopía para ti.

29
-Pues no tenemos regaderas. –admití con frustración. –Igual mi tío sabe
algo, pero con la riada tuvimos que tirar muchas cosas. Le preguntaré de
todas formas cuando venga.
-¿Perdisteis muchas cosas con la riada? –(¿eso es zona común o lugar
prohibido? La riada como tema es lugar común, pero hace frontera con las
zonas prohibidas; apuntan a lo personal, y aquí es donde la respuesta se
empantana más o menos.)
-De todo, muchas cosas. Algunas las pudimos salvar, como ése porta cedés
con forma de perro, pero se tuvo que tirar mucho. –(¡demasiada pena,
arréglalo!)
-¿Ah sí? –se anticipó ella: -¿el perro se salvó? pues me lo llevo, seguro que
trae suerte. –(le gusta la música, ¿qué le gustará? Es una pregunta de lo
más normal, pero no se le suele hacer a todos los clientes. ¿Lugar común?
Ya no, ya se ha convertido en zona prohibida, esa pregunta ya necesita ser
expresada con un tono de voz, con un ritmo, con un cálculo de cazador.)
-De acuerdo, ¡cógelo! –no hubo pregunta por la música.
Se llevaba el perro, ¿eso era un paso por su parte? Yo debía dar uno de
alguna forma antes de que se fuera. Sólo quedaba cobrarle y se iría, pum,
fin, sin saber nada de ella. Y sin regadera. Pero con el perro. ¡Hazle un
descuento, eso es! Así sabrá cuánto quieres tocarla y lamerla y hacerle
sudar. Pero no le digas “te voy a hacer un descuento”, manda el mensaje
impreso en el ritmo de la voz, cuando le digas el precio, como una
comunicación cifrada, que lo note y se sienta íntimamente agradecida.
–Gracias. –dijo ella captando el mensaje.
–Muchas gracias a ti. Me da rabia que no tengamos regaderas, cuando
llegue mi tío le preguntaré, quizás él sepa (–¡repetición! ¡No repitas!-). Si
quieres dime dónde puedo localizarte y ya te digo lo que sea

30
definitivamente. –buena internada en zona prohibida; justificada, amable y
muy atenta. ¿Demasiado fría? Al menos se ha dado un paso.
-Nah, no te preocupes. Ya volveré por aquí. –buena noticia, pero estaba a
punto de irse. Casi llegaba ya a la puerta… -¡Dime dónde trabajas y te dejo
allí el recado si quieres!
Eso fue a la desesperada, y se notó. Pero no cayó mal. Torpemente,
contuvo Andrea una sonrisa de satisfacción. Como un domador que
después de jugarse la vida consigue que el león sea un gatito. Yo mantuve
la compostura de dependiente atento y celoso de su trabajo.
–¿Por qué no lo averiguas por ti mismo? –desafió la menuda Andrea tras
una pausa. Desapareció por la puerta y pasado un rato todavía me parecía
estar viendo su figura recortada contra la luz del día, diciendo “¿por qué no
lo averiguas por ti mismo?” en un tono que invitaba a explorar sin miedo
las zonas prohibidas de su largo pelo. Aún me recuerdo sonriendo idiota,
sólo en el taller, o en el mundo entero. De repente deduje, torpe de mí, que
no venía a por regaderas sino que venía a verme. No había tantos lugares
vedados para mí como creía. Demasiado educado, demasiado tímido. La
próxima vez que la viera sería más abierto y más seguro de mí mismo. Ella
me invitaba a una próxima vez, dependía de mí, de encontrar su lugar de
trabajo.
Tenía que hablar con Blanco.

6 Zodiacales

-¡Ooooh, el limoneeero! Qué tiempos. Me parece mentira que estuviéramos


siempre sobrios en aquella época.
-Apenas teníamos diez años, Julia.

31
-Ya, claro. Yo tenía algunos más. Es que ahora gastamos tanta sed... Pero
no te creas, que nuestros abuelos bebían cerveza con ocho años. Y un
poquito de anís dulce. Mojarse los labios nada más, como decía la abuela;
un deíllo. ¿Te acuerdas Leo?
-Prima, tienes que venir más al pueblo. Si vienes sólo de boda en boda
luego te atacan los recuerdos, y si además le pegas así a la ginebra… pues
te pilla baja de defensas y te pones sentimental, cosa que no te gusta nada.
-¿Hay ginebra? Anda y ponme una, guapo. Con tónica, si hay. Si no con
limón. Y si no con lo que haya, agua del grifo, pero me quiero tomar algo
con mi nueva prima. Andrea, ¿verdad?
-No es tu nueva prima. Perdona a mi prima Julia, Andrea, no es sólo que
esté borracha, sino que es medio artista y medio pija. Cuando está borracha
es pija, y bebe gin-grifo. Pero no te preocupes, prima, que el tito está bien
provisto de todo.
-No soy artista, no le hagas caso. He pintado algo y he hecho alguna que
otra escultura, pero me dedico sobre todo a organizar exposiciones.
-Cuando éramos pequeños Julia era la alumna aventajada del tito. Aprendió
a hacer corazones con cualquier cosa, ¿te acuerdas, Julia? Corazones de
hojalata, de tela, de plástico… una vez le arrancó los brazos a una muñeca
y los pegó formando un corazón. Una obra rompedora.
-Aquí me hice artista, en éste taller. Qué pena lo de la riada. Menos mal
que yo no estaba. ¿Tirasteis muchas cosas? No, no me lo digas, no quiero
saberlo. Gracias amor… humm, sabes cómo echarlos.
-Bien cargado, sin duda.
-En realidad todos somos artistas en esta casa. Nuestro bisabuelo era de los
pocos que sabían leer en aquella época, ¿sabes? Mi abuela dice que cuando
se terminaba la jornada de trabajo, cuando terminaban de sembrar, segar o
de cosechar, su padre, nuestro bisabuelo, contaba historias. Se reunían
todos, por la noche, y él contaba historias de dos tipos: una de amor, para

32
las mocitas solteras, y otra más verde para las casadas. Dos pases. ¿Te
acuerdas cuando la abuela nos contaba lo del amor libre? Siempre dice que
cuando ella era pequeña, su padre, nuestro bisabuelo, les decía que algún
día iba a llegar el amor libre, y que eso lo veríamos nosotros. La gente le
preguntaba: ¿y eso del amor libre qué es? Según mi abuela, eso del amor
libre era que las parejas iban a poder ir por la calle dándose la mano y
besos, sin estar casados ni nada, ¿qué te parece? De ahí nos viene la rama
de artistas. O de más atrás, pero hasta ahí llega lo que sabemos. El más
artista de todos es mi primo Leo, ¡que ganó un premio de poesía y todo!
-La artista eres tú, prima. ¡muac! Y el Juanqui, ¿sabes que el primo Juan
Carlos pinta? Tiene catorce años y ya le gusta Picasso.
-¿Dónde está? Por cierto.
-Durmiendo ahí atrás.
-Si es que sois unos brutos, mira que emborrachar así al niño.
-Creíamos que aguantaría más. A su edad nosotros ya tragábamos como
elefantes. ¿Te acuerdas de la boda del…
-Espera. ¡Claro! ¡Tú eres el que ganó un premio de poesía el verano
pasado! Cómo no he caído antes. ¡El poeta del reciclaje! Si creo que hasta
lo leí… ¿cómo era?
-¿Pero no te lo ha dicho? Leo, eres muy tímido. Yo creía que así las
conquistabas a todas, recitándoles el Poema de la Luna. Cuando os he
pillado dándoos el lote en los servicios pensé: “otra conquista de la poesía”.
Las mujeres somos muy sensibles a la poesía, ¿sabes?
-Recítalo Leo.
-¡Eso, recítanoslo!
-Ahora mismo: “Luna lunera cas-cabelera”.
-¡Baaah, venga! De verdad. Si es precioso, primo.
-No me lo sé, de verdad. Soy un mal poeta que no recuerda sus poemas.
¿Qué quieres tomar Andrea?

33
-¿Hay Licor 43 por casualidad?
-Hmmm, ni mi tío ni yo gastamos de eso aquí. ¿Ron?
-Vale. Con coca-cola, por favor.
-Entonces tú eres amiga de Laura, la que ya es esposa de mi primo Juan.
Dime, ¿cómo es esa niña? ¿Con quién se ha casado mi primo? A mi puedes
decirme lo que quieras, yo me vuelvo a Madrid pasado mañana.
-Pues es igual que tu primo, son tal para cual.
-¿Le gusta la fiesta?
-No mucho. Antes salíamos más, pero ahora nos vemos poco. En feria, fin
de año y alguna tarde que quedemos, pero ella ya hace vida de casada
prácticamente.
-Tan jóvenes… ¿Y tú y mi primo Leo? ¿Estáis saliendo?
-No no. Qué va.
-Mucho más interesante entonces. ¿Pero os conocíais de antes u os habéis
conocido en la boda? Porque si es lo segundo… menuda boda te estás
pegando, chica. ¿Un cigarrillo?
-Lo primero; nos hemos visto un par de veces antes. Gracias.
-Pues vas al grano, chica. Yo soy más tímida, pero también he hecho mis
locuras eh, no te creas. Si te contara… ¡Ah, estás guapísima!
-¡Gracias! Tú también.
-Ron cola, y whisky cola para mí.
-Gracias.
-Leo ¿no hay nada de música?
-Claro que sí, prima. ¿Qué quieres?
-Ahora mismo… Louis Armstrong.
-No, los discos del tito se los llevó la riada.
-Ooh… Qué pena. Cualquier cosa entonces. ¿A ti te pilló la riada?
-Sí.
-¿Mucho?

34
-Toda la casa. Tuvieron que sacarnos en helicóptero por el tejado.
-¿Tú familia fue la que sacaron en helicóptero?
-Sí. Menos a mi hermana Marian, la mayor. Ella pasó la noche con su
novio de entonces, que hoy es su marido.
-¿Qué Marian? ¿Marian Arroyo?
-Sí, es mi hermana.
-¡Pero si yo estaba con ella en el instituto! Marian era una artista, yo me
llevaba estupendamente con ella. Y ésta me da a mí que ha salido a su
hermana, Leonardo, tienes buen gusto. Pero qué mala suerte, chica. Claro,
es que vosotros vivíais en el campo, ¿no? Al lado del río. Bueno pero
tendríais seguro…
-Sí, claro. Ahora vivimos de alquiler en el pueblo.
-Pues mejor, menos bichos. Y hablando de suerte, primo: ¿Haces lo del
zodíaco con el tito?
-Lo del zodíaco, lo de las marionetas, los cuentacuentos y todo lo que hace
el tito. Pero yo me limito a ayudar, él es la estrella.
-¿Nunca has hecho tú el show?
-Alguna vez, a niños pequeños. Sobre todo lo del zodíaco, que es lo más
fácil.
-¿Qué es lo del zodíaco?
-Un método para ligar que inventaron los hombres hace miles de años.
Todavía funciona. Mira mi tío, que no se ha casado nunca ni se va a casar.
Hazle lo del zodíaco, Leo, así conoceremos mejor a Andrea. Yo soy un
abeto en el horóscopo celta, ¿sabes? Es precioso; todos somos árboles para
los celtas. De pequeña hice un mural con los… me llaman, un segundo.
¿Sí?
-Oye, ahora me haces eso del zodíaco, que ya tengo curiosidad. ¿Qué es,
como el horóscopo chino?

35
-Sí, mi tío tiene libros de horóscopos de muchas culturas, pero te advierto
de que mi prima tiene razón: afecta particularmente a las mujeres.
-Mejor para nosotras, ¿no? Ven aquí… mmuac.
-Mejor para todos.
-Chicos, tengo que irme. Voy a ver a unas amigas que están todavía de
juerga y alguien tiene que acostarlas. Me alegro mucho de conocerte
Andrea, muac. Pero qué guapa eres, no pareces de aquí. Primo Leo a ésta
no la dejes escapar, quiero noticias de ésta relación. Me voy, me bebo
esto… …y me voy.
-Me alegro de conocerte, Julia. ¡Tú sí que eres guapa! Ojala vinieras más
por el pueblo ahora que te conozco.
-¡Oh, no! En éste pueblo no se puede vivir. Pero venid a Madrid cuando
queráis, yo misma os reservo un hotel con encanto. Además, Marcus hace
unas visitas mejores que las de cualquier guía turístico. Tengo que irme.
Primo, un beso. Te veo mañana o pasado antes de irme. Adiós.
-Adiós prima. Saluda a José Luis de mi parte.
-¡Qué dices José Luis! Voy con Aurora, Macarena y Reyes, que son unas
petardas. Quién va a quedar en pie a ésta hora si no. Que me voy. Adiós.
-Adiós.
-Va con Jose Luis, es increíble. ¿Sabes qué? Nunca ha estado con nadie del
pueblo. Ya cuando estaba en el instituto decía que aquí no hay hombres, y
se fue a buscar uno a veinte kilómetros de distancia, en F. Más que su
novio de toda la vida, ha sido su amante de toda la vida. Y lo sigue siendo.
-¿Marcus es su novio?
-Sí, y Jose Luis creo que está casado. No sé si tiene hijos. ¿Hasta dónde
crees que puede llegar una relación así? ¿Se harán viejos y seguirán
viéndose esporádicamente, al margen de sus vidas?
-En ese caso no sería al margen de sus vidas ya; es así como viven, como
han vivido.

36
-Cierto. ¿Y yo, encontraré tu lugar de trabajo antes de que nos hagamos
viejos? ¿Qué opinas?
-¿Lo has buscado?
-Sí, pero soy muy malo encontrando cosas. Blanco me dijo que creía
recordar que eras carnicera o algo así. En las últimas dos semanas me he
convertido en un tipo que entra en las carnicerías preguntando por una tal
Andrea. Pero no me puedo creer que algo tan bonito como tú trabaje en un
sitio tan feo. No, tú no puedes ser carnicera.
-¿Y en qué crees que debería trabajar, eh?
-No sé… me desconciertas. ¿No me puedes dar ninguna pista?
-Hmmm… bueno… hmmm… te puedo decir que estoy muy a gusto ahora,
donde trabajo, aunque no gano mucho.
-Y no es rodeada de carne, ¿no?
-Por suerte no. He trabajado en una charcutería, pero ya no. Desde entonces
no como embutidos. Lo de ahora me gusta más, va más con mi
personalidad. Según lo que me conoces, qué dices: ¿dónde trabajo?
-¡Ah ah! Esa pregunta tiene trampa. Pero conozco un atajo para llegar a
conocerte mejor.
-¿Ah sí?
-Sí; dime tu signo del zodiaco.
-¡Ja ja ja! ¡Tú eres muy listo! Venga, vale: virgo.
-¡Virgo! El único signo representado por una mujer. Veamos qué dice el
libro. ¿Sabes cómo son los virgos?
-No, bueno, es decir, he leído eso un montón de veces pero no se me queda.
De pequeña tenía una chapita que me decía mis números, mis días de la
semana y eso, pero no recuerdo…
-Pues aquí dice que eres perfeccionista, que te guías por la lógica y el
análisis crítico. Trabajadora, limpia y eficiente. Debes de ser una ama de
casa extraordinaria entonces. ¿Trabajas de limpiadora? ¿De cocinera?

37
-¡No! Bastante limpio en mi casa como para trabajar de eso también. Qué
va, soy un desastre. Me gustaría ser así, lógica, perfeccionista y eso,
peeero… ¿Qué signo eres tú?
-Escorpio, llevo veneno dentro.
-¿En la cola?
-Exacto. Veamos qué dice de ti el horóscopo alquímico. Éste es el más raro
de todos, se basa en metales, ¿sabes? Y sin embargo es el más coherente,
ya que los metales se forman en las estrellas y la idea del zodiaco es que
nuestras vidas están gobernadas por el sol, la luna y las estrellas, así que el
horóscopo de los metales debe ser el más acertado, ¿no?
-Sabes un montón de esto.
-Bueno, llevo desde pequeño ojeando los libros de mi tío, en éste mismo
patio.
-Y además te encanta.
-Sí, pero no hablamos de mí. Dime tu fecha de nacimiento.
-Diecisiete de septiembre.
-¿De qué año?
-Ah, no: no te voy a decir mi edad, ¡digo!
-Pues lo necesito, hay que sumar cada dígito de tu fecha de nacimiento para
saber qué metal te corresponde.
-No. Otro horóscopo, éste es muy grosero. A una mujer no se le pregunta la
edad.
-¿Pero qué más da la edad?
-Pues eso: qué más da. Otro horóscopo. ¿Hay muchos?
-De acuerdo. Uno sin edad. Tenemos horóscopo maya, árabe, indio,
egipcio…
-¿Indio de La India o de indio americano?
-De los dos, indio e hindú.
-El hindú. Me encanta La India. No sabía que también tuvieran horóscopo.

38
-Además son los más profesionales de todos, los más científicos, entre
comillas. Allí hay universidades donde te puedes sacar el título de
astrólogo como el que hace una carrera de física.
-¿Ves? Tengo que ir, debe ser como viajar a otro planeta. Y con el punto de
la frente me taparía esta peca.
-El horóscopo hindú es fácil, sólo hay que cambiar el signo tradicional por
el que corresponda. Eres virgo así que tu rashi es el Kanta-Budha, que
simboliza la sensatez.
-Sí, es una de mis cualidades. ¿Me pones otro ron?
-Traje la botella, ahí la tienes. Otro ron es una opción muy sensata, igual
que otro whisky, ¿me pones uno? Gracias. Aquí dice, resumiendo, que no
te gusta vivir sola, que buscas siempre el contacto con la familia y que
mientras más grande sea la familia mejor. Ah, y que tienes que mirarte el
estómago.
-Pues sí, el estómago me da problemas. Y respecto de la familia tiene
razón. Va bien encaminado el horóscopo hindú.
-Según esto debes de trabajar con gente, en equipo, o de cara al público al
menos. Aunque la verdad es que de cara al público se puede trabajar muy
solo…
-Mmm, caliente.
-¡Bien! Sigamos. A ver qué nos dice de ti el horóscopo celta. Éste zodíaco
se basa en los árboles. Los celtas creían que todos tenemos un árbol
protector según nuestro día de nacimiento. El mío es el nogal, y el tuyo es
el… ¡tilo! Por eso eres suave, dice aquí, Andrea; por el tilo. Tratas de no
pelear y llegar a consensos. Posees muchos talentos pero no terminas de
explotarlos. Soñadora, fiel y celosa en el amor.
-Por supuesto.
-También dice eso de que te apoyas mucho en la familia y los amigos.
Curioso.

39
-Será verdad entonces. ¿Conclusión?
-Soñadora… tendente a buscar el consenso… ¿eres política? ¿Por qué
partido vas?
-¡Qué voy a ser yo política! Ahí también dice que no me gusta pelear, así
que no puedo ser política.
-Debes ser una política de las buenas, de las que buscan consenso. Una
política buena gente, te pega.
-Pues no lo soy. ¡Oooh, lo siento!: no has acertado la respuesta. Tendrás
que conformarte con el premio de consolación.
-Siempre me ha sonado bien eso de “premio de consolación”.
-Sólo tienes que recitarme tu poema de la luna.
-No lo recuerdo, en serio, pero puedo decirte cómo se llama a la luna
cuando está así como está ahora, pasada la mitad pero sin estar completa.
-Cómo.
-Gibosa.
-Gibosa. –Lo dices muy bien. –Gibosa. –Dilo otra vez. –Gibosa. –Más
cerca. –Gibosa. –Más cerca…

7 Teteras

Trabajaba en una floristería, en la Avenida de los E. Aquella noche de


bodas nos dimos los teléfonos y a través de mensajes ocasionales pude
resolver el enigma. La primera vez que la vi trabajando, cuando la
encontré, ella no me vio. Le daba un ramo de flores a una mujer mayor,
grandota, maquillada mucho más allá de lo necesario, con el pelo negro
recogido en un distinguido moño. La mujer salió por la puerta poniéndose
unas gafas de sol negras, de diseño moderno. Andrea parecía absorta en

40
algo que yo no alcanzaba a ver desde la calle. Salió del mostrador y
recorrió la tienda contando plantas, o eso me parecía. Me acerqué entonces
a la puerta para informarme del horario y me fui sin ser visto. A la hora del
cierre estaba esperándola frente a la puerta. Salía junto a su jefa, quien se
dio cuenta enseguida de mis intenciones amorosas, y Andrea se ruborizó al
verme. Lo tomé como un punto ganado. Normalmente Belén, su jefa, la
llevaba en coche un trecho del camino de vuelta a casa que tenían en
común, pero aquella noche daría un paseo.

-No he creído apropiado traerte flores, así que he traído bombones.


¿Quieres?
-¡Sí, gracias! Cojo uno de licor. Me gustan los de licor.
-Son tuyos, cógelos.
-Muchas gracias. No tenías por qué. –bajaba la mirada al hablar, aceptando
tímidamente el regalo.
-Sí tengo por qué: aún no te he conseguido la regadera.
-Compré una ya.
-Bueno, de todos modos quiero hacerte una, exclusiva, sólo para ti. ¿Cómo
es la que has comprado?
-Verde. De plástico. De los chinos, vamos.

La conversación no daba dar para más. Tanto preguntar por la regadera


como contestar la pregunta eran sólo evasivas por ambas partes para no oír
la llamada del otro, tanto de ella como de mí, que susurraba bésame en un
soplo continuo. No habríamos andado diez pasos y ya éramos dos amantes
anónimos para cualquier observador pasajero. Una pareja parada en mitad
de la calle, retenida por el deseo del uno por el otro, indiferente a todo lo
demás, sustraída a una entrega más propia de ambientes privados que de la
avenida de los E. Cuando continuamos andando, esos pasos fueron los

41
primeros que dimos juntos. Nunca le pedí salir, ni ella a mí tampoco.
Nunca tuvimos un aniversario. Cuando quisimos mirar atrás y averiguar el
tiempo que pudiéramos llevar saliendo juntos no recordábamos ninguna
fecha. Recordábamos aquél momento, aquellos pasos, y tácitamente ambos
lo dimos por válido, pero nunca tuvimos un día al año marcado en rojo. La
ventaja de aquello fue que, a veces, cuando a alguno de los dos se le ocurría
algo, declaraba que ese día íbamos a celebrar nuestro aniversario. Aunque
sólo fuera como excusa para salir a cenar fuera y no cocinar. Así,
aleatoriamente, al dictamen de la alegría del uno y del otro. Y si no,
siempre teníamos San Valentín una vez al año.

Hacer una regadera con una garrafa de plástico o un bote de detergente y


cosas por el estilo, es una de las actividades típicas en los talleres para
niños de los que se solía encargar mi tío, pero yo nunca había hecho una.
Hice algunas de prueba pero no dejaban de ser regaderas de plástico. No
me gustaban. Al tercer día apareció mi tío con una tetera. Era bastante
grande, podía servir. Mínimo podría quedar como artículo decorativo, valía
la pena intentarlo. Lo más difícil fue acoplarle una pequeña alcachofa de
ducha a la trompa de la tetera, aunque también me esmeré en la decoración:
el cuerpo lo adorné con diseños de diferentes signos zodiacales que
correspondían al diecisiete de septiembre, mientras que en el cuello que
intermediaba entre el cuerpo y la tapa de la tetera pinté las fases lunares.
Una cursilada tremenda que encantó a Andrea.
-No le caben muchos litros, tendrías que recargarla varias veces para poder
regar todas estas plantas.
-¡Qué dices! Ésta me la llevo yo a mi casa, ¡digo!
Aquél día conocí a las tres comadres, clientes habituales de la floristería.
Doña Rosario, líder indiscutible del grupo, era una señora mucho más
mayor de lo que aparentaba, pero su temple imperativo, como el de una

42
comendadora de una época moralmente muy superior a la nuestra, le
otorgaba una capa de vitalidad que ocultaba la fragilidad en que vivía sus
días de vejez. La comadre Mamen: bajita, regordeta, gafas de cristal grueso
y resuello al respirar. Aunque hablaba poco (la que menos de las tres) su
buen humor era palpable. Y era una verdadera amante de las plantas. Las
observaba con actitud de botánico antes que de forma estética. Le tomó un
cariño especial a Andrea. Su único hijo tuvo que irse del pueblo por
trabajo, llevándose consigo a sus nietos. No tardaron mucho en dolerle las
ausencias a la buena señora. Cuando Andrea entró a trabajar en la
floristería, de alguna manera, Mamen encontró en ella un recipiente donde
descargar todo ese cariño que, a fuerza de acumularse dentro, se iba
transformando en tristeza, siguiendo un proceso similar al que sufre el agua
estancada. Andrea me contaba que a veces la comadre Mamen iba sola a la
floristería y que, cuando no estaba Belén, le daba consejos sobre cómo
cuidar ésta o aquella flor, como si aprovechara que no estaban las otras dos
comadres ni la jefa para hablar con libertad. La tercera comadre se llamaba
Adela. Competía con doña Rosario en porte y apariencia, pero era de
costumbres menos rígidas. Adela llevaba viuda mucho tiempo. Ya no
guardaba el luto todos los días, aunque la costumbre de vestir de negro
había calado en ella. Según Andrea, Adela era forastera. Trabajó en un
circo durante su juventud. Detrás de su imagen de mujer-mayor-común
había (o había habido) una acróbata, una malabarista y una amazonas. Su
historia es la de un amor a primera vista: huyó del mundo del espectáculo
junto con un chico de mi pueblo que, casualmente, se encontraba en una de
las ciudades por donde giraba el circo. Él se trasladó hasta aquella ciudad
(no recuerdo el nombre) por trabajo, pero para cuando el circo llegó se
encontraba en paro. Le contrataron para ayudar a montar la carpa junto con
todo lo que sostiene el show, y así fue como se conocieron. La joven Adela
dejó su vida nómada (novio escupefuegos incluido) sin decir nada. Una

43
buena mañana, ya no estaba. El chico se la trajo al pueblo. La familia de él
le encontró dónde ganar algo para vivir y ella se acostumbró como pudo a
su nueva rutina sedentaria. Un accidente costó la vida al marido quince
años antes de que yo entrara en la tienda con una tetera/regadera.
-Una tetera preciosa, desde luego. –observaba doña Rosario. –¿Pero por
qué convertirla en una regadera si es una tetera?
-La he reciclado, estaba abollada y sucia. Ya no le quedaba nada de la
decoración original. La limpié, la arreglé y le puse esta alcachofa de ducha.
Un regalo para Andrea.
-Anda, qué apañao. –se congratuló la comadre Mamen.
-Arreglada todavía era una tetera, no hay motivo para que dejara de serlo.
Y seguiría siendo un regalo precioso. –reincidía doña Rosario, incapaz de
ver la regadera.
-Pues a mí me parece una regadera preciosa. –Adela tenía mirada de artista
y espíritu revoltoso. –¡Dale un beso al muchacho Andrea, que se lo ha
ganado!

De qué manera pudo llegar a formarse esa triple amistad es algo que
desconozco, pero pocos amigos quedan en la vejez. La naturaleza cosecha
su siembra y nadie sabe si es trigo, algodón o pipas de girasol. Uno puede
ser trigo, mientras sus mejores amigos son algodón, y por tanto ser
cosechado mucho más tarde. Cuando se cuentan como mínimo ochenta
primaveras, ¿cuántos amigos quedan? Se dice que la familia no se elige
pero que los amigos sí. Y puede ser cierto cuando se es joven y uno va
mutando y formando grupos de amigos que se desmiembran y vuelven a
reconstituirse con caras nuevas y costumbres medio nuevas y medio viejas,
pero el mundo de aquellas tres señoras era una burbuja que se achicaba más
y más dentro del resto de burbujas de la sociedad. Desde luego que no eran
las únicas viejas del barrio. No era una amistad forzada ni de mala gana,

44
pues sin duda les gustaba estar juntas. ¿Pero quién elige a dedo a sus
amigos? ¿Acaso no parecemos todos rocas orbitando centros de gravedad
que no son sino nuestras rutinas? Aparece gente en la vida con las que una
persona en concreto tiene más afinidad que con otras, por lo que sea, por
convicción política, por sentido del humor o por compatibilidad de auras. Y
luego los vaivenes de la vida las acercan o las aleja con el mismo
desinterés, como troncos flotantes arrastrados por el Río. Hay amigos del
colegio, del instituto, del trabajo, del gimnasio… Aquellas tres eran (en
aquellas rutinas de ocio, supermercados y televisión) un grupo: las
comadres. Se las veía cada día pasear por el barrio, de cháchara, cuesta
arriba cuesta abajo por la Avenida de los E.. Iban juntas a la compra, a la
floristería y a visitar a Doña Celia, que estaba mayor incluso para ellas.
Fuera lo que fuera lo que hubieran sido cada una de ellas en el pasado poco
importaba ahora, pues la edad, cuando se alarga y crece como un sombra,
también nos iguala a todos. Imagino que Mamen habría sido así como es
toda su vida; agradable, de trato fácil, callada y cómoda en el segundo
plano. Una actitud ideal para doña Rosario, que podía seguir ejerciendo sus
dotes de mando, lo cual mantenía con vida la rebeldía de la joven Adela,
fugada por amor. Quizás fueran estas dos últimas las que más se
necesitaban la una a la otra.

A partir de entonces mi presencia en la floristería se volvió habitual.


Andrea y yo nos dejamos dominar por la corriente que habíamos creado y
que ahora dejaba de ser un fresco chorrito de agua que rompe entre la
piedra para convertirse en un impetuoso y alborotado torrente. Pensábamos
continuamente en el otro. Lo primero al despertar y lo último al acostar.
Nos mandábamos mensajes a cualquier hora, para comentar cualquier cosa.
Siempre juntos como fuera, de palabra, obra o pensamiento. El sexo,
pegamento hormonal, lo guió todo. Yo me obsesioné particularmente con

45
su cintura. Adquirí un conocimiento exhaustivo de ella: estudié con
atención su órbita, sus vueltas, sus idas y venidas, sus hondonadas
lumbares y el mágico ángulo doble que dictaba la forma, norte y sur, de su
cuerpo preciso. Andrea no entendía que mi obsesión por su cintura era mi
obsesión por ella, que algo desde lo profundo, algo como un murmullo
atávico y constante, me decía que ahí debía estar la explicación última de
toda esa pasión. Porque queríamos estar siempre dentro el uno del otro. Ya
fuera por la boca, por las manos, por la historia personal de cada uno que se
nos iba desvelando en capítulos inconexos, por las guerras declaradas en
gustos musicales, o por la comida china y las conversaciones que dicen ‘yo
tengo que ir a Perú antes de morirme’. Atrevidos como ahora casi ni puedo
asimilar. Un autobús podía ser buen sitio para una felación, y los aseos de
unos grandes almacenes o de un centro comercial eran lo suficientemente
impersonales como para practicar sexo sin ofender a nadie. Los fines de
semana siempre terminaban igual, en el taller, si es que no los pasábamos
directamente allí. Allí, donde nuestros cuerpos se analizaron y se
asimilaron, amoldaron sus formas, sus gestos, convinieron normas
divertidas de transgredir y celebraron su encuentro con ritmos primitivos y
salvaje, alegría en un juego de brazos y piernas y pelos donde se detiene el
tiempo, donde uno se siente como tocado por primera vez. Amor en bruto,
listo para crecer.

8 Barniz

En estos días en que recuerdo la cintura de Andrea han venido unas monjas
de visita a la abadía. Vienen cada año en el día del patrón de la Orden y
traen dulces de la Edad Media a los hermanos. Me llama la atención el

46
contraste de cuerpos que se puede apreciar incluso debajo de las ropas.
Tanto los monjes como las monjas visten ropas anchas; hábitos, togas,
túnicas, sayos y cosas así. Pero aún con toda esa ropa se puede dibujar la
delgadez de los monjes sobre las figuras redondas de las monjas. ¿Algún
pecado que confesar, hermana? ¿Gula, tal vez? Parece ser que el Diablo se
ha colado en el convento con forma de panecillo, de inofensivo dulce
avalado por una receta medieval, la época de mayor popularidad del ángel
caído. Piénsalo, hermana. Incluso ahora que estás saludando amablemente
a los monjes, sin tocarlos siquiera, el Diablo te está rondando. Ese joven
hermano, ese Francisco, es muy agradable y entretenido además de guapo,
¿verdad? En alguna mirada, en alguna sonrisa amable, el corazón late un
poco más fuerte, insuflado de calor por un tridente de llamas que te abrasa
la cara y la mirada. Yo os miro y me apenáis. No debería permitirse la
entrada a una Orden a nadie menor de treinta años. Nunca sabréis cómo
crece ese latido ni cuántas formas tiene la exigencia de amor de Dios.
Amaos los unos a los otros, dijo. ¿Por qué creéis que quiere que le améis a
Él y sólo a Él a tiempo completo? ¿Qué clase de vanidad le estáis
atribuyendo a un ser del que decís que es Amor Infinito? Está bien
reconocer que hay espíritu en todos nosotros, pero no dejar que el sol te
toque tiene algo de sacrílego, de desprecio por la Creación. Toda una
intrincada red nerviosa apelmazada por la inactividad. Definitivamente no
puedo ser monje, no lo soy, y ya es hora de que me vaya de aquí. Pero a
dónde ir, ¿al pueblo? No se me ocurre otro sitio. No quiero volver a la
capital, de allí vengo huyendo. Debería volver, enfrentar, y que acabe esto
como acabe. Pero no volveré a la casa, allí no. La casa del campo, la casa
de donde tuvieron que sacarla en helicóptero por la riada, la casa donde
nuestro amor creció como nunca sabrán estos ascetas que crece el amor, el
de verdad, el que germina en la carne que se marchita, envejece y sufre, la
carne que te rodea, te besa y te da calor, que repite los mismos gestos cada

47
día y aún así la sigues queriendo a pesar de ellos o a través de ellos. Eso es
puro, hermanos, así es el amor en la Tierra. Dios nunca corre peligro, no
enferma, no tienes que pasar noches en vela cuidando de él mientras una
enfermedad lo corroe por dentro. Nunca os puede angustiar, inocentes
monjes, la posibilidad real de no volver a ver a quien amas; nunca más ver
la muesca en el diente, nunca más sus manías, nunca más ese tono de voz
con el que siempre consigue hacer lo que quiere contigo, nunca más el vaso
con la cucharita de té sin fregar, nunca más chocolate negro en la despensa,
nunca más su canción de la ducha. ¡Oh, Andrea! ¡Te quiero tanto! ¡No
quiero ir a ningún sitio más que a tu lado! Por eso te escribiré siempre, para
estar contigo hasta que no queden más recuerdos. Cuando eso ocurra ya no
habrá refugio alguno ni lugar a donde ir.

La idea de irnos a vivir juntos a la casa de sus padres no fue de ninguno de


los dos sino de su hermana Marian, la amiga del instituto de mi prima Julia.
Andrea, por entonces, era la única de sus hermanas que aún vivía con sus
padres, pues después de la riada todas se fueron de casa (a través del
salvoconducto del matrimonio) y el hermano, único varón entre cuatro
hembras, encontró trabajo fuera del pueblo. Los padres y ella se mudaron a
la misma calle donde fue a vivir Marian, una calle más abajo se instaló
Mari Cruz, la menor de las hermanas, con su marido, y otra calle más abajo
la otra hermana. Todos muy cerca, pero cada uno en su casa. Andrea me
comentó la idea y yo le dije medio en broma que no estaba preparado para
el matrimonio. No me había planteado todavía la opción de irnos a vivir
juntos. Para mí el taller nos daba suficiente intimidad, pero Andrea veía
cómo se había quedado sola en casa de sus padres, con todo el peso de
cuidar de ellos sobre sus hombros. Las hermanas conocían su situación y
también sabían que desde que estaban todas casadas cada vez pasaban
menos por casa para ayudar a limpiar o cocinar al jubilado matrimonio, así

48
que presionaron un poco y finalmente los padres accedieron a que
viviéramos allí aún sin estar casados. Y no nos casamos nunca: vivimos
nuestro amor en el más puro pecado y sin remordimientos. Mirándonos a
los ojos como nunca podréis saber que se puede mirar a los ojos a otra
persona, queridos hermanos. Quizás conozcáis sólo la parte carnal del
amor, la de los gritos y el sudor, (todos conocemos historias de esqueletos
de fetos sepultados en catacumbas bajo los conventos), porque sólo se os
viene eso a la mente cuando oís la palabra sexo, y juzgáis que eso tiene que
ser malo, obra del Diablo; al Señor no se le ocurriría hacer algo tan bueno,
tiene que tener trampa. Retorcidas mentes de represores reprimidos… ¡El
Diablo os nubla la razón!
Tengo que salir de aquí. Todo ha ido bien hasta la visita de estas monjas.
Andrea fue a un colegio de monjas y seguramente su presencia me ha
recordado todo aquello que mi amor odiaba de ellas y de los curas. Andrea,
anticlerical y atea, ¡qué dirías si me vieras escribiendo desde esta celda
austera! Supongo que se reiría de mí, me comprendería y me compadecería.
Ella sabe que mi dios es otro; un dios con pies de trigo, un dios alimento de
poetas, uno que no vive en las nubes sino en las flores, sordo y ciego como
un gusano. Si me viera aquí recluido, atemorizado, sé que me abrazaría
desbordada de ternura, y yo me dormiría sobre su pecho.

La casa necesitaba muchos arreglos después de que el agua llegara hasta el


techo. Limpiamos mucho, ventilamos mucho y pintamos mucho. Ella quiso
que nos instaláramos en cuanto hubo lo mínimo habitable, pero yo insistí
en que me mudaría sólo para entrar a vivir de pleno, sin que hubiera nada
que pintar ni reparar ni echando en falta muebles. Ella se enfadaba, me
sobornaba con sexo y cerveza. Pero yo no cedía. Después del sexo y la
cerveza nos íbamos a casa y al final convenía conmigo en que era lo mejor,
pues al día siguiente cada uno seguía con su otra vida, la laboral, y era

49
preferible despertar en casa. Pero me encantaba hacerla rabiar con mi
negativa. No sé por qué, pero chincharla, cabrearla, hacer que embistiera,
era mi pasatiempo favorito. Supongo que es así, que los que se pelean se
desean, y yo la deseaba mucho. Hacerla rabiar era otra forma de tocarla y
hacer que me tocara.
El día anterior a mudarnos definitivamente lo teníamos todo preparado. Los
padres de Andrea (y los míos) fueron a ver la casa, completamente
restaurada. Pepe, su padre, vino muchos días a echar una mano. Sobre todo
al principio. Es un hombre de campo, un hombre que toda su vida ha
trabajado la tierra desde el amanecer hasta el atardecer, con maquinaria y
sin ella. Está acostumbrado al trabajo y ahora (o entonces) que está jubilado
no sabe parar. Mientras nosotros pintábamos él arreglaba el huerto, pero si
oía martillazos se acercaba a dar indicaciones. Nos llevábamos bien, él y
yo. Le oía muchas historias, exageradas todas. Andrea no podía, se ponía
mala. Tenía que contenerse para no enmendarle las historias que iba
contando. Pero en cuanto Pepe salía de casa, ella le matizaba el relato punto
por punto, dejando las proezas del campesino en naderías. Yo le entendía al
hombre: sencillamente se aburría y se hacía viejo. Un gesto cualquiera que
me viera hacer mientras trabajaba le recordaba algo de su vida. Dando una
capa de barniz a una silla se acordó de cuando fue torero. No triunfó, es un
mundo con muchos intereses, explicaba. No siempre salen los buenos.
Luego, Andrea, me esclarecía que lo más que toreó fue un novillo y que
aquello no se alargó más allá de seis meses. Sus verdades tendría Pepe. El
hombre echaba el rato y luego volvía al pueblo dando un paseo. Más tarde,
yo, poseía a su hija.
Cuando la casa estuvo lista y preparada para entrar a vivir, a Pepe se le
subió un punto la nostalgia y me dio un apretón de manos (con las dos
manos) que era como una bendición tácita a aquella unión. Podíamos
pasarnos el santo sacramento por el forro: aquello era decente. De todas

50
formas ni Andrea ni yo teníamos pensamiento de casarnos por la iglesia,
pero todas sus hijas se habían casado (el niño no, ese tenía carta blanca)
¿por qué no iba a hacerlo Andrea? Pero ellos dos, padre e hija, se conocían
bien. Pepe y la madre de Andrea, Carmen, sabían perfectamente de qué pié
cojeaba la niña. A Carmen, mujer práctica, le daba lo mismo una cosa que
otra después de haber casado a tres hijas ya. Pero Pepe sentía que aún
dictaba las reglas y que en un momento dado las cosas se hacían como él
dijera. No fue necesario nada de eso, hubo un apretón de manos que ni el
Papa podría santificar. A mis padres, por su lado, todo ese asunto les traía
sin cuidado.

Al día siguiente nos mudamos del todo. El viernes por la tarde, después del
trabajo, cargamos la furgoneta con las últimas cajas. Lo primero que
hicimos al dejar las cosas fue salir por ahí. Andrea quería follar, pero insistí
en ir a celebrar la mudanza antes: follar allí tampoco era algo nuevo. No
hicimos nada extraordinario, sólo ir a tomar un par de copas o tres, pero
experimentábamos una agradable sensación de novedad en todo lo que
hacíamos. Nos movíamos dentro de formas conocidas pero a través de una
incipiente identidad nueva. Hablábamos de la casa, todo era la casa. Lo que
hace falta todavía, lo que dijimos que íbamos a hacer, lo del toldo del
porche… Luego, de repente, ambos nos vislumbramos el uno junto al otro
viviendo en la casa, con todo lo que aquello implicaba flotando como una
mancha difusa que unos ojos recién abiertos no acababan de enfocar.
Veíamos cómo un ‘yo’ que se percibe a sí mismo como distinto mira a otro
‘yo’, Andrea, a quien también reconoce como cambiado. Ahora que trato
de recuperar ese sentimiento se me viene a la mente la palabra <libertad>.
Un nuevo plano de realidad se abría para nosotros. Como si volviéramos a
nacer (fuera de la familia esta vez). Se había cortado el cordón umbilical
que daba unidad a nuestros actos en la vida, la nube de valores desde donde

51
surgen el <Sí> y el <No> que va formando nuestra personalidad de dentro
a afuera. Ya no teníamos que volver a casa, ya no tendríamos que usar más
esa máscara de “hijo”. Un nuevo ser nacía en nosotros y la primera cara
que veía era la de ella, la de ella mirándole a él, y flirteábamos,
flirteábamos en todo momento, como la forma más natural de estar en el
mundo. Ahora sí que teníamos ganas de follar. Mientras más patente se
hacía la nueva situación de libertad más aullaban nuestros cuerpos. Y
aullamos. Aullamos como dioses en el Olimpo. Libamos ambrosía, libres,
muy por encima del límite de la moral. Ya sabes lo que te digo, hermana;
un aullido tan fuerte que los muros del convento no pueden contenerlo. Y a
la mañana siguiente todo lo viejo es nuevo otra vez. Pruébalo, hermana.
Entrégate desnuda a La Criatura de Dios, al Adán, al Culmen de La
Creación que no quería estar sólo. Para él fuiste hecha, a él debes tu cuerpo,
ese al que atiborras con panecillos del diablo todas las mañanas. Andrea
entraba a trabajar antes que yo y la veía vestirse entre sueños. Desnuda
frente al armario, con un tanga puesto quizás, y yo me dormía una hora
más, sabiéndome afortunado por ser Adán y poder disfrutar del cuerpo de
Eva, hecha para mí.
Un cuerpo desnudo junto a otro, hermana, es lo más cerca del Jardín que
puedes estar.

9 Blanco lluvia

-Va a llover. –Anunció Andrea.


Afiné mi olfato. Aspiré. Nada. Saqué la cabeza por la ventana, repetí la
operación. Nada.
-¿Cómo lo sabes?

52
-Porque soy medio bruja.
-Mentira, no existen las medio-brujas. ¿Y desde cuándo predicen el tiempo
las brujas? Eso lo hacen los chamanes. Ten cuidado no te vayan a acusar de
intrusismo.
-Las brujas obtienen el conocimiento de la naturaleza, la leen y la
interpretan. Imagínate que sale una volando con su escoba y le pilla una
tormenta. Una bruja tiene que saber esas cosas. Pues yo saco mi
conocimiento igual, leyendo a mi alrededor. ¿Ves aquella casa de allí, la de
mi tío Paco? ¿Ves ese color que se le pone a la pared? –Yo miraba la pared.
No veía nada. La pared tenía el color de siempre, blanca, con una pequeña
ventana en medio, arriba del todo. Se reía de mí. Disfrutaba viéndome
entornar los ojos. El día estaba nublado y todos los colores cambian. Sobre
todo el blanco cal de las paredes, que dejaba de brillar por el sol como de
costumbre. –Cuando se le pone ese color es que va a llover. Blanco lluvia,
le llamo yo. ¿No ves que es como una neblina?
-Pues no cojas la escoba entonces. Te inventas esas cosas para reírte de mí,
que soy un paleto de ciudad. –refunfuñé.
-¡Que no mi amor! ¡Mmmuac! ¿Esta caja es toda de libros? –Estaba
contentísima. Yo también, pero a ella le gustaba eso de trabajar. Echar
mano, tener algo que hacer y hacerlo. ¿Que hay que abrir un montón de
cajas y colocar todas las cosas en su sitio? Pues venga que tardamos.
Revoloteaba por la casa, la casa de sus padres, sabiendo exactamente dónde
tenía que ir cada cosa, subiendo el volumen de la radio cada vez que sonaba
una canción que le gustara. Se cortaba un poco delante de mí, no cantaba
todo lo fuerte que seguramente acostumbraba. Ella, a quien descubrí como
reina del karaoke un día que una amiga suya dio una fiesta de cumpleaños,
meses después de que empezáramos a ser pareja. Tenía un inglés inventado
que encajaba perfectamente con la sonoridad de las palabras. En aquella
ocasión en que la vi disfrutar con sus amigas como si se me hubiera abierto

53
una ventana al pasado, a un tiempo en que ninguno estaba en la mente del
otro, pude conocer algo profundo, esencial, que habitaba dentro de ella
envuelto en capas de intimidad: el gusto por cantar. Aquél día nublado,
tiempo después, pude haber visto algo íntimo, inseparable, de Andrea si
hubiera estado atento, pero no lo vi, como tampoco vi nunca el blanco
lluvia.

Durante mi primer curso como estudiante universitario en la Capital, vi en


un kiosco la primera entrega de una colección de libros de terror que nunca
llegué a completar. Se trataba de Frankenstein. Yo tendría dieciocho o
diecinueve años a lo sumo. Recuerdo ahora particularmente que fue
colocando esos libros donde apareció mi grabadora de mano.
-¿Qué es esto, una grabadora? –preguntó Andrea al dar con ella.
-Ajá. Mi grabadora de mano. Instrumento indispensable del poeta moderno.
Como la lupa para un detective.
Andrea trasteó un poco el aparato y, sin saber cómo, reprodujo la última
grabación: <<Esto es una pareja de recién casados en la luna de miel, y
resulta que ella es calva y usa peluca. Entonces pues… le da vergüenza
que el marido lo sepa y le dice: -Pepe, apaga la luz, que me da vergüenza
que me veas desnuda.- Cuando se apaga la luz, la mujer se quita la peluca
y se acuesta. A esto que el marido empieza a tocarle la cabeza y le dice: -
María, ¡date la vuelta que has puesto el culo en la almohada! -¡Ja ja ja
ja!>>. Una explosión de risas brotó comprimida del pequeño altavoz de la
grabadora.
-Pura poesía. –Observó Andrea.
-Eso se lo grabamos a mi primo Juan para que lo escuchara en su noche de
bodas con tu amiga Laura. –La grabación avanzó y sonó la voz fuerte y
ronca del tío Monte: <<Sobrino, yo no te voy a contar un chiste, yo te voy
a decir… no, mejor dicho; os voy a decir una cosa, a los dos, sobrina, que

54
esto también va para ti, y es que en el matrimonio ni la mujer obtiene lo
que esperaba ni el hombre se espera lo que obtiene. ¡Os lo digo yo, que
nunca me he casado por lo mismo!>>.
A Andrea le hizo gracia y rió. Fue entonces cuando se le ocurrió de pronto,
bruscamente incluso, una idea. Algo había dentro de ella, algo de un
escurridizo color blanco lluvia que la llevaba a acercarse una y otra vez a
todo aquello que se manifestaba en los gustos de su ex novio Aurelio.

Andrea quiso hacerme una visita guiada por su casa. Me llevó de una
habitación a otra. Yo la grababa como si fuera un reportero o un turista
mientras ella me contaba cosas que habían ocurrido allí, con sus hermanas,
sus padres, etcétera. Historias de su vida. Primero visitamos el cuarto
donde creció, donde dormía con su hermana Mari Cruz, la menor de los
cinco hermanos. En aquella habitación fue su infancia luminosa. La
ventana daba al huerto, pero la vista la dominaba una morera de enormes
ramas, mucho más vieja que la memoria de Andrea, con cuyas hojas
alimentó infantiles gusanos de seda. Allí, me dijo, escuchó una vez, cuando
no tendría más de diez años, que la llamaban. Escuchó una voz lejana que
la llamaba claramente por su nombre: ¡Andrea! Entonces se quedó parada
un segundo, sin estar muy segura de si había oído lo que había oído cuando
volvieron a llamar: ¡Andrea! Se asomó a la ventana, no había nadie.
Confundida, salió de la casa para comprobar que, efectivamente, no había
nadie en el huerto ni por ese lateral de la casa, pero en la parte de atrás
estaba su hermano. Le preguntó y le contestó que él no la había llamado,
pero Pepín, su hermano, carecía de credibilidad: siempre estaba de broma,
intentando asustar a sus hermanas, sobre todo a ella y a Mari Cruz, las dos
más pequeñas. Así que Andrea se convenció pronto de que su hermano
quería asustarla y olvidó el asunto. Su hermana pequeña, con quien
compartía cuarto, nunca vivió nada de tipo sobrenatural. No oyó voces ni

55
nada de eso. Lo que ella vio no provenía del más allá sino del más acá: una
mañana se preparaba para ir al cole cuando miró por la ventana y vio una
figura humana colgando de la morera. Era el Brevo, un pobre diablo que no
llegaba a cuarenta y aparentaba sesenta. El Brevo se bebía todo lo que
ganaba. Pepe, el padre de Andrea, le daba trabajo en las temporadas y un
sitio donde dormir en un cobertizo junto a las vaquerizas. Según Andrea, su
padre estaba convencido de que no se ahorcó, sino que lo mataron. Una
panda de cabrones lo recogió borracho del suelo, le ataron una soga al
cuello y lo colgaron. ¿Quién? Muchos. Al Brevo no lo querían ni en su
casa. Siempre andaba robando, engañando, trapicheando. Trabajar en el
campo de jornalero debía ser para él más una terapia o una escapatoria que
un modo de ganarse la vida honradamente en sí. Pero el Brevo no llegaba al
jueves sobrio. Tarde o temprano acabaría de cualquier manera, pero no
ahorcándose, de eso estaba seguro Pepe.
Tras pasar por el salón y la chimenea salimos a visitar las vaquerizas.
Cuando las vaquerizas estaban repletas de vacas, mucho antes de la riada,
la niña Andrea pasaba horas y horas con ellas (flaca Andrea, coleta alta
frente a quinientos kilos de pacífico rumiante). Recién entrada en la
adolescencia Andrea oyó que alguien le susurraba su nombre junto a al
oído. Allí sólo había vacas, pero el susurro fue más claro y más “cercano”
que la voz que la llamó en su habitación. Al conocido ¡Andrea!, (susurrado
ésta vez), se le sumó un terrorífico ¡ven! Aquella voz fue real, tenía que ser
de alguien: alguien la había emitido y había sonado, fuera de su cabeza,
junto a su oído. No tuvo dudas de eso. Se asustó de veras. Ni siquiera pensó
en la posibilidad de que su hermano anduviera por allí tratando de meterle
miedo. Entró en casa y se quedó instintivamente cerca de su madre toda la
tarde como una buena niña. Luego, en la ducha, le bajó la regla.

<<-Y ahora, si me sigues hasta el pozo, te contaré lo que vi una vez.

56
-Digas lo que digas creo que nuestros oyentes no te lo van a creer después
de la historia del susurro y la regla.
-¡No te burles! Te lo digo en serio. Todo lo que te cuento es verdad. En
este pozo tuve una visión.
-Perdona, ¿eso fue antes o después de que te bajara la regla?
-Después… –Sonó malhumorada por la grabadora.
-¿Sabrías decirnos exactamente el número de menstruación? ¿Habrías
perdido quizás dos o tres óvulos desde entonces, o puede que quince o
más?
-A ver si te vas a caer por el pozo en un descuido…
-Ops…
-Aquí vi, en el agua, en serio, la cara de un hombre ahogado, un negro. Yo
recuerdo de cuando era pequeña, con siete u ocho años, que una
temporada vivió con nosotros un senegalés llamado Brahimi. No tenía
papeles y lo extraditaron a su país. Dijo que cuando arreglara los papeles
volvería pero nunca volvió.
-La última vez que lo viste fue en el agua de este pozo.
-Sí, con catorce o quince años. Estoy segura de que se ahogó cruzando el
estrecho.
-¿Y por qué crees que lo viste?
-No lo sé. Desde entonces no me ha vuelto a pasar nada extraño. En
aquella época yo era una niña muy sensible. Mi tía Frasqui, dice mi
madre, tenía visiones y adivinaba cosas de la gente. Las tuvo durante toda
su vida pero dejó de contar lo que veía porque no se casaba, y la gente
antigua es muy supersticiosa, ya sabes. Yo creo que de niños y durante la
pubertad somos capaces de ver cosas que luego no podemos, como si
perdiéramos del todo un sentido poco desarrollado.
-¿Crees que por eso salías con Aurelio? ¿Para reencontrarte con tu
sentido paranormal?>>

57
-Indioto… -dijo dándome un codazo.

Escuchábamos la grabación en la cama. Llovía, como predijo Andrea. Con


los pies enredados bajo las sábanas escuchábamos nuestras voces. A ella su
voz le sonaba muy rara, no paraba de repetirlo. Yo estaba más
acostumbrado a oírme. Las voces sonaban diminutas y metálicas. Le volví
a insistir en la pregunta. Esta vez más serio. Inconscientemente quería ver
dentro de ella, ver algo que intuía pero no percibía con claridad, algo que
era parte de ella y que la llevó a Aurelio y sus sombras.
No sabía decirme. Ahora que lo mencionaba, quizás algo de eso le atrajo de
él. Pero aclaró que empezaron a salir juntos antes de todo el asunto de la
ouija. Se conocían de vista, del instituto, y se encontraron en el parque San
P., él tocando la guitarra y ella pidiendo fuego. Ahora prefería los poetas a
los músicos, me lisonjeaba. Bajó la mano entonces hasta mi entrepierna y a
mí me sobrevino el recuerdo de la vieja en la ventana. La imagen me había
estado rondando desde lejos a lo largo del día, tintineando en las historias
de Andrea, pero ahora pedía paso con vehemencia. La detuve un segundo
en la lengua, de la que parecía querer saltar. Andrea acariciaba
despreocupada mi pene. Nunca lo había contado, a nadie. Estuve tentado de
hacerlo más de una vez, pero siempre callé. Aquel momento se presentaba
como el idóneo: en la cama de la Nueva Vida, con Andrea acariciándome
el sexo mientras pensaba seguramente en su ex novio, ahora que acababa
de estar hablando de él.
Noté cómo mi voz se modulaba a un tono pocas veces sintonizado. Cuando
las palabras salieron de mi boca, debieron sonar lo suficientemente
enrarecidas como para que la mano de Andrea se detuviera. Sabía que me
creería, no tenía que temer por eso, pero me estaba desnudando al contar
aquello. Y es que ahora que lo sacaba de dentro por primera vez me daba
58
cuenta, me confirmaba a mí mismo de alguna manera, de que yo realmente
creía haber presenciado algo maligno, < <una manifestación del Mal>>,
fue la forma que tomó en palabras el sentimiento que me dejó la
experiencia. Yo no vi a Lucifer, ni a un demonio ni a un macho cabrío,
pero la sensación indescifrable que me acompañó desde allí hasta mi casa
(y que se repitió tras la sesión de ouija en que nos conocimos) me hizo
guardar silencio todo ese tiempo. Una manifestación del Mal. La frase se
encajó en mis esquemas mentales como una verdad intuitiva que, una vez
descubierta, se asume automáticamente.
-¡Vamos a la casa! ¡Quiero verla! –lo decía en serio.
-¡Pero si está lloviendo, bruja!
-Pues mañana por la noche vamos. Nos damos una vuelta nocturna en
bicicleta.
-Vale. Ahora vuelve a bajar la mano.
-Pon la grabación de nuevo. -¡Anda ya! Tú baja la mano. –Pues ponme el
poema de la luna, que sé que lo tienes por ahí. –Sólo si bajas la mano.
La mano bajó dócil. Busqué una de las primeras versiones, un trozo, una
tentativa. Mi voz, la voz que tuve hace muchos años, salió de su guarida
digital para que Andrea viajara en el tiempo hasta un yo (un Leo) anterior.
La oía como quien espía a alguien por un agujerito. Desde la lejanía de esa
diminuta ventana sonora digital que se había abierto, trataba de otear algo
dentro de mí. Ella también me amaba. Yo me sentía desnudo. Estaba
desnudo, sí, pero la sensación de desnudez no era el correlato de la falta de
ropa. Era la mirada de Andrea espiando a través de sus oídos, la mano que
se detenía, lo que me hacía sentir vulnerable. Vivíamos juntos y nos
fundíamos en momentos como aquél, cuando el pecho se ablanda y la otra
persona puede meter la mano dentro y sacar para sí partes de ti, reclamadas
como un derecho de conquista. Y yo me dejé asediar. Aprendí a dar trozos
de mí mismo para mantener puro el amor, aprendí que su pureza reside en

59
su poder para fusionar las almas y transfigurarlas, haciéndolas ascender a
niveles superiores. El amor ya no estaba sólo en nuestros cuerpos, en la
yema de los dedos, en el roce de las piernas, en la novedad y el
descubrimiento. Ahora lo teníamos también en los abrazos de la cocina, en
las siestas de sofá. El efusivo torrente de nuestro encuentro había dado paso
a un caudal que se ensanchaba tranquilo. Ya no éramos aquellos dos seres
primitivos que danzaban rituales ancestrales y mágicos en el taller de
reciclaje, pero aún así, estaría dentro de ella antes de que la pista acabara.

<<¡No, Luna de plata, no me quieras llevar a tu morada! Tu brillo es


viejo, y de mármol la mirada que lanzas sobre los hombres con luz
prestada. La claridad del Sol en polvo transformas, y moliéndola con tus
giros de gris molino la esparces sobre las almas. Luz del Otro Lado, luz de
torvos pensamientos que alumbra a los locos de la Tierra, tu sierva. Locos
que por tu razón pueden ver en su interior todo lo que fue y todo lo que
habrá dentro de la humanidad. ¡No, Luna de plata, no quieras llevarme a
tu morada!...>>

10 Aquella noche del Día de los Muertos

Al día siguiente también llovió. El otoño regaba la primavera de nuestro


amor. El Día de Todos los Santos estaba cerca y a Andrea se le acumulaba
el trabajo. Ramos y centros de flores artificiales, así como arreglos florales
de todo tipo, la tenían tan ocupada que la excursión a la casa de la vieja se
aplazó indefinidamente. Mi Andrea, cuando se agobiaba mucho con el
trabajo, no podía remediar hablar de ello constantemente. Siempre le
faltaba tiempo para tenerlo todo listo. Y para colmo, se cruza en su

60
contrarreloj de lirios y crisantemos Doña Rosario, que se enfada porque no
le tiene preparado el ramillete de claveles frescos que le había dejado
encargado a última hora. Ella le avisó; le dijo que quizás no podría tenerlo
a tiempo pero que lo intentaría. No prometía nada, pero la antigua
gobernadora quería recoger el ramillete para el viernes treinta y uno a
última hora de la tarde. Andrea trató de convencer a la señora de que el
sábado por la mañana también las podía recoger, que abrirían temprano, y
así podría llevar los claveles recién cortados. Inflexible, Doña Rosario
reclamó sus claveles el viernes a las diecinueve horas cincuenta y cinco
minutos. No hubo manera de quitarle hierro al asunto. Doña Rosario debía
ir -muy temprano al camposanto. -palabras textuales.
-¡A ver si va a abrir usted las rejas del cementerio, señora! –fue el error
fatal de Andrea. Doña Rosario se quejó de igual a igual a Belén, la jefa. Se
quejó particularmente de las palabras de Andrea y de la enorme falta de
respeto hacia una persona mayor como ella que significaban; se quejó en
general de la poca educación de los jóvenes de hoy en día, lo cual le llevó a
quejarse no sólo de los jóvenes sino también de sus padres y de la correcta
disciplina que la democracia, evidentemente, no sabía dar. Veladamente
pareció dejar intuir una queja a la floristería en sí, pero no se atrevió a
seguir por ese camino ante el gesto de Belén y terminó puntualizando
expresamente que ella nunca había tenido queja alguna del servicio
anteriormente. Belén la apaciguó con la promesa de que a las diez de la
noche como muy tarde tendría en casa un ramo de gladiolos. Tendrían que
ser gladiolos, si no le importaba, ya que los claveles estaban contados para
los centros y las coronas. Pero le haría buen precio. Y disculpe las
molestias, Doña Rosario, pero andamos muy cargados de trabajo estos días.
Me tocó ir a mí, a modo de emisario diplomático. Belén mandó a Andrea,
yo le acompañé, y llegados a casa de Doña Rosario me encargué de todo.
La señora estuvo encantadora.

61
Las lluvias cesaron la noche antes del Día de Todos los Santos. La mañana
despertó fresca y clara. Las gotas de rocío, como limpias perlas de cristal
puro, colgaban de las hojas, de las briznas de hierba y de la naturaleza toda.
La tierra mojada se pisaba blanda y acuosa bajo los pies, y el aire olía como
si ningún hombre hubiera pisado jamás la faz de la Tierra. El frío de la
mañana y la calidez del tibio sol de otoño se armonizaban sobre mi piel,
rompiendo definitivamente los lazos del sueño. Aún puedo verme con la
cara girada al sol y los ojos cerrados, agradeciendo en silencio el regalo de
calor como una flor más del campo, como debe de agradecer la margarita
que la saquen de la noche fría. Y respirando, respirando el aire fresco de mi
nueva vida.
Andrea se había marchado temprano a trabajar y anduve solo en el campo.
Ahora vivía en el campo. Me gustaba aquello. Un poeta en el campo. No
podía estar más feliz y fui consciente de ello. Era la mañana de un sábado
no laborable tan hermosa que clarificaba la mente y reiniciaba el espíritu.
<Jesucristo nunca mandó trabajar a nadie, ni Buda tampoco>, pensé. Para
mí, vientos de otoño, como dijo el poeta japonés. Tenía intención de ir a
visitar a mi abuelo al cementerio, que debía estar lleno de gente. Pero mi
mente estaba en el sonido del río, en el azul del cielo, en los pájaros, en
Andrea. Engañado por esa sensación de eternidad que me suele transmitir
la mañana (de manera que me parece que voy a tener el mismo ánimo todo
el día, que el aire va a soplar igual de fresco y el sol va a calentar igual de
plácido, como si ese ambiente matutino fuera a permanecer alegremente
inmóvil hasta que a uno le apetezca), me dije que luego más tarde iría. Pero
era un día para los vivos, y tras recoger a Andrea en la floristería nos
fuimos a tapear a una terraza, al sol. Luego inevitablemente llegaron las
copas, y encontrarse con amigos, y gastar dinero hasta llegar más bien
borrachos a la cena y comernos el uno al otro haciéndonos un poco más

62
Uno con el Otro. Y dormir como duermen los vivos después de haber
vivido.

A la mañana siguiente fue la pereza y la resaca. Pero el día era tan claro
como el anterior y la noche aún más. No recuerdo bien ahora qué me llevó
a salir de casa aquella noche del Día de los Muertos. Me puedo imaginar
que veíamos una peli (el plan favorito de Andrea para los domingos de
otoño) y seguramente saliera a tirar la basura antes de meternos en la cama.
A mi derecha quedaba el pueblo y sus lucecitas, resaltando las torres
iluminadas de Santa A. y San G.. Por encima de ellas, avanzando desde el
este, una luna llena enorme observaba la pequeña ciudad con alma de
pueblo. Llamé a Andrea: -¡Nena, sal a ver la luna, está preciosa! –puede
que le dijera. Andrea, friolera practicante, de las que se enfadan cuando
tienen frío, no hubiera saldido de casa en una noche de noviembre más que
para ver la luna. Eso sí: ver la luna siempre lo merecía. Lunática Andrea…
A veces le comentaba que había visto la luna en alguna parte (al pasar por
el boulevard, quizás) y que no era más que un estrechísimo arañazo
brillando en el cielo. Entonces ella siempre quería ir a verla, aunque fuera
sólo eso, una delgada línea apenas visible. Y al terminar en el trabajo
pasábamos por el boulevard de nuevo. Los dos adorábamos la luna. Nos
gustaba apreciar con curiosidad sus fases y, de cuando en cuando,
encontrarnos con el regalo cautivador de la luna llena.
Andrea salió de casa, sacrificio que su religión le impone, y se acurrucó
junto a mí en la oscuridad del campo. Hablábamos de lo limpio que estaba
el aire después de las lluvias, de lo brillante y nítidas que se veían la luz de
la luna y las estrellas, cuando nos fue pareciendo que unas manchas, como
unas nubes tenues y difusas, apenas humo, deformaban la luz selenita. Casi
sin darnos cuenta se iluminó un aro brillante alrededor del satélite,
convirtiéndolo en un ojo de piedra. Fue hermoso como solo puede serlo el

63
cosmos. Maravilloso en el sentido más tribal del término. Quedamos
hechizados. ¿Qué probabilidades hay de ser testigos en tiempo real de un
fenómeno como ese? Por entonces aún no sabíamos nada sobre el halo
lunar. No sabíamos, por ejemplo, que se forma debido a la refracción de la
luz de luna al pasar por miles de diminutos cristales de hielo hexagonales
que se forman ahí arriba, en la troposfera, un lugar frío donde ocurren la
mayor parte de los fenómenos meteorológicos. Un lugar común, nada
mágico ni especial. Quisimos empaparnos, saberlo todo sobre el halo lunar,
aunque la ciencia nos golpeara con datos fríos y desagradables. Que
sucediera en la vulgar troposfera fue un insulto para Andrea, que nunca
había visto su luna tan bonita. Cuando le dije que había leído que si con un
brazo apuntas a la luna y con el otro apuntas al halo resultaba un ángulo
exacto de veintidós grados, dijo que no quería saber nada más y que yo,
concretamente, ardería en un extraño infierno pagano si seguía así. Pero
todo eso fue después, más tarde. Aquella noche no había ciencia en
nuestras cabezas sino hechizo.
Ella cayó presa del misterio antes que yo, pues me encontraba atrapado en
el interior de mi mente, tratando de ensamblar mi halo del pasado con el del
presente bajo categorías mitad racionales mitad esotéricas. Entonces
Andrea pareció leerme el pensamiento, se acordó de lo que yo recordaba y
quiso ir a la ventana. No podía negarme aunque quisiera. Antes de darme
cuenta estábamos montados en las bicicletas camino de la calle de la P.

Creo que no había vuelto a pasar por allí. Al menos no para ir a ver
expresamente la casa. Llegamos a la ventana silenciosamente, como si
fuéramos a robar. Aunque en realidad íbamos a espiar, de alguna manera.
La persiana estaba completamente bajada. Mirando la fachada y la puerta
de la casa, tuvimos la sensación de que estaba abandonada. Después de la
riada todas las casitas bajas de la calle habían sido restauradas. La acera y

64
la calzada estaban limpias y suficientemente iluminadas, pero por aquella
casa no parecía haberse preocupado nadie: la persiana pasaba de lo
polvoriento a lo directamente sucio; la cal de la fachada, surcada por grietas
que zigzagueaban de un desconchón a otro, semejaba una vieja tela de
araña abandonada, mientras que el hierro de la ventana acompañaba la
estampa a la perfección mostrando un aspecto apagado y ceniciento.
Escenifiqué los hechos para Andrea tal y como los recordaba, y luego
seguimos la ruta que hiciera entonces en dirección a casa de mis padres,
pasando por el parque donde me desbordó la locura y deteniéndonos en el
otrora parking donde vi el halo por primera vez.
Andrea tiró de mí para coger las bicicletas allá en el campo, en la casa, y
ahora yo iba a comprobar hasta dónde estaba dispuesta a llegar ella.
Recuerdo su cuello estirado hacia arriba, con la cara vuelta hacia el cielo
nocturno, buscando el halo lunar. Dirigí la pregunta a su nuez: -¿Quieres ir
al cementerio? –y dijo que sí. Después de todo, era un juego de
enamorados, como los que solíamos jugar no hacía mucho tiempo. Viajar
en autobús era un juego de enamorados, comprar ropa, salir a cenar, todo
era un juego de enamorados, el juego de transgredir las normas del decoro,
de sentir el peligro juntos, como los niños. Hoy estábamos jugando de
nuevo afuera, en la calle. Y además hacía una noche estupenda toda vez
que hubimos entrado en calor con el pedaleo de la bicicleta.

Yo había saltado de noche al cementerio al menos una vez, que recuerde.


Digo que recuerde porque son cosas que hice hace mucho, antes de cumplir
dieciocho años incluso. Hablo de la época de la bohemia adolescente.
Puede que fuera el invierno en que cumplí diecisiete años. La escalada vital
de experiencias aumentaba y conocí a Román a través de los más veteranos
del grupo aquél. Ninguno teníamos carnet de conducir ni coche, pero
Román tenía un todo terreno. No sé qué edad tendría él entonces, calculo

65
que al menos seis o siete años más que yo. La cuestión es que aquellos
amigos cogieron cierta costumbre de irse al cementerio a beber, así como
consumir música a todo trapo y demás sustancias. Una de las veces que fui,
alguien propuso saltar la verja del cementerio. Román no quiso ir. Nada
nuevo para él. Blanco tampoco, demasiado para él (aunque se escudó en
que ya había saltado antes, por lo que en principio no era más que una
cuestión de ánimos). Yo salté la verja virgen, igual que Óscar, amigo poeta
independiente del grupo, de mi misma edad, que estaba con nosotros esa
noche. Un tipo solitario con quien yo congeniaba particularmente bien.
Ambos experimentadores noveles seguíamos a los veteranos Fran y Javi,
que contaban con al menos un par de internadas previas cada uno. Al poco
de saltar la verja, Javi se quedó sentado en un banco, solo. Nosotros
seguimos adelante con Fran, que estaba borracho como una cuba. No
paraba de gritar y farfullar contra las supersticiones y la cultura del miedo a
la muerte en que, decía él, vivimos. En uno de esos etílicos vaivenes
mentales dijo algo así como –“¡Aquí no pasa nada! ¡Qué va a pasar!
¿Quién va a aparecer por aquí? ¿Quién va a llegar y te va a hacer
¡Uaaaaaaahhhh!” Y salió corriendo dando gritos. Desapareció de nuestra
vista y de nuestros oídos entre cruces y setos. Óscar y yo nos esperábamos
el correspondiente susto de rigor, pero no llegaba, así que decidimos seguir
andando. Mi amigo y yo nos relajamos y tratamos de disfrutar del
excepcional paseo nocturno. Lo logramos por un momento, disfrutamos.
Pero llegados al final de una calle nos dimos la vuelta y, sin saber por qué,
completamente autosugestionados, empezamos a correr agarrándonos el
uno al otro del brazo y la camiseta. Saltamos atropelladamente la verja y al
llegar al coche estaban todos allí, los valientes y los cobardes.
La experiencia con Andrea empezó de la misma manera: saltando la verja
del cementerio. Mi mente conectó directamente con aquellas sensaciones
de la adolescencia. Evidentemente no era la segunda ni la tercera vez que

66
iba al cementerio, ni la cuarta, pero saltar la verja a escondidas y con
nocturnidad lo cambia todo.
Era la noche del Día de los Muertos y la mayoría de las tumbas estaban
limpias y arregladas; adornadas con flores, fotos, estampitas de santos,
escudos de equipos de fútbol, muñecos… Los gatos del cementerio nos
observaban ocultos, tranquilos y curiosos entre lápidas y matorrales.
Tuvimos que entrar, casualmente, por la misma calle por la que anduvimos
Óscar y yo el invierno de mi decimoséptimo cumpleaños, pues la reconocí
al instante con el trasfondo de la noche: a mi izquierda, no a ras de suelo
sino elevadas, una hilera de imágenes de mármol cuidaban de sus
respectivos sepulcros. Vírgenes, ángeles alados y cruces de diversos tipos
se nos imponían desde la altura. A la derecha, una vasta extensión de
tumbas bajas formaba una difusa maraña de cruces. Estuvimos caminando
con excitación pero sin terror. Llamaba la atención la cantidad de velas
rojas apagadas que habían quedado sobre las tumbas después de los días
santos: ninguna aguantaba encendida en la noche del domingo. Poco brilla
la luz para los muertos, y el recuerdo no suele ser más que un ascua que de
vez en cuando prende en llama. Pasamos por la tumba de un familiar de
Andrea, alguien a quien no había llegado a conocer. Me preguntó entonces
si quería que fuéramos a ver a mi abuelo, al fin y al cabo aún no había ido a
verle. Pero no quise ir. Aquella visita al cementerio bajo la luz del halo no
tenía nada que ver con mi abuelo. No quería que tuviera nada que ver con
mi abuelo.
Dirigí entonces el rumbo a una zona desconocida para mí. Estábamos
curioseando lápidas y leyendo nombres, fechas e inscripciones
perfectamente visibles a la luz plateada de la luna, cuando encontramos una
tumba que sobresalía llamativamente sobre el resto. Debía tratarse de la
tumba de un mejicano. Lo dedujimos por el estrambótico altar de tres pisos
que teníamos delante, adornado sin dejar resquicio alguno por flores

67
amarillas y exóticas figuras de la Santa Muerte. A Andrea le encantaron las
figuritas, dijo que parecían hawaianas que se habían quedado en los huesos
de tanto bailar para los turistas. El comentario me recordó lo que dijo Fran
aquella noche sobre la cultura del miedo a la muerte, tan particular de
Europa. Estando hechos a, o criados en, nuestra imaginería clásica, ambos
quedamos fascinados ante esa alegre vestimenta de la muerte proveniente
de Méjico, esa sonrisa de calcio como última expresión de la vida. Alegría
descarnada que no oculta la pena y el dolor bajo máscara alguna. Por no
haber no hay ni la máscara de la cara con que nacemos. En esas figuras de
la muerte mejicanas no hay barbas, ni ojos de amor y consuelo, no hay
gesto redentor. Tan solo hay pómulos y cuencas vacías. Era la única lápida
de todo el cementerio que remitía verdaderamente a la muerte, la única que
decía claramente que allí, bajo esa losa, se encontraba la muerte. Las demás
decían que tras la losa estaba la vida. Pero no fue la tumba más extraña que
vimos aquella noche.

Recorrimos algunas calles más y luego, girando para poner rumbo de


vuelta, dimos con el sector del cementerio reservado para los niños y los
bebés. Vidas cortas, muertes largas. No sabíamos decir quién perdió más, si
quien estuvo en el mundo meses o semanas o quien lo dejó después de
cuarenta y tantos años. Éste último deja lo ganado, pero parece que duele
más cuando se pierde lo que aún está por ganar. Aquella zona del
cementerio estaba sensiblemente más descuidada. Muchas lozas del suelo
bailaban rotas y la vegetación crecía a su antojo alrededor de las lápidas.
Llegando al final de la fila nos llamó la atención una vela que,
milagrosamente, parecía estar encendida. Alumbraba la penúltima de las
lápidas. Cuando nos agachamos a ver el nombre del infortunado, la luz de
la vela me resultó… peculiarmente amarilla. De inmediato el recuerdo: ¡esa

68
luz amarilla! ¡La bombilla! ¡La bombilla colgando del techo por un cable!
Me sobresalté. El corazón corría como si tuviera pies.
-Mira esto. –me señaló Andrea. Delante de la lápida no había flores, sino
una piel de serpiente cuidadosamente colocada en círculo. Dentro del
círculo había una flor marchita rodeada por dos colmillos, alargados y en
forma de hoz, que debían ser también de serpiente. Aquello me puso los
pelos de punta. Intuitivamente di un paso atrás. – ¡Ven aquí, miedica! ¡No
dejes sola a tu novia! –me susurró Andrea. Me acerqué de nuevo pero no
me agaché. Andrea escudriñó la lápida y me informó de que no había
ningún nombre pero sí una fecha: la criatura vivió sólo tres días, sin
especificar el año. La losa debió haber tenido tallada una cruz, pero la
habían arrancado y destrozado hasta quedar irreconocible.
-Apuesto a que la flor marchita es una flor de lis. La vela tiene dibujada
una. –dijo Andrea poniéndose en pie y adoptando una actitud detectivesca.
-¡Mira! –exclamó de nuevo con el dedo apuntando a la lápida. Yo no quería
ver nada, y ella lo veía todo. Sobre la lápida se erguía antinaturalmente un
huevo, sin duda de serpiente. Quien quiera que lo colocara allí tuvo que
romper la base para que permaneciera erguido así, pero yo no tenía
intención de acercarme a investigar esa opción. Entonces vi de reojo que
Andrea tenía algo en la mano. ¡Mi grabadora! ¡La llevaba encima!
-¿Qué haces con eso? –pregunté irritado por el miedo.
-Quería grabar una psicofonía en casa de la vieja, pero se me olvidó. ¿La
grabamos ahora? ¡Esto es mejor!
-¿Una psicofonía? Aprendiste mucho de tu novio Aurelio, por lo que veo.
-Toma, yo no sé ponerla a grabar, hazlo tú.
Me resistí con cierta dignidad pero terminé por ceder. Pondría la grabadora
diez segundos, quince a lo sumo, y nos iríamos de allí. Andrea me explicó
que Aurelio hacía una pregunta y esperaba treinta segundos en silencio. Yo
le expliqué que yo no era Aurelio, que me llamaba Leonardo y que usaba la

69
grabadora para grabar poemas. Veinte segundos máximo. Puse la grabadora
en marcha apuntando a la tumba, como si le estuviera haciendo una
entrevista. A los siete u ocho segundos de silencio, Andrea preguntó: -
¿Hola? – y se tapó rápidamente la boca. En el silencio del cementerio, la
pregunta sonó fuerte y como si llegara desde otra dimensión. Aguanté sin
moverme, contando mentalmente hasta veinte, cuando un gato saltó desde
detrás de la lápida dándonos un susto de muerte. A Andrea se le escapó un
grito ahogado y el huevo, que seguía erguido sobre la lápida en contra del
sentido común, se precipitó hacia delante apagando la vela en su caída,
rompiéndose. Los dos dimos un brinco hacia atrás y quedamos inmóviles
por un segundo antes de buscarnos el uno al otro con las manos. Cuando
estuvimos agarrados nos llegó un olor verdaderamente apestoso, lo peor
que he olido en mi vida. El foco del olor era el huevo, que rezumaba una
viscosidad negruzca hecha de todo lo podrido que pueda haber en el
mundo.
Huimos de allí, y aún estando lejos podíamos percibir el persistente olor a
putrefacción, como si la peste se hubiera instalado en nuestras narices.
Recorrimos el camino de vuelta a casa pedaleando junto al río, aspirando
aire fresco. El halo de la luna relucía limpio, como si no tuviera nada que
ver con aquello, pero a mí ya no podía engañarme. Yo miraba al cotidiano
satélite desconfiado, desenmascarando la perfidia tras la belleza. El
resplandor del halo hacía que el trozo de cielo que quedaba dentro de él se
viera más oscuro que el resto; negro como las entrañas del infecto huevo de
serpiente. La vela, la luz amarilla, la flor marchita, la lápida sin nombre y
sin cruz. Todo se agolpaba en mi mente y giraba a alrededor mío como el
halo circunda a la luna.

70
No hablé mucho por el camino. Cuando me quise dar cuenta estábamos en
casa. Recuerdo resistirme a mirar otra vez arriba antes de entrar, pero
Andrea lo hizo por mí.
-¡El halo! ¡Ya no está!
Estaba excitada por la aventura, pero a mí todo aquello me pesaba como un
mal augurio, como una sombra amenazante que no sabía decir si se
proyectaba hacia el pasado o hacia el futuro.
Ya en la cama Andrea quiso oír la psicofonía, si es que se había grabado
algo. La pusimos. Nada. <¿Hola?> preguntó con fuerza la voz de Andrea.
Nada otra vez. Andrea se la puso de nuevo, pegándose el altavoz a la oreja.
Antes del ¿Hola? no se oía nada, después tampoco. Pero Andrea volvió a
repetir la grabación a partir de su intromisión.
-¡Aquí! ¡Mira, pon la oreja! –yo no oía nada. –Que sí, justo al final, antes
de irnos por el olor. –volví a escuchar detenidamente y, efectivamente, se
oía algo. El grito de susto de Andrea por la aparición del gato nos dio una
idea de la secuencia de acontecimientos: gato sale corriendo, grito de
Andrea, caída del huevo, pestilencia y huída. Justo en el segundo que debía
corresponder a la caída y rotura del huevo, y hasta el final de la grabación
(no más de cinco segundos en total), se oía algo muy débilmente. No eran
palabras, más bien parecía un lamento o una llamada larga. Me picó la
curiosidad (la misma que me llevó a ver qué ocurría con aquella vieja
mirando por la ventana de madrugada) y encendí el ordenador. Pasé la pista
de la grabadora al ordenador para oír mejor ese trozo. Subí el volumen todo
lo que pude.
-Es un gato. –dije. –Un maullido de una gata en celo. El cementerio está
lleno.
-Tú has estado allí, ¿has oído ese maullido?

71
-No, pero la grabadora puede haberlo captado y nosotros no. ¿Acaso no es
la misma lógica que la de la psicofonía? La grabadora recoge voces que
nosotros no oímos aún estando presentes, ¿verdad?
-Es un bebé. –repuso Andrea obviando mi argumento.
-Un gato.
-Estábamos delante de la tumba de un bebé de tres días, la única con una
vela encendida de todo el cementerio, la única adornada con pieles de
serpiente, colmillos y un huevo. ¿Qué más pruebas quieres?
Su argumento era sólido, pero el mío era lógico y tranquilizador. Preferí
quedarme con el mío y echarme a dormir.

Al fin de semana siguiente, la familia de Andrea se reunió allí, en el campo,


para hacer una paella. Cuando yo llegué ya estaban todos. Apenas me hube
abierto la primera cerveza vinieron Laura y Marta, dos sobrinas de Andrea
de unos diez años por entonces, a pedirme que por favor por favor fuera
con ellas a la casa. Allí estaba Andrea, sentada en una silla con la
grabadora en la mano y la cara estupefacta.
-¿Qué pasa? –pregunté.
-Escucha esto. –me pidió Andrea. Reprodujo una pista y comenzó a sonar
la grabación que hicimos en plan visita guiada por la casa. Puso la parte
cuando me enseñó su cuarto de pequeña, el que había compartido con su
hermana Mari Cruz. Lo oí y ya. No veía lo extraordinario. Las sobrinas
insistieron en que lo oyera otra vez. En un momento dado de la grabación
me miraron insistentemente, como si tuviera que oír algo justo ahí, pero no.
Me lo pegué directamente a la oreja y entonces sí que oí algo: por detrás de
la voz de Andrea se oía un sonido lejano, muy parecido a lo que grabamos
en el cementerio.
-¿Otro gato?

72
-Pues sí. –rió asombrada Andrea. –Las niñas han descubierto la grabadora,
les he puesto esto que grabamos y ellas han venido diciendo que se escucha
un niño llorar en esta parte. Yo me he quedado de piedra.
-¿Un niño? No había ningún niño. Estábamos tú y yo solos.
-Tampoco había gatos.
-Bueno, pero es más fácil que se cuele el maullido de un gato del
cementerio, que los hay por todas partes, que el llanto de un niño. De un
bebé, concretamente.
-No me hagas hablar delante de las niñas. –cerró Andrea.

Ella tenía razón aunque yo no quisiera admitirlo: sonaba como el llanto de


un bebé.

11 Consejos

Llevo una semana sin escribir. La razón es que el hermano Francisco va a


tomar los votos perpetuos, lo cual significa que el joven va a dedicar
totalmente su vida a Cristo. Hasta ahora, sólo había estado renovando cada
año los votos temporales, pero con este paso ya no habrá vuelta atrás para
él: dará el Sí definitivo. Una pena siendo un muchacho tan joven, pero hay
una parte de mí (la que me ha traído hasta aquí) que le comprende.
La decisión del chico ha reactivado un poco la vida del monasterio. He
llegado a oír monjes hablando del tema a las diez de la mañana, eso es muy
temprano para que se rompa el silencio en este lugar. (Uno no se hace a la
idea de los que es el silencio hasta que no vive como esta gente.) Lo cierto
es que la expectación ha causado mella en Francisco, quien se estaba
preparando un discurso, y cuando ya lo tenía todo listo, se sintió inseguro,

73
así que vino a pedirme consejo apelando no a mi valía como teólogo, desde
luego, sino como poeta, según él considera. Con gusto acepté revisar,
siempre en mi humilde opinión, su sermón, que, sinceramente, me ha
parecido interesantísimo. Trata sobre un asunto eclesiástico interno, podría
decirse: la contradicción implícita entre cumplir con la virtud de ser
humilde, por un lado, y hacer carrera dentro de la Iglesia por otro. Ser
nombrado obispo, por ejemplo, es una especie de ascenso acompañado de
responsabilidades, algo que llama a la vanidad de uno y le pone a prueba.
¿Es un premio o es un castigo? Se pregunta el joven hermano. En el fondo,
el texto es una apología de la vida monacal frente a los burócratas
eclesiásticos. Por mi parte, me he limitado a hacerle alguna sugerencia en
cuanto a la organización del escrito y señalarle cuándo repite demasiado
ciertas palabras, además de resaltarle los puntos buenos del discurso para
que coja moral.
La medicina surtió su efecto y por un par de días recobró la confianza en su
obra, pero a la mañana del tercero reapareció en el huerto buscando ayuda
terrenal. El problema no era ya el discurso en sí sino él mismo, su actitud a
tomar durante la intervención. Su “show”, diríamos. El chico sólo
necesitaba un poco de apoyo y ensayo. En cuanto lo hubimos repasado una
par de veces ya iba solo. Ayer me lo recitó casi sin mirarlo y, si bien no con
plena confianza, sí con profesionalidad. Mañana es su gran día. He ido a
visitarlo pero dice que sólo quiere rezar, aunque se ha mostrado muy
agradecido por mi interés. La verdad es que me siento orgulloso de él. Es
un chaval simpático, algo nervioso quizás para ser monje, aunque aquí
cualquiera parece hiperactivo en relación al ritmo de vida que impera.
Cuando lo pienso me da un poco de pena verlo aquí encerrado siendo tan
joven. Sin embargo, no parece tener nada de curiosidad por el ruidoso
mundo que agoniza fuera de estos muros. Lo suyo debe ser verdadera
vocación, aunque yo ni le pregunto ni le insinúo nada acerca de por qué

74
está aquí. Todo el mundo sabe o, mejor dicho, quiere saber, por qué estoy
yo aquí, pero eso no me da derecho a mí para preguntar a nadie por qué ha
elegido este camino, como si llevar esta vida fuera algo que debiera
explicarse. ¿Acaso explica nadie por qué lleva una vida común y corriente?
Trabajo, casa, casa, trabajo, cerveza, cena, chanclas, bufanda, fútbol,
Andrea, Andrea, Andrea. Yo adoraba esa vida tan común y tan corriente
junto a Andrea. Ella lo hizo posible, pero nada dura para siempre: todos los
equilibrios se rompen.
(Por cierto, he sabido que nadie lee estas páginas desde el capítulo siete,
pues el hermano Francisco lleva un tiempo preparándose para la ceremonia
y el resto de la comunidad perdió rápidamente el interés por las escenas
mundanas de mi historia.)

Continuaré de todas formas:


Pasó el otoño y pasó el invierno. Las lluvias y la rutina diaria de quejas
sobre el frío borraron de nuestras mentes los planes de aventura. Casi no
salimos en todo el invierno. Mantas, chimenea y muchos arrumacos en el
sofá. Nos dedicamos a calentarnos los pies el uno al otro, sin importar lo
fríos que estuvieran. –No me toques los pies que los tengo helados. –No
importa, dámelos que te los caliente. –sacrificios de amor cotidiano, el que
forja el cariño y las reconciliaciones. Durante aquél invierno fusionamos
nuestras costumbres propias, basadas en una vida anterior, e inventamos
costumbres nuevas. También descubrimos que éramos un desastre para
organizarnos. No sabíamos nunca qué comer, y tampoco solíamos dejar
nada preparado para hacer rápidamente. Lavábamos la ropa sin regularidad
alguna. Apilábamos montañas de camisetas, calcetines, chalecos y
pantalones sin planchar en un cuarto, y luego nos vestíamos rebuscando
entre nuestra propia ropa como mendigos. En definitiva, poco a poco
hicimos nuestra la casa.

75
Pepe, el padre de Andrea, y Rafael, hermano de Pepe, tío de Andrea y
campesino jubilado también, seguían yendo algunas mañanas a la casa, a
encargarse del huerto y de cualquier cosa que necesitáramos. Tan sólo
dejaron de venir durante las semanas más duras del invierno. Una mañana,
ya entrada la primavera, Rafael nos avisó de que llevaba varios días viendo
a una gata gorda, embarazada seguramente, rondando las vaquerizas. Y así
era: una gata tricolor había elegido nuestras vaquerizas como refugio para
dar a luz.
Andrea se volcó enseguida con la causa: preparamos mantas, agua, comida
especial para gatas embarazadas, cajas y construimos una especie de choza
o cabaña. La gata pariría en condiciones excelentes, tal como ocurrió.
Cinco hermosos gatitos vinieron al mundo en nuestras vaquerizas, pero
sólo podían verse desde lejos, pues la gata parturienta era una fiera y no nos
permitía acercarnos. No supo apreciar lo que hicimos por ella. Pero los
gatitos curioseaban y pronto se acostumbraron a nosotros como algo propio
de su mundo. A finales de junio la calor apretaba y la gata desapareció.
Nosotros seguimos dando agua y comida a las crías, pero llegando agosto
se habían ido todos: el instinto de la caza y el vagabundeo pudo más que las
comodidades. Un cachorro se quedó. Una hembra. Una gata blanca, albina,
mejor dicho, ya que no tenía pigmento alguno. Más sensible al calor que
sus hermanos, se acostumbró a refugiarse en casa. Poco a poco abandonó
las vaquerizas como hogar y se mudó al porche, entrando y saliendo de la
casa con confianza. Ella eligió vivir con nosotros, y nosotros la acogimos
encantados.
Teníamos que ponerle un nombre si iba a vivir entre humanos. Yo le quise
poner Sonia, como la novia del gato Isidoro, que también era blanca, pero
Andrea se negó. En venganza me opuse a su propuesta: Nube. Demasiado
pomposo para una gata blanca de labios, orejas y nariz rosas. No hubo

76
acuerdo. Pero un buen día Andrea la llamó Maga, no sé por qué, y la gata
atendió al nombre. Se le quedó Maga.
Maga Entraba y salía de casa a su antojo, pero su lugar favorito era nuestra
cama: siempre estaba al acecho de colarse en nuestro cuarto. Sobre todo de
noche, al acostarnos. Se metía debajo de la cama y esperaba a que todo
estuviera oscuro y tranquilo. Entonces, si aún no estabas dormido, podías
sentir unos pequeños pasos que, con suma cautela, subían por las piernas
tanteando el terreno hasta hacerse un hueco donde dormir. Una de esas
noches en que Maga conseguía su objetivo, Andrea sacó el tema por
primera vez: el tema que se podía palpar en el ambiente desde que la madre
de Maga fue a parir a las vaquerizas:
-Estoy pensando en dejar de tomar la pastilla, la anticonceptiva. –dijo. -
Llevo muchos años tomándola y debería hacer un descanso de un año,
dicen que es bueno hacerlo. ¿Tú qué opinas?
-Pues que va a ser el año de la mamada y el sexo anal, ¿no te parece?
-Y el cunnilingus, ¿no?
-Por supuesto. –convine.
-Creo que en los primeros tres o cuatro meses es muy difícil quedarse
embarazada si evitas los días fértiles. Tengo que mirarlo en internet.
-Hay más riesgo de quedarse embarazada de gemelos en ese primer año sin
píldora, ¿verdad? –dejé caer no muy sutilmente.
-¡Oye! Yo no quiero quedarme embarazada, es por salud. Además, te
puedes poner un condón y así te quedas más tranquilo.

Dejó la pelota en mi tejado. Poner o no poner, tener o no tener, ser o no ser.


Nunca me he sentido cómodo con los preservativos. Finalmente no compré
ninguna caja, ni ella tampoco. En definitiva, dejamos que la naturaleza
siguiera su curso. Pero no es tan fácil dejar embarazada a una mujer.
Pasados los primeros meses de “seguridad” no tomamos ninguna

77
precaución especial, sino que seguíamos haciendo el amor libremente y la
regla llegaba puntual cada mes.
Fue al cumplirse el año de dejar las pastillas cuando Andrea se rebeló.
Habiendo pasado el peligro de tener gemelos, o mellizos, por los trastornos
hormonales derivados de dejar el tratamiento anticonceptivo tras un
periodo de administración largo (Andrea se informó de todo), pasó del
discurso de la salud a quererse quedar sencilla y llanamente embarazada.
No iba a volver a la píldora, eso estaba claro, y yo no me iba a poner
preservativos, así que de evitar los días fértiles pasamos a marcarlos en el
calendario. Pero la menstruación seguía implacable su ciclo de veintiocho
días. Andrea se desanimó, pero sólo para venirse arriba con más fuerza: -A
partir de ahora, régimen de sexo. –dijo. Su plan consistía en hacer el amor
un día sí y otro no, cuadrando siempre que el día fértil cayera en SI. El sexo
se convirtió en algo técnico. Practicábamos las posturas más propicias para
la fecundación. Yo me esforzaba por dominar el arte de la eyaculación
controlada, y ella estimulaba la carrera de los espermatozoides con
movimientos pélvicos y ocultos ejercicios vaginales. Pero nada; tras dos
meses agotadores a la par que revitalizantes, el plan no surtía efecto. No era
mal plan, ambos opinamos que había que seguir con él al menos un mes
más, aunque Andrea quiso complementarlo con apoyo externo. ¿Me estoy
refiriendo a algún tratamiento médico? ¡En absoluto! Esa nunca fue la
primera opción de mi nena.
Lo primero fue añadir jalea real a su dieta, por recomendación de su
hermana Inma. Y también el té de caléndula, que limpia el tracto vaginal de
forma natural. ¡Oh, mi Andrea… tan aplicada ella! Cada vez que hacíamos
el amor se pasaba media hora boca arriba en la cama, con la almohada
apoyada en la parte baja de la espalda, agarrándose las piernas para
favorecer la conquista del óvulo. Yo le decía que en esa postura el óvulo

78
también caería hacia atrás, así que estaba poniéndolo fuera del alcance del
esperma, y entonces ella se ofuscaba y me odiaba con la mirada.

Una tarde pedí permiso a mi tío para salir antes del taller. Ya hacía más de
un año que Andrea podía haberse quedado encinta y no lo conseguíamos.
Tenía días en que su ánimo decaía, días esos en que yo trataba de quererla
mucho. A veces intentaba animarla y otras simplemente esperaba junto a
ella a que volviera. Pero tras dos meses de sexo técnicamente perfecto yo
notaba que la frustración hacía mella en ella, como si cada vez le costara
más salir de la apatía, o quizás fuera que cada vez estaba más cómoda
sumergida en el silencio y la desgana. La melancolía brotó en el árbol de su
carácter como una rama nueva, una rama extraña que quise podar a tiempo
y una tarde, como digo, me planté en la floristería de improviso:
-¿Qué haces aquí? –se sorprendió.
-No podía vivir sin ti, amor.
-Tonto… ¡muack!
-¿Y la jefa?
-No está. Hoy no viene.
-¿Entonces estamos solos? ¿Podemos hacer el amor entre las flores como
Tarzán y Jane?
-O como Adán y Eva.
-Hoy nos toca, ¿no?
-¿Ayer lo hicimos?
-Creo que no. Y aunque no nos toque, saltémonos las normas y echemos
uno extra, igual éste es el bueno. –le guiñé.
-No, que nos trastoca el plan. Además no tengo ganas. No me apetece.
-¿Te apetece peli? ¿Vamos luego a por comida china y cogemos una peli en
el videoclub de paso? –Andrea se echó en mi pecho, enrollándose entre mis
brazos.

79
-Vale. –dijo. -¿Estará él o ella?
-¿Él o ella quién?
-Los del videoclub. Ella está embarazada.
-Sí que lo está. Tiene una barriga enorme.
-Ojalá tú y yo tuviéramos un videoclub y yo estuviera embarazada.
-Qué tonta eres.
-Estoy de broma, idiota.
La puerta de la tienda se abrió y nos pillaron absolutamente desprevenidos.
Nos separamos con rapidez y algo de dignidad. Eran las comadres, las tres
juntas.
-Buenas tardes, señoras. –saludé.
-Buenas tardes. Oye muchacho, ¿cuánto hace que no te veo? -preguntó
Adela.
-Yo sí que lo veo de vez en cuando. –intervino Mamen entre resuellos. –
Pero no a estas horas.
-Sí, suelo venir al cierre, pero hoy me he escapado del trabajo para verla.
Estoy muy enamorado, ¿sabe usted? –confesé a Adela. Ella me devolvió
una sonrisa cómplice.
-Pues no parece que la tengas muy contenta. –vino a opinar Doña Rosario.
–Últimamente la chica está más mustia que una flor seca.
Andrea callaba. Yo me vi tentado a dejar entrever el motivo de tanta
tristeza. La miré y ella me leyó las intenciones, pero me lancé:
-Para eso vengo, para animarla. Aunque igual puede usted ayudarme.
-¿Yo? –se sorprendió la estirada anciana.
-Sí, verá; si pudiera decirnos algún remedio o un consejo… alguna ayuda,
para que una persona se pueda quedar embarazada… -Andrea echaba fuego
por los ojos.
-¡Ay, que están buscando un bebé! –celebró Adela. Todas miraron a
Andrea, quien tuvo que poner buena cara.

80
-¿Pero ustedes estáis casados? –inquirió Doña Rosario.
-No, no lo estamos. Pero aún así queremos intentarlo. –salí yo al paso.
-Pues rézale mucho al arcángel Gabriel, hija. Dios dirá si te concede la
Gracia. Y tú reza también. -me señaló.
-¡Uy, mira! Hablando de rezar. –dijo Adela. –Yo tenía una amiga cubana
hace ya mucho tiempo, cuando trabajaba en el circo. Ella cuidaba de los
animales salvajes. Tenía una mano con ellos… mira: una vez un elefante
estaba enfermo y no quería salir a la pista, pero lo obligaron. El animal hizo
parte del show pero se cansó y dijo que hasta aquí. Entonces Pablo, el
domador, que se hacía llamar El Gran Mahout, le dio un latigazo que no
gustó nada al animalito. Se desbocó y si no llega ser porque entró Odalys,
mi amiga de la que te hablo, no me quiero imaginar lo que hubiera pasado.
Ella salió a la pista, le dio una voz firme al elefante y se lo llevó de allí
como quien se lleva a un niño. Le obedecían, las bestias le obedecían. Sin
látigo ni nada, pero a la gente le gusta ver el látigo, qué le vamos a hacer. Y
por qué te estaba yo contando esto… ¡Ah, sí! Que Odalys se quería quedar
embarazada y hacía un ritual. Mira, me acuerdo perfectamente: coge una
imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre…
-Uy, ¿esa qué virgen es? –preguntó Doña Rosario con gesto mitad
extrañeza mitad repulsa.
-Es la patrona de Cuba, que mi amiga era cubana, ¿sabes?
-Ah…
-Delante de la imagen pones una vela amarilla y le pides, le ruegas mejor
dicho, que te de un niño mientras te pasas una calabaza por todo el vientre,
así en círculos.
-¿Una calabaza? Oich… -Doña Rosario empezaba a desaprobar el proceso,
no así Mamen, que escuchaba divertida.
-Después –continuó Adela, -se presenta la calabaza en un platito a los pies
de la Virgen, la abres por el cabo y le metes dentro un papelito con la

81
petición que has hecho de que te de un hijo. Luego pegas otra vez el cabo a
la calabaza con la cera de la vela amarilla y la tiras al río. Tiene que ser a
un río, no directamente al mar, porque si la Virgen quiere hará que llegue al
mar y entonces tú te quedarás embarazada. La hermana mayor de Odalys se
llama Caridad porque su madre lo hizo, y si tienes una niña le tienes que
poner Caridad, así que ya sabes.
-El río lo tenemos cerca. –dije a Andrea, que después de las historias de
Adela ya no echaba fuego con la mirada, pero me la tenía guardada.
-¿Y no puede rezar él? El niño es de los dos en definitiva. –dijo Andrea con
el punto de insolencia propio de ella.
-Podrías ir a ver a la hija de Doña Paquita la Sabia, -propuso de repente
Mamen, anticipándose al comentario que Doña Rosario estaba a punto de
hacer acerca de tan exótico ritual. –me han dicho que su madre le pasó su
sabiduría, pero que ella no le quiere dar publicidad a eso. Antiguamente,
iban a verla hasta la gente de dinero para poder tener hijos. –terminó de
decir entre resuello y resuello.
-Sí, una amiga mía fue. –interrumpió Doña Rosario. –Y se quedó encinta,
sí, pero el niño murió al tercer día. Esa mujer era una bruja. Dios no
permite que lo que viene del Diablo prospere. Yo le aconsejé que no fuera,
que conste. –apuntilló.
-De todas formas seguro que es más barato que una clínica de fertilidad. –
bromeé.
-Bueno decidme, qué querían.

Después de despacharlas, Andrea me reprochó que sacara el tema, como


era de esperar. Luego, más tarde, en la cama, el tema volvió a salir. Caía
por su propio peso. Durante la cena estuve a punto de intentar llevar la
conversación hacia ese lado, pero no encontré ni las palabras ni el tono
adecuado para que ella no me rechazara de plano. Notaba que me estaba

82
esperando, así que callé. Pero cuando nos acostamos y ya no quedaba otra
cosa más que dormir, ella seguía con los ojos abiertos, mirando el techo
ensimismada. Le pasa siempre que algo le preocupa y tiene que soltarlo,
pero le cuesta empezar. Tras un par de acercamientos aparentemente
neutrales, solía relajarse un poco y es entonces cuando uno puede
acariciarla con suavidad, casi con desgana, para que al ritmo de las caricias
desenrede los pensamientos hasta que salgan por su boca los hilos que se le
atragantan. En realidad, en esos momentos está tan vulnerable que la coraza
se resquebraja al más mínimo contacto.
-Mira que decírselo a las comadres… Ahora las tengo que aguantar cada
vez que vengan. Doña Rosario diciendo que rece al arcángel Gabriel, Adela
a una virgen cubana…
-Me ha gustado lo del río y la calabaza. Podemos plantar unas cuantas a ver
si alguna llega al mar.
-Y si es niña hay que ponerle Caridad, tócate los huevos.
-A ti no se te da bien rezar, tenemos que buscar otros métodos. ¿Qué te
parece esa que ha nombrado Mamen? La hija de no sé quién.
-Doña Paquita la Sabia, he oído hablar de ella, a mi madre o a mis tías, no
recuerdo.
-Doña Rosario conoce a una mujer que le fue bien con ella.
-Sí nene, se le murió el niño en tres días, como el del cementerio.
-Ya lo sé, nena, me he acordado. Pero eran otros tiempos, muchos niños
morían al nacer, no es como ahora. –nos quedamos envueltos en un silencio
pegajoso que rompí con la rapidez de un ataque sorpresa: -Por mí si quieres
vamos a verla, tengo curiosidad por ver cómo funciona esa sabiduría.
-Seguro que nos manda rezar también.
-Doña Rosario dice que es una bruja, eso debería bastarte para querer ir a
verla.

83
-Doña Paquita murió, es a la hija a quien hay que ver. –me corrigió Andrea
sin mirarme.
-Es verdad. Pues averiguamos la dirección y vamos a verla. Como dice
Mamen que no le gusta airear sus dones igual no nos atiende, por lo que
tenemos que ir como si fuéramos al médico, ¿entiendes?

Yo ya daba por hecho que iríamos. Ella callaba pero no me hacía falta
preguntarle directamente con el fin de obtener la respuesta “sí, iremos”.
Con Andrea es mejor no obligarla a decir que sí ni que no una vez que está
convencida de algo, con ponerla en la dirección que uno quiere es
suficiente.
Aquella noche dormí satisfecho, más tarde tendría ocasión de arrepentirme
por haberla puesto en dirección a la Sabia.

12 La Sabia

Esta mañana, a las doce, se ha celebrado la ceremonia de toma de votos del


hermano Francisco. Ha hecho un día perfecto. Fresco, soleado. El hermano
pidió que la ceremonia se celebrara al aire libre pero no en el patio
principal, lugar común, junto con la capilla, de celebración de actos. Quiso
que se celebrara en el patio trasero, donde está el huerto, y la elección no
pudo ser más acertada. El patio principal es precioso, desde luego, todo de
piedra antigua, pero el trasero es todo naturaleza: los frutales crecen a su
antojo sobre la hierba, entrecortada aquí y allá por caminos de piedra
semihundida, en perfecta simbiosis con el terreno, y no hay edificio más
que en dos de sus caras, quedando la ancha Tierra de Dios a la vista por las

84
caras norte y este. En el centro hay un pozo. Junto a él han colocado una
simple y austera cruz, de aspecto gastado y negruzco, para la ocasión.
La congregación se reunió en el patio principal y luego marchó con
Francisco a la cabeza. Por delante de él otro monje guiaba al grupo: el
Guardián de la Comunidad, que es quien cumple las funciones de un abad o
un prior sólo que, según me han informado, a esa figura entre los cartujos
se le llama Guardián. Era un hombre mayor, aunque su tupida barba
denotaba vigor. Él fue el primero en cantar una vez que estuvimos todos
reunidos en el patio central. La congregación le siguió. El coro resonaba
omnipresente como si la piedra tuviera voz; una voz de hombre que canta
las mismas canciones una y otra vez a lo largo de los siglos. A paso lento,
mecidos por la cadencia gregoriana, marchamos hasta el pozo donde el
hermano Francisco ha tomado los votos perpetuos.
Luego de sellar oficialmente su dedicación absoluta a Cristo, el joven se ha
dirigido a sus hermanos. Yo, por mi parte, me he quedado atónito con el
chico. Francisco ha soltado un sermón de una inspiración sublime,
llevando a parte de la comunidad a otorgarle un aplauso de una efusividad
impropia. Casi me sé el discurso de memoria, por haberlo preparado con él,
pero pasados unos párrafos dejé de seguirlo mentalmente. Me he quedado
boquiabierto ante su soltura y capacidad para expresarse. En definitiva, ha
hecho un alegato a favor de la austeridad de la vida monacal, pero de una
forma nada austera sino casi exaltada, dejando la opción de hacer carrera
dentro de la Iglesia casi como una traición al modo de vida cristiano.
Exagero, por supuesto, pero el discurso no era tan duro en el texto original.
El público ha respondido bien, aunque no he visto tan contento al Guardián
y al grupo que le rodeaba, quienes observaban al joven con gesto serio. No
sabría decir si tamaña seriedad era la expresión exterior de un sentimiento
de disgusto, desaprobación o incluso de sorpresa, pero me fijé bien en que
no aplaudieron. Al menos el Guardián estoy seguro de que no aplaudió.

85
Francisco terminó su arenga casi jadeando de excitación. Yo aplaudí con
sonoridad y orgullo, uniéndome a la mayoría de monjes. Veinte minutos
después, de nuevo reinaba el silencio eterno.
Sigamos con la historia.

Andrea no tardó en conseguir la dirección de la hija de Paquita la Sabia. La


perspectiva de ir a verla alegró a Andrea. Volvía a jugar. Ahora era el juego
de las brujas, los rituales y el embarazo. Es curioso el hecho de que cuando
una mujer quiere quedarse embarazada comienza a ver embarazadas por
todas partes. A ella le pasó. Las veía día sí día también. Igual que yo, debo
aclarar. Según escribo parece que todo lo hacía por ella y que yo no tenía
ningún interés especial en la causa. Tenía menos interés que ella,
ciertamente, pero tampoco era una idea que me desagradara o me supusiera
un problema. Creo que por entonces ya estaba preparado para pasar por el
epígrafe reproductivo de la ley de la vida. Además, sobre melancólica
resignación no podía crecer nuestro amor, y yo la quería, la quise, la quiero
aún. Yo también quería verla gorda.
No recuerdo ahora si la dirección la consiguió gracias a su madre, a alguna
de sus hermanas o a la comadre Mamen. El caso es que la hija de Paquita
vivía en la misma casa en que vivió su madre. Nos mentalizamos muy
seriamente para que los nervios no nos traicionaran y así no terminar
faltando al respeto a Maite, que es como se llamaba la hija de Paquita la
Sabia. Cuando embocamos la calle nos pareció que todo el mundo sabía a
dónde y a qué íbamos. Fue una sensación incómoda que nos llevó mudos
hasta la puerta de la casa. Una casa por lo demás bastante común: de una
sola planta, reformada y pintada de un blanco impoluto, coronada con un
acogedor techado de tejas. Ningún elemento a la vista que se pudiera
relacionar remotamente con la brujería de la que Doña Rosario hablaba.
Llamamos. Llamé. No hubo respuesta. Esperamos. Igual no había nadie en

86
casa. Fuimos a primera hora de la tarde, después de la siesta. Volvimos a
llamar. No había nadie en la calle y me animé a encaramarme en los
barrotes de las ventanas bajas para tratar de ver el interior. Estando así
asomado, Andrea volvió a llamar. No vi nada moverse, pero pude oír a
través del cristal un sonido como de teléfono. Sonó una sola vez. O al
menos lo oí una sola vez. Bajé de la ventana y tras una breve espera nos
fuimos.
Unos días más tarde volvimos, a mediodía. Esta vez encontramos a Maite
en casa. Cuando abrió la puerta nos quedamos sin habla por un segundo: de
repente teníamos que decir todo aquello de que queríamos tener un hijo
pero resulta que no lo conseguimos y de que si usted, señora bruja, nos
podría ayudar. -¿Sí? ¿Puedo ayudaros en algo? –preguntó. Andrea se había
situado un paso por delante de mí y parecía que iba a hablar, pero no
arrancaba. Lo hice yo: -¡Sí, hola, buenas tardes! Me llamo Leo, Leonardo,
y ella es Andrea. Vinimos a verla hace unos días pero no se encontraba en
casa. Sabemos que estas no son las mejores horas para hacer una visita,
pero quisiéramos que nos atendiera un segundo, si fuera tan amable.

En todo momento tuve la sensación de que la vieja sabía a qué veníamos,


pero lo disimulaba muy bien detrás de su apariencia de ama de casa
jubilada. ¿Quiénes si no son las mejores actrices de toda la fauna humana?
Ni siquiera las putas engañan con sus encantos tan bien como lo puede
hacer una ama de casa ya entrada en la tercera edad. Todo lo miden, todo lo
cuidan. Herméticas, se repliegan dentro de sus caparazones a la menor
inquisición. Despachan rápido las visitas inoportunas.
-Pues sí que me pilláis en mal momento, estoy en la cocina preparando el
almuerzo, pues hoy viene mi hijo a comer.
-Podemos venir en otro momento. Díganos cuándo le viene bien y aquí
estaremos. –me apresuré a decir.

87
-Bien pero, ¿para qué quieren verme? –preguntó mirando a Andrea con
calculada indiferencia.
-Eh… verá… venimos de parte de…
-Necesito su ayuda, señora. –dijo Andrea. –Necesito… quedarme
embarazada.
Se hizo un silencio del que me sentía excluido. Era un silencio entre
Andrea y Maite. Quise decir algo pero un timbre proveniente del interior de
la casa rompió el silencio por mí.
-Ven mañana, sobre las siete y media, ¿de acuerdo? –dijo Maite a Andrea
sin demasiada seriedad. Yo esperaba que negara saber de qué estábamos
hablando y nos cerrara la puerta en las narices, pero más bien se mostró
cortés, aunque distante.
-Bien, gracias. –nos despedimos.

Andrea se puso muy contenta. Una vez pasados los primeros nervios nos
quedaron buenas sensaciones. Al día siguiente volvimos. A las siete y
media estábamos allí. Maite nos recibió muy amablemente. Nos tenía
preparado té y una bandeja con galletas de mantequilla. Una calidez
clásica, perfectamente acompañada por la decoración de la sala de estar:
fotos de familia en blanco y negro, imágenes de santos, crucifijos,
colecciones de libros monocolor en las estanterías, una mesa redonda
vestida con ganchillo y sillas de madera con respaldo acolchado, nada de
esas sillas modernas de hierro y plástico que parecen robadas de un bar.
Nos sentamos y Maite tomó la palabra sin esperar a que le explicáramos
nada.
-No importa quién os haya dicho que vinierais a mí para… bueno, para
concebir, ¿verdad? Seguramente alguna mujer mayor que conociera a mi
madre, como suele ser. Veréis, yo no creo en nada de esto. –comenzó a
decir con cierta rapidez. -Mi madre sí creía mucho y trataba de ayudar a la

88
gente de aquellos tiempos. Yo lo aprendí todo de niña, lo veía como un
juego pero lo aprendí bien. Luego me casé con un hombre de ciencias que
me enseñó que todo se reducía a una cuestión psicológica: la gente que
desespera por tener un hijo se bloquea mentalmente y el propio estrés por
quedarse encintas les dificulta el embarazo, pero por lo general siempre
terminan consiguiéndolo. Los rituales que hacía mi madre cumplían, en la
mayoría de los casos, una función canalizadora del estrés, según fuera la
persona, y efectivamente muchas consiguieron quedar embarazadas. Así
pues, que quede claro que yo no creo en estas cosas de forma espiritual sino
más bien psicológica. Y ahora dime Andrea, ¿eres religiosa?
-La verdad es que no, en absoluto. De hecho me quita usted un peso de
encima al decirme esto, porque lo de rezar ya me lo han recomendado y no
es que me entusiasme mucho.
-Aquí no tienes que rezar a nadie, pero tienes que cumplir con el ritual. Yo
te digo que puede funcionar, pero si no quieres, si te parece muy extraño,
no lo hagas.
-Bueno, por probar no perdemos nada. –dije yo con mente abierta. –Seguro
que una clínica de fertilidad es más cara. –volví a bromear.
-Probad las galletitas de mantequilla, están buenísimas. –invitó. Luego
continuó hablando mientras nosotros teníamos la boca llena. –Entonces, si
quieres probar, te comento. El ritual tiene dos partes. La primera parte es
una preparación, una especie de examen para ver las probabilidades de
éxito. La segunda parte sería el rito de fertilidad propiamente dicho. Hay
que hacer las dos partes. –dijo Maite un poco entusiasmada. –No se puede
hacer sólo el de fertilidad. Alguna razón psicológica habrá, pero si se hace
directamente el segundo paso no surte efecto. Al menos que yo sepa.
Andrea absorbía cada palabra junto con el té. No hablaba más que cuando
se le preguntaba, como una buena alumna.
-Tiene su ciencia. –dije yo.

89
-Sí, a mi marido le entusiasmaba. Incluso quiso llevar una estadística de
casos positivos y negativos. Estaba medio loco, pero era un buen hombre,
que en paz descanse. –(ahora, con el ojo del recuerdo y la experiencia de lo
que habría de pasar, veo que aquella vulnerabilidad que nos mostraba no
era más que una pose.) –Toma Andrea, -dijo reponiéndose de sus recuerdos
–en este papel te he apuntado todo lo que tienes que hacer en la primera
parte del ritual. Va todo detallado, paso a paso. No debes tener problemas.
A mí no me gusta hablar de los pasos con las pa… bueno, con la gente que
viene a pedir ayuda. A mi madre sí que le gustaba explicarlo todo, pero es
que ella era así, muy teatrera. Se daba importancia contando para qué sirve
cada elemento del ritual y qué significado espiritual tiene. Tú lo miras en
casa y, como te he dicho, si quieres lo haces y si no quieres pues no lo
hagas, ¿de acuerdo?
-De acuerdo. –dijo Andrea tomando el papel. En cuanto bajó la cabeza para
echarle un vistazo Maite se puso de pie.
-Bien, pues eso es todo. Id a casa, mirad las instrucciones y decidid.

13 Primera Fase

El papelito lo dejaba bien claro: nada de sexo durante un mes. Un ciclo


menstrual, para ser exactos. Se debía comenzar el rito una noche de luna
llena. Andrea tenía que ducharse y frotarse con sal todo el cuerpo, luego
debía secarse con tollas de un blanco impoluto. Toallas blancas como
Maga, que frotaba los bigotes contra la receta aquella misma noche, en la
cama, cuando la leímos y releímos. Se trataba de una locura divertidísima.
Teníamos que reunir piedras y plantas, y teníamos que hacer un collar. El

90
ritual parecía estar pensado para nosotros: ella se encargaría de las plantas
y yo de las piedras.
Debíamos reunir hojas de tres plantas: cordatum, corona de espinas y poto.
Nada excesivamente satánico en principio. Andrea no tuvo problemas en
encontrarlas desde la floristería. A mí tampoco me fue muy difícil dar con
una amatista, un lapislázuli y un zafiro gracias al contacto que
habitualmente tenía con el mundo de la artesanía y los mercadillos
ambulantes. Además, debíamos encontrar una piedra lisa de lecho de río, lo
cual tampoco supuso ninguna dificultad. Todo conspiraba a nuestro favor.
Luego se nos ordenaba untarlo todo (piedras, hojas y piedra de río) con
aceite de clavo y dejarlos toda la noche expuestos al influjo mágico de la
luna llena. Colocando la piedra de río como base, se debían disponer cada
una de las hojas formando un dibujo llamado Triqueta, que se consigue
simplemente juntando las tres hojas por el cabo y colocando una de ellas en
posición erguida respecto de las otras dos, las cuales apuntan a un lado
cada ejerciendo de plano horizontal en el conjunto. A cada hoja le
correspondía una piedra: el lapislázuli para el cordatum, el zafiro para la
corona de espinas y la amatista para el poto. (Una advertencia importante
en este punto: todo debía ser retirado de las influencias astrales antes de las
doce del mediodía.) Para terminar, las tres piedras, ya cargadas de efluvios
místicos, debían ser engarzadas en un collar de antimonio puro (material de
uso común en tenderetes) que Andrea debía llevar puesto durante el ciclo
menstrual asexuado. (El sexo oral fue considerado constitucionalmente
legal en relación al rito vigente por decisión unánime en asamblea
democrática.)
Al final del texto (que pegamos a la nevera con un imán) venía una
recomendación de cara a continuar con la segunda fase. Decía que es
aconsejable, en caso de que se tenga claro seguir con el rito, ir
consiguiendo ciertas plantas (plantas que Andrea desconocía) y colocarlas

91
en todas las habitaciones de la casa. No explicaba el por qué, aunque
tampoco explicaba el por qué de la amatista, el cordatum y el antimonio. La
Sabia no daba pistas.

La verdad es que llegamos a creernos todo aquello. Conseguir cada pieza


del puzle, estar pendientes de la próxima luna llena, el baño con sal de
Andrea... Todos esos actos fueron llevados a cabo en secreto. Cuando
pregunté al tío Monte dónde podía conseguir zafiro, llevaba preparada una
respuesta que no levantara sospecha. ¿Por qué no le decía sencillamente: es
para un ritual de fertilidad? Y con más razón a alguien como mi tío. Pero
era llamado a mentir de forma instintiva acerca de todo lo que tuviera que
ver con aquello. Sin embargo, mi tío no me hizo ninguna pregunta. Todo
era psicosis mía, todo era halo de luna, luz amarilla y vieja en la ventana.
Cuando tuve listo el collar le dije que era un regalo para Andrea. Fue lo
más cerca de la verdad que estuve.

Dejamos de lado las desconocidas plantas nuevas que se nos solicitaba y


simplemente esperamos. Andrea siempre fue bastante regular con la regla,
muy raras veces se le retrasaba más de tres días. Ya le tocaba pero ella se
sentía bien, ningún dolor de cabeza ni de barriga o bajo vientre. Pasaron
tres días y mismas sensaciones. Todo bien. Hicimos memoria para
asegurarnos de no haber follado en un calentón de sexo oral. Puede que se
hubiera practicado un poco de mete y saca pero sin llegar a eyacular. De
todas formas, aún poniéndonos en el caso, lo peor que podía pasar era que
estuviera embarazada, ¡menudo problema! No había motivo más que de
alegría. Al sexto día planteé que quizás ya podíamos echar un polvo de
celebración, pero ella recordó que alguna vez se le había retrasado más de
una semana, en época de exámenes en el instituto. Igual la expectación le

92
estaba jugando una mala pasada. Comprendí, pero al noveno día
contraataqué. Negativa: le dolía la cabeza y los ovarios. Esa noche le vino.

14 Segunda Fase

Esta vez encontramos a la Sabia en casa de primeras. Se alegró mucho de


volver a vernos. Nada más pasar al salón, Maite fue al grano y preguntó a
Andrea por el número de días en que se le había retrasado la regla.
Contestó que diez. Una buena cifra, desde luego, pero todo dependía de si
Andrea era regular en sus ciclos menstruales o sufría alteraciones. Era
regular como un reloj atómico, por lo que la Sabia valoró diez días como
un resultado prometedor de cara a la segunda fase del ritual. Estábamos
listos para recibir instrucciones, pero la mujer se excusó diciendo que la
pillábamos sin nada preparado puesto que no sabía si volveríamos por allí o
no. Se olvidó del asunto, por así decir. No obstante, al día siguiente
podíamos volver a la misma hora, si nos venía bien, y nos tendría
preparados los pasos a seguir.
Al día siguiente yo no pude ir, pero Andrea no tuvo problemas en ir sola.
Cuando volví a casa estaba en el sofá, releyendo el nuevo ritual.
-Amor, tenemos que plantar un huevo. –dijo al recibirme.
-Suena bien. ¿Podemos hacer el amor ya?
-Sí, pero tenemos mucho que preparar. Mira, por un lado tengo que llevar
siempre puesto, desde ya, un bolsito de cuero con uñas, pelo y sangre de los
dos.
-¿En serio? –pregunté aterrado ante la palabra “sangre”. Sin embargo, ella
estaba convencida y animada. Claro que yo no fui a casa de la Sabia, de

93
haber ido probablemente me mostraría tan diligente como ella, que me leía
el ritual de pie, sujetándolo con una mano y explicándolo con la otra.
-Sí: uñas, pelos y sangre. Y aparte, tenemos que pintar este huevo que me
ha dado Maite con una espiral verde mientras recitamos, los dos (en plural)
una oración. Y la espiral tiene que hacerse en sentido contrario a las agujas
del reloj.
-La haces tú entonces, que eres zurda.
-Vale, pero tenemos que recitar la oración los dos.
-¿No dijo esa bruja que no tendríamos que rezar?
-No hay que rezar a ningún santo. Es esto, escucha: <<A ti te llamamos, a ti
te anhelamos. Niño de la tierra, del aire, del fuego y del agua; en nuestras
vidas te damos la bienvenida>> -leyó. –Dice Maite que si no queremos que
no lo hagamos. Ella cree que el hecho de pronunciar palabras ayuda a
reforzar el efecto psicológico del ritual, que igual que esas podrían ser
otras, pero que con decir algo así está bien. Eso sí, tenemos que decirlo los
dos.
-Pues no las decimos.
-¡Venga! Ya que hicimos todo lo del collar qué más da pronunciar unas
palabras. Por cierto que el collar ya me lo puedo quitar, pero yo me lo voy
a dejar puesto porque me gusta. –sonrió con gesto resuelto.
Observé que sobre la mesa había un huevo y una moneda.
-¿Y esa moneda?
-Espera que sigo: <<Una vez pintado, el huevo se deja a medio enterrar en
una maceta con semillas de césped. Hay que plantarlo una noche de luna
nueva y colocarlo bajo la futura cuna del bebé. Regar a diario, observar si
crece el césped y hacer el amor con normalidad. En la cuna habrá que
colocar una moneda de plata>>. La moneda me la ha dado ella. Yo le he
prometido que se la devolveré pase lo que pase.
-¿Y de las plantas, te ha dicho algo? –pregunté interesado.

94
-Sí, le he dicho que trabajo en una floristería y que aún así no encuentro
ninguna de la lista. Dice que no es necesario ponerlas todas, que con que
encuentre una es suficiente. Lo mismo: que si no queremos, o nos da
muchos problemas, que lo olvidemos, pero me ha dado la dirección de un
sitio donde antiguamente se podían conseguir, aunque está lejos, hay que ir
en coche.
-¿O sea que vamos a ir? Cada vez que te dice “si no quieres no lo hagas”,
vas y lo haces, ¿te has dado cuenta?
-¿A qué viene eso? Fuiste tú quien puso más interés en probar el ritual.
“Seguro que es más barato que una clínica de fertilidad”, ¿te acuerdas? –me
remedó. –Así que coges la furgoneta y buscas la planta, que yo me tuve que
refregar todo el cuerpo con sal.
-Vale, vale. Tienes razón. Perdona. –dije en tono conciliador. -¿Ese huevo
no es como el que vimos en el cementerio?
-No lo sé, allí casi no se veía. Parece un huevo normal de gallina. Grandote,
eso sí.
-¿Cómo es que te lo ha dado?
-Dice que está muy ilusionada con mi caso. –se enorgulleció. -Aunque ella
no crea que el efecto se deba a fuerzas sobrenaturales, lo cierto es que el
ritual funciona a veces, así que me ha querido ayudar un poco. La cuna la
tengo que conseguir yo. –se detuvo pensativa.

Le fue fácil conseguirla: se enteró por Adela que una rumana vendía una
cuna de segunda mano cerca de la floristería. Yo eché mano de mi buen
amigo Blanco para que me acompañara en busca de las extrañas plantas.
Nos presentamos en la dirección indicada y nos abrió la puerta una mujer
muy mayor, vestida implacablemente de negro de la cabeza a los pies. Me
presenté y dije por qué estaba allí. En ningún momento mostró temor por
nuestra presencia y tuvo el gusto de informarnos de que allí ya no se

95
vendían plantas, que hacía mucho tiempo de eso. Antes de que cerrara la
puerta le nombré algunas de las que venían en la lista, que no serían más de
cuatro o cinco. La mujer reconoció el nombre de una de ellas, la Luna de
Agua. La vieja alcahueta se rió y preguntó cuál de los dos estaba buscando
un niño. Culpable. En cuanto supo que estábamos allí por ese asunto se
volcó con la causa y nos dijo que teníamos que ir a ver al hijo de Ramón el
Cabrero, José el Cabrero. Si él no podía ayudarnos nadie podría. Nos dijo
dónde encontrarlo y allá que fuimos, varios kilómetros a las afueras del
pueblecito de cuatro calles que era C. del R.
Encontramos al Cabrero en su casa, en medio del campo. Los perros
anunciaron nuestra llegada con interminables ladridos. No se calmaron
hasta que el Cabrero, hombre muy curtido por la naturaleza, les hizo una
señal. Nos presentamos y le dije que nos mandaba Salvadora la del
Remolacha, que ella nos dijo dónde encontrarle. Le dije que andaba
buscando unas plantas y que quizás él podía ayudarnos. Leí los nombres de
la lista. Parecía conocerlas todas, pero nos dijo que la más fácil de
encontrar era la Luna de Agua. Se reconocen fácilmente por sus hojas
redondas y porque la parte inferior de las mismas es de un blanco reluciente
como la plata. Lamentablemente él no tenía ninguna de esas plantas. Su
padre sí solía tener, las recogía por el campo cuando pastoreaba y luego las
vendía a los invernaderos y floristerías de los alrededores de la comarca. En
su momento eran muy populares, pero esas plantas ya hacía tiempo que
nadie las pedía y él no se paraba a recogerlas. Eso sí, nos dijo dónde
podíamos encontrarlas sin pérdida: junto al río, especialmente en una parte
de su recorrido en que se estrechaba tanto que pasaba de río a arroyo.

Hasta ahí llegó la ayuda del Cabrero. Blanco me avisó de que aquella
excursión iba a costarme un whisky en la L. cuando volviéramos, lo cual
acepté con gusto. Dejamos la furgoneta y caminamos campo a través hasta

96
la ribera del río. ¡Qué calor pasamos, por Dios! Pero todo mereció la pena:
como el Cabrero había dicho, fue fácil encontrar la planta de hojas
redondas y lado inferior plateado. Lo difícil fue arrancarla con la raíz, sin
cortarla. Por más cuidado que tuviera, la planta se rompía al tirar de ella.
No íbamos preparados para desenterrar plantas sino para comprarlas, así
que no quedó otra que escarbar con las manos hasta que la raíz quedó lo
suficientemente libre como para poder arrancarla sin provocar daños.
Recuerdo vivamente los gestos de impaciencia de Blanco, nada amigo del
campo ni de la naturaleza, y su reacción cuando por fin conseguí sacar una
planta intacta: -¿Podemos irnos ya?
Podíamos irnos, pero en las instrucciones se decía que lo ideal era repartir
plantas por toda la casa durante la primera fase del ritual, y luego juntarlas
todas en el cuarto elegido para el bebé en la segunda fase. Así que no me
conformé con una sola planta. Cuando hube recogido tres plantas de hojas
redondas y con un lado plateado como la luna, Blanco me dio un ultimátum
y capitulé.

Alineamos las tres plantas en la ventana del futuro cuarto del bebé. Cuando
todo estuvo preparado aguardamos a la luna nueva, tal y como especificaba
el ritual. La luna nueva… sin duda, la más inquietante de las fases lunares:
una oscuridad camuflada en la noche igual como la locura se camufla en la
razón. Está ahí, mostrándose y ocultándose a un tiempo. Aquella a la que
llaman la luna de las parturientas, la que atrae a los niños al mundo desde
un misterio anterior al ser humano. Con la luna invisible en el cielo y la
cuna montada en el cuarto que la niña Andrea compartió con su hermana
Mari Cruz, tomamos el huevo y le dibujamos una espiral verde desde la
punta hasta la base mientras recitábamos a coro la oración. Tomamos las
plantas de la ventana y las repartimos por el cuarto. Plantamos el huevo en

97
la maceta con semillas de césped y lo regamos bajo la cuna. Luego, por fin,
tuvimos sexo.
Tuvimos sexo a diario y el césped asomó la punta verde de sus briznas.
Aquellas puntitas nos trajeron una gran alegría y excitación. El ritual surtía
efecto y nos felicitamos por el celo con que lo habíamos llevado a cabo.
Las piedras, las plantas, el saquito con uñas, pelos y sangre, diez días de
retraso en el ciclo de la mujer Andrea, cuerpo propicio para el anclaje de
misterios supra racionales. Un cuerpo que oyó voces del más allá cuando
era pequeña, tuvo visiones premonitorias en la pubertad, se acercó a un
aficionado al espiritismo como primer novio y ahora hacía crecer el césped
de la maceta con el huevo de serpiente plantado. ¡Mi bruja Andrea, mi
diosa pagana capaz de predecir la lluvia! Éramos felices. Muy felices.

Al sábado siguiente, después de que el césped asomara su verde punta por


encima del límite de la tierra, hubo un eclipse lunar parcial. Justo el día
anterior empezaron las vacaciones de verano de Andrea, y nos pasamos
todo el sábado en la calle. El plan era volver a casa a tiempo para ver el
eclipse desde la privilegiada oscuridad que proporciona el campo, además
de llegar lo bastante borrachos como para follar desinhibidos. Nos
acomodamos en el suelo sobre un par de mantas. El eclipse debió tener
lugar en algún momento, pero nosotros no pudimos evitar el dominio de los
cuerpos. Los besos resonaban entre las estrellas como gotas de agua
cayendo sobre fuente de piedra. El aliento, inflado de gemidos silenciosos,
susurraba sin querer ser oído mientras nos poseíamos el uno al otro a través
del alcohol, la lujuria, la noche y la luna.
El orgasmo femenino es, sin duda, un fenómeno mucho más absorbente
que la interposición entre la Tierra y su satélite, de ahí que Andrea no oyera
lo que yo había oído hasta que le hube pedido silencio. Llevé un dedo a su
boca que quiso morder, pero la celeridad con que me incorporé le hizo

98
cambiar de actitud. ¿Qué pasa?, preguntaba. Yo había oído algo
proveniente del otro lado del camino, por la parte del río. Nos acercamos
prestando atención y lo volví a oír. Ambos lo oímos. Nos miramos
sorprendidos y atemorizados, buscando corroborar si el otro había oído lo
mismo. No era una voz del más allá. Cruzamos el camino y el murmullo
del río se impuso como telón de fondo, sonoro, pero no lo suficiente como
para ahogar el llanto desconsolado de un bebé que debía de estar por alguna
parte entre la maleza.

15 Alborotados

Anoche, al borde de la madrugada, justo cuando terminaba de escribir las


últimas líneas de más atrás, oí movimiento de pasos alborotados junto a la
puerta de mi celda. Iban pasillo abajo. Debían de ser varios monjes
andando deprisa, uno solo no hace ruido. Me acerqué a la puerta a
escuchar. No oía nada, pero se podía palpar una cierta inquietud a través de
la madera. Cuando me pareció que las sensaciones se tranquilizaban abrí
con cuidado y saqué la cabeza. Un buen puñado de monjes se amontonaba
en la puerta de la celda del hermano Francisco, hasta que apareció el
Guardián y dando dos rápidas palmadas los dispersaba.
Cerré la puerta antes de que me vieran. Esperé hasta que estuve seguro de
que todas las celdas se habían cerrado y volví a asomarme. Nadie, todo
desierto. Pero el ambiente no era tranquilo, se notaba la tensión en el aire.
Tenía la sensación de que en cualquier momento un monje cruzaría el
pasillo de un lado a otro. Volví a cerrar, pero al poco me armé de valor para
abrir de nuevo con la intención de acercarme a la celda de Francisco, al
final de la galería. Me acerqué rápida y sigilosamente, con el corazón

99
galopándome en el pecho. Pegué la oreja a la puerta pero no podía oír nada
más que mi respiración. Me tomé un segundo para serenarme y volví a
pegar la oreja. Algo se oía, vagamente, pero una sola voz en todo caso.
Quizás me arriesgué demasiado al entrar, pero se me ocurrió la excusa de la
amabilidad, de nuevo, como la noche en que di la vuelta para acercarme a
la ventana de la vieja en la calle de la P.. Si llegaba el Guardián o un monje
cualquiera diría la verdad: que había visto a un grupo de hermanos frente a
la puerta, ¡a estas horas!, y la inquietud me ha llevado a ofrecer mi ayuda
en caso de que fuera necesaria. La puerta estaba abierta, así que entré,
tocando los nudillos contra la madera con extremo sigilo. Tanto que
Francisco no me oyó. Estaba solo, semidesnudo, vestido solamente con
unos calzones blancos manchados de rojo por la sangre que le caía de la
espalda. Arrodillado bajo la austera cruz de su celda, murmuraba y
balanceaba el cuerpo tal y cómo vemos hacer a los locos muchas veces en
las películas. Cuando le llamé por su nombre se sobresaltó, se giró hacia mí
y, al verme, el rostro se le iluminó de desquiciada alegría.
-¡Leo! Leonardo, ¡estás aquí! –gritaba en voz baja, mostrándome sus
manos entrelazadas y ensangrentadas. –No hay tiempo Leonardo, Sebastián
llegará en cualquier momento, el Guardián ha ido a llamarlo. –yo estaba
perplejo ante la escena, atando cabos entre el estado en que se encontraba
Francisco, la sangre y el látigo de cinco correas de cuerda trenzada tirado
en el suelo. –Átame aquí Leonardo, amigo, encadéname.
Se levantó y fue hasta la pared que quedaba a los pies de la cama. Allí
colgaban dos grilletes, a la altura de los hombros, y abajo había otro par
para los tobillos. Creo que no hará más de cuatro o cinco días que estuve en
esa misma celda y estoy seguro de que entonces no los vi. El chico estaba
evidentemente trastornado; quería que lo encadenase en forma de cruz.
-Pero… ¿Qué ocurre, Francisco? ¿Por qué quieres que te encadene? Y ese
látigo…

100
-Tengo que expiar mis pecados… -decía con verdadero dolor. –La vanidad.
–murmuró. -¡La vanidad! El dolor de la carne calma al espíritu, pero no
tenemos tiempo Leo, y yo sólo no puedo atarme. ¡Átame, por favor!
Sebastián está al llegar. –suplicó colocándose contra la pared con los
brazos extendidos. Yo tomé conciencia de inmediato de que no debía estar
allí. Tenía marcas en las muñecas que indicaban que ya había estado
encadenado antes. Comprendí enseguida que el tal Sebastián venía para
vigilarlo y cuidar de él.
-Yo no te voy a atar, hijo. ¿Cómo podría hacerte yo eso? –dije. –
Perdóname pero será mejor que me marche. Sebastián cuidará de ti.
Duerme un poco y mañana estarás mejor, ¿de acuerdo?
-¡No te vayas! ¡Átame! Cuando vengan les diré que me puse contra la
pared y los grilletes se cerraron solos, creerán que es una señal divina, que
el martirio de la carne es la voluntad de Dios, y así podré expiar mis
pecados. ¡No sabrán que has estado aquí! –le oí decir mientras yo salía de
la celda todo lo rápido que me permitía el sigilo. Llegué hasta mi celda
sudando y jadeante, aunque seguro de que no haber sido visto.

Me acosté. No pude dormir. Ya cerrara los ojos o los dejara abiertos no


podía quitarme la imagen del hermano Francisco de la cabeza: enloquecido,
con la espalda ensangrentada, balanceándose junto al látigo, colocándose
en forma de cruz contra la pared. Me vino entonces a la memoria un trozo
del Poema de la Luna (el momento en que el protagonista habla con la luna
nueva) que probablemente no sería tal que así:
Porque no se pueden dar juntos la luz y la oscuridad es que la Luna gira.
La una persigue a la otra y la otra a la una, pero ninguna puede reinar. Al
igual que la locura busca a la cordura y la cordura a la locura por el
laberinto de la mente, la luz y las sombras se reparten la flotante roca,
surgiendo el equilibrio y la armonía de ese ansia de conquista compartida.

101
¿De dónde vienes tú, Luna Nueva, que acechas en la sombra de la
Creación? ¿Acaso eres anterior a tu hermana Llena? ¿Acaso eres más
eterna? Mientras la Patrona de los Lobos se ensancha para recibir al Sol,
tú sólo te muestras ocultándote, burlando los sentidos con tu juego de
sombras. Tú que te deslizas bajo el negro eterno del universo, eres la
locura desapercibida que se mueve errante entre las bambalinas de la
mente. Tú eres la cara oculta de todos nosotros, tú eres lo que no podemos
pensar pensando como pensamos en la cotidianidad del día; con la cara
iluminada del alma. Hay que arrancarse los ojos para poderte ver, pero
entonces ya no hay vuelta atrás, y sólo verás a través de la oscuridad. Por
eso yo no quiero verte, maldita luna, yo no quiero mirarte. Yo no quiero
que seas real.

Real… como real era el llanto que se alzaba sobre el murmullo del río.

16 Ribereño

Andrea, más acostumbrada que yo a moverse por aquellos terrenos, me


ayudó a bajar por la ladera cubierta de maleza. Entrábamos en verano y la
vegetación, abundante por la nutritiva primavera que dejábamos atrás, ya
daba claros síntomas de sequedad. Allí abajo el río bramaba fuerte y el
llanto se nos perdía por momentos el ruido.
Avanzábamos paso a paso, escuchando. No veíamos mucho, por no decir
nada. De repente, el llanto desapareció por completo. Nos quedamos
quietos como antenas esperando recibir una señal. La última vez me había
parecido oírlo a mi izquierda, avancé unos pasos y esperé a escuchar. Oí
algo. Un lamento aislado, más que un llanto. Pensé entonces que no se

102
trataba de un bebé sino de un gato que se había callado al escucharnos
avanzar por la maleza. Le hice una señal a Andrea para que avanzara en
dirección a un árbol que había justo en la orilla del río. Yo me acerqué al
árbol ribereño desde mi ángulo. El llanto apareció de nuevo, fuerte y largo,
helándonos la sangre. Nos apresuramos hasta el árbol y allí lo encontramos,
metido en una cesta que había quedado atrapada entre la maraña de raíces
del árbol y las cañas de la ribera. Nos quedamos de piedra. Un bebé en un
cesto como en los tiempo de Moisés. –No puede ser, no puede ser… -me
repetía sin cesar. Andrea callaba, espantada. El bebé rompió a llorar de
nuevo con fuerza, un llanto repetitivo y desesperado que se te clavaba en lo
más hondo del alma. Dando un respingo, Andrea acudió en su auxilio. Me
apresuré a sujetarla mientras pisaba por las raíces del árbol y alcanzaba la
cesta, la cual estaba forrada con lona y plástico para que no se hundiera. El
bebé lloraba, liado en mantas. Debía de tener calor, debía de tener hambre,
debía de tener sueño, debía de estar sucio, debía de estar aterrado. La
corriente bajaba desde el pueblo, por lo que pensé que prácticamente
acababa de ser abandonado. En el parque de San P., lo más probable, que
quedaba cerca, al otro lado del puente romano. El bebé debía de tener mes
y medio, la cuarentena y algo más. Dije algo a Andrea, no recuerdo el qué.
Quizás que había que buscar a la madre, quizás que había que avisar a la
policía. Andrea le puso la mano en la frente y se sobresaltó al comprobar lo
caliente que estaba. Sin perder tiempo ni en escucharme puso rumbo de
vuelta a casa.
El movimiento pareció calmar al bebé, que seguía llorando pero más
débilmente. Se le escuchaba respirar con dificultad. Una respiración que
percibíamos como una alarma avisando de que algo iba mal. Antes de
entrar en casa, Andrea me dijo que cogiera la furgoneta y fuera a la
farmacia de guardia a comprar pañales, gasas, unas gotas de las que no
recuerdo el nombre, un termómetro, cremas y una serie de cosas que

103
demostraban a las claras que dominaba la situación. Lo que me sorprendió
no es que supiera lo que había que hacer, (ya que aunque fuera la única de
sus hermanas que no tenía hijos, había ayudado a criar a varias sobrinas y
sobrinos), sino su claridad mental y su determinación de acción en una
situación tan fuera de lo habitual. Yo le espeté que debíamos ir al hospital,
pero ella simplemente volvió a mandarme a la farmacia.

Obedecí y traje de todo. O al menos lo que entendí imprescindible, ya que


no recordaba todo lo que me había dicho que comprara. Por suerte era tan
tarde que la farmacia sólo atendía a través de un telefonillo, sin contacto
humano, pues la idea (absurda por otro lado) de que de alguna manera mi
conducta llegara a levantar sospechas acerca de lo que acababa de ocurrir,
me tenía intranquilo.
Conduciendo de vuelta a casa escudriñaba el comportamiento de las
mujeres que encontraba al paso: todas eran sospechosas de abandono en
aquel momento. Creo que llegué a asustar a una chica que andaba deprisa,
con la cabeza gacha. Aflojé la marcha a su paso para intentar verle la cara y
la joven se puso tensa. Quise parar y bajarme del coche, tomando lo que
hubiera sido una de las peores decisiones de mi vida, pero tuve un
momento de lucidez y me di cuenta de que parecía un acosador o algo peor.
La chica era incluso demasiado joven quizás como para tener hijos. Y no
tenía pinta de venir de abandonar un bebé en el río. De hecho, estábamos
demasiado lejos del río. Detuve el coche y me tranquilicé, permitiendo a la
chica escapar.

Llegué sosegado. Fuera de la casa todo estaba tranquilo, como suele ser
habitual en el campo, con los grillos dándole cuerda a la noche. En otras
circunstancias abriría la puerta y seguramente escucharía el parloteo del
televisor, la música de la radio o los ruidos de Andrea en la cocina. Me
104
abriría una cerveza e iría a refregarme un poco con ella, dándole bocados
en el cuello, manoseándola, oliéndola. Pero abrí la puerta y toda la calma y
todo el pasado quedaron rasgados, hecho girones por los gritos de un bebé.
Andrea no estaba en la cocina sino en la bañera, metiendo al niño (era un
varón) en agua:
-¿Has traído el termómetro de agua? –me preguntó.
-¿De agua? He traído un termómetro para bebés.
-¡Te dije que trajeras uno de agua, para el baño!
-Lo siento pero no me he enterado, no suelo recoger cestos con niños del
río y no sabía que íbamos a bañarlo. ¡Lo que debemos hacer es llevarlo al
hospital ahora mismo!
-¡Cómo no lo vamos a bañar si tiene fiebre, tío huevo! Hay que bañarlo un
buen rato y tomarle la temperatura, si no baja de treinta y nueve en un par
de horas entonces nos plantearemos ir al hospital. Ahora prepara una toalla
grande para cuando lo saquemos. –ordenó sin mirarme.
Así lo hice. Hice todo lo que me dijo. Ella dominaba la situación y yo no.
Lo mejor que podía hacer era servirle. El crío lloraba y lloraba. Con fuerza,
los ojos cerrados y la cara roja. Me ponía muy nervioso. Tenía la sensación
de que lo estaban escuchando en todo el pueblo. Andrea le hablaba
suavemente mientras le echaba agua por la cabeza y le sumergía el cuerpo.
De cuando en cuando el niño dejaba de berrear para dar paso a una
respiración nerviosa saturada de ruiditos y quejas. Entonces abría los ojos
un poco y miraba alrededor. Los tenía de un profundo azul lechoso.
Aunque a esa edad los bebés no ven más allá de unos treinta centímetros y
sin nitidez, Andrea le sonreía, inclinada sobre él. A veces parecía mirarla
directamente a ella a los ojos, pero sobre todo miraba la luz de la bombilla.
Quién sabe el tiempo que llevaría llorando solo en la oscuridad de la noche.
Un mundo oscuro dentro de un mundo oscuro. La luz del techo lo calmaba,
aunque por poco tiempo. Enseguida volvía a llorar como un desesperado.

105
Fueron unos diez minutos de llantera sin fin, pero al final calló. La
respiración seguía siendo nerviosa, si bien el contacto humano de Andrea
lo calmaba. Había comprado una leche en polvo especial para bebés,
carísima, que Andrea me mandó enseguida poner a calentar. Ella le puso el
termómetro: treinta y ocho y medio. Lo teníamos desnudo, solamente con
un pañal. El niño tiritaba y, de vez en cuando, daba un temblor
espasmódico que te hacía un nudo en la garganta. Casi prefería los llantos a
esos espasmos tan brutales sobre un cuerpo tan delicado. No era un bebé
rollizo y grandote como los que suelen verse. Era pequeñito, tenía muy
poco pelo, corto y rubio, muy rubio, casi blanco.
Andrea contrarrestaba los temblores con mucho tacto y suaves palabras.
Balanceaba continuamente su cuerpo. La cara del pequeño seguía roja,
aunque menos. Le dimos las gotas para la fiebre mientras esperábamos a
que la leche se templara. Reaccionó bien. Al principio no quiso tomar
leche. Le daba sorbos al biberón pero enseguida se lo sacaba de la boca y
protestaba. Tras muchos minutos de paciencia empezó a aceptar mejor el
bibi. Yo permanecía en silencio, viendo la escena. Andrea le hablaba: -Ya
está, ya está. No es nada, no pasa nada. Ya está pequeño. Ya ya ya. –decía
mientras se paseaba por el salón. El niño emitía ruiditos y pequeños
gimoteos que cada vez preocupaban menos y se volvían más adorables. Al
ponerle de nuevo el termómetro la fiebre había bajado considerablemente
hasta unos treinta y siete y poco. Eso nos relajó. Andrea le hablaba con
alegría al crío, que pronto terminó por dormirse en sus brazos.

Antes de que el bebé se durmiera yo ya me había hecho a la idea de que el


niño pasaría la noche en casa. La situación estaba más o menos controlada
y la calma volvía poco a poco a nuestros nervios. Lo llevamos a “su”
cuarto. El que teníamos preparado para nuestro futuro hijo. Fue ahí, creo, si
no antes, en el río, que Andrea cambió. Algo hizo clic. En el rompecabezas

106
de su mente y sus anhelos faltaba una pieza y ya la tenía. Era una pieza que
no correspondía a ese puzle, pero tenía la forma adecuada. Había una cuna
y había un bebé. Rompecabezas resuelto. Y además el pequeñín era
hermoso. Hipnótico. No podías dejar de mirarlo mientras dormía, cuando
encontraba la justa paz que se le debe a un recién nacido. Andrea revisó
todo lo que yo había traído de la farmacia y apuntó en una hoja todo lo que
faltaba y se necesitaría. La pinchó en el frigorífico junto con las
instrucciones de las fases del ritual, como si se tratara del tercer paso a
seguir.
-¿Pero es que nos lo vamos a quedar? Hay que llevarlo a servicios sociales
o a dónde sea que se lleven lo niños abandonados. –dije albergando
bastantes dudas acerca de que ella compartiera un modus operandi tan
obvio.
-Lo primero es que el niño se recupere. Yo voy a pasar la noche en el
cuarto con él. Tú acuéstate si quieres, yo me encargo. Mañana ya lo
hablamos todo con más calma, ¿vale?
El niño comenzó a llorar de nuevo y Andrea acudió al instante, dejándome
sin nada que decir. Me apoyé en el marco de la puerta, observando a una
Andrea perfectamente resuelta, como si llevara toda la vida tratando casos
como éste. El crío calló al escuchar la voz y sentir el contacto de Andrea,
pero enseguida volvió a llorar. Le puso el termómetro y, tras comprobar
que no había más que unas décimas de fiebre, le ofreció un biberón que el
huérfano recibió con ansiedad. Aliviado de ver que el niño comía y que la
fiebre remitía, decidí acostarme y dejarlos solos. Estoy seguro de que
Andrea (sentada en la cama con el niño en el regazo, de espaldas a la
puerta, completamente absorta en el bebé) ni siquiera oyó cómo se cerraba
la puerta.

107
17 Arrepentirse

Me quedé dormido inexplicablemente rápido. A la mañana siguiente,


cuando desperté, todo estaba en silencio. Me asomé al cuarto del niño y allí
seguía Andrea, dormida con el bebé en los brazos. Ambos dormían. Los
dejé. Iría a trabajar y a media mañana pediría permiso a mi tío para salir un
momento, pasaría a comprar por la farmacia y volvería a casa para dejar las
cosas. Fue al coger el papel con los recados de la puerta del frigorífico
cuando me di cuenta de que los otros dos papeles, los de las fases del ritual,
estaban completamente en blanco. Me quedé perplejo. Estaban
completamente borrados. Pasé los dedos por los dos papeles y era como si
sólo se hubieran doblado pero nunca hubieran sido escritos. No estaban los
trazos, las marcas típicas que dejan los bolígrafos al escribir. Tan sólo
quedaban los dobleces de haber sido plegado. Un misterio demasiado
grande para esas horas de la mañana. Salí de casa y traté de olvidarlo, de no
darle importancia, pero no podía negar la inquietud que me causaba. Esto
se sumaba a la situación ya de por sí turbadora con el bebé encontrado en el
río. Un recién nacido encontrado en el río + dos papeles inexplicablemente
borrados = a un Leonardo muy nervioso. Y mi tío me lo notó. Recuerdo
que estábamos montando la decoración para un teatrillo de verano para
niños. Aunque fuera domingo quedamos en ir al taller a trabajar, sólo la
mañana. Eran los últimos días de colegio y ya se nos iba acumulando el
trabajo para obras de teatro infantiles. Teníamos tarea pendiente con el
Libro de la Selva. Necesitábamos árboles y animales. Yo estaba con una
serie de pájaros selváticos (loros y cacatúas). Mi tío montaba un árbol
cuando me llamó la atención: yo creía estar colocándole el pico a una
cacatúa, pero en lugar del pico, no me había dado cuenta de que estaba
clavándole un destornillador en la cara al muñeco.

108
-¡Eh Leo! ¿Qué pasa? ¿Va todo bien? –preguntó el Tío Monte con esa voz
ronca que aún resuena en mis oídos cuando pienso en él.
-Sí, tío. Todo bien. Se me ha ido el santo al cielo.
-¿Has desayunado?
-No, no tengo hambre. Me cuesta desayunar normalmente hasta que no ha
entrado bien la mañana.
-Mejor entonces. Tómate uno de estos.
Tío Monte sacó una botella de whisky y puso dos. Miré bien a mi tío y me
pareció que no había dormido mucho la noche anterior. Incluso podría estar
borracho. No es de extrañar que no me diera cuenta antes, pues yo le rehuía
todo lo posible. Podría llevar toda la mañana bebiendo sin que me hubiera
percatado. Me acerqué al mostrador, recién reconvertido en barra por obra
y gracia de mi tío, y le acompañé.
-Sea lo que sea lo que te preocupe, -dijo –no te preocupes. –estaba
borracho, ahora sí podía afirmarlo. Me dieron ganas de decirle que se
acostara, que ya me quedaba yo al cargo del taller, pero se me adelantó
diciendo: -Te vas a tomar la mañana libre. Te vas a ir a casa con tu mujer y
vas a arreglar las cosas. –se había destapado completamente y ya no
disimulaba el deje borracho en la voz. –Y sabes qué, que las cosas se
arreglan colocándote delante de ellas, enfrentándolas con sinceridad. Pero
eso es lo más difícil, sobrino, la sinceridad. Eso es lo más difícil. –se le veía
cansado, sosteniendo el vaso sobre la barriga y la vida sobre los ojos, con
una mirada hacia afuera que no iba sino hacia dentro. Bebí. Estaba fuerte.
Di otro trago y fue como si el cuerpo adelantara doce horas, cambiando la
disposición del ánimo a un estado nocturno, un estado que ya da el día por
terminado, entendiendo el día como una serie de responsabilidades. El tío
Monte dio un suspiro y se preparó para otro trago. Cuando tenía el vaso
casi a la altura del mentón dijo: -Así que ve y no hagas el tonto como tu tío.
–dejó el vaso seco y apuntilló: -¡Y aquí se cierra ya hasta mañana!

109
El tío Monte murió dos años después de aquél trago. Estaba enfermo. Yo
no lo sabía, no lo supe nunca. Se lo tenía muy bien guardado. De hecho,
creo que nadie de la familia lo sabía. Ni siquiera Mariló, la mujer con lo
que pasó los últimos cinco o seis años de su vida, aunque no vivieran juntos
oficialmente. Me pregunto si no sería a eso a lo que se refería cuando
hablaba de la sinceridad. Quizás no supo decirle que se moría y prefirió
romper la relación para que no sufriera. Él debía esperar morirse en
cualquier momento, y pensaría que mientras más tiempo pasara entre la
ruptura y la muerte menos dolor causaría a su amada. Pero, ¿y el dolor de
estar separado de ella? Seguramente se arrepentiría, seguramente hubiera
querido morirse al día siguiente de romper la relación. Pasó dos años así,
muriéndose sin ella. No sé qué pensaría mi tío, pero sé cómo piensa un
amante, y le comprendo. Si ella va a tener que reconstruir su vida que
empiece cuanto antes mejor. Mi tío murió con cincuenta y nueve años.
Aunque Mariló fuera más joven, ya estaba también en una edad en que no a
todo el mundo le apetece empezar de cero. No hay tiempo que perder,
debió pensar el tío Monte. Si él se daba por muerto, ¿por qué no ir dejando
las cosas como uno cree que debe dejarlas? Puedo comprenderle, y debió
dolerle muchísimo hacer lo que hizo.

Pasé por la farmacia de guardia y volví a casa. Entré, intentando no hacer


ruido, e hice bien: seguían dormidos. Me entró un hambre terrible después
del whisky matinal y me preparé un desayuno. Estando las tostadas a
punto, asomó Andrea por la puerta de la cocina. Traía hambre, así que
preparé unas tostadas para ella también, pero antes me acerqué a besarla:
-Hueles a whisky. –dijo extrañada y somnolienta.
-¿Cómo has pasado la noche? –pregunté

110
-¿Y tú? ¿Dónde has estado que hueles a whisky? –seguía diciendo con los
ojos pegados. Yo la besé de nuevo, con fuerza, a sabiendas de que no le
gusta el whisky. Le conté la escena de mi tío en el taller, por eso estaba en
casa tan temprano. Luego le pregunté por la criatura:
-¿Qué tal el niño? ¿Cómo está?
-Bien. Duerme. Ya no tiene fiebre. ¿No lo has oído llorar?
-La verdad es que no. He dormido como un tronco.
-Ha llorado un par de veces pero enseguida se callaba cuando lo cogía. El
pobre… Se ha pasado toda la noche encima de mí. –dijo desperezándose.
Luego se quedó callada, pensativa, moviendo levemente la cabeza de un
lado a otro en señal de desaprobación. -¿Quién puede abandonar a un bebé?
–se preguntó sin poder entender.
-Desde luego. –acompañé. –Si lo abandonas al menos hazlo bien y déjalo
en los servicios sociales, o en un orfanato, o con las monjas o en la puerta
de un ricachón. ¿Pero en el río? A esa mujer se le podría acusar de
homicidio imprudente, ¿sabes?
-Eso tuvo que ser una niña de quince años. Es que si no, no me lo explico.
–se decía.
-Nosotros qué hacemos. Vamos a la policía o a dónde vamos.
Andrea asentía callada, cavilando seguramente la manera de justificarse a sí
misma la idea que le rondaba la cabeza (¿o era al corazón?) de quedarse
con el bebé, al menos por un tiempo, como si se hubiera encontrado un
gatito asustado en la calle.
-¿Crees que la meterán en la cárcel si la pillan? –preguntó. Yo callé. –Debe
de estar arrepentida. –dijo. –Yo no quiero que vaya a la cárcel por mi culpa.
-Si va a la cárcel será por su culpa, no por la nuestra. –intervine.
-Yo puedo cuidarlo. –dijo de repente. –Mientras me entero de quién ha sido
lo puedo cuidar aquí. Y luego se lo devuelvo, así le damos la oportunidad
de volver a empezar sin pasar la vergüenza de que se sepa y salga en las

111
noticias y esas cosas. Si llamamos a la policía seguro que no le dan la
oportunidad de arrepentirse y se lo quitan para siempre. Tampoco hay
derecho a eso. –dijo con sincera compasión.
-¿Y si resulta ser una quinceañera, como dices? O una chavala con dieciséis
o diecisiete años que no puede hacerse cargo del bebé por lo que sea,
¿entonces qué? –lancé dando un bocado a la tostada.
-Entonces podríamos cuidarlo nosotros y ella puede venir a verlo siempre
que quiera. Y a lo mejor en el futuro, dentro de uno o dos años, ella puede
cuidarlo ya y entonces se lo devolvemos. –hablaba medio en broma pero en
serio, haría lo que decía si pudiera. Estaba claro que le había dado al coco
por la noche. Yo ya me esperaba algo así, y además el whisky de primera
hora me ayudó a tomármelo todo con naturalidad e incluso buen humor.
-Lo tienes todo controlado, ¿eh? –bromeé. Ella rió para tapar la vergüenza
de haberla descubierto en sus intenciones. Maga, la gata blanca, apareció
maullando en la cocina. Maullaba y se refregaba contra mi pierna una y
otra vez hasta que comprendí que quería comida. Se nos pasó darle de
comer con todo el tema del bebé. Mientras le ponía comida en su cuenco,
Andrea seguía meditando.
-Es tan bonito… Hubo un momento esta noche en que me miraba y sonreía,
ya sin fiebre. Se me quedaba mirando, embobado, y de repente sonreía. Es
muy simpático. Yo creo que sabe que lo he cuidado y me lo estaba
agradeciendo. El pobre no debe saber nunca que su madre lo abandonó.
Qué lástima por Dios… –volvió a callar, pero sólo para seguir: -Y la cosa
es que lo ha cuidado, no lo ha abandonado al nacer. Este niño ha pasado la
cuarentena con ella. Es lo que menos entiendo porque no es lo mismo
abandonar a la criatura al nacer, sin tener contacto con él, que habiéndolo
cuidado. Es que no tiene sentido. –de repente se llevó las manos a la boca,
ahogando un grito: -¿Y si se lo han quitado? ¿Y si alguien le ha quitado al
niño y lo ha tirado al río? –pensó con espanto. La idea no era mala del todo.

112
Un asunto de cuernos o de dudas respecto a la paternidad del chico podría
dar pie a una situación así. También barajamos la idea de que una joven
hubiera confiado en alguien, alguien de su familia incluso, que le iba a
ayudar a deshacerse del bebé, alguien que se encargaría de que todo saliera
bien y ella no tendría que preocuparse más por el bebé. Y ese alguien u otra
persona lo abandonó entonces en el río sin que la madre lo supiera.
Especular era entretenido pero nada de eso cambiaba en esencia la
situación tal y como yo la veía.
-Amor, -dije -tarde o temprano vamos a tener que ir a la policía, porque
esto no podemos ocultarlo indefinidamente. Si quieres intentar encontrar a
su madre y darle una segunda oportunidad me parece bien. Tienes un
corazón de oro. Pero tarde o temprano se enterarán tus hermanas, tus
padres o los míos, y todo el mundo te dirá lo mismo: que cómo se te ha
ocurrido quedártelo. Pero yo testificaré a tu favor y diré que todo fue por
una buena causa y que el niño ha estado perfectamente atendido en todo
momento.
Según dije esas palabras se escuchó quejarse al bebé. Los dos acudimos. Al
entrar en la habitación se calló. Andrea lo cogió y me lo enseñó,
presentándonos de alguna manera. En verdad era un bebé muy guapo, con
los hermosos ojos azul lechoso típicos de los lactantes.
Volvimos a la cocina con el pequeño y le preparamos un biberón. Andrea
estaba radiante con el niño en brazos. Tenía madera de madre, se le notaba
perfectamente capaz, y el recién nacido no parecía extrañarla en absoluto.
-Por cierto: –recordé de pronto. -¿Has visto eso? –dije señalando las hojas
en blanco de la nevera. Andrea las examinó tan perpleja como lo había
hecho yo un rato antes. Sin embargo no se turbó en exceso sino que
encontró una explicación incluso plausible en apariencia:

113
-No es lista la tía. –dijo ella resuelta. –Seguramente escribe las
instrucciones con tinta que desaparece, así, tanto si la persona sigue o no
sigue el ritual, la bruja se asegura de que nadie más lo tenga.
-Pero es que no hay ni marcas de haber escrito. –repuse.
-Puede escribir bien suave para no dejarlas. ¿Recuerdas que siempre nos ha
dicho “llegaros mañana que ahora mismo me pilla mal”? Es por eso,
porque necesita tomarse su tiempo para escribir sin dejar marca.

La detective Andrea cerró el caso. El resto del día lo pasamos pendiente del
bebé como unos padres cualesquiera. El nene pasó prácticamente todo el
día durmiendo, igual que Andrea, quien después de comer sintió todo el
cansancio del mal-dormir pendiente del bebé.
La noche fue otra historia.

18 Puertas

Maga era una gata muy juguetona. Le gustaba estar en casa, sobre todo en
verano cuando la calor aprieta demasiado para su piel rosada. Solía
esconderse a la menor ocasión. No sólo debajo de nuestra cama, su sitio
favorito, sino en cualquier habitación que se abriera y que habitualmente
estuviera cerrada. Más de una vez se nos quedó encerrada toda la noche en
algún cuarto sin darnos cuenta de que se había colado, silenciosa como un
ninja. De vez en cuando, nunca supimos muy bien por qué, se nos orinaba
por la casa. Al principio no le teníamos comprado un arenero. La gata hacía
sus necesidades por el campo desde siempre y no pensamos en ese asunto
hasta que un día, para sorpresa nuestra, se meó en el salón, bajo una mesa
que había pegada a la pared. Nos extrañamos mucho y lo dejamos correr,

114
pero al poco volvió a hacerlo, en el mismo sitio. Entonces enfurecí y cogí a
la gata gritándole ¡no! frente al charco. Se asustó mucho, nunca la había
tratado así.
Compramos un arenero y se lo habilitamos en un aseo. Maga respondió
perfectamente. Prefería su arenero a todo el campo del mundo. Allí estaba
tranquila. Pero un día volvió a orinarse fuera, en la cocina, y cometí el error
de pegarle. Un par de tortas, no muy fuerte, pero los gatos no son como los
perros, no entienden de la misma manera. Un perro acepta el castigo de
quien considera superior, pero para un gato eres un igual y no tienes
derecho alguno sobre él. Me rehuyó un par de días después de aquello,
nada que unas latas de paté no pudiera arreglar rápidamente. Sin embargo
algo cambió en el animal. Comenzó a hacer algo que no hacía antes, y es
que se volvió habitual encontrártela saliendo sospechosamente de las
habitaciones, como si acabara de hacer algo que supiera estaba mal. Antes
no hacía eso. Se escondía o salía corriendo, pero no huía a pasos ligeros
con la cabeza agachada. Una actitud sospechosa tanto en la raza de los
gatos como en la de los humanos. Generalmente no ocurría nada, pero no
siempre teníamos esa suerte y a veces terminábamos descubriendo un
charco amarillo.
Así, con esa actitud, la vi cruzar el salón hasta desaparecer de mi vista.
Venía del pasillo. Me puse en alerta y eché un vistazo. El dormitorio estaba
cerrado, pero el cuarto de baño estaba abierto. Peligro. Después de la
cocina su lugar favorito para orinar era bajo el lavabo, sobre todo si había
quedado algo de ropa sucia tirada. Pero no, no había nada. Miré por el
pasillo y tampoco encontré nada. Y sin embargo había cruzado el salón de
forma sospechosa, como huyendo de la culpabilidad. Sólo quedaba el
cuarto del niño, el que fue de la niña Andrea. La puerta no estaba cerrada
del todo. Empujé suavemente y la luz del cuarto invadió la oscuridad del
pasillo, dibujando en el suelo el marco de la puerta y la sombra de mis

115
piernas. La bombilla de esa habitación, pensada para albergar un bebé,
daba una luz cálida y acogedora, perfectamente distinguible de la maligna
luz amarilla del cuarto de la vieja y de la vela del cementerio. Andrea
dormía con el bebé encima. Me acerqué a ellos con la intención de
despertarla y decirle que se fuera a dormir a la cama, pero estaba tan
dormida y el niño tan a gusto que sólo me paré un momento a mirarlos. La
imagen era preciosa: la de una familia recién formada. Me regocijé en
aquella visión. Era lo que estábamos buscando, un hijo, un centro de
gravedad desde el que impulsarlo todo, nuestro amor y nuestras vidas.
Pronto tendríamos nuestro propio hijo. Podríamos incluso tener los dos, el
bienhallado y el biológico. Pero no, yo no debía caer en la tentación de
seguirle el juego a Andrea. Esta vez no. Andrea, que dormía recostada
contra la pared entre cojines y almohadas, con la cabeza caída como un
cisne exhausto. ¿Cuánto duraría aquello, cuándo la mente de Andrea
dejaría paso a la cordura? Yo estaba seguro de que no iba a encontrar a la
legítima madre y que, cuando se le acabaran las vacaciones, tendría que
poner fin a la experiencia pseudo-maternal. Pero por ahora me dejaba llevar
por la locura a sabiendas de que era forzosamente pasajera.

Decidí dejar dormir al cisne y su polluelo. Salí del cuarto y, antes de cerrar,
metí la mano buscando el interruptor para apagar la luz. Cerré la puerta y
un escalofrío se apoderó de mí al ver que, aún con la puerta cerrada, ¡la luz
que acababa de apagar seguía dibujando el marco de la puerta sobre el
suelo! A decir verdad, lo primero que sentí no fue un escalofrío, sino el
aturdimiento de ser golpeado por lo imposible, la confusión causada por lo
completamente ilógico, por aquello que de un solo vistazo se percibe como
algo que no puede suceder. ¡Con la luz apagada y la puerta cerrada no se
puede proyectar sombra alguna sobre el pasillo! Es imposible. Mi mente
buscaba salidas racionales pero tan solo se daba de bruces contra los muros

116
de la incredulidad. Entonces me percaté de que esa luz que tenía bajo mis
pies y que no proyectaba la sombra de mis piernas, no era la agradable luz
cálida para bebés sino que era Ella de nuevo: ¡la luz amarilla de mis
pesadillas! Ya podía reconocerla al primer fogonazo, ¡y estaba en mi casa,
en la habitación del niño! Ahora sí, un estremecimiento recorrió mi cuerpo
y mis pensamientos, tanto conscientes como inconscientes.
Todo ocurrió en pocos segundos. Abrí la puerta de nuevo, con toda la
calma de la que fui capaz. La habitación seguía a oscuras y la bombilla
apagada. Miré a mis pies y la diabólica luz y su marco fantasmal habían
desaparecido. Cerré y me volví al salón. Allí Maga observaba mi rostro,
midiendo mis reacciones. La miré buscando complicidad, como si pudiera
preguntarle “¿tú has visto lo mismo que yo?”, y la gata salió corriendo a los
dos segundos de contacto visual. Lo tomé como un sí.
Estaba intranquilo, incómodo en la casa, asfixiado. La luz tiene que
provenir de alguna otra parte, pensaba. Me senté, pero no podía estar
sentado. Me hice como el que se serenaba y volví al pasillo a comprobar
que no se hubiera quedado la bombilla del cuarto de baño encendida, pero
no, estaba apagada. Nuestro dormitorio también. <No me jodas>, murmuré
para mí. Si aquello no se dejaba explicar por la razón prefería no pensarlo,
así que me fui. Escribí una breve nota diciendo que me iba a la L. a ver el
fútbol. Era domingo, aún me daba tiempo de llegar para la segunda parte
del partido de las nueve. El fútbol era lo de menos, lo cuestión era que en la
L. siempre podría encontrar a Blanco o a cualquier conocido que hiciera
algo de compañía.

Por suerte para mí Blanco estaba allí. Jugaba nuestro equipo y lo estaba
viendo con su hermana Raquel, el novio de ésta y un personaje de aquél
pub conocido como el Señor Tonetti, entre otros parroquianos habituales.
Me pedí un whisky solo y me acerqué al grupo. Había una silla

117
aparentemente libre y la tomé, pero me advirtieron de que estaba ocupada.
La dejé libre de nuevo y al momento llegó su propietaria: Úrsula. Así, de
improviso, reapareció Úrsula en mi vida: volviendo del servicio. Se dirigió
directamente a mí, que me había quedado de pie junto al taburete. La vi
venir como a cámara lenta, irradiando ondas de un vibrante pulso sexual
que mis sentidos recibían por encima de todo lo demás. Me olvidé de todo.
Me olvidé del niño, de la cuna, de las plantas, de la luz amarilla y del río.
Salí de casa huyendo de todo aquello y al llegar encuentro que hay un
hueco en mi grupo, un asiento libre destinado para mí por gloria del azar y
la buena suerte, creía yo. Pero no, el asiento lo ocupaba un visitante del
pasado: Úrsula. Apareció para llenar el hueco que faltaba y sellar mi
destino, apareció en el momento oportuno, y apareció con las mejores de
las intenciones: rodar un corto con Blanco. Un corto en el que yo iba a
participar, de extra, porque le había fallado un ‘actor’ a mi amigo y yo le
dije que sí. No sé si a Blanco o a Úrsula, pero dije que sí.
Úrsula era una belleza extraña. Con los años había ganado un cuerpo de
mujer muy digno de acompañar a sus grandes pechos. Hasta ese momento
no me había dado cuenta (ni tenía por qué darme cuenta, puesto no
teníamos ninguna relación al margen de ser conocidos de vista, como se
suele decir) de que mi imagen de Úrsula correspondía a una época anterior:
la de una joven no especialmente guapa aunque para nada fea, de brazos y
piernas delgados, vientre plano y hombros estrechos. Lo más llamativo de
ella era su gusto por pintarse el pelo. La primera vez que la vi, (que fue el
mismo día en que conocí a Andrea en casa de Aurelio, haciendo la ouija),
llevaba el pelo azul. Y así es como solía aparecer en mi mente, pero era
normal verla con el pelo rojo, verde o negro, que es tal y como lo llevaba
cuando volvió a aparecer en mi vida tras salir de los servicios del pub. Esa
imagen de una Úrsula de hacía diez años no me atraía en absoluto, pero la
Úrsula que emergió del servicio como una Venus de bar correspondía con

118
uno de los varios prototipos de belleza femenina que la naturaleza ha
grabado en los genes del ser humano macho. Era una mujer deseable e
indudablemente deseada por todos los habituales del pub, incluido mi
amigo Blanco.
Del corto recuerdo que era una parodia de terror de la película Tiburón que
se desarrollaba en una piscina. Úrsula haría de chica guapa atacada en la
piscina mientras que yo sólo tendría que salir al fondo, vestido de jardinero,
y luego correr en busca de ayuda cuando se produjera el ataque. A mí no
me gustaba ponerme delante de la cámara, pero sería sólo un día y, además,
se iba a rodar en el chalet de un buen amigo común, amén de que no tendría
que decir ninguna frase. Por su parte, Úrsula estaba muy implicada en el
proyeto: resultó que sabía mucho de maquillaje y ella misma se iba a
encargar de esa parte de la producción. Úrsula era fantástica y Andrea se
había vuelto loca. Todo al mismo tiempo.

Cuando consideré que debía irme no quedaba casi nadie en el pub. Blanco,
Úrsula y algunos más no tenían intención de irse y estuve tentado de
tomarme otro libidinoso whisky, pero finalmente opté por adjudicarme la
honra del menos irresponsable y me marché, percibiendo las ondas
sexuales de Úrsula aún desde fuera del pub.
Al llegar a casa ya no pensaba en Úrsula. Como si a partir de la puerta no
se pudieran tener esos pensamientos, me los guardé. Salí del coche y al
enfilar en dirección a la casa encontré una escena inusual: Maga se
enfrentaba con una serpiente a los pies de los escalones del porche. El
felino tenía enganchado al reptil por el cuerpo y lo giraba, pero la serpiente
se revolvía una y otra vez poniendo rumbo a la casa. En uno de esos
enganches, la cabeza de la serpiente quedó cerca de una pata de Maga, que,
con la extraordinaria rapidez de su especie, consiguió pisársela y agarrarla
entre los dientes. Con la cabeza en la boca, Maga salió corriendo victoriosa

119
en dirección a las vaquerizas. Andrea me había comentado que es normal
encontrar serpientes, ratas, arañas y demás bichos por el campo. A su casa
habían entrado más de una vez, pero en el tiempo que yo llevaba allí no
había visto nada de eso. Dejé a Maga con su trofeo y entré dispuesto a
meterme en la cama con papel higiénico a mano, como harían todos los
lugareños de la L. aquella noche. Pero antes tenía que comprobar que
Andrea estaba bien: tenía que volver al cuarto. Tenía que volver a abrir la
puerta y a cerrarla, rezando para que se cumplan las leyes de la física y que
la luz no traspase el sólido ni ilumine estando apagada.
Girar el pomo se convirtió en el acto simple más terrorífico de mi vida,
pero todo estaba tranquilo y en orden. Andrea dormía en la cama y el bebé
sobre ella una vez más; las plantas estaban en la ventana; el huevo cubierto
de césped continuaba bajo la cuna, con la moneda de plata infiltrada bajo el
colchoncito; los folios de la cocina seguían en blanco y Úrsula me bajaba la
bragueta desde el centro mismo de mi hipotálamo.

19 Jirones

Yo debí hacer aquella noche lo que estoy haciendo ahora entre estos muros
sagrados. Debí pensar, mirarlo todo en perspectiva. Debí darme cuenta de
que Úrsula no era sino una nota más en la siniestra partitura que,
inaudiblemente, iba marcando los tiempos de mi vida. La vieja en la
ventana, la luz amarilla, el halo, la ouija en casa de Aurelio donde Andrea y
yo fuimos señalados, la tumba anónima del cementerio, los rituales de la
Sabia, el bebé… Todo pertenecía a una orquestación que representaba una
pieza interpretada en un tiempo diferente al humano. Los sucesos que en mi
vida percibo como distantes entre sí por intervalo de varios años, puede que

120
no sean más que la separación entre dos corcheas dentro de una partitura
audible tan sólo para seres de otras realidades, de otros tiempos, unos
tiempos inalcanzables para nuestros relojes pero que incluyen a nuestro
tiempo en su interior. Dos sucesos extraños pueden parecer inconexos entre
sí o azarosos en nuestro mundo humano/cotidiano y, sin embargo, ser parte
de una lógica aplastante y evidente para los dioses, o para lo que quiera que
sea capaz de actuar sobre las desconocidas fuerzas del Universo.
Pero cómo iba yo a pararme a pensar que Úrsula podría pertenecer al halo y
a la luz amarilla si, por el contrario, estando con ella todo eso se había
esfumado. Ella y no el-imposible-marco-de-puerta-cerrada-iluminado-con-
la-luz-apagada fue mi último pensamiento de aquella noche, la cual dormí
como un tronco borracho.
A la mañana siguiente me desperté aún cachondo. Fui al servicio y volví a
acostarme sin notar nada raro. De repente me acordé de mi tío y del Libro
de la Selva. No sé por qué creía que era domingo, pero no: era lunes. Le
envié un mensaje prometiendo estar allí a primera hora de la tarde, pero me
respondió que no me preocupara y que no fuera hasta el día siguiente, que
había tiempo hasta el jueves y él lo tenía todo ya medio listo. Adoro a mi
tío Monte, pensé. Me dispuse a dormir de nuevo pero estaba realmente
cachondo y no podía. (Lo siento hermanos, pero es así. Puede que alguno
de vosotros, sujetos al voto de castidad, sepa de lo que hablo). Me volví a
levantar a por agua fresca y, disimuladamente, mientras localizaba la
situación y el estado de Andrea, coger papel higiénico antes de volver a la
cama y seguir por donde lo había dejado. Cogí la botella de agua del
frigorífico y al ir a coger un vaso limpio me sorprendí de que las puertas
del mueble estuvieran abiertas. Bajé la mirada y vi que el cajón de los
cubiertos también estaba abierto. Los cerré. Me eché agua y al pasar por el
salón destino el dormitorio me paré en seco: todas las puertas y cajones de

121
los muebles estaban abiertos. Raro. Muy raro. ¿Qué habría estado buscando
Andrea?, me pregunté. Entonces apareció ella con el niño en brazos:
-¿Has visto? –preguntó.
-He visto. –respondí. -¿Has estado buscando algo?
-Anoche hubo un terremoto. –dijo ella -¿no lo notaste?
-No. –afirmé perplejo. –Yo no noté nada. ¿Cuándo?
-A la una más o menos. Yo me desperté asustada y fue cuando vi tu nota.
-Allí en el pub nadie notó nada. Ni nadie dijo nada, es decir, que no se
corrió el rumor ni nada de eso. Creo que si hubiera habido un terremoto la
gente hubiera hablado de ello, ¿no?
-Pues fue una sacudida fuerte, parecía que la casa se iba a hundir. Y se
abrieron todos los cajones. No veas el susto que me pegué. Me puse a
cerrarlos pero se me ocurrió dejarlos abiertos para darte una sorpresa, por
irte y dejarme sola. –me hizo una adorable mueca de desagrado y me
acerqué a ella. El niño estaba muy espabilado. Me miraba fijamente y de
repente se reía. Era guapo y encantador. Y muy rubio. Ese detalle me
llamaba la atención hasta el punto de pensar que pudiera ser hijo de
ingleses o suecos. Andrea lo miraba como si fuera suyo. Y yo, por un
momento, casi que también.
-Déjamelo. –le pedí. Ella me lo acercó y lo cogí en brazos. -Los padres
deben de ser rubios, ¿no? Este no parece de aquí.
-Bueno, los bebés suelen ser rubios. Luego la mayoría cambia a castaño.
-¿Cómo va la búsqueda? –pregunté tratando de que no se me notara la
ironía.
-Se lo voy a decir a mi hermana MariCruz, ella me ayudará. Esa en la
tienda es capaz de enterarse de algo. Por allí pasa mucha gente. Esta noche
o mañana se lo voy a decir. Primero la estoy poniendo sobre aviso de que
tengo una cosa que contarle que no se puede decir a nadie, pero sé que me
ayudará. –Andrea tenía preparada la respuesta. Y ese debía ser

122
sinceramente su plan, no podía tener otro mejor y guardar el secreto a la
vez.
Como dando su opinión al respecto, el niño se cagó. En ese mismo
momento sonó mi móvil anunciando la llegada de un mensaje. Quise
aprovechar la ocasión para devolverle el crío a ‘su madre’, pero Andrea
invocó una ley completamente ignota para mí y contra la que no había
recurso posible: -¡En quien se caga lo cambia! –dijo levantando las manos,
desentendiéndose del asunto y dando por hecho que no tenía
responsabilidad alguna en él. –Aprovecho que lo vas a cambiar para darme
una ducha rápida. –anunció con una sonrisa.
-Eso, dúchate, que tengo ganas de follar. –dije con calculada y seductora
descortesía.
-¡Vaya, qué Don Juan! Se nota el poeta que llevas dentro.
-Soy un hombre, qué le hago.
-Tú bebiste ayer. Siempre que bebes te levantas cachondo. –descubrió mi
amada.
-Un poco. Blanco me enredó para salir en un corto suyo, ¿sabes? –sólo dije
eso, silenciando la participación de Úrsula en el mismo como si fuera el
mayor de los secretos (que lo era).
-Supongo que se lo debes, ¿no? Por la vez que te acompañó a buscar las
plantas al campo. –y diciendo eso me dio las palabras exactas que
necesitaba para explicarme.
-Es verdad. Ya sabes que no me gusta salir delante de la pantalla. Para lo
demás siempre me apunto pero para actuar como que no. Pero como bien
dices le debo una y, además, justo cantar gol y con la euforia y los whiskys
pues le dije que sí. Es en el chalet de Alberto, aprovechando que no estarán
los padres unos días.

123
Andrea oyó esa última frase ya desde la ducha. Yo me dispuse a cambiar al
bebé. Es cierto lo que dicen de que tener un hijo te cambia la vida: me
había levantado a por agua y papel para masturbarme pero, de repente, me
encuentro limpiándole el culo a un crío. Todos los planes a la mierda.
Al crío le gustaba que le limpiaran. Le pasaba las toallitas húmedas y él
hacía ruiditos y se relajaba visiblemente. Repasándole el escroto noté que
se le levantaba un poco la piel. Repasé la zona con la toallita y la piel se
levantó un poco más hasta que, para mi sorpresa, me llevé un trozo largo de
piel finísima. Me asusté, pero el crío estaba bien, no pareció notar nada. Me
fijé bien y vi que tenía pellejillos de piel levantada aquí y allá. Repetí la
operación en uno de ellos con el mismo resultado: terminaba siempre por
llevarme un trozo largo de piel, que podía llegar desde un cachete del culo
hasta la parte posterior de la rodilla. El niño estaba despellejando, mudando
la piel como una serpiente. Cuando Andrea salió de la ducha la estaba
esperando con los jirones de piel como si de un vendedor de corbatas
ambulante se tratara. Cuando le expliqué qué era aquello que colgaba no se
lo podía creer: llevaba dos o tres días limpiándolo y no le había pasado
nada parecido. Los bebés suelen mudar la piel, dijo, porque al pasar del
líquido amniótico al ambiente de aire de la atmósfera se les reseca y hay
que hidratarlos bien y ponerles cremitas, pero nunca había visto uno que
hiciera jirones de piel. Repasamos al bebé de punta a punta y vimos que no
había nada preocupante. Tenía buena actitud y buen color, estaba alegre, y
la piel blanca parecía desprender luz de pura vida que llevaba dentro.
Andrea se puso inmediatamente a aplicar crema hidratante por todo el
cuerpecito del niño, momento que yo aproveché para ver el teléfono. Era
Blanco informando de que el rodaje tenía que ser esa misma tarde: los
padres de Alberto volvían de viaje antes de tiempo y era ahora o nunca.
Perfecto, pensé. Leí el mensaje para Andrea tal y como fue recibido, quien
no puso pegas al plan.

124
Contesté a Blanco que ok, que podía ir, y él me informó de que ellos ya
estaban en el chalet y se quedarían allí a comer pero que yo podía llegar a
primera hora de la tarde, justo después de comer si quería. Tuve el impulso
de irme en el acto, pero mi conciencia no me permitía abandonar el hogar y
dejar a Andrea sola desde ese mismo momento. Así que expié mis pecados
antes de cometerlos mediante la preparación del almuerzo y, nada más
terminar, me largué.

20 Una Piscina Rosa

-Mis padres me matan –confesó Alberto cuando estábamos solos en la


cocina, sirviéndonos un cubata.
-¿Por qué has dicho que sí?
-Tío… pues porque ya que estamos vamos a rodarlo, ¿no? Blanco dice que
con poca basta y que seguro que la depuradora lo limpia rápido. Hombre, -
continuó tratando de convencerse a sí mismo- mis padres vienen pasado
mañana, yo creo que da tiempo, ¿no?
-No lo sé, yo no tengo piscina. –dije. –Lo que sí tengo son ganas de ver a
Úrsula empapada, ¿tú no?
-Esa es otra razón, claro. –ambos reímos hasta que me preguntó por Andrea
con cierta malicia.
-No puede venir, está ayudando a su hermana en el taller de costura. –mentí
con soltura.
-Pues que se venga esta noche, yo ya he dicho que quien quiera se puede
quedar a dormir.
-¿Y qué te ha dicho Úrsula? –dije con picaresca.

125
-No se lo he dicho a ella en concreto, cabrón, lo he dicho para todo el
mundo.
-Ya. Muy sutil.
La cocina comunicaba con una terraza a la que, una vez servidos, salimos.
La casa estaba elevada sobre la piscina y desde allí se disfrutaba de unas
vistas magníficas de los alrededores del pueblo. –Creo que Blanco está
claramente interesado en tu chica. –dije mientras observábamos los
preparativos de la escena. Aparte de Úrsula y Blanco, tres chicas más iban
a salir de extras, como yo, que haría de jardinero, y otro amigo más que
haría de camarero (la escena procuraba representar lujo y chicas guapas,
puro Hollywood). También estaba allí un personaje al que llamaban Virus
(mote de lo más adecuado para un informático autodidacta), habitual
soporte técnico de Blanco en sus producciones.
-Blanco está interesado en todo lo que se mueve por la L. –hizo observar
Alberto.
-Cierto, y Úrsula es la novedad.
-Esta casa, amigo Leo, ejerce una influencia sobre las chicas más poderosa
de lo que crees. –dijo con camaradería.
-No lo dudo. Tiene rincones muy… incitantes. Conozco alguno de ellos.

Brindamos por nuestra amistad y bajamos. Alberto era un buen amigo, mi


proveedor oficial de animes. Sus padres tenían pasta (o la tuvieron en otro
tiempo) y se construyeron un chalet con pista de tenis y piscina. Realmente
no era nada ostentoso, al revés, tenía un simpleza que lo hacía de lo más
acogedor. No sé si podría representar de alguna manera la personalidad de
los padres de Alberto, pero la suya sí.
Él también era un artista a su manera. Como mínimo tenía necesidad de
expresarse. Su vocación por la creatividad despertó tarde. Yo lo conocí ya
en la veintena, no como a Blanco que lo conozco desde la más tierna

126
infancia. Eligió la fotografía como forma de expresión. Un arte sencillo y
directo como su forma de ser: mirar y darle al botón. Mi tema de
conversación con él eran las tías. Casi siempre terminábamos hablando de
ellas, contándonos nuestras relaciones y experiencias. Ocurre eso, ¿verdad?
Hay gente a la que asocias con un tema de conversación concreto. Con otro
amigo (que no viene al caso nombrar en esta historia) casi siempre hablaba
de música, por ejemplo. Aparte, claro está, se habla de cualquier cosa como
amigos que somos, pero cada cual de los amigos tiene su particular relación
con uno mismo, los asociamos a un aspecto en concreto de la vida. Mi tema
con Alberto eran indudablemente las tías. No sé cómo ni por qué, pero de
alguna manera, estar con él me hacía sentir soltero.

Úrsula había llevado cinco botes de un preparado de sangre falsa. A lo


largo de esos diez años en que nuestros caminos no se habían cruzado ella
hizo, entre otras cosas, un curso de maquillaje de terror que le valió para
encontrar un hueco en una peluquería de la jungla humana. No es que
peinara mejor que nadie pero sabía maquillar, y eso le daba un plus.
Maquillaje normal, por así decir. Pero en carnavales no perdía la
oportunidad de sacar a relucir sus artes siniestras y así, de año en año,
mantenía fresca su habilidad para hacer heridas abiertas y supurantes,
orejas cortadas, ojos negros e inyectados en sangre, venas palpitantes y
demás parafernalia de terror. La duda era si la sangre parecería sangre una
vez entre en contacto con el agua de la piscina o si se diluiría demasiado. Y
la preocupación de Alberto era si no se teñiría toda la piscina de rojo con el
consiguiente “disgusto” para sus padres. La verdad es que en casa de
Alberto se hicieron tantas fiestas y locuras que su nivel de tolerancia a
ideas como esa era bastante alto, aparte de que Úrsula en bikini fuera de lo
más convincente. Ella, en realidad, se lavaba las manos. Decía que el
producto no era tóxico y que en la piel y la ropa se limpiaba fácil. Fue

127
Blanco quien más insistió en que no pasaba nada. Pero como ya he dicho,
Alberto, por hache o por b, accedió.
Blanco había tirado la casa por la ventana con aquél proyecto y había
comprado una cámara acuática para poder rodar bajo el agua. Se pasó gran
parte del rodaje metido en la piscina grabando imágenes de las chicas bajo
el agua, mientras el Virus grababa desde el exterior y Alberto o yo les
ayudábamos sosteniendo el micrófono del sonido.
La escena clave, la de la sangre, consistía en que estando dos chicas en la
piscina (Úrsula y otra más), de repente, una (la otra) era engullida bajo el
agua y luego se expandía una mancha burbujeante de sangre. Úrsula
gritaría espantada y saldría corriendo de la piscina siendo atacada en una
pierna justo antes de escapar. Yo sólo tenía que salir al fondo, vestido con
un mono marrón que Alberto proporcionó, simplemente rastrillando el
césped. Mi única función era cerrar el plano, pero propuse a Blanco que
podría acudir en ayuda de Úrsula cuando la escuchara gritar, salvándose en
el último momento de la mordedura del monstruo gracias a un tirón de mi
fuerte brazo. Me quise convertir en héroe de repente, pero Blanco no
accedió. Se opuso y con razón: él era el director y tenía que dejar claro que
la chica era suya.

Llegó el momento. La chica se hundió y se abrieron los botes de sangre


artificial en el agua. Efectivamente, la sangre se clareaba demasiado, pero
quisimos darlo por válido. El Virus dijo que quizás podría subirle el tono
rojo en postproducción y todos nos consolamos con eso. Ahora bien, la
piscina se tiñó de rosa. Alberto quería desaparentar preocupación, ya que
aparentar tranquilidad no podía, pero aún así nadie lograba mirarle a la cara
más de un segundo. Yo le quise animar diciéndole que quedaba muy
artístico, una piscina rosa. Es más, no debía perder ni un segundo en ir a
buscar su cámara de fotos supercara e inmortalizar este momento.

128
La frase fue muy bien recibida por las chicas, que vieron cómo el problema
se convertía en arte (punto para mí en la batalla con Blanco). Y así
comenzó la fiesta.

21 Los Cuerpos Alegres

Alberto dio permiso para que subiera (y digo subir porque el chalet se
ubicaba en una urbanización sobre una colina) quien quisiera. Que se
llevara su bebida y su comida y que, igualmente, se podía quedar a dormir
quien lo deseara. Se preveía una de las buenas.
Antes de que empezara a llegar gente tuve la oportunidad de ver el arte de
Úrsula en acción. Como había sido atacada en la piscina, tenía que
maquillarse en la pierna las marcas de una mordedura que, después de
rodar los planos correspondientes, se dejó pintada el resto del día. Alberto
quiso que le maquillara algo tipo zombi, yo me puse celoso y también le
reclamé que me pintara algo. Nos hizo lo mismo a los dos: un trozo de piel
desgarrada chorreante de sangre. Alberto en una mejilla y a mí en el cuello.
Blanco rehusó en principio, pero lo conseguimos animar. No recuerdo qué
le hizo. Estábamos los tres enfocados en la morena de pelo corto, luchando
solapadamente por su atención, cada uno con sus armas.
Por suerte, el padre de Alberto se había construido una bodega en el sótano
de la casa. Tenía vinos de todo tipo, sobre todo polvorientos, botellas que
no se habían movido de su sitio en veinte años al menos. Pero a nosotros
nos interesaban más los whiskys: todos maravillosamente añejos.
Buscamos las botellas más llenas y nos servimos con cuidado. Para cuando
empezó a llegar gente, Alberto, Blanco y un servidor ya teníamos un buen
vaso de whisky entre manos.

129
Abajo en la piscina, las chicas habían acampado bajo uno de los dos
enormes árboles, dos pinos piñoneros de más de treinta y cinco años que
emergían del césped como gigantes fantásticos. Pasé por allí con Blanco.
Hice por no mirar a Úrsula y creo que ella también procuró no mirarme
demasiado directamente. Tras una breve charla no pude postergar más el
deber de llamar a Andrea y avisar de que cenara sin mí, que yo llegaría
algo más tarde. Procuré que se me notara bien el estado de embriaguez en
que empezaba a entrar. Estaba en el primer estadio de la borrachera,
cuando el alcohol excita la sociabilidad y se es capaz de hablar con
cualquiera, pero hice por mostrarme en un estadio más avanzado, cuando
ya los ojos comienzan a brillar y el cuerpo cambia la compostura unos
grados, preparándose para movimientos repentinos, extraños, o poco
habituales cuando menos.
Andrea entendió mejor que yo la posibilidad de que llegaría tarde y que no
nos veríamos hasta el día siguiente. No pareció importarle. Al contrario,
estaba impaciente por cortarme y contarme algo:
-No te vas a creer lo que me ha pasado. –le pregunté qué era ese misterio
pero se negó a responder: tenía que verlo con mis propios ojos. -¡Ah! –dijo
antes de colgar. –Ha estado aquí Maite, la Sabia. Ya te contaré. Ha sido
extrañísimo. Venía de andar por la vera del río, haciendo deporte, y ha
aparecido en casa pidiendo agua porque se ha mareado. Ya te contaré.
-Vale, de acuerdo. Luego voy y me cuentas. Un beso, cariño. –fue casi lo
único que pude decir.

Volví a la fiesta y me reuní con Alberto.


-Tío… ya lleva al menos cuatro horas y sigue rosa. Mis padres me matan.
-A mí me gusta, de verdad. Tiene un color chicle muy simpático.
-Debería sacar más fotos ahora, con las luces de la piscina encendida. –se le
ocurrió a Alberto.

130
-Es whisky lo que oigo hablar. Me gusta.
Alberto sacó su cámara y, estando listo para disparar, alguien de los recién
llegados saltó al agua justo a tiempo para salir en la foto. Se abrió la veda
de la piscina, la piscina rosa chicle. La verdad es que era una tentación
irresistible. Al atrevimiento que significaba meterse en el agua de noche se
le unía la sangre artificial. Pocos quisieron perderse aquello. Yo caí en
calzoncillos, con maquillaje y todo. Estando aún en el aire, antes de caer al
agua, se me ocurrió de repente que podía haberle pedido un bañador a
Alberto y me arrepentí terriblemente de lo que estaba haciendo. Tarde. Ni
siquiera me tenía preparada una toalla para salir. Todavía no sé de dónde
salió ese acto impulsivo. No es propio de mí.
El agua burbujeaba rosa como la carne fresca, agitada por los movimientos
de los cuerpos alegres del verano. El cuerpo alegre de Úrsula se encontró
con el mío, que le dijo: -Qué buen potingue has hecho. Esto no se va.
-Te juro que en la ropa y en la piel se va fácil. Habría que quitarle el tapón
a la piscina. –dijo el cuerpo alegre de Úrsula.
-Sus padres le van a matar. –dije en referencia al cuerpo alegre de Alberto.
-Tendré que compensarle de alguna manera entonces. –dijo la boca alegre
de Úrsula. Al tiempo que dijo eso noté cómo un pie se enroscaba en mis
calzoncillos como si de un pez en busca de una presa se tratase. Me quedé
sin palabras y, al instante, Úrsula desapareció en el rosa primigenio,
dejándome solo con el cuerpo alegre.
Después de aquello evité a Blanco cuanto pude. Yo quería aquello, desde
luego. Yo quería el pie enroscado en mi pene, soy sincero. Igual que lo
quería yo lo querían todos. Pero yo no tenía intención de nada de eso, por
mucho que quisiera. Una mujer no puede hacerle eso a un hombre. Si una
mujer acaricia el pene así a un hombre, sea cual sea su estado civil o
sentimental, va a conseguir su atención sí o sí por un tiempo

131
indeterminado. Tiempo que puede llegar incluso hasta el momento de su
muerte, amigos monjes.

Al salir de la piscina hacía un frío horroroso. Alberto me informó de que en


el gimnasio había toallas limpias. Recogí mi ropa tiritando de frío y salí
corriendo para el gimnasio, que se encontraba junto a la pista de tenis. Me
quité los calzoncillos y me envolví en la toalla. La incipiente borrachera
había desaparecido con el chapuzón, o al menos estaba contenida sin
avanzar. Esperé allí hasta que estuve medio seco y pude entrar en calor. En
el gimnasio (no más que una habitación larga amueblada, con el suelo
revestido de un material gomoso muy agradable al tacto, una cinta de
correr, una bicicleta estática, un banco de abdominales, una máquina de
hacer pesas así como un par de juegos de mancuernas) había una ducha y
un aseo. Alberto solía dejarlo abierto para que la gente usara ese aseo y así
no tener que entrar en la casa.
Me estaba enfundando la camiseta cuando se oyó la cisterna y se abrió la
puerta para que saliera Úrsula del aseo. De nuevo me la encontraba al salir
del servicio. Yo permanecí impasible, dando a entender que estaba
concentrado en mis propios problemas con el frío, pero ella se acercó.
-Oye, -dijo –siento lo de la piscina.
-¡Oh, no! Qué va –dije quitando yerro al asunto, -si ha quedado preciosa así
toda de rosa.
-¡No! –rió –eso no. Bueno también. Espero que las depuradoras lo limpien
antes de que lleguen sus padres. –dijo con verdadera preocupación.
-Yo espero que se quede así para siempre. –dije.
La frase flotó en el ambiente, gravitando sobre los dos e imponiéndonos un
silencio que no hacía más que redirigir su significado hacia lo ocurrido
momentos antes en el agua.

132
La puerta del gimnasio se abrió y dos amigos entraron riendo. Nosotros nos
dimos media vuelta cada uno como si nos hubieran pillado en pleno acto
sexual, separándonos por donde quiera que estuviéramos unidos. Uno de
los dos era Blanco, que venía bien entrado ya en la segunda fase de la
borrachera. Al vernos se puso en plan director, haciendo un encuadre con
los dedos desde donde nos enfocaba.
-¡Me gusta este plano! –dijo con amarga alegría. –Él está vestido sólo con
una toalla y una camiseta. Hay un bulto bajo la toalla, ¿qué puede ser?, se
pregunta ella. ¡Me gusta! Creo que me voy a dedicar al porno a partir de
ahora. ¿Qué dices Úrsu? ¿Serás mi musa erótica?
-¡Porno! Me gusta el porno. –lejos de amedrentarse o sentirse ofendida,
Úrsula dominó la situación como yo no lo hubiera podido hacer. Ya le
ajustaría las cuentas a Blanco. –Bueno, -continuó –depende de con quién
trabajara. –dejó caer.
A Blanco se le cambió la cara y le bajó el ánimo. No sé si por efecto de
esas palabras o por algún giro del alcohol en su cerebro.
-¿Queda hielo? –pregunté de repente tratando de desviar la atención.
-Sí –dijo Blanco convertido de nuevo en un amigo más, -a Alberto le queda
en la nevera. Pero si no pregúntale a Jordi que ha traído una bolsa bien
grande de su bar.
El otro que había entrado con Blanco salió del aseo y éste entró
directamente sin poder ocultar más sus ganas de mear.
-Yo me he quedado sin hielo también. –confesó Úrsula.
-Vamos arriba a ver qué encontramos. –propuse.

Yo tenía permiso para andar por casa de Alberto sin problemas. Conocía
casi todos sus rincones, o al menos los diferentes caminos que llevaban a
las zonas comunes como el salón del sótano, la bodega, la cocina o el
cuarto de estar. La llevé a través de las entrañas de la casa, pasando de

133
habitación en habitación hasta llegar a la cocina en busca de hielo sin que
nadie nos viera.
-Lamento no haberte podido salvar de la mordedura del monstruo, fíjate
cómo tienes la pierna ahora. –bromeé queriendo quitar un poco de peso al
silencio que nos había acompañado durante el trayecto.
-¡Oh, gracias! Ha sido muy bonito el gesto. Pero tenía que ser así por el
bien del arte.
-Amén. –dije mientras echaba hielo en los vasos
-Tu maquillaje se ha estropeado mucho con el agua, déjame arreglártelo. –
se acercó con actitud profesional a revisar su obra, pero cuando estuvo
fuera de mi rango de visión me dio un bocado suave en el cuello. Al tacto
de los dientes le acompañó el de los labios y la lengua, a lo que mi piel
respondió como si estuviera cruzando un campo de electricidad estática.
Me desbarató. Pegó su cuerpo contra el mío, que lo recibió con tensión y
deseo. Los labios se juntaron y las lenguas se abrazaron escurridizas. En
pocos segundos jadeábamos el uno dentro de la boca del otro y ni mi toalla
ni su bikini podían contener más nuestros cuerpos.
Por suerte apareció Alberto en la cocina. Su entrada fue, más que un jarro
de agua fría, como sin nos cortaran a los dos por la mitad con una espada
caliente. El bueno de Alberto nos indicó amablemente que en el piso de
arriba había camas vacías, pero yo hice como el que no había oído nada.
-No queda hielo –dije apresuradamente. No sabía cómo aparentar que aquí
no ha pasado nada. Ni sabía ni se podía. Úrsula rió avergonzada pero sin
remordimientos. Yo me puse un poco nervioso, tenso, le di su vaso lleno de
hielo y le pedí que saliera ella primero. Debió notar mi estado de
crispación, pues dio media vuelta sin rechistar y salió.

134
Poco más duré en la fiesta. Mantuve las distancias con Úrsula en todo
momento y, tras un whisky más o dos que no surtieron ningún efecto, volví
a casa.

22 Hasta el Viernes

Entré en casa procurando no hacer ruido. Tenía la boca pastosa de whisky


así que fui a la cocina para beber agua y enjuagarme. Nada más entrar, un
olor fétido hizo que me tapara la nariz. Olía como a huevos podridos. Miré
en la nevera pero no había huevos. Busqué algo, cualquier cosa, que
pudiera desprender un olor así, pero nada parecía causarlo. Abrí la ventana
y el olor disminuyó considerablemente. Sobre la encimera había un vaso
con agua. Lo vacié para reutilizarlo y, al acercármelo a la boca, me volvió a
golpear el olor. Venía del vaso. Lo miré al trasluz, perplejo, con el espíritu
demasiado cansado para curiosidades. El agua estaba limpia. No podía
explicármelo pero tampoco me importó más: decidí abrirme una birra.
Cogí una lata del frigorífico y me senté en la silla de la cocina. Estiré las
piernas desperezándome. Cuando me dispuse a dar el primer trago a la
cerveza, la silla cedió. Se desmoronó. No es sólo que se rompiera, sino que
las cuatro patas de hierro que sostenían la madera del asiento se abrieron,
resbalando la punta de cada una de ellas bajo mi peso hasta quedar rectas.
Caí de culo con estruendo, rompiendo el asiento al golpearme contra el
suelo. -¡Pero qué demonios…! –farfullé. Sostuve la cerveza en alto sin
derramarla y me conseguí levantar sin apoyar el brazo con el que la
sujetaba. Miré atónito la silla desparramada, sin terminar de explicármelo.
Las patas formaban una X en el suelo, como una araña metálica con cabeza
de madera. Igual estaba muy vieja y ya terminó por ceder así, pero de todas

135
formas no dejaba de ser raro. Otro suceso raro, como lo del vaso apestoso.
Me resultaba de lo más cansado después de lo ocurrido ya en la fiesta. Yo
quería procesar todo lo ocurrido con Úrsula, digerirlo y expulsarlo de
alguna manera, no pensar en sucesos extraños. Se me ocurrió escribirle un
poema, entretenerme un rato en la cama pensando en la forma, el estilo que
le daría. Escribir, o al menos idear el poema, me permitiría tener algo de
perspectiva respecto de la gama de sensaciones que habían aflorado con la
irrupción de Úrsula en mi vida, creciendo a través de mi mente como una
enredadera. Pensando estas ensoñaciones estaba cuando mis ojos se
toparon con los misteriosos folios blancos de la Sabia, que no sé por qué
seguían en la nevera. Entonces apareció Andrea en la cocina. No la oí
llegar.
-¡Nena! ¡Qué susto! –se le veía cansada. Parecía como consumida, un tanto
emblanquiñada y ojerosa. Tenía el aspecto de quien está enfermo y no
debería andar levantado de la cama. -Cariño, ¿estás bien? Estás pálida.
-¿Qué ha pasado? –preguntó mirando a la silla.
-Pues ya ves: me he sentado y se ha roto. Y ese vaso huele fatal, ¿sabes?
Pero nena, ¿te encuentras bien? Se te ve un poco pálida.
-Nada, estoy muy cansada. El niño sólo duerme encima de mí y me tiene
molida. ¡Ah! No te vas a creer lo que ha pasado. Muy fuerte, nene.
-¿Qué ha pasado? –al formular esa pregunta se me vino a la mente todo lo
ocurrido en la casa de Alberto. Las imágenes se mezclaban en un collage
donde los acontecimientos giraban unos en torno a otros, como un tornado
mental. Estaba tan ocupado en simular atención mientras luchaba contra las
imágenes, queriéndome centrar en lo que Andrea me contaba, que no
escuché bien lo que decía acerca de que le había dado el pecho al niño. -
¿Cómo, cómo? –pregunté sacudiéndome el tornado.
-No me estás escuchando. –dijo perdiendo la paciencia.
-Sí te estoy escuchando. ¿Que le has dado el pecho al niño? Explícate.

136
-Eso hacía. –dijo irritada. -Te digo que le preparé un bibi esta tarde, cuando
te fuiste, para que se durmiera bien la siesta, y el niño no lo quería. No lo
quería y se puso a llorar. A llorar pero a llorar. Yo ya me iba a volver loca
meciéndolo, porque el bibi no lo quería para nada. A esto que el niño me
busca el pecho y, bueno, se me ocurre dárselo. Al menos igual se calla y se
relaja, pensé, pero lo fuerte, nene, ¡es que de repente me sale leche del otro
pecho! ¡En serio! Me puse el niño y hasta ahora; dándole el pecho. Se
queda la mar de bien el pequeñín.
-Pero qué dices. ¿En serio?
-Digo. –dijo orgullosa. Plantada ante mí, su figura tomó una pose lánguida,
una maliciosa caída de la forma. Pero su cuerpo cansado irradiaba un
oscuro orgullo por aquello que me contaba.
-Madre mía Andrea. Qué locura. ¿Eso es posible?
-Por lo visto sí.
Se hizo un silencio. Un silencio que iba a romper con una afirmación
parecida a esta: <Nena, no podemos quedarnos el niño. Lo sabes, ¿no?>, o
como esta: <Tenemos que llamar a la policía ahora mismo.>. Pero antes de
que pudiera decir nada ella se me adelantó:
-¡Ay! No te he contado lo de Maite. –exclamó de repente, disipándose el
aura maligna.
-Sí, eso. ¿Ha estado aquí? –pregunté.
-Sí, venía de andar por el camino de la vera del río. Yo estaba con el niño,
que recién acababa de dejarlo durmiendo cuando sonó el timbre. Menos
mal que no se despertó, porque me costó la misma vida separármelo de la
teta, se ve que le ha gustado más que el bibi. (Por cierto, tengo que comprar
una crema para los pezones. Me cambio el anillo del dedo para que no se
me olvide.) Pero a lo que iba, que abro la puerta y me encuentro a la Maite:
todo emperifollada; con gafas de sol, un collar de perlas y muy bien
peinada pero en chándal. Me dice que por favor que si soy tan amable de

137
darle un vaso de agua, que venía de andar y que traía mucha sed. Se sentía
un poco mareada. La mujer estaba muy apurada por tener que pedir en casa
ajena y no me reconoció de primeras. Entonces la llamé por su nombre y le
dije quién era yo. Ya me reconoció y se alegró mucho. Me dijo que no
sabía por qué tenía tanta sed hoy, que suele pasar por aquí andando
regularmente, tres o cuatro veces en semana, y que será la calor del verano
a lo mejor, que no la habría medido bien ella pero que estaba un poco
mareada y al pasar por casa pues… Le dije que pasara y se sentara un
momento, ahí en la silla ésta que se ha roto.
-¿Y le distes un vaso de agua? ¿Éste? –dije señalando el apestoso vaso de
cristal.
-No sé si ese. Supongo que sí.
-Huélelo. –le dije. Andrea no tuvo que acercar mucho la nariz para percibir
el olor.
-¡Buagh! Huele como a… huevos podridos.
-Ajá. Y la silla se ha roto. ¿Ha tocado algo más esa mujer? –pregunté más
en serio que en broma.
-Mmm, no sé, creo que no. Se sentó, le di el agua. Bebió, se puso a
hablarme del tiempo, de la calor que hace, y luego me dio un poco de
charla: preguntó si aquí vivía yo, si con mis padres o contigo. Le dije que
los dos vivíamos aquí pero que es la casa de mis padres, donde yo me he
criado. Me dijo que si estábamos casados y le dije que no. Todo esto que te
digo ella estaba sentada y yo apoyada aquí en la encimera. Entonces el niño
llora, se despierta. Porque no me ha dejado hacer nada en toda la tarde,
¿sabes? Se dormía y a la nada de separarme de él se despertaba otra vez y a
llorar. Total, que Maite lo oye y yo me invento que es el niño de mi
hermana, mi sobrino, que me lo ha dejado aquí un momento mientras ella
iba a un recado, que estaría al llegar. Voy a por él y lo traigo a la cocina
para que lo vea y… ¡ah, sí! Me dice que si llora mucho que le diga a mi

138
hermana que ella tiene un remedio natural, cosas de antiguas, dice, pero
que funciona. Son unas velas. Dice que por su casa hace mucho tiempo ya
que no hay ningún niño pequeño y que todavía tiene algunas por allí, que si
quiere se las da. Unas velas aromáticas, dice, que tienen un efecto relajante.
Los niños se quedan tranquilos y les ayuda a dormir. Por probar… ¿no?
-¿Y ya se fue después de eso de las velas?
-Sí. ¿Te pasas mañana a por ellas? Te puedes alargar en un momento a la
vuelta del taller –dijo melosamente, tomando contacto con mi cuerpo. Yo
descansé mis manos en sus caderas y le dije lo que tenía que decirle:
-Cariño, mi vida, no podemos quedarnos con ese niño. Lo sabes, ¿verdad?
Tú y yo vamos a tener uno nuestro, uno muy guapo y muy moreno. Pero
esto se tiene que acabar. Mañana mismo deberíamos ir a la policía, con el
niño, y entregarlo. Nos quedamos con él mientras llaman a quien tengan
que llamar y se lo entregamos a quien corresponda. Decimos que lo
tenemos desde antes de ayer, que tenía fiebre y le atendimos. Y que hoy ya
está bien y lo traemos para entregarlo.
-Hay que llevarlo al hospital, la policía no sabría qué hacer con un bebé. En
el hospital lo cuidan. –dijo ella con resignación, apoyando la cabeza sobre
mi pecho. –Ha tenido suerte en encontrarnos, ¿verdad? Se le ve tan
contento ahora. Le encanta el agua, y no ha vuelto a mudar de piel. –se
quedó callada un momento para continuar: -¿Por qué en esta mierda de
mundo tienen tantos hijos quien no debe tenerlos y otras personas que
deberían tener quince por lo menos no pueden tenerlos por más que lo
intentan? Abandonar a un bebé… hay que ser mala persona.
Yo callé. Dejé que se desahogara como quisiera. Parecía atender a razones,
pero quería asegurarme:
-¿Entonces mañana lo llevamos?

139
-Lo llevamos, sí. –terminó por decir. –Pero mañana no, el viernes. ¿Qué
más da tenerlo unos días más? Así tenemos más tiempo para ensayar, para
cuando tengamos el nuestro. Nos vamos haciendo una idea.
Ya que parecía dispuesta a entregar el niño no me opuse, aunque sí puse
como condición que no le cambiaría ni un pañal más. Aceptó por ésta vez.
Pero con nuestro hijo no sería igual, dijo.
-Si es niño se va a llamar Leonardo, como su padre. –dijo, besándome a
continuación con verdadero amor, con una calidez sustancialmente
diferente del calor del beso arrebatador que poco antes me daba con Úrsula
en la cocina del chalet de Alberto. Aquél fue un beso tempestuoso, lleno
del aire de uno y de otro, dos masas que chocan y provocan la tormenta de
la pasión. Andrea me daba la vida entera con la sencillez de un beso
cerrado, un beso que significaba “mañana te seguiré queriendo”, un beso
que relaja y reconforta en lugar de excitar.
-¿Qué es esto? ¿Qué tienes en el cuello? –preguntó de pronto. Me había
olvidado por completo. Antes de salir de la cocina me arranqué la pequeña
prótesis, dejándome seguramente algunos restos. En décimas de segundo
oculté toda la información pertinente:
-¡Ah! Restos de maquillaje. En la fiesta nos hemos maquillado un poco.
Blanco, Alberto y yo.
Me paré a pensar lo más rápido posible si en algún momento le había
nombrado a Úrsula y determiné que no, y que sería mejor mantenerla en el
anonimato. Para salir del callejón angosto en que se había convertido la
cocina le ofrecí cerveza. Tomó y aproveché para bromear:
-No deberías beber si estás dando el pecho.
La broma le hizo gracia y rió dándome la razón.
-¿El viernes entonces? –pregunté en tono de cierre de conversación. Ella
asintió con la cabeza y salimos de la cocina.

140
De inmediato mi mente se puso a pensar en Úrsula. De aquí al viernes
Andrea estará ocupada con el niño, pensaba mi cabeza de hombre, tendría
cierta libertad para hacer planes para mí, para pensar en el poema, que no
era sino una forma sublimada de pensar en la chica de la piscina rosa.
Incluso podría verla, podría dejarme caer más por la L. entre semana. ¿Para
qué? Pues para todo y para nada. ¿Qué haría si la encontrara? Después de
lo sucedido no podríamos quedarnos sin hablar, aislados cada uno en su
parcela de la barra. ¿Otro calentón en los servicios? Probablemente. Eso no
llevaría nada, pensaba: probablemente con un segundo calentón se bajarían
los humos, como un carbón al que se le acaba el combustible a base de
arder. O puede que la cosa fuera a más y terminara consumando la
infidelidad. ¿Podría hacerlo? ¿Podría serle infiel a mi Andrea? Estaba
seguro de que para ella ya lo había sido: si se enterara de lo ocurrido en la
cocina del chalet de Alberto tendríamos una diferencia de opinión notable.
No digo que no estuviera mal lo que pasó, pero yo no consideraba haber
sido infiel en aquel momento. Podría serlo, eso sí, pero aún no lo era en mi
fuero interno. ¿Quería serlo? Creo que esa pregunta va ligada a la anterior.
Quien quiere ser infiel puede serlo. Yo me planteaba la posibilidad como
algo que era capaz de hacer: echar un polvo, sexo sin más, gimnástico,
disfrute del cuerpo, y luego volver a casa para siempre. Una vez solamente,
antes de tener el hijo que queríamos. Podía hacerlo. Me veía capaz de
seguir con mi vida sin alteraciones. Pero en ese mismo pensamiento, el de
la placidez de la vida junto a Andrea, se me asomaban las malas hierbas de
la conciencia, percibía como una certeza sombría el que no me lo
perdonaría aunque pudiera vivir normalmente con ello. Así que, ¿para qué
quería tiempo libre? ¿Para todo? ¿Para nada? Lo mejor sería centrarme en
el poema pero, una vez acabado, ¿se lo enseñaría? ¿Para qué querría yo
enseñárselo? <Eh, mira, te he escrito un poema>. Eso y gritarle a la cara
<¡Quiero acostarme contigo!> es lo mismo.

141
La solución a todos estos pensamientos que cruzaban mi mente y
aceleraban mi respiración la podría haber encontrado en el cuerpo de
Andrea, yendo a ella, cumpliendo en ella todo lo que los pensamientos
sobre Úrsula me insinuaban. Pero en lugar de eso el niño volvió a
separarnos: se despertó llorando y Andrea acudió.
Tomó al niño en brazos, se acomodó en la cama, recostándose contra la
pared y se sacó un pecho que el niño chupó con avidez. La imagen de
Andrea dando de mamar a aquél niño encontrado en el río me resultó tan
turbadora como inquietante.
-Despaaacio, despaaacio pequeñín. –susurraba tratando de calmarlo. Yo
observaba el milagro con asombro y curiosidad, pero la visión de la escena
no dejaba de producirme una incierta inquietud, como quien mira un
cuadro torcido. –El biberón no lo cogía con tantas ganas. –dijo Andrea.
Creí ver de nuevo en ella esa postura laxa, como decaída aunque orgullosa,
que momentos antes, en la cocina, había adoptado.
-No me lo puedo creer, Andrea. –dije sentándome a su lado. –Dios mío. -el
niño mamaba con los ojos cerrados mientras ella sonreía como una Mona
Lisa torcida. –Hasta el viernes entonces, ¿verdad? –quise saber.
Ella asintió con la cabeza:
-Hasta el viernes.

23 Polizón

Fui al dormitorio y me acosté. Dejé la puerta encajada para que Andrea


pudiese entrar sin hacer ruido. No llevaba ni dos minutos tumbado en la
cama cuando mi teléfono móvil me avisó de un nuevo mensaje entrante:

142
<Hola, soy Úrsula. Alberto me ha dado tu número. Quería pedirte
disculpas por… bueno, ya sabes. No sé qué me ha pasado, yo no suelo ser
así. Además estás con Andrea… es una vieja historia, supongo que ya la
sabrás. Sólo quería decirte que no quiero causar problemas. Lamento
mucho lo ocurrido si te ha molestado algo, aunque, la verdad, en algunos
momentos no me lo ha parecido…>
Esos puntos suspensivos esperaban una respuesta. Parecía que la había
llamado mentalmente, avisando de que ya estaba solo. Yo me lo pensé dos,
tres, cuatro, cinco, seis, siete veces. No supe escribir: <No te preocupes, no
ha pasado nada malo, pero tampoco algo que pueda volver a pasar. Será
un pequeño secreto. Ya nos veremos.>. Y fin. No, y no supe porque en
cuanto estuve solo no hice otra cosa más que pensar en ella.
Pasaron los minutos y no era capaz de articular un mensaje que me
convenciera. Pensé en cuánto habría tardado ella en escribir esas palabras
que leí y releí varias veces. ¿Se habría pensado mucho la última frase, si
ponerla o no ponerla? ¿O ella no sufre esos dilemas? Teñirse el pelo,
cambiárselo de color, de cualquier color, verde, rojo, amarillo, azul, negro,
una y otra vez, ¿es señal de inseguridad o de seguridad en sí misma? En el
tema del pasado entre ella y Andrea no iba a entrar de ninguna manera, eso
lo tenía claro. ¿Por dónde empezar?
El bálsamo de la masturbación calmó mi mente y evitó que mis palabras
estuvieran empapadas por los intereses de la entrepierna. Para cuando
decidí el contenido del mensaje ya había pasado de quince a veinte
minutos. Traté de echar balones fuera y simplemente dije que no había de
qué preocuparse ni nada que perdonar, que me fui de la fiesta pronto
porque tenía que trabajar al día siguiente, y que ya nos veríamos. Me
conformé. Quedé satisfecho conmigo mismo y me giré para dormir a gusto.

143
No debía llevar mucho tiempo dormido cuando noté los pasos delicados de
Maga subiéndose a la cama en busca de un hueco donde dormir. Noté que
me subía por la pierna, desde los tobillos hasta el muslo, buscando la parte
posterior de mis rodillas. Al despabilarme un poco noté que hacía frío en el
cuarto y tiré de la sábana para taparme. Maga no parecía estar sobre las
sábanas y eso me extrañó un poco. Moví las piernas y no la encontré.
Habría saltado de la cama. Hice el esfuerzo de levantarme para cerrar la
ventana y comprobé que la gata no estaba sobre la cama. Estaría debajo,
practicando juegos nocturnos. Volví a la cama y me tapé hasta los
hombros. Cuando casi había cruzado el umbral del sueño, en ese revoltijo
de imágenes y sonidos que burbujean mientras la conciencia se evapora, de
nuevo sentí los pasos de Maga. Esta vez empezó andando por los muslos y
pasó al tronco, pisándome el abdomen con suavidad. Al llegar al pecho, yo
esperaba que se enroscara para dormir, pero no lo hizo. Simplemente
notaba que estaba ahí, de pie sobre mí. Abrí los ojos esperando ver la cara
del felino blanco, pero no había nada. Sin embargo, yo seguía notando una
leve presión en cuatro puntos que debían corresponder con las cuatro patas
de un gato invisible. Me puse tenso. Igual que si hubiera visto un fantasma,
solo que ¡allí no había nada! Quedé paralizado. Mi respiración se aceleró y
pude ver el vaho de mi aliento al chocar con el frío, pero entonces me di
cuenta de que no sentía el frío como antes. Al menos no sentía tanto frío
como el que el vaho daba a entender que hacía. Quise llevarme una mano al
pecho, o al abdomen, ¡pero no pude moverla! Estaba despierto, atrapado
dentro de mi cuerpo indefenso, y todo lo percibía a través de una especie de
sopor, de un adormecimiento de los sentidos que nunca antes había
experimentado, ni por medio del alcohol ni de ninguna otra sustancia. Traté
de tranquilizarme. Inmediatamente recordé un episodio de mi adolescencia
en que me ocurrió lo mismo: desperté y mi cuerpo seguía dormido. Viví
aquella situación con mucha angustia, y desde entonces he temido que me

144
volviera a pasar. Al día siguiente me informé un poco sobre lo que me
había pasado, pero no sirvió para aplacar mi temor. No me relajé por saber
que existe una cosa llamada parálisis del sueño, que hay gente a la que le
ocurre de ordinario o que es un trastorno del sueño por el cual uno toma
conciencia pero su cuerpo sigue dormido. Tu cuerpo se convierte en una
cárcel, un ataúd vivo en el que estás encerrado. Lo mejor que se puede
hacer en esos casos es relajarse y tratar de seguir durmiendo. Eso intenté.
Cerré los ojos y respiré como un yogui, intentando dejarme llevar por el
sueño y el adormecimiento, flotar hacia la insondable oscuridad que el
telón de los párpados esconde.
Poco a poco noté que me movía. Podía moverme, aunque no tenía una
conciencia clara de mi cuerpo. Más bien tenía la sensación de que no era yo
quien lo controlaba, sino que yo era una especie de polizón en un barco de
destino desconocido que observaba el exterior por un ojo de buey. Me dije
<no pasa nada, es un sueño.>. Entonces se me vino encima,
repentinamente, la idea de que podía estar viviendo un viaje astral, y eso
me dio miedo. No sin esfuerzo pude controlarme y reunir la serenidad
suficiente para abrir los ojos.

Me encontré en el pasillo, cerca del cuarto de baño. Todo me llegaba


amortiguado: el pasillo que me rodeaba, el suelo bajo los pies o la
respiración, (una respiración que llevaba un ritmo maquinal, como si el aire
surgiera desde dentro de mí con el sonido de un vapor a presión que
resonaba fuerte en la cabeza y la garganta). Pero era como si fueran las
sensaciones de otra persona, a las que yo tenía acceso. Como si otra
persona estuviera viviendo la experiencia y yo fuera testigo interno de ella.
El cuerpo se dirigía al salón. Yo miraba por las claraboyas de los ojos sin
ser yo. Al pasar por el cuarto del niño los oídos captaron un sonido
acolchado de voces. La luz del salón estaba encendida. Caía como un telón,

145
acartonada. Casi podía sentirla, amarilla, sobre la piel. Maga agachó las
orejas al verme y emitió un gruñido grave de advertencia. Encrespaba el
lomo a medida que me acercaba, con la cola totalmente recta hacia abajo y
erizada. Saltó del sofá y se metió bajo el sillón del padre de Andrea. La
gata gruñía desafiante y aterrorizada. La mano buscó bajo el asiento y la
sacó. Vi que la gata había arañado la mano con furia, pero no sentí nada. La
mano agarró a la gata por la piel del cuello, como hacen las madres. Maga
quedó colgando, con las patas tensas, todas las uñas fuera y la boca abierta
mostrando todos los dientes. Aterrada. Entonces la otra mano golpeó a la
gata en la cara. Una guantada, otra, otra, otra, fuerte. La gata gruñía,
arañaba, se retorcía, pero la mano permanecía firme, sin sentir dolor alguno
sino placer, un placer fogoso, sádico e irracional, que brotaba a borbotones
como el magma de un volcán. Era el placer de la violencia por la violencia,
el placer explosivo de la maldad, placer del fuerte sobre el débil, sobre
aquél animal que se defendía sin posibilidad alguna de defenderse. Me
sentía sudar dentro del cuerpo. De todos los estímulos que me llegaban lo
único que sentí como propio fue ese placer malsano y cruel. La vista, el
tacto, el oído y todo lo que estos ofrecían; las luces, los sonidos, carecían
de la fuerza de realidad que normalmente tienen. Lo único que percibía
como puramente real y primario era el placer violento.
Extasiado, la mano soltó a la gata y me noté temblar. Entonces me
sobrevino un remordimiento terrible, tan real como el placer que había
experimentado. Quedé totalmente aturdido. Todo yo, todo mi ser, eso que
estaba encerrado en un cuerpo que podía ser el de cualquiera, era
remordimiento. Remordimiento inconexo, inexplicable y caótico, pero
punzante, amargo, opresivo. Yo era un alarido contra mí mismo. El cuerpo
volvió a la cama sin que me percatara de ello, pues yo tan sólo fui dolor y
luego sueño, un sueño como una losa.

146
Sólo con el tiempo he podido formar la película de los hechos. Cuando
desperté no tuve un recuerdo inmediato. Lo realmente inmediato fue el
dolor de cabeza, el entumecimiento del cuerpo, la garganta seca. La mano
izquierda me dolía una barbaridad. Bebí agua (soy de esas personas que
duermen siempre con un vaso de agua al lado, lujo minúsculo del que
carezco aquí en la abadía) y entonces fui consciente de la magnitud de mi
sed y del temblor de las manos, que casi no me permitían sostener el vaso.
Era una resaca desproporcionada para lo que recordaba haber bebido en
casa de Alberto la tarde-noche anterior. Ese malestar, esos efectos, sólo los
había vivido anteriormente tras juergas históricas. A veces la resaca viene
acompañada de una muy mala sensación, una oscura incertidumbre, dura y
pesada, que se ancla en el estómago y te dice que hay algo que has hecho
muy mal, sensación que se acrecienta con el desasosiego de la falta de
memoria, de datos que digan más sobre lo que hiciste la noche anterior.
Ésta resaca era exactamente así, pero buscaba y buscaba en mi memoria y
no me parecía que faltara nada. No encontraba la causa, aunque fuera por
ausencia, de aquella sensación. No encontraba un punto amnésico
sospechoso y tampoco parecía provenir del secreto del beso en la cocina. El
único candidato era el breve momento de tensión vivido con Blanco en el
gimnasio, pero se trataba claramente de un falso culpable. No sé de dónde
venía tan mala sensación, pero me sentía fatal.
Me duché y me fui a trabajar. Llegué tarde y a mi tío no le sentó bien el
retraso. Afortunadamente tenía todo bastante adelantado: Baloo estaba
totalmente acabado, Kaa sólo necesitaba que le pintaran los ojos y del
elefante Hathi teníamos el encargo de hacer la cabeza solamente, pero
debíamos concentrarnos en adelantar todo lo posible la pantera Bagheera y
el terrible Shere Khan, el tigre.
Entonces me vino el primer flash. Shere Khan tenía que mostrar su
ferocidad, por lo que su gesto era el de una boca abierta amenazante. De

147
repente, vi a Maga colgando de mi brazo, con su boca de tigre diminuto
abierta y las patas extendidas con las uñas listas para atacar. Mi miré las
manos de forma instintiva, buscando marcas de arañazos, pero no había
nada. Sin embargo parecía real, parecía la fuente de aquél malestar,
aquellos remordimientos que gracias a la concentración del trabajo manual
habían pasado a un relativo segundo plano. Cuando uno sueña con
sensaciones fuertes como, por ejemplo, cuando se sueña que se cae al
abismo, puede despertar sobresaltado e incluso gritando pero, al recordar
ese sueño, la inmediatez de la sensación desaparece, no queda más que
como eco: se queda en el mundo de los sueños de donde surgió. La imagen
de Maga y todas las sensaciones que la acompañaban no parecían ni sueño
ni realidad, pero algo, algo muy sombrío y grave, me decía que aquello
había ocurrido, que yo había cogido a Maga y le había golpeado. Porque el
flash fue solo una imagen de la gata quieta en el aire, no veía que le pegara,
pero tampoco tuve ninguna duda de que eso era lo que pasó.

Llegó la hora del almuerzo. Iría a casa con Andrea y luego volvería al taller
a seguir trabajando, pero antes pasé por la casa de la Sabia a por las velas.
Se sorprendió de verme allí. Le dije que me había acercado a por esas velas
de las que le había hablado a Andrea y puso cara de no saber de qué iba
aquello. <¿Unas ve…?> medio preguntó antes de callar repentinamente.
<¡Ah sí, las velas!> exclamó entrando en casa. Yo no entré, me quedé en la
puerta, pero desde allí pude oír de nuevo ese timbre que ya escuché una
vez, asomado a la ventana. Esta vez sonaba alto y claro. Sonó repetidas
veces, incluso con furia diría yo. Se calló y al poco apareció de nuevo la
Sabia en la puerta. Me dio dos velas y yo le di las gracias.
-¿Se encuentra usted mejor ya? No dude en pasar por casa siempre que lo
necesite cuando vaya usted a andar por el río. –dije con amabilidad.

148
La Sabia no pudo disimular una cara extraña, como si tratara de situarse o
entender lo que le estaba diciendo. No había fluidez en la conversación,
pero la vieja sacó de nuevo sus dotes de actriz y salió al paso con un: <¡Sí,
estoy mucho mejor! No fue nada. Otro día pasaré a veros y ya me contáis
cómo os va con la… receta.>
Fue oír <receta> y me vino otro flash. Esta vez recordé la sensación de
tener algo inmóvil de pie sobre el pecho, una presión que había asociado
con la gata, pero ahora veía claramente que me equivocaba, que ella no fue
quien se subió encima de mí, sino otra cosa, una presencia que podía
intuirse pero no verse.
Me fui de allí tocándome el pecho. <Algo no cuadra>, me decía el instinto.
Ni esos “sueños” eran normales ni las reacciones de la vieja bruja tampoco.

24 Coitus Interruptus

No me fijé en las velas hasta que llegué a casa. Eran redondas, achatadas,
de color púrpura, y tenían dibujadas una flor de lis. ¿Dónde había visto yo
unas velas así? Ahora que lo recuerdo todo desde la lejanía o como el que
ve una película por segunda vez, es fácil acordarse de que había sido en el
cementerio, pero hacía ya dos años de aquella expedición nocturna. No
puedo culparme por no acordarme entonces.
Eran muy bonitas, la verdad. Regordetas y con un penacho en medio para
la mecha. A Andrea le encantaron. ¿Se suponía que tranquilizaban a los
niños? Era la primera vez que oía algo así. Cuando llegué, el bebé estaba
despierto y muy alegre. Lo miraba todo con curiosidad y hacía unos
gorgoritos adorables. Andrea me pidió que me quedara con él mientras ella
terminaba de pelar patatas, o las pelaba yo si lo prefería, pero no podía

149
hacer nada con el niño despierto. Preferí quedarme con el nene, jugando
con él. Le hice ruidos y caras como si fuera mío, viviendo un poco del
futuro que esperábamos. Se me ocurrió sacarlo a que le diera un poco el
sol. A la hora de comer no pasa casi nadie por allí. Puede aparecer el coche
de algún vecino pero por el camino principal, no por el que llega
directamente a casa, así que el peligro de que lo vieran era mínimo. Y
además, ¿qué más daba? ¿Quién iba a pensar que el niño era encontrado y
toda la historia que había detrás? No era más que un bebé, no tenía por qué
cargar con los intríngulis de los adultos. Lo saqué al sol y al viento y lo
agradeció con el sueño. Se quedó dormido en mis brazos, hermoso y
tranquilo. Lo miré, meciéndolo, acompañando su respiración. Sus rasgos
eran hipnóticos, con labios finos y ojos ovalados como almendras. Quedaba
uno fácilmente atrapado en un estado contemplativo, con la mente relajada.
Fue entonces cuando recordé otro episodio de la noche anterior: me vi en el
pasillo, a la altura de la puerta de su cuarto, y oía, o creía oír, voces al otro
lado. De nuevo, el recuerdo parecía ser un sueño raro. Ni sueño ni realidad,
sino algo no experimentado con anterioridad que mi mente no terminaba de
catalogar.
Entré en la casa deprisa y pregunté por Maga: -¿Y la gata? ¿La has visto? –
Pregunté. El niño se despertó bostezando. –Estaba aquí hace un momento,
maullando para que le diera algo de comida. La pobre tenía el comedero
vacío. –Respondió Andrea.
En efecto, Maga estaba en el comedero. Nada más verme el animal se puso
tenso. A Maga le encantaba que le arrascaran el lomo mientras comía. Era
una manía de tantas que tienen los gatos. Si te veía por el pasillo no perdía
nunca la oportunidad de cruzarse en tu camino y llevarte hasta el comedero.
El trato era que ella comía y tú le rascabas el lomo por la parte baja, como
les gusta a los gatos. Entonces ronroneaba fuerte de contento. Le
encantaba. Pero ahora que estaba en el comedero me vio y enseguida se

150
asustó. Yo no me moví, la dejé huir y esconderse. El niño la siguió curioso
con la mirada.
-Nena, ¿tú sabes si yo anoche me levanté sonámbulo? –pregunté a Andrea,
que miraba el móvil en la cocina mientras se hacía la comida.
-¿Sonámbulo? Tú no eres sonámbulo, ¿no? –dijo ella desconcertada.
-Nunca lo he sido. Pero no sé… tengo unos recuerdos de anoche muy
extraños. En uno de ellos sale Maga, creo que la tenía cogida por el cuello
y no sé si le pegaba… es muy raro.
Entonces le conté de alguna forma lo que ya he narrado. Seguramente no
tan bien como lo haya podido expresar aquí. Era la primera vez que trataba
de montar el orden de los sucesos y me ocurrió lo que ocurre tantas veces
cuando se intenta contar un sueño, que es difícil contarlo bien, en orden, y a
cada paso que se da en una dirección surgen cosas a las que también hay
que llegar, porque son también importantes dentro del sueño, y uno se lía y
la conciencia no sabe por dónde avanzar entre la tempestad del
inconsciente. En esencia le conté lo mismo, pero más como una
protohistoria de aquello que con el tiempo he podido ir recomponiendo.
Ella dijo que no había oído nada ni sentido nada, al revés, que había
dormido como un tronco y el niño casi no se había despertado en toda la
noche.
-Mi miro los brazos cada dos por tres, ¿sabes? Como si debiera tener
heridas de la gata.
Los brazos y las manos estaban limpios, sin marcas de ningún tipo.
-Qué raro, nene. Habrá sido un sueño, una pesadilla muy real.
-Pero por qué me rehúye la gata entonces, ¿eh?
Ninguno de los dos tenía una respuesta para esa pregunta. Si me desperté
sonámbulo y golpeé a la gata debería tener arañazos, estaba seguro, pero si
no le hice nada no había motivos para que huyera de mí, y mucho menos en
el comedero.

151
-¿Te hago una mamada a ver si te relajas y te acuerdas de algo más? –
propuso mi encantador amor.
-Hmmm, bueno, podemos probar. ¿Dónde se apaga este niño?
-Este niño lo apago yo con la teta. Termina tú la comida mientras me echo
en la cama con él y lo duermo.

Pasaban más de veinte minutos y la comida se enfriaba en la mesa mientras


el niño se terminaba de dormir o no, hasta que por fin apareció Andrea.
-Ya. –dijo en voz baja.
-La comida está fría. –informé igual de frío.
-No la que yo voy a hacerte. –dijo ella con picardía, tumbándose sobre mí
en el sofá. La agarré y la besé. Nos besamos. Le masajeé los hombros y lo
agradeció con un ronroneo mezcla de queja y alivio.
-¡Ah…! ¡Oh...! Aprieta ahí, ¡oh…!, el niño me tiene la espalda destrozada.
-Nena, estás más delgada. Se te notan las costillas. Pero el culo aún está
potente. –comprobé bajando las manos.
-Si perdiera el culo me dejarías de querer ¿verdad?
-Por supuesto. Tendrías que esforzarte mucho.
-¿Haciendo qué?
-Haciendo… cosas.
-¿Cosas como ésta? –dijo sacando el pene de mis pantalones.
-Tendrás que hacer mucho más. O dejarte hacer mucho más. –ella sonrió
infantil y lasciva, una sonrisa de juego que se acompañaba del movimiento
lento e inconsciente de la cadera. Yo le acariciaba los labios del coño desde
atrás, metiendo las dos manos por debajo de los pantalones vaqueros. Con
la mano izquierda le apretaba una nalga y tiraba hacia mí mientras con la
derecha le acariciaba desde el clítoris hasta el perineo, aumentando la
presión aquí y allá por el camino, jugando con mi dedo al juego de su
sonrisa.

152
-¿Y qué quieres hacerme?
-Ahora mismo tengo hambre. –dije mordiéndole el labio. –Ven aquí. –Me
tumbé y ella se quitó los pantalones. Aproveché el breve instante que se
abrió al quitarse los pantalones para rozarle el sexo a través de la íntima
tela antes de que se quitara la ropa interior. Luego la tuve encima,
disfrutándola, dejándola libre a su ritmo húmedo, bebiéndomela con
delectación, hasta que se oyó quejarse al niño. Lo ignoramos y, acortando
mucho los plazos, me llevé su cadera hasta el centro de mi cuerpo y la
penetré. El niño se quejaba con más intensidad y nosotros forzábamos el
ritmo, hasta que el crío rompió a llorar y nosotros nos terminamos de
desconcentrar. Coitus interruptus. Andrea fue a consolarlo y yo me quedé
consolándome solo, con los restos de su fluido, en el sofá.
Mi móvil se encendió avisando de un mensaje. Lo miré y era Úrsula. Me
sobresalté igual que como si se hubiera materializado allí mismo en el
salón. Leí rápido y atento el mensaje, como si fuera algo extremadamente
secreto. Decía que quería invitarme a un café o a lo que yo tomara para
hablar cara a cara y quedar como amigos. Pero le hice saber que no podía,
que tenía mucho trabajo que hacer y que en breve me iría al taller toda la
tarde y más, porque de hecho tenía pensado quedarme allí cuando se fuera
mi tío para compensar las faltas anteriores, pues teníamos que tener listo un
trabajo para el jueves. Me dijo que ok, que no pasaba nada, pero que
quedaba pendiente. Mi libido se fijó en la imagen de Úrsula para continuar
por donde lo había dejado Andrea, pero justo entonces reapareció para
reclamar su cetro, el cual degustó como una última cena.

No me dio tiempo de almorzar. A primera hora de la tarde tenía que estar


en el taller y no pensaba llegar con retraso por nada del mundo. Ya iría
después a por algo de merendar para mí y para mi tío. Me despedí de
Andrea avisando de que llegaría ya de noche, que cenara ella si le entraba

153
hambre, yo igual compraba algo de camino a casa. Ya le avisaría de todas
formas. Y me fui. La besé y me fui.
A media tarde recibí un mensaje de texto de Alberto diciendo que Úrsula le
estaba preguntando por mi lugar de trabajo, que ya le dio mi número de
teléfono pero no quería darle más información sin mi consentimiento. ¿Esa
tía va a saco contigo o qué?, preguntaba. Le di permiso para que le dijera
dónde trabajo, de todas formas si no se lo sacaba a él se lo sacaría a Blanco.
A partir de entonces recuerdo no poder concentrarme bien en el trabajo. Ni
siquiera sentí demasiado el aguijón del hambre. Primero creí que iba a
aparecer de un momento a otro. Luego dudaba de que fuera a ir esa misma
tarde al taller. Finalmente me tranquilizaba pensando en que aparecería
cualquier otro día. Pero entonces me volvían los pensamientos adúlteros,
aunque en un plano más calculador. ¿Sería capaz de hacerlo? El taller me
daba un lugar oportuno, pero tendría que ser antes de llevar al niño a la
policía o al hospital, tenía que aprovechar esa oportunidad: echar un polvo
y volver a mi vida para siempre, matar el deseo de forma rápida y segura, y
seguir feliz. Me veía capaz de hacerlo. Hoy quizás no, pero mañana podría
ser… ¡mañana no! Mañana tenemos que tenerlo todo terminado para el
jueves, y el viernes nos despedimos del bebé. Tendría que ser el jueves, ya
me las apañaría para darle la tarde libre a mi tío. La idea de aplazarlo hasta
la semana siguiente me caía como un jarro de agua fría. Estaba decidido a
hacerlo y tenía que ser esa semana o no sería.
Llegadas las siete y media comuniqué a mi tío que pensaba quedarme un
rato después del cierre, a lo que él respondió: -Perfecto, porque yo pensaba
irme hoy antes.
Qué fácil era trabajar con mi tío. Acostumbraba a poner la radio de fondo,
pero solía mantener una pequeña discoteca a mano. Antes de la riada tenía
cajas de discos de vinilo y un viejo tocadiscos que guardaba desde su
juventud, de una discoteca que frecuentaba en sus años mozos y que luego

154
de cerrar, con el tiempo, consiguió dar con el tocadiscos a través de no sé
cuál de los miles de contactos que tenía. A la edad en que yo tuve una
relación de amistad con él, no sólo de familia, ya no era una persona
especialmente sociable. Pero todo el mundo le conocía y él conocía a todo
el mundo. Tuvo que ser alguien grande de alguna manera, alguien
diferente, una de esas personas que resumen toda una época para una
generación en concreto y para algunas otras concomitantes. Después del
destrozo de la riada, el tocadiscos quedó inservible y los vinilos llenos de
limo. Fue sustituido por una pequeña radio con lector de cedé. Algo pobre
pero útil. Ahora la mayoría de la música era mía, pero por suerte para mi
tío mucha de su música me gustaba a mí también, y de entre mis
aportaciones al taller podía encontrar a Led Zeppelin, The Doors, Triana,
Pink Floyd, King Crimson o Deep Purple. Le encantaba el doble directo
Made in Japan, y no me extrañaría nada que estuviera sonando en aquellos
momentos antes de irse.

Terminó de sonar el último tema y mi tío se largó. Serían las ocho menos
cuarto más o menos. Yo me dispuse a elegir un disco con el que trabajar a
gusto en soledad. Algo de King Crimson, probablemente. Un grupo al que
siempre tuve un cariño especial.
Antes de que sonara el segundo tema, la figura de Úrsula asomó por la
puerta. Llevaba el pelo azul.

25 Entrar en la Casa, Volver al Cuarto

Sucedió. Sucedió sin más. Para qué entrar en detalles. Qué importa lo que
nos dijéramos o la música que sonara, o cuál fue el momento exacto en que

155
nos dejamos llevar. Pequé contra el prójimo, violé el sexto mandamiento de
la ley de Dios, hermanos. Si el más importante es el primero, mi pecado se
encuentra justo después de la orden de no matar y justo antes de la de no
robar. Quizás digan ustedes, amigos monjes que viven al margen de la
sociedad, que no atenté contra el Sexto porque no estaba casado y por lo
tanto no cometí adulterio ni transgredí vínculo ni lazo sagrado alguno, que
mi pecado tan sólo era carnal por vivir y yacer con una mujer fuera del
matrimonio. Pero no es así, hermanos. Ustedes que encontráis la respuesta
a todo en un libro viejo, ustedes que no conocen el amor desnudo que surge
de la atracción física y mental, de la propia Naturaleza igual que el capullo
de una flor se abre para recibir al Sol; ustedes que necesitáis el contrapunto
del pecado para vivir con rectitud, no podéis consolarme en esto. Pero no
pude expiar mis culpas. Y quizás por eso escribo esto para ustedes, quizás
sea mi manera de confesárselo al dios que tuve de niño, el dios-padre de
andar por casa que he dejado atrás a lo largo de la vida, pero que puede que
sea al único al que puedo acudir cuando no soy más que un niño que busca
consuelo.
¿Por qué digo esto? ¿Acaso no disfruté del cuerpo? ¿Acaso no es lo que
quería? ¿No fue un sueño hecho realidad? Pero con el orgasmo vino el
arrepentimiento, instantáneo e inmediato. Un arrepentimiento humano,
muy humano. Como si todo el amor y el cariño que Andrea y yo habíamos
acumulado se hubiese vuelto en mi contra en décimas de segundo. El amor
y el cariño seguían estando ahí, pero ahora dolían. Úrsula tampoco pudo
evitar sentirse enormemente incómoda. Por unos momentos la noté
desorientada, como si una parte de su conciencia despertara o, por el
contrario, se apagara. La vi mirar la habitación de lado a lado, pero fue
entonces cuando un dolor enorme se apoderó mis brazos. No un dolor
moral sino físico. ¡Tuve que gritar del dolor! Todo lo que decía era: <¡Mis
brazos! ¡Me queman! ¡Me Queman!>. Úrsula se asustó. Ambos mirábamos

156
mis brazos cuando fuimos testigos incrédulos de la aparición de decenas de
marcas y heridas en brazos, manos y dedos. Laceraciones que se
materializaron in situ, con el dolor pleno del instante en que se abre una
herida. La chica se retiró pálida bajo el pelo azul y yo confirmé de golpe lo
que mi cabeza iba barruntando desde la mañana: toda aquella pesadilla con
Maga había sido real.
Desencajado, corrí hacia el cuarto de baño para meter los brazos bajo agua
fría. Recuerdo oír a Úrsula llorar asustada en la puerta, superada por los
acontecimientos. Ella, que disfrutaba maquillando heridas y con las cosas
truculentas de la vida, se espantó como se espantaría cualquiera que
presenciara algo así. A mí, por mi parte, el dolor físico me difuminaba el
espanto y la culpa. La inmediatez propia del dolor lo absorbía todo.
-¿Qué está pasando Leo? ¿Qué son esas heridas? ¿Te lo he hecho yo?
Han… han aparecido de repente…–sollozaba.
-No, Úrsula. No te preocupes. –traté de calmarla mientras pasaba los brazos
bajo el agua una y otra vez. –¿¡Por qué no se calma el dolor!? –pregunté
para mí.
Le indiqué dónde podía encontrar un botiquín y le pedí que me ayudara a
vendarme. No había vendas suficientes para los dos brazos, así que decidí
vendarme sólo las manos para al menos poder conducir.

Úrsula había venido en su propio coche, así que me fui directamente a casa.
Pude haber ido antes al hospital, pero, 1) no se me ocurría cómo explicar
esas heridas mintiendo, porque decir la verdad estaba descartado, y 2) el
instinto me decía que fuera corriendo a casa.
Al llegar encontré a Maga enfrentándose de nuevo a una serpiente en el
porche. Una segunda serpiente subía los escalones mientras la gata daba
caza a la primera, y apareció una tercera que definitivamente hizo huir a
Maga. La puerta estaba cerrada, así que no podían entrar aunque se

157
enredaran en el pomo. Yo me acerqué a la esquina donde colgaba el gancho
con el que se subía y se echaba el toldo, una fina y larga barra de metal
terminada en un gancho. Con ella pude apartar las serpientes, mandándolas
lo más lejos posible.
Una vez dentro llamé a Andrea sin recibir respuesta. Todo estaba tranquilo,
como si no hubiera nadie. Seguía llamando a Andrea, sin respuesta. Fui
directamente al cuarto del niño, y allí presencié una escena del reino del
mal, otra más, aunque la más evidente: en el techo la lámpara giraba,
encendida. Giraba y giraba sin nada ni nadie que la moviera, irradiando la
pastosa luz amarilla de mis pesadillas. Pero no sólo eso: los cuadros daban
vueltas en la pared alrededor de las alcayatas que los fijaban mientras el
armario se abría y cerraba con violencia, pero los portazos no hacían ruido.
Todo ocurría en silencio, como si la habitación se hubiera vaciado de aire.
Un marco con una foto de la niña Andrea y sus hermanos salió disparado
contra la pared y se hizo añicos igualmente en el más aterrador de los
silencios. El niño estaba en la cuna, mirando la lámpara con curiosidad.
Andrea en la cama, dormida. La llamé a voces para nada: yo tampoco
emitía sonidos. Pensé que me ahogaría, que no había aire, pero
inexplicablemente podía respirar. Luego me miré las manos, los dedos
vendados: no me dolían. Me toqué el cuerpo comprobando que estuviera
ahí, pues la sensación en aquella estancia era muy rara, como si sólo
pudiera ver, como si sólo fuera vista. No podía hablar ni oír ni sentir, igual
que si hubiera salido al espacio exterior sin traje de astronauta.
Me acerqué a Andrea y la zamarreé para que se despertara. Tocándola sin
sentirla y llamándola sin voz. Ella no respondía por más que la zarandeara
como a un muñeco de trapo. Puse mi oído en su pecho y un dedo en su
nariz para comprobar si respiraba, ¡pero ni oía ni sentía nada! ¡Tenía que
sacarla de aquél cuarto infernal rápido! La cogí en mis brazos y la puerta se
cerró sola, con sorda violencia, ante mis ojos. Consideré salir por la

158
ventana, pero por allí también trataban de entrar las serpientes,
amontonadas unas sobre otras en el quicio. Me eché a mi Andrea al
hombro, cargándola como un saco, y logré abrir la puerta, que se cerró tras
de mí de nuevo. Esta vez, en el pasillo, sí se oyó el portazo. Yo jadeaba al
borde de la locura. No pude reprimir un grito de rabia y angustia que
parecía querer decir <¡Te odio! ¡Te odio luz amarilla! ¡Te odio vieja de la
ventana!>.
Traté de reanimar a Andrea en el sofá sin éxito. Comprobé que aún
respiraba y que el corazón le latía, pero muy débil. Volví a cogerla entre
mis brazos, que de nuevo dolían como si ardieran, la subí a la furgoneta y
puse rumbo al hospital.

Entré dramáticamente, con ella en brazos, y me atendieron enseguida ante


la evidencia de la gravedad. No pude decirles nada más que simplemente la
encontré así al llegar a casa. No sabía si había tomado algo ni nada, sólo
que así estaba y que no se despertaba. Pero yo llevaba las manos vendadas
y los brazos llenos de arañazos, por lo que me convertí en el principal
sospechoso. Empezaron a preguntarme cómo me había hecho esas heridas
y qué me había pasado en las manos. Me sentí más interrogado que
auxiliado y salí de allí a empujones y corriendo.
El corazón me latía fuerte, los pulmones respiraban nerviosos y en la mente
sólo se me perfilaba una idea: devolver ese niño del infierno bruja, porque
en mi fuero interno la rabia me decía que la Sabia tenía la culpa de todo.
De camino a casa tuve la claridad de llamar a MariCruz, la hermana de
Andrea, y decirle que la había dejado en el hospital, que <no sé qué le pasa
pero está muy débil y no se despierta. La he encontrado así. Yo voy a
recoger unas cosas en casa y enseguida vuelvo al hospital>.
El dolor en los brazos y las manos persistía. A pesar de que en verano
oscurece pasadas las nueve, la noche se adelantó montada sobre negras

159
nubes de calurosa tormenta. Para cuando llegué ya parecía ser noche
cerrada.
Entrar en la casa, volver al cuarto. Se me helaba la sangre al pensarlo. La
rabia con la que conduje se convirtió en pavor cuando aparqué frente a la
casa. Me olvidé incluso del dolor. Al abrir la puerta me detuve un segundo
y luego penetré con sigilo. Tan sólo se oía el ruido de la tormenta que ya
regaba la tierra. Fui primero a mi cuarto, a por una bolsa de deportes en la
que pensaba meter al crío. Volver a entrar en el cuarto del niño requirió de
todo mi valor. Cogí el pomo de la puerta y agaché la cabeza para respirar y
concentrarme: entraría con decisión, sin mirar otra cosa que la cuna,
cogería al niño y en un segundo estaría de nuevo en mi cuarto para meterlo
en la bolsa de deportes que había dejado preparada. Así planificaba cuando
vi salir una araña por debajo de la puerta. Una mezcla de miedo y espanto
estrujó mi espina dorsal. Luego asomó otra araña un poco más allá, junto al
marco de la puerta, y abrí. Olía fatal, a putrefacción. Las plantas estaban
marchitas en la ventana y de debajo de la cuna no dejaban de salir pequeñas
arañas que corrían en todas las direcciones. El niño estaba dormido. Lo
comprobé, pues pensé de primeras con horror que estaba muerto. Debajo de
la cuna el huevo a medio enterrar había eclosionado y de él no dejaban de
salir, incomprensiblemente, pequeñas arañas, una a una, como si de una
siniestra producción en cadena se tratase. Nada de cuadros giratorios ni
lámparas corriendo en círculos esta vez. La manifestación del mal parecía
haber pasado como un tornado por la habitación, dejando tras de sí una
calma fría.
El olor era insoportable bajo la cuna. Salía del huevo. Debía de oler tan mal
como el huevo que se rompió en el cementerio sobre la tumba del bebé.
Pisoteé nerviosamente unas cuantas arañas que se empezaban a subir por
los pantalones y finalmente cogí al niño y la moneda de plata que la Sabia
dio a Andrea.

160
Metí la moneda junto con el niño en el macuto. Dormía profundamente y
así siguió durante todo el trayecto en coche. Conduje con mucho cuidado
de no despertarlo. Dudé varias veces de que estuviera vivo, pero eso ya lo
averiguaría cuando llegara. Aparqué en la plaza de las G. y me giré para
comprobarlo. Respiraba. Afuera diluviaba. Desde allí no tenía más que
andar un par de calles hasta la casa de la Sabia, lo suficiente para llegar
empapado. Llamé varias veces con fuerza, transmitiendo mi rabia al botón
del timbre. En los pocos o muchos segundos que pasaran hasta que abrieron
la puerta me calé hasta los huesos, y el macuto también. La vieja abrió la
puerta mirándome directamente, desafiante pero con recelo. No dijo nada.
Yo levanté mi brazo ofreciéndole el macuto, un brazo empapado que no
recuerdo si me dolía o no.
-Toma, vieja bruja, aquí tienes tu moneda de plata. –le dije con los dientes
apretados.
-¿Está vivo? –preguntó fríamente, lo cual me cabreó aún más.
-Está dormido. –contesté con la boca mientras la odiaba con los ojos.
-Bien, las velas han funcionado. –dijo.
Entonces sonó de nuevo el timbre, ese timbre que ya oía por tercera vez y
que sonaba como una alarma en mi cabeza.
-¿Qué es ese timbre? –exigí saber con vehemencia. -¿¿Qué demonios es ese
timbre??
La vieja alargó el brazo para coger el macuto mientras me decía que eso no
era de mi incumbencia cuando el timbre volvió a sonar, dos veces, con
insistencia. Me abalancé hacia el interior de la casa, tirándole el macuto
contra el pecho. El timbre volvió a sonar cuando me encontraba dentro, en
el salón en que nos recibió hacía pocos meses. Inconscientemente supe que
la cocina se encontraba a la derecha, así que me giré a la izquierda y, sin
pensar, me adentré en un pequeño pasillo y abrí la primera puerta que
encontré.

161
Di en el clavo.

26 Él

¿Hasta qué punto son fiables los recuerdos? Todos tenemos recuerdos
diáfanos de la infancia, pero dicen los expertos que en la mayoría de esos
recuerdos tan preciados hay elementos dudosos, detalles más o menos
secundarios que el cerebro introduce en la narración de la historia. Cuando
se cuenta un recuerdo no se saca una foto fija del archivo de la memoria
sino que la historia se re-construye una y otra vez. Lo importante es el
sentido, el significado que tiene para uno mismo, de ahí que el órgano rosa
que se vuelve gris no tenga ningún problema en apoyar ese sentido con
imágenes ficticias aunque indistinguibles de lo real. Probablemente los
recuerdos más fiables son los que llegan a través del olfato. Es curioso
cómo un olor puede desplegar todo un mundo, incluso revivirlo todo en
esencia por un instante y sacarnos una sonrisa. Son capaces de aunar y
concentrar experiencias vividas hace mucho, mucho tiempo. Quizás por eso
sea el sentido principal para un gran número animales. Toda esta historia
que estoy contando sucedió hace más de veinte años, pero la pude revivir
ayer al atardecer, cuando volví a percibir un olor que no había vuelto a oler
desde que entré de manera impetuosa en aquella habitación. Ha sucedido
aquí, entre estos muros cargados de paz. ¿Es eso posible? Anoche me dije a
mí mismo que desde luego era un olor que se le parecía mucho, pero
también es cierto llevas varios días escribiendo sin parar, tratando de
acordarte en detalle de todo, viéndote asaltado por recuerdos de todo tipo
de aquellos tiempos, como si el trabajo constante con la memoria hubiera

162
producido en ella un efecto de sobreexcitación. Te llegó un olor similar y la
memoria se agarró a él, me terminé de decir.
Hoy lo veo todo más claro y ordenado, aunque sin la intensidad vivida
ayer:

La habitación a la que entré era un dormitorio ocupado en su mayor parte


por una cama enorme. Olía fatal. A cerrado, a “humanidad”, como se suele
decir. Aquella habitación necesitaba urgentemente aire y luz. A pesar de la
penumbra pude distinguir un poco de la decoración: frente a mí se alzaba la
esquina de una cama imponente, cuya madera tallada a modo de serpiente
enroscada subía hasta la altura de mi pecho. La cabeza de la serpiente
miraba hacia la otra esquina, donde otra serpiente igualmente tallada le
devolvía la mirada. Pero lo más impresionante era el cabecero, que casi
tocaba el techo. También estaba tallado, representaba un torso de mujer
coronado por la cabeza y los largos cuernos de un macho cabrío. El relieve
de la madera daba puntos de apoyo a la luz, creando un juego de
claroscuros que otorgaba a la talla un aspecto definitivamente amenazador
y poderoso. En la pared de la izquierda se estiraba un marco de fotos
horizontal, alargado, que me recordó al que tenía mi difunta abuela en su
vieja casa. Cuando era niño me impresionaba mucho aquella película de la
vida de Jesús representada fotograma a fotograma que adornaba la pared de
su cuarto. El de aquella habitación de la casa de la Sabia era igual, pero no
era Jesús el representado, era alguien más viejo…
Sobre la mesita de noche, iluminada por una tenue lamparita, se veía con
claridad una austera cruz invertida hecha de alambre y una figura terrible,
bastante grande, de un demonio alado que abría su garra derecha en señal
de saludo o de advertencia, con una lengua bífida asomando por entre unos
dientes toscos y grises. Pero toda la decoración pasaba a un segundo plano
ante el sonido ahogado de una respiración proveniente del habitante de la

163
cama, alguien a quien yo no conocía pero que enseguida supe quién debía
ser: ¡la madre de Maite, la verdadera Sabia, aún vivía! ¡Estaba allí,
acostada en la oscuridad como una maldición a la espera de ser liberada! Su
piel era como la de una momia decrépita y, sin embargo, bajo las sábanas,
podía adivinarse que ocupaba casi toda la cama.
La puerta de la habitación se cerró detrás de mí. Maite traía al niño en
brazos, despierto. Obvió mi presencia y se acercó a la cama.
-¡Madre! ¡Madre es tu hijo! ¡Él nos lo ha dado, nos lo ha devuelto! El Falso
Dios te lo quitó pero Él sí cumple sus promesas, ¡lo ha resucitado para ti!
La vieja emitía lastimosos ruidos mientras trataba de levantar los brazos
decrépitos. Debía de ser la mujer más vieja del mundo. Maite le acercó el
niño para ponérselo en el pecho y la anciana hizo un tremendo esfuerzo
para acercar su cabeza de más de cien años a la del bebé, que no tendría
más de cien días. Yo presenciaba la escena atónito: la imagen de la pura
decrepitud que representaba la mujer en la cama, levantando a duras penas
una cabeza que no podía sostener, me tenía paralizado de horror.
-¿Qué está pasando aquí? –fue lo único que acerté a pronunciar. Maite se
irguió. Me miraba con media sonrisa en los labios.
-Mamá, -dijo. –debes agradecer a este joven y su mujer que te hayan
devuelto a tu hijo. Ellos han sido el vehículo.
-¿Vehículos de qué? ¿Quién es Él? –pregunté.
-¡Él! ¡El Príncipe de este Mundo! Tu mujer era una candidata muy
prometedora, pero ya hubo otras antes. Casi habíamos perdido la fe,
¿verdad, madre? Pero aquí está: ¿Acaso no es un niño precioso? Se parece
tanto a ti, mamá. ¡Oh, mi hermano!
-¿Pero de qué hablas? ¿Tu… tu hermano?
-Ha habido muchas que han venido a pedir ayuda para quedarse
embarazada, pero ninguna cumplía todos los requisitos. La mayoría estaban
casadas y eso lo complica todo, pero ustedes viven en pecado y además os

164
amáis sinceramente el uno al otro. Era necesario un amor puro, limpio, sin
manchar por las bendiciones de los curas. Debéis estar orgullosos porque
habéis sido elegidos. Se os recordará para siempre como Ángeles de Satán.
-¡Tú pusiste al niño en el río para que lo recogiéramos! –dije levantando un
dedo acusador, pero Maite recibió la conclusión con extrañeza.
-¿El río? Yo no sé nada de eso. Él lleva a cabo sus planes en secreto, yo
sólo tengo fe y hago lo que me pide sin preguntar nada. Y ahora mira: ¡ha
resucitado a mi hermano mayor y mi madre ha recuperado el hijo que tan
injustamente Dios le arrebató! Andrea era la candidata ideal. Su nombre
será para siempre recordado.
-¡Andrea! La he tenido que llevar al hospital, está inconsciente. Dime ahora
mismo qué le pasa a Andrea, ¡contesta bruja!
-Yo no sé qué le pasa a Andrea. Solo hago lo que me piden. Pero… sé que
Él no puede crear vida, probablemente haya tenido que… digamos… tomar
prestada otra vida para que este niño pudiera mantener la suya.
La vieja de mil años que se pudría en la cama empezó a toser de repente.
Hacía ruidos de estar asfixiándose cuando de pronto la temperatura de la
habitación descendió y la lamparita de la mesita de noche brilló con
extremada intensidad hasta que explotó. Ya en la oscuridad el olor de la
estancia cambió, pasando del rancio al pútrido, ¡el mismo olor que
desprendía el vaso de la cocina, el mismo que apestaba bajo la cuna! Pero
aunque explotara la bombilla la penumbra no fue completa, ya que un tenue
resplandor rojizo se encendió como una luz de emergencia que salía de
debajo de la cama, permitiéndonos ver los bultos en sombras de nuestros
cuerpos. Ya tenía los pelos de punta cuando a mi izquierda apareció otra
sombra. Un bulto que no era el cuerpo de Maite avanzó a mi lado con paso
lento. Detrás de mí solo estaba el armario, no pudo salir de otra parte, pero
de nada sirve tratar de reducir aquella ominosa experiencia a oraciones
lógicas. Era Él. Pasó a lo largo del marco horizontal que representaba su

165
vida hasta llegar al cabecero de la cama. No pude ver si tenía patas de
cabra, pero su presencia irradiaba una tremenda impresión de fuerza, de
fuerza física, animal, muscular. Junto al cabecero, la luz rojiza alumbraba
el contorno de unos pechos de mujer y un rostro afilado. El Diablo vino a
cobrarse su deuda. La anciana volvió la cara para mirarle y Él alargó una
mano de fuertes dedos terminados en uñas duras y negras. Cogió la cabeza
del bebé y la giró de un lado a otro, observándolo. Luego se volvió hacia la
anciana y le tocó la frente, hundiendo los dedos en lo que quedaba de fino y
reseco pelo blanco. La mujer medio suspiró medio lanzó un quejido que se
apagó junto con la inexplicable luz roja, dejando sólo silencio. Se hizo la
más absoluta de las penumbras, sentí el mayor de los terrores. Un terror frío
como la muerte. No se oía nada en absoluto. Tampoco a Maite. Llegué a
pensar que estaba soñando o que acababa de tener un sueño y estaba a
punto de despertar. Entonces se abrió la puerta de golpe, dejando entrar un
poco de luz, aunque para mí fue como si alguien encendiera un foco. Solo
estábamos Maite, yo y el niño sobre el pecho de la anciana muerta.
El hombre que acababa de abrir la puerta tendría unos cincuenta años y era
un tipo de lo más vulgar y corriente:
-He llegado en cuanto he podido. –se excusó. Me miró por un instante pero
al momento me ignoró.
-Coge al niño y llévatelo. Yo me encargo de la abuela. –dijo Maite.
El hombre cogió al bebé con cuidado, lanzó una mirada triste a la difunta y
salió del cuarto. Antes de salir le pregunté de manera instintiva que a dónde
se lo llevaba. Pero, tras mirarme como si no hablara mi idioma, se fue sin
decir nada.
-Vete ahora. –me dijo Maite. –Ya has visto bastante.
No sólo debía irme sino que quería irme, desde luego que quería irme.
Debería de estar en el hospital… pero ¿cuánto tiempo llevaba allí? Estaba

166
confuso y desorientado. Miré a la muerta, tratando de comprender
oscuramente y aceptar todo lo que había pasado.
-¡Vamos vete! – me exhortó la sierva de Satanás.
-Pienso contarlo todo a la policía. –dije tratando de parecer amenazador,
pero yo mismo no creía mis propias palabras a medida que lo iba diciendo.
¿Qué iba a explicar? ¿La historia de cómo recogí a un bebé del río que
resultó ser el Hijo de Satán? Más confusión, demasiado para mí solo.
¡Andrea, tenía que ver a Andrea!

Afuera la tormenta se había consumido hasta quedar reducida a gotas


sueltas. Densas nubes negras se abultaban opacas unas sobre otras. Por
encima de ellas, oculta, debía de brillar la luna, riéndose de todos nosotros
mortales, engalanada con su halo hermoso y terrible. Pero yo ni la vi ni
pensé en ella. La experiencia recién vivida flotaba sobre mí sin posarse. Era
incapaz de pensar lo ocurrido, lo visto en la oscuridad de aquél cuarto. Más
que pensar, lo único que podía hacer era mirar las imágenes de la mente
como si fueran fotografías o partes de un cuadro en movimiento. La imagen
central que se imponía sobre el resto era la de… Él, irradiando fuerza bruta,
de pie junto a la cama donde yacía una anciana que era como una reliquia
de otros tiempos. Le tocaba la cabeza, con el torso de mujer iluminado por
una luz rojiza y débil como la de una brasa. A esa imagen le acompañaba la
de mi mano bajo la lluvia entregando el macuto con el niño en la puerta de
la casa, a la par que me asaltaba el recuerdo de la noche en que recogimos
al niño en el río para, de repente, avanzar hacia mí como un zoom la
imagen de Andrea, con la sonrisa torcida, amamantando al crío.
Sencillamente, la lógica de los hechos escapaba a mi comprensión. Si me
hubieran preguntado en aquél momento <¿qué ha pasado?>, no podría
haber respondido aunque quisiera, al igual que me ocurrió al llegar aquí, al
monasterio. Lo sé porque justo eso fue lo que ocurrió cuando, al llegar al

167
hospital, fui interrogado por médicos, familiares y la policía: Andrea había
muerto.

No sé en qué momento dejaron de dolerme los brazos. La noticia me dejó


los nervios, el alma y el espíritu anestesiados. Cuando volví un poco en mí
me dijeron que había tenido un shock nervioso y tuve que ser internado. Lo
primero que noté era que los brazos no dolían. Me los miraba
constantemente mientras un médico trataba de ponerme al día con calma.
Finalmente el hombre salió y me quedé solo. Al poco empecé a llorar, y ya
no recuerdo cuándo terminé.

27 Carta

Andrea, amor mío:

Espero que no hayas tenido la mala suerte de ir al cielo. Con lo atea que
siempre has sido, imagino que te habrías llevado un fastidioso disgusto de
haberte encontrado a San Pedro en las puertas del cielo. Y para colmo
tendrías que aguantar a Dios (ese viejo machista) durante toda la eternidad.
Te imagino cantándole las cuarenta, echándole en cara que ya podría
preocuparse un poquito más por la gente de la Tierra, que los pobres y los
inocentes pasan penurias y que a Él no le cuesta nada echar una mano, con
todo lo omnipotente que es. Seguramente Él te hablaría de la libertad con
palabras suaves y conciliadoras, pero sé que eso para ti no es excusa por la
que dejar morir con dolor, en el sufrimiento de una vida indigna, a gente
que nunca pidió venir a existir. Y le dirías que no tiene corazón, que lo de
la libertad le ha salido mal, y que para eso que no haga nada, ¿para qué

168
quieres la omnisciencia entonces?, le dirías en nombre de todas la mujeres.
Es por eso que supongo, en definitiva, que debes de estar en el purgatorio,
porque en el infierno el Diablo tampoco te querría tener viendo cómo te
pones con Dios.
Perdóname la broma. Ya sabes que sufro de bromismo, esa enfermedad que
me impulsa a gastar bromas sin ton ni son (como ésta que acabo de
escribir). Pero sé que me perdonarás, siempre lo haces, ángel mío. Igual
que sé que sabes que no hay día en que no piense en ti. Yo espero que tú
hagas lo mismo, allá donde te encuentres leyendo estas palabras, porque
espero que te equivocaras y que no tengamos tan sólo una vida para
conocernos, que exista un Más Allá en alguna parte, cerca de aquí, en el
que volvamos a vernos y nos abracemos como tú y yo sabemos. Aunque
ese Más Allá sea el Tártaro griego, un lugar del que el espectro de Aquiles
dijo que preferiría mil veces ser el último esclavo del más pobre campesino
de éste mundo a ser el mayor de los reyes allí. El Tártaro sería un hermoso
jardín para mí si pudiéramos estar juntos. ¡Este mundo sin ti ya es el
Tártaro! Porque mis dientes necesitan tu cuello, amor mío; mi nariz
necesita el roce de tu pelo, ya sabes, allí donde empiezan a nacer, en la
nuca, cerca del cráneo, el centímetro más suave del universo. Tú y yo
somos uno, mi amor. Podrían poner tu corazón en mi pecho y el mío en el
tuyo sin que el resto de nuestros órganos sintiera cambio alguno. ¡Y éramos
tan diferentes! Tú me decías que éramos la noche y el día, cosa que nunca
entendí como contrapuesta sino complementaria. Como aquella vieja
leyenda que cuenta que antes de nacer todos somos un espíritu perfecto,
pero que en el momento de ser engendrados ese espíritu se divide en dos
mitades que luego pasarán la vida buscándose. Nosotros, afortunados, nos
encontramos. Ese pensamiento es el que, andando el tiempo, me ha
ayudado a convivir con tu ausencia. Durante mucho tiempo fui un muerto
en vida. Más que depresivo, estuve destruido. Los psicólogos quisieron

169
reordenarme, pero ya no había ‘yo’ que reordenar. No había un estado base
anterior al que volver, porque te habías ido. Mi mitad ya no estaba.

Hice lo que pude con mis ruinas. Sin ánimo de empezar una nueva vida, me
construí una cabaña de ermitaño con los pedazos de mi ser más íntimo. No
pensaba salir de ella jamás. Como ya habrás adivinado, la cabaña estaba
llena de libros. Me he pasado la vida leyendo para evadirme, esperando el
momento de reunirme contigo. Por supuesto que alguna que otra vez saqué
la cabeza de los libros y aireé el cuerpo fuera de la cabaña. No creo que te
interesen esas historias. Ni siquiera me interesan a mí. La vida está hecha
así, se sobrepone a sí misma siempre mientras tenga energía para ello.
Incluso en la vejez saca fuerzas de flaquezas. Pero yo siempre he sido
incapaz de sostener en el tiempo los impulsos de socialización. Los
necesito porque así es nuestra raza. Una fuerza superior a mí me empuja en
esa dirección cada cierto tiempo, pero cuando el impulso se sacia vuelvo a
ser lo que quedé. Y cada vez el impulso tiene menos apetito. De hecho
fíjate donde estoy ahora, en un monasterio rodeado de mudos.
He pensado mucho en ti, ya te lo he dicho. Voluntaria e involuntariamente.
Muchas veces no recuerdo qué cené la noche anterior y sin embargo sería
capaz de describir con todo detalle cómo era una mañana tuya de invierno,
vistiéndote dentro de la cama para no salir al frío. Tú, que te dormías con
las piernas mezcladas entre las mías, rodeándolas desde los tobillos como
una enredadera. ¿Verdad que los recuerdos a veces son como una picadura
de mosquito? Hay algunos que no se van durante días y no puedes evitar
pensar en ellos sin parar. Como si al prestarles atención estuvieras
rascándote, aliviando el picor de la herida. De los recuerdos que aún
conservo hay uno especialmente recurrente. ¿Te acuerdas de los viajes que
hacíamos a G.? Fue en uno de los primeros, si no el primero. Ocurrió a
plena luz del día. Íbamos andando por la calle, cogidos del brazo al estilo

170
antiguo como solías hacer. Salíamos de un restaurante donde acabábamos
de almorzar y, sin venir a cuento de nada, me diste un beso en el hombro.
En el deltoides, para ser exactos. Justo a la altura de tu boca. No fue un
beso de pasión boca con boca. Ni siquiera nos detuvimos y nos quedamos
plantados en el cemento como si el mundo hubiera desaparecido. Todo
pasó como si no pasara nada. Seguimos caminando y cruzamos un paso de
peatones. No intercambiamos ni una palabra y tampoco se hizo ningún
silencio incómodo, pero después de ese pequeñísimo beso lleno de puro
cariño, esa inocente y minúscula granada cargada de ternura, todo había
cambiado. Mi amor por ti era un volcán a punto de entrar en erupción. El
leve empuje de tus labios fue suficiente para desestabilizarlo y hacerlo
explotar suavemente, derramando un magma eterno ya. Para entonces ya
dominábamos el sexo, forja del amor, ya habíamos viajado juntos y
hacíamos la vida que seguiríamos haciendo, pero fue diferente a partir de
ahí. Me he dado cuenta con el tiempo. Nunca tuvimos aniversario pero para
mí todo empezó ahí, a plena luz del día.
¿Recuerdas las peleas de amor que teníamos? Yo adoraba tus manos frías.
Te las quería calentar entre las mías, que siempre estaban calientes (como
debe corresponder a tu alma gemela), y tú no me dejabas porque no querías
que yo pasara frío. Yo insistía y te obligaba a dármelas y tú las retirabas
por no darme frío. Tonterías de enamorados, dicen. Pero yo te decía que me
tenías que dejar quererte, aunque solo sea calentándote las manos, porque
tu amor era tan grande que lo cubría todo. Eres un alma buena, Andrea, y
estés donde estés tienes que estar bien. Quisiera recordar aquí, sobre el
papel, todos tus detalles, todos tus gestos de bondad. Recordar tus dolores
de cabeza, con esas piedras que guardas en el frigorífico para que estén
frías y que te alivian el dolor mejor de lo que lo hace la química capitalista
de las farmacéuticas; recordar tus pequeñas manías, como tu orden amable
en el que juntas todas las cosas para que ninguna esté sola, o tus nervios en

171
la cocina, lugar de infinitas frustraciones para ti, tu relación de amor/odio
en la interminable batalla por el alimento. Toda tú cotidiana quisiera
plasmar, la de verdad, para que no desaparezcas nunca, para tenerte
siempre aunque me falle la memoria. Pero no puedo hacer eso, aún tengo
cosas que contarte.

No voy a hablarte de tu entierro. Nada de eso importa ya. Tu familia


sospechó de mí igual que hizo la policía. No sé qué pensarán hoy en día
pues, en definitiva, perdí el contacto con ellos al igual que con todo el
mundo. Los médicos no supieron explicar tu muerte y me acribillaron a
preguntas, antes y después de la autopsia. No encontraron nada. Tan sólo
sabían que la paciente había ingresado con una fuerte depresión cardio-
respiratoria contra la que no pudieron hacer nada. La hipótesis del veneno
cobró fuerza, un veneno que no dejara rastro, y en ese sentido fui
interrogado por la policía. Yo confesé todo lo que pude. Les dije que
encontramos un bebé en el río, que lo estuvimos cuidando unos días y que
el día de “los hechos” yo había ido a recoger unas velas a casa de Maite la
Sabia, las llevé a casa a la hora de comer y me volví a trabajar toda la tarde.
También tuve que hablarles de Úrsula y de lo que hicimos: algo que no sé
si te importa ahora, pero estoy seguro de que entonces no me lo hubieras
perdonado. Lo único que nunca me habrías perdonado. Ella y mi tío
corroboraron mi coartada, pero no así Maite.
Registraron la casa, por su puesto. Encontraron todas las cosas del bebé,
dando veracidad a mi historia, pero Maite negó que hubiera estado nunca
en nuestra casa, que me hubiera dado vela alguna y que yo le hubiera
entregado un bebé (¡por el amor de Dios!). Mintió mejor de lo que yo dije
la verdad. Interrogada por el asunto de las velas no negó que ella tuviera
velas aromáticas, eso era un tema conocido por mucha gente. Enseñó todas
las que tenía y permitió sin reparos que se analizaran. No eran más que

172
velas aromáticas. Algo no cuadraba, pero la policía no podía hacer mucho
más que sospechar de mí en ese punto. Maite tampoco negó que nos
hubiéramos visto antes y no tuvo problemas en mostrar a los agentes el
ritual que nos mandó hacer, recalcando que ella no creía en nada de eso y
que nunca había cobrado por ello, que cuando alguien solicitaba el ritual lo
compartía por no ser descortés con gente que está sufriendo. Yo tuve que
corroborar en parte sus palabras, porque efectivamente en todo momento
nos había dicho que no creía que toda aquella parafernalia tuviera más que
un efecto psicológico. Pero no podía decir que había estado en una de las
habitaciones de aquella casa y que había visto aparecer a Satanás para
llevarse el alma de una mujer de doscientos años que aún vivía. Cuando
estando en casa, la nuestra, con la policía durante el registro, se me ocurrió
aportar dos papeles en blanco como prueba de brujería, me di cuenta de que
no podía revelar nada de esa parte de la historia. No sólo porque no me
conviniera llevar el caso a ese terreno, sino también porque era incapaz de
expresarme con claridad, orden y credibilidad, tal y como me ha pasado
siempre hasta ahora, que he escrito la historia. Nuestra historia. Por
entonces ni siquiera sabía que tenía que retrotraer su principio hasta más de
diez años atrás, cuando vi a la vieja en la ventana bajo la luz amarilla.
¿Recuerdas la noche en que te conté aquella historia? La noche en que
saltamos la verja del cementerio y encontramos la tumba y la vela y el
huevo podrido. Yo te empujé a ir, Andrea. Jugando, pero lo hice. Fue un
error, aunque conforme escribo ya me parece escucharte decir que yo no
tengo la culpa, que no llore, y ya siento cómo me besas y me abrazas y me
consuelas y lloras tú también, porque no puedes ver a nadie llorar sin llorar
tú también, ¿verdad mi amor? ¡Mi amor! No sabes cómo te he echado de
menos, ¡oh, no sabes cómo te echo de menos!

173
Dejaron de sospechar de Maite. El disfraz de vieja funcionó bien. A mí me
dieron por loco simplemente. Los médicos dijeron que el shock post-
traumático podía haber bloqueado parte de mi memoria, que con
medicación, duelo y descanso podría superarlo. La policía investigó el
asunto del niño pero no encontró nada. Tu hermana MariCruz dijo no saber
nada del asunto. Nunca le dijiste nada, ¿verdad? Nunca se lo contaste. En
última instancia, sospecharon que toda la historia del bebé encontrado
pudiera ser o bien una tapadera o bien una fantasía, una alucinación
compensatoria. En la farmacia pudieron verificar que fui a comprar
termómetros, leche y demás artículos para bebés, pero no que yo tuviera
efectivamente un bebé. Maite decía no sólo no saber nada sino no haberme
visto desde hacía meses, cuando fuimos a su casa por primera vez. En la
casa había una cuna y ropa de bebé, pero ningún niño. Puede que los dos
estuviéramos locos, dijeron. Puede. En todo caso yo no cambié mi relato de
los hechos. Lo que faltaba por demostrar terminó por convertirse en un
problema de la policía antes que mío. Finalmente retiraron los cargos y
quedé tan sólo bajo control médico. Luego ni eso.

Me despido ya. No quiero aburrirte con los detalles del resto de mi vida sin
ti. Quiero decirte que he estado bien. Apenado a ratos, pero bien. Tratando
de pensar en ti sólo para sentirme alegre. Te quiero, ya lo sabes. Espero
volver a verte.

Mi amor será siempre tuyo,


mi corazón será siempre tuyo.
Siempre te querré.

Leonardo.

174
28 ¡El Guardián es el Peor!

Me siento liberado. He terminado. Nunca dejaré de estar agradecido con el


hermano Francisco por haberme animado a escribir aquello que no podía
decir. Vine aquí buscando paz y refugio, y eso he encontrado. Mi retiro
toca a su fin.
Ayer dormí hasta tarde, señal de descanso. Ya me voy, dice mi cuerpo. Al
levantarme cerca del mediodía me acerqué al huerto y, casi sin darme
cuenta, dejé todo preparado para mi ausencia. Luego me refresqué, me aseé
un poco y me dirigí a la capilla. Esperaba que estuviera vacía pero lo
normal es que allí, aunque no se esté oficiando nada, encuentres siempre a
alguien. ¿Para qué puede rezar un monje de setenta años que lleva la vida
metido en un monasterio? Me pregunto. ¿Por qué cosa podrá pedir perdón,
si en todo el tiempo que llevo aquí no he presenciado ni un mal gesto? ¿Tan
abarrotados de malas intenciones están estos monjes por dentro?
Sinceramente no creo que esto sea una vida sana para el ser humano.
Tomarme un retiro ha sido, sin duda, una de las mejores decisiones de mi
vida, pero vivir aquí, llegar a la vejez adormecido (¿enloquecido?) por la
rutina… eso es otra historia. Aunque cierto es que no sólo aquí se llega a
viejo a lomos de la rutina, hermanos. Ese es un punto en común que tenéis
con el mundo exterior.

En efecto, había un monje orando. Me contrarió un poco, pues quería estar


solo: buscaba un momento a solas con la divinidad. Suelo ir a más de una
misa a la semana. Por respeto y también porque se ha convertido para mí en
algo análogo a presenciar una función, una representación o un concierto.
Las misas aquí no son como las que se dan en el pueblo. Casi todo el oficio

175
es cantado, y además las dan en latín, que aunque yo no lo entienda se
siente como propio, como un abuelo del idioma materno. Suena realmente
hermoso.
No reconocí al monje. Encapuchados, inmóviles y de espaldas, son todos
iguales. Estaba sentado en la fila de la derecha, así que yo me senté a la
izquierda, un poco por delante de él. Me arrodillé, me persigné y volví la
cabeza hacia mi acompañante. No estaba. Debo de molestarle, pensé. Su
rapidez y sigilo fueron desconcertantes, pero de todas formas ya estaba sólo
que es lo que quería. Ya sabe el lector que no soy un creyente católico, pero
tengo sensibilidad para con lo divino, por así decir. A mi manera, tengo mis
propios dioses, pero no tengo más rituales que los que me enseñaron de
pequeño, los rituales de mis mayores. A veces, cuando al tío Monte le
preguntaban que por qué había tantos zodiacos diferentes, él contestaba que
cada cultura guisaba las estrellas a su gusto. Las mismas estrellas se
combinan de forma diferente según quién las mire, de igual manera que en
todas partes se come carne pero se prepara de formas diferentes. Me gustó
aquella analogía e inspiró en mí un pensamiento similar, pero trasladándola
a la relación entre el ser humano y lo divino, que está sólo unos pasos más
allá de las estrellas. En cada pueblo, en cada rincón del mundo, la cocina,
aquello que comemos, toma aspectos diferentes, pero todo es comida. Cada
cultura tiene una lengua y un estómago. El estómago de un extranjero
puede tardar en acostumbrarse a la comida exótica, o no hacerlo nunca, o
caerle bien. Así se ha hecho a lo largo de la historia, pero hoy en día el
mundo es cada vez más pequeño y se puede comer cualquier tipo de
comida en cualquier parte del mundo. Si este retiro hubiera sido en un
templo budista del sur de Vietnam me hubiera arrodillado ante una gran
cabeza de Buda en lugar de una cruz, igual que habría comido sopa de
arroz y bambú a diario. Es un acto íntimo, reconfortante para el alma, que

176
puede hacerse en cualquier parte del mundo, pero yo lo hago aquí,
hermanos, y lo hago de todo corazón.

Por la galería situada a la derecha de la central apareció un monje. Le


reconocí; era el hermano Basilio. El Señor me lo enviaba, pues quería
hablar con él. Basilio viene de familia de campesinos, y ha sido el hermano
que más me ha ayudado en el huerto. Está muy mayor, pero no hay nadie
mejor que él para dejar de encargado. Le abordé antes de que tomara
posición para rezar. Le tendí la mano y él vio algo en mi rostro, o en mi
expresión o en mis maneras, que delataba a las claras mis intenciones pues
antes de que pudiera hablarle me dijo:
-¡Ah! Veo que el Señor ha obrado en ti, hijo. Me parece que mis viejos ojos
ven por primera vez al hermano Leonardo, esa alma atormentada que vino
para arreglarnos el huerto. –aunque vistiera como un monje, Basilio no
perdía la visión utilitarista de las cosas propias del campesino.
-Y para haceros hablar a todos, ¿verdad? –añadí como broma. Mi estancia
aquí ha supuesto una pequeña relajación de la costumbre de guardar
silencio durante prácticamente todo el día.
Le puse al día sobre mis planes con el huerto, lo que había preparado y lo
que habría de prepararse después. He ampliado el invernadero y dejado
limpia la zona por la que habría que seguir ampliando. Una remesa de
tomate estaba a punto para ser recogida pero, quise advertir al monje, hay
que tener cuidado con unas fresas que he dejado plantadas en cierto sitio.
-¡Fresas! ¡Ah, enviado de Satanás! Quieres convertir este apacible
monasterio en un jardín hedonista, ¿eh? –dijo travieso el monje. –Ve
tranquilo, hijo. A este viejo aún le quedan fuerzas para lidiar con la madre
Tierra. ¡Uhh! –exclamó llevándose una mano a la boca por lo que acababa
de decir. Los viejos siempre serán viejos, pensé, vistan la túnica que vistan.

177
Dejé al hermano Basilio arrepintiéndose de sus palabras y fui a la cocina a
prepararme algo ligero para comer. Allí me encontré con un monje que
buscaba algo en los cajones de la cubertería. Estaba de espaldas a mí y
llevaba la capucha puesta. Al pasar por su lado di las buenas tardes pero no
obtuve respuesta. Sin embargo le reconocí: era el hermano Francisco. Me
acerqué a él amistosamente e inmediatamente observé que no tenía buen
aspecto. Al principio me miró sin reconocerme, lo cual me turbó. Pero
entonces volvió en sí, sonriente, y me saludó con afecto. Me dijo que se
encuentra mejor, que está un poco débil por el ayuno con el que estaba
purificando su alma pero que se siente bien, cada vez mejor. Me pidió que
le guardara un secreto, pues no debía comer nada, pero había conseguido
una manzana y necesitaba un cuchillo. Su secreto estará a salvo conmigo,
por supuesto.
Ya se escabullía cuando aproveché para preguntarle por el despacho del
Guardián. Mi plan consistía en visitarle a lo largo de la tarde para hacerle
saber que ya me iba y agradecerle todo lo que han hecho por mí. Luego,
durante la cena, me despediría de todos los hermanos en conjunto. Pero en
realidad no sabía dónde vive el Guardián. Me constaba que no tiene una
celda como el resto de monjes, pero nada más. Siempre me lo he imaginado
como un hombre burocráticamente atareado. No se deja ver casi nunca y
suele moverse por zonas del monasterio que yo no frecuento. De forma
natural o inconsciente he tendido a creer que debía vivir en el torreón del
lado norte del edificio. Al cuestionar a Francisco al respecto la única
respuesta que he obtenido ha sido un sobresalto por su parte y algo así
como: <¡Uh! ¡El Guardián es el peor!>, y luego se ha escabullido sigiloso.
Me asomé tras la puerta pero no le vi. No parecía que se encontrara muy
bien así que me quedé algo preocupado a la par que sorprendido por la
rapidez con que se esfumó. Tras un almuerzo frugal resolví visitar el
torreón y averiguar por mí mismo si el Guardián vive allí. Y así es, allí

178
reside. Pero hoy está ausente, según me ha informado un hermano de su
séquito cercano. Le relaté mis intenciones y el hecho de que pensaba irme
al día siguiente, que ya me encontraba mucho mejor, que mi espíritu había
sido purgado y mi corazón consolado. Aunque no conociera a ese monje le
di las gracias como se las hubiera dado al hermano Basilio. Él se alegró por
mí con frialdad, lo cual no me importó. En realidad, si uno se fijaba bien en
él, en su gesto al oír y al hablar, antes que un monje aquél hombre parecía
un detective vestido con ropa de monje por la atención que me estaba
prestando.
Me dijo que mañana podré verle sin problemas, por la mañana si lo deseo,
pues el Guardián tiene previsto volver de madrugada al monasterio. Me di
por satisfecho con la información y volví a mi celda. Esta noche me
despediré de la congregación y mañana por la mañana, antes de partir,
visitaré al Guardián en su despacho. Pero ahora quiero dedicar tiempo a
terminar mi historia contando el por qué de mi venida desesperada al
monasterio. Puesto que el grueso de lo que he narrado sucedió en mi
juventud o segunda juventud, aún debo contar qué me trajo hasta aquí,
siendo ya un hombre de cierta edad.

29 Julián Y Mercedes

Después de todo lo ocurrido no pude continuar viviendo en el pueblo. Me


marché. Los padres de Alberto, el amigo de la piscina rosa, tenían un piso
en la Capital que consintieron en alquilarme a buen precio. Yo sabía que
ellos lo usaban de vez en cuando, así que aquello solo fue algo temporal
mientras me instalaba. Me dieron tiempo, al igual que han hecho aquí los
monjes. Conseguí trabajo y me mudé agradecido.

179
Fui reponedor en un supermercado, panadero y camarero antes de
encontrarme con Julián, un buen hombre al que respeto como el maestro
que fue para mí. En la Capital hay varios mercadillos que yo solía visitar
con frecuencia, (por defecto profesional supongo). En uno de ellos, el del
C. de la P., se encontraban sobre todo cosas robadas y objetos encontrados
en la basura que la gente más pobre iban recogiendo y acumulando,
reciclando a la clase media. El mercadillo del C. de la P. no es un sitio
bonito a donde ir. Es una planicie abandonada, mal asfaltada, con claros y
caminos de tierra bordeados de matorrales por todas partes. Un puente
cruza la explanada y bajo él se amontonan puestos de comidas en los que se
oyen músicas y lenguas de varios continentes, todas hablando el idioma de
la pobreza. Por todos lados puedes encontrar gente de oficio que arregla
cualquier cosa: zapateros, costureras, mecánicos improvisados y hasta
técnicos electrónicos. A Julián se le podría encuadrar en cualquiera de esas
categorías, pero su punto fuerte era la electrónica.
Era delgado. Mucho. La piel se le pegaba a los huesos de tal manera que se
le podría usar en una clase de anatomía para localizar por igual tanto
huesos como músculos. Contrarrestaba su delgadez con una espesa barba
blanca como la nata que le subía por las patillas hasta unirse a un
desordenado e igualmente blanco pelo. Era concienzudo, capaz de
permanecer concentrado largos periodos de tiempo. Puede que eso fuera lo
que le consumía tanta energía.
Aunque arreglara todo tipo de aparatos eléctricos, era muy bueno
arreglando amplificadores, bafles, mesas de mezcla, guitarras y todo lo que
tuviera que ver con música y sonido. Gente que nunca se acercaría a aquél
mercadillo iba solamente para que Julián le arreglara o retocara algo.
Muchos músicos le llevaban sus instrumentos y amplificadores para
arreglarlos o mejorarlos.

180
Además de esa especialidad suya, él, como el tío Monte, también tocaba el
reciclaje, aunque no con tanta dedicación como nosotros. Quizás por eso su
estand me llamaba más la atención que otros puestos, ya que no todos
tenían material de reciclaje. Es decir: no todos tenían altavoces hechos con
una lata. Ceniceros de lata sí, o llaveros, pero no altavoces. Rondando su
tenderete siempre había algún chaval de pelo largo con un amplificador o
un instrumento esperando que se lo arreglara, o simplemente buscando
equipos de música buenos, baratos y originales. Nada de eso iba conmigo,
yo simplemente solía echar un vistazo al tenderete y me largaba.

Un día vi que uno de esos chavales le compraba un porta-cedés de hierro


con forma de perro. Lo reconocí. ¡Era nuestro porta-cedés! No podía dar
crédito. ¿Cómo había llegado hasta allí? Andrea lo compró y lo tuvimos en
casa. No puede ser, me dije, debe de ser otro. No puede ser el mismo. El
nuestro estaba en el taller desde antes de que yo empezara a trabajar con mi
tío. Recuerdo bien que fue de lo poco que salvamos de la riada. Me acerqué
al tenderete y entonces, de repente, todo me parecía familiar. Pero no
reconocí nada de manera inequívoca. Nada salvo el porta-cedés en forma
de perro salchicha que se acababa de llevar un joven músico.
-Perdona, -dije al aún desconocido Julián -¿ese porta-cedés con forma de
perro que lleva aquél chaval se lo ha vendido usted?
El hombre no levantó mucho la vista del aparato en el que trabajaba, pero
me dijo:
-Muchacho, si buscas algo que te han robado has venido al mercadillo
indicado, pero yo no robo nada. Todo lo que ves aquí ha sido comprado,
recogido o fabricado con mis propias manos. Soy un hombre honrado,
¿sabes? –continuó sin preocuparse por mí. –Si te lo robó alguien, desde
luego no fui yo.

181
-No, no. No se preocupe por eso. Es que yo… bueno, un amigo tenía uno
igual, ¿sabe? ¿Dónde lo consiguió? Si no le molesta la pregunta.
-En un pueblo a noventa kilómetros de aquí. Oí que un viejo amigo había
muerto y fui a presentarle mis respetos a su tumba. De paso aproveché para
hacer una visita a un chatarrero, también amigo mío, y me traje varias cosas
de allí. El perro entre otras.
Julián seguía concentrado sin reparar en mí. Yo asimilaba la información y
escudriñaba aquél rostro, esforzándome por reconocerlo, pero no,
definitivamente no le conocía.
-Por casualidad ese amigo suyo que murió no sería Miguel Monte,
¿verdad?
Se detuvo. Entonces tuve toda su atención sobre mí por un momento. Me
examinó atentamente, descifrándome. Sea cual fuere el resultado de su
análisis volvió a lo suyo respondiendo:
-Pues sí, así se llamaba, que en paz descanse. Él me proveía de muchos
artilugios reciclados. Era un buen hombre, aunque tenía una voz bastante
desagradable y eso le hacía dar otra impresión.
Reí. Reí con cariño, y desde ese momento sería amigo de aquél hombre
canoso y enjuto.
-Tiene usted toda la razón. –dije.
-¿Le conocías, hijo? –preguntó.
-Era mi tío. Hermano de mi madre. Yo soy su sobrino Leonardo.
-¡Ah! ¡Mira por dónde! Así que tú eres el ayudante. Tu tío me habló de ti.
Me alegro mucho de conocerte. –sonrió dejando ver una menguada
dentadura. –Pues sí, ese perro salchicha salió de tu pueblo entonces. Se lo
compré a José el Chatarrero, ¿le conoces?
-Claro, nosotros le comprábamos muchas cosas.

182
Tras una breve charla me despedí afectuosamente de él y, desde entonces,
no dejé de visitar su tenderete. No pude evitar ofrecerle mi ayuda y él la
aceptó gustoso. Con la fusión entre un experto en electrónica y otro en
reciclaje como yo el negocio sólo podía ir para arriba. Viendo su clientela
mayoritaria me centré en hacer porta cedés, pies de apoyo para diferentes
tipos de instrumentos, púas de plástico hechas con tapones de botellas así
como cajitas para guardarlas. Tuvimos éxito, dentro de lo que era el
mercado del C. de la P.
Julián se encariñó conmigo y yo con él. Le encantaba la música blues y
realmente era todo un experto en la materia. A mí me convirtió en fan de
ese sonido y esos ritmos para toda la vida. Tenía su taller, cómo no. Su
centro de operaciones. Durante una época fui bastante por allí, donde el
orden brillaba por su ausencia. Más que un taller como el que teníamos mi
tío y yo, aquello era un montón de trastos y chatarra amontonada por los
rincones, mientras que las estanterías rebosaban de cables, placas y trozos
sueltos de ordenadores, lavadoras y todo tipo de aparatos eléctricos. Me
tomé la libertad de ponerme manos a la obra, compré algunas herramientas
y convertí buena parte de aquél caos en cosas útiles.
Trasteando aquí y allá un día encontré una tetera. La cogí entre mis manos
y no me cupo duda de que aquella tetera que convertí en regadera para
Andrea era hermana de esta. Tío Monte debió conseguirla allí, en ese
mismo taller. Estuve tentado de preguntar a Julián al respecto, pero preferí
quedarme con la calidez de la certeza interior. Lo que sí me dijo Julián es
que el viejo tocadiscos que teníamos en el taller, el que anteriormente había
pertenecido a una famosa discoteca entre la gente de la generación de mi
tío, lo había arreglado él. Lo encontró en un vertedero y rápidamente vio
que era aprovechable, según me dijo. Lo arregló y un día que el tío estuvo
en el taller lo reconoció y se lo quiso llevar. Era un buen tocadiscos,
apuntilló: no se lo hubiera vendido a otra persona. Tristemente le tuve que

183
informar de que no sobrevivió a la gran riada que hubo hacía ya más de
diez y de doce años por aquél entonces.
Aunque estuve seguro de que el porta cedés que vi en el mercadillo era el
nuestro, nunca tuve certeza alguna de cómo llegó hasta allí. El mejor relato
que puedo hacerme es el siguiente: la familia de Andrea nunca me perdonó.
Siempre sospechó de mí. Al volver a la casa de campo quisieron borrar
todo rastro de mi paso por allí y, claro, todo lo que tuviera aspecto de
artículo de reciclaje fue a parar a la basura. El perro salchicha era de
Andrea, pero no a ojos de su familia. Es lógico que acabara en manos de
José el Chatarrero, de allí a las de Julián y de las de él a las de un heavy.

Del viejo maestro aprendí electrónica. No sólo aprendí a arreglar o montar


altavoces sino todo tipo de sistemas electrónicos: televisores, radios,
deuvedés, consolas de videojuegos, móviles, etcétera. Incluso hacíamos
estaciones de radio caseras que se vendían muy bien. Yo debía de tener ya
cerca de cuarenta años cuando conocí al enjuto y canoso maestro. Aunque a
causa del trabajo mantenía una cierta vida social, la verdad es que siempre
me protegí del resto del mundo con una coraza invisible e impermeable.
Tenía merecida fama de solitario. Mi actitud causaba recelo en unos y
atracción en otras, pero hasta yo mismo me cansaba de vivir así. Dedicarme
de nuevo a lo que mejor se me daba supuso una tabla de salvación en
aquellos tiempos. Algo escribía de vez en cuando. Siempre tuve latente la
idea de hacer El Gran Poema de Andrea, pero nunca lo hice. Volví a
escribir sobre todo en ese tiempo en que trabajé con Julián en su taller.
“Retomar” mi vida, como digo, fue un alivio en principio. Pero el tiempo
pasa y no es en balde. Aunque uno no cambie sus hábitos y rutinas, se
cambia por dentro igual que por fuera. Eso es cierto al menos en parte, pues
creo que hay un fondo (mal llamado ‘fondo’, quizás, porque así parece que
nos referimos a algo oculto que no surge hasta que no se le ha quitado de

184
encima un montón de cosas, cuando en realidad ese algo, ese ‘fondo’, se
cuela por todos los resquicios de nuestro ser) esencialmente imperturbable
en las personas. Puede que dependa más de lo inmutable que vive en
nosotros que de los vaivenes materiales, pero siempre termina
manifestándose. Podría ser el hastío o el aburrimiento lo que mueve al
cambio, pues esas sensaciones se manifiestan incluso entre quienes viven
en una fiesta continua. Sin ánimos de ponerme especialmente filosófico,
diría que se trata de un asunto existencial en el sentido más breve del
término, algo que ocurre por el mero hecho de existir, por lo que yo
también, pasando el tiempo, tuve que cambiar.

Quise buscar un trabajo de fábrica. Algo anónimo y maquinal donde no


tuviera que vérmelas con el público. Ni el de los supermercados ni el da la
panadería y ni mucho menos la caótica clientela de bares y restaurantes. La
bombilla se encendió una tarde de domingo que veía el fútbol sentado
anónimamente en la barra de un bar. Entre la publicidad del estadio me
llamó la atención la de un taller de coches. Yo no tenía idea de cómo
arreglar motores de coches, sistemas de ventilación y esas cosas. Aunque
me diera maña arreglando y montando cosas, habría mucha gente más
preparada que yo en ese sentido, pero igual no ocurría lo mismo con la
electrónica que hoy en día llevan incorporados todos los coches, pensé. Me
animé. Redacté un currículo y lo entregué por distintos talleres y
concesionarios. No obtuve respuesta. Me había centrado en los talleres más
conocidos y allí ya tenían bien servida su plantilla profesional. Volví a
imprimir currículos y esta vez los fui dejando por otro tipo de talleres. Fue
entonces cuando me crucé con Mercedes, una mujer luchadora que
trabajaba todo el día y fumaba sin parar. Trataba de mantener a flote el
negocio junto a su hijo, Juanma, y Marco, un buen hombre que llevaba
media vida trabajando para ellos.

185
No me extenderé demasiado en hablar de Merche, pero para hablar de ella
debo hablar de Juan Manuel, su difunto marido.
Juan Manuel era un hombre pobre y codicioso que vivía en la tensión
perpetua de tener un taller humilde y los sueños más altos a la vez. Entre
esos sueños, dos brillaban con luz propia: construir su propio coche de
Fórmula 1 y conseguir que su hijo se convirtiera en corredor de Moto GP.
Le crió para competir y el chico apuntó maneras ganando varios
campeonatos en diferentes categorías, pero nunca llegó a la élite.
Probablemente le faltó disciplina y algo de suerte, quizás. Lo cierto es que
allí estaba, en el mismo taller en que se había criado con su padre. Según
Marco, José Manuel estaba orgulloso de él, pero Juanma se frustró, se
enfadó con la vida y, sobre todo, con su padre. Se reveló y nunca quiso
aprender de verdad el oficio, conformándose con ser un mero ayudante de
ambos.
La verdad es que el taller estaba bien situado, justo a la salida de una
urbanización. Le tuvo que ir bien al principio, cuando los coches aún no
estaban informatizados, pero no se actualizó y el taller lo notó. Lo notó el
taller y lo notó el sueño de construir un Fórmula 1, que se quedó estancado
en la mente de Juan Manuel, empantanándola. Poco a poco le fue
cambiando el carácter. Un pensamiento se le iba amontonando en la cabeza
como las nubes de una tormenta, pero nadie, ni siquiera Merche, podía
imaginar que se disponía a prenderle fuego al taller para cobrar el seguro.
Fue condenado a dos años y medio de cárcel, de los cuales apenas cumplió
un año completo.
Gracias a abnegación de Mercedes, el taller salió adelante de nuevo, pero
las deudas ahora eran mayores que antes. A decir de Marco, la cárcel no
ayudó en nada a Juan Manuel. Desde entonces no fue nada fácil tratar con
él. Y además Juanma, su hijo, prácticamente no le hablaba.

186
Volvió a hacerlo. Él lo negó siempre. La primera vez sí fue él, confesó,
pero no la segunda: no sería capaz de hacerle eso a su familia. Pero los
peritos concluyeron que el fuego había sido intencionado y él siempre fue
el principal sospechoso. Le hallaron culpable. Esta vez iba a pasar un buen
tiempo en la cárcel. Imploró a la jueza en vano y, antes de ser sacado a
rastras de la sala, arrebató la pistola a un policía y se disparó en la cabeza.
El golpe fue demasiado duro para Merche, que se derrumbó. Fue entonces
cuando Marco, que también tiene una familia que mantener y el taller ha
sido siempre su medio de vida, dio un paso adelante: se hizo cargo de parte
de las deudas e insufló ánimos a Mercedes para que volviera a luchar.
Juanma también se puso las pilas desde entonces y entre todos continuaron
con el negocio.
Cuando yo llegué al taller, hacía unos cinco años que había pasado toda
esta historia. Por suerte, y al igual que ocurrió con Julián, fusionar nuestros
conocimientos dio sus frutos y el peso de las deudas se alivió un poco.

Mercedes tenía también (tiene, mejor dicho) una hija llamada Tamara. Yo
ya había pasado el ecuador de la década de los cuarenta cuando empecé a
trabajar con ellos y, en todo ese tiempo, nunca me sentí inquieto ni
amenazado por espíritus, luces amarillas ni brujería alguna. Todo aquello
se había quedado en el pueblo, enterrado junto a Andrea y la vida que dejé
atrás. Pero la primera vez que vi a Tamara entrar en el taller me puse en
alerta. Una vibración recorrió mi cuerpo, como si los músculos y las
articulaciones se desentumecieran para ponerse en guardia frente a un viejo
peligro al que ya no tiene la costumbre de enfrentarse. Yo estaba al fondo
del taller y ella apareció en la puerta. Mis ojos, acostumbrados a la
oscuridad del taller, no podían ver más que su silueta a contraluz, pero esa
silueta era la viva imagen de Úrsula: el mismo cuerpo se me presentaba
delante como un espectro que venía a perturbar mi vida anónima.

187
-¿Está mi madre? –preguntó la silueta.
La voz no era la de Úrsula. La racionalidad se agarró a esa certeza y me
sacudí un poco el terror, aunque la inquietud permanecía.
-¿A quién buscas? –pregunté yo desde la oscuridad.
-A mi madre, Merche.
<¡Ah! Es la hija de Merche.> pensé tranquilizándome. Yo sabía que tenía
una hija pero hasta entonces no la había visto. La chica era joven, veinte
años más joven que yo al menos. En ese momento me encontraba solo en el
taller, así que me acerqué a informarle amablemente y a presentarme. Si
bien me aproximé confiado en que la chica no era un fantasma del pasado
que venía a visitarme, cuando estuve lo suficientemente cerca para poder
apreciar sus rasgos me quedé paralizado al ver que llevaba el pelo teñido de
azul.
No sé qué pensaría entonces de mí Tamara. Me quedé boquiabierto y hablé
como un idiota. En realidad no se parecían en nada, ella y Úrsula, salvo en
que compartían el mismo fenotipo de cuerpo, pero la impresión que me
causó ver de nuevo el pelo azul me impidió actuar con normalidad.
Finalmente, ella entró en la oficina a buscar algo y yo me escondí en el
capó de un Mustang que estábamos poniendo a punto para el rodaje de un
anuncio, recuerdo.
Adelanto que nunca tuve ningún tipo de relación con la muchacha. Luego
de aquél primer encuentro me comporté normalmente con ella, aunque
tendiera a evitarla en lo posible. ¿Por qué cuento esto entonces? Pues lo
cuento porque Tamara quedó encinta. Ni que decir tiene que Merche se
volvió loca de contenta. Ya tenía edad de jubilarse cuando recibió la
noticia. La vida le sonrió y se le notaba derrochando un buen humor nunca
visto en ella: ya sabía qué iba a hacer el resto de su vida.

188
Cuando la chica estaba en el octavo mes de gestación tuve un sueño que se
me estuvo repitiendo varios días. En el sueño aparecía, flotando en un
espacio en blanco, una mujer joven que dormía tranquila en posición fetal,
girando lentamente como una galaxia. La chica tenía el pelo largo y lo
llevaba recogido en una trenza que le caía hasta la cintura. No era Tamara.
Ni Úrsula, ni Andrea. Dormía plácidamente, acompañada de un leve
movimiento cósmico y una suave sonrisa en los labios. Aparecía desnuda y
estaba embarazada. Yo, en el sueño, podía ver el interior de su barriga. De
su útero, mejor dicho. Y allí había un bebé que cada vez que se repetía el
sueño tenía un aspecto más grisáceo. Yo alargaba la mano para cogerlo,
pues comprendía, con la certeza fuera de lógica que caracteriza a los
sueños, que algo iba mal: había que agarrarlo y sacarlo de allí. El día que
agarré al feto lo único que había en mi mano era una flor marchita, una flor
de lis.
Tamara tuvo un aborto natural. La tragedia se instaló en la familia. El
entierro del no-nato fue absolutamente íntimo. Yo no pude dormir esa
noche. Desde entonces viví una inquietud que no he logrado superar sino
aquí, en el monasterio.
A los tres días del entierro tuve otro sueño. Volvió a aparecer la mujer que
flotaba como una galaxia, pero sin nada en su vientre esta vez. Su gesto ya
no era el de la placidez de antes sino que languidecía en una expresión de
tristeza. Yo sentía una gran pena. Una pena irremediable. Tanta que me
desperté llorando. Al día siguiente, en el taller, tuve un accidente. Un coche
suspendido en la grúa se desequilibró del lado derecho y cayó sobre un
costado. Yo estaba debajo, a la altura de la rueda izquierda, por lo que cayó
a mi lado con gran ruido. Salí ileso de milagro. Luego, más tarde,
volviendo a casa, no sé cómo me despisté y estuve a punto de ser
atropellado por un autobús urbano.

189
Llegué a casa más aturdido y nervioso de lo que hubiera querido admitir.
Saqué una botella de whisky y me puse a beber. La inquietud fue dando
paso a la paranoia. Tenía la certeza de que si cerraba los ojos vería de
nuevo a la mujer que presagió el aborto de Tamara. No quería dormir, pero
me emborraché lo suficiente como para caer rendido sin remedio. Al
despertar, lo primero que hice fue llamar al taller y decir que no iría a
trabajar. Luego me fui a la casa/taller de Julián, donde tenía intención de
pasar todo el día. Allí estaba él, trabajando; viejo e incansable. Su
capacidad de concentración era contagiosa. Me coloqué a su lado y perdí la
noción del tiempo centrado en la tarea. De repente me vino el cansancio
acumulado de no haber dormido bien y me recosté con gusto en un sofá
verde raido que probablemente fuera más viejo que el propio Julián. En
compañía de ese quijote de la chatarra me sentía tranquilo, y pude dormir
profundamente.

Volvió el sueño de la mujer sin vientre, pero esta vez no experimenté la


pena que me inundó anteriormente. En lugar de eso sentí un hormigueo en
lo que debían ser mis pies, aunque al mirar abajo lo que veía era un abismo.
Me entró el vértigo de los sueños y creí que me caía, pero la sensación de
caída libre se disipó al comprender que podía andar, que tenía pies
invisibles. Di un paso adelante y levanté la vista. Entonces me vi a las
afueras de la casa junto al río en que Andrea y yo vivimos; nuestra casa.
Miré mis pies de nuevo y ya no había abismo: tenía pies, y en uno de ellos,
el derecho, una serpiente se enroscaba amenazante. Me la intentaba sacudir
pero estaba bien agarrada… hasta que Julián me despertó. Dijo que llevaba
un rato dando patadas y moviéndome inquieto. Me incorporé y el viejo
canoso volvió al trabajo. En un momento dado me pidió que le acercara
una bobina de estaño. Como ya he dicho, el orden tenía prohibida la
entrada al taller de Julián, y en mi ausencia la victoria del caos volvía a ser

190
total. En aquellas estanterías se podía encontrar cualquier cosa en cualquier
parte y así encontré, junto a una bobina de estaño, una figurita de porcelana
que representaba una mujer cargando con un cesto de frutas a la altura de la
cadera. Aquella figurita era la misma imagen de la mujer que flotaba como
una galaxia en mis sueños. Incluso parecían coincidir las siluetas, si bien el
vientre de una era la cesta de la otra.
-¿De dónde has sacado esta figurita? –pregunté.
Se la acerqué junto con la bobina de estaño. Cogió la bobina, miró un
momento la figura y enseguida volvió a lo suyo.
-Ni idea muchacho, ya no recuerdo de donde salieron tantas cosas. Me
hago viejo, ¿sabes? Creo que debería ir dejando paso a la juventud, pero es
que no sé hacer otra cosa en la vida que soldar cables y creo que aunque ya
esté torpe aún no estoy preparado para la paz. Además, seguro que me
muero en cuanto lleve un mes sin hacer nada.
Yo miraba la figurita mientras me hablaba sin levantar la mirada de su
tarea. Calló un momento. La figura giraba entre mis dedos cuando dijo:
-Espera, creo que me acuerdo. Esa figura me la dio un…
De repente, tras un chispazo, se fue la luz y se oyó un golpe. Corrí a
restablecerla (no era la primera vez que ocurría) y encontré a Julián en el
suelo: la corriente lo había lanzado contra las estanterías. Estaba
inconsciente. Llamé a una ambulancia y lograron reanimarlo camino del
hospital, pero su corazón no pudo reencontrar el ritmo y murió.

Me sentí culpable. No sólo por Julián sino también por el nieto de


Mercedes. Me sentía tan culpable… Estaba seguro de haber sido yo quien
había llevado el Mal que me perseguía hasta aquellas buenas personas.
Hubo poca gente en el entierro del maestro, del que yo costeé los gastos.
En la iglesia, durante el sepelio, pensando en todas las cosas sin pensar en
nada en concreto, atrapado en un vaivén de imágenes y sentimientos, me

191
emocioné repentinamente con la idea de hacerme monje y retirarme a un
monasterio. Allí el Mal no me podría alcanzar, pensé, y entregaría los
últimos veinte años que quizá me quedaran de vida a rezar a Dios. La idea
me pareció tan agradable y necesaria, tan salvadora, que miré al Cristo que
gobernaba el mundo desde del ábside de aquella iglesia y le hice un gesto
de reconocimiento, atendiendo lo que creí fue su llamada. Me llamaba para
resguardarme, para salvarme, y mi corazón encontró paz en ese
pensamiento. No tuve ninguna duda de que lo haría. Dejaría atrás el
ruidoso mundo y vendría a un lugar como este. Al llegar a casa me puse a
informarme y vi varios monasterios retirados del mundanal ruido, justo lo
que buscaba. Pero Mercedes me preocupaba. ¿Cómo se lo tomaría en
aquellos momentos? Tenía que preparar el terreno, no podía irme sin más.
Determiné que intentaría buscar un aprendiz eficaz para dejarlo con ella y
su hijo en mi lugar. Todos estos pensamientos bullían con calma en mi
cabeza al acostarme. Digo con calma porque mi decisión de abandonar el
mundo seguía en firme, solo estaba siendo responsable con todo lo que
dejaba atrás.
Perdí el conocimiento rápidamente y en seguida volvió la imagen de la
mujer con el vientre vacío. Esta vez no daba sensación de giro sino que la
imagen tenía el aspecto de una pintura sobre la pared de una bóveda,
agrietada aquí y allá, seca. Yo mantuve la calma, queriendo ver lo que
sucedía siendo consciente de que todo era un sueño. Controlar un sueño
recurrente es como controlar un caballo. El sueño se va desvelando y a
cada paso las emociones nos dominan, nos lanzan de acá para allá hasta
hacernos despertar. Lo que ya se conoce se va controlando pero ante lo
nuevo hay que mantener un fino nivel de conciencia y no dejar que la
experiencia onírica te domine mientras, a la vez, no tienes más remedio que
dejarte llevar. Algo casi imposible.

192
El abismo ya no daba vértigo y a las serpientes simplemente las ignoré.
Justo antes de entrar en la casa tuve miedo de encontrar todos los cajones
abiertos como aquella vez, pero me repetí que todo era un sueño y abrí la
puerta. La casa estaba en orden y en silencio. Tenía que ir al salón, y sabía
que tenía que ir porque sentía en él una presencia terrorífica que no podía
ignorar. La puerta del salón entreabierta centraba toda mi atención. Nada
más asomarme tuve la impresión de que algo se escondía. Me mente perdía
la calma, me aceleraba, pero el recuerdo de Maga vino en mi auxilio. Pensé
que lo que se movía podía ser la gata blanca y, al instante, la maquinaria
secreta de los sueños hizo que Maga asomara los bigotes por debajo de la
mesa. Nada más ver a la gata supe que no era esa la presencia que me
inquietaba. Estuve atento a las cortinas, al rincón que el sofá ocultaba a mi
vista, y luego volví la espalda para abrir la puerta del pasillo que daba a
nuestro dormitorio, el cuarto de baño y el cuarto del niño. Al volver la
espalda, el terror a la presencia aumentó repentinamente porque notaba que
algo me iba a asaltar por detrás. Aterrorizado, me giré justo a tiempo de ver
cómo un ser diminuto de aspecto feroz y burlón, una especie de pequeño
mono demoníaco más parecido a una fiera que a un duende, un demonio
recubierto de pelo oscuro como una sombra y armado con garras y dientes
puntiagudos, saltó sobre mí para despertarme de la pesadilla.

Era noche cerrada aún. Por entre las persianas se filtraba la blanca luz de la
luna llena, que en aquél momento iluminaba un trozo de mi cama y la
mesita de noche. El despertador decía que eran las cinco menos cuarto o así
y, junto a él, la estatuilla de la frutera recogía la luz de luna en su cesto.
Tras mirarla un instante me comencé a extrañar, pues no recordaba haberla
colocado allí. Ni siquiera haberla cogido del taller de Julián. Pude
habérmela guardado en el bolsillo sin darme cuenta cuando la luz se
cortocircuitó. Luego estaba el tema del entierro y la llamada a la vida

193
monacal que había absorbido toda mi atención desde entonces. Sí, era
posible que la hubiera puesto allí, pero después de todo lo vivido yo ya no
concedía más razonamientos al Mal y me deshice de ella. La metí en una
bolsa y bajé directamente a la calle a tirarla a la basura. De vuelta a la cama
me santigüé y me acosté.
No dormí inmediatamente. Estuve un rato con los ojos abiertos en la
oscuridad. No pensaba en nada en concreto. De forma calmada, llegué a la
conclusión de que me había vuelto loco. La fe que tenía en terminar mis
últimos años de vida resguardado en un monasterio se quebró, y lo que
antes me parecía lo más acertado ahora se perfilaba como una locura que
estaba inauditamente dispuesto a hacer. Me sentí angustiado. De nuevo las
manifestaciones del mal me rodeaban. ¿Qué tendría que pasar ahora? Y si
no me pasaba nada a mí, ¿qué podría pasar a la gente que me rodea, visto
cómo han acabado Julián y la familia de Merche? Debía irme a un lugar
sagrado, solo allí me podrían ayudar. Me gustara o no, ese era mi destino.
Cuando se acabaron los pensamientos me acomodé para dormir, sin saber
que aún repetiría el sueño de la mujer de la estatuilla una vez más…

De nuevo el salón, sin Maga esta vez. Percibía la presencia del diablo
escondido tras las cortinas con toda mi conciencia. Sabía que en cuanto
girara para tomar rumbo al pasillo de las habitaciones la amenaza saltaría
sobre mi espalda. La clave, como siempre, no radicaba en detenerlo o
vencerle, sino en obviarlo, en permanecer impertérrito frente a las oleadas
de sentimientos sobre las que navegan los sueños. Así lo hice. Llegué a la
puerta y volví la espalda al peligro sin mirar atrás. El esperado ataque no
llegó, sino que me vi arrastrado al pasillo. El cuarto del niño estaba
cerrado, pero la luz del interior se filtraba amarilla por los cuatro bordes de
la puerta. La abrí y allí estaba Andrea, inclinada sobre la cuna, meciéndola.
Llevaba el pelo corto y daba la sensación de que lo tenía recién teñido de

194
un casi imperceptible tono azul marino. Al verla grité ¡Andrea, Andrea!
porque me parecía verla de verdad, ¡estaba allí de verdad! Ella se llevó un
dedo a la boca pidiendo silencio. Se agachó sobre la cuna, metió los brazos
y sacó de ella a un niño evidentemente muerto. A la par que lo sacaba de la
cuna todos los cajones y puertas de la habitación se abrieron
simultáneamente. Los miré, asustado, y cuando volví a mirar a Andrea ya
no estaba. Ni ella, ni el niño ni la habitación, sino que me encontraba en un
espacio negro, ante la presencia imponente de una enorme vela púrpura. La
llama brillaba con el ya familiar tono amarillo pero no me pareció
amenazante. Incluso tuve sensación de paz al contemplarla. La serpiente
que se enroscaba en mi pierna derecha se lanzó hacia la vela y la mordió,
inoculándole veneno. Repitió la operación dos veces más y yo comprendí
que así habían matado a Andrea, con una vela envenenada. La policía no
pudo probarlo pero era cierto. Veneno de serpiente. En cuanto comprendí,
la misma serpiente se giró hacia mí y tomó un tamaño descomunal,
amenazándome. En una fracción de segundo se lanzó contra mi cara y
desperté. Desperté de veras aunque no me lo pareciera al principio, pues al
abrir los ojos observé estupefacto decenas de pequeñas velas repartidas por
toda la habitación. Sobre la mesita, sobre las sillas, sobre el armario, por el
suelo… Por todas partes brillaba una lucecita pequeña como una gota de
mostaza iluminada. Cuando efectivamente me di cuenta de que todo era
real, el pavor y la desesperación se apoderaron de mí. Enloquecí.
-¡Qué quieres! ¡Qué quieres de mí! –grité. -¿¿Qué??
No recuerdo bien cómo salí de allí. Creo que me vestí con ropa sucia del
cuarto de baño, y debí coger de forma automática la cartera y el móvil,
pues los tengo. En el teléfono tenía apuntadas direcciones y algo de
información que había estado recogiendo horas antes. Me parece, no estoy
realmente seguro, que se provocó un incendio por las velas. Pero nada de
eso me importa ya. Ahora estoy aquí, en el monasterio, y no voy a volver

195
allí. Ni siquiera pasaré a despedirme de Merche y Marco. Les escribiré una
carta explicándome y disculpándome, pero está decidido: no saldré de aquí
más que para volver a casa, allí donde Andrea está enterrada.

No espero que esta historia sea leída por nadie aparte de algún monje
curioso. Debo una explicación a esta buena gente que ha permitido que
perturbe un poco su paz milenaria, así que aquí tienen, hermanos, la
historia que no podía contar. Sólo me queda daros las gracias y dejar por
escrito mi agradecimiento eterno por acogerme.

30 Conversación Y Final

Aún no me he ido. ¿Por qué? Porque estoy borracho. Me iré luego, cuando
caiga la tarde. Pero mientras se me pasan los efectos del alcohol quiero
transcribir la conversación que he tenido con el Guardián.

Me desperté temprano y fui directo a la torre. Allí me dijeron que el


Guardián no estaba, que ya había vuelto pero que en ese momento estaba
visitando a un hermano en su celda. Mi intención era ir a la celda del
hermano Francisco después de hablar con él para despedirme en persona
del chico, así que decidí adelantar la visita y luego regresaría. En la puerta
de su celda encontré a un hermano rezando. Me atendió diciendo que no
podía entrar, que el chico no se encontraba muy bien pero que no tenía de
qué preocuparme pues el Guardián estaba cuidando de él. Justo entonces se
abrió la puerta y por ella asomó la poblada barba del rector. Esperaba mi
visita, aunque probablemente no esperaba verme allí. Aún así no me dedicó
más de dos segundos de observación. Le dijo algo en latín al otro monje y

196
cerró. Éste me pidió que esperara afuera y entró en la celda. Poco después
salió el Guardián, quien me invitó con el brazo a que le siguiera por la
galería.
Caminamos en silencio. Yo no le eché más que un vistazo, pero el
cansancio que reflejaba su rostro era patente. Luego de andar la mitad de la
galería le dije que sólo quería agradecerle personalmente todo lo que
habían hecho por mí, pero que comprendía que debía de estar muy cansado
y no quería molestarle.
-No es molestia. –dijo. –Me vendrá bien hablar con usted, si puede
perdonar mi aspecto.
-Oh, no se preocupe. Pero si quiere descansar es perfectamente
comprensible, ya me informaron de que ha estado usted de viaje así que no
se obligue si no…
-Venga a mi despacho dentro de cinco minutos. No tarde más. –dijo
cortando mi discurso.

Cuando entré al despacho estaba todo a oscuras. La luz se filtraba con


cuentagotas a través de las cortinas y mis ojos tardaron en acostumbrarse a
la repentina penumbra.
-Siéntese, por favor. –dijo la voz de Guardián, que parecía estar al fondo de
la sala. –Disculpe usted tanta oscuridad, pero estoy demasiado cansado
como para soportar la luz del día.
Me guié por su voz hasta llegar a un sillón frente al escritorio.
-No se preocupe, ya se me están acostumbrando los ojos.
Se había quitado la sotana y llevaba una camisa y unos pantalones como
cualquier persona puede llevar. Inconfundiblemente, se estaba sirviendo
hielo en un vaso ancho y bajo. Dos copas, pues había otra preparada para
mí.
-Pruebe esto. –me dijo acercándome un vaso.

197
-¡Oh! no, gracias. Verá, salgo ahora de viaje y no debo…
-Cójalo. –me cortó de nuevo. –Lo que va usted a probar sabe igual desde
hace cuatrocientos años. A día de hoy se sigue elaborando con las mismas
hierbas, los mismos procedimientos y los mismos materiales. Es un poco de
la Edad Media que ha llegado hasta nuestros días. Pruébelo.
Lo probé y estaba realmente bueno.
-Nuestro Señor Jesucristo convirtió el agua en vino y nosotros hacemos lo
propio con las hierbas. –dijo recostándose plácidamente en su sillón. En
aquel momento comenzó a descansar.
Permanecimos un rato en silencio. Mis ojos disiparon las sombras y pude
ver a mi interlocutor perfectamente, recostado con el vaso bajo entre las
manos y la mirada lejana. La tupida barba le confería vigor, pero las
manchas de la piel en la frente y las manos nervudas mostraban a un
hombre de edad avanzada, al menos quince años mayor que yo, calculo. El
despacho era imponente. Una alfombra color púrpura ocupaba casi todo el
suelo. Desde el altísimo techo caían pesadas las cortinas, flanqueadas por
grandes estanterías de oscuros libros que cubrían las paredes. Todo olía a
madera y polvo. Yo tragaba el ambiente con los sorbos del licor.
Curiosamente, observé que no había ni una cruz en toda la estancia.
-Quería agradecerle todo lo que han hecho por mí aquí, señor. He
encontrado una paz que necesitaba y estaré siempre en deuda con esta
congregación. –comencé a decir tratando de no interrumpir el descanso del
Guardián. –Creo, sin embargo, que no voy a tomar los hábitos, como
pretendía al llegar aquí, aunque imagino que eso ya lo supone usted. Tenían
razón cuando me decían que debía serenarme antes de tomar una decisión
como esa. Ciertamente es una decisión que no debe tomarse a la ligera o
por impulsos. Pero he disfrutado mucho de mi estancia aquí, se lo aseguro.
Ha sido una experiencia necesaria que recomendaría a cualquier ser
humano, llevan ustedes aquí un estilo de vida envidiable en el buen sentido.

198
-La envidia es un pecado capital en cualquier sentido. –sentenció el
Guardián. –Pero no crea que no le comprendo: yo no he sido siempre fraile,
¿sabe? –asentí en la oscuridad y dejé que continuara a su ritmo. –Yo antes
era psiquiatra, aunque hace tanto de eso que cuando lo pienso me parece
tener los recuerdos de otra persona.
Me intrigó su historia personal, pero no quise indagar en ella. Al contrario,
preferí confesar la mía:
-Yo creí oír la llamada en el entierro de un amigo. Lo creí de veras. Pero
ahora comprendo que puede que no fuera más que un fuerte deseo de
escapar. Por cierto, no sé si está al corriente de que durante este tiempo he
estado escribiendo… bueno, un poco sobre mi vida y todo lo que en
definitiva me ha podido traer hasta aquí. No pude explicarme con palabras
y, gracias al consejo del hermano Francisco de que me pusiera a escribir, he
podido hacerlo mediante la escritura. Ha sido catártico, se lo aseguro.
-¿El hermano Francisco dice? –el dato llamó su atención.
-Sí, él me aconsejó escribir lo que no podía decir. Por cierto, ese chico ¿se
encuentra bien? –pregunté.
-No, ahora mismo no. Pero lo hará. No se preocupe usted. ¿Otra copa?
-Oh, no, gracias. Como le digo, salgo ahora de viaje…
-Deme su vaso, haga el favor. Tengo insomnio, ¿sabe? Lo he tenido toda la
vida, pero pensaba que llegando a esta edad dormiría a cualquier hora como
hacen los viejos. Llevo toda la noche despierto, pero aún así no podré
dormir sin la ayuda de una buena dosis de este elixir. –dijo volviéndose
hacia el mueble-bar.
-¿Qué le ocurre al hermano Francisco? Lleva varios días comportándose de
un modo extraño, y además no tiene muy buen aspecto.
El Guardián me escuchaba mientras llenaba las copas en la oscuridad.
-El hermano Francisco está en buenas manos, soy médico psiquiatra, como
le digo. O lo era, mejor dicho. ¿Sabe qué soy ahora? –guardé silencio. –Soy

199
exorcista. Exorcista oficial del Vaticano. Llevo… treinta años
enfrentándome al Diablo. –hizo la cuenta mental mientras se sentaba de
nuevo y soltó la frase con un suspiro de impotencia. Luego continuó
diciendo: -Por ahora Francisco sólo está un poco alterado, y quizás un poco
psicótico. Todo ese asunto de los votos perpetuos le ha causado un estrés al
que no está acostumbrado. Hasta el momento, ese debe ser mi diagnóstico.
Bebió un sorbo del vaso recién llenado. Yo hice lo propio. Ahora que se me
había revelado como exorcista, la figura de aquél hombre en su sillón,
rodeado de penumbra, me causó una gran impresión que avivó los efectos
del licor y viceversa.
-Me deja usted de piedra. –confesé.
-Decía usted antes que había oído La Llamada, ¿verdad? La Llamada de
Cristo. Hay pastillas para eso. Le confieso que yo nunca la he oído. No me
hice sacerdote por Cristo sino por Lucifer.
Volvió a sumirse en el mutismo, puede que sopesando si hablar de ese tema
conmigo o no. Pero entonces volvió a preguntar:
-¿Cree usted en el Diablo? En Dios ya sé que sí, le ha oído incluso pero,
¿ha oído al Diablo?
-Ciertamente sí, señor. –confesé con sinceridad. El Guardián examinaba mi
rostro y, mirándome fijamente, inquirió:
-¿Ha visto usted algo extraño aquí, en el monasterio? Algo… fuera de lo
corriente…
Me sobresalté un poco. Toda mi estancia en el monasterio no ha sido más
que paz, tranquilidad y trabajo a excepción de lo ocurrido hace tres días,
cuando creí percibir el mismo mal olor sobre el que he estado escribiendo.
-No… para nada. Todo aquí ha sido un retiro soñado.
Mi respuesta pareció relajarlo. Volvió a descansar la mirada en la oscuridad
y a paladear el sabor de la Edad Media.

200
-Esa historia que ha escrito trata sobre el Diablo, ¿verdad? Sobre el
Maligno. –dijo.
-Así es. Eso creo yo. –decir esas palabras supusieron para mí una
liberación. La liberación completa que surge de la palabra dicha, de la
aceptación y la confesión. Al menos eso sentí. El exorcista se limitó a
cabecear levemente para continuar diciendo:
-Yo creo que el Diablo creó el Mundo. Después nos dejó pensar que fue
Dios Todopoderoso quien lo hizo para poder campar a sus anchas. No sé si
usted ha estado alguna vez en África. Yo he estado, en varios países. Lo
peor del mundo pasa en África. Allí te convences de que este es el Reino de
Lucifer.
Paró de nuevo para beber.
-¿Le envió el Vaticano? –pregunté.
-Indirectamente sí. Fui allí siguiendo a mi maestro, Pietro Lasca. Era un
hombre sabio, de una fe inquebrantable. Yo sólo soy práctico, eficiente. Un
buen médico. No tengo la sabiduría de la Naturaleza que tenía Pietro, ni su
misma fe en Cristo Redentor. Mi problema es que nunca he sabido
conjugar bien el lado poético de las cosas, como él hacía. Soy demasiado
analítico, incapaz de ver la forma última de las cosas. Mi maestro, que en
paz descanse, me enseñó que el Mal anida en la Naturaleza porque el
Universo todo es obra del Diablo, pero que también existe Dios y este es
mucho más poderoso que el Maligno. Hay plantas, piedras, animales,
minerales e incluso vientos que traen consigo al Mal o le pueden invocar,
porque éste es su Reino. A Dios sólo se le puede llamar a través de la fe.
¿Conoce usted el halo lunar? –no esperó a que le respondiera. –Es un anillo
de luz que se forma alrededor de la Luna cuando se dan las circunstancias
adecuadas. Un fenómeno natural sin más, ¿verdad? Pues Pietro estaba
convencido de que cada vez que se forma un halo lunar se abre una puerta
cósmica para que el Mal se manifieste a plena potencia, aunque por un

201
breve espacio de tiempo. Pero yo soy médico, o al menos lo era. Mi
formación científica siempre me ha hecho desconfiar de esa palabrería
sobre significados ocultos en las piedras o en la Luna.
Yo era todo oídos. No podía dar crédito a lo me estaba contando y me
daban ganas de contárselo todo de repente, pero me mantuve en silencio
con el vaso en la mano.
-Pero tengo que creer en Cristo, tengo que hacerlo porque le he visto
actuar, le he visto expulsar al Demonio para siempre. –la frase sonó como
si el viejo exorcista hubiera expresado en voz alta un pensamiento que debe
de repetírsele a menudo en su cabeza.
-¿Por qué dejó la psiquiatría? Si me permite la pregunta.
-Ya se lo he dicho: por Lucifer. Verá, ¿sabe que hay gente que se cree
Jesucristo? Es un trastorno de la personalidad que puede curarse. De la
misma manera, hay quien cree que es Satanás. Resumiendo: hace muchos
años di con un paciente que resultó ser verdaderamente Satanás. Quiero
decir que estaba poseído, realmente poseído. Desde la medicina no
pudimos hacer nada, todos los esfuerzos fueron en vano. El poseído, un
hombre de unos cuarenta y ocho años que acababa de divorciarse, no
dejaba de pedir que le llevaran a un cura para divertirse con él, y así conocí
al Padre Pietro. Le expulsó. El Bien triunfó sobre el Mal en esa batalla. Yo
quedé tan impresionado que pedí permiso a Pietro para acompañarle y
observarle en sus luchas. Vi muchos casos tratables médicamente en los
que el efecto placebo del exorcismo surtía su efecto, pero en otros casos…
allí sólo estaba el Mal haciendo sufrir a gente inocente.
Volviendo a resumir: me alisté en las filas del batallón de Cristo y desde
entonces he recorrido medio mundo tratando de invocar al Bien en la
batalla contra el Mal.
-Supongo que se ha retirado usted ya. ¿No tiene discípulos?

202
-Eso creía yo, que me había retirado. Pero me han mandado aquí para hacer
un servicio, no para descansar. Aunque al menos no tengo que lidiar con el
calor africano.
-¿Aquí? ¿Acaso no es este un lugar sagrado? –pregunté con cierta
excitación.
-Lo más probable es que no sea nada. La soledad suele causar efectos sobre
las personas, ya sean monjes o contables. El Vaticano tiene mucha
documentación acumulada a lo largo de la historia en que se narran
posesiones demoníacas de miembros de una y otra congregación, así como
testimonios de gente piadosa que dice haber visto al Diablo o, como les
gustar decir a los parapsicólogos, actividad paranormal en los monasterios.
Cosas, la mayoría, que tienen explicación científica hoy día, pero que no la
tenían hace quinientos ni trescientos ni doscientos años. Por ejemplo, no
hace mucho sucedió un caso de alucinación colectiva en una hermandad
italiana. Los monjes afirmaban haber visto sillas que se movían solas,
ventanas que se abrían de repente y crucifijos que aparecían boca abajo o
tirados en el suelo. Usted asegura que no ha visto nada de eso aquí,
¿verdad? –negué con la cabeza. –Bien, más a mi favor. El problema es que
los monjes son peculiares: si creen ver al Diablo se ponen histéricos y
entran en una espiral de rezos, ayunos y castigos para mortificar la carne,
cuando lo que hay que hacer es mantener la calma, la fe en Cristo y la
salud. Alimentarse bien. Pero hay que estar pendientes de ellos pues
enseguida se buscan las mañas para hacerse látigos y otros instrumentos
con que flagelarse y hacerse daño. No ven que esas mortificaciones
complacen a Satanás tanto como una violación. Ser el que más ayuna, el
más latigazos se da, llegar a perder la conciencia a base de rezar horas y
horas sin descanso… todo eso es también vanidad, la vanidad de querer ser
más santo que los demás. El más santo. Es por eso que estoy aquí, para
mantener la cordura entre mis hermanos.

203
-Ahora que dice esto… creo que entiendo de otra manera el discurso que
dio el hermano Francisco durante su ceremonia de toma de votos.
-Deme su vaso, le pondré otra copa.
Me lo pensé durante un segundo, pero estaba claro que ya no podía rehusar.
-¡Qué demonios! –dije. El Guardián rió por lo bajo y en seguida estábamos
de nuevo servidos. Afuera el sol debía arder a plena potencia matutina,
pero no para nosotros.
-¿Comprende lo que le digo? –retomó.
-Sí, creo que sí. No sé si está usted al corriente de que yo ayudé al hermano
Francisco con su discurso. Estaba muy nervioso e inseguro y me pidió que
le ayudara a organizarlo. Pero la temática fue toda cosa suya, yo no sé nada
de asuntos monacales. En cierto modo, reinventó lo que habíamos
preparado durante su intervención. Yo me sabía el discurso, pero él lo
adornó con improvisaciones y, sobre todo, con una energía repentina que lo
transformó en un discurso nuevo de arriba a abajo. Si le soy sincero,
observé que a usted, al contrario que a la mayoría de la congregación, no le
gustó lo que vio y oyó. Ahora le entiendo.
-Así es, no me gustó. Y mis temores respecto del chico van en aumento
desde entonces. Esta madrugada, al llegar de un viaje que he tenido que
hacer, me encontré con la noticia de que Francisco, nadie sabe cómo, se
había hecho con un cuchillo. Tiene cortes en los brazos, las piernas y la
cabeza. Cuando lo descubrieron estaba en éxtasis, tratando de marcarse un
pentagrama en el pecho, aunque él asegura que quería hacerse una cruz.
Está en buenas manos, no se preocupe, pero como comprenderá, no va a
poder despedirse de él si piensa marcharse hoy.
-Comprendo. –dije, y me quedé en silencio pensando en el pobre chico.
Luego volví a hablar: -Es muy joven, mucho más que el resto de la
congregación. ¿Sabe usted qué le llevó a querer dedicarse a Dios? Yo no le

204
he querido preguntar, entiendo por experiencia propia que es una decisión
íntima y lo respeto.
-Hay mucha gente joven que siente el impulso de servir a Dios y se acerca
a monasterios y seminarios. Todos empiezan los estudios y prueban lo que
es la vida que creen querer elegir. El choque entre la realidad y el deseo
suele terminar la mayoría de las veces con el abandono, aunque no siempre.
El momento definitivo llega con los votos perpetuos. Es una decisión muy
importante que puede pesar más de lo que uno cree, sobre todo siendo tan
joven.
-Entonces, ¿cuánto tiempo lleva aquí Francisco? ¿Tres, cuatro años? Ahora
debe de tener poco más de veinte, ¿no?
El Guardián me miró inquisitorialmente, con un brillo en los ojos que
traspasaba la oscuridad, sopesando si debía hablar o no. Dio un trago y
luego dijo:
-Creo que puedo confiar en usted. –me lanzó. Entendí que no debía hablar
nada de lo que iba a oír. Incluso de lo que ya había oído. Asentí, dando a
entender que mis labios estaban sellados. –Verá, según me han informado,
el hermano Francisco siempre ha vivido aquí. –no reaccioné a esas palabras
inmediatamente, pues no las comprendí en un primer momento. No sabía a
qué se refería. –Cuando el joven no era más que un bebé de pocos meses,
alguien siguió la vieja costumbre de abandonar niños a la entrada de un
convento, una iglesia o un monasterio. Lo dejaron en la puerta y
desaparecieron. El por qué no se avisó a la policía es algo que compete al
Vaticano responder, pues me consta que se les notificó. Pero ya sabe lo que
suele decir la Iglesia: nosotros estamos aquí antes de que estuvieran las
instituciones democráticas, por lo tanto nos arrogamos el derecho de actuar
al margen de ellas. Criaron al chico y lo educaron para ser monje. A nadie
puede extrañar que haya tomado los votos perpetuos, ¿verdad?

205
Una inquietud, una amarga intuición, me subió desde la boca del estómago
hasta encogerme el corazón. Bebí un trago del brebaje de hierbas antes de
preguntar:
-¿Lo dejaron en una cesta? ¿Se sabe quién lo dejó o si dejaron alguna nota
explicativa? –creo que me temblaba la mano y el Guardián se dio cuenta.
-No, no había ninguna nota. –dijo observándome. –Y tampoco lo dejaron
en una cesta sino en una bolsa de deportes, un macuto grande.
Tiré mi vaso al suelo o se me cayó. Me agaché a recogerlo pero mi
acompañante me detuvo.
-Déjelo, hijo. Puede cortarse con tan poca luz. –dijo con razón. –Parece que
la noticia le ha impresionado. ¿Otra copa?
Se la acepté mientras trataba de calmarme y recomponerme. Una vez
servidos, el Guardián permaneció en silencio esperando a que hablara.
-Lo lamento. –dije. –Señor, creo que debería usted leer el manuscrito que
voy a dejar aquí en el monasterio. Pensaba dejarlo directamente en la
biblioteca pero creo que mejor se lo voy a entregar a usted para que decida
qué hacer con él o cuál es si sitio. Debe leerlo. –pronuncié esas palabras
mirándolo fijamente. El anciano comprendió.
-De acuerdo. Lo haré. Usted siga su camino en paz y déjeme a mí los
asuntos de este monasterio. Sea lo que sea lo que haya encontrado entre
estos muros, déjelo aquí y llévese tan sólo su alma reconfortada.
Tras un silencio en el que cada uno pensó para sus adentros, mi anfitrión se
levantó y se acercó a un mueble. Estaba tan oscuro que no podía ver qué
hacía. Al volver puso sobre la mesa, delante de mí, una figura que supe
reconocer en segundos: era la misma imagen que encontré en el taller de
Julián, la misma que había tirado a la basura la noche en que vine aquí.
Quedé estupefacto e intrigado.
-Cójala. –me dijo. –Y guárdela. No sé hasta qué punto cree usted en
talismanes o imágenes protectoras, pero guarde ésta.

206
-¿Quién es? –pregunté.
-Es una figura pagana, la Diosa Madre. La Virgen María para los católicos,
pero esta figura en concreto es pagana. Es la Diosa Madre, sobre la que
descansa todo, tanto el Bien como el Mal. Al igual que la Tierra soporta las
pisadas de todos los hombres ya sean buenos o malos, a la Diosa Madre se
la considera anterior a toda lucha entre dioses y diablos. Pero no haga
especial caso a las mitologías, lo que de verdad importa es que, en efecto,
tiene propiedades protectoras con todo aquél que la tiene cerca. Si mis
superiores me oyeran hablar así creo que me excomulgarían, pero claro,
ellos no han visto lo que yo he visto. En todas partes, en todas las
religiones, hay objetos de poder tanto para el mal como para el bien, y esta
figurita, aunque ahora no lo crea, protege.
-Le creo, le creo, por supuesto. –la tomé entre mis dedos, pensando en el
error que cometí tirándola a la basura. –La guardaré cerca de mí, se lo
aseguro. Gracias. Muchas gracias.

Con la cuarta copa el Guardián entró en un sopor rayano con el sueño. No


quise molestarlo más, aunque me hubiera quedado escuchando a aquél
hombre sabio una semana más. Me dio las gracias por la charla, rara vez
tenía la oportunidad de compartir el licor como en aquella ocasión.
Al salir del despacho la luz del día me sentó tan mal como le podría sentar
a un vampiro. Vine a resguardarme en mi celda y, como dije al principio, a
esperar que se me pasara el efecto del alcohol medieval. Dejo en manos de
mi interlocutor la decisión sobre si este último capítulo debe o no ser leído
por los demás hermanos, presentes o futuros. A mí ya sólo me queda salir
de aquí.

207

También podría gustarte