Ensayos Sobre El Mundo Del Hampa - Varlam Shalamov
Ensayos Sobre El Mundo Del Hampa - Varlam Shalamov
Ensayos Sobre El Mundo Del Hampa - Varlam Shalamov
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Varlam Shalámov
ePub r1.0
mandius 24.12.2018
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Título original: Колымские рассказы
Varlam Shalámov, 2017
Traducción: Ricardo San Vicente
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�Ensayos sobre el mundo del hampa
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Sobre un error de la literatura
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Los «caseros», «destrozadores», «farmasones»[2], «carteristas»: estas eran las
principales categorías de la sociedad de los «urkas» o «urkaganes», como se
denominan a sí mismos los hampones. El término «mundo del hampa» tiene un
significado preciso. Chorizo, urka, urkagán, hombre, hampón, todos son sinónimos.
Dostoyevski no se los encontró en su presidio y si se los hubiera encontrado tal vez
nos habríamos visto privados de las mejores páginas de aquel libro: las aseveraciones
sobre la fe en el hombre, las afirmaciones sobre que el principio de la bondad es
inherente a la naturaleza humana. Pero Dostoyevski no se cruzó con ellos. Los
personajes carcelarios de los Apuntes de la Casa Muerta son seres tan casuales en el
mundo del delito como lo había sido el propio Aleksandr Petróvich Goriánchikov. ¿O
acaso robarse unos a otros, por ejemplo —hechos en los que Dostoyevski se detiene
varias veces, subrayándolos especialmente—, es posible en el mundo del hampa? Allí
lo que impera es el saqueo de los «fraier»[3], el reparto del botín, el jugar a las cartas
y el consiguiente correr del botín de mano en mano entre los amos-hampones,
dependiendo de que se gane o se pierda al stos o la burá. En la «Casa Muerta», Gazin
vende alcohol y lo mismo hacen otros «taberneros». En cambio, los hampones le
hubieran arrebatado el alcohol al instante a Gazin y su negocio no hubiera tenido
tiempo ni de levantar el vuelo.
Según la vieja «ley», el hampón no debe trabajar en los centros de reclusión, los
«fraier» deben hacerlo por él. Los Miásnikov y los Varlámov hubieran recibido en el
mundo del hampa el mote denigrante de «cargadores del Volga». Todos estos «huesos
rotos» (soldados), «sopladlas», «maridos de Akulka», todo esto no es el mundo de los
delincuentes profesionales, no es el mundo de los hampones. Son simplemente gente
que se han dado de bruces con la cara negativa de la ley, que se han cruzado por azar
con ella y que, sumidos en la oscuridad, han sobrepasado Dios sabe qué límite, como
fue el caso de Akim Akímovich, el típico «bultillo». En cambio el mundo del hampa
es un mundo donde reina una ley especial, un mundo en eterna lucha con aquel cuyos
representantes son Akim Akímovich y Petrov, junto con el mayor de «ocho ojos»[4].
El mayor está incluso más cerca de los hampones. Es un jefe que para sí quisieran
muchos, con él las cosas son sencillas, como lo son con un representante de la ley; a
mayores como este cualquier hampón les llenará los oídos de frases sobre la justicia,
el honor y demás materias de alto vuelo. Se los están camelando hace ya varios
siglos. El ingenuo mayor, de cara picada, es su enemigo declarado, mientras que los
Akim Akímovich y Petrov son sus víctimas.
En ninguna de las novelas de Dostoyevski se representa a hampones; Dostoyevski
no los conoció, y si los vio y supo de ellos, como artista les dio la espalda.
Tolstói no tiene ningún retrato digno de mención de este género de personas, ni
siquiera en Resurrección, donde los rasgos externos e ilustrativos de los personajes se
muestran de tal modo que el escritor no debe responder por ellos.
También Chéjov se topó con este mundo. Algo pasó en su viaje a Sajalín que le
cambió su escritura. En varias cartas posteriores a Sajalín, Chéjov señala a las claras
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que después de aquel viaje todo lo escrito hasta entonces le parecen bobadas indignas
de un escritor ruso. Al igual que en los Apuntes de la Casa Muerta, en la Isla de
Sajalín la ignominia apabullante y corruptora de los lugares de reclusión destruye y
no puede dejar de destruir todo lo puro y bueno de los hombres. El mundo del hampa
horroriza al escritor. Chéjov adivina en él al acumulador principal de la ignominia,
como si se tratara de cierto reactor atómico que regenera por sí mismo el combustible
que necesita. Pero Chéjov solo pudo mostrarse alarmado, sonreír con gesto de tristeza
e indicar con ademán suave pero insistente la existencia de este mundo. También lo
conocía por Victor Hugo. En Sajalín estuvo demasiado poco tiempo y no tuvo el
valor de aportar este material a sus obras antes de su muerte.
Se diría que la dimensión biográfica de la obra de Gorki debía de haberle dado
motivos para mostrar de manera veraz y crítica el mundo del hampa. Chelkash[5] es
sin duda un hampón. Pero este ladrón reincidente se muestra en el relato con la
misma fidelidad obligadamente embustera que los personajes de Los miserables. Se
puede interpretar el personaje de Gavrila no solo, claro está, como el símbolo del
alma campesina. Es un discípulo —admitamos que casual, pero necesario— del
«urkagán» Chelkash. Un discípulo que tal vez mañana se convertirá en un «guripa
echado a perder», o bien subirá un peldaño en la escala que conduce al mundo del
crimen. Pues, como decía un filósofo del hampa, «nadie nace ladrón, el ladrón se
hace». En Chelkash, Gorki, que se encuentra con el mundo criminal en su juventud,
tan solo se limita a pagar el precio de mostrar un entusiasmo ignorante hacia las
reflexiones y el coraje aparentemente libres de este grupo social.
Vaska Pépel (Bajos fondos) es un hampón más que dudoso. Al igual que
Chelkash, el autor lo envuelve en un aura de romanticismo y grandeza, pero no lo
desenmascara. Algunos rasgos externos, auténticos, de este personaje, la manifiesta
simpatía del autor hacia él, dan lugar a que Pépel sirva a una mala causa.
Así son los intentos de Gorki de representar el mundo del crimen. Tampoco él lo
conocía; al parecer no trató de verdad con los hampones, porque, en general, no
resulta una tarea fácil para el escritor. El del hampa es un mundo cerrado, aunque no
sea una orden demasiado conspirativa, y a los extraños no los dejan entrar en él para
que lo estudien y lo observen. Ningún hampón hablará sin tapujos ni con el Gorki
vagabundo ni con el Gorki escritor, pues este es para aquel, en primer lugar, un
«fraier», un bulto, un extraño.
En los años veinte la literatura se vio poseída por la moda de los atracadores.
Benia Krik[6] de Bábel, El ladrón de Leónov, Motke Malkhaloves de Selvinski, Vaska
Svist, encuadernado de Vera Ínber, El final de Khaza de Kaverin y finalmente el
pícaro Ostap Bénder[7] de Ilf y Petrov… Se diría que todos los escritores han
sucumbido al frívolo encanto, a la repentina demanda del romanticismo criminal. La
incontenible poetización de los delincuentes se hacía pasar por una «corriente fresca»
en la literatura y sedujo a muchas plumas literarias expertas. A pesar de que todos los
autores de obras sobre el tema mencionados —como también todos los no
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mencionados— comprendían muy poco el meollo de la cuestión, esas obras tuvieron
éxito entre los lectores y por lo mismo hicieron mucho daño.
Lo que siguió fue aún peor. Se inició un largo período de fascinación por la tan
manoseada «reconversión», ese mismo «picar en el hierro aún caliente» del que tanto
se reían los hampones y sobre el que no se cansan de hacerlo hasta el día de hoy. Se
inauguraron las Comunas de Bólshevo y de Liúbertsi, 120 escritores escribieron un
libro colectivo sobre el canal «Mar Blanco-Báltico»[8]. El libro se publicó según una
maqueta extraordinariamente parecida a la de los Evangelios ilustrados. La guinda
literaria de este período fue Los aristócratas de Pogodin, en la que el dramaturgo
repetía por milésima vez el viejo error, sin pararse a pensar ni siquiera un minuto en
las personas de carne y hueso que en la más cruda vida real interpretaron aquel nada
complicado espectáculo ante los ojos del ingenuo escritor.
Muchos fueron los libros y películas creados, las obras de teatro puestas en
escena sobre el tema de la reeducación de los hombres del mundo criminal. ¡Por
desgracia!
Desde los tiempos de Gutenberg y hasta hoy en día, el mundo del hampa sigue
siendo un libro cerrado bajo siete candados tanto para los escritores como para los
lectores. Los escritores que se interesaban por el tema resolvían este serísimo
problema de manera frívola, viéndose atraídos y engañados por los reflejos
fosforescentes del hampa, adornándola con una máscara romántica y, por lo mismo,
reforzando en el lector la imagen del todo falsa sobre este mundo pérfido, repugnante,
que nada tiene que ver con el humano.
Los tejemanejes en torno a las diversas «reconversiones» ha permitido dar un
respiro a muchos miles de delincuentes profesionales y ha salvado a los hampones.
¿Qué es pues el mundo del crimen?
[1959]
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Sangre de ladrón
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Justamente estos ladrones de casta son los que forman el núcleo dirigente del
mundo del hampa y son precisamente ellos quienes llevan las voz cantante en todas
las deliberaciones, en los «arreglos», en los «juicios de honor» entre hampones, que
constituyen la condición necesaria y decisiva en esta vida subterránea.
Durante la época de la llamada «deskulakización»[9], el mundo del hampa se
extendió considerablemente. Sus filas se multiplicaron a cuenta de los hijos de
quienes fueron declarados «kulaks». El exterminio de los campesinos
«deskulakizados» engrosó las filas del mundo criminal. Sin embargo, nunca ni en
parte alguna ninguno de los ex «deskulakizados» desempeñó un papel destacado en el
mundo del crimen.
Robaban mejor que nadie, participaban en las parrandas y jaranas armando más
bullicio que nadie, cantaban canciones del hampa, juraban gritando más que nadie,
blasfemaban por cuatro superando a todos los hampones en esta ciencia sutil e
importante de la grosería, imitaban con toda exactitud a los hampones, pero no
dejaban de ser solo imitadores, solo sus seguidores.
Esta gente no tenía acceso al corazón del mundo del hampa. Aquellas raras
excepciones que habían destacado especialmente, no por sus «heroicas hazañas»
durante los atracos, sino por haber asimilado bien las reglas del hampa, a veces
participaban en los «ajustes de cuentas» entre las altas esferas del crimen. Aunque,
por desgracia, no sabían qué decir en estos «ajustes». Ante cada conflicto —y todo
hampón era un tipo harto histérico—, a los extraños se les recordaban sus orígenes.
—¡Eres un gusano![10] ¡Y aún abres el pico! ¡No eres nadie! ¡Un cargador del
Volga y no un ladrón! ¡Lo que eres es un auténtico pardillo!
Un «gusano» es un «podrido fraier», un pringado que ha dejado de ser un
«fraier», pero que aún no alcanza la condición de hampón («Todavía no es un pájaro,
pero ya no es un cuadrúpedo», como decía Paganel en la novela de Julio Verne). Y el
«gusano» soporta con paciencia los insultos. Los «gusanos» no son, claro está, los
conservadores de las tradiciones del mundo criminal.
Para ser un «buen» hampón, un ladrón de verdad, hay que nacer ladrón. Solo
aquel que está relacionado con el mundo del hampa y, por más señas, con «buenos y
conocidos ladrones», quien ha dominado a la perfección la ancestral ciencia de la
cárcel, de los robos y la formación del buen chorizo, es quien está capacitado para
resolver los importantes problemas de la vida criminal.
Por mucho que seas un atracador famoso, por grande que sea la suerte que te
acompañe, siempre seguirás siendo un solitario extraño, un individuo de segunda
clase entre los ladrones de pura cepa. No basta con robar, hay que pertenecer a esta
orden, y esto no se consigue solo con robar, solo con matar. No todo «peso pesado»,
ni mucho menos, no todo asesino, solo por ser un atracador y un asesino, puede
ocupar un lugar de honor entre los hampones. Ellos tienen sus custodios de la
limpieza de las buenas costumbres, y los secretos más relevantes del hampa, los
relativos a la elaboración de las leyes comunes de este mundo (que, como la vida, van
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cambiando), la creación del nuevo lenguaje del hampa, la jerga del crimen, es solo
cosa de la élite del hampa, formada por los hampones de raza, aunque algunos de
estos sean simples rateros.
Y el mundo del hampa tendrá más en cuenta la opinión incluso de un joven
muchacho (hijo o hermano de un hampón conocido) que las consideraciones de un
«gusano», no importa que este sea un Iliá Múromets[11] en el arte del atraco.
También a las «marianas» —las mujeres del hampa— las dividirán según la
celebridad de su amo… Y serán las primeras las que tienen «sangre azul», y las de los
«gusanos», quienes ocupen el último lugar.
Los hampones se preocupan mucho de preparar su relevo, de formar a unos
continuadores «dignos» de su causa.
La terrible capa de pacotilla del romanticismo del crimen atrae con su brillante
resplandor de mascarada a los jóvenes y adolescentes para intoxicarlos para siempre
con su veneno.
Este falso resplandor de unos abalorios que tratan de parecer diamantes se repite
en los mil espejos de la ficción literaria.
Se puede decir que la literatura, en lugar de condenar el mundo del hampa, ha
hecho lo contrario: ha preparado el terreno para que florezcan venenosos brotes en el
alma inexperta e inmadura de la juventud.
El joven se ve incapaz de aclararse a primera vista y descubrir el verdadero rostro
de los «urkas», y luego ya es tarde; se convierte en su cómplice, toma contacto con
ellos, por insignificante que este sea, queda marcado también por la sociedad y se ve
atado a sus nuevos compañeros de por vida, hasta la muerte.
También es relevante el hecho de que en él mismo ya se empieza a acumular un
rencor personal, surgen sus cuentas pendientes con el Estado y sus representantes. Le
parece que sus pasiones, sus intereses personales entran en un conflicto irresoluble
con la sociedad, con el Estado. Le parece que paga un precio demasiado alto por sus
«deslices», hechos que el Estado no califica de deslices sino de delitos.
Le atrae también la eterna llamada de los jóvenes hacia la «capa y espada», hacia
el juego misterioso, y aquí el «juego» no es de broma, sino algo vivo y sangriento,
incomparable por su tensión psicológica con los vegetarianos «Discípulos de Jesús» o
Timury sus compañeros[12]. Hacer el mal es mucho más atractivo que hacer el bien.
Cuando un muchacho ingresa con el corazón alborotado en este criminal mundo
clandestino, ve a su lado a gente a quien sus padres temen. Ve su aparente
independencia, su falsa libertad. Toma por verdaderas sus mentiras y fanfarronadas.
En los hampones ve personas que desafían a la sociedad. En lugar de la nada fácil
tarea de conseguir el duro sustento, el joven ve la «generosidad» del ladrón, que tira
«a manos llenas» los billetes conseguidos tras un buen golpe. Ve como el ladrón bebe
y disfruta, y estos cuadros de su desenfreno no asustan ni mucho menos al joven.
Compara el trabajo tedioso, diario y humilde del padre y la madre con el «trabajo» de
los hampones, para el que, según parece, solo hace falta ser valiente… El muchacho
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no se para a pensar en cuánto esfuerzo ajeno y cuánta sangre humana ha robado y
ahora gasta sin medida este héroe suyo. Aquí siempre están presentes el vodka, la
«hierba», la cocaína; al chico le dan de beber y se ve envuelto en el entusiasmo de la
imitación.
Entre los jóvenes de su edad, sus antiguos compañeros, descubre cierto
distanciamiento, mezclado con el temor, actitudes que, con su infantil inocencia,
confunde con el respeto.
Y lo principal, ve que todos tienen miedo de los ladrones, todos temen que
cualquiera de ellos pueda darles un navajazo o sacarles los ojos…
En un tugurio se presenta un Iván cualquiera salido del trullo y trae consigo mil
historias: a quién ha visto, a quién han condenado, por qué y a cuántos años; todo
esto resulta a la vez peligroso y seductor.
El joven ve que hay gente que vive ajena a aquello que constituye la
preocupación constante de la familia.
El joven ya agarra una verdadera borrachera, ya llega a pegar a una prostituta —
¡ha de saber pegar a una mujer!—, esta es una de las tradiciones de su nueva vida.
El joven sueña con el toque final, con pertenecer definitivamente a la orden, que
es la cárcel, a la que se le ha enseñado a no temer.
Los mayores se lo llevan a dar un «golpe»; para empezar, a estar «de plantón» (de
vigilancia). Los ladrones mayores ya empiezan a confiar en él, luego roba él mismo y
luego ya «resuelve» por su cuenta.
Asimila con prontitud las maneras, el inimitable rictus de una desvergonzada
risita, el caminar, el dejar caer los pantalones sobre las botas de una manera especial,
se cuelga una cruz al cuello, se compra una gorra de piel para el invierno y una visera
«de capitán» para el verano.
En su primera visita a la prisión se tatúa con sus nuevos amigos, maestros en este
arte. Es el signo distintivo de su pertenencia a la orden del hampa, como un estigma
de Caín, trazado por los siglos de los siglos con tinta azul sobre su cuerpo. Luego el
hampón se lamentará más de una vez de estos tatuajes, que le amargarán la vida. Pero
esto vendrá después, mucho más tarde.
Ya hace mucho que domina la jerga del hampa, la lengua de la orden. Sirve con
destreza a los mayores. En su conducta, el muchacho tiene más miedo de no llegar
que de pasarse.
Y el mundo del crimen va abriendo ante él, una tras otra, las puertas que dan a lo
más hondo de las profundidades.
Ya participa en las «reyertas» sangrientas, en los «juicios de honor», y a él, como
al resto, lo obligan a «dejar su firma» sobre el ejecutado según la condena del tribunal
del hampa. Alguien le pone en la mano un cuchillo y él lo clava en el cadáver aún
caliente, mostrando su solidaridad más completa con las acciones de sus maestros.
Al poco, él mismo mata, según sentencia de sus mayores, al «traidor», a la
«perra» que le indican.
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Entre los hampones raramente hay alguien que no haya asesinado alguna vez.
Este es el esquema por el que se educa a un joven venido del otro mundo para
convertirse en hampón.
Más simple es la formación de uno de sus representantes de «sangre azul», de un
hampón de cuna o de aquellos que no han conocido ni han querido conocer en su vida
otra vida que la de los ladrones.
No conviene pensar que esta gente, de la que salen los ideólogos y los cabecillas
del mundo del hampa, adquiere sus principios criminales de algún modo especial,
como si se formaran en un invernadero. De ninguna manera. Nadie los protege del
peligro. Simplemente en su camino hacia las cimas, o, mejor dicho, hacia lo más
hondo de las simas del crimen, hay menos obstáculos. Su camino es más sencillo,
más rápido e inapelable. Creen en ellos antes y antes les confían misiones criminales.
Pero, durante muchos años, el joven hampón, aunque sus antepasados hubieran
sido los dignatarios más influyentes del mundo criminal, convive con los bandidos
mayores, a quienes adora, corre para traerles cigarrillos o les acerca la lumbre para
encenderlos, lleva de un lado a otro sus «papeles», los mensajes, y les sirve en todo
cuanto puede. Han de pasar muchos años para que se lo lleven a un atraco.
***
El ladrón roba, bebe, se divierte, se dedica al vicio, juega a las cartas, engaña a los
«pardillos», no trabaja ni en libertad ni encerrado, elimina a sangre y fuego a los
renegados y participa en los «arreglos de cuentas» en los que se resuelven cuestiones
importantes del mundo del subsuelo.
Guarda los secretos del hampa (que no son pocos), ayuda a los compañeros de la
orden, coopta e instruye a los jóvenes, vigila que se conserve en toda su pureza y
rigor la ley del hampa.
El código no es complicado, pero a lo largo de los siglos se ha envuelto en mil
tradiciones, hábitos sagrados, y los conservadores de las tradiciones de este mundo
mantienen su escrupuloso cumplimiento en sus menores detalles. Los hampones son
grandes talmudistas. Para proporcionar el mejor cumplimiento de las leyes del
crimen, de vez en cuando organizan grandes reuniones clandestinas, concilios
generales, que es donde se toman las decisiones, se dictan las normas de conducta
relativas a las nuevas condiciones de vida, se realizan (o mejor dicho se establecen)
los cambios de nombre en el siempre cambiante léxico de los bajos fondos, la «jerga
del hampa».
Según la filosofía de los criminales, el mundo se divide en dos partes. Una lo
forman los «hombres», los «legales», el «mundo del crimen», los «urkas» o
«urkaganes», los «hampones», los «juki-kuki», etc.
La otra es la de los «fraier», es decir, la gente que está en libertad. «Fraier» es una
palabra antigua, de origen odessita. En la «música hampona» del siglo XIX hay
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muchos términos del argot judío alemán.
Otras denominaciones de los «fraier» son «stump», «mujik», «reno» «asmodeo»,
«diablo». Hay «stumps» echados a perder, próximos a los hampones, y los hay
«resabiados», que son los que conocen los asuntos del mundo del hampa, los que han
descubierto sus secretos siquiera en parte, gente experimentada; un «fraier resabiado»
es uno que tiene experiencia y se lo nombra con respeto. Son mundos distintos, a los
que no solo separa la reja de la cárcel.
«Me dicen que soy un sinvergüenza. Bueno, lo soy. Soy un sinvergüenza y un
miserable y además un asesino. ¿Y qué pasa? Yo no vivo vuestra vida, yo tengo la
mía, que tiene sus propias leyes, otros intereses, ¡otro sentido del honor!»; así habla
un hampón.
La mentira, el engaño, la provocación hacia el «fraier», incluso aunque se trate de
una persona que ha salvado al hampón de la muerte, todo esto no está solo en el
orden de las cosas, sino que es especial motivo de orgullo del hampa, su ley.
Sheinin, con sus llamadas a la «confianza» hacia el mundo del crimen, una
confianza por la que se ha pagado ya demasiada sangre, peca de algo peor que de
ingenuo.
La mentira de los hampones no tiene fronteras, pues en lo que se refiere a los
«fraier» (y los «fraier» son todos menos los hampones) no existe otra ley que la ley
del engaño, un engaño perpetrado de todos los modos: la lisonja, la calumnia o las
falsas promesas…
Para eso existe el «fraier», para que lo engañen; al que está en guardia, a aquel
que ya ha padecido la triste experiencia de tratar con los hampones, se le llama
«fraier resabiado», que es un grupo especial de «diablo».
No hay fronteras ni límites para este tipo de juramentos y promesas. Una cantidad
fabulosa de todo género y condición de jefes, educadores de carrera y de vocación,
milicianos, investigadores, han picado en el nada sofisticado anzuelo de la «palabra
de honor» del hampón. Es probable que cada uno de los servidores entre cuyas
obligaciones estaba el trato diario con delincuentes haya caído muchas veces en esta
trampa. Caía en ella dos veces y hasta tres, porque no podía comprender de ninguna
manera que la moral del mundo del hampa era otra moral. Que la llamada «moral de
los hotentotes», con sus criterios del provecho personal, representa la candidez más
absoluta comparada con la siniestra práctica del hampa.
Los jefes («jefecillos», los llaman los hampones) resultaban invariablemente
engañados, con un palmo de narices…
Y entretanto en las ciudades se reponía con una inexplicable obstinación la obra,
falsa y perniciosa hasta los tuétanos, de Pogodin, y nuevas generaciones de
«jefecillos» se impregnaban del concepto que tenía de la «honestidad» Kostia
Capitán.
Toda la labor educativa dedicada a los ladrones, para cuya realización se fundían
millones de dinero público, todas estas fantásticas «reconversiones», y las leyendas
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del Belomorkanal, desde hace tiempo convertidas en cuentos de hadas y objeto de las
más crueles bromas entre los hampones, toda esta labor educativa se sustentaba en
algo tan efímero como la «palabra de honor del hampa».
—Párese un momento a pensar —nos dice cualquier especialista sobre el «mundo
del hampa», uno de esos «lectores» de Bábel o Pogodin—: este Kostia Capitán no es
que nos haya dado su palabra de honor de que se corregirá. A mí, un perro viejo, no
me la dan con queso. No soy tan pobre «diablo» como para no comprender que a este
personal dar su palabra de honor no le cuesta nada. Pero es que aquí Kostia Capitán
nos ha dado su «palabra de honor del hampa». ¡Del hampa! Y esto sí que es algo
serio. Una palabra que no puede no cumplir. Su orgullo «aristocrático» no se lo
permite. Se morirá de puro desprecio hacia su persona si incumple su «palabra de
honor del hampa».
¡Pobre e ingenuo jefe! Dar su palabra de honor a un «fraier», engañarlo y luego
hacer añicos su juramento y pisotearlo: este es justamente el honor del hampón,
objeto de sus jactanciosas historias contadas desde cualquier litera de la prisión.
Muchas fugas se han visto facilitadas y preparadas gracias a una «palabra de
honor del hampa» dada a tiempo. Si cada jefe hubiera sabido (y eso solo lo sabían los
jefes fogueados por largos años de experiencia y de contacto con los «capitanes») el
significado de esa «palabra de honor», y hubiera estimado lo que este juramento
valía, cuánta menos sangre habría corrido y cuántas menos crueldades se habrían
cometido.
Pero ¿y si nos equivocamos al intentar relacionar estos dos mundos distintos, el
de los «fraier» y el de los «urkagán»?
¿Puede ser que las leyes del honor, de la moral, actúen a su modo en el mundo de
los «chorizos», y que nosotros simplemente no tengamos derecho a tratar el mundo
del hampa con nuestra vara ética de medir?
Este es justamente el elemento romántico que inquieta el corazón de los jóvenes,
que parece justificar los usos del hampa e introduce un espíritu, aceptemos que de
peculiar «limpieza moral», en estos usos, en las relaciones entre las personas dentro
de este mundo. ¿Puede que el concepto de lo infame sea distinto para el mundo de los
«fraier» y para la sociedad del crimen? Los movimientos del alma de los «urkagán»
se rigen, como quien dice, por otras leyes. Y solo si nos colocamos en su lugar
entenderemos e incluso reconoceremos de facto el carácter específico de la moral del
hampa.
Tampoco algunos de los hampones más inteligentes estarían en contra de pensar
así. Y no les parecería mal engatusar a algún incauto en esta cuestión.
Cualquier infamia sangrienta dirigida contra los «fraier» se ve justificada y
santificada por las leyes del crimen. Pero se podría pensar que, en relación a sus
camaradas, el ladrón tendría que ser honesto. Las tablas de la ley del crimen así lo
proclaman y a quien transgreda esta «camaradería» le espera un castigo atroz.
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Aquí también se produce el mismo espectáculo teatral y las mismas fanfarronadas
y mentiras de la primera a la última palabra. Basta con observar el comportamiento
de los legisladores de las modas del hampa en situaciones difíciles, cuando no hay
bastantes incautos a mano y los hampones tienen que cocerse en su propia salsa. Un
ladrón de calibre, con más «autoridad» (el término «autoridad» se emplea mucho
entre los ladrones: «se ha ganado su autoridad», etc.), físicamente más fuerte, se
mantiene oprimiendo a los ladrones más débiles, que le traen comida y lo cuidan. Y si
alguien tiene que ir a trabajar, se manda a los compañeros más débiles, y entonces los
de arriba exigen a estos, a sus compañeros de abajo, lo mismo que antes reclamaban a
los «fraier».
El amenazante proverbio «muere tú hoy, que yo lo liaré mañana», empieza a
repetirse más y más en toda su sangrienta realidad. Por desgracia este dicho del
hampa no tiene nada de figurado, no es en modo alguno alegórico.
El hambre obliga al hampón a robar y a comerse las raciones de sus amigos con
menos «autoridad», a mandarlos de expedición, actos que tienen muy poco que ver
con el cumplimiento correcto de las leyes del hampa.
En todas partes viajan de mano en mano notas amenazadoras —«notas» con
peticiones de ayuda, y si hay que ganarse un trozo de pan, porque no hay modo de
robarlo, los ladronzuelos de abajo irán a trabajar, a «arar». Los mandan a trabajar
igual que si los mandaran a matar a alguien. Quienes pagan por los asesinatos no son
en modo alguno los capos, estos solo sentencian a muerte. Matan los pequeños
delincuentes, ante el temor de su propia muerte. Matan o sacan los ojos (una
«sanción» harto extendida si se trata de un «fraier»).
En situaciones complicadas, los ladrones también se delatan unos a otros ante los
mandos. En cuando a las delaciones contra los «fraier», los «Iván Ivánich», los
«políticos», ya no hay ni que hablar. Estas denuncias constituyen el camino para
aliviar la vida de los hampones y son motivo de especial orgullo para ellos.
Caen las capas de los caballeros y solo queda al desnudo la infamia, de la que está
impregnada toda la filosofía del hampón. De manera que es lógico que esta conducta
ignominiosa, en condiciones adversas, se dirija contra los propios compañeros de la
orden. No hay en ello nada de asombroso. El subterráneo reino del hampa es un
mundo cuyo objetivo vital es la ávida satisfacción de las pasiones más bajas, donde
los intereses son animales, o peor que animales, pues cualquier animal se asustaría de
los actos que con tanta ligereza están dispuestos a cometer los criminales.
(«El hombre es el animal más terrible»: esta sentencia tan extendida entre los
hampones de nuevo es cierta en su sentido más literal, más real).
Un representante de este mundo no puede dar muestras de firmeza espiritual
alguna si se halla en una situación en la que peligra su vida o se ve ante la amenaza
de sufrir prolongados sufrimientos físicos, momentos en los que no muestra ninguna
clase de firmeza.
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Sería un grave error pensar que los conceptos de «beber», «divertirse» o «echarse
al vicio» son iguales a los términos empleados en el mundo de los «fraier». ¡De
ningún modo! Todo lo del mundo de la calle resulta de una extrema castidad en
comparación con las salvajes escenas de los usos del crimen.
Una prostituta cubierta de tatuajes, una «ratera», viene a la sala de un hospital a
visitar a los hampones ingresados (simuladores y «agravantes», cómo no), ya sea por
encargo o por voluntad propia, y por la noche (después de amenazar al enfermero de
guardia con una navaja), junto a esta nueva santa Teresa se reúne un grupo de
hampones. Todos los que tienen «sangre de ladrón» pueden tomar parte en esta
«diversión». La visitante cuenta, sin mostrar vergüenza ni sonrojarse, que «ha venido
a sacar a los muchachos de un apuro, que ellos se lo han pedido».
Todos los hampones son pederastas. Alrededor de cualquier hampón importante
circulan en los campos jovencitos con los ojos hinchados y turbios. Son las «Zoikas»,
«Mañkas» o «Verkas»[13] a las que los hampones dan de comer y con las que se
acuestan.
En una de las secciones del campo (donde no se pasaba hambre) los hampones
adiestraron y enviciaron a una perra. Le daban de comer, la cuidaban y luego se
acostaban con ella como con una mujer; lo hacían sin tapujos, a la vista de todo el
barracón.
La gente no quiere creer en la posibilidad de que estos casos se den de manera
habitual, dada su monstruosidad. Pero es algo habitual.
Había una mina de mujeres; las presas eran muchas, el trabajo era duro, de picar
piedra, y se pasaba hambre. El hampón Liúbov consiguió que lo mandaran a trabajar
a aquella mina.
—¡Qué regio pasé aquel invierno! —recordaba el hampón—. Allí la cosa estaba
clara: todo se medía con el pan, con la ración. Y la costumbre, o sea, el acuerdo era
que tú le dabas la ración de pan y toma, ¡come! Y mientras yo me la trabajaba ella se
comía lo que podía de la ración, y lo que no conseguía comerse yo me lo llevaba de
vuelta. De modo que lo que hago es, en cuanto recibo mi ración por la mañana, la
meto en la nieve. O sea que congelo la ración de pan. Y ya me diréis, ¿cuánto pan
congelado podía comer la guarra?
Cuesta, de verdad, imaginarse que a una persona se le pueda ocurrir algo
semejante.
Pero en los hampones no hay nada de humano.
En los campos les dan a los reclusos algo de dinero en metálico, el sobrante
después de liquidar los «servicios comunales», es decir la escolta, las tiendas de
campaña bajo un frío de sesenta grados, las cárceles, los traslados, el uniforme y la
comida. Lo que queda es una miseria, pero, de todos modos, es algo. Aquí la escala
de valores está trastocada, e incluso un «sueldo» ridículo de 20 o 30 rublos al mes
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despierta el interés del preso. Por 20-30 rublos uno puede comprar pan, mucho pan.
¿No es acaso ese el mayor sueño, el «estímulo» más poderoso durante el interminable
trabajo en la mina, un trabajo en un yacimiento helado, con hambre y frío? Los
intereses de los hombres estrechan su horizonte, pero no por ello se convierten en
menos poderosos cuando los hombres se convierten en medio humanos.
El salario, el sueldo, se paga una vez al mes y ese día los hampones recorren
todos los barracones de los «fraier», los obligan a entregar, según la conciencia del
extorsionador, o la mitad o todo el dinero. Si no se lo dan de buen grado, se lo quitan
todo a la fuerza, mediante palizas: con una barra, un pico o una pala.
Pero, incluso aparte de los hampones, son muchos quienes persiguen estas pagas.
A menudo, en las brigadas con mejores raciones de comida y que se alimentan mejor,
el jefe de brigada avisa que los trabajadores no recibirán la paga, que el dinero irá a
parar al bolsillo del jefe del grupo o al inspector de las «normas». Y si no están de
acuerdo, las raciones serán de miseria y, por lo mismo, los presos se verán
condenados a morir de hambre.
Las extorsiones de los «jefes» —los controladores, los jefes de brigada, los
vigilantes— son un fenómeno general.
Los robos realizados por los hampones se dan en todas partes. La extorsión es ley
y a nadie le asombra.
En 1938, cuando entre las autoridades y los hampones existía un «concordato»
casi oficial, cuando a los ladrones se los denominó «amigos del pueblo», las más altas
instancias querían hacer de los comunes un arma para luchar contra los «trotskistas»,
contra los «enemigos del pueblo». Incluso se llevaron a cabo cursos de instrucción
política con los hampones en las «Unidades Educativo-Culturales», donde los
instructores culturales trataban de mostrar a los comunes las simpatías y esperanzas
que las autoridades habían puesto en ellos y les pedían ayuda para exterminar a los
«trotskistas».
—Son gentes traídas aquí para ser exterminadas y vuestra tarea consiste en
ayudarnos en este cometido.
Estas fueron las palabras literales pronunciadas, en una de las «lecciones»
impartidas en invierno, a principios de 1938, por el inspector de la «Unidad
Educativo-Cultural» de la mina «Partizán», Shárov.
Los hampones mostraron su total acuerdo. ¡Faltaría más! Esto les salvó la vida,
los convertía en miembros «de provecho» de la sociedad.
En la persona de los «trotskistas» los hampones se encontraron a los intelectuales,
seres profundamente despreciables para ellos. Además, a ojos de los hampones
aquellos eran «jefecillos» caídos en desgracia, cargos superiores a los que esperaba
una sangrienta venganza.
Con el consentimiento pleno de las autoridades, los hampones se entregaron a
moler a golpes a aquellos «fascistas» —en el año 1938 no tenían otro sobrenombre
para los condenados por el artículo 58.
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Personas de mayor calibre, como Eshba, exsecretario del comité del partido del
Territorio del Cáucaso Norte, fueron arrestadas y fusiladas en la célebre
«Serpantinka»[14], y al resto los remataron los hampones, las escoltas, el hambre y el
frío. La participación de los comunes en la tarea de liquidar a los «trotskistas» en el
año 1938 fue muy importante.
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hampa y tema ser descubierto ante sus superiores. Una denuncia así es una amenaza
de peso y de fácil ejecución.
La palabra de honor de un criminal que jura que nadie sabrá nada es, no lo
olvidemos, el juramento de un ladrón a un «fraier».
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Los capataces no se entrometían nunca en estos asuntos, tan solo les interesaba
aumentar la producción total, cualquiera que fuera la forma de conseguirlo.
Los capataces casi siempre estaban comprados por los ladrones, lo que se hacía
en forma de un soborno directo, ya fuera en especie o en dinero, sin ningún género de
preliminares. Era el propio capataz el que esperaba el soborno, que era un
sobresueldo constante y un complemento sustancial.
A veces se trabajaba al capataz por medio del «juego de cubos», es decir, se
jugaban a las cartas metros cúbicos de trabajo realizado.
El hampón jefe de brigada se sentaba a jugar con el capataz y a cambio de los
«trapos» —trajes, suéteres, camisas o pantalones—, exigía cierta cantidad de
«cubos», metros cúbicos de tierra…
En caso de ganar, y esto ocurría casi siempre —salvo en los casos en que se
trataba de un soborno «exquisito», algo que pudiera ser digno de algún marqués
francés que jugara a las cartas con el rey Luis XIV—, los metros cúbicos de tierra de
mineral perdidos se pagaban con jornadas de verdad, y la brigada de los hampones
recibía, sin trabajar, grandes ganancias. El capataz más listo intentaba equilibrar la
balanza estafando a las brigadas de los «trotskistas».
El endose —la «venta de metros cúbicos»— era en la mina una plaga. Las
medidas del topógrafo de la mina restablecían la verdad y se descubría a los
culpables… A estos capataces ladrones solo los degradaban y los trasladaban a otro
lugar. Y tras su paso quedaban los cadáveres de hombres famélicos, de los cuales se
intentaba sacar a golpes los «cubos» que el capataz había perdido en el juego.
El espíritu corruptor de los hampones impregnaba toda vida de Kolimá.
Si no se entiende con toda claridad la esencia del mundo criminal no se puede
comprender qué es un campo de trabajo. Los hampones imprimen carácter a los
lugares de detención, marcan el tono de toda la vida en los campos, empezando por la
más alta autoridad y acabando en los desarrapados peones de los yacimientos de oro.
El hampón ideal, el «auténtico ladrón», el hampón Cascarilla[16], no roba a
«particulares». Esta es una de las leyendas inventadas del mundo del hampa… El
ladrón solo roba al Estado: almacenes, cajas, tiendas y, en el peor de los casos, pisos
de «libres», pero el «buen ladrón» no le quitará lo último a un preso, a un recluso. Se
viene a decir que el robo de vestimenta, los trueques forzados de ropa y calzado de
calidad por algo viejo, el robo de guantes, abrigos de piel, bufandas (del vestuario de
uniforme oficial), y de suéteres, chaquetas, pantalones (de la ropa civil), los llevan a
cabo los «ladronzuelos», los «pillos», los «rateros» o los «descuideros», tipos
miserables.
—Si entre nosotros hubiera ladrones de verdad —comenta entre suspiros el
hombre de a pie—, no habrían permitido asaltos perpetrados por raterillos.
El pobre paleto cree en Cascarilla. No quiere comprender que a esta morralla la
manda a robar ropa gente más importante, que los «trapos» afanados aparecen en
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manos de los ladrones de «alto rango», y no porque estos ladrones más poderosos
roben pantalones y chaquetas.
El «fraier» no sabe que quienes «afanan» son los ladronzuelos que deben
adiestrarse en su especialidad, ni que quienes se reparten lo robado no serán ni mucho
menos ellos. En operaciones más complicadas intervendrán en el atraco también los
mayores, ya sea mediante la persuasión («suéltalo» o «¿qué falta te hace esto?») o por
el conocido sistema del «trueque», cuando se embute al «fraier» en un harapo, una
prenda que hace tiempo que no es más un amago de ropa, es decir, que solo sirve
como «cambio» en las cuentas. Es por esta razón que al día o dos de la entrega de
nuevos uniformes en el campo a las mejores brigadas, sucede que los nuevos
chaquetones y gorros aparecen en manos de los hampones, aunque no se les habían
entregado a ellos. A veces en los «trueques» se ofrece tabaco o un pedazo de pan;
esto sucede si el hampón es «legal», no un malvado de natural, o bien porque teme
que a la víctima le dé por «ladrar», es decir, que se ponga a chillar.
Negarse al «trueque» o al «regalo» trae consigo palizas y, si el paleto se resiste,
incluso un cuchillazo. Pero en la mayoría de los casos no se llega a este extremo.
Estos trueques no son ninguna broma cuando se trata de largas jornadas de trabajo
a una temperatura de 50 grados bajo cero, con sueño atrasado, hambre y escorbuto.
Entregar unas botas de fieltro que te han mandado de casa significa congelarte los
pies. Con las botas agujereadas y hechas de tela que te proponen a modo de trueque,
no trabajarás mucho con aquel frío.
En 1938, ya avanzado el otoño, recibí un paquete de casa: mis viejas botas de
aviador con suela de corcho. Tuve miedo de sacarlas de Correos, rodeaba el edificio
una muchedumbre de hampones que daban saltos en la blanca semipenumbra del
atardecer esperando a sus víctimas. Le vendí las botas allí mismo al capataz Boiko
por cien rublos; según las tarifas de Kolimá unas botas valdrían unos dos mil rublos.
Hubiera podido alcanzar mi barracón con las botas, pero me las habrían robado
durante la primera noche, me las habrían quitado de los pies. Mis propios vecinos
habrían conducido a los ladrones al barracón; a cambio de un pitillo, de una corteza
de pan, habrían puesto de inmediato a los atracadores sobre la pista. El campo estaba
lleno de este tipo de «ganchos». En cambio, los cien rublos recibidos por las botas
eran cien kilos de pan, era mucho más fácil conservar el dinero: atándotelo al cuerpo
y no delatándote en las compras.
Y ahí tienes a los hampones con las botas de fieltro, con la caña doblada a la
moda del hampa, «para que no se meta la nieve», tipos que se «consiguen»
chaquetones y bufandas, y también gorros de piel, y no simples gorros de orejeras,
sino gorros con estilo, al gusto hampón, auténticas «kubankas» como las de los
cosacos de Kubán.
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Al muchacho campesino, al joven obrero o al intelectual la cabeza le da vueltas
ante lo inesperado. El chico ve que los ladrones y los asesinos son los que mejor
viven en el campo, disfrutan incluso de un relativo bienestar material y se distinguen
por cierta firmeza en sus opiniones y un comportamiento envidiable, impasible e
intrépido.
Los de arriba cuentan con ellos. Los hampones son los amos de la vida y la
muerte en el campo. Siempre van hartos de comida, saben «conseguir» lo que quieren
cuando los demás pasan hambre. El ladrón no trabaja, incluso se emborracha en el
campo, mientras que el muchacho campesino se ve obligado a «darle al pico». Son
justamente los ladrones los que le obligan a hacerlo, pues se espabilan de maravilla.
Los ladrones siempre tienen tabaco, el peluquero del campo les corta el pelo «a lo
boxeador» y lo hace «a domicilio», va al barracón, y con el mejor de sus
instrumentos. El cocinero les trae cada día las conservas y dulces robados de la
cocina. A los ladrones de menor categoría, en la cocina les sirven porciones mejores y
diez veces mayores. El cortador de pan nunca les negará una barra. Toda la ropa de
civil la llevan los hampones. Estos se colocan en el mejor lugar en las literas, junto a
la luz, junto a la estufa. Tienen colchonetas de guata y también mantas; en cambio él,
el joven koljosiano, duerme sobre unos troncos cortados a lo largo. El muchacho
campesino empieza a pensar que en el campo los hampones son los portadores de la
verdad, que ellos son la única fuerza, tanto material como moral, del campo aparte de
los jefes, quienes en su inmensa mayoría prefieren no tener problemas con los
hampones.
El joven campesino empieza por ponerse al servicio de los hampones, a imitarlos
en las blasfemias y en su conducta, sueña con ayudarles y hacerse visible a la luz del
hampa.
Y no tardará en llegar la hora en que este joven, por indicación de los hampones,
lleve a cabo su primer hurto para el caldero común, y ya está listo un nuevo
«gusano».
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Los hampones dieron enseguida con el «punto débil» de Iván Alexándrovich (así
se llamaba aquel doctor en medicina). En la sección que estaba a su cargo siempre
había descansando gente completamente sana. («El profesor es como un padre»,
comentaban jocosos los ladrones).
Iván Alexándrovich se inventaba falsas historias clínicas y, sin escatimar horas de
sueño ni esfuerzos, pergeñaba cada día las anotaciones, encargaba análisis y
exploraciones.
En cierta ocasión tuve la oportunidad de leer una i arta dirigida a él por un grupo
de comunes que le escribían desde un campo de tránsito pidiéndole que ingresara a
unos compañeros que, en su opinión, se merecían un descanso. Y los hampones
enumerados en la lista fueron ingresando uno tras otro en el hospital.
Iván Aleksándrovich no temía a los hampones. Era un viejo habitante de Kolimá,
las había visto de todos los colores, con sus amenazas los hampones no hubieran
conseguido nada de él. Pero los golpecitos amistosos en la espalda, los halagos, que
Iván Aleksándrovich tomaba por sinceros, su fama entre los hampones, una fama de
la que no entendía la naturaleza y que tampoco quería entender: todo esto lo introdujo
en aquel mundo. Iván Aleksándrovich, como muchos otros, se sintió hipnotizado por
el poder omnímodo de los criminales, y su voluntad se convirtió en la de ellos.
Es inconmensurable, es inimaginable el daño que han hecho a la sociedad los
largos años de idilio con los ladrones, el elemento más pernicioso de la sociedad, una
realidad que, con su aliento hediondo, no se ha cansado de envenenar a nuestra
juventud.
Surgida de hipótesis puramente especulativas, la teoría de la «reconversión» ha
causado decenas y centenares de miles de muertes suplementarias en los lugares de
reclusión, ha engendrado una inacabable pesadilla que han creado en los campos
seres indignos de llamarse personas.
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con los ladrones, y estos encuentros siempre se producen o bien en el cuartelillo de la
milicia o en el de la policía criminal, y nosotros intervenimos en el papel de víctimas
o de testigos. Parece mucho más peligroso un maleante —un borracho depravado, un
violador en serie que surge en medio de la calle o en un club, o en el pasillo de un
piso comunal—. La tendencia tradicional de los jóvenes rusos a emborracharse en los
días de las fiestas «de guardar»; las peleas de borrachos, el acoso a las mujeres, las
sucias injurias, todo esto lo conocemos bien y nos parece mucho más horrible que el
misterioso mundo criminal, del que tenemos —por culpa de la literatura— una idea
más que confusa. Solo la policía criminal sabe lo que de verdad valen los gamberros
y los ladrones; pero, gracias a los ejemplos de las obras de Lev Sheinin, podemos ver
que este conocimiento no siempre se emplea del modo correcto.
No sabemos qué es un ladrón, qué es un «urka», qué es un hampón, un ladrón
reincidente. Tomamos por un gran «caco» a un tipo que roba la ropa colgada en una
«dacha» y que justo después se emborracha en el bufé de la estación más cercana.
No se nos ocurre pensar que alguien pueda robar sin ser un ladrón, es decir, un
miembro del mundo criminal. No comprendemos que una persona pueda matar y
robar y no ser un hampón. Un hampón roba, claro está. De eso vive. Pero no
cualquier ladrón es un hampón, y comprender esta diferencia es algo categóricamente
imprescindible. El mundo criminal convive con los robos, vive junto a los
malhechores.
Es cierto que a una víctima le da igual quién le ha robado de su piso las cucharas
de plata o un traje de alta costura, que sea un ladrón-hampón, un ladrón profesional y
no un hampón, o un vecino de la casa que nunca se ha dedicado a robar pisos. Esto
que lo aclare la policía, se dirá.
Tememos más a los gamberros que a los ladrones. Está claro que ninguna
«patrulla popular» de voluntarios pondrá coto a los ladrones, sobre quienes tenemos,
lamentablemente, una idea del todo errónea. A veces se cree que los misteriosos
hampones se esconden y viven en alguna parte bajo nombres falsos y en la
clandestinidad más profunda. Que roban solo las tiendas y las cajas. Estos
«cascarillos» no se llevan la ropa de los tendederos, y el hombre corriente está
incluso dispuesto a ayudar a estos «ladrones de guante blanco», a veces los esconde
de la policía, ya sea por un impulso romántico o por temor, cosa que ocurre más a
menudo.
El gamberro da más miedo. Al gamberro lo vemos cada día, es alguien cercano,
accesible. Da miedo. Y de él buscamos protección en la policía y en las patrullas
populares.
Entretanto, el gamberro, cualquiera de ellos, aún raya la frontera de lo humano.
Mientras que el ladrón del hampa se halla más allá de la moral de los hombres.
Cualquier asesino, cualquier gamberro no es nada comparado con un hampón. El
ladrón también es un asesino y un gamberro, más algo que no tiene nombre en el
lenguaje de los hombres.
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A quienes trabajan en los centros de reclusión o en los servicios de investigación
criminal no les gusta compartir sus grandes recuerdos. Tenemos miles de relatos y
novelas de detectives. Pero no tenemos ni un estudio serio y honesto sobre el mundo
del crimen, algo escrito por un servidor del orden cuya obligación haya sido luchar
contra este mundo.
Porque nos encontramos ante un grupo social estable, al que sería más correcto
llamar «antisocial». Un grupo que inocula veneno en la vida de nuestros hijos, que
lucha contra nuestra sociedad y a veces incluso logra triunfar porque confiamos
ingenuamente en él, mientras que él lucha contra la sociedad con unas armas
completamente distintas, con el arma de la ruindad, de la mentira, de la traición y el
engaño, y vive engañando a un jefe tras otro. Y cuanto más alto esté el jefe, más fácil
resulta engañarlo.
Los propios hampones se refieren a los gamberros de manera en extremo
negativa. «Esto no es un ladrón, no es más que un gamberro». Es una «gamberrada»,
«algo impropio de un hampón»: he aquí algunas frases imposibles de articular que
acostumbran a soltar los hampones. Ejemplos de falsedad como estos nos los
encontramos a cada paso en este mundo. El hampón quiere distanciarse del gamberro,
colocarse muy por encima de él, e insiste en exigir que se distinga a los gamberros de
los ladrones.
Justamente en este mismo sentido se dirige la educación del joven hampón. El
ladrón no debe ser un gamberro, la imagen del «ladrón-señor» no es otra cosa que el
resultado de los «novelos» escuchados y constituye el símbolo oficial de los
hampones. En la imagen del «ladrón-señor» hay algo de la aspiración anímica del
hampón a alcanzar un ideal inalcanzable. De ahí que en el subsuelo del hampa se
valoren tanto la «elegancia» y la «finura» en los gestos. Justamente de ahí han
llegado al léxico del hampa y se han consolidado en él expresiones como «mundo
criminal», «se tratan», «come con él», y todo esto no suena como algo engolado ni
irónico. Son términos con un significado concreto, expresiones de uso común.
En las «suras» del hampa se dice que el ladrón no debe ser un gamberro.
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el cuello con una sierra de dos mangos a un hombre vivo es algo de lo que solo es
capaz una mente con una inventiva siniestra, la mente de un hampón y no un cerebro
humano.
La gamberrada más despreciable, comparada con lo que puede hacer un hampón
cualquiera, puede parecer la broma inocente de un niño.
Los hampones pueden divertirse, beber y hacer el gamberro en su escondrijo, en
su tugurio, pero divertirse sin pasarse, mostrando los límites de su poderío solo a sus
compañeros y a los devotos neófitos, cuyo ingreso en la orden del hampa es solo
cuestión de días.
Los gamberros, los ladrones casuales son la periferia del mundo del hampa, es la
franja fronteriza en la que la sociedad se encuentra con sus antípodas.
Los ladrones jóvenes o los nuevos raramente se reclutan en este entorno. Si bien
puede ser que el malhechor lanzado a sus excesos vaya a parar a la cárcel, donde
entrará a formar parte del mundo del hampa, pero donde nunca desempeñará un papel
importante en la ideología y en el establecimiento de las leyes de este mundo.
Los hampones de élite son los de estirpe o los que de pequeños han pasado por
todo el proceso de aprendizaje de la ciencia del hampa, han ido a por vodka o
cigarrillos para sus mayores, se han chupado mil guardias, mil plantones, se han
escurrido por las ventanillas para abrir las puertas a los ladrones, han fortalecido su
espíritu en las cárceles y luego han ido a una «misión» sin ayuda de nadie.
El mundo del hampa es enemigo del poder, de cualquier poder, por cierto. Esto es
algo que los hampones, los hampones «pensantes», entienden bien. Los tiempos
heroicos de los «veteranos», de los «viejos», no les parecen en modo alguno
gloriosos. «Veterano» era el mote que se daba a los presos de los regimientos
penitenciarios en tiempos de los zares, como «viejo» era el preso de los penales
zaristas, en Sajalín o en Kolesuja. En Kolimá se acostumbraba a llamar «continente»
a las provincias centrales, aunque Chukotka no era ciertamente una isla, sino una
península. Este «continente» también ha entrado a formar parte de la literatura y se ha
incorporado al lenguaje periodístico, así como a la correspondencia oficial. Esta
palabra-imagen también nació en el mundo del hampa: las comunicaciones por mar,
la ruta en barco entre Vladivostok y Magadán, el hecho de desembarcar entre las
rocas desiertas de la costa, todo eso se parecía mucho a los viejos cuadros de Sajalín.
Así fue como se asoció la denominación de «continente» a Vladivostok, aunque
nunca nadie llamó isla a Kolimá.
El mundo del hampa es un mundo que pertenece al presente, al presente real. El
hampa comprende a la perfección que cualquier legendario Gorbachevski como el
que aparece en la canción «El trueno anuncia que Gorbachevski ha caído» no es un
héroe más importante que el Vanka Chibis del yacimiento vecino.
Ningún país extranjero tienta a los experimentados hampones. Los ladrones que
estuvieron fuera durante la guerra no los elogian, especialmente Alemania, dados sus
castigos extremadamente severos por robo o asesinato. En Francia los ladrones
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respiran algo más aliviados, pero tampoco allí las teorías sobre la reeducación tienen
éxito y los presos las pasan moradas. A los hampones les parecen relativamente
agradables nuestras condiciones, con las que disfrutan de una confianza ilimitada y de
inacabables y repelidas «reconversiones».
Pero el amante del bel canto no pudo recordar el nombre de ninguna de las óperas
que había escuchado con tanta delectación.
Yuzik entonó una nota de otra ópera muy distinta y la conversación no prosiguió.
Yuzik tomó prestadas sus aficiones operísticas, está claro, de los «novelos» que había
escuchado tantas veces en las veladas carcelarias.
Y hasta en lo que se refiere a la cárcel, Yuzik se pasó de listo y repitió alguna
frase ajena, tomada de otro hampón de más altos vuelos.
Los hampones dicen que en el momento del robo experimentan una emoción muy
especial, una excitación nerviosa que emparenta el acto del robo con un acto creativo,
con la inspiración; que viven un peculiar estado psicológico de emoción nerviosa y
exaltada que, por su fuerza, su profundidad, su plenitud y atractivo, no se puede
comparar con nada.
Dicen que en aquel momento quien roba vive una vida incomparablemente más
plena que la de un jugador de cartas frente al tapete verde, o mejor dicho el cojín, la
tradicional mesa de juego en el mundo del hampa.
—Le metes mano —cuenta un carterista— y el corazón te late de una manera…
Morirás y revivirás mil veces hasta que no saques aquella maldita cartera, en la que,
por lo demás, puede que haya dos rublos.
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Se dan robos sin peligro alguno, pero tampoco en ellos puede faltar la emoción
del «artista», la inspiración del ladrón. La sensación de riesgo, de entusiasmo, de
vida.
Al ladrón le importa un pepino quién es la persona a la que está robando. En el
campo, el hampón roba a veces cosas que para él son del todo inútiles, tan solo por
robar, para experimentar una vez más la «alta enfermedad» del robo. «Contagiados»,
así se llama a estos hampones. Pero en el campo los maestros del «arte puro» del robo
son pocos. La mayoría prefiere el atraco y no el robo, el atraco descarado, sin tapujos,
arrancando a la víctima, a la vista de todo el mundo, la chaqueta, la bufanda, el
azúcar, la mantequilla, el tabaco, todo lo que se puede comer y todo lo que puede
servir de moneda de cambio en el juego de las cartas.
Un ladrón de trenes hablaba sobre la particular emoción con la que abría un bulto
(una maleta) robado.
—No abrimos los cierres —decía—, le das con la lapa contra una piedra y está
abierto el «bulto».
Este «talento» del ladrón tiene que ver muy poco con la valentía humana. Valentía
no es la palabra. Es puro y simple descaro, una insolencia sin límites, que solo
pueden detener en su camino unas duras barreras.
La actividad del ladrón no lleva consigo ninguna carga psicológica en forma de
sufrimiento anímico.
Las cartas ocupan un lugar muy importante en la vida del hampón.
No todos ellos juegan a las cartas sin parar, como «enfermos», hasta perder en el
combate los últimos pantalones. Perder hasta este extremo no se considera algo
vergonzoso.
Pero todos los hampones saben jugar a las cartas. ¡Faltaría más! Saber jugar
forma parte del «código caballeresco» del «hombre» en el mundo del hampa. No son
muchos los juegos de azar que está obligado a dominar todo hampón, cuyas reglas
aprende desde niño. Los jóvenes hampones practican constantemente tanto la
confección de las cartas como el arte de hacer un «transporte» con apuesta.
Por cierto, esta expresión de los jugadores de cartas significa aumentar la apuesta.
En La isla Sajalín, Chéjov la anota como «transporte comido»[17], término que
considera perteneciente al argot carcelario de los jugadores de cartas. Así, este error
se ha paseado por todas las ediciones de La isla Sajalín, incluidas las académicas. El
escritor no había oído bien esta fórmula más que común entre los jugadores.
El mundo del hampa es muy rutinario. En él la fuerza de las tradiciones es muy
poderosa. Pero en este ambiente se han conservado juegos hace tiempo desaparecidos
en la vida corriente. El consejero de Estado Shtoss de El retrato de Gógol es hasta
hoy una realidad en el mundo del hampa. Un juego con un siglo de antigüedad, el
shtoss, ha obtenido un nombre distinto, léxicamente más móvil: stos. En uno de los
relatos de Kaverin, unos chicos de la calle cantan una conocida romanza, cambiando
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las palabras según su modo de entenderla y a su gusto: «La rosa negra, de tristeza
blema…»[18]
Todo hampón ha de saber jugar al stos y doblar las puntas como Guerman o
Chekalinski[19].
El segundo juego, que ocupa el primer lugar por su difusión, es la burá. Así
llaman los hampones el juego del «treinta y uno». Parecida al ochkó[20], la burá sigue
siendo un juego del hampa. Los hampones no juegan entre ellos al ochkó.
El tercer juego de cartas, el más complicado y en el que se anotan los resultados,
es el terts, una variante del «quinientos uno», al que juegan los maestros, en general
los «viejos», la aristocracia del hampa, los más instruidos.
Todos los juegos de cartas de los hampones se distinguen por un número
inusitadamente grande de normas. Hay que recordarlas bien, y el que mejor las
recuerda es quien gana.
El juego de cartas siempre es un duelo. Los hampones no juegan en grupo, entre
varios, sino siempre uno contra uno, separados por el tradicional cojín.
Cuando uno de ellos pierde, frente al vencedor se sienta otro jugador, y el
combate sigue mientras haya con qué «responder».
Según las reglas no escritas, quien está ganando no tiene derecho a dar por
acabado el juego mientras haya «respuesta», sea esta unos pantalones, un jersey o una
chaqueta. Por lo general, las partes acuerdan el precio de la prenda que se «juega» y
el objeto se juega como si fuera una apuesta de dinero. Hay que recordar bien todos
los cálculos hechos y saber defenderse, no dejarse estafar o engañar.
El engaño en las cartas es un mérito. El adversario ha de descubrir al tramposo,
desenmascararlo y de este modo ganar la partida.
Todos los jugadores hampones son unos fulleros, pero es lo que debe ser, de
modo que es al otro a quien le toca desenmascarar, cazar, descubrir la trampa… Con
este ánimo se sientan a jugar, engañándose el uno al otro, «ejecutando» cada uno sus
fullerías bajo un control recíproco.
Los combates de cartas —si se celebran en un lugar seguro— son una sucesión
inacabable de ofensas mutuas y blasfemias, y entre esta lluvia de insultos mutuos se
desarrolla el juego. Los viejos hampones cuentan que en sus tiempos jóvenes, en los
años 20, durante las partidas de cartas, los jugadores no se insultaban con tanta
grosería como ahora. Los canosos «patriarcas» murmuran meneando la cabeza: «¡Oh,
tiempos! ¡Oh, costumbres!» Los modales de los hampones empeoran de año en año.
Las cartas se fabrican en la cárcel o en el campo con una rapidez de cuento: la
experiencia de muchas generaciones de presos ha elaborado el mecanismo de
fabricación. Las cartas se confeccionan de la manera más racional y accesible en la
cárcel. Para ello se necesita cola, es decir pan, una ración, que siempre está a mano y
que se puede masticar, para así obtener muy rápidamente la cola. Hace falta papel;
para ello sirve un periódico o papel de embalar, un folleto o un libro. Se necesita un
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cuchillo, y ¿en qué celda carcelaria, en qué etapa de los campos no se encontrará un
cuchillo?
Se necesita lo más importante, que es un lápiz químico para pintar; por eso los
hampones guardan tan celosamente la mina del lápiz químico, protegiéndola de todo
género de cacheos. Este trozo de lápiz químico tiene dos utilidades. Un trozo de
mina, en caso de una situación crítica, puede meterse en un ojo, lo que obligará al
practicante o al médico a mandar al paciente al hospital. Sucede que el hospital
representa la única salida si un hampón se ve envuelto en un trance difícil o
peligroso. El peligro estriba en que la ayuda médica tarde en llegar. No pocos
ladrones se han quedado ciegos debido a esta arriesgada operación. Pero no pocos
han escapado al peligro y se han salvado en el hospital. Este es un papel de reserva
del lápiz químico.
Los «jefecillos» jóvenes creen que estos lápices sirven para hacer sellos,
estampillas y documentos. Este uso es muy poco frecuente, y está claro que si alguien
se propone preparar unos documentos necesitará algo más que un lápiz químico.
La principal razón por la que el hampa adquiere y guarda los lápices químicos,
por la que se valoran bastante más que los lápices comunes, es porque se emplean
para pintar las cartas, para «imprimir» las barajas.
Primero se prepara la «plantilla». No es una palabra del argot del hampa, pero en
el lenguaje carcelario se usa mucho. En la plantilla se recorta el dibujo del palo; las
cartas del hampa no conocen el rojo y el negro, el rouge y el noir. Todos los palos son
del mismo color. El valet tiene un dibujo doble, pues, según la convención
internacional, vale por dos. La dama tiene tres líneas que se unen. Y el rey, cuatro. En
el as aparecen varias filigranas unidas en el centro de la carta. Los sietes, ochos y
nueves se diseñan en su configuración habitual, al igual que en las impresiones del
monopolio estatal de naipes.
El pan masticado se tamiza a través de un trapo y con esta magnífica cola se
pegan dos hojas de papel fino; luego la hoja se seca y se corta con un cuchillo afilado
para obtener la cantidad necesaria de cartas. El lápiz químico se envuelve con un
trapo, se moja y ya tenemos lista la imprenta. Se coloca la plantilla sobre la carta y
esta se tiñe de color violeta, dejando en el papel la filigrana deseada en la cara de la
carta.
Si el papel es grueso, como en los libros de la editorial Akademia, entonces se
corta sin más el papel y se «imprimen» en él las cartas. Para confeccionar una baraja
(secado incluido) bastan dos horas.
He aquí el procedimiento más racional para fabricar un juego de cartas, un
procedimiento dictado por siglos de experiencia. La receta es aplicable en cualquier
circunstancia y es accesible a cualquiera.
En todos los cacheos, así como en los registros de paquetes, los vigilantes
confiscan con sumo cuidado los lápices químicos. A este respecto existen órdenes
muy estrictas.
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Se cuenta que los ladrones se juegan a las cartas entre ellos a las muchachas
libres; algo parecido aparece en Los aristócratas de Pogodin. Se cree que es una de
tantas leyendas. Yo nunca he tenido ocasión de ver escenas extraídas de La tesorera
de Lérmontov.
Cuentan que se han jugado a las cartas un abrigo, cuando la prenda aún estaba
sobre el pobre «bulto». Yo no be presenciado este tipo de situación, aunque no hay
nada de inverosímil en ello. Se me antoja que en este caso se trataba de una apuesta
perdida «de palabra» y que hacía falta quitar o robar un abrigo o algo de parecido
valor y en un plazo de tiempo establecido.
Ocurre en el juego que llega un momento en que, hacia el final del segundo o
tercer día, cambia la suerte y la fortuna se inclina en sentido contrario. Uno lo ha
perdido todo y el juego llega a su fin. Montañas de jerséis, pantalones, bufandas,
almohadas se amontonan a la espalda de quien está ganando. Y el perdedor implora:
«Dame la revancha, otra carta, una de palabra, que mañana te lo devuelvo». Si el
corazón del vencedor es generoso, acepta y el juego continúa, y el contrincante del
vencedor lo hace «de palabra». El que perdía puede ganar, la suerte puede cambiar de
lado y el jugador puede rescatar una tras otra las prendas y resucitar, para acabar
siendo él el vencedor… Aunque también puede perder.
Se juega «de palabra» una sola vez y la cantidad convenida no cambia, como
tampoco se alarga el tiempo establecido para devolver lo prestado.
Si los objetos o las prendas no se entregan a tiempo, el perdedor será declarado
«quemado» y entonces solo le quedará una salida: o el suicidio, o huir de la celda, del
campo, huir al fin del mundo, pues está obligado a pagar la deuda del juego, ¡es una
deuda de honor!
Y aquí es cuando aparecen los abrigos ajenos, aún tibios gracias al calor del
cuerpo de un «fraier». ¡Qué se le va a hacer! El honor del hampón, o mejor dicho su
vida, vale más que cualquier abrigo de un «fraier».
Sobre las necesidades más bajas, sobre su calidad e impulso, ya hemos hablado.
Se trata de necesidades peculiares, muy alejadas de todo lo humano.
Existe además otro punto de vista sobre el comportamiento de los hampones. Se
trataría de enfermos psíquicos y por lo mismo digamos que irresponsables. No hay
duda de que los hampones son, uno sí y otro también, histéricos y neurasténicos. El
famoso «aire» del hampón, su capacidad de «salirse de madre», da fe de lo inestable
de su sistema nervioso. Los sanguíneos y los flemáticos son muy raros entre ellos,
aunque también se dan. El conocido carterista Karlov, apodado el Empresario (sobre
él escribía el periódico Pravda en los años treinta, cuando lo pescaron en la estación
de Kazán), era un hombre relleno, de cara sonrosada, barrigudo y jovial. Pero Karlov
es una excepción.
Hay científicos médicos que consideran que todo asesinato es una muestra de
psicosis.
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Si los hampones son enfermos mentales, habría que encerrarlos para siempre en
un manicomio.
Nosotros creemos, en cambio, que el del hampa es un mundo especial de personas
que han dejado de serlo.
Este mundo ha existido siempre y sigue existiendo basta hoy, y descompone y
envenena con su respirar a nuestra juventud.
En otros tiempos, los carteristas constituían la parte más cualificada del mundo
criminal. Los maestros de los robos «de tejado» pasaban incluso cierto aprendizaje
para dominar la técnica de su oficio y se enorgullecían del perfil tan estrecho de su
especialidad. Emprendían lagos viajes, durante los cuales, desde el principio hasta el
final de sus tournées, se mostraban siempre fieles a su arte, sin distraerse ante
ninguna sorpresa o trampa. La condena leve por un hurto callejero, el botín fácil —
dinero contante y sonante—, he aquí dos circunstancias que hacían atractivos los
robos de carteras. El saber comportarse en cualquier ambiente, para no delatarse,
también era una de las cualidades importantes del maestro carterista.
Desgraciadamente, la política monetaria ha reducido los «sueldos» de los
carteristas a una suma ridícula, si la comparamos con el riesgo, con la
responsabilidad. Mucho más ventajoso y «guapo» resultaba el más vulgar de los
«saltos» sobre ropa tendida; las prendas eran más valiosas que el contenido de
cualquier cartera afanada en un autobús o un tranvía. En una cartera no encontrarás
miles de rublos; de modo que cualquier «trapo», incluida la rebaja por el robo, vale
más que el dinero que se pueda sacar de la mayoría de las carteras.
Los carteristas han cambiado de especialidad y se han incorporado a las filas de
los ladrones de casas.
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Y, a pesar de todo, «sangre de ladrón» no es sinónimo de «sangre azul». Incluso
un «fraier» puede tener «sangre de ladrón», una gota de «sangre de ladrón», siempre
que comparta alguna de las convicciones hamponas, ayude a los «hombres» o
simpatice con la ley del hampa.
Puede tener «una gota de sangre de ladrón» incluso el instructor, quien
comprende el alma del mundo del hampa y simpatiza en secreto con este mundo.
Hasta (y no es tan raro) el jefe del campo, que concede privilegios a los hampones, y
no porque lo sobornen o lo amenacen. «Una gota de sangre de ladrón» la tienen todas
las «perras» del mundo, no en vano fueron en su tiempo ladrones. La gente con «una
gota de sangre de ladrón» puede ayudar de algún modo a un ladrón, y este es un
aspecto que el ladrón ha de tener en cuenta. Tienen «sangre de ladrón» todos los
«ex», es decir, aquellos que han roto con este mundo, que han dejado de robar y que
han regresado al mundo del trabajo honrado. También hay gente así, no son «perras»,
los «ex» que no se odian para nada a sí mismos pero que, llegado el momento, en una
situación difícil, pueden incluso ayudar a aquellos, pues la «sangre de ladrón» pesa.
Los informadores, los vendedores de lo ajeno, los dueños de los tugurios seguro
que llevan «sangre de ladrón».
Todos los «fraier» que han ayudado de un modo u otro a un ladrón llevan, como
dicen los hampones, esa «gota de sangre de ladrón».
Esa es la vil, la condescendiente alabanza del hampón a todos los que simpatizan
con la ley del hampa, a todos los que él engaña y a los que paga con esta lisonja
barata.
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La mujer en el mundo del hampa
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Las sospechas surgieron de inmediato y, mientras la cuestión del ingreso de
Demídova se resolvía en las «altas instancias» locales, la propia interesada se hallaba
sentada sola en la enorme habitación de la sala de ingresos del hospital. Aunque lo
cierto es que estaba «sola» únicamente en el sentido «chestertoniano» de la palabra.
El practicante y los sanitarios de la sala de ingresos, al parecer, no contaban.
Tampoco contaban los dos escoltas de Demídova, que no se apartaban de ella ni un
paso. El tercer miembro de la escolta vagaba por algún lugar de las profundidades
administrativas del hospital.
Demídova no se quitó siquiera el gorro y solo se desabrochó el cuello de su
chaquetón de piel de oveja. Fumaba pausadamente un cigarrillo tras otro, tirando las
colillas en el cenicero de madera lleno de serrín.
La mujer recorría agitada la sala de ingresos desde las ventanas venecianas
enrejadas hasta la puerta y, repitiendo sus movimientos, la seguían apresurados los
escoltas.
Cuando regresó el médico de guardia junto con el tercer soldado de la escolta ya
había oscurecido, como ocurre en el Norte, y hubo que encender la luz.
—¿No me admiten? —preguntó Demídova al escolta.
—No, no la admiten —respondió este con aspereza.
—Sabía que no me dejarían. Toda la culpa es de Kroshka. Se ha cargado a la
médica y ahora se vengan en mí.
—Nadie se venga en ti —dijo el médico.
—Yo ya sé lo que me digo.
Demídova salió delante del convoy, retumbó la puerta de entrada, crepitó el motor
del camión.
Al instante se abrió la puerta interior y en la sala de ingresos entró el jefe del
hospital con todo el séquito de oficiales de la unidad sanitaria.
—¿Dónde está esta? ¿Y Demídova?
—Ya se le han llevado.
—Lástima, lástima no haberla visto. Usted siempre con sus chistes, Piotr
Ivánovich…
Y el jefe y su séquito abandonaron la sala de ingresos.
Al jefe se le había antojado echar un vistazo, siquiera por encima, a la famosa
ladrona Demídova. Pues, en efecto, la historia de la mujer no era nada común.
Medio año atrás a la ladrona Aglaya Demídova, condenada a diez años por el
asesinato de una encargada —Demídova estranguló con una toalla a una encargada
demasiado guerrera—, la conducían del tribunal a un yacimiento. El escolta era solo
uno, pues no tenían que hacer noche en el trayecto, eran unas horas de camino en
automóvil, desde el poblado de la administración donde habían juzgado a Demídova
hasta el yacimiento donde trabajaba. En el Extremo Norte el espacio y el tiempo son
magnitudes similares. El espacio a menudo se mide en tiempo; así lo hacen los
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nómadas yakutos: de una colina a otra, seis etapas. Todos los que viven cerca de la
gran arteria, la carretera central, miden el tiempo en etapas de automóvil.
El escolta de Demídova era de los «viejos», un joven soldado reenganchado,
acostumbrado desde tiempo atrás a las licencias de la vida del escolta, a sus
peculiaridades, que hacen del escolta el dueño y señor de la suerte del preso. No era
la primera vez que escoltaba a una fémina; un viaje como aquel siempre prometía
alguna diversión conocida, cosa que no le cae en suerte a menudo a un soldado raso
del Norte.
Los tres, el escolta, el chófer y Demídova, almorzaron en el comedor de carretera.
El escolta, para darse ánimos, bebió alcohol (en el Norte solo beben vodka los altos
mandos) y se llevó a Demídova a unos matorrales. Los arbustos de sauce y los
álamos jóvenes crecen en abundancia en torno a los poblados del Norte. En la maleza
el escolta dejó el fusil en el suelo y agarró a Demídova. Esta logró liberarse, alcanzó
el arma y con ráfagas cruzadas le metió al rijoso soldado nueve balas en el cuerpo.
Tras arrojar el fusil entre los matorrales, regresó al comedor y se marchó en uno de
los coches de paso. El chófer dio la alarma. Muy pronto encontraron el cadáver del
escolta y el arma; a la propia Demídova la detuvieron al cabo de dos días, a varios
centenares de kilómetros del lugar de su aventura con el escolta. 1.a juzgaron de
nuevo y le echaron veinticinco años. Tampoco antes quería trabajar, desvalijaba a sus
compañeras de celda, y las autoridades del yacimiento decidieron deshacerse de la
ladrona al precio que fuera. Fundaban sus esperanzas en que después del hospital no
la devolverían a la mina, sino que la mandarían a algún otro lugar.
Davídova era una ladrona de tiendas y pisos, una «ladrona de ciudad», en la
terminología de los «urkas».
El mundo del hampa conoce dos géneros de mujeres: las ladronas propiamente
dichas, cuya profesión es el robo, como en los hombres, y las prostitutas, las amigas
de los hampones.
El primer grupo es mucho menos numeroso que el segundo, y en los ambientes de
los «urkas», que consideran a la mujer como un ser de categoría inferior, merecen
cierto respeto, un reconocimiento obligado de sus méritos y cualidades profesionales.
Por lo común concubina de algún ladrón (la palabra ladrón o ladrona aquí siempre se
emplea en el sentido de su pertenencia a la orden subterránea de los «urkas»), la
ladrona no pocas veces participa en la elaboración de los planes de robo y en los
propios robos. Pero no participa en los «juicios de honor» de los hombres. Estas
normas las ha dictado la vida misma; en los lugares de reclusión, los hombres y las
mujeres viven separados, y esta circunstancia genera ciertas diferencias en la vida
cotidiana, en las costumbres y normas de uno y otro sexo. Las mujeres suelen ser, de
todos modos, más delicadas, sus «juicios» no son tan sangrientos, ni tan crueles los
veredictos. Los asesinatos ejecutados por mujeres del hampa son más raros que en la
otra mitad de la casa del hampa.
Está completamente excluido que una ladrona pueda vivir con uno que no lo sea.
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Las prostitutas son el segundo grupo y el más numeroso de mujeres relacionadas
con el mundo del hampa. Es la conocida amiga del ladrón, que consigue para este sus
medios de vida. Las prostitutas, claro está, también participan cuando hace falta en
los robos, así como en los «ojeos» o en los «plantones», esconden o colocan lo
robado, pero no por ello son miembros de pleno derecho del mundo criminal. Ellas
son las participantes imprescindibles de las fiestas, pero no pueden ni soñar en los
«juicios de honor».
El «urka» de casta aprende desde niño a despreciar a las mujeres. Los ejercicios
«teóricos» y «pedagógicos» se alternan con los ejemplos vivos de sus mayores.
Como ser inferior, la mujer se ha creado solo para satisfacer la pasión animal del
ladrón, para ser la diana de sus burdas bromas y objeto de palizas públicas, cuando el
hampón está «de juerga». Es un objeto animado que el hampón toma para su uso
temporal.
Mandar a su amiga-prostituta a la cama de un jefe, si lo exige la causa, es un
«procedimiento» habitual que todos aprueban. Ella misma comparte esta opinión. Las
charlas sobre este tema son siempre cínicas al máximo, lacónicas y expresivas en
extremo. El tiempo es oro.
La ética criminal reduce a cero tanto los celos como los «saraos». Según la
santificada costumbre ancestral, al ladrón-jefe, al de mayor «autoridad» en
determinado grupo del hampa, le pertenece el derecho de elegir a su mujer temporal,
a la mejor prostituta.
Y si ayer, antes de la aparición del nuevo capo, esta prostituta dormía con otro
ladrón, quien la consideraba su objeto personal, algo que podía prestar a los
compañeros, hoy todos estos derechos pasaban al nuevo dueño. Si mañana a este lo
arrestan, la prostituta regresará a su amiguito anterior. Y si este último también es
arrestado, ya le indicarán quién es su nuevo amo. El amo de su vida y su muerte, de
su destino, su dinero, sus actos y su cuerpo.
¿Dónde pues puede caber aquí un sentimiento como los celos…? Sencillamente
no tiene cabida en la ética del hampa.
El ladrón, dicen, es un hombre y nada humano le es ajeno. Puede suceder que a
alguien le apene ceder a su amiga, pero la ley es la ley, y los «guardianes» de la
pureza «ideológica», los guardianes de la pureza de las costumbres del hampa (sin
comillas de ningún género) señalarán al instante el error del ladrón celoso. Y este se
someterá a la ley.
Se dan casos en que el temperamento salvaje e histérico propio de casi todos los
«urkas» impulsa a alguno a defender a su «parienta». Entonces la cuestión se torna ya
objeto de los juicios de honor, y los «fiscales» del hampa exigirán que el culpable sea
castigado por haber atentado contra las normas de un código milenario.
Pero por lo general no se llega a las manos y la prostituta duerme sumisa con su
nuevo dueño.
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Ni el compartir una mujer ni los «triángulos» amorosos se dan nunca en el mundo
del hampa.
En los campos, mujeres y hombres están separados. Sin embargo, en los lugares
de reclusión hay clínicas, barracones de tránsito, ambulatorios, clubes, donde los
hombres y las mujeres se ven y se oyen.
La inventiva de los presos, su energía en el logro de los objetivos que se proponen
alcanzar, son asombrosas. Es increíble la enorme cantidad de energía que se puede
consumir en la cárcel para conseguir un trocito de hojalata retorcida y convertirlo en
un cuchillo: un arma homicida y suicida.
La atención del vigilante es siempre inferior a la del preso; eso lo sabemos por
Stendhal, quien en La cartuja de Parma dice: «El carcelero piensa menos en sus
llaves que el preso en su fuga».
En los campos es enorme la energía que el hampón emplea en conseguir una cita
con alguna prostituta. Es importante encontrar un lugar al que la prostituta pueda
acceder; en cuanto a si la mujer va a venir, es algo de lo que el hampón no tiene duda
alguna. El brazo del castigo alcanzará a la culpable. Y ahí la vemos, disfrazada de
hombre, acostarse fuera de programa con el vigilante o el encargado, para, a la hora
convenida, deslizarse hasta el lugar donde la espera su amante, un ser para ella del
todo desconocido. El acto amoroso transcurre con premura, a la velocidad con la que
florecen las hierbas durante el verano en el Extremo Norte. La prostituta regresará a
la zona de las mujeres, será descubierta por los vigilantes, que la encerrarán en la
celda de castigo y la castigarán a reclusión durante un mes en una celda de
aislamiento y la mandarán a un yacimiento de castigo. Todo esto ella lo soportará sin
decir palabra e incluso con orgullo, pues ha cumplido con su deber de prostituta.
En un gran hospital penitenciario del Norte se dio el caso de que a un conocido
hampón, paciente de la sección quirúrgica, consiguieron llevarle una prostituta para
toda una noche, y allí, en una cama de hospital, la mujer se acostó, uno tras otro, con
los ocho ladrones que se encontraban entonces en la sala. Al sanitario de guardia lo
amenazaron con una navaja y al practicante de guardia, un empleado libre, le
regalaron el traje que le habían robado a alguien del campo. El dueño reconoció su
traje y redactó una queja; se emplearon enormes esfuerzos para acallar aquel asunto.
La muchacha, cuando la encontraron por la mañana en la sala del hospital para
hombres, no se sintió en modo alguno disgustada o cohibida.
—Los muchachos me han pedido un favor y he venido —aclaró tranquila.
No cuesta adivinar que los hampones y sus amigas son casi todos sifilíticos, y de
la gonorrea crónica ya ni hablemos, en un tiempo como el nuestro en que ya se
emplea la penicilina.
Es conocida la expresión clásica «la sífilis no es una vergüenza, sino una
desgracia». Aquí la sífilis no solo no es una vergüenza, sino que se considera una
suerte y no una desgracia para el preso. Este es un ejemplo más del «trastorno de las
proporciones».
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Ante todo está el tratamiento obligado de los pacientes con enfermedades
venéreas, cosa que sabe cualquier hampón. Sabe que va a «apalancarse», que con su
sífilis no irá a parar a un lugar perdido y que vivirá, será tratado en algún poblado
más o menos confortable, donde hay médicos venereólogos, especialistas. Todo esto
está tan bien calculado y previsto que se declaran pacientes venéreos incluso los
hampones a los que Dios había salvado de las cuatro o tres cruces de la reacción de
Wasserman. Y los hampones además conocían perfectamente la poca fiabilidad de la
respuesta negativa del laboratorio a esta reacción. Las llagas amañadas y las quejas
falsas era algo acostumbrado, junto a las llagas y las quejas reales.
A los enfermos venéreos que debían tratarse los reunían en zonas especiales. En
un tiempo, en estas zonas no se trabajaba en absoluto y eran para los criminales el
ideal refugio «Mon Repos». Más tarde estas zonas se instalaron en minas especiales o
en expediciones de trabajo a los bosques, donde, a parte del «salvarsán» y de la
ración de comida diaria, los presos debían trabajar según las normas acostumbradas.
Pero de hecho, en estas zonas no se exigía un trabajo de verdad y se vivía mucho
mejor que en cualquier otra mina.
Las zonas venéreas de hombres siempre eran el lugar desde donde llegaban al
hospital las jóvenes víctimas de los hampones: los contagiados de sífilis por el tracto
rectal. Los hampones son prácticamente todos pederastas y, ante la ausencia de
mujeres, pervertían y contagiaban a hombres, en la mayoría de los casos
amenazándolos con navajas y en raras ocasiones ofreciéndoles algún «trapo» (ropa) o
pan.
Si hablamos de la mujer en el mundo del hampa, no podemos dejar de lado todo
el ejército de «Zoikas», «Mancas», «Dazas» y demás seres del sexo masculino
bautizados con nombre de mujer. Lo asombroso es que los interpelados respondían
con toda normalidad a estos nombres femeninos, no viendo en ello nada vergonzoso
u ofensivo hacia sus personas.
Alimentarse a cuenta de las prostitutas no se considera humillante para el ladrón.
Al contrario, la prostituta ha de tener en alta estima tratar con un hampón.
Por el contrario, el proxenetismo es uno de los detalles «sugerentes» de la
profesión, muy atractiva para los hampones jóvenes.
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Está claro que el nivel de exigencia que afronta la ladrona es mayor para la
prostituta. La ladrona que vive con un vigilante comete una traición, según los jueces
del hampa. Pueden tundirla a golpes, para que se dé cuenta de su error, o simplemente
degollarla como a una «perra».
Para una prostituta un acto así no será considerado un pecado.
En estos conflictos entre la mujer y la ley de su mundo la cuestión no se resuelve
del mismo modo, sino que depende de las cualidades personales de cada uno.
Tamara Tsulukidze, una bella ladrona de veinte años, antigua amiga de un
conocido «urka» de Tbilisi, se lió en el campo con el jefe de la unidad cultural-
educativa Grachov, un valeroso teniente de treinta años, soltero y guapo.
Grachov tenía además otra amante en el campo, la polaca Leshevskaya, una de las
célebres «artistas» del teatro del campo. Cuando el teniente se lió con Tamara, esta no
le exigió que dejara a Leshevskaya. La polaca no tenía nada contra Tamara. De modo
que el valeroso teniente Grachov convivía al tiempo con sus dos «esposas»,
mostrándose proclive a las costumbres musulmanas. Como hombre experimentado
que era, trataba de repartir por igual sus atenciones entre ambas damas, cosa que
conseguía. Compartía con ellas no solo su amor, sino las muestras materiales de su
afecto: cada regalo comestible, Grachov lo preparaba a pares. Con las cremas, las
cintas y los perfumes actuaba del mismo modo, y tanto Leshevskaya como
Tsulukidze recibían el mismo día exactamente las mismas cintas, los mismos frascos
con perfumes y los mismos pañuelos.
El hecho resultaba conmovedor en extremo. Además, Grachov era un muchacho
de buen ver, aseado. Y tanto Leshevskaya como Tsulukidze (ambas vivían en el
mismo barracón) estaban encantadas con el trato de su enamorado. No obstante, no se
hicieron amigas, y cuando de pronto Tamara fue invitada a cumplir con su deber con
los ladrones del hospital, Leshevskaya, secretamente, no cabía en sí de gozo.
Un día Tamara enfermó, la ingresaron en la sala para mujeres del hospital. Por la
noche las puertas de la sala se abrieron y a través de ellas se abrió paso, haciendo
resonar sus muletas, el embajador de los «urkas». El mundo del hampa extendía hasta
Tamara su largo brazo.
El emisario le recordó las leyes de la propiedad sobre la mujer del hampa y le
propuso que se presentara en la sección de cirugía para cumplir con «la voluntad de
quien lo había enviado».
Había allí, según palabras del embajador, gente que conocía al hampón de Tbilisi
del que Tamara Tsulukidze era considerada amiga. Entonces allí lo sustituía Senka
Gundosi. Y a sus brazos tenía que entregarse de inmediato Tamara.
Tamara agarró un cuchillo de cocina y se lanzó sobre el hampón cojo. Los
sanitarios a duras penas lograron separarla de él. El embajador se alejó entre
amenazas e insultos. Al día siguiente Tamara obtuvo el alta del hospital.
No fueron pocos los intentos de retornar a la hija pródiga bajo el techo del hampa,
pero todos fueron vanos. A Tamara la acuchillaron, pero la herida no fue grave. Le
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llegó el día del final de su condena. Tamara se casó con un vigilante, un hombre
armado. De modo que el mundo del hampa no consiguió recuperarla.
La muchacha de ojos azules Nastia Arjárova, una mecanógrafa de Kurgán, no era
ladrona ni prostituta, pero, por razones ajenas a su voluntad, unió su suerte a la del
mundo del hampa.
Desde sus años jóvenes, durante toda su vida, Nastia se vio rodeada de un respeto
sospechoso, el funesto respeto de gentes cuyas historias Nastia había leído en las
novelas policíacas. Este respeto, que Nastia había notado ya en el mundo «libre», se
daba tanto en la cárcel como en el campo, en todas aquellas partes donde aparecían
los hampones.
En esto no había nada de misterioso: el hermano mayor de Nastia era un conocido
atracador de los Urales, y desde sus años jóvenes Nastia se bañaba en los rayos de su
fama criminal, en su afortunada gloria criminal. Sin darse cuenta, Nastia se internó en
los ambientes del hampa, de sus intereses y asuntos, y no se negó a guardarles lo
robado. La primera condena de tres meses la fogueó y la llenó de ira, y la unió con
fuerza al mundo del hampa. Mientras estuvo en su ciudad, los ladrones, temiendo la
ira de su hermano, no se decidían a echar mano de Nastia como si fuera propiedad del
hampa. Por su situación «social» se hallaba más cerca de las ladronas, pues no era en
absoluto una prostituta, y en calidad de ladrona había hecho los acostumbrados viajes
por cuenta del Estado. Allí ya no estaba el hermano, y en la primera ciudad en la que
cayó después de su primera liberación, la hizo su mujer el capo local del hampa, y de
paso la contagió de gonorrea. Pronto arrestaron al hampón, que a modo de despedida
le cantó a Nastia la canción del hampa: «Será tu amo mi compinche». Tampoco vivió
Nastia mucho tiempo con el «compinche» (es decir, el compañero); a este lo
encerraron en la cárcel y sobre Nastia hizo valer sus derechos el propietario de turno.
El tipo, eternamente baboso, cubierto de eccema, le resultaba repugnante a Nastia. La
mujer intentó escudarse en el nombre del hermano y se le respondió que ni siquiera
su hermano tenía derecho a transgredir las leyes del hampa. La amenazaron con una
navaja y la mujer dejó de resistirse.
En el hospital se presentaba sumisa a las «llamadas» amorosas, a menudo iba a
parar a la celda de castigo y lloraba mucho. O era de llorar fácil, o la espantaba
demasiado su suerte, el destino de una muchacha de veintidós años.
Vostókov, un médico entrado en años, conmovido por la suerte de Nastia, una
vida parecida, por lo demás, a miles de otras vidas, prometió ayudarla a colocarse de
mecanógrafa en la oficina si cambiaba de vida.
«Esto no depende de mi voluntad —escribía con una elegante caligrafía Nastia,
en respuesta a la carta del médico—. No hay modo de salvarme. Pero si quiere hacer
algo por mí, cómpreme unas medias gruesas de nailon de la talla más pequeña.
»Dispuesta a todo por usted, Nastia Arjárova».
La ladrona Sima Sosnóvskaya estaba tatuada de los pies a la cabeza. Escenas
sexuales de lo más asombroso, figuras entrelazadas del contenido más ingenioso,
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cubrían todo su cuerpo. Solo la cara, el cuello y los brazos hasta los codos aparecían
libres de tatuajes.
La tal Sima era conocida en el hospital por lo atrevido de sus robos. Al escolta
que durante el viaje había decidido disfrutar de la buena disposición de la atractiva
Sima, le había quitado un reloj de oro. Su carácter era mucho más pacífico que el de
Aglaya Demídova, porque, en caso contrario, el escolta ya estaría criando malvas
entre los arbustos hasta el juicio final. Sima se tomaba aquello como una aventura
divertida y pensaba que el reloj de oro no era un precio demasiado alto por sus
favores. En cambio, el escolta casi se volvió loco y hasta el último minuto le reclamó
que le devolviera el reloj, y cacheó a Sima dos veces sin éxito. El hospital no estaba
lejos, la etapa era numerosa, pero el escolta no se decidía a montar un escándalo en el
hospital. De modo que Sima se quedó con el reloj de oro. Al poco, los presos se
bebieron el reloj, del que se perdió el rastro.
Como en el Corán, el código moral del hampa desprecia de manera manifiesta a
las mujeres. La mujer es un ser infame, inferior, indigno de lástima y merecedor de
todo género de palizas. Esto se refiere por igual a todas las mujeres. Para el hampón,
cualquier representante de otro mundo ajeno al hampa resulta despreciable. La
violación «a coro» no es algo raro en las minas del Extremo Norte. Los jefes
trasladan a sus esposas acompañadas de una escolta; las mujeres no van ni viajan
nunca a parte alguna solas. A los niños se los protege de un modo similar; la
corrupción de niñas menores es el sueño eterno de todo hampón. Y un sueño como
este no siempre se queda en simple sueño.
El hampón se educa en el desprecio a la mujer desde sus años jóvenes. Pega con
tanta frecuencia a la amiga prostituta que esta deja de sentir, como se dice, la plenitud
del amor si, por cualquier razón, no es objeto de la paliza de turno. Las inclinaciones
sádicas se educan desde la propia ética del hampa.
El hampón no debe experimentar ningún sentimiento de camaradería o amistad
hacia las «tías». No debe sentir lástima tampoco hacia el objeto de sus diversiones
clandestinas. No puede existir género alguno de justicia hacia la mujer del mundo del
hampa; la cuestión femenina está fuera de la «zona» ética de los hampones.
Hay una única excepción a esta siniestra regla. Hay una sola mujer que no
solamente está a salvo de cualquier atentado a su honor, sino que se sitúa en lo alto de
un pedestal. Una mujer que ha sido poetizada por el mundo del hampa, una mujer que
se ha convertido en objeto de la lírica del hampa, la heroína del folclore criminal
durante muchas generaciones.
Esta mujer es la madre del ladrón.
La imaginación del criminal dibuja un mundo cruel y adverso que lo rodea por
todas partes. Y en este mundo poblado de enemigos solo aparece una figura
luminosa, digna de un amor puro, de respeto y veneración, que es la madre.
El culto a la madre en medio de un desprecio brutal hacia todas las mujeres: esta
es la fórmula ética del mundo criminal respecto a las mujeres, una fórmula expresada
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con un sentimentalismo carcelario especial. Se han escrito muchas vaciedades sobre
el sentimentalismo carcelario. En realidad, se trata del sentimentalismo del asesino
que riega su huerto de rosas con la sangre de sus víctimas. El sentimentalismo de una
persona que cura la herida de un pajarillo y que al cabo de una hora es capaz de
descuartizar a este mismo pajarillo con sus propias manos, pues contemplar la muerte
de un ser vivo es para un hampón el mayor de los espectáculos.
Debemos conocer la verdadera cara de los autores del culto a la madre, un culto
envuelto de un halo poético.
La misma incontinencia y teatralidad que impulsa al hampón a «firmar» con su
navaja en el cadáver de un renegado, o a violar en público a una mujer, a la vista de
todos, o a pervertir a una niña de tres años, o a contagiar de sífilis a un hombre
llamado «Zoika», con esa misma expresión el criminal poetiza la imagen de la madre,
la endiosa y obliga a todos los demás a expresarle todo género de muestras de
respeto.
A primera vista el sentimiento del ladrón hacia su madre parece que es lo único
humano que le ha quedado de sus deformes y perturbados sentimientos. El hampón
siempre se muestra como un hijo respetuoso y corta cualquier conversación grosera
referida a las madres de los demás. La madre, que se erige como cierto ideal elevado,
es al mismo tiempo algo del todo real, madre tienen todos. Una madre que todo lo
perdona y que se apiada siempre de su hijo.
«Para que pudiéramos vivir, mamá trabajaba. Y yo poco a poco me puse a robar.
Serás un ladrón, igual que tu padre, me repetía entre lágrimas mi madre».
Así se dice en una de las canciones clásicas del hampa: «Destino».
Al comprender que durante su tormentosa y breve existencia solo la madre
permanecerá hasta el final a su lado, el ladrón, en su cinismo, se apiadará de ella.
Pero incluso este sentimiento, se diría que luminoso, es falso, como lo es todo lo que
engendra el alma del hampón.
La glorificación de la madre es un camuflaje, ensalzarla es un medio para el
engaño y solo en el mejor de los casos es la expresión más o menos elevada del
sentimentalismo carcelario.
En este sentimiento, diríase que elevado, el ladrón miente de principio a fin, como
en cada una de sus consideraciones. Ningún ladrón le ha mandado nunca a su madre
ni un céntimo, ni la ha ayudado siquiera a su manera, dejando de beberse y pulirse
una parte de los miles de rublos robados.
En este sentimiento hacia su madre no hay nada que no sea fingimiento y falsedad
teatral.
El culto a la madre es una peculiar cortina de humo que oculta el repugnante
mundo del hampa.
El culto a la madre, que no se traslada ni a la esposa ni a la mujer en general, es
falso, es mentira.
La actitud hacia la mujer es el indicador de toda ética.
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Señalemos también aquí que es justamente el culto a la madre, culto que convive
con el desprecio cínico hacia la mujer, lo que ha convertido a Yesenin, hace ya tres
decenios, en un autor tan popular en el mundo del crimen. Pero de ello hablaremos en
otro lugar.
A las ladronas o a las amigas del ladrón, que han ingresado de un modo directo o
no en el mundo del crimen, se les prohíbe cualquier tipo de «romance» con los
«fraier». Aunque a la traidora en tales casos no la matan, no la «liquidan». El cuchillo
es un arma demasiado noble para emplearlo contra una mujer; para ella basta un palo
o un atizador.
Otra cosa muy distinta es si se trata de la relación de un hombre ladrón con una
mujer libre. Es un honor y motivo de orgullo, objeto de relatos jactanciosos del
afortunado y de secreta envidia para muchos. Estos casos no son tan raros. Pero en
torno a ellos por lo general se alzan montañas tan altas de cuentos que es muy difícil
distinguir la verdad. La mecanógrafa se convierte en fiscal, la empleada de Correos
en directora de empresa, una vendedora en ministra. La desbordante fantasía desplaza
la verdad a algún lugar al fondo de la escena, a la oscuridad, de modo que resulta
imposible aclararse en el espectáculo.
Sin duda alguna, una parte de los hampones tiene familia en sus ciudades de
origen, familias abandonadas ya por los maridos hampones. Las mujeres con
pequeños luchan por la vida cada una a su manera. Sucede que los maridos regresan
con sus familias desde los lugares de encierro, regresan por lo general por poco
tiempo. El «espíritu vagabundo» los empuja a nuevas andanzas, aunque también las
autoridades policiales locales contribuyen a que el preso se vaya cuanto antes. Pero
en las familias quedan los hijos, a los que la profesión del padre no les parece algo
horrible, sino que más bien les da pena y, más aún, les provoca el deseo de seguir los
pasos de su padre, como en la canción «Destino».
Quien tenga fuerzas para luchar con su destino
Los ladrones de estirpe no son otra cosa que el núcleo profesional del mundo del
crimen, son sus «guías» e «ideólogos».
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sobre la conciencia del hampón no pesa ninguna carga moral. El que sus hijos se
conviertan en ladrones también le parece algo completamente natural.
1959
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La ración del preso
Una de las leyendas más populares y más crueles del mundo del hampa es la
leyenda de la «ración del preso».
Al igual que el cuento del «ladrón caballero», es una leyenda de escaparate, la
fachada de moral del hampa.
Según esta, la ración penitenciaria oficial, la ración del preso cuando está
recluido, es «sagrada e intocable» y ningún ladrón tiene derecho a atentar contra esta
fuente oficial de subsistencia. Quien haga algo así será maldito por los siglos de los
siglos. Es igual quien sea, un hampón reconocido o un «bulto de nada», un joven
«fraier».
La ración del preso, en la forma, digamos, de pan, se puede guardar sin miedo, sin
problemas en la mesilla de noche, cuando en la celda hay mesillas, o debajo de la
cabeza, si no hay ni mesillas ni estanterías.
Robar este pan se considera algo vergonzoso e impensable.
Solo se puede desposeer a los «fraier» de sus paquetes, ya sean de comida o de
ropa, da igual, la prohibición no llega hasta allí.
Y aunque todo el mundo tiene claro que quien salvaguarda la ración es el propio
régimen penitenciario y que conservarla en ningún caso se debe a la caridad de los
hampones, de todos modos pocos son los que dudan de la nobleza de estos.
Como la administración no puede salvar nuestros paquetes de correos de los
hampones, reflexiona esta gente, luego, si no fuera por los ladrones…
Así es, la administración no protege nuestros paquetes. La ética de la celda obliga
a compartir lo que te mandan con los compañeros. Y en calidad de declarados y
amenazadores pretendientes a esos envíos se presentan los hampones en tanto que
«compañeros» del preso. Los «fraier» experimentados y de largas miras sacrifican al
punto la mitad de su paquete. Ninguno de los ladrones se interesa por la situación
material del «fraier». A ellos, que el preso esté en la cárcel o en libertad les da igual:
es un legítimo botín, y sus paquetes de correos, sus «cosas», un trofeo de guerra para
los hampones.
A veces los paquetes o las prendas de llevar se «encargan». Dame tal cosa que ya
te recompensaré. Y el «fraier», que en libertad vive dos veces más pobremente que el
hampón en la cárcel, le entrega las últimas migas que ha recogido su mujer.
¡Cómo no! ¡Es la ley de la cárcel! A cambio, el preso mantiene su buen nombre,
incluso Señka Pup le había prometido su protección y hasta le había dado una calada
del mismo paquete de cigarrillos que le había mandado su mujer.
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Desnudar o atracar a un «fraier» en la cárcel es la primera diversión del hampón.
Esto lo hacen los cachorros, los jóvenes con ganas de jaleo… Los mismos que,
pasados unos años, duermen en el mejor rincón de la celda, junto a la ventana, atentos
a la operación, dispuestos en cualquier instante a intervenir en el caso de que un
«fraier» se resista.
Es verdad que uno puede ponerse gritar, llamar a los soldados de guardia, al
comandante, pero esto ¿a qué lleva?, ¿a que te den una paliza por la noche? Y más
adelante, en el camino, te pueden apuñalar incluso. ¡Que se queden con el paquete!
—Pero tu ración —le diría un hampón a algún «diablo» dándole golpecitos en la
espalda y eructando saciado—, pero tu ración de preso sigue intacta. La ración,
hermano, ni tocarla…, nunca.
El joven ladrón a veces no comprende por qué no se puede tocar el pan de la
cárcel, si su propietario se ha llenado la panza con los panecillos caseros que le han
mandado. El propietario de los panecillos tampoco lo entiende. Entonces los ladrones
mayores les explican a uno y otro que esta es la ley de la vida carcelaria.
Y Dios no quiera que algún incauto campesino hambriento, que durante los
primeros días de reclusión en la cárcel anda falto de comida, le pida a su vecino, un
hampón, que le corte un pedazo de la ración que se está secando en la estantería. Qué
pomposo discurso le soltará el hampón sobre lo sagrada que es la ración del preso.
En las cárceles donde se reciben pocos paquetes y hay pocos «fraier» nuevos, el
concepto de ración del preso se limita al pan; en cambio el propio plato, las sopas, las
papillas, las vinagretas, por escaso que sea su surtido, se excluyen de la prohibición.
Son los ladrones los que tratan de dirigir la distribución de la comida. Esta sabia regla
les sale muy cara al resto de los habitantes de la celda. Además de la ración de pan,
les echan en el plato un poco de sopa, y las porciones del segundo plato son
inexplicablemente cada vez más escasas. Unos cuantos meses de vida conjunta con
estos guardianes de la ración del preso se reflejan del modo más negativo en el
«estado nutricional» del preso, dicho en términos oficiales.
Todo esto ocurre antes de ir a parar al campo de trabajo, mientras se sigue el
régimen de la cárcel de instrucción.
En un campo de trabajo correccional, en condiciones de unos duros trabajos
comunes, el problema de la ración del preso se torna una cuestión de vida o muerte.
Aquí ya no hay pedazo de pan que sobre, aquí todos pasan hambre y trabajan
duro.
Entonces el robo de la ración penitenciaria adquiere el carácter de un crimen, de
un lento asesinato.
Los ladrones, que no trabajan, con su zarpa puesta sobre los cocineros de la
cantina, se llevan de allí la mayor parte de las grasas, los azúcares, el té, la carne,
cuando la hay (esta es la razón por la que toda la «gente sencilla» prefiere el pescado
a la carne; el peso de la ración es el mismo, y en cambio la carne seguro que la
roban). Además de a los ladrones, el cocinero ha de dar de comer al servicio del
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campo, a los jefes de brigada, a los médicos, sin olvidar a los vigilantes que se
encuentran en el cuartelillo de los vigilantes. Y el cocinero les da de comer; los
ladrones simplemente lo amenazan con matarlo, y es que los presos que mandan en el
campo (a los que en el lenguaje del hampa llaman los «enchufados») en cualquier
momento pueden meterse con el cocinero y echarlo de su puesto y se irá a trabajar a
la mina, algo terrible para cualquier cocinero, aunque no solo para un cocinero.
La sustracción de la ración del preso se lleva a cabo a cuenta del innumerable
ejército de trabajadores comunes y corrientes. Estos reciben, de la «norma de
alimentación establecida científicamente», tan solo una pequeña parte, una ración
pobre en grasas y en vitaminas. La gente llora cuando recibe una sopa aguada, cuya
parte más sustanciosa ya se ha repartido entre los distintos Séñechkas y Kóleñkas.
Para poner siquiera un mínimo orden, la autoridad no solo ha de ser honesta en lo
personal, sino además estar dotada de una energía sobrehumana e inagotable en la
lucha contra el pillaje en los alimentos y, en primer lugar, contra los ladrones.
Esta es la realidad de la ración del preso en el campo. Aquí ya nadie piensa en las
declaraciones propagandísticas de los hampones. El pan se convierte en pan, sin
convención ni simbolismo alguno. Y se convierte en el primer medio para conservar
la vida. Desgraciado aquel que, sobreponiéndose a su voluntad, ha dejado un trocito
de su ración para la noche, para despertarse en medio de la noche y apreciar, hasta oír
el crujido de sus orejas, el gusto del pan en su boca reseca por la pelagra.
Le robarán este pan, sencillamente se lo arrancarán, se lo quitarán los
hambrientos hampones jóvenes que registran a diario los barracones… El pan que se
recibe se ha de comer enseguida, esta es la práctica en muchas minas, donde hay
mucho ladrón, donde estos honrados caballeros pasan hambre y, aunque no trabajan,
quieren comer.
Es imposible tragarse de golpe quinientos o seiscientos gramos de pan. Por
desgracia, la constitución del tracto digestivo humano es diferente a la del sistema
digestivo de una boa o una gaviota. El esófago del hombre es demasiado estrecho y
no hay manera de meter de una vez ahí dentro un pedazo de medio kilo de pan, y
menos aún con la corteza. Hay que partir el pan, masticarlo, y en esta actividad se va
un tiempo precioso. Los hampones arrancan de las manos de este trabajador lo que le
queda del pan, le desdoblan los dedos, lo golpean…
En el campo de tránsito de Magadán se aplicó en cierta época el siguiente orden
de entrega del pan: la ración diaria se repartía a los trabajadores bajo la escolta de
cuatro soldados armados, manteniendo a una considerable distancia del lugar de
reparto del pan a la multitud de hampones hambrientos. El trabajador, tras recibir el
pan, se ponía al instante a masticarlo, lo masticaba hasta que al final lograba
afortunadamente tragarlo. De todos modos, se dieron casos en que los hampones
abrieron el vientre a alguno para hacerse con aquel pan.
Pero lo que sí se vio en todas partes fue otra cosa.
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Por su trabajo los presos reciben un dinero, no mucho, unas decenas de rublos
(para aquellos que superan la norma), pero algo cobran. Los que no cumplen la
norma no reciben nada. Con estas decenas de rublos el preso que trabaja en la mina
puede comprar en la tiendita del campo, en el quiosco, pan, a veces mantequilla; en
una palabra, puede mejorar algo su alimentación. No todas las brigadas reciben
dinero, pero a algunas sí les llega. En los yacimientos donde trabajan los hampones,
este salario no es más que una paga ficticia: los hampones les quitan el dinero, les
imponen a los presos un «impuesto». Por una falta de pago a tiempo, un navajazo en
el costado. Estos impensables «descuentos» se hicieron durante años. Todos estaban
enterados de esta extorsión flagrante. En cualquier caso, los «descuentos», si no los
practicaban los hampones, iban a parar a los bolsillos de los jefes de brigada, de los
inspectores y los capataces…
Este es, en la vida real, el auténtico significado del concepto de «ración del
preso».
1959
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La guerra de las «perras»
Llamaron al médico de guardia a la sala de ingresos. Sobre las tablas del suelo
recién lavadas, algo azuladas y pulidas con un cuchillo, se retorcía un cuerpo tostado
por el sol y cubierto de tatuajes: un hombre herido al que los sanitarios habían
desnudado por completo. La sangre embadurnaba el suelo y el médico de guardia
sonrió con malevolencia: sería muy difícil limpiarla; el médico se alegraba de todo lo
malo que sucedía o que él veía. Sobre el herido se inclinaban dos hombres con bata
blanca: el practicante de la sala de recepción, que sujetaba un canastillo con el
material de primeras curas, y el teniente de la unidad especial, con una hoja de papel
en la mano.
El médico enseguida comprendió que el herido no tenía documentos y que el
teniente de la unidad especial quería obtener siquiera algún dato sobre el herido.
Las heridas eran recientes y algunas sangraban. Eran muchas, más de diez
diminutas heridas. Al hombre lo habían herido no hacía mucho con un pequeño
cuchillo, un clavo o algo parecido.
El médico recordó que en su guardia anterior, hacía dos semanas, habían matado
a la vendedora de una tienda, asesinada en su habitación, asfixiada con una almohada.
El criminal no tuvo tiempo de huir con sigilo, se armó un alboroto y el asesino,
cuchillo en mano, escapó hacia la helada niebla de la calle. Al pasar corriendo junto a
la tienda, a lo largo de la cola, el asesino le clavó el cuchillo en una nalga al último de
la cola; lo hizo por maldad, o el diablo sabe por qué…
Pero ahora la cosa era distinta. Los movimientos del herido eran cada vez menos
bruscos y sus mejillas palidecían. El médico comprendía que se trataba de una
hemorragia interna, pues también en el vientre se veían unas pequeñas heridas; eran
preocupantes pero no sangraban. Las lesiones podían haberse producido dentro, en el
intestino, en el hígado…
Pero el médico no se atrevía a inmiscuirse en la sacrosanta labor del servicio de
registro. Había que conseguir como fuera los «datos básicos»: apellido, nombre,
patronímico, artículo y años de condena; recibir respuestas a las preguntas que se le
hacían al recluso diez veces al día, en las revisiones, en los recuentos…
El herido decía algo y el teniente anotaba presuroso la información en un pedazo
de papel. Ya sabía el apellido y el artículo, el 58, punto 14… Quedaba lo más
importante y esa respuesta la esperaban todos, tanto el teniente como el practicante de
la sala de ingresos y también el médico…
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—¿Quién eres? ¿Quién? —clamaba nervioso el teniente, de rodillas junto al
herido.
—¿Quién?
Y el herido comprendió la pregunta. Sus párpados temblaron, se abrieron sus
labios mordidos y resecos y el herido soltó en un largo suspiro:
—Una pe-e-e-rra…
Y perdió el conocimiento.
—¡Una perra! —gritó admirado el teniente poniéndose de pie y sacudiéndose las
rodillas con la mano.
—¡Una perra! ¡Una perra! —repitió alegre el practicante.
—¡A la séptima con él; llevadlo a la séptima, a la sección quirúrgica! —ordenó
agitado el médico.
Ya se podía proceder al vendado. La séptima sala era la de las «perras».
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crimen», no tenían intención alguna de dejar las actividades que antes de la guerra les
habían proporcionado sus medios de subsistencia, la emoción artística, los instantes
de auténtica inspiración, así como una posición en la «sociedad».
Los bandidos regresaron a sus asesinatos, a sus «oseras» —a abrir cajas fuertes—,
a robar carteras, a las exploraciones de los desvanes, a los hurtos de «trapos» y a los
robos de pisos.
La guerra más bien fortaleció su falta de escrúpulos, de humanidad, más que
enseñarles el camino del bien. Tras la guerra empezaron a considerar el asesinato
como algo más fácil, más simple de cometer que antes de la guerra.
El Estado intentó organizar la lucha contra la creciente criminalidad. Se dictaron
las órdenes de 1947 «Sobre la protección de la propiedad socialista» y «Sobre la
protección de los bienes personales de los ciudadanos». Según estas leyes el robo más
insignificante, por el que antes el ladrón pagaba con unos meses de reclusión, ahora
se castigaba con veinte años.
A los ladrones, excombatientes en la Gran Guerra Patria, los empezaron a cargar
por decenas de miles en barcos y trenes, para mandarlos bajo un rigurosísimo control
a los numerosos campos de trabajo, cuya actividad no se detuvo ni por un instante
durante la guerra. Entonces había muchos campos: Sevlag, Sevostlag, Sevzaplag…
En cada región, en cada construcción, fuera grande o pequeña, existían secciones de
los campos. Junto con administraciones diminutas, que no llegaban a superar los mil
hombres, había también campos gigantescos, con una población de varios centenares
de miles de reclusos en sus años más florecientes: Bamlag, Taishetlag, Dmitlag,
Tiomniki, Karagandá…
Los campos empezaron a llenarse rápidamente de maleantes. Se acumulaban
sobre todo en dos grandes campos alejados: Kolimá y Vorkutá. La rigurosa naturaleza
del Extremo Norte, los hielos perpetuos, los inviernos de ocho y nueve meses, todo
ello combinado con un régimen bien orientado a este fin, crearon unas condiciones
favorables para que se liquidara el hampa. El experimento realizado por Stalin con
los llamados «trotskistas» en 1938 se vio coronado con un éxito completo y todos lo
recordaban bien.
A Kolimá y Vorkutá empezaron a llegar un convoy tras otro de trenes de reclusos
condenados gracias a las órdenes de 1947. Aunque en lo que se refiere a sus
cualidades laborales, los hampones eran un material de poco valor y difícilmente
útiles para colonizar la región, en cambio huir del Extremo Norte era casi imposible.
De modo que la tarea de aislar a aquellos presos se resolvía de manera segura. Por
cierto, las peculiaridades geográficas del Extremo Norte eran en Kolimá la causa de
que apareciera una categoría especial de fugitivos —el pintoresco término creado por
los hampones: los «huidos a los hielos»—, presos que, en realidad, no huían a parte
alguna, sino que se escondían cerca de la carretera central, una vía de dos mil
kilómetros de longitud, y asaltaban los coches que pasaban. A estos fugitivos no se
les condenaba ni por la propia fuga ni por los atracos en la carretera. Los juristas
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consideraban las fugas como absentismo laboral y las trataban como sabotaje
contrarrevolucionario, como una negativa a trabajar, el mayor de los delitos en el
campo. Con los esfuerzos unidos de los juristas y pensadores de la administración
penitenciaria, la reincidencia penal pudo por fin encasillarse en el marco de un
artículo más pavoroso, el 58.
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En el mundo del hampa hay mucha susceptibilidad respecto a esta cuestión; las
interpretaciones ortodoxas de algunos casos complejos evocan la delicada y tortuosa
lógica del Talmud.
Un ejemplo: un ladrón pasa junto al cuerpo de guardia y el vigilante le grita: «Eh,
tú, dale al riel, ya que pasas al lado, llama a la gente…» Si el ladrón hace sonar el riel
—que es la señal de las llamadas y los recuentos—, ha transgredido la ley y ya es una
«perra».
Las «pravilkas» o «juicios de honor», donde se «reclaman los derechos», se
dedican sobre todo a examinar las causas y acusaciones relacionadas justamente con
la traición al «ideario» del hampa, y a reflexionar «jurídicamente» sobre tal o cual
acto sospechoso. ¿Es culpable o no lo es? La respuesta afirmativa en estos «juicios de
honor» por lo general trae consigo un castigo sangriento casi inmediato. No matan los
jueces, claro, sino los hampones jóvenes. Los jefes siempre han sido de la opinión de
que «actos» como estos son provechosos para el joven ladrón, pues adquiere de este
modo experiencia, se forja.
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esperaban ayuda para solucionar los gravísimos problemas que la vida había
planteado al mundo del hampa.
Sus esperanzas no se vieron cumplidas. El viejo mundo criminal no los aceptó
entre sus filas y tampoco permitió que los «guerreros» participaran en las
«pravilkas». Resultó que las cuestiones que preocupaban a los recién llegados hacía
tiempo que se habían discutido y resuelto en el seno del viejo mundo criminal. Y la
solución a que se llegó no era ni mucho menos parecida a la que esperaban los
«guerreros».
—¿Has estado en la guerra? ¿Has cogido un fusil? Entonces eres una perra, una
perra de tomo y lomo, y se te ha de castigar como manda la «ley». ¡Y además eres un
cobarde! ¡No has tenido fuerza de voluntad para negarte a servir en una compañía de
reserva! ¡Antes «cargar» con otra pena, o morir incluso, que coger un fusil!
Así es como les respondían a los recién llegados los «filósofos» e «ideólogos» del
mundo del hampa. La pureza de las convicciones del hampa, decían, está por encima
de todo. Y no hay nada que cambiar. El ladrón, si es un «hombre» y no un «chucho»,
debe saber sobrevivir a cualquier orden, para algo es un ladrón.
En vano los «guerreros» reivindicaban sus méritos del pasado y exigían que se les
permitiera participar en los «juicios de honor» como jueces reconocidos y de pleno
derecho. Los viejos «urkaganes», que durante la guerra habían sobrevivido con una
ración de tan solo un «ochavo»[21] de pan, encerrados en las celdas de la cárcel, y
habían padecido otras penalidades, se mantuvieron inflexibles.
Lo cierto es que entre los retornados había personas destacadas del mundo
criminal. Había bastantes «filósofos» e «ideólogos» y «cabecillas». Expulsados de su
medio natural de manera tan inmisericorde y decidida, no pudieron resignarse a la
posición de parias a la que los habían condenado los «urkas» ortodoxos. En vano los
representantes de los «guerreros» insistían en lo casual, en lo particular de su
situación en el momento en que se les propuso ir al frente, que excluía una respuesta
negativa. Nunca existió, desde luego, espíritu patriótico alguno entre los hampones.
El ejército, el frente eran el pretexto para salir en libertad, y luego Dios diría. En
cierto momento los intereses del Estado y sus intereses personales coincidieron, y
justamente por eso les exigían responsabilidades sus antiguos camaradas. Por lo
demás, para los hampones la guerra respondía de algún modo a sentimientos como el
amor al peligro, al riesgo. Sobre la reinserción, sobre la posibilidad de abandonar el
mundo criminal, era algo en lo que ni siquiera pensaban, ni antes ni entonces. El
amor propio herido de los «capos» que habían dejado de serlo, la conciencia de lo
inútil de su paso, que había sido declarado una traición a los compañeros, el recuerdo
de los duros caminos de la guerra, todo esto agudizaba las relaciones, encendía al
máximo la atmósfera subterránea. También se contaban entre los ladrones aquellos
que fueron al frente por falta de firmeza moral, pues los habían amenazado con
fusilarlos y en aquellos tiempos los habrían fusilado. Los más débiles siguieron a sus
cabecillas, a sus «mandos»: la vida siempre es vida, amigos.
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Los hampones de importancia, los «jefes de los guerreros», se quedaron
preocupados, pero no desconcertados. Qué se le va hacer; si la antigua «ley» no los
admitía, instaurarían una nueva. Y la nueva ley de ladrones fue instaurada en 1948 en
el campo de tránsito de la bahía de Vánino. El poblado y el puerto de Vánino se
construyeron durante la guerra, cuando explotó el puerto de la bahía de Najodka.
Los primeros pasos de esta nueva ley están relacionados con el nombre semilegal
del hampón de mote el Rey, un individuo de quien muchos años después los ladrones
«de ley», que lo conocían y lo odiaban, decían: «Quieras o no, el tipo tenía su aire…»
Aire, aroma, es un peculiar concepto del hampa. Significa una mezcla de valor, de
obstinación, de quien impone a gritos su espíritu arriesgado y su firmeza, junto a
cierto histerismo y teatralidad…
Y el nuevo Moisés poseía plenamente estas cualidades.
Según la nueva ley, a los hampones les estaba permitido trabajar de delegados,
capataces, encargados, jefes de brigada en el campo y en la cárcel y ocupar un
sinnúmero de cargos penitenciarios.
El Rey llegó a un pavoroso acuerdo con el jefe del campo de tránsito: le prometió
instaurar un orden total en el campo, asegurándole poder dominar con sus propias
fuerzas a los ladrones «legales». Y en el caso extremo de que corriera la sangre, le
rogaba que no prestara mucha atención a ese hecho.
El Rey le recordó sus méritos militares (lo habían condecorado con una medalla
durante la guerra) y le dio a entender que las autoridades se hallaban en un momento
en que una decisión correcta podía dar lugar a la desaparición del mundo del hampa,
de la criminalidad en nuestra sociedad. Y él, el Rey, se responsabilizaba de que esta
tarea se llevara a cabo, de modo que le rogó no molestar.
Se supone que el jefe del campo de Vánino puso el acuerdo en conocimiento del
alto mando inmediatamente y que recibió el visto bueno para la operación del Rey.
En el campo no ocurre nada por la simple decisión de las autoridades locales. Por lo
demás, por regla general, todos se espían los unos a los otros.
¡El Rey promete corregirse! ¡Es la nueva ley del hampa! ¿Qué puede haber
mejor? Es lo que había soñado Makárenko, el cumplimiento de los deseos más
secretos de los teóricos. ¡Por fin los hampones se han reeducado! Por fin ha llegado la
tan esperada confirmación práctica de largos años de ejercicios teóricos al respecto,
empezando por las penas «elásticas» de Krilenko y acabando con la teoría de la
venganza de Vishinski.
Habituada a ver en los «urkas» y «los del artículo 35» a unos «amigos del
pueblo», la administración de los campos vigilaba poco los procesos ocultos que se
producían en el mundo del crimen. A esta administración no le llegaba ningún
informe alarmante; las autoridades del campo disponían de una red de espías e
informadores, pero en lugares completamente diferentes. A nadie le importaban los
estados de ánimo ni las demás cuestiones que agitaban el mundo del crimen.
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Este mundo hacía tiempo que tenía que haberse corregido y finalmente la hora
había llegado. La prueba de ello —decían las autoridades— era la nueva ley criminal
del Rey. Era el resultado beneficioso de la guerra, que había despertado incluso entre
los presos comunes el sentimiento del patriotismo. Por algo habíamos leído a
Vershigora y habíamos oído las historias sobre las victorias del ejército de
Rokossovski.
Los jefes veteranos, que habían criado canas en el servicio de los campos, aunque
no creían que nada bueno pudiera venir de aquello, en su fuero interno pensaban, sin
embargo, que del cisma, de la enemistad mutua entre los dos grupos del hampa solo
podía salir algo bueno y provechoso para el resto, para la gente corriente.
—Menos multiplicado por menos da más —decían—. Probemos.
El Rey obtuvo el visto bueno para su «experimento». En uno de los cortos días de
invierno se ordenó a toda la población del campo de tránsito de Vánino que se
alineara en formación de a dos.
El jefe del campo presentó a los reclusos al nuevo «stárosta». El Rey. Y a los
comandantes de los regimientos, sus más cercanos asistentes.
El nuevo servicio del campo no perdió el tiempo. El Rey recorrió las filas de
presos y, mirando atentamente a cada uno, soltaba:
—¡Tú, sal! ¡Tú! ¡Y tú! —El dedo del Rey se movía y se detenía a menudo y
siempre sin equivocarse. La vida del crimen le había enseñado a ser observador. Si el
Rey tenía alguna duda, era muy fácil comprobar de quién se trataba, y todos, tanto los
hampones como el propio Rey, lo sabían perfectamente—: ¡Desvístete! ¡Quítate la
camisa!
El tatuaje —el signo distintivo de la orden— jugaba su fatídico papel. Los
tatuajes eran los errores de juventud del «urkagán». Los dibujos grabados a
perpetuidad aligeraban el trabajo de los servicios de investigación criminal. Pero solo
entonces se descubrió su letal significado.
Y empezó la venganza. Con los pies, con bastones, porras, piedras, la banda del
Rey masacró «con arreglo a la ley» a los adeptos de la antigua ley del hampa.
—¿Adoptáis nuestra fe? —gritaba triunfante el Rey. Ahora iba a comprobar la
fortaleza de espíritu de los «ortodoxos» más obstinados, los mismos que lo habían
acusado de debilidad—. ¿Os convertís a nuestra fe?
Para el paso a la nueva ley del hampa se inventó un ritual, un espectáculo teatral.
Al mundo del crimen le encanta la teatralidad en la vida; de haberlo sabido Evreínov
o Pirandello, no hubieran perdido la ocasión de enriquecer sus teorías escénicas con
estos argumentos.
El nuevo ritual no iba ni mucho menos a la zaga del conocido nombramiento de
los caballeros. No está excluido que las novelas de Walter Scott les hubieran
inspirado esta ceremonia solemne y siniestra.
—¡Besa el puñal!
Y se acercaba el filo del arma a los labios del hampón apaleado.
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—¡Besa el puñal!
Y si el ladrón «legal» se sometía y acercaba los labios al hierro, se le consideraba
admitido en la nueva fe y perdía para siempre todos sus derechos en el mundo de los
ladrones, convirtiéndose de por vida en «perra».
Esta idea del Rey era en verdad una idea regia. No solo porque la conversión en
caballeros del hampa prometía proveer de ingentes reservas al ejército de las
«perras», pues es poco probable que, al introducir el ritual del puñal, el Rey pensara
en el día de mañana, o en el de pasado mañana. ¡Seguro que había pensado en algo
distinto! Colocaría a todos sus viejos amigos de antes de la guerra en las mismas
condiciones —¡o vida o muerte!— ante las cuales él, el Rey, en opinión de los
hampones «ortodoxos», se había acobardado. Que ahora sean ellos quienes muestren
su valor. Las condiciones eran las mismas.
A todos los que se negaban a besar el puñal los mataban. Nuevos cadáveres se
amontonaban cada noche ante las puertas cerradas por fuera de los barracones del
campo. A esta gente no solo la mataban. Esto hubiera sido demasiado poco para el
Rey. Todos los cuerpos recibían la «firma» de todos sus antiguos compañeros, los que
habían besado el puñal. A los hampones no los mataban sin más. Antes de morir los
«planchaban», es decir, los pisoteaban, pegaban y desfiguraban de todas las maneras
posibles. Y solo luego los mataban. Cuando, pasado un año o dos, llegó una etapa de
Vorkutá y algunas de las «perras» destacadas (allí se produjo la misma historia)
bajaron del barco, se supo que los de Vorkutá no aprobaban la excesiva crueldad de
los de Kolimá. «Nosotros solo los matábamos. Pero plancharlos, ¿para qué?» Por lo
visto las prácticas de Vorkutá se distinguían algo de los métodos de la banda del Rey.
Las noticias sobre la masacre en la bahía de Vánino atravesaron el mar, y en las
tierras de Kolimá los ladrones de la vieja ley organizaron su autodefensa. Se declaró
la movilización general. Todo el mundo del hampa se armó. Todas las herrerías y los
talleres mecánicos de Kolimá se pusieron a trabajar en secreto en la confección de
cuchillos y picas-lanzas cortas. No trabajaban los hampones, claro, sino auténticos
maestros artesanos civiles, bajo la amenaza de «a ver si te atreves», como decían los
hampones. Pues estos sabían mucho antes que Hitler que es mucho más seguro
asustar a un hombre que sobornarlo. Y ni que decir tiene que más barato. Cualquier
tornero o herrero aceptaría que le bajara el tanto por ciento del plan, antes que perder
la vida.
Entre tanto, el enérgico Rey convenció a los jefes sobre la necesidad de un viaje
«de gira» por los campos de tránsito del Extremo Oriente. Junto con siete de sus
fieles, recorrió los campos hasta Irkutsk y a su paso por las cárceles dejó decenas de
cadáveres y centenares de «perras» recién convertidas.
Las «perras» no podían vivir eternamente en la bahía de Vánino, que era un
campo de tránsito. Y se lanzaron más allá del mar, hacia las minas de oro. La guerra
se trasladó a los grandes espacios. Los ladrones mataban a las «perras» y estas a
aquellos. Las cifras del «Archivo n.º 3» (los muertos) dieron un salto, hasta casi
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alcanzar las cotas récord del célebre año treinta y ocho, cuando fusilaban a los
«trotskistas» por brigadas enteras.
Los jefes corrieron a llamar a Moscú.
Y descubrieron que en la atractiva fórmula de la «nueva ley del hampa» el
significado principal estaba en la palabra «hampa»; de las famosas «reeducaciones»
no había quedado ni rastro. Una vez más los jefes fueron engañados por el cruel e
inteligente Rey.
Desde principios de los años treinta, los hampones salvaban a sus «cuadros»
aprovechándose hábilmente de la difusión de las ideas sobre la «reeducación a través
del trabajo», dando su palabra de honor millones de veces sin problema alguno y
remitiéndose al espectáculo Los aristócratas y a la firme orden emitida por los
superiores según la cual era necesario mostrar «confianza» hacia los criminales
reincidentes. Justamente fueron las ideas de Makárenko y la famosa «reeducación»
las que permitieron a los hampones, bajo la protección de estas ideas, salvar a sus
cuadros y consolidar su situación. Se declaraba que, respecto a los pobrecitos
comunes, solo había que emplear sanciones reeducadoras y no punitivas. Pero en
realidad resultaba que esta era una extraña manera de preservar el mundo del crimen.
Cualquier funcionario de los campos que trabajara en ellos sabía, y lo había sabido
siempre, que entre los reincidentes comunes no se podía ni soñar ninguna
«reconversión» o reeducación y que esta creencia era un mito pernicioso. Que
engañar al «fraier» y a los superiores era motivo de orgullo para un ladrón, quien
podía jurar mil veces a los «fraier» un millón de palabras de honor, con tal de que
mordieran el anzuelo. Dramaturgos de pocas luces, como Sheinin o Pogodin, seguían
predicando, para mayor provecho del hampa, la necesidad de mostrar «confianza»
hacia los hampones. Por un Kostia-capitán reeducado, decenas de miles de hampones
habían salido de la cárcel antes de tiempo y habían cometido veinte mil asesinatos y
cuarenta mil atracos. Este es el precio que se ha pagado por Los aristócratas y Diario
de un juez de instrucción. Sheinin y Pogodin eran personas demasiado desinformadas
en esta importante cuestión. En lugar de desenmascarar a los criminales los
convertían en héroes románticos.
En 1938, en los campos, los hampones fueron llamados de manera abierta a
exterminar físicamente a los «trotskistas»; aquellos mataban y daban palizas a viejos
impotentes y terminales famélicos… Incluso la «propaganda contrarrevolucionaria»
se castigaba con la pena de muerte, y en cambio los delitos de los hampones
quedaban impunes gracias a la protección de las autoridades.
No se observó síntoma alguno de reeducación ni en el mundo del hampa ni en el
de las «perras». Solo se seguían recogiendo cada día centenares de cadáveres en las
morgues de los campos. El resultado era que las autoridades, al reunir a los hampones
y las «perras», los exponían de manera consciente a unos y otros a un peligro mortal.
Al poco, las disposiciones de no intervenir en esta guerra se suspendieron y en
todas partes se crearon zonas separadas, especiales, para las «perras» y para los
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ladrones «de ley». A toda prisa, aunque ya demasiado tarde, el Rey y sus
correligionarios fueron depuestos de todos sus cargos administrativos en los campos,
para convertirlos en simples mortales. La expresión «simple mortal» adquirió
inesperadamente un sentido peculiar y siniestro. Las «perras» no eran inmortales.
Resultó que la creación de zonas especiales en el territorio de un solo campo no
servía para nada. La sangre seguía corriendo como antes. Se tuvo que destinar a
ladrones y «perras» a yacimientos diferentes y, como es natural, junto a los criminales
trabajaban también condenados por otros artículos del código. Hubo expediciones,
asaltos armados de «perras» o de ladrones contra las zonas «enemigas». Se tuvo que
dar otro paso organizativo más: adscribir a «perras» y ladrones a administraciones
mineras separadas, que agrupaban varios yacimientos. Así, toda la Administración
del Oeste, con sus hospitales y cárceles, se adscribió a las «perras», y en la
Administración del Norte se concentraron todos los ladrones.
En los campos de tránsito cada hampón estaba obligado a informar a los
superiores de si era ladrón o «perra» y, según la respuesta, se le apuntaba en la etapa
que se dirigiera hacia un campo donde no peligrara su vida.
La denominación de «perra», aunque no reflejara con exactitud la esencia del
asunto y fuera terminológicamente desacertada, arraigó enseguida. Por mucho que
protestaran los líderes de la nueva ley contra aquel mote ofensivo, no encontraron
otra palabra más adecuada, así que entraron a formar parte de las nomenclaturas
oficiales con este nombre, y muy pronto ellos mismos se empezaron a llamar
«perras». Así era más claro y sencillo. Y porque la disputa lingüística podía conducir
de inmediato a una tragedia.
Pasaba el tiempo y la sangrienta guerra de exterminio no iba a menos. ¿Cómo iba
a acabar aquello?, ¿de qué manera?, trataban de adivinar los sabios de los campos. Y
se respondían: con la muerte de los cabecillas de uno y otro bando. Ya habían hecho
volar por los aires al propio Rey en un yacimiento lejano (sus compañeros armados
protegían su sueño en los barracones; los hampones acercaron a una esquina del
barracón una carga de amonal, suficiente como para que las literas de la esquina
volaran por los aires hasta el cielo). Ya la mayoría de los guerreros yacían en las fosas
comunes de los campos con una tablilla de madera atada al pie izquierdo, cadáveres
incorruptos en los hielos eternos. Ya los ladrones más renombrados, Iván Balabánov
Unoymedio e Iván el Griego Unoymedio, habían muerto sin besar la navaja de las
«perras». Pero otros, no menos conocidos —Chibis, Mishka el Odesita—, sí la
besaron y entonces, para mayor gloria de las «perras», liquidaban a los hampones.
Pasado un año de esta guerra «fratricida», se dio una circunstancia nueva e
importante.
¿Cómo puede ser? ¿Acaso el ritual del beso en la navaja altera el alma del
hampón? O la famosa «sangre del ladrón» cambiaba de propiedades químicas en las
venas del «urkagán» por el hecho de que los labios de este tocaran el filo metálico de
la navaja?
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No todos los que habían besado la navaja aprobaban las nuevas tablas de la ley de
las «perras», ni mucho menos. Muchos, muchísimos, en su fuero interno
permanecieron fieles a la vieja ley, pues ellos mismos habían condenado a las
«perras». Parte de estos hampones débiles de espíritu intentaron regresar a la «ley» a
la primera ocasión propicia.
Pero la idea regia del Rey demostró una vez más su profundidad y fuerza. Los
ladrones «legales» amenazaban a las «perras reconvertidas» con la muerte y no
querían distinguirlas de las «perras» declaradas. Entonces varios ladrones viejos que
habían besado el hierro de las «perras», unos tipos a los que la vergüenza no dejaba
en paz y alimentaba su ira, dieron otro paso sorprendente.
Se instauró una tercera ley. Pero en esta ocasión, para desarrollar teóricamente su
plataforma ideológica, a los hampones de la tercera ley les faltaron fuerzas. No se
regían por otro principio que no fuera la ira, y no plasmaron otra consigna salvo la
venganza y el enfrentamiento sangriento contra las «perras» y los ladrones por igual.
Y se dispusieron a eliminar físicamente a unos y otros. Entró a formar parte de este
grupo un número tan inesperadamente considerable de «urkaganes», que las
autoridades se vieron obligadas a destinarles también a ellos un yacimiento aparte.
Una serie de nuevos asesinatos imprevistos por los superiores sumió en un gran
desconcierto a las mentes preclaras de los carceleros.
Los hampones del tercer grupo fueron apodados con el expresivo mote de los «sin
ley». A los «sin ley» también los llamaban «majnovtsi»: el aforismo sobre Néstor
Majnó en los tiempos de la guerra civil, respecto a su actitud hacia los rojos y los
blancos, era conocido en el mundo del hampa. Nacieron más y más grupos nuevos,
que adoptaban los nombres más diversos, como por ejemplo los «Gorritos rojos». Las
autoridades de los campos no daban abasto en la creación de más y más espacios.
Al poco tiempo se comprobó que los «sin ley» no eran tantos. Los ladrones
siempre actúan en grupo, un hampón solo es inconcebible. El carácter público de las
jaranas, de los juicios de honor en clandestinidad de los hampones es algo
imprescindible para ladrones grandes y pequeños. Hay que pertenecer a algún grupo,
buscar y hallar en él la ayuda, la amistad y las operaciones conjuntas.
En realidad la suerte de los «sin ley» fue trágica. En la guerra de las «perras», este
grupo no tenía muchos seguidores, eran más bien un brillante fenómeno de orden
psicológico, y suscitaban interés hacia ellos mismos justamente desde este punto de
vista. Los «sin ley» tuvieron que sufrir también muchas humillaciones especiales.
La cuestión es que, según las órdenes del convoy de escolta, las celdas de tránsito
eran de dos tipos: las de los ladrones «de ley» y los de las «perras». De modo que los
«sin ley» no tenían más remedio que mendigar a los jefes un lugar, dar largas
explicaciones y buscar cobijo en algún rincón, entre los «fraier», presos que no
sentían por ellos simpatía alguna. Los «sin ley» eran casi siempre viajeros solitarios.
El ladrón «sin ley» se veía obligado a dirigirse con sus peticiones a las autoridades,
en cambio los ladrones y las «perras» reclamaban «lo suyo». Así, uno de estos «sin
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ley», después de ser dado de alta del hospital, se pasó tres días (hasta que lo
mandaron a su nuevo destino) bajo la torre de vigilancia —el lugar más seguro—,
pues en aquel campo lo podían matar, de modo que el hombre se negó a entrar en la
zona.
El primer año parecía que la balanza se inclinaba del lado de las «perras». Las
acciones enérgicas de sus jefes, los cadáveres de los ladrones en todos los campos de
tránsito, el permiso para destinar a las «perras» a yacimientos a los que antes no se
arriesgaban a mandarlas, todo ello eran síntomas de la superioridad de las «perras» en
aquella «guerra». El reclutamiento de las «perras» por medio del ritual de besar la
navaja adquirió gran notoriedad. El campo de tránsito de Magadán estaba firmemente
tomado por las «perras». El invierno llegaba a su fin y los hampones «de ley»
esperaban ansiosos que llegara el período de navegación. El primer barco debía
decidir su destino. ¿Qué les traería, la vida o la muerte?
Con el barco llegaron del continente los primeros centenares de hampones
«ortodoxos». ¡Y entre ellos no había «perras»!
Las «perras» de Magadán se marcharon rápidamente a «su» Dirección del Oeste.
Al recibir refuerzos, los ladrones levantaron cabeza de nuevo y la lucha sangrienta
estalló con nueva fuerza. En el futuro, los cuadros de los hampones se completarían
con ladrones recién llegados del continente. En cambio los cuadros de las «perras» se
reproducían a través del conocido método del beso en la navaja.
El futuro seguía siendo incierto. En 1951, a Iván Chaika, entonces uno de los
representantes con mayor «autoridad» de la ley del hampa en aquellas tierras, lo
destinaron a una «etapa» después de una cura de un mes en el Hospital Central para
Reclusos. Chaika no había estado ni mucho menos enfermo. Al jefe de la unidad
sanitaria del yacimiento donde Chaika estaba «registrado» lo amenazaron con
represalias si no lo ingresaba en el hospital y le prometieron darle dos trajes si lo
mandaba a descansar. Cosa que el jefe de sanidad hizo. Los análisis practicados en el
hospital no contenían ningún dato alarmante sobre su salud, pero alguien había
hablado ya con el jefe del departamento terapéutico. Chaika se pasó en el hospital un
mes entero y aceptó que le dieran el alta. Pero cuando fue llamado del hospital por el
capataz que lo tenía en su lista, Chaika quiso saber adonde se dirigía la etapa. El
capataz quiso gastarle una broma y dio el nombre de un yacimiento de la Dirección
del Oeste, adonde no mandaban a los ladrones «de ley». Al cabo de diez minutos
Chaika se declaró enfermo y mandó llamar al jefe de tránsito. Llegaron el jefe y un
médico. Chaika colocó la palma de su mano izquierda sobre la mesa, abrió los dedos
y se clavó repetidamente en su propia palma un cuchillo que tenía en la otra mano. A
cada golpe el cuchillo llegaba hasta la madera y en cada ocasión Chaika arrancaba
con fuerza el arma. Todo ocurrió en un minuto o dos. Chaika le explicó al espantado
jefe que él era un ladrón y que conocía sus derechos. De modo que debían mandarlo a
la Dirección del Norte, la de los hampones. Y no iría a la del Oeste, pues antes
preferiría perder la mano que la vida. Al jefe, que se asustó sobremanera, le costó
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aclararse en esta historia, pues a Chaika lo mandaban justamente adonde él quería.
Así, gracias a la broma del capataz, las vacaciones de Chaika en el hospital se
estropearon un poco. Si no le hubiera preguntado al capataz su lugar de destino, todo
hubiera transcurrido sin problemas.
El Hospital Central para Reclusos, con más de mil camas —orgullo de la
medicina de Kolimá—, se ubicaba en el territorio de la Dirección del Norte. Era pues
natural que los ladrones lo consideraran su propio hospital de distrito y no el central.
La dirección del hospital trató durante mucho tiempo de situarse «por encima del
conflicto» y hacía ver que trataba a los pacientes venidos de todas las direcciones.
Eso no era del todo así, pues los ladrones consideraban la Dirección del Norte su
ciudadela e insistían en sus derechos especiales sobre todo el territorio. Los ladrones
consiguieron que no trataran a las «perras» en este hospital, donde las condiciones
eran mucho mejores que en parte alguna, y, lo que era más importante, el Hospital
Central tenía derecho a dar de baja a los inválidos y hacer que regresaran al
continente. Y «consiguieron» este privilegio no solo con solicitudes, quejas o
peticiones, sino con sus cuchillos. Unos cuantos asesinatos a la vista del jefe del
hospital y este entró en razón y comprendió cuál era su lugar en esa delicada
cuestión. El hospital no se mantuvo por largo tiempo fiel a sus criterios estrictamente
médicos. Cuando a un paciente su vecino de cama le clava un cuchillo en el vientre,
la cosa produce un efecto convincente, por mucho que la dirección declare que nada
tiene que ver con la «guerra civil» del mundo criminal. La obstinación de los jefes del
hospital en un principio y las aseveraciones de que era un lugar seguro indujeron a
error a algunas «perras». Estas aceptaban ser tratadas en el Hospital Central, como se
les proponía en sus lugares de reclusión (en los campos, cualquier médico aceptaba
«formalizar» la documentación médica con tal de librar al yacimiento, aunque fuera
por una semana, de gente del hampa). El convoy las conducía al hospital, pero no
más allá de la sala de ingresos. Pero aquí, al descubrir la situación, las «perras»
exigían que se las devolviera de inmediato al lugar de partida. En la mayoría de los
casos se las llevaba de vuelta el mismo convoy. Hubo un caso en que el jefe del
convoy, al recibir la negativa de admisión para sus presos, arrojó a una zanja próxima
al hospital el pliego de sus expedientes y, tras abandonar a los enfermos, trató de huir
con el resto de la escolta en su coche. El camión había conseguido recorrer ya unos
cuarenta kilómetros cuando los alcanzaron en otro coche los soldados y oficiales de la
guardia del hospital, con sus fusiles y revólveres amartillados. Devolvieron a los
fugitivos bajo escolta al hospital, les entregaron a sus presos con sus expedientes y se
despidieron amablemente del convoy. Una única vez cuatro «perras» —unos «urkas»
de alto rango— tuvieron el valor de pasar la noche dentro de los muros del hospital.
Montaron una barricada en la puerta que daba a la gran sala que se les destinó y se
pasaron la noche de guardia por turnos, cuchillo en mano. Por la mañana se los
mandó de vuelta. Este es el único caso en que unas armas no entraron a escondidas en
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el hospital; las autoridades trataron de no ver las navajas que empuñaban las
«perras».
Por lo general las armas se retiraban en la sala de ingresos; la operación era
sencilla: se desnudaba a los pacientes hasta dejarlos en cueros y se los trasladaba a la
sala siguiente para un examen médico. Después de la llegada de cada etapa, en el
suelo y tras los respaldos de los bancos aparecían tirados punzones y cuchillos. Se
desenrollaban incluso las vendas y se retiraba el yeso de las fracturas, pues los
cuchillos se adherían al cuerpo y se escondían bajo los vendajes.
A medida que pasaba el tiempo eran cada vez menos las «perras» que iban al
Hospital Central; los ladrones «de ley» prácticamente habían ganado la batalla en su
disputa con los superiores. El ingenuo jefe, empapado de lecturas de Sheinin y
Makárenko, fascinado en su fuero interno, incluso a veces de manera explícita, por el
«romántico» mundo del hampa («Sabe usted, es un gran ladrón», decía en un tono
que permitía pensar que se trataba de un gran académico que hubiera descubierto el
secreto del núcleo atómico), creyó ser un conocedor de las costumbres del hampa.
Había oído hablar de la «Cruz Roja», de la relación de los hampones con los médicos,
y la conciencia de su trato personal con los hampones alimentaba agradablemente su
vanagloria.
Le decían que, en opinión del mundo del hampa, la «Cruz Roja», es decir, la
medicina, sus trabajadores y en primer lugar los médicos, se hallaban en una
situación especial. Son intocables, «extraterritoriales», para las operaciones del
mundo del crimen. Más aún, en los campos la gente del hampa protege a los médicos
de cualquier desgracia. Gracias a este halago fácil y vulgar, mucha gente se había
visto atrapada y seguía cayendo en la trampa. Cualquier ladrón, todo médico del
campo sabían contar un cuento antiquísimo en el que se narra cómo a un médico a
quien habían desvalijado le devolvieron el reloj (la maleta, un traje, un Breguet) en
cuanto los ladrones se enteraron de que la víctima era un médico. En una variante del
cuento «Breguet-Herriot», también corría la historia de un médico hambriento al que
los saciados ladrones dieron de comer en la cárcel (de los paquetes arrancados por
ellos a otros habitantes de la celda de la cárcel). Existen varios argumentos clásicos
parecidos, que, como las aperturas del ajedrez, se cuentan siguiendo determinadas
reglas.
¿Dónde se esconde aquí la verdad, de qué se trata? Se trata del frío y perverso
cálculo de los hampones. La verdad se esconde en que el único defensor del recluso
en el campo (incluidos los ladrones) es el médico. No el jefe del campo, ni el civil
responsable del club de cultura, sino solo el médico, es quien proporciona día a día la
ayuda cotidiana y real al prisionero. El médico lo puede ingresar en el hospital. El
médico es quien le puede prescribir un descanso para un día u otro —algo muy
importante—. El médico lo puede mandar adonde quiera o no mandarlo, pues para
cada traslado es imprescindible una orden suya. El médico lo puede mandar a hacer
un trabajo ligero, rebajar su «categoría laboral»: en este ámbito decisivo y vital para
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el recluso, el médico está fuera de todo control, y en cualquier caso no será el jefe
local quien lo contradiga. El médico controla la alimentación de los presos, y si no
toma parte en el despojo de esta alimentación, tanto mejor. Puede prescribir una
ración mejor. Grandes son los derechos y los deberes del médico, y por malo que sea,
de todos modos es justamente él quien representa la fuerza moral en el campo. Tener
poder de influencia sobre el médico es mucho más importante que tener «agarrado
por el anzuelo» al jefe o que sobornar al encargado de la Sección Educativo-Cultural.
Sobornan a los médicos con gran habilidad, los espantan un poco y es probable que
les devuelvan los objetos robados. Lo cierto es que no tenemos ejemplos
comprobados de ello. Pero sí podemos ver como los médicos de los campos —sin
excluir a los libres— llevan trajes o buenas botas regalados por los hampones. El
mundo del hampa mantiene buenas relaciones con los médicos (u otros sanitarios)
mientras estos cumplan con todas las exigencias de esta banda sin escrúpulos,
exigencias que crecen a medida que el médico se enreda cada vez más en sus
relaciones en apariencia inocentes con el hampa. Y en cambio los enfermos, los
viejos maltrechos se ven obligados a morir en sus literas del barracón, porque su sitio
en el hospital está ocupado por hampones sanos que descansan allí. Y si el médico se
niega a cumplir las exigencias de los criminales, con él no se comportan en modo
alguno como con un representante de la «Cruz Roja». Surovói, un joven moscovita,
el médico de un yacimiento, se negó categóricamente a satisfacer las exigencias de
los hampones: mandar a tres de los suyos a un período de descanso en el Hospital
Central. Al día siguiente lo mataron durante la sesión de visitas: el patólogo contó
cincuenta y dos heridas de cuchillo en el cadáver. Una médica entrada en años de un
yacimiento de mujeres, Shitsel, se negó a dar un permiso de baja laboral a cierta
delincuente. Al día siguiente mataron a la médica a hachazos. La propia enfermera de
la unidad sanitaria ejecutó la sentencia de muerte. Surovói era un médico joven,
riguroso y de sangre caliente. Cuando lo mataron, ocupó su cargo el doctor
Krapivnitski, experimentado jefe de las unidades sanitarias de los yacimientos de
castigo, un médico libre que las había visto de todos los colores.
El doctor Krapivnitski simplemente anunció que no iba a tratar a nadie y que
tampoco iba a examinar a ningún recluso. Y los medicamentos recetados se
entregarían diariamente a través de los soldados de la escolta. La zona se cerraba a
cal y canto y de ella no se dejaría salir más que a los muertos. Pasados dos años y
pico desde su nombramiento en este yacimiento, el doctor Krapivnitski seguía en el
mismo lugar gozando de perfecta salud.
La zona del campo cerrada, rodeada de ametralladoras, aislada del resto del
mundo, vivía su propia y terrible vida. La siniestra fantasía del hampa había
construido aquí, a plena luz del día, juicios ejemplares, con sus sesiones, sus alegatos
acusatorios y las declaraciones de los testigos. En medio del campo, tras romper unas
literas, se había levantado una horca y en esta horca colgaron a dos «perras
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desenmascaradas». Todo esto no se hacía de noche, sino a plena luz del día, a la vista
de las autoridades.
Otra de las zonas del mismo yacimiento se consideraba de trabajo. Los ladrones
de menor categoría salían de ella para ir trabajar. Aquel yacimiento, después de la
llegada de los comunes, perdió, claro está, todo valor productivo. La influencia de los
vecinos, de la zona que no trabajaba, se percibía allá en todo momento. Justamente de
los barracones de los trabajadores mandaron al hospital a un viejo, un preso común,
no un criminal. Se ve que, como contaban los hampones llegados con él, ¡el viejo «se
dirigió de manera irrespetuosa a Vásechka»!
«Vásechka» era un joven hampón de los ladrones de estirpe, es decir, de los
cabecillas. El viejo a este «Vásechka» le doblaba en edad.
Ofendido por el tono del viejo («que aún refunfuñaba»), Vásechka mandó que
trajeran un trozo de mecha con cápsula. Colocaron la cápsula en las palmas del viejo,
le ataron ambas manos —el anciano no se atrevió a protestar— y encendieron la
mecha. La explosión le arrancó las manos. Así de cara le salió la falta de respeto
hacia «Vásechka».
La guerra de las «perras» proseguía. Y finalmente sucedió aquello que algunos
jefes experimentados e inteligentes más temían. Acostumbrados a las venganzas
sangrientas —entonces a los asesinos de los campos no se les aplicaba la pena de
muerte—, tanto las «perras» como los hampones se pusieron a echar mano de las
navajas bajo cualquier pretexto, aunque no tuviera nada que ver con la guerra de las
«perras».
A alguien le parecía que el cocinero le había servido poca sopa y que esta estaba
poco espesa, y el cocinero, tras recibir una cuchillada en el costado, entregaba su
alma a Dios.
El médico no te había liberado del trabajo y al médico le envolvían el cuello con
una toalla y lo estrangulaban…
El responsable de la sección de cirugía del Hospital Central le echó en cara a un
conocido hampón que los ladrones mataran a los médicos y se olvidaran de la «Cruz
Roja». ¿Cómo la tierra, le vino a decir, no se abre bajo sus pies? A los hampones les
impone extraordinariamente que los superiores se dirijan a ellos con semejantes
«cuestiones teóricas». Y el hampón le contestó haciendo el payaso y retorciendo las
palabras con el inimitable deje de su gente:
«Es ley de fida, dotor. Hay muy diftintas fituafiones. En un caso, laf cofas son así,
y en otras, es completamente diftinto. La fida cambia».
Nuestro hampón no era un mal dialéctico. Era un hampón enfurecido. Sucedió
que, hallándose en una celda de aislamiento y como deseaba ir al hospital, se echó
polvo de mina de lápiz de tinta en los ojos. Lo dejaron salir de la celda, es verdad,
pero el preso recibió un tratamiento adecuado demasiado tarde y se quedó ciego de
por vida.
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Sin embargo, la ceguera no le impedía participar en las discusiones sobre todas
las cuestiones de la vida del hampa, dar consejos y emitir juicios sentenciosos e
inapelables. Al igual que sir Williams de Rocambole, el hampón ciego vivía, como
antes, sumido plenamente en la vida del hampa. Y en las deliberaciones sobre asuntos
de las «perras» bastaba con su veredicto.
Desde los tiempos más remotos, en el mundo del hampa se llamaba «perra» a un
traidor en asuntos criminales, un individuo que se había pasado al otro bando. Pero en
la guerra de las «perras» se trataba de algo distinto: de la nueva ley del hampa. Y no
obstante, los caballeros de la nueva orden quedaron marcados por el insultante mote
de «perras».
Las autoridades de los campos (salvo los primeros meses de esta guerra de las
«perras») no simpatizaban con ellas. Los jefes preferían tratar con los hampones de la
vieja escuela, a los que era más fácil y sencillo comprender.
La guerra de las «perras» respondía a una necesidad oscura y poderosa del
hampa: el placer del asesinato, satisfacer la sed de sangre. La guerra de las «perras»
era la copia exacta de unos sucesos de los que los hampones habían sido testigos
durante una serie de años. Los episodios de la guerra de verdad se reflejaron como en
un espejo curvo en los sucesos de la vida del hampa. La realidad de los sucesos
sangrientos, que cortaban el aliento a quien los viviera, atraía sobremanera a los
capitostes. Incluso un simple hurto, cuyo precio era tres meses de cárcel, o el asalto
de un piso se llevan a cabo con cierta «exaltación artística». Los acompaña una
sensación que no se puede comparar con nada, como dicen los hampones, una tensión
espiritual de orden superior, una vibración beatífica de los nervios, que es cuando el
ladrón siente que vive.
Cuántas veces más intensa, sádicamente más intensa, es la sensación de matar, de
la sangre derramada; y el hecho de que tu enemigo sea otro hampón como tú refuerza
aún más la intensidad de la vivencia. El sentido teatral, inherente al mundo del
crimen, halla su expresión en este enorme y sangriento espectáculo que tantos años
dura. Aquí todo es auténtico y todo es un juego, un juego siniestro y mortal. Como en
Heine: «La carne será carne de verdad; la sangre, sangre humana».
Los hampones juegan imitando la política y la guerra. Los caudillos del hampa
han ocupado ciudades, han mandado batallones de reconocimiento, han cortado las
comunicaciones del enemigo y han condenado y colgado a los traidores. Todo era
tanto una realidad como un juego, un juego sangriento.
La historia de la criminalidad cuenta con varios milenios, conoce muchos
ejemplos de guerras sangrientas entre bandas que han luchado entre sí por las zonas
de robo, por la supremacía en el mundo del crimen. Pero las muchas particularidades
de la guerra de las «perras» la convierten en un fenómeno único en su género.
1959
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Apolo en el mundo del hampa
A los hampones no les gustan los versos. La poesía no tiene nada que hacer en
este mundo demasiado real. ¿A qué necesidades íntimas, a qué demandas estéticas del
alma del criminal ha de responder la poesía? ¿Qué exigencias del hampa ha de
satisfacer? Yesenin sabía algo de esto y muchas cosas las adivinó. Sin embargo,
incluso los hampones más cultos son ajenos a los versos: la lectura de estrofas
rimadas les parece una distracción vergonzosa, una payasada humillante, por lo
incomprensible que resulta. Pushkin y Lérmontov son poetas demasiado complicados
para cualquier persona que por primera vez se encuentra con la poesía. Pushkin y
Lérmontov exigen cierto grado de preparación, cierto nivel estético. Es imposible dar
a conocer la poesía con Pushkin, como también lo es con Lérmontov, Tiútchev o
Baratinski. Sin embargo, en la poesía clásica rusa hay dos autores cuyos versos
ejercen una influencia estética sobre el oyente no experimentado y lo educan en el
amor a este arte. Para comprender la poesía hay que empezar justamente con estos
dos poetas. Se trata, claro está, de Nekrásov y sobre todo de Alexéi Tolstói. Vasili
Shibálov y El ferrocarril[22] son los poemas más «seguros» en este sentido. Es algo
que he comprobado repetidamente. Pero ni El ferrocarril ni Vasili Shibálov
provocaban entre los hampones ningún efecto. Era evidente que seguían solo la
fábula de la cosa y hubieran preferido su versión en prosa, su interpretación, o al
menos El príncipe Serebriani de Alexéi Tolstói[23]. Del mismo modo, la descripción
literaria de un paisaje en cualquier novela leída en voz alta no le decía nada al alma
de los oyentes hampones, y estaba claro que lo que esperaban cuanto antes era que se
narrara la acción, el movimiento y, en última instancia, los diálogos.
Está claro que el hampón, por poco que haya en él de humano, no está privado de
necesidades estéticas. Se satisface con una canción carcelaria y canciones hay
muchas. Las hay épicas, ya sea «El ladrón con pincho», en vías de extinción, ya sea
estancias en honor al célebre Gorbachevski y otras estrellas parecidas del mundo
criminal, o la canción «La isla Solovkí». Hay canciones líricas en las que hallan su
expresión los sentimientos del hampón, teñidos estos de un modo más que peculiar,
que enseguida se distinguen de las canciones corrientes, que son distintas tanto por su
tonalidad como por su temática y visión del mundo.
Por lo común, la canción carcelaria lírica es sentimental, quejosa y emotiva. La
canción carcelaria, a pesar de que peca de numerosos fallos de pronunciación,
siempre posee un carácter entrañable. A ello contribuye también la melodía, que es
bastante peculiar. A pesar de todo su primitivismo, la interpretación intensifica
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sobremanera el efecto que produce, y es que el intérprete no es un actor, sino un
personaje salido de la vida real. El autor de un monólogo lírico no necesita ponerse
ropa de actor.
Nuestros compositores no se han interesado aún por el tema del folclore musical
del hampa; los intentos de Leonid Utiósov con «De la prisión de Odesa» no cuentan.
Es muy popular y destaca por su música la canción «El destino». La quejumbrosa
melodía a veces puede emocionar hasta las lágrimas al oyente sensible. Al hampón la
canción no puede hacerle saltar las lágrimas, pero también escuchará «El destino»
con aire grave y solemne.
Así empieza:
Las necesidades de ver teatro, escultura o pintura son igual a cero entre los
hampones. Estos no experimentan interés alguno hacia estas musas, hacia estos
géneros artísticos; son demasiado realistas; las emociones de orden «estético» del
hampa son demasiado sangrientas, demasiado apegadas a la vida. Pero como aquí la
cuestión no está en el naturalismo, las fronteras entre el arte y la vida son imprecisas,
y los «espectáculos» demasiado realistas que escenifican los hampones en la vida
espantan tanto el arte como la vida.
En uno de los yacimientos de Kolimá los hampones robaron del ambulatorio una
jeringa de 20 gramos. ¿Para qué la necesitaban? ¿Para inyectarse morfina? A lo mejor
el practicante del campo había robado a sus superiores unas ampollas de morfina y se
las había ofrecido servilmente a los hampones.
¿O quizá aquel instrumento clínico —de gran valor en el campo— podría
intercambiarse, mediante el chantaje al médico, por un «descanso» en el barracón
para los capitostes del hampa?
Pero no se trataba ni de una cosa ni de la otra. A los hampones les habían contado
que si a un hombre se le inyectaba aire en la vena, las burbujas de aire taponarían los
vasos del cerebro, formarían un «émbolo». Y el hombre moriría. De modo que
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decidieron comprobar de inmediato la certeza de tan interesante información
proporcionada por un sanitario. La imaginación de los hampones dibujaba cuadros de
asesinatos misteriosos que no podría descubrir ningún comisario de los servicios de
interior, ningún Vidocq, Lecoq o Vañka Caín.
Los hampones agarraron en una celda de aislamiento a un hambriento «fraier», le
ataron las manos y, a la luz de una antorcha humeante, le clavaron la jeringa. El
hombre murió al poco rato: el locuaz practicante resultó tener razón.
El hampón no entiende nada de ballet; sin embargo, el arte de la danza, los bailes,
la «gitanita», forman parte desde antiguo del «honesto espejo de la juventud» del
hampa[24].
Los maestros en el arte de bailar no se extinguen en el mundo del hampa. Entre
los criminales son también bastantes aquellos a los que les encanta bailar y organizar
estos bailes.
Los bailes, como la alegre «gitanita», no son tan primitivos como parecería a
primera vista.
Entre los «maestros de baile» del hampa se han dado artistas de extraordinario
talento, capaces de bailar con un discurso de Ajún Babáyev[25] o con el artículo de
fondo del periódico del día anterior.
Entre el hampa está muy extendida esta antigua romanza lírica con el estribillo
«clásico»:
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Soy un ratero de Odesa, hijo del hampa,
soy un ladrón y cuesta que me quieran.
¿No sería mejor separarnos, niña
y olvidarnos el uno del otro para siempre?
Y más adelante:
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Por la «capital» se sobreentiende Leningrado, o más exactamente Petrogrado,
hecho que permite establecer la época en que apareció la canción, entre 1914 y 1924.
El héroe viaja al sur, donde conoce a un «milagro de la belleza terrenal». Y claro:
Son todas ellas obras de temática específica. Pero al mismo tiempo en el mundo
del hampa gozan de popularidad y hallan también sus intérpretes y sus oyentes
canciones magníficas como «Abrid la ventana, abridla, que me queda poco por vivir»
o «No llores, amiga mía», sobre todo en la versión de Rostov, que es la original.
Las romanzas «Qué hermosa fuiste, noche azulada» o «Recuerdo el jardín y
paseo» no tienen un texto específicamente vinculado al hampa, pero son muy
populares entre los ladrones.
Toda romanza del hampa, sin excluir la célebre «No tocarán para nosotros los
acordeones» o «Noche de otoño», tiene decenas de versiones, como si la romanza
hubiera seguido la suerte de los «novelos» y hubiera quedado convertida en tan solo
un esquema, en la carcasa apropiada para dar cabida a las expansiones personales del
intérprete.
A veces las romanzas del hampa se ven sometidas a cambios profundos,
impregnándose del espíritu hampón.
Así, la romanza «No me hable usted de él» se ha convertido en la versión del
hampa de la interminable (el tiempo en la prisión corre lentamente) «Múrochka
Bobrova». En la romanza no hay ninguna Múrochka Bobrova. Pero al hampa le gusta
la concreción, como también le encantan los detalles en las descripciones.
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La rubia, fuego en el mirar,
dobló sumisa la cabeza
y toda ella palideció
y se cubrió con el mantón la cara.
etc.
Es muy típico de los hampones su rechazo del canto coral. Ni tan solo la conocida
en todo el mundo «Silbaba el junco, los sauces se inclinaban…» ha conseguido llegar
al corazón del hampa. La romanza no goza de popularidad en su seno.
No hay canciones corales en el hampa, nunca cantan a coro, y si los «fraier»
entonan alguna canción inmortal como «Hubo días felices» o «Jaz-Bulat», el hampón
no solo no se unirá al coro, sino que ni siquiera la escuchará y abandonará el lugar.
Las canciones de los hampones son exclusivamente solos, y los intérpretes las
cantan sentados junto a una ventana enrejada o tumbados en la litera, con las manos
tras la nuca. El hampón nunca se pondrá a cantar si se le invita a ello o se le pide que
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cante, sino que en toda ocasión lo hará de improviso, impulsado por una querencia
interior. Si es un buen cantante, entonces la celda queda en silencio y todos prestan
oídos al cantor. Y este, en voz baja, pronunciando con precisión las palabras, canta
una canción tras otra, sin acompañamiento alguno, claro está. La falta de
acompañamiento parece reforzar la expresividad de la canción y no se considera en
modo alguno un defecto. En los campos hay orquestas, conjuntos de viento y de
cuerda, pero los hampones los consideran una «herejía» y muy raramente participan
en ellos como músicos, si bien la ley del hampa no prohíbe explícitamente este tipo
de actividad.
Que el arte vocal del hampa se desarrollara exclusivamente en forma de solos no
tiene nada de extraño. Se trata de una necesidad engendrada históricamente e
impuesta por las circunstancias. Entre las paredes de la cárcel no se podía permitir
ningún canto coral.
Sin embargo, tampoco en las tabernas, en libertad, los hampones cantan en coro.
Sus parrandas y banquetes transcurren sin canto coral. En este hecho podemos ver
una muestra más de la naturaleza lobuna del hampón, su esencia anticolectiva, o tal
vez se deba a los hábitos carcelarios.
Entre los hampones no abundan los amantes de la lectura. Entre las decenas de
miles de hampones recuerdo solo el caso de dos para quienes el libro no era algo
hostil, ajeno y extraño. El primero era el ratero Rebrov, un ladrón de raza; su padre y
su hermano mayor hicieron la misma carrera. Rebrov era un muchacho de talante
filosófico, una persona que podía hacerse pasar por quien fuera, y que podía mantener
cualquier género de conversación sobre temas comunes y hacerlo «con
entendimiento».
En sus años jóvenes Rebrov logró adquirir cierta formación, estudió en una
escuela técnica de cinematografía. En la familia, su madre, a la que tanto quería,
luchó lo indecible por su hijo pequeño, tratando de salvarlo al precio que fuera de la
horrible suerte del padre y el hermano. Pero la «sangre de ladrón» resultó ser más
fuerte que el amor a su madre y Rebrov dejó la escuela y no se dedicó a otra cosa que
no fuera robar. La madre no cejó en su lucha por salvar al hijo. Lo casó con la amiga
de su hija, una maestra rural. Tiempo atrás Rebrov la había violado, pero luego, a
instancias de su madre, se casó con ella y vivió se puede decir que felizmente,
regresando siempre a casa tras sus numerosos «encierros». La esposa le dio a Rebrov
dos hijas, cuyas fotografías él siempre llevaba consigo. La mujer le escribía a
menudo, lo consolaba como podía, y él nunca «se las daba», es decir, no se
vanagloriaba del amor de su mujer y no mostraba a nadie sus cartas, aunque las cartas
de las mujeres se convertían en bien común de los «colegas». Tenía treinta años. Más
tarde se pasó a la ley de las «perras» y murió acuchillado en una de las muchas
reyertas sangrientas.
Los ladrones lo trataban con respeto, pero sin afecto, con desconfianza. Su amor a
la lectura y en general el que fuera una persona instruida producía rechazo. A sus
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compañeros la manera de ser de Rebrov les resultaba complicada y por lo mismo
incomprensible y alarmante. Su costumbre de exponer breve, clara y lógicamente sus
pensamientos los irritaba y les inducía a sospechar que Rebrov no era de los suyos.
Los ladrones acostumbran a proteger a sus jóvenes, a ayudarlos materialmente; en
torno a cada «gran» hampón siempre ronda una nube de ladrones adolescentes.
Rebrov propuso un principio de conducta distinto.
—Si eres un ladrón —le decía a un joven—, espabílate tú solo, porque yo no te
voy a mantener; prefiero dar de comer a un «fraier» necesitado.
Y aunque en el «juicio» de turno, en el que se discutió la nueva «herejía», Rebrov
consiguió demostrar tener razón y la sentencia de aquel «tribunal de honor» fue a su
favor, su comportamiento, que se alejaba de las tradiciones del hampa, no fue
recibido con simpatía por los presentes.
El segundo era Guenka Cherkásov, peluquero en una de las secciones del campo.
Guenka era un verdadero amante de los libros, dispuesto a leer todo lo que cayera en
sus manos, a leer día y noche. «Todo el camino ha sido así» (es decir, toda su vida),
decía para explicar su afición. Guenka era ladrón de casas, un «saltador», es decir, un
especialista en desvalijar apartamentos.
—Todo el mundo roba todo tipo de «trapos» (es decir, ropa) —decía en voz alta,
orgulloso—. Yo, en cambio, robo libros. Todos los compañeros se reían de mí. Una
vez robé una biblioteca. Me la llevé en un camión; te juro que es verdad.
Más que en el éxito como ladrón, Guenka soñaba con la carrera de «novelista»,
de narrador en la cárcel; le encantaba contar a quien quisiera escucharlo relatos como
los de Príncipe Viázemski o El valet de corazones, obras clásicas de la tradición oral
carcelaria. En toda ocasión Guenka pedía que se le indicaran los defectos de su
interpretación y soñaba con contar un relato en diferentes voces. He aquí a dos
hombres del mundo del hampa para quienes los libros eran algo importante y
necesario.
El resto de la masa de ladrones reconocía solo los «novelos», y con ellos se
sentían plenamente satisfechos.
Se notaba solamente que no a todos les gustaban las novelas policíacas, aunque
parecía que esta era la lectura preferida de los ladrones. Sin embargo, un buen
«novelo» histórico o un drama amoroso se escuchaban con bastante más atención.
—Porque todo eso lo sabemos —decía Seriozha Ushakov, ladrón del ferrocarril
—, todo esto es nuestra vida. Sabuesos y cacos: estamos hartos. Como si no hubiera
nada más interesante.
Además de los «novelos» y las romanzas de prisión están también las películas.
Todos los hampones son amantes incondicionales del cine. Es el único género
artístico con el cual tienen relación «cara a cara», y por lo demás no ven menos sino
más filmes que el ciudadano «medio».
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Aquí se da una clara preferencia por las películas policíacas y, más aún, por las
extranjeras. Las comedias atraen a los hampones solo en su forma más grosera, donde
la acción es divertida. Los diálogos ingeniosos no están hechos para el hampa.
Además en las películas hay baile, claqué…
Hay algo más de lo que se alimentan los sentidos estéticos del hampón. Es el
«intercambio de experiencias» carcelarias —narraciones sobre sus «golpes» que
comparten con los demás—, las historias que se cuentan tumbados en las literas de la
cárcel, en espera de la instrucción del caso o de su partida hacia los campos.
Estos relatos, el «intercambio de experiencias», ocupan un lugar enorme en la
vida del ladrón. No es un simple pasatiempo ni mucho menos. Es un balance, un
aprendizaje y una educación. Cada ladrón comparte con su compañero los detalles de
su vida, sus andanzas y aventuras. En estos relatos (que solo en parte conllevan el
carácter de comprobación, de investigación del ladrón desconocido) se consume la
mayor parte del tiempo de hampón en la cárcel, y en el campo también.
Es una manera de recomendarse uno mismo: «con quién has corrido» (es decir,
«con quién has recorrido los fuegos», con quién has robado de entre los ladrones a
quienes conoce, aunque sea de oídas, todo el mundo del hampa).
«¿Qué “hombres” te conocen?» A esta pregunta conviene responder por lo
general con la exposición detallada de tus hazañas. Es algo «jurídicamente»
obligatorio: por el relato de un hampón se puede juzgar a un desconocido con
bastante certeza y se sabe dónde hay que hacer un descuento y qué se puede tomar
por algo indiscutiblemente verdadero.
La exposición de las proezas de un ladrón —que, para gloria de las leyes y de la
conducta del hampa, siempre se adornan— es algo que constituye un señuelo
romántico extremadamente peligroso para los jóvenes.
Cada acción se pinta con unos colores tan tentadores, tan atractivos (los
hampones no ahorran en colores), que el muchacho que cae entre los hampones
(digamos por un primer robo) y escucha su historia, se siente atraído y fascinado por
el comportamiento heroico del hampón. Este relato es, de arriba abajo, puro fruto de
la fantasía, de la invención («¿No te lo crees?, pues tómalo por un cuento»).
Todos estos «ansiados paquetes alineados de billetes», los brillantes, las bacanales
y sobre todo las mujeres, todo esto constituye un acto de autoafirmación, y la mentira
aquí no se considera un pecado.
Y aunque, en lugar de la grandiosa bacanal en la taberna, lo que había era una
simple jarra de cerveza en el Jardín de Verano que has mendigado y conseguido a
cuenta, mentir resulta algo irresistible.
Una vez «probado» el narrador, ya puede mentir todo lo que le quepa.
Las hazañas ajenas escuchadas en una de las cárceles de tránsito, el inspirado
mentiroso se las atribuye a sí mismo, y los oyentes, a su vez, multiplicando por diez
las tintas, harán pasar por suyas las aventuras ajenas.
Así se construye el romanticismo del crimen.
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Y al joven, a veces un crío, le empieza a dar vueltas la cabeza. Se siente
entusiasmado, quiere imitar a sus héroes vivos. Les sirve de mensajero, bebe las
palabras de sus bocas, acecha sus sonrisas y atrapa cada una de sus palabras. A decir
verdad, en la cárcel este muchacho no puede meterse en otro lugar que no sea con los
ladrones, pues los funcionarios corruptos y los transgresores de las leyes de los
koljoses huyen de estos jóvenes ladronzuelos que van camino de convertirse en
reincidentes.
En este engrandecimiento fanfarrón de su propia persona se oculta, sin duda,
cierto sentido estético, similar al de la literatura. Si la prosa de ficción del hampón es
el «novelo», una obra contada en voz alta, semejantes charlas son una especie de
memorias orales. Aquí no se discuten cuestiones técnicas de las operaciones
criminales, sino que se narra con verbo inspirado como «Kolka el Risas le dio el
pasaporte a un fideo», o como «Katka la Ciudades se cameló al mismísimo fiscal»; en
una palabra, se trata de unos recuerdos contados en época de vacaciones.
Y su efecto corruptor es enorme.
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Serguéi Yesenin y el mundo del hampa
La etapa que se dirigía hacia el norte a través de las aldeas de los Urales era una
expedición de manual, tanto se parecía a lo leído en Korolenko, en Tolstói, en Fígner
o en Morózov…[27] Corría la primavera del año veintinueve.
Escoltas borrachos con ojos de loco, repartiendo golpes y culatazos y a cada
instante el chasquido del cierre de un fusil. Un preso de la secta de Fiódorov[28], que
maldecía a los «dragones»; paja fresca sobre el suelo de tierra de los cobertizos en las
isbas del trayecto; gente enigmática tatuada, con gorros de ingeniero[29],
interminables controles, pases de lista, recuentos, recuentos, recuentos…
La última noche antes de la etapa a pie, una noche salvadora. Y mirando las caras
de los compañeros, los que conocían los versos de Yesenin —que en 1929 no eran
pocos— se asombraban de las palabras en extremo precisas del poeta:
Todos tenían las bocas justamente azules, y las caras, negras. A todos se les
torcían las bocas, a causa del dolor, por las numerosas grietas sangrantes de los
labios.
En cierta ocasión, cuando por alguna razón resultaba más llevadero caminar, o
bien el tramo era más corto que otros —hasta el punto de que todos se dispusieron a
pasar la noche cuando aún era de día y descansaban—, en el rincón donde se reunían
los ladrones se oyó un canto en voz baja, más bien un recitativo acompañado de una
melodía inventada:
No me quieres, ni de mí te apiadas…
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El ladrón acabó de cantar la romanza ante muchos oyentes que se reunieron a su
alrededor y añadió con aire importante:
—Prohibida.
—Es Yesenin —dijo alguien.
—Pues que sea Yesenin —comentó el cantor.
Ya entonces, solo tres años después de la muerte del poeta, su popularidad en los
ambientes del hampa era muy grande.
Era el único poeta «aceptado» y «santificado» por los hampones, gente que no
sentía gran aprecio por la poesía.
Más tarde los hampones hicieron de él un «clásico»; entre ellos, tratarlo con
respeto se convirtió en algo de buen tono.
Poesías como «Llora, acordeón», «De nuevo aquí beben, se pelean, lloran», las
conoce todo hampón instruido. Es bien conocida la «Carta a la madre». Pero los
«Motivos persas», los poemas y los primeros versos son completamente
desconocidos.
¿Qué es lo que hace de Yesenin un poeta que llega al alma del hampón?
En primer lugar, una sincera simpatía hacia el mundo del hampa recorre toda la
poesía de Yesenin. Una simpatía expresada repetidamente, de manera directa y clara.
Recordamos bien sus versos:
Los hampones también recuerdan estos versos. Al igual que los más tempranos
(1915) «En la tierra donde crece la ortiga amarilla» y otros muchos, muchos más.
No se trata solo de las referencias directas. No es solo «El hombre negro», poema
en el que Yesenin se considera a sí mismo un verdadero hampón:
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Los hampones interpretan los versos sobre un perro, o un zorro, sobre las vacas y
los caballos, como la expresión de un hombre cruel con los hombres y tierno con los
animales.
Los hampones pueden acariciar a un perro y al instante despedazarlo vivo; son
gente sin barreras morales, y en cambio su curiosidad es grande, en especial si se trata
de saber si «¿saldrá o no con vida?». Habiendo empezado ya desde la infancia a
observar una mariposa con las alas arrancadas o un pajarillo con los ojos reventados,
al hacerse mayor saca los ojos a un hombre con la misma curiosidad que sentía de
niño.
Y tras los versos de Yesenin sobre los animales creen ver en él a un alma gemela.
No perciben estos versos con trágica seriedad. Los versos les parecen una declaración
rimada con habilidad.
Son muy sensibles a las notas de desafío, de protesta y de desesperación,
elementos propios de la poesía de Yesenin. No les hacen falta todos esos «Barcos-
yeguas» o los «Pantocrátor» del poeta. Los hampones son realistas. Es mucho lo que
no entienden en sus versos, y lo que no comprenden lo rechazan. Perciben los versos
más sencillos de «Moscú de las tabernas» como una impresión que sintoniza con su
alma, con su mundo cotidiano del subsuelo, con sus prostitutas y sus jaranas
clandestinas.
Las borracheras, las bacanales, la exaltación del libertinaje, todo halla su eco en el
alma del ladrón.
Dejan de lado la lírica paisajística del poeta, ignoran los versos sobre Rusia, nada
de todo esto les interesa lo más mínimo a los hampones.
Porque en los versos que conocen y que les son queridos a su manera, hacen los
cortes que se les antoja; así, en la poesía «Llora, acordeón», las tijeras del hampa han
cortado los últimos versos a causa de estas palabras:
Querida, lloro.
Perdóname…, perdón.
Las blasfemias que Yesenin incorpora a los versos suscitan siempre admiración.
¡Cómo no! Y es que el habla de cualquier hampón está empapada de los juramentos
más enrevesados, más versátiles, más perfectamente insultantes; es su léxico, su
manera de ser.
Y he aquí que ante nosotros tenemos a un poeta que no olvida este aspecto tan
importante de su tarea.
La poetización del mundo criminal también contribuye a popularizar a Yesenin
entre los ladrones, aunque se diría que, en este aspecto, el poeta no tendría que
sintonizar con el entorno criminal. Porque los ladrones, a los ojos de los «fraiers»,
tienden a distinguirse radicalmente de los simples gamberros, pues son en realidad un
fenómeno del todo distinto a estos, son incomparablemente más peligrosos. Sin
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embargo, desde la perspectiva del «hombre sencillo» el gamberro es mucho más
peligroso que el ladrón.
Los ladrones interpretan el gamberrismo de Yesenin, glorificado en sus poesías,
como un suceso ocurrido en un tugurio, como una de sus parrandas clandestinas, una
de sus borracheras descontroladas y siniestras.
Cada una de las poesías de Moscú de las tabernas contiene notas que resuenan en
el alma del hampón; qué les importa la profunda humanidad, la luminosa lírica
presente en los versos de Yesenin.
Los hampones quieren conseguir de todo esto los versos que sintonizan con su
modo de ser. Y esos versos están ahí; ese tono del hombre enfadado con el mundo,
humillado por los hombres, está presente en Yesenin.
Hay también otro aspecto de su poesía que lo acerca a las ideas que dominan el
mundo del hampa, al código de este mundo.
Se trata de la relación con la mujer. El hampón trata a las mujeres con desprecio,
considerándolas seres inferiores. La mujer no merece nada mejor que escarnio,
bromas groseras y golpes.
El hampón no piensa en absoluto en los hijos; en su moral no existen obligaciones
hacia ellos; no hay conceptos que lo liguen a los «descendientes».
¿Quién será su hija? ¿Una prostituta? ¿Una ladrona? ¿Quién será su hijo? Es algo
que al hampón le trae sin el menor cuidado. ¿O es que el hampón no está obligado
«por ley» a ceder a su amiga a un compañero de más «autoridad»?
Y he esparcido
mis hijos por la tierra.
Y he entregado a mi mujer
a otro, sin pensarlo.
Y aquí los principios éticos del poeta se corresponden plenamente con las normas
y gustos iluminados por las tradiciones y la vida cotidiana del hampa.
Los versos de Yesenin sobre las prostitutas borrachas los conocen los hampones
al dedillo y hace tiempo que los han hecho suyos. Al igual que «Canta una buena
canción el ruiseñor», «Tú no me quieres, no me cuidas», con una melodía artesanal,
forman parte del tesoro del «folclore» del hampa.
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me dará el reposo final.
No relinches, mi troika tardía,
nuestra vida ha sido fugaz.
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Se me antoja que no ha habido otro poeta en el mundo al que se le haya hecho
semejante publicidad. Este honor peculiar le ha correspondido solo a Yesenin,
«reconocido» poeta en el mundo del hampa.
Este reconocimiento es fruto de un proceso. Desde que aparece un somero interés,
tras un primer contacto, hasta que los versos de Yesenin se incorporan a la obligatoria
«biblioteca del joven hampón», con la aprobación de todos los capos del mundo
subterráneo, han pasado dos o tres decenas de años. Se trata de los mismos años en
que Yesenin no se publicaba o se publicaba poco (Moscú de las tabernas no se
publica ni ahora). Por este motivo el poeta suscitaba tanta más confianza e interés
entre el hampa.
Al mundo del crimen no le gustan los versos. La poesía no tiene nada que hacer
en este mundo siniestro. Yesenin es una excepción. Cabe subrayar que aquí ni su
biografía ni su suicidio han desempeñado en su éxito papel alguno.
Los delincuentes profesionales no conocen el suicidio; el porcentaje de suicidios
en el hampa es igual a cero. Los ladrones más instruidos se explicaban la muerte
trágica de Yesenin por el hecho de que, de todos modos, el poeta no era del todo un
ladrón, sino algo parecido a un «gusano», un «fraier echado a perder», del cual, según
ellos, poco se puede esperar.
Pero, claro está —y esto lo dirá cualquier hampón, instruido o no—, en Yesenin
había una «gota de sangre de ladrón».
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Cómo «se montan los novelos»
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importancia se exagera, se hace pasar por una dolencia grave. Los relatos de los
ladrones se parecen a esta simulación. La moneda de cobre de la verdad se convierte
en un rublo de plata que se cambia en público.
El hampón cuenta con quién ha «faenado», dónde ha robado con anterioridad, se
presenta ante sus desconocidos compañeros, habla sobre las inaccesibles cajas fuertes
Miller que ha reventado, cuando en realidad su «faena» se ha limitado a arrancar unas
sábanas blancas de las cuerdas de tender junto a una «dacha» de las afueras.
Las mujeres con las que ha vivido son de una belleza inenarrable y tienen
fortunas casi millonarias.
En todas estas mentiras, en las mentiras «memorialísticas», al margen de cierto
placer estético narrativo, satisfacción que se extiende tanto al narrador como a sus
oyentes, hay además algo más sustancial y considerablemente más peligroso.
La cuestión es que todas estas hipérboles carcelarias constituyen un material de
propaganda y agitación del mundo criminal, un material de no poca importancia.
Estos relatos son la universidad del hampa, la cátedra de su pavorosa ciencia. Los
hampones jóvenes escuchan a los «viejos» y se afirman en su fe. Se llenan de
veneración hacia estos héroes de hazañas nunca vistas y sueñan con realizar gestas
semejantes. Se produce la iniciación del neófito. Y el joven ladrón recuerda estos
preceptos para el resto de su vida.
Quizá el propio narrador-hampón quiere creer, como Jlestakov[31], en su inspirada
mentira. Él mismo tiene la impresión de ser más fuerte y mejor.
Y he aquí que, cuando ya se ha producido el contacto definitivo entre los
hampones y sus nuevos amigos, cuando ya se han rellenado los currículums orales de
los recién llegados, cuando se han calmado las olas de fanfarronadas y algunos
episodios de sus recuerdos, los más picantes, repetidos más de una vez, se rememoran
de tal manera que cualquiera de los oyentes, en otras circunstancias, hace pasar por
suyas las andanzas ajenas, y a pesar de todo ello el día en la cárcel sigue pareciendo
interminable, entonces a alguien se le ocurre una feliz idea…
—¿Y si nos «montamos un novelo»?
Y cierto individuo cubierto de tatuajes se asoma a la luz amarilla de la bombilla
de una intensidad tan baja que cuesta leer con ella, se instala más cómodamente y
empieza con una letanía inicial, parecida a las acostumbradas primeras jugadas de
una partida de ajedrez:
«En la ciudad de Odesa, antes de que estallara la revolución, vivía un conocido
príncipe con su bellísima mujer».
En el argot del hampa, «tísnut»[32] significa «contar», y el origen de este
pintoresco «argotismo» no es difícil de adivinar. El «novelo» narrado es algo
parecido al esbozo (ótisk) de una narración.
En cuanto al «novelo», como forma literaria, no es ni mucho menos
necesariamente una novela, un relato o un cuento. Puede también ser cualquier tipo
de memorias, un filme o un ensayo histórico. El «novelo» es siempre una obra ajena
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y anónima expuesta de manera oral. En estos casos nadie nombra ni conoce nunca al
autor.
La narración ha de ser larga, pues uno de sus objetivos es hacer pasar el tiempo.
El «novelo» es siempre medio fruto de la improvisación, pues, después de haberlo
oído antes en alguna parte, parcialmente se olvida y parcialmente adquiere nuevos
detalles, cuyo colorido depende del narrador.
Hay varios «novelos» especialmente extendidos y preferidos, varios esquemas
escénicos que habría envidiado el teatro de improvisación Semperanté[33].
Se trata, claro está, de los policíacos.
Es especialmente curioso que los ladrones no rechacen ni mucho menos las
novelas policíacas soviéticas actuales. Y no por su falta de ingenio o porque sean
sencillamente mediocres: los relatos que ellos escuchan con enorme satisfacción son
todavía más vulgares y mediocres. Por otro lado, el narrador es libre de corregir los
fallos de las novelas de los Adámov y los Sheinin.
No, a los ladrones simplemente no les interesa la actualidad.
—Nuestra vida la conocemos de sobra —dicen con pleno fundamento.
Los «novelos» más populares son El príncipe Viázemski, La banda del valet de
corazones, el inmortal Rocambole, los restos de la literatura barata rusa y la traducida
que leían los rusos durante el siglo XIX, cuando no solo era clásico Ponson du Terrail,
sino también Xavier de Montépin, con sus «novelas-río» El detective asesino, El
inocente castigado, etc.
De los argumentos tomados de obras literarias consistentes, ocupa un lugar
preeminente El conde de Montecristo. Los tres mosqueteros, por el contrario, no tiene
éxito alguno y se considera una novela de humor; se diría que al director francés que
filmó Los tres mosqueteros como una alegre opereta no le faltaba razón.
Ningún tema místico o fantástico, nada de psicología. Una buena trama y
naturalismo con deriva sexual: he aquí la consigna de la literatura oral del hampa.
En uno de los «novelos» se podía reconocer con gran dificultad el Bel-Ami de
Maupassant. Está claro que tanto el título como los nombres de los personajes son
completamente distintos, e incluso el argumento se ha visto sometido a cambios
profundos. Pero el esqueleto de la obra —la carrera de un proxeneta— se ha
mantenido.
Los «novelistas» hampones han remodelado Anna Karénina exactamente igual
que lo hiciera en su puesta en escena el Teatro Artístico. Se ha dejado a un lado toda
la línea de Levin y Kitty. Tras quedarse sin decorados y con los apellidos de los
personajes cambiados, la obra producía una impresión extraña. Un apasionado amor
que surge de improviso. Un conde que coquetea con la heroína en la plataforma de un
vagón. La visita de la madre descarriada a su hijo. El viaje del conde con su amante al
extranjero. Los celos del conde y el suicidio de la heroína. Solo por las ruedas del
tren, por las referencias de Tolstói al vagón tomadas de la novela, se puede entender
de qué se trata.
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Se cuenta y se escucha de buena gana Los miserables. Los hampones rusos se
encargan de corregir los errores y las ingenuidades del autor al representar a los
criminales franceses.
Incluso a partir de la biografía de Nekrásov (al parecer sacada de un libro de
Chukovski) se cocina una impactante novela policíaca, donde el héroe central es
Pánov (!).[34]
Los narradores aficionados cuentan estos «novelos» con voz monótona y
aburrida; entre los narradores hampones es raro encontrar verdaderos artistas: poetas
y actores innatos, capaces de colorear cualquier argumento con mil sorpresas;
entonces se reúnen a escuchar a estos maestros todos los hampones que se hallan en
aquel momento en la celda. Nadie se irá a dormir hasta el amanecer y la fama
clandestina de este maestro viajará muy lejos. La celebridad de uno de estos
«novelistas» no solo hará palidecer sino que superará incluso la fama de cualquier
Kaminka o Andrónikov[35].
Sí, así se llama a estos narradores: «novelistas». Es un concepto perfectamente
establecido, un término del vocabulario del hampa.
«Novelo» y «novelista».
El «novelista», es decir, el narrador, no ha de ser por supuesto necesariamente del
hampa. Al contrario, un «novelista» no hampón se valora no menos sino más, porque
lo que cuentan los hampones se limita a unas cuantas tramas populares y se acabó.
Siempre puede suceder que algún novato llegado de fuera guarde en la memoria
alguna historia interesante. Y si sabe contar esta historia será premiado con el interés
condescendiente de los ladrones, aunque en estos casos el Arte no puede salvar ni los
objetos, ni un paquete o un envío. La leyenda de Orfeo no es más que eso, una
leyenda. Pero si no se da un conflicto vital parecido, entonces el «novelista» recibirá
un lugar en las literas junto a los hampones y un plato más de sopa durante la comida.
De todos modos, no conviene creer que los «novelos» existan solo para acortar
las horas en la cárcel. No, su significado es mayor, más profundo, más serio, más
importante.
El «novelo» representa casi el único contacto del hampón con el arte. El «novelo»
responde a la necesidad estética, deformada pero poderosa, del hampón, que no lee ni
libros, ni revistas ni diarios, «se zampa la cultura» (expresión específica de su argot)
en la forma de esta variedad oral.
El escuchar los «novelos» constituye una suerte de tradición cultural que los
hampones respetan sobremanera. Los «novelos» se han contado desde tiempos
inmemoriales y están bendecidos por toda la historia del mundo criminal. Por eso se
considera de buen tono escuchar los «novelos», apreciar y proteger este género de
arte. Los hampones son los mecenas tradicionales de los «novelistas», están educados
en estos gustos y nadie se negará a escuchar a un «novelista», aunque uno tenga
ganas de bostezar hasta crujirle los huesos. Por supuesto, está claro que los asuntos
relacionados con los atracos, las discusiones sobre temas de sus robos, así como el
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obligado y apasionado interés por los juegos de cartas en todo su desafuero e ímpetu,
todo eso es más importante que los «novelos».
Uno se entrega a los «novelos» en los momentos de ocio. En la cárcel está
prohibido jugar a las cartas, y aunque una baraja se fabrica con la ayuda de un pedazo
de hoja de diario, una punta de lápiz de tinta y un trozo de pan masticado a una
velocidad inusitada, tras la cual se percibe la experiencia milenaria de generaciones
de ladrones, de todos modos en la cárcel no siempre, ni mucho menos, se puede jugar
a las cartas.
Ningún hampón admite que no le gustan los «novelos». Estos parecen bendecidos
por las confesiones de fe del hampa, están incorporados a su código de conducta y
responden a sus necesidades espirituales.
A los hampones no les gustan los libros, no les gusta leer. Es muy raro encontrar
entre ellos a personas educadas desde niños a amar los libros. Estos «monstruos» leen
casi a escondidas, casi ocultándose de sus compañeros; temen las bromas venenosas y
groseras, como si hicieran algo indigno de un hampón, algo más propio del maligno.
A pesar de envidiar a los intelectuales, los odian y en toda muestra de un exceso de
«educación» ven algo que les es ajeno y extraño. Y al mismo tiempo este mismo
Bel-Ami o El conde de Montecristo, cuando se les aparecen en la forma de un
«novelo» suscitan el interés de todos.
Es cierto que el hampón-lector podría explicarle al hampón-oyente de qué trata la
obra, pero… es grande el poder de la tradición.
Ningún investigador de la literatura, ningún memorialista toca ni de lejos este tipo
de narración oral, presente desde la oscuridad de los tiempos hasta nuestros días.
El «novelo», en la terminología de los «urkas», no es solo una novela, y la
cuestión no se limita al cambio de acento[36]. También movían el acento las doncellas
instruidas, atraídas por Antón Kréchetov, así como la Nastia de Gorki mientras
hojeaba Un amor fatal.
El «montar novelos» es una antiquísima costumbre de los hampones, con toda la
obligatoriedad religiosa, incrustada en el credo del hampón al igual que jugar a las
cartas, las borracheras, la depravación, los atracos, las fugas y los «juicios de honor».
Es un elemento imprescindible de la vida cotidiana del hampa, es su literatura.
El concepto de «novelo» es bastante amplio. Incluye en sí diversos géneros de
prosa. Es una gran novela o una narración, cualquier cuento, un documento
etnográfico basado en la realidad, como también un estudio histórico o una pieza
teatral, un montaje radiofónico, el relato de una película vista que de la pantalla
retorna al guión. La carcasa argumental se entrelaza con la propia improvisación del
narrador, y en sentido estricto un «novelo» es una creación del momento, como un
espectáculo teatral. Surge una única vez, convirtiéndose en algo aún más efímero y
frágil que el arte del actor sobre un escenario, pues el actor se atiene, en cualquier
caso, al sólido texto que le impone el dramaturgo. En el conocido «teatro de la
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improvisación» hay mucha menos improvisación que la que se permite el «novelista»
de la cárcel o del campo.
Los «novelos» antiguos, del tipo de La banda del valet de corazones o El
príncipe Viázemski, hace ya más de cincuenta años que han desaparecido del mercado
del lector. Los historiadores de la literatura se rebajan a citar tan solo Rocambole o
Sherlock Holmes.
Las narraciones populares rusas del siglo XIX se han conservado hasta hoy en la
clandestinidad del hampa. Los hampones «novelistas» cuentan, «montan», justamente
estos viejos «novelos». Son algo parecido a los clásicos del hampa.
En la mayoría de los casos, el narrador común puede relatar la obra que había
leído en libertad. Y para su gran asombro no descubrirá El príncipe Viázemski hasta
que vaya a parar a la cárcel, tras oírlo de boca de un «novelista» hampón.
«Aquellos hechos ocurrían en Moscú, en el barrio de Razguliái; allí visitaba un
local de la alta sociedad el conde Potocki. Era un muchacho joven, corpulento…»
—Sin prisas, sin prisas —le piden los oyentes.
El «novelista» ralentiza el ritmo del relato. Y el hombre cuenta la historia hasta el
agotamiento total, puesto que hasta que no se duerma aunque sea uno de los oyentes,
se considera de mal gusto interrumpir el relato. Las cabezas cortadas, los fajos de
dólares, las piedras preciosas halladas en el estómago o en los intestinos de cierta
excelentísima «mariana» se suceden uno tras otro en esta historia.
Por fin el «novelo» acaba; el «novelista» se arrastra agotado a su sitio y los
oyentes satisfechos extienden sus multicolores mantas de guata, pieza de uso
cotidiano e imprescindible para todo hampón que se precie.
Así ocurre con los «novelos» en la cárcel. Pero no en el campo.
La cárcel y el campo de trabajo son dos cosas distintas, a pesar de su aparente
similitud, muy alejadas la una de la otra por su contenido psicológico. La cárcel está
más cerca de la vida normal que el campo.
El casi siempre inocente tono que tiene para el «fraier» el dedicarse a la tarea de
«novelista» aficionado en la cárcel, adquiere de pronto un reflejo trágico y siniestro
en el campo.
Todo parece seguir igual. Los mismos hampones que solicitan el servicio, las
mismas horas vespertinas para la narración, igual temática de los «novelos». Pero
aquí los «novelos» se cuentan a cambio de una corteza de pan, por un «platillo» de
sopa vertida en la escudilla de una lata de conservas.
Aquí hay tantos «novelistas» como quieras. Los pretendientes a esta corteza de
pan o al plato de sopa son decenas de seres hambrientos, y ha sucedido que un
«novelista» medio muerto se desmayara de hambre durante el relato. En previsión de
tales casos, se introdujo la costumbre de ofrecerle al «novelista» de turno unas
cucharadas de sopa antes de «montarse» el «novelo». Y esta sabia costumbre echó
raíces.
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En las superpobladas celdas de aislamiento de los campos —algo parecido a una
cárcel dentro de una cárcel—, los que por lo general distribuyen la comida son los
comunes. La administración se ve impotente para luchar contra este orden de cosas.
Después de que los hampones sacien su hambre, acceden a la comida el resto de los
habitantes del barracón.
Ilumina el enorme barracón con el suelo de tierra una «fumarola», una lámpara de
queroseno.
Todos, salvo los ladrones, han estado trabajando todo el día, han pasado largas
horas en medio de un frío helado. El «novelista» quiere entrar en calor, quiere dormir,
acostarse, sentarse, pero mucho más que dormir, entrar en calor y recuperar la calma,
quiere comer, comer lo que sea. Y tras un increíble y titánico esfuerzo de voluntad
pone en marcha su cerebro y se lanza a contar un «novelo» de dos horas para
contento de los hampones. Y justo cuando acaba de contar la aventura policíaca, el
«novelista» se traga la «sopita», un plato ya frío y cubierto por una capa de hielo, y
lame hasta la última gota, hasta dejarlo seco, el platillo casero de hojalata. No
necesita la cuchara, los dedos y la lengua le servirán mucho mejor que cualquier
cubierto.
Extenuado, intentando constantemente llenar en vano, siquiera por un minuto, el
escuálido estómago, un estómago que se devora a sí mismo, el exprofesor se ofrece
como «novelista». El profesor sabe que en caso de tener éxito, de recibir el plácet de
sus clientes, le darán de comer y lo librarán de las palizas. Los hampones confían en
sus dotes de narrador, por muy extenuado y baldado que esté. En el campo, a la gente
no se la mide por sus ropas, y cualquier «fuego» (nombre pintoresco que se da a un
desarrapado cubierto de harapos, con la guata asomando por muchas partes del
chaquetón) puede resultar ser un gran «novelista».
Tras ganarse su sopa y, con un poco de suerte, una corteza de pan, el «novelista»
mastica tímido en un oscuro rincón del barracón, despertando la envidia de sus
compañeros que no saben «montar novelos».
En el caso de un golpe de suerte aún mayor, al novelista lo invitarán incluso a un
pitillo de majorka. ¡Y esto ya es el colmo de la felicidad! Decenas de ojos seguirán el
movimiento de sus dedos temblorosos, que lían un pitillo con el tabaco. Y si el
«novelista» deja caer en un movimiento torpe varias preciosas hebras de majorka al
suelo, puede echarse a llorar con lágrimas de verdad. ¡Cuántas manos se alargarán
hacia él en la oscuridad, para encender su cigarrillo en la estufa y, al echar una calada,
inspirar siquiera una sola vez el humo del tabaco! Y más de una voz servil dirá a sus
espaldas la fórmula mágica «fumamos», o empleará el misterioso sinónimo de esta
fórmula, «cuarenta…»[37]
Esto es un «novelo» y un «novelista» en el campo.
Desde el día de su triunfo, al novelista no dejarán que lo ofendan, no permitirán
que le peguen e incluso le darán mejor de comer. El hombre ya pide sin miedo a los
hampones que lo inviten a fumar y los hampones le darán sus colillas. El «novelista»
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ya ha recibido un título nobiliario y ya se ha puesto la librea de ayuda de cámara de la
corte. Cada día debe estar preparado para un nuevo «novelo» —¡pues la competencia
es grande!—, y será un alivio para él la noche en que sus amos no estén de humor
para saborear sus alimentos culturales, para «tragar cultura», y el hombre pueda irse a
descansar, a dormir como un tronco. Pero incluso en estos casos su sueño puede verse
brutalmente interrumpido si a los hampones de pronto se les ocurre suspender una
partida de cartas (cosa que, por supuesto, ocurre muy raramente, pues cualquier terts
o un stos valen más que cualquier «novelo»).
Entre estos hambrientos «novelistas» se pueden encontrar también «ideólogos»,
sobre todo tras varios días de relativa saciedad. Y estos intentarán contar a sus
oyentes algo más serio que La banda del valet de corazones. Un «novelista» de estos
se siente como un trabajador de la cultura junto al trono del hampa. Entre ellos hay
antiguos escritores, orgullosos de mantenerse fieles a su primera profesión, a un arte
que se muestra en tan sorprendentes circunstancias. Los hay que se sienten
encantadores de serpientes, flautistas que tocan ante el enroscado ovillo de unas
serpientes venenosas…
***
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Posfacio
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El milagro de Shalámov y su obra
¿Cómo enfocar un comentario sobre los Relatos de Kolimá? ¿Hay algo nuevo que
añadir al propio texto, algo que aclarar sobre esta gran obra, seis ciclos contundentes,
arrebatadores, verídicos, pavorosos y al mismo tiempo bellos? ¿Algo nuevo que
decir, cuando incluso el propio autor lo hace en este último libro, en estos Ensayos,
en este nuevo intento para llegar a entender y hacerse entender? ¿Algo que aportar a
este ignominioso capítulo de la violencia política, de la inhumanidad humana,
cuando, a mi entender, la mayoría de los lectores de Shalámov ya se han creado un
cuadro de la realidad que el autor convierte en documento? Más aún, cuando el lector
tiene suficientes elementos para conocer, si no los conoce ya, el mundo de los campos
de trabajo soviéticos, uno de los mayores crímenes del siglo XX. Finalmente, ¿es lícito
hacerlo, entrometerse en estas últimas palabras de Shalámov?
Y sin embargo, creo que es bueno recordar el milagro que representa la
supervivencia del autor y la permanencia de su obra. Que el autor sobreviviera a la
vorágine de los campos, al proceso de explotación, deshumanización y exterminio
engendrado por el régimen soviético, y que además lograra escribir sus cuadernos,
que estos no desaparecieran en los desvanes del tiempo soviético o en los archivos
del KGB y, finalmente, que se publicaran y que hayan llegado hasta nosotros, todo
esto no puede llamarse de otro modo que milagro.
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recordar. Pero no es el caso de Shalámov. A pesar de la convicción de lo imposible,
inútil y estéril que es transmitir recuerdos, sensaciones, sentimientos, experiencias; a
pesar de las repetidas aseveraciones dirigidas al lector de que sobre esto no hay que
hablar, ni escribir, ni leer, no obstante, el autor, en su habitación del extrarradio de
Moscú y, años más tarde, cuando es rehabilitado, en su cuarto del piso comunal de la
capital, escribe entre los años cincuenta y setenta, en unos cuadernos escolares, uno
tras otro, sus breves, hermosos y demoledores relatos.
Al margen del aspecto más notable de estos, su calidad literaria —claridad,
concisión y sencillez—, sorprende el hecho de que no hayan desaparecido, de que no
hayan compartido la suerte de incontables textos —cuadernos de notas, memorias y
diarios, versos y poemas, relatos, novelas y dramas—, destruidos la mayoría por el
poder soviético y por el tiempo.
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A los dos años de estudiar en la Facultad de Derecho Soviético, será expulsado
tras una denuncia en la que un compañero lo desenmascara, acusándolo de ocultar su
origen.
En la universidad se suma a la oposición leninista de izquierdas, enfrentada a la
política de Stalin. La difusión del llamado «Testamento de Lenin» será el motivo de
su primera detención.
Nos encontramos todavía en los años en que la persecución de la oposición
leninista, ya entonces estigmatizada como trotskista, es relativamente benévola. Y en
1929 Shalámov es condenado, como «elemento socialmente peligroso» —por
difundir la «Carta al Congreso» del partido en la que Lenin, ya muy enfermo,
reclamaba retirar a Stalin del cargo de secretario general—, a la leve pena de tres
años de trabajos forzados en Víshera, en la región de los Urales. Allí trabaja en la
construcción de un gran complejo industrial químico-papelero. (A este período
dedicará, además de sus páginas autobiográficas, una de sus obras, la «antinovela»
Víshera).
De los Urales regresará a Moscú en 1932 con la intención de reintegrarse en la
vida cultural. Se casa, colabora en diversas revistas y en 1936 aparece su primera
publicación, «Las tres muertes del doctor Austino», incluida en el n.º 1 de la revista
literaria Oktiabr.
La vida común y ordinaria de un joven intelectual soviético, de un marido y
padre, con sus ascensos y caídas, sus éxitos (pocos) y fracasos, se ve truncada por la
ola de arrestos de los incontables opositores a Stalin (aunque también de millones de
ciudadanos fieles) que se inicia a mediados de los años treinta.
Detenido en enero de 1937, es encerrado en la cárcel de instrucción Butirka; el 2
de junio será condenado por «actividades contrarrevolucionarias trotskistas» (el
célebre acrónimo ruso KRTD del artículo 58, el de los «enemigos del pueblo») a
cinco años de trabajos forzados en un campo de trabajo correccional. Una condena
suave para la época, pues muchos encausados recibirán la condena a «diez años sin
derecho a correspondencia», que casi veinte años más tarde los familiares de los
condenados descubrirán que significaba la pena de muerte.
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En diciembre de 1938 es arrestado de nuevo y juzgado por el «caso de los
juristas», episodio que, como otros, recoge en sus relatos. Posteriormente es enviado
a la prisión de tránsito para una «cuarentena de tifus».
En abril de 1939, convertido en un «terminal» (es decir, un despojo humano que
se precipita por el camino, casi siempre sin retorno, de los que padecen distrofia
alimentaria), se salva gracias a que lo mandan con una partida de exploración
geológica a la zona de Chornoye ózero (Lago Negro), dedicándose a trabajos de
excavación y de ayudante de topógrafo. Circunstancia que narrará, entre otros, en el
relato «Sentencia».
Son años de trabajos forzados en los que realiza las más diversas tareas: ayudante
de topógrafo, calderero, explorador, pero fundamentalmente el de minero, que son los
«trabajos comunes» de un enemigo del pueblo. Como en los años 1940-1942, período
en el que trabaja en las minas de carbón de los campos Kadikchán y Arkagalá.
En 1942 da con sus huesos en Dzhelgalá, una mina de castigo donde seguirá
destinado a realizar «trabajos comunes», siempre alejado de toda prebenda o de
cualquier alivio que pudiera representar no llevar a cabo un trabajo físico a la
intemperie o en una mina.
Arrestado en mayo de 1943 por una denuncia, en junio será acusado de
«propaganda antisoviética» y condenado por un tribunal militar a diez años más de
trabajos forzados. Entre otros delitos, se le castiga por declarar que Iván Bunin —
escritor emigrado, premio Nobel de literatura en 1933— es un «clásico ruso».
Cualquier pretexto —este, claramente inventado— es bueno para el poder para
alcanzar el principal objetivo: prolongar la condena del preso. Son tiempos de guerra
y hay que aprovechar hasta la última gota de sangre de los «enemigos del pueblo». Se
trata de la época más dura de los campos —a excepción del período de los
fusilamientos en masa—, por la disminución drástica de la ración alimenticia y las
duras condiciones de trabajo y de vida.
En otoño es enviado a realizar trabajos auxiliares cerca del poblado Yágodnoye,
donde, dada la extrema escasez de alimentos, retorna a la condición de «terminal», a
causa de la extenuación, la avitaminosis y de la desnutrición más completa.
En enero de 1944 tiene la inesperada suerte de ingresar en el hospital
penitenciario Bélicha. Uno de los milagros a que nos hemos referido, que lo salva de
una muerte inminente.
En marzo le dan de alta y es destinado al mismo lugar de condena, a los mismos
trabajos que lo condujeron al estado de «terminal».
En verano, gracias a la médica Nina Savóyeva, logra volver a Bélicha, donde
trabaja en el hospital como animador cultural y asistente sanitario. No obstante, en
1945 regresa a los trabajos comunes en la mina Spokoini (de la Calma).
En otoño trabaja de talador de árboles en la zona Kliuch Almazni (Manantial de
Diamantes). Sin poder soportar el trabajo y el hambre, decide fugarse. Es detenido y
condenado de nuevo a trabajar en la mina de castigo de Dzhelgalá.
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Cada uno de estos episodios biográficos se verá reflejado en uno o varios relatos.
En 1946, tras llegar de nuevo a un estado de extenuación extrema, va a parar al
centro sanitario donde se produce el providencial encuentro con el médico Andréi
Pantiujov, un antiguo conocido de otras «resurrecciones», quien, tras sacarlo del pozo
de los «terminales», logra mandarlo a unos cursos de formación para practicantes, en
los que, dada su condena (KRTD) —actividades contrarrevolucionarias trotskistas—,
no podía ni soñar.
Tras acabar en diciembre los cursos de practicante, es enviado en calidad de
sanitario a la sección de cirugía del Hospital Central para Presos La Orilla Izquierda,
centro médico que da nombre a uno de los ciclos de los Relatos de Kolimá.
Gracias a esta profesión conseguirá salvar la vida hasta el final de la condena, en
1951; la liberación definitiva de hecho no se produce hasta septiembre de 1953
(Stalin moría en marzo del mismo año).
De la primavera de 1949 al verano de 1950 trabaja de practicante en el poblado de
leñadores Kliuch Duskania (Manantial Duskania). Allí empieza escribir versos, que
más tarde entrarán a formar parte de los Cuadernos de Kolimá.
A principios de los 50 trabaja de practicante en la sala de ingresos del hospital La
Orilla Izquierda.
El 13 de octubre de 1951 concluye su condena. Se emplea en el Dalstrói —
organismo que gestiona los campos del Extremo Norte—. Para ahorrar el dinero
suficiente que le permita abandonar Kolimá, trabaja de practicante en los poblados
Baragón, Kiubiuma (distrito de Oimiakon, Yakutia). Escribe versos y los envía,
mediante la médica Yelena Mamuchashvili, a Moscú, a Borís Pasternak, iniciándose
así la correspondencia entre ambos poetas. «El sendero» y «La carta» recogen estos
episodios decisivos de su vida.
El 13 de septiembre de 1953 se da de baja del Dalstrói y el 12 de noviembre
regresa a Moscú, donde no se le permite residir por no estar aún rehabilitado. Con el
relato del viaje del retorno y la llegada a la capital —«Riva-Rocci»— se cierra el
ciclo de los Relatos de Kolimá.
El mismo día de su llegada consigue pelearse con todos los que pretenden festejar
su libertad. Descubre el abismo que se abre entre los «civiles», como su familia, y
aquellos que han pasado por una experiencia como la suya. La esposa, formalmente
separada de él, recibe, tras diecisiete años de ausencia, a su marido. Durante el
encuentro en honor del «resucitado», uno de los invitados expresa en un brindis la
confianza en que Shalámov «demostrará al Estado su lealtad revolucionaria»,
palabras que provocan la ira del homenajeado, que decide abandonar el lugar, «pues
no podía dormir bajo el mismo techo que aquella gente».
Tal vez el único acontecimiento memorable que se produce antes de partir al
kilómetro 101 —frontera radial dentro de la cual no podían residir los antiguos presos
«enemigos del pueblo» hasta su rehabilitación— es la visita que le hace a Borís
Pasternak al día siguiente de su llegada. Ya entonces Pasternak le ofrece leer la
***
Una de sus reflexiones sobre la literatura, escrita en los años sesenta y que lleva el
título de «Todo o nada», empieza así:
«En el arte existe la ley de “todo o nada”, ahora tan popular entre los cibernéticos.
En otras palabras, no hay versos más o menos cualificados. Hay versos y no versos.
Esta división es más correcta que la división entre poetas y no poetas. Todo lo no
artístico en el arte es antiartístico, enfrentado al arte verdadero».
El artículo —que se refiere a la distancia, casi imperceptible en lo formal, que a
veces separa una obra anodina de una genial, la nada y el todo, y que puede convivir
en el mismo creador— sintoniza acertadamente con la actitud de Shalámov ante la
[1961]
En este punto el manuscrito se interrumpe. Se trata de una libreta escolar
corriente de papel rayado del tercer trimestre de 1961.
Ricardo San Vicente
Barcelona, febrero de 2017