Nieve de Primavera

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Nieve de primavera

(Juan José Saer)

No hace mucho, en Viena, está bamos paseando por la Kettenbrü ckengasse, una
avenida muy larga llena de pequeñ os y grandes atractivos, como la fachada florida
de la Majolika Haus o, a unos pasos má s allá , el cuartito en el que murió Franz
Schubert (que cada uno decida cuá l de esas dos atracciones turísticas es la grande
y cuá l la pequeñ a). En el paseo central de la avenida se despliega el Naschmark,
que las guías señ alan como «el mercado má s animado de Viena», y que consiste en
una doble hilera de puestos estables o ambulantes, abarrotados de mercadería,
extendiéndose a lo largo de muchas cuadras.
Era un sá bado a la mañ ana, un sá bado de finales de marzo, el primer sá bado de
primavera para ser má s exactos. Desde hacía dos o tres días habíamos andado, mi
marido y yo, caminando por la ciudad, visitando parques y museos, y ese paseo por
el mercado era uno de los má s agradables de nuestra excursió n. En todo el
occidente cristiano, el sá bado a la mañ ana es un momento exaltante, cuando el
comercio exhibe su diversidad colorida, para volver má s ilusoriamente festivo el
descanso semanal de un día y medio que empezará alrededor de la una de la tarde,
y si es cierto que el atardecer del sá bado, cuando las ciudades se repliegan y se
calman, prepará ndose para las fiestas nocturnas, es la hora má s apacible y
benévola, la agitació n del sá bado a la mañ ana despierta los deseos adormilados
por una semana de trabajo, y pone otra vez en alerta má xima a los sentidos.
Somos italianos, no de alguna de esas ciudades que gozan de un prestigio
universal y presentan un aspecto demasiado solemne y exuberante de
significaciones a sus visitantes, sino de una ciudad exigua de clase media,
desconocida para el mundo entero, y ubicada al norte de Verona, en el camino a
Trento, a Bolzano, a Munich y a Salzburgo. Mi marido es arquitecto; yo, profesora
de alemá n. Ahora que los chicos son grandes, podemos escaparnos durante tres o
cuatro días adonde se nos antoje. Lo pasamos bien cuando estamos de viaje: sin
apuro y sin pretensiones, má s afectos al vagabundeo que a la dictadura de las guías
turísticas, nos gusta abandonarnos, al azar, a los placeres de nuestra edad, una
sorpresa arquitectó nica, un jardín florecido, un paseo en tranvía, un museo
confidencial, una buena cena.
En la primavera naciente, el clima nos deparó también sorpresas y transtornos,
pero al mismo tiempo, gracias a eso, placer y novedad. Lo que en otras partes del
mundo son chubascos primaverales, allá eran verdaderas tormentas de nieve,
cortas y repentinas, pero tan fuertes que en pocos minutos el cielo, hasta ese
momento de un azul intenso y brillante, se ponía negro, y la nevisca brumosa
empezaba a caer, remolineando con violencia por espacio de quince o veinte
minutos. Los colores animados de Viena se borroneaban en la nevada, la bruma, el
cielo oscuro, el agua helada, y el pequeñ o mundo que había sido hasta ese
momento reluciente, íntimo y acogedor, un poco cursi también a causa de su
predilecció n por el má rmol y los oros atormentados, se volvía lejano, extrañ o y
fantasmal. En el reverso del despliegue verde, rosa y dorado, parecía flotar un país
desconocido, sin lugar propio ni en el espacio, ni en el tiempo, ni en la experiencia.
Un mediodía, esa penumbra incolora, que escamoteó en unos pocos minutos la
transparencia soleada del aire, trajo a la rastra truenos y relá mpagos que hacían
vibrar las cosas con un estruendo amenazador, después de haberles otorgado
durante unos segundos una palidez verdosa que las volvía todavía má s espectrales.
Y detrá s de ese aluvió n precipitado de nieve el sol brillante reaparecía con la
misma labilidad repentina con que, unos momentos antes, se había volatilizado
detrá s de las capas espesas de nubes negras, haciendo destellar el follaje, las
estatuas y las extensiones inmaculadas de nieve que cubrían el césped de los
parques y de los jardines.
Lo que fue transtorno y sorpresa el primer día, al rato la costumbre lo
transformó en broma, en estrategia, en delicia. Al azar de nuestros paseos íbamos
alertas, tratando siempre de prever la nevisca y tener a mano el portal, la arcada, el
museo o el café al que iríamos a refugiarnos cuando la tormenta se desencadenara.
Pero el sá bado a la mañ ana, mientras paseá bamos por el Naschmark, entre la doble
hilera de mariscos y de pescados del Danubio, de naranjas y de frutas exó ticas,
llegadas el día anterior del Brasil o de Madagascar, de bacalao en salmuera y de
pepinos en vinagre envasados en Polonia, de extracto de tomate siciliano y de
arenques del Bá ltico, dejá ndonos arrastrar por la muchedumbre y atascá ndonos a
veces en los remolinos de gente, la tormenta de nieve fue tan densa, violenta y
repentina que, por no tener a mano uno de esos pequeñ os restaurantes hú ngaros
donde sirven un goulash humeante y una buena jarra de cerveza por unas pocas
monedas, nos metimos en el primer lugar que por decir así se nos presentó y que,
como lo ostentaba sin inhibiciones la fachada azul y blanca, resultó ser una taberna
griega.
Una mú sica de la misma nacionalidad sonaba discreta, casi inaudible a decir
verdad, sepultada bajo el murmullo de las conversaciones que se elevaba de las
mesas ocupadas, que eran casi todas las que contenía el local. Divisamos una de las
pocas que estaban libres y, después de desembarazarnos de nuestros abrigos
salpicados de nieve, nos sentamos a tomar una copa de vino blanco para empujar
el yogur con ajo, menta y pepino y el caviar de berenjenas que nos ayudaban a
armarnos de paciencia para esperar algú n plato caliente. Como habíamos estado
caminando toda la mañ ana, descansá bamos olvidados uno del otro, retraídos y
silenciosos, observando las mesas vecinas y el ambiente animado que reinaba en el
local. No sé en qué estaría pensando mi marido, pero en lo que a mí respecta, dos
escenas singulares absorbieron mi atenció n.
En una mesa que se encontraba a varios metros de la nuestra, de modo que no
podíamos oír la conversació n, había una joven familia, el padre, la madre, un chico
de unos tres o cuatro añ os y el hermanito menor, que no debía tener má s de ocho o
nueve meses. Lo primero que me llamó la atenció n fue la fealdad de la mujer: una
serie de azares crueles había acumulado en su cara y en su cuerpo toda clase de
desarmonías, de tal manera que el ojo, aunque habituado a la mediocridad sin
redenció n posible del envoltorio humano, registraba de inmediato la evidente
exageració n de la mujer en un sentido estético negativo. Y, sin embargo, un manejo
curioso tenía lugar en ese momento: su hijo mayor, parado sobre la silla, le hacía
continuas y desproporcionadas demostraciones de amor que, de tan intensas y
absorbentes, le impedían a la madre mantener una conversació n normal con su
marido u ocuparse del nene que la reclamaba desde su cochecito. El mayor, en
puntas de pie sobre el asiento, abrazaba a su madre acariciá ndola todo el tiempo,
apretá ndose contra ella, besá ndola en el cuello y en las mejillas, enredando los
deditos en sus cabellos, como si la peinara, o cubriéndole los labios con la mano e
incluso metiéndole los dedos en la boca para impedirle hablar. Era evidente que
quería distraer la atenció n y acaparar el ser entero de su madre para su consumo
personal, y si bien la madre no se abandonaba por completo, al mismo tiempo que
trataba de comer y de hablar con su marido, se dejaba acariciar y devolvía de tanto
en tanto las caricias al chico que, al recibirlas, se mostraba exageradamente
satisfecho, y hacía gestos demasiado ostentosos de arrobo y reconocimiento.
Observá ndolos no pude dejar de pensar lo siguiente: para el niñ o, la mujer fea era
la má s hermosa del mundo y, cualesquiera hayan sido sus motivos, egoísmo,
sentido histrió nico, capricho, odio disfrazado de pasió n, por má s vueltas que se
dieran para examinar la cuestió n, la respuesta era siempre idéntica, a saber, que la
mujer má s fea del mundo era la má s hermosa para su hijo, y que la rapsodia
infinita de objetos diferentes que constituyen la mú sica del universo, se resumía
para la criatura en uno solo.
En una mesa má s cercana, lo que me permitía escuchar la conversació n, había
un viejo que hablaba en voz demasiado alta con un señ or maduro que parecía
escucharlo con resignació n. Era uno de esos viejos locuaces, antipá ticos, y
orgullosos del buen estado de salud en el que llegan a la vejez, como si fuese un
mérito personal y no una mera consecuencia de la casualidad. Tomando largos
tragos de vino blanco y engullendo sin parar enormes bocados de musaka, el viejo
se burlaba de las celebridades que constituyen la gloria de Viena y atraen a tantos
turistas. (De vez en cuando miraba de reojo hacia nuestra mesa, sin darse cuenta
de que yo entendía sus palabras, lo cual tal vez le hubiese causado un regocijo
suplementario). Se refería con sarcasmo a Franz Schubert, que había muerto a los
treinta y un añ os, y al hacerlo sacudía vagamente la cabeza en direcció n al pequeñ o
museo —el lugar de su agonía— que se encontraba en la misma calle; las treinta y
tres operaciones a la mandíbula de Sigmund Freud le inspiraban un desprecio
evidente y el destino de Webern, que se había hecho matar de un tiro por un
soldado americano un anochecer en que había salido a la puerta de su casa a fumar
un cigarrillo, le daba ataques de hilaridad desdeñ osa. El viejo afirmaba que tenía
ochenta y tres añ os y que hacía el amor dos veces por semana. Nunca había tenido
que operarse; hacía cuarenta y ocho añ os que no había estado obligado a guardar
cama y treinta y cinco que no consultaba a un médico. Su interlocutor parecía
ponerse cada vez má s deprimido y melancó lico, convencido de que ese ser egoísta
y desconsiderado, maníaco y locuaz que se pavoneaba en su mesa, lo enterraría.
Todo tenía el aire de ser mera jactancia de borrachín, pero en un determinado
momento el viejo formuló una norma, un concepto, una convicció n sobre el tema
que desarrollaba y que podría resumirse de la siguiente manera: Un minuto de vida
en buena salud, vale más que todos los inventos, todas las teorías y todas las
reputaciones Las pretendidas obras maestras de Brueghel el Viejo que conservan los
museos de la ciudad y los imponentes monumentos arquitectónicos, no pesan nada
en comparación con el sabor de este vino que, en este mismísimo momento, pasa a
través de mis labios y se despliega, durante unos segundos, con sensaciones
instransferibles y con imágenes fugaces, en la zona clara de mi mente. Había
insolencia, vulgaridad real y simulada, mal gusto y un poco de humor negro,
mezclado a una pizca de furor, en esas insistentes declaraciones.
Yo simulaba no escuchar y al rato nomá s paró la nieve y mi marido y yo salimos
al sol de la Kettenbrü ckengasse. Me abstuve de comentar lo que había visto y oído,
pero ese almuerzo inesperado que nos deparó la nieve de primavera, hizo nacer en
mí una convicció n profunda: digan lo que digan las guías turísticas, en los cafés de
Viena las conversaciones tratará n de empirismo, de positivismo ló gico y de muchas
cosas má s, pero habrá sido, es y será siempre en las tabernas griegas donde se
discuta en serio de filosofía.

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