El Sueño Del Pongo Plan Lector - 3ro Sec

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I.

E JORGE BASADRE GROHMAN PLAN LECTOR 2024 “LEER ES LIBERTAD”

Apellidos y nombres: ________________________________________________Grado: 3ro Sección: _____

EL SUEÑO DEL PONGO


(José María Arguedas)
Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo,
de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus
ropas, viejas. El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en
el corredor de la residencia. —¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó delante de todos los hombres y mujeres
que estaban de servicio. Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de
pie. —¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas
manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! —ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo
cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco de espanto en su rostro; algunos siervos se reían
de verlo así, otros lo compadecían. «Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el trío de sus
ojos, el corazón pura tristeza», había dicho la mestiza cocinera, viéndolo. El hombrecito no hablaba con nadie;
trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. «Sí, papacito; sí, mamacita», era
cuanto solía decir. Quizás a causa de tener una cierta expresión de espanto, por su ropa tan haraposa y acaso,
también, porque no quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer,
cuando los siervos se reunían para rezar la avemaría, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón
martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo. Lo
empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes
suaves en la cara. —Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía. El hombrecito no podía ladrar.

Ponte en cuatro patas —le ordenaba entonces. El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies. —Trota
de costado, como perro —seguía ordenándole el hacendado. El hombrecito sabía correr imitando a los perros
pequeños de la puna. El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía el cuerpo. —¡Regresa! —le gritaba
cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor. El pongo volvía, de costadito. Llegaba
fatigado. Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto la avemaría, despacio, como viento
interior en el corazón. —¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! —mandaba el señor al cansado
hombrecito—. Siéntate en dos patas; empalma las manos. Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la
influencia modulante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos,
cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas. Golpeándolo con la
bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor. —Recemos el
padre nuestro —decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila. El pongo se levantaba a pocos, y no
podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie. En el
oscurecer, los siervos bajaban del corredor al pato y se dirigían al caserío de la hacienda. —¡Vete, pancita! —
solía ordenar, después, el patrón al pongo. Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo,
delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos.

Pero…, una tarde, a la hora de la avemaría, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la
hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy
claramente. Su rostro seguía como un poco espantado. —Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero
hablarte —dijo. El patrón no oyó lo que oía. —¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? —preguntó. —Tu
licencia, padrecito, para hablarte. Es a t a quien quiero hablarte —repitió el pongo. —Habla… si puedes —
contestó el hacendado. —Padre mío, señor mío, corazón mío —empezó a hablar el hombrecito—. Soñé
anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto. —¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio
—le dijo el gran patrón.

—Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos, los dos juntos; desnudos ante nuestro
gran Padre San Francisco. —¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la
curiosidad. —Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus
ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo, el
corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos,
padre mío. —¿Y tú? —No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo. —Bueno.
Sigue contando. —Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: «De todos los ángeles, el más
hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más
hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de miel de chancaca más
transparente». —¿Y entonces? —preguntó el patrón. Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin
cuenta, pero temerosos. —Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un
ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del
ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos
una copa de oro. —¿Y entonces? —repitió el patrón.—«Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que
está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre»,
diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu
cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz
de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente. —Así tenía que ser —dijo el patrón, y
luego preguntó—: ¿Y a ti? —Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro gran Padre San Francisco volvió a
ordenar: «Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga
en un tarro de gasolina excremento humano». —¿Y entonces? —Un ángel que ya no valía, viejo, de patas
escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sito, llegó ante nuestro gran
Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye, viejo —
ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel—, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento
que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!».
Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el
cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la
luz del cielo, apestando…—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—. ¡Continúa! ¿O todo concluye allí? —
No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante
nuestro gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con
sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido
con la memoria. Y luego dijo: «Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora

¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tempo». El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas
recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.

Luego de leer el texto, respondemos las siguientes preguntas:


1. ¿ ¿Por qué no pudo contener la risa el patrón al ver al pongo?
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2. ¿ ¿Por qué el patrón depreciaba al pongo?
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3. ¿ ¿Cómo era la conducta del patrón antes del sueño??


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