Poetas y Presidentes

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Los siglos no comienzan ni terminan nítidamente al cumplir una centuria.

Por el
contrario, lo hacen a mitad de camino, en los años fortuitos de su profecía espiritual.
Ésta es la idea central que alimenta los ensayos de E. L. Doctorow reunidos en este
volumen, los cuales intentan esclarecer las oscuras fuerzas que actúan en su país
poderoso y conflictivo, esa América que se ha transformado en el Extremo
Occidente: expresión radical de la modernidad decimonónica europea y, a la vez,
partida de defunción de todos los valores occidentales, cuna donde se mece el
nihilismo perpetuo e infantil de Charlot y Peter Pan.
En este viaje iniciático para comprender el «siglo americano» que, según el autor,
comienza con el asesinato de Lincoln, Doctorow nos lleva con mano maestra por los
territorios dispares de Jack London, Theodore Dreiser o Ernest Hemingway. Poetas y
presidentes se mezclan en la búsqueda de una clave reveladora, y así asistimos a la
evaluación de personajes como George Washington o Ronald Reagan.
Punto de partida de una reflexión sobre los fantasmas del capitalismo del XIX que se
ciernen sobre este fin de milenio, un capitalismo sin capital y con desinversión —es
decir, sin reglas— servido hoy a los nuevos ciudadanos del mundo, «obedientes y
oliendo a limpio como un coche último modelo».
Una nación trágica retratada por uno de sus más talentosos testigos.

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E. L. Doctorow

Poetas y presidentes
ePub r1.1
Titivillus 16.06.2024

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Título original: Jack London, Hemingway, and the Constitution
E. L. Doctorow, 1993
Traducción: Jordi Arbonès
Diseño de cubierta: Bengt Oldenburg
Ilustración de cubierta: Composición con el detalle de una foto de Alfred Stieglitz

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

Poetas y presidentes

Agradecimientos

Introducción

Jack London…

… y su llamada de la selva

Theodore Dreiser: Libro primero

… y libro segundo

Ernest Hemingway (R. I. P.)

«1984» de Orwell

Ronald Reagan

Ceremonia de fin de curso

El carácter de los presidentes

Los credos de los escritores

Un ciudadano lee la Constitución

La ciudad de Nueva York del siglo XIX

Documentos falsos

Los «standards»

James Wright en Kenyon

Los dos Walden

Notas

Sobre el autor

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Notas

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AGRADECIMIENTOS

Le estoy reconocido a Sam Cohn por haber insistido en que preparara este libro…

… y a mis asistentes Nathaniel Penn y Jane Malmo, que recuperaron los textos
originales y prepararon un manuscrito que me permitió trabajar…

… y a Helen Henslee por su amor por la obra de Jack London y Ernest Hemingway, y
su alta consideración por la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica.

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Introducción

Con una excepción, los ensayos de este libro fueron escritos porque alguien me pidió
que lo hiciese. Si me dejan librado a mi voluntad, escribiré literatura de ficción.
Elegiré la voz adecuada y todos sus tropos. Pero, de tanto en tanto, cuando me invitan
a escribir con mi propia voz, en ocasiones que no dependen de mi voluntad, por una
razón u otra, buena o innoble, lo hago.
Los primeros ensayos fueron escritos en 1977, y el más reciente, en 1992. Me
sorprende descubrir que tienen en común una suerte de presunto nacionalismo.
Parecen estar relacionados con textos norteamericanos: impresos o estampados de
otra forma, algunos los reconocemos como nuestros, y otros, no. Los he ordenado,
espero, siguiendo un proceso mental que va desde la biografía de algunos autores
norteamericanos clásicos, hasta el espacio que ocupa su obra en la composición de
nuestro carácter nacional, hasta las ideas que podemos extraer de ellos para adaptarlas
a nosotros mismos y a nuestro tiempo, hasta nuestro tiempo en la medida en que es
creado por políticos, hasta los estados anímicos en que vivimos inmersos en eso que
llamamos nuestra cultura.
No puedo tener la certeza de que otra elección, en un orden distinto, no pondría
de relieve la misma presunción subyacente. Los escritores de quienes hablo (blancos
del sexo masculino) se convirtieron a sí mismos en depositarios del mito
norteamericano, y los presidentes de quienes me ocupo (también blancos del sexo
masculino) encierran valores míticos no menos ostentosos. Por último, lo que los
políticos hacen se convierte en otra suerte de escritura; quizá como el escarificador de
Kafka, clavando sus lancetas en la piel. Pero existe un continuo auténtico en tanto y
en cuanto los que hacen la historia, la escriben, del mismo modo que quienes la
escriben, la hacen, idea que desarrollé plenamente en el ensayo «Documentos falsos»,
y, asimismo, la reconozco en una reflexión sobre la mítica obra de George Orwell,
1984, un texto norteamericano superpolítico, debido a su pesadillesca imaginería
europea.
Sin embargo, no existe otro texto que sea más central para nuestra existencia que
la Constitución, que trato aquí como las Escrituras, en el sentido de un texto que se
lee, estudia e interpreta como ley estatuida, del mismo modo que se leen, estudian e
interpretan las escrituras del judaísmo, la cristiandad o el islam.

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Y finalmente, por lo que a textos norteamericanos se refiere, tenemos el de
nuestros sueños despreciados, nuestra cultura de la canción popular, las canciones
estándar, como las llamamos, que resuenan en nuestra mente generación tras
generación, como una especie de texto primordial del inconsciente colectivo.
Donde los escritores no se encuentran encerrados en la historia es el Paraíso, un
Paraíso sin acontecimientos. Por la variedad de temas que tratan, estos ensayos son
necesariamente fruto del ambiente cultural de la pasada y larga Guerra Fría, que, de
una manera u otra, enmarcó la vida intelectual norteamericana durante casi medio
siglo. Yo era estudiante de secundaria en 1946, cuando Winston Churchill hizo su
discurso sobre la Cortina de Hierro en Fulton, Missouri. Publiqué mi primera novela
el año en que John F. Kennedy fue elegido presidente. Eso no quiere decir que esté
solo: casi todos los escritores que publican en la actualidad surgieron durante la
guerra fría. De hecho, puede determinarse cuánto duró ésta teniendo en cuenta que,
por lo que a nuestra literatura se refiere, sólo existe aún una generación —constituida
por autores que cumplieron o están por cumplir los setenta años— cuya vida activa
como escritores no ha quedado enteramente circunscrita por ella.
Con la caída del Muro de Berlín en 1989, y el desmembramiento de la Unión
Soviética, se declaró terminada la guerra, pero sin la correspondiente sensación
nacional de júbilo. Si estuviera dando un discurso sobre el estado espiritual de la
Unión, describiría a los norteamericanos de hoy como convalecientes. «La realidad
supera lo que se teme», dice Melville, hablando de la ballena blanca, y así en espíritu,
como en el cuerpo, todavía estamos sufriendo la guerra fría. Esto tal vez guarde
relación con los años en que nos negábamos a ver la realidad. Ha habido épocas en
que hemos estado tan habituados a los peligros de la guerra, que vivimos y
trabajamos como si no existiera. Nacían niños, iban a la escuela, se casaban y tenían
hijos. La gente se embarcaba en sus empresas, y los ritmos de la vida privada iban
marcando el paso de los años. En cambio, la guerra fría constituyó un estado de alerta
nuclear durante cincuenta años, con dos contiendas en toda la regla sin que se
emplease en ellas armas nucleares, Corea y Vietnam, libradas a su sombra, así como
innumerables guerras sustituías, subversiones encubiertas de gobiernos extranjeros,
golpes de Estado, incursiones, escaramuzas, saqueos, incidentes internacionales y
pruebas con armas nucleares efectuadas en su respaldo. Más aún: a pesar de que el
enemigo que tenía que ser contenido era la Unión Soviética, el ánimo creativo de
nuestro espíritu guerrero se desencadenó, hasta un grado sorprendente, sobre nosotros
mismos.
El penúltimo ensayo del libro, «James Wright en Kenyon», rememora el poeta,
amigo mío, durante nuestra época de estudiantes en la oscuridad norteamericana de
finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. La revista Time nos
denominaría «la generación silenciosa»; ¿quién, dadas las circunstancias, no lo habría
sido? Una ideología basada en el miedo —sembrado, de manera sincera o cínica, por
los políticos del momento—, se convirtió en una poderosa religión civil signada por

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inequívocas barbaridades puritanas. Absolutista y maniquea, se dedicó a descubrir y
purgar los elementos tildados de subversivos que pudieran existir, no sólo mediante
procesos legales cuando se habían cometido delitos, sino mediante juramentos de
fidelidad, listas negras y rituales públicos de confesiones y arrepentimientos ante
comisiones del Congreso, cuando supuestamente no se había cometido otro delito que
el de las ideas.
Ésa fue la primera fase de la guerra fría. La segunda, durante la década de los
sesenta, se llevó la vida de más de cincuenta mil jóvenes norteamericanos, y otras
decenas de miles quedaron heridos y mutilados. Vietnam fue la expresión más
absurda e irracional de la guerra fría, y como consecuencia de ella una generación de
estudiantes manifestó su disentimiento y desafió masivamente sus rígidas ortodoxias.
Su disidencia tuvo la dinámica de una Reforma: los jóvenes levantándose contra los
dogmas y la cultura concomitante de sus mayores, para propiciar otra. En ningún otro
momento desde la Guerra Civil el país ha sufrido un desgarramiento tan doloroso.
En el aciago período posterior a Vietnam, los supervivientes generacionales de los
cincuenta mil muertos se encontraron de nuevo en un país impasible, una tierra de
corderos, cuyos hijos salieron estudiosos, obedientes y oliendo a limpio como un
coche nuevo. Ésta fue la tercera fase, semejante a la Contrarreforma: el castigo de los
ingratos por el lado de la derecha, conocidos como la Aurora en Estados Unidos.
En esta década final, con el mandato de una plebe dócil ante las circunstancias
imperantes, las últimas administraciones de la guerra fría combinaron su ideología
con los principios capitalistas del siglo XIX. Al desregular la industria, desmantelar la
legislación de los beneficios sociales para todos salvo su núcleo de electores, revocar
la observancia de la ley cuando la norma legal no es de su agrado, y politizar los
tribunales de justicia, distribuyeron democráticamente los enormes costos de la
guerra fría entre todas las clases sociales con excepción de las más opulentas. El
efecto sobre nuestro nivel de vida nacional fue semejante al de la succión de un
vampiro en una arteria.
Cuando los historiadores comiencen a trabajar, tendrán que considerar la
proposición según la cual este medio siglo de guerra fría generó en Estados Unidos
una patología cultural y social tan particular como cualquier otra de las guerras en
que el país se hubiese visto envuelto. Y que ello constituyó un acto de automutilación
nacional tanto más asombroso por la grandeza del país que lo realizó.
Así, publico estos ensayos en un momento histórico extraordinariamente
diferente, cuando esa era ha terminado, y otra, aún por definirse, acaba de comenzar.
¿Cómo podría un ciudadano escritor no considerarse bienaventurado al haber
sobrevivido a las interminables décadas frías de esta época? ¿Cómo podría no orar
por los muertos, así como por los difamados y los desvalidos…, y no ofrecer cuanto
documento posea para la articulación pública de la nueva era y el futuro nacional que
confiamos descubrir para nosotros mismos?

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Nueva York
Marzo, 1993

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Jack London…

La mayor compilación de las cartas de Jack London —más de mil quinientas—,


completan tres volúmenes en la voz del fenomenal progenitor de Buck y Colmillo
Blanco, Wolf Larsen y Martin Eden, desde la época en que era el Muchacho
Socialista de Oakland y el joven aventurero del Klondike, hasta la víspera de su
fallecimiento a los cuarenta años, de uremia, o de apoplejía, o de una sobredosis
accidental de su calmante preferido, la heroína, o quizá de una suma de todo ello,
pero en realidad por agotamiento, por haber vivido al límite cada momento de su vida
y haber presenciado la conclusión cruelmente grotesca de muchos de sus sueños.
Creció en Oakland, California, y sus alrededores. Su madre fue Flora Wellman,
una mujercita fría, amargada, consagrada al espiritismo. Su padre oficial, John
London, fue un tendero fracasado que trabajó hasta el fin de sus días como sereno en
los muelles de Oakland. El vergonzoso secreto familiar residía en el hecho de que el
verdadero padre de Jack era William Chaney, un astrólogo itinerante y estafador
consumado que había vivido en concubinato con Flora Wellman y a quien abandonó
al quedar embarazada. Cuando su hijo se enteró de ello y le escribió, Chaney negó su
paternidad.
Esto sucedía aproximadamente en la época en que el autor favorito del joven,
Rudyard Kipling, publicaba El libro de la selva, en el que se cuenta la historia de
Mowgli, un niño criado por los lobos para adaptarse al modo de vida honorablemente
salvaje de la jungla. Durante toda su vida, Jack London se simbolizó a sí mismo
como una especie de huérfano salvaje.
Las depresiones económicas de la época condicionaron los años de adolescencia
del autor. Trabajaba largas jornadas en una fábrica de conservas y en una hilandería
de yute. Pendenciero y con prisa por madurar, adoptó la viril costumbre de beber en
los bares de los muelles de Oakland. Se convirtió en un experto navegante de
embarcaciones de poco calado, y a bordo de un pequeño esquife solía saquear los
bancos de ostras de South Bay. A los diecisiete años se embarcó como recio marinero
en una goleta rumbo a Japón, las islas Bokin y el mar de Bering. A su regreso, estuvo
traspalando carbón durante diez horas diarias para la compañía Electric Railway que
unía Oakland, San Leandro y Hayward. Luego volvió a vagabundear, uniéndose en
esta ocasión al contingente occidental del Coxey’s Army, una marcha de

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desempleados en dirección a Washington, pero que abandonó al llegar a Missouri
para continuar solo hasta Buffalo, donde lo arrestaron por vagancia y cumplió una
sentencia de treinta días de cárcel, que seguramente incluyó violación sexual a manos
de los presos.
Al regresar a su hogar, juró que saldría de la pobreza, de las labores serviles y de
la degradación social que él denominaba «El pozo». Desde su niñez había sido un
gran lector de ficción, filosofía, poesía, teoría política… de todo, en suma. Ahora veía
en los libros el medio para alcanzar la libertad. Se afilió a una sociedad dedicada al
debate de ideas e hizo amigos entre los socialistas de la localidad. Jack era un
muchacho rubio, bien parecido y fornido, con grandes ojos azules, recia mandíbula y
gran energía espiritual, que la gente encontraba carismática. Sus mejores amigos eran
los hermanos Ted y Mabel Applegarth, cuya instrucción, modales y vestimenta
podían considerarse ligeramente superiores a los suyos. De ellos aprendió a ser más
cortés y delicado, y comenzó a cortejar a Mabel.
El joven se convirtió en un popular orador del Partido Obrero Socialista. Tras leer
a Marx había llegado a la conclusión de que los males que aquejaban a las clases más
bajas no podían ser eliminados a menos que se produjese, como mínimo, una
revolución en el sistema económico norteamericano. Los periódicos publicaban sus
cartas al director. Un buen ejemplo de la confianza que tenía en sí mismo, en cuanto a
ideas políticas se refiere, se encuentra en una carta fechada en 1896, cuando a la edad
de veinte años escribe al Oakland Times para prevenir sobre el valor ilusorio de la
competencia entre las dos compañías de aguas de Oakland: «Al vender agua a
pérdida, la compañía con menor capital (…) quebrará, Entonces la otra compañía
(…) estrujará a los habitantes que gozan de tarifas bajas, aumentándolas (…) La
competencia [es] una pérdida de esfuerzos y capital, y siempre termina en el
monopolio. ¿Existe algún camino para salir de la ferocidad? (…) Le preguntaría [al
lector] si alguna vez oyó hablar de la propiedad municipal». Esta clase de cosas le
otorgaron notoriedad como el «Muchacho Socialista de Oakland». Pero en realidad
no era un chico precoz; a sus veinte años había vivido lo suficiente como para tener la
experiencia (y, con ella, la confianza en sí mismo) de un hombre que le doblara la
edad. Finalmente, fue el ritmo acelerado lo que constituyó el genio de su vida, y su
tormento.
Hay algo más: era de acción rápida y saltó sobre la historia de su tiempo como un
hombre sobre el lomo de un caballo. Cuando la fiebre del oro llegó a San Francisco,
socialista o no, él la contrajo y se unió a la carrera precipitada hacia el Klondike, para
hacer fortuna.
Por supuesto que tenía que emprender la búsqueda de veneros de oro. Se trataba
de una dura prueba de virilidad y una promesa de riqueza a la que ningún socialista
norteamericano animoso podía resistirse. «Espero llevar cien libras de carga en las
buenas sendas, y setenta y cinco, en las peores», le escribió a Mabel desde Alaska
con un tono de heroísmo autocompasivo. «Por cada milla (…) tendré que viajar de

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veinte a treinta millas. Mi equipo pesa mil libras». Sin embargo, debió de abrigar
alguna esperanza o hacer alguna previsión con respecto al Yukon como la tierra de
sus sueños literarios. Cargó con todo aquel peso sólo para pasar el invierno
bloqueado por la nieve en una cabaña al sur de Dawson City. Fue víctima del
escorbuto y, en vez de separar el oro en la gamella, estuvo reponiéndose en los bares
de Dawson, mientras escuchaba los relatos de los veteranos en esas lides. Allí, en
medio de las penalidades y el frío más rigurosos, tenía lugar la fabulosa aventura vital
que se adaptaba a sus teorías. En la primavera del año siguiente, parcialmente curado
del escorbuto y totalmente de la fiebre del oro, descendió por el Yukon en una balsa y
regresó en buque de vapor a San Francisco, con cuatro dólares y medio en polvo de
oro, como premio a sus esfuerzos.
Pero volvió de allí con algo más que, como él mismo dijo, le permitiría «separar
en la gamella el pan de cada día» durante el resto de su vida. Había descubierto un
mundo para su imaginación, un terreno para su alma huérfana.
Dedicado de forma metódica a la tarea de convertirse en un escritor profesional,
Jack analizaba los relatos que le gustaban, o los copiaba a mano para aprender cómo
estaban estructurados, y luego, con estos ejemplos en mente, escribía sus propias
narraciones. Enviaba por correo tanto material a las revistas, que tuvo que idear un
sistema de registro a fin de seguirles el rastro. Los rechazos le llovían sin cesar. Pero
al cabo de un año logró vender al Atlantic Monthly un cuento cuya acción se
desarrollaba en la región septentrional, y así se inició su carrera. En 1900, publicó su
primera antología de relatos cortos, The Son of the Wolf, y fiel al veloz metabolismo
de su sino, al cabo de sólo cuatro años era el escritor más famoso del país.
La América industrial demostró tener un voraz apetito por los relatos centrados en
la Naturaleza, por las aventuras de seres, humanos o animales, desplazados por la
civilización. Para 1904 Jack London ya había publicado diez libros, que incluían La
llamada de la selva, The Daughter of the Snows, Children of the frost, y su novela
clásica El lobo de mar. Sus artículos, ensayos y relatos llenaban las revistas. Escribía
echando mano del capital que suponía su niñez emocionalmente desolada, la vida que
había presenciado en el mar y en la tierra, y la servidumbre que había tenido que
sufrir. Escribió en cantidades ingentes. Los periódicos importantes lo contrataban
como corresponsal extranjero. En Inglaterra, donde estaba de camino para cubrir la
guerra de los bóeres para la Associated Press, le rescindieron el contrato.
Aprovechando la situación, se perdió de vista para convertirse en un residente de los
barrios bajos del East End londinense, de donde salió para escribir The People of the
Abyss, un clásico del periodismo de investigación sobre la pobreza y la indigencia de
los sin techo, que redactó en siete semanas.
En sus cartas, Jack London no manifiesta abiertamente el asombro, la disociación
ni la gratitud que la fama súbita suele provocar en la gente. Se adaptó a los buenos
tiempos con extraordinaria rapidez. Era un ávido lector de Nietzsche y había llegado
a creer en el poder de la voluntad. Creía que su vida era una prueba evidente de que

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poseía una fuerza de voluntad superior. (Cualquier aspirante a escritor que se
comunicara con él recibía, de manera inevitable, el consejo de trabajar arduamente).
Aunque ya a edad avanzada logró terminar los estudios secundarios, era
esencialmente un autodidacta; se había formado a sí mismo sobre la marcha, y tenía
por la Idea que lo Explica Todo la debilidad característica del hombre que ha
triunfado por su propio esfuerzo. Deseoso de dar una forma al caos de su experiencia,
hizo suyas las mañosas conclusiones del darwinismo social y en sus viajes por mar y
por tierra y en las severas regiones nevadas vio la confirmación de la idea de la
supervivencia de los más aptos que, para su mente Kypliniana, significaba la
supremacía de la raza más dotada. Así, a los veinticinco años era un portador de las
ideas establecidas y mutuamente excluyentes de su época —el socialismo
democrático y el racismo pseudocientífico— en el cuerpo de su propia vitalidad
ardiente.
No debe sorprendernos, pues, que su correspondencia se caracterice, en su mayor
parte, por las imperiosas opiniones que en ella vierte. Acerca de sus ideas es capaz de
expresar aflicción o enfado, pero raras veces dudas. En 1899, le dice
confidencialmente a su amigo Cloudsley Johns: «Está claro que la teutónica es la raza
dominante del mundo. Las razas negras, las razas mestizas (…) son de mala uva». En
una carta de 1900, dirigida al mismo amigo, filosofa acerca de sus ideas materialistas:
«La característica fundamental de toda la vida es la IRRITABILIDAD». Otro aspecto
destacado de estas cartas es el amor a la discusión, a la disputa. Para él, toda
correspondencia mantenida con un admirador o un crítico, por fortuita que sea,
constituye una ocasión para el debate. La necesidad de comunicarse es abrumadora.
En 1905, ya es mundialmente famoso cuando escribe: «Querido camarada: No puedo
leer tu carta. He malgastado veinte minutos, me he gastado la vista y he perdido la
paciencia sin lograr entender qué has escrito. Inténtalo de nuevo y procura hacer una
letra más legible. Sinceramente tuyo, Jack London. P. S. Ni siquiera puedo descifrar
tu nombre».

Las opiniones inflexibles de Jack London se extendían a las relaciones entre los
sexos. Como buen materialista no creía en los idilios amorosos. Poco antes de llegar a
la cumbre de su carrera como escritor, abandonó a la dulce y (según pensaba ahora)
superficial Mabel Applegarth, y perdió la cabeza por una mujer inteligente y
progresista llamada Anna Strunsky, miembro de un grupo de bohemios, artistas,
escritores e intelectuales del área de la bahía de San Francisco conocido como The
Crowd. Sin embargo, se casó con una burguesa a quien no amaba, Bessie Mae
Maddern, porque consideró que serían unos buenos padres biológicos, y que ella le
proporcionaría el hogar y la estabilidad que necesitaba para protegerse de la
voracidad de sus apetitos y la impetuosidad de su temperamento. «Me siento
justificado por mil razones para concretar este matrimonio», le escribe a Anna

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Strunsky en abril de 1900. «Sin embargo, no modificará gran cosa mi antigua vida ni
mi existencia tal como la había planeado con vistas al futuro».
Era inevitable, pues, que siguiera con sus amoríos. En 1903, siendo ya padre de
dos niñas biológicamente fidedignas, Joan y Becky, Jack se enamoró de Charmian
Kittredge, editora y amante de la vida al aire libre. También ella era miembro de The
Crowd, si bien menos destacada que Anna Strunsky y el mismo Jack. Bess Maddern
no podía evitar sentirse celosa por el tiempo que su esposo pasaba lejos del hogar
mientras ella se dedicaba fielmente al cuidado y crianza de sus hijas. Bajo la
influencia del poeta George Sterling, los miembros de The Crowd se habían
trasladado a Carmel, donde fijaron su residencia. Bess consideraba que se daban aires
de superioridad y hacían alarde de su antipatía por la clase media llana, de la que ella
formaba parte con obstinada satisfacción. Cuando Jack inició un amorío furtivo con
Charmian Kittredge («No sé si sabré de ti, si vendrás o no a verme esta noche», le
escribe él en el estilo retórico propio del amante dominado por la convicción
cósmica, «pero de una cosa estoy seguro: esto es inevitable. El momento ya es
demasiado importante como para que se convierta en algo inferior. No podemos
fracasar, reducirnos, sumirnos nuevamente en la noche cuando el alba se presenta
ante nuestros ojos», y así sucesivamente), Bess Maddern se dio cuenta de que algo
había sucedido, aunque ella no sabía bien con quién. Entabló demanda de separación,
señalando por error a Anna Strunsky como causante, si bien, por irónico que parezca,
ésta se había negado a consumar su relación con Jack por tratarse de un hombre
casado.
De todo ello nos informa en detalle el libro American Dreamers: Charmian and
Jack London, de Clarice Stasz. En 1905, el divorcio del famoso escritor de una
esposa con la que tenía dos hijas pequeñas y su posterior casamiento con una mujer,
Charmian, de ideas avanzadas, que montaba a caballo a horcajadas y se mantenía a sí
misma trabajando en una oficina, ocupó los titulares de todos los periódicos e hizo
sacudir la cabeza a los editorialistas. Sin embargo, el matrimonio de Jack con
Charmian London duraría hasta la muerte de aquél, once años más tarde, y el nivel de
intensidad emocional que lo caracterizó indicaba que eran una verdadera pareja.
La intención de Stasz consiste en presentar una asociación de seres semejantes
que resultaba revolucionaria para la época y tal vez aún hoy lo sería. No estoy seguro
de que sea tal como ella afirma. No hay duda de que Charmian London era una mujer
notable, físicamente audaz, pródiga en recursos y, en muchos aspectos, adelantada a
su tiempo. Tenía cinco años más que su esposo, pero poseía el cuerpo atlético, esbelto
y fuerte de una persona mucho más joven. Era una excelente nadadora y una gran
tiradora. Amaba la vida al aire libre y aprobaba los regímenes que le permitieran estar
en buena forma física. De soltera, había logrado vivir de las rentas que le
proporcionaba una pequeña propiedad y de sus propios ingresos obtenidos en
diferentes tareas, entre otras, la de directora de la revista Overland Monthly. Era una
feminista orgullosa de su inteligencia y su independencia. El modelo de mujer

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norteamericana del 1900, presentada como la hogareña mojigata que se sacrificaba en
aras de su familia, le causaba risa.
Charmian London hizo frente a todos los desafíos que su matrimonio con Jack
London le planteaba. Él creía en las pruebas físicas; y su esposa solía calzarse los
guantes de boxeo y combatir con él. Charmian fue su redactora y mecanógrafa,
responsable de la tromba diaria de palabras que nacía de su pluma, incluyendo la
correspondencia. Cuando se produjo el terremoto de San Francisco, ella acompañó a
su esposo desde Oakland ante el deseo de éste de recorrer las calles y observar los
edificios derruidos y en llamas. Mediante este casamiento, Jack racionalizó de alguna
manera su idea de llevar una vida de cruzado del socialismo hasta el punto de
necesitar hacer un viaje en barco alrededor del mundo, como Joshua Slocum.
Charmian partió con él a través del Pacífico en un queche funesto y mal construido,
que él mismo había proyectado, el Snark, y demostró ser una intrépida navegante
cuya capacidad física y mental para resistir los embates del océano era superior a la
de su esposo.
Charmian perdió dos hijos al dar a luz, uno a causa de la negligencia del médico
partero, y escribió sobre esos infortunios con honestidad y conmovedora dignidad.
Era, de hecho, una escritora muy buena, y su Log of the Snark, así como The Book of
Jack London, una obra menor escrita al enviudar, pueden leerse con interés aún hoy.
Para él fue una musa inspiradora que le sirvió como modelo de varios de sus
personajes femeninos, por ejemplo Paula, la heroína de su última novela Little Lady
of the Big House.
A pesar de ello, empero, no fue un matrimonio de seres semejantes. En julio de
1903, durante su primer período pasional, Jack escribió a Charmian una carta
peculiar. En ella le contaba un sueño recurrente en el cual vivía como un solo ser con
un «gran camarada», sueño que, según creía, nunca se haría realidad. «Era evidente
que (…) jamás podría tener la esperanza de encontrar esa camaradería, esa intimidad,
esa simpatía y comprensión mediante las cuales el hombre y yo podríamos
fusionarnos y convertirnos en un solo ser para el amor y la vida. ¿De qué modo
expresar lo que quiero decir? Ese hombre sería tan semejante a mí, que nunca habría
un malentendido entre nosotros (…) Sería delicado y tierno, valiente y osado,
sensible de alma y de cuerpo como el que más, aguerrido y despreocupado ante el
dolor. ¿Te das cuenta, amor mío, del hombre que trato de describir para ti? (…) ¿No
ves, querida mía, el hombre completo en todos sus aspectos que tengo en mente?».
Jack la llamaba «compañera», y ella, a él, «compañero», términos extrañamente
primitivos que denotan la forma en que comprendían la modernidad de su relación.
Pero ella encarnaba el ideal —en la medida en que una persona puede llegar a
satisfacer un sueño— que Jack, al parecer, se había formado del hombre femenino en
la estructura de su vida psíquica. Y era esa vida la que ambos vivían en cuerpo y
alma: su obra, sus ideas políticas, sus proyectos y sus costumbres disolutas, que les

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llevaban a emprender sus aventuras y constituían los temas fundamentales del
pensamiento de su esposa.
La vida de Charmian con Jack cubrió el período en que los sueños socialistas de
éste se transformaron en consolaciones del idealismo tempestuoso. Fue Charmian
quien más sufrió el final farsesco de los grandiosos planes de Jack. Del mismo modo
que cuando él enfermó en Alaska de escorbuto se vio obligado a pasar un tiempo de
convalecencia, ahora tuvieron que vender el Snark, que era esencialmente inservible,
y embarcarse en un vapor para regresar al hogar con el fin de que se recuperara de
una u otra de sus afecciones cada vez más frecuentes: caries, dolorosas hemorroides,
fístula intestinal, cólicos renales. Se dedicó a dirigir un rancho en el valle de Sonoma,
para lo cual compró enormes extensiones de tierra, crió ganado de raza y reforestó
con vistas a la explotación maderera. Además, se gastó otra fortuna en erigir una
imponente casa solariega construida con piedra del lugar y madera de secoya, la Wolf
House, que al cabo de cinco años resultó misteriosamente destruida por el fuego
cuando aún no había sido terminada. La farsa final más cruel fue el colapso de sus
energías físicas. Sujeto al ritmo acelerado de su existencia, como todo cuanto lo
rodeaba, al acercarse a la cuarentena su salud empeoró rápidamente. Poseía hábitos
alimentarios infames, pues era dado a comer patos crudos, por ejemplo, y era un
bebedor desmedido. Fumaba sin cesar y tomaba narcóticos sin prescripción
facultativa, pues por entonces no existían restricciones legales a su consumo, para
mitigar los terribles dolores intestinales y renales. Sufría de insomnio y de edema,
con lo cual su cuerpo se hinchaba, y la última fotografía que se conserva de él lo
muestra con su sombrero a lo Baden-Powell y pantalones de montar, mirando en
dirección a la cámara con un aire de desamparo que recuerda a Archie Bunker, una
ridícula caricatura del apuesto y joven muchacho socialista, del amante y del osado
pendenciero que había sido.
Fue su capacidad para vivir realmente en el mundo, para convertirlo en
presuntuosos y a menudo temerarios actos de coraje, lo que convirtió a Jack London
en el primer héroe escritor de Estados Unidos. Pero para el lector de su
correspondencia resulta aún más evidente que fue un auténtico hijo de California. Es
virtualmente posible trazar un perfil de su espíritu: a los diecisiete años, se embarca
hacia Japón y el mar de Bering. A los veintiuno, parte rumbo a los campos auríferos
de Alaska. A los veintiocho, cubre como corresponsal la guerra ruso-japonesa en
Corea para la cadena de periódicos de Hearst. A los treinta y dos, zarpa con Charmian
hacia Tahití y las islas Marquesas, donde seguirá la ruta de Melville hasta el valle del
Typee. Vivió durante largos períodos en Hawai, donde hizo amistad con los
terratenientes blancos de Honolulú y los leprosos de Molokai. Los excéntricos
escritores de la siguiente generación, entre ellos Hemingway y Fitzgerald, se
trasladarían a Europa —a Francia, a España—, pues les desesperaba el
provincianismo norteamericano, pero Jack London fue en verdad un provinciano,
perteneciente a la orgullosa estirpe californiana que sabe encontrar su propia senda

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hacia la afectación; él vivió sus últimos diez años dedicado a su Beauty Ranch, en el
valle de Sonoma, y desde la bahía de San Francisco hasta el Yukon y las playas de la
Polinesia, o el Valle de la Luna, el mundo que hizo suyo fue el que sacudían los
terremotos de la cuenca del Pacífico.
Sin duda, sus viajes y su ferviente fe en la vida basada en el esfuerzo físico
difícilmente habrían dejado de influir en Hemingway, cuya inflexible devoción por
las empresas varoniles era aún más afectada y, de hecho, una degradación de la idea
en sí, al fijarse, como finalmente hizo, en los deportes y las pruebas rituales de su
virilidad antes que en la abierta confrontación con la naturaleza: en la nieve, el
acarreo; en alta mar, la navegación a vela; en las islas Solomón, una estancia con los
cazadores de cabezas.
La otra ética laboral de la vida de London era la del trabajador independiente.
Estaba obligado a escribir para pagar las cuentas, y nunca destruía un buen relato si
sabía que podía venderlo. Dondequiera que se encontrara y por muy atribulado que
estuviese, escribía su millar de palabras diarias. Sus cartas, aun en los años en que
obtuvo las mayores ganancias, están repletas de baladronadas, juramentos, promesas
y porfías dirigidos a editores y cineastas de quienes requería dinero. Cuanto más
ganaba, más seguro era que se embarcase en empresas que lo dejarían sin un centavo;
primero el Snark, luego el rancho, en el que trabajarían hasta cincuenta peones, la
monumental Wolf House, donde nunca llegó a vivir y así sucesivamente. Fundó la
Jack London Grape Juice Company y perdió hasta la camisa. Al igual que Mark
Twain, financió al inventor de una linotipia que nunca funcionó. Y como Chejov,
cargó con una gran familia: su madre, el hijo adoptivo de ésta, su primera esposa
abandonada, Bess Maddern, y sus dos hijas, su segunda esposa, Charmian, y varios
parientes y amigos, camaradas socialistas y otros parásitos a quienes puso en plantilla
o que regularmente se sentaban a su mesa. En este aspecto, así como por su afición a
la bebida, debió de ser un modelo para Scott Fitzgerald, quien llevó a la perfección
más exquisita el sacrificio del talento del escritor en aras de un estilo de vida
expansivo.
Pero cuando todo hubo terminado, Jack London dejó publicados cincuenta libros,
entre obras de ficción y de otros géneros, incluidos quinientos artículos o ensayos,
doscientos relatos y diecinueve novelas. Hasta la fecha, es el autor norteamericano
más leído en el mundo. Uno de sus primeros biógrafos, Andrew Sinclair —que
presenta de manera más convincente que Stasz la compleja y atormentada vida
interior de London, así como las abrumadoras consecuencias de sus conflictos
psíquicos no resueltos, por ejemplo entre su socialismo y su racismo en favor de la
supremacía blanca, o sus ideas igualitarias y el creerse un superhombre nietzscheano,
o bien su devoción por la masculinidad y su feminismo—, señala que fue el primer
norteamericano que escribió una road-novel, el primero en tratar el boxeo como un
tema serio en la literatura y el primero en utilizar la prensa para alcanzar la celebridad
mítica así como para vender sus libros. Lo que quizá podríamos considerar como un

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epitafio extraordinario son los dos volúmenes antológicos de London en la colección
de clásicos de la literatura norteamericana de la definitiva Library of America. Los
tomos incluyen La llamada de la selva, Colmillo blanco y El lobo de mar, por
supuesto; The People of the Abyss, su reportaje sobre los desheredados; The Road; El
talón de hierro, fantasía de ficción científica y a la vez profecía política; Martin
Eden; John Barleycorn, las confesiones de su alcoholismo; un par de docenas de
excelentes relatos, así como un puñado de ensayos, entre ellos «Révolution», el que
solía ofrecer, como si de una conferencia se tratara, cada vez que lo invitaban a
hablar.
Jack London nunca fue un pensador original. Fue un voraz devorador del mundo,
tanto física como intelectualmente, la clase de escritor que se trasladaba a un lugar e
inscribía sus sueños en él; que descubría una Idea y hacía girar su espíritu en torno a
ella. Fue un laborioso genio/peón literario que supo instintivamente que la Literatura
era un anfitrión generoso en cuya mesa siempre había lugar para uno más. Jack
London ya no ocupa un puesto de honor, mientras que las voces más frescas y
mundanas de la ironía modernista se hacen cargo de la conversación.

(1988)

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… y su llamada de la selva

La llamada de la selva, segunda novela de Jack London, fue la obra maestra de su


primer período y un enorme éxito comercial. El libro le ganó una legión de lectores
que se mantuvieron fieles hasta el final de su vida. Aún es el más popular de sus
libros y se encuentra disponible en numerosas ediciones, y también se trata del único
título de Jack London que han leído casi todos los estudiantes estadounidenses. En
cuanto a su extensión y desarrollo puede considerarse una novela corta, pero su
intensidad febril hace de ella una novela en todo el sentido de la palabra. Fue
publicada en cuatro entregas en The Saturday Evening Post, y luego, en 1903, en
forma de libro por McMillan. Para apreciar su carácter peculiar, baste recordar que
Henry James y Theodore Dreiser eran contemporáneos de Jack London. Se trata de
una literatura de lectura rápida, si bien de un clasicismo mítico y misterioso. Es un
relato de acción tan tópico como la gran aventura de su época —la fiebre del oro de
1897—, aunque puede decirse que representa un tour de force de transfiguración
simbólica tan notable como El Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Tal vez los primeros tramos de la historia se le ocurriesen a su autor al ver los
caballos y mulas muertos que cubrían el camino cuando se dirigía hacia los veneros
auríferos. Las decenas de miles de buscadores de oro que se precipitaron hacia el
Klondike aprendieron rápidamente que en las tierras del Norte sólo los perros podían
servir para el transporte. Y así la demanda de perros de tiro para trineos es lo que
produce la leyenda de Buck, un animal hermoso e inteligente resultado de la cruza de
un San Bernardo y un perro pastor escocés, que vivía feliz y contento en un rancho
del valle de Santa Clara, «besado por el sol», en California. Buck es raptado por uno
de los guardabosques de su dueño, vendido a un traficante, metido en una jaula y
enviado por tren y por mar a Dyea Beach, el punto de partida hacia el Klondike. Ese
que en un rancho del Sur era amado y recibía todos los cuidados, aprende a palos a
ser sumiso y tiene que cavar su refugio en la nieve.
Los siguientes desafíos, lecciones, pruebas de valor y resistencia a que se ve
expuesto Buck, así como los riesgos de morir despedazado, constituyen el material de
una buena narración por entregas. Al igual que el héroe de cualquier relato de
aventuras, Buck sale airoso de un desafío sólo para tener que enfrentarse a otro. Su
existencia es peripatética, forma parte de un tiro que pasa de un dueño a otro, y tanto

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si éstos son severos pero justos, como sencillamente crueles o estúpidos, lo dominan.
Buck parece estar acosado por todos lados. Hombres y perros se alzan contra él para
enseñarle la «ley del garrote y el colmillo». Aprende a luchar por la comida y para
defender su lugar en el grupo; pone en práctica su astucia para evitar el temido golpe
y ha de derramar mucha sangre y sufrir muchos desgarros en la piel y en la carne
antes de convertirse en un experto en las técnicas de pelea preferidas de los lobos y
los perros indígenas, que consiste en saltar hacia adelante mostrando los colmillos,
tajar, hincar o morder, y luego retroceder de un salto. En ese universo de lucha
primordial Buck aprende que el perro que pierde pie en la batalla, pierde la vida, pues
toda la jauría se arroja sobre él para matarlo.
Pera no es su sólido progreso narrativo lo que hace que la historia de Buck sea
notable; en 1903 todo escritor de novelas baratas sabía cómo mantener viva la acción
del relato, y si él no sabía, sus editores se encargaban de ello. Más atinado es señalar
el sistema de ideas y sentimientos que se le atribuyen a Buck, el animal vive una
existencia espiritual compleja; su sino nos resulta importante en la misma medida en
que lo son nuestros sueños, que nos proporcionan la convicción de nuestra
trascendencia moral.
Es esta compleja vida espiritual de Buck el motivo por el que algunos de los
primeros críticos de la obra formularon reparos, basándose en el hecho de que los
animales pueden tener instinto, pero de ningún modo ideas. Sin embargo, una lectura
más atenta del texto nos demuestra que la psicología atribuida a Buck puede dividirse,
en general, en dos clases. La primera no es nada que los seres humanos no podamos
considerar una conducta, tal como se comprueba en este pasaje en que el autor
describe el amor de Buck por John Thornton, el hombre que le salva la vida:

Buck no conocía alegría mayor que la que le causaba el rudo abrazo y el sonido de las promesas dichas en
voz baja [por Thornton] (…) le parecía que el corazón iba a saltarle del pecho, pues su fascinación era
enorme. Y (…), una vez libre del abrazo, se puso de pie de un salto, sonriendo, con una expresión
elocuente en los ojos, la garganta vibrante de sonidos no proferidos, y de esa manera permaneció inmóvil.

En realidad, las descripciones que se hacen en el libro de la conducta del perro son
amorosas y precisas, si bien, al menos en parte, poco originales. En 1907, un artículo
aparecido en la revista The Independent acusaba al autor de haber plagiado buena
parte de las reacciones del perro de una obra no literaria titulada My Dogs in the
Northland, de Edgerton R. Young. London reconoció de inmediato que se había
basado en la información del libro de Young, pero formuló una protesta vehemente
ante la acusación de plagio, puesto que la fuente no era una novela sino «una
compilación de hechos y sucesos reales expuestos en forma no literaria».
La segunda clase de existencia psicológica otorgada a Buck, no observable por los
seres humanos, es la memoria de la especie, o sea, la recuperación mental de la
herencia primigenia a causa de la dureza de las experiencias vitales:

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En ocasiones, mientras [Buck] estaba allí agazapado, parpadeando soñadoramente delante de la hoguera,
le parecía que aquellas llamas pertenecían a otro fuego, y que (…) veía a otro hombre diferente (…) ante
él. Ese otro hombre (…) iba desnudo, salvo por un cuero hecho jirones y chamuscado por el fuego que le
colgaba de los hombros sobre la espalda, pero en su cuerpo había mucho vello (…) tan tupido que casi
formaba una gruesa piel peluda. No se mantenía erguido.

Aquí, el hombre y el perro son situados nuevamente en la prehistoria, en uno de los


momentos de engaste metafórico que abundan en el libro. La ley del garrote y la ley
del colmillo son una y la misma cosa, lo que equivale a decir que en esa vida
primigenia natural, el hombre y el perro son moralmente indistinguibles; la llamada
de la selva nos afecta a todos. En este ejemplo, no nos encontramos ante un perro en
el sentido literal del término, sino ante una tesis mitopoética.
Desde Esopo, por supuesto, los autores se han servido de los animales como
dobles de los seres humanos. Héroes y villanos del reino animal confieren una
distinción moral; constituyen la muestra más acabada de la inocencia y la maldad
humanas, así como de la credulidad y la astucia, de la cobardía y la nobleza.
Necesariamente tienden a ser edificantes. Se precisaría de un erudito para hacer un
recorrido por la literatura y tomar nota de los animales excepcionales, aquellos que
no son personajes irrelevantes, para utilizar la definición de E. M. Forster —cuando
se refiere a los que no se agotan tras una única agudeza, tras una expresión
predominante de la propia personalidad en una y en todas las circunstancias—, sino
que, como a Buck, se les encomienda una actuación mucho más complicada. El hecho
es que en la actualidad la tradición de relatos para adultos protagonizados por
animales prácticamente ha desaparecido en Estados Unidos; se trata de un recurso
literario que cuenta con menores posibilidades a raíz de las consecuencias aciagas de
las dos guerras mundiales, con sus serviles ironías modernistas y la aparición de Walt
Disney. Pero cuando Jack London escribía, en la época de Baden-Powell, formulador
de la ética de los Boy Scouts, los norteamericanos, desde Teddy Roosevelt hasta el
último ciudadano, se tomaban en serio a los animales, como aún lo hacen los
indígenas norteamericanos, y era posible que los animales hablaran por nosotros y
viviesen por nosotros de manera instructiva, como fábulas de nosotros mismos, con
ideas o sin ellas.
El libro no sigue una línea azarosa y chapucera para describir la vida de su héroe,
sino que aquélla sigue el camino que traza la voz de su autor. La voz del libro es la
voz del insistente sentido común. Habla para expresar lo que es trascendental. Retrata
a un perro que se comporta como un perro de verdad, y luego amplía o difumina su
fisonomía hasta otorgarle dimensiones míticas. Los acontecimientos se ordenan de
manera que tengan una ilación cada vez más profunda. La llamada de la selva se da
como leitmotiv; el tema retorna cada vez con mayor insistencia y con una resolución
más clara a medida que Buck se adapta a la existencia salvaje, hasta que por fin, en
una primitiva selva septentrional, encuentra la encarnación de la llamada en la forma
de un lobo que le ofrecerá la existencia primordial que ha visto en sus sueños
humanos/lobunos. La verdadera incertidumbre que crea el relato no es: «¿Sobrevivirá

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el perro?», sino: «¿Cuál es su destino filosófico?». Cuando encuentra el afecto de
John Thornton, un hombre tan noble como él, Buck se debate contra la llamada de la
selva, es presa de un conflicto. Pero cuando los indios Yeehat matan a Thornton en un
acto de salvajismo primitivo que en nada se diferencia del de una manada de lobos,
Buck se venga, llora y aúlla por la noche, hasta que desaparece para siempre y corre a
unirse, en un sentido mitológico, con la manada.
El sueño vital de nuestros yoes atávicos, tal como lo describe Jack London,
constituye un orden de ideas y sentimientos totalmente vedado, del mismo modo que
el universo del libro es un espacio vedado a raíz de las reiteradas imágenes de frío y
de oscuridad, de nieve y de hielo, de carne y de sangre. El relato de aventuras
engañosamente simple constituye una representación mítica, al igual que en la obra
de Ovidio, en la cual los seres son transformados, como premio o castigo; las
personas se convierten en animales, en árboles, en serpientes, pájaros o murciélagos.
En este ejemplo, la autorrealización se consigue en un terreno onírico agreste, lo que
equivale a decir que el héroe absorbe y metaboliza la injusticia de que es objeto y
logra su transfiguración. Se pone especial cuidado en presentar a Buck con toda su
nobleza. Es un ser físicamente impresionante, al igual que toda nobleza literaria, pero
también leal y gallardo, con buen talante ante el hombre y los demás perros, hasta que
la vida lo obliga a ser de otra manera. Buck aprende, madura, se desarrolla. En
realidad, es un personaje más logrado que la mayoría de los seres humanos que
aparecen en el libro, que son totalmente planos en su vileza o su estupidez. Ésta es la
clase de humorada que hace que la obra literaria logre su realización. La llamada de
la selva bien puede constituir una parodia del bildungsroman, la novela que trata de
la educación sentimental de su héroe, no sólo porque el héroe en cuestión es un perro,
sino porque la educación lo reduce a la salvaje esencia lobuna de sus antepasados.
No quiero decir que la obra sea satírica o que en cierto modo se cuestione a sí
misma como demasiado solemne. Al contrario, lo que Jack London nos brinda es la
variante fervientemente norteamericana de la novela que trata de la educación
sentimental. Quizá lo que transmuta aquí sea su vida signada por la falta del padre y
una amarga confianza en sí mismo, en los Estados Unidos de finales del siglo XIX,
aunque ésta no es la lectura que nos conviene hacer. Parece más pertinente
considerarlo una parábola mordaz acerca de la insustancialidad de la civilización, de
la brutalidad dispuesta a manifestarse a través de nuestras instituciones, del fracaso de
la raza humana en su esfuerzo por evolucionar verdaderamente desde sus orígenes
primigenios. En Jack London, la idea del dominio material de nuestra naturaleza
proviene de su marxismo, así como de su darwinismo la convicción de que el triunfo
en la vida está reservado a los más fuertes. Ésta no es una idea simpática para un
libro, sino más bien la clase de concepto que justifica las tiranías y la necesidad de
contar con instituciones sociales represivas a fin de evitar que las personas se
destruyan las unas a las otras. Sin embargo, si tenemos que ser fieles a la verdad, el
superperro nietzscheano de London despierta nuestra admiración. Pues por torvas que

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sean sus inferencias, la narración nunca olvida sus orígenes como relato de la frontera
destinado a las revistas populares. Su desenlace nos satisface; se trata de una historia
veraz contada con eficacia. Es el genio sin mella de Jack London lo que nos hace
alentar a Buck y desear huir con él, aureolado por la digna alegría salvaje, de regreso
en la selva, corriendo y aullando con la manada.

(1990)

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Theodore Dreiser: Libro primero

Theodore Dreiser nació en Terre Haute, Indiana, en 1871. Su padre era un inmigrante
católico alemán, amargado por la pésima suerte que tenía en los negocios. Su madre,
por el contrario, poseía al parecer infinitas energías que le daban valor y esperanza
para criar a sus diez hijos, aun cuando la pobreza en que vivían hacía que darlos a luz
y criarlos supusiese una pesada carga. A medida que el padre perdía un empleo o
encontraba otro, la familia se mudaba de localidad. En el primer volumen de su
autobiografía, Dawn, Dreiser recuerda cómo recorría las vías del ferrocarril para
recoger carbón con que alimentar la cocina familiar; pero también da cuenta de la
alegre sensualidad de sus sentimientos infantiles por la vida y la naturaleza que lo
rodeaba.
A la edad de quince años, influido por las historias que contaban algunos de sus
hermanos y hermanas mayores, Theodore se marchó solo a Chicago; es la misma
clase de viaje, y efectuado por los mismos motivos, que emprende la heroína de
Sister Carrie. Trabajó como lavaplatos y criado de restaurante y, más adelante, como
empleado en una compañía naviera. Después de un intervalo durante el cual cursó
estudios en la Universidad de Indiana en Bloomington, gracias al apoyo económico
de un antiguo maestro de escuela que creía en su capacidad, retornó a su idilio con la
ciudad de Chicago como cobrador, corredor de bienes raíces y repartidor de una
lavandería.
Sin embargo, abrigaba la vaga ambición de escribir. Cuando niño había repartido
diarios, y había llegado a asociar todo el drama y la gloria de las catástrofes de la
historia, así como las proezas de los grandes hombres, con la vida de un reportero. Su
primer empleo en un periódico fue en el Herald de Chicago, y consistía en entregar
para Navidad juguetes a los niños necesitados. Finalmente, fue contratado como
reportero novato para el Globe de Chicago y posteriormente se trasladó a St. Louis
para ocupar el puesto de redactor principal en el Globe-Democrat. Tras escribir la
reseña de una representación teatral sin asistir a ella, consideró prudente abandonar la
ciudad al enterarse de que la obra se había suspendido. Encontró empleo en el
Dispatch de Pittsburg donde, como consecuencia de la huelga del Homestead, en el
transcurso de la cual las huestes de detectives de la Pinkerton y los huelguistas de las

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fábricas de acero libraron empecinadas batallas, Dreiser empezó a comprender
algunos de los problemas inherentes a la vida económica norteamericana.
En el segundo volumen de su autobiografía, Newspaper Days, reconoce la
influencia que ejercieron en su formación los reporteros y directores junto a los que
había trabajado, aun cuando muchos de ellos eran cínicos, parranderos y afectos a la
bebida. «Ellos no creían, como yo, que en el mundo existiese un orden moral fijo que
uno contravenía por su cuenta y riesgo». Pero si bien asimilaba sus ideas y actitudes,
parecía permanecer inmune a sus debilidades. He aquí la descripción que hace del
carácter de su joven personalidad: «Crónicamente sumido en un estado de confusión,
de dudas, de incertidumbre, miraba una y otra vez todas las cosas, sólo con asombro,
sin resolver nunca nada». Esto resulta ser también una descripción perfecta de la
disposición necesaria en un novelista.
Sin embargo, no fue hasta el momento en que estaba trabajando en Nueva York
como director de una revista —para ese entonces ya había contraído matrimonio con
Sara White, una maestra de escuela a quien había conocido en la Feria Mundial de
Chicago— que a Dreiser se le ocurrió la idea de dedicarse a la literatura de ficción.
Un amigo suyo, Arthur Henry, periodista de Ohio, lo había animado a escribir
cuentos y luego lo desafió a redactar una novela. Cabe reconocer a Henry el mérito
de haber descubierto a partir de los textos periodísticos de Dreiser que éste tenía
talento como novelista. Y así, en 1899, Theodore Dreiser, que contaba veintiocho
años, escribió en una hoja de papel el título «Sister Carrie» y, como no tenía idea de
qué significaba, procedió a redactar el libro para descubrirlo.
No es difícil encontrar en Sister Carrie los detalles circunstanciales extraídos de
su propia vida que Dreiser volcó en la obra: lo que significa sentir asombro y temor
en una gran ciudad cuando uno busca trabajo, o estar desesperadamente hambriento,
con la suerte en contra y sin un techo donde cobijarse, o bien ser un joven vestido a la
última moda, que progresa en el mundo de los negocios y que sabe cómo hacerse
amar por las mujeres jóvenes. Una de las hermanas de Dreiser había huido a Toronto
con un hombre casado, tal como hace Carrie cuando se marcha a Montreal; más tarde
se descubrió que el hombre había robado dinero a su patrón, del mismo modo que lo
hace George Hurstwood, el amante de Carrie. El Chicago de la novela es la misma
ciudad que Dreiser conoció en su juventud, y las referencias a las calles, hoteles y
restaurantes son concienzudamente exactas. La ciudad de Nueva York donde Carrie y
Hurstwood mantienen sus relaciones amorosas se corresponde fielmente con la
verdadera hasta en la última farola.
Pero nada de eso es suficiente como para dar cuenta y razón de la composición, es
decir, lo que el acto de escribir crea. Podemos abrigar la esperanza de suponer lo que
eso significa si reflexionamos acerca de la afirmación de F. O. Matthiessen en su
autorizada biografía crítica, Theodore Dreiser, en el sentido de que Dreiser era
«virtualmente el primer gran escritor norteamericano cuyo apellido no era inglés ni
escocés ni irlandés». Dreiser, un extraño a causa de su origen germano, de su

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pobreza, de su limitada instrucción en la escuela parroquial, llegó a ser un artista
independiente de los gustos y valores culturales y literarios que, en otras
circunstancias, podrían haber influido en su formación. Escribió sobre lo que había
visto mientras trabajaba como reportero, y había visto muchísimas cosas. Se mantuvo
aislado de la influencia que ejercía Nueva Inglaterra, esa que George Santayana
denominó «la tradición formal» y cuyo resultado final, según Matthiessen, «consiste
en convertir el arte en un adorno antes que en una expresión orgánica de la vida, para
confundirla con la cortesía y la delicadeza (…) y considerar la literatura como algo
dependiente de los grupos acomodados de la clase más adinerada».
Ochenta años después, la historia literaria de Estados Unidos ha absorbido la obra
de James T. Farrell, Richard Wright, Nelson Algren, Saul Bellow —para mencionar a
los escritores pertenecientes ya a las minorías étnicas o a los sustratos más
sumergidos de Chicago—, y la insolencia de los inmigrantes forma parte, en sí
misma, de la cultura predominante. Pero en 1900, la primera editorial que vio el
manuscrito de Sister Carrie, Harper Brothers, lo rechazó con el argumento de que
carecía de «la delicadeza suficiente para describir sin disgustar al lector las continuas
relaciones ilícitas de la heroína». Y la editorial que la aceptó, Doubleday, Page, la
publicó con temor y, por lo tanto, de mala manera. Apareció en 1900, se vendieron
menos de setecientos ejemplares y le creó a Dreiser una reputación de naturalista
bárbaro que perduró a lo largo de los años.
¿Por qué resultaba ofensivo el libro? ¿En qué sentido carecía de la delicadeza
suficiente? Sara White Dreiser consideró que el conflicto radicaba, en parte, en las
referencias a la vida sexual de los personajes. Antes de entregar la novela a
Doubleday, Dreiser eliminó todas las que encontró. Los estudiosos de la literatura nos
dicen que tanto la señora Dreiser como Arthur Henry participaron activamente en la
revisión del manuscrito después de que éste hubiese sido rechazado por Harper. El
criterio autorizado de los estudiosos dreiserianos de la University of Pennsylvania
Press, que en 1981 publicaron una versión completa del manuscrito original, permite
comprobar, sin embargo, que incluso la Sister Carrie sin expurgar nunca fue explícita
en lo que al sexo se refiere y más que circunspecta en las descripciones de la
actividad física.
No obstante, la esposa y el amigo de Dreiser no se equivocaban al recomendarle
que no dejara al lector, una vez que éste concluyese el libro, con la impresión de que
Carrie sería recompensada por haber mantenido relaciones ilícitas durante toda su
vida. Dreiser escribía de acuerdo con el principio estético del realismo, el cual
establece que el sentido de la ficción no consiste en trazar una imagen idealizada de
los seres humanos para instrucción o satisfacción sentimental de los lectores, sino
más bien en retratar la vida tal como es en realidad bajo circunstancias específicas de
tiempo y de lugar, y mostrar cómo piensa y siente en verdad la gente, así como por
qué actúa como lo hace. Pero el joven autor también había elegido, consciente o
inconscientemente, construir su novela realista sobre la base de una de las

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convenciones más antiguas de la literatura, tomada, además, directamente del estante
de la nobleza literaria. Dreiser efectuó los cambios que se le señalaban; pero es su
agudo carácter ofensivo lo que constituye la parodia estructural de Sister Carrie, y
ningún corte, por sensato que fuese, podía suavizarlo.
Debemos tener en cuenta que en el capítulo primero, antes de que el tren llegue a
Chicago, Carrie, que a sus dieciocho años es una «pequeña aventurera poco dotada
(…) que se arriesga a explorar la misteriosa ciudad y a tener sueños disparatados», es
elegida por un viajante de comercio que ocupa el asiento de atrás y, convencido de
que la teología constituye la posición más favorable para el diablo, se inclina hacia
adelante y le murmura al oído. El acoso a la inocencia es el elemento principal del
melodrama cristiano; como convención narrativa se remonta por lo menos hasta la
primera novela en lengua inglesa, Pamela de Samuel Richardson, cuya heroína se
debate en defensa de su virtud a lo largo de más de trescientas páginas. Nuestra
Carrie cede a partir de la página sesenta y cuatro. Incapaz de encontrar un trabajo
decente, abrumada por la violenta agitación y el implacable deslumbramiento de la
sociedad urbana, se relaciona con el pesado vendedor, Charlie Drouet, y gracias a ello
su suerte mejora en el aspecto material. Además, resulta que Drouet no es un mal
tipo, sino sólo algo insensible y superficial.
Tras vivir en concubinato con Drouet y luego, en una situación mucho más
complicada, con el héroe del libro, George Hurstwood, Carrie no puede decirse que
sufra ninguna de las suertes típicas que la convención impone. Dreiser procura que su
heroína no termine siendo feliz, pero tampoco hace que se arrepienta ni reciba castigo
alguno. Más importante aún: el autor no sugiere en ningún momento que si hubiese
sido capaz de elegir alguna de las alternativas que se le brindaban, habría llevado una
existencia más placentera o se habría convertido en una persona mejor.
Por supuesto que Dreiser no posee el espíritu de un parodista. Es el menos irónico
de los escritores norteamericanos importantes y existen razones para dudar, a juzgar
por Sister Carrie, que tuviese siquiera la confianza de ser ingenioso. Lo que sí
demuestra es un interés por la trascendencia moral de la existencia tan marcado como
para constituir una revelación. Sin embargo, no está sustentado por la piedad. Todo
cuanto Dios puede hacer en Sister Carrie es proveerle un plato de sopa a alguien que
se encuentra en la miseria. Ninguno de los personajes está en condiciones de
pretender que le brinde una guía, y mucho menos la redención. No existe ni siquiera
una sola conciencia funcionando a pleno que indique su presencia. Y aquellos
personajes que son las víctimas —la esposa y los hijos de Hurstwood, por ejemplo—,
se mueven, a su vez, por valores materiales; son tan ambiciosos y simples como todos
los demás, y se rigen por la misma sensibilidad ante la riqueza y la posición social.
Y aquí podemos empezar a tener la esperanza de establecer los logros de esta
novela. La evidencia de que Carrie perderá su virginidad constituye un notable
momento de transición. De inmediato somos conducidos hasta la mente de su
hermana mayor, Minnie, una mujer gris, apocada, casada con un inmigrante que, para

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ganarse la vida, se dedica a limpiar camiones frigoríficos en un mercado de reses.
Minnie no ha supuesto un gran sostén para su hermana menor ni ha sido
particularmente generosa con ella —la familia y, por extensión, la vida familiar no
salen muy bien paradas en Sister Carrie—, pero se muestra bastante preocupada por
su suerte como para tener un sueño agitado en cuanto se queda dormida. En él ve
desaparecer para siempre a Carrie en el pozo tenebroso de una especie de mina de
carbón inundada. Como es característico en él, Dreiser elige la dirección correcta
hacia el infierno, pero su metáfora encierra un valor agregado. La tenebrosa mina de
carbón es la ruina en su forma industrial. Y es solamente en el mundo industrial
moderno, sin referencia a otro estado de la existencia que no sea el material, donde
Dreiser encuentra el dominio de nuestro ser moral.
El universo dreiseriano se compone de mercaderes, obreros, miembros de clubes,
gerentes, actores, vendedores, porteros, policías, delincuentes; una población
balzaquiana unificada por las reglas del comercio y los ideales de la propiedad y la
posición social. «El verdadero sentido del dinero aún tiene que ser explicado y
comprendido por las masas populares», dice Dreiser al comienzo del capítulo siete y
procede, con Sister Carrie, a brindarnos la mejor explicación que hemos conocido.
No se trata sencillamente de que sus personajes hagan gala de él, si lo poseen, o bien
que para obtenerlo trabajen, roben o mendiguen; sus propias existencias son fortuitas
con respecto al dinero: aquello que son de acuerdo a las particularidades de sus
almas.
George Hurstwood se presenta por primera vez como un viril hombre de mundo
poseedor de un encanto cosmopolita y una inteligencia capaz de hacer frente a todas
las exigencias de la vida y esa es, precisamente, la característica que atrae a Carrie.
Pero cuando consigue conquistarla —tras tener que llegar a extremos impensables
para quitársela a Drouet— y vive con ella en Nueva York, su energía decrece y se
sume en un lento y terrible menoscabo espiritual. En el mundo material, la estatura de
un hombre reside en sus soportes exteriores. Su pasión por Carrie ha alejado a
Hurstwood de su empleo, le ha hecho perder el respeto de sus pares, así como los
elementos propios de su posición social: la casa, la familia, la cuenta bancaria. Sin
ellos, se convierte en un hombre carente de voluntad. No es el mismo de antes, así de
sencillo. Su amor por Carrie, que no alcanza para sostenerlo, naufraga junto con su
renta.
Carrie, por su parte, es presentada como una persona pasiva que sólo reacciona
ante las atenciones de los demás. Nunca piensa en nada que no haya visto. Es una
heroína que recorre la trama de su existencia sin ninguna idea en la cabeza. Si Dreiser
nos habla aquí de una educación sentimental, los maestros de Carrie no son los
hombres que la mantienen sino las demás mujeres: la sucesión de vecinas y amigas
que la instruyen en su ansia de poseer vestidos, joyas, apartamentos, así como en
todos los símbolos del gusto y la moda. Son éstas las cosas que despiertan su pasión y
marcan sus posibilidades. Y cuando bajo el apremio de las circunstancias descubra su

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talento para la actuación, se verá que su éxito no surge de ninguna fuerza creadora,
innata y esencial, sino del hecho de que su rostro y su porte representan a la
perfección «el anhelo del mundo». Es Carrie como representación de todo deseo, un
reflejo patético de la sociedad entera, lo cual la convierte en una estrella y obliga a la
gente a pagar por verla. Dreiser formula esta observación crucial por intermedio de la
única persona del libro que es capaz de erigirse en juez de la cultura en que vive, el
distante señor Ames, un personaje inspirado, según se dice, en Thomas Alva Edison.
«El mundo siempre está bregando por expresarse —le dice Ames a Carrie—. Tu cara
(…) [es] algo que al mundo le encanta contemplar porque constituye la expresión
natural de sus anhelos».
El anhelo, la esperanza de lograr satisfacción, es la única pasión constante que
predomina en el mundo. Sobre ella, Dreiser tiene una doble opinión. Para la plebe
que se encuentra firmemente atrapada en una existencia basada en lo material, el
deseo de poseer algo más constituye una energía destructiva inagotable; es una
condena. Hurstwood, cuyo éxito como gerente de un establecimiento de bebidas
frecuentado por la clase alta no le satisface, fija su nueva ambición en Carrie, y se
arruina. Pero el deseo de poseer algo más, el ansia de satisfacción, implica también
una esperanza y, por consiguiente, un cierto candor, una suerte de redención. Carrie,
en el punto más alto de su profesión, se encuentra buscando algo más y aunque
advertimos que nunca lo conseguirá —como no lo ha conseguido Hurstwood—, el
que reconozca que se siente insatisfecha representa, en la teología de Dreiser, el
estado más próximo a la gracia.
H. L. Mencken consideró, a pesar de ser gran amigo y adalid de Dreiser, que el
autor había cometido un grave error de composición al otorgar tanto espacio, en una
novela sobre Carrie, a la suerte de Hurstwood. Mencken creía que de ese modo
destruía la unidad orgánica del libro. Cierto es que no hay escenas más gráficas y
sorprendentes que las que siguen a Hurstwood en su caída hacia la indigencia. Sin
embargo, el caso es exagerado. La visión panóptica de Dreiser abarca más que la
historia de uno u otro personaje individual. La caída de George Hurstwood impulsa la
elevación de Carrie Meeber. Como señala Einstein, la energía del universo jamás se
agota, sino que se transforma y recicla. Carrie descubre su habilidad para ganar
dinero porque Hurstwood ha perdido el suyo. Juntos definen todas las posibilidades
de un destino material, de la soledad ante la muerte, del éxito fabuloso y, en un
mundo en que cada uno está solo con su ambición, la deducción moral es la misma.
Resulta sorprendente constatar —en esta gran novela realista, que nos lleva a tres
ciudades y retrata de manera efectiva la mayor parte de las clases sociales de Estados
Unidos, una novela en la que somos testigos de la degradación física, de la carencia
de un hogar, del trabajo incesante y las huelgas violentas, por un lado, y de la vida
regalada, el bienestar fascinador y la opulencia, por otro, y a lo largo de la cual
aparecen, con gran animación, una serie aparentemente interminable de personajes en
calles, casas de apartamentos, bares, edificios de oficinas, trenes, hoteles y teatros—

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que se trata de una obra extraordinariamente hermética. ¡En qué América tan cerrada
y sofocante nos encierra Dreiser! El hijo de inmigrante autodidacta, un ingenuo que
quedaba pasmado y admirado ante lo que veía, ha logrado relacionarlo todo en una
visión tan unitaria como nunca se había producido en la literatura estadounidense. Se
dice que es un escritor engorroso, torpe, pero la claridad y la consistencia de su visión
es obra de su arte. Proviene de un dominio de la imaginación desmedida y de la
observación reiterada. Proviene de una voz narrativa que es más antigua, más sabia y
más compasiva que la que podemos esperar, con todo derecho, de un escritor novel
de veintitantos años. Es el resultado del ritmo progresivo constante de los
acontecimientos del relato, así como de la atención prestada a cada fase en el proceso
de maduración de los sentimientos de los personajes principales que, de manera
brillante, superan, en su grado de sufrimiento, la dimensión de sus ideas o la
originalidad de sus problemas. No hay nada que pueda calificarse de torpe en todo
eso, ni se descubre otra cosa que genio en las imágenes que se desprenden de las
páginas de Sister Carrie y que nos embargan a todos y cada uno de nosotros.

(1983)

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… y libro segundo

Como artista, Theodore Dreiser (1871-1945) hubo de luchar contra dos siglos
distintos. Su contemporáneo más joven, F. Scott Fitzgerald, proclamaba que no
existía ningún segundo acto en la vida norteamericana, pero Sister Carrie fue escrita
en 1899, y Una tragedia americana, la otra obra maestra de Dreiser, en 1926. Esas
torres surgen de una estructura de novelas sólidas, volúmenes de carácter
autobiográfico, estudios de hombres y mujeres representativos, obras polémicas,
dramáticas, poemas, relatos e innumerables artículos en periódicos y revistas, un
ejemplo temprano de los cuales lo constituye un reportaje sobre la esforzada vida de
los prácticos del puerto de Nueva York cuando zarpan en embarcaciones a vela para
salir al encuentro de los grandes trasatlánticos. Con todo, Dreiser aún vivió para
poder leer la noticia del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima.
Su vida, plena y tempestuosa, casi da la impresión de haber transcurrido hacia
atrás. Una de las cosas más sorprendentes de Sister Carrie, escrita cuando tenía
veintiocho años, es el lenguaje del libro, que recuerda el de un septuagenario. ¿Dónde
encontró este novelista primerizo el sentido común y la percepción de un anciano
para descubrir el deseo insaciable que caracteriza el alma norteamericana?
Al parecer, la ventaja de Dreiser, uno de los diez hijos de un inmigrante alemán
pobre, consistió en haber nacido viejo. Al madurar, se volvió más joven y revoltoso.
Se había casado a temprana edad, pero muy pronto se separó de su esposa. Como sea
que su novela no llegó a vender quinientos ejemplares, fue consciente de su dolorosa
condición de hermano menor de Paul Dreiser, célebre escritor de canciones
populares, recordado hasta hoy en Terre Haute como compositor del himno del estado
de Indiana. Dreiser sufrió profundamente a causa del provincianismo que hizo que
Sister Carrie fuese considerada la obra imperdonable de un naturalista bárbaro; pero
encontró empleo como director de Butterick’s, una elegante revista para un público
amplio pero poco crítico, en cuyos editoriales impuso enérgicamente aquel buen tono
fútil que había violentado como escritor. Tuvo que dejar el empleo a causa de su
solicitud demasiado asidua para con la hija de diecisiete años de un colega; una
afición que vaticinaba su mediana edad, cuando era un sátiro desenfrenado que de
manera tortuosa mantenía varios idilios al mismo tiempo. Su apetito por la comida, la
bebida, la fama se volvió igualmente voraz.

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Dreiser era un mecanicista espenceriano, pero en el universo ateo en que
sobreviven los más fuertes descubrió la razón que lo llevaba a arrebatos de
misticismo. La contemplación de una hermosa puesta de sol lo hacía llorar. En la
década de los treinta viajó a Rusia y encontró detestable lo que allí vio, lo cual, de
acuerdo con la dirección regresiva de su vida, significaba, inevitablemente, que se
afiliaría al partido comunista. Cuanto más escribía, y más dinero ganaba con sus
escritos, más inseguros se tornaban él y su reputación. Era tan obsesivo como
cualquier escritor, pero nunca consiguió superar su confusión lo bastante para ofrecer
al público una imagen exacta de sí mismo. Corpulento, estrábico y de rostro
caballuno, carecía de atractivo. Fue incapaz de efectuar una creación de sí mismo tal
como hicieron Hemingway y Fitzgerald, sus competidores más jóvenes, que también
le superaban en ironía y en el arte de tornar literariamente elegante lo no expresado.
Las novelas de Dreiser, de mucho peso, sin duda, formaban parte de la literatura en
que todo se dice.
Hacia la última década de su vida, realizaba pronunciamientos públicos sobre
temas de los cuales tenía muy poco o ningún conocimiento. Despachaba telegramas
al presidente de Estados Unidos sobre cuestiones de política nacional. Se había
declarado en favor de causas izquierdistas, lo cual es algo que en Estados Unidos se
consiente a los estudiantes, pero no a los escritores. Entonces, se dedicó a expresar
sus fanatismos: sus antipatías hacia los judíos, aun cuando para entonces era bien
sabido lo que el antisemitismo les estaba haciendo en Europa, o su odio por las clases
altas británicas, para cuyo castigo esperaba que Hitler invadiera Inglaterra.
Hacia el final, no sólo se manifestaba acerca de las grandes cuestiones del
siglo XIX —la ciencia frente a la religión; ¿el destino del Universo?—, sino que
hablaba como si fuese el primero y el único que había reflexionado acerca de esos
temas; a los setenta años, se comportaba como un estudiante universitario. Y en sus
últimos días se sintió incomprendido, abandonado, huérfano de afecto, como un niño
que vive en un hogar confortable y es castigado físicamente por sus padres. Adorado
por su segunda esposa y compañera de muchos años, Helen Richardson, pocos días
antes de morir le dijo a otra mujer: «No hay en el mundo hombre más solo que yo».
Por lo tanto, es el joven Dreiser el que forzosamente más nos interesa, el autor
formado por completo, el genio prematuro. Los primeros años de su vida le habían
enseñado que en Estados Unidos la riqueza se exhibe de manera obsesiva ante los
ojos de los pobres, el resplandor dorado de lo interior se refleja en la parte exterior.
En ninguna obra posterior a Sister Carrie iba a utilizar esta ingeniosa visión para
obtener un efecto más intenso, o para atisbar con mayor profundidad en el seno de la
República.
¿Cuál fue para Dreiser el costo de este libro? ¿Qué consecuencias tuvo para su
vida? Ahora contamos con la respuesta más autorizada: la suya propia. Ochenta años
después de haber sido escrito, la University of Pennsylvania Press ha publicado, con
el título de An Amateur Laborer, un manuscrito al que sus biógrafos aludían

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permanentemente. Incompleto, pero redondeado con fragmentos de capítulos y
episodios no incorporados previamente, constituye un relato sincero sobre su vida en
Brooklyn y Nueva York en el año 1903, el período siguiente a la desastrosa aparición
de Carrie, cuando ya había perdido su capacidad para escribir y ganarse la vida, y
pensaba seriamente en el suicidio.
«El mío era un caso grave de neurastenia o depresión nerviosa —escribió en
1904, el año de su restablecimiento—. Había comenzado al terminar una novela que
había escrito tres años antes y que me agotó tremendamente (…) Era presa de la
melancolía, tenía pesadillas terribles, dormía muy poco (…) Constantemente, me
sumía en la tristeza y la depresión, hasta llegar al borde de las lágrimas (…) Empecé
a padecer neuralgias, en especial en las puntas de los dedos, donde sentía auténtico
dolor (…) Me asaltaba la idea, o el impulso casi irresistible, de dar vueltas en círculo.
Es decir, si estaba sentado en una silla, deseaba girar hacia la derecha: una
involuntaria descarga nerviosa de la voluntad (…) me resultaba prácticamente
imposible evitarlo. Además, luego comenzaron a dolerme los ojos, y tenía la
impresión de que las columnas del diario o del libro que leía estaban torcidas».
Pero, de modo característico, Dreiser se muestra menos interesado en los aspectos
psicológicos del problema que en los materiales, el modo en que una persona que se
ha separado de la existencia la percibe o comprende. Imaginémosle, a los treinta y un
años, con más de un metro ochenta de estatura y un peso inferior a los sesenta y cinco
kilos. Ha suspendido la redacción de su segunda novela, Jennie Gerhardt, después de
tres años de frustrados esfuerzos y de recorrer de manera incierta la costa oriental de
una punta a la otra. Se ha separado de su esposa y ha alquilado una habitación en una
miserable pensión de un barrio bajo de Brooklyn. Sólo dispone de unos pocos
dólares, y comienza a recurrir a las estrategias que impone la pobreza: subsistir con
una dieta de pan y leche, recorrer las calles a pie para ahorrarse el billete del tranvía
mientras busca empleo, y hasta recoger restos de comida de los cubos de basura.
Sufre amargamente cuando una ráfaga de ese viento helado que sopla en febrero se le
lleva el sombrero, que no puede recuperarlo de la zanja abierta por las obras de
construcción del metro, donde ha ido a parar. Éste es Dreiser, el en un tiempo joven y
exitoso periodista y autor de una novela suficientemente vigorosa para asegurar su
reputación entre figuras literarias como Frank Norris.
Hay algo misteriosamente familiar en ese tormento. Tras decidir que su única
posibilidad de sobrevivir reside en emplearse como obrero, trabajar con las manos,
puesto que ya no puede valerse del cerebro, Dreiser solicita un puesto en la
Metropolitan Street Railway, como revisor o conductor. ¿Acaso Hurstwood, el héroe
condenado al fracaso de su novela, no trabaja en un puesto similar? El personal de la
compañía de tranvías rechaza a Dreiser, que sufre así la misma experiencia de Carrie,
quien en los primeros capítulos de la novela es humillada cuando solicita un empleo
para personas no cualificadas y rechazada por falta de preparación. Una y otra vez, a
lo largo de An Amateur Laborer Dreiser parece descubrir, con desazón, lo que ya

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había inventado o conocido en Sister Carrie. «¿Qué clase de mundo es éste —se
pregunta— en el que uno está siempre luchando para mantener la cabeza fuera del
agua?».
Y al observar un desfile de automovilistas dispuestos a dar un paseo, experimenta
hacia ellos un despreciativo sentimiento de superioridad, y dice: «Por mucho que
protestara, las diferencias en la vida estaban basadas, fundamentalmente, en las
riquezas materiales, y [quienes] las poseían podían darse el lujo de menospreciar a los
pordioseros».
F. O. Matthiessen señala en su biografía crítica de Dreiser que la imagen de la
sociedad por éste evocada es una «en la cual no existen seres verdaderamente iguales,
así como ninguna suerte de equilibrio, sino sólo personas que se mueven hacia arriba
y hacia abajo». En esta biografía, Dreiser no parece darse cuenta de que está pasando,
en su propia vida, precisamente por los mismos ciclos de su obra de ficción. Aquí
tenemos, posiblemente, una de las grandes revelaciones literarias de la libreta de
notas del escritor, en la que, incapaz de lograr que se haga justicia con su libro o se lo
comprenda, hará que el lenguaje se encarne en él y dará forma a los acontecimientos.
Si bien toda obra de arte importante constituye una transgresión, el artista no es,
necesariamente, un transgresor por naturaleza. Durante toda su vida Dreiser creó
libros a partir de la guerra que se libraba en su interior, y aun después de superar con
éxito todas las pruebas en An Amateur Laborer, prosiguió con su autocastigo:
ascendió hasta la estricta posición del triunfo, como editor de la lujosa revista
Butterick’s, que representaba la censura y la negación de su fe en sí mismo como
escritor.
Sin embargo, la lucha que describe en estas memorias es esforzada y hasta artera.
Rechazando una y otra vez en todos los casos en que se le ocurre solicitar un empleo;
demasiado orgulloso para aceptar limosnas o buscar la ayuda de sus hermanos o
hermanas, va a ver al jefe de personal del New York Central y, presentándose como
un caballero, solicita un puesto de obrero en el ferrocarril y alega que lo hace por su
valor terapéutico. Como si se tratara de un enfermo convaleciente, considera que una
tarea al aire libre contribuirá a mejorar su salud. Ha intuido que la forma de encontrar
empleo reside en aparentar que no lo necesita.
El ardid da resultado, pero antes de que pueda incorporarse a su nuevo puesto de
trabajo (a quince centavos la hora), topa por casualidad con su hermano mayor, Paul,
delante del hotel Imperial, de Broadway. El famoso autor de canciones se hace cargo
de la situación enseguida, pone a su cadavérico pero orgulloso hermanito bajo su
protección, le hace servir una buena cena, le da dinero, le compra ropa y le reserva
una habitación, con todos los gastos de residencia pagados, en el Muldoon’s
Sanitarium de Westchester, un balneario para hombres adinerados, al norte de White
Plains. En este punto de la narración, comenzamos a descubrir las coordenadas clave
del universo lleno de altibajos de Dreiser. Con anterioridad, ha pasado unas noches en
el hotel Mills, de Bleecker Street (la estructura aún existe, bajo un nombre diferente),

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donde unos mil quinientos hombres que han sufrido reveses de la fortuna haraganean
en húmedos compartimientos semejantes a celdas cuyas paredes no llegan al techo ni
al suelo, como medida preventiva contra el suicidio. De repente, y como por arte de
magia, Dreiser es trasladado de aquel abismo de desamparo social (alquiler: veinte
centavos al día), al balneario Muldoon’s, un rústico refugio de los ricos ociosos.
El joven autor soporta el vigoroso tratamiento a que es sometido en Muldoon’s,
consistente en duchas por la mañana temprano, ejercicios con pelotas, caminatas,
equitación, acompañado de un programa implacable, basado en el maltrato verbal, a
cargo del señor Muldoon en persona, un ex campeón de lucha libre que ha advertido
que intimidar públicamente a los hombres que han tenido éxito en la vida y pagan por
ese privilegio es, de hecho, bueno para su carácter; una primitiva forma de
estimulación, quizá, que a Dreiser le fastidia, pero que termina por valorar. En cuanto
a los compañeros residentes en aquel extraño lugar, parece encontrarlos, al menos eso
podemos deducir, no más estimables ni interesantes ni inteligentes que a los
miserables desgraciados que rondaban por el barrio del hotel Mills.
El trabajador corriente habita el amplio mundo de la clase media, donde no tienen
cabida ni los indigentes ni los privilegiados, y en cuanto Dreiser abandona el
balneario, con unos cuantos kilos más y curado en parte de su insomnio, ocupa con
retraso el puesto de trabajo en la carpintería del Central, junto al Hudson, en Spuyten
Duyvil. Trabaja arduamente cargando tablones de madera y barriendo las virutas y el
serrín del suelo, y se dedica a estudiar el carácter de sus diversos compañeros de
faena —el viril capataz Mike Burke, John, el ingeniero, Henry, el sereno—, pero si
esperaba encontrar una confirmación de la idea romántica que se había hecho del
trabajador honrado, no cree que pueda decir con fundamento que así haya sido. Los
obreros del ferrocarril son, en general, hombres sin imaginación, sin aspiraciones,
terriblemente disminuidos en su vivacidad a causa de los monótonos y reiterados
rituales de su labor; parecen contentarse con muy poco y no sienten admiración por
«los misterios de la vida».
Es quizá inevitable, puesto que no se identifica con ninguna de las sociedades
representativas en que se ha encontrado, que Dreiser recupere su propia identidad
funcional como artista. En todos los ambientes ha conservado un distanciamiento
crítico, y esto, al menos, aun en los momentos de mayor terror y agotamiento, ha
hecho que su capacidad de escritor se mantuviese intacta. Al no pertenecer al mundo
del hotel Mills, ni al del Muldoon’s, ni a un mundo intermedio, se ha dedicado a
examinar, científicamente, las ideas y experiencias que éstos podían ofrecerle. En
1904, cuando escribe estas memorias, se encuentra física y espiritualmente
restablecido, y es capaz de ofrecernos unas bellísimas descripciones de Nueva York
en la época del cambio de siglo: el río Hudson en Spuyten Duyvil, la villa de
Kingsbridge, la vista de Manhattan desde Fort Lee, las colinas de Westchester sobre
la amplia vía que desciende hasta Long Island Sound.

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Sin embargo, el libro queda inacabado —sólo tenemos los primeros veinticuatro
capítulos—, y los excelentes compiladores del volumen, Richard W. Dowell,
James L. W. West y Neda M. Westlake, no arriesgan un motivo. Pero yo sí me
arriesgaré. Hacia el capítulo veinte, la transición comienza a ser más marcada, el
relato se torna confuso y se desvía hacia lo que constituye la ruina de los biógrafos:
las experiencias insustanciales cuya única justificación narrativa reside en el hecho de
que ocurrieron. Nos encontramos en el momento en que el éxito de la narración está
asegurado. Dreiser ha tocado los puntos más delicados de su sensibilidad, y ahora
unos trabajadores corrientes, una casera y, sobre todo, una hija bonita de ésta, han
aparecido para tomar posesión de una mente que, en las etapas más profundas de la
enfermedad, estuvo encerrada únicamente en sí misma. No había tragedia alguna
esperando al final de este libro, ninguna pérdida tampoco, sino, posiblemente, sólo la
discreción.
No obstante, en muchas de sus obras futuras Dreiser utilizaría material extraído
de An Amateur Laborer, tal como los compiladores se esfuerzan por documentar en
su admirable empresa. Aquí, una vez restablecido, se produce la primera caída de
Dreiser desde las alturas de Sister Carrie, pero ya se levanta y se sacude el polvo. El
joven Dreiser, cuya vida azarosa sólo está empezando.

(1983)

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Ernest Hemingway (R. I. P.)

Ernest Hemingway trazó las estrategias de su arte en las primeras etapas de su carrera
y se mantendría fiel a ellas a lo largo de toda su vida. Según estas, al redactar un
relato evitaría hacer mención de su problema central; al escribir una novela, la
situaría geográficamente y, en la medida de lo posible, tendría en cuenta la hora en
que sucedían los hechos en cada página; construiría las frases de modo que
provocaran una emoción, pero sin anunciarla, sino relatando de manera precisa la
experiencia capaz de causarla. Lo que logró con todo eso fue un arte riguroso de
vasto poder, si bien se adecuaba más a ciertas emociones que a otras. Era, sin duda,
un genio, pero de esos que anuncian sus límites. Los críticos se dieron cuenta de ello
desde el primer momento, no obstante lo cual, en la década de los veinte y con las
miras puestas en el futuro, se unieron a sus lectores para convertirlo en el escritor de
su tiempo. Su material era original. Conmovía. Cada página de clara prosa encerraba
un juicio implícito sobre todo cuanto se había escrito hasta el momento. La voz de
Hemingway detestaba la afectación, la hipocresía y la retórica que estaban en boga.
La fuente de su material y el manantial que alimentaba su imaginación era su
propia vida. Las cuestiones que pertenecen al ámbito intelectual —la historia, el mito,
la sociedad— no venían al caso. Era lo que veían sus ojos y lo que su corazón sentía
aquello que acrisolaba en el molde de la ficción. Por lo tanto, vivió su vida con el
único objetivo de ver y sentir lo más posible. No existía ningún lugar de la tierra
donde no se sintiera como en su casa, salvo, quizá, su propia tierra natal. El
provincianismo de sus padres, que eran del Medio Oeste, convirtió la independencia
en una salida fácil para él. Se casó joven y engendró un hijo —las circunstancias
tradicionales para sentar cabeza—, y partió hacia Europa con su familia en busca de
emociones. Esquió en los Alpes austríacos; cogió el tren hacia París para asistir a las
carreras ciclistas o a los combates de boxeo; cruzó los Pirineos para presenciar las
corridas de toros, y realizó precipitadas escapadas a las aldeas serranas para pescar o
ir de cacería. También en Estados Unidos iba y venía en coche entre Idaho o
Wyoming y Florida, y nunca alquilaba una casa donde vivir por más de una
temporada. Se divorció y volvió a casarse, y tuvo más hijos, antes de adquirir una
propiedad en Cayo Hueso. Pero la pesca era más emocionante en Cuba, y había una
mujer a la que amaba en secreto y que se convertiría en su tercera esposa… y así

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sucesivamente. Fue Flaubert quien dijo que para poder crear su obra un escritor ha de
establecerse en un lugar tranquilo, arraigado en el aburrimiento. Hemingway, en
cambio, vivió en una suerte de nomadismo frenético, pero la obra fue surgiendo de él.
Por las mañanas, sentado ante cualquier mesa que encontrase en una habitación
alejada de donde estaba su familia, escribía a mano cuentos, narraciones y novelas.
A medida que su fama iba en aumento, era capaz, en este o aquel remoto paraíso
que había encontrado, de acabar con su soledad llamando a su lado a amigos o
colegas de otras partes del mundo. Y éstos acudían, a pesar de los inconvenientes que
tuvieran, para pescar, cazar o cabalgar con él, pero sobre todo para beber en su
compañía. Tenía amigos deportistas, amigos militares, amigos que eran célebres,
amigos literatos y amigos del bar de la localidad. Siempre estaba haciendo amigos y
rompiendo amistades, imaginando afrentas, con la guardia alta como un campeón de
los pesos pesados. La gente, en su mayoría, permanece tranquila en el mundo, y vive
en él con tiento, como si no le perteneciera. En cambio, Hemingway lo consumía con
voracidad. Personas de todas las clases sociales se sentían atraídas por su conducta, y
por la jactanciosa, encantadora o agresiva puerilidad de sus hábitos, así como por la
celebración ritual de sus apetitos.
En conjunto, extraía elementos de la vida real durante un corto espacio de tiempo.
Escribió Fiesta mientras aún se veía en París con muchas de las personas en quienes
se inspiró para crear sus personajes, y si bien le llevó diez años aprovechar las
experiencias vividas en la Primera Guerra mundial para redactar Adiós a las armas,
en la época de la guerra civil efectuaba viajes a España sabiendo que estaba
seleccionando a la gente, los incidentes y los lugares para Por quién doblan las
campanas, una novela que concluyó en 1939, a los pocos meses de finalizada la
contienda. Sólo la enfermedad anulaba su eficiencia, o, más a menudo, alguno de los
muchos accidentes físicos que sufrió; caía a una zanja con el coche, como
consecuencia de lo cual se quebraba algún hueso, o se cortaba con un cuchillo, o se
arañaba los ojos con una rama. Pero durante la Segunda Guerra mundial su habilidad
para elaborar rápidamente episodios de la vida real fue declinando, y con ello la
justificación de sus técnicas. Aunque era fundamentalmente corresponsal de guerra,
la única novela que creó a partir de esta experiencia fue la mediocre Al otro lado del
río y entre los árboles, que no se publicó hasta 1950. El público advirtió su
decadencia y la atribuyó a la descomposición que comporta la fama, pero en la última
década de su vida escribió París era una fiesta, memorias de su primera época en
París (publicada póstumamente en 1964), y El viejo y el mar, y parecía que había
vuelto a darse cuenta de lo que era capaz de hacer.
Hemingway habló del suicidio durante toda su vida, hasta que lo llevó a cabo. En
1954, su propensión a los percances físicos culminó no en uno sino en dos accidentes
de aviación en el este de África, adonde había ido a cazar, como consecuencia de los
cuales sufrió conmoción cerebral, lesiones en las vértebras, quemaduras y heridas
internas que lo convirtieron, a los cincuenta años, en un viejo. Una mirada

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retrospectiva nos sugiere que el castigo a que fue sometido su cuerpo en el curso de
su existencia parece haber sido la mitad de algo, un combate de boxeo con un
contrincante invisible, quizá. En su mente nunca estaba ausente la idea de matar;
tampoco en la realidad, mientras cazaba o era testigo de alguna guerra, ni en su obra.
Durante toda su vida persiguió animales. Mató leones, leopardos y Kudúes en África,
osos grises en las Rocosas, perdices en Wyoming y palomas en Francia; dondequiera
que fuese, se apoderaba de lo que estaba a su alcance. Y luego de matar algo, no
dejaba necesariamente de prestarle atención. Su biógrafo Carlos Baker se refiere al
día en que, estando en Cuba, Hemingway enganchó un pez espada de doscientos
treinta kilos, luchó con él y lo llevó a tierra. Una vez que llegó, triunfante, al puerto,
recibió las entusiastas felicitaciones de amigos y conocidos. Pero al parecer ello no
fue suficiente. A las dos o las tres de la madrugada, tras una noche de borrachera para
celebrarlo, se lo vio otra vez en el muelle, solo bajo la luz de la luna, donde la enorme
presa estaba colgada cabeza abajo en el motón de aparejo; Hemingway daba
puñetazos al pez como si de un saco de arena se tratase.
Desde la muerte de Hemingway, ocurrida en 1961, sus herederos y sus editores,
Charles Scribner’s Sons, se han puesto al día con su obra, editando aquellos trabajos
que, por una razón u otra, no fueron publicados en vida del escritor. Había
conservado inédita A Moveable Feast en atención a los sentimientos de las personas
que en ella aparecen y que pudiesen estar vivas. Sin embargo, con respecto a la
novela Islas en el golfo parece haber tenido cierto recelo en editarla. Con mayor
motivo aún cae en esta categoría El jardín del Edén, cuya redacción comenzó en
1946 para dejar inconclusa tras trabajar en ella, de forma intermitente durante los
últimos quince años de su vida. Se trata de una historia muy entretenida, si bien no es,
posiblemente, el libro que él imaginaba. Una vez publicado, constaba de treinta
capítulos breves con un total de unas setenta mil palabras. Una nota del editor
advierte que se hicieron «algunos cortes» en el manuscrito, pero según la biografía de
Baker, en un momento determinado el original revisado de la obra estaba compuesto
por cuarenta y ocho capítulos y doscientas mil palabras, de modo que la nota editorial
denota mala fe. En una entrevista aparecida en The New York Times, un editor de
Scribner’s reconoció haber suprimido una parte que se encontraba en borrador por
considerar que no estaba integrada en la «trama principal» del texto, pero ese corte
redujo la extensión del libro en dos terceras partes.

El héroe de este Jardín del Edén radicalmente desbrozado es David Bourne, un joven
novelista y veterano de la Primera Guerra mundial, que en la década de 1920 recorre
España y Francia con su esposa, Catherine, en viaje de luna de miel. En su pequeño
Bugatti negro, parten del pueblo marinero de Le Grau-du-Roi, donde su estada ha
sido idílica, rumbo a Madrid, lugar en el cual aparecen las primeras sombras en su
relación. Catherine se muestra celosa de la actividad literaria de su esposo. Al mismo

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tiempo, exige cierta experimentación en su relación amorosa: quiere que simulen que
ella es el muchacho, y él, la chica. En Aigues-Mortes, Francia, Catherine se hace
cortar el cabello muy corto, y luego le pide a él que se ponga en manos del mismo
peluquero para que le haga otro tanto, a fin de que se vea como ella. David la
complace en esto también, aunque no sin cierta reticencia, y presintiendo la
descomposición definitiva del matrimonio.
Siguen hasta La Napoule, cerca de Cannes, y allí toman dos habitaciones en un
hotel muy pequeño, donde reina una gran tranquilidad porque es verano y en el sur de
Francia la temporada ya ha finalizado. En una de esas habitaciones, David se dedicará
a escribir. Acaba de publicar en Estados Unidos su novela de guerra, y recibe con el
correo reexpedido los recortes de prensa y la carta en que el editor le dice que el libro
es un éxito. La noticia perturba a Catherine. Las diferencias entre ambos se agudizan
cuando ella se atreve a manifestarle que el único tema sobre el cual vale la pena que
escriba es la luna de miel de que están disfrutando.
Un día, mientras toman un trago en la terraza del hotel, despiertan la curiosidad
de una bella joven llamada Marita, que se muestra muy impresionada por aquella
pareja de piel bronceada, cabellos casi blancos recientemente descolorados, camisas
francesas de pescador, pantalones de hilo y alpargatas. La joven se muda a su hotel.
Catherine hace realidad los presagios de David e inicia una relación amorosa con
Marita. En un síntoma más de su inestabilidad, alienta a David a embarcarse en su
propia relación erótica con la mujer, quien facilita las cosas al confesarle en privado
que se ha enamorado de ambos. David sucumbe. Los miembros del ménage nadan
hasta las calas desiertas de las playas de la zona y toman el sol desnudos. David
duerme con una o con la otra, según los turnos que ellas mismas establecen. Los días
transcurren entre ingentes cantidades de alcohol, martinis que el mismo David
prepara en el diminuto bar del hotel y adereza con aceitunas con ajo, o absenta, o
botellas hurtadas de whisky Haig con agua Perrier, o Tavel, o Tom Collins
cuidadosamente preparados. Las mezclas y el consumo de bebidas constituye el
medio que parecen haber escogido para adaptarse al impacto de sus actos y las
conversaciones mutuas.
Es Catherine quien comienza a derrumbarse bajo la tensión. Se vuelve mordaz,
cae en el arrepentimiento o bien se dedica a reprochar a David su relación con Marita
o a condenarse a sí misma por echarlo todo a perder. Como defensa contra la
situación y lo que percibe como un creciente desequilibrio mental de su esposa,
David comienza a escribir la historia que durante años se ha resistido a poner sobre el
papel, la historia «dura», como la llama él, basada en su existencia como adolescente
en el este de África, al lado de su padre, un cazador blanco. Esta historia se introduce
gradualmente en la narración principal cuando el muchacho David avista el elefante
de enormes colmillos que su padre y un ayudante africano están buscando; da cuenta
de que lo ha visto y se arrepiente de ello durante toda su vida, pues su padre sigue el
rastro de la enorme bestia y la mata. El punto culminante de la novela tiene que ver

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con la reacción de Catherine ante esta historia, que David ha escrito a mano en las
sencillas libretas que usan los escolares franceses. Entonces ocurre una desgracia que
es la peor que puede sufrir un escritor como tal, y el ménage se rompe para siempre;
dos permanecen juntos, y uno se va.

En una primera lectura, ésta es una historia sorprendente proviniendo del gran atleta
de la literatura norteamericana. Hasta entonces, nunca se había presentado como un
estudioso de las prácticas de alcoba. Más interesante aún es la pasividad de su héroe
escritor, quien, evidentemente, detesta la caza mayor, y se retrata a sí mismo como un
hombre totalmente sometido a los poderes de la mujer, desamparado ante la tentación
e incapaz de reaccionar frente al rostro de la adversidad. La historia es contada desde
el punto de vista masculino de David Bourne, en la entrañable —o supuesta— tercera
persona preferida por Hemingway, pero su mayor logro lo constituye Catherine
Bourne. Con anterioridad no existía en la narrativa de Hemingway un personaje
femenino tan descollante. De hecho, Catherine quizá sea el personaje femenino más
impresionante de toda su obra; más real y dotado de mayor dimensión que la Pilar de
Por quién doblan las campanas o la Brett Ashley de Fiesta. Aun cuando su creación
parte de la ingenua premisa de que las fantasías sexuales constituyen una forma de
locura, Catherine se erige en una figura fáustica que se tortura a sí misma y es
presentada como una mujer brillante atrapada en una ceremonia de participación
sustituía fruto de la inventiva de otro. Catherine representa el fruto del estudio más
informado y sensible que Hemingway haya dedicado jamás a una mujer.
El personaje de Catherine Bourne basta para que este libro se lea con avidez. Pero
hay otras cosas adicionales capaces de dar satisfacción al lector. En un número
considerable de partes de la narración, los diálogos contribuyen a la tensión del
relato, lo que no puede decirse de Al otro lado del río y entre los árboles, su última
novela del mismo período, para la cual Hemingway saqueó algunos de los temas de la
obra. Y hay pasajes que demuestran que la escritura del viejo conserva la fuerza de su
obra anterior: la descripción de David Bourne pescando un róbalo en el canal de Le
Grau-du-Roi, por ejemplo, o mientras nada en la playa de La Napoule. En estos
casos, sale victorioso merced a la estrategia de utilizar el paisaje para evocar estados
de ánimo.
Sin embargo, detallar las discretas excelencias de un libro es como decir, también,
que no es todo lo acabado como sería de desear. La otra mujer, y tercer personaje
principal, Marita, no adquiere el peso necesario que justifique su voluntad de
inmiscuirse en un matrimonio y prestarse a contribuir a la desintegración de éste. Se
trata de un personaje carente de color y que en gran medida parece inarticulado. El
autor no justifica la pasividad de David Bourne, salvo en el sentido de que puede ser
una facultad de su profesión. Pero la triste verdad es que su estilo, tal como se
comprueba en la historia del elefante, no es lo bastante válido como para exonerarlo:

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es un mal ejemplo de su arte, un tratamiento manido del tema de los ritos de
iniciación de adolescencia, que recuerda, en su propio detrimento, el relato de
Faulkner sobre el mismo tema: «The Bear».
En el personaje de David reside la definitiva falta de vida de la obra. Su
incapacidad para tratar la crisis de su relación no está acorde con la consumada
confianza en sí mismo de que da muestras en su tratamiento con camareros,
camareras y hoteleros europeos, que en este libro, como en otros de Hemingway,
aparecen siempre dispuestos a proporcionar al joven colonizador norteamericano las
comidas y bebidas, los sacacorchos y cubitos de hielo, así como las cañas de pescar
que necesita. De hecho, David Bourne realiza sus cultos actos gastronómicos y sus
libaciones con tanta frecuencia, que el lector se siente lo suficientemente desalentado
como para preguntarse si el verdadero logro de Hemingway en sus primeras grandes
novelas fue, en verdad, el de un escritor de libros de viajes que enseñó al provinciano
público norteamericano qué platos debe pedir, qué bebidas debe preferir y cómo debe
tratar a la servidumbre europea. Hay momentos en que tenemos la sensación de que
no estamos en Francia ni en España, sino en el estado provisional de Yuppilandia. El
lector acaba por llegar a la conclusión de que el más astuto de todos los escritores
cometió un error muy poco corriente al no encontrar una guerra para destruir a sus
amantes, ni un acto que no fuese su propio galanteo para poner en riesgo su
supervivencia. Las setenta mil palabras del texto no logran justificar el tono de
solemne egocentrismo, que en esta obra alcanza niveles prodigiosos.
Pero en este punto tenemos que considerar nuevamente las consecuencias que
puede acarrear la preparación para la imprenta de una obra póstuma perteneciente a
un gran escritor. En la medida en que nos sea posible confiar en la biografía y en el
catálogo que prepararon Philip Young y Charles W. Mann de los manuscritos de
Hemingway, éste pretendía que El jardín del Edén fuese una obra importante. En un
momento, la concibió como parte de una trilogía en la que el mar estuviese presente.
En efecto, su título sugiere un tema dominante en su vida creativa, la pérdida del
paraíso, la expulsión del jardín del Edén, que rige en Fiesta y Adiós a las armas,
entre otros libros y relatos. Al parecer, los estudiosos pueden elegir entre más de una
versión del manuscrito. En una de ellas Carlos Baker menciona la presencia de otro
matrimonio, compuesto por un pintor llamado Nick y su esposa, Barbara. De la
misma generación que David y Catherine Bourne, Nick (¿será Adams su apellido?) y
Barbara viven en París. Y tal vez haya personajes adicionales. Presumiblemente, las
partes que tienen que ver con ellos se encuentran en un estado menos acabado y
pueden eliminarse fácilmente para descubrir los restos escasos de la novela que ahora
tenemos impresa. Pero la verdad sobre la revisión de la obra de un autor fallecido en
tales circunstancias es que uno sólo puede efectuar cortes para subrayar su fuerza,
para reiterar las estrategias estilísticas que la caracterizan; cuando es posible que él
mismo estuviese trabajando para trascenderlas. Quizá no sea éste el libro que
Hemingway imaginaba en los momentos más ambiciosos de su lucha por escribirlo,

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una lucha que lo tuvo ocupado de manera intermitente durante unos quince años. Y
debería haber sido publicada por lo que es, un fragmento de algo, una parte de un
proyecto.
Pues existen en él signos evidentes de que algo emocionante estaba ocurriendo, el
desarrollo del espíritu de un escritor con miras a la compasión, a una expresión
menos vindicativa de la realidad. La clave reside en el personaje de Catherine
Bourne. En su comportamiento es una descendiente directa de la señora Macomber,
de «La vida breve y feliz de Francis Macomber», o de Francis Clyne, la amante
castradora de Robert Cohn en Fiesta, la clase de mujer que con anterioridad el autor
no ha hecho más que detestar y condenar. En esta obra, en cambio, ella ha madurado
para sugerir en Hemingway los rudimentos de la perspectiva feminista. Y en cuanto a
David Bourne, es, sin duda, el hermano literario menor de Jake Barnes, el periodista
reducido a la impotencia por una herida en aquella primera novela de expatriado. Sin
embargo, la pasividad de David no es física y, por lo tanto, resulta más difícil de
superar. De hecho, nos recuerda un poco a Robert Cohn, a quien Jake Barnes
desprecia por sufrir en silencio los comentarios despectivos que las mujeres le hacen
en público. Tal vez Hemingway esté aprendiendo a expresar sus juicios con mayor
sensatez. O quizá David Bourne no haya sido pensado en absoluto como el héroe de
la novela.
Con un reparto más amplio y, tal vez, múltiples puntos de vista, podría haberse
intentado algo más que el resultado con que contamos ahora, una visión revisada de
la generación perdida, quizá, una lectura adicional de una suerte de vida
norteamericana ex patria, con el contexto más amplio que habría ganado el tono del
libro. Existen aquí claves suficientes para sugerir los signos inequívocos de un
reciclaje de los materiales primarios de Hemingway tendente a obtener menos ficción
y fanatismo literario, y un mayor grado de verdad. Y esto es emocionante, porque
ofrece la prueba evidente, a pesar de la celebridad, del premio Nobel, de los
tormentos físicos que se infligía, de que nos encontramos ante un escritor aún en
desarrollo. Aquellas mismas estrategias estilísticas que Hemingway formuló para
obtener semejantes éxitos en su obra temprana, se convirtieron en una trampa en la
obra posterior. Puede apreciarse que este proceso se inició en su novela Por quién
doblan las campanas, donde implantar la concepción del libro en la geografía, fijar
toda la acción en el tiempo y atenuar sin cesar la fuerza de las frases, fueron, desde el
punto de vista formal, estrategias dramáticas insuficientes para el tema. Me gustaría
suponer que al comenzar El jardín del Edén, su siguiente novela después de aquella
obra sobre la guerra, así lo comprendió y quiso reelaborar los elementos, a fin de
rehacerse a sí mismo. El que fracasara casi no tiene importancia, pero haberlo
intentado —lo cual constituye la heroicidad más auténtica de un escritor— requiere
más valor que enfrentar la embestida de un elefante con un Mannlicher 303.

(1986)

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1984 de Orwell

He aquí la historia de una de las novelas más leídas de nuestro tiempo.


Corre el año 1984. El planeta se halla dividido en tres superestados: Oceanía,
Eurasia y Estasia. La guerra entre ellos es constante e interminable. Sin embargo, las
afinidades de los contendientes cambian una y otra vez. A la gente de Oceanía en
ocasiones le parece que Eurasia es el enemigo, y Estasia, el aliado, y en otras,
exactamente lo opuesto. Cuando las alianzas de Oceanía varían, todo el mundo olvida
que las circunstancias siempre fueron diferentes. La relación de los acontecimientos
sencillamente se reescribe.
Winston Smith, un funcionario secundario del gobierno de Oceanía, es uno de los
miles de individuos encargados de reescribir la historia. El hombre pasa sus días
alterando las notas periodísticas, los artículos de las revistas y toda clase de material
impreso a fin de adaptarlos a las exigencias de la propaganda gubernamental. El
organismo para el que trabaja se denomina Ministerio de la Verdad. De la misma
manera, el Ministerio del Amor es responsable de la tortura y eliminación de los
disidentes. Y el Ministerio de la Paz tiene la responsabilidad de que la guerra no
decaiga.
El jefe del Estado de Oceanía es un personaje bigotudo, estalinoide, conocido
como el Gran Hermano. Nadie lo ha visto nunca, pero su retrato se exhibe por todas
partes —en las carteleras de anuncios y en las plazas públicas—, en general,
acompañado del epígrafe: EL GRAN HERMANO TE VIGILA.
Los problemas de Winston con el Gran Hermano surgen el día en que entra por
casualidad en una tienda de antigüedades de un barrio bajo de la ciudad y compra una
antigua agenda en blanco. En ella comienza a volcar su descontento. Escribe de
manera de no ser detectado por las telepantallas receptoras y transmisoras que hay en
su apartamento. No existe ninguna ley que prohíba llevar un diario íntimo, pero si lo
descubren, será ejecutado o enviado a un campo de trabajos forzados, donde deberá
cumplir una condena de veinticinco años.
Sus tribulaciones no hacen más que empezar. Se da cuenta de que una joven
compañera de trabajo da muestras, subrepticias, de sentirse atraída por él. Se llama
Julia. Winston logra superar sus recelos con respecto a ella y se encuentran en un

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valle solitario, donde por lo menos no hay telepantallas, aunque puede haber
micrófonos muy bien escondidos.
Winston y Julia se convierten en amantes, un delito de traición que se castiga con
la muerte, pues el Gran Hermano no permite las relaciones sexuales entre personas
solteras y, de hecho, sólo las condona en parejas casadas con fines procreadores.
Enfrentado con el problema de cómo lograr verse con Julia en forma regular sin ser
descubiertos, Winston regresa a la tienda donde ha comprado la agenda y alquila un
pied-à-terre sobre aquélla, un encantador cuarto amueblado, como en los viejos
tiempos anteriores a las tremendas guerras atómicas, provisto de un lecho mullido,
cortinas, una chimenea y bibelots antiguos. Los amantes acuden allí siempre que
pueden disponer de unas horas de su sombría existencia. Hacen el amor, duermen y
leen el manifiesto secreto de la organización revolucionaria subversiva conocida
como la Hermandad, con la cual han decidido colaborar.
Pero resulta que la idílica habitación está controlada por una telepantalla oculta.
La tienda de antigüedades y el pied-à-terre son una ingeniosa construcción de la
Policía del Pensamiento. Winston y Julia son arrestados y conducidos al temible
Ministerio del Amor.
El jefe torturador de Winston es un alto funcionario llamado O’Brien, a quien éste
consideraba miembro de la Hermandad revolucionaria. De hecho, ha sido O’Brien
quien le dio el manifiesto secreto. Bajo la supervisión de O’Brien, Winston es
golpeado, interrogado y sometido a torturas con descargas eléctricas durante meses,
hasta que logran borrar hasta el último vestigio de rebeldía que quedaba en él y está
en condiciones de aceptar, con lágrimas de amor en los ojos por sus torturadores, que
dos y dos son cinco. Lo que finalmente lo quiebra es la amenaza de ser sometido al
peor castigo imaginable, la tortura en el «Cuarto 101», donde a los rebeldes como él
se los somete, sencillamente, a aquello que más temen: en el caso de Winston, las
ratas. Cuando están a punto de sujetarle en la cara una jaula llena de ratas, le ruega a
O’Brien que en su lugar someta a aquel tormento a Julia, con lo que queda eliminada
la última pizca de dignidad e integridad moral que le quedaba.
En la escena final del libro, Winston está sentado en la terraza de un café,
domeñado, rehabilitado, totalmente quebrado y contemplando con adoración el rostro
enorme que aparece en la pantalla de la plaza pública. «Amaba al Gran Hermano»,
dice George Orwell, el autor de la novela, a modo de epitafio para su héroe.

Aun en esta sinopsis, resulta evidente que 1984 es una novela increíblemente
masoquista. El principal atributo del héroe es la indefensión. La principal
característica de su antagonista, el Gran Hermano, el poder absoluto, incesante. El
estado personificado por el Gran Hermano no tolera ninguna clase de resistencia, ni
siquiera en la intimidad de la mente. El individualismo es un delito. Pensar es un
delito. Ciertamente, la justicia es impensable, un concepto obsoleto. La esperanza de

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la revolución queda anulada, porque la Hermandad revolucionaria probablemente sea
una ficción. Pero hasta las consolaciones personales son negadas. No sólo el amor es
un pecado capital, no sólo el mundo de la naturaleza está infestado de micrófonos,
sino que no puede llevarse otra ropa que uniformes ni beberse otro licor que una
infame ginebra sintética. Todo lo que se ofrece a la vista es un paisaje industrial
adornado con el rostro vigilante del déspota.
Si se compara la suerte de Winston Smith con la de los héroes tradicionalmente
acosados que pueden hallarse en la literatura inglesa, comienza a apreciarse la
profundidad de la profecía de Orwell. Consideremos las novelas de Dickens acerca de
huérfanos maltratados, menospreciados y miserables; son los seres más bajos de la
escala social, pero, sea por robo o por fortuna, logran su patrimonio, su verdadero
amor, su ascenso a la tranquilidad de la clase media. Los reyes andantes de
Shakespeare se dirigen hacia su perdición en la gloria del combate o la locura. Tanto
si terminan bien como si terminan mal, los chicos o los reyes presentan batalla; su
vida posee dimensión moral. Orwell afirmaba que su novela era una sátira política.
Sin embargo, los héroes de las sátiras clásicas, como Gulliver y Cándido, regresan
sanos y salvos al hogar y encuentran consuelo después de los horrores o del mal del
mundo que los rodea. Se alejan de su experiencia, y sus autores los dejan enteros. La
sátira de Orwell despoja a su héroe de su dignidad, de su mente, de su estatura moral
distinta, sea trágica o cómica. Podemos sentirnos tentados a considerar la vida de
Winston Smith como una visión del pecado original, salvo que entre todas las demás
cosas Oceanía se las arregla sin ello, se las arregla sin Dios.
Sea masoquista o no, 1984 no ha dejado de publicarse desde que entró en prensa
por primera vez. La edición norteamericana en rústica registra sesenta y tres
reimpresiones. Es una obra que se recomienda a los estudiantes secundarios con tanta
frecuencia como Huckleberry Finn o La llamada de la selva. Lo que torna aún más
interesante el éxito de este libro austero, carente de alegría, protagonizado por su
héroe desvalido y con final desesperanzador, es que Orwell lo escribió guiado por el
deseo de instruir. ¿Existe un camino más directo hacia el olvido literario? Al fin y al
cabo, es probable que los lectores eviten a un escritor cuyos personajes son menos
importantes para él que las ideas que desea ilustrar, que es incapaz de integrar a la
acción toda la información que debe impartir, que revela el final de la historia al
principio y, más grave aún, que escribe para salvar a la humanidad. 1984 poseía todos
los requisitos para que su publicación fuera un desastre.
El biógrafo de Orwell, Bernard Crick, nos cuenta que cuando el editor inglés
Frederick Warburg leyó el manuscrito, escribió, en un memorándum dirigido a su
personal: «Se trata de un gran libro, pero ruego que no tenga que leer otro igual en
muchos años». Éste es el punto central de la cuestión. ¿Quién puede evitar sentirse
aliviado al cerrar el libro? Sin embargo, resulta que el sadismo de Estado y la
indefensión individual son las características de nuestro siglo. Quizá los millones de
lectores capaces de resistir la inexorable desesperanza de Orwell encuentren una

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compensación en el conjunto de elementos fruto de su talento: la forma de poner
todas las cosas en su lugar, la confrontación cotidiana de las ideologías corruptas, la
muerte y la beatería que nos ofuscan cada mañana a través de los periódicos, que nos
ensordecen cada noche a través de los telediarios.

El verdadero nombre de Orwell era Eric Blair. Nació en 1903 y a una edad muy
temprana lo enviaron a una escuela preparatoria inglesa llamada Saint Cyprian. Allí,
a las penalidades corrientes que tuvo que sufrir a causa de su condición de hijo de
padres relativamente pobres, se sumaron un problema de incontinencia urinaria, los
abusos a que era sometido por parte de las autoridades de la escuela, una comida
espantosa, la falta de calefacción adecuada en invierno, el agua grasosa de los baños
públicos donde tenía que sumergirse, y otros tormentos. En semejante ambiente no
faltaban los muchachotes dispuestos a intimidar a los estudiantes más jóvenes, lo que
para algunos críticos de 1984 sugiere que el Estado del Gran Hermano es una
metáfora de la infancia horrenda del jovencito Blair. Sin embargo, no es extraño que
los críticos recurran a la vida del autor para evitar enfrentarse al desafío real que les
plantea un libro. La temprana obra novelística de Orwell era claramente
autobiográfica, y si hubiese querido escribir una novela sobre la escuela de Saint
Cyprian, nada se lo habría impedido. De hecho, escribió un formidable ensayo sobre
el tema titulado «Such, Such Were the Joys». Orwell era un hombre modesto, franco,
nada proclive a ensalzar de manera ridícula su propia experiencia, y la idea de
convertir el mundo entero en una pesadilla totalitaria por haber pasado una época
desdichada en una escuela para niños le habría parecido absurda.
Además, no sólo tuvo una infancia difícil. Cuando todavía era un adolescente
trabajó en Birmania como policía del Imperio Británico (experiencia sobre la cual
escribió en la novela Burmese Days) y regresó a Europa para vivir en la pobreza más
extrema como escritor independiente (la base de su novela Sin blanca en París y
Londres). Sus ideas políticas se decantaban hacia la izquierda, y al estallar la Guerra
Civil española se alistó en las Brigadas Internacionales, entró en acción y fue herido
en el cuello por el disparo de un francotirador. La crónica de sus experiencias en
España se encuentran en su deslumbrante reportaje, Homenaje a Cataluña. Como
miembro de la coalición de tropas leales a la República en su lucha contra los
fascistas españoles liderados por el general Franco, experimentó la crucial revelación
política de que los comunistas, sus aliados nominales, eran al mismo tiempo, y a
causa de su marcado egoísmo doctrinario, enemigos de la causa republicana. Se dio
cuenta de que por lo menos una de las partes que combatían el fascismo era fascista.
Y a partir de ese descubrimiento y del conocimiento que tuvo acerca de las purgas y
los juicios farsescos de Stalin, formuló su concepto del totalitarismo como un nivel
del poder estatal que torna incongruente la ideología que lo ha producido.

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En la década de 1930 ésa no era una lección fácil de aprender. Todos los
militantes de izquierda podían ver claramente en qué consistía el fascismo y
deplorarlo, pero un intelectual de izquierda alineado a favor de la clase obrera y
contra la crueldad del capital privado, que además era capaz de advertir la energía
errática de una revolución izquierdista que se traicionaba a sí misma, constituía un
adelantado a su época. El destino situó a Orwell directamente en el centro del mundo
del siglo XX. Y él tuvo la capacidad de darle a eso el valor que merecía. Durante la
Segunda Guerra Mundial, se encontraba en Londres trabajando para la BBC; todavía
era socialista y escribió «England Your England», un ensayo donde ensalzaba la
solidaridad en la estructura de clases inglesa, que se comprometía, en principio, a
cambiar. Comenzaba diciendo: «Mientras escribo, seres humanos altamente
civilizados sobrevuelan la ciudad tratando de matarme». En modo alguno estaba
dispuesto a dar cuenta de algo presentándolo como menos complejo o paradójico de
lo que era.
Durante muchos años, Orwell sufrió de tuberculosis. En la época en que comenzó
a escribir 1984, la enfermedad se hallaba en una fase incurable y terminal. Tenía
entonces cuarenta y dos años, y lo que había visto, pensado y escrito había elevado su
imaginación estética al nivel de la de un visionario. Había vivido penosamente en el
mundo, en todo el mundo, y sobre el mundo quería hablar. Había vivido en las
trincheras, recorrido los caminos de la pobreza, se había documentado acerca de los
campos de concentración alemanes y los campos de trabajo rusos. Había visto lo que
Estados Unidos había hecho con sus bombas atómicas. Había comenzado la guerra
fría, con su acelerada carrera armamentística. Orwell compuso 1984 como una obra
de sátira política, un juicio sobre el mundo en que vivía, mediante una profecía que
anunciaba lo que estaba en peligro de ocurrir. Si trasponemos las cifras de ese año
tenebroso, obtendremos 1948, el año en que terminó de escribir el libro.

Pero el vívido tormento de la paternidad literaria reside en el hecho de que ningún


libro, por grande que sea, puede establecer la manera en que debe ser leído. En
Estados Unidos, los fríos guerreros intelectuales leyeron 1984 como si se tratase
únicamente de un grito de advertencia contra el comunismo soviético. La prensa
popular a menudo lo consideraba un ataque a la idea del socialismo en general y, por
asociación, a los liberales que se mantenían poco menos que inmutables en su
defensa ideológica del sistema de la libre empresa.
Por intermedio de su editor Orwell formuló, puede decirse que en vano, una
declaración en la que afirmaba que su libro no era una simple profecía respecto de lo
que ocurriría si bajábamos la guardia ante el comunismo («Específicamente, el
peligro radica en la estructura impuesta en las comunidades socialistas y capitalistas
liberales a raíz de la necesidad de prepararse para una guerra total con la U. R. S. S.
(…)»). Sin embargo, Orwell había escrito un texto útil y conveniente para los

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primeros días de la guerra fría. El pobre Orwell, un socialista democrático hasta el día
de su muerte, fue aclamado en Inglaterra por los conservadores, y en Estados Unidos,
por profesionales anticomunistas de la extrema derecha, espías ex comunistas,
confesores, arrepentidos y agentes del FBI, que entonces publicaban a diario anuncios
que advertían sobre los comunistas que podían-hallarse-ocultos-bajo-la-cama, y
estaban dispuestos a llevar en andas al único escritor auténtico que figuraba entre sus
filas, según creían.
Con todo, quizá hubiese sido una ingenuidad de parte de Orwell esperar que las
cosas fuesen de otra manera. Superficialmente, el libro brilla con descripciones de la
vida extraídas en igual medida de la Alemania nazi y la Rusia soviética. Cada día, los
habitantes de Oceanía son convocados en sus lugares de trabajo o en las calles para
celebrar un ritual denominado los Dos Minutos de Odio, una orgía de ira estúpida
dirigida a cualquiera de los otros superestados —Eurasia o Estasia—, que sea el
enemigo del momento; pero la mayor parte de las veces contra la Hermandad y su
líder, un ex jefe leal al partido llamado Immanuel Goldstein. Los Dos Minutos de
Odio recuerdan el uso que hacía Hitler de los medios de comunicación para la
frenética creación de eventos hiperpatrióticos y racistas mediante los cuales todos los
horribles excesos del gobierno quedaban justificados, y toda aventura militar,
ennoblecida. Al mismo tiempo, la figura de Goldstein guarda un parecido
inconfundible con la de Trotski, y puesto que el Gran Hermano es descrito con rasgos
semejantes a los de Stalin, la referencia soviética resulta muy marcada. El retrato
omnipresente del Gran Hermano refleja el culto de la personalidad de Stalin, con sus
gigantescas banderas, carteles, murales y bustos, que en Rusia se exhibían por
doquier: en los desfiles, en los muros, en los parques. Uno piensa, también, en el
grado de vigilancia que se ejerce bajo el gobierno del Gran Hermano, el concepto de
«delito de pensamiento» —faltas punibles que no se cometen por acción sino por
actitud—, de indudable resonancia soviética; no sólo a partir de la Revolución, sino
durante centenares de años bajo los zares, la policía secreta rusa ha generado una
cultura de la paranoia.
La idea de los interrogatorios correctivos, la confesión forzada, es netamente
comunista; los fascistas sencillamente golpeaban a la gente y la mataban. Por otra
parte, los niños que aparecen en 1984 son de clara inspiración nazi; viborillas y espías
malignos que delataban a sus propios padres a la policía secreta, tal como se les
animaba a hacer en el Tercer Reich.
Y así sucesivamente. El lector distraído que no viese más allá del paisaje que
presenta el libro no comprendería cuál era la moraleja que pretendía extraerse. El
relato de Orwell no habla de naciones buenas contra naciones malas, sino de
gobiernos contra individuos. El estatismo está en auge en 1984. La acción no se sitúa
en Rusia sino en el superestado anglonorteamericano de Oceanía. Y lo que ha tornado
la existencia tan penosa y acarreado la monstruosa degradación y sojuzgamiento de
los ciudadanos de Oceanía es una guerra interminable e innecesaria. Puesto que vive

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en un estado de emergencia constante y artificial, la ciudadanía no puede resistir la
militarización espartana de la vida ni los rigurosos medios punitivos mediante los
cuales el gobierno consigue el consenso nacional. La grandeza de 1984 no proviene
de la observación de las dictaduras de los años treinta y cuarenta, sino de la visión del
totalitarismo implícito en la estructura del mundo industrializado de posguerra.
El lector que vuelva a tomar el libro después de muchos años tal vez se sorprenda
al comprobar que requiere su atención en mayor grado. No son los accesorios del
Estado maligno, tales como la policía, las telepantallas, los implementos de tortura o
el famoso Cuarto 101. Lo que Orwell destaca de manera recurrente a lo largo del
libro es la idea de la manipulación política de la realidad mediante el control de la
historia y el lenguaje. ¿Acaso parece esto demasiado abstracto o excesivamente
intelectual? Imagine el lector una situación en la cual va por la calle y ve que un
hombre es golpeado en la cabeza y arrojado al interior de un coche que se aleja
raudamente. Supongamos, además, que el hombre es una persona conocida, famosa.
Sin embargo, ninguno de los testigos comenta lo que usted y, presumiblemente, ellos
han visto. Nadie se fija en usted. Y cuando se va a su casa para ver si el telediario de
la noche informa del incidente, comprueba que no se dice nada. Tampoco aparece
ningún comentario sobre el asunto en el periódico de la mañana siguiente.
Supongamos que usted es una persona valerosa y perseverante y que conoce el
domicilio de aquel hombre famoso. Se dirige allí para informar a la familia de lo que
ha sucedido. La casa está desocupada, las habitaciones aparecen vacías y no figura
nombre alguno en el buzón ni en la puerta de la calle. El portero asegura que esa
persona nunca ha vivido allí. Usted va a la comisaría de policía y allí le dicen que no
hay nadie con ese nombre registrado en el censo. Finalmente, va a la biblioteca —al
fin y al cabo, se trataba de un hombre famoso— y no encuentra referencia alguna en
ninguna publicación, fichero ni libro. Aquel hombre no existe, nunca existió.
Recuérdese que la misión de Winston Smith consiste en modificar la historia. El
cambia hechos y fechas cuando se lo ordenan; elimina referencias periodísticas sobre
personas que han sido asesinadas; en un momento dado, incluso se inventa una
persona ficticia para justificar la supresión previa de otra persona de un discurso del
Gran Hermano. Y, hasta que él mismo es borrado del mapa, forma parte de los miles
de personas que realizan esa clase de tarea para el Ministerio de la Verdad. «¿Te das
cuenta —le dice Winston a Julia, tratando de explicarle la terrible importancia de
semejante trabajo— de que el pasado, que empezó ayer, ya ha sido borrado
totalmente? Si pervive en alguna parte, es en unos pocos objetos sólidos sin ninguna
palabra aplicada a ellos. (…) Todos los documentos han sido destruidos o
falsificados, todos los libros han sido reescritos, todos los cuadros han sido pintados
otra vez (…) todas las fechas han sido modificadas. Y ese proceso sigue día tras día,
minuto a minuto. La historia se ha detenido. No existe nada más que un presente
infinito en el cual el Partido siempre tiene razón».

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La sensibilidad de Orwell ante el control político del idioma es igualmente aguda.
Una función extremadamente importante del Ministerio de la Verdad consiste en
preparar la «Undécima edición definitiva» del diccionario de la neohabla. La
neohabla es el idioma oficial de Oceanía. Se formula con el fin de reemplazar la
viejahabla, que es el inglés. ¿Por qué? No sólo «para proporcionar un medio de
expresión para la visión del mundo y los hábitos mentales» de la población, sino para
«tornar imposibles todos los demás modos de pensar». Uno de los colegas de
Winston en el Ministerio de la Verdad, que está trabajando en el diccionario, explica
la belleza de la neohabla:

Tú crees, me parece a mí, que nuestra tarea principal consiste en inventar palabras nuevas. Pero ¡nada de
eso! Lo que hacemos es eliminar palabras…, decenas, centenares de ellas, todos los días. Estamos
reduciendo el lenguaje a lo indispensable. (…) Meritoria obra, la de suprimir palabras (…) Tomemos, por
ejemplo, la palabra «bueno». Si existe el vocablo «bueno» ¿qué necesidad hay de que exista una palabra
como «malo»? «No bueno» será una expresión igualmente válida. (…) Tú no tienes una noción exacta de
lo que es la neohabla, Winston. Terminaremos por hacer literalmente imposible el delito de pensamiento,
porque no existirán vocablos para expresarlo. (…) A decir verdad, no existirá el pensamiento, tal y como
hoy lo entendemos.

La reducción de las ideas mediante la constricción del lenguaje constituye un


elemento tan crucial de la visión orweliana, que el libro lleva como apéndice un
ensayo aparte titulado «Los principios de la neohabla». Pretende haber sido escrito
mucho después del año 2050, cuando la neohabla sustituyó oficialmente la
viejahabla. En él se nos dice: «En 1984 aún existía en la neohabla la palabra “libre”,
pero sólo podía utilizarse en expresiones como “Este perro está libre de pulgas”. (…)
No podía ser utilizada en su antigua acepción de “políticamente libre” o
“intelectualmente libre”, puesto que ni la libertad política ni la intelectual existían ya
siquiera como conceptos y, por consiguiente, no tenían por qué traducirse en otros
tantos vocablos». En el 2050, la palabra «libre» ha desaparecido.
Aquí opera algo más que el celoso amor de un escritor por su lengua materna. La
falsificación de la historia y la mutilación del idioma nos conducen a la esencia de la
pesadilla orweliana. El totalitarismo extremo consiste en el control absoluto de la
realidad. Resulta mucho más espantoso que el Cuarto 101. Orwell era un realista;
creía en un mundo objetivo y manifiesto de la verdad que se percibe por medio de la
mente del hombre. Pero el peso pesado del libro, O’Brien, el torturador de Winston,
el hombre capaz de expresarse articuladamente, le dice a éste: «La realidad existe en
la mente y en ninguna otra parte». Y lo demuestra al condicionar a Winston de modo
que crea, sinceramente, que dos más dos son cinco. El obsesivo retorno de Orwell a
esta idea desmiente su fe en la realidad objetiva. Existe la verdad y puede percibirse,
parece decirnos, pero sólo mediante la multiplicidad de los testigos. ¿Acaso se
contradice a sí mismo, formulando una suerte de «doblepensar»? Si la verdad es
deleznable, como Orwell demuestra que lo es en el mundo de 1984, tal vez no sea tan
manifiesta y objetiva. De hecho, bajo sistemas totalitarios semejantes a los que

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existen en el mundo actual, el esfuerzo de los gobiernos por poseer el dominio de la
verdad parece inagotable, como si ello no fuera completamente posible. Los
samizdat, copias de textos prohibidos distribuidas secretamente en la Unión
Soviética, han creado un neologismo cuyo significado todo el mundo comprende en
la actualidad. Los disidentes, no sólo en la Unión Soviética sino en varios regímenes
fascistas de América Latina y otras regiones, han aprendido las audaces artes de la
conferencia de prensa en el exilio, la utilización de las organizaciones internacionales
de derechos humanos, etcétera, con el fin de lograr la divulgación de sus denuncias
sobre lo que en verdad ocurre en sus países. Y así la verdad es simultáneamente
objetiva y deleznable, por lo que depende para su expresión de la valentía y el
sacrificio de unos pocos individuos más fuertes que el común.
Orwell no es un filósofo del conocimiento, y, en última instancia, el tradicional
problema filosófico acerca de dónde tiene origen la realidad —en la mente o fuera de
ella, en el mundo físico—, no le interesa. Él se refiere a un estado de horror empírico
en el cual la autoridad y el temor al castigo dominan las mentes, la integridad de la
conciencia es destruida, y la persona pierde la capacidad de corroborar lo que le
sucede, aquello que constituye su existencia, mediante la referencia al pasado o la
articulación disciplinada del presente. Ante los argumentos que Orwell pone en boca
del torturador O’Brien, no puede pensarse en ningún otro escritor que no sea Edgar
Allan Poe. La transformación caracterológica de un ser humano sin historia y sin
idioma es lo que Poe nos brinda como la experiencia de ser enterrado vivo, de ser
emparedado en un sótano, ladrillo a ladrillo —tal vez después de haber sido llevado
hasta allí mediante el señuelo de una promesa envidiable—, para que la víctima grite
hasta enloquecer, en medio de un silencio tenebroso y sofocante.

El lema del partido reza: «Quien es dueño del pasado, domina el futuro; quien es
dueño del presente, domina el pasado».
Podemos sentirnos tentados a coincidir con Orwell en el principio, pero quizá no
compartamos la intensidad de su inquietud, pues nos da la impresión de que, como
autor de una sátira profética, tiende a exagerar. No obstante, si prestamos una mínima
atención a algunos hechos muy en boga en la prensa en vísperas de 1984, veremos
que si hay alguien que se toma tan en serio la manipulación de la historia y la lengua
como lo señala Orwell, es precisamente la gente que gobierna.
En fecha reciente, el ministro de Educación japonés resolvió que los textos de
historia destinados a los escolares de su país debían ser revisados en lo que se refería
a la invasión y ocupación militar de China y Corea llevada a cabo por Japón en la
década de los treinta. Lo que hasta entonces se había calificado como «agresión»
japonesa sobre aquellos países, pasó a denominarse «avance», un término militar más
neutro que no proporcionaba indicación alguna acerca de quién estaba haciéndole qué
cosa a quién. De hecho, aun de acuerdo con los criterios del siglo XX, las atrocidades

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cometidas por las tropas de su majestad imperial en el continente asiático entre 1937
y 1945, fueron notables. Las referencias a dichas atrocidades han sido paliadas.
Además, en los textos revisados por el ministerio, los levantamientos de los
surcoreanos contra la gobernación colonial japonesa de aquella época se designan en
la actualidad como meros «tumultos».
Según un artículo de Donald Kirk en The Nation, esos son tan sólo los ejemplos
más recientes de una campaña llevada a cabo desde hace mucho tiempo por el
gobierno japonés en el sentido de «no detenerse en los viejos tiempos», según
palabras del ministro de Educación, de no prestar atención a «temas extremadamente
trágicos», tales como el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, sino procurar
que los editores pongan el acento, siguiendo las pomposamente denominadas
«normas directoras» establecidas por el gobierno, el respeto por el espíritu patriótico,
la familia y la consideración hacia los mayores, todo lo cual parece bastante inocuo,
salvo que esos eran también los valores culturales predominantes en Japón durante la
Segunda Guerra mundial, cuando era un imperio que sembraba el terror en alianza
con la Alemania nazi. Las nuevas normas rectoras surgen de manera más o menos
simultánea con dos eventos políticos: la ascensión de la derecha en el vigente partido
Liberal Democrático japonés (a Orwell le habría encantado la idea de un demócrata
liberal de derechas), y el incremento, año tras año y con el estímulo de Estados
Unidos, del presupuesto militar de Japón —once mil quinientos millones de dólares
anuales, según las últimas cifras— para sus fuerzas defensivas.
Japón no es un estado totalitario sino una democracia constitucional.
He aquí otro ejemplo, más cercano. La Ley de Ayuda Extranjera de Estados
Unidos especifica que para que otro país merezca la ayuda militar norteamericana,
debe demostrar que respeta las normas sobre derechos humanos de Estados Unidos.
El término «derechos humanos» es muy corriente en nuestro lenguaje político.
Cuando se introdujo, solía referirse al derecho de una persona a expresarse
libremente, a defender sus opiniones políticas o a ser juzgado sin demora y bajo las
debidas garantías judiciales, en caso de ser acusado de algún delito; en general, a
cualquiera de los derechos colectivos que la Constitución reconoce a los
norteamericanos. Sin embargo, bajo la presión de las prácticas universales, el término
ha adquirido un sentido más modesto. En la actualidad, la expresión «derechos
humanos» se refiere a las normas que rigen el trato que esperamos recibir de parte del
opresor luego de que éste nos ha despojado de todos nuestros derechos. No debe
encerrarnos en una celda, incomunicados, mientras niega públicamente que nos
encontramos detenidos; no debe confinarnos en un campo de trabajo después de una
sentencia dictada por un tribunal ficticio; no debe ametrallarnos por capricho en la
calle ni matarnos a cuchilladas en la cama ni llevarnos con placer hasta una fosa y
quebrarnos todos los huesos antes de liquidarnos. Si se trata de un niño, éste tiene
derecho a que no le rompan el cráneo contra un muro; si es una madre que amamanta
a su hijo, a que no le rebanen los pechos; si es una monja, a no ser violada y

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destripada; si es un anciano, a que no le hagan defecar delante de una multitud y lo
obliguen a comerse sus propios excrementos; si es un muchacho o un joven, a no ser
castrado para luego meterle los órganos cercenados en la boca. El derecho a no ser
víctima de esos hechos; el derecho a no ser torturados, mutilados, esclavizados o
neciamente asesinados, es lo que hemos llegado a querer expresar con el término
«derechos humanos».
En julio de 1982, con el fin de seguir prestando ayuda militar al gobierno de El
Salvador, la administración Reagan afirmó ante el Congreso que el gobierno de este
país estaba haciendo «sustanciales progresos» en el campo de los derechos humanos.
No obstante, según Thomas Sheenan, en un artículo aparecido en Los Angeles Times,
las oficinas de la archidiócesis de San Salvador registraban, sólo en los primeros
cuatro meses del año, 2334 asesinatos políticos perpetrados por «fuerzas
gubernamentales o los escuadrones de la muerte de extrema derecha, que suelen estar
conformados por policías desocupados».
Es evidente que, respondiendo a sus intereses diplomáticos y estratégicos, el
gobierno de Reagan quiere considerar esas atrocidades y crímenes políticos como si
fuesen diferentes de las 84 000 muertes de civiles asesinados previamente, atribuidas
a las fuerzas estatales salvadoreñas. De alguna manera, esas 2334 almas asesinadas
hacen presagiar tiempos más benignos. Orwell, en su ensayo «Politics and the
English Language», señala: «En nuestra época, los discursos y los escritos políticos
aparecen, en gran medida, en defensa de lo indefendible». Con el fin de defender lo
indefendible, debe deformarse el idioma, utilizar palabras que no comuniquen las
ideas sino que las anulen. Debe rehacerse la historia. Así, los campesinos, los
sacerdotes y las monjas, los granjeros, maestros, médicos, enfermeras, dirigentes
sindicales y escolares que han sido fusilados y pasados a cuchillo son «elementos
rebeldes». En El Salvador, la desesperada coalición de todas las fuerzas políticas,
salvo la de extrema derecha encaramada en el poder, es considerada una «amenaza
comunista». El despertar histórico del campesinado permanentemente explotado y
privado de sus derechos políticos, impulsado por la Iglesia católica, es representado
como una conspiración terrorista financiada por la Unión Soviética y administrada
por Cuba.
En la actualidad, en todo el mundo, y no sólo en países totalitarios, los laboriosos
funcionarios del Ministerio de la Verdad se dedican a enmudecer la historia a golpes
y a dejar la lengua insensible. Y por lo que a los ejemplos anteriores se refiere, ni que
decir tiene que tanto los norteamericanos como los japoneses cuentan, por lo menos,
con los medios para responder y corregir los daños: una ciudadanía vigilante, libertad
de prensa, partidos políticos de oposición, etcétera. Los ciudadanos de una
democracia pueden ser sólo esporádicamente sensibles a las mentiras históricas. Los
partidos opositores a menudo las respaldan. Y un buen porcentajes de los medios de
comunicación se inclina, por parte de sus dueños, a afirmar la ortodoxia política más
que a desafiarla. Además, incluso en una democracia, el poder de iniciativa pertenece

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al gobierno. El esfuerzo que se requiere para poner freno a los excesos contra la
verdad y rectificarlos es mayor que el esfuerzo que se precisa para cometerlos. El
compromiso masivo de Estados Unidos en el conflicto del Vietnam sólo requirió el
que el presidente Johnson firmase la resolución del golfo de Tonkin. Para anularla,
fueron necesarios un movimiento de la juventud airada, una revolución cultural, una
polarización de la sociedad, diez años de marchas sobre Washington y 57 692
norteamericanos muertos y muchos miles de heridos.
De todas las actividades de una administración, su política exterior es la que
menos puede constreñir el sistema de controles de equilibrios de poder del sistema
norteamericano. Más concretamente: lo que el presidente Reagan hizo en El Salvador
se sustenta en la fuerza inercial de treinta y cinco años de guerra fría, el peso de
extraordinarios cabildeos por parte de militares y fabricantes de armas, la maliciosa
energía de premisas que ningún presidente ha discutido seriamente ni cuestionado
siquiera desde la muerte de Franklin Roosevelt, en 1945. Lo que el actual presidente
está haciendo en El Salvador es coherente con lo que los presidentes anteriores
hicieron en Chile, Vietnam, la República Dominicana, Guatemala e Irán. Por mucha
resistencia que se haya opuesto, tres décadas y media de realidad controlada por el
gobierno algún daño deben de haber causado en el espíritu nacional de los
norteamericanos; después de todo, es esencialmente perverso insistir en defender los
ideales de la democracia al tiempo que se niegan sus bondades a los demás. Ése es el
mundo del «doblepensar» que Orwell describe como «saber y no saber, ser
consciente de la veracidad absoluta mientras se dicen mentiras elaboradas con sumo
cuidado, para sostener simultáneamente dos opiniones (…) sabiendo que son
contradictorias y creyendo en ambas a la vez».

El Gran Hermano lava el cerebro de sus súbditos, reescribe su historia y mata su


lengua, pero su medio más amplio de dominio reside en la prosecución de la guerra, o
lo que pasa por ser una guerra.
En 1984, dice Orwell, los tres superestados ya hace mucho tiempo que han
superado la etapa de la guerra nuclear, a la que pusieron término poco antes del
desastre total, porque el fin de la sociedad organizada habría significado el fin de su
poder. Sin embargo, siguen perfeccionando y almacenando armas nucleares con la
esperanza de que algún día descubran un arma de tan inequívoca magnitud que
«matará varios millones de personas en pocos segundos sin avisar». Mientras tanto,
«sosteniéndose mutuamente erguidos como tres gavillas de trigo», libran una guerra
continua con armas convencionales en las fronteras más alejadas de sus respectivos
territorios. Cada uno de ellos —son aproximadamente equivalentes a los bloques
anglonorteamericano, ruso-europeo y chino— posee todo lo necesario para ser
autosuficiente, lo que significa que ya no es necesario hacer la guerra como en los
viejos tiempos, cuando las naciones combatían para conseguir recursos naturales,

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mercados o mano de obra barata. Pero, desde que los pertrechos bélicos no aportan
nada a la verdadera riqueza de la nación, pues son inútiles para todo salvo para la
guerra, el interminable conflicto sirve al propósito de agotar la riqueza de cada uno de
los grandes Estados sin elevar de manera apreciable el nivel de vida de sus masas.
Eso es deseable porque ha de contenerse la expansión de la verdadera riqueza del
mundo si se quiere que las masas no gocen de excesivo confort y, por consiguiente, se
vuelvan demasiado inteligentes, pues en ese caso ya no estarían dispuestas a soportar
las injusticias de una sociedad jerárquica.
La guerra continua monopoliza también las emociones públicas, genera fervor
público y justifica la intrusión en el espíritu individual, privado. La guerra de los
superestados es, por lo tanto, una «impostura», dice Orwell. La verdadera guerra la
«libra cada grupo gobernante contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no
consiste en conquistar o prevenir la conquista del territorio, sino en mantener intacta
la estructura de la sociedad».
Esto es una sátira, por supuesto, pero no tanto como lo fue cuando Orwell
escribió el libro.

¿Cuán lejos estamos, pues, del momento en que la profecía de 1984 se haga realidad?
Si estalla la guerra nuclear, tal vez se demuestre que Orwell estaba equivocado al
decir que será una guerra limitada; aunque en ese caso nadie vivirá para comprobarlo.
Si estaba en lo cierto, difícilmente podamos alegrarnos, vista la sociedad de
posguerra que describe. Lo que tenemos ahora, en vísperas del año del juicio final
orweliano, son dos sistemas de la realidad coincidentes: la realidad humana de los
sentimientos y las ideas, de la vida, el amor y la muerte; y la realidad estatal,
sobrehumana, de las estructuras mítico-políticas en pugna que, en nuestro nombre y
respondiendo a los impulsos más bárbaros, privará al noventa y nueve por ciento de
la población mundial de sus derechos y hasta de la trágica participación en su destino.
Como sea que ningún ser humano posee los suficientes atributos de un dios para
otorgarse a sí mismo el poder de disponer de las armas nucleares, y que el poder
destructivo de una sola bomba trasciende los límites de la acción humana
responsable, será el segundo sistema, el de la realidad estatal, el que se impondrá. El
forzoso abandono de los valores humanos y la eliminación de la lógica y el sentido
por parte del gobernante que provoque una guerra nuclear afianza el criterio de que la
única realidad sobreviviente será la del mito político. Y ése es el meollo de la
profecía de Orwell. Se habrá iniciado la muerte del individualismo provocada por el
Estado. Todo el mundo amará al Gran Hermano. La sociedad ilustrada y liberal, con
sus demandas de derechos para los seres humanos —incluyendo la vida, la libertad y
la consecución de la felicidad— será historia.
Entonces, ni siquiera eso existirá.

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(1984)

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Ronald Reagan

Ronald Reagan nació en 1911 en el estado rural de Illinois. Su padre, John Edward
Reagan, fue empleado en una tienda y, antes, comerciante, ocupaciones que llevaron
a la familia hasta ciudades como Galesburg, Monmouth y Dixon, precisamente la
clase de lugares responsables de uno de los hechos importantes de la literatura
norteamericana: la monótona complacencia de nuestras provincias, sin la cual la
carrera literaria de Edwin Arlington Robinson, Sherwood Anderson, Sinclair Lewis y
Willa Cather, para nombrar sólo unos pocos, jamás habría conocido la gloria. Los
mejores y más brillantes pusieron pies en polvorosa de todos los Galesburg y Dixon
de Estados Unidos, si pudieron hacerlo, pero el candidato no se contaba entre ellos.
Los Reagan eran una familia pobre, unida y trabajadora. Con su hermano mayor,
Neil, Reagan vendía palomitas de maíz hechas en casa durante los partidos de fútbol
americano del instituto, y tenía a su cargo la importante responsabilidad de cuidar la
huerta familiar. Durante muchos veranos trabajó como vigilante en el Lowell Park, en
el Rock River de Dixon, donde sacó a setenta y siete personas del agua, contadas por
él mismo, y ahorraba la mayor parte del sueldo a fin de costearse los estudios
universitarios.
El candidato asistió al Eureka College, de Eureka, Illinois. No era un buen
estudiante. Poseía una memoria fotográfica, y era ese rasgo, más que la aplicación a
los libros o un talento innato, lo que le permitía salir airoso en los exámenes. Lo que
realmente le interesaba era formar el equipo de fútbol, organizar un club de
estudiantes, debatir y actuar en las representaciones teatrales estudiantiles. Pero esas
prioridades suyas fueron las correctas. El Eureka College, una institución de quinta
categoría, otorgaba a sus graduados títulos académicos de escaso nivel. Sin embargo,
un estudiante de tercera categoría en un colegio universitario de quinta categoría era
capaz de aprender en el escenario, en la tribuna de debates, el campo de fútbol y el
club de estudiantes el lenguaje viril y la franqueza verbal que le permitirían hacer un
buen papel cuando llegara el momento de distinguirse en el mundo. De hecho, el
encanto de la locuacidad y la facilidad de palabra que desarrolló en Eureka dio
resultados muy rápidamente. Por haberse graduado en plena época de la Depresión,
no tuvo inconveniente en emplearse como locutor radial.

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Hemos extraído estos datos de una biografía, The Rise of Ronald Reagan, de Bill
Boyarsky, un periodista californiano, así como de la autobiografía del candidato,
Where’s the rest of Me?, el título de la cual proviene de su frase más memorable
como actor de cine [«¿Dónde está el resto de mi cuerpo?»]. En la película King’s
Row, interpreta el papel de un joven calavera que se muestra descuidado con sus
atenciones a la hija de un cirujano; cuando es ingresado en el hospital después de
sufrir un accidente de automóvil, el vengativo cirujano le amputa las piernas. Reagan
pronuncia la memorable frase al volver en sí después de la operación.
Fue cuando se convirtió en comentarista deportivo para la emisora WHO de Des
Moines que comenzó a manifestarse la peculiar inclinación de Reagan por la
actuación. Lo convocaron para relatar desde fuera del campo de juego los partidos de
béisbol que jugaban los Chicago White Sox y los Cubs, tomando como modelo los
telegramas de la Western Union. Éstos eran especialmente breves —un hit, una
carrera, etcétera—, pero el parlanchín Reagan relató el partido que no veía con tanto
arte como si estuviese sentado en las gradas, con la única ayuda de los efectos del
sonidista, que imitaba el golpe del bate y los gritos del público. Se hizo muy popular
entre los oyentes de la región y comenzó a realizar, además, campañas promocionales
como locutor estrella de la emisora, dando charlas a asociaciones de estudiantes,
clubes juveniles, etcétera, contando anécdotas deportivas, de las cuales extraía
moralejas propias de la Asociación Cristiana de Jóvenes.
En la primavera de 1937 Reagan viajó a la isla de Santa Catalina para cubrir el
entrenamiento de los Cubs de Chicago. La proximidad de Hollywood volvió a
despertar en él el deseo de actuar de sus tiempos de estudiante, y se las ingenió para
conseguir que le hicieran una prueba. En realidad, no esperaba nada de ella, pero hete
aquí que la Warner Brothers le ofreció un contrato por doscientos dólares semanales.
Un agente había convencido a los estudios que Reagan era otro Robert Taylor. Al
considerar la escasa capacidad de éste para la actuación uno no puede por menos que
maravillarse ante semejante recomendación. En cualquier caso, el candidato actuó en
más de veinte películas de serie B, antes de que se le presentara su gran oportunidad.
En 1940, persuadió a Jack Warner de que le diese el papel de George Gipp en Knute
Rockne, All American, una película sobre el famoso entrenador de fútbol americano.
Su medio de persuasión fue una fotografía de él mismo con el jersey y el casco del
Eureka College.
Seguidamente, fue santificado para interpretar el papel del primer novio de la
pantalla de una Shirley Temple pubescente en That Hagen Girl. No existe prueba
alguna de que entre toma y toma intercambiaran conceptos filosóficos republicanos.
A partir de entonces, su carrera ascendió a cumbres tan elevadas como la antes
mencionada King’s Row, The Voice of the Turtle y The Hasty Heart; descendió al
nivel de filmes como Bedtime for Bonzo, en la cual la figura principal era un

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chimpancé, y se hundió para siempre en Hellcats of the Navy, una película sobre
submarinos filmada en 1950 en blanco y negro. Con todo, Reagan actuó en unos
cincuenta filmes en un período de veinticinco años, y no debería desdeñarse la
importancia que este hecho tuvo en su elección como candidato a la presidencia.
Salvo pocas excepciones, en las décadas de 1930 y 1940 las estrellas
cinematográficas vivían en una situación peculiar, de acuerdo con la cual gozaban de
celebridad entre el público y sufrían mortificaciones en el ámbito privado. La
condición primera de su fama era que sus valores estuviesen constantemente
cuestionados. Los estudios ejercían su dominio sobre todos, y los actores eran
castigados, recompensados y, en definitiva, tratados como niños por parte de los
paternalistas magnates de la industria que los tenían contratados. Las estrellas eran de
su propiedad. En muchos casos su vida personal era dirigida de manera tan estricta
como la del personaje que interpretaban en las películas. Los departamentos de
publicidad tenían la responsabilidad de controlar con quién alternaban y en qué
forma. Se les cambiaba el nombre, los cirujanos plásticos mejoraban sus facciones.
Con todo, vivían la vida como un simulacro, en ese encasillamiento que
denominamos estrellato pero que a menudo era, de hecho, autoanulación.
Entonces, como ahora, las películas no las realizaban los actores sino los
productores, directores y técnicos. La vida laboral de las estrellas estaba signada por
el tedio: esperar a que los técnicos lo dispusieran todo, filmar escenas sin ningún
orden razonable, la mayor parte de las veces repitiendo las tomas hasta el cansancio.
Ninguna persona adulta en sus cabales podía sentirse orgullosa de esta suerte de
trabajo de maniquí. Los actores brillaban y se extinguían, se autodestruían sumidos
en escándalos, drogas y alcohol, se rebelaban públicamente o bien cultivaban un
narcisismo desenfrenado. Unos pocos incluso trataron de producir y dirigir sus
propias películas. Resulta instructivo comprobar que Ronald Reagan nunca recurrió a
ninguna de esas estratagemas de protesta y expresión de su propia personalidad.
Parecía aceptar que su talento era más bien limitado. No aspiraba ardientemente a ser
un gran actor. Seguía las reglas del juego, era calmoso y siempre estaba dispuesto a
cooperar, hacía amistades entre los influyentes columnistas de la prensa amarilla y los
productores, miraba de establecer buenos contactos y se comportaba en general como
el muchacho bueno, pues a través de los alcances ilimitados de esa existencia
devastadoramente vacía advertía que ésta poseía un aspecto sobresaliente: era una
buena vida. Quizá si su talento hubiera sido mayor o si su necesidad de realizar algo
realmente importante hubiese sido más acusada, no habría perdurado tanto tiempo
como lo hizo.
Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Reagan, teniente segundo de
caballería en situación de reservista, fue llamado al servicio activo. Al parecer,
aquélla era la ocasión para que la realidad se impusiera en la vida de un fantaseador
profesional. Sin embargo, fue destinado a la Primera Unidad Cinematográfica de la
Fuerza Aérea del Ejército, y pasó la guerra en el estudio de Hal Roach, en Culver

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City. Hacía de narrador en películas de adiestramiento, entre las cuales destacó Target
Tokyo. A los pilotos de los bombarderos B-29 con base en Saipán se les instruía para
arrojar la carga de sus aviones sobre las fábricas de material de guerra situadas en
Ota, y para ello se les mostraba —mediante efectos especiales, topografía en
miniatura y tomas en picado desde una grúa móvil— cómo aparecería el terreno
cuando efectuaran sus incursiones.
Sólo después de la guerra la vida de Reagan comenzó a imbricarse en la
estructura no ficticia de las cosas. Fue miembro activo del Screen Actors Guild, el
gremio de actores cinematográficos, y al cabo de un tiempo lo eligieron presidente
del mismo. Por supuesto no se trataba precisamente de un sindicato de obreros, pues
entre sus, filas se encontraban Gary Cooper, Spencer Tracy, el futuro senador
republicano George Murphy, y el consejero presidencial republicano para asuntos
relacionados con la televisión, Robert Montgomery. No obstante, en ese período de
posguerra existían duras disputas jurisdiccionales entre los sindicatos de la industria
cinematográfica, uno de ellos dirigido, según se decía, por gángsters. Asimismo, era
la época en que la Comisión contra las Actividades Antinorteamericanas de la
Cámara de Representantes (HUAC) comenzó a pedir a las estrellas del cine sus
opiniones acerca de la conspiración internacional comunista y atea. El candidato tuvo
ocasión de echar un vistazo a ciertas maquinaciones políticas desde detrás de la
escena. Al parecer le gustó bastante lo que vio, declaró ante la HUAC y adoptó una
severa actitud militante con respecto a estos asuntos de importancia nacional,
irradiando la misma clase de simpatía propia del buen muchacho del Medio Oeste
que posteriormente llamaría la atención de algunos californianos conservadores que
en la década de los sesenta buscaban un candidato a gobernador del estado.
Lo curioso, sin embargo, fue que mientras Reagan dedicaba cada vez más tiempo
a convertirse en el portavoz del gremio de actores cinematográficos, su carrera en la
pantalla declinaba. Paradójicamente, obtenía más popularidad y prestigio como
dirigente sindical que como actor. Por lo general, se cree que ese período de su vida
señaló la transición de actor a político. Pero en verdad estaba convirtiéndose en una
figura destacada, al frente de los actores en activo, y aunque era evidente que ahora
su trabajo se desarrollaba en el ámbito del mundo real, aunque insano, el cociente de
simulación personal era todavía elevado. Era un dirigente sindical que simulaba ser
un astro cinematográfico de éxito.
En ese estado anímico pirandeliano se hallaba cuando contrajo matrimonio con
una actriz casi desconocida de la MGM llamada Nancy Davis. Las circunstancias que
los llevaron a conocerse son dignas de señalarse. Hija de un cirujano ultraconservador
de Chicago, la señorita Davis se mostró muy preocupada cuando, a principios de los
años cincuenta, comenzó a recibir por correo circulares de organizaciones de
izquierda. Consultó el caso con el director Mervyn LeRoy, quien le sugirió que
comentase el problema con el presidente del gremio, el señor Reagan. A la señorita
Davis le pareció una idea excelente; al parecer estaba muy contenta de tener un

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pretexto para conocer al apuesto actor. El director telefoneó a Reagan, que consultó
los ficheros del sindicato y encontró que habían confundido el nombre de la señorita
Davis con el de otra actriz, y le extendió un certificado de buena salud. LeRoy, a
pesar de no tener ningún parecido con Cupido, sugirió a Reagan que invitase a la
señorita Davis a cenar, para darle la buena noticia personalmente. Reagan aceptó la
sugerencia, y así fue como, después de otorgarle un título de lealtad, Ronald Reagan
conoció a su futura esposa.
El último período formativo en la historia de autorrealización del candidato lo
constituyen los ocho años, aproximadamente, en que fue el rostro y la voz de la
General Electric Company, cuyos productos y buenas intenciones vendía por
televisión al público norteamericano. Presentaba las historias semanales del G. E.
Theater, y de ese modo dio un empuje a las ventas. Cuando no estaba delante de las
cámaras, recorría las plantas de la G. E., estrechando la mano de los obreros de las
líneas de montaje y dando charlas durante el almuerzo a los directivos de nivel
medio. En esa época, los ejecutivos de la G. E. se preocupaban por la moral de los
empleados, y su fórmula para mejorarla no consistía en hacer lo propio con los
salarios o la seguridad laboral, sino en una sonrisa o un apretón de manos por parte de
un astro del cine. Fue este período, y no el ejercicio de dirigente sindical, lo que puso
de manifiesto el componente político de la vida y pasión del candidato. Comenzó por
perfeccionar un discurso, el mismo que daría como político a nivel nacional, con
referencias a temas siempre cambiantes y con algunos chistes para mantenerlo al día,
en el cual toda la nostalgia por su adolescencia en el Medio Oeste —los ideales de
confianza en sí mismo, el trabajo arduo, la fe en Dios, la familia y la bandera— se
concentraba simbólicamente en el logotipo de la empresa, colgado detrás de la tarima
como el escudo de armas de un caballero andante.
Su desempeño como portavoz de la G. E. se extendió, sobre todo, durante los
años en que estallaba el escándalo por la fijación de precios de común acuerdo entre
los integrantes de la poderosa industria eléctrica. Mientras Reagan ensalzaba las
virtudes de la libre empresa delante del logotipo de la G. E., ésta, junto con la
Westinghouse, Allis-Chalmers y otras corporaciones gigantescas, controlaban
habitualmente el mercado fijando los precios y celebrando acuerdos de
comercialización de manera clandestina, todo lo cual condujo, en 1960, a que se
constituyese un jurado de acusación, en lo que la Corte de Justicia calificó como el
caso delictivo más sensacional sometido a la ley antimonopolio de Sherman. Tres
ejecutivos de la G. E. se confesaron culpables y fueron encarcelados. Se impuso una
multa a la compañía, y hasta el día de hoy algunas personas creen que Ralph
Cordiner, presidente del directorio, se salvó de ser juzgado por un pelo. Reagan, por
supuesto, era totalmente inocente, y no existe indicio alguno de que la prensa hubiese
puesto esto en entredicho ni por un instante.
Incluso en estos momentos, como candidato republicano a la presidencia,
seguramente quedaría estupefacto si alguien le sugiriese que en la actualidad al héroe

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Horatio Alger lo encarna una corporación multinacional. William Safire cita un
comentario suyo en el sentido de que no quiere utilizar en sus discursos la palabra
«ideología» porque los norteamericanos la consideran una «palabra que asusta». Lo
más probable es que no crea que se merezca la injusticia de colgarle alguna. La
mayor parte de las fotos que de él aparecen en los periódicos lo muestran con su
peinado a la pompadour de antes de la guerra, y a sus sesenta y nueve años, sonriendo
con cierta perplejidad, como si no comprendiera muy bien por qué los demás no se
dan cuenta de lo racional, lógica, ineludible, que es su política, pero sobre todo de la
diáfana verdad norteamericana que encierra.
Los periodistas que han estudiado los años en que fue gobernador de California
consideran que su actuación no fue del todo mala: sorprendentemente moderada en
muchos campos, y sin duda dentro de los niveles normales de la política del acuerdo,
el toma y daca entre las ramas ejecutiva y legislativa que mantienen a la mayoría de
los gobiernos de Estados Unidos, tanto federales como estatales, en un equilibrio
perfecto. Para algunos, esto tal vez resulte alentador, pero de todas sus experiencias
laborales previas, como relator deportivo de partidos de béisbol invisibles, actor de
cine, comando en Culver City, vendedor por televisión, la gobernación de California
probablemente sea la que menos relevancia tiene para su candidatura presidencial.
Sus propias explicaciones de lo que hizo en California son deliciosamente
demagógicas, como si tratase de demostrar que fue más conservador en funciones de
lo que se cree. Algunos informes dan a entender que no tuvo actuación como
gobernador, que se marchaba a casa a las cinco de la tarde y se olvidaba del trabajo
hasta la mañana siguiente. Mantuvo su vida privada escrupulosamente en ese ámbito,
cosa muy rara en la tradición política norteamericana, en la que la esposa, los hijos,
los padres, hermanas y hermanos, los problemas médicos y las dificultades
psicológicas son elementos que se utilizan en provecho propio. La impresión es que
manejó la investidura de gobernador con la indiferencia de un ventrílocuo.
El candidato ha decidido no viajar al exterior durante el único momento
disponible antes de que la campaña comience en serio, porque no quiere brindar a sus
opositores la oportunidad de acusarlo de intentar adquirir conocimientos instantáneos
en un campo poco transitado por él: la política exterior. Siempre consciente de su
imagen, no ha pensado, ni al parecer lo han hecho sus asesores, que viajando al
extranjero posiblemente hubiese aprendido algo.
En cualquier caso, la nominación es para quien la persiguió dando charlas
entusiastas, ofreciendo banquetes, estrechando manos y sonriendo, reuniendo fondos
y contando fantasías simplistas durante la mayor parte de su vida adulta. Podría
escribirse sobre la gente que secunda a Ronald Reagan, pero eso es otra historia. En
las primarias, ha vencido a los mejores elementos republicanos que podían
presentarse —senadores, gobernadores, secretarios de departamento y congresistas—,
y el partido que nos honró con Richard Nixon ahora nos ofrecerá este candidato.
Señoras y señores, les presento al próximo presidente de Estados Unidos.

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(1980)

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Ceremonia de fin de curso

Doctor Handler, miembros del consejo académico, señores decanos de la universidad,


doctorados con honores, distinguidos miembros del claustro docente, señores padres,
amigos, y muy especialmente el orgullo y objeto de esta sesión, la brillante y
esplendorosa promoción de 1989:
Buenos días, jóvenes de esta promoción. Habéis asistido a la escuela durante toda
vuestra vida, y en pocos minutos más seréis libres. Pero no antes de que haya
terminado de hablaros. Me corresponde haceros la última disertación compulsiva de
vuestra carrera como estudiantes no licenciados. Represento la última andanada que
vuestros profesores os sueltan, su última oportunidad de deciros qué pretendían hacer,
antes de que os escapéis de sus garras para siempre.
Como sabéis, en estos momentos, a pocos kilómetros de aquí, no uno sino dos
jefes de Estado están dirigiéndose a graduados como vosotros en un estadio que da
cabida a treinta mil personas. [El presidente George Bush y François Mitterrand
asistían a la ceremonia de entrega de diplomas en la cercana Universidad de Boston.]
Lo que ellos digan sólo será de interés teórico para los jóvenes y las jóvenes que se
encuentran entre la multitud y que constituyen el objeto de su presencia allí. Tal vez
aprovechen la ocasión para pronunciar importantes declaraciones sobre política
exterior, y cuando hayan terminado, volverán a ocupar su sitio en la caravana de
automóviles, con los agentes del servicio secreto corriendo a su lado, y partirán en
sus helicópteros, y se apagarán las cámaras de televisión, y el ejército de reporteros se
dispersará, y aquellos estudiantes, por lo menos los que no revendieron los billetes de
graduación, podrán mirarse los unos a los otros y decir: «Bien, es histórico esto de
ver a un presidente, pero, después de todo, ¿qué se ha celebrado aquí?».
En efecto, ¿qué?
A mí me parece que esta mañana vuestra universidad tiene, a modo de contraste,
un aspecto muy, pero que muy bueno. Vuestro presidente, el claustro docente y el
consejo académico han supuesto que el fin de curso debía centrarse en los estudiantes
que se gradúan en un ámbito académico que conserva su sentido de ser y su
integridad, que lo que se celebra es el momento de vuestro rito personal de tránsito, el
momento del inicio de vuestra vida posterior al período de estudios. Y saben que se
trata de un momento crucial, un momento celebratorio solemne, que no se debe

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desperdiciar, y por eso se me ha conferido el honor de ser invitado a dirigiros la
palabra, a mí, que no soy político sino escritor, un novelista que se cuenta, quisiera
suponerlo, entre los «legisladores no reconocidos del mundo», según la frase de
Shelley —los especialistas en literatura ya lo sabéis—, no reconocidos como los
poetas, como los artistas, de hecho, los irremediables legisladores de la conciencia
creada que a partir de las luchas de sus propias mentes crean poemas y relatos que
contribuyen a la formación de la conciencia moral de su tiempo.
Por lo tanto, comenzaré por evocar, para que me guíe, a uno de los primeros
legisladores no reconocidos, un autor de relatos, un novelista, que vivió y prosperó en
la década de 1920. Se llamaba Sherwood Anderson, y en la actualidad debe su fama
sobre todo a un pequeño libro de relatos sobre la vida en una pequeña localidad del
interior de Estados Unidos en los albores de este siglo. Winesburg, Ohio es el título
de ese libro. Algunos de vosotros quizá ya lo conozcáis. En su introducción al libro
Anderson expone una teoría que denomina la teoría de los mamarrachos. No se trata
de una teoría científica sino de una teoría histórico-poética de lo que sucede en
ocasiones a las personas cuando procuran otorgar valor y sentido a su vida.
He aquí la teoría: en el mundo que nos rodea existen muchas verdades por las que
vivir, y todas son hermosas: la verdad del patriotismo, la verdad de la confianza en
uno mismo, etcétera. Pero a medida que las personas avanzan y tratan de hacer de sí
mismas algo de provecho, se aferran a una verdad y la convierten en su verdad
prevaleciente, con exclusión de todas las demás. Y lo que ocurre, dice Anderson, es
que en el momento en que una persona hace eso, o sea, que aferra una verdad con
excesiva fuerza, la verdad así abrazada se convierte en una mentira, y la persona se
vuelve un mamarracho.
Supongamos, por ejemplo, que sois ahorrativos y trabajáis arduamente,
escatimáis, ahorráis y vivís modestamente con el fin de pagaros los estudios
universitarios. Vuestra austeridad es algo bueno. Pero luego, más adelante en la vida,
mucho después de que ello sea necesario, seguís sacrificándoos y ahorráis y ahorráis
hasta que acumular dinero se convierte en un fin en sí mismo. Vuestra austeridad se
ha transformado en una mentira. Os habéis vuelto avaros. Os habéis convertido en
mamarrachos. ¿Os dais cuenta del modo en que funciona? Si, por ejemplo, vuestro
patriotismo os enceguece hasta el punto de no ver todas las demás verdades éticas y
morales, y por amor a la patria burláis artículos debidamente constituidos del poder
gubernamental, violáis la ley y destruís documentos, la verdad del patriotismo se ha
vuelto una mentira bajo vuestro abrazo y os ha convertido en un mamarracho. O bien,
tomemos la verdad de la confianza en uno mismo. Es innegablemente hermosa. Fue
la verdad subyacente en toda la administración del anterior presidente, Ronald
Reagan: la idea de la confianza en sí mismo, el individualismo vigoroso. ¿A quién no
le gustaría valerse por sí mismo, de manera independiente, y trazar su propio camino
en la vida? Sin embargo, la defensa que hacía Reagan de la confianza en uno mismo
lo llevó a desdeñar u olvidar otras verdades: la de la comunidad, por ejemplo, y la

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responsabilidad moral que todos tenemos con respecto a los menos privilegiados, así
como la honda verdad de la interdependencia de todos los ciudadanos de la sociedad.
Y por ello resolvió, en distintas etapas de su administración, eliminar los almuerzos
escolares para niños carenciados y los préstamos de estudios; negar el asesoramiento
legal a la gente pobre y la asistencia psicológica a los veteranos de la guerra de
Vietnam, así como la protección de la Seguridad Social a personas minusválidas.
¿Comprendéis cómo funciona esta teoría?
En realidad, me aventuraría a decir que mientras Reagan inculcaba su verdad
particular en la mente de todos los norteamericanos, la convertía en la aguja
lobotomizadora de la filosofía conservadora que nos ha gobernado y sigue
gobernándonos en estos momentos.
El conservador filosófico es alguien que quiere imponer sus principios al precio
del sufrimiento de los demás. Y por eso ahora hay cientos de miles, tal vez millones,
de ciudadanos norteamericanos vagando por las calles de nuestras ciudades,
durmiendo en los portales, pidiendo limosna con vasos de plástico. Quince o veinte
años atrás, no teníamos una clase de mendigos permanentes en este país, en Estados
Unidos de Norteamérica. No teníamos chicos vendiendo crack en las aulas de su
escuela, ni hombres de negocios incrementando sus fortunas hasta convertirlas en
megafortunas mediante la manipulación de las existencias y el robo. Yo no recuerdo
ninguna epidemia semejante de fraudes corporativos en gran escala. Hace una
década, en las universidades no había estudiantes que garabatearan epítetos racistas o
expresiones antisemitas en las puertas de los cuartos de sus compañeros. No teníamos
policías que estrangularan a adolescentes o matasen a tiros a ancianas chifladas en sus
propios hogares. No teníamos científicos que falsearan los resultados de sus
experimentos, ni sacerdotes que cometiesen los pecados contra los cuales predicaban
con voz tonante. Hace una generación, no teníamos a todas las clases sociales, y a los
miembros de todas las profesiones, practicando de manera amplia y desvergonzada su
propia forma característica de delito.
Por lo tanto, algo venenoso se ha derramado en la sociedad durante los últimos
años, mientras disfrutábamos la vida bajo el poder y los principios del
conservadurismo político. Y he utilizado la teoría del mamarracho de Sherwood
Anderson para dar cuenta de ello, pero la verdad es que no sé cómo llamarlo:
gangsterismo del espíritu, tal vez. Sé que describirlo es una impertinencia. Hablar de
una pérdida de cohesión en la sociedad, de una pérdida de sensibilidad moral, resulta
tedioso. Es el discurso tedioso del liberalismo. De hecho, parte de ese algo venenoso
que trato de describir constituye su forma característica de tratar con la crítica: para
que la gente diera la espalda a un crítico bastaba con endilgarle la etiqueta de
progresista o izquierdista. Ahora sólo es preciso llamarlo liberal. Muy pronto
«moderado» será la palabra M, y «conservador», la palabra C, y sólo los fascistas
estarán en la línea central. Y esa degradación del discurso es, también, parte de ese
algo que en este preciso momento está realmente podrido en Estados Unidos.

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Algunos de vosotros, quizá algunos de vuestros padres, estarán preguntándose en
este instante si lo que digo resulta apropiado para esta ocasión, que es, a fin de
cuentas, una celebración. Como respuesta, tengo que decir que creo que el tema es
más que apropiado; creo que tengo la obligación de deciros, con toda la sinceridad de
que sea capaz, en qué contexto, en qué marco social os encontraréis cuando salgáis de
aquí con el título bajo el brazo. Como legislador no reconocido, no os estoy
brindando una alocución sobre el estado de la Unión sino una alocución sobre el
estado espiritual de la Unión.
Yo me pregunto, qué significa para vosotros, los jóvenes, crecer en una época,
como la actual, en que el nivel más pedestre de la mentalidad mercantilista rige todos
los aspectos de nuestra vida. Es posible que el otro día hayáis oído al presidente pedir
al Senado que postergara la discusión de una ley para aplicar normas éticas más
estrictas a los funcionarios gubernamentales. A Bush le preocupa la posibilidad de
que los ciudadanos y ciudadanas no quieran trabajar para su administración si se los
obliga a actuar honradamente. Y es curioso, puesto que en un tiempo la gente se
sentía muy honrada cuando se le pedía que aportara sus conocimientos para el bien
del país. Existía un ideal del servicio público, y el sacrificio financiero formaba parte
de ese ideal. En la actualidad, todo el mundo en Washington da por descontado que la
gente está dispuesta a trabajar por su país sólo si más tarde puede sacar provecho de
ello.
Es en este contexto que pienso en un graduado de Brandeis fallecido
recientemente, una persona tan poco mercantilista como no habréis conocido otra. No
era la clase de estudiante que esperaríais que se mencionara o que a mí se me
ocurriría mencionar en una alocución de fin de curso. Se llamaba Abbie Hoffman.
Promoción del 59. Conocí a Abbie, aunque no éramos íntimos amigos, y después de
los años sesenta no estuve mucho en contacto con él. La verdad es que me resultaba
más fácil tratarlo a distancia; tengo que reconocer que nuestros caminos iban por
derroteros distintos, pero lo admiraba profundamente. Era osado, y muy divertido,
poseía el sentido del humor y la perspicacia de un gran dibujante de chistes políticos.
Y como activista, puso el cuerpo en la primera línea. En la década de los sesenta era
un tipo desaliñado, flaco y vivaz; con su camiseta y sus tejanos rotos, el pelo largo y
sujeto con una cinta, causaba la impresión de alguien que no se lava a menudo. Era
fundador de los «Yippies», el Youth International Party [Partido Internacional de la
Juventud]. Y estaba en la vanguardia del movimiento antibelicista en la época de las
grandes manifestaciones callejeras, muy parecidas a la que en estos días han realizado
los estudiantes en China, y por las mismas razones: lograr que el gobierno se avenga
con la voluntad popular del pueblo.
De todos modos, Abbie hacía teatro en la calle; representaba eventos que tal vez
fuesen payasescos o vulgares, pero que invariablemente llamaban la atención de los
medios y enfurecían a las autoridades. (Recuerdo, por ejemplo, que en una ocasión
llevaba una camisa confeccionada con una bandera norteamericana, y cuando los

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airados policías se la arrancaron, él gritó: «¡Sólo tengo una camisa para dar por mi
país!»). Abbie enloquecía a la gente, y con razón; era insufrible. Era insufrible porque
sostenía el espejo para que nos miráramos en él. Eso es precisamente lo que hacían
los profetas bíblicos; ellos también actuaban de esa manera. ¿No era Isaías quien fue
caminando desnudo por la calle para profetizar el destierro de los judíos? ¿Y acaso no
fue Jeremías quien se cargó un yugo sobre los hombros para profetizar su esclavitud?
Las mismas cosas insufribles. De modo que Abbie era una especie de legislador no
reconocido de esta orden. En una ocasión, organizó una manifestación para rodear el
Pentágono y mediante plegarias y conjuros lograr que se elevara del suelo y levitase.
Y otra cosa que hizo fue situarse en la galería de la Bolsa de Nueva York, arrojar
puñados de billetes de un dólar al suelo y contemplar cómo todos los mercaderes se
peleaban para recoger el dinero. Ésos eran actos proféticos, ¿no es cierto? ¿Arrojar
dinero al suelo de la Bolsa, sabiendo que la gente se precipitaría frenéticamente a
recogerlo? En la década de los ochenta el Pentágono y la Bolsa son las imágenes
gemelas de nuestra idolatría. Abbie acertó en su profecía.
Tengo para mí que durante los últimos diez años de la vida en nuestro país —más
o menos en el tiempo en que estabais en el décimo grado—, hemos presenciado una
regresión nacional hacia el pensamiento basado en las ideas que guiaban al barón
saqueador del siglo XIX. Eso significa, ni más ni menos, una desconstrucción de
Estados Unidos, el desmantelamiento de la esclarecedora legislación social qué
durante medio siglo había comenzado a brindar equidad a la existencia de la clase
obrera, para corregir en parte el terrible desequilibrio de la injusticia racial y echar
una mano franca a los marginados, los desvalidos, los recién llegados. Hemos
presenciado cómo los ideales de la inviolabilidad del entorno se sacrificaban en aras
de las viles exigencias del pensamiento mercantilista mediante el cual lo único que se
ha hecho para proteger el medio ambiente ha sido lo que la industria ha considerado
conveniente para ella, como si sólo corriesen peligro unos cuantos pájaros cantores y
algunos pobres animales estúpidos; como si sólo se tratara de los corazones
sangrantes de cuatro ecologistas selváticos, y no de nuestros pulmones, nuestra piel y
nuestros genes, así como de la integridad y la salud de nuestros hijos y de los hijos de
nuestros hijos. Hemos conocido una nueva generación de ignorantes partidarios de
las ideas innatas, convocados, como si fuesen guerreros de los primitivos libros de
historietas, para hacer público el racismo y el antisemitismo encubiertos de las
campañas demagógicas de los políticos conservadores de nuestro país. Y hemos
presenciado, con una frecuencia cada vez más implacable, la prohibición de los libros
de nuestra herencia literaria en las escuelas y bibliotecas públicas del país, como, por
ejemplo, en Panama City, Florida, donde han considerado necesario eliminar obras
tan peligrosas para la república como Cumbres borrascosas, Hamlet, La roja insignia
del valor y la autobiografía de Benjamin Franklin.
De manera que podemos considerar que, de hecho, hemos fracasado en nuestra
época en lo que al contrato social se refiere, como si en lugar de una nación justa

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fuésemos una confederación de estúpidos asesinos insaciables.
Así es que, en definitiva, el país mismo, la idea, la virtud, la verdad de Estados
Unidos, corre el peligro de tornarse un mamarracho.
Éste es un tema realmente serio para un día alegre, pero no haría honor a vosotros
y a la ocasión, si no os contara lo que ha estado ocurriendo mientras estábamos
esperándoos.
Esto es algo más que quería deciros. Que hemos estado esperándoos. ¿No lo
sabíais? Vuestras madres, vuestros padres, abuelas y abuelos, de hecho todas las
generaciones que os anteceden os han estado observando y esperando. Porque, tanto
si lo sabéis como si no, aquí, en Brandeis, habéis aprendido la diferencia que existe
entre el pensamiento auténtico y la hipocresía, entre el pensamiento racional, el
conocimiento fiel, por una parte, y los disparates intelectuales, por la otra. Y eso hace
que seáis muy valiosos para nosotros, y para nuestra nación.
Y si en algún momento os ha parecido que vuestros maestros aquí presentes
poseían una capacidad intelectual imponente, y yo considero que la tienen, la verdad
es que ellos son itinerantes, como vosotros, han dedicado su vida a instruir a esa
extraña especie tan peculiar que es el Homo Sapiens, a brindarle la modesta y escasa
instrucción necesaria para la supervivencia espiritual de las generaciones que lo
sucederán.
Y todas las cosas tan poco prácticas que os han enseñado —unas cuantas estrofas
poéticas, unas frases musicales, unas proposiciones filosóficas, así como historias
antiguas, mitos y pasos de danza—, son, en realidad, tremendamente prácticas, el
único medio que poseemos para defender las fronteras de una civilización humanista
y magnánima, precisamente la civilización que hoy se encuentra sometida a tan
violento ataque.
La justificación básica de vuestra existencia reside en el hecho de que cada vida
consta de un tema. Se trata de una idea literaria, el gran descubrimiento fundamental
de la literatura narrativa: toda vida tiene un tema y existe la libertad humana para
descubrirlo, crearlo, hacerlo victorioso. Y por lo tanto, sea cual fuere el estado de la
sociedad que encontréis al salir de aquí, no estáis obligados a aceptar sus mentiras ni
a convertiros en cómplices de sus crueldades. Quizá eso sea lo que el claustro docente
de la universidad deseaba deciros.
Ahora sois dueños de vosotros mismos.
Los libros que habéis reunido durante los cuatro años que habéis pasado aquí
constituyen un icono del ideal humanista.
Vuestras ideas son inviolables, el medio para estar en contacto con la verdad.
Vuestras mentes brillantes, indagadoras, vivaces se hallan comprometidas en la
lucha por el futuro del hombre y de una sociedad libre de las extravagancias, de la
estupidez y el terror.
Sí, creo que eso tal vez sea lo que quiere deciros el claustro docente de la
universidad.

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Quizá vosotros no os hayáis dado cuenta de ello, y a nosotros nos resulte un poco
embarazoso tener que decirlo, pero de buen o mal grado, e ipso facto, celebráis este
día en nombre de la civilización.
Confío en vosotros de manera absoluta. Y os felicito. Desde lo alto de este estrado
tengo que deciros que os encuentro a todos hermosos. Vuestras familias, estoy seguro
de ello, se sienten orgullosas de vosotros, vuestros profesores están orgullosos de
vosotros, la Universidad Brandeis está orgullosa de vosotros, y permitidme que os
diga, como un orador itinerante que soy, que resulta que también yo me siento
orgulloso de vosotros. Que Dios os bendiga a todos.

(1989)

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El carácter de los presidentes

Bush ha dicho, con el fin de difamar la personalidad de Clinton, que el carácter de un


candidato a la presidencia es importante. Y lo es. Según sea el presidente que
elegimos, así será el país que tendremos. Con cada nuevo presidente la nación se
configura espiritualmente. Él es el artífice de nuestra maleable alma nacional. No
sólo propone las leyes sino la clase de ilegalidad que rige nuestra vida y provoca
nuestras reacciones. Las personas que designa son hechas a su imagen y semejanza.
La dificultad en que éstas se meten, y nos meten, es la dificultad que lo caracteriza a
él. Por fin, los medios de comunicación amplían su carácter hasta que abarca nuestro
informe meteorológico moral. Se convierte en la apariencia de nuestro firmamento,
en las condiciones que prevalecen. Un período de cuatro años puede encontrarnos
gozando de una paz relativa, tratando de salir adelante, y el siguiente, en cambio,
peleándonos por un mendrugo de pan.
El hecho de que un presidente sea propuesto y elegido por las fuerzas del capital y
el poder establecidos significa, por lo general, que cuando ocupe el cargo sus
movimientos estarán condicionados. No obstante, si tiene el valor de creerlo, será, de
hecho, el más libre de los hombres y, al menos teóricamente, contará con el respaldo
de los millones de personas que han convalidado su candidatura con el deseo de que
haga por ellas todo cuanto esté en su mano. Podría llegar a apreciar solemnemente el
voto que le otorgamos los millones de ciudadanos de todos los colores y todas las
clases, como un acto de confianza, un deseo de que las cosas salgan bien, una especie
de plegaria.
Eso no significa que resulte de esta manera. En 1968, Richard Nixon resurgió de
la derrota a manos de Jack Kennedy, y ahí estaba de nuevo, con la cabeza hundida
entre los hombros gibosos de su traje de tres botones y los brazos alzados en señal de
victoria, la fiel imagen de la venganza de los poderosos. El hecho de que alguien tan
rígido y carente de honor y de toda clase de catadura moral; alguien tan endurecido
por odios destructivos, tan desprovisto de espiritualidad, tan lejos de todo aquello que
es alegre y fervientemente bello y venturoso en la vida, carente del menor respeto por
la vida humana y, ciertamente, sin dar muestras jamás de sentido común, sino
viviendo siempre por la política pura y sólo por ella, como si por sus venas corriera
un remedo incoloro de sangre; que ese ser, digo, fuese capaz de surgir como un

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cazador furtivo de sus propios fracasos y utilizar la historia y el sistema bipartidista
para autoelegirse presidente es, supongo, una muestra cabal de la forma democrática
de gobierno que impera en Estados Unidos.
Yo creo que los hombres del presidente forjaron el carácter de Nixon: los futuros
convictos Ehrlichman, Haldeman y Mitchell; y Henry Kissinger, que pareció pasar
por todos los cargos como si estuviese imantado, hasta situarse al lado del presidente,
su clon moral en la práctica de la autopromoción por medios maléficos. Pienso en las
consecuencias del carácter de Nixon: los cuatro estudiantes abatidos por una lluvia de
balas en el predio de la Kent State University. Más de siete mil manifestantes contra
la guerra detenidos en un estadio en Washington D. C. Los bombardeos secretos en
Camboya, las muertes secretas, los números secretos, las siempre secretas
operaciones de la realpolitik. Y otro hecho más me ronda por la mente: la ocasión en
que encargó cascos dorados y emplumados, capas a lo Bismarck y negras botas de
montar para la guardia de honor de la Casa Blanca.
Los dos ocupantes siguientes de la presidencia, Ford y Carter, demostraron poseer
muy poco carácter; el primero, una especie de estólido destructor del idioma cuya
contribución más importante a la historia de Estados Unidos fue perdonar a Richard
Nixon; el otro, un hombre bien intencionado pero tremendamente vacilante al
encontrarse en todo momento dominado por un sentimiento de religiosidad, que hizo
la campaña como un liberal y gobernó como un conservador. Durante su gobierno
corrimos sin movernos de lugar. Nadie en Estados Unidos puede recordar dónde se
encontraba durante el período de Carter, ni qué hacía, ni siquiera si estaba despierto.
El fundamentalismo bíblico de Carter lo dotó de una excepcional paciencia a la hora
de negociar un tratado de paz entre Israel y Egipto, pero Washington no se parecía en
nada al monte Sinaí y, por lo tanto, no lo inspiró en absoluto. El antiguo Cercano
Oriente fue su gloria y, tras la fracasada operación del desierto para rescatar a los
rehenes en Irán, su derrota. Definió los derechos humanos como un factor en las
relaciones internacionales, pero no se convirtió en un honorable defensor de esa idea
hasta que abandonó la presidencia. Se recuerda su insipidez, al igual que la sonrisa
nerviosa que revoloteaba en su rostro, como una invitación dirigida al electorado con
el fin de atraer a los lobos de la derecha que durante todo ese tiempo habían estado
caminando arriba y abajo, al tiempo que de tanto en tanto aullaban en la oscuridad
más allá del campamento.

Y así, en 1980 nos encontramos viviendo el misterio de Ronald Reagan.


Con poca cosa más que sus risitas, sus encogimientos de hombros, su sonrisa
bonachona y sus chistes, Reagan logró en dos elecciones persuadir a la mayoría de la
clase media/obrera blanca que votara contra sus propios intereses. El viejo actor de
películas de serie B, convertido en su propia caricatura, tuvo la asombrosa capacidad
de destruir la vida de la gente sin perder la lealtad de ésta. Se dijo que actuaba sin un

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guión previo, y a sus opositores políticos no se les ocurría endilgarle otro epíteto que
el de «bobo afable», para decirlo en palabras de Clark Clifford. Pero su mojigatería
cordial y sus redundancias simplistas, sus citas equivocadas y sus exageraciones, sus
sensibleras referencias a la idea de la confianza en uno mismo, se convirtieron en la
punta de lanza de un ataque devastador a la legislación terapéutica que había sido
puesta en ejecución desde el New Deal hasta la Gran Sociedad, desataron de manera
descarada en todo el país nuevos odios racistas por parte de los blancos y culminaron
en la más peligrosa conspiración contra el gobierno constitucional de Estados Unidos
en el siglo XX.
El actor viejo y sordo que dormitaba durante las reuniones de gabinete, siempre
lograba despertar a tiempo para aprobar los proyectos que estaban reñidos con su
juramento de investidura. Se opuso a imponer las leyes de derechos civiles, subvirtió
los decretos antimonopolio, anuló los subsidios de la Seguridad Social para las
personas minusválidas, suspendió los almuerzos escolares para niños carenciados y
pasó a manos privadas la conducción de la política exterior de Estados Unidos en
América Central. Bajo el mando de este ferviente seductor, fuimos conducidos hacia
la formidable década del robo desregulado en nuestro país y nos enteramos de que los
temas supremos de nuestra era eran el aborto y la oración en las escuelas. Mientras
tanto, los ricos se hicieron asquerosamente ricos, la clase media se empobreció, se
restituyó a la calle la profesión de pedir limosna y la deuda interna de la nación se
elevó a unos tres billones de dólares.
Ése era un presidente con carácter.

Desde el final de la guerra del Vietnam, el gobierno de Estados Unidos regido por
presidentes republicanos ha sido punitivo. Su filosofía se denomina conservadurismo,
pero tras muchos años de aplicación el resultado ha consistido en el derroche de la
riqueza del país y el descenso, para todos salvo para el estamento con mayor poder
económico de la sociedad, del nivel de vida, de sanidad y de la esperanza de contar
con un sistema educativo. Eso es punición. Lo que Clinton denomina,
inadecuadamente, la teoría de la «reducción gradual» es, en realidad, la presunción
oligárquica de que sólo importa realmente una ciudadanía integrada por los dirigentes
ejecutivos, los financistas y los ricos y bien nacidos. Cuando Reagan hablaba de
quitarnos «el gobierno de las espaldas», lo que quería decir era liberar al ejecutivo de
la carga de la responsabilidad pública. Ningún organismo regulador debe interponerse
en la tala indiscriminada de árboles, ningún juez puede prohibirnos actuar para
eliminar la competencia, ninguna ley laboral debe detenernos cuando queremos
trasladar una planta industrial a Indonesia, donde el salario de los obreros es diez
veces inferior al de aquí. En ese contexto, las mujeres no tendrán derechos jurídicos
en la conducción de su vida personal, y la suerte de todos los ciudadanos, así como
del entorno natural donde viven, o lo que queda de él, debe quedar a perpetuidad en

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las manos benefactoras del hombre de negocios blanco a quien Dios, en su infinita
sabiduría, le ha otorgado el poder de cuidar los intereses económicos del país.
Existe una estrategia electoral para la ejecución de este plan baronial
decimonónico, en esta campaña volvemos a verla y oírla, porque siempre ha
demostrado ser muy efectiva. Se basa en la verdad mordaz de que el político de
derechas tiene menos distancia que recorrer para descubrir y explotar nuestros miedos
y odios tribales que su opositor, quien, en cambio, se dedicará a rastrear y fomentar lo
mejor de nosotros mismos. La ventaja de la derecha en todas las elecciones reside en
el hecho de que busca y estimula los circuitos nerviosos antediluvianos de nuestro
cerebro. Pat Buchanan, en la convención republicana, era el Neanderthal que
mostraba los colmillos y esgrimía un garrote.
La derecha siempre invocará un enemigo interior. Sus partidarios insistirán en
establecer una distinción entre los norteamericanos auténticos y los que, sin serlo,
dicen que lo son. Este último grupo constituye la amalgama básica nativa compuesta
por gente del color impropio, de la inmigración reciente o que recurre a una
persuasión religiosa incorrecta. Al comienzo de la guerra fría, se sumaron a la lista
los «compañeros de ruta» y los «rojillos» (históricamente, los comunistas siempre
tuvieron un color subido de tono). Nixon aportó los «intelectuales decadentes»; el
secretario del interior de Reagan, James Watt, arrojó en el crisol a los «tullidos» junto
con los judíos y los negros, y el actual presidente y sus hombres han enviado al
infierno a los padres solteros, los gays y las lesbianas, así como a una «élite cultural»,
término que aplican no sólo a los universitarios, cosmopolitas (judíos y sus
compañeros de ruta), residentes en ambas costas, que se dedican a escribir o trabajan
en publicidad, en el cine o la televisión, sino a cualquier persona de cualquier región
del país que posea suficiente capacidad verbal para formar una frase con la que
decirles que son una ignominia para la nación.
Los actos de Clinton al expresar su disensión durante la guerra de Vietnam lo
situaron a la cabeza de una oscura y peligrosa coalición de falsos norteamericanos.
En definitiva, es el hijo traicionero que se atreve a oponerse al padre. Por lo que a
Bush y sus simpatizantes se refiere, cuando los jóvenes de Estados Unidos repudiaron
la guerra de Vietnam, renunciaron a su derecho sucesorio generacional, a la
supremacía y el poder. Nunca más podría confiarse en ellos. Tampoco volvería a ser
digna de confianza la clase de democracia que los engendró y crió como un padre
excesivamente permisivo.
Desde la guerra de Vietnam, todos los presidentes, de Nixon a Bush, han
pertenecido a la misma generación de la Segunda Guerra Mundial. Ellos no serán
removidos. La arremetida de sus gobiernos ha consistido, punitivamente, en
mostrarnos el error de nuestra conducta, y devolver las cosas a la época en que la
gente se quedaba en su sitio y se debía en cuerpo y alma a la empresa.
En junio de 1989, Bush vetó una ley que habría elevado el salario mínimo a 4,55
dólares la hora durante tres años. En octubre de 1989 vetó una ley en una de cuyas

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cláusulas disponía la utilización de fondos del Medicaid para pagar los abortos de
aquellas mujeres sin recursos que fuesen víctimas de violación o incesto. En octubre
de 1990 vetó la ley de Derechos Civiles, que el Congreso había sancionado a fin de
anular los fallos de la Corte Suprema, que tornan más difícil que las mujeres y los
grupos minoritarios puedan ganar un juicio por discriminación laboral. En octubre del
año siguiente vetó una ley que prolongaba el beneficio para aquellas personas a
quienes se les hubiesen terminado las veintiséis semanas del seguro de paro (en
noviembre se rectificó y firmó una extensión más modesta). El 23 de junio de ese
mismo año vetó una ley que habría permitido la utilización de fetos de abortos en
investigaciones financiadas con fondos públicos federales. En septiembre vetó la ley
de licencia familiar, que habría otorgado a los obreros el derecho de solicitar una
licencia sin goce de sueldo en casos de nacimientos o emergencias médicas en su
familia. En julio vetó la ley del «elector automovilista», que habría permitido a los
ciudadanos inscribirse en el padrón electoral al solicitar el permiso de conductor.
Los posibles beneficiarios de esas leyes —gente que barre los suelos, chicos que
trabajan en los McDonald’s mujeres pobres, negros, enfermos en estado crítico, gente
que ha perdido el empleo, mujeres y padres que trabajan y personas que no votan (no
podemos darnos el lujo de tener demasiados de ésos)— siempre oyeron decir a Bush,
en el momento del veto, que contaban con sus simpatías, pero que de alguna manera,
o de varias maneras, las leyes en su beneficio no habrían servido para lo que se
pretendía y, de hecho, incluso habrían empeorado su situación.
Bush es un hombre que miente. El senador Dole, que competía con él en 1988,
fue el primero en decírnoslo. El vicepresidente Bush mintió con respecto a sus
opositores en las primarias, y mintió en relación con Dukakis en la elección. El
presidente Bush miente hoy al hablar de las leyes que veta, como miente respecto de
su participación en el canje de armas por rehenes con Irán y sigue mintiendo, a pesar
de que lo han contradicho directamente dos ex secretarios de la administración
Reagan —Schultz y Weinberger— y un ex miembro del Consejo Nacional de
Seguridad. Miente con respecto a lo que hizo en el pasado y sobre el motivo por el
cual hace lo que está haciendo en el presente. Habla en favor de los derechos civiles
pero obstaculiza la legislación que aliviaría la iniquidad racial. Habla en favor de la
protección del medio ambiente, pero se opone a las medidas que demorarían su
destrucción.
El lector y yo podemos mentir respecto de nuestros actos y deformar los actos de
los demás; podemos simular devotamente que adherimos a principios en los que no
creemos; podemos lamentarnos y culpar a otros por el mal que hacemos. Podemos
pensar únicamente en nosotros y en los nuestros y mostrarnos despiadadamente
indiferentes para con los necesitados a los que no nos une nada. Podemos manipular a
la gente, insultarla, estafarla y robarle sin pretexto. Nuestro virtuosismo es inagotable,
cabría esperar de una raza signada por el Pecado Original, y sin duda todos tendremos
que rendir cuentas ante el Hacedor. Pero con respecto a la magnitud del daño y la

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devastación provocados, la persona que detenta el cargo político más poderoso del
mundo y comete esos actos y actúa de esa manera debe multiplicarlo por negligencia
moral por una cifra superior a la que es imaginable para el resto de los mortales.
Sin embargo, en todo esto podemos columbrar algo que resulta esperanzador.
Bush es un candidato a la defensiva. Su mandato ha sido desastroso. El heredero
presidencial del legado conservador de Nixon y Reagan está rodeado por el ambiente
del delfín bobo. Su grupo de electores de derechas se muestra disgustado con él,
posiblemente porque presiente el fin de una era, la decadencia de una idea
predominante, o sencillamente, que la mina de oro de la República se ha agotado. No
hay duda de que Bush es, en todos los aspectos, poco resuelto. Al mentir, reconoce de
manera tácita que ha hecho algo inadmisible. El mosaico de mentiras presidenciales
ofrece la críptica imagen de un mundo mejor.
Cuando todo lo demás es igual, ¿qué clase de carácter presidencial es más
probable que nos toque en suerte?
¿Quién no desearía, en primer lugar, a alguien capaz de comprender que, una vez
elegido, no puede ser únicamente el presidente del grupo de electores que lo llevó al
poder, sino que, si cumple el papel definido que estipula el cargo, ha de gobernar en
beneficio de todos? Ése es un simple concepto de escuela primaria y, dada la relación
que existe en Estados Unidos entre el dinero y la política, no puede ser nada más que
eso. Sin embargo, el presidente que tuviese el valor de vivir de acuerdo con ese
concepto, tendría que iniciar de inmediato un movimiento reformista tendente a
eliminar los privilegios que los grandes capitales se otorgan a sí mismos mediante sus
contribuciones políticas y sus cabildeos. Esto haría suponer que se trata de un
presidente tan moralmente inteligente como valeroso.
Yo quisiera, para darle un sentido de desarrollo histórico al presidente, que fuese
capaz de comprender y reconocer honestamente que la filosofía política de lo que
benignamente denominamos libre mercado, ha justificado en el pasado la esclavitud,
la explotación laboral de los niños, el fusilamiento de huelguistas en manos de
fuerzas militares estatales, etcétera.
Desearía un temperamento presidencial afín con un amor por la justicia y una
capacidad para reconocer la honradez de los humildes y los atribulados. Y el genio
espiritual que le ayude a comprender que incluso los límites de la nación son
demasiado estrechos para contener el desempeño presidencial, pues, en la actualidad,
de buen o mal grado, e ipso facto, somos desatinados seres planetarios.
El verdadero presidente debería poseer la fuerza necesaria para ampliar el alcance
del discurso político, así como amar y respetar la lengua como el mejor medio con
que contamos para acercarnos a la realidad. Eso implica una sensibilidad acorde con
la inmensa trascendencia moral de toda vida humana. Quizá hasta una noción de lo
trágico que lo desvelase por las noches.
Además, diría que tiene que ser alguien que realmente ame a los niños, que ría
cuando se encuentre rodeado de ellos y que esté dispuesto a morir por ellos, pero que

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jamás recurra a la estratagema política de manifestarlo en público.
Tal vez el mayor aporte de Bush a esta campaña sea el haber contribuido a
destacar la idea del carácter en la mente del público. No puede haber sido consciente
de ello, pero nosotros hemos estado viviendo con él. Conocemos su temple. Cuando
un candidato se postula para un segundo período, ya no tenemos que basarnos en lo
que hizo cuando era un estudiante de veintitrés años en Oxford, para determinar si
tiene lo que hay que tener. Sin embargo, quizá fuese de gran utilidad para el
electorado, y hasta una especie de redención personal, que nos invitara a imaginar,
mediante la confrontación con su carácter y el de sus predecesores, cómo debería ser
el de un verdadero presidente de Estados Unidos.

(1992)

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Los credos de los escritores

A todos los escritores nos encantan las historias acerca de la vida de los maestros. Las
conservamos en nuestra mente como una especie de valor de cambio. Esperamos que
la biografía de los grandes escritores encierre secretos sobre sus logros. Del mismo
modo que muchos escritores como Hemingway inspiraron a escribir, él seguramente
movió a la gente a cazar o a boxear. Imagino a muchos de ellos agazapados en sus
escondites en este momento, para cazar patos. Los escritores siempre desean aprender
el arte de vivir como un medio para sacar lo mejor de sí mismos.
Últimamente he estado pensando en la vida de un maestro, Tolstoi, en particular
en lo que atañe a su crisis de conciencia cuando alcanzó la edad de cincuenta años.
Siempre a merced de sus pasiones o de su ética, Tolstoi vivió en una suerte de
corriente alterna de resolución atormentada. El ejercicio de la ficción lo dejó exaltado
y, a la vez, tremendamente abatido. Se dice que tuvieron que disuadirle de que
arrojara al fuego el manuscrito definitivo de Ana Karenina. En cualquier caso, a la
edad de cincuenta años resolvió que su vida carecía de sentido, que para la gente que
no tenía nada mejor que hacer con su tiempo que destinarlo a leer, él no era mejor que
un alcahuete. Y dejó de escribir novelas.
Claro que, al parecer, su decisión no comprendía las narraciones cortas, y con el
correr de los años incurrió en el pecado de componer algunos modestos relatos —«La
sonata a Kreutzer», «La muerte de Ivan Ilyich»—, pero en general se valió de su
posición y su talento para luchar contra algunos de los abrumadores sufrimientos que
aquejaban a quienes vivían sometidos a la voluntad del zar. Adoptó un tono profético.
Se dedicó a difundir su doctrina de la no violencia cristiana. Escribió libros de texto
elemental para enseñar a leer a los niños de los campesinos.
En la actualidad, teóricamente al menos, todo escritor o escritora llega, en un
momento dado, a la misma conclusión que Tolstoi, y lo hace cuando la realidad
circunstancial supera la idea misma del arte o parece exigirle una utilidad práctica,
cuando el nivel del sufrimiento o el riesgo común percibido o sentido torna
intolerable el ejercicio tradicional de la literatura para fines tradicionales. Pero aun
haciendo un repaso superficial de la historia de la literatura se descubre una
disposición más acusada para la presente crisis de fe en Europa, donde la pasión del
arte ha sido, a menudo, una pasión social. Así, en Rusia no sólo encontramos el

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ejemplo del conde Tolstoi dando taconazos con sus pesadas botas de campesino, sino
al joven Dostoievski, discutiendo con los miembros de su círculo todo lo que se
refiere a la literatura de ficción, salvo la enorme importancia de ésta para la historia y
la salvación de la humanidad. Y en Francia, tenemos a Sartre y Camus, entre otros,
concibiendo una respuesta a la devastación moral causada por la Segunda Guerra
Mundial, una resistencia literaria que incluye el drama, la alegoría, la metafísica y el
reparto de octavillas en las calles.
Con ciertas excepciones, los escritores norteamericanos tienen tendencia a ser
menos vehementes respecto del valor social del arte y, por consiguiente, menos
vulnerables a las crisis de conciencia. Los problemas espirituales de nuestros
escritores son célebres, pero de distinta clase que aquellos que tienen que ver con el
problema del compromiso. Los maestros norteamericanos del siglo XIX vivieron en
poblaciones poco densas. Los bosques, el mar, la pradera, eran representaciones de
una libertad pasmosa. Lo que significa que, como sociedad, nos hemos criado en
soledad. Tenemos una fe diferente que perder. Pienso en la desesperación de
Hemingway, por ejemplo, que lo llevó a disparar una de sus armas contra sí mismo, o
en la de Faulkner y Fitzgerald, que los condujo a beber hasta destruir su vida. El
problema, tal como lo vivieron, era un tormento causado por el éxito o el fracaso,
pero en cierto modo se trataba de la noción de los límites mortales, de un
individualismo descomedido formulado enteramente en términos de fe particular. No
debemos olvidar que Tolstoi vivió para escribir su última novela, Resurrección,
cuando tenía más de setenta años. Su egotismo no es menos colosal, pero los
maestros norteamericanos creían que con el suyo podrían sostener la tierra y el
firmamento.
De modo que al pensar en la actitud de Tolstoi tengo muy presente hasta qué
punto es un extranjero. En el caso de la historia de nuestra literatura, hemos tenido
una década, la de 1930, en que la política y el arte, el compromiso, parecían estar en
la mente de todos, pero interpretamos ese período como aquel en que la energía
artística se desperdició, una época de intelectuales incautos y malas novelas
proletarias. Nos volvimos ideológicos, y sufrimos las consecuencias, o por lo menos
eso es lo que nos enseña la lección. Desde entonces, los novelistas norteamericanos
han tenido tendencia a considerarse, de manera decidida, ciudadanos comunes y
dueños independientes de ellos mismos. En efecto, entre nosotros no existe una
tradición de escritores que hayan servido al país desde sus cargos de senadores y
embajadores, como suelen hacerlo nuestros colegas europeos y latinoamericanos.
Nuestro linaje registra un ocasional inspector de aduanas. Vemos el valor público de
nuestra obra como algo incidental en su expresión íntima. Esta actitud fue
sucintamente expresada por W. H. Auden, poeta naturalizado norteamericano, quien
dijo que para un escritor sus ideas políticas son más peligrosas que su codicia. Nos
preocupa que si una obra está formada por ideas externas a ella, si contiene alguna
clase de intención preestablecida, un conjunto de verdades para ilustrar, sea una obra

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comprometida y, en consecuencia, no produzcamos arte sino polémica. Los
norteamericanos queremos que nuestras novelas sean puras. Lo que nos desagrada de
Guerra y paz es que Tolstoi nos da una disertación sobre historia. Creemos que
siempre fue así, no sólo después de que hubiese cumplido cincuenta años.
Curiosamente, el celo estético recién descrito sitúa la idea que tiene el artista de sí
mismo en el centro del corazón de Estados Unidos. La noción de que somos los
dueños independientes de nuestro propio destino es una herencia nacional. Irving
Howe, entre otros, ha señalado que los trabajadores de Estados Unidos, a diferencia
de sus pares europeos, se niegan a identificarse como una clase. No se definen por su
trabajo sino que tienden a hacerlo por lo que le deben a éste, la propiedad que han
acumulado, su origen étnico, sus actividades sociales, por algo, en definitiva, que
ponga en relieve su diferenciación respecto de la comunidad más amplia. A partir del
dueño independiente de sí mismo, se produce una movilidad ascendente, por lo
menos a través de las generaciones, y existe el camino; de hecho puede salir de él
cuando las cosas se han torcido, liar los bártulos y seguir hacia adelante. Todo eso,
incluyendo la idea del escritor respecto de lo que puede permitirse o no en su arte,
expresa el gran mito operativo del individualismo de Estados Unidos.
Se supone que somos un país no ideologizado ni sistematizado en lo referente al
modo en que andamos por ahí conceptualizando nuestros problemas y
resolviéndolos…, o no. Por naturaleza, desconfiamos de las soluciones sistemáticas.
Somos pragmáticos. Nos gusta cobijarnos en el granero de la Constitución y
componer el caldero. Los escritores comparten con los obreros la aversión nacional
por lo intelectual, por la pasión de lo intelectual, y las voces que descubrimos en
nuestros libros son un poco más irónicas y menos épicas que el bajo profundo
tolstoiano. A la visión olímpica desde la cima de la montaña, preferimos la autoridad
del testigo igualitario, el deponente pragmático de lo que puede confirmar con sus
propios ojos y oídos.
Si existió un momento en que esta devoción por la práctica literaria se acentuó, tal
vez fuese en 1940 con la publicación de Por quién doblan las campanas, de
Hemingway. Lo que le precedió fue una década de intensos debates en el seno de la
obra de novelistas y críticos, y, exteriormente, en los periódicos así como en
simposios y conferencias. Podría decirse que no hubo ninguna obra seria de la época
que no estuviese marcada por la presunción de la crisis social. Enfrentados con la
miseria de la Depresión y la aparición del moderno estado totalitario, los escritores,
artistas e intelectuales debatieron las posibles alternativas al capitalismo industrial. Es
lo que se nos cuenta en el libro de Malcolm Cowley And I Worked at the Writer’s
Trade. El espíritu compartido de manera ineludible por todos los artistas
norteamericanos era el anhelo por la comunidad ideal. Entre los escritores, este
espíritu caló tan hondo en el pensamiento de algunos conservadores agrarios sureños,
como John Crowe Ransom y Allen Tate, que lograron diseñar una utopía basada en la
cortesía típica de la vida rural del Sur; o en T. S. Eliot, detrás de cuya Tierra Baldía se

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encontraba una dorada ciudad medieval iluminada por Dios; así como en los profetas
más numerosos de todas las variantes del socialismo marxista.
Y fuera de los libros, el valor y la justificación de la literatura, de cualquier arte,
fueron objeto de furiosos debates. Cualquiera que fuese la posición que el escritor
tomaba, del formalismo al comunismo, la necesidad de posicionarse era ineludible. El
destino del escritor era enfrentarse con su conciencia, encontrar su lugar, trazar sus
líneas. Compromiso, ¿con qué? Obligación, ¿de qué clase? El proceso era al mismo
tiempo brutal y complicado. El mundo no permanecía quieto sino que se movía. La
historia contaminó las ideas puras, las causas nobles se mezclaron con las personas
censurables, los ideales dieron paso a la conveniencia, los escritores odiosos hicieron
obras buenas y los escritores nobles hicieron obras pésimas. Pero todos —tanto los
buenos como los malos— parecían estar en contacto con lo que ocurría en el mundo.
El mismo Hemingway había publicado en 1937 una novela, Tener y no tener, en
la cual el héroe hemingwaiano, en este caso un contrabandista de la costa de Florida,
llegó a expresar un sentimiento comúnmente compartido con una precisión que no
había logrado antes. Su nombre es Harry Morgan, y se le hace decir: «Un hombre
solo no tiene ni una jodida posibilidad de mierda». Esta frase denota un
discernimiento inmenso viniendo del retoño más tierno de los expatriados
románticamente comprometidos de las primeras novelas.
La siguiente novela de Hemingway se situaría en España en la época de la guerra
civil. Él había sido testigo de esa guerra; era más mundano y estaba más en contacto
con las cosas que Faulkner o Fitzgerald. Aunque simpatizaba con los republicanos,
desconfiaba profundamente de los comunistas que tenían mando en el bando de éstos,
y hasta llegó a odiarlos. Ese juicio, que resultó acertado, no difería mucho del de
George Orwell en Homenaje a Cataluña. Pero fue Orwell, el europeo, quien llevó lo
que había aprendido hasta el punto de convertirlo en una revelación: la profecía
política 1984. En cambio, en Por quién doblan las campanas vemos que si bien un
hombre solo tal vez no tenga una «jodida oportunidad de mierda», puede ser muy
hermoso que sea así. El héroe de Hemingway se llama ahora Robert Jordan y es un
joven voluntario norteamericano en las filas republicanas; experto en demoliciones,
llega a las montañas con el fin de volar un puente tomado por las tropas fascistas.
Acaba muriendo solo, heroicamente, después de haber tomado el mando del grupo de
guerrilleros a que se ha unido y obligarlos a alejarse del lugar para seguir viviendo,
fiel a su propio código de honor, el único valor perdurable de la guerra civil del
pueblo español. El más internacional de los escritores norteamericanos era, en el
sentido moral, un aislacionista. La guerra es el medio por el cual uno puede ver su
culto individualismo elevado al nivel de lo heroico. De modo, pues, que nunca
mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas; doblan para que yo no
pueda ser yo mismo.
Ahora, antes de que el lector o yo saquemos conclusiones sobre mis palabras, o
sobre lo que pretendo decir, deseo aclarar algo. No es mi intención lanzar un

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manifiesto sobre la literatura, sino hablar del credo literario, que es algo más que
literatura. El credo literario es la cultura de las conjeturas y de las ideas que rigen a
quienes vivimos la vida como escritores. Por lo tanto no trato de oponer el Realismo
al Experimentalismo ni hablar de la tradición romántica ni de la influencia del
Modernismo ni de ninguna de esas cosas, que en rigor pertenecen al campo del crítico
literario o el historiador. Lo que estoy haciendo es pensar en voz alta acerca del punto
en que nos encontramos actualmente, todos nosotros, en el terreno de la creación
literaria y, quizá, sobre cómo hemos llegado a ese punto. ¿Qué creemos respecto de
nuestra escritura, de nuestro oficio? ¿Cuáles son, en nuestra opinión, sus
posibilidades? Recientemente, en un catálogo de publicaciones de la University
Chicago Press encontré un título que despertó mi interés: The Soviet Novel: History
as Ritual, de la profesora Katerina Clark. Una nota advertía que el estudio de la
profesora Clark sobre la novela soviética gira en torno a la idea de que sirve como
compendio de los mitos oficiales. Ahora que conozco la suerte que corrieron los
autores disidentes soviéticos y he conocido a varios de ellos en este país, me parece
una afirmación sensata y tengo ganas de leer el libro. Sin embargo, estoy dispuesto a
afirmar que algunas de las obras serias de ficción norteamericanas constituyen, en
cierta forma un compendio de nuestros mitos, aunque, por supuesto, no lo son por
mandato, y ni que decir tiene que tampoco son oficiales, por lo menos hasta fechas
recientes.
Y cualquier reflexión sobre Hemingway, ahora, al cabo de cincuenta o sesenta
años, tiene que tomar en cuenta la posibilidad de que su popularidad entre el público
y los escritores jóvenes se debía en parte al servicio que cumplía como conservador
del mito norteamericano. El sujeto emprendedor había aparecido de manera burda al
ser tratado por Melville en Moby Dick y por Dreiser en Sister Carrie. Pero
Hemingway supo descubrir su faceta más romántica. El darle la espalda a la sociedad,
el desconfiar de ella, el desesperar de ella, han sido temas preponderantes en la
literatura norteamericana a partir del momento en que Robert Jordan le dio la espalda
a la vida y al amor, y, en la última página de Por quién doblan las campanas, apuntó
a través de la mira de su fusil. Es como si una vez dado el yo, y nada más que el yo
—ni Dios, ni el estado, ni el amor, ni la condenación de un orden universal—, nos
habríamos convertido en sus comentadores. Podemos haber rechazado el
romanticismo de Hemingway —el yo se ha vuelto absurdo, impregnado de humor
negro, y, finalmente, quebrantado y fragmentario— pero, y éste es el quid de la
cuestión, es nuestro.
De la ficción contemporánea podemos decir, sin temor a caer en contradicciones,
que su autoridad ante los lectores se ha visto mermada, pues al parecer éstos leen
cada vez menos esa clase de literatura. Es posible que en Estados Unidos los lectores
más ávidos de la nueva literatura de imaginación sean hoy los productores
cinematográficos, lo cual constituye un indicio de la tremenda situación en que nos
encontramos. Pero lo que resulta más peculiar es la autoridad mermada de la ficción

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en la mente de los propios escritores, quienes aparentemente desean incorporar en
ella cada vez menos facetas del mundo. Esto no es más que una impresión, por
supuesto. Y aunque trato de comprobarlo reflexivamente tomando en cuenta varias
excepciones significativas, parece lícito afirmar que en la actualidad existe una cierta
cortedad en la literatura seria, una especie de sencillez de concepción y de lenguaje,
que nos aleja de sus antiguas concepciones. Parece existir una disposición a aceptar
cierta regla en buena medida secreta, para circunscribir nuestro análisis y nuestra
geografía, para encerrarnos con llave, bajar las persianas y morar en una suerte de
vida privada sin resonancia alguna.
Claro que, según la práctica tradicional, la literatura de ficción siempre se ha
ocupado de la vida privada. La alta literatura se vincula con la creencia en la
inmensidad moral del alma individual. Si el artista es afortunado o un genio, la
creación específica de su fe —Emma Bovary, Carrie Meeber, Stephen Dedalus, Jay
Gatsby, Joseph K.— abarca el universo. Al incorporarnos esas vidas ficticias
moralmente inspiradoras, nos convertimos aún más en lo que ya somos. Pero los
libros en que toman vida esos personajes que he mencionado terminan por convertir
la sociedad en su antagonista, sea como el provincianismo de la clase media, la
cultura religiosa o la burocracia gubernamental; la suerte de esos individuos está
signada por su pugna con el amplio mundo qué los rodea o por las concesiones que a
él hagan. Y la geografía del libro es vasta. La heroína de Sister Carrie es, como su
amante Hurstwood, un alma dominada por los atractivos materiales de la gran ciudad.
Somos testigos presenciales de su educación sentimental, pero no mediante las
emociones del amor, ante el cual ni ella ni nadie más en el libro tiene capacidad de
resistencia, sino mediante la emoción del progreso social y económico. No hay en
Dreiser pretensión de exigir un dominio firme del espíritu humano, exactamente la
clase de sentimentalismo que se encuentra en la raíz de muchas de las novelas bien
escritas e irónicas, tal como está de moda en la actualidad, sobre la vida privada. Y
así, nuestro conocimiento gira en torno de Chicago, de Nueva York, de todo Estados
Unidos. Y luego la cosa sigue.
Lo que se echa de menos en buena parte de las obras actuales es el movimiento
hacia el exterior, ese significativo sistema de valoración. No hay duda de que ahora
poseemos una historia importante de esta literatura disminuida y, por supuesto, no es
exclusivamente norteamericana. Robbe-Grillet provocó una retirada en época tan
temprana como los años cincuenta. Pero es el fenómeno norteamericano el que estoy
tratando de comprender y establecer: un agotamiento de la esperanza de que la
escritura puede modificar en algo las cosas, o el descubrimiento de que toda la
maldad ya es algo conocido y absolutamente denunciado; que todas las soluciones
para terminar con la maldad son conocidas; que nada cambia, que todo sigue como
siempre, salvo que se ha perdido el vigor de la expresión y la fuerza del arte. Una
especie de sistema amoral, violento, en el cual el artista sólo es astuto en el acto de la
retirada.

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Existen muchas excepciones a esta generalización, qué duda cabe. Hemos
contado con novelas sobre Vietnam. Y evidentemente ello es menos cierto si lo
aplicamos a escritores negros y a autoras feministas. Sin embargo, es cierto en lo que
se refiere a todos aquellos que más que hacer la cultura parecemos hechos por ésta,
aun cuando somos novelistas tradicionales, que reflejamos lo que vemos y
construimos un mundo moralmente inteligible. De alguna manera, en esta era
posmodernista nos hemos acobardado. Carecemos de cierto ardor imaginativo, la
intención predominante de hacer estremecer la tierra, por una parte, y por otra, la
impresión de que si el mundo no respondiese de la manera adecuada nos obligaría a
renunciar a expresarnos por medio de la escritura. De manera que, juntamente con
Tolstoi, murmuraríamos contra el arte tal como antes habíamos murmurado contra la
vida.
Y existe un giro equivalente entre los críticos. Pienso en las pocas obras escritas
por mis contemporáneos que constituyen un ejemplo de ficción política. No hacen
más que acentuar las reglas imperantes. Los críticos norteamericanos todavía no han
ideado ninguna poética que considere el compromiso como algo más que una
comprensible pero, no obstante, deplorable crisis formal. Tengo la impresión, quizá
injustificada, de que para un segmento de la comunidad crítica de Estados Unidos el
examen minucioso de la sociedad en una historia, la imposición en la novela de los
asuntos públicos en la vida privada, la iluminación de la historia dentro de un
individuo, coloca la obra ante un riesgo estético. Es por ello que la novela social
siempre se ve como una novela ideológica. De hecho, si el tema de la novela es de
una cierta clase, si la novela trata de un organizador de un sindicato, por ejemplo, o
de una familia que recibe ayuda de la asistencia social, se la considera una obra
política, es decir, impura, mientras que una novela sobre la vida en la escuela
preparatoria, pongamos por caso, no lo es. Lo político siempre tiene que separarse de
aquello que es mero entretenimiento. Se cree que las novelas sobre la CIA de William
Buckley sirven para pasar el rato. En cambio, unos meses atrás, el crítico Robert
Alter señalaba en The New York Times Book Review, que la novela de Joseph Heller,
Trampa 22 y una novela mía, El libro de Daniel, presentaban el defecto de estar
impregnadas de un espíritu hostil a la República.
La distinción final es, por supuesto, entre política y literatura, una distinción
curiosa y probablemente una fuente de diversión para los escritores de otras partes del
mundo, como Nadine Gordimer en Suráfrica, por ejemplo, o Milan Kundera en
Checoslovaquia, Günter Grass en Alemania occidental, García Márquez en
Colombia, y habría hecho reír a Stendhal, Dickens, Dostoïevski y Malraux. Creo que
no es calumnioso sugerir que algunos de los críticos norteamericanos se muestran
más dispuestos a aceptar la novela política y aun a aplaudir este o aquel ejemplo
siempre y cuando sea obra de un extranjero y trate acerca de un país extranjero. Este
hecho es análogo al apoyo brindado por el presidente Reagan a los movimientos
obreros siempre que estos tuvieran lugar en Polonia.

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Volvamos por un instante a la década de 1930. Nadie podría desear seriamente
que los años treinta fuesen presentados como una especie de era modélica. No es
posible descubrir algo ni remotamente deseable en la Depresión, la Noche de los
Cristales Rotos o los procesos farsescos. No imagino que el sentido de la historia sea
inspirar arte. No comparto la idea de Faulkner de que la «Oda a una urna griega» sea
más valiosa que un número cualquiera de viejas… o de viejos. No creo que Faulkner
valga todo el sufrimiento del Sur anterior a la guerra, y antes preferiría que no
hubiese existido Kafka, si el precio era la carnicería que tuvo lugar en la Europa del
siglo XX. Pero al tratar de situar la escritura norteamericana contemporánea, vuelvo la
vista hacia los años treinta, esa década supuestamente pobre, de energía artística
desperdiciada e intelectuales incautos y malas novelas proletarias, y no sólo veo a
Faulkner y Hemingway, Fitzgerald y Thomas Wolfe, sino a James T. Farrell,
Katherine Anne Porter, Richard Wright, Nelson Algren, William Saroyan, John
Steinbeck, John Dos Passos, Nathanael West, Dorothy Parker, Edward Dahlberg,
Dalton Trumbo, Zora Neale Hurston, Horace McCoy, Erskine Caldwell, Lillian
Heilman, James Agee, Edmund Wilson, Daniel Fuchs, Henry Roth, Henry Miller.
Para citar a los primeros. Una literatura de una variedad inmensa y signada por la
discordia, con una discusión en cada lado, preñada de pasión, excesiva,
autodestructiva.
En comparación, la vida literaria actual es decorosa. Todo está muy tranquilo hoy
en día. ¿Acaso se debe a que nuestra sociedad es luminosa y perfecta? ¿Es que a
todos los vampiros les han traspasado el corazón con una estaca? ¿O acaso nosotros,
como escritores, hemos renunciado a creer en la autoridad del arte, en el lugar central
que la narrativa crítica ocupa en el debate nacional?
Alfred Kazin tiene una idea sobre los años treinta que tal vez sea apropiada para
citarla aquí. Dice Kazin: «Aquel período crucial resultó ser más eficaz en la
contrarrevolución que en la revolución, en el poder del Estado que en la libertad
apostólica del alma individual». Y continúa: «En la década de los treinta no era el
izquierdismo sino la ortodoxia lo que se convertía en la norma. Aunque resulta muy
fácil considerar sentimentalmente ese período como un tiempo de lucha contra la
pobreza y la opresión, lo cierto es que vio el triunfo del fascismo en Alemania y
España, el dominio irrefrenable del terror estalinista sobre lo que había de progresista
en el propio comunismo. En Estados Unidos, ante lo ocurrido en Pearl Harbor, el
estatismo aparentemente necesario para superar la crisis legislativa del New Deal
tuvo muy pronto que forjar una regimentación social y formas de control intelectual
que en la actualidad los norteamericanos consideran normales».
Claro que cito sus comentarios fuera de contexto. Pero si Kazin tiene razón —y al
escuchar las histéricas voces del conservadurismo no sólo en el campo de la cultura
sino en todos los demás, ¿cómo dudarlo?—, ya podemos vislumbrar la dependencia
última del artista respecto del público por el que tendría que hablar. Y ¿por qué no?
Concebimos la obra de arte como el acto esencial de la individuación, pero también

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se lo puede considerar como un producto de la comunidad. La narrativa es el arte más
cercano al acto cotidiano más corriente de la mente humana. La gente encuentra el
sentido de la existencia en la idea de sucesión, en el conflicto, en la metáfora y en la
moraleja. La gente piensa y abre juicios a partir de un discurso narrativo. La forma
narrativa de pensar se ofrece de manera natural a todo el mundo, mientras que no
sucede lo mismo, por ejemplo, con el razonamiento científico o el matemático. Uno
se imagina que en la alborada de la vida humana prehistórica, no tuvieron necesidad
de inventar la narración oral de historias como, en cambio, sí que hubo de inventarse,
digamos, el cálculo o la rueda. Todo el mundo, en todo momento, realiza una
composición narrativa; nuestra experiencia es un discurso narrativo incesante que
tiene lugar dentro de nosotros. La novela duplica la temporalidad de la existencia, y
la mayor parte de las veces la autoridad ante la narración de aquélla constituye la
muerte de sus personajes; la misma autoridad, en palabras del gran crítico Walter
Benjamin, «que aun el más pobre desgraciado cuando agoniza posee ante los seres
vivientes que le rodean».
Así, irónicamente, podría ser que los escritores, en nuestra retirada, en la
pragmática visión no política de nosotros mismos y en nuestro oficio, estuviésemos
expresando la crisis general de nuestra época. Estamos escribiendo tal como vivimos,
en una especie de sumisión pasmosa a las circunstancias políticas de nuestra vida y a
la autoridad de los políticos que mantienen el establishment. Se nos compra mediante
las comodidades de que gozamos mientras se cometen atroces atropellos morales en
nuestro nombre. Una ideología estatista invade el ámbito del pensamiento individual.
No quiero decir que los problemas de los escritores en estas circunstancias no
sean los problemas menores de Estados Unidos. Pero la coerción de la realpolitik, la
ideología de la guerra fría y la sombra de la bomba atómica, bien pueden haber
sustraído la pasión de nuestro oficio, que es la creencia de que la escritura importa,
que la salvación radica en asumir el papel de testigo y reserva moral. En estos días,
muchos de los mejores escritores de Estados Unidos hacen una especie de profecía
pasiva. Se centran en la impotencia o el desamparo de nuestra existencia, y en lo
inapropiados que son los puestos públicos para la vida humana o lo inadecuada que
es nuestra cultura para la conducción de la emoción humana. De sus páginas surge
una crítica social inadvertida carente de aquel grado de ira que los llevaría, como le
ocurrió a León Tolstoi, en un camino de ida y vuelta, del arte a la convicción de que
no hay nada más importante que enseñar a leer a los hijos de los pobres. El joven
escritor de hoy que desde el punto de vista filosófico adopta el tono del estilo
narrativo de Hemingway, corre el peligro de no advertir el estado predominante de las
cosas, según el cual el futuro que nos espera no es individual. Como dueños
independientes de nosotros mismos sin ningún dominio sobre nuestro destino, tal vez
fracasemos en la tarea. ¿Cómo podremos mantenernos fieles a la naturaleza
cambiante de nuestra vida si nos aferramos a un mito que es invalidado por la
historia? Si nuestras respuestas a lo que sucede actualmente fuesen apropiadas,

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seguramente darían como resultado libros de un carácter más basto, burdo y vigoroso
que los que estamos produciendo. Libros con menos lustre y retraimiento, pero que se
ocuparan de la forma en que el poder actúa en la sociedad, de quien lo detenta y de
cómo se hace la historia. Con el fin de comenzar a recuperar el sentido de nosotros
mismos, quizá tengamos que volver a la infancia, al pasado, y descender a lo más
profundo de nuestros sueños, para empezar de nuevo. Para reformar la sociedad
precisamos de las palabras. Si realizamos ese esfuerzo, todo cuanto he estado
reflexionando en estas páginas tal vez no sea un fin sino un principio. Y eso, jóvenes
escritores, debería dilatar vuestros ollares y permitiros olfatear a la presa.

(1985)

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Un ciudadano lee la Constitución

Sin incluir las enmiendas, la Constitución consta aproximadamente de cinco mil


palabras, la extensión aproximada de un cuento. Se trata de una obra
enigmáticamente árida, carente de emoción, que anuncia con su monotonía las
estructuras y funciones del gobierno, las condiciones y obligaciones de los cargos, las
limitaciones de los poderes, los medios para reparar los delitos y regir la economía.
Se erige como ley suprema de la patria. Concluye con unas instrucciones sobre la
forma de introducir enmiendas a su propio texto, y asume la obligación de hacerse
cargo de todas las deudas en que han incurrido los estados bajo la letra de su pariente
pobre, los Artículos de la Confederación.
Su lectura no es más chispeante ahora de lo que recuerdo que lo fuera en las
clases de formación cívica que dictaba la señora Brundage, en el séptimo grado de la
Joseph H. Wade Júnior High School. Consta de cinco mil palabras, pero se lee como
si tuviese cincuenta mil. Carece de un elevado tono retórico y no se advierte en ella
menor vestigio de ingenio, como cabría esperar, por otra parte, ya que fue redactada
por una comisión de juristas. No recurre a ninguno de los tropos de la literatura con el
fin de crear estados empáticos en el espíritu del lector. No pretende persuadir.
Aborrece la metáfora del mismo modo que la naturaleza detesta el vacío.
La primera reacción del lector consiste en precipitarse en busca de alivio sobre un
documento norteamericano anterior, tan lleno de la pasión y de la fuerza que confiere
la indignidad como la obra de cualquier artista solitario:

Consideramos que estas verdades son manifiestas, que todos los hombres son creados iguales, que su
Creador les ha otorgado ciertos Derechos inalienables, que entre los cuales figuran la Vida, la Libertad y
la consecución de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos, se han instituido gobiernos entre los
hombres, que reciben los justos poderes con el consentimiento de los gobernados. Que en el caso de que
cualquier Forma de Gobierno se torne destructiva de estos fines, el Pueblo tiene Derecho a cambiarla o
aboliría, para instituir un nuevo Gobierno.

He aquí la expresión sustantiva de un solo espíritu humano —da la casualidad que el


de Thomas Jefferson—, aun cuando habla por todos. Está comprometida con el arte
de la revolución literaria, reescribiendo la historia, deponiendo los derechos divinos a
gobernar y denunciando las jerarquías genealógicas de los privilegios humanos como
fraudes crueles, definiendo los derechos humanos como derechos universales y

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otorgando la fuente y el poder del gobierno al pueblo gobernado. Es la voz radical de
la liberación nacional, la prosa combativa que levanta las armas de las verdades
manifiestas y dispara a bocajarro.
¿Qué lector no desea que la Constitución hubiera sido escrita con ese mismo
espíritu? Por supuesto, todos sabemos que no pudo ser, que la redacción de leyes por
parte de los juristas supone unas exigencias propias, y éstas son, presumiblemente, la
precisión y la claridad, lo cual requiere en todo momento frases encorsetadas con
expresiones como «por lo que» y «en lo subsiguiente», y «de esto y en aquello», y
«no obstante lo que antecede», etcétera.
Con todo, nuestra comprensión de la Constitución debe provenir de la valoración
de su carácter como composición, y ello nos servirá para determinar por qué es como
es. He aquí un resumen de lo que he aprendido con respecto a las circunstancias bajo
las que fue redactada.

EL ORIGEN

La Convención Constituyente fue convocada en primer lugar porque, tras la guerra,


los hombres influyentes en el gobierno de Estados Unidos, en el marco del Congreso
Continental, no estaban muy seguros de que los poco estructurados Artículos de la
Confederación, tal como estaban escritos, pudiesen tornar permanentes los logros de
la Revolución. Sin los odiados británicos para mantenerlos unidos, los estados
renovarían las viejas rencillas y la explotación mutua. Tenían tantos problemas entre
ellos como los que separaban a las diversas clases de gente en el seno de sus
sociedades, y hombres como George Washington y James Madison previeron que se
avecinaba una especie de anarquía que conduciría a otro despotismo, fuese impuesto
por los nativos o bien por la invasión de fuerzas extranjeras, españolas o,
nuevamente, inglesas. Había muchos intereses contrapuestos en juego. Los estados
agrarios del Sur, con sus plantaciones tropicales de arroz y algodón, consideraron
peligrosos para sus intereses los impuestos a la exportación que los estados con
puertos en el Atlántico aplicaban a sus mercaderías. Los estados pequeños, como
Delaware, se sintieron amenazados por sus vecinos más grandes, como Pensilvania,
por ejemplo. A consecuencia de la revolución existía una deuda enorme que los
deudores deseaban cancelar con papel moneda emitido por el propio estado, en tanto
que los acreedores, los tenedores de valores, banqueros, comerciantes, hombres de
fortuna, querían recibir en moneda fuerte de curso corriente. Existían diversas
comunidades étnicas y religiosas, esclavos negros, criados contratados blancos. Y
había indios en los bosques. Los estados que no eran colindantes tenían muy poco en
común. Para un neoyorquino, Carolina del Sur no era el Sur, sino otra región
absolutamente distinta, con gente de diferentes orígenes y maneras raras de hablar y
comportarse; en una palabra, eran extranjeros. Georgia y Carolina del Sur dependían

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de los esclavos para explotar sus plantaciones. En 1787, para muchos norteños la
esclavitud era aborrecible, y una economía basada en ella resultaba detestable.
Al respecto, es importante recordar que antes de que la idea de la independencia
tomara cuerpo, la sociedad colonial llevaba ciento cincuenta años de existencia. Eso
es mucho tiempo, el suficiente para que surgiera una clase autóctona de gran riqueza
y se produjese una profunda división entre ricos y pobres. La mayor parte de las
tierras estaba en manos de muy pocos, a quienes, por lo tanto, se aborrecía
vehementemente. El tres por ciento de la población controlaba el cincuenta por ciento
de la riqueza. La gente no era estúpida; todo el mundo sabía del robo, de las
trapacerías legales, de los favoritismos, de los privilegios y de la corrupción de los
funcionarios del gobierno que habían creado semejante desigualdad. En realidad, es
posible que la canalización de los sentimientos públicos contra el rey Jorge fuese
precisamente lo que evitó que las colonias se separaran a causa de insurrecciones de
pobres contra ricos; que acontecimientos como la Revuelta del Té en Boston y la
llamada a las armas de Jefferson y Tom Paine crearan el enemigo común, los
británicos, para unificar todas las clases en América del Norte y, desviando hacia los
soldados la ira y la rabia de la gente, salvar las fortunas y el pellejo de las clases altas
norteamericanas. A éstas pertenecían, por cierto, la mayoría de los cincuenta hombres
que integraron la convención en Filadelfia. Washington era, probablemente, el mayor
terrateniente del país. Benjamin Franklin poseía una considerable fortuna y Madison
era propietario de varias plantaciones con esclavos.
Existía un factor adicional que los sensibilizó. La convención había sido
convocada con el fin de introducir enmiendas a los Artículos de la Confederación. El
Congreso Continental incluso estaba sesionando en la ciudad de Nueva York y
resolvía asuntos de Estado, y no todos ellos de menor importancia. Se trataba, por
ejemplo, la legislación que proscribía la esclavitud en los territorios occidentales. Sin
embargo, en vez de enmendar los Artículos, se persuadió a los convencionales
reunidos en Filadelfia de que los anularan totalmente y creasen algo nuevo: un ente
federal que comprendiera todos los estados. Quien propuso el temario para esa línea
de acción fue el gobernador de Virginia, Edmund Randolph, que presentó a debate
una serie de resoluciones, motivo por el cual se lo denominó Plan Virginia. No
obstante, la opinión de crear algo nuevo, un flamante gobierno federal que estuviese
por encima de los estados independientes, contaba con el fuerte apoyo de los
delegados influyentes de varias jurisdicciones. Y así la convención emprendió una
tarea que era, de hecho, subversiva. Violó su propio mandato y comenzó a avanzar en
la dirección hacia donde empujaban los federalistas. Fue a causa de esto, y porque en
el transcurso de los enérgicos debates que se sucederían durante los meses siguientes
ningún participante quería que le echaran en cara sus propias observaciones o
posiciones, que los convencionales acordaron efectuar las deliberaciones en secreto
mientras estuviesen reunidos, prohibiendo que se levantaran actas oficiales de las
sesiones y jurando que no formularían declaraciones a la prensa. Todo ello causaría

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una gran contrariedad a Jefferson, por entonces en Francia en calidad de ministro, a
quien la idea del secreto le repugnaba. Sin embargo, Madison, afortunadamente para
nosotros, tomó notas en una libreta. No verían la luz hasta 1843, pero nos
proporcionan la relación más completa de aquellas deliberaciones secretas así como
del carácter de las mentes que las efectuaron.

LA CONVENCIÓN

¡Qué mentes notables eran! Lo primero que hicieron fue constituirse como comisión
globalizadora, lo que les proporcionó la facultad de la improvisación y el debate, así
como flexibilidad de acción, de tal modo que, cuando debían tomarse resoluciones
conjuntas, podían presentarlas en sesión plenaria.
De manera metódica, tratando una cuestión espinosa tras otra, fueron recorriendo
augustamente todos los puntos del temario. Si algo no podía resolverse, quedaba
pendiente y se encaraba el siguiente punto. Nada detenía su concienzudo avance a
través de aquel laberinto de ideas y resoluciones mediante las cuales creaban
lentamente un mundo nuevo para sí mismos: quién dictaría las leyes, quién las
aplicaría, quién sancionaría su formalidad judicial; si los estados pequeños no se
avenían a la representación proporcional, pues entonces debería crearse el Senado, a
fin de otorgar representación equitativa a cada estado. Resultaba fácil ponerse de
acuerdo sobre ciertas cuestiones: el escrito de habeas corpus, el carácter preciso de lo
que se consideraba traición. Si se leen las dramáticas reconstrucciones de su obra, y
existen varios libros que nos las brindan, se siente la emoción de estar observando a
hombres vivos, falibles, en la tarea de conformar los Estados Unidos de América y de
elaborar su concepto rector del federalismo, un sistema de gobiernos nacionales y
locales, cada uno de ellos con poderes definidos y jurisdicciones legales separadas.
A lo largo de todo ese proceso, Washington ocupaba un lugar destacado en la sala,
y nunca abría la boca. Cuanto menos decía, mayor era su prestigio. Habían acordado
elegir un jefe ejecutivo, que se llamaría «presidente», y todos sabían quién sería. Él
sólo tenía que permanecer allí sentado con el fin de alentar a los delegados a
perseverar. También Franklin hacía sentir el considerable peso de su presencia,
pronunciando unas pocas palabras de vez en cuando, con voz queda, o bien pasando
una nota al orador para que la leyera. En aquel entonces, Franklin era un hombre
mayor, de más de ochenta años. En un momento determinado, cuando la discusión se
empantanaba en el disenso, él recomendaba que todo el mundo callara y elevase una
plegaria.
Los juristas quedaban tan estupefactos ante aquella idea, que los ánimos se
calmaban, seguramente tal como él pretendía que sucediese, y proseguía la sesión.
Y a medida que transcurrían las semanas, nacía entre los delegados —o debía de
nacer— una conciencia creciente de su identidad no sólo como ciudadanos de

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Carolina, Virginia o Nueva York, sino como miembros de una nueva nación. Una
visión continental de nacionalidad iluminaba sus espíritus, y una emoción colectiva
debió de apoderarse de ellos mientras, día a día, mes a mes, plasmaban juntos sobre
el papel la nación que imaginaban. No pueden leerse los resúmenes de sus
deliberaciones sin comprender cómo resolvían las cosas a medida que avanzaban a
partir de sus diferencias sometidas a debate, de modo que así surgió una suerte de
intelecto colectivo. Éste poseía la sabiduría del conocimiento acerca de la forma en
que actúan los hombres cuando tienen poder y por qué motivo. Esta objetivación de
personalidades e intereses individuales surgió de la identificación unánime con el
método parlamentario, y fue, finalmente, automotora. Esos hombres inventaron un
ámbito del lenguaje, y ese lenguaje proclamó —sea mediante resoluciones de triunfo
moral o de fracaso moral— la idea de justicia. La idea de una justicia imparcial para
gobernar a los hombres, incluidos aquellos que tienen que dictar las leyes y
aplicarlas.
Una vez que se hubieron tomado varias resoluciones, se formó una comisión para
ocuparse de dar una forma y un orden a los pormenores, lo que se llevó a cabo
mediante la redacción de los artículos y de las secciones dentro de éstos, agrupando
las resoluciones en cada una de las ramas legislativa, judicial y ejecutiva, los
derechos y las obligaciones de los estados, la supremacía de la Constitución como
ley, etcétera.
Cuando dicha comisión tuvo estructurada la composición del texto y ésta fue
debidamente examinada, ponderada y enmendada, se constituyó una comisión de
estilo. Es mi comisión favorita. La integró William Samuel Johnson, por Connecticut;
Alexander Hamilton, por Nueva York; Madison, por Virginia; Rufus King, por
Massachusetts, y el gobernador de Pensilvania, Morris. Al parecer fue éste quien
realmente tuvo a cargo la redacción. Y es ese documento, elaborado por la comisión
de estilo y aprobado por la convención, lo que se conoce como Constitución de
Estados Unidos. Y por primera vez después de varios borradores apareció en el
preámbulo la frase: «Nosotros, el pueblo de Estados Unidos», incorporando de este
modo, tranquilamente, la idea seminal de la Declaración de Independencia y la visión
continental de federalismo.

LA VOZ DE LA CONSTITUCIÓN

Volvemos así sobre la cuestión del texto. Es cierto que la Constitución se lee como se
lee porque fue redactada por una comisión de juristas, pero ello no basta. Hay algo
más. Toda composición escrita posee una voz, un sujeto, un protagonista presentador,
sea por designio del autor o no. La voz de la Constitución es una voz queda. No nos
anima; no proclama verdades manifiestas; no se arma con principios filosóficos o
políticos; no argumenta, explica, condena, excusa ni justifica. Es pos revolucionaria.

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Si bien no proclama la probidad, está, sin embargo, rebosante de rectitud. Y esto se
debe a que busca instalarse en el mundo, intenta la elevación de los actos ilegítimos
de los hombres —ilegítimos, en primer lugar, porque el gobierno británico ha sido
derrocado, y, en segundo lugar, porque la confederación de los estados ha sido
subvertida— a la posición legítima de la nacionalidad. Expresiones como «por lo
que», «mientras que», y «por consiguiente», no son meros formalismos, sino también
el lenguaje del Imperio Británico, el lenguaje de los depuestos. Nada ha cambiado
tanto, dice la Constitución, mintiendo; no somos nada que resulte irreconocible.
Pero hay algo más. El tiempo verbal clave en el texto es el futuro, como en:
«Todos los poderes legislativos aquí otorgados serán investidos por un Congreso de
Estados Unidos, que consistirá en un Senado y una Cámara de Diputados», o bien:
«El Congreso podrá admitir nuevos estados en esta Unión; pero ningún nuevo estado
será formado o creado dentro de la jurisdicción de cualquier otro estado». La
Constitución no se interesa explícitamente en los perjuicios que causó. En el aspecto
sintáctico, es futurista: señala lo que vendrá. Vaticina. Aun hoy, después de haber
vivido doscientos años en el marco de la profecía, la leemos y la encontramos todavía
adelantada en el tiempo. La Constitución dicta la ley y asume para sí el poder infinito
de dictarla. La Constitución decreta. En sus artículos y secciones, uno tras otro,
ofrece una escalera al cielo. Es fría, distante, remota como una voz de lo alto, que se
refrenda a sí misma.
A lo largo de la historia, han sido mayormente los reyes y los servidores de sus
iglesias quienes han decretado las leyes, y siempre en nombre de Dios. Pero en este
caso es el pueblo quien lo hace: «Nosotros, el pueblo (…) decretamos y sancionamos
esta Constitución para los Estados Unidos». Y la palabra Dios no aparece en ninguna
parte del texto. ¡El cielo no lo permita! En realidad, su postrera limitación estricta es
que «jamás se requerirá prueba religiosa alguna como calificación para ocupar un
cargo público o gubernativo en Estados Unidos».
La voz de la Constitución es la conciencia ineludible y solemne del pueblo
otorgándose las leyes a sí mismo. Pero puesto que en el mundo judeo-cristiano de la
civilización occidental toda ley dada imita a Dios —por ser Dios el sumo legislador
—, al afectar la voz transhumana de la ley, esa monotonía árida que desdeña la
persuasión, la Constitución no sólo adopta el tono respetable del estatuto británico,
sino que asume radicalmente el carácter de las Escrituras.
La voz ordenadora de la Constitución es bíblica, pero al conservar resueltamente
la autoridad para su aplicación en el consentimiento público, se presenta como el
texto sagrado del humanismo secular.
Ojalá la señora Brundage me hubiese contado todo esto cuando asistía a la Wade
Junior High School.
Ojalá los maestros de Jerry Falwell, Jimmy Swaggart y Pat Robertson se lo
hubiesen enseñado cuando iban a sus respectivas escuelas secundarias.

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EL TEXTO SAGRADO

Ahora bien, es característico que todo texto sagrado posea, más allá de su contenido
literal, un tremendo significado simbólico para aquellos cuyas vidas rige. Pensemos
en la Torá, el Corán, los Evangelios. El texto sagrado no sólo establece el orden
social sino la identidad espiritual. Y mientras cada estado ratificaba la Constitución,
por lo general no sin caer en vehementes debates y discusiones, en las principales
ciudades la gente se lanzaba a la calle para manifestarse y festejar, con una renovada
percepción de sí misma y de su futuro.
Toda ciudad importante poseía, como símbolo del Estado y sus asuntos, una nave
que recorría las calles tirada por una yunta de caballos; estaba hecha de madera y
circulaba por las avenidas con las velas desplegadas y, tal vez, una tripulación de
muchachos con uniforme de marinero. Inevitablemente, llevaba el nombre de
Constitución, o Federalismo, o Unión. La precedían compañías de soldados, e iba
rodeada por la música de pífanos y tambores, y los niños corrían tras ella, riendo ante
aquel espectáculo surrealista.
De todos los desfiles en honor de la ratificación, el más importante tuvo lugar en
Filadelfia. No sólo hubo una nave conmemorativa, la Unión, sino una carroza con
forma de enorme águila, tirada por seis caballos, en la cual iba una representación de
la Constitución enmarcada y coronada con el gorro de la Libertad, y las palabras EL
PUEBLO con letras doradas en el bordón que la sostenía. Aún más rebuscada era una
majestuosa carroza de lento andar denominada el Nuevo Techo; la Constitución, en
este caso, era representada como una estructura bajo la que se cobijaba, sana y salva,
la sociedad. El Nuevo Techo de la Constitución se levantaba en un carruaje tirado por
diez caballos blancos. Adornado con estrellas, el domo era sostenido por trece
columnas, cada una de las cuales representaba un estado; en lo alto del domo, había
una bella cúpula rematada por una figura de la Abundancia, con su cornucopia. Si al
lector le gusta el singular encanto de todo eso, le recuerdo que en la actualidad
hablamos de los «forjadores» de la Constitución, no de los «autores», que sería el
término más exacto y realista aunque menos adecuado mitológicamente.
Detrás del Nuevo Techo desfilaban cuatrocientos cincuenta arquitectos,
carpinteros de obra, fabricantes de sierras y afiladores, para que la gente supiese que
contaba con una industria constructora de techos al servicio de todos.
En una carroza de doce metros de largo se exhibía una carda mecánica, una
máquina de hilar de ochenta husos, un telar de encajes y una estampadora textil. En el
desfile participaban unidades militares, compañías de infantería y de caballería ligera,
así como sacerdotes de todos los credos. Desfilaban empleados municipales, así como
maestros y alumnos de las escuelas, pero quienes más destacaban eran los miembros
de distintos gremios, todos vestidos con sus ropas de trabajo, que llevaban pancartas

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o tiraban de alguna clase de carruaje, cada uno con su respectivo cartel: fabricantes de
velas y abastecedores de buques, cordobaneros, carroceros, pintores de anuncios,
relojeros, tejedores de cintas, albañiles, sastres, fabricantes de ruecas, grabadores y
doradores, herreros, alfareros, carreteros, caldereros, sombrereros, peleteros,
pantaloneros, armeros, talabarteros, canteros, panaderos, cerveceros, barberos,
carniceros, curtidores, noqueros y, me complace decirlo, impresores, libreros y
papeleros.
Tanto peso tuvo la gran cabalgata de Filadelfia con sus comerciantes y artesanos,
que bien podría haber sido el desfile del Día del Trabajo. Los flamantes Estados
Unidos independientes demostraban su fuerza y su orgullo como una república en la
que se trabajaba duro, lo cual contrastaba con los dominios europeos del privilegio y
el título nobiliario, con su sistema de pobreza concomitante. La Constitución era la
América del Norte que se deseuropeizaba. Estaba produciéndose una especie de
fisión, de la que nacía una república de la clase obrera, que descansaba, en primer
lugar, sobre los hombros de sus ciudadanos soldados, vestidos de basto color marrón
y sobrio color negro, y luego sobre los de sus artesanos y obreros especializados. Ésa
era, en cualquier caso, la idea simbólica, la mitología que, casi de inmediato, se
agregó a la Constitución sancionada. Desde un primer momento adquirió un carácter
simbólico que sus autores, siempre con la preocupación de que no fuese sancionada,
no podían haber previsto. Hablamos del «milagro de Filadelfia». Ése era el impulso
que actuaba entonces: la celebración del texto sagrado; los milagros que escapan a la
simple comprensión humana; una causa que despertaba admiración y gratitud. En una
palabra: algo sobrenatural.

EL SUBTEXTO

Sin embargo, también es cierto que cuando los textos sagrados crean una comunidad
espiritual, crean, al mismo tiempo, una comunidad más amplia compuesta por los
excluidos. Se excluye a los filisteos, o a los paganos, o al populacho.
Aun cuando la Constitución iba consolidando su esencia sagrada en el espíritu de
la gente en general, seguía siendo la obra, la composición de sus autores, y éstos no
eran obreros ni, mucho menos, mujeres, sino en su mayoría, patricios. Solía tratarse
de personas instruidas, ricas, que no carecían de un interés personal en el hecho en sí.
El historiador Cari Degler señala en Out of Our Past: «Ninguna nueva clase social
llegó al poder a través de las puertas de la Revolución norteamericana. Los hombres
que concibieron la sublevación fueron sobre todo miembros de la clase gobernante
colonial». Eso incluye a los cincuenta y cinco de Filadelfia. Ellos mismos eran
conscientes de los beneficios y la disposición que garantizaban las deudas contraídas
bajo la confederación, si no para ellos, para los de su clase. Los tenedores de títulos
públicos, es decir, los acreedores de la nación, estaban destinados a ganar mucho

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dinero; al mismo tiempo, los deudores —los propietarios, los pequeños granjeros—
estaban destinados a perderlo todo. En su mente, se trataba de un documento práctico.
No se consideraban Padres Fundadores ni forjadores ni nada más augusto que un
grupo de hombres que se ocupaban del bien público en virtud de su experiencia y su
origen. Su interés residía en constituir una nación libre e independiente, pero también
un orden económico nacional que les permitiese hacer negocios en paz, provechosos,
y en circunstancias estables como consecuencia de contar con un fuerte gobierno
central.
Los ideales de la democracia política no siempre concuerdan con la marcha
fructífera de los negocios. Así, según se concibió en 1787, sólo la Cámara de
Diputados sería elegida por el voto popular. Los senadores, en cambio, lo serían por
las legislaturas de cada estado, y los presidentes, por un colegio electoral, esto es, por
hombres como ellos mismos que dispondrían de los votos de su respectiva localidad.
Estas disposiciones causaban la impresión de que veían la necesidad de contar con
controles y medios para contrarrestar el peso de las mayorías populares. Además,
disponer de un texto que diversificara los intereses comerciales regionales podría
permitir significativos acuerdos reductores. Uno de esos acuerdos se estableció entre
los estados del Norte y los del Sur. Se permitiría la importación de esclavos durante
veinte años más; a cambio, para que el Congreso sancionara las leyes sobre
navegación comercial que los estados con salida al Atlántico tanto necesitaban, sólo
se requeriría una mayoría simple. Ese acuerdo aborrecible figura, en parte, en el
Artículo IV de la Constitución original. En este caso, la exactitud y precisión del
lenguaje estatutario no es utilizada para esclarecer sino para expresar con eufemismos
una práctica evidentemente aborrecible para los autores:

Ninguna persona tenida para servir o trabajar en un estado bajo las leyes de éste, que escapare a otro, será,
de acuerdo con la ley u ordenanza que allí rigiese, relevada de tal servicio o trabajo, sino que será
entregada ante el reclamo de la parte para la cual debe prestar dicho servicio o trabajo.

Si bien no se hace mención de la palabra «esclavo», está claro que quien lo era en un
estado seguía siéndolo en todos. El delegado por Virginia, George Mason, a mi juicio
el grande si bien inadvertido héroe de la convención, previno a sus colegas: «Como
sea que a las naciones no se las puede premiar ni castigar en el otro mundo, hay que
hacerlo en éste. Mediante una inevitable cadena de causas y efectos, la Providencia
castiga los pecados nacionales por medio de calamidades nacionales». Podría
haberles dicho: «Si atacáis la voz bíblica, más os valdrá que Dios os ilumine, porque
la fuerza profética de vuestro discurso obrará contra vosotros». Y así tenía que
suceder. Mediante una cadena histórica de causa y efecto, aquel artículo aborrecible
actuó como la mecha de una carga de pólvora, hasta que setenta y cinco años después
el país estalló en una guerra civil. Sólo en 1865, con la aprobación de la
Decimotercera Enmienda, se abolió la esclavitud en Estados Unidos. Y el coste
monumental en vidas, tanto de negros como de blancos, de esa guerra, el coste para la

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gente de color, la tragedia de su vida en el Sur anterior a la contienda, así como para
los negros norteamericanos en general a partir de entonces (los impuestos estatales de
capacitación que en el Sur les impedían votar, no fueron abolidos hasta 1964, con la
promulgación de la Vigésimocuarta Enmienda), demuestran cuán poderosa, cuán
malignamente poderosa ha sido la Constitución futurista y transhumana en aquellos
puntos que fueron deficientemente redactados. Lo sagrado se torna profano; se
produce una especie de inversión blasfema de los términos.
En esta formulación reside la capacidad de la Constitución para enmendarse a sí
misma, o, en términos de los autores, para aceptar su revisión, lo que nos muestra a
los delegados en su mejor momento. Sabían que lo que tenían entre manos era
imperfecto, un comienzo; Franklin y Washington así lo manifestaron. Sin embargo,
Mason se negó a estampar su firma en el documento constitucional, aun después de
que Franklin reclamara una presentación unánime ante los estados, a causa del
artículo esclavista y, también, porque no contenía una declaración de derechos, esto
es, normas explícitas sobre los derechos de los ciudadanos norteamericanos a la
libertad de expresión, de reunión y de credos religiosos, así como a un juicio diligente
por jurado en casos de delitos penales. Tampoco se prohibía la detención de personas
o los registros sin orden judicial, ni se garantizaba la libertad de prensa, etcétera.
Alexander Hamilton arguyó que esas cosas estaban implícitas en la Constitución y no
era necesario expresarlas puntualmente, pero Mason, lo que dice mucho en su favor,
sabía que tenían que expresarse puntualmente, por escrito. Imagine el lector dónde
estaríamos hoy si Mason no se hubiera mantenido en sus trece y si la falta de una
declaración de derechos no hubiera merecido una mayor atención por parte de los
antifederalistas, como Patrick Henry. Deberíamos confiar nuestros derechos y
libertades a la interpretación del fiscal del Estado, Edwin Meese, para el que aquellos
que asumen la defensa en un juicio penal deben de ser culpables, o de lo contrario no
serían defensores, y quien ha manifestado que la Unión Norteamericana por las
Libertades Civiles es, esencialmente, una camarilla de criminales. Las diez primeras
enmiendas, obra de George Mason, fueron remitidas a los estados para su
promulgación por el primer Congreso electo en 1791.
Es cierto, creo, que en la mayor parte de los textos sagrados suele generarse un
cuerpo de leyes adicionales en torno al material primario, que alcanza también la
fuerza de la profecía. La Torá tiene su Talmud, el Corán, sus hadith, y el Nuevo
Testamento, los Hechos de los Apóstoles. De manera similar, nosotros tenemos las
sagradas enmiendas seculares y humanistas. El tiempo sagrado o mítico es infinito,
por supuesto, y no fue hasta 1920, con la promulgación de la Decimonovena
Enmienda, que las mujeres de Estados Unidos obtuvieron el derecho al sufragio.
(Tengo entendido que el estado de Georgia aún no ha ratificado esta enmienda).

HERMENÉUTICA

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El lector advertirá en este punto cierto cambio de tono: mi canto al milagro de
Filadelfia ha sufrido un ligero altibajo; se me ha quebrado la voz, y aquí me tienen,
hablando con el amargo graznido del crítico. Sin embargo, era casi inevitable que
sucediese. No puede considerarse la Constitución sin entablar un debate con ella. El
texto sagrado exige que sus partidarios no sólo crean en él sino que traten de
comprender sus significados, sus valores, sus revelaciones. Todos los días
encontramos en los periódicos ejemplos de este debate permanente con la
Constitución, mientras distintos elementos de la sociedad nos ofrecen sus versiones
de la verdad que encierra. El presidente Reagan discute con ella, el fiscal del Estado
discute con ella, y también yo lo hago, en mi carácter de ciudadano indefenso y desde
un punto de vista diferente. Por supuesto, el poder judicial federal ha introducido
enmiendas en ella, la ha interpretado y ha extraído leyes. Desde los tiempos del gran
John Marshall para abajo —bien abajo—, hasta los tiempos de William Rehnquist,
los tribunales de justicia no sólo han adorado la Constitución, sino que la han leído.
Sus lecturas son equivalentes a los comentarios sacerdotales que se añaden a todo
texto sagrado, y a los comentarios sobre los comentarios, y así contamos con
estatutos y opiniones realizados a lo largo de doscientos años.
Es inherente a la naturaleza del texto sagrado, que habla del pasado al presente y
hacia el futuro con esa voz bíblica que no se explica, el embellecerse, señalar la
fuente de sus ideas o bien las intenciones que llevaron a escribirlo. Pero lo que está
preñado de historia borrascosa —el texto refrendado por sí mismo, desprovisto de
toda emoción en interés de una exposición clara y precisa de las leyes—, es
paradójicamente la naturaleza de ese texto, el que resplandezca de manera ambigua y
se torne finalmente enigmático, como si se tratara de la voz esencial de la
autorrealización budista.
Y así, de la misma manera que se supone que la ontogenia recapitula la filogenia,
encuentro en estas reflexiones una recapitulación del debate sobre los estudios
constitucionales norteamericanos de los pasados doscientos años. Fue por ello que en
el siglo XIX historiadores como George Bancroft proclamaron el carácter
revolucionario de la obra de los Padres Fundadores, a los que elogiaban por haber
concebido una república de derechos iguales ante la ley, construida con los materiales
de la Ilustración europea, pero de acuerdo con el proyecto pragmático yanqui: un
federalismo de equilibrios y controles capaz de resistir los peores embates de la
historia, es decir, la Guerra Civil, en el mundo resultante de la cual estaba escribiendo
Bancroft.
Luego, en la primera parte del siglo XX, cuando salían a la luz las peores
transgresiones comerciales de Estados Unidos, un historiador, Charles Beard, revisó
los antiguos registros del Ministerio de Hacienda, así como otros documentos, y
descubrió elementos suficientes para afirmar que los Padres debieron de obtener
beneficios personales por la forma en que armaron la cosa, o al menos los obtuvieron

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los miembros de la clase a que pertenecían; que la mayoría eran abogados y hombres
de fortuna, y que podía comprobarse que el célebre sistema de controles y equilibrios,
más que asegurar una distribución del poder y una forma democrática de gobierno,
había sido establecido con el fin de dominar el sentimiento populista y evitar que una
verdadera política mayoritaria actuara sobre la vida norteamericana a expensas de los
derechos de propiedad. Madison ya lo había expresado, afirmaba Beard, en el número
10 del Federalist, que escribió con el fin de reclamar la sanción. Desde entonces, la
interpretación desde el punto de vista económico que realizó Beard de la
Constitución, se ha erigido en el eje del debate de los estudiosos. A fines de la
Depresión, un neobeardiano, Merrill Jensen, volvió a revisar el período posterior a la
revolución y concluyó con una tesis que defendía los Artículos de la Confederación
como el verdadero instrumento legal de aquélla, los cuales, con ligeras enmiendas,
podrían haber asegurado la paz y el orden de los estados de modo más democrático
que un gobierno centralista. De hecho sostenía que durante la vigencia de los
Artículos no existió crisis alguna ni riesgo de caer en la anarquía, salvo en la mente
de los hombres acomodados que se reunieron en Filadelfia.
No obstante, en la década de 1950, la era del conservadurismo de posguerra,
aparecieron estudios que se contraponían a ese argumento, los cuales demostraron
que la investigación de Beard era inadecuada, afirmando, por ejemplo, que entre los
forjadores del texto constitucional había tantos en contra de la sanción como a favor,
o bien, que los hombres poderosos e influyentes solían reaccionar de acuerdo con las
necesidades específicas de sus estados y localidades, fuesen éstos costeros o rurales,
antes que de acuerdo con la clase a que pertenecían.
Y en la década de 1960, la era Kennedy, surgió un nuevo argumento que describía
la Convención Constituyente sobre todo como un ejercicio de política democrática,
una junta secreta reformadora y nacionalista que era auténticamente patriótica,
improvisadora y en todo momento consciente de que para que el documento se
convirtiese en el código de leyes de la patria debía merecer la aprobación popular.
En el curso de autoenseñanza cívica que realizo, acepto todas estas
interpretaciones. Creo en todas ellas. Estoy de acuerdo con que algo noble y sin
precedentes se creó en Filadelfia; pero creo también que el interés económico
personal de un puñado de hombres de negocios desempeñó un papel muy importante
en su creación; que la junta fue democrática e improvisadora, pero que fue, al mismo
tiempo, una especie de golpe maestro. Creo que todas estas teorías son ciertas,
simultáneamente.

EL BICENTENARIO

¿Y qué dicen hoy en día, en la Era Reagan, los estudiosos de la Constitución?

Página 102
Bien, el énfasis que pongo en el texto, el uso de la analogía textual, responde a la
obra que los últimos años ha venido llevando a cabo una nueva generación de
estudiosos legalistas, quienes han discutido entre ellos si es posible considerar la
Constitución como una suerte de texto literario, capaz de soportar intensas lecturas
interpretativas —como un gran poema, digamos— o mejor, quizá, como una forma
de texto sagrado. He optado por aceptar también ambos enfoques, pero agregando,
como escritor profesional, que cuando veo a los demás profesionales fijar en el texto
una atención tan obsesiva como la mía, sospecho que se trata de una señal de que
vivimos en una época en que los significados de las palabras se degradan, una época
en que la cultura misma del discurso parece amenazada. Ésa es la visión que tengo de
Estados Unidos bajo el gobierno de Reagan, hoy; en términos de crítica literaria,
describiría su administración como desconstructivista.
Y así, la conciencia textual tal vez haya surgido entre nosotros como medio de
conservación; los profesores de derecho, en no menor medida que los novelistas,
comienzan, como si de monjes medievales se tratara, a copiar afanosamente los
pergaminos en estado de desintegración con el fin de conservarlos.
Dicho todo esto, es como si el enigmático texto constitucional no pudiera ser
visto en toda su dimensión, sino que, resplandeciendo de manera ambigua, ante cada
nueva generación se camuflase de nuevo en su propia época y su propia lucha. Es
como si la ambigüedad no estuviera en el texto sino en nosotros mismos, mientras
nos debatimos con nuestra propia naturaleza —nuestra conciencia con nuestros
apetitos, nuestro sentido de la justicia con nuestros miedos y egoísmos animales—
del mismo modo que los Padres Fundadores se debatieron con su Constitución,
brindándonos un espejo en el que nuestra brillante imagen se refleje a través de los
años, a medida que las circunstancias de nuestra vida cambian, nuestra forma de
vestir se modifica, la tienda que vende de todo se convierte en un gran centro
comercial de dos kilómetros cuadrados abierto las veinticuatro horas del día, las
carretas se transforman, como por encanto, en cohetes espaciales, nuestro país se
cubre de asfalto y nuestra joven república se vuelve un arsenal blindado de elementos
para la guerra ideológica; un espejo donde podamos ver quiénes somos y quiénes
querríamos ser, los patrocinadores de ejércitos privados de malhechores, violadores y
criminales, o la última esperanza de la humanidad.
Es posible que como consecuencia de la Segunda Guerra mundial y los últimos
cuarenta años de la historia de Estados Unidos nos encontremos en vísperas de algún
cambio caracterológico que ni los federalistas de la convención ni los antifederalistas
que se oponían a éstos pudieron prever ni aprobar. Bajo las circunstancias de la
realpolitik estamos evolucionando hacia un estado nacional militarizado, con una
economía militarizada más importante que la economía de consumo y que crece a
expensas de ésta; un establishment científica e intelectualmente militarizado y una
burocracia con oficinas de servicios secretos paramilitares; un Estado cada vez más
autárquico y menos regido por la legislación. Puede ser que nada de esto constituya

Página 103
una novedad. Lo que puede serlo, en cambio, es hasta qué grado la actual
administración (la del presidente Reagan) ha articulado una exposición razonada para
justificar este estado de cosas, de modo tal que también puede apreciarse cómo la
cultura, tanto la seglar como la religiosa, comienza a adaptarse a las necesidades de
una política estatal de seguridad nacional. Más que cualquier otra administración
anterior, la actual no glorifica ley alguna sino, antes bien, una indiferencia o incluso
un desprecio por la justicia, del mismo modo que en el nivel internacional se burla
del Tribunal Permanente de Justicia Internacional y, en el nacional, se rehúsa a
sancionar la ley federal de derechos civiles o a respetar los decretos de revisión
judicial, o bien deja en manos privadas la conducción de la política exterior proscrita
por el Congreso. Y más que cualquier otra administración anterior, la actual no
discurre con la razón y con argumentos, sino con mojigaterías demagógicas. Su falta
de respeto por la justicia parece ir de la mano con el desprecio por el lenguaje.
En contraposición, destaco la gran genialidad de la convención de 1787, que fue
su discurso colectivo. La ley que creó tomó carácter a partir de los medios de su
delineamiento. Por contenciosas que fuesen sus deliberaciones, algo surgió de ellas, y
fue el acta habilitante de la composición otorgada a personas que conocían el
significado de las palabras y el modo en que éstas debían ser valoradas. Nadie le dijo
a nadie que lo tomara o lo dejara; nadie le dijo a nadie que regresase al lugar de
donde venía; nadie sugirió que el disenso fuese una deslealtad, y nadie sacó un
revólver. Las ideas —complicadas todas ellas— estaban articuladas en el lenguaje,
disputaron con el lenguaje y como tal llegaron a su destino final, para ser aprobadas o
rechazadas. La posibilidad de que una ley hecha por el hombre tuviese la autoridad y
el imperativo moral de la ley de Dios, era inherente al proceso de crearla.
Eso es lo que celebramos hoy como ciudadanos. Eso es lo que apreciamos y
honramos: un documento que nos brinda los medios para debatir sin temor con
nosotros mismos, a fin de alcanzar la luz como pueblo libre y unificado. Para mí, el
milagro de Filadelfia fue, en última instancia, la idea de una forma de gobierno
democrática, un pie en el umbral de la nueva casa para toda la humanidad. La lógica
inexorable de crear una Constitución en nombre del pueblo consiste en que el Estado
nacional existe para bien de aquél, y no al revés. La lógica sin rodeos de crear una
Constitución en nombre del pueblo reside en el hecho de que el privilegio de vivir
bajo su dominio es equitativo, vale decir, universal. Que uno no puede tener la
democracia sólo para sí mismo, o para su club, su clase, su iglesia, su clan, su color o
su sexo, pues en ese caso la palabra no significa lo que dice significar. Que una vez
escrito para una verdadera democracia —como lo hicieron nuestros antepasados al
redactar el borrador y como siguieron haciéndolo los legisladores y el poder judicial
con sus enmiendas al revisar las contradicciones morales y las insuficiencias
metodológicas—, el texto profético está expresado por una voz y no puede decirse
que entre en vigencia en la tierra hasta que todas las relaciones —jurídicas,
comerciales— entre el pueblo norteamericano se realicen sobre una base justa.

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En conclusión, se me ocurre que eso es lo que doscientos años atrás llevó a la
gente, a aquellos carreteros, carroceros y tejedores de cintas y puntillas, a salir a la
calle en Filadelfia: la idea, el credo, la fe, de que los Estados Unidos de América no
tenían precedente.
En este año en que se celebra el bicentenario, me gustaría creer que la imagen
perdurable será la de aquella gente sencilla que se echó a la calle, aquella gente que
sólo poseía su ingenio y su habilidad para andar por la vida, formando un desfile de
carrozas: los carreteros y los tejedores de cintas, los mozos de cuerda de las
estaciones de ferrocarril y los mineros, los trabajadores del ramo de la indumentaria,
los obreros de las acerías, los de la industria del automóvil, los operadores
telefónicos, los controladores del tráfico aéreo, los programadores en computación y,
así lo espero, los impresores, papeleros y libreros también.

LECTURAS DEL CIUDADANO

Para el nivel de escuela secundaria, una buena edición comentada del texto
constitucional es Your Rugged Constitution, de Bruce y Esther Findlay (Stanford
University Press, 1952). De las reconstrucciones dramáticas disponibles de la
Convención Constituyente de 1787, recomendaría sobre todo The Great Rehearsal,
de Carl Van Doren (Viking, 1948). Todos los estudios populares de la convención se
basan en el estudio original de Max Farrand, cuya obra The Framing of the
Constitution of the United States (Yale University Press, 1913) constituye un aporte
que puede considerarse clásico.
Mi visión del fermento sociopolítico anterior y posterior a la Revolución en
Estados Unidos, le debe mucho a A People’s History of the United States, de Howard
Zinn (Harper & Row, 1980), un enérgico antídoto contra la historiografía
complaciente, y a The Americans, de J. C. Fumas (G. P. Putnam’s Sons, 1969), un
análisis minucioso de la vida cotidiana del período colonial al siglo XX. El sumario
que he realizado del debate erudito a partir de Bancroft y Beard a lo largo de la
década de los sesenta, habría sido muy arduo si no hubiese contado con Essays on the
Making of the Constitution, compilado por Leonardo W. Levy (Oxford University
Press, 1969). Esta sagaz antología presenta, en resumen, las ideas centrales de los
principales historiadores constitucionalistas, de modo que la persona lega en la
materia no tiene necesidad de leer sus importantes obras por entero.
Finalmente, si bien los siguientes estudiosos pueden no estar de acuerdo con el
uso que he dado a sus obras, atribuyo el mérito de mi conversión a esta disciplina a
James Boyd White, «The Judicial Opinion and the Poem: Ways of Reading, Ways of
Life» (Michigan Law Review, Vol. 82:1669, 1984) y «Law as Language: Reading
Law and reading Literature» (Texas Law Review, Vol. 60:415, 1982);
Thomas C. Grey, «The Constitution as Scripture» (Stanford Law Review, Vol. 37:1,

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1984), y Sanford Levinson, «The Constitution in America Civil Religion» (Supreme
Court Review, 1979).—E. L. D.

(1987)

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La ciudad de Nueva York del siglo XIX

Cometemos un error al considerar el pasado como si fuese un antecedente de nuestra


propia época. En el siglo XIX Nueva York era una ciudad más creativa, más deletérea
y original que en la actualidad. Estaba altamente tecnificada, dedicada en cuerpo y
alma al tendido de redes ferroviarias y telegráficas. Las rotativas lanzaban a la calle
decenas de miles de periódicos al precio de uno o dos centavos. Enormes máquinas
de vapor proporcionaban energía a los talleres y las fábricas. Por las noches, las calles
se iluminaban mediante farolas de gas. Se multiplicaban las escuelas públicas. Un
consejo metropolitano para la salud puso en vigor reformas sanitarias que terminaron
con la epidemia de cólera.
La Guerra de Secesión hizo de Nueva York una urbe rica. Cuando terminó no
había nada que detuviera el progreso: ni ideas clásicas en ruinas, ni supersticiones
que retardaran el ardor civil y republicano. No había mucho por destruir o trastornar,
como sí lo había en las culturas europeas de ciudades romanas y cofradías
medievales. Se demolieron unas pocas granjas holandesas, los pueblos se unieron a
las ciudades, las ciudades se dividieron en distritos electorales y, de pronto, bloques y
aparejos construían las mansiones de mármol y granito de la Quinta avenida, y
policías fornidos vadeaban el tráfico atascado de Broadway mientras desenganchaban
las ruedas de los carruajes y maldecían el desconsiderado embrollo producido por los
coches, los ómnibus, los carros, los carrocines, que eran los medios de transporte que
utilizaba la gente durante el afanoso día.
También entonces el aire era irrespirable. Locomotoras cenicientas atravesaban
las avenidas sobre vías elevadas. Con carbón funcionaban los barcos y los ferries. Por
la noche, los cañones llameantes de las chimeneas de las fundiciones instaladas a lo
largo del río, derramaban sus antorchas sobre los muelles y los cobertizos del West
Side, como si se tratase de simiente. Con carbón se encendían las cocinas y las
estufas de las casas y, en las mañanas serenas de invierno, fumaradas negras se
elevaban desde las chimeneas con las formas trémulas de los ciudadanos de una
necrópolis.
Las construcciones más altas no eran los campanarios de las iglesias sino las
torres de incendios. Las centrales de bomberos telegrafiaban las indicaciones del
lugar y los voluntarios acudían al galope.

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El sistema de suministro de agua de la ciudad se instaló en la década de 1840.
Desde los lagos de Catskill, el agua fluía por conductos a través de Westchester,
cruzaba el río Harlem por un acueducto de quince arcos romanos del High Bridge y
entraba en reposo lamiendo las riberas de adoquines del arca de agua del embalse de
Croton, en la calle Cuarenta y dos y la Quinta avenida, donde en la actualidad se
encuentra la Biblioteca Pública de Nueva York.
Por supuesto, en la era anterior a la guerra, la Cuarenta y dos y la Quinta
constituían el límite septentrional de la civilización. Central Park, bastante más al
norte, todavía no se había terminado: sólo lodo y pozos y alcantarillas de tierra
amontonada por las palas y lo poco que tenía de parque estaba en los ojos de quienes
lo habían concebido. Así que todo el mundo iba al arca de agua. Los muros de
contención, construidos con una ligera inclinación, tenían un espesor de ocho metros
y alcanzaban una altura de quince. El estilo era egipcio. Unas torres trapezoidales
mitigaban los ángulos de las esquinas, y unas puertas imponentes, dignas de un
templo, dividían en dos cada una de las fachadas de los largos muros. Uno entraba,
subía por unas escaleras y salía al cielo. Era en el arca de agua donde la gente iba a
aplacar su espíritu, paseando del brazo a lo largo del parapeto. Si en verano deseaban
un poco de brisa, soplaría allí. Ráfagas de viento ondulaban las aguas. Los niños
botaban sus corbetas de juguete. Desde aquella elevación, la ciudad pujante parecía
retroceder ante algo que no era una ciudad: una extensión cuadrada de agua que era
en realidad la ausencia geométrica de una ciudad. Aquello era lo más parecido a un
paisaje bucólico que podían encontrar.
La estructura egipcia encerraba asimismo «las Tumbas», la cárcel municipal de la
calle Centre, una construcción de dos plantas que ocupaba una manzana, con
columnas y adornos representando el dios-sol. Sin embargo, la ciudad del siglo XIX
copiaba casi todos los estilos del pasado: griego clásico, románico, segundo imperio,
belle epoque, gótico y árabe. En el siglo pasado Nueva York representaba una rara
cultura basada en la adoración de los antepasados y en permanente revisión de sí
misma. La idea arquitectónica más original consistía en querer alojar a millones de
inmigrantes en casas de vecindad.
Las generaciones norteamericanas eran toscas, espiritualmente rudimentarias. La
literatura norteamericana tan sólo se estaba insinuando, y el carácter nacional de los
norteamericanos se hallaba tan dividido, estaba tan en pugna consigo mismo, que aún
no estaba determinado. La gente era dada a armar alborotos. Se lanzaba a la calle
cuando el precio del barril de harina subía de siete dólares a veinte, cuando hablaban
los abolicionistas; cuando Lincoln ordenó la conscripción de soldados, prendieron
fuego al orfanato de niños negros que se alzaba en la Quinta avenida. Se producían
alborotos entre pandillas cuando los Dead Rabbits chocaban con los Roach Guards, y
trifulcas entre policías cuando los municipales de la guardia vieja se enfrentaban con
los usurpadores metropolitanos.

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Ejércitos de vendedores de diarios luchaban en defensa de sus respectivas
esquinas, los irlandeses católicos atacaban a sus compatriotas protestantes cuando
éstos desfilaban, los sacerdotes atronaban desde el púlpito, los ladrones comunes
cascaban a los ladrones de guante blanco, y las matronas dejaban sutilmente de
invitarse las unas a las otras a los bailes que organizaban. Los traperos, una clase de
profesionales, vagaban por las calles.
Después de la guerra, los miembros del llamado Tweed Ring crearon un modelo
de corrupción sistemática que sigue siendo la envidia de los políticos. Los fraudes
con acciones de Wall Street, los ardides comerciales para cometer estafas y las
conspiraciones para acaparar mercaderías que tuvieron lugar en aquella época nunca
fueron superados en este siglo, aunque no porque no se haya intentado imitarlos. El
tema central del siglo XIX fue el exceso, en todo: en el placer, en la ostentación, en el
afán interminable, en la muerte. Los niños vagabundos dormían en las calles. Una
clase notoriamente satisfecha, cuya riqueza era tan nueva como débil su intelecto,
destellaba sobre un fondo de miseria generalizada. Walt Whitman da una impresión
sobre esa época en su poema Canto de mí mismo. Él era, entre otras cosas, el bardo
de la ciudad, y no era del todo desconocido.

Somehow I have been stunned. Stand back!


Give me a little time beyond my cuffed head and slumbers and dreams
and gaping…[1]

De modo totalmente deliberado dejo al margen de este ensueño las figuras colosales,
los políticos, periodistas, artistas y escritores, clérigos, criminales, mercaderes y
millonarios mediante los cuales identificamos las décadas de posguerra de la ciudad
de Nueva York del siglo XIX. De alguna manera, la personalidad individual sólo crea
confusión. Resulta más fácil percibir sus luces como un agregado. Nos movemos
entre las decisiones calladas de los muertos del siglo XIX. Es su espíritu lo que nos
guía: en los nombres y la configuración de las calles, en la tecnología que inventaron,
en los edificios que aún siguen en pie y, de manera fantasmal, en las estructuras
arrasadas hace largo tiempo. Ellos hicieron de Nueva York una ciudad global, el lugar
al que llegar de cualquier parte del mundo, el lugar donde quedarse. Invirtieron una
enorme suma de dinero en un espacio muy pequeño. Con las ostrerías, los teatros,
bares, hipódromos, cervecerías, salones de baile y burdeles, propusieron una ética de
la insaciabilidad humana. De ellos heredamos, agolpados en cualquier momento en la
intersección de dos calles de la ciudad de Nueva York, una visión de la anarquía del
deseo humano. Y Nueva York, como punto de convergencia de muchas de las
culturas del mundo, sugiere la irrealidad de todas ellas.
La ciudad isleña no creció sino en dirección al norte, y a sus ciudadanos se les
enseñó el ritmo del siglo XX mediante la velocidad con que se cubrieron hectáreas y
hectáreas con adoquines. Un día, aparecía una mansión de piedra caliza en un campo.

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Al siguiente, se encontraba en la calle de una ciudad y por delante de ella pasaba un
carruaje tirado por caballo. A menudo la frontera fue colonizada por medio de
limosnas. Los del siglo XIX tenían tendencia a situar las instituciones de bien público
tan lejos de la ciudad como fuera posible, detrás de muros de piedra y altas cercas.
Los orfanatos, manicomios, casas de caridad, sanatorios y hogares de misiones
parroquiales para mujeres descarriadas se construían en lugares alejados del centro de
la urbe: en Washington Heights o sobre el North River, donde la tierra era barata, o en
las islas del East River.
En la actualidad, desde la autopista Franklin D. Roosevelt pueden verse, sobre el
extremo meridional de la isla de Blackwell, las ruinas del viejo hospicio municipal.
Lo sorprendente en esta ciudad, célebre por demolerse a sí misma y edificarse de
nuevo con cada generación, es lo mucho que aún queda visible del siglo XIX. El
edificio de ladrillos, estilo federal, del ayuntamiento en el West Village; la Jefferson
Market Library; el enorme edificio de la Universidad Cooper Union, en Aastor Place,
donde habló Lincoln; las imperturbables hileras de casas en la calle Veintitrés Oeste,
adonde se mudaron las familias pudientes con el fin de alejarse del ruidoso centro; el
puente de Brooklyn; el arco triunfal de Washington Square; la explanada de Central
Park; la Armory, en Park Avenue. En todos los barrios, desde el Lower East Side
hasta Harlem, bien conservado o descuidado, el siglo, el fantasmal siglo XIX, aún
sigue presente.
En las noches de niebla, se aprecia mejor. Miremos hacia el sur, sobre la parte
inferior de Manhattan: una espesa niebla cubre poco a poco los estratos
arquitectónicos. Primero desaparece el World Trade Center, luego los edificios de
vidrio de cincuenta y sesenta pisos, acto seguido el pétreo Woolworth Building de
comienzos del siglo XX…, un piso tras otro, la silueta de la ciudad se esfuma, la
modernidad se desvanece y lo que resta pertenece a la ciudad del siglo XIX. Su
grandeza permanece en el nivel del suelo. Se puede bajar por la calle Greene,
envuelta en la tenue niebla, por delante de los frentes enrejados y tener la certeza de
que ésa es la ciudad que Melville vio.
El siglo XIX sigue silenciosamente presente en toda clase de nieblas y de sueños.
Después de todo, tal vez sea una ciudad fantasma la que se perfila ante el Nueva York
contemporáneo como el negativo de una fotografía panorámica. La urbe aparece
invertida en sus luces y sombras, y también las estaciones están dadas vuelta. Es una
ciudad vista del otro lado, una suerte de holograma espiritual generado por una
desconocida pero intensa radiación de energía histórica que se ha impreso de forma
azarosa en nuestros cerebros soñadores.
Por lo tanto no escribiré aquí sobre la historia actual de Nueva York, los famosos
asesinatos, los incendios, huelgas, convenciones, visitas oficiales y otros
acontecimientos importantes que, si fuesen registrados, dejarían la ciudad punteada
con placas de bronce. Citemos un desfile a modo de paradigma: la lenta marcha que
fue como una procesión inaugural para nuestro siglo; el cortejo fúnebre que

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acompañaba el cadáver de Abraham Lincoln por la avenida Broadway. Porque, claro
está, los siglos no terminan ni comienzan puntualmente cada centenar de años, sino a
mediados, en los años fortuitos que marca la profecía espiritual.
Podemos echar una ojeada a los grabados en acero que se hicieron en esa fecha e
imaginar la ciudad silenciosa, como si estuviese grabada al aguafuerte en la historia
por la pluma de un artista. Pero una multitud callada no es silenciosa: se elevaba un
inquietante rumor sibilante, un mudo suspiro de pena; la gente empujaba y se abría
paso, hombro con hombro, y lloraba y musitaba opiniones al aire. A algunos se les
dio por narrar lo que veían a otros que presenciaban lo mismo, como si mirar no fuese
suficiente, como si la visión evocase las palabras del mismo modo que un oficio
religioso incita a la oración o a entonar un salmo. Hablaban del catafalco mientras lo
veían acercarse, lo describían al verlo pasar y recordaban cómo se veía cuando se
alejaba. Levantaban a los niños en alto y les indicaban que guardaran aquella escena
en la memoria: un enorme desfile militar, una interminable columna de soldados de
infantería seguida de una compañía de caballería, los animales ornados con plumas en
la cabeza, y luego, en un hueco cuadrado formado por hombres, el adornado
catafalco, con dosel, colgaduras y cubierto con el color que sepulta el color, el color
que eclipsa la luz y la vida. Para unos ojos infantiles debía de ser un desfile
sorprendente, puede incluso que decepcionante, ya que faltaban los cañones, el
espíritu marcial y hasta la marcha militar con su redoble de tambores para marcar el
paso.
Las banderas de la Unión flameaban a media asta en las azoteas y aparecían
sujetas con lazos en la carroza fúnebre por respeto a la muerte… El niño alzado
observaba con el entrecejo fruncido el coche fúnebre, que parecía resistirse a
transportar su carga, y escuchaba los tambores mudos y el golpeteo arrítmico de los
cascos de los caballos, aquel ruido increíblemente corriente del casco del caballo al
golpear el pavimento se tornaba ahora descomunal en la ciudad insólitamente callada.
Y solo en medio de todos aquellos observadores inquietos, lo único que no podía
verse, el sujeto de la atención de todos: un cadáver en su féretro, yacente y oculto
como todo cuerpo dispuesto para ser enterrado, yacente y oculto con las manos
cruzadas sobre el pecho, mientras en la mente del niño resplandecía el famoso rostro,
el rostro alargado, tosco, de mirada triste, tan inmenso en la muerte como para ser
plasmado por el dolor público en los celajes de las nubes que se cernían sobre la
ciudad sin sol, y evocando, como el patético ataúd no podía hacerlo, la inmensidad
moral de lo que había ocurrido.
Algún propósito predominante se escondía en su muerte, pero ¿cuál era? No había
sido lo suficientemente sensato para sugerir mediante su martirio un noble plano de
ideas que escapara a la comprensión de la mayoría.
Sin embargo, posteriormente, por semanas y semanas, los restos harapientos de
los crespones negros, desgarrados por la lluvia y el viento, colgaban de las ventanas
de las casas que estaban en la ruta del cortejo. La tintura negra cubría los frentes de

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los edificios, manchaba las marquesinas de las tiendas, de los restaurantes. La ciudad
estaba perversamente quieta. Las personas no eran ellas mismas. Los veteranos de la
Unión, con sus mangas recogidas con un alfiler y sus muletas, que pedían limosna
delante de las grandes tiendas A. T. Stewart, vieron una lluvia de monedas descargada
en sus latas.
Y luego, alguna desalmada emoción social comenzó a abrirse paso desde la
tumba de aquel hombre, para erguirse otra vez. Y así comenzaba el nuevo siglo de la
ciudad.

(1992)

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Documentos falsos

La literatura de ficción no es simplemente un medio racional de discurso. Le


proporciona al lector algo más que mera información. De las palabras de la narración
surgen conceptos complejos, indirectos, intuitivos y no verbales, y mediante una
transacción ritual entre el lector y el escritor, se genera en aquél una emoción
aleccionadora a partir de la ilusión de sufrir una experiencia que no es la suya. Una
novela es un circuito impreso a través del cual fluye la energía de la vida del lector.
Dice Sartre en su ensayo «Literatura y existencialismo»: «(…) todo libro
constituye una recuperación de la totalidad del ser (…) pues éste es el objeto final del
arte: recobrar este mundo al presentarlo para ser visto como es, pero como si tuviera
su origen en la libertad humana».
Sé, ciertamente, que más bien tendría que leer una frase como la siguiente
extraída de La dádiva de Nabokov:

Mientras se dirigía a la farmacia de la esquina, volvió involuntariamente la cabeza a causa de un


resplandor luminoso que había rebotado en su sien, y vio, con aquella sonrisa fugaz con que saludamos el
arcoiris o una rosa, un rectángulo de firmamento, blanco y enceguecedor, al ser descargado de la
furgoneta: un aparador con espejo, a través del cual, al igual que a través de una pantalla cinematográfica,
pasó el reflejo claro, inmaculado, de unas ramas que se deslizaban y sacudían no de forma arbórea, sino
con una oscilación humana, causada por la naturaleza de aquellos que transportaban aquel firmamento,
aquellas ramas, aquella fachada reluciente.

… cuya circunstancia está en duda, cuya veracidad no puedo probar, que una frase
como la siguiente extraída de la mentalidad racional de The New York Times:

La Armada ha anunciado medidas de fondo y otras acciones que, según se dice, eliminarían quinientos
puestos de trabajo ocupados por civiles y dieciséis bases militares con una reducción anual de unos cinco
millones de dólares.

… cuyos propósitos resultan inmediatamente evidentes, y con respecto a cuya


veracidad soy absolutamente crédulo.
Como escritor de ficciones, podría afirmar que una frase surgida de la
imaginación, es decir, una frase compuesta como una mentira, tiene la capacidad de
conferir al autor un grado de percepción, de agudeza o de conocimiento acrecentado
—una utilidad adicional—, que una frase compuesta con el más estricto respeto por

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la realidad no posee. En cualquier caso, lo que con toda seguridad podemos
diferenciar aquí son dos clases de fuerza en el lenguaje: la fuerza del anuncio de la
Armada puesta en su referencia manifiesta al mundo verificable (llamémosla «la
fuerza del sistema»), y la fuerza de la descripción de Nabokov, que reside en un
mundo ideal o privado, que no puede corroborarse o verificarse con facilidad
(llamémosla «la fuerza de la virilidad»).
Tengo que preguntarme de inmediato si esta formulación —la fuerza del sistema
y la fuerza de la virilidad—, no es demasiado grandilocuente. Sin embargo, es cierto
que vivimos en una sociedad industrial que mide sus logros a partir de los
descubrimientos de la ciencia y que se basa en el pensamiento empírico y el cálculo
exacto. En una sociedad semejante, el lenguaje se concibe esencialmente como el
medio por el cual se comunican los hechos. El lenguaje se considera como una
cualidad de los hechos mismos: su cualidad persuasiva. Se nos enseña que debemos
diferenciar los hechos del sentimiento y que el sentimiento es lo que se nos consiente
para los momentos de descanso y solaz, cuando los hechos nos agobian. Éste es el
objeto del método científico y del empirismo, mediante el cual el mundo se revela y
se somete a nuestro dominio siempre y cuando reconozcamos la primacía del hecho-
realidad. Todos damos un puntapié a la piedra para refutar a Berkeley.
Por lo tanto, lo que supongo que quiero significar al decir «la fuerza del sistema»
es, en primer lugar, el consenso moderno de la sensibilidad que podría llamarse
«realismo», el cual, puesto que en esta cuestión del conocimiento del mundo existe
algo más que mera epistemología, puede definirse como la tarea de salir adelante y
producir para nosotros mismos lo que elaboramos a fin de satisfacer nuestras
necesidades…, y lo hacemos con medidas estándar, estudios de mercado, contratos,
pruebas, votaciones, manuales de instrucción, memorandos oficiales, comunicados de
prensa y titulares.
Pero iré más allá: si somos capaces de reconocer y nombrar un consenso amplio
de la sensibilidad, lo que estamos haciendo es reconocer la regla. Cualquier cosa que
nos rija debe ser, por necesidad, egoísta y organizada como para continuarse a sí
misma. Por consiguiente, tengo que llegar a la conclusión de que el sistema de los
hechos no es dictado por Dios sino establecido por el hombre y, como tal,
infinitamente violable. Por ejemplo, afirmarse como hecho biológico que las mujeres
eran emocionalmente menos estables e intelectualmente menos capaces que los
hombres. Lo que proclamamos como el mundo real manifiesto puede ser tenido como
el mundo cuestionable que nosotros mismos hemos pintado: el museo cultural de
nuestros valores, dogmas, presunciones, que no sólo nos prescribe lo que puede
gustarnos o disgustamos, aquello en lo que podemos creer o no, sino también lo que
puede permitírsenos ver y no ver.
Y es así cómo me siento compelido a ratificar mi fraseología. Existe un sistema
del lenguaje que extrae su fuerza de lo que se supone que somos, y un lenguaje de la
libertad cuyo poder consiste en lo que parece que podemos llegar a ser. Y eso justifica

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el que dé un carácter político a los usos ficticio y no ficticio del lenguaje, porque
entre ellos existe un conflicto.
Es posible que hubiese una época en la cual las funciones designativas y
evocativas del lenguaje fueran una y la misma cosa. Recuerdo que en la escuela así
me lo enseñaron. El sol era la carroza de Apolo tanto en la realidad como en la
ficción: la carroza era, al mismo tiempo, metáfora y ciencia operativa. En Homero,
los dioses tienen nombres, poderes y emociones muy particulares. Andan disparando
flechas, provocando iras humanas, trastocando corazones y dominando la historia. No
obstante, Troya existió, y hubo una guerra de Troya. De todas las artes, la literatura es
la única que confunde la realidad y la ficción. En la Biblia, lo natural y lo
sobrenatural se entretejen, el hombre y Dios van de la mano. Aun así, en nuestro
tiempo se hacen visibles volcanes que son columnas de fuego por la noche y
columnas de humo durante el día.
Imagino que en un tiempo debió de existir un mundo en el cual el acto de contar
una historia constituía, en sí mismo, una presunción de veracidad. No había necesidad
de un mundo mejor que el nuestro, pero como escritor de ficciones puedo ver las
ventajas de mi arte al no tener un lector que me cuestione y me pregunte si lo que he
escrito es verdad: es decir, si ocurrió realmente. En nuestra sociedad no existe la
presunción de veracidad en lo que al arte de la narración se refiere, salvo en la mente
de los niños. Poseemos una noción compleja de las distintas funciones del lenguaje, y
todos somos capaces de reconocer el acontecimiento estético y de diferenciarlo de
uno «real». Para mí, esto significa que la literatura ya no es tanto una herramienta
para sobrevivir como lo fuera en otro tiempo. Presumiblemente, en la antigüedad el
narrador ocupaba un sitio destacado junto al fuego, porque la historia que contaba
definía los poderes a que estaba sujeto el oyente y sugería cómo vivir con ellos. La
literatura era tan valiosa como un garrote o un hueso puntiagudo. Enlazaba el
presente con el pasado, lo visible con lo invisible, y contribuía a conformar la
comunidad necesaria para la continuidad de la vida de sus miembros.
En su brillante ensayo «The Story Teller: Reflections on the Works of Nikolai
Leskov», Walter Benjamin nos dice que en la Edad Media el narrador era,
fundamentalmente, un ejemplarizador. El maestro artesano con residencia
permanente y el jornalero itinerante trabajaban juntos en la misma estancia e
intercambiaban relatos al ritmo de sus respectivas ocupaciones. Así, cada relato era
pulido por el tiempo y los múltiples narradores. Si la historia era buena, la enseñanza
era valiosa y, por consiguiente, la historia era verdadera. «El arte de narrar oralmente
está llegando a su fin», escribió Benjamin en 1936. «Cada vez es menos frecuente
encontrar gente con la habilidad para contar un cuento correctamente (…) una de las
razones de ello es obvia: la experiencia ha perdido valor (…) no somos más ricos sino
más pobres en experiencia transmisible».
Para nuestros pecados, arguye Benjamin, tenemos al novelista, un individuo
aislado que da a luz su novela completa, sin recibir consejo de nadie y sin capacidad

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para aconsejar a los demás. «En medio de la plenitud de la vida, la novela ofrece la
evidencia de la profunda perplejidad de los seres vivientes —dice—. La primera gran
novela, Don Quijote, demuestra cómo la grandeza de espíritu, el arrojo, la voluntad
de ayudar, de uno de los más nobles de los hombres, Don Quijote, se hallan
totalmente desprovistos de ejemplaridad y no poseen la menor chispa de ingenio».

Sin embargo, a mí me interesa la forma, en sí misma, nada peculiar, en que Don


Quijote ofrece sus enseñanzas. Y considero de especial significación la curiosa
afirmación de Cervantes en el sentido de que no se le puede considerar autor de su
libro. En el capítulo noveno de la primera parte, por ejemplo, presenta las siguientes
aventuras de Don Quijote explicando que han llegado a su conocimiento por medio
de unos cartapacios, escritos por un historiador árabe, que encontró en un mercado de
Toledo. «(…) compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real —
cuenta—; que si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera
prometer y llevar más de seis reales de la compra».
Echo una ojeada a otra de las primeras grandes obras de ficción, Robinson
Crusoe, y veo que el autor adopta la misma forma de tratamiento. Existe un Robinson
Crusoe y éstas son sus memorias, y Daniel Defoe no ha hecho más que publicar el
libro por cuenta de él. Como editor, Defoe puede asegurarnos, con toda la probidad
que naturalmente va asociada con su profesión, que la historia es verdadera. Dice: «El
editor cree que la narración es una historia real. No hay en ella nada que haga suponer
que se trata de una obra de ficción».
Así vemos que estos dos autores clásicos se disocian de la obra, al parecer como
un medio de investirse de autoridad sobre la narración. En la redacción no utilizan sus
voces sino otras, y no se presentan como los autores sino como los albaceas literarios.
En la excelente frase de Kenneth Rexroth, adoptan la convención del «documento
falso».
No poseo suficiente información sobre la historia editorial como para saber el
grado de credulidad con que en su momento los lectores recibieron estos documentos
falsos. Sin duda las intenciones paródicas de Don Quijote eran explícitas. Pero las
fabulosas aventuras de caballería y el amor pastoril que destacan en la narración
ofrecen un marcado contraste con las humillaciones realistas que sufre Don Quijote.
Al principio de la segunda parte de Don Quijote, Cervantes se lamenta de que otros
autores, ante el gran éxito de la primera parte, escribieran sus propias historias sobre
la misma persona. De hecho, hace que Don Quijote y Sancho Panza reseñen su
aparición en las obras pirata, confiriéndose de esta manera a ellos mismos una
realidad adicional falsamente documentada. Pero concedamos a los lectores de
Cervantes, y también a los de Defoe, un grado de credulidad que no vaya más allá de
una irónica estimación crítica: para ejercer su efecto al documento falso le basta con
ser posiblemente verdadero. La transparencia de la simulación no afecta dicho efecto.

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En el Londres de Defoe había un hombre, llamado Alexander Selkirk, que era famoso
por haber sido náufrago, y al leer Robinson Crusoe todos los lectores ingleses
necesitaban saber, y creer, que efectivamente había otras personas que podían haber
pasado por la misma experiencia de Selkirk…

No hay duda de que cada narración es un documento falso en el sentido de que las
composiciones verbales no son la vida. Pero me refiero específicamente al acto de
desautorización creativa por parte del novelista, mediante el cual el texto que éste nos
presenta adquiere una autoridad adicional por no haber sido escrito por él, o, más
exactamente, porque él afirma que era imposible escribirlo.
Vuelvo a referirme por un instante a Robinson Crusoe, que como documento falso
me interesa enormemente. La obra fue publicada en un momento en que la vida
aventurera de Alexander Selkirk llevaba varios años difundiéndose ampliamente en
Londres. En realidad, ya se había publicado una biografía de Selkirk y existen
motivos para creer que Defoe se entrevistó con él. Selkirk era un individuo
atormentado y sumamente desequilibrado. Los meses que pasó solo en una isla
habían alterado hasta tal punto su juicio que, cuando fue llevado de regreso a
Londres, se construyó de inmediato una cueva en el jardín, y en ella vivía, siempre
enfurruñado y furioso, con lo cual era un motivo de vergüenza para la familia y una
amenaza para sus vecinos. Defoe convirtió a esa persona mentalmente perturbada en
un inglés robusto y decidido (Crusoe), un genio en su capacidad para sobrevivir
gracias a su fe en Dios y en la raza blanca europea.
E inevitablemente, el Crusoe de la ficción ha eclipsado al Selkirk real, cuyo gran
aporte a la civilización, según comprobamos ahora, consistió en brindar a Daniel
Defoe la idea para crear una obra literaria. La novela cuenta lo que sucede cuando un
inglés nacido en una ciudad es arrancado de su entorno habitual y ubicado en un
medio natural en estado puro. Lo que ocurre es que el hombre define el carácter
nacional.
Pero el rasgo característico de este primer documento falso en lengua inglesa
reside en el hecho de que en el momento de su publicación existía en la vida real un
personaje de ficción; todo aquel que en Londres leía Robinson Crusoe sabía de la
existencia de Selkirk, de modo pues que se producía una fusión de lo histórico y lo
estético, de lo real y lo posiblemente real. Y de acuerdo con Walter Benjamin, lo que
se recobró fue el buen criterio que existía antes de que la realidad y la ficción
quedasen ontológicamente diferenciadas, es decir, cuando era posible que la ficción
encerrara una enseñanza.
El novelista resuelve su aislamiento dividiéndose en dos, en creador y
documentalista, narrador y oyente, conspirando para transmitir el saber colectivo en
su propio lenguaje, velado en su motivo esclarecido, el del mundo real.

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No es un mal sistema, pero le acarrea al autor varios problemas. Ofrecer hechos al
testigo de la imaginación y fingir que son reales es cometer una especie de herejía
retrógrada. El lenguaje de los políticos, historiadores, periodistas y sociólogos
siempre presupone un mundo real revelado, y, al igual que un dogma religioso, la
suposición es defendida con mayor vehemencia cuanto más se comprueba que es
ilusoria.
Los autores de obras de ficción son, en el mejor de los casos, una molestia, como
el pariente viejo vestido con unos pantalones y una chaqueta desemparejados que
llama a la puerta, cuando ofrecemos una cena elegante, para recordarnos nuestro
origen. La sociedad tiene varias formas de tratar con esa molestia. En las democracias
occidentales industrialmente más avanzadas, al escritor se le da mayor libertad de
acción. En esos países, donde el empirismo funciona tan bien como para ser
virtualmente inexpugnable, el escritor-molestia es relegado al mundo de las sombras
de la cultura o la estética modernas, un antiuniverso no integral con reflejos del poder
más que con verdadero poder, con una especie de energía chamánica, en el mejor de
los casos, sujeta a los caprichos de los dioses y los espíritus, una imitación verbal del
mundo real tangible del acto, el evento y el trueno.
En los países que no son democracias industriales avanzadas, el escritor es tratado
con mayor respeto. En Birmania o Irán o Chile o Indonesia o la Unión Soviética, se
comprende que el escritor que para componer los hechos que están en juego utilice la
moneda corriente del discurso político, el comunicado de prensa o el editorial de un
periódico, tiene poder para causar daño. Se le reconoce el haber descubierto el secreto
que el político conoce desde siempre: que el bien y el mal se elaboran, que no hay
ninguna afrenta, ninguna monstruosidad que no pueda tornarse razonable, lógica y
virtuosa, del mismo modo que no hay ningún acto brillante que no pueda convertirse
en un hecho ignominioso… por medio del lenguaje.
Así, el Centro Norteamericano del PEN, la organización que agrupa a novelistas,
poetas, ensayistas, compiladores y editores, cree necesario distribuir cada año un
cartel titulado ESCRITORES ENCARCELADOS. Este cartel, que es de gran tamaño,
se limita a consignar la lista de escritores que se encuentran encerrados en celdas,
manicomios o cámaras de tortura en distintos países del mundo, cuyos regímenes
políticos los consideran, por su esencia y profesión, una amenaza para su seguridad.
El encarcelamiento de escritores es común en países con sistemas políticos tanto de
derecha como de izquierda, sin que, al parecer, importe mucho la ideología. Tengo
conocimiento, por medio del novelista Alexander Solzhenitsyn, del Archipiélago
Gulag, la red de campos de prisioneros soviéticos organizados por la policía secreta
en Siberia, pero también sé por Reza Baraheni, el novelista y poeta iraní, de la policía
secreta de su país, la SAVAK, y de la tortura de artistas e intelectuales en las prisiones

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iraníes. Dondequiera que los ciudadanos son considerados enemigos por sus propios
gobiernos, éstos consideran a los escritores sus enemigos más peligrosos.
Es porque en la mayor parte de los países la literatura es política. Todos los
escritores son, por definición, engagé. Aun cuando sean unas almas tímidas y
bondadosas que escriben versos pastoriles en granjas remotas, el reflector de la
policía les buscará hasta encontrarles.
En Estados Unidos sentimos vergüenza o ira a causa de los excesos de la
represión que llevan a cabo los tiranuelos y las burocracias asesinas de países
extranjeros. Pero aparte de los excesos, la situación no puede decirse que no cuente
con precedentes. Los escritores isabelinos vivían a la sombra de la Torre de Londres,
y cuando Platón propuso su república ideal, decretó que los poetas tenían que ser
proscritos. Parte de nuestro problema al no comprender la relación existente entre el
arte y la política, reside, como norteamericanos, en nuestra buena suerte nacional…
En Estados Unidos el control efectivo sobre los escritores no tiene por qué ser
violento: actúa con el supuesto de que la estética es un campo limitado donde, de
acuerdo con las reglas del juego, se nos puede asustar o amenazar, pero sólo en
broma. No es necesario tomar en serio al novelista, porque su obra va dirigida
principalmente a los jóvenes, las mujeres, los intelectuales y otras minorías
consentidas, y, al no contar con un valor de cambio real, no forma parte de las
transacciones comerciales pertinentes de la nación.

Si estas ideas fueran un relato, la narración hablaría de un mundo real tangible y de la


visión del autor de ese mundo en el cual algunos escritores, por la gracia de Dios,
logran que el mundo real se conforme de acuerdo con esa visión, del mismo modo
que nuestros rostros toman forma en los espejos.
Sin embargo, advierto en mi actitud una ligera presunción romántica, y no puedo
por menos que preguntarme por qué sospecho que por mi parte soy muy poco
caritativo para con las formas del discurso que no pertenecen a la ficción, como si se
tratara de un equipo de otra ciudad. La literatura que no entra en el campo de la
ficción goza de la clase de autoridad que, desde que los narradores de que hablaba
Walter Benjamin vendieron sus últimos relatos, no se le otorga fácilmente a la de
ficción. Por otra parte, a cambio de ese privilegio renuncia a algo, la obligación de ser
objetiva hace que se opaque. Esto lo reconoce el público que no coge nunca una
novela pero que, al referirse a una buena biografía o una buena obra histórica, dice
que se lee como si lo fuera.
Tal vez la premisa de que un mundo real capaz de ser revelado pertenece a la no
ficción sea en sí misma una convención tan respetable como el historiador árabe de
Cervantes.
Consideremos aquellas ocasiones —los juicios penales en los tribunales de
justicia— en que la sociedad despliega todo su aparato investigador con el fin de

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comprender la totalidad de la realidad objetiva. Mediante las reglas probadas de la
evidencia y la experiencia acumulada del sistema judicial norteamericano, se
determina la culpabilidad o la inocencia de los acusados y se llega al fallo. Sin
embargo, los juicios más importantes de la historia de Estados Unidos, los que
tuvieron resonancia en la vida pública y han adquirido más significación para su
futuro, son precisamente aquellos cuyo fallo ha sido cuestionado: Scopes, Sacco y
Vanzetti, los Rosenberg. Los hechos han sido inhumados, exhumados, depuestos,
contradichos y refutados. Hay un fallo del jurado y, cuando se examina el contexto
histórico y parcial de la resolución, la historia dicta una nueva sentencia. Y el juicio
sigue resonando indefinidamente con aquella ambigüedad sorprendente característica
de la verdadera novela…
Nietzsche dijo: «No hay hechos en sí mismos. Para que un hecho exista, primero
debemos otorgarle significado». Cuando un físico inventa un instrumento altamente
complicado para investigar los fenómenos subatómicos, debe preguntarse en qué
medida el instrumento modifica o crea los fenómenos que indica. Este problema fue
definido por Werner Heisenberg como el Principio de la Incertidumbre. En el más
alto nivel del desinterés escrupuloso y objetivo, existe el factor de la intrusión de una
conciencia constituida. En los niveles más bajos —la justicia, la historia política—, la
intrusión no es instrumental sino moral: hay que dar a conocer el significado, y
ningún fallo está exento de la pasión del juez.
Todos conocemos ejemplos de hechos históricos que no existen. Solíamos reírnos
de los rusos que en sus enciclopedias se atribuían todos los grandes inventos
industriales. Sabíamos que los líderes rusos más destacados que habían caído en
desgracia eran borrados de los textos de historia. En aquel entonces, éramos
inocentes: los historiadores universitarios norteamericanos habían hecho lo mismo
con personas que vivieron y murieron en Estados Unidos, pero que no figuraron en
los textos escolares: los afroamericanos, los americanos nativos, los chinos. No hay
más historia que la que se escribe. No existen revoluciones fallidas, sino sólo
conspiraciones subversivas. Toda la historia es historia contemporánea, dice
Benedetto Croce en La historia como historia de la libertad: «Por remotos que los
sucesos parezcan en el tiempo, cada juicio histórico toma como referencia requisitos
y situaciones actuales». Por ese motivo la historia tiene que ser escrita y reescrita de
generación en generación. El acto de la redacción no puede interrumpirse nunca.
¿Qué es un hecho histórico? ¿Un obús que no estalla? ¿Un edificio bombardeado?
¿Una pila de zapatos? ¿Un desfile de la victoria? ¿Una marcha forzada? Una vez que
se ha sufrido persiste en la mente del testigo o de la víctima, y si tiene que llegar al
conocimiento de alguien más, se transmite con palabras o en una película, y se
convierte en una imagen, la cual, junto con otras imágenes, constituye un juicio. Soy
perfectamente consciente de que ciertos hechos, como, por ejemplo, el asesinato
sistemático de seis millones de hombres, mujeres y niños llevado a cabo por los nazis
y sus países satélites, son tan indiscutiblemente monstruosos que parecen no tener

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parangón. Pero la historia comparte con la ficción un modo de pensar el mundo a fin
de otorgarle significado, y es la autoridad cultural de la que ambos derivan, la que
ilumina esos hechos de modo que puedan ser percibidos.
Los hechos son las imágenes de la historia, del mismo modo que las imágenes son
los hechos de la ficción.
Por supuesto, aquellos que se muestran más escépticos a la hora de considerar la
historia como una disciplina que no pertenece al campo de la ficción son los mismos
historiadores. E. H. Carr, en su famoso ensayo «The Historian and His Facts», habla
de la historia «como un proceso continuo de interacción» entre quien la escribe y los
hechos. Carr también cita al historiador norteamericano Carl Becker, que dijo: «Para
el historiador los hechos históricos no existen hasta que él los haya creado». Nadie se
sorprendería al leer las conclusiones provisionales del crítico estructuralista Roland
Barthes, que en un ensayo titulado «El discurso histórico» trata de descubrir los
rasgos lingüísticos específicos que diferencian la narrativa imaginativa de la realista.
«Mediante estructuras solas —concluye Barthes— el discurso histórico es
esencialmente un producto ideológico o, más bien, de la imaginación». En otras
palabras, mediante el estudio de las técnicas del discurso un visitante de otro planeta
no podría diferenciar la ficción escrita de la historia escrita. Barthes dice que el
elemento estilístico importante de la historia escrita, la voz objetiva y pura, la que no
ofrece ninguna clave que permita descubrir la personalidad del narrador, «resulta ser
una forma particular de ficción». (Los profesores de literatura conocen esa forma
como Realismo).
De modo que, como novelista que medita acerca de esta disciplina particular no
narrativa, podría afirmar que la historia es una especie de ficción en la cual vivimos y
esperamos sobrevivir, y que la ficción es una especie de historia especulativa, tal vez
una superhistoria, mediante la cual los datos disponibles en las fuentes para la
redacción resultan ser más grandes y variados de lo que el historiador supone.

Lo que está en cuestión es la mente humana, que tiene que ser conmovida, seducida o
inducida de alguna manera a salir de su estupor habitual. Incluso los profetas bíblicos
sabían que tenían que predicar de una manera nueva. Gritaban y señalaban el cielo
con el dedo, pero también eran poetas y dramaturgos. Isaías partió de su tierra
caminando, desnudo, y Jeremías cargó un yugo a la espalda para profetizar la
deportación y la esclavitud a sus compatriotas, que muy pronto serían deportados y
esclavizados. Los valores morales son, inevitablemente, estéticos. En el mundo
moderno es el régimen moral de la realidad objetiva el que incide en las esferas del
arte. Los noticiarios presentan los sucesos mundiales como un interminable serial
semanal. En la televisión los datos del tiempo se preparan prestando una atención
precisa al conflicto (las zonas de alta presión chocan con las de baja presión) el
suspense (la culminación de la predicción meteorológica para el día siguiente se deja

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para después de los avisos comerciales) y otros elementos básicos de la narrativa. La
creación, publicidad, empaquetado y comercialización de productos verdaderos es,
sin duda, una empresa ficcionaria. El novelista que mira en torno tiene que
preguntarse, inevitablemente, por qué se encuentra aislado por su profesión, cuando
en todas partes los positivistas se han apropiado de sus técnicas e incluso han llegado
a agotar las formas dramáticas a causa de su incesante explotación.
No obstante, en el carácter de un periodista hay algo que respetamos: aquello que
lo lleva a valorar la objetividad reporteril y, al mismo tiempo, convencernos de que es
un ideal inalcanzable. Reconocemos y confiamos en esa mezcla de pasión y
humildad. Es el temperamento religioso.
Las virtudes de las ciencias sociales nos resultan aún más atractivas. Los
sociólogos y psicólogos sociales no sólo comulgan con los hechos sino que, además,
ponen de manifiesto el método científico con que se ocupan de ellos. El relato
contado por los científicos sociales, el consejo que dan, no es específico, comparado
y sujeto a verificación. El que constantemente los unos revisen la obra de los otros y
se controlen mutuamente, cosa que los novelistas no hacemos; el que constituyan una
especie de democracia en la cual la autoridad de este o aquel teórico encumbrado está
sujeta a una nueva elección cada tantos años, hace que nos parezcan sinceros y dignos
de confianza. En la actualidad, leemos las ficciones empíricas de Konrad Lorenz u
Oscar Lewis, B. F. Skinner o Eric Erikson, del mismo modo que solíamos leer a
Dickens o a Balzac: por placer y para adquirir conocimientos. Las obras de los
psicólogos y sociólogos basadas en hechos parecen menos individualistas y, por lo
tanto, más confiables, que cualquier empecinada visión azarosa que el novelista sea
capaz de ofrecer. Ellos se proponen comprender la personalidad humana o definirla
como una función del origen étnico, la sexualidad, la edad, la clase económica, y
realizan retratos robot como los que se hacen en las comisarías; el resultado es una
pésima obra artística, pero tenemos la impresión de ver a alguien que nos resulta
conocido. Es por lo menos una posibilidad de que la idea de los seres humanos
considerados como compilaciones demográficas de rasgos, o como lugares de
sucesos culturales, raciales y económicos, sea exactamente lo que nuestra sociedad
industrial necesita para mantener la maquinaria en marcha. En conceptos tales como
«complejo», «sublimación», «represión», «crisis de identidad», «relaciones
objetivas», «límite», etcétera, tenemos las partes intercambiables de todos nosotros.
En este sentido, la psicología moderna es la industrialización de la narrativa.

Así llego a la proposición de que la ficción o la no ficción no existen tal como


solemos entender la distinción; sólo existe la narrativa.
Pero comprendo perfectamente que ésta es la proposición de un novelista. Mi
interés consiste en afirmar que no existe diferencia entre lo que yo hago y lo que
hacen los demás. Afirmo, al tiempo que atraigo a todos los demás hacia mi lado del

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espejo, que no hay nada entre el universo dado y nuestro intento de hacer de
mediadores, que no existe ningún poder real, sino únicamente la esperanza de que
podamos negar nuestra propia contingencia.
Y así llego a una idea aún más pugnaz: que el desarrollo de la civilización es, en
esencia, una serie progresiva de metáforas.
La oportunidad que actualmente tiene el novelista de realizar su obra se ve
acentuada por el poder del régimen al que se oponga. Del mismo modo que en el
circo los payasos imitan a los trapecistas y a los equilibristas, primero para hacer reír
y luego de manera tal que podamos comprobar que ellos lo hacen mejor, también
nosotros tenemos la facultad de redactar falsos documentos más válidos, reales y
veraces que los documentos «verdaderos» de los políticos, los periodistas o los
psicólogos. Los novelistas saben explícitamente que el mundo en que vivimos
todavía está por formarse y que la realidad se adapta a cualquier molde que se le
aplique. Éste es un mundo hecho para mentirosos, y los novelistas nacemos
mentirosos. Pero se nos debe creer, porque la nuestra es la única profesión en la que
quienes se dedican a ella se ven obligados a reconocer que mienten, y eso los inviste
con el manto de la honestidad. Emerson decía: «A los ojos del escritor, todo lo que se
puede enseñar puede escribirse; el escritor posee la facultad de relatar, y el universo
ofrece la posibilidad de ser relatado». A raíz de la independencia de que gozamos con
respecto a todas las instituciones, desde la familia hasta el gobierno, y sin
responsabilidad alguna para preservarlas de su propia hipocresía y sus impulsos
homicidas, los escritores constituimos un recurso valioso y un instrumento válido
para la supervivencia. En el ámbito de la no ficción no existe ninguna disciplina que
no regule algún elemento del alma humana, que no limite alguna parte de la energía
humana y la aprisione, que no excluya algún fantasma monstruoso de la existencia
humana. A diferencia de los políticos, los novelistas primero ocupamos el cargo y
luego creamos nuestros grupos de electores, y eso debe hacernos sentir un poco más
arrogantes que los políticos. Pero tanto nuestra justificación como nuestra redención
se basan en el hecho de que emulamos los documentos falsos que universalmente
denominamos nuestros sueños. Porque, sin lugar a dudas, los sueños constituyen los
primeros documentos falsos: nunca son reales, nunca son objetivos; sin embargo, nos
dominan, nos purifican, mitigan nuestra naturaleza más ruin y profetizan nuestro
destino.

(1977)

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Los «standards»

Grandes Canciones y los Hombres que las Escribieron. Invariablemente de familias


pobres, quizá inmigrantes, que recién salieron a la luz en los años sesenta o setenta
(descubiertos primero por los archiveros, entrevistadores y profesores de la cultura
popular, luego presentados en veladas líricas y evocadoras bajo los auspicios de
consejos artísticos, y posteriormente convertidos en objeto de filmes documentales),
porque como compositores de canciones clásicas se los daba por muertos desde hacía
muchos años. Y así se levantan de sus ataúdes como vampiros, con el peluquín
ligeramente ladeado. Llevan del brazo rubias que son más altas que ellos, mujeres
sumamente maquilladas, con las piernas enfundadas en rutilantes medias de seda, que
ya han dejado la juventud atrás y no son tanto más jóvenes que los compositores
como lo fueron en otros tiempos, pero que aún están solemnemente dotadas de un
gran atractivo sexual. Lo primero que uno advierte en los hombres que escribieron las
canciones es su satisfacción desenfrenada. Nos hablan con la nariz pegada a la
nuestra, nos cogen de las solapas y nos ponen al corriente de todo cuanto tenemos
que saber sobre su grandeza. No encuentran diferencia alguna entre su reputación
establecida y la necesidad de notificárnosla. Desean nuestro homenaje aun cuando
para que se lo rindamos tengan que enseñarnos lo que tenemos que saber. Los
cigarros —ésta es la cultura de los cigarros— y el reconocimiento son anecdóticos.
Encienden el cigarro y cuentan episodios de su vida que demuestran cómo todas las
complejidades y ambigüedades de la existencia se reducen a unas pocas lecciones
sencillas que podemos aprender si nos aplicamos a ello. Son ricos, pues han hecho
algo que da rendimiento año tras año, sin ningún esfuerzo adicional de su parte.
Residen en Palm Springs y viajan con regularidad a Las Vegas, y a Nueva York cada
temporada, para asistir a los nuevos espectáculos. Les encanta Atlantic City, y
Chicago, y Nueva Orleans, pero dondequiera que estén, visitan los clubes, concurren
a ellos como otras personas van a las catedrales, y se esmeran particularmente en
acudir a las pequeñas salas que hacen las veces de escaparate para los intérpretes
noveles. Son hombres sin instrucción que se muestran orgullosos de sus lecturas y del
conocimiento que poseen de la naturaleza humana. Eligen la obra basada en hechos
reales, no la de literatura de ficción ni, mucho menos, la poesía, sino los relatos
populares de carácter militar, las memorias de los estadistas y de los líderes

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mundiales ejemplares. De esta tenue materia elaboran una cultura a través de la cual
su mente capta los Misterios. Por lo general, han escrito cientos de canciones, y dos o
tres de ellas, tal vez cinco, pueden reconocerse como standards, productos definitivos
y duraderos en la conciencia pública. No será preciso que se los aliente a sentarse al
piano para que interpreten una de sus piezas con voz generalmente rasposa y
quebrada, con el acompañamiento de una partitura musical increíblemente pasada de
moda. Y nos informarán del número de versiones que se han hecho de esa canción, y
quiénes la cantaron, ninguno de ellos de manera tan correcta, en la dicción y la
interpretación, como la suya. Mediante diversas disertaciones nos harán conocer los
cantores melódicos, vocalistas y chanteuses, y luego nos demostrarán que la versión
original, aquella que salió de sus gargantas, es mucho mejor. Infatigablemente,
exhaustivamente, repetirán la canción una y otra vez, sin que en ningún momento
dejen de encontrarla flamante a pesar de que llevan décadas cantándola. La canción
tiene treinta, cuarenta o cincuenta años, dura dos o tres minutos, y aun cuando la han
interpretado y aplaudido infinidad de veces, no pueden evitar sentir una insaciable
admiración por ella, por el genio que encierra, el cual se manifiesta como un logro tan
importante como el Capitolio de Washington o las cuatro cabezas del Mount
Rushmore. Y ante esa voz inexistente, ante esa melodía interpretada al piano de
manera tan primitiva y desnuda, ante esa letra que espantaría a un poeta o le haría
menear la cabeza con conmiseración, nos preguntamos cómo es posible que la
canción sea tan buena, tan verdaderamente magnífica que la reconocemos
íntimamente como si estuviera en boga y el placer que nos causa hace que riamos.
¿Cómo es que de esa lengua ordinaria y esa garganta cascada, de esos ojos velados
por las cataratas, de ese cerebro lobotomizado e irremediablemente imbécil haya
surgido algo que es, de hecho, una posesión nuestra, cara y apreciada, un recuerdo de
nosotros mismos, un instante sublime de nuestra imaginación, un precipitado de
nuestras mejores y más nobles expectativas vitales, de cuando éramos jóvenes y
valientes, y la abrazábamos a ella en una idealización caballeresca, al tiempo que
girábamos y girábamos por la sala, extasiados, mientras la dulce orquesta marcaba
sus compases en el disco rayado, y todos nuestros dolorosos y tristes deseos recibían
el nombre de Idilio?

Cuanto más pienso en las canciones, más misteriosas se tornan. Permanecen en


nuestra mente como historias espirituales de ciertas épocas; poseen la capacidad de
representar, en sus letras y líneas melódicas, guerras y otros desastres, procesos
morales, los frutos de la experiencia, y, al igual que las oraciones, el consuelo que
sigue a una pérdida. Al compás de ellas, los pueblos nacen. Constituyen un recurso
tanto para los leales que defienden su país como para los revolucionarios que quieren
derrocar el gobierno. Sin embargo, son piezas breves y lineales. Pequeños rótulos de
venta adheridos a la vida. Sólo sus ritmos pueden provocar estados de ánimo que son

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imperiosamente anticipadores y, por inferencia, abiertos a todos los demás estados de
ánimo. Sin embargo, para que surtan efecto es esencial que no sigan indefinidamente.
No sólo su simpleza sino también su brevedad las torna más universales e
instantáneamente accesibles que cualquier otra forma. Preservar la vida en una
melodía lírica significa ejercer una tremenda violencia sobre la realidad, y ésa es la
fuente de su mágico poder.

¿Qué ocurre en una canción que la diferencia del habla, incluso del discurso poético?
¿Qué convierte la voz hablada en la voz cantada; cuándo el tono de una voz se torna
una nota musical, y cómo la enunciación de una palabra se transforma en una palabra
cantada? Acabo de escuchar una canción. Las palabras —las vocales de las palabras
— son alargadas hasta un punto que, si pronunciáramos los versos prescindiendo de
la música pero alargando las vocales como cuando se canta, la gente no esperaría a
oír el final de la frase. Esto es cierto, sobre todo, en las baladas y las canciones de
amor, no tanto en los números de revista, las canciones humorísticas o aquellas que se
basan en la conducta de alguien. Sin embargo, es posible que el atractivo de una
canción resida, en parte, en la retardación de la idea, en la liberación, quizá, del ritmo
normal con que la mente recuerda ideas e impresiones. Retardar ritualmente una idea
significa ahondar en su significado, descubrir la satisfacción que acarreará la
resolución de los conflictos planteados como no lo lograríamos mediante el simple
recitado de la letra.
No obstante, todo el mundo, hasta los niños, comprende la diferencia que existe
entre la canción y el habla, lo que sugiere que tanto el gruñido como el tono son
igualmente innatos. Entonces, surge la pregunta: ¿por qué la canción es para la
ocasión, y el habla, para el uso cotidiano? ¿Por qué no cantamos la mayor parte del
tiempo, como sucede en las óperas, y en cambio, cuando realizamos un esfuerzo
especial, hablamos para consolidar y elevar nuestros sentimientos?
Canciones de cuna, cantos escolares, motetes, himnos guerreros, cánticos de
trabajo, salmos, canciones de amor, canciones obscenas, elegías, réquiems. Las
encontramos en todas las etapas de la vida, para cada ocasión, en las voces
sepulcrales del coro, en el taconazo y el grito del pianista del burdel. Pero todas las
canciones son cantos de justificación.
Que yo sepa, no existe ninguna canción científica. Ninguna canción nos dice que
la fuerza de la gravedad es el producto de las masas de dos objetos dividido por la
razón inversa de la distancia entre ambos. La ciencia es autosuficiente y no busca
consuelo ni lo ofrece. Sin embargo, la ciencia nos enseña ciertas cosas acerca de la
canción: las fórmulas científicas establecen los principios que rigen el universo físico
y sugieren, mediante ecuaciones, que aun cuando las cosas se encuentran en aparente
desequilibrio, es posible que exista equilibrio. Lo mismo sucede con las canciones.
Las canciones son compensadoras. Cuando un cantante pregunta: ¿Por qué me haces

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esto, por qué me rompes el corazón?, la fórmula inherente es que el grado de traición
es equivalente a la elocuencia del grito de dolor. La ira es la raíz cuadrada del amor
multiplicada por la fuerza de la verdad de la situación. Los sentimientos se
transforman de manera tan rápida y precipitada como los procesos subatómicos, y
cuando existe una masa crítica, estalla la canción, pero la cantidad total de energía
pura es constante. Y cuando la canción es buena, reconocemos que es verdadera. Al
igual que una fórmula, no se adapta únicamente al cantante sino a todos.
Si cantáramos casi siempre, como sucede en las óperas, nuestras vidas resonarían
al igual que las leyendas; habría muy poco espacio para nuevos datos y pocas
ocasiones para un auténtico progreso de la raza, pues cada pequeña idea o cambio de
dirección, cada empresa humana o representación del sentimiento, sería monumental.
Advertiremos que en las óperas clásicas el tiempo transcurre más lentamente que
antes de alzarse el telón o después de que éste ha caído. En cada representación
operística existe una distorsión del tiempo real entre la escena que abre el primer acto
y la escena que cierra el último, y eso es así porque el número de sucesos narrativos
es, de hecho, muy pequeño, mientras que las reacciones ante cada uno de ellos son
absolutamente dilatadas. Si cantáramos la mayor parte del tiempo, como hacen los
personajes de las óperas, estaríamos disponiéndonos una y otra vez a ofrecer los
solos, dúos, tríos, cuartetos, quintetos y coros sobre nuestras relaciones, y la
volatilidad del mundo disminuiría, pues el propio tiempo tendría que esperar que
registráramos cada cambio meteorológico con un aria, y todos nos moveríamos en un
regio ritmo lento y golpearíamos la tierra con la punta del cayado para llamar a los
espíritus del infierno, y ellos vendrían, porque la ópera es la canción que ha avanzado
en todas direcciones envolviendo el mundo entero con la representación, y todas las
óperas que se han escrito constituyen, conglomeradamente, una canción que se
expande por el cosmos.

Existen canciones de dominio público cuya autoría es anónima, así como canciones
de dominio privado cuyos derechos pertenecen al compositor. Canciones folclóricas
procedentes de las colinas, de las minas, que se desvanecen tras el tren nocturno
como el silbido de éste. Canciones que marcan el ritmo de la almádena sobre la
piedra. Eso, por una parte. Y por la otra, lo que es arrancado al piano, mientras el
cigarrillo se consume dejando un surco negro en la tapa superior, y el acorde que se
interrumpe bruscamente, para garabatear a toda prisa unas notas en el papel pautado.
Establecemos distinciones entre lo anónimo y lo conocido, lo histórico y lo
contemporáneo, lo amateur y lo profesional. Hacemos distinciones con respecto a los
motivos, a la realidad experimentada. La voz que encuentra palabras para expresar el
dolor. La voz que elige palabras para transmitir el dolor.
Sin embargo, la distinción básica y definidora se da entre una cultura oral y una
cultura escrita. Las canciones folclóricas que perduran son standards compuestos

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oralmente y lanzados directamente al aire, sin notación y, por consiguiente, sin
reparar en los derechos de propiedad. Toda canción, aun la así llamada canción
folclórica, ha sido compuesta por una persona o, tal vez, dos. Pero cuando la canción
no está escrita en el papel, su creador no posee los medios para proteger sus derechos
ni la oportunidad de procurar que no la repitan otros intérpretes como suele suceder.
Quizá esto ni siquiera llegue a considerarse, o lo que es más probable aún, ni siquiera
se piense en ello como una posibilidad.
Las culturas orales son orgullosas, creativas, participantes; la mente da al tiempo
que recibe, y no siempre resulta demasiado evidente dónde termina el yo individual y
comienza el espíritu de la comunidad. De modo que si la canción compuesta pero no
escrita perdura, con el correr de los años suele sufrir cambios, enmiendas, revisiones,
afinaciones, falseamientos, aplanamientos, arenados, pulidos, barnizados,
frotamientos, manipulaciones, hasta que permanece, tan elegantemente sencilla en su
presencia, tan resplandeciente en su veteado, como un bello mueble de ebanistería
rural.
«Venid, bellas y dulces doncellas, tened cuidado cuando os cortejen los jóvenes,
pues son como una estrella de la mañana estival, primero aparecen y luego se van.»[2]
En estos versos se encuentra la aflicción genérica de muchos siglos. La enseñanza se
hace patente. ¿No recordáis cómo desde el cobertizo de la oscura casa con tejado a
dos aguas junto a las vías del ferrocarril, la joven se detenía en la puerta abierta, día
tras día, noche tras noche, y contemplaba bajo la enceguecedora luz del sol o bajo el
resplandor morado de las estrellas, la tremenda vastedad de los campos sembrados?
Al amanecer, sobre la línea del horizonte aparecían los hombres, cargando las
gavillas de heno en los carros al tiempo que seguían la segadora mecánica, cuyo ruido
ella oía desde la distancia como el roce de las cobijas, un suspiro áspero, una sorda
exclamación de sorpresa. Pues bien, todo eso se remonta desde la segadora mecánica
hasta la guadaña, y desde el banjo de cinco cuerdas hasta el laúd. ¿La veis? Es la
misma mujer, de pie en la puerta. Pero ahora se encuentra en el corral, rodeado por
las casuchas de adobe del condado, y todo lo que tiene para protegerse de la
profanación de su amo y señor, son Dios y la prieta cofia de hilo.
Las canciones actuales, en cambio, se escriben sobre el papel, se publican y se
registran para preservar los derechos. Se las puede interpretar, pero no modificar. Y es
como si el espíritu de las voces que llenaban el aire hubiese enmudecido como ha
enmudecido Dios desde que escribimos sus palabras en un libro. «Decidme cuánto
hace que se fue el tren», dice otra vieja canción, y de eso es de lo que trata.

Tal vez las primeras canciones fuesen las nanas. Tal vez las madres fueran las
primeras cantantes. Tal vez aprendieran a calmar a sus inquietos y simiescos bebés
imitando los sonidos del agua en movimiento: los gorgoteos, saltos, chapoteos,
chorros, flujos, salpicaduras, murmullos, goteos, burbujeos y succiones. Tal vez

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supiesen que sus bebés nacían del agua. Y el ritmo lo marcara el suave balanceo de la
hamaca acuática colgada entre los pélvicos árboles. Y la melodía fuese el sonido que
hacía el agua cuando el bebé agitaba las piernas.
Un gozo infinito nos embarga ante los seres nuevos, los preciosos retoños de
nuestra propia carne, nuestros queridos chochitos y rabitos, nuestros muñequitos
acuñados por Dios, y tenemos la ira antediluviana que evocan mediante los chillidos,
la ofuscación y las defecaciones y micciones incontenibles. Así, las canciones
dedicadas a ellos tienen un doble aspecto: por una parte, el arrullo de la dulce voz
materna y, por otra, el maligno sentido surrealista de la letra, como en: «Mécete, mi
niño, en lo alto del árbol; cuando sople el viento, la cuna se balanceará; cuando la
rama se rompa, la cuna caerá, y se caerá mi niño, junto con la cuna».[3] Imagine el
lector la caída desde el árbol, con las piernas sujetas por los paños y los brazos
firmemente apretados contra los costados por la mantilla. Imagínese cayendo en el
mundo mientras la cabecita rebota contra las ramas, mientras las ramitas nos golpean
las orejitas como si fuéramos un xilófono. Imagínese de recién nacido. Las nanas nos
invitan a dormir al tiempo que nos infunden el terror del despertar. De esta manera
aprendemos para nuestro bien la inmanencia en todos los sentimientos de sus
opuestos. También la Biblia se refiere a esto, y lo denomina la Caída.

Goober Peas [Cacahuetes] era una canción popular durante la Guerra Civil. Los
cacahuetes venían envasados en latas. Constituían una ración que se encontraba en
todos los campos de batalla. «¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes!
Comiendo cacahuetes. ¡Cielos, qué deliciosos son los cacahuetes!»[4] Esta canción
representa una de las expresiones más tempranas de la ironía de los soldados
comunes y corrientes librados a la gloria de la guerra. Los historiadores nos dicen que
la Guerra Civil fue la primera instancia del arte de la guerra moderna, con lo cual
querían significar el momento en que la tecnología de las armas fue más importante
que el valor de los hombres. (Así es, si vemos cómo es decapitado durante el ataque
por un obús que estalla a un kilómetro y medio de distancia. Así es, si tenemos ojos
para contemplar su cuerpo acribillado, arañado, perforado y seccionado,
descuartizado, desmembrado y destripado con tal eficiencia mecánica que se ha
convertido en un charco de sangre putrefacta que va filtrándose en la tierra cuando su
angustiado «¡Mamáaaa!» aún resuena en el aire). En reconocimiento de esta verdad,
la ironía de los soldados comunes se extiende por el campo de batalla. Podemos
imaginarlos marchar mientras entonan The Battle Hymn of the Republic [El himno de
batalla de la República], pero en la víspera del día de la acción, a la espera de su
propia muerte al amanecer, cuando correrán estremecidos por el temor por el prado
extrañamente silencioso, con el olor querido y familiar del heno en la nariz, y el rocío
tejiendo delicadas telarañas blancas sobre la hierba, y los bosques delante de ellos,
bañados por la luz del sol, primero las copas y luego, muy lentamente, los gruesos

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troncos, hasta ver las ráfagas de plomo como sibilantes rayas luminosas…, a la espera
de todo eso, digo, se miran los unos a los otros en torno al fuego de campamento y
ríen y cantan tan roncamente como pueden: «¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes!
¡Cacahuetes! Comiendo cacahuetes. ¡Cielos, qué deliciosos son los cacahuetes!».

«(She’s Only) A Bird in a Gilded Cage» [«(Ella es sólo) Un pajarillo en una jaula de
oro»] es una canción escrita a comienzos de siglo. El tono es moralista, increpante,
pero de un modo compasivo. Una joven se casa con un anciano por su dinero y,
hecho esto, se muere por falta de amor. Sin embargo, la cultura popular encuentra su
expresión más pura en lo evidentemente moral y encubiertamente lascivo.
Imaginémosla recorrer las agobiadoras habitaciones de la mansión de su esposo:
cortinajes de terciopelo, tapices con escenas de caza, mullidos sofás y sillas de
respaldo alto, gruesas alfombras persas, campanillas con cordones adornados con
borlas. Ella luce brazaletes de obsidiana en los brazos. Se quita ceremoniosamente los
anillos para practicar en el piano. Se ha casado por dinero, y el dinero mantiene
incluso las ventanas cerradas, ahogando los gritos de la calle, al igual que su
memoria. En un tiempo, había corrido arriba y abajo por las húmedas escaleras de la
pobreza, con los botines agrietados deslizándosele de los talones. En lo alto, había
una madre lista y airada que le enseñaba a mantenerse alejada de los deseos naturales
y los ojos brillantes de adoración de los muchachos del barrio. Había un padre que
sabía lo que tenía para vender. Y ahora el pajarillo practica al piano sus études, la
tarea física más agotadora del día. Enseguida le servirán el té y dormirá la siesta;
luego la ayudarán a bañarse, se vestirá para la cena y se presentará ante su esposo,
separada de él por todo el largo de la mesa. Sola, mimada, prisionera del ocio,
encontrará la única forma de expresión que le resta cuando, por fin, en la penumbra
de su habitación, con su sirvienta, se prepara para acostarse.
«Vendieron su belleza a cambio del oro de un anciano. Es un pajarillo en una
jaula de oro.»[5] Por supuesto, si escribiesen ahora esa canción la joven no moriría.
En el último verso aparecería limpiando las gotas de papilla de la barbilla temblorosa
del anciano y marchándose corriendo para asistir a las clases en la facultad de
medicina. Pero como se trata de un texto moralista (aunque hipócrita) de finales del
siglo XIX, ofrece un cuadro muy corriente de drama social.
Una canción escrita aproximadamente en la misma época es «Come Home,
Father» [«Vuelve a casa, padre»]. El niño se encuentra en el bar, tirando de la manga
del padre borracho. En cierto sentido se trata de una canción compañera de la otra,
una versión masculina de «(She’s Only) A Bird in a Gilded Cage». Ambas describen
fórmulas características de la clase obrera pobre norteamericana de la segunda mitad
del siglo pasado.

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Con la Tin Pan Alley, la industria de la música pop, las canciones se convirtieron en
un producto de amplia repercusión. Los standards que nacieron de esa empresa nos
sumergen en una corriente de imaginería que nos transporta a través de las décadas,
las eras, los paisajes cambiantes de nuestra vida. Durante un largo período los
Estados Unidos industrializados contemplan con nostalgia su pasado rural: «When
You Were Sweet Sixteen» [«Cuando tenías los dulces dieciséis años»], suspiran, «In
the Evening by the Moonlight» [«Por la noche a la luz de la luna»], «On the Banks of
the Wabash» [«A orillas del Wabash»], «In the Good Old Summertime» [«Aquel
verano inolvidable»]. Luego, el espíritu cambia; el desafío, la rebelión, se encuentran
codificados en las complicadas elaboraciones del doble sentido: «(You Can Go as Far
as You Like With Me) In My Merry Oldsmobile» [«(Puedes llegar tan lejos como
quieras conmigo) en mi espléndido Oldsmobile»], «There’ll Be a Hot Time (In the
Old Town, Tonight)» [«La cosa estará caliente (en el barrio antiguo, esta noche)»], «It
Don’t Mean a Thing If It Ain’t Got That Swing» [«No pasa nada sin ese meneo»].

Cuando una canción es un standard puede reproducirse a partir de uno de sus


fragmentos esenciales. Bastará recitar la letra para oír la melodía. Bastará tararear la
melodía para que la letra se articule por sí sola en nuestra mente. Ése es un indicio de
un poder inusual de autoevocación; el equivalente físico sería la regeneración de un
miembro amputado, o bien la clonización de un ser completo a partir de una célula.
Los standards de todos y cada uno de los períodos de nuestra vida permanecen
registrados en nuestro cerebro con referencias cruzadas, para ser evocados en forma
total, o sólo en parte, o bien, de hecho, para que acudan a la mente sin que los
llamemos. No existe nada que pueda evocar de manera tan súbita y puntual el
aspecto, la impresión, el olor de los tiempos pasados. Utilizamos los standards en la
intimidad de nuestra mente como significantes de nuestros actos y relaciones. Pueden
constituir un medio económico de autoconocimiento terapéutico. Si, por ejemplo,
estamos muy enamorados y al pensar en la mujer amada ansiamos verla, prestemos
atención a la melodía que tarareamos. ¿Se trata de «Just One of Those Things»
[«Sólo una de esas cosas»]? El idilio amoroso no durará mucho tiempo.

Los autores nos explicarán así los principios básicos de la composición de las
Grandes Canciones. Que sean sencillas. Cuanto más sencillas, mejor. Que puedan
entonarlas voces poco o nada cultivadas, en la ducha, en la cocina. Tratar de
mantener la melodía en una octava. No apartarse de los cuatro acordes básicos y
evitar los ritmos complicados. Tal vez no sepan que ésta es la estética de los himnos
religiosos. Tal vez no sepan que esos himnos fueron los primeros grandes éxitos. Pero
saben que los himnos y su esfera discursiva ennoblecen o idealizan la existencia,
expresan su religiosidad y son totalmente adecuados y apropiados para todos los

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oídos. Ése es el motivo de que la mayor parte de las baladas populares sean, en su
romanticismo característico, himnos secularizados.

El principio de procurar que sean sencillas explica por qué muchos standards se
parecen. Hasta podríamos decir que para que una canción adquiera categoría standard
debe tener reminiscencias de otros standards existentes. Quizá sea por ello que al oír
por primera vez una buena canción suele parecemos que ha existido siempre. Y en
cierto sentido, así es. Del mismo modo que nos parece que hemos existido siempre,
sin tener en cuenta la fecha de nacimiento, un standard da la sensación de haber
estado en todo momento entre nosotros, esperando para revelarse que llegue el
momento histórico adecuado.
Cuando la gente dice «nuestra canción», quiere decir que ambos existen juntos
compartiendo una especie de verdad generacional. Se han encontrado para labrarse
un destino común. La canción designa a esa gente, la rescata del accidente de la
existencia genética ahistórica. La sitúa en el tiempo cultural. Un suceso crucial, un
sitio específico, una cierta sonrisa, una clase de jerga, un grado de fe o de
escepticismo, un humor particular o un paso de baile, acompañan a la canción. Y de
esos detalles efímeros nos hacemos un lugar en la civilización. Para bien o para mal,
tenemos nuestro sitio temporal. Actualmente, diferentes clases de canciones
pertenecen a jurisdicciones diferentes. La música pop en los cafés, las melodías para
espectáculos en los teatros, el rock en los estadios, la música country en los
paradores, el blue-grass en los festivales al aire libre, el gospel en las iglesias, el pop
evangélico en los canales de televisión, el blues en los clubes. Lo que encontramos en
nuestras canciones es una especie de fisión que afecta a Estados Unidos. Y la música
de diferentes voces, con diferentes brillos en los ojos de los cantantes, ingeniosas y
ociosas ideas musicales, y otras más elaboradas que obedecen a criterios distintos, se
han compactado en convenciones que denominamos géneros. Y a los géneros los
llamamos mercados. Las canciones vienen en discos, cintas magnetofónicas,
compactos, vídeos; vienen en anuncios comerciales; vienen en conciertos. Las
canciones se suceden una tras otra en el éter, se mezclan sin dejar espacio entre ellas.
Si permitimos que la cultura, por su naturaleza, aprisione la percepción, que
durante un emocionante momento creativo nos ilumine pero luego, perversamente, se
transforme en una cárcel que nos aisle de la realidad, entonces las canciones se
convierten en las celdas de nuestra reclusión. Detrás de ellas se levantan los muros,
las torres de vigilancia y las cercas electrificadas: las series televisivas, los sermones,
las películas, los periódicos, las elecciones presidenciales, las galerías de arte, los
museos, las terapias, las obras teatrales, los poemas, las novelas y los planes de
estudios universitarios.
Pero los barrotes a que nos aferramos son nuestras canciones.

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(1991)

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James Wright en Kenyon

Conocí a James Wright en Kenyon en el sombrío otoño de 1948. Si no hubiese


habido ninguna guerra mundial ni la incipiente ilustración que se había impuesto en
los círculos académicos, ninguno de nosotros se habría encontrado allí. Kenyon había
sido una especie de club para los hijos de las familias acomodadas del Medio Oeste
de Estados Unidos. Fundada en 1824 por un obispo episcopal sobre una colina en el
centro de Ohio, era una escuela magnífica de un carácter que podría describirse como
el de una tosca reserva del Oeste con una capa de pretensiones oxfordianas. En la
arquitectura de los edificios cubiertos de hiedra podía vislumbrarse la fervorosa
satisfacción de los primeros estudiantes. En el predio del college había robles, olmos
y arces enormes para hacer resaltar los generosos volúmenes del espacio, y un
Sendero Intermedio por el que todos los jueves por la tarde bajaban cantando los
muchachos del club de estudiantes, quienes se dirigían a efectuar sus ritos secretos en
sus cabañas del bosque. En las llanuras que se extendían al este, confinadas por el
único sendero curvo de una escarpadura que iba de Baltimore a Ohio, se encontraban
los hangares donde en los años treinta los estudiantes guardaban sus biplanos.
También tenían allí un campo de polo.
Wright provenía de gente pobre del condado que por generaciones había vivido a
orillas del río Ohio. Sólo la ley para veteranos de guerra hizo posible que ingresase en
la universidad. Había servido en el ejército de ocupación en Japón, y fue allí donde
otro compañero de estudios de ambos, Jack Furniss, que prestaba servicios en el
mismo regimiento y tenía pensado estudiar en Kenyon, había logrado persuadir a
Wright de que él también podía hacerlo. El argumento de venta fue la poesía. John
Crowe Ransom integraba el claustro docente de Kenyon y editaba The Kenyon
Review en el sótano de Ascension Hall.
También a mí me atrajo la idea de elegir aquel pequeño claustro en el que
enseñaba John Crowe Ransom. En el instituto mis notas habían sido irregulares, pero
como la Bronx High School of Science era una institución prestigiosa, Kenyon me
aceptó. Hasta el día de hoy no logro comprender cómo supe la existencia de Ransom,
cómo siendo adolescente pude haber hecho una elección tan meditada ni cómo llegué
hasta el centro de Ohio. Quizá mi consejero de curso viese en mi pasado como
cantante de folk en Nueva York las características de un buen agricultor sureño. Sea

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como fuere, allí estaba yo, a mis diecisiete años, tan lejos de mi hogar como nunca lo
había estado. Mi padre había solicitado un préstamo bancario para pagar mis
estudios. Para obtener una beca necesitaba obtener las calificaciones necesarias. Leía
a Milton y Matthew Arnold. Todo me parecía muy precipitado. No lograba
concentrarme con facilidad.
De hecho, aquel claustro tan clásicamente bello era un torbellino espiritual. Las
fuerzas estaban en discordia. Como es natural, eso resultaba difícil de comprender
por parte de un novato que suponía que el mundo entero era un lugar confiadamente
seguro, y que sólo él se sumía en irresolutos estados de confusión y ansiedad.
El objetivo de la administración de transformar Kenyon con el fin de que dejara
de ser la universidad de segunda categoría que había sido, fue enunciado antes de la
guerra por su flamante rector, Gordon Keith Chalmers, cuyas ideas pedagógicas eran
afines a las de Robert Hutchins, de la Universidad de Chicago. Era Chalmers quien
había traído a Ransom, y a su colega de la Review, el filósofo Phillip Blair Rice, para
crear un nuevo y distinguido claustro docente en humanidades, que lentamente, y a su
debido tiempo, fue desarrollándose. También el cuerpo estudiantil fue elevándose
hasta alcanzar ese nivel; una vez terminada la guerra, la universidad llevó a cabo una
política de admisión muy inteligente y abierta, no sólo para con los veteranos, sino
para con los buenos estudiantes de las escuelas secundarias. Sin embargo, nada de eso
se produjo sin costos; hubo resistencias, pues algunas de las actitudes y estilos de la
vieja escuela aún perduraban. Pero Wright fue uno de los veteranos cuya presencia en
el claustro resultó inevitablemente provocadora frente al carácter complaciente del
cuerpo estudiantil tradicional, los bebedores, los atletas y los orgullosos estudiantes
con altas calificaciones que pertenecían a una segunda o tercera generación de
hombres que habían estudiado en Kenyon, todos ellos luciendo trajes de franela gris,
zapatos blancos y suéteres con los monárquicos colores morado y blanco. Los
veteranos habían constituido un duro y punzante aguijón de escepticismo ante esa
afectación, y gozaban de cierta autoridad. Solían ser buenos estudiantes, tenaces
clasicistas, sólidos poetas, ligados a otra tradición más tenue, por así decirlo, que
podría ejemplificarse con los ransomitas de 1940, entre quienes se contaban Robert
Lowell y Peter Taylor, así como el joven tutor de ambos, Randall Jarrell.
Pero ahora Kenyon brindaba sus aulas a una variedad de gente exótica: judíos y
católicos irlandeses de Nueva York y Filadelfia, los primeros dos negros que habían
sido admitidos, estudiantes extranjeros, homosexuales, peones de granja y un número
considerable de muchachos poco agraciados aquejados de aflicciones sociales como
el acné y la tartamudez. Lo único que todos tenían en común era la predisposición a
seguir con afán una carrera académica. De hecho, era este grupo, los Independientes,
como se los llamaba, porque en su mayoría no podían ni querían unirse a las ocho
asociaciones de estudiantes que regían la vida social de la pequeña universidad,
quienes de manera rutinaria obtenían las mejores calificaciones, se llevaban todos los

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honores y obtenían su título en el seno de los más prestigiosos departamentos de
graduados.
Éste era el grupo al que pertenecíamos socialmente Wright y yo, y cuyo nivel
aspirábamos alcanzar. Nos habíamos conocido en el comedor. En aquellos tiempos,
colocaban la comida en las mesas del refectorio y luego abrían las puertas y se hacían
a un lado. Siempre se producía una estampida, pues la disposición de las mesas
reflejaba de manera inevitable el lugar que cada uno ocupaba en la gran cadena vital
de Kenyon. Los miembros de cada asociación de estudiantes permanecían juntos, al
igual que los equipos deportivos o quienes compartían alguna de las asignaturas más
esotéricas, como teología, y nadie quería quedar atrapado en un grupo al que no
perteneciera. Yo me dirigía hacia la mesa de los no afiliados, por supuesto, donde se
instalaban los broncos independientes, y así fue como, ineluctablemente, un día me
encontré sentado al lado de Wright. Éste era un muchachote fornido, no
especialmente alto, pero con la corpulencia de un luchador, hombros anchos y cuello
de toro. Llevaba unos pantalones de faena del ejército y una camiseta de deporte; lo
único que variaba en ese atuendo, como pude comprobar con el tiempo, eran los
pantalones del ejército por un almidonado mono nuevo. Tenía una cara redonda de
rasgos particularmente pequeños: una boca pequeña y unos ojillos enmarcados en
unas gafas de plástico incoloro del ejército, que él se ajustaba de tanto en tanto,
porque su pequeña nariz no tenía un puente suficientemente marcado como para que
se sostuvieran en su sitio. Hablaba con una voz aguda pero bien timbrada de tenor. Su
conversación era profunda, juiciosa, cargada de malas palabras, pero lo que la tornaba
asombrosa era que intercalaba recitados de poesía. Yo nunca había oído nada
parecido. Pasaba del discurso ordinario al verso sin hacer siquiera una pausa. Era
como si el recitado constituyese una parte normal del discurso corriente. A veces los
versos eran apropiados al tema en discusión, otras, no, como si hubiese estado
repasándolos mentalmente y de golpe irrumpieran en su alocución, o los hubiera
evocado de alguna zona del inconsciente y se limitase a prestarle la voz como un loco
que hablase consigo mismo. Pero, de alguna manera, todo tenía sentido, y uno
quedaba boquiabierto, porque obedecía a un verdadero sistema mental. Se sabía de
memoria volúmenes enteros de poesía inglesa, con la que estaba irremediablemente
comprometido. Después de comer, nos quedábamos largas horas, tomando café, y él
se fumaba un cigarrillo, que sostenía de manera peculiarmente europea, entre el dedo
mayor y el anular.
Le hablé acerca de una discusión que se había entablado en la clase de filosofía.
En aquellos momentos estaba en marcha la campaña presidencial entre Harry Truman
y Thomas Dewey. La mayoría de los asistentes eran partidarios de Dewey, el
candidato republicano. Un par de ellos se inclinaban por Traman. Yo consideraba al
difunto Franklin Roosevelt como el verdadero presidente y, por lo tanto, aclamaba al
que otrora fuera su vicepresidente, Henry A. Wallace, un idealista que se presentaba
por un tercer partido con apoyo de la izquierda. El texto que se analizaba en clase era

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la República de Platón. Nos reuníamos en el sótano de la capilla de la universidad, la
Iglesia del Espíritu Santo. Cuando hablé en favor de Wallace, toda la clase me miró
—¡Vaya, uno de ésos!—, y le dije a Wright que fue en ese momento cuando
comprendí qué quería decir Platón con lo de la alegoría de la caverna. Él se echó a
reír. Entonces dijo con su voz grave, súbitamente airada, como un gruñido
desesperante, que Harry Traman había arrojado la bomba, y no una vez sino dos, lo
cual lo convertía en un hijo de perra para toda la eternidad, que Dewey era un imbécil
pagado de sí mismo y que Henry Wallace era el único de ellos que valía algo como
ser humano, y que por eso lo crucificaban.
Luego, de repente, se puso a recitar unas estrofas de Spencer y me preguntó si no
creía que eran los versos más condenadamente hermosos que se habían escrito jamás.
Aquél era un otoño frío y bello, y cada tarde oscurecía más temprano. Yo me
debatía con mi nueva vida. Traman pedía a todos los empleados del gobierno que
firmaran declaraciones juradas de lealtad. ¿Estaba yo equivocado o bien Kenyon
pedía a los novatos de diecisiete años que hicieran lo mismo? ¿Por qué los domingos
por la mañana había que asistir de manera compulsiva a la capilla? Y ¿por qué a los
novatos se les exigía que llevaran gorritas? Era el año 1948, había existido el
Holocausto, en una guerra mundial habían muerto cuarenta millones de personas, y la
misma universidad que publicaba The Canyon Review esperaba que yo anduviera con
una ridícula gorra escolar encasquetada en la cabeza como un idiota en una caricatura
de Cruickshank. Cogí la gorrita —¡la gorrita!, la palabra misma constituía una
humillación— y la enterré en el cubo de la basura.
Lo que admiraba de mi nuevo amigo Wright era su capacidad para mostrarse
invulnerable ante semejantes batallas y olvidarlas rápidamente. De alguna manera,
ello tenía que ver con el hecho de que fuese poeta, lo que equivale a decir que
funcionaba en un nivel emocional muy profundo que se originaba únicamente dentro
de sí mismo. Siempre que tenía la oportunidad, iba a encontrarme con él. Nunca antes
había conocido a un poeta. Conocía estudiantes que escribían versos, por supuesto;
yo mismo había escrito algunos. Pero ahora me parecía que lo que definía a un poeta
era el hecho de que no dejaba de ser poeta ni en los momentos que transcurrían entre
un poema y otro. La poesía no era algo que se practicaba sino un estado de ánimo en
el cual todos y cada uno de los momentos de la existencia se ampliaban. Uno no
podía estar cinco minutos en presencia de Wright sin comprender lo que costaba
estampar un verso verdadero en el papel: lo que le había costado a Edwin Arlington
Robinson, por ejemplo, o a Frost, o a Keats, si vamos al caso. Se trataba de una
intensidad de percepción generada por uno mismo, una sujeción violenta, agotadora,
a la propia conciencia; en definitiva, una especie de inexorabilidad.
Wright siempre llevaba encima los versos en que estaba trabajando, metidos en
una carpeta negra de tapas rígidas; iba con tres o cuatro de ellas bajo el brazo junto
con los libros. Nunca se separaba de su obra. Parecía tener centenares de versos y que
todos ellos estuvieran sujetos a revisiones en todo momento. Uno podía encontrarlo

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en el Village Inn, fumando y ante una taza de café, o bebiendo una cerveza en el bar
de Jean Valjean, siempre en un compartimiento, inclinado sobre un borrador
mecanografiado, que corregía con su letra redonda de escolar.
No compartíamos ninguna clase. Él iba un semestre más adelantado que yo y ya
se encontraba en el punto en que sólo se cursaban asignaturas electivas. En lugar de
las cuatro habituales, él seguía cinco o seis, no sólo porque necesitaba graduarse antes
de que se le venciera el plazo que le permitía gozar de los beneficios como ex
combatiente, sino porque tenía un apetito enorme por la literatura. Era un estudiante
prodigioso. Estudiaba anglosajón, alemán y francés. Y un idioma no era
sencillamente algo que terminaba con un examen, sino que también era la música que
uno escuchaba. Descubrió en la biblioteca una colección de setenta y ocho Heder de
Schubert, interpretadas por Elizabeth Schwarzkopf; se convirtió en un adicto y se
pasaba las horas escuchando a la cantante. Salía de la biblioteca y enfilaba el Sendero
Intermedio. Du holde Kunst in wieviel grauen Stunden,/Wo mich des Lebens wilder
Kreis umstrickt,/Hast du mein Herz zu warmer Lieb entzunden,/Hast mich in eine
bessre Welt entrückt!, cantaba aquel muchacho granjero de Martins Ferry, Ohio,
mientras caminaba a grandes zancadas con su paso de luchador. Él no era sensible a
los juicios del vulgo.
A medida que transcurría el año, fui adoptando una actitud dentro de la vida
universitaria que me cuadraba, o quizá fuese que me sentía inmerso en mi
generación; me mostraba cauteloso no sólo con el estilo anglófilo de la escuela sino
con la vida misma. Estaba librándose una guerra en Corea, y suponía que terminaría
en ella. Me convertí en uno de los que se pasaban la vida leyendo o jugando a pelota,
bebiendo cerveza o jugando al billar, o yendo a la ciudad cercana de Mt. Vernon para
alternar con chicas o incluso para estudiar, poniendo en cada actividad un cierto
grado de buena fe. Tenía toda la vida por delante, fuera lo que fuese, como todo el
mundo. Existía una especie de suspense metafísico en nuestra vida universitaria. Sin
embargo, Wright parecía estar un paso más allá de todo eso. Parecía sentirse
plenamente realizado por lo que era. No tenía que poner ningún grado de buena fe.
No había nada temporal en él. Era el único, total, inevitable Jim en cualquier
situación, formal o informal, solo o en una multitud, el mismo poeta desamparado en
todas las ocasiones.

En febrero de 1949 un sábado por la tarde, el más viejo de los tres edificios
destinados a dormitorios, el Old Kenyon, se quemó hasta los cimientos; ocurrió
justamente una semana antes de que me mudara a una de sus habitaciones. La parte
más afectada por el fuego fue Middle Kenyon, la sección del antiguo edificio
destinado a los estudiantes no afiliados, a quienes se había alojado allí con el fin de
que constituyesen una especie de fraternidad a pesar de sí mismos. Habían
desaparecido nueve estudiantes, todos ellos pertenecientes a ese grupo. Al igual que

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Wright, yo había estado viviendo en unos barracones provisionales que la universidad
había levantado en la cercana localidad de Gambier a fin de recibir la abultada
afluencia de estudiantes de la posguerra. El domingo por la mañana me dirigí hacia el
claustro y estuve contemplando el derruido edificio. A través de las ventanas podía
verse el cielo. Una neblina de humo azulado se elevaba de las ruinas. Hacía mucho
frío y reinaba un gran silencio. Nadie parecía capaz de moverse. Nos enteramos de
que el decano estaba hospitalizado después de rescatar a varios estudiantes. Al
mediodía, el rector, Gordon Chalmers, convocó a todo el mundo al refectorio y pasó
lista completa del cuerpo estudiantil. Cuando alguien no respondía, Chalmers pedía a
los amigos y conocidos que se pusieran de pie y tratasen de recordar cuándo lo habían
visto por última vez, con la esperanza de que el desaparecido hubiese pasado el fin de
semana fuera de la universidad. El intento fue inútil. Siete de los nueve estudiantes
muertos eran judíos. Uno de ellos era hispano-indio.
Lo más terrible no era que alguien hubiese provocado el incendio
deliberadamente —que no había sido ése el caso—, sino que, no obstante ello, éste
había tenido unos efectos que ponían de relieve la forma absurda en que la
universidad aún reflejaba la sociedad en general.
Los estudiantes que se habían quedado sin techo fueron alojados en los otros
dormitorios, compartiendo las habitaciones con sus ocupantes. Los heridos volvieron
del hospital con los brazos escayolados o las cabezas vendadas. El decano Bailey
retomó su cargo en muletas. El otoño siguiente, una vez reconstruido el Old Kenyon
piedra sobre piedra, me mudé a él junto con la asociación de estudiantes de facto
constituida por los sobrevivientes independientes, hasta el momento alojados en la
Alumni House, una construcción de madera en el pueblecito de Gambier, en el límite
del predio universitario. El que todos estuviésemos viviendo juntos en pequeños
cuartos de huéspedes hizo que aquél fuese un año agitado. Wright formaba parte del
grupo, pero no pudo soportar vivir allí. Desde su llegada a Kenyon, había vivido
apartado aun de aquellos que vivían apartados de los demás; sencillamente no quería
ser rehén de la locura que se vivía en los dormitorios. Inventábamos toda clase de
juegos; modificamos algunos de la infancia para practicarlos en la acera del frente,
jugábamos al tres en raya tridimensional, al bridge; jugábamos complicados partidos
de fútbol, o al lanzamiento del disco de plástico Frisbee, y los días lluviosos,
discutíamos sobre filosofía y literatura como si se tratase de un deporte. Creo que
estábamos creando una universidad alternativa. Era como si hubiésemos llegado al
límite; estaba librándose una batalla por el alma de Kenyon, o por la nuestra, aunque
nadie habría creído que ése era el caso. Los muchachos que habían resultado más
gravemente heridos o aquellos que eran amigos íntimos de los que habían muerto,
resultaban ser los más bromistas de todos.
De modo que, de alguna manera, mi segundo año en la universidad se había
transformado. Recuerdo todo el año como una especie de primavera, los árboles con
hojas perennes, y una brisa suave y fresca, que olía a pajar, soplando de la región

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central de Ohio, poblada de granjas. Ya era evidente que para todos nosotros Wright
se había convertido en una suerte de hermano mayor; despertaba un respeto casi
universal sin antecedentes en nuestra crítica sociedad. Había, de hecho, varios poetas
excelentes entre los estudiantes no graduados residentes —Robert Mezey era uno de
ellos—, pero Wright era su modelo, fundamental para todos. Varios de sus poemas
fueron aceptados para su publicación en The Kenyon Review. Para un estudiante
poeta no graduado aquello equivalía al premio Nobel. Se alojaba fuera del claustro,
en casa del profesor Timberlake, con quien estaba leyendo Beowulf. Era la clase de
estudiante con quien un profesor desearía relacionarse. Más adelante, viviría con la
familia del profesor Hanfman, su maestro de alemán. Absorbía todo cuanto podía de
la música, las lenguas y el arte europeos, pero sin renunciar ni un ápice a su
ascendencia del Medio Oeste. Cantaba lieder, pero le gustaban también las canciones
militares obscenas, y una en particular, Sam, Sam, the Shithouse Man [Sam, Sam, el
limpialetrinas], que había enseñado a varios compañeros de su entorno para cantarla a
coro cuando bajaban con aire desafiante por el Sendero Intermedio.
Ahora me referiré a ese entorno, porque es esencial para hacerse una idea cabal de
quién era Wright en Kenyon. Algo había ocurrido, un cambio se había producido en
la Zeitgeist local —una de nuestras palabras favoritas—, una especie de aserción
apolítica que no había existido antes del incendio, una diminuta llama contracultural
que ardía por combustión espontánea, probablemente sin que nosotros tuviéramos
conciencia de ello. En el caso de James Wright, se trataba de una nueva forma de
sociabilidad muy específica: el culto y celebración de los proscritos y parias de la
universidad.
Huelga decir que él siempre había sido un ferviente espectador de las tonterías de
los estudiantes. Billy Goldhurst, el chistoso de la clase, por ejemplo, hacía unas
imitaciones muy graciosas de Bogart y Cagney, y le encantaba interpretar, en los
momentos más raros e inapropiados, escenas de películas antiguas, como la actuación
de Raymond Massey pronunciando el discurso de Lincoln en Gettysburg, mientras
nosotros nos situábamos detrás de él y tarareábamos The Battle Hymn of the
Republic, elevando el tono de voz cada vez más, claro está, hasta que él tenía que
gritar para hacerse oír. A Wright le encantaban esas cosas. Recordaba bromas, chistes
que uno había contado, frases que alguien había dicho, y las repetía al cabo de varias
semanas. Las difundía por todo el claustro. Gozaba con las imitaciones que hacíamos
de nuestros profesores: el dulce dialecto virginiano de Pappy Ransom, por ejemplo, o
la forma en que Phil Rice musitaba sus increíbles charlas, mientras se arrancaba
fragmentos de papel de fumar del labio inferior, o bien el delirante balbuceo del
anciano y en cierto modo rotundo erudito francés conocido entre nosotros como
Fauncy, o la declamación casi salivosa de uno de los profesores europeos de historia
cuando acudía a dar su famosa conferencia sobre las peculiaridades anatómicas de
Isabel I.

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Claro que los estudiantes se han mostrado irreverentes al hablar entre ellos de sus
profesores. Lo notable era la forma en que Wright celebraba como público esas
payasadas. Como sea que se mostraba tan receptivo y no demasiado discriminatorio a
la hora de presenciar los estúpidos números que le presentábamos, nos
acostumbramos a actuar para él como unos auténticos payasos cada vez que estaba
dispuesto a prestarnos atención.
Sé que sentía esa tendencia dentro de mí mismo. Yo no era un poeta universitario,
pues había descubierto nuevas lealtades fuera del departamento de literatura —en
filosofía y arte dramático— y tal vez por eso poseía una sensibilidad más aguda para
juzgar el ambiente de los poetas de Kenyon que si hubiera sido uno de ellos. Además
de los poetas auténticos como Wright y Mezey, había varios poetastros, simuladores
que no poseían nada de talento pero sí toda la susceptibilidad requerida, y recuerdo
que un día me divertí mucho, buscando conscientemente provocar la risa. Era a
finales de otoño y paseaba yo en compañía de Wright y otros amigos, cuando de
repente eché a correr hacia una pila de hojas secas recién amontonadas, levanté a
patadas una nube de ellas y me coloqué debajo de aquella lluvia de hojas, al tiempo
que elevaba lánguidamente una mano y decía con la voz trémula de Blather
Burnthorne en Patience: «¡Mirad, mirad cómo caen las hojas!». Naturalmente, a
partir de entonces, y durante varias semanas, el saludo de Jim al verme era: «¡Mirad,
mirad cómo caen las hojas!», seguido de su desfachatada risotada. Nunca se olvidaba
de nada. Conservaba una verdadera biblioteca de citas de todos nosotros, tan sujetas a
la evocación de su prodigiosa memoria como cualquier poema en inglés, desde Piers
Plowman hasta Robert Service.
Inevitablemente, en el papel de defensor del humor y la irreverencia, Wright
comenzó a atraer a los estudiantes más extraños de la comunidad. Al llegar al
segundo año de estudios, él ya se relacionaba, casi de manera exclusiva, con los
parias sociales, los grandes transgresores del estilo y el decoro universitarios, por
pendencieros que fueran. Y éstos eran o bien Independientes del Middle Kenyon, los
despreciados de ese garboso grupo proscrito, o bien solitarios del claustro, como él
mismo: excéntricos, muchachos con dones raros, como la tendenciosidad, o un
conocimiento enciclopédico sobre cosas sin trascendencia. Podían ser estudiantes
físicamente sucios, con las gafas mugrientas; o timadores, los pocos seres oscuros
que parecían estar viviendo en Kenyon sin ninguna relación aparente con los estudios
académicos; o beodos y fantaseadores; o muy tímidos, a los que amaba. Los amaba a
todos, y yo solía verlo pasear por el Sendero Intermedio mientras alrededor de él
revoloteaban, actuando, sin duda, uno o dos de aquella compañía de payasos que
había reunido. Wright constituía su público, un público que reía estentóreamente sus
cabriolas, que les daba alas y valor, o por lo menos la sensación de tener, gracias a su
reconocimiento, un lugar en la comunidad universitaria.
De modo que ése era el entorno. Claro que en ese entonces yo no compartía
totalmente aquella actitud. Me preguntaba qué se proponía hacer. Si todo aquello

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tenía una dimensión política, se me escapaba. Algunos de los más estrafalarios de
aquellos muchachos eran, sencillamente, unos imbéciles; no merecían otro
calificativo. No eran tan divertidos como él les hacía creer que eran. Yo solía evitar a
Jim cuando estaban en su compañía; si los veía venir en mi dirección, seguía otro
camino. Tenía la impresión, posiblemente sin ningún fundamento de mi parte, que tal
vez, y de manera inconsciente, los trataba con demasiada condescendencia, que, al
margen de sentir una genuina preferencia por su compañía, quizá obtuviese una
especie de sostén para sí mismo, lo que no le hacía mucho honor.
Existían toda clase de motivos, aun en una universidad tan pequeña como
Kenyon, para que los amigos perdiesen el contacto entre sí. Aquel segundo año, me
había mudado al corazón del claustro en el reconstruido Old Kenyon, ahora a prueba
de incendios con sus techos de tejas y sus paredes de cemento pintado. Era un
estudiante de filosofía serio y cabal, que cursaba de manera alternativa con los dos
miembros del mejor departamento de filosofía del país: Phil Rice y Virgil Aldrich. Un
astro del teatro universitario y veterano de guerra, Paul Newman, se había ido a la
escuela de teatro de Yale, y así me encontré representando buenos papeles en las
producciones del club teatral: Joe Bonaparte en El chico de oro, de Odets, por
ejemplo. El teatro me demandaba una enorme cantidad de tiempo, al igual que un
idilio amoroso con una joven de otra ciudad que había venido a actuar en una de las
representaciones de la universidad. Y así vivía a mi manera la vida universitaria;
estaba sintiendo como mía la de Kenyon con tanto derecho como los muchachos más
tradicionales, que eran miembros de las asociaciones de estudiantes, poniéndome a
prueba a mí mismo, como teníamos que hacer todos, siguiendo el crucial proceso
asertivo de autodefinición en un constante flujo de ideas y sentimientos.
En el mundo exterior, los así llamados «espías atómicos» eran arrestados todas las
semanas, y la ominosa ideología de la guerra fría había alcanzado consenso nacional.
A los que estudiábamos en las universidades, la revista Time nos llamaba «la
generación silenciosa», lo cual debería haberme indicado que ya estaba gestándose
algo que marcaba un disenso; que se había producido una pequeña transmigración
secreta del alma de la nación y sólo estaba esperando para manifestarse. Mientras
tanto, no supe valorar lo suficiente al que tal vez fuera el seguidor más extravagante
de Wrigth, un tipo llamado Frank LeFever. Lo describiré en su apoteosis, y así se verá
claramente cómo en ocasiones la profecía logra pasar inadvertida aun para aquellos
que son más sensibles a su manifestación. En verano, LeFever llevaba unos tejanos
desflecados cortados a la altura de las rodillas y, por fuera, una camiseta con grandes
agujeros. Nunca se tomaba la molestia de hacerse cortar el pelo, de modo que le
llegaba hasta la base del cuello. Tampoco se afeitaba, por lo que sus bigotes y su rala
barba color castaño le conferían un aire oriental. Creo que tenía preferencia por los
zapatos de trabajo, que usaba sin calcetines, y a veces lucía un arete, como los
pescadores portugueses. Yo no tenía idea de cuáles eran sus títulos académicos, pero
se había convertido en el compañero permanente de Wright y se desvivía por

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divertirlo. Fue LeFever quien se levantó durante una lectura de poemas a cargo de
Robert Frost, en Rosse Hall, y delante de toda la universidad gritó: «Señor Frost, ¿eso
era un poema de verdad o se lo ha inventado?». Ágil como era, le encantaba subirse
al techo del Old Kenyon por la noche y saltar como Quasimodo a lo largo del borde y
aullarle a la luna. Todo ello era motivo de gran diversión para el reducido grupo
compuesto por dos o tres rebeldes de genio que seguían a James Wright dondequiera
que fuese. LeFever tenía una voz aguda que aun en los raros momentos en que se
mostraba serio, daba un sentido burlón a cuanto decía. Pero, en general, no conocía
límites. Siempre estaba dispuesto a la burla indiscriminada, tanto si el sujeto era el
apropiado como si no lo era, y por eso la mayoría lo tolerábamos, porque lo
considerábamos un adolescente perpetuo, un chico que no sabía cuándo tenía que
parar. Pero Wright lo instigaba a expresar cualquier impulso, por disparatado que
fuese y era su padrino y protector en la época a que me refiero, en 1951, una buena
docena de años antes de que se pusiese de manifiesto el espíritu de renuncia y la
exhibición de pelo largo y ropas llamativas propia del movimiento hippy se
convirtiera en un fenómeno contracultural de la década de los sesenta.
No pretendo atribuirle presciencia al poeta. Él, al contrario de lo que me ocurría a
mí, seguramente no advertía el carácter político de esa fraternidad poética que había
creado. Pero Wright les hacía de público y amigo dilecto, y todos se reían muchísimo.
Él destacaba la magnificencia de su incongruente presencia en el claustro, convertía
en cultura su extravagancia y, merced a su risa desfachatada y sus méritos
académicos, constituía para todos ellos una coraza de protección. Ahora comprendo
que más importante aún era la necesidad que él tenía de su amistad. Al hablar de un
poeta supongo que resulta extraño dar a entender que en ocasiones éste dependía de
otros para expresar lo que tenía que decir, pero creo que era así; se requería otra voz,
a manera de contrapunto blasfemo, como una especie de antipoesía, de indiferencia
vulgar ante todos los logros y ambiciones, incluidos, o especialmente, los suyos.
En la actualidad, los integrantes de ese entorno íntimo son miembros bastante
destacados de la sociedad…, por supuesto. LeFever es un neuropsicólogo bien
conceptuado en Nueva York. Otro, el doctor Eugene Pugatch, es un neurólogo
eminente, y así todos. Existe la posibilidad de que su ejemplo demuestre que los
excesos más desaforados del espíritu juvenil están, en verdad, al servicio de los
ideales de la cultura. Eso no quiere decir que la administración de Kenyon así lo
creyera; un año o dos después de que el último de los veteranos hubo egresado, y a
mediados de la década de los cincuenta, cuando Ransom estaba a punto de jubilarse y
Phillip Rice había muerto en un accidente automovilístico, a los viejos compañeros
que formaban el indomable cuadro de oficiales de Wright y que aún seguían en la
universidad fueron severamente intimados a abandonar ésta. Y al cabo de unos años,
la derecha de Kenyon había recuperado su posición y las normas de admisión
comenzaron nuevamente a ser lo que habían sido con anterioridad a la época de
Ransom.

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Sólo al finalizar el segundo año comencé a ver la raíz y el origen de la vida y la
obra de James Wright y empecé a comprender la inmensidad de su esfuerzo. Un frío
fin de semana de invierno me invitó a Martins Ferry. Hicimos autostop hasta Mt.
Vernon y allí cogimos un autocar que hacía un recorrido circular hacia el sudeste por
carreteras de doble vía, en los cruces de las cuales la gente aguardaba con sus
maletas, y los caballos se guarecían junto a las balas de heno en los campos nevados.
El único pariente de Wright que aún vivía en Martins Ferry era una tía. Se trataba de
una mujer bondadosa y muy humilde, que evidentemente se sentía incómoda a causa
de nuestro aire universitario. La vivienda era muy pequeña, una casucha de obrero de
una sola planta en una calle propia. Tuvimos que dormir en el suelo al lado de la
estufa de leña, con papeles de diario como mantas. Por la mañana desayunamos en un
restaurante y luego cruzamos el río hasta Wheeling, Virginia Occidental, donde
asistimos a un concierto vespertino de la Wheeling Symphony Orchestra; por un
dólar cada uno nos sentamos en la casi vacía galería de madera de una sala donde
parecía haber más gente tocando en el escenario que escuchando en el auditorio. No
era un evento que yo habría elegido en el caso de estar solo, pues era el hijo de unos
padres neoyorquinos amantes de la música, a quien habían acostumbrado a concurrir
al Carnegie Hall y al Metropolitan Opera House. Sin embargo, por increíble que
parezca, me emocioné. ¡Con cuánta dedicación tocaba aquella gente, y cómo se
esforzaban por hacerlo bien, y qué bien lo hacían, y cuán profundamente aislados
estaban en sus ansias de belleza y elegancia en el corazón industrial de Estados
Unidos!
En Kenyon, Wright tuvo que luchar para lograr lo que quería. Llevaba dentro de
sí enormes contradicciones: el mugriento y pobre muchacho de Ohio plantado en el
parque intelectual de una histórica universidad privada, el poeta vivo con la
complexión de un delantero centro, el norteamericano del Medio Oeste con su
insaciable sed de conocimiento de la cultura y los idiomas europeos. A pesar de sus
logros académicos, era un estudiante dispuesto a librar batalla. Tenía un gran respeto
por Ransom, sin duda; seguramente lo reverenciaba. No tengo modo de saberlo, pero
supongo que mostraba la mayor parte de sus composiciones al poeta inveterado y se
beneficiaba con los juicios críticos justos y serenamente desinteresados de Ransom.
Pero no puedo imaginar que la relación fuese íntima ni cómoda para ninguno de los
dos. Eran demasiado distintos, como poetas y como hombres. Tengo la impresión de
que el año en que Robert Hillyer estuvo como profesor visitante de literatura, Wright
parecía preferir en lo más hondo de su ser a ese poeta menos reconocido y más
romántico; al menos como maestro o como persona con quien poder conversar.
El muchacho de Martins Ferry nunca se sintió a gusto con la Nueva Crítica, algo
que los demás practicábamos en Kenyon del mismo modo que en el estado de Ohio
se jugaba al fútbol americano. (Recuerdo la sensación de triunfo que experimenté al
redactar un ensayo de quince páginas sobre los ocho versos de «A Slumber Did My
Spirit Seal», de Wordsworth). Como poeta, Wright sentía una aversión tan elemental

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como instintiva por las precisiones del análisis textual y la cultura del intelectualismo
posiblemente complaciente que éste representaba. Pero como estudiante, necesitaba
entregarse a los ideales predominantes del escrupuloso discurso crítico, la manera de
hablar sobre un poema al que le reconocía el mérito justo al margen de quién lo había
escrito, cuándo había sido escrito y de qué principios, estéticos e históricos, daba
testimonio.
He aquí, pues, otro conflicto que debía adecuarse diariamente, y de manera
constante, a un principio, casi de la misma manera que uno tiene que adaptarse a vivir
con un defecto físico. Reitero que las reacciones de Wright siempre eran
desproporcionadas. En una ocasión presentó un poema al periódico de la universidad,
The Collegian. Después de ser aceptado y una vez compuesto, Wright resolvió que el
poema no le gustaba en absoluto y que no quería «reconocerlo», como le dijo al
director de la publicación. Dio la casualidad que yo estaba presente en ese momento.
Wright quería que el poema fuese retirado de la revista. El director se negaba,
argumentando que ya era demasiado tarde, y que en cualquier caso, él, Wright, podía
ser el poeta, pero no necesariamente el más indicado para juzgar la calidad del
poema. Wright lanzó un rugido y se abalanzó sobre él por encima del escritorio. Tuve
que cogerlo de los brazos y torcérselos hacia atrás, para evitar que matara al pobre y
lívido director, un individuo delgado que al andar cojeaba ligeramente, por cierto. Le
grité al director que se largara de allí, lo que hizo al instante; por mi parte, no habría
podido contener a Wright por mucho tiempo, pues era fuerte como un buey. Luego,
cuando traté de calmarlo, resultó, con gran disgusto para mí, que me consideraba
cómplice de una afrenta inolvidable. Mi amigo estuvo varias semanas sin dirigirme la
palabra.
Y muy a menudo entablaba combate, desfavorable para él, con algún profesor.
Cuando llegó a Kenyon ya había leído mucho, pero devoraba los libros casi como si
morara dentro de él un pánico que sólo podía calmarse mediante la lectura de un
número cada vez mayor de libros. Como estudiante de cierta edad, veterano de
guerra, asumió la categoría de persona adulta que sus profesores avalaron
alegremente, lo cual, al mismo tiempo, aumentaba las expectativas que se formaban
con respecto a él. Recuerdo que este problema característico llegó al punto de
resolución cuando tuvo que presentar la tesis, que resultó ser un libro de 385 páginas
sobre Thomas Hardy. A pesar de la extensión y de lo ambicioso de la obra, así como
del hecho de que había llevado a cabo una empresa verdaderamente colosal para un
no graduado, consideraron que el manuscrito no estaba totalmente logrado y se lo
devolvieron para que lo revisara. La reacción de Wright casi lo llevó al borde del
suicidio. Terminó rehaciendo la tesis, que fue aceptada en su forma revisada, pero
para él fue una experiencia desastrosa; lo tomó como una especie de increpación a su
orgullo, a su apetito por la literatura, a su capacidad de trabajo, a su reclamo de un
sitio en la Mesa de los Grandes para James Wright, de Martins Ferry, Ohio.

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Aquí termina adecuadamente este modesto recordatorio de Wright en Kenyon. Nos
graduamos en el mismo curso de 1952, aunque, de hecho, él había cumplido con
todos los requisitos un semestre antes. Mi memoria lo sitúa unos meses después en
Nueva York, donde se detuvo cuando se dirigía a Viena becado por la fundación
Fulbright. Iba acompañado de su nueva esposa, Liberty. Con unos amigos
alquilábamos un piso de la empresa de ferrocarriles en la calle Noventa y dos Oeste,
que era el hogar de los hermanos Goldhurst, Richard y Billy, ambos de Kenyon; se
trataba del mismo apartamento donde años antes Allen Ginsberg y Jack Kerouac
solían pasarse de rosca. James Wright se iba a Europa con sus viejas botas del
ejército, los pantalones de faena y una chaqueta demasiado estrecha para una mole
como él. Sostenía el infaltable cigarrillo entre los dedos que no correspondían y
llevaba su carpeta de tapas rígidas llena de poemas nuevos. Nos leyó algunos con su
voz de tenor; creo que en realidad la modulaba en un tono más agudo a medida que se
iba abriendo camino en su carrera como lector de poesía. Se dejó olvidados un par de
zapatos; más tarde nos pidió que se los enviáramos por correo, cosa que finalmente
hicimos, pero no con la premura necesaria que el favor requería. Me entristece
tremendamente decir que, a partir de aquel momento, lo vi cada vez con menor
frecuencia. Seguía sus publicaciones con enorme orgullo, pero sin asombro. Todos en
Kenyon sabíamos que él era el verdadero poeta. Pero lo lamenté cuando, a mi modo
de ver, pareció dejarse arrastrar hacia el minúsculo pantano de la poesía profesional
de Estados Unidos. Los poetas eran capaces de suspirar ante la intensidad
estremecedora de las obras de sus colegas. Yo veía en esta o aquella lectura la
atracción permanente que ejercía sobre sus fieles seguidores, que se apiñaban en
torno a él. Pero en ese entonces comprendí la necesidad que tenía de ello, así como el
terrible silencio que envolvía a la poesía norteamericana.
Una tarde, hace años, James Wright vino a visitarme a New Rochelle, donde me
había afincado con mi esposa y mis hijos. Se quedó a pasar la noche, pero no durmió
bien; lo oímos gritar de cuando en cuando. Sin embargo, por la mañana lo encontré
sentado a la mesa del desayuno recitándoles poemas a mis tres hijos. Iba vestido con
sus botas, sus pantalones y en camiseta, y tenía un vaso de bourbon delante de él y un
cigarrillo en la mano, y como mi hija mayor se llama Jenny, nos ofreció «Jenny
Kissed Me». Y mientras aquellos tres pequeños lo contemplaban con los ojos muy
abiertos y masticaban lentamente los copos de maíz, él fue recitando poemas, de
Sidney a Donne, y de Pope a Thomas Gray, y mientras mi esposa, aún envuelta en su
bata, preparaba los bocadillos con mantequilla de cacahuete para el almuerzo de los
niños en la escuela, él recorrió la historia de la mano de Browning y Tennyson, hasta
que finalmente llegó al poeta alemán, Trakl, y recitó, mientras yo parpadeaba y daba
sorbos al café, un poema sobre la decadencia alemana, y todavía no eran las ocho de
la mañana.

Página 146
La última vez que vi a mi amigo, él estaba en el hospital Mt. Sinai, de Nueva
York, terriblemente enfermo, en fase terminal, y ya no podía hablar. Para que
respirase, le habían hecho una traqueotomía y le habían puesto un dispositivo en la
garganta. Tenía la boca rellena con alguna especie de algodón medicinal. Hacía
muchos años que había vuelto a casarse, con Anne Wright. Ella estaba a su lado, y le
dio una tablilla con un bloc de papel. Él escribió algo en una hoja y me la pasó para
que lo leyera. Sentí su mirada mientras observaba mi rostro para ver cómo
reaccionaba. Leí lo que había escrito con su letra redonda de escuela primaria, que yo
tan bien recordaba: «Las hojas están cayendo».

(1990)

Página 147
Los dos Walden

El Walden de Thoreau, o La vida en los bosques, es, al igual que Huckleberry Finn,
de Mark Twain, o Moby Dick, de Melville, un libro que sólo podía haber sido escrito
por un norteamericano. Resulta imposible imaginar esa obra rara, visionaria, pero
muy poderosa, creada en Europa. Es peculiarmente nuestra; está hecha de manera
indeleble con nuestros bosques y lagos, y las características del Nuevo Mundo. Pero,
más que eso, es una entre el puñado de obras que nos convierten en lo que somos.
Walden es crucial para la identidad de los norteamericanos que jamás la leyeron ni
oyeron hablar nunca de Thoreau. Su profundo reclamo perdura hasta nuestro siglo;
por ejemplo, fue el texto preferido en la década de los sesenta, cuando el deseo de no
poseer nada y de vivir pobremente se posesionó de una generación entera.
A veces es un libro espinoso, cuando se refiere a la independencia, y un manual
práctico sobre la manera de vivir de manera autosuficiente en contacto con la tierra;
otras, es un libro filosófico, cuando trata de los valores, de lo que precisamos para
vivir sintiéndonos realizados y de lo que no necesitamos; lo que es verdadero e
importante; lo que es falso y mutilador, y es un libro religioso cuando habla de estar
verdaderamente despiertos y llenos de vitalidad ante la libertad del mundo natural,
viviendo en un estado trascendente y pujante de veneración hacia él. Walden es todo
eso a la vez. Presentado como la historia de la vida de Thoreau frente a la laguna
durante un período de dos años, fusiona las ideas políticas, económicas, sociales y
espirituales de su autor en una visión extraordinariamente sensata.
Bien, esto comienza a describir el libro. Pero ¿qué decir del lugar? Si tenemos el
libro, ¿qué nos importa el lugar?
La literatura, como la historia, otorga significado a los lugares, los sitúa en el
universo moral, les da un nombre cargado de significación. Así, en realidad, la
literatura relaciona lo visible con lo invisible. Descubre el significado, o la vida
oculta, en la vida observable. Descubre los secretos significativos de los lugares y las
cosas. Eso es lo que la torna tan necesaria para nosotros; por eso la practicamos; por
eso constituye una función humana tan esencial. Desprovisto del significado
invisible, lo visible no es nada: simple barro; y sin una circunstancia visible, un
territorio con el que conectarse, nuestro espíritu es algo informe, innominado e
indefinido.

Página 148
Thoreau escribe: «Hacia finales de marzo de 1845, tomé prestada un hacha y me
fui a los bosques junto a la laguna Walden, muy cerca del lugar donde tenía intención
de construir mi casa, y comencé a cortar algunos altos y aguzados pinos blancos
(…)». Walden constituye la materia con la cual Thoreau hizo su libro; del mismo
modo que construyó su casa con los árboles que allí cortó, hizo su libro con la vida
que allí vivió. La laguna y el bosque son lo visible, lo real, la fuente verdadera de las
verdades invisibles, descubiertas, de Thoreau, el material con el cual realizó no sólo
su casa sino su revelación.
Decir que Walden es un lugar modesto —una simple laguna, un bosque
cualquiera de Nueva Inglaterra— es decir exactamente lo que es. Thoreau se
representó a sí mismo como el Hombre Común, y eligió Walden para que fuese su
Lugar.
Es evidente que esos bosques poseen una luminosidad histórica. Mediante la
atención de Thoreau aparecen transformados en una especie de capilla en la cual ese
obstinado santo yanqui tuvo su visión redentora y, como resultado, la nuestra. Por lo
tanto existe ahí una relación crucial del barro y el espíritu norteamericanos: si
desdeñamos, deterioramos o degradamos Walden, el lugar, cortamos la conexión con
nosotros mismos. Si destruimos el lugar, denigramos al autor, nos burlamos de su
visión, y, por lo tanto, arrancamos de raíz el secreto espiritual que descubrió para
nosotros.
Precisamos ambos Walden, el libro y el lugar. No somos más espíritu que barro,
sino que somos las dos cosas y, por consiguiente, tenemos necesidad de ambas, como
si dijéramos: habéis leído el libro, ahora ved el lugar.
Tenéis que poder llevar a vuestros hijos allí y decirles: «Ahí lo tenéis, ése es el
bosque sobre el cual escribió Henry. ¿Lo veis?». Y así les daréis lo que por derecho
les pertenece, del mismo modo que les dais Gettysburg porque también les pertenece.
Pero, en realidad, ni siquiera tenéis que ir a ver el lugar siempre y cuando sepáis
que está allí y que ofrece un aspecto muy parecido al que tenía cuando él cortó los
jóvenes pinos para construir su casa. Por lo tanto, es verdaderamente significativo en
espíritu y en barro: como nosotros, y como el mundo invisiblemente cargado con la
idea que tenemos de él.
Y por esas razones, con el fin de defender de la desacralización una obra maestra
y a nosotros mismos de la automutilación, me encuentro con este grupo de
ciudadanos que declaran, aquí y ahora, que los bosques de Walden serán devueltos a
su estado natural.

(1990)

Página 149
Notas

«Los “standards”» es el único ensayo de este libro que no constituyó un encargo. Se


publicó en Harper’s en 1991.

«Jack London y su llamada de la selva» es una combinación de una recensión de la


edición en tres volúmenes de sus Letters y de American Dreamers, de Clarice Stasz,
publicada en The New York Times Book Review, en 1989, con la introducción para la
edición de Vintage Library of America de La llamada de la selva, publicada en 1990.

«Theodore Dreiser: Libro primero» fue escrito como introducción para la edición de
Bantam Classics de Sister Carrie, publicado en 1982. El «Libro segundo» fue en su
origen una recensión de la segunda obra, incompleta, y sólo publicada recientemente,
de An Amateur Laborer, y en 1983 apareció en The New York Times Book Review.

«Ernest Hemingway, R. I. P.», es una recensión de la novela editada póstumamente


después de haber sufrido muchos cortes, El jardín del Edén, publicada por primera
vez en The New York Times Book Review, en 1983.

«1984 de Orwell» se publicó con anticipación en 1983, en diferente forma, en la


revista Playboy.

«Ronald Reagan» fue escrito para The Nation, en 1980.

«Ceremonia de fin de curso», alocución ofrecida el día de graduación del curso de


1989 en la Universidad Brandeis, fue publicada posteriormente ese mismo año en The
Nation.

«El carácter de los presidentes» fue publicado originariamente en The Nation, durante
la campaña electoral de 1992.

«Los credos de los escritores» fue la Conferencia Hopwood leída ante los estudiantes
graduados del Programa de Escritura Creativa de la Universidad de Michigan, en
1984; se publicó en 1985 en The Michigan Quarterly Review. (Una versión

Página 150
condensada apareció en The New York Times Book Review, bajo el título de «La
pasión de su oficio»).

«Un ciudadano lee la Constitución» fue originalmente una alocución leída en el


Constitution Hall de Filadelfia, en 1986, bajo los auspicios del Pennsylvania
Humanities Council. Se publicó en The Nation, en 1987.

«La ciudad de Nueva York del siglo XIX» fue publicada originalmente en
Architectural Digest, en 1992.

«Documentos falsos» se publicó por primera vez, en forma ligeramente distinta, en


New American Review (Bantam), 1977.

«James Wright en Kenyon» apareció en 1990 en la Gettysburg Review.

«Los dos Walden» consiste en los comentarios efectuados en la Walden Woods


Project Conference, celebrada en Boston, Massachusetts, el 25 de abril de 1990. La
conferencia fue el inicio de los esfuerzos de los ciudadanos para comprar los bosques
de Walden a la empresa privada que los explotaba y preservarlos para la posteridad.

Página 151
E. L. DOCTOROW (Nueva York, 1931) ha sido durante los últimos veinte años una
de las voces prominentes en el panorama de la literatura norteamericana
contemporánea.
Su obra ha merecido los premios literarios más importantes de su país, el
reconocimiento unánime de la crítica y el favor del público, que convierte en un best-
seller de calidad cada nueva novela del autor.

Página 152
Notas

Página 153
[1]No sé cómo pero me habéis aturdido. ¡Deteneos! / Dadme algo de tiempo además
de una cabeza zurrada, además de los sopores y los sueños y el panfilismo… <<

Página 154
[2]«Come all you fair and tender ladies, take warning how you court young men,
they’re like a star of the summer morning, they first appear and then they’re gone».
<<

Página 155
[3]«Rock-a-bye baby in the treetop, when the wind blows the cradle will rock, when
the bough breaks the cradle will fall, down will come baby, cradle and all». <<

Página 156
[4]
«Peas! Peas! Peas! Peas! Eating goober peas. Goodness bow delicious, eating
goober peas». <<

Página 157
[5] «Her beauty was sold for an old man’s gold. She’s a bird in a gilded cage». <<

Página 158
Página 159

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