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Juan Pablo Luna, cientista político y académico de la UC: “El


4-S fue el fin del Gobierno de Boric, como el estallido lo fue
para Piñera”

El cientista político desgrana la escena política en Chile luego del plebiscito del 4-S –“hoy tiene más poder
Pancho Malo que los Amarillos o Ximena Rincón”–, en una semana donde los intelectuales protagonizan un
acalorado debate por las lecturas sobre el estallido de hace tres años y sus consecuencias: “La mirada de
Carlos Peña tiene las limitaciones propias de una sociología de salón”.

Por: Rocio Montes | Publicado: Viernes 21 de octubre de 2022 a las 04:00 hrs.

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Foto: Veronica Ortiz

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El doctor en ciencia política Juan Pablo Luna (Montevideo, 1974) –autor de títulos como “La chusma
inconsciente”–, ha sido uno de los académicos a los que se ha escuchado especialmente luego del estallido
social de 2019, a la luz de sus investigaciones, ensayos, entrevistas. Su lectura sobre lo ocurrido, sus
causas profundas y consecuencias, han sido seguidas con atención por la clase política, incluso por el
presidente Gabriel Boric, que en pandemia –como diputado– acostumbró a conversar “bastante” por
videoconferencia con Luna, en una relación que se prolongó durante la campaña. “Desde que empezó el
Gobierno no converso directamente con él.

Por lo demás, es una relación mucho más personal que política”, cuenta el investigador y profesor de la
Escuela de Gobierno UC, en la primera entrevista en profundidad que concede luego del “segundo
estallido”, como llama al plebiscito de salida del 4 de septiembre. Mientras conversamos, la ciudad pierde su
normalidad, sobre todo en el tránsito y en el comercio: se conmemora el tercer aniversario de las revueltas.

“Hoy debiera ser suficientemente claro que se están hundiendo todos –todo el sistema político
democrático– y abriendo la cancha para la irrupción de liderazgos que, seguramente, vengan a
desplazarlos”
“Quien hoy esté haciendo cálculos optimistas respecto de la próxima elección o sobre la base
del resultado del 4-S, no sabe dónde está parado”
“El descontento es inasible políticamente, es difícil de estructurar e interpretar, genera
espasmos y resultados electorales, pero tiene muy poco potencial constructivo. Ante esto, cada
uno, con bastante narcisismo, lo interpreta para su lado y, a los pocos días, termina dándose
contra la pared”

–Supongo que seguimos en una crisis… ¿cómo la describiría?

–Hablamos mucho de la crisis de la política, que es muy profunda y que seguirá dando que hablar en los
próximos años. Pero esta crisis sin solución tiene un trasfondo estructural, del que se habla menos. Una
vertiente tiene relación con los topes del modelo de desarrollo, que tiene que reformarse no solo en
términos de propender hacia mayor equidad y sustentabilidad, sino de reformular la manera en que se
crece, se genera valor y se innova.

Entre otras cosas, ¿qué tipo de recurso humano y qué sistema educativo necesitamos para que el país
pueda crecer y satisfacer las nuevas demandas, en un contexto mundial que ha cambiado tan
significativamente? Una segunda línea tiene relación a la crisis del Estado. Muchas veces desde la política
–y en medio de esta polarización superficial que tenemos entre interpretaciones de izquierda y de derecha–
se leen los problemas de Chile como “necesitamos más mercado” o “requerimos más Estado”.

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–¿Y no es así?

–En la investigación empírica sobre distintos fenómenos que tienen relación con el aterrizaje de las políticas
públicas, uno se encuentra con profundas fallas del Estado y de la institucionalidad estatal. Esto explica en
parte que en Chile, la mejor forma de perder poder sea ganando una elección. Uno gana una elección e,
inmediatamente, pierde poder. Y eso no solo sucede por la debilidad del liderazgo político y el tipo de
política que tenemos, sino porque el Estado como herramienta de transformación social y de incorporación
aparece disparejo en términos territoriales, socioeconómicos, funcionales. Tiene múltiples falencias que
hacen que la política no pueda resolver los problemas que a la gente le complican la vida cotidiana.

–Habla de discusión política “superficial” y de una política que, en defintiva, no hace su trabajo.
¿Por qué?

–Porque en Chile tenemos una política que en lugar de hacerse cargo de ese transfondo estructural,
compite en clave de corto plazo, echándose la culpa unos a otros. Mientras, la institucionalidad estatal se
deteriora, seguimos sin discurtir el modelo de desarrollo y los problemas que aquejan la vida de la gente se
han vuelto más graves.

No distingo entre izquierda y derecha: lo que estamos discutiendo son esloganes, escándalos del día, tuits.
Y lo que hay es un cálculo propio de la política, pero que se ha vuelto dominante: pensar solo en ventajas
de corto plazo, sin darse cuenta que terminan siendo un disparo en los pies. Parte de lo que ocurre se
explica porque tenemos una política incapaz de estructurar el descontento y conflicto que hay en la
sociedad. Y el único momento en que esto se cristaliza es el día de la elección.

–¿En qué sentido?

–Cada vez que hay una elección, atrás de una candidatura se suman descontentos y conflictos que mueven
a la gente. Pero ese articulado se desvanece al día siguiente, porque lo único que tienen en común esos
electores es el candidato, que inmediatamente empieza a perder adhesión. Eso tiene relación con una
política que funciona tratando de interpretar a la sociedad desde arriba, desde la desconexión.

–Es lo que le pasó a la convención…

–También le pasó a la convención. Cuando nosotros preguntábamos al comienzo qué querían de la


convención, lo que la gente quería y lo que veía como elemento legitimador fundamental de esa nueva
clase política era la esperanza de que bajaran al territorio, que hablaran con la gente y se preocuparan de
sus demandas. En el transcurso de la convención y muy rápidamente, el llamado “giro identitario” genera la
sensación de que, de nuevo, “nos abandonaron”. Que, de nuevo, están hablando de asuntos que les
interesan a ellos, pero que no conectan con los problemas y demandas de la mayoría.

–Cuando se gana una elección, el poder se pierde, dice usted. ¿Qué ha pasado en ese sentido tras el
4-S?

–Pensemos en los Amarillos, Cristián Warnken, Ximena Rincón, Matías Walker… Hoy, tras el 4-S, ya tiene
más poder Pancho Malo. No solo pasa a nivel presidencial.

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–¿Por qué lo dice?

–Porque Pancho Malo ha puesto los términos de la conversación y ha impactado en el debate público
mucho más de lo que prometían hacer estos otros personajes, como los Amarillos y la centroizquierda por el
Rechazo. Nuevamente, si esos sectores se sienten ganadores, están sobreinterpretando los resultados del
plebiscito.

–¿Cómo interpretar, entonces, el resultado del plebiscito si no es un apoyo del 62% a la


moderación?

–En el 62% lo que hay es una suma más bien inorgánica de descontentos que, muy rápidamente, se vuelve
difícil de interpretar y canalizar. Hasta el plebiscito de salida, que fue con voto obligatorio, la opción de la
mayoría del electorado chileno era quedarse en la casa. Es decir, tenemos un debate muy crispado y
polarizado a nivel de sistema político, que no mueve a la mayoría de la gente. Y solo la mueve, por la
negativa. Y esa negativa, a su vez, no es una única negativa, sino una suma de votos “anti”. Lo único que
los une es aquello a lo que se oponen.

“Hoy la derecha democrática está atenazada por el crecimiento del Partido Republicano”
“Después de estos tres años, tenemos una sociedad mucho más metida para dentro. Es una
indignación que hoy es muda, donde hay mucha frustracción de expectativas”
“La gente tiene una visión bien moderada respecto a las capacidades de cambio y el ritmo de
los cambios que se esperan”

–¿Es la forma de explicarse las decisiones del electorado chileno que, al menos desde el final del
primer gobierno de Bachelet, parece tomar decisiones contradictorias en las urnas?

–El descontento es inasible políticamente, es difícil de estructurar e interpretar, genera espasmos y


resultados electorales, pero tiene muy poco potencial constructivo. Ante esto, cada uno, con bastante
narcisismo, lo interpreta para su lado y, a los pocos días, termina dándose contra la pared.

–Lo de lograr el poder y perderlo parece como un destino trágico del que los gobernantes no pueden
deshacerse. Pensando en el gobierno actual, ¿le quita importancia a la debilidad del liderazgo
político y a los errores?

–Lo que le pasa a este Gobierno tiene que ver con el transfondo estructural del que hablamos y con una
sobreestimación de la capacidad del liderazgo de operar sobre esa estructura. El Gobierno actual y sus
cuadros tenían la ilusión de que parte importante del problema tenía que ver con un recambio de élites,
cuando el problema de la política tiene relación con la desconexión y desarraigo social que el Frente Amplio
comparte con los partidos a los que critica. Hay una visión bastante naiv del recambio y la superioridad
moral con que estos nuevos liderazgos llegan a La Moneda termina siendo contraproducente en varios
ámbitos.

–En su discurso de este 18-0, Boric llamó al diálogo… ¿Tiene alguna posibilidad de éxito?

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–El aprendizaje de estos meses y los gestos que ha hecho el Presidente, como el del discurso de este 18-0,
son señales que, si son bien tomados por el resto del sistema político, pueden tender a articular soluciones.
Buena parte de los actores sistémicos han tenido una experiencia de gobierno que ha sido traumática. En
ese sentido, una invitación al diálogo y al compromiso en torno a políticas de Estado que son necesarias,
para las que hay diagnósticos saturados y que concitan en principio amplio consenso, debiera ser
bienvenida.

El problema es que cuando pasamos a la negociación parlamentaria y al pirquineo de votos en el Congreso,


los partidos y los liderazgos que vemos tan potentes a nivel discursivo, no tienen la capacidad de traccionar
apoyos. Y ahí aparecen los díscolos, los nuevos partidos que están pujando por desplazar al sistema
político tradicional y las ambiciones del corto plazo que embarran la cancha donde se tienen que procesar
estas reformas. Es la historia de estos años y, si bien es imprescindible romper esa lógica, es muy difícil de
lograr.

–¿Cuál es el peligro de esta historia que parece no acabar?

–Hoy debiera ser suficientemente claro que se están hundiendo todos –todo el sistema político
democrático– y abriendo la cancha para la irrupción de liderazgos que, seguramente, vengan a
desplazarlos. Quien hoy esté haciendo cálculos optimistas respecto de la próxima elección o sobre la base
del resultado del 4-S, no sabe dónde está parado. Se está abriendo juego para outsiders que desde el
centro o los extremos podrían desafiar con éxito al sistema de partidos en la próxima elección.

Tenemos un sistema que se ha logrado reproducir y que todavía no ha sido barrido por un outsider, porque
ha habido algunos mecanismos de renovación en clave sistémica. De alguna manera, el Frente Amplio es
eso. En la derecha, Evópoli pudo haberlo sido, pero muy rápidamente quedó pegado a la UDI y se
deslegitimó como proyecto de renovación. Hoy la derecha democrática está atenazada por el crecimiento
del Partido Republicano.

“Lo que veo de diferente entre la Administración Piñera ante el estallido y la Administración
Boric ante este segundo estallido, es que hay, sobre todo en el Presidente actual, una vocación
de abrir diálogo, de hacer autocrítica, no sin muchísimas ambiguedades, como refleja el debate
por el TTP11”

“Una indignación que hoy es muda”

- Volvamos al descontento, al que se ha referido profundamente. Tras el plebiscito, ¿sigue pensando


en una sociedad quebrada y molesta?

–Sin duda. Lo que sí creo es que, después de estos tres años, tenemos una sociedad mucho más metida
para dentro y aquí, nuevamente, observamos la desconexión de la política. Observo más desafección y
desamparo de la gente –de los sectores medios, medios bajos y populares–, frente la política. Es una
indignación que hoy es muda, donde hay mucha frustracción de expectativas. Obviamente estos tres años
defraudaron una expectativa de cambio, que no era necesariamente una expectativa de cambio radical.

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–Entonces, ¿cuáles son las características de ese cambio que quiere la gente?

–Cuando uno habla con las comunidades encuentra discursos que apelan a los hijos, a cuestiones básicas
de dignidad. No son demandas radicales. Ahí aparece nuevamente el problema de la sobreinterpretación.
La gente tiene una visión bien moderada respecto a las capacidades de cambio y el ritmo de los cambios
que se esperan. Pero hoy la gente ni siquiera ve mínimos progresos en el sentido esperado. Por ello, ante
la crisis económica y de seguridad, resulta evidente un retraimiento hacia lógicas de salvación individual.

–¿Esto no se da en la élite?

–También se da en la élite. Pensemos en la fuga de capitales, en quienes sacan su patrimonio fuera de


Chile. Tras estos tres años de frustracón y crisis, en distintos estratos de la sociedad hay una vuelta a la
apuesta por lo individual. Y eso también sucedió con el proceso constituyente: hay un grupo mayoritario de
la población que tenía esperanza y se frustró. A ese grupo la política no llega y el proceso constituyente
tampoco llegó. Ahí está el desafío: cómo articular instituciones y orden social en un contexto en el que la
gente apuesta a salvarse individualmente, porque siente que la política le genera más problemas que
soluciones.

–¿Sigue pensando que la desigualdad explica principalmente el malestar?

–Muchas veces pensamos en desigualdad y lo traducimos en ingreso. Y el problema tiene que ver con que
la desigualdad se traduce en múltiples facetas de la vida que condicionan el acceso a derechos de
ciudadanía civil, política y social. Ese acceso diferencial es estratificado en términos socioeconómicos, pero
no se mide con el Gini. El malestar tiene relación con esas múltiples desigualdades, pero también con la
frustración de expectativas de movilidad social ascendente que genera un modelo de desarrollo agotado.

Ante esa frustración, los múltiples mecanismos por los que se reproduce el privilegio en Chile, que son
independientes del mérito individual, también generan rabia. Es una mezcla de malos tratos, de promesas
frustradas y de indignaciones que en algún momento se articula socialmente. Y en otros momentos, como el
actual, recede a lo individual. No creo que este descontento sea una construcción discursiva del Frente
Amplio o de los movimientos constituyentes: hay un sustrato que, paradójicamente, le juega en contra al
Frente Amplio, cuyos líderes tampoco lo entienden bien y lo malinterpretan.

–Si el descontento permanece. ¿Qué fue lo que derribó el 4-S?

–Es dramático que suceda a tan pocos meses de iniciado y ojalá me desmientan, pero, funcionalmente, el
4-S fue el fin del Gobierno de Boric, como el estallido lo fue para Piñera. Lo que veo de diferente entre la
Administración Piñera ante el estallido y la Administración Boric ante este segundo estallido, es que hay,
sobre todo en el Presidente actual, una vocación de abrir diálogo, de hacer autocrítica, no sin muchísimas
ambiguedades, como refleja el debate por el TTP11. En el tono del Presidente hay una disposición muy
diferente a la que tuvo Piñera, quien profundizó la crisis declarándole la guerra a la sociedad.

–¿No hay una vía de salida para el actual Gobierno?

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–Creo que el 4-S fue el fin del gobierno, tal y como estaba planteado. Pero todavía miro con algo de
esperanza la posibilidad que el gobierno logre transformar su debilidad en los acuerdos que hoy se
necesitan para impulsar políticas de Estado que vayan sacando al país de la crisis en la que estamos.

–¿Por qué a su juicio el 4-S fue el fin del Gobierno?¿Es porque acaso está liderado por una
generación política que tiene una visión errada de la realidad social y que hizo un mal diagnóstico?

–El déficit de la generación que hoy nos gobierna está más bien en esta idea naiv de pensar que con el
mero recambio y con su llegada al Gobierno los problemas del país empezaban a solucionarse. Eso es no
entender que ellos también son élite desconectada. Yo creo que el diagnóstico sociológico respecto al
malestar y a la estructura de ese descontento en la sociedad, sigue siendo tan válido como antes.

El déficit del Gobierno, que es también el de todo el sistema político, tiene más que ver con una visión
superficialy poco densa sobre cómo operar sobre ese malestar. Esta no es una sociedad que pueda
gobernarse por Twitter o por redes sociales. Y no es una sociedad que pueda volver a gobernarse
meramente desde arriba con operaciones comunicacionales en torno al envío de proyectos de ley. Los
espasmos de descontento, los giros electorales, el hastío ciudadano van a seguir estando presentes si lo
que tenemos son élites políticas que, más allá de agregar descontentos a favor o en contra el día de la
elección, no tienen relación con la población.

–¿No fue una lectura errada de la realidad social haber pensando que un texto como el que se
propuso al país, que fue catalogado de refundacional por sus críticos, iba a concitar el apoyo de las
mayorías?

–El resultado del plebiscito muestra que la convención quedó congelada en un país que cambió mucho con
la pandemia, con la crisis de seguridad, la crisis económica, con la elección de Boric y con los primeros
meses de Gobierno, los que generaron también un voto de castigo. Por lo tanto, interpretar mucho más que
eso del plebiscito, es dispararse en los pies. Repito: el descontento sigue ahí, aunque hoy se manifieste
más en desapego que en protesta.

–¿Cuáles son las formas de ese descontento?

–A distintos niveles de la estructura social hay gente que está apostando por formas alternativas de
movilidad social, actividad económica o protección social. Parte de lo que ha pasado en estos años es que
mientras nosotros debatimos sobre la nueva Constitución, los bordes y la institucionalidad, lo institucional y
lo legal ha perdido espacio y se ha ido achicando en su capacidad de estructurar el comportamiento de la
gente. Y eso es un cambio radical y profundo cuya solución es muy difícil. En consencuencia, no solo la
élite política, sino también la empresarial, deben pensar en las formas de operar sobre este malestar. Los
empresarios tampoco entienden bien las limitaciones de la política hoy.

–¿Por qué lo dice?

–Lo que veo son cámaras empresariales y liderazgos gremiales que le piden a la política que genere
condiciones para el crecimiento, cuando lo que deberían entender es que la política sola hoy no puede

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generar esas condiciones. Y eso no se puede empujar desde arriba, sino que hay que volver a reconstituir
espacios de sociedad más bien desde abajo. En eso el rol de las empresas es muy importante, pero no
operando desde las cámaras, la prensa o haciendo lobby.

Lo que hay que hacer es apañar a la política, al Estado, tratar de buscar asociaciones productivas con el
Estado, con la institucionalidad pública, de manera que, desde abajo, muy descentralizadamente, se
puedan volver a reconstruir bienes públicos y textura social. Sin eso, la política no se ancla y no habrá
condiciones para mejorar la institucionalidad y generar crecimiento. Ni en el mediano ni en el largo plazo.

“El ninguneo no es inocuo”

–Esta ha sido una semana en que los intelectuales protagonizan un acalorado debate por las
lecturas sobre el estallido de hace tres años y sus consecuencias. Y Carlos Peña encendió la
pradera el domingo al señalar en La Tercera que hubo “una mezcla de hipnosis y de adormecimiento
intelectual con cobardía” y que “las élites intelectuales, allí donde las hay, brillaron por su
ausencia”. ¿Qué opina?

–Primero, manifiesto mi solidaridad con los colegas y en particular con los de la UDP, cuyo trabajo ha sido –
implícitamente– descalificado por su rector, quien reniega de la investigación que durante décadas ya, ha
analizado distintas implicancias de la fractura social que existe en Chile. Siempre nos nombran a los
mismos, pero son hartos más, muchos de ellos jóvenes formados al alero de proyectos de investigación
asociativa financiados por el Estado de Chile, quienes vienen haciendo un trabajo de investigación serio.

El ninguneo no es inocuo, la academia y el saber sólo pueden ser una búsqueda colectiva. Pensar que un
único individuo puede, desde la distancia de la torre de marfil, identificar las causas del enorme lío en que
nos encontramos es pecar de ingenuidad y soberbia. Y tanta soberbia nubla.

–¿No comparte nada de su análisis?

–Si vamos al argumento sustantivo, alguno de cuyos alcances comparto, pienso que la mirada de Carlos
Peña tiene las limitaciones propias de una sociología de salón, anclada en la exégesis de un manojo de
autores clásicos, pero carente de trabajo empírico y densidad analítica. Desde ahí utiliza la contingencia
para darse la razón y dar cuñas que hacen sentido a quienes nunca quisieron validar razones de fondo, por
cierto complejas y contradictorias, tras el estallido. Pero es necesario ir más allá del soliloquio.

–¿A qué se refiere?

–Hoy existe en Chile un proceso de restauración conservadora y a sus protagonistas los consuela creer que
los problemas que Chile arrastra desde hace mucho son meramente propios del desarrollo y están
agudizados por el fragor adolescente de quien hoy nos gobierna y por la sobreideologización de la
academia. También parecen pensar que el desborde criminal –cuyas raíces son profundas y múltiples–
tiene solución en condenar la violencia y en pedirle perdón y darle más presupuesto a Carabineros. Eso no
es otra cosa que pensamiento mágico.

–¿Pensamiento mágico?

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–Cuando el diagnóstico es tan lineal y la solución tan burda y simple, es que en realidad no se quiere
entender el problema. Por eso, el ninguneo a las ciencias sociales al que asistimos, así como el intento de
restauración conservadora del que es instrumento, es como la morfina para un cáncer terminal. Por un
tiempo podrá apaciguar los síntomas de quien lo padece, pero el cáncer sigue ahí y tiene múltiples
metástasis.

–Usted ha planteado que el proceso constituyente no es “la” solución al problema de Chile. ¿Cómo
observa este tercer intento?

–Tengo muy pocas expectativas. Lo que necesitábamos del proceso constituyente era que nos comprara un
poquito de tiempo, dotando de legitimidad a un sistema que hoy no la tiene, para intentar canalizar las
demandas y problemas más estructurales. La función primordial de un proceso constituyente exitoso era
ésa.

El problema actual radica en que quienes tienen el poder de definir el proceso, carecen de legitimidad
social. Pasamos de una situación en que la convención partió con mucha legitimidad y la perdió en el
proceso, a un proceso que eventualmente empezará con muchos bordes institucionales y probablemente
con mucha menos incertidumbre para las élites y el sector económico, pero que nacerá muerto en cuanto a
su legitimidad. Y si no solucionamos esa crisis de legitimidad, seguimos en la misma.

–¿Ve una la salida?

–La salida a la crisis tiene que ver con estructurar el conflicto, vertebrando políticamente lo que se nos salió
de madre. En el corto plazo hay que pactar políticas de Estado que progresivamente sienten las bases para
una nueva convivencia colectiva, en torno a un modelo de desarrollo viable. Es muy difícil de hacer, pero no
veo otra salida para evitar un deterioro mayor.

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