Ortiz - Nuevos Referentes para La Construcción de Las Identidades Colectivas

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La modernidad-mundo

Nuevos referentes para la construcción de las identidades colectivas

Renato Ortiz

El surgimiento de las sociedades modernas transfiere las relaciones sociales a


un territorio más amplio donde las fronteras desaparecen. La modernidad-
mundo pone a disposición de las colectividades un conjunto de referentes
resultado de la mundialización de la cultura. Cada grupo social, en la
elaboración de sus identidades colectivas, irá apropiándose de ellos de manera
diferente (*).

Qué entendemos realmente por identidad cultural? En buena medida, la escuela culturalista norteamericana
intentó dar una respuesta a esta cuestión. Sus estudios buscaban enmarcar al individuo en un horizonte más
amplio. Desde esta perspectiva, la cultura sería responsable del contenido de la personalidad, caracterizándose
la identidad personal como derivación de una "estructura", de un universo que abarcaría por igual a los
miembros de una comunidad. Cada cultura representaría, por tanto, un "patrón", un todo coherente cuyo
resultado se realizaría en la acción de los hombres. Una autora como Ruth Benedict puede entonces hablar del
"carácter" de un pueblo, por ejemplo, los zuni, indígenas del suroeste de América (1). Se definirían por su
actitud apolínea, prescrita por el todo social, cuya tendencia sería eliminar los excesos de la vida, personal,
política y religiosa, en favor de un comportamiento prudente y cauteloso. La moderación se vuelve así
sinónimo de la identidad zuni. Lo mismo dirá Margaret Mead al estudiar a los indígenas del archipiélago de
Samoa (2).

El concepto de carácter se aplica, por tanto, a distintos niveles. En primer lugar, se manifiesta en el individuo;
sin embargo, como este es un producto de las fuerzas socializadoras, es posible extenderlo al conjunto de la
propia organización social. De alguna manera, la escuela culturalista acaba psicologizando el ámbito de lo
social: lo que es individual se vuelve identidad colectiva. El carácter étnico de un grupo pasa entonces a ser
concebido como la cultura compartida por sus miembros. Este razonamiento, a primera vista sencillo,
presupone algunos pasos que merecen ser explicitados. Entre ellos, me gustaría destacar tres aspectos: las
nociones de integración, territorialidad y centralidad.
LA IDENTIDAD COMO CARÁCTER NACIONAL

Para los antropólogos, la cultura es antes que nada un todo integrado, una totalidad en la que se encuentran
orgánicamente articuladas diferentes dimensiones de la vida social. La investigación etnográfica –que se
extiende del ámbito material al parentesco, de los trueques a los rituales– suministra al observador los rasgos
para la reconstitución de este conjunto más amplio. En el caso de la escuela culturalista, hay que subrayar otro
aspecto. La cultura está marcada también por su función integradora, que somete a los individuos a las
exigencias de la sociedad. Personalidad y cultura pueden ser entonces aprehendidas en su articulación
visceral. Sin embargo, esta capacidad de inclusión se limita a un territorio físico, las sociedades primitivas
poseen fronteras bien delimitadas. Eso significa que, en el interior de su territorialidad, toda cultura es una,
indivisa. Se distingue de todas las demás y se define por una "centralidad" particular. Por eso, la literatura
antropológica se va a preocupar por su insularidad (3). Evidentemente, este centro está sujeto a cambios, pero,
como subrayan los antropólogos, son cambios graduales y lentos. Desde esta perspectiva, el núcleo tiene el
control sobre los cambios que le son impuestos, ya procedan del interior o del exterior de su territorio. Se
conserva así prácticamente inalterada su identidad.

Cuando los antropólogos norteamericanos empiezan a interesarse por las naciones y los nacionalismos, lo que
hacen es, sencillamente, trasladar un esquema teórico, previamente transmitido, para la comprensión de otro
tipo de sociedad. La identidad cobra así una nueva dimensión, convirtiéndose en "carácter nacional" (4). El
argumento se basa, por lo tanto, en una analogía entre las sociedades primitivas y las sociedades nacionales,
lo que resulta cuando menos una imprudencia teórica. Se han realizado diversos estudios en esa dirección (5).

No me interesa criticar pormenorizadamente los resultados de esos análisis sobre el carácter nacional. A la
postre, no difieren substancialmente de otros enfoques predominantes en diversos países (6). Me parece más
productivo enfocar el razonamiento contenido en este tipo de postura. Evidentemente, los antropólogos saben
que existen tipos diferenciados de formaciones sociales, sociedades tribales, ciudades-Estado, imperios. Sin
embargo, al trasladar los métodos utilizados para estudiar las sociedades primitivas, acaban postulando que el
grado de cohesión de las sociedades nacionales es, por lo menos, semejante a la coherencia de las culturas
anteriores. Integración que se extiende ahora por un territorio más abarcador, marcado por los límites de la
nacionalidad. Resulta entonces posible hablar de un núcleo de las culturas nacionales que expresaría su
identidad (7). Como cada cultura es una y singular, se entiende, por extensión, que cada sociedad nacional es
un todo integrado, irreductible a las otras culturas, cuya base material sería el Estado-nación. El mundo se
constituiría así en una pléyade de culturas nacionales, cada una con su idiosincrasia, con su carácter. Por otro
lado, es necesario añadir que esta identidad, aunque susceptible a los cambios, se caracteriza sobre todo por la
permanencia.

Integración, territorialidad, centralidad. En rigor, el pensamiento antropológico retoma puntos hace mucho
desarrollados por la filosofía de Herder. Contrario a la idea de progreso, crítico del iluminismo, rechaza la
noción de evolución histórica (8). Herder valora así lo específico en contraposición a lo universal. Para él,
sería imposible ordenar las civilizaciones en una secuencia histórica cualquiera. Cada pueblo sería una
totalidad sui generis, una modalidad con esencia propia. La visión herderiana se basa, por tanto, en una
perspectiva relativista, cultivada también por los antropólogos culturalistas. En este sentido, la cultura, y
particularmente la nación, sería una civilización centrada sobre sí misma. De ahí el interés de Herder y de los
románticos por la cultura popular. Esta expresaría el verdadero carácter nacional.

La discusión sobre la identidad está, por tanto, marcada por una cierta obsesión ontológica. Ya sea en su
versión antropológica o filosófica, es concebida como un "ser", algo que verdaderamente "es", que tiene un
contorno preciso, pudiendo ser observada, delineada, determinada en uno u otro sentido. Por eso la identidad
necesita de un centro a partir del cual se irradie su territorio, esto es, su legitimidad. No es casual, por tanto,
que buena parte de este debate, sobre todo en lo que respecta a América Latina, participe de los mismos
presupuestos anteriores. Los filósofos, artistas y políticos, cuando se enfrentan con el dilema de la identidad,
buscan apasionadamente su "autenticidad" (9). Se puede entonces hablar en "esencia" del pensamiento
latinoamericano como algo específico, peculiar del Yo de una América tan latina que contrasta con la parte
anglosajona. El mismo razonamiento se desdobla en el plano nacional (10).

¿Cómo considerar la problemática que estamos tratando sin resbalar hacia una visión esencialista de lo social?
Retomo aquí una sugerencia de Lévi Strauss, que dice: "la identidad es una especie de lugar virtual que nos es
indispensable para referirnos y explicarnos un cierto número de cosas, pero que no posee, en verdad, una
existencia real" (11). La idea de virtualidad nos permite salir del anterior atolladero. Aparta la mirada analítica
de la configuración del Ser, de su carácter, para fijarla en los aspectos relacionales del problema que
abordamos. Puedo entonces avanzar una definición preliminar sobre cómo trabajar la identidad: una
construcción simbólica que se hace en relación a un referente (12). Los referentes pueden, evidentemente,
variar de naturaleza, son múltiples –una cultura, la nación, una etnia, el color o el género. Pero, en cualquier
caso, la identidad es fruto de una construcción simbólica que utiliza esos marcos referenciales. En rigor, tiene
poco sentido buscar la existencia de una identidad, sería más correcto pensarla en su interacción con otras
identidades, construidas según otros puntos de vista. Desde esta perspectiva, la oposición entre "autenticidad"
e "inautenticidad" resulta una conceptuación inadecuada.

LA FORMACIÓN DE LAS NACIONES

En su estudio sobre la nación, Marcel Mauss presenta la siguiente proposición: "entendemos por nación una
sociedad material y moralmente integrada en un poder central estable y permanente, con fronteras
determinadas y una relativa unidad moral, mental y cultural de los habitantes, que se adhieren
conscientemente al Estado y a sus leyes" (13). Su definición exige ciertas consideraciones. La noción de
ciudadanía, no como principio filosófico, sino como realidad política, se realiza solamente después de las
transformaciones del siglo XIX (Revolución Francesa, crisis de 1848, extensión del derecho de voto a las
mujeres y, en países como Estados Unidos, a los negros, etc.). La integración material, esto es, la emergencia
de un mercado nacional, es también fruto de esta época, que Polanyi describe como de "gran
transformación" (14). Durante el Antiguo Régimen, el capitalismo se restringía a los intercambios externos,
no incluía en su lógica los mercados internos de los Estados. En cuanto a la "unidad moral, mental y cultural",
ya sabemos que es un movimiento lento. A principios del siglo XIX, Francia conocía los primeros impulsos
de su revolución cultural, más de un cuarto de su población no hablaba francés, todavía no se había producido
la integración territorial, promovida por la aparición de la prensa “de masas” y por el sistema ferroviario;
faltaban escuelas que transmitieran a los niños el sentimiento de nacionalidad y buena parte del campesinado
estaba excluido de la sociedad nacional. Sólo a mediados de siglo el hombre del campo se vuelve
francés (15).

En suma, la nación francesa todavía no existía, estaba en proceso de formación. Eso no sucede sólo en un
país. Hobsbawn tiene razón cuando insiste en el surgimiento de la nación como una novedad histórica (16).
Lo que hace que la misma tendencia, en líneas generales, se reproduzca en otros lugares. A la centralización
del Estado y de la administración, requisitos ya conocidos de otras sociedades, se agregan así otros elementos.
Para que la nación se constituya como "principio espiritual", "conciencia moral", se pone en funcionamiento
toda una dimensión cultural. La unificación lingüística, así como la invención de símbolos, son aspectos
fundamentales en la elaboración de las nacionalidades. Las fiestas cívicas, los desfiles patrios, la bandera, el
himno y los héroes nacionales, objeto de culto en las escuelas primarias, son el cimiento de esta nueva
solidaridad. Este es el contexto en el que se forja la identidad nacional, imagen en la que se autorreconocen
los miembros de una misma "comunidad". Pero es preciso entender que se trata de una "comunidad de
destino", como nos recuerda Otto Bauer, y no de un carácter (17). Sin embargo, como el destino es
susceptible de interpretación por las diversas fuerzas sociales y políticas que se enfrentan, la dirección en la
que camina la nación es siempre objeto de controversia. El debate sobre la identidad se encuentra, por tanto,
permanentemente condicionado por intereses en conflicto. Por eso, en su elaboración, los intelectuales
desempeñan un papel preponderante. Actúan como mediadores simbólicos, estableciendo un eslabón entre el
pasado y el presente. Se obtiene así la legitimación de esta o aquella visión, de este o aquel destino. La
memoria nacional es, por tanto, un terreno de disputas. En él se debaten las diversas concepciones que
conviven en la sociedad.

Pero la nación es algo más que una novedad histórica. Corresponde a un tipo enteramente nuevo de
organización social. Ernest Gellner tiene el mérito de comprenderlo en toda su radicalidad (18). Se trata de un
tipo de sociedad en la que la movilidad es un factor determinante. Por eso la cultura no puede seguir
reproduciendo los patrones hasta entonces conocidos. Debe, obligatoriamente, poseer un grado mayor de
integración, teniendo la capacidad de englobar al conjunto de los miembros de esta sociedad. La nación
cumple este papel, representa esta totalidad que trasciende a los individuos, los grupos y las clases sociales.
Nación e industrialización son, por tanto, fenómenos convergentes. Esto es algo que, a los efectos de nuestra
discusión, yo formularía de la siguiente manera: la nación se realiza históricamente a través de la modernidad.
Puedo entonces vincular la problemática nacional a una cuestión más universal: la disolución de las fronteras.
Un tema intrínseco a la modernidad. Para entenderlo, creo que la noción de "desencaje", propuesta por
Giddens, es interesante (19). En realidad, el surgimiento de las sociedades modernas requiere que las
relaciones sociales ya no se sometan al contexto local de la interacción. Todo pasa, como si en las sociedades
anteriores espacio y tiempo estuviesen contenidos en el entorno físico. La modernidad rompe esta
continuidad, transfiriendo las relaciones sociales a un territorio más amplio. El espacio, debido al movimiento
de circulación de personas, mercancías, referentes simbólicos, ideas, se dilata. El proceso de construcción
nacional ilustra bien esta dinámica. La idea de nación implica que los individuos dejen de considerar a sus
regiones como base territorial de sus acciones. Presupone el desdoblamiento del horizonte geográfico,
apartando a las personas de sus localidades para recuperarlas como ciudadanos. La nación las "desencaja" de
sus particularidades, de sus provincianismos, para integrarlas como parte de una misma sociedad. Los
hombres, que vivían la experiencia de sus "lugares", sumergidos en la dimensión del tiempo y del espacio
regionales, son así referidos a otra totalidad. Un ejemplo sugerente de esta transformación es el surgimiento
de un sistema moderno de comunicación. Antes de su formación, los países estaban compuestos por
elementos desconectados entre sí; una región nohablaba con otra y difícilmente lo hacía con su propia capital.
La red comunicativa (vías ferrroviarias, carreteras, transporte urbano, telégrafo, periódicos), que en algunos
países europeos –Francia, Alemania e Inglaterra– es fruto del siglo XIX, va por primera vez a articular esa
maraña de puntos ligándolos entre sí. La parte se encuentra así integrada en el todo. El espacio local se
desterritorializa, adquiriendo otro significado.

Este no es, sin embargo, un movimiento que se realice sin tensiones. Por el contrario. No debemos olvidar que
la modernidad se basa en el principio de la individualidad –este es su rasgo distintivo en relación con las otras
culturas (20). Sociológicamente, eso significa la ruptura de los lazos estamentales, dejando al individuo
"libre", "suelto", para circular según su voluntad, según su conciencia (o mejor, de acuerdo con las
oportunidades inscritas en su posición y condición de clase). Idealmente, escogería su propio destino. Sucede
que una instancia que le es superior busca atribuirle una voluntad colectiva. En este sentido, el individuo debe
explicarse como ciudadano de una nación. Su voluntad es contrarrestada por algo que lo transciende. Esta
contradicción está en la raíz del debate entre holismo e individualismo, tan caro a las sociedades modernas. La
modernidad, al mismo tiempo que se encarna en la nación, trae consigo los gérmenes de su propia negación.
La identidad nacional se encuentra de esta forma desacompasada con el propio movimiento que la engendra.
Es el resultado de un doble movimiento, la desterritorialización de los hombres y su reterritorialización en
otra dimensión. Su existencia es, por tanto, precaria, tiene que ser reelaborada constantemente por las fuerzas
sociales. Lejos de ser algo acabado, definitivo, requiere un esfuerzo permanente de reconstrucción.

El destino de las naciones es diverso. Complementario o antagónico, dominante o dominado. Pero cada una
de ellas se configura en un núcleo de irradiación. La nación define un espacio geográfico en el interior del
cual se realizan las aspiraciones políticas y los proyectos personales. En este sentido, el Estado-nación no es
solamente una entidad político-administrativa, es una instancia de producción de sentido. La identidad
galvaniza las inquietudes que se expresan en su territorialidad. Ciertamente, su afirmación no está exenta de
problemas. Mientras tanto, durante un periodo relativamente largo, el Estado-nación consigue resolver el
conjunto de esas dificultades. Ante otras orientaciones alternativas, la identidad nacional se afirma como
hegemónica. Utilizando una expresión de Weber, yo diría que el referente nación detenta el monopolio de la
definición de sentido. Es el principio dominante de orientación de las prácticas sociales. Las otras identidades
posibles, o mejor, los referentes utilizados en su construcción, están contenidos en ese referente.

EL DEBATE DE LA MODERNIDAD-MUNDO

Esta situación prevalece mientras las contradicciones existentes se mantienen dentro de las fronteras del
Estado-nación. En este punto es preciso retomar el tema de la modernidad. Vimos cómo históricamente se
realiza a través de la nación. Pero cabe subrayar que su dinámica es distinta. La desterritorialización
proporcionada por la nación es parcial, favorece la movilidad de las cosas solamente en el horizonte de su
geografía. La modernidad requiere un desenraizamiento más profundo. En el momento en que se radicaliza,
acelerando las fuerzas de descentramiento e individualización, los límites anteriores se vuelven exiguos. La
"unidad moral, mental y cultural" estalla. Si entendemos la globalización no como un proceso exterior, ajeno
a la vida nacional, sino como expansión de la modernidad-mundo, tenemos elementos nuevos para
reflexionar. Las contradicciones inauguradas por la sociedad industrial y que afectan a los espacios nacionales
cobran ahora otra dimensión. Se trasladan a un plano mundial. En este contexto, la identidad nacional pierde
su posición privilegiada de fuente productora de sentido. Emergen otros referentes que cuestionan su
legitimidad.

Pensar la globalización en términos de modernidad-mundo nos permite además evitar algunos tropiezos. De la
misma forma que no tiene sentido hablar de "cultura global", sería insensato buscar una "identidad global".
Debemos entender que la modernidad-mundo, al impulsar el movimiento de desterritorialización hacia fuera
de las fronteras nacionales, acelera las condiciones de movilidad y desencaje. El proceso de mundialización
de la cultura engendra, por tanto, nuevos referentes de identificación. Un ejemplo: la juventud. En las
sociedades contemporáneas, la conducta de un determinado sector de jóvenes sólo puede entenderse si la
situamos en el horizonte de la mundialización. Camisetas, zapatillas deportivas, pantalones vaqueros, ídolos
derock, surf, son referencias desterritorializadas que forman parte de un léxico y de una memoria popular ju-
venil de carácter internacional. Objeto de culto ritual en los grandes conciertos de música pop (efervescencia
del potlach juvenil), en los programas de la MTV, en los cómics, conforma un segmento de edad (y de clases),
agrupando personas a despecho de sus nacionalidades y etnias. La complicidad, la "unidad moral" de esos
jóvenes, se teje en el círculo de las estructuras mundiales. Para construir sus identidades, eligen símbolos y
signos decantados por el proceso de globalización. De esta forma se identifican entre sí, diferenciándose del
universo adulto. Lo mismo sucede con el consumo. Grupos de clases medias mundializadas participan de los
mismos gustos, las mismas inclinaciones, circulando en un espacio de expectativas comunes. En este sentido,
el mercado, las multinacionales, los medios de comunicación, son instancias de legitimación cultural (21). Su
autoridad modela las tendencias estéticas y las maneras de ser. De la misma forma que la escuela y el Estado
se habían constituido en actores privilegiados en la construcción de la identidad nacional, las entidades que
actúan a nivel mundial favorecen la elaboración de identidades desterritorializadas. Como los intelectuales,
son mediadores simbólicos.

Integración, territorialidad, centralidad. Difícilmente esas premisas pueden reproducirse como fueron
postuladas anteriormente. Con la globalización, la propia noción de espacio se transforma. El núcleo de cada
cultura, esto es, el referente para la construcción de la identidad, pierde en centralidad. De ahí la sensación de
crisis que atraviesa el debate contemporáneo. Las fronteras de la nación no pueden ya contener los
movimientos de identificación existentes en su seno. Los discursos ecológico y étnico son un testimonio de
eso. Un ejemplo, las prácticas musicales que expresan la conciencia negra. África-Bahía-Caribe forman un
universo basado en la condición subalterna de los negros en las sociedades actuales y en el temperamento
lúdico de las generaciones descendientes de esclavos. Se construye así un circuito, un conjunto de símbolos
que unifican grupos y conciencias separadas por la distancia y por las nacionalidades. A primera vista, ciertas
identidades son fortalecidas con el ablandamiento de los límites nacionales. En los países donde compiten
diversas lenguas, el idioma bajo, es decir, subalterno, se vivifica ante la relativización de la lengua nacional.
También ciertas identidades locales, sofocadas por la necesidad de cohesión nacional, cobran un nuevo
aliento. Este es muchas veces el caso de las culturas populares en América Latina. Mal asumidas, cuando no
rechazadas por los proyectos nacionales, marginadas, encuentran en el movimiento de la globalización un
contrapunto para afirmarse. Pero no debemos olvidar que tampoco ellas detentan el monopolio de definición
de sentido.

ESTRATEGIA Y TÁCTICA

Creo que podríamos comprender nuestra problemática utilizando dos conceptos propuestos por Michel de
Certau. Denomina "estrategia" al cálculo de las relaciones de fuerza que puede hacerse a partir de un sujeto
(empresario, propietario, institución científica, etc.) que se encuentra aislado en un espacio. Eso significa que
toda estrategia se vincula a una base territorial a partir de la cual se realiza una gestión que sopese y valore el
movimiento de los otros, adversarios, competidores o clientes. Existe así una distancia entre el sujeto
(institución) que aplica la estrategia y el objetivo a ser alcanzado. Al concepto de estrategia, de Certau
contrapone el de "táctica". Sería un cálculo que no puede contar con un lugar propio ni con una frontera que
distingue al otro como una totalidad visible. La táctica tiene como lugar el lugar del otro. Se insinúa
fragmentariamente, sin aprehenderlo por entero, sin poder distanciarse (22). El problema que interesa
directamente a Certau no es la cuestión de la identidad, sino la cultura popular. Como usuario de un producto,
actúa de forma diferente al empresario que lo coloca en el mercado. El vendedor actúa según un cálculo
estratégico, fijando un objetivo determinado; el consumidor reacciona ante un hecho consumado. Su acción
no puede ser universal, está localizada. El juego de las identidades es algo semejante. Cada una de ellas debe
"negociar", según una idea que retomo de Néstor García Canclini (23), su existencia en el contexto de un
terreno ya demarcado. Por ejemplo: las culturas populares en América Latina son atravesadas por las
realidades nacionales y mundial. Su afirmación sufre la tensión de diversas líneas de fuerza. "Negociar", esto
es, delimitar simbólicamente un territorio, es tomar en consideración la multiplicidad de los actores en
competencia. Mientras tanto, las identidades operan a partir de posicionamientos distintos. Algunas de ellas
tienen una incidencia mayor porque se vinculan a instituciones cuyas "estrategias" las empujan sobre el
territorio "de los otros". Este es el caso de las identidades nacionales o desterritorializadas. Atraviesan la
diversidad de los "lugares". Otras, sin embargo, deben conformarse con la "táctica", o sea, actuar sometidas a
la presión constante de sus "oponentes". Se trata, por tanto, de un juego desigual.

La modernidad-mundo pone a disposición de las colectividades un conjunto de referentes –algunos antiguos,


la etnicidad, lo local, lo regional; otros recientes– resultado de la mundialización de la cultura. Cada grupo
social, en la elaboración de sus identidades colectivas, irá apropiándose de ellos de manera diferente. Eso no
significa, sin embargo, que estemos viviendo un estadodemocrático, en el cual la elección sería un derecho de
todos. Traducir el panorama sociológico en términos políticos es engañoso. La sociedad global, lejos de
incentivar la igualdad de las identidades, está surcada por una jerarquía clara e injusta. Las identidades son
diferentes y desiguales porque sus artífices, las instancias que las construyen, disfrutan de distintas posiciones
de poder y de legitimidad. Concretamente, se manifiestan en un terreno de luchas y de conflictos donde
prevalecen las líneas de fuerza diseñadas por la lógica de la máquina de la sociedad.

NOTAS

(*) Este texto reproduce la ponencia presentada en el seminario sobre Fronteras culturales: Comunicación e
identidad en América Latina, celebrado en Stirling (Escocia), el 16 de octubre de 1996.

1. R. BENEDICT, Padroes de cultura, Lisboa, Ed. Livros do Brasil, s.d.p.

2. M. MEAD, "The role of individual in Samoan culture", en A. L. KRIEBER, T. T. WATERMAN


(org.). Source Book in Anthropology, N. York, Harcourt Brace and Company, 1931. Sobre la noción
de carácter en Antropología, se puede consultar el manual Felix KEESING, Cultural Anthropology,
Nueva York, Rinehart and Company, 1958.

3. Ver R. LINTON, O homem, S. Paulo, Martins, 1973.

4. Ver M. MEAD, And keep your powder dry: an anthropological look at America, N. York, William
Morrow and Company, 1942.

5. Ver C. KLUCKHOHN, “Recent studies of the national character of Great Russian”, en Culture and
Behavior, N. York, The Free Press of Glencoe, 1962. Ver también, KLUCKHOHN, “Un
antropólogo y los Estados Unidos”, en Antropología, México, Fondo de Cultura Económica, 1949;
R. BENEDICT, The Chrysanthemum and the sword, Boston, Houghton Mifflin Company, 1989.

6. Ver D.M. LEITE, O caráter nacional brasileiro, S.Paulo, Livraria Pioneira, 1969.

7. Ver M. MEAD, “The study of national character”, en D. LERNER, H.D. LASSWELL (org.), The
Policy Sciencies, Stanford, Stanford University Press, 1951; “National Character” en A. L.
KROEBER (org.) Anthropology Today, Chicago, Chicago University Press, 1953.

8. Ver J.G. HERDER, Une autre philosophie de l’histoire, París, Aubier 1964.

9. Ver L.ZEA, El pensamiento latinoamericano, México, Ed. Pomarca, 1965.

10. Ver la utilización de la categoría de alienación en autores como A. V. PINTO, Consciência e


realidade nacional, R. Janeiro, ISEB, 1960.

11. L. STRAUSS, L’identité, op. cit., p. 332.


12. Retomo una idea anterior, que había desarrollado en el contexto de la construcción de la identidad
brasileña. Ver Cultura brasileira e identidade nacional, S. Paulo, Brasiliense, 1985.

13. M. MAUSS, “La Nation”, in Ouvres, tomo 3, París, Ed. Minuit, 1969, p. 584.
14. Ver K. POLANYI, A grande transformaçao, R. Janeiro, Ed. Campus, 1980.
15. Consultar E. WEBER, Peasant’s into Frenchman, Stanford, Stanford University Press, 1976.
16. E. HOBSBAWN, “A naçao como novidade: da revoluçao ao liberalismo”, en Naçoes e
nacionalismos desde 1780, R. Janeiro, Paz e Terra, 1991: sobre la constitución de la Gran Bretaña,
ver Linda COLLEY, Britons: forging the nation 1707-1837, New Haven, Yale University Press,
1992.

17. Ver O. BAUER, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, México, Siglo XXI, 1979.
18. E. GELLNER, Naciones y nacionalismo, México, Alianza Editorial, 1991.
19. Ver A. GIDDENS, As consequências da modernidade, S. Paulo, Ed. Unesp, 1991.
20. Ver L. DUMONT, Essais sur l'individualisme, París, Seuil, 1983.
21. Ver R. ORTIZ, Mundializaçao e cultura, S. Paulo, Brasiliense, 1994 (traducción española en Alianza
Editorial).

22. M. de CERTAU, L’invention du quotidien, París, Ed. 10/18, 1980, p. 21.


23. N. GARCÍA-CANCLINI, “Negociación de la identidad en las clases populares”, en Consumidores y
ciudadanos, México, Grijalbo, 1995.

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