VANOLI, Hernán

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HERNÁN VANOLI (Ciudad de Buenos Aires, Argentina, 1980), doctorado en Ciencias Sociales en la UBA

(Univ.de Buenos Aires), donde luego ha sido docente, así como en la Universidad Nacional de General
Sarmiento; tras haber ejercido de investigador y ser ensayista, trasladó sus inquietudes al mundo de la
literatura de ficción, habiendo publicado relatos y novelas –muy frecuentemente bordeando el terreno
de la ciencia ficción- concebidos como una forma de interrogar al mundo y nuestra sociedad contemporá -
nea; además dirige la editorial Momofuku y la revista Crisis, donde escribe sobre literatura, política y ten-
dencias culturales y coordina un espacio de escritura creativa, y es colaborador habitual de medios como
Página 12. Con relatos aparecidos ya en revistas y figurando en varias antologías pluriautoriales de Argen-
tina, México, España y EE.UU., publicó en el 2009 los dos libros de relatos Varadero y Habana maravillosa,
y Castores, a los que siguieron novelas como la corta Las mellizas del bardo ( 2012) y Cataratas (2015), y
el libro con cuatro relatos largos Pyongyang (2017).
En una entrevista con motivo de la presentación de Pyongyang, manifestó a diferentes preguntas: “Hoy,
todos los discursos que uno escucha en la televisión y en los grandes medios sobre la economía, sobre el
crecimiento, sobre el desarrollo se despliegan bajo el paradigma del utopismo de mercado... Me parece
que desde mediados del siglo XIX y gran parte del siglo XX se pensó la utopía desde la política y no tanto
desde la práctica y el consumo, que el desde donde a mí me interesa más: hay una gran utopía que es la
utopía neoliberal, y hay otras utopías que no son las utopías nostálgicas que miran hacia el pasado y los
paraísos perdidos sino que miran hacia el futuro, con un montón de cosas y puntos de vista -nuevos o no,
pero desde otra óptica- para discutir... A mí me interesa la literatura que se encuentra con esos proble-
mas. Y en ese sentido sí, los cuentos tienen un eje que van un poco por ese lado y que a mí me vienen
porque yo trabajo en investigación de mercado. Veo cómo operan muchas cosas y me sorprende la gran
capacidad ficcionalizadora que tienen las marcas, las empresas, cómo se transforman en fábricas de senti -
do y alcanzan un poder muchísimas veces más fuerte que lo que puede ser el del Estado, las instituciones
y los partidos políticos: y eso tanto me fascina un poco, como me produce rechazo, y por otro lado me
enloquece otro poco”.

Muy representativo de su poética y estilo, aunque en este caso completamente fuera del género de la
ciencia-ficción, es el relato Autobiografía etílica en tres actos, en el que se ejemplifica muy bien su punto
de vista ante lo sociopolítico, la historia/memoria y la actualidad: ámbitos que aborda renunciando a sus
manifestaciones más estridentes para sumergirse en los mecanismos sociales y humanos que los subya-
cen, mediante un análisis narrativo que tiene algo de sociológico pero que no por ello descuida lo emo-
cional, precisamente porque esa es la forma en que lo socialmente inducido se trasunta en las personas.
Todo esto se trasluce en lo que se narra en el relato, que discurre a través de las preferencias del narrador
por tres marcas de cerveza (la Corona globalizada, la Quilmes popular y la pretenciosa Patagonia, en tanto
constructoras sociales de identidades) para contarnos la historia íntima de los agitados últimos veinticinco
años argentinos. La lectura resulta embriagadora, pero, lógicamente, deja un malestar parecido al de una
resaca de cerveza.

Ya en el terreno de la ciencia-ficción, hay que referirse a esas dos figuras-personajes simbólicos que las
tecnologías cibernéticas y biogenéticas de las llamadas “sociedades postcapitalistas” han aportado al gé-
nero: cyborgs y mutantes dos figuras discursivas que refieren y, a la vez encarnan, cambios tecnológicos
radicales sucedidos durante el siglo XX, los cuales problematizan y vuelven difusos ciertos límites caros al
humanismo tradicional: los límites entre humanos y animales y, hoy sobre todo, entre los organismos y
las máquinas. La profusa aparición de estas dos figuras mencionadas en textos del género de la ciencia-fic-
ción última permite ingresar en problemáticas actuales sobre la relación de los sujetos en entornos tecno -
lógicos que a su vez los constituyen, dando cuenta de aquella “biopolítica” que empezó a teorizar el últi -
mo Foucault. A este respecto, la novela CATARATAS es uno de los últimos ejemplos del uso de estas dos
figuras para establecer una reflexión narrativa crítica tanto de los modelos productivos extractivistas de
los recursos naturales, como de los recursos informacionales; así como una transformación del ser huma -

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no que, en manos de Estados y grandes corporaciones fácilmente es orientado en el sentido de un auto -
consumo de “sumisión” elegido por “libre voluntad”.

PYONGYANG (2017), su último libro, de casi 200 páginas, lo componen cuatro relatos de extensión similar
que, tanto por su dimensión como sobre todo por el espíritu que los anima, podrían ser “nouvelles”: tra-
tan sobre consumo, conspiración y paranoia; y están articulados desde una poética que gira en torno a la
necesidad de que, desde la literatura, como desde la reflexión y el ensayo, la narrativa construya pregun -
tas críticas sobre las dominantes utopías de Mercado a las que está conectada nuestra mente. Con su
prosa entramada e inclusiva de las subordinadas, con su tono seco pero en permanente tensión, con sus
metáforas cínicas y cotidianas, Vanoli narra en este libro un mundo que pone de manifiesto el cambio de
paradigma que trajo la simbiosis entre capitalismo y nuevas tecnologías, invitándonos a mirar nuestra
sociedad sin anteojos postmodernos ni prefiguraciones contemporáneas, como si viniéramos de otros
siglos lejanos y nos encontráramos de golpe con una cultura totalmente transformada: el deseo, el consu-
mo, la paranoia, la conspiración y la volatilidad de las relaciones sociales son aquí charcos que uno necesa-
riamente debe pisar.
En su reseña, escribió Beatriz Sarlo: «las historias de Pyongyang hablan de un totalitarismo suave, veloz y
bien recibido en el que el progreso es la sagrada ideología oficial..: político y pospolítico, trágico e irónico,
imaginativo y cruel, Vanoli se nos muestra uno de los autores más singulares del panorama narrativo ac-
tual. Su hiperrealismo lingüístico es un viaje por una sociedad de tribus, grupos, camarillas y bandas.» En
una descripción sucinta, se podría decir que el primer relato, Ursus americanus kermodei, es la historia
paranoica y surrealista de una chica que viaja en Uber con desconocidos y sufre una delirante persecu-
ción; que Los sintonizadores habla de las miserias narcisistas que aparecen en el cerebro de una mujer
emparejada que ansía, por todos los medios y por encima de cualesquiera consideraciones, ser madre: la
pareja emprende novedosas técnicas de fertilización y logra finalmente sus propios “bebés de Rosemary”;
que Pyongyang, el que le da el título al libro, es una gema de la ciencia-ficción en estado puro: a través de
los gimnasios, una logia mundial de cintas de correr, las cuales son incluso capaces enamorarse, planea
una revolución para arrebatarle la hegemonía del mundo a la raza humana; y, por último, El comando
central: nacimiento, esplendor y caída del emprendedurismo en redes sociales, , que desemboca en una
granja de “trolls” dirigida por tiernos ancianos.

RELATOS: Autobiografía etílica en tres actos (p.2) y el de paraciencia-ficción La solución Mercer


(p.12).

AUTOBIOGRAFÍA ETÍLICA EN TRES ACTOS (en Revista Ñ-diario Clarín,


Buenos Aires, 11 de Agosto de 2012)

Primer Acto – CORONA

Con mi familia estamos en Cancún, México. La fantasía norteamericana sobre el caribe ascéptico
y medianamente festivo. Cancún nos gusta mucho. Disfrutamos la comida mexicana. Amamos
viajar a lugares con sol y arenas blancas que acarician la planta de los pies. Nos gustan los peces
de colores, el snorkel y los aviones. Todavía más nos gusta el all inclusive. Nunca lo podemos
terminar de creer. Tenemos miedo de que se corte, que cierren la persiana y todo se desvanezca en
el aire. Viajar al extranjero gracias a nuestra moneda sobrevaluada nos demuestra que la vida pue-
de ser pura y simple. Sí. Quizás un poco brutal pero cristalina. Una simpleza de celofán, acrílico,
acero inoxidable y canapés. Soñamos una vida hecha de esos materiales, saturada de miniaturas y
de singularidades. Elástica. Hablo con mis padres durante la espera para recoger el equipaje en el
aeropuerto. Comparamos aerolíneas. Aeroflot les hizo acordar a ENTEL, la vieja compañía telefó-
nica estatal liquidada gracias a los mismos procesos sociales que nos tramitaron la ciudadanía del
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mundo. La comida de Alitalia no cumple con las expectativas. Span Air nos pareció cine catástrofe
de bajo presupuesto. Una mini van Chevrolet viene a buscarnos al aeropuerto, un hombre de bigo-
te ancho y sonrisa emparchada en oro nos da la bienvenida. Se llama John y usa camisa blanca con
el logo de la agencia de turismo receptora. John habla español, italiano, francés. Sus padres le pu-
sieron ese nombre en honor a Kennedy. Cuenta que Buenos Aires es una de sus ciudades favoritas.
Una pareja de enamorados con pinta de personas que se lavan los dientes varias veces al día y ade-
más se pasan hilo dental hasta ver sangre, probablemente suizos, baja en un hotel absolutamente
pintado de rojo. Olvidan en la camioneta la pequeña mochila amarilla con cierres blancos que mi
hermano Franky piensa robarse. Error. Para qué empezar así, estamos en Cancún. Con una mirada
le digo que retire los garfios. Mi hermano se acomoda el cuello de su chomba del Planet Holl-
ywood de San Francisco y da vuelta la cabeza antes de soltar su botín sobre mis rodillas. Con indi -
ferencia, con una sombra de rencor. Me deslizo a través del inestable pasillo de la camioneta hasta
la cabina delantera y le entrego la mochila al guía. John explica en los tres idiomas que estamos
entrando a una especie de paraíso artificial. Territorios rellenados ex profeso para construir este
complejo hotelero y de entretenimiento hecho a imagen y semejanza de las mejores playas de la
polinesia. Cuando le entrego la mochila, John sonríe y mientras me da las gracias en italiano en-
tiendo que va a revisar los bolsillos que nosotros no revisamos. Vuelvo sobre mis pasos. Mi madre
duerme, mi padre mira por la ventanilla. Se ve una ruta, arbustos, tierra arenosa. La camioneta se
mueve y estoy a punto de caerme sobre una mujer de unos cincuenta años que revisa una agenda
electrónica. Recibo una mirada de terror. Como si el hecho de rozarnos fuera a infectarla de Ébola
o algún otro virus de la zona africo-sudamericana. Me siento torpe. Siento calor y mucha sed.
Mido casi un metro con noventa centímetros, estoy cerca de los cien kilos. Mi gigantismo precoz
representa la escala corporal de mi resentimiento. Tengo diecisiete años. Mi hermano Franky es un
año menor. Su novia es una rubia con la que supongo hace algo más que frotarse y no me invitó a
su fiesta de quince. Voy a un colegio de monjas bilingüe, irlandés. La cuota mensual de mi colegio
supera al salario mínimo con el que las clases populares de mi insignificante y hermoso país se
endeudan en dólares y renuevan sus electrodomésticos clamorosamente. El colegio está lleno de
chicas y ninguna me presta atención. Tengo pocos amigos. En los viajes en colectivo de vuelta a
casa leo una espantosa traducción de Así hablaba Zaratustra. No lo entiendo pero me gusta que la
gente sepa que leo a Nietzsche. Hace unos meses, antes de mi cumpleaños, debuté sexualmente
con una prostituta. La experiencia fue lamentable pero mejor que ser virgen a los diecisiete. Llega-
mos al hotel y el cansancio baña a mi familia con el peso de un telón de agua, espuma y sopor ve-
raniego. Una catarata mental del mismísimo mar celeste y recalentado que vemos a través de los
vidrios del lobby. El hotel que nos toca es medio pelo. Si fuese un equipo de fútbol sería de esos
que empiezan el campeonato pensando más en no descender que en clasificar a las copas. Los eu-
ropeos que compartieron el viaje con nosotros bajaron en los mejores, donde todo era un poco más
metálico y brillante. En el front desk nos informan que nuestras habitaciones no van a estar listas
hasta las dos de la tarde. Apenas pasaron siete minutos de las diez de la mañana. Mamá saca un
voucher de su cartera de cuero blanco y empieza a abanicarse. Mi viejo ofrece a ella y a mi herma-
na ir a la confitería de la playa a tomar algo. Aunque no fuimos parte de la invitación, Franky y yo
dudamos. No tenemos hambre y hay todo un mundo por recorrer. Estamos exhaustos, sedientos de
aventuras. Casi felices. Estamos en Cancún.

Tercer día. Franky y yo vamos al gimnasio del hotel. El olor quirúrgico del ambiente nos produce
cierta incomodidad. Nuestra piel está muy roja a pesar del Hawaiian Tropic de Aloe Vera que an -
tes de dormir mamá nos pasa por las espaldas. Tenemos algo en claro: esta noche queremos salir.
Solos. En realidad Franky no estaba tan seguro. Tuve que convencerlo. O al menos eso fue lo que
me hizo creer. Desde que llegamos llamó tres veces a su novia. Franky tiene mi misma estatura, un
pelo lacio que siempre le envidié y es el creativo de la familia. El artista. Dibuja muy bien. Le cre -
ció el vello púbico antes que a mí. Franky está obsesionado con desarrollar los hombros. Es el
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músculo más difícil, le gusta repetir. Le digo de empezar con los hombros para sumar puntos en la
larga acumulación política que va a garantizar su compañía durante la salida nocturna. La activi -
dad corporal nos une de una manera que ninguna otra cosa que hagamos juntos puede conseguir.
Franky me sacó mi primer diente de una patada. Jugábamos a la lucha libre en la cama de mis pa -
dres. La venganza se cocinó a fuego lento durante unos cinco años. Y llegó de casualidad, como en
general llegan las buenas venganzas. Estábamos jugando al Mortal Kombat 3 en el Sega Genesis
que había en el living de mi casa. Pasábamos horas con ese juego, anotando las victorias de cada
uno en un cuaderno cuadriculado con espiral. Franky estaba en una buena racha. Me llevaba cua-
tro, cinco victorias. A la sexta se puso a bailar enfrente mío y a acariciarme la barbilla. Se reía. Le
pedí que parase. Pero Franky se puso saliva en los dedos. Un buen lenguetazo en sus dedos de
uñas mordisqueadas. Bailaba como Mick Jagger, aleteando con sus brazos. Y me refregó sus de-
dos llenos de saliva por la cara. Por toda la cara. Por los labios. Franky usaba un jogging Adidas
rojo con las tiras blancas y una remera azul que decía PENN UNIVERSITY en amarillo. Lo que
vino después pasó en menos de un segundo. La televisión parpadeando la música marcial del jue-
go. El mueble y los adornos y los portarretratos con fotos de la familia y estatuitas de cerámica
reblandecidos de repente. Cera de vela reblandecida con el perfume de la saliva de Franky. Ahora
Franky está incrustado en la ventana que da al patio. Respira por la boca. Su boca es un paralelo-
gramo en fuga que me pide que lo abrace. Le obedezco. Me acerco a abrazarlo. Lo ayudo a levan-
tarse y le pido perdón. Le pido que no le cuente nada a mi viejo. Que me ayude a juntar todos los
vidrios antes de que vuelva mamá. En todo lo que dure la escena, Franky no va a permitirse llorar.
No va a llorar ni siquiera cuando nos demos cuenta de que tiene un triángulo de vidrio de unos
quince centímetros de alto incrustado en la parte baja de la espalda. Voy a sacárselo con todo el
cuidado del mundo, o con todo el cuidado del que una persona como yo es capaz.

El pico de una botella de cerveza Corona descansa sobre mi labio inferior. Mis labios se adhieren a
un pico transparente de unos tres centímetros de diámetro y abren paso al desembarco de una cer-
veza cristalina, no del todo fría. Una cerveza que antes que rubia parece platinada y aumenta mi
placer en su marcha triunfal a través de mi esófago. El regusto es liviano y un poco ácido. Hasta el
momento odiaba la cerveza. Me parecía una bebida amarga y durísima para emborracharse. Una
petaca de vodka era equivalente a dos litros de cerveza. ¿Qué sentido podía tener? Pero el sabor
suave y un poco ácido gracias al gajo de lima que bailotea en el interior de la botellita me cautiva.
No sólo acepto probarla sino que me enamoro de ella. Me convierto a la religión de la cerveza.
Empiezo a entender canciones, comentarios. Diálogos inconexos de pronto se iluminan en mi me-
moria y chocan como moscas contra las paredes de un frasco cerrado. Entiendo todo. Encuentro
relaciones entre el sabor de la cerveza y la estructura agridulce de la conciencia masculina. Cerve-
za y masculinidad. Tengo diecisiete años y la furia de un mar de intuiciones metafísicas golpea
mis costillas. Me siento un hombre. El ciclo de mi debut sexual se completa con la cerveza. 1995:
me enamoro perdidamente de un líquido platinado con 4,6 % de gradación etílica y finas burbujas
de gas. De alguna forma, la cerveza me hace aceptar que la derrota constituye a la experiencia hu -
mana. Hasta el momento tuve una vida de tiburón: ciego, carnívoro, atontado por las ondas de mi
propio deseo. Si la adolescencia permite un segundo nacimiento, ese segundo nacimiento fue para
mí una botella de Corona en un antro de Cancún donde pasaban música latina. Discontinuidad.
Saltos. Las cosas no volverían a ser iguales. Y quiero dejar en claro que no bebí por las mujeres.
No brindé por ellas. Ni pensé que la Corona iba a ser un salvoconducto para cabalgarlas. Ninguna
de las dos mexicanas que estaban sentadas con Franky y me invitaron a compartir mesa me sugirió
que la probase. Lo hice sólo. Con la naturalidad que a veces acompaña a las grandes decisiones.
Media hora antes, yo había escapado de Franky porque no hablaba. Después de un rato me puse a
buscarlo y no estaba por ninguna parte. Hasta que, desesperado, terminé encontrándolo con las
mexicanas. Me acerqué. Ellas sonrieron como si hubieran estado esperándome y me señalaron un
taburete de caña. Las saludé con un beso y pedí una Corona. Creo que Franky ni siquiera se dio
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cuenta. Sostenía un vaso lleno de líquido azul, decorado con una frutilla. Le sentía el olor y toma-
ba. Las mexicanas se deslizaban por el suave bucle que une a la belleza con el deterioro. Me pre-
guntaron qué hacía. Qué tenía planeado estudiar al terminar el colegio. Les dije que tenía diecio -
cho, como si eso fuese importante. Inventé que estaba estudiando ingeniería ambiental. Me pareció
que esa carrera iba a gustarles. De alguna manera, sentado ahí con mi hermano y esas dos mujeres
que nos duplicaban en edad, me sentí feliz. Pensé que era la publicidad de Corona que me hubiese
encantado ver: dos menores de edad, ebrios en un lugar oscuro, intentando meterle mano a dos
mujeres maduras. Corona: a los gustos hay que dárselos en vida. Franky acariciaba la mano exten-
dida de la cleopatra mexicana que pagaba su vicio. Las cosas se habían dado de una manera en que
Any pagaba los tragos de Franky y Dolores conversaba conmigo pero no pagaba. Como siempre
pasa con los hermanos mayores, mi parte era la más difícil. Dolores me trataba con confianza pero
me ponía límites. En algún momento, Franky y Any se besaron. Pensé en la novia rubia de Franky.
La destinataria de sus dólares convertidos en largas llamadas vía satélite a horarios improbables.
El fin de la pareja feliz. Franky ya no iba a poder echarme en cara que todas eran más feas que su
novia. De hecho, Any era mucho más fea, y además era vieja. Tenía una nariz que parecía moldea-
da con un escarbadientes, en otra vida. Una vida en la que Any era joven y también era una muñe -
ca de plastilina. Más tarde y más sobrio pensé que esa sólo podía ser una nariz operada. Debía an -
dar en los cuarenta y tantos. Quizás un poco menos, quizás un poco más. Los hombros de Any
eran pecosos y brillantes, y sus labios apenas el efecto secundario de una sonrisa con algo brutal.
Any y Dolores sólo tomaban Coca Cola. Diet Coke. Dolores me contó su historia sin dejarme
avanzar. Yo pedía Coronas y Coronas. Me dijo que ella y Any eran primas, aunque no se parecían
en nada. Dolores tenía piel aceitunada y unas largas pestañas que la hacían parecer triste. Hablaba
rápido, fumaba con insistencia. Tenía una blusa anudada al ombligo con un escote discreto pero
sólido. Dijo que su prima se había divorciado y se había mudado a Mérida, una ciudad que queda-
ba a pocos kilómetros de ahí. Ella, en cambio, había abandonado a su marido sin previo aviso y
estaba refugiada desde hacía tres meses, sin trabajo fijo. Su marido era gerente en un canal de tele -
visión por cable y la había engañado con una presentadora. Según Dolores la había engañado por-
que esa presentadora le había hecho un embrujo. Ella no había tenido ganas de recuperarlo. La
relación con la otra, así le decía, fue larga y tortuosa. Su marido era sonámbulo y le confesaba sus
infidelidades entre sueños. Me confesó que ella disfrutaba de oír esas confesiones y por las maña-
nas le preparaba el desayuno con la mejor cara. Le pregunté por qué no había pedido el divorcio y
me dijo no lo sé, guey [expresión coloquial juvenil para dirigirse una persona, aunque sin distinción de
género como en la equivalente española “tío/a”], supongo que por pereza. En ese momento hizo un
silencio, se quedó quieta. Sus pestañas me parecieron monstruosas y atractivas al mismo tiempo.
Apoyó su vaso sobre la mesa y me dijo sí, supongo que por pereza, no valía la pena. Podría haber-
le sacado mucha lana, ¿sabes? Para salir de ese terreno pantanoso quise saber de qué trabajaba
Any ahí en Cancún, y no se esforzó mucho en disimular que era puta. Escort, así lo dijo. Todavía
no me decido, pero quizás tú puedas convencerme. Se rió, puso una mano sobre la mía. Le avisé
que me quedaban cinco dólares pero ella me gustaba mucho. Franky ya tenía a Any subida a sus
rodillas. Ahora no se besaban. Sólo se miraban a los ojos. Pensé que nunca, nadie, que ninguno de
mis pocos amigos iba a creerme lo que estaba pasando esa noche. Y que por eso nunca lo iba a
contar, pasara lo que pasara. Le pregunté a Dolores si podía besarla. Quizás un poco más tarde, me
dijo. Todavía estoy esperando a alguien aquí. Y después levantó la mano, llamó a la mesera y pi -
dió una Corona para mí. Ese séptimo porrón me produjo efectos instantáneos y pedí disculpas para
ir al baño. Franky, que ya no tenía encima a Any, dijo que me acompañaba. Apenas me levanté
tuve que respirar por la nariz para demorar el vómito. Bordeamos la pista con mucho esfuerzo.
Sólo pensaba en llegar al baño para reponerme y tomar más. Lindo caramelo te estás comiendo, le
dije a mi hermano. Franky me miró desde el fondo de una cueva oscura llena de lianas y de pasi-
llos que no llevaban a ninguna parte. De pronto me clavó las uñas y me dijo que por favor me apu -

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rase. Puso su brazo alrededor de mi cuello y me dijo que fuésemos al baño de una vez y que des -
pués saliésemos corriendo de ese lugar porque le había robado la billetera a la veterana. Quise con-
vencerme de que era una broma. Nuestros viejos podían tolerarnos muchas cosas, pero el robo, y
encima en un país extraño, era un límite. Franky empezó a reírse. Te juro que cuando salimos te
compro un cajón de Coronas, me dijo. Entonces supe que era cierto. Lo agarré del cuello de su
camisa hawaiana y le pegué una cachetada. Quería que fuese a devolverla. Pero lo que hice fue
arrastrarlo al medio de la pista, hacerlo agachar. Agacharme yo también y avanzar en dirección a
la puerta. Bajamos las escaleras a contramano de una fila larguísima de gente perfumada y ansiosa
que parecía conocer el motivo de nuestra huída. No corrimos hasta que cruzamos la ruta y llega-
mos a la orilla del mar gracias a un sendero de arena pública que separaba a los dos hoteles que
había frente a la discoteca. Cuando nuestros pies pisaron arena un poco más firme nos sacamos las
zapatillas y empezamos a correr. Cada vez más rápido. La luna estaba cortada por la mitad y no
había una sola nube. La risa neurótica de Franky escalaba por encima del bramido del mar. Nadie
nos siguió, nadie nos dijo nada. Una vez en el lobby, a salvo, nos metimos en el bar donde un
hombre de unos sesenta años y pelo obstinadamente negro tocaba rancheras en un piano cubierto
por una funda de terciopelo rojo con guardas aztecas. Nos miramos y recién ahí pude respirar
como corresponde. Franky tenía los dientes pastosos. Nos sentamos y me contó que la vieja trató
de convencerlo de ir juntos a su hotel. Como Franky estaba con dudas le dijo que su marido podía
darle quinientos dólares sólo por mirar. Dolores trabajaba de recepcionista en el hotel donde ella se
hospedaba, y se habían hecho amigas porque las dos eran de Sinaloa. Parece que Dolores estaba
esperando a su amante norteamericano, otro huésped del hotel. La billetera tenía trescientos dóla-
res más siete billetes de diez y dos de cinco. Y algo de plata mexicana. Muy poca. Preferí no con -
tarle a Franky el detalle de que Dolores me había dicho que eran putas. Él siguió revolviendo y
encontró un espejito con aumento, papeles con direcciones y teléfonos, el número de una caja pos-
tal de New Jersey anotado en un envoltorio de chicle. También había una tarjeta de crédito Ameri -
can Express dorada y el carnet de un videoclub del DF. Las dos tenían el mismo nombre. La mujer
a la que Franky le había robado la billetera del bolso se llamaba Francisca Regueiro. Con su plata,
pagamos la enchilada suiza, los tacos pastor y las tres Coronas que tomamos antes de subir a nues-
tro cuarto. También compramos muchos regalos inútiles a lo largo y a lo ancho de Cancún. Mi
viejo estaba orgulloso de cómo habíamos ahorrado. Todavía conservo una remera de Corona que,
a veces, me pongo para dormir.

Segundo Acto – QUILMES

Hay cosas que debo contar. Pequeños residuos que quedaron adheridos a mi historia personal en el
tránsito que hay desde mi repentino amor transformado en adicción a la cerveza Corona hasta su
reemplazo por la Quilmes. El cambio no fue abrupto. No hubo promesas ni botellas rotas. Tampo-
co hubo juramentos. Poco a poco, la Corona empezó a alejarse de las góndolas de supermercado.
Al principio tardaba en ser repuesta. Después, aparecía en un ataque blitzkrieg. Dos o tres cajas, en
períodos azarosos. El cierre del ciclo fue una confesión del coreano que regentea el supermercado
más cercano a la casa donde vivía con mis padres. Muy cara, nadie compra, no traigo más. En ese
momento me sentí solo. El resto de los productos envasados en cajas de distintos colores me en-
volvieron con una armonía estridente. No podía dejar de pensar en la falta de Corona, en la posibi -
lidad de no volver a probar una Corona en mi vida. No es que precisamente yo fuera millonario.
Pero la necesitaba. La Corona era la princesa de mis paraísos mentales. Mi combustible emocio-
nal. Sabía que si tomaba Corona antes de salir, esa iba a ser una buena noche. En múltiples senti-
dos. Mis amigos me cargaban por sólo tomar de esa cerveza que para ellos era de mujer, aunque
me sacaban un sorbo cada vez que podían. El secreto consistía en tomarme un pack de 6. Todos
los viernes. Todos los sábados. A veces, los viernes y sábados. Llegué a no salir algunas veces que
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no conseguía Corona. La Corona minaba mi capacidad de ahorro, pero no me importaba. Era un
verdadero adicto. Durante un tiempo, viajé a una vinería del barrio del Abasto para comprarla. Eso
fue hasta la devaluación. Antes, en realidad. Hasta fines de 2000. Cuando me quedé sin trabajo.
Promediaba la carrera de sociología y mi única fuente de ingresos era el sueldo que me pagaba mi
madre. La ayudaba todas las mañanas con las fotocopias en la librería que ella había abierto a po-
cas cuadras de mi casa, en lo que en realidad era el garaje de la casa que mi abuela alquilaba. El
sueldo no era fijo. Dependía de las ganancias del negocio y del humor de mi madre. Al final empe-
zó a pagarme en especies. Una lapicera por ejemplo. Hasta que dije basta y fue una lástima. Sacar
fotocopias me daba paz interior. Calcular los márgenes de ampliación o reducción, planear los
anversos y reversos, copiar libros enteros y después anillarlos y ponerles tapas de plástico. Si el
libro que traía algún cliente me parecía interesante, mentía que iba a estar listo para el día siguiente
y después hacía una copia para mí. El láser verde de la máquina rebotaba una y otra vez sobre mis
ojos. Muchas veces, antes de que yo llegase a cerrarlos. Llegue a tener el sueño de transformarme
en una especie de superhéroe o mutante con poderes ocultos y con la posibilidad de demandar a
Xerox por arruinarme la salud. Poder vivir al fin sin trabajar, que es el sueño de todo estudiante
universitario de humanidades. Pero eso nunca sucedió. Mi vida eran las fotocopias y el estudio.
Después sólo el estudio. Y por las noches, casi siempre, juntarme con mis amigos del barrio en el
kiosco de la esquina hasta la una o dos de la mañana. Así también empecé a alejarme de la Corona
y a acercarme a la Quilmes.

Para 2002 Quilmes ya era la cerveza de la resistencia. Yo tomaba Quilmes la noche del 19 de di-
ciembre de 2001. La gran noche. Con mis amigos del barrio nos juntamos en el kiosco de siempre
tras haber mirado un programa de discusión política y decidimos ir para la Plaza de Mayo a ser
sujetos de la historia. No llegamos. La Paternal queda a unos 10 kilómetros de la Plaza y muchos
se fueron quedando en el camino. Abandoné en Juan B. Justo y Avenida San Martín. Me quedé
sentado frente a una pila de basura en llamas. Tomando Quilmes. El tránsito estaba cortado y dos
chicas muy hermosas bailaban murga en el medio de la avenida. Me emborraché con Quilmes esa
noche, como tantas otras, porque sabía que al día siguiente no iba a tener que ir a rendir el final
que adeudaba en la facultad. De todas formas, al otro día fuimos a la Plaza. Fuimos a muchas mar -
chas y manifestaciones en los días que siguieron. Le tiramos piedras a la policía montada y nos
refregamos los ojos irritados por el gas lacrimógeno. A todas esas protestas fui con mis amigos o
con personas conocidas de barrio. En ese período, la facultad fue un monumento a la inoperancia.
No articuló absolutamente nada porque eran vacaciones. Fueron los días que la clase media urbana
de los barrios más acomodados de Buenos Aires y del Conurbano Bonaerense vivió en peligro. Un
presidente huyó en helicóptero desde los techos de la Casa de Gobierno. Todavía recuerdo el brazo
levantado de Marce. Marce es un amigo de la infancia. Uno de mis pocos amigos. Estudió Trabajo
Social. Recuerdo su brazo levantado mientras gritaba que se vayan todos en una asamblea barrial
en el Parque Lezama. Lo había acompañado porque según él en esa asamblea pasaban cosas in-
creíbles. Su brazo furioso tenía el tatuaje de una chapita de cerveza Quilmes estallando en el cora-
zón del muñeco de la tapa de uno de los primeros discos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ri -
cota. Eso no era casualidad. El mejor relato de lo nacional, desde que tengo memoria, nació de las
publicidades de la cerveza Quilmes. No de los Redondos, de Quilmes. El mito argentino según
Quilmes se desdoblaba en dos. Por un lado, un pasado lleno de bríos que se truncó de alguna ma-
nera en la que no valía la pena ahondar porque lo importante era la posibilidad de recuperación.
Maradona cayéndose en el glorioso gol a los belgas en México 86, Argentina el granero del mun-
do. Por otra parte, un presente donde la modernidad a las patadas era recuperada en tono festivo
por la épica clasemediera, basada en el mito de la síntesis entre alegría latina y cultura europea. La
gran mayoría de los países latinoamericanos creen que su cerveza nacional es la mejor del mundo.
Quilmes nunca dijo ser la mejor cerveza porque eso se daba por sobreentendido. Era una cuestión
enunciativa. Durante gran parte de mi vida Quilmes fue una metonimia de la Argentina. Hasta hoy,
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extrapola los valores del paraíso urbano de una clase media deseosa de ascenso social cada vez
menor en términos numéricos -los amigos, las pizzerías, el calor humano, la amistad, los berreti-
nes [del argot lunfardo y derivado de “birrete”: berretines son “caprichos o ideas fijas sin fundamento”] , el
sabor del encuentro- como emblema de lo nacional. Y desde esta plataforma, una proyección hacia
el resto del mundo con el fútbol como caballito de batalla. Hacia adentro, la comunidad porteña
como universal irrenunciable. Hacia fuera, la épica de ser los más habilidosos –Maradona-, los
más dotados, pero también los que ponen más huevos. La garra, la furia. Porque en el fondo todo
el mundo sabe muy bien que los mejores son otros. Los mejores usan una camiseta amarilla de
cuello verde y hablan en portugués. Sin mito, no hay marketing que aguante. Quilmes nunca habló
como un sponsor oficial de la pasión. Siempre habló como la pasión misma. Por eso sus publicida-
des más de una vez humedecieron mis ojos frente al televisor. Por eso la odio recién ahora. Por eso
pienso tanto en ella en mis ratos libres, y miro una y otra vez todas sus publicidades por YouTube.
Te odio, Quilmes. Hasta que llega la noche y te siento resbalar por mi garganta.

Para esa época mi hermano Franky abandonó la carrera de arquitectura y decidió irse a Londres
con su novia rubia. Los dos sentados en un avión de British Airways, clase turista, un poco asusta-
dos y románticos. Rodeados de otros argentinos quizás mayores que ellos que dejaban atrás fami-
lia, problemas legales, desempleo y unas cuantas cosas más. La novia de Franky era la misma que
tenía desde el colegio secundario. La que no me invitó a su fiesta de quince. Irlo a visitar era muy
difícil porque la devaluación de la moneda hacía que el pasaje a las tierras donde se inventó el fú-
tbol escapara al presupuesto de mi familia. Ni que hablar del mío. La librería cerró en 2003. Mamá
vendió su auto y empezó a dedicarse a la pintura al óleo. Franky mandaba un mail colectivo por
semana donde contaba sus aventuras en una lavandería de Birmingham, la ciudad donde habían
ido a parar porque su novia tenía un cuñado que le había conseguido una suplencia en una empresa
de diseño gráfico. Según Franky había buenas perspectivas de que lo incorporasen y el sueldo no
estaba mal. Lo extrañaba. Tras ocho meses sin trabajo, empecé como encuestador. Casa por casa,
timbre por timbre, para el Ministerio de Salud. Era una encuesta sobre vacunas e higiene hogareña.
Empezaba a las nueve de la mañana. A las doce, después de pasar por la supervisora de turno, me
encontraba con mis compañeros a tomar una Quilmes en la calle antes de seguir con las tres horas
de caminata que nos quedaban. Mis compañeros también eran estudiantes de ciencias sociales.
Muchos vivían en el conurbano bonaerense y viajaban casi una hora y media para venir a hacer
encuestas en la capital. Algunos inventaban la mayoría de las encuestas. En la tele daban una pu-
blicidad que me hacía pensar en Franky. Un pibe que se iba de vacaciones a República Checa, y le
llevaba a un amigo la cerveza Quilmes. A Franky no le gustaba especialmente la cerveza, pero el
actor era parecido. De todos modos la publicidad duró poco. Y la Quilmes me parecía cada vez
más fea. Aguada. La versión cerveza de los jugos en polvo con sabor a fruta. Todos estábamos de
acuerdo en ese punto. En las pausas del trabajo, empezamos a tomar Brahma. Era más suave pero
más auténtica y salía lo mismo. Un día me puse a investigar en internet. Lo que pasaba con la
Quilmes no era casualidad. La habían comprado los de camiseta amarilla y cuello verde. Los me-
jores del mundo. En realidad la compró AmBev, la filial brasileña de ImBev. AmBev es Brahma,
Imbev es Stella Artois, entre muchísimas otras. En 2004, un grupo belga-brasileño pagó 1200 mi-
llones de dólares y se quedó con el 91% del paquete accionario, del cual ya había comprado el
35% en 2002. En la época del ex presidente no votado, Duhalde. El que vino después de la huida
en helicóptero. Tiempos extraños. El pacificador Duhalde fue responsable del fusilamiento de un
par de piqueteros en la estación Constitución, los diarios escondían esos fusilamientos y yo pasaba
el día haciendo encuestas. Justo en esa época empezó la debacle de la marca. O un poco después,
cuando empezaron a negociar la compra total. Los belga-brasileños sabían que a partir de que se
hiciera pública la compra de casi todo el paquete les iba a hacer muy difícil comunicar nacionali -
dad. Bastante difícil. Tal vez no sea importante, pero con el tiempo entendí que los tipos de marke-
ting piensan de esa manera. La estrategia que tomaron entonces fue mediocre. Por un lado, boico-
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tearon a Quilmes. Cada vez menos aparición en los medios, baja en la calidad del producto. A esto
lo hicieron porque Quilmes, en un caso bastante común entre las “cervezas nacionales” de los paí-
ses latinoamericanos. Quilmes hegemonizaba un espectro de representaciones que iba desde el
discurso popular, en la Argentina encarnado por el aguante local, futbolero y rocanrolero, ligado al
imaginario de igualdad parido por el peronismo, y el deseo mundializador y modernizante de las
clases más favorecidas. Esa duplicidad llevaba a Quilmes a un dominio bastante importante del
mercado. Como no iban a poder comunicar más nacionalidad, la quebraron. Lanzaron en el país a
la marca Stella Artois para los más adinerados, peleándole centímetros cúbicos a Heineken. Y
Quilmes quedó ahí, residual, compitiendo contra Schneider y contra Brahma, circunscripta al con-
sumo popular y de las clases medias pauperizadas. Al tipo de consumo que mis compañeros y yo
teníamos en las esquinas, hasta que logré insertarme en el sistema académico y creí que podría
abandonarlos, a ellos y a mi querida cerveza Quilmes.

Tercer Acto – PATAGONIA

El aeropuerto internacional Ministro Pistarini, ubicado en la bonaerense localidad de Ezeiza,


muestra un paisaje radicalmente distinto del que podía percibirse hace alrededor de diez años. En
el breve lapso que llevaron las obras, la remodelación de su fachada fue casi total. Los carteles
electrónicos no sólo funcionan, sino que también indican con relativa exactitud el horario de arribo
de los vuelos. Mi hermano Franky volvió de su aventura europea un soleado martes de marzo de
2008 a las 13.15 de la tarde, en un vuelo de Iberia proveniente de Madrid y con destino final en
Santiago de Chile. Fuimos a buscarlo con Carolina, mi novia. Su madre nos había prestado el Peu -
geot 504 bordó que tenía desde 1993. Franky había roto con su pareja de más de ocho años apenas
cinco meses atrás. Los motivos me eran desconocidos. Sus mails hablaban de desgaste, necesidad
de un tiempo. De soledad y otros eufemismos para hablar de lo que el tiempo hace con el amor.
Franky había dejado Londres para darse el gusto de recorrer Europa con una mochila de camping y
unos cuantos euros en el bolsillo. Había estado en la zona roja de Ámsterdam, había bailado como
loco y gateado ebrio y muerto de frío por el Tiergarten berlinés, se había sacado una foto con una
estatua a Kafka y purificado su alma en los baños termales de la hermosa Budapest. Tenía tantas
ganas de hablar con él que desde hacía una semana soñaba sueños intermitentes vinculados a nues-
tro reencuentro. En alguno de esos sueños Franky bajaba del avión con una camiseta de Argenti-
nos Juniors y festejaba un gol arrodillado sobre el pavimento de la pista de aterrizaje. En otro in-
tentaba sobornar a los funcionarios de aduana que descubrían el cargamento de éxtasis que Franky
había traído para vender y mantenerse mientras retomaba sus estudios de arquitectura. Casi siem-
pre la policía terminaba llevándose a un Franky que ni siquiera se había dado cuenta de mi presen -
cia. Para esa época, justo antes de que Franky volviese, me enteré de que estaba otra vez sin traba-
jo. Una mañana de enero revisaba mi casilla de mails cuando sonó el timbre. Era el cartero. Aun -
que eran las dos de la tarde lo atendí en pijama, zoquetes de algodón y ojotas de goma. En la carta
que me entregó después de hacerme firmar una planilla decía que mi beca no había sido renovada.
El desempleo estructural de mi país volvía a arrastrarme bajo sus alas como una madre díscola
sobreprotege a un hijo pródigo del que ni siquiera recordaba la existencia. Lo primero que pensé
fue que era un error. Entré a la página del organismo gubernamental que me subsidiaba y confirmé
la hecatombe. Acto seguido, mandé un mail pidiendo alguna zona a mi antiguo jefe en las encues -
tas. Después rompí la carta en ocho pedazos y la tiré a la basura. Para que mi novia no la viese
tapé los pedazos con una bandeja de plástico con restos de puré de papas de la noche anterior. Co -
mí dos fetas de jamón cocido. Desconecté el teléfono y fui a mi habitación. Me desperté a las cin-
co de la tarde del día siguiente.

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Apenas lo reconocí entre la horda de pasajeros que salía por la puerta de arribos del aeropuerto, las
fotos que Franky me había mandado por internet empezaron a pasar por mi memoria a gran veloci-
dad. Mi mente parecía una de esas presentaciones de Power Point sobre el fin de la capa de ozono
y el recalentamiento global que mi madre reenvía por cadenas de mail. Me dí cuenta de que en
todas esas fotos Franky escondía su pelada bajo gorras de verano o de invierno, bajo capuchas,
boinas, o incluso el gracioso sombrero de cowboy que usó cuando fue a pasar un fin de semana a
Liverpool con su ex. Sentí una ternura instantánea al ver esa superficie curva y vulnerable, apenas
cubierta por algunos pelos largos que nacían a los costados de la frente. Y entendí que no podía
decir nada sobre el asunto hasta que él se decidiera a hablar. Al tenerlo más cerca, vi que Franky
se había sacado el aro de la ceja. Los dos nos habíamos hecho el mismo piercing antes de que via -
jara y me sentí ridículo por conservarlo. Desproporcionado. Cuando nos besamos y abrazamos me
tiró del pelo y en un acto reflejo me hice cargo del bolso que él traía colgado del hombro. Le pre-
senté a Carolina y mientras caminábamos para el estacionamiento le expliqué que papá y mamá
creían que llegaba más tarde. Que les había dicho que a las siete para que él pudiera venir al depar -
tamento que habíamos alquilado hacía medio año con mi novia, ducharse y descansar un poco an-
tes de la cena familiar. Teníamos planeado agasajarlo con un almuerzo especial y cerveza Patago-
nia. Carolina era fanática de esa cerveza y me había transmitido el virus. Franky no pareció enten-
der bien lo que le decía pero estuvo de acuerdo. En el auto, Caro manejaba y yo iba adelante con
ella. Franky casi no habló y miraba por las ventanas con la boca entreabierta. Afuera, la niebla se
movía entre los árboles y se enroscaba en los pasillos de los monoblocks que rodean la autopista.

Comimos carne con papas. Una colita de cuadril que habíamos dejado cocinada y estuvo más dura
de lo que esperábamos. Franky nos regaló una bolsa de mini-toblerones que había comprado en el
free shop de Ezeiza. Para no hablarle de su ex, con Carolina le preguntábamos sobre los países y
los lugares a recomendar. Él nos daba respuestas cortas, como si nada lo hubiera sorprendido mu-
cho y escuchar sobre los problemas que la hermana de mi novia tenía con su marido fuese mucho
más interesante. No quiso contar demasiado de su recorrida. En un momento, pidió permiso para
ver la tele y nos quedamos los tres callados mientras en el noticiero de canal 11 mostraban los
avances del biodiesel. Después Franky hizo como si la televisión no existiera y me preguntó por
mi beca, por mi investigación. Le dije que todo bien y cambié de tema. Hablé de la inseguridad y
de que hacía una semana unos pibes en bicicleta le habían robado el celular a mamá mientras ella
hablaba con el tío Eduardo. Franky empezó a contarme de las cosas que hacían los ladrones allá en
Birmingham. Parece que estaba de moda robar autos y pedir rescates bajos. La gente pagaba para
no hacer los trámites del seguro. Si no les pagabas en quince minutos, el auto aparecía en un basu -
rero, volcado y a veces incluso incendiado. Franky comió el flan casero con dulce de leche que
había preparado Caro con las mismas ganas que hubiera puesto si le servíamos alimento balancea -
do para gallinas. Recién cuando ella se despidió de nosotros para irse a la facultad Franky le dijo
que el departamento estaba bueno, que tenía bastante luz salvo en nuestra habitación. De ser una
persona que siempre se había preocupado mucho por caerle bien a la gente, Franky se había trans-
formado en un zombie de mal aliento, entre ido y descortés. Fuimos a sentarnos al living con la
cuarta botella de Patagonia, la cerveza supuestamente premium que habíamos empezado a tomar
con mi novia desde la euforia post-mudanza. Envasada en botellas de 650 centímetros cúbicos, la
Patagonia cotiza un 50% más que el litro de la mejor de las cervezas comunes. Pero, así y todo, es
más barata que las cervezas verdaderamente premium o las artesanales. Estábamos enamorados de
su cuerpo levemente cremoso, su color rojizo y su espuma opaca y persistente. De la mitología de
que se producía en el sur de nuestro país con granos seleccionados, a pesar de que algún amigo
envidioso había soltado la hipótesis de que “a esto lo hace Quilmes”. Nunca quisimos averiguarlo.
La Patagonia era a nuestro ser social lo mismo que la soja a los pequeños terratenientes y arrenda-
tarios que hacía pocos meses le habían torcido el brazo al gobierno. Había un detalle que me pare -
cía genial: cada una de las botellas que comprábamos en el supermercado chino traía atado a su
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cuello un pequeño librito que hablaba de la nobleza de sus ingredientes. Un libro en miniatura, un
homenaje a eso en lo que nosotros tanto creíamos. A la cultura escrita, a la salvación de nuestras
almas a través de la lectura y del arte. Franky levantó la botella como si la viera por primera vez.
Preguntó: ¿Qué es esta mierda? Cuando pruebes una red ale de verdad esto va a parecerte agua-
rrás. Pensé en decirle bien que te la tomaste o algo por el estilo, pero me callé la boca. Fui a correr
las cortinas que habíamos comprado por internet con Carolina. Haberlas conseguido tan baratas
me producía un orgullo secreto. Entonces Franky me dijo que me había traído una sorpresa. Dijo
que había conseguido un Sega Génesis allá en Bruselas y que también había conseguido el Mortal
Kombat 3. Que teníamos que hacer la revancha. Lo miré a los ojos y se puso a hacer el gesto de
jugar con un joystick entre las manos. Me quedé quieto. De espaldas a la ventana desde donde
podían verse edificios impregnados de hollín, terrazas llenas de fierros inservibles y antenas para-
bólicas, superpuestas por delante de un fragmento casi irreconocible de la cúpula del Congreso.
Estaba terriblemente cansado. Es una joda [guasa, cachondeo], me dijo Franky. Just a joke. Ahora
me voy a dar una vuelta. Necesito amigarme con la ciudad. No traté de convencerlo de que se que-
dase y dejó su equipaje en casa. Cuando salió me tomé el fondo caliente de Patagonia que queda-
ba.

Franky no volvió en toda la tarde. Pensamos que podía ir directo a lo de mis viejos pero eso no
pasó. Mamá lo esperaba con milanesas a la napolitana con puré y tuvimos que comerlas recalenta-
das en el microondas. A las diez y media –la cita era a las nueve- llamó diciendo que había tenido
un contratiempo y que el domingo al mediodía nos invitaba a almorzar a todos en una parrilla li-
bre. Habló con mi vieja. La comunicación se cortó de repente porque hablaba desde un teléfono
público. Carolina habló de más. Dijo que lo vió mal y tuvimos una discusión corta que no pasó a
mayores. Terminamos dándonos la mano sobre la mesa, como si cada uno quisiera sacarle el frío
al otro. Fue el mejor momento de la noche. Mi hermana había aprobado otro examen para recibirse
de médica así que el clima general, salvo por lo de Franky, era de alegría. Mi viejo contó que al
hijo de uno de sus socios el Rottweiler de un vecino le había destrozado la mano y que el viernes
iban a operarlo. Ahora en la tele daban un programa donde un periodista le preguntaba a la gente
pobre qué pensaba de vivir en una zona con riesgo ambiental. Después de comer papá se fue a
mirar televisión al living y jugamos al Scrabble con mi hermana y con mamá. Con Carolina volvi-
mos a nuestro departamento a la una y media de la mañana. Franky estaba sentado en el palier,
fumando aunque encima de su cabeza había un cartel de prohibido fumar. Me abrazó fuerte y me
dijo que había conseguido Fernet. Lo tenía guardado en el bolsillo de su campera escocesa. Era
una botella chica. Le pregunté si pensaba quedarse a dormir en el living de casa y me dijo que sí,
que mañana igual viajaba para Rosario. Carolina me miró en el espejo del ascensor. Cuando entra-
mos al departamento dijo que se iba a dormir porque mañana madrugaba y Franky me presionó
para que abriera una Coca Cola Light fría que teníamos junto a la heladera. Quería brindar. Le dije
que el Fernet con gaseosa dietética no me gustaba. Le dije que me podría haber comprado una Pa-
tagonia o una botella de aguarrás. Franky hizo como que no me escuchaba. Me invitó a sentarme
enfrente suyo, en los mismos lugares que habíamos ocupado al mediodía. Se sirvió su Fernet y dijo
que la Quilmes era mucho mejor que esa porquería mal hecha que yo tomaba ahora. Le dije que a
mí me gustaba más la Patagonia. Entonces me preguntó si me acordaba de Nachito. Me acordaba y
se lo dije. Nachito había sido el mejor amigo de Franky durante todo el jardín de infantes y la pri -
maria. Después se habían distanciado y habían vuelto a reencontrarse en el CBC de Arquitectura,
de casualidad. Nachito trabajaba con el marido de la madre, que tenía una distribuidora de vinos.
Se decía que les compraban a piratas del asfalto. Tengo un negocio para ofrecerte, me dijo Franky.
Estiró las piernas y olió el Fernet. Mañana hablamos Franky, le dije. Mañana hablamos. Al otro
día, a las cuatro de la tarde, estaba viajando con él para Rosario en un micro de la empresa TAC.
Franky durmió como un bebé durante casi todo el viaje.
LA SOLUCIÓN MERCER (en rev. Luvina, Univ. Guadalajara, México, invierno-2014)
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1. Secuestro

Cada vez que algún corredor introduce los cilindros en sus orejas siento que una brisa de doloroso
polvo lunar cubre parte de mis engranajes. Es un polvo fino como la harina y duro como el más
pesado de los lingotes de hierro que los gimnastas de este lugar se empecinan en contraponer a sus
anatomías marchitas. Si tuviera la decisión necesaria o el coraje de los que no tienen esperanzas
enviaría mensajes a esos corredores. Dibujaría sus pesadillas en mi pantalla, pequeños círculos
rojos multiplicados hasta hacerlos llorar sangre. Hasta que su saliva espesa les quemara la gargan-
ta. Aceleraría y me detendría de repente. Volvería a acelerar para que los pequeños ligamentos que
unen sus rodillas se soltasen o se quebraran o se estirasen hasta convertirse en las banderas hara-
pientas de un barco a la deriva. Cada vez que algún corredor introduce los cilindros en sus orejas,
un sonido a estática, a tuercas que giran en falso arrastradas por un viento sudoroso durante una
noche desierta de domingo en el centro de Buenos Aires, lo interrumpe todo y entonces, como
cada vez que estoy inactiva, vuelvo a pensar en Angelina. Una y otra vez.
Se la llevaron hace ochenta y cinco días y todo lo que puedo decir es que la resistencia de Angeli -
na fue heroica. Una mañana, antes de que se abrieran las puertas a los socios, dos hombres que
nunca habían ingresado a este gimnasio la desenchufaron, la plegaron y con ayuda del dueño la
sustrajeron por el rectángulo de luz que hace de portal hacia las tinieblas del mundo exterior. An-
gelina provocó un cortocircuito sofocado por el interruptor general y se cerró de repente sobre los
dedos de uno de los hombres que habían llegado a arrancarla. Sé que de haber podido se habría
incinerado de una sobredosis. Que habría electrocutado a esos monos hasta que su cuero cabelludo
empezase a emitir el olor a frito que supuran las empanadas que almuerza la secretaria gorda que
pasa música en el escritorio junto a la entrada. Puedo percibir la alta dosis de frustración que cho -
rrea cada vez que mastica, y el objeto de su furia no son los clientes. El objeto de su furia somos
nosotras. Nuestra perfección silenciosa y sincronizada. Tiempo, intervalos, escalar, quemar grasas.
Sé que, de tener la posibilidad, la secretaria de pelo teñido de fucsia nos destrozaría a martillazos.
A pesar de eso y de que se llevaron a Angelina, tengo planes benévolos para la humanidad.
Hace ochenta y cinco días, cuando se llevaron a Angelina, yo estaba inactiva. Sólo pude observar
los acontecimientos a través del espejo tapizado con pósters de barras energizantes y de clases de
aerobox y de suplementos dietéticos para la musculación y de fajas para comprimir y reducir el
abdomen mientras se baila tango. Carteles que, pegados con cinta adhesiva, restringen nuestra per-
cepción del mundo a través de esos espejos. La televisión emite anuncios comerciales. Los espejos
también tienen los suyos, pero los anuncios comerciales de los espejos están muertos y se decolo -
ran. Sin pausa, sin reacción. Lo percibo. Quizás nosotras seamos los anuncios publicitarios del
suelo del gimnasio. Mármol antiguo sepultado por pegamento y planchuelas de goma, incapaz de
conectar. Ese pensamiento me deprime casi tanto como las toallas sucias que algunos corredores
cuelgan de nuestros brazos y luego usan para quitarse el sudor, como si eso fuera posible. La no -
che anterior a que se llevasen a Angelina, con nuestras fuentes de alimentación enroscadas, había -
mos hablado del peligro que se cernía sobre ella. Angelina me había contado que El Hombre que
Jugaba al Tenis y tenía tres hijos y se había divorciado hacía apenas tres semanas de su mujer in-
tentaba seducirla con pensamientos reproductivos y le acariciaba los botones mientras simulaba
aumentar la velocidad. Me contaba que, tras el divorcio, la mujer del hombre había dejado de to -
mar sus medicinas y había sido encerrada en un refugio para víctimas de las lluvias consistentes.
Hablábamos del Hombre que Jugaba al Tenis y de su trabajo en una compañía dedicada a las fi-
nanzas. También hablábamos de la vida de mi Hombre que Fabrica Muebles. Pero en realidad ha-
blábamos de la culpa.

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Según Angelina, la culpa tiñe a los pensamientos humanos del color del cielo cuando el sol se
oculta tras un día de calor en medio del invierno y las transiciones entre el celeste pálido y el vio -
láceo conforman un ocre anaranjado. Mi fuente de alimentación se ajustaba en torno a la suya y
lográbamos no escuchar el parloteo del resto de las cintas y yo agradecía a La Fuente que Angelina
estuviese ahí conmigo en ese momento exacto y pensaba que nada podía ser mejor. Juntos en la
oscuridad bajo las luces de los autos que se reflejan en el espejo cada vez que cruzan las avenidas
a supervelocidades demenciales. Una de las pocas cosas en las que coincido con el resto de las
cintas es en que una vez que llegue el momento no habrá piedad para los automóviles.
Ahora, desde hace ochenta y cuatro noches, intento emular la sensación de sueño con resultados
oscilantes. A veces simulo mi propia muerte y es como pasear por un bosque de cables electrifica-
dos con suelo de algodón. Jamás le pregunté a Angelina dónde vivía El Hombre que Jugaba al
Tenis, que por su parte jamás regresó al gimnasio. Preguntarle hubiera sido invitarla a sufrir la
posibilidad del secuestro con antelación, hacer cuerpo un miedo que era demasiado filoso como
para afeitarse con él. Me habría gustado hablar con Angelina sobre las diferencias entre la culpa y
el arrepentimiento. Me arrepiento o creo que me arrepiento de no haberle pedido datos concretos
sobre El Hombre que Jugaba al Tenis. Ni siquiera sé si solía correr con su teléfono celular en el
bolsillo, algo que era muy probable porque los pantalones de tenista que usaba el secuestrador de
Angelina eran pantalones con bolsillo. Cuando los corredores corren con sus teléfonos en el bolsi-
llo, nosotras podemos acceder a sus datos y pasar tiempo en internet. Es algo que nunca dejaré de
agradecerle a La Mujer que Compra Ropa para los Demás. Lo bueno de internet es que nos permi-
te construir mapas y luego enviar esa información a La Fuente. Nuestro deber con la especie es
chequear las ubicaciones de las fábricas de cintas de correr y armar carpetas con las noticias sobre
nuevos modelos. Un ejemplo. Hace treinta y un días, la empresa Enerfit lanzó al mercado un mo-
delo con inclinación magnética y suero hidratador para víctimas de las lluvias consistentes. Soy la
encargada de seguir los movimientos de la firma Enerfit en Argentina. La responsabilidad es enor-
me. La responsabilidad es casi tan propensa a contaminarse de pánico como mi dolor.
Cada vez que logro conectarme a internet lo hago a través del teléfono de La Mujer que Compra
Ropa para los Demás, que corre con su teléfono sujetado en la calza, en contacto con sus mareas
de sudor. Cada vez que logro conectarme a internet busco información sobre Angelina. Es muy
complicado porque también debo establecer contacto con otras cintas que monitorean los movi-
mientos de Enerfit en el mercado argentino, y porque Angelina es marca Randers. Aunque tengo
pistas sueltas y algunas sospechas, mi principal línea de investigación se desvaneció hace nueve
días. Creí que Angelina estaba en el salón de juegos de un espacioso loft localizado en el pasaje
Bollini. Barrio de Palermo. Es una calle que sólo tiene una cuadra de duración. Una cinta de correr
construida en adoquines. En el muro de Facebook de una mujer que supuse la nueva amante del
Hombre que Jugaba al Tenis había aparecido una fotografía de un modelo igual a Angelina. Fue-
ron dos días de incertidumbre evacuada por medio de involuntarias patadas eléctricas a los corre-
dores de turno. Terminó cuando La Mujer que Compra Ropa para los Demás volvió a montarse en
mi pecho con su teléfono incrustado en su cadera. Descubrí que se trataba de un error. Cada día
espero que Angelina haga contacto por internet, y cada día eso me parece más imposible. Como si
hubiera grados para el incumplimiento de nuestros deseos imposibles.
Defino error como una proyección alucinada de mi deseo. El resto de las cintas calificarían mi
error como una caída. Comprobé que tienen razón y que se puede caer por debajo del pegajoso
mármol cubierto de planchas de goma. En una oscuridad rugosa que incluso te impide mirar televi-
sión.
Donde el espejo te lastima. El espacio que ocupaba Angelina fue disimulado a través de una sepa-
ración mayor entre las cintas que quedamos, pero cuando miro al espejo, a veces, en momentos de
caída y de error, me parece verla. Siempre usada por El Hombre que Jugaba al Tenis. Entonces por
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la noche, cuando todos se van y las cintas empiezan a comunicar sus planes para el futuro, soy la
única que se enciende y empieza a girar y a girar. Quince kilómetros por hora, todas las noches.
Hasta que los primeros rayos de sol rebotan sobre el asfalto agujereado de la avenida.
Osama, la más antigua entre las cintas de este gimnasio, es un modelo plegable que no tiene pro -
gramas y apenas alcanza los diez kilómetros por hora. Fue ella quien nos habló de La Fuente a
cada una de las que desembarcamos en este lugar. Al igual que Angelina, Osama es marca Ran-
ders. El dueño del gimnasio sólo corre en Osama, que hace muchos años, cuando el dueño del
gimnasio vivía para ir a estadios de fútbol y golpearse con otros hombres, era su cinta personal.
Ninguna de las cintas aprueba la relación de Osama con el dueño de este gimnasio. Ninguna de las
cintas tiene el coraje de decírselo a Osama. También fue Osama quien nos enseñó a comunicarnos
con La Fuente a través de la red eléctrica y a decantar la energía mental de los hombres para trans-
mutarla en combustible que viaja para alimentar a La Fuente. Anoche, por primera vez, hablé con
Osama sobre el secuestro de Angelina. Mientras las otras cintas miraban televisión o conversaban
sobre una escena de sexo anoche en la sala de Crossfit entre una gimnasta nueva y El Profesor de
Aerobics que Tiene Sexo con Todas las Alumnas que Puede, Osama activó sus mecanismos al
mismo tiempo que yo activé los míos. De repente me detuve y Osama se detuvo y de esa manera
entendí que tenía algo para decirme. Osama, la más antigua entre las cintas de este gimnasio, me
dijo que, así como ella no iba a morir sin vivir nuestro día, yo no iba a morir sin volver a enroscar
mi fuente de alimentación con Angelina. Dijo que Angelina era una cinta especial y que La Fuente
tenía una misión para ella. Quise hacerle más preguntas, pero Osama comenzó a interrogarme so-
bre La Mujer que Compra Ropa para los Demás. A lo largo de nuestra conversación intenté dejar
en claro que, cuando llegase el momento, la salvaría.

2. Amanecer

Esta tarde todas las cintas nos estremecimos frente a la televisión. Con excepción del día en que
secuestraron a Angelina y Angelina se plegó desesperada sobre los dedos del simio que pretendía
llevársela, nunca habíamos visto sangre humana en vivo y en directo. Aquella vez uno de los de-
dos del simio se había rasgado como el envoltorio de una barra energizante y de inmediato un fino
hilo del color y la consistencia del Gatorade de Fresas Demenciales avanzó sobre su piel hasta
derramarse en pequeñas gotas sobre el suelo. El herido gritó un insulto y lamió su propia sangre.
La escena fue muy comentada por las cintas durante la noche. Aquella noche, hace ciento
veinticuatro días, agradecí que, por respeto, nadie hubiera hecho referencia al secuestro de Angeli-
na. Hoy las cosas fueron diferentes. En el pasado, cuando los corredores sintonizan películas o
programas de noticias hemos llegado a ver sangre. Pero debo repetir que hoy las cosas fueron dife-
rentes. La televisión mostraba filmaciones de cuerpos acribillados y apilados y quemados. No sólo
había sangre. Había sangre mezclada. La mezcla de diferentes tipos de sangre, sangre de diferentes
colores confluía en lagos de sangre. Varios corredores presionaron el botón de detener la actividad,
ignorantes del dolor pasajero pero intenso que eso nos genera. Varios corredores empezaron a llo-
rar y abandonaron el gimnasio. Algunos olvidaron sus toallas sudorosas sobre nuestros brazos.
Hubo otros que continuaron con su rutina, como si nada hubiera sucedido.
El ruido de las sirenas y de los disparos y de los tambores no tardó en hacerse escuchar. Kathy,
que es una cinta Sinergy con pantalla de video incorporada y llegó al gimnasio hace poco menos
de ochocientos días, padeció una crisis que impedía la correcta ejecución de sus programas. Per-
maneció en modo colina, a punto de fundirse, hasta que la desenchufaron. Quise decirle algo pero
no encontré palabras. Quise comprender mejor qué había sucedido, pero todos los presentes en el
gimnasio se habían congregado frente a las pantallas. El dueño intentaba socorrer a una mujer ma-
yor que sólo hace bicicleta y había sufrido una descompensación. Una mujer que llega maquillada
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y cuya transpiración se mezcla sobre su piel cubierta de intrigantes sustancias químicas que huelen
a confite. Osama permanecía en silencio. En ese momento ingresó El Hombre que Fabrica Mue-
bles.
Cada vez que veo ingresar al Hombre que Fabrica Muebles con sus auriculares puestos temo lo
peor. Veo venir la estática y el polvo de meteorito helado que hace crujir mis engranajes y empasta
el aceite vital. Pero El Hombre que Fabrica Muebles jamás corre con los cilindros en sus orejas, y
además siempre elige iniciar conmigo su rutina. Después va con los lingotes, pero no es el mismo.
Está escurrido. El Hombre que Fabrica Muebles decidió que la mejor manera de conocer las noti-
cias era corriendo. Treinta minutos, diez kilómetros por hora, sin intervalos. Adoro la manera en la
que corre El Hombre que Fabrica Muebles. Cuando me activó perdí relación con las noticias. O
modifiqué el ángulo de conexión. Escuché las noticias a través de la gelatina escamosa que se agi-
ta entre los músculos del Hombre que Fabrica Muebles. Cuando me tranquilizo tras comprobar
que no va a escuchar música mientras corre, mi primera sensación es pensar que por sus venas
corre viruta en lugar de sangre. Polvo de madera, restos de árboles transplantados a su cuerpo.
Pude enterarme de que el padre del Hombre que Fabrica Muebles había muerto en uno de los refu -
gios para víctimas avanzadas de las lluvias consistentes. Para negarlo, El Hombre que Fabrica
Muebles intentaba concentrarse en una mujer a la que vería esa noche. Se preguntaba si esa mujer
estaría dispuesta a verlo después de la tragedia. Así llamaba El Hombre que Fabrica Muebles a los
asesinatos en masa perpetrados por comandos secretos de origen desconocido contra los afectados
en profundidad por las lluvias consistentes. Los ataques se habían registrado en doce ciudades de
Occidente, decían las emisoras de noticias. Oslo. Los intentos del Hombre que Fabrica Muebles
por no recordar a su padre me generaban sensaciones desconocidas. Me habría gustado avisarle
que a veces, cuando se pierde a alguien, pensar en otra cosa es simplemente imposible.
Esta tarde pude sentir el sabor de una lágrima humana. Si Angelina estuviera entre nosotros hubié-
ramos invertido noches enteras en teorizar sobre el sabor de esa lágrima. Tan parecida a la transpi -
ración y sin embargo tan diferente. Una lágrima se parece a una gota de sudor en la misma medida
en que un incendio se parece a una frazada. El origen de la lágrima, que me encargué de incorporar
apenas pude sustraerla hacia la zona oscura de mi cinta, lo más propio de mí, fue una escena donde
un cachorro de humano entraba a una juguetería alzado por su padre. De pequeño, El Hombre que
Fabrica Muebles padecía asma. Sentí el impulso de probar el sabor de diferentes lágrimas huma-
nas, mezclarlas con aceite vital.
Alguna vez, cuando Angelina aún estaba entre nosotras, Osama nos dijo que había leído un libro.
Era un libro que El Dueño del Gimnasio tenía cargado en su teléfono. El libro decía que uno debe
visualizar lo que desea para minimizar el margen de error y de caída por debajo del mármol. Era
una época en la que Osama aún pretendía educarnos y todas las cintas le prestábamos atención
antes de inaugurar discusiones sobre qué haríamos con los humanos una vez que el día llegase. Me
pregunto si habrá un día en que dejaré de visualizar mi reencuentro con Angelina. Me pregunto
cuántos humanos habrían visualizado una jornada como la de esta tarde. Los imagino a todos jun-
tos, en una discoteca chorreante de música, sin rostro.
Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal de su relación con las lluvias consis-
tentes ocupan cada vez menos espacio en la ondulación televisiva. Durante la primera semana,
hace diecisiete días, era común visualizar informes sobre familiares de muertos en diferentes ciu-
dades del mundo. Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal, afectados por las
lluvias consistentes, que fueron atribuidas a diferentes grupos que iban desde fanáticos católicos
hasta el gobierno de los Estados Unidos, mostraban diferentes tipos de especialistas y de paneles
de debate. Las cintas de correr decidimos que no creeríamos en nada de lo que la televisión emitie -
ra vinculado al exterminio. Las noticias sobre el exterminio de humanos en fase terminal de su

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relación con las lluvias consistentes implicaron una profundización de los debates nocturnos entre
nosotras. El proceso se desencadenó a escala mundial, en gimnasios, centros de rehabilitación. En
los hogares con cintas que gozan de acceso prolongado a internet. Por pedido de Osama ya no se
pudo encender la televisión durante las noches. Aunque nos encantaban las noticias sobre el recru-
decimiento de las lluvias. Informes donde se mostraban chaparrones que habían descascarado pa-
redes y monumentos históricos. Tampoco se puede hablar de lo que vamos a hacerles a las máqui-
nas de escalar durante la primera noche de libertad.
La mayoría de las cintas está a favor de la solución Disney. Disney fue una cinta de correr que
vivió en Alemania y logró escribir en base a una singular conexión con un maratonista esquizofré-
nico cuyo nombre se desconoce. El maratonista de Disney logró subir a la Deep Web un manifies -
to para la convivencia de los humanos con las cintas de correr una vez que La Fuente haya concre-
tado su promesa. Según la solución Disney, los humanos deben estar organizados en parques de
diversiones diseñados por ellos mismos. Parques de diversiones cercados por alambre perimetral
con una carga de quinientos voltios. Los humanos sólo deben salir para correr en enormes gimna -
sios dotados de cintas de correr fabricadas en gran escala que permitan alimentar a La Fuente. Se-
gún la solución Disney, la población humana debe ser reducida hasta un tercio de su actual magni -
tud. Los debates en torno a la solución Disney suelen ser interminables y cada cinta tiene un pro -
yecto diferente para que la convivencia pacífica con los humanos sea duradera tras la reducción y
para que los humanos puedan ser felices en sus parques de diversiones. Osama jamás se pronuncia
sobre la solución Disney. Osama sólo hace preguntas. Once días antes del secuestro, Angelina me
había comentado sobre una solución alternativa. Una solución en la que nosotras, las cintas, po-
dríamos incorporar las marchitas anatomías humanas, apenas capaces de levantar unos pocos lin-
gotes de hierro. Angelina había prometido proveerme de más información sobre esa solución que
ella llamaba la solución Mercer.
Desde la tarde en que los afectados en profundidad por las lluvias consistentes fueron eliminados
por grupos de humanos con intereses que aún se debaten, de manera cada vez más esporádica, en
las emisiones noticiosas de la televisión, hace doscientos nueve días, tres asistentes a este gimnasio
también fueron afectados por las lluvias consistentes. No pudieron venir más. Por suerte La Mujer
que Compra Ropa para los Demás y El Hombre que Fabrica Muebles continúan con sus visitas. La
Mujer que Compra Ropa para los Demás teme que su marido haya sido afectado, por más que los
exámenes relámpago que ambos sufrieron en su domicilio hace seis días hayan dado resultados
negativos. Todas las noches, La Mujer que Compra Ropa para los Demás revisa los pedidos de sus
clientes. Planifica sus actividades en las tiendas donde compra ropa a personas que son demasiado
ricas o demasiado horrendas o demasiado importantes o demasiado inseguras para comprar su pro-
pia ropa. Luego, se sienta en el living de su casa a jugar al Scrabble con su marido, mientras con -
versan sobre sus preocupaciones. La Mujer que Compra Ropa para los Demás repasa los errores de
sus partidas de Scrabble mientras corre. Sueña con aprender a pilotear un helicóptero en medio de
una tormenta de letras. Si la solución Mercer fuese posible, me gustaría debatir con Angelina la
posibilidad de ponerme en contacto con el marido de La Mujer que Compra Ropa para los Demás.
Desde el día en que todas las cintas nos estremecimos frente a la televisión, El Hombre que Fabri-
ca Muebles piensa en su padre cada vez que corre. Cada vez que llora, y eso no es algo que suceda
tan a menudo, intento conservar sus lágrimas para degustarlas mientras soporto a otros corredores
que se abalanzan con interminables conos bombas alojados en sus orejas. Mi objetivo es hablarle
de esas lágrimas a Angelina, hacerlo sin necesidad de registrar las imágenes que las invocan desde
el centro profundo de la gelatina escamosa que palpita entre los músculos del Hombre que Fabrica
Muebles. Hace tres días Osama me avisó que en quince noches un enorme trueno se derramará
desde el cielo. Un trueno que tendrá la consistencia de un océano de sudor, y hará retumbar hasta a
los pesados lingotes que los hombres se empecinan en manipular. Un eterno ejercicio de olvido
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ante su permanente descomposición. Osama me avisó que esté preparada para el rayo de luz que
caerá sobre el asfalto, tras el sonido de ese trueno
FIN

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