Robles 64 A 75

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La intencionalidad de la intervención hace referencia al horizonte de sentido,

al para qué de ese hacer, que se recrea en cada acción profesional. Los funda-
mentos aluden al por qué de nuestro hacer; se refiere a la argumentación teórica
y ético-política sobre la elección de las acciones y aquellas que se desechan. Los
sujetos hacen referencia a los de la acción profesional, otros sujetos profesionales,
personal de la institución, funcionarios políticos y nosotros/as mismos/as como
sujetos profesionales. El espacio/tiempo resultan dimensiones constituyentes de la
realidad social que no deben soslayarse; se trata del cuándo y dónde de nuestras
prácticas que exige una reflexión del espacio material y simbólico, así como una
reflexión crítica de “la urgencia”. Las cuestiones instrumentales, finalmente, refie-
ren al cómo de la intervención, resultando las técnicas e instrumentos elegidas y/o
construidas desde el entramado teórico en tensión con los aspectos de la realidad
o situaciones/problemas que requieren de modificaciones.

EL ENCUADRE EN LA TAREA PERICIAL

Establecer el encuadre significa explicitar las condiciones constantes en las


cuales se desarrolla el proceso, que es de carácter variable. El conjunto de cons-
tantes y variables conforman la situación total que significa, en el tema que nos
convoca en el presente trabajo, el proceso pericial.
Dice Delly Beller (1983) que el encuadre es el conjunto de normas, sistema de
reglas que regulan el funcionamiento de toda tarea y que opera como regulador de
las relaciones y del vínculo con la tarea. La autora cita a Anzieu, para quien las re-
glas tienen el carácter de divalentes en tanto marcan el terreno de lo posible y tam-
bién de lo prohibido, razón por la cual el encuadre es vivido también como permiso
y como prohibición; como contención y como límite; como seguridad y frustración.
Oscar Brichetto (1983) describe como factores constantes, regulares, que se
constituyen en condiciones de realización de una tarea: las condiciones espacia-
les, temporales, conceptuales, personales, vinculares y fácticas. Mientras que las
dos primeras hacen referencia al lugar y a la duración, horarios y frecuencias de la
tarea, las constantes conceptuales aluden al marco teórico (esquema conceptual
acerca de un sector de la realidad) que actúa con una relativa invariancia. Las
constantes personales hacen referencia a ciertas invariantes de nuestra personali-
dad, que son rasgos particulares que permanecen en el tiempo y rasgos de carác-
ter profesional, que son constantes de la personalidad en ciertos ámbitos particula-
res de actuación. Las condiciones vinculares son aquellas que pautan y regulan el
vínculo con la tarea y que indican qué y cuánto se hará y qué no se hará para lograr
el objetivo. Finalmente, las condiciones fácticas son todos aquellos fenómenos que
están presentes de hecho al realizar una tarea: la temperatura, la luz, ruidos, etc.

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Es importante tener en cuenta que cualquier modificación en las constantes
que están presentes en la intervención profesional debe ser evaluada a fin de co-
nocer su efecto sobre el resultado de la tarea. Es habitual la tendencia a atribuir
a las familias y su supuesta resistencia a la intervención profesional la causa de
ciertos resultados poco favorables, sin advertir el peso gravitante de los cambios
operados en aquellas constantes. Si el tiempo de realización de una entrevista va-
ría notoriamente de uno a otro encuentro; si la entrevista es interrumpida en más
de una oportunidad por un llamado telefónico; si irrumpen en el lugar donde se
realiza la entrevista personas ajenas a la relación; si el espacio no resulta cómodo;
si no hay resguardo espacial a la intimidad del sujeto; si la temperatura del lugar
es desfavorable; si el/la profesional está apurado/a; si el operador/a manifiesta un
cambio notorio en su estilo personal habitual –sólo para mencionar algunos de
esos cambios- es deber del operador/a considerar dichas modificaciones a la hora
de interpretar los resultados de una entrevista. Tales resultados son efecto de las
condiciones de realización de la tarea y es el propio operador/a el/la responsable
de regularlas y controlarlas.
A partir de su definición, diremos que son condiciones constantes en la activi-
dad pericial del trabajador social: el lugar, el tiempo, horario, características funcio-
nales del rol del perito, tipos de entrevista a realizarse, roles fijos de entrevistador/a
y entrevistados/as, honorarios; cantidad de entrevistas a realizar; especificación
de consignas para la tarea a llevar a cabo; cuestiones que serán abordadas. Las
condiciones descriptas permiten contextualizar la tarea, al tiempo que sirven de
marco dentro del cual se desarrollará el proceso pericial que, como hemos señala-
do, es de carácter variable puesto que reúne en sí mismo momentos progresivos y
regresivos (propios de toda situación de aprendizaje) que no pueden establecerse
de antemano como condiciones regulares e invariantes. El establecimiento del en-
cuadre en toda tarea psicosocial permite delimitar el espacio dentro del cual habrá
de desenvolverse el sujeto de nuestra intervención. Es por lo tanto límite y posibi-
lidad ya que al tiempo que indica hasta dónde es posible hacer, también favorece
su apropiación.
Sostiene Héctor Scaglia11 que el encuadre es explicitado claramente al comien-
zo de cada intervención y al cabo de un tiempo deviene más implícito, manifestán-
dose su presencia solamente cuando falta; el encuadre no se percibe sino cuando
se quiebra, siendo su carencia lo que subraya su presencia anterior.
Dentro de las características funcionales del rol del perito (condiciones cons-
tantes de la tarea) debemos señalar que hacemos referencia al desarrollo de una
actitud psicológica que incluya el desarrollo de una distancia óptima y estructura
de demora, la continencia, así como el análisis de los procesos transferenciales
y contratransferenciales, propios de toda situación de encuentro, y el desarrollo
de la atención flotante. Ana Quiroga (1982) define la actitud psicológica como las

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Scaglia, Héctor. “La posición fantasmática del observador de un grupo”. Edic. Cinco. Buenos Aires. s/f.

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modalidades relativamente coherentes, estables y organizadas de pensamiento-
sentimiento-acción requeridas desde el ejercicio del rol.
Por distancia óptima se entiende el espacio necesario que debe existir entre
el operador y el sujeto o la situación, que permita intervenir con el menor grado de
interferencias; se trata del punto equidistante entre la cercanía total que supone
indiscriminación con el otro, sobreinvolucración, y la excesiva distancia que im-
plica escasa repercusión afectiva, alejamiento y extrañamiento, lo que tampoco
contribuye al establecimiento del vínculo. Lograr una distancia óptima supone el
desarrollo de una implicación que no comprometa a la persona del profesional; sin
ese grado básico de implicación, la intervención deviene ineficaz.
Por estructura de demora se comprende la capacidad de postergación de la
respuesta por parte del operador frente a los hechos, palabras o circunstancias
que ocurren, de modo de procesar la información e intervenir cuando resulta opor-
tuno en términos de operatividad; implica un espacio de reflexión que posibilite
una discriminación entre mundo interno y mundo externo para operar de manera
continente. E implica el transcurrir de un tiempo entre el registro de lo que ocurre
y la intervención propiamente dicha. Cuando fracasa la estructura de demora, el
operador percibe un alto monto de exigencia de dar respuesta inmediata a lo que
se le demanda y cede a la presión del entrevistado/a, ofreciendo una respuesta
que puede resultar prematura, innecesaria y hasta perjudicial. Es por ello que el
silencio y la mirada del operador constituyen un recurso técnico al servicio de esa
estructura de demora.
La capacidad de continencia del otro y de sí mismo es definida por Ana Quiroga
como “la posibilidad de albergar al otro dentro de sí, sus afectos, ansiedades, pro-
yecciones y fantasías, para devolverlas, descifrándolas, de manera que esos con-
tenidos puedan ser reconocidos, asumidos y elaborados” (1986: 157). Se trata de
un nivel superior de la empatía, ya que ésta permite al operador comprender la
situación en los términos que el entrevistado/a la plantea. Es por ello que empatizar
es ponerse en el lugar del otro/a, sentir junto a él/ella y como él/ella. Contener, en
cambio, representa una operación de mayor elaboración, que exige del operador/a
el análisis y devolución de lo que es enunciado por el entrevistado/a.
El trabajador/a social en su función pericial está orientado/a a activar los re-
cursos disponibles en el grupo familiar y a partir de los mismos, elaborar síntesis
diagnósticas y, de ser necesario, propuestas de abordaje que permitan la resolu-
ción de los problemas observados. La direccionalidad de la operación psicosocial
apunta, según Ana Quiroga (1986), a promover condiciones para que los sujetos
comprometidos en la relación de asistencia protagonicen un proceso de progresivo
esclarecimiento, creando condiciones para la ruptura de estereotipos de pensa-
miento, sentimiento y acción. Como señala la autora, el objetivo de la operación
psicosocial es que el sujeto se integre a sí mismo y con otros, construyendo su
identidad en una relación libre, creativa, mutuamente transformante con el mundo
vincular-social que lo sostiene, lo habita y lo determina (1986).

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La posición del trabajador/a social en la familia no puede ser la de árbitro, fi-
gura paterna o redentor, debiendo procurar en todo momento destrabar aquellos
obstáculos que se interponen en la comunicación grupal, puesto que tales obstá-
culos suelen denunciar la presencia de conflictos no explicitados que es necesario
develar. Para ello se impone una ubicación en el escenario familiar que no implique
una postura partidaria por algún miembro de la familia en particular y que evite en
todo momento la asignación de responsabilidades unilaterales en los miembros de
la familia. Como afirman Stierlin et all “estamos programados de modo tradicional
e individuocéntrico para ver sólo a uno de los adversarios con nitidez, mientras que
el resto de la familia queda fuera del alcance de la vista” (1995: 54).
Cuando hacemos referencia al análisis de los procesos transferenciales
y contratransferenciales, inicialmente debemos destacar que estamos dando
cuenta de fenómenos estudiados por el Psicoanálisis, pero que en modo algu-
no le pertenecen a una sola disciplina. Tener en cuenta estos fenómenos no es
sino incorporar los aportes de otras disciplinas al campo de la intervención social
para fortalecerla; desconocerlos, en cambio, puede provocar intervenciones iatro-
génicas. Dejaremos para el Psicoanálisis el análisis del vínculo transferencial que
se establece en la relación intersubjetiva analista-analizante puesto que no es de
nuestra incumbencia profesional. Pero no es posible desconocer el fenómeno de la
transferencia y sus efectos, puesto que ello puede conducir a una práctica irreflexi-
va y perjudicial para los/as sujetos de la intervención y para el propio/a trabajador/a
social.
Aludir a la transferencia es referirnos a un proceso de actualización en el aquí-
ahora-conmigo de situaciones vividas por el sujeto allá-antes-con otro/a. Se trata
de un juego de instancias temporales en que el presente es interpelado por el
pasado. El sujeto de la intervención se dirige y/o reacciona frente al trabajador/a
social, interpelado por personajes de su mundo interno que se actualizan en ese
momento. De allí que se imponga interrogarnos a quién le habla el sujeto, con
quién se enoja, de quién se defiende; a efectos de no responder a esa adjudicación
de roles. Cuando no comprendemos ese mecanismo corremos el riesgo de identi-
ficarnos con el sujeto, momento en que perdemos la posibilidad de comprenderlo.
La contratransferencia alude a las respuestas que en el operador produce la
relación con el entrevistado. Se trata de una gama de reacciones emocionales:
aburrimiento, lástima, ira, miedo, ternura, etc. Dichas reacciones forman parte de
todo vínculo interpersonal, sólo que en la relación profesional no pueden ser expre-
sadas puesto que el destino de ellas debe ser la reflexión por parte del operador.
Cuando nos interrogamos acerca de lo que sentimos y por qué lo sentimos, es
posible construir hipótesis sobre el acontecer del otro/a. Una vez más, en estos ca-
sos el silencio es un excelente recurso técnico que puede evitar la puesta en acto
de aquello que debería permanecer en la intimidad del operador/a. Es por ello que
los trabajadores/as sociales deben disponer de espacios de elaboración de estas

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temáticas, sea a través de la supervisión, la psicoterapia, el trabajo en equipos, los
ateneos, etc.
Finalmente, la atención flotante hace referencia a un tipo de atención diferen-
te a la focalizada. Mientras que la atención focalizada sigue atentamente el discur-
so del sujeto, por medio de la atención flotante estamos atentos a palabras, tonos,
reiteraciones, gestos, equívocos, lapsus, chistes, que también abren otros sentidos
de exploración del acontecer del sujeto. Es obvio que no se trata de una indaga-
ción intrapsíquica del sujeto puesto que ello no resulta de nuestra competencia,
pero restringir la atención sólo a los aspectos explícitos del discurso es limitar a lo
evidente nuestras posibilidades de exploración. Poner en juego la atención flotante
posibilita el acceso a otros significados que van más allá de la apariencia de los
hechos.

LA EVALUACIÓN DIAGNÓSTICA

Son escasas las producciones teóricas acerca del diagnóstico en Trabajo


Social, principalmente en la intervención con familias, omisión ésta que no ha re-
sultado inocua al desarrollo de nuestra disciplina. Ante todo, se hace necesario
aclarar el alcance de la palabra “diagnóstico”, habida cuenta su fuerte connotación
médica y patologizante y la posible tendencia a cristalizar a través de su uso, si-
tuaciones que no tienen por qué implicar enfermedad, anormalidad o desajuste,
palabras todas cercanas al ideario positivista. No obstante las limitaciones que la
utilización del vocablo tiene para el colectivo profesional, es evidente que su uso
continúa extendido (incluso en los autores/as más críticos/as del Trabajo Social),
como si operara un proceso de naturalización que nos dificulta una utilización más
racional y crítica de nuestro lenguaje técnico. Quizá no hemos hallado otra deno-
minación para referirnos a este momento del proceso metodológico y nos manten-
gamos aferrados a lo conocido, a sabiendas de su valor escaso o relativo, pero con
la certeza de hablar un lenguaje común que nos identifica.12
La lectura de informes sociales permite advertir que no existe una práctica
homogénea respecto a cómo nominar esta instancia del proceso metodológico.
Es habitual que a este momento se lo denomine diagnóstico social; evaluación
diagnóstica; evaluación; conclusiones; opinión profesional; apreciación técnica;
observaciones, resultando de esta diversidad de categorías, un uso equívoco que
no resulta inocuo al campo disciplinar.

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Algo similar estimo que ocurre con el uso de la expresión “visita” domiciliaria; una importante proporción
de colegas aboga por desterrarla del vocabulario del Trabajo Social por considerarla inadecuada, carente de
rigor técnico, propia de los inicios de la profesionalización e, incluso de lo que algunos autores dan en llamar
“protoformas”. También en su caso, es habitual y ampliamente mayoritario el uso del vocablo “visita”, tal vez
por la fuerte identificación de los trabajadores/as sociales con esta técnica de intervención que marca un sello
distintivo del colectivo profesional y que, incluso, solemos reconocer como un atributo excluyente de nuestra
disciplina.

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Hechas estas aclaraciones, deberemos acordar que toda vez que hagamos
alusión al diagnóstico o la evaluación diagnóstica, nos estaremos refiriendo a un
momento de síntesis, de evaluación y de elaboración de conclusiones, expresio-
nes que dan cuenta de manera algo más acabada del lugar y el sentido que ese
momento ocupa en el proceso metodológico y en la intervención.
Margarita Rozas (1998) entiende el diagnóstico como uno de los tres momen-
tos de la intervención profesional que forman parte de la secuencia del proceso
metodológico. Define a la metodología de la intervención como

“conjunto de procedimientos que ordenan y dan sentido a la intervención (…) como


una estrategia flexible que articula la acción del trabajador social con el contexto,
una estrategia que permite una reflexión dialéctica y crítica sobre las situaciones
problemáticas sobre las cuales se establece la intervención profesional” (1998: 70).

Para Rozas, el diagnóstico es un momento de síntesis del proceso de conoci-


miento en el contexto particular de la intervención, con el fin de indagar sobre el
problema objeto de intervención. Para la autora, el diagnóstico combina dos activi-
dades: ordenar la información obtenida, relacionándola con otras informaciones, y
reflexionar desde las categorías de análisis referidas a la problemática central, es
decir saber comprender y explicar su desarrollo histórico y actual, sus interrelacio-
nes y sus causas y consecuencias.
Aguilar Idáñez y Ander Egg (2001) definen el diagnóstico social como:

“un proceso de elaboración y sistematización de información que implica conocer


y comprender los problemas y necesidades dentro de un contexto determinado,
sus causas y evolución a lo largo del tiempo, así como los factores condicionantes
y de riesgo y sus tendencias previsibles; permitiendo una discriminación de los
mismos según su importancia, de cara al establecimiento de prioridades y estrate-
gias de intervención, de manera que pueda determinarse de antemano su grado
de viabilidad y factibilidad, considerando tanto los medios disponibles como las
fuerzas y actores sociales involucrados en las mismas” (2001: 31).

Es preciso aclarar, como sostiene Silvia Fernández Soto (2001: 12), que “diag-
nosticar implica intervenir y que intervenir supone conocer”, por lo que diagnós-
tico e intervención no son instancias dicotomizadas, ni etapas mecanizadas del
proceso de intervención. En la misma línea, María Pilar Fuentes (2001) alude a la
necesidad de romper con la tradicional concepción de intervención como sinónimo
de acción. Para Mercedes Escalada (2001: 21), “el diagnóstico es un conjunto de
descripciones que permiten construir significados respecto de los fenómenos so-
ciales”. Agrega que:

“esos significados pueden alcanzarse porque existe previamente una teoría o un


conjunto de teorías que proponen una explicación universal respecto de determi-
nadas problemáticas, por lo que el diagnóstico no descubre nada, sino que posi-

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bilita conocer el singular modo como se entrelazan los hechos específicos para
reproducir en infinitas variedades la esencia de un mismo tipo de fenómeno ya
explicado por la teoría” (Escalada, 2001: 21).

Para esta autora, la construcción de diagnósticos sigue una lógica de razona-


miento hipotético deductiva, por lo que no tiene capacidad de producir teoría, pero
–agrega- como construcción inteligente es la clave de interpretación del comporta-
miento de los fenómenos sociales, constituyéndose en el nexo entre el pensamien-
to y la materialidad del objeto de conocimiento.
Efecto del escaso rigor metodológico de las prácticas profesionales y, quizá
también, de la escasez de producciones teóricas es la existencia de diagnósticos
que consisten básicamente en generalizaciones o síntesis descriptivas acerca de
lo que se vio y se dijo, que convierten al diagnóstico en un “relato anecdótico o
simple inventario de datos (…) formas incompletas o tergiversadas de elaboración
diagnóstica” (Escalada, 2001: 20). Esta forma de diagnosticar suele no aportar
elementos novedosos y se convierte por lo general en una reiteración -esta vez
sintética- de lo descripto en la reseña. A este tipo de diagnóstico se lo ha llama-
do “descriptivo o comprensivo”, toda vez que describe los aspectos de una situa-
ción, sin aplicar la teoría a los procesos estudiados. Bibiana Travi (2001) llama la
atención de la frecuencia con que se da cuenta de manera estática acerca de los
procesos dinámicos de la vida social –así nombrados por los profesionales de las
Ciencias Sociales-.
Describir consiste en enumerar los rasgos esenciales y secundarios de un fe-
nómeno, sus caracteres constitutivos; se trata de representar algo refiriendo sus
cualidades o circunstancias. En nuestra opinión ha sido erróneamente llamado
comprensivo puesto que el acto de comprender remite a entender, cuya definición
da cuenta de un conocimiento claro y profundo acerca de algo. El acto de compren-
der supone vincular causas y efectos y hallar el sentido global de un fenómeno.
En efecto, el adjetivo “entendido” es definido por la Real Academia Española como
“docto, perito” y el entendimiento como la facultad de comparar, razonar, juzgar.
Ejemplo de un diagnóstico “descriptivo” podría ser el siguiente: “... Se trata
de un matrimonio en proceso de divorcio y que aún mantienen la convivencia.
Norberto no desea divorciarse y dice estar dispuesto a seguir viviendo en la misma
casa, independientemente de la decisión de Fernanda, su esposa. Ella, en tanto,
ha dejado el hogar conyugal en algunas oportunidades, aunque esta vez también
asegura que no cederá y continuará en el hogar. Los hijos desean vivir en la misma
casa en la que se criaron y según ambos progenitores no han mostrado problemas
de salud o de conducta...” Como se advierte, se trata de un registro que describe
lo que seguramente ya se mencionó en la historia familiar y que no realiza aportes
singulares que permitan una explicación del fenómeno en estudio.

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Concebimos la evaluación diagnóstica como una síntesis conceptual acerca de
la realidad observada, que necesariamente habrá de incluir un aporte nuevo acer-
ca del problema estudiado. Como toda conclusión, el diagnóstico es la instancia en
la que el trabajador/a social realiza una lectura del conflicto y es desde esa pers-
pectiva un verdadero momento creador. Este tipo de diagnóstico ha sido llamado
“explicativo” ya que vincula la situación problema con el marco teórico, la explica e
interpreta. Explicar es manifestar lo que se piensa, haciendo un asunto más com-
prensible y dando a conocer la causa del mismo. Al explicar enunciamos hipótesis
sobre las causas y efectos de los fenómenos, estableciendo nexos entre hechos
o fenómenos. Vale aclarar que no se trata de una causalidad lineal sino dialéctica,
donde intervienen una multiplicidad de factores y donde debe haber espacio para
el análisis de las contradicciones y las paradojas.
Ejemplo de diagnóstico explicativo o -aquí sí- comprensivo, podría ser el si-
guiente: “(...) Laura y Daniel mantuvieron una unión convivencial por espacio de
doce años, período que ambos describen como ‘relativamente normal’, sin poder
percibir las reiteradas incompatibilidades que han sido fuente de sus conflictos y
que a la luz de los hechos observados los ha llevado a la separación. De aquella
relativa normalidad (expresión sin lugar a dudas ambigua e imprecisa), los inte-
grantes de esta pareja pasan a un estado de marcada confrontación a partir de
la separación, momento en que parecen tomar cuenta de las negativas caracte-
rísticas personales que el otro integrante de la pareja portaba, depositando masi-
vamente en el otro/a la ‘culpa’ por la separación. En el marco de esta relación, no
parece posible asumir una actitud autocrítica que le permita a cada uno de ellos
pensarse como sujetos activos y protagonistas de su historia. Este modelo vincu-
lar de exclusión y suplementariedad -donde se atribuyen culpas y no se asumen
responsabilidades- se repite hoy a través de la presente demanda de cuidado per-
sonal. Laura y Daniel se reparten ofensas, descalificaciones, sospechas e insultos
por igual, olvidando hablar de aquello que es impostergable: el bienestar de sus
hijos, que miran temerosos cómo sus progenitores pelean destructivamente contra
el otro. Ninguno de ellos ha podido hasta ahora centrar su mirada en lo que sus
hijos necesitan, procurando en cambio todo aquello que posibilite un ‘triunfo’ sobre
el otro/a. Ambos disponen de una marcada capacidad afectiva en el ejercicio de la
parentalidad, pero el conflicto conyugal tiñe sus apreciaciones y el rol parental es
evaluado por ellos desde la mirada de pareja. Así planteado, el conflicto no parece
resolverse decidiendo quién vivirá con los niños, porque tampoco se percibe que
alguno de ellos pueda garantizar la presencia del otro progenitor en la vida de los
hijos. En tanto Laura y Daniel crean que la alternativa es Laura o Daniel, los hijos
perderán a uno/a de sus progenitores y esto es lo que convendría evitar, por cuanto
no hay desarrollo psicosocial saludable que sea posible en esos términos (...)”
Si bien la categorización de problemas realizada por Helen Harris Perlman
(1980) no alcanza a definir acabadamente lo que significa el diagnóstico como
instancia o momento de un proceso (puesto que el diagnóstico es más que la de-
finición de problemas), resulta útil en el ejercicio de evaluar diagnósticamente ya

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que insta a una reflexión acerca del problema estudiado. Recordaremos entonces
que Perlman describe cuatro tipos de problemas, a saber: acuciante, desencade-
nante o precipitante, fundamental y estructural o causal. Veamos un ejemplo: “...
Existe un problema acuciante que lleva a la pareja a los estrados del Tribunal, cual
es la fuga del hogar de su hijo de 14 años. Los problemas que han actuado como
desencadenantes han sido la repitencia escolar por serios trastornos de conducta
y el conocimiento que los progenitores han tenido acerca del uso de drogas de
su hijo. Se observan problemas que actúan como fundamentales, tales como las
serias desavenencias en la relación conyugal y la suplementariedad en el desem-
peño de los roles parentales. En tanto, el desempleo del padre ha provocado una
grave situación de exclusión social que amplifica las fuertes tensiones familiares,
representando un grave problema de orden causal-estructural...”
Una forma muy común de elaborar diagnósticos en la práctica del Trabajo Social
consiste en la enumeración por áreas de estudio, de los problemas que afectan a
la familia. Se trata de una categorización sintética de los problemas, sin realizar
aportes acerca de su emergencia y las razones que los determinan. Ejemplo: “...
Área habitacional: la Sra. Fernández carece de vivienda donde alojarse con sus
hijos. Área salud: el menor de los hijos presenta enuresis. Área económica: el Sr.
López dispone de magros ingresos que no alcanzan a cubrir las necesidades ele-
mentales. Área legal: el cuidado personal de los niños aún no ha sido dispuesta
judicialmente...” Esta modalidad de evaluación, a la que denomino diagnóstico por
áreas, limita las posibilidades de articulación teórica y empobrece la intervención
profesional, resultando absolutamente desaconsejable.
Existe otra categorización de diagnóstico en cuanto a la participación o no por
parte de los sujetos involucrados en la situación problema investigada. Así, se lo
clasifica en diagnóstico pasivo o participativo: el primero toma a los sujetos como
objetos de estudio y por lo general las personas ignoran el para qué de sus con-
clusiones; a este tipo de diagnóstico se lo considera por naturaleza autoritario ya
que restringe el poder a unos pocos -los expertos- en quienes se concentra el
poder de decisión. El diagnóstico participativo, mientras tanto, otorga a los sujetos
una activa intervención en el estudio de su propia problemática y otorga poder
para planificar las acciones tendientes a resolver los problemas que los afectan. El
diagnóstico pasivo ha sido -a nuestro criterio- desacertadamente comparado con
el diagnóstico médico puesto que este conocimiento no puede ser estimado esen-
cialmente autoritario.
El diagnóstico participativo apunta al aprendizaje de la propia realidad y en la
práctica parece más aplicable al ámbito comunitario y las organizaciones popula-
res (del que surge), no obstante lo cual contiene importantes aristas que merecen
su consideración en el estudio pericial de familias en crisis. Este tipo de diagnóstico
(que promueve la democratización del saber) es un autodiagnóstico y por lo tanto
requiere de la activa intervención de los/as actores sociales en la determinación
de sus problemas y necesidades y la elección de los medios para su resolución

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y/o satisfacción. La actividad pericial está básicamente orientada a conocer en el
aquí y ahora la realidad estudiada y en tal sentido está también limitada por cierta
inmediatez. El autodiagnóstico está más vinculado a un conocimiento personal de
la propia realidad y como tal posibilita el insight, proceso que requiere de una tarea
sistemática sobre sí mismo. En el campo de familia esta forma de abordaje parece
más vinculada a la intervención transformadora, es decir a la instancia operativa,
donde las constantes de tiempo y espacio pueden propiciar el reconocimiento de
las propias necesidades y los obstáculos que en ella se interponen.
Sin perjuicio de entender que la actividad pericial no reúne las características
necesarias para este especial tipo de diagnóstico, resultan de gran valor sus prin-
cipios ideológicos en el sentido de incluir a los actores sociales involucrados en el
conflicto en la definición de su propia problemática. Aun así, existe una instancia
en el diagnóstico realizado por el perito en donde es el trabajador/a social quien
realiza su aporte individual y creativo acerca del conflicto familiar. Esta tarea no
sólo es ineludible sino indispensable y enriquecedora. También es necesario que
las conclusiones del perito sean conocidas por la familia, único medio de hacer
operativa su intervención. Aquello que aparece escrito adquiere la mayoría de las
veces una fuerza tal que puede actuar transformadoramente sobre los miembros
del grupo familiar propiciando cambios, reforzando comportamientos o estimulan-
do la búsqueda de nuevos desafíos y posibilidades.

LA SUBJETIVIDAD Y EL DIAGNÓSTICO

Como momento de síntesis en el proceso metodológico, el diagnóstico contie-


ne aspectos que lo hacen subjetivo, no obstante el aval teórico que lo fundamente.
Siempre estará presente la figura del evaluador como portador de un sistema de
ideas, creencias y valores. O como sostiene Mercedes Escalada:

“...el diagnóstico es una elaboración que consiste en una descripción que permite
interpretar un fenómeno o hecho como problema o no-problema (...) La calificación
de la situación implica, por su propia naturaleza, una valoración. De ahí que la
conclusión diagnóstica como juicio, es también un juicio de valor (...) la deficiente
presencia de valoración conduce al dato carente de significado, mientras que la de-
ficiente presencia de información conduce a la calificación prejuiciosa” (2011: 31).

De lo que se trata es de hacer conciente esa presencia ineludible del sujeto que
evalúa, de manera de problematizarla e incluirla como elemento interviniente en la
instancia del diagnóstico. Es de este modo (debiendo hacerse la salvedad que la
tan aludida objetividad científica es una ilusión positivista que pretende instalar la
idea de la neutralidad y asepsia de la ciencia), como señala Bleger, que “la máxima
objetividad que podemos lograr sólo se alcanza cuando se incorpora al sujeto ob-
servador como una de las variables del campo” (1982: 19). Es por ello que siempre
resulta necesaria la supervisión profesional, como instancia de revisión que permi-

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te una profundización sobre la información recogida. Esta supervisión, en el cam-
po pericial, puede ser en ocasiones realizada en el ámbito del mismo equipo de
trabajo (juez, secretario, otros peritos), lo que resulta altamente beneficioso puesto
que permite una confrontación de ideas y la validación o no de algunas hipótesis
de trabajo que el perito realiza en el ejercicio individual de su actividad.
Una conceptualización que remite al tema de la objetividad/subjetividad es el
uso de “diagnóstico por modelos”. Coincidimos con los autores que señalan que
esta clasificación implica el riesgo de traspolar a otros lo que en verdad es el mo-
delo del evaluador, en este caso el perito. No cabe duda de que si ha de partirse
del observable con la finalidad de compararlo con una situación ideal (modelo),
estará siempre presente el peligro de realizar prácticas adaptativas en las que todo
aquello que se aparte de la norma ideal (modelo del operador) es concebido como
marginal, desajustado o anómico. Resulta inapropiado determinar qué es lo que
“debe ser” para una persona, una familia, un grupo o una comunidad y no existe
estandarización alguna que sea posible alcanzar, aun bajo un pretendido consenso
en la disciplina. Es por ello, y porque cada operador ejerce su actividad profesional
sin abstraerse por completo de su modelo de pareja, de familia, de parentalidad,
fraternidad, así como de sus ideas acerca de la religión, la política partidaria, la se-
xualidad, etc., que se hace necesaria una permanente revisión de tales cuestiones
a fin de evitar deslizamientos y/o interpretaciones prejuiciosas y/o ajenas al con-
texto cultural en que aquellas conductas emergen. Esta tarea que puede parecer
obvia, sin embargo, no lo es y no siempre tiene su correlato en la práctica, y requie-
re del trabajador/a social un cotejo constante de su sistema de ideas y creencias.
A pesar de las serias limitaciones que el diagnóstico por modelos ofrece, re-
sulta cierto también que existen en cada uno de nosotros/as, operadores/as o no,
principios de cierto grado de universalidad para nuestra cultura acerca de los de-
rechos de los niños, los deberes parentales y conyugales, el desempeño de la
función materna y paterna, los cuidados que un niño/a requiere para su más ade-
cuado desarrollo psicosocial, etc. Estas cuestiones, ampliamente desarrolladas y
difundidas por la teoría (sean o no recogidas por la norma legal), se incorporan al
imaginario social y adquieren naturaleza paradigmática sobre lo que es esperable
(expectativa de rol), determinando la conducta de las personas. Ejemplos: el deber
alimentario de los progenitores; los derechos de la mujer ama de casa sobre el
destino de los bienes gananciales; la trascendencia del sostén afectivo materno en
los primeros años de vida; la importancia de un trato respetuoso e igualitario hacia
los hijos/as; el derecho de progenitores e hijos/as de disfrutar de otros intereses
fuera del ámbito doméstico, etc.
Podría realizarse un extenso listado de conductas esperables, de las que parti-
cipa la subjetividad del operador y que construyen su propia matriz de aprendizaje.
Es también con este bagaje de experiencias y desde ese lugar, que se realiza una
lectura de la realidad observada y desde donde se proponen alternativas de solu-
ción para los conflictos sociales diagnosticados. Esto no significa que se trate de

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imponer los modelos del deber ser y mucho menos aún de realizar un juicio axioló-
gico sobre la realidad estudiada. Pero, ¿no partimos acaso de un ideal de conduc-
ta cuando evaluamos que este hombre asume conductas violentas, aun cuando
podamos explicar el origen de su problema? ¿No estamos pensando en otra con-
ducta de rol cuando decimos que esta mujer ha consagrado su vida al hogar y los
hijos, sin atender a otras necesidades y proyectos? Aquello que pretendo señalar
es la diferencia entre realizar prácticas sociales adaptativas, resultantes de la im-
posición valorativa de determinado modelo de inserción personal, social, familiar,
etc., y reconocer que cuando evaluamos siempre lo hacemos desde nuestra subje-
tividad y desde ciertas ideas y principios que rigen la vida de quienes compartimos
una misma sociedad. La vía idónea para evitar estos deslizamientos subjetivos es
la fundamentación teórica de nuestras evaluaciones diagnósticas.

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