Reflexiones Sobre La Novela Historica

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REFLEXIONES SOBRE LA

NOVELA HISTÓRICA
José Jurado Morales (ed.)

Universidad
UCA de Cádiz

F U N D A C I Ó N
Servicio de Publicaciones
FERNANDO QUIÑONES
JOSÉ JURADO MORALES (ED.)

REFLEXIONES SOBRE LA NOVELA HISTÓRICA


© Fundación Fernando Quiñones, 2006
© De la edición, José Jurado Morales, 2006
© De cada capítulo, sus autores, 2006
Editan: Fundación Fernando Quiñones
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz
Patrocinan: Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía
Diputación Provincial de Cádiz
Ayuntamiento de Chiclana de la Frontera
Ayuntamiento de Cádiz
Universidad de Cádiz
Fundación UNICAJA
ISBN-13: 978-84-9828-050-0
ISBN-10: 84-9828-050-8
Depósito Legal: CA-550/06
Edición de José Jurado Morales
En portada, óleo de Mario Cestari, de la colección de la Fundación Fernando Quiñones
Impreso en España. Printed in Spain
Imprime: Imprenta Sur, S.L., Chiclana de la Frontera, Cádiz
ÍNDICE

Vigencia de la novela histórica,


p o r JOSÉ JURADO M O R A L E S 7

I . REFLEXIONES ANTE EL ESPEJO

La pereza del crítico: historia-ficción,


p o r LOURDES ORTIZ 17

Historia y Literatura,
p o r JOSÉ M A R Í A M E R I N O 31

Cómo se escribe una novela histórica (o dos),


p o r PALOMA D Í A Z - M A S ' 37

La novela histórica como pretexto y como compromiso,


p o r ANTONIO G Ó M E Z R U F O 51

Las trampas de la parodia en la novela histórica,


p o r JUAN M I Ñ A N A 67

La novela histórica,
p o r JESÚS M A E S O 81
I I . L A MIRADA AJENA

La novela histórica española durante el siglo XIX,


p o r MARGARITA A L M E L A 97

Algunas consideraciones sobre Sancho Saldaña o el castellano de


Cuéllar, de Espronceda, por M A R Í A - P A Z Y Á Ñ E Z 143

La Historia en la novela histórica,


p o r CELIA FERNÁNDEZ PRIETO 165

Traducciones y reescrituras de la historia: el ejemplo de la novela


posmoderna, por Ma CARMEN ÁFRICA V I D A L CLARAMONTE 185

Mujer e identidad en la narrativa histórica femenina,


p o r M A R Í A TERESA NAVARRO SALAZAR 191

Novela histórica española (1975-2000): catálogo comentado,


p o r SANTOS S A N Z VILLANUEVA 219

La novela histórica de tema grecorromano,


p o r ENRIQUE A . R A M O S JURADO 263

Una novela histórica modelo: Memorias de Adriano de Marguerite


Yourcenar, por FANNY R U B I O 291

Divulgación y falsificación en la novela histórica: el caso "árabe",


p o r SERAFÍN FANJUL 299

La narrativa de temática medieval: tipología de modelos textuales,


p o r FERNANDO G Ó M E Z REDONDO 319

Estudio crítico de La visita de Fernando Quiñones,


p o r M A R C E L O MILITELLO 361

Recuento bibliográfico de la novela histórica,


p o r JOSÉ JURADO M O R A L E S 391
VIGENCIA DE LA NOVELA HISTÓRICA

José Jurado Morales


(Universidad de Cádiz)

Suele aceptarse que con la publicación de Waverley (1814) y sobre todo de


Ivanhoe (1819) el escocés Walter Scott abría el filón de la novela histórica que
la literatura occidental ha sabido explotar bien con los ajustes y cambios que
exigen los tiempos. Desde entonces un buen número de títulos ha contado con
la gracia de los lectores -estimulados en múltiples ocasiones por las versiones
cinematográficas- y en muchos casos también con el respaldo de la crítica.
Baste recordar Yo, Claudio (1934) de Robert Graves, Espartaco (1938) de
Arthur Koestler, Memorias de Adriano (1951) de Marguerite Yourcenar, El
nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco, El último judío (2000) de Noah
Gordon o El Código da Vinci (2003) de Dan Brown, para ejemplificar el man-
tenimiento de una modalidad novelesca que parece tener hoy día tanta vigencia
como en sus mejores momentos. España no ha escapado a esta tendencia y en
fechas tempranas fueron apareciendo narraciones románticas que se consideran
el embrión nacional del género: Ramiro, conde de Lucena (1823) de Rafael de
Húmara, Sancho Saldaña (1834) de Espronceda, El doncel de don Enrique el
Doliente (1834) de Larra y El señor de Bembibre (1844) de Enrique Gil y
Carrasco, entre otras muchas.

Desde aquel inicio los altos y bajos sufridos por el género han culminado
en un estado de bienaventuranza que encuentra su origen más inmediato en el
año clave de 1975 -una vez más- con el fin de la dictadura. En tal coyuntura
se desata un afán por escribir del pasado inmediato - d e la posguerra franquis-
ta y de la guerra civil- como necesidad vital para comprender la experiencia
personal de los autores y el devenir colectivo de los españoles y como necesi-
dad literaria para contar de una vez por todas sin las trabas impuestas por la
censura. Se trata de una narrativa sustentada más en la memoria que en la docu-
mentación ya que muchos de los escritores habían sufrido la guerra como niños
o jóvenes y todos habían soportado los funestos efectos de la interminable dic-
tadura. La guerra civil y los vaivenes entre la ficción y la historia se converti-
rán en todo este tiempo en el eje de gran parte de los argumentos de la narrati-
va española actual con éxitos cercanos tan notables como Soldados de
Salamina (2001) de Javier Cercas. Esta reconstrucción del pasado inmediato se
ensancha muy pronto y alcanza un arco temporal que iría incluso más allá de
la época grecolatina y que encuentra quizás en los siglos medievales -como
ocurría con los románticos- su mayor fuente de inspiración. Aunque el núme-
ro de casos sería extenso, con citar algunas novelas renombradas podremos
hacernos una idea de su cultivo en los últimos treinta años: desde Urraca
(1979) de Lourdes Ortiz, El rapto del Santo Grial (1984) de Paloma Díaz-Mas,
No digas que fue un sueño (1986) de Terenci Moix, En busca del unicornio
(1987) de Juan Eslava Galán, y otras que pusieron de moda el género en los
años iniciales de la democracia, hasta novelas que han servido para la renova-
ción y enésima confirmación de autores consagrados -El manuscrito carmesí
(1990) de Antonio Gala, Olvidado rey Gudú (1996) de Ana María Matute, El
hereje (1998) de Miguel Delibes, La cuadratura del círculo (1999) de Álvaro
Pombo o Historia del rey transparente (2005) de Rosa Montero- o para la
revelación de nuevos nombres -El último Catón (2001) de Matilde Asensi,
Isabel, la Reina (2001) de Ángeles de Irisarri, María de Molina (2004) de
Almudena de Arteaga o La hermandad de la sábana santa (2004) de Julia
Navarro, entre los varios títulos de estas escritoras.

Un balance apresurado de la situación editorial y crítica de las últimas déca-


das pone de manifiesto la vigencia de la novela histórica y el interés despertado
en los sectores que rodean al mundo de la literatura y el libro. En cuanto a la
producción y difusión se constata la existencia de editoriales especializadas, la
creación de colecciones específicas (así en Planeta, Edhasa, Orgaz, Martínez
Roca), la convocatoria de premios para este tipo de relatos (como el "Alfonso X
el Sabio", el "Alfonso VIH" de la Diputación de Cuenca, el "Ciudad de
Zaragoza") o la entrega de ejemplares a bajo coste por los medios de comunica-
ción con reclamos como el que se lee en la tirada del 17 de diciembre de 2005
en El País: "Sigue con El PAÍS la colección NOVELA HISTÓRICA, con los
títulos más emblemáticos del género. Cada lunes, martes y miércoles un nuevo
libro, por sólo 2,50 € con EL PAÍS". Tampoco los críticos e investigadores han
permanecido al margen de este fenómeno como demuestran los monográficos
sobre la cuestión en revistas (el número 3 de Compás de Letras en 1993 coordi-
nado por Consolación Baranda; el de ínsula en su número 641, mayo de 2000,
rotulado Una nueva novela histórica y coordinado por Germán Gullón; o el
número 3 de Clío en enero de 2002), los números especiales en los suplementos
literarios (por ejemplo, El País. Babelia del 10 de agosto de 1996 o del 30 de
julio de 2005 con el título de A la conquista de la novela histórica, o el ABC
Cultural del 15 de noviembre de 2003) o la multitud de estudios que surgen cada
año como puede comprobarse en la bibliografía final o en la citada a pie de pági-
na en este volumen. Tampoco falta la celebración periódica de congresos y
seminarios que reúnen a escritores e investigadores para debatir sobre aspectos
generales u obras concretas, como los organizados por la Universidad
Menéndez Pelayo en agosto de 1984 y julio de 1986, la Universidad de La
Coruña en julio de 1992, el Instituto de Semiótica Literaria y Teatral de la
UNED en julio de 1995, la Universidad, el Ateneo, el Gobierno de Navarra y la
Institución Príncipe de Viana en diciembre de 1995, la Sociedad Española de
Literatura General y Comparada en diciembre de 1996, la Fundación Fernando
Quiñones en octubre de 2000, la Universidad de Navarra en diciembre de 2002
o la Fundación Caballero Bonald en octubre de 2004. Todo ello, y la prolifera-
ción de auténticos best-sellers como síntoma mayor de la realidad presente, con-
firma la apuesta decidida de las editoriales y la aceptación masiva por parte de
los lectores.

De la síntesis que acabo de trazar -de los orígenes, situación actual, tenden-
cias, épocas recreadas, escritores, obras, mercado editorial, posiciones de la crí-
tica y líneas de investigación- se da cuenta a lo largo de estas Reflexiones sobre
la novela histórica que publican conjuntamente la Fundación Fernando
Quiñones y la Universidad de Cádiz impulsadas por el deseo de atender a un
género por el que Fernando Quiñones siempre sintió atracción, como dio mues-
tras solventes en La canción del pirata. Vida y embarques del bribón Cantueso
(1983), novela finalista del Premio Planeta en la que reconstruye episodios de la
vida de un picaro en la España del siglo XVII, o en La visita (1998), donde narra
un encuentro de Marcel Proust con Leopoldo Alas, Clarín, a finales del siglo
XIX en Oviedo; e incluso en el ciclo poético de Las crónicas (1968-1998) des-
pliega su gusto por reconstruir tiempos remotos y espacios distanciados.
Me ha parecido pertinente como editor de este volumen colectivo distri-
buir los contenidos que siguen en dos bloques con el objetivo de ofrecer una
doble perspectiva, complementaria la una de la otra, sobre la creación y la difu-
sión de la novela histórica. El primero, titulado Reflexiones ante el espejo, cons-
ta de las consideraciones realizadas por los propios escritores. Me interesaba en
este sentido conocer cómo un autor se enfrenta a la escritura de una novela his-
tórica, cómo concibe la idea, cómo la desarrolla y cómo la analiza una vez publi-
cada. El segundo. La mirada ajena, recoge la labor crítica e investigadora lleva-
da a cabo por especialistas en el género y centrada en diferentes aspectos que en
breve resumiré. Se trataba en este caso de presentar un recuento interpretativo
de la historia del modelo en España con una particular y más extendida atención
al presente literario. El resultado global consiste en una suma de dieciocho capí-
tulos, amén de esta presentación, que desde luego no persiguen agotar el estu-
dio del género ni mucho menos servir de catecismo teórico, sino todo lo contra-
rio; buscan antes que nada plantear lecturas e interpretaciones remozadas de tex-
tos clásicos y actuales, infundir curiosidad al lector por los entresijos de lo que
se llama el taller del escritor, proponer ideas metodológicas y analíticas que
enriquezcan las ya existentes, procurar una información abundante pero asimi-
lada y contextualizada, cuestionar el bien o el mal que al presente literario le
hace una narrativa que tiende al estereotipo, y, en fin, sugerir nuevos caminos
para los investigadores y, quién sabe, para los mismos narradores.

Sin duda creo que en su conjunto las Reflexiones ante el espejo pueden
resultar sugerentes y funcionar como poética del género, pues en su diversidad
aunan apreciaciones que van desde las nacidas del sentido común - y que por
tanto no sorprenderán pero sí confirmarán lo sospechado por cualquiera- hasta
las surgidas del ingenio y la experiencia de los años - y que maravillarán. En sus
páginas estos escritores desentrañan la concepción de las novelas históricas, asu-
men la dificultad para definirlas y sistematizar sus requisitos e incluso dudan de
su singularidad más allá del marco histórico, ponen los límites a tanta publica-
ción que se presenta como tal, meditan sobre las fronteras entre la ficción y la his-
toria y entre el escritor y el historiador, recapacitan sobre la pertinencia de los
membretes (novela histórica, historia novelada, etc.) y de las parcelaciones gené-
ricas y subgenéricas (novela histórica, policiaca, erótica, etc.), exponen cuál
puede ser la finalidad de los relatos históricos (¿entretener?, ¿entender el pasa-
do?, ¿entender el presente?, ¿ostentar erudición?, ¿dar una versión veraz de lo
ocurrido?), y, ya en el terreno personal, explican el proceso que siguen en su ere-
ación, valoran lo dicho de sus obras por la crítica, o confiesan cuánto hay de
invención y cuanto de documentación en estas. A tal ramillete de interrogantes y
dilemas que acabo de desplegar y a algunos más se enfrentan desde sus posicio-
nes de escritores curtidos y lectores avezados Lourdes Ortiz, José María Merino,
Paloma Díaz-Mas, Antonio Gómez Rufo, Juan Miñana y Jesús Maeso, que hil-
vanan juicios generales con matizaciones aplicadas a sus respectivas novelas.

Abren La mirada ajena dos capítulos que fijan los orígenes del género y sus
primeros pasos en la España decimonónica. Margarita Almela (UNED, Madrid),
con un sintético a la par que completo y argumentado recorrido por "La novela
histórica española durante el siglo XIX", examina desde las influencias de
Walter Scott y Chateaubriand en las primeras narraciones históricas españolas
en pleno periodo romántico hasta las novelas arqueológicas de Juan Valera. Por
su parte, María-Paz Yánez (Universidad de Zürich) contribuye con "Algunas
consideraciones sobre Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, de
Espronceda", estudio de una novela esencial para comprender el nacimiento del
género en España con un análisis de la asimilación y manipulación de la deuda
scottiana, de la función de la historia, y del alcance de un cuento inacabado que
narra un bandolero en un punto determinado de la trama.

Estas dos aportaciones iniciales sirven de pórtico a tres trabajos genéricos


sobre los vínculos entre historia y ficción realizados desde enfoques diversos.
Celia Fernández Prieto (Universidad de Córdoba) en "La Historia en la novela
histórica" parte de la idea de que las fronteras entre verdad histórica y verosimi-
litud novelesca han sido siempre inestables e intenta dilucidar las claves y las
técnicas del género a partir de tres grandes líneas constituidas en una y otra cen-
turia: la de la novela histórica tradicional (de Scott a Tolstoi), la novela históri-
ca moderna de finales del XIX y principios del XX (Unamuno, Baroja o Valle-
Inclán), y la novela histórica posmoderna. Justamente en esta línea se centra M a
Carmen África Vidal Claramonte (Universidad de Salamanca) en "Traducciones
y reescrituras de la historia: el ejemplo de la novela posmoderna", donde apun-
ta una serie de sugestivas observaciones sobre la dimensión posmoderna de los
conceptos de historia y literatura incidiendo en lo que tienen de interpretación
personal, construcción imaginaria y revisión paródica e irónica del pasado. Ma
Teresa Navarro Salazar (UNED, Madrid) en "Mujer e identidad en la narrativa
histórica femenina" atiende con perspicacia comparativa a la corriente de nove-
la historiogràfica femenina presente en España e Italia en el cambio de milenio,
cuyos objetivos cardinales residen en la recuperación de la imagen de la mujer
en la historia y en la búsqueda de la identidad femenina.

El documentado trabajo de Santos Sanz Villanueva (Universidad


Complutense de Madrid) "Novela histórica española (1975-2000): catálogo
comentado" trae a colación un repertorio de cerca de quinientas novelas para
ponderar lo publicado en España en las últimas décadas y demarcar cuánto hay
de oportunismo editorial e industrial, modas y leyes de mercado y objeto de con-
sumo, y cuánto hay de calidad, originalidad y buen entendimiento de lo que
debiera ser una novela histórica. A continuación se disponen cuatro capítulos
delimitados por el periodo y marco históricos que recrean las novelas. Enrique
Ramos Jurado (Universidad de Sevilla), que escribe sobre "La novela histórica
de tema grecorromano", apunta la importancia de la novela griega como prece-
dente y pasa a un examen detallado de las novelas de los siglos XIX y XX que
se han inspirado en la época clásica y en unos asuntos muy repetidos (el cristia-
nismo, el paganismo, las guerras, las figuras heroicas, los grandes amores, las
aventuras y las intrigas). Fanny Rubio (Universidad Complutense de Madrid) se
acerca a Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, la novela que renovó
e impulsó el género a mediados del siglo XX. Serafín Fanjul (Universidad
Autónoma de Madrid) trata de la "Divulgación y falsificación en la novela his-
tórica: el caso árabe" para hacer ver cómo muchas novelas históricas mezclan
sistemas de valores, ideologías y expresión lingüística de la contemporaneidad
con un hilo argumental de sucesos pasados y que, en consecuencia, suponen una
falsificación histórica, por ejemplo, de al-Andalus o de la Edad Media en gene-
ral, además de una sarta de tópicos, estereotipos e idealizaciones. Fernando
Gómez Redondo (Universidad de Alcalá de Henares) en "La narrativa de temá-
tica medieval: tipología de modelos textuales" presenta un ilustrado panorama
de las novelas que imitan los modelos genéricos medievales (biografías, memo-
rias, crónicas, informes o documentos y estructuras narrativas de la ficción) y
las que trasladan modalidades genéricas actuales a los siglos medios (novela de
experimentación formal, policiaca, de reconstrucción temática, de recreación
temática y de indagación medievalista). Como fin de estos estudios Marcelo
Militello (crítico italiano) dedica su atención a "La visita de Fernando
Quiñones", como recuerdo del escritor que ha motivado e inspirado la recopila-
ción que aquí se ofrece y que publica la fundación que lleva su nombre y la uni-
versidad que lo nombrara Doctor Honoris Causa. Cierra el volumen un
"Recuento bibliográfico de la novela histórica" que yo mismo he confecciona-
do y que, sin aspirar a la exhaustividad, pretende erigirse en un material sufi-
ciente y útil para futuros trabajos sobre un género vivo -según los proyectos edi-
toriales, las atenciones de la crítica, los intereses de los escritores y las deman-
das de los lectores- que supone una de las apuestas más firmes de la narrativa
española de los últimos años.
REFLEXIONES ANTE EL ESPEJO
LA PEREZA DEL CRÍTICO: HISTORIA-FICCIÓN

Lourdes Ortiz
(Escritora)

La novela es un Gargantüa que todo lo traga. La novela es novela y no otra


cosa, omniabarcante, gigantesca, tragaldabas; integra y asimila; toma de aquí y
de allá; coquetea con todos los géneros y los deglute transfigurándolos. La nove-
la es laxa y extensa: un cajón de sastre donde elementos del pasado y del pre-
sente o incluso del futuro se combinan para crear un universo propio, un univer-
so de ficción donde todo se integra. No hay fórmulas fijas, ni rígidas para la
novela, como se ha demostrado a lo largo del siglo XX. Es un género espurio,
cambiante, como la vida misma, y que con sus cambios va reflejando indirecta-
mente la misma complejidad de la sociedad que la genera. Como un cuadro
cubista o abstracto va modificando sus estructuras a medida que la sociedad
cambia y se hace más turbia, irreverente, múltiple. La estructura lineal del XIX
se quiebra y los puntos de vista se multiplican, la mirada se hace diversa. No hay
un solo observador, la realidad se articula como un puzzle y el tiempo se frag-
menta. Novela río, novela minimalista, realismo sucio. Muchas, diversas posi-
bilidades según el escritor utilice el telescopio o el microscopio, lente de aumen-
to o visión global integradora de tiempos y de espacios. Hacia adelante y hacia
atrás. Pero siempre desde el presente del que escribe. Hable de lo que hable, la
novela irremediablemente dará cuenta de su tiempo. Es huella de ese instante,
de sus obsesiones, de sus giros, de sus modos de construir, de sus manías o sus
fobias. Como toda obra de arte, quiéralo o no, está inscrita en el tiempo y lleva
su marca. Ya sea la historia o la realidad más inmediata la que se nos cuente es
del presente y para el presente de lo que nos habla. Y ahí está la labor del críti-
co, del crítico no perezoso, sino lúcido. Aquel que desentraña en un texto, nove-
la, poesía, teatro, lo que de algún modo vincula ese texto con un momento dado,
con un modo peculiar de construir: un texto que igual que un cuadro o una sin-
fonía, una escultura o un poema podrá mostrar al estudioso la huella de la época
primero, de una escuela después, de un estilo personal y de un momento.

Pero ante la diversidad y complejidad de la novela como género -comple-


jidad y diversidad que corresponden precisamente a esa complejidad de la época
contemporánea, ya que sino no daría cuenta de la misma- el crítico, algunos al
menos, se hace lento y cómodo y prefiere aplicar esquemas o plantillas que nada
o casi nada explican. Y confunde. Y trivializa. Y las editoriales, interesadas sólo
por el negocio o la venta rápida de sus publicaciones, contribuyen a ese descon-
cierto. Buscan epígrafes genéricos donde integran cosas de muy diversa índole
para facilitar o más bien confundir la elección del lector. Y así se maneja con
enorme impericia o más bien indolencia un término que tanto a las editoriales
como a los críticos les resulta muy fácil. Me refiero a la curiosa síntesis de his-
toria-ficción, o a lo que normalmente se llama, en los estantes de las librerías,
novela histórica.

Una precisión: existe la novela con su complejidad y su variedad, y existe


luego un subgénero con pretensiones de verdad -como la misma historia, que al
mismo tiempo no es, en último término, más que un tipo específico de género
narrativo- que es algo así como la biografía novelada, o la historia novelada. Un
subgénero divulgativo que pulula y llena los kioscos y las librerías. La fórmula
es sencilla: se toman las crónicas históricas o los resúmenes elaborados en dife-
rentes épocas por los historiadores y se cuentan de nuevo en plan Readers Digest
con algunos espantosos diálogos, llenos de tópicos, ciertos toques románticos y
pasioncillas de andar por casa, digeribles por el gran público. Últimamente se le
mete algo de morbo. Se prefieren escenas escandalosas o "picantes" y viene a
ser como un ramal de las novelas rosa. No es novela, sino algo que para enten-
dernos podríamos llamar historia novelada. Es un género divulgativo que poco
o nada tiene que ver con la novela. Pero los críticos se dejan llevar por el "tema"
-como si el tema fuera algo, al margen de la forma- y meten todo en la misma
alcancía. La biografía novelada o la historia novelada, que se da mucho última-
mente (y por encargo casi siempre), es un género o subgénero de gran acepta-
ción popular. Suele ser mentirosa, blanda y zafia. El biógrafo o la biògrafa divul-
gadora no se molesta demasiado: recoge la historia más o menos oficial y la
vuelve a contar, dando un ligero toque de humanidad a los personajes (en reali-
dad acartonándolos y simplificándolos), introduciendo anécdotas de su cosecha,
situaciones y, a ser posible, diversos amoríos. Muchas de las novelas que se han
publicado en nuestro país en los últimos años le deben mucho a este subgénero
divulgativo, aunque cuenten con un estilo más o menos cuidado y ciertas pre-
tensiones de calidad literaria. Se toma una crónica, se indaga un poco en una
época (generalmente muy poco) y se la vuelve a contar o se la moderniza y se
introducen de vez en cuando reflexiones filosóficas, morales o sentimentales.

Por eso el género se ha hecho tan híbrido y desconcierta tanto al crítico


como al lector. No son novelas (lo que yo entiendo por novela, lo que para mí
es la novela) sino, insisto, algo diferente, historia novelada o trivializada, de
mayor o menor calidad según las dotes narrativas de aquel que realiza el encar-
go o busca el best-seller. El procedimiento es siempre el mismo: una cierta o una
total servidumbre a la historia de la que se parte y un pequeño relleno para darle
animación y una modernización del lenguaje (algunos incluso tienen habilidad
de construir un cierto lenguaje arcaizante que pretende imitar por ejemplo el len-
guaje cervantino). No hay perspectiva del autor, sino modernización más o
menos afortunada de la historia narrada por la historiografía, por los anales o las
crónicas. Es historia contada en la que se introducen elementos novelescos más
o menos acertados para darle colorido y cierta amenidad. Hay incluso buenos
escritores que practican ese género con más o menos arte y cierta gracia.

Luego - y eso es lo único que a mí me interesa como lectora y como escri-


tora- está la novela en general, sin calificaciones adjetivas o limitativas, sea cual
sea el material novelesco con que se construya, género de ficción que, como
afirma Kate Hamburger, cuando utiliza personajes o elementos históricos no se
diferencia en nada de cualquier otra clase de novela porque "el proceso de fic-
cionalización transforma la materia histórica de la novela en materia no históri-
ca" (Logique des genres littéraires, París, Seuil, 1986).

Como pueden observar ustedes los límites parecen muy pequeños e impre-
cisos entre uno y otro tipo de texto. Y esos límites se difuminan todavía más
cuando los editores organizan colecciones para la venta al gran público que inclu-
yen textos de muy diversa índole bajo el título genérico de novela histórica.

El dramaturgo, el poeta, el novelista desde los orígenes se ha vuelto hacia


la historia y hacia los personajes históricos (príncipes, reyes, héroes, condes)
para extraer de ahí material literario y convertirlos en elementos de la ficción.
Personajes adornados de antemano por el mito o la leyenda que son utilizados
como materia literaria para que el creador pueda contar de nuevo su visión del
mundo. Agamenón, Eteocles, Yocasta, Hamlet, el Cid Campeador, Macias el
enamorado, Boris Goudonov, el infortunado príncipe Don Carlos, los héroes de
la guerra civil americana. Familias enteras, castas o dinastías convertidas en
manos del poeta o del dramaturgo en personajes indelebles que saltan por enci-
ma del tiempo y siguen conmoviéndonos. Ricardo III, Los Enriques, Pedro el
Cruel, Inés de Castro, Antígona, los infantes de Carrión, la reina virgen. La lista
sería interminable.

Pero no sólo los dramaturgos o los poetas épicos han utilizado personajes his-
tóricos o legendarios, desdibujados por el tiempo y la memoria para plantear el
drama humano y volver a contarlo desde su personal visión del mundo. También
los novelistas han hurgado en el pasado y han elegido el hecho histórico o el
monarca o la reina para construir su relato. Desde la novela bizantina, desde los
orígenes mismos de la novela, donde la figura de Alejandro, un Alejandro mítico
se convierte en protagonista de hazañas y relatos fantásticos. El novelista juega
con el pasado y el presente o con un futuro probable o imaginario y lo convierte
en materia novelesca. Desde perspectivas muy distintas según el autor y según la
época. Cada uno desde su propia voz, desde su estilo inconfundible. ¿Es novela
histórica, como querría el crítico perezoso que todo lo incluye en algo híbrido a lo
que llama subgénero, La educación sentimental de Gustave Flaubert o es simple-
mente una gran novela, a pesar de lo que allí se cuenta sean las jornadas revolu-
cionarias de 1830 y la decepción de esos jóvenes burgueses que lucharon en las
barricadas? ¿O son sólo novelas históricas las que escribieran Walter Scott y
Alejandro Dumas, simplemente porque son novelas de acción, más o menos
divulgativas y se dirigen al gran público, reconstruyendo un pasado medieval y
heroico? ¿Incluiríamos ahí a Los Episodios Nacionales de Galdós? ¿Y qué haría-
mos entonces con Guerra y Paz de Tolstoy? ¿Es menos novela que Ana Kareninal
¿Le ponemos el adjetivo histórico al lado para entendernos o la situamos simple-
mente entre las grandes, magistrales novelas que Tolstoy escribió? Habían pasado
casi ochenta años desde los hechos que narra. ¿Definimos como novela histórica
a La Cartuja de Parma con el joven Fabrizio del Dongo paseándose por las gue-
rras napoleónicas o las grandes novelas de Faulkner que reconstruyen ese mundo
ya mítico en su tiempo del Sur confederado y la guerra civil? Y sin irnos tan lejos
¿es simplemente otra gran novela de Vargas Llosa La muerte del chivo, que
reconstruye casi documentalmente la época negra de la dictadura de Trujillo, o es
que hay que considerarla dentro del subgénero -tan querido últimamente por los
críticos ventrílocuos- de novela histórica?

Lo curioso es que algunos de esos críticos pretenden una cierta imparciali-


dad al manejar el término. Como si la categoría de subgénero que aplican fuera
simplemente clasificatoria. Cuando en realidad están cargando el término de
connotaciones negativas, despectivas, las mismas por otra parte, quizá injustas,
que yo acabo de emplear para referirme a la historia novelada, que sí tiene unas
características muy concretas y muy diversas de la "novela".

Hay muchos tipos de novelas, pero no es el tema, el pretexto literario ele-


gido por el autor los que unifica o clasifica, sino el estilo, la estructura, el modo
en que está contado. La novela es un género rico, extenso, con muchas ramifi-
caciones, como ya he señalado al comienzo. Cualquier novela, incluso aquellas
que parecen contar la realidad más cotidiana e inmediata al propio autor, las
novelas costumbristas o naturalistas o las de ese género hoy tan difundido bajo
el epígrafe de realismo sucio, se convierten en novelas históricas, que dan cuen-
ta de una realidad y universo mental, de unos sucesos y unos personajes que
parecen corresponder a un momento histórico concreto, pero que son siempre
elementos de ficción, construcción formal, literaria. Hasta las novelas del llama-
do realismo mágico tienen de un modo u otro la huella de la historia. Juegan con
ella, la reinventan, la trastocan: la historia es ahí, como lo es en Tolstoy o en
Flaubert o en Stendhal, materia de ficción, materia literaria. Pero no es esa hue-
lla lo que las convierte en espléndidas novelas, sino el modo en que están narra-
das, la habilidad y la gracia, el control y el estilo, la fuerza de los personajes, de
las descripciones, la férrea estructura novelesca y la riqueza del lenguaje y,
sobre todo, la complejidad del ser humano que allí se nos cuenta con todos sus
matices y vicisitudes. Ese universo autosuficiente y autónomo que es la novela
y que tiene su fundamento en la estructura narrativa, en la habilidad del autor
para manejar el lenguaje, ese instrumento hermoso e inagotable que es la pala-
bra y que sirve para introducirnos en ese ámbito cerrado y abierto al mismo
tiempo y que tiene como rasgo distintivo frente a otros géneros literarios la tem-
poralidad y por tanto la muerte.

¿Por qué esa mirada sobre la historia? ¿Por qué esa elección del personaje
histórico, tan cargado ya de referencias y de connotaciones? ¿Por qué la vuelta
al pasado como pretexto? Se cuenta desde el hoy (por eso son tan insoportables
esas pretendidas novelas "históricas" que hacen arqueología y quieren recons-
truir el lenguaje del XVII o esas obras de teatro -en diversos Jurados he tenido
que tragarme varias de esas obras- que pretenden emular el lenguaje de Tirso o
de Lope y hacen un popurrí mal traído de términos o locuciones de época para
contar las tropelías de la Inquisición o los amores de Felipe II).

Sea la historia la materia de la narración o de la obra dramática el novelis-


ta y el dramaturgo cuenta desde sí mismo: construye su propio lenguaje y habla,
quiéranlo o no, de las obsesiones, de los miedos de su época. Es hijo de su tiem-
po. Si juega con el lenguaje y hace guiños al lector puede introducir modismos
o expresiones coloquiales que suenen al pasado. Pero no en un intento vano de
reconstrucción, sino como homenaje o juego. El estilo es el autor y el estilo lleva
la huella imborrable y poderosa, sana y verdadera, de la época que le ha tocado
vivir. Su grandeza radica precisamente en que con su obra, buscáralo o no, se
convierte en demiurgo que traduce el pálpito de un momento y sólo así, por su
rigurosa temporalidad, transciende el tiempo y puede hacerse universal. No
importa que hable del pasado o del presente, porque ese presente que es el suyo
se filtra impenitente y altanero a través de los giros, las construcciones, los
modismos, de las huellas mentales y las preocupaciones que translucen un
momento histórico y un lugar. Sus peculiaridades, su modo de narrar, sus preo-
cupaciones meta-literarias o no, las referencias, ese contexto que subyace; todo,
si es coherente y deja que aflore el texto para contar lo que quiere contar y no
otra cosa tendrá un marchamo indeleble, signo de época que no es desdoro, ni
culpa o torpeza, sino precisamente prueba de verdad literaria que nada o poco
tiene que ver con la "verdad" de un pretendido realismo. Porque la verdad del
texto es siempre distinta de la verdad (si es que existe alguna verdad) de la vida
vivida. Es siempre construcción, que encierra la verosimilitud y la coherencia
que es sólo coherencia y estructura del texto.

Pero íbamos a contestar a la pregunta, planteada hace un momento, de por


qué esa fascinación por determinados personajes extraídos de la historia o la
leyenda o el mito para ser reinventados, manipulados o construidos. Es su posi-
ción en la pirámide social lo que les convierte en fascinantes: una posición
extraordinaria, privilegiada que les sitúa de algún modo por encima de las con-
venciones, de las obligaciones, de los determinismos, algo así como por encima
del Bien y del Mal. El poder absoluto, la capacidad de decisión sobre las vidas
ajenas les hace ser personajes que abarcan todas las posibilidades del ser huma-
no, personajes en los que proyectamos nuestros miedos, nuestros anhelos y
nuestras fantasías; sirven de algún modo como enzimas en estado puro para ana-
lizar las pasiones más vivas del ser humano. Ellos, que todo lo pueden, son
como cultivos donde de algún modo se refugian nuestros temores y nuestras fan-
tasías más delirantes.

Además ningún gobernante, ningún monarca tiene vida real. Es sólo, ya de


por sí, proyección construida, imagen pública diseñada hoy por los cuidadores de
imagen y antaño por los cronistas o los exégetas. El monarca es una fantasía, un
símbolo, de ahí el ritual, el ceremonial, la distancia, que lleva incluso en algunas
monarquías despóticas orientales a esos complejos sistemas de celosías y oculta-
mientos que impiden el menor contacto visual entre el monarca y los súbditos.
Pero tras esa jaula y esa representación, hay un hombre o una mujer; toda la
pompa, todo el espectáculo con que se ofrece y todo el encubrimiento protege y
esconde vivencias personales, miedos, cobardías o heroicidades. Y un poder
sobre los demás, que permite la arbitrariedad, el exceso, la gallardía o las mise-
rias. Ninguna crónica escrita por un contemporáneo es objetiva. Es también exé-
gesis, construcción narrativa más o menos elaborada. Y si está hecha por los ene-
migos o los antagonistas está de algún modo cargada de signos negativos, en la
misma medida que la crónica real lo está de alabanzas. Cuando leemos a
Suetonio o a Tácito estamos leyendo su visión personal del mundo, sus prejui-
cios, sus obsesiones y nada o casi nada podemos saber, a pesar de su pretensión
de verdad de ese Nerón o ese Calígula o ese Tiberio que nos han contado. Los
intereses de las distintas facciones, de los grupos políticos, de las dinastías
enfrentadas o de los sucesores suplantadores hacen que sea imposible la impar-
cialidad y percibimos el odio, el rencor, el bulo, matizando y deformando unos
hechos que son ya reinterpretados y narrados desde la perspectiva personal del
que los cuenta. Sobre todo, cuando está narrando en un tiempo ya lejano de los
hechos acontecidos. Si es un contemporáneo a los hechos el que nos los narra,
será una loa mentirosa y adornada (o un panfleto lleno de rabia, si se trata de un
opositor). Si ha pasado el tiempo y son otros los que ya detentan el poder, será
una condena implacable, llena de terribles acusaciones apenas demostradas,
lugar donde la doxa fomentada por la calenturienta imaginación popular y los
intereses partidistas es parte fundamental de lo narrado, para cubrir con el opro-
bio la memoria de aquellos que -solía darse- fueron derribados o muertos por el
inmediato sucesor o los sucesores. Ni siquiera en la historia contemporánea, en
la más inmediata, podemos llegar a saber del todo cómo son o fueron realmente
los políticos o monarcas que más popularidad o prestigio han alcanzado. Vemos
lo que quieren que veamos. Luego vienen las interpretaciones, las nuevas lectu-
ras, las opiniones controvertidas o partidistas. ¿Qué hay detrás verdaderamente
de la personalidad que se nos oculta y se nos ofrece como máscara? ¿Era
Mitterrand ese personaje algo turbio, manipulador, que se va construyendo des-
pués de su muerte? ¿Era aquel otro gallardo, luchador honesto, héroe de la
Resistencia, que nos habían contado? ¿Era Stalin el monstruo de seis dedos o el
papaíto benéfico que veneraban los suyos? ¿Es, para irnos a lo más inmediato,
José Luis Zapatero, un buen muchacho sin trastienda alguna o es ese político cal-
culador que durante la campaña enseñaba la manita blanca de la oveja dulce, para
en el momento de triunfo dejar aparecer un nuevo personaje, un político calcula-
dor (todo político desdichadamente debe serlo) que ha sabido jugar sus bazas
para dejar después en la estacada a aquellos que, pensando en su debilidad, deci-
dieron auparle? Mil caras. Todas posibles, según quien las contemple o las ima-
gine. Así somos los humanos, somos muchos en uno solo, contradictorios y apa-
rentemente irreconciliables. Y ahí está la grandeza de la literatura que indaga,
afina, busca la contradicción y la explicita. Que indaga en las pasiones y en el
corazón humano, se detiene en los gestos, analiza las fisonomías, horada los dis-
cursos, penetra más allá, hurga en los intersticios. La visión oficial es siempre
maniquea, construcción que enmascara y la prensa construye también, da opinión
y el historiador rastrea y pretende ser objetivo, pero en último término tiene que
limitarse al dato y a partir de ahí construye una hipótesis, una narración que,
cuanto más objetiva y unilateral se pretenda, más engañosa. El año 2000 en
España le tocó a Carlos V y el anterior a Felipe II. Conmemoraciones, revisiones.
Volvemos a la historia imperial de nuestra infancia. Y siempre hay argumentos,
siempre nuevas visiones que son en el fondo partidistas y parciales. Leyenda
Negra o exaltación y, cuando se pretende un "tira y afloja" un "ni tanto, ni tan
calvo" de nuevo se está manipulando, tomando partido, interpretando, valoran-
do. ¿Fue Felipe II un déspota inhumano, brutal, oscuro, perverso en sus decisio-
nes, cerril, hipócrita, capaz de encerrar y matar a su hijo o a la de Eboli o fue un
gobernante tenaz, concienzudo, eficaz, el primer gobernante moderno y burócra-
ta, un esteta, un hombre delicado y sensible? Ahora los historiadores vuelven a
discutir: ¿leyenda negra o magnífico gobernante? Todo cabe. Un monstruo repre-
sivo, autoritario y venal o un gobernante atento a los asuntos de su reino y aman-
te de la pintura y la belleza. Todo cabe. Los hechos tienen mil caras y pueden ser
leídos, fabulados una y otra vez, a partir de esas figuras que se convierten en
paradigmáticas. Lo hacen los historiadores que se pretenden objetivos y riguro-
sos. Pero sobre todo se convierten en materia primigenia para la ficción, que no
tiene pretensión de verdad, pero que alumbra la historia.

Si uno quiere hablar del poder, de sus desmanes, o simplemente de las para-
dojas de su ejercicio, esos personajes vuelven a servirnos como materia nove-
lesca o dramática. El gobernante es máscara cambiante que va siendo montada
o desmontada por las sucesivas generaciones. Las pasiones son intemporales: la
envidia, la avaricia, el miedo, los celos, la ambición, el amor. Si hablamos de
Felipe II o del príncipe Carlos volvemos a hablar de nosotros mismos. Carlos,
ese príncipe desdichado que tan querido fue de los románticos, como símbolo
de la opresión o de la rebeldía. Para muchos hoy, un enfermo, un tarado, un his-
térico. Depende. Y ahí está la capacidad del novelista para construir su Carlos.
Respetando, si se quiere, los datos históricos -que siempre serán pocos y oscu-
ros, manipulados desde el comienzo- pero penetrando en esa curiosa y tortura-
da personalidad, eligiendo el punto de vista. Carlos romántico para los románti-
cos, niño terrible para los modernos o simplemente un pobre idiota. O la de
Eboli, o Escobedo. Asuntos de poder, pero también de pasiones cruzadas, que
podemos volver a mirar y a contar con lo que ahora sabemos, para hablar de nos-
otros y no de ellos. Y muchas veces la novela, las buenas novelas y no la torpe
historia novelada, penetra mucho más allá y nos da una visión más rica y más
verdadera de lo que la historia nos cuenta, sobre una época y unos personajes.
La novela es así una indagación sobre el corazón humano y los mismos hechos
pueden volver a ser desmontados y analizados desde otro ángulo.

Toda narración es una toma de postura, un enfoque. Como cualquier noti-


cia de prensa que nosotros podemos desmontar y analizar pana sacar lo que se
nos oculta, tras la apariencia de verdad. Los últimos altos nos han acostumbra-
do a esa labor de rastreo para descubrir bajo una prensa y unos medios de comu-
nicación que se presentan como objetivos, lo que se oculta tras la apariencia o
bajo la manipulación que selecciona, recorta, malinforma, dirige. Cuantos más
medios, pensamos a veces, menos informados. Si quieren ejemplos, podremos
hablar de ello: patitos cubiertos de alquitrán en la Guerra del Golfo, fosas de
cadáveres, preparadas para la foto, niños con moscas en el rostro para justificar
la guerra de Somalia y tan largo etcétera de imágenes elegidas o compuestas
para dirigir la opinión pública y justificar un ataque, un golpe de estado, una
represión o una masacre.
Calígula, Heliogábalo, Ricardo III, Nerón, Urraca. El poder encarnado, las
contradicciones, los miedos, la sensibilidad exacerbada: cualquier deseo al
alcance de la mano. Personajes que por su grandeza o su fragilidad nos desbor-
dan y que en la novela o en la obra dramática se convierten en paradigmas de lo
humano demasiado humano. Precisamente porque son encarnaciones de nuestra
fantasía, que no conoce los límites, y pueden llegar hasta el exceso, sirven tam-
bién para mostrar la soledad, la pequeñez, el desamor, los celos, el desvarío. El
Calígula de Camus no es, ni pretende ser el Calígula que existió en un momen-
to del imperio romano. Es simplemente el Calígula de Camus, aunque parta de
las visiones de Tácito o de Suetonio. Y nos habla más del existencialismo y de
la Europa desalentada de después de la II Guerra mundial que de la Roma del
Imperio. Y probablemente el Ricardo III real poco o nada tenía que ver con ese
personaje hipócrita, zalamero que es capaz con su encanto malévolo de fascinar
a lady Ana ante el cuerpo del marido al que acaba de asesinar. Pero algo nues-
tro está ahí en Calígula y en Ricardo III, algo que nos sobrecoge y nos conmue-
ve. El mal como un desafío, esa parte oscura, tenebrosa, el mister Hyde que ren-
quea por las callejuelas y que destruye poco a poco al bueno del doctor Jeckyll.

Cuando las masas consumen revistas idiotas, llamadas "del corazón", en el


fondo están buscando en la imagen que proyectan esos personajes (relamidos, y
casi siempre toscos), en sus aventuras sentimentales, sus trapícheos y sus triun-
fos, algo que es un eco deformado de sus propios sueños proyectado en ese uni-
verso que imaginan de placeres sin límite, de deseos variopintos al alcance de la
mano. Son muñecos pintarrajeados donde se proyecta el imaginario colectivo y
sus desazones, sus fracasos sentimentales, sus devaneos o sus desgracias se
vuelven campanas de resonancia de la propia realidad cotidiana más gris y más
lúgubre, o más sencilla. Ellos, que todo lo pueden -así se les muestra- son tam-
bién humanos y sus lagrimitas, sus collarines, sus sonrisas o sus polvos, revelan
la quiebra, el "en todas partes cuecen habas" que les convierte en prototipos en
donde descansa la imaginación popular.

Las buenas novelas - y también las malas, desde luego- pueden jugar con
la historia, adueñársela, convertida ya en elemento de ficción. Pero, como he
afirmado antes, puede al mismo tiempo alumbrar sentidos nuevos sobre la his-
toria, descubrir facetas inéditas de una realidad ya contada. La novela es un
terreno de libertad. La historia, la crónica, suele estar al servicio de ideologías o
de poderes, o si no está limitada por el dato - y cuanto más objetiva se pretenda,
menos podrá improvisar a partir de esos datos que son siempre fríos, despoja-
dos de sentido o de sentidos y sobre todo de intenciones. La novela permite
transpirar, intuir, abrir fisuras y preguntas, introduce la reflexión y el sueño y
como no está sometida al síndrome de la "Verdad" con mayúscula, sino sólo a
la verdad de la ficción puede adentrarse en terrenos y sugerencias que la histo-
riografía ha desterrado o despreciado, abriendo nuevas luces sobre la historia
oficial y sobre todo introduciendo la desconfianza sobre el dato. Dato que con
su peso parece negar cualquier versión diferente. Hoy sabemos que el dato-dato
es precisamente lo que más puede construirse, inventarse e imponerse como
obvio.

La novela no pretende sustituir a la historia. Es un género que no se inmis-


cuye en la realidad suplantándola, pero que la olfatea y la destripa. Ahora cono-
cemos mejor el siglo XIX, las manías, las modas, los modos de amar o de sen-
tir, las convenciones, los sueños revolucionarios o burgueses gracias a las nove-
las portentosas de ese gran siglo de espléndidos novelistas. Hoy día ni los histo-
riadores discuten ya que la historia es también un tipo peculiar de género narra-
tivo, que siempre sin embargo mantiene la pretensión de verdad u objetividad.
La novela carece de esa pretensión, pero se adentra en el alma humana y nos
deja el aroma de una época, tal vez su verdad más profunda. Busca la comple-
jidad y no la solución; se adentra en el corazón humano y lo desnuda, indaga en
los deseos, en las zonas más inaccesibles de eso que hoy, tamizados por la psi-
cología, llamamos el inconsciente; cuenta la complejidad de la acción humana
y se detiene en las intenciones, en lo no formulado, en los oscuros caminos que
conducen a la acción. Vuelve a contar el pasado desde el presente, o más bien lo
utiliza como materia de ficción, pero no sólo para indagar en ese pasado -que al
mismo tiempo y como hemos visto puede adquirir nuevos tonos y enriquecer-
se- sino sobre el presente.

Por muy minuciosa que sea la reconstrucción histórica, la búsqueda de


datos e informaciones, por mucho que el novelista se sumerja en las fuentes, se
bañe en los escritores de la época y todo ello antes de comenzar a escribir su
novela, aunque se asemeje al historiador en su concienzudo afán de verdad en
esos momentos previos, cuando comienza a escribir su novela, su tarea se sepa-
ra radicalmente de la del historiador y es la estructura adecuada, el tono preciso
desde donde va a contar la vivencia, los sueños y las vicisitudes de los persona-
jes extraídos de la realidad o de la imaginación que tendrán que encarnarse en
el texto, lo único que importa. Y la novela será buena o mala, no porque sea
reconstrucción más o menos precisa de una época, sino porque se conjugan los
elementos narrativos que hacen inolvidable una novela. Es ya novela y no his-
toria y, como novela nos atraerá, nos fascinara o nos aburrirá. Puede ser
Bomarzo de Manuel Múgica Laínez o La muerte de Virgilio de Hermann Broch
o Las memorias de Adriano de Margarita Yourcenar o puede ser El largo viaje
hacia la noche de Ferdinand Céline o Bajo el Volcán de Lowry o Sobre héroes
y tumbas de Ernesto Sábato o cualquiera de las inmensas novelas de Faulkner.
Novelas, novelas, novelas. Sin adjetivación, sea o no la materia histórica pretex-
to para lo contado. Y al otro lado, una multitud de ejercicios seudoliterarios, que
incluyen la biografía novelada, la historia novelada: ni historia, ni novela, al fin
y al cabo, sino subgénero -ese sí- que prolifera y que lleva al lector y lo que es
más lamentable a la crítica, que debería ser rigurosa, a la confusión y a, sin cri-
terio, mezclarlo todo en una especie de magma que favorece a los editores sin
demasiados escrúpulos y a los gacetilleros que siguen muchas veces conformán-
dose con repetir esquemas hueros o a deducir a partir de las solapas de los libros.

La historia novelada me interesa muy poco. Más bien me desagrada, como


ocurre con casi toda la vulgarización. Aunque reconozco que dada mi ignoran-
cia de determinados temas agradezco la vulgarización científica, que no es más
que un sucedáneo. Y no me engaño. Yo no he escrito novelas históricas. He
escrito novelas y como tal quiero que sean leídas y juzgadas, sin que se las enca-
sille o se las cosifique. A veces cuento desde la modernidad más inmediata y
otras me refugio en el pasado para contar. Porque ese pasado me permite una
distancia que a mí, y supongo que al lector, me permite, le permite, agudizar la
mirada para ver el presente desde nuevas ópticas.

Como decía Jan Kott Shakespeare, mi contemporáneo. Y como muchos


lectores y lectoras me han contado: "Urraca soy yo. Urraca somos todas de
algún modo". Aunque sea también una reina que vivió a finales del siglo XI.
Pero algo hay de mí, de nosotras, tal vez mucho, en esa liberta, en esa concubi-
na de Nerón que he imaginado y construido, tan distinta de las Acté que enfe-
brecieron a los novelistas eróticos de finales de siglo; ese personaje lúcido,
escéptico y apasionado que acompaña en su viaje, en su fuga y en su remem-
branza, a un Nerón tierno, caprichoso y malentendido y que ahora también, por
cierto (nada sale de la nada y no es arbitraria mi ficción, sino sólidamente asen-
tada en los datos que se conservan, ya que no en las interpretaciones partidistas
de la dinastía usurpadora de los Flavios o de las fuentes cristianas) es rescatado
por los historiadores. Algo hay de nosotros en este principio de milenio de ese
desconcierto de la Roma del imperio, culta, decadente, atestada de nuevas sec-
tas, pueblos con otras costumbres y otras lenguas, esa Roma de Epícteto, la
Roma de los estoicos, desorientada y opulenta, confusa y generando en su seno
nuevos valores y nuevas formas de ver, la Roma de la mezcla, de la fusión, pla-
netaria a su modo, extensa y contradictoria. Sensual, gozadora y al mismo tiem-
po acunando el germen que habla de destruirla, con modas orientales, religiones
exóticas, formas de gobierno que contradecían su propia naturaleza, aquella
naturaleza republicana que ya era sólo un sueño. Cuando La liberta estaba ya
editada, tuve la oportunidad de leer la última novela de Tom Wolfe, Todo un
hombre y descubrí que curiosamente, él, que centra su novela en el Nueva York
más inmediato, en el caos, en la confusión del nuevo imperio, también de pron-
to recurre a Epícteto, como si ante la desorientación, ante el caos, la única sali-
da para encontrar una cierta calma, una cierta mirada imparcial que permita
seguir viviendo fuera la vuelta al estoicismo. Y es que es la época la que habla
a través nuestro, la que se filtra en nuestros poros y aparece en el texto. Y el
novelista es un resonador que percibe los signos y los expresa y vuelve a con-
movernos, porque de algún modo, algo nuestro vuelve a contarse, ya sea en la
Roma del imperio, en la España medieval o en la Gran manzana.
HISTORIA Y LITERATURA

José María Merino


(Escritor)

Desde Aristóteles y durante mucho tiempo, las perspectivas literaria e his-


tórica de la realidad han sido radicalmente diferentes, cuando no han estado
enfrentadas. Cervantes incluye en El Quijote la tesis aristotélica, al decir: "Uno
es escribir como poeta y otro como historiador; el poeta puede contar o cantar
las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escri-
bir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa
alguna". Todavía Ortega, en Ideas sobre la novela, mantiene acaso un resto del
viejo aserto aristotélico, cuando señala como "imposibilidad" aneja a la novela
histórica la vacilación continua del lector: "[...] tenemos que cambiar constante-
mente de actitud; no se deja al lector soñar tranquilo la novela, ni pensar rigu-
rosamente [sic] la historia [...]". El intento de reconciliar ambos mundos produ-
ce solo la mutua negación de uno y otro.

Tal dicotomía se asienta sobre la seguridad de que Literatura e Historia son


claramente diferenciables, de que hay un espacio adscribible sin dudas a lo poé-
tico, a lo ficticio, y otro incomoviblemente marcado por la verdad de lo sucedi-
do. Sin embargo, se podría decir que la historia de la Historia es un cúmulo de
falsedades. En el siglo XX hemos asistido a la falsificación de la historia
mediante el trucaje fotográfico y la manipulación de los medios de comunica-
ción, y los avances en el campo del perfeccionamiento de los recursos documen-
tales a través de la informática y la digitalización de imágenes no nos animan a
pensar que tales engañifas no puedan continuar en el futuro.
Por otra parte, historiadores severos han mezclado sin empacho lo real y lo
legendario en sus trabajos. Recordemos como ejemplo no demasiado lejano al
Padre Mariana, que en el Libro primero, Capítulo primero, de su Historia
General de España, "De la venida de Tubal y la fertilidad natural de España",
asegura que Tubal, hijo de Japhet y nieto de Noé, fue el primer hombre que vino
a España, 131 años después del Diluvio Universal. La presunción de que
Historia y Literatura -en tanto que leyenda o mito- han estado siempre clara-
mente diferenciadas no deja de ser una falacia.

Pero acaso no tenga interés revisar una dicotomía tan antigua, sino intentar
descubrir los aspectos en que Literatura e Historia pueden encontrar elementos
susceptibles de armonizar el antiguo enfrentamiento, en unos tiempos en que se
manifiesta una recuperación del interés por el género literario de la ficción his-
tórica.

Conviene recordar que la novela histórica -con las lógicas adaptaciones a


cada momento- no ha dejado de practicarse por los escritores desde su naci-
miento, que según Lukács habrá que fechar a principios del siglo XIX, coinci-
diendo con la caída del imperio napoleónico. A lo largo del siglo XIX, los auto-
res atendieron con asiduidad el género recién nacido, desde Scott a Tolstoi,
pasando por Stendhal, Dumas, Stevenson, Flaubert, Dickens, Larra, Gil y
Carrasco, Manzoni, Navarro Villoslada, Guerrazzi o Galdós, por citar unos
cuantos nombres significativos. Pero la referencia a escenarios históricos más o
menos lejanos ha sido también fuente continua de inspiración de los escritores
del siglo XX. De asuntos históricos escribieron Mann, Faulkner, Yourcenar,
Steinbeck, Brecht, Wilder, Graves, Vidal, Valle Inclán, Baroja, Blasco Ibáñez,
Sender, García Márquez, Eco e incluso Mendoza, por traer aquí también solo un
puñado de nombres.

Claro que hay diferencias de calidad y de ambición literaria en los distintos


productos, pero es notorio que el género cubre en este momento eso que se llama
un segmento editorial, con títulos que buscan decididamente los beneficios
millonarios del best seller, como es el caso de la serie del capitán Alatriste de
Pérez Reverte. Mas la Historia, mucho antes de la invención del género, fue estí-
mulo de la ficción. Los poemas homéricos, los cantares de gesta y muchos ele-
mentos del romancero viejo, el propio ciclo artúrico, bastantes aspectos del ima-
ginario de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina y otros autores
del siglo de oro, por poner unos cuantos ejemplos, reflejaban aspectos de suce-
sos reales del pasado, con impregnaciones más o menos legendarias.

No obstante, tal vez es ahora cuando por primera vez se puede hacer una
visión de Literatura e Historia en que pueda armonizarse, en algunos puntos, lo
que antes parecía irreconciliable. Ya he señalado en otra ocasión que la mirada
del historiador escoge, entre el confuso y caótico cúmulo de los sucesos de la
realidad, los que le parecen más relevantes para ordenar su narración de los
hechos y conducirla en un sentido. Y al seleccionar unos aspectos sobre otros,
al dar mayor o menor énfasis a determinadas actuaciones, selecciona para su
narración los aspectos que considera más significativos.

Trabajando con datos de la realidad, de la vida, el historiador no hace una


cosa diferente de la que hace el poeta, el novelista, cuando escribe sus ficciones.
Pues, aunque inventado, todo en una ficción debe ser significativo. Del mismo
modo que el historiador rechaza toda la ganga casuística que no le permita des-
tacar los aspectos que considera relevantes, el novelista no debe aportar a su fic-
ción aspectos que no sean indispensables para su desarrollo. Así, en su procedi-
miento de selección de motivos, historiador y novelista actúan de una manera
muy parecida. El historiador busca dar un sentido determinado a los sucesos y
aspectos de la vida que selecciona, del mismo modo que el novelista busca que
los elementos significativos que utiliza vayan cargando de intensidad el relato,
para que encuentre su sentido.

Es difícil que haya novela - y cuento- sin que exista movimiento, tensión
dramática, que no solo está en la intriga, sino en la capacidad de generar en el
lector un interés decidido por continuar leyendo. Pero también es difícil que
haya Historia sin que el historiador haya ordenado los sucesos y presentado las
acciones desde una perspectiva que conduzca al lector por cierto camino, no
solamente lógico, de interés. En la pura descripción debe haber también cierta
tensión, porque acaso la tensión sea una de las características innegables en ese
devenir ciego y caótico de los acontecimientos sociales. Quizá la diferencia fun-
damental entre las dos es que la Literatura, la novela, solo puede existir si, del
modo que sea, resulta de su artificio una recreación de vida, mientras que en los
panoramas que la Historia presenta no se pretende que se muevan seres vivos y
palpitantes, sino formas espectrales y quietas.
Si la narratividad es el territorio natural de Literatura y de Historia, acaso
la novela histórica, más allá de la falsificación de lo histórico y de la desvirtua-
ción de lo novelesco que denunciaba Ortega, sea capaz de construir una especie
de espacio simbólico donde ambos géneros, a través de la hibridación, puedan
conseguir una peculiar armonía. El dilema del autor estaría en cómo administrar
lo real -acciones, hechos, cifras, datos- y cómo mezclarlo con lo ficticio, elabo-
rado desde lo imaginario, que debe gravitar principalmente en la reconstrucción
de conductas y atmósferas. Hay que recordar que la ficción es una categoría
diferente de la verdad y de la mentira, un tercer género establecido a través de
una ya antigua convención que, en el caso de la novela, tiene mucho que ver con
la secularización de la vida social y el nacimiento del libre pensamiento. Ese
equilibrio entre datos reales y recreación ficticia incidirá sin duda en el buen
resultado final.

Pero no se puede olvidar tampoco que las novelas, históricas o no, son prin-
cipalmente obras literarias, productos de la creación artística, y que una novela
puede ser una obra maestra de la invención literaria aunque resulte totalmente
caprichosa desde el respeto a las pretendidas referencias históricas que incluye,
del mismo modo que una fidelísima reconstrucción novelesca de un suceso his-
tórico puede resultar una pésima pieza literaria.

También he señalado en otra ocasión que, en la utilización de los instru-


mentos y medios de la ficción, incluyo ante todo la propia mirada del narrador,
su modo de seleccionar lo más significativo, que en el caso de la novela histó-
rica provendrá de fuentes reales y no solo de la pura invención. Creo que el arte
de crear una realidad verosímil e independiente, capaz de adquirir vida en la
imaginación lectora, afecta a cuatro aspectos fundamentales, que en el caso de
la novela histórica no difieren del resto de las novelas canónicas: el ámbito físi-
co o escenario en que deben moverse los personajes; el ámbito temporal - e n
cierto modo, el tiempo es la sustancia de la literatura, y toda novela es un frag-
mento de tiempo que se fabrica con palabras; en el caso de la novela histórica,
ese espacio debe resultar especialmente creíble-; el ámbito de las conductas, de
los personajes, donde debe fraguarse, o resolverse, o simplemente permanecer
latente, el necesario conflicto; y, por último, el lenguaje, que en la novela histó-
rica plantea al narrador un delicado problema de opciones, y no me refiero,
como es natural, a las que pudieran tener como objeto el uso de ese pastiche irri-
sorio del "lenguaje de época" que tanto se prodigó en el siglo XIX.
En cierto modo, la Historia busca también reconstruir todos estos ámbitos,
desde las diferentes perspectivas de lo económico, lo político, las circunstancias
sociales y personales, la precisión en el desciframiento de los conceptos. Acaso
esa coincidencia de aproximaciones para armonizar el presente efímero con ese
pasado que se reconstruye a través de la imaginación novelesca, y la posible ilu-
minación resultante, sea en definitiva lo mejor que puede producir el encuentro
entre Literatura e Historia.
CÓMO SE ESCRIBE UNA NOVELA HISTÓRICA (O DOS)

Paloma Díaz-Mas
(Escritora. CSIC)

Hay un detalle en el que casi nunca reparamos cuando escribimos: escribir no


es, por lo general, nada interactivo. Normalmente, la relación entre el autor y el lec-
tor se realiza en una sola dirección (el autor escribe, el lector lee e interpreta), sin
que exista lo que hoy en día se llama feedback\ así que la mayor parte de las veces
el autor no tiene oportunidad de intercambiar con su destinatario información sobre
su obra, ni el lector tiene vías para darle al autor su particular visión de la obra lite-
raria ni para preguntarle acerca de los caminos que le llevaron a producirla.

Sólo excepcionalmente se produce la comunicación entre autor y lector:


cuando, a raíz de charlas, conferencias, mesas redondas o cursos académicos
sobre la obra literaria, se establece un coloquio entre autores y lectores. Mi
experiencia personal me dice que, en la mayoría de esas ocasiones, las pregun-
tas de los lectores están orientadas a pedirme que explique cómo es para mí el
proceso de creación de una obra literaria y, concretamente en mi caso, de un
cuento o de una novela.

Las preguntas suelen apuntar a diversos aspectos: desde los más generales
o inconcretos (cuál suele ser el motivo que nos impulsa a escribir, si es acerta-
do o no el concepto de inspiración), hasta los más técnicos (cómo se crea el
argumento, cómo es el proceso por el que se conciben los personajes, cómo y
por dónde se empieza a escribir, cómo y por qué se elige un estilo u otro, una
voz narradora, un punto de vista) o materiales (a qué ritmo se escribe, en qué
momentos y durante cuánto tiempo, utilizando qué instrumentos); también me
suelen preguntar acerca del papel de lo cultural o lo autobiográfico en mi pro-
pia escritura (qué hay en lo que escribo de imitado, de cita irónica y hasta de
pastiche; hasta qué punto se reflejan las vivencias personales en todo lo que se
escribe, etc). Y, desde luego, sobre los objetivos de mi propia labor como escri-
tora: para quién y para qué se escribe.

No creo que en el estrecho margen de una conferencia pueda explicar yo


todos estos aspectos, como no he podido hacerlo nunca tampoco en el curso de
esos coloquios a los que acabo de referirme. Y eso no sólo por falta de tiempo,
sino por otra razón más poderosa: la mayoría de las veces, el escritor no sabe
bien por qué hace lo que hace, ni para qué lo hace. Es decir, en el proceso de
creación de una obra literaria hay una parte de actividad consciente y de traba-
jo laborioso, pero otra parte -muy importante- de actividad inconsciente; de
manera que el escritor no siempre se da cuenta de por qué está inclinándose por
una opción y descartando otras, o por qué y para qué introduce en su obra un
elemento que quizás al principio le pareció insignificante y que luego acabará
determinando la dirección del resto de su trabajo.

Por eso muchas veces el escritor descubre en el diálogo con los lectores
facetas en las que no había reparado, detalles que introdujo en la obra casi sin
darse cuenta y que el lector sagaz descubre y pone de relieve para sorpresa del
propio autor que, confundido, no tiene más remedio que balbucear: "es verdad,
es cierto, eso está en mi novela, pero... no me había dado cuenta".

Partiendo de esa confesión de impotencia, quiero hacer ahora algunas refle-


xiones sobre el proceso de creación literaria desde mi propio punto de vista
como escritora. Me referiré, para ello, a algunas obras mías y, sobre todo, a mis
dos últimas novelas: El sueño de Venecià, que se publicó en 1992 tras ganar el
premio Herralde de narrativa; y La tierra fértil, mi última novela, que apareció
a finales de 1999 y obtuvo en el 2000 el Premio Euskadi en castellano.
Posteriormente (en 2005) he publicado otra obra de creación, Como un libro
cerrado, pero no es una novela, sino una reflexión autobiográfica sobre mi for-
mación como escritora. El sueño de Venecià y La tierra fértil pueden encuadrar-
se, con matices, en el género de la novela histórica, si por tal cosa se entiende,
más que la recreación literaria de épocas pasadas, la reflexión sobre el pasado
histórico e incluso sobre la posibilidad de historiar verazmente. En algún caso
me han dicho que eso se llama metajïcción historiogràfica.
El sueño de Venecià nació como un intento de recrear la historia de un
barrio madrileño en el que transcurrió mi infancia y una buena parte de mi
juventud. A lo largo de cinco capítulos, distintas voces narradoras nos introdu-
cen en la vida del barrio en otras tantas épocas: el siglo XVII, las vísperas de la
Guerra de la Independencia, la época de Isabel II, el período de la posguerra
civil y la época contemporánea. Como nexo de unión entre capítulos actúan una
casa, una familia y, sobre todo, un cuadro que se pinta en el primer capítulo y en
los sucesivos sufre una serie de modificaciones, amputaciones y deterioros hasta
que es restaurado en el capítulo final. Las relaciones de los distintos personajes
con ese cuadro van marcando la pauta del paso del tiempo, de la erosión del
tiempo sobre las cosas y las personas, de la tergiversación del pasado a través de
la percepción y de la memoria individuales (cada personaje ve en ese cuadro una
realidad distinta, a veces muy divergente de la que el lector va conociendo a tra-
vés del curso de la novela) y, por fin, de nuestras limitaciones para reconstruir
verazmente el pasado a partir de una interpretación racional de los restos que ese
pasado nos va dejando (el científico que restaura el cuadro en el último capítu-
lo llega a unas conclusiones acerca del cuadro y de su historia completamente
alejadas de la verdad, como puede comprobar el lector que ha seguido la peri-
pecia de ese objeto desde el principio). Así que El sueño de Venecià acaba sien-
do, más que una narración que pretende reconstruir la historia, una reflexión
sobre nuestra incapacidad de reconstruir verazmente el pasado1.

La tierra fértil, tiene unas características bastante distintas, aunque esté


presente también el tema de la reflexión sobre el pasado histórico. La novela se
inicia con un breve capítulo en el que una voz actual reflexiona ante la contem-
plación de un paisaje de la Cataluña interior -sabemos que se trata de Cataluña
por un par de catalanismos insertos en el texto-; se trata de un paisaje en el que
son evidentes las huellas del pasado (hay una antigua casa de payés, unos cam-
pos de labor trabajosamente robados a la montaña, las ruinas de un castillo) y su
contemplación induce a pensar en quienes vivieron allí en otro tiempo: lejos de
cualquier idealización del pasado, constatamos que fue su esfuerzo y su sufri-
miento lo que humanizó ese paisaje. Y a partir de ahí toma la voz otro narrador,
una especie de cronista medieval que cuenta la historia de Arnau de Bonastre,
un señor feudal de la segunda mitad del siglo XIII y de las personas que le rode-

1. Lo analicé en "Memoria y olvido en mi narrativa", Romanica Gandensia, XXVII (1997),


págs. 87-97.
aron, aquellos por cuyo esfuerzo y padecimientos se hizo fértil la tierra que hoy
contemplamos.
A la luz de estas dos novelas analizaré algunos de los aspectos del proceso
de creación literaria.

1. Lo que sirve de estímulo para escribir, cómo surge la idea de escri-


bir una novela

Uno pensaría que, tratándose de novela histórica, resulta obvio que el impul-
so inicial es la reflexión sobre una época determinada, y que es el deseo de recre-
ar, comprender o reflexionar sobre esa época lo que induce a escribir. Lamento des-
ilusionarles: en mi caso, no es así. Lo que me suscita el deseo de escribir ficción
histórica (y en ella incluyo no sólo mis novelas, sino varios cuentos míos ambien-
tados en épocas pasadas) no suele ser el pensar en una época, sino el contacto con
algo material: un lugar o un objeto. Objetos del pasado han inspirado algunos de
mis cuentos; pero como ahora quiero centrarme en las novelas, no puedo dejar de
señalar que las dos que he mencionado tienen un mismo punto de partida: el deseo
de explicar a la luz de la historia un lugar en el que yo he estado2.

Esto resulta obvio en el caso de El sueño de Venecià, en que el impulso


de escribir nació del deseo de imaginar la historia de un barrio en el que he vivi-
do. Es más, mi idea inicial era escribir algo tan poco original como unas memo-
rias de mi infancia -un peaje literario que parece que todos los escritores tene-
mos que pagar y que en cierto modo yo acabé pagando años después en Como
un libro cerrado- y si aquello acabó siendo una novela histórica que se desarro-
lla a lo largo de tres siglos fue por el peso que en la narración empezó a tener un
lugar (el barrio de mi infancia), hasta el punto de que ya no me bastó con escri-
bir recreando mis vivencias allí, sino que casi me obligó a inventar las vivencias
de otros personajes en otras épocas, pero siempre en el mismo sitio.

Aunque menos evidente, algo parecido pasó con La tierra fértil. El capí-
tulo inicial o prólogo de que les he hablado, en que un personaje actual recorre
un paisaje y reflexiona sobre su pasado, podría entenderse como un mero artifi-

2. La influencia de los lugares como motivo de inspiración en la novela la he tratado en mi


artículo "Lugares y objetos en la génesis de la novela histórica", ínsula, núm. 641 (mayo
de 2000), págs. 23-24.
ció literario que da paso a la verdadera narración. Y, sin embargo, ese aparente
artificio es lo más autobiográfico del libro: yo he andado por esos lugares, he
contemplado esos paisajes y su contemplación me ha llevado -exactamente
igual que en la novela- a querer imaginar cómo se vivió allí en otras épocas y
cómo ese paisaje llegó a ser lo que es. Así que escribí La tierra fértil no para
evocar tiempos pasados, sino para tratar de entender un lugar en el que estuve.

2. ¿Cómo es el proceso de escritura de una novela?

Cuando se pregunta esto, se suele pensar, desde luego, que cada escritor
tiene su forma de trabajar y la pregunta lleva implícito ¿cómo es en su caso?
Pero pocas veces se contempla que un mismo escritor puede tener, en distintos
momentos, distintas formas de abordar la escritura, distintos métodos para dis-
tintos trabajos.

En mi caso, siempre hay mucho pensar previo, escribir, olvidar y reescribir.


Por eso soy una escritora muy lenta: mi primera novela (El rapto del Santo
Grial, de la que apenas estoy hablando aquí) tenía ciento y pocas páginas y me
costó cuatro años de trabajo; en la siguiente, El sueño de Venecià, estuve traba-
jando cinco años, y es una obra de poco más de doscientas páginas; así que a
nadie puede extrañar que para escribir La tierra fértil haya estado siete años: un
ritmo frenético (para mis estándares), ya que la novela tiene más de seiscientas
páginas. Nunca había escrito con tanta rapidez: ¡nada menos que cien páginas al
año, casi una cada tres días!

Bromas aparte, semejante ritmo de producción se explica porque para mí,


tan importante como los períodos en que escribo (o reescribo) son los períodos
en que pienso sin escribir ni una línea, e incluso los que dedico a ni escribir ni
pensar siquiera. Largos meses de silencio absoluto en los que la novela reposa
en la memoria del ordenador, en espera de ser olvidada y releída por su propia
autora como si fuera algo ajeno. Y por fin, tras un período largo en que me ha
dado tiempo a olvidar lo que escribí, releer y descubrir qué hice, si me gusta o
no, si veo ahora nuevos matices que quizás yo misma introduje en el texto y que
ahora descubro como si no fueran míos. También, a veces, descubrir que lo
escrito no sirve para nada y que hay que empezar de nuevo, que no basta con
corregir sino que hay que olvidarse definitivamente de lo escrito porque no es
eso lo que queríamos; que es preciso buscar un nuevo camino. Por eso, para mí,
los períodos de inactividad son tan importantes como los de escritura.

Pero es que además el método de escritura es distinto para cada novela:


hasta El sueño de Venecià mi técnica había consistido en escribir a salto de mata,
cuando se me ocurrían las ideas y en el orden en el que se me ocurrían; almace-
nar lo escrito, releerlo, corregirlo y, paulatinamente, irlo ensamblando como un
puzzle. El proceso de escritura era, por tanto, fragmentario, en el sentido de que
iba escribiendo partes que sólo posteriormente se integraban en una estructura.

Ni que decir tiene que semejante manera de escribir tiene su efecto en el


estilo y en la propia estructura de la obra. Ese -llamémosle- método hizo que la
primera novela que intenté resultase un experimento fallido. Se titula Tras las
huellas de Artorius, creo que tiene cierta gracia dada la edad temprana con que
la escribí (con ventipocos años), pero estructuralmente es un desastre -pese a lo
cual ganó un premio literario- precisamente porque me falló el ensamblaje: hay
páginas bien escritas, hay páginas graciosas, hay páginas aprovechables, pero
todo el mecanismo chirría porque mi juventud me impidió ser rigurosa y cruel
a la hora de desechar materiales que no venían a cuento y que cuelgan de la
novela de forma un tanto forzada.

En las siguientes novelas, El rapto del Santo Grial y El sueño de Venecià,


el resultado fue mejor porque supe sacrificar las páginas que, aunque fueran
bonitas y me gustaran, no encajaban en la estructura de la narración: ahí queda-
ron, olvidadas, en espera quizás de su oportunidad en otra novela o en otro cuen-
to, o tal vez en espera de ser destruidas definitivamente. El tiempo dirá. Pero
resulta bien significativo que El sueño de Venecià haya sido estudiado en una
reciente tesis doctoral sobre el género literario que se ha dado en llamar ciclo de
cuentos: un tipo de narración (muy estudiada por la crítica literaria norteameri-
cana actual) en que los capítulos tienen al mismo tiempo una unidad y autono-
mía que permite leerlos como narraciones independientes o como parte de un
todo coherente. Creo que esa es una característica derivada no tanto de lo que
pudo ser mi intención inicial como de mi propio método de trabajo.

En La tierra fértil decidí, sin embargo, trabajar de otra manera. Lo que yo


quería escribir debía adoptar la forma de la crónica de una vida. Y las crónicas
y las vidas tienen una característica: ser -como el propio nombre de crónica
indica- una narración de los acontecimientos por orden cronológico. Si adopta-
ba para escribir mi crónica el método que había usado en anteriores novelas, me
saldría una crónica atomizada y una vida fragmentada, con saltos y quizás con
incongruencias. Así que me impuse la disciplina -¡y qué disciplina!- de imagi-
nar primero todos los detalles posibles de la trama, irme haciendo una especie
de guión en fichas y sólo cuando tuviera toda la trama imaginada irla desarro-
llando cronológicamente, escribiendo la narración en el mismo orden en que el
lector iba a leerla y en que se suponía que iban sucediendo los hechos.
Naturalmente, eso me obligó también a modificar mi costumbre de escribir a
salto de mata, lo que se me ocurría en el momento en que se me ocurría: me
forcé a escribir todos los días durante una hora (una cosa que nunca había
hecho), siguiendo rigurosamente el guión trazado y por su orden. De todas
maneras, me concedí períodos de silencio, largas épocas en las que la novela
dormía. Luego volvía a releerla y a corregir lo escrito antes de seguir adelante.
Para mi desesperación, tuve que escribir enteritas las doscientas primeras pági-
nas tres veces, porque no acababa de encontrar el tono de la voz del narrador;
así que La tierra fértil no tiene más de seiscientas páginas, sino más de mil... lo
que pasa es que cuatrocientas de ellas subyacen en la novela, tras haber sido des-
echadas y destruidas.

El resultado es muy diferente al de los casos anteriores: La tierra fértil es


una verdadera crónica en todos los sentidos, incluso en la forma cronológica
como se escribió. Me parece que sólo así he podido lograr dos cosas: dar cohe-
rencia a una trama bastante compleja, muy llena de acontecimientos; y -algo
que es muy importante en esta novela- mantener el control de la evolución psi-
cológica de los personajes. Porque aunque La tierra fértil se presente como una
pseudocrónica medieval, buena parte de la narración se dedica a analizar los
sentimientos de los personajes y su evolución: del odio al amor, del amor al
odio, de la soberbia a la humildad, de la arrogancia prepotente a la ponderada
justicia, de la ponderación al desenfreno.

3. El proceso de estructuración del argumento

Derivado de lo anterior, el proceso de estructuración del argumento ha sido


muy distinto en un caso y en otro: esto demuestra que un mismo escritor puede
desarrollar una novela con procedimientos creativos muy diferentes.
Mientras en El sueño de Venecià (como en El rapto del Santo Grial) el
argumento fue creciendo como un árbol, de una forma un tanto caótica, aunque
el resultado final creo que es coherente, en La tierra fértil el argumento fue cre-
ciendo como las piezas de un mecano, de acuerdo con un plan predeterminado.

Cuando empecé El sueño de Venecià ni siquiera sabía que iba a acabar


escribiendo una novela histórica (y, por supuesto, tampoco sabía que se acaba-
ría llamando El sueño de Venecià, título que surgió muy al final); incluso ele-
mentos que parecen fundamentales en esa novela se integraron en ella relativa-
mente tarde; así, el cuadro que se pinta en el primer capítulo y se restaura en el
último, sirviendo de nexo de todo el libro, surgió cuando ya tenía prácticamen-
te toda la novela escrita: me faltaba un elemento que consolidase la conexión
entre los capítulos (ya apuntada en la presencia de una casa y una familia) y lo
integré casi al final, lo cual me dio pie a añadir entonces el último capítulo, en
el que el cuadro se restaura.

En cambio, cuando empecé a escribir La tierra fértil ya sabía hasta cómo


iba a terminar, cuáles eran las peripecias fundamentales -aunque fueran surgien-
do detalles más o menos secundarios en el proceso de escritura- y, por supues-
to, cuáles y quiénes eran los personajes y qué representaban.

4. Los personajes

Una de las preguntas más reiteradas es qué nace antes, si los personajes o
el argumento. Es decir, si el argumento es el desarrollo de las peripecias de unos
personajes previamente concebidos (como si el autor fuera una especie de dios
creador que echa al mundo a sus criaturas y espera verlas vivir) o, al contrario,
la creación de personajes está supeditada a un argumento previamente concebi-
do (como si los personajes fuesen fichas de un juego a cuyas reglas predetermi-
nadas deben someterse).

Mucho me temo que no soy capaz de contestar a esta pregunta; o, mejor


dicho, que mi única respuesta puede ser: las dos cosas y ninguna de las dos.

Dudo mucho que un escritor sea capaz de escribir una narración por el pro-
cedimiento de crear unos personajes y esperar a que éstos actúen: no actuarán si
el escritor no les da cuerda y los guía hacia un fin; pero tampoco creo que pueda
crearse un personaje convincente (un caracter, utilizando un anglicismo) si el
autor no concibe al personaje como una persona, sino como una ficha de ajedrez
sin carne, sólo supeditada al mecanismo de la trama. Así que nuestros persona-
jes son al mismo tiempo personas y autómatas y en la búsqueda del equilibrio
entre lo que tienen de perfiles humanos y lo que tienen de máscaras está una de
las dificultades de la novela.

A veces, el autor tiene muy claro que quiere crear un personaje con unas
determinadas características y ese personaje se le insubordina, por así decirlo,
empieza a funcionar de una manera distinta a la inicialmente prevista: es que la
trama y la coherencia del conjunto narrativo se han impuesto sobre las caracte-
rísticas con que inicialmente concebimos el personaje. Otras veces un persona-
je surge precisamente del conjunto de la novela, como si saliera de la espesura
de un bosque en el que ha estado escondido.

Un ejemplo de esto último es el caso de Mataset, el criado traidor que en


La tierra fértil causa la ruina de la casa de Bonastre, el señor feudal protagonis-
ta. Yo necesitaba un traidor y la traición estaba ya prevista desde el principio; el
traidor no era, inicialmente, más que una función en la trama, pero se encarnó
de repente. Quien asumió el papel de traidor fue un personaje secundario que de
pronto se me presentó como voluntario, aunque yo no había contado en princi-
pio con él: en sus primeros tiempos como señor feudal el protagonista, Arnau de
Bonastre, tiene un acto de extraña clemencia -extraña para nosotros, hombres
actuales: hoy nos parece un acto de crueldad, pero aquello era clemencia en la
Edad Media- con un muchacho campesino que ha querido matarle; el señor se
limita a azotarle y obligarle a moler trigo uncido a un molino de sangre como
una acémila; posteriormente, el muchacho le pide protección contra su padre,
que lo maltrata, y Arnau de Bonastre lo acoge como criado en su castillo. Ahí
desaparecía el personaje, un muchacho desdichado a quien el señor llama iróni-
camente Mataset ('matasiete'), burlándose de su "gesta" de haberse enfrentado
con él y otros hombres armados3.

3. Una cuestión que no tengo tiempo de tratar aquí es cómo elegimos nombres para nuestros
personajes, y qué función tiene la antroponimia como recurso literario. Véase al respecto
mi artículo "Los nombres de mis personajes", en El oficio de narrar, ed. Marina Mayoral,
Madrid, Cátedra, 1989, págs. 107-120.
Cuando llegué al momento en que un criado tiene que traicionar a la casa
de Bonastre y sembrar en ella la ruina, reapareció Mataset como si saliese él
solito por su pie de las caballerizas del castillo, en las que hasta entonces había
estado trabajando: su resentimiento por la humillación sufrida, su no curado
odio por el señor, su sentimiento de agravio con respecto a los hijos del señor a
los que sirve, lo hacían candidato ideal para convertirse en el traidor de la his-
toria; su traición adquiría así una justificación social y moral, la del criado humi-
llado y el campesino oprimido que se rebela. La de quien ha estado sufriendo
humillaciones durante años y encuentra el momento de su venganza.

También en La tierra fértil un personaje se me insubordinó: yo quería


que Tibors de Fenal, la amante del señor de Bonastre (que tiene con él dos
hijos) amase al protagonista hasta el final; la dulce campesina, bastarda del
viejo señor de Bonastre (y, por tanto, pariente de mi don Arnau) debía mostrar-
se agradecida hasta el final hacia quien la trató bien y la puso bajo su protec-
ción, reconoció a sus hijos y la mantuvo en el castillo como señora. Pero a lo
largo de la novela se habían ido acumulando demasiados agravios sordos,
demasiados abandonos, como para que Tibors no se resintiera: cuando llegó el
momento en que el protagonista se enfrentaba con sus hijos, supe que, si que-
ría escribir algo coherente, Tibors no podía mantenerse como amante fiel de su
señor, que cualquier mujer en su lugar optaría por favorecer al hijo y no al
amante, que Tibors se unía - s i no físicamente, al menos sí en espíritu- al bando
de los traidores.

5. La voz del narrador

Pero el personaje más importante de una novela es la voz del narrador (no
confundir, por favor, con la voz del autor). Y ello por una razón: la novela es un
acto de lengua y es la voz del narrador (y no la del autor ni la de los personajes)
quien determina el lenguaje elegido. Una novela en la que se note discrepancia
entre el narrador que se supone y la lengua que se utiliza, directamente no fun-
ciona, porque no resulta creíble.

Esta impresión se acentúa, naturalmente, en el caso de la novela histórica,


donde hay que buscar voces que representen el pasado.
Precisamente son esas voces del pasado el elemento estructural más impor-
tante de El sueño de Venecià: lo fundamental en esa novela es que cada capítu-
lo está narrado por una voz de la época en que el capítulo se desarrolla; no se
trata de imitar el lenguaje de la época (cosa dificilísima y que siempre acaba lle-
vando a un pastiche: precisamente por eso procuré que el lenguaje de la novela
fuese fundamentalmente moderno, quizás con algunos toques de léxico propios
de cada época); se trata de adoptar las convenciones literarias propias de cada
momento: así, el capítulo del siglo XVII adopta la forma de una narración entre
cervantina y picaresca; el de comienzos del XIX es una especie de novela epis-
tolar y libro de viajes, todo en uno, ya que está constituido por las cartas que
envía a distintos corresponsales un lord inglés de viaje por España; la época isa-
belina sólo podía estar representada por una novela realista a la manera de
Galdós; para la parte más autobiográfica, que se desarrolla en la posguerra, era
evidente que había que adoptar las convenciones de la novela realista de pos-
guerra; y el informe del restaurador del cuadro que cierra el libro es eso: un
informe técnico que abunda en los tecnicismos propios del oficio. De esa mane-
ra, el autor se diluye en cinco narradores diferentes, cada uno con su voz y que
cuenta de acuerdo con las convenciones de la época: es decir, reflejando su
visión del mundo tal como la reflejaban los hombres de ese momento.

En el caso de La tierra fértil fue precisamente el tratar de encontrar el regis-


tro de la voz del narrador lo que me obligó a escribir tres veces las doscientas
primeras páginas: no acababa de dar con el tono, que no quería que fuese ni
arcaizante ni demasiado moderno, sino un español clásico (y, por tanto, bastan-
te intemporal). Quería, además, que se notasen dos cosas: que la novela se des-
arrolla en la Cataluña feudal y que el narrador es un cronista medieval.

Lo del cronista medieval me obligó a un tour de forcé: el narrador tenía que


expresarse en un español clásico e intemporal; las únicas concesiones que esta-
ba dispuesta a hacer al medievalismo en el lenguaje eran algunos términos léxi-
cos indispensables para referirse a realidades vigentes en la Edad Media y hoy
inexistentes (es evidente que si los caballeros llevan escudo puedo tener que
hablar de la bordura del escudo, o que si arrojan un arma puedo tener que lla-
marla azcona, que es una lanza corta no demasiado usada en nuestra vida coti-
diana). Pero entonces, aparte de en esos escasos términos desusados por haber
desaparecido de nuestro mundo la realidad que denominaban, ¿cómo se iba a
notar que el narrador era medieval? Sólo había una solución: que de sus pala-
bras se dedujese que pensaba como un hombre medieval. Y eso me obligó a
introducir algunos comentarios o valoraciones, puestos en boca del narrador,
que un hombre de hoy nunca suscribiría: detalles que muestran la adhesión del
narrador a las estructuras sociales y de poder de un mundo feudal que en nues-
tro tiempo nos parece profundamente injusto. Así, el narrador a veces nos escan-
daliza con sus observaciones, y ese escándalo sirve como piedra de toque para
contrastar su época y la nuestra.

Algo más sencillo fue procurar que se notase que la voz del narrador hablaba
de y desde Cataluña, porque se trataba sólo de jugar un poco con las palabras: a lo
largo de toda la narración, hay sutilmente infliltrados una serie de catalanismos.
Unos son catalanismos crudos, introducidos en mitad del discurso castellano
(balma, carderola 'jilguero', rupit 'petirrojo', etc); otras son elecciones léxicas en
que vienen a confluir el catalán y el castellano {pasadizo, por 'pasillo') o el catalán
y el castellano antiguo (escaque 'ajedrez') o que son catalanismos en castellano
0esparver 'halcón', que puede ser provenzal o catalán). En todo caso, no se preo-
cupen, porque ya me he ocupado yo de que el discurso se entienda sin que lo estor-
be la presencia de esas palabras catalanas. Pero me parecía que en una novela que
se desarrolla en Cataluña no podía dejar de estar presente la lengua catalana.

6. La influencia de lo cultural y lo autobiográfico

No voy a entrar aquí en cuestiones como la de la influencia de lo cultural y


lo autobiográfico en el proceso de creación de la obra literaria, porque es un asun-
to que ya he tratado en alguna otra ocasión. Recuerdo que hace unos años un pro-
fesor norteamericano me pidió una colaboración para un libro suyo sobre los
escritores ante su propia creación, y yo le presenté un artículo en el que analiza-
ba un par de párrafos de El sueño de Venecià en los que no parecía haber más que
un homenaje a las novelas de Galdós: el pasaje contaba cómo una criada se ena-
moraba del sobrino de un pescadero en el Madrid de la segunda mitad del siglo
XIX. Pues bien, aquel pasaje al parecer tan literario, tan poco vivido, estaba lleno
de elementos autobiográficos... sobre todo si entendemos que, en un escritor, lo
autobiográfico no es sólo lo que se ha vivido, sino también lo que se ha leído4.

4. El artículo en el que emprendí la "autodeconstrucción" de ese fragmento de mi novela es


"Mi vida en media página", en Escritores ante el espejo. Estudios de la creatividad litera-
ria, ed. Anthony Percival, Barcelona, Lumen, 1997, págs. 313-321. Posteriormente he ana-
7. ¿Para qué y para quién se escribe?

Naturalmente, una pregunta que no puede faltar es ¿para qué y para quién
se escribe? A lo segundo, mi respuesta será muy simple: para ustedes, claro.
Entendiendo por ustedes ustedes mismos o cualquier otro usted, a ser posible
desconocido. Creo que sólo los autores muy comerciales tienen presente el tipo
de lector al que se dirigen: más que en un lector están pensando en un posible
cliente, a cuyo perfil acomodan las características de su escritura.

La mayoría de nosotros escribimos sin saber demasiado para quién. Miente


quien dice que escribe sólo para sí mismo: si escribiésemos sólo para nosotros
mismos no escribiríamos, nos limitaríamos a pensar y en ese acto reuniríamos
al autor con su público (yo conmigo misma) sin tanto gasto de tiempo y esfuer-
zo y sin deforestar ni un sólo palmo de terreno. Si nos esforzamos por dar forma
a nuestros pensamientos y gastamos en ello papel -produciendo así un pequeño
desastre ecológico con cada novela- es porque nos dirigimos a alguien. Pero ¿a
quién?

La respuesta la encontré una vez en un libro del poeta Antonio Colinas que
se titula Tratado de armonía:

Para el escritor no existe reconocimiento mayor que el que ofrece el lector


anónimo, ese lector apartado, sin poder de ningún tipo; ese lector - d i c h o sea con
todos los h o n o r e s - que no existe. El creador arroja su palabra nueva al océano de
la noche y, en orilla apartada, el anónimo lector recoge el mensaje, sintoniza con
la palabra revelada. No otro es el fin de la creación: encontrar un espejo claro y
anónimo donde reflejar la palabra inspirada.

Para ese lector es para el que escribimos los escritores que amamos la lite-
ratura (que, por sorprendente que parezca, creo que no somos todos los escrito-
res).

lizado lo opuesto -la deuda de la novela histórica con el ensayo y la erudición- en "Del
ensayo histórico a la novela histórica", Boletín Hispánico Helvético 6 (otoño 2005), págs.
111-124.
LA NOVELA HISTÓRICA COMO PRETEXTO
Y COMO COMPROMISO
Antonio Gómez Rufo
(Escritor)

En Cadena perpetua, esa magnífica película de Frank Darabont, hay una


secuencia en la que dos presidiarios están ordenando la biblioteca del penal. El
diálogo que se desarrolla es más o menos el siguiente: Morgan Freeman va
sacando los libros de una caja y Tim Robbins decide el estante que le correspon-
de, de acuerdo a un criterio temático. Cuando Freeman extrae de la caja La isla
del tesoro, Robbins le dice que su destino es ficción: "Aventuras", señala; des-
pués, cuando extrae un tratado sobre algo así como termodinámica, si no me
equivoco, Robbins señala el estante dedicado genéricamente a "Educación"; y
finalmente cuando extrae El conde de Montecristo, Robbins, irónico, sugiere a
Morgan Freeman que lo lea, porque trata de una fuga. Entonces Freeman mira
el libro y dice: "Pues en ese caso pongámoslo en Educación".

Esta situación cinematográfica, tan brillante desde el punto de vista del len-
guaje del cine, y sin embargo tan diferente del lenguaje narrativo, me sirve como
excusa para volver a pensar en la dificultad que entraña para mí (no sé si para
todo el mundo) delimitar los géneros literarios por sí mismos, cuando tal vez
deberían establecerse por la finalidad que cumplen. O, en todo caso, me obliga
a plantearme una y otra vez qué ha de considerarse género literario y en dónde
situar cada obra. ¿Por qué estamos seguros de que una novela es de aventuras,
de amor, histórica, de misterio, de ciencia-ficción, erótica, intimista, costumbris-
ta, infantil, juvenil o de cualquier clase de género o subgénero de los que se han
establecido en el pasado o aún hoy se siguen estableciendo? ¿Dónde están los
límites, las fronteras, entre los géneros literarios? Es más, y estas preguntas
nunca he sabido contestarlas ni nadie me ha convencido con sus respuestas:
¿Quién decidió que Alicia en el país de las maravillas es un cuento infantil? ¿Y
que El principito también lo es? ¿O que Orwell escribía o no ciencia-ficción
cuando trabajaba sobre 19841 ¿Por qué sí? ¿Y por qué no?

Perdonen estas dudas iniciales. El hombre es un ser lleno de dudas gracias


a las cuales no ha logrado encontrar la verdad, afortunadamente: opino que una
sobredosis de verdad, de realidad, conduce a la locura o al suicidio, o a ambas
cosas a la vez. Y lo cierto es que no estoy dispuesto a perder el tiempo ni a hacér-
selo perder a ustedes desentrañando esas dudas ni intentando resolverlas en este
acto porque, además, confieso que desconozco tanto el modo de desenmarañar-
las como las respuestas apropiadas. Y si encontrase un argumento brillante, lo
que vuelve a ser altamente dudoso, estoy convencido de que apenas saldría de
esta sala y ya me encontraría con una docena de colegas con razones de sobra
para contraargumentar con un millón de teorías más brillantes que las mías.

Además, como lo que me interesa es circunscribir esta aproximación al


concepto de novela histórica, a mi propio concepto de novela histórica en todo
caso, nada mejor, creo yo, que guiarme por mis personales experiencias litera-
rias. Podré estar equivocado, seguramente será así, pero al menos el infortunio
será responsabilidad propia y cargaré con ella. Veamos, pues, algunas ideas pre-
vias sobre los géneros literarios antes de llegar a esa concepción personal sobre
la novela histórica o, más específicamente, sobre las novelas históricas que for-
man parte de mi obra literaria.

Empezaré señalando algo que parece obvio en esta época, y ello es que el
interés por el género, aun no siendo nuevo, sufrió un desbordamiento popular
con la publicación en España de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, hace
ahora veinte años. El nombre de la rosa: una novela medieval, y sobre todo
medievalista, de lectura difícil y trama policíaca que supuso un acontecimiento.
Confieso que cuando la leí, a mí no me pareció una novela histórica; al menos
no era, para mí, lo que siempre había entendido por novela histórica. Pero el
hecho de que recrease un periodo histórico concreto, que los personajes forma-
sen parte de un modo de ser determinado históricamente y que el juego de tra-
mas y paisajes definiese con verosimilitud una época, se aliaban para que el
resultado pudiese ser considerado prototípico. Así lo decidió todo el mundo,
pero yo aún conservo mis dudas. El nombre de la rosa fue, así, una novela his-
tórica, o la novela histórica por excelencia (hasta entonces se había dado tal con-
sideración y mérito a Yo, Claudio, de Graves) y la aparición del texto de Eco
supuso un importante auge del género no sólo en Europa, sino también en los
Estados Unidos y en toda América Latina.

Pero, ¿era, o es ciertamente una novela histórica? ¿No es una novela poli-
cíaca, sobre todo? Y si aceptamos que lo es, ¿en qué consiste entonces el géne-
ro histórico, narrativamente hablando?

Tal vez debamos intentar fijar esta cuestión antes de seguir adelante porque,
si tenemos que abordar los fines instrumentales de la novela histórica, tal y
como nos proponemos, parece lógico definir previamente qué consideramos por
novela histórica y qué características reúne el género así denominado. Aunque,
por muchas vueltas que le demos, a mí me parece que, al igual que en Derecho
se apela en última instancia a la voluntad del legislador a la hora de interpretar
una ley sobre la que no hay forma de ponerse de acuerdo, en literatura habrá, en
ocasiones, que intentar descubrir la voluntad del escritor para establecer con
meridiana claridad si la novela que estudiamos es, o no es, una novela de tal o
cual género.

Vayamos por partes. Desde hace muchos años se viene debatiendo sobre el
género literario sin que los estudiosos se pongan de acuerdo nada más que en
una cosa: en que la novela actual propende a ser intergenérica. Puede que Pérez
Reverte pretenda escribir novelas históricas y que Miguel Delibes, con El here-
je, quisiese escribir una novela de aventuras. Quién sabe si Robert Graves con-
sideró escrupulosamente su Claudio, el dios y su esposa Mesalina como una
novela histórica, o Margarita Yourcenar decidió hacerla con sus Memorias de
Adriano. Pero, ¿acaso ellos pretendían escribir una novela histórica y sólo his-
tórica? ¿Acaso lo pretendió así Chateaubriand al escribir Los mártires del
Cristianismo, o Sienkiewicz con Quo Vadis?, o Filóstrato al componer la Vida
de Apolonio o Plutarco con sus Vidas paralelas? ¿No es más correcto pensar que
tanto Filóstrato como Plutarco pretendieron escribir biografías sin considerar
que los elementos de ficción que introducían en los textos convertían sus obras
en novelas históricas? En fin, ¿querían todos ellos que sus libros fuesen novelas
históricas y sólo eso? No lo sé, pero desde luego no es mi caso cuando escribí
La leyenda del falso traidor, por mucho que se tratase de unas memorias de
Bruto en la época determinada del siglo I antes de Cristo y con una recreación
pretendidamente impecable de la Roma de Julio César.

Pero volviendo a los géneros, en los preámbulos de esta intervención, aún


se complica más la clarificación cuando se trata de determinados libros. Este
mes de octubre (de 2000), por ejemplo, se está publicando en todo el mundo un
texto titulado El cabello de Beethoven, cuyo autor es Russell Martin (en España
saldrá a la venta a mediados de noviembre seguramente, publicado por
Ediciones B). Pues bien: este libro es una visión literaria de la personalidad de
Beethoven a través del estudio científico del ADN de unos cabellos que se con-
servan del músico, entremezclándose en el libro ficción narrativa, reproducción
de documentos originales del genial compositor, cartas manuscritas suyas y una
historia a medio camino entre los hechos y las deducciones lógicas o imagina-
rias. Semejante título, por mucho que se esté publicando en las colecciones de
"No-Ficción" de casi todos los países, en realidad reúne todas las características
de una novela histórica. No se trata ya, como se comprenderá, de saber a qué
género pertenece ese libro, sino que el problema es aún mayor porque se trata
de saber si estamos ante una novela, un ensayo, un documento biográfico, una
biografía, un testimonio o qué, porque en realidad es un poco de todo.

Así pues, si ni siquiera los editores se ponen de acuerdo en dónde incluir


algunos textos (en esa aparentemente clarísima frontera entre la ficción y la no-
ficción), cuántas dificultades no habrán de existir a la hora de considerar histó-
rica o no a una novela, en cuanto a su género.

Por mi parte, considero (y así lo seguiré considerando a efectos puramente


materiales o formales) que una novela histórica es una historia de ficción que,
aprovechando un acontecimiento histórico o la vida de un personaje del pasado,
crea una trama novelística con una finalidad de entretenimiento o de reflexión.
Con esta definición, al menos instrumental, podremos salir de dudas con respec-
to a lo que me propongo decir, y así circunscribiremos mis palabras en torno a
la novela histórica como pretexto y como compromiso. Que es el objetivo per-
seguido.

Por otra parte me gustaría partir de una afirmación que puede parecer evi-
dente pero no por ello carece de cierto contenido paradójico: que Historia y
Novela son conceptos antitéticos, pues mientras la Novela es una ficción, la
Historia es la exposición imparcial y objetiva de una verdad. O al menos eso
deberían ser una cosa y otra. Partiendo de esa realidad, ¿no estamos ante una
paradoja?; ¿cómo es posible la existencia de eso que llamamos "novela históri-
ca"?

Además, soy de la opinión de que el fin primordial de la Novela es entre-


tener a los lectores y para ello cualquier manipulación es admisible, mientras el
de la Historia es una pretensión instructiva y por lo tanto precisa ineluctiblemen-
te de la objetividad. Si una novela recrease con verismo y escrúpulo un hecho
histórico, podría entretener, pero no se trataría de una ficción, sino de un texto
histórico, naturalmente; y si la Historia buscase instruir entreteniendo al lector,
esto es, añadiendo cierta fabulación a los hechos y algún trueque en los datos,
por hacerlos más llevaderos, dejaría de cumplir su finalidad científica, objetiva.
Así pues, ¿dónde cabe la novela histórica, que fabula e imagina, que manipula
los hechos y se sirve de ellos para deleite del lector? ¿No será que cuando habla-
mos de novela histórica queremos decir, en realidad, legendaria?

En todo caso, nunca se trataría de verdad de un relato histórico, sino de una


ficción cuyo argumento alude a sucesos o personajes recordados por la Historia,
a los que, por voluntad del creador, y legítimamente, se somete a una fabulación
artística.

En efecto; nadie puede pedir verismo a una novela, ni imaginación a la


Historia. A la novela cabe pedirle verosimilitud, y a la Historia, sólo objetividad.
A la novela histórica, pues, únicamente cabe pedirle que sea "una ficción que,
bien envuelta en sucesos ciertos, produzca apariencia de verdad, esto es, verosi-
militud".

A este respecto, el catedrático de Literatura Medieval Española Nicasio


Salvador Miguel define la novela histórica como "una obra de ficción en la que
los personajes, sean inventados o históricos, se desenvuelven con verosimilitud
en un ambiente con un fondo histórico de cierta garantía (esto es, que no sea el
resultado de unas pinceladas mal hilvanadas)". Frente a esta posición, hay quie-
nes sostienen que la novela histórica no existe, y también los que afirman, por
el contrario, que toda novela es histórica. Entre ambas posiciones, puestos a ele-
gir, yo preferiría pensar que toda novela es histórica, pues todas se desarrollan
en un momento histórico y todas pretenden hacerlo con verosimilitud. Desde
Fortunata y Jacinta o La colmena, que definen un costumbrismo muy especial,
hasta las leyendas gallegas y su consecuencia, lo que se ha dado en llamar el rea-
lismo mágico de tanto éxito en la narrativa latinoamericana de las tres últimas
décadas, toda novela es "una obra de ficción en la que los personajes se desen-
vuelven en un ambiente cierto", por aprovechar la definición del profesor
Salvador. Otra cosa es si una novela es buena o mala, si la recreación es más o
menos afortunada, o si su estructura, estilo y lenguaje componen una novela
acertada o fallida. Pero, puestos así, toda novela sería histórica por el simple
hecho de contener un espacio, un tiempo, unos personajes y una peripecia glo-
balmente verosímiles.

Dice Carlos García Gual que en general llamamos novela histórica a la fic-
ción implantada en un marco histórico que recrea una atmósfera mucho más
atractiva, entretenida y sugestiva que la que se contienen en las meras descrip-
ciones que realizan los historiadores en sus cátedras y en sus tratados. Y añade
que "si el protagonista es de verdad un gran héroe, la novela nos ofrece una
visión más próxima, más íntima, más sentimental que la que se cuenta en las
crónicas. En definitiva, la peripecia dramática viene presentada en un contexto
histórico que determina, en cierto modo variable, el destino de esos personajes".

Y además, como añade el mismo profesor, de ahí nace el curioso anacro-


nismo básico de ese tipo de obras, porque en la novela histórica pueden combi-
narse el intento arqueológico y la inmediatez psicológica, de tal modo que un
novelista, cuando crea una ficción histórica, "representa las figuras lejanas como
si fueran próximas, familiares, gracias a la libertad de invención que le presta el
género novelesco". A modo de paréntesis diré que quienes se interesen por el
tema pueden leer su libro La antigüedad novelada, publicado por la editorial
Anagrama en 1995.

Empecé diciendo que no he logrado establecer con nitidez la diferenciación


en los géneros literarios, aunque sigo sosteniendo que una novela pertenece al
género que el autor haya decidido, y ello en función del peso que dé, en el con-
junto de la obra, a una u otra temática. Son novelas románticas las que tratan de
las pasiones amorosas, por mucho que sucedan en la Grecia clásica o en las pla-
yas de la Chiclana actual; son novelas eróticas las que buscan la exacerbación
de los instintos sexuales del lector, aunque en la trama haya un asesinato y la
subsiguiente investigación policial; son novelas negras, policíacas o criminales
(cada país las denomina de un modo diferente) las que fuerzan el peso de la
trama en un delito y la consiguiente investigación policial, aunque sucedan en
un monasterio de la Edad Media; son, por concluir con los ejemplos, novelas de
aventuras, las que se fundamentan en la acción, aunque en ellas se entrelacen
tramas amorosas, eróticas, de intriga y de piratas. Luego hay novelas costum-
bristas, góticas, metafísicas y hasta políticas, y en todas ellas puede haber com-
ponentes de cualquier otro género. Histórico o no.

A mi modo de ver, la mayor confusión, en esa casuística incompleta de


géneros, se establece entre la novela histórica y la novela de aventuras. El pira-
ta Drake es un personaje histórico, y Alejandro Magno también, pero ni todas
las novelas de corsarios son históricas ni, desde luego, el reciente best-seller
Alexandros lo es. En cambio, ahí está el libro de Mario Vargas Llosa, La fiesta
del Chivo, una verdadera novela histórica aunque esté trufada con otros géneros
narrativos que van desde el político al periodístico o documental; o, a sensu con-
trario, el de Los pilares de la Tierra, disfrazada de novela histórica cuando lo
cierto es que se trata, por muy bien descritas que estén, de las peripecias de una
saga familiar. Bien descrita por Ken Follet, eso sí, pero nada más. En el cine, la
distinción es aún más compleja, porque la ambientación, el vestuario, la fotogra-
fía y la fabrica de sueños que es por definición el cine entremezclan de tal modo
la aventura, la ficción, la recreación histórica y la verosimilitud (cada vez más,
encima, gracias a los efectos especiales creados por ordenador) que, cerrando
los ojos, uno no termina de saber si Espartaco tenía el aspecto de Kirk Douglas
o si Gladiator existió en la realidad.

A modo indicativo, pero no categórico, diré a propósito de lo anterior que


me parece bastante acertada la clasificación que ha establecido el profesor
García Gual (en su obra ya citada), porque desde un punto de vista temático
diferencia las novelas históricas en Novelas Mitológicas (o de tema mítico),
Biografías Novelescas, Relatos de Gran Horizonte Histórico, Novelas de Amor
y Aventuras (generalmente de corte romántico) y Relatos de Intriga. Una clasi-
ficación no exhaustiva que, para entendernos, puede ser de utilidad.

Por otra parte, además de las tres condiciones imprescindibles que se inclu-
yen en la definición del profesor Salvador (ficción, ambientación y verosimili-
tud), creo que existe un cuarto componente imprescindible para que una novela
se pueda considerar histórica. He leído en algún sitio, expresado de una manera
un poco críptica, que el deber de la novela histórica es evocar un tiempo lejano
y procurar conmover al lector, para que en el proceso de la lectura sienta que
comparte las inquietudes de los personajes, se crea involucrado en la peripecia
o pueda comparar situaciones y responder preguntas que él mismo se hace en el
momento social en que vive. Creo que puede expresarse con mayor claridad: me
parece que una novela histórica debe ser una excusa o pretexto para abordar
hechos o situaciones con las que el lector de hoy sienta una especie de identifi-
cación. Es a lo que llamo pretexto, cuando utilizo este término en relación con
la novela histórica. También me gusta la definición que hace Paloma Díaz-Mas
cuando, hablando del proceso de creación de una novela histórica, dice que "el
motor creativo es algo que tiene que ver con las huellas que ha dejado el pasa-
do en la actualidad". Coincidimos, y por eso en este concretísimo aspecto es
donde se enmarcan estas palabras sobre "La novela histórica como pretexto y
como compromiso".

Como antes decía, la finalidad de la novela histórica puede ser únicamente


el entretenimiento, desde luego, pero yo prefiero las que me aportan motivos
para la reflexión.

Así, la novela se convierte en un instrumento: para aclarar un pasaje oscu-


ro o para utilizar un hecho cierto como una inmensa metáfora. En definitiva, el
arte es casi siempre un instrumento. Con esto no quiero decir que las creaciones
culturales, artísticas y literarias, no sean un fin en sí mismas, y como tal sean
obras del ingenio con sus características propias y su lugar preeminente en el
mundo de la inteligencia. Además de ser útiles para las relaciones de alteridad,
el arte y la literatura son entidades que se constituyen en un fin. Pero conocien-
do la propensión de la cultura a exhibirse, a dejarse juzgar y a convertirse en un
elemento conmovedor, su uso instrumental siempre ha sido frecuente, por parte
del creador y, más frecuentemente aún, por parte del poder. Y a mí no me pare-
ce mal porque frente a la función de entretener prefiero la misión de comprome-
terse. Esta es mi concepción de la novela histórica.

Para los que consideramos el compromiso como fundamento de un modo


de hacer literatura; es decir, para los que mantenemos una posición ideológica
determinada, una concepción del mundo, y pensamos que cualquier obra del
ingenio o cualquiera que sea el trabajo que nos ocupe ha de estar encaminado a
la consecución de un modelo de sociedad fundamentado en la libertad, la soli-
daridad y la igualdad, la novela histórica (una vez aceptada su existencia) nos
permite usar su inmenso campo de juego para abordar asuntos y cuestiones que
aún no se han solucionado en nuestros días, y a cuya resolución nos sentimos
llamados en virtud de ese mismo compromiso.

No sé con exactitud qué parte de mi obra literaria se puede considerar nove-


lística histórica, pero en toda ella creo que he sido fiel al compromiso que me
he marcado con mis semejantes a la hora de escribir. Permítanme una breve
digresión: Siempre me he preguntado si existía unidad estilística, genérica, lin-
güística o temática en el conjunto de mi obra literaria, y aunque en todas las oca-
siones haya defendido que cada novela precisa un estilo literario y un lenguaje
específicos, y que los géneros son al final una mera excusa para abordar uno de
esos grandes temas que terminan adueñándose de nosotros, devorándonos y
convirtiéndonos en pura zozobra, sí estimo que, con el paso de los años, empie-
zo a comprender que aunque no sea perceptible una unidad estilística, genérica,
lingüística ni temática, sin embargo hay en todas mis novelas un hilo conductor
o leiv motiv que las uniforma: mis personajes son seres solitarios, necesitados de
ser amados, que son capaces de hacer lo que sea para ser perdonados por la
sociedad, en primer lugar, y valorados después por sus semejantes; pero siem-
pre hay una injusticia social, ajena a ellos, que les impide alcanzar sus anhelos.
De ahí que la injusticia social, el modelo de sociedad, el poder en definitiva, sea
siempre un culpable que no sólo impide la felicidad humana sino que, delibera-
damente, consigue hacer creer al protagonista que es él quien debe pedir perdón.

Pero volviendo al origen de este pensamiento, insistiré en que tampoco


estoy seguro de qué aspecto de mi obra puede enmarcarse en eso que hemos lla-
mado novela histórica. Con seguridad incluiría en este género a La leyenda del
falso traidor y El alma de los peces. Tal vez también se pudiese considerar así
a El último goliardo y El desfile de la victoria, la primera por transcurrir a fina-
les del siglo XV, en Castilla, y la segunda por suceder en el Madrid del año
1953. Pero siendo coherente con mis palabras anteriores, en las que apelaba a la
voluntad del escritor a la hora de definir el género en el que decide y desea
englobar su obra, descarto estas dos últimas novelas porque en El último goliar-
do el peso de la temática está sustentado con toda intención en el género o sub-
género del erotismo (de hecho la novela quedó finalista en el Premio La Sonrisa
Vertical, de novela erótica, convocado por Tusquets Editores); y en el caso de El
desfile de la victoria, publicada en 1999 en Ediciones B, mi intención era des-
cribir la España triste, agazapada y cruel de uno de los años más difíciles del
franquismo, el de 1953, a través de una historia que empieza siendo política y
termina confusamente, como pretendía tal vez de un modo ingenuo, entre el cos-
tumbrismo y el esperpento. Esto es: lo que pretendo con la novela es denunciar
desde la objetividad una situación, unos hechos, un modo de vida social e indi-
vidual, por considerar que una descripción imparcial de la perversidad se limita
a poner de relieve la perversidad: esto es, que la mera descripción de la socie-
dad madrileña y española de la época bastaba para ponerla en evidencia, para
que la denuncia fuese eficaz.

Por ello, ni El último goliardo ni El desfile de la victoria quisiera conside-


rarlas novelas históricas. Aunque algún crítico lo haya entendido de esta mane-
ra, acaso porque en esa dualidad de que hablábamos antes comparte la opinión
de que, en caso de duda, es preferible considerar que toda novela es histórica.
Yo no estoy seguro.

En cambio, sucede todo lo contrario en lo referente a La leyenda del falso


traidor y a El alma de los peces. Por fin puedo sentirme seguro de algo, discúl-
penme. Intentaré explicar por qué.

La leyenda del falso traidor contiene, creo yo, todos los elementos para ser
considerada una novela histórica. Y no sólo porque me obligara a compilar una
exhaustiva documentación sobre la Roma del siglo I a.C. Aún puedo acordarme
del estado de mi cuarto de escribir durante aquellos años: las paredes estaban
cubiertas de mapas, cuadros, gráficos y árboles genealógicos; por el suelo, des-
plegado a modo de una maqueta bidimensional, se extendía una reproducción
exacta de la ciudad de Roma en aquella época. Sobre la mesa de trabajo, fichas
y libros señalados por separadores me informaban en cada momento de los
hechos, las fechas, los personajes y los aconteceres que daban continuación a las
memorias de Marco Junio Bruto, desde la vida de sus antepasados hasta su
muerte, pasando por sus años de docencia, sus cargos públicos, su matrimonio
y el asesinato de Julio César. Una novela (por tanto ficción), con una ambienta-
ción que intenté lo más esmerada posible, con unos personajes reales en su
mayoría y una verosimilitud total, desde mi punto de vista; aunque bien es cier-
to que la libertad que da la fabulación me permitió jugar con esa manipulación
interesada que me brindaba la posibilidad de demostrar que Bruto no mató a
Julio César, que era hijo suyo y que su acción era un acto épico para lograr la
libertad de Roma. En definitiva una novela histórica desde el punto de vista for-
mal, como exigía la definición del profesor Salvador Miguel.

Pero, ¿pretendía exclusivamente recrear la vida de Bruto a la hora de escri-


birla, o todo lo más aportar esas fabulaciones que acabo de enumerar? De nin-
guna manera. Confieso que el personaje me había fascinado desde siempre, no
en vano tengo debilidad por todos los perdedores de la Historia, pero mi preten-
sión era que Bruto fuese, para mi obra, un pretexto, y la Roma de Julio César
una excusa literaria y social. El verdadero objetivo que perseguí al escribir La
leyenda del falso traidor era poner el acento sobre la corrupción económica y
política de la sociedad neoliberal, o neocapitalista, de nuestros días, utilizando
el paralelismo con los tiempos de Julio César, cuando la podredumbre se pase-
aba por las callejuelas de toda la ciudad. Me pareció la gran metáfora, la perfec-
ta excusa de la que colgar una reflexión socio-política con la misma facilidad
con que se cuelga una percha de la travesera de un armario.

Así, cuando hablaba de la libertad de Roma, estaba refiriéndome a la pure-


za democrática; cuando reflexionaba sobre el deber del poder para con el ciuda-
dano y la gestión de lo público, estaba pretendiendo abrir los ojos a quienes qui-
sieran abrirlos, fuesen políticos o vecinos, y cuando escribía de ética, costum-
bres, autoridad y decencia, me limitaba a llamar la atención acerca de una
honestidad que durante tantos años se le viene escapando al mundo sin que
nadie encuentre el tapón que atora el desagüe por el que se nos va perdiendo la
vergüenza en estos días finales de un siglo entregado a la mentira y a la vanidad.

Permítanme leerles unas líneas de la novela, pensamientos de Bruto en su


agonía. Dice así: "¡Cuántos de los males de la República han sido causados por
el hecho absurdo de que haya unos pocos hombres demasiado ricos y una legión
de hombres demasiado pobres! Y cuántos porque eran demasiados los que se
creían con derecho a aumentar su poder y no se saciaban por mucho que fuera el
que alcanzaran". Y Bruto continúa reflexionando: "Comprendo que sea atractivo
el mando, gozoso el ver satisfechos los deseos con tan solo insinuarlos, agrada-
ble poder poner en pie a legiones y dirigirlas con toda su pompa y majestuosidad,
y simpático acceder a la cuasidivinidad sin que, por su índole, nieguen sus favo-
res matronas, doncellas y vestales. Pero además de ello, tan cercano al egoísmo
y a la vanidad como alejado del servicio público y de las obligaciones contraídas
con el Senado y con el pueblo, estoy persuadido de que el poder debe irradiar una
especie de embrujo que atrapa en sus redes a quienes en él se instalan, porque si
las magistraturas hubiesen puesto su empeño en que la vida de Roma transcurrie-
se en paz bajo los principios de la alternancia y la provisionalidad, evitándose así
la acumulación de riquezas y el despojo de los humildes, no sería cierto que
desde que puedo recordar no ha existido dirigente que no sucumbiese a las ten-
taciones de la tiranía, ni cónsul que no aspirase a los laureles de Dictador".

¿No es identificable esta página? ¿No se hubiese podido escribir, digamos,


para describir la situación de demasiados países durante los últimos diez, vein-
te o incluso cien años? Pero no sólo las reflexiones de Bruto son excusa para el
pensamiento político; también hay pensamientos sociales y culturales; hay
indignación y desesperación porque al ciudadano de Roma sólo le interesaba
aumentar el caudal de sus dineros como medio de presunción, al precio que
fuese. Y ya que estamos en un foro literario, permítanme que lea otras líneas que
pueden sernos familiares.

Dice Bruto a Ciño, su escriba, hablando de la ciudad en que vivía y de algu-


no de sus ciudadanos: "Es contradictorio, amado Ciño, pero lo cierto es que los
hombres han nacido para vivir reunidos y, sin embargo, en cuanto se unen surge
la disputa, la confusión y la guerra. Los hombres se agrupan por casualidad y de
pronto descubren que se encuentran defendiendo los mismos intereses, exacta-
mente los contrarios que protegen otros hombres que se han reunido también por
casualidad. No saben, ni los unos ni los otros, por qué se han unido, qué azar les
ha reunido ni por qué están amparando lo que defienden, pero se sienten cómo-
dos en esa conspiración y, si además logran hacer creer que tienen poder y pue-
den decidir qué es bueno y qué no lo es, entonces se embriagan de arrogancia y
se mudan peligrosos como serpientes del desierto. Esos clanes pasean por
Roma, Ciño, y en su estupidez deciden quiénes son los grandes y los malos poe-
tas, los soldados bravos y los cobardes y los maestros sabios o indignos. Son tan
necios que, aunque no son jamás buenos poetas, bravos soldados ni sabios maes-
tros, pues si lo fueran no pasearían su ociosidad y pereza sino que estarían ocu-
pados en su actividad de poetas, soldados o maestros, su mediocridad los lleva
a pensar que por darse la razón los unos a los otros en realidad están libres de
necedad y juzgan acertadamente. Aléjate de ellos, Ciño amigo, no los tomes en
consideración ni tan siquiera los escuches, pues aún no he conocido cretino que
coincida con los gustos del pueblo ni pueblos que progresen si dan oído a los
cretinos. Deja que entre ellos disputen y entre ellos se envenenen, que nunca
hicieron por mí sino confundirme hasta que descubrí su ignorancia y estupidez
y decidí desconfiar de todos ellos, desconociéndolos".

Reflexiones, en fin, intemporales y comprometidas, también subjetivas,


claro, y que responden al concepto de novela histórica como pretexto, tal y
como son de mi agrado. Aclararé, por si de lo dicho se crea confusión y se
entiende que en vez de una novela histórica La leyenda del falso traidor es un
ensayo político y debería guardarse en el estante de las Ciencias Sociales, si
dejásemos a Morgan Freeman decidir, que de todos modos también se incluyen
en ella las vivencias de Bruto, su vida amorosa, su matrimonio, pensamientos
sobre la muerte y los dioses, esto es, peripecias y acciones en las que aparecen
los temas esenciales que es dable repasar al final de una vida mientras se recuer-
dan también estudios, luchas, traiciones y amores, a la madre y a la esposa, al
cargo y a la necesidad biológica de la procreación. En fin, que estamos ante una
especie de autobiografía novelesca en la forma y una novela histórica en el
fondo, de la que me siento, todavía hoy, relativamente satisfecho.

Al igual que siento la necesidad de sentirme satisfecho y expresar que El


alma de los peces es otra novela indudablemente histórica, aunque cuanto les
diga no pueda aún demostrarlo porque todavía [octubre de 2000] no se ha publi-
cado en España. Curiosa peripecia literaria la ocurrida con esta novela, diré en
un paréntesis. Si ustedes fuesen griegos, búlgaros, holandeses, portugueses o
belgas, tendrían la ocasión de acudir a una librería y adquirirla. Sin embargo,
todavía no se ha publicado en nuestro país porque no acepté la oferta de mi edi-
torial: entiendo que ha empezado a sonar la hora en que los autores elevemos la
voz contra la tiranía del mercado y contra esos editores que deciden sobre un
libro de acuerdo a las veces que el autor se asoma a la televisión. En fin, que la
novela está en los escaparates de las librerías de Holanda, Grecia, Bélgica,
Portugal y Bulgaria pero hasta hoy no he sido informado de cuándo estará a la
venta en España.

Pero, al margen de la anécdota, que carece de interés puesto que la obra está
ya publicada y por lo tanto se ha dado a conocer, insisto en el género histórico
a que pertenece por razones que, si les parece, resumiré brevemente.

La acción de El alma de los peces transcurre en Austria entre 1895 y 1900,


concretamente en una pequeña aldea que jamás existió. Su protagonista encar-
na la esencia del mal, y por su peripecia vital conocemos, o al menos así lo he
intentado, la psicología de los personajes que dieron lugar al nacimiento de los
fascismos en Europa a lo largo del siglo XX. Sin pretenderlo expresamente,
podría haberse tratado de la juventud de Hitler, o de un nazi de similar catadura
política, psicológica y moral. La novela, así, se desarrolla en un periodo históri-
co determinado (finales del siglo XIX), en una época en la que algunos creían
ya necesario el "orden nuevo", y en "algún lugar de Centroeuropa", allí donde
la descomposición del imperio austrohúngaro, los albores del marxismo, la con-
fusión burguesa, el capitalismo agresor, los primeros movimientos migratorios
y consecuentemente xenófobos, el nacimiento de las vanguardias culturales y la
desorientación social en general se dieron cita para que la soberbia de Alemania
le diese alas para atreverse a enfrentarse a Europa, la debilidad italiana a entre-
gar el poder al fascismo y la posterior incapacidad de dialogar a llevar al mundo
hacia la más sanguinaria contienda que han conocido los tiempos.

Sería mucho decir que El alma de los peces trata de todo ello; y además
sería falso. Porque de lo que trata es del origen de todo aquello y, aún más con-
cretamente, de un personaje que pudo ser el Adán que nos expulsó a todos de un
paraíso al que cien años después aún no sabemos si nos gustaría volver. En todo
caso, jamás volveremos.

Por ello es una novela histórica: porque es verosímil. Y porque el autor, per-
donen la insistencia, lo decidió así al escribirla.

Antes de terminar estas palabras sobre la novela histórica, quisiera hacer


hincapié en el compromiso que supone la creación literaria, y aún más cuando
se utiliza como territorio el género literario de la novela histórica. La historia se
puede falsear (de hecho, algunos historiadores lo han hecho sin pudor), pero la
novela histórica, ya de por sí falseada por imperativos de la ficción, la fabula-
ción y la imaginación del creador, permite la manipulación pero, al menos, con
la coartada de que ese falseamiento puede encaminarse a transmitir al lector el
compromiso del autor. El compromiso, en ese caso, no se antepone a la literatu-
ra, sino que conforma, con la creación, la más hermosa de las literaturas: aque-
lla que se construye para procurar un placer en lo personal y un punto de vista
en lo social. En estos tiempos débiles ideológicamente, cuando los principios se
llenan de polvo, cuando la tabla de valores imperantes no puede satisfacer a
nadie, cuando la hipocresía y la mentira disponen de programas en la televisión
para difundirse y minar cuanto de bueno nos vaya quedando, la literatura, el arte
en general, tiene el deber de tomar la calle del modo que pueda, infiltrarse en los
cuartos de estar y ventilar el aire con el olor de la dignidad, tan cara en estos
días.

Mi opinión es que la novela histórica también debe ser un pretexto para


explicarnos qué está pasando en nuestros días, lo que significa que debemos
convertirla en la más inmensa paradoja jamás imaginada: usar el pasado, más o
menos lejano, como espejo en el que vernos nosotros mismos. Y opino también
que la novela histórica debe ser un compromiso con nuestro presente, porque no
se trata tanto de evitar mirar adelante como de saber que lo que sucedió antes ha
sido una suma de vectores cuya resultante somos nosotros.

Dos inmensas paradojas, lo sé; pero dos metáforas sublimes, también, para
que quienes nos esforzamos en crear, y los que nos deleitamos leyendo, no per-
damos nunca la perspectiva final, aquella que nos indica cuál es el camino por-
que sabemos de dónde venimos, quiénes somos y, finalmente, adonde queremos
ir. Las grandes y eternas preguntas que hacen del ser humano un manojo de
dudas, como yo lo soy, y de la humanidad entera algo más que una especie culta:
una sociedad intelectual.
LAS TRAMPAS DE LA PARODIA
EN LA NOVELA HISTÓRICA

Juan Miñana
(Escritor)

1. Presentación

Quisiera empezar comentando que cualquier parecido de esta charla con un


discurso académico va a ser pura coincidencia. Me temo que van a tener que
conformarse con el testimonio de un novelista y su relación con la Historia, así
que ustedes me permitirán que trate de suplir la falta de objetividad con el rela-
to, espero que ameno, de una experiencia personal, y por tanto viva. Voy a con-
tarles, concretamente, por qué un novelista de mi generación, que se adentró en
la narrativa histórica a la luz de la parodia, se llevó algunas sorpresas interesan-

Paralelamente a los estudiosos de la literatura que llamaríamos "de línea


dura", que vienen augurando el fin de la novela en general, no dejan de estable-
cerse diagnósticos menos ambiciosos para determinar la buena o mala salud de lo
que convenimos en llamar novela histórica. Los límites, los cánones de la novela
histórica no son un asunto sobre el que sea fácil ponerse de acuerdo. Hay quien la
ha definido como un cadáver con excelente salud, y resulta casi imposible encon-
trar a un novelista que se reconozca como cultivador del género histórico puro. Lo
que es seguro es que, de no existir, la novela histórica sería una de las cosas inexis-
tentes que acaparan más atención y ocupan más espacio en las librerías, así como
más tiempo y espacio en los medios de comunicación. Se suceden las colecciones
de novela histórica en las editoriales. Siguen publicándose monográficos sobre
novela histórica en los suplementos culturales de los periódicos y en las revistas
literarias. No son extraños los foros sobre novela histórica en Internet. Este último
verano (2000) siguiendo la tónica de los últimos años, no han faltado cursos de
verano, seminarios y debates sobre novela histórica: En El Escorial, se impartió
un curso sobre novela histórica cuyo director, catedrático de literatura medieval de
la Universidad Complutense, afirmó literalmente que "en principio, novela e his-
toria son términos antitéticos, lo cual explica que muchos críticos sostengan tanto
que la novela histórica no existe -porque sería una contradicción-, como que toda
novela es histórica, en cuanto que siempre cuenta con un contexto desde el que
una o varias voces cuestionan el entorno". Son declaraciones, como se ve, que no
ayudan a definir la indefinición endémica que gira en torno de la novela histórica.
Y mientras tanto ¿qué dicen al respecto los historiadores? Dejando a un lado pos-
turas reaccionarias, que siempre han mirado con recelo el mundo de la narrativa,
se está consolidando desde hace unos años un nuevo relativismo al que le va a
venir muy bien tener a la literatura como compañera de viaje. Se decía que la
Historia con mayúsculas es la memoria colectiva de la humanidad. Que perseguía
la Verdad también con mayúsculas, por supuesto, mientras que la novela debía
darse por satisfecha si alcanzaba su propósito de proporcionar algún goce estético
-léase: entretener. Pues bien, desde que la historia ya no la escriben siempre los
vencedores, desde que no trata de alcanzar una verdad unívoca -objetivo al que
ya renunció hace un siglo la literatura- se han valorado herramientas de conoci-
miento, igualmente valiosas con fines didácticos, que nos acercan a las etapas de
la historia sin despreciar la magia, las emociones, la poesía, la sugestión o la
importancia de la vida cotidiana. Esta tendencia no parece, pues, antitética con la
narrativa, si no que anuncia el principio de una buena amistad, siempre y cuando
los novelistas aceptemos una cuota de rigor si decidimos llevar nuestras historias
a una determinada época histórica. Como escritor, y como apasionado de la histo-
ria, nunca he entendido esa rivalidad historia-narrativa. Y no la he entendido por-
que entre las mejores lecturas que recuerdo están las de algunos historiadores con
grandes dotes narrativas, junto a las de novelistas especialmente dotados para
recrear la Historia. En cualquier caso, las etiquetas se difuminan con el tiempo, y
estarán de acuerdo conmigo en que pasados los años, los lectores no recordamos
otra cosa que el espíritu de un libro, dejando al margen si se adentraba o no en
algún género.

Antes me he referido a lo difícil que es encontrar a un novelista que se defi-


na a sí mismo como cultivador de novela histórica. Debo decirles que yo no soy
una excepción. Lo que ocurre es que, observando mis libros con cierta distancia
- y eso es algo que hay que agradecerle a seminarios como éste, o a las reedicio-
nes pasados los años- me doy cuenta, con perplejidad, no sólo que no tengo razo-
nes objetivas para protestar si alguna de mis novelas ocupan un lugar en los ana-
queles de novela histórica de las librerías -aun cuando uno quisiera que sus libros
estuvieran siempre en las mesas de novedades o en los escaparates-, sino que mis
novelas, que hasta ahora son cuatro, encajan de formas distintas en alguna de las
pocas reglas establecidas para acotar el género de la novela histórica.

Si me hago la pregunta de por qué recurro reiteradamente a la Historia en


mis narraciones, me veo obligado a distinguir entre dos clases de motivaciones.

2. Motivaciones ambientales y motivaciones de orden más personal

Verán, pertenezco a una generación de escritores que empezamos a publi-


car a mediados de los años 80. En las historias más recientes sobre narrativa
española, se coincide en afirmar que la literatura española estaba entonces
enfrascada en un retorno a la narratividad. Era un viaje emprendido por escrito-
res que venían tanto del experimentalismo como del realismo, sin olvidar ilus-
tres nombres de la generación de posguerra, alguno de ellos recién regresado de
un largo exilio. Es un momento muy interesante, en el que cambiamos las difi-
cultades políticas en cuanto a libertad de expresión - y eso incluye los ajustes de
cuentas y las reivindicaciones después de tantos años de censura-, por las tira-
nías del mercado editorial concebido con vocación de gran empresa. Nuestra
voluntad de recuperar lectores dando a la imprenta novelas de tema, nuestro
empeño en volver a encontrar el placer de narrar, nos llevó a reconsiderar las
ventajas de la literatura de género, aun a riesgo de ser mal entendidos. Le dimos
dimensión a la novela policíaca, como una nueva picaresca para contar un entor-
no en crisis. Nos aventuramos por la novela culturalista-histórica, por la novela
de iniciación, por las técnicas del folletín o de la novela galante; por la revisión
de los relatos de viajes. Mezclamos y volvimos a mezclar elementos combina-
dos de géneros distintos. Claro que, a esas alturas del siglo y de la evolución lite-
raria, lo más aconsejable parecía internarnos en la novela de género con el hilo
de Ariadna de la parodia. Las editoriales, por su parte, instauran entonces en
España políticas de producción excesivas. Se unen en grandes grupos multina-
cionales. En la estela del éxito y/o el prestigio de algunos autores extranjeros
que en determinados momentos optaron por recurrir al género historicista -Gore
Vidal, Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Umberto Eco- se alienta la nove-
la histórica con promociones importantes e incluso con grandes premios comer-
ciales -un repaso a las novelas premiadas en esa época lo confirma. Esa ebulli-
ción ha llevado, andando el tiempo, al poso de unos cuantos títulos de novela
histórica realmente espléndidos, y, en la otra cara de la moneda, a la prolifera-
ción de frivolidades históricas sin la menor calidad ni ambición literaria, best-
sellers arropados en épocas históricas que abonan el criterio de muchos escrito-
res de que la novela histórica ya sólo es una caricatura de sí misma. Se ha explo-
tado tanto y tan mal la peor novela histórica que los filones -Roma antigua,
Egipto, la Edad media europea- se han ido agotando antes que la voracidad de
los escritores de best-sellers, hasta el punto que ya podemos empezar a hablar
de novela prehistórica, y no sólo en cuanto a sus recursos literarios, sino en
cuanto al tema, centrado en sagas y clanes cavernarios.

3. Motivos personales

Cómo no, las lecturas de cabecera, la gratitud como lector a nombres como
Walter Scott o Thorton Wilder, Mika Valtari o Laszlo Passuth, Anatole France,
Flaubert, Sthendal, Alejo Carpentier o Mújica Lainez, o los españoles Galdós, Valle
o Ramón J. Sender, que abordaron el relato histórico desde su peculiar punto de
vista literario. Cada uno de ellos constituye una aproximación distinta al género.
También -lo apuntaba al principio- debo reconocer la labor de historiadores con el
don de la sugestión, y por citar sólo unos pocos, al margen de los grandes historia-
dores clásicos con extraordinarias dotes narrativas, como Herodoto o Tito Livio,
que siempre están ahí para ser revisados, recuerdo más recientemente lecturas de
Jaques Le Goff o Georges Duby, que nos hicieron soñar con la edad media; de
Carcopino, que escribió una introducción a la vida cotidiana en la vida de la Roma
imperial, con el fin de estimular a sus alumnos, y cuyas descripciones nos dejan tan
prendados como la mejor literatura. Y ningún escritor que se haya aventurado por
la España de los Austrias, o esté a punto de hacerlo, puede evitar el placer de des-
cubrir la capacidad de fascinar de historiadores como Deleito y Piñuela.

Otros motivos personales fueron, por qué no decirlo, la posibilidad de


suplir con imaginación libresca la falta de experiencia de vida. Y -quizá hemos
llegado a la motivación más importante de todas para mí- esa prioridad artísti-
ca que me anima a no desdeñar la posibilidad de llegar una idea a otra época si
eso puede ayudar a transmitir emoción, sugestiones.

Mirando atrás, ya digo, veo que he parodiado la novela folletinesca de prin-


cipios de siglo en La Claque, 1986, una historia sobre manipulación de criterios
que hubiera podido situar en el mundo actual de las agencias de publicidad
encubierta, pero no pude resistirme a llevarla al cambio de siglo y al ámbito tea-
tral, sólo porque me parecía soberbio que en esa época los aplaudidores profe-
sionales -hoy camuflados taimadamente- tuviesen su palco fijo en los grandes
teatros. Aquí la historia, y éste es uno de los pocos referentes seguros del géne-
ro, nos ayuda a caricaturizar realidades que siguen vigentes pero que ahora son
infinitamente más complicadas de detectar.

En La playa de Pekín, publicada en 1996, para hablar sobre cómo los sue-
ños incumplidos pueden dejarse en herencia, dibujaba a un inadaptado, un mar-
ginal, que sobrevivía con esos sueños heredados, que no eran más que recrea-
ciones idealizadas del pasado plasmadas en un cuadro de Nonell, su única pose-
sión de valor en una casa vacía. Es la historia como refugio.

En Noticias del mundo real, 1999, parodiaba el modo de contar la historia


desde los periódicos. La prosopopeya de los triunfadores en la España de los 60,
su maquillaje de la grisalla general abriéndose al exterior con el turismo o la
industria cinematográfica, servían para que el personaje central se pusiera más
en guardia, para no equivocarse de bando a la hora de asumir un posicionamien-
to ético y político. También era un modo -otro de los cánones del género- de
delatar situaciones del presente - e n este caso la falta de ideología y compromi-
sos- con el trazo grueso de situaciones más extremas y enemigos más definidos
que en la actualidad.

Pero si debo elegir una novela mía de corte más genuinamente histórico, en
la que coinciden más elementos de la narrativa histórica, me quedo con El
Jaquemart, publicada en 1991 y reeditada en 1992 y en 2000. El Jaquemart es
la novela que pone más difícil mi empeño de no considerarme un escritor de
novela histórica. Como si hubiese tenido cerca un hipotético manual del géne-
ro, en ella recreo la vida de un relojero de corte de los Austrias, etapa preferida
por nuestros novelistas para viajar al pasado. Describo situaciones intemporales
para recalcar la vigencia de ciertos temores colectivos -la muerte, la decaden-
cia, el paso del tiempo-, la vigencia de ciertos ilusorios remedios colectivos -en
este caso un autómata que hoy podría sustituirse por la alta tecnología. Y sobre
todo uso el idioma como elemento principal de la puesta en escena, todo ello a
la luz de una parodia en el sentido más estilizado del término, es decir, siendo
fiel a la etimología griega, en el sentido de "canto con arreglo a", y sin renun-
ciar a algunos elementos, más comunes, de recreación humorística. Sólo que esa
luz de la parodia, como se verá, iluminó algunos hechos inesperados.

Antes, para situarles les diré que la acción de El Jaquemart transcurre


durante una epidemia de peste bubónica en 1629, en una gran institución hospi-
talaria de Barcelona que estuvo en activo hasta hace menos de cien años. Un
médico de la ciudad -maestro en artes y medicina- es requerido por el Consejo
municipal para colaborar en los trabajos del hospital, a la orden de un viejo doc-
tor o médico de casa de ideas anticuadas.

Buenaventura Deulocrega, que es el nombre de ese médico de origen judío


recién llegado al hospital, se instala en la institución con su viejo criado de con-
fianza. Pasados unos días, en los que explora el avance de la epidemia por las
salas del hospital, creándose una imagen del mundo a partir de aquel espacio
cerrado -era hospital, convento, orfelinato, residencia para peregrinos y casa de
locos-, conoce a Don Juan de Ameno, un personaje apocado, de cierta posición,
que cuida un mal de melancolías -así se llamaban las depresiones en el siglo
XVII- y que sufre de la espalda, para cuyo reposo ha diseñado un extraño sillón
reclinable que preside su habitación.

En lugar de centrar su actividad en las salas de apestados, Deulocrega


queda fascinado por los dibujos de autómatas de Don Juan de Ameno, quien
-según no tarda en averiguar- ha sido relojero de corte y ahora proyecta retirar-
se en su ciudad natal después de diseñar su última obra: un jaquemart o autóma-
ta articulado que dé las horas a mazo en el campanario de la catedral.

En un tiempo sin psicoanálisis, el médico Deulocrega, con una mezcla de


láudano que en principio debe servir para aliviar la espalda de Ameno, y de habi-
lidad verbal, consigue que éste le cuente su singular y barroca obsesión por el
paso del tiempo. Y qué hay de anecdótico o de enfermizo en el hecho de que el
jaquemart proyectado va a tener las facciones del relojero, como una caricatura
en bronce de sí mismo que le perpetúe.
Deulocrega, cada vez más inmerso en el relato del relojero, dejará escapar
la ocasión de descubrir el origen de la peste, pero conseguirá sanar al enfermo
del mal del tiempo gracias a una vieja receta humanista: la generosidad moral.

Todo eso y algunas cosas más constituyen El Jaquemart. Del cuaderno de


viaje a la tierra de los clásicos he elegido estas reflexiones, maduradas por los
diez años de vida de la novela y sus reediciones, comentarios críticos, reescritu-
ras, etc.
*

4. Items paródicos

4.1. Parodiar parodias

Viajar al Siglo de Oro, para un escritor joven, supone una mezcla de osa-
día y de inconsciencia. Puedes armarte del espíritu más burlón, de la escatolo-
gia más gruesa o de la más fina ironía. Jamás vas a poder rivalizar con el inmen-
so, trágico sentido del humor de los clásicos. El descubrimiento del humor
surge, literariamente, al mismo tiempo que la tragedia moderna. El humanismo
había reivindicado la intemporalidad del humor greco-latino. Se redescubrió
que Homero había tenido sus parodiadores, menos solemnes y algo menos cor-
tesanos. Aristófanes fue un aguijón continuo para la tragedia griega. Lo mejor
de Juvenal, fueron sus sátiras de la incesante crónica autocomplaciente que
Roma se dedicaba a sí misma desde Virgilio. Nada nuevo bajo el sol, pues.
Coges recado de escribir, te presentas en el siglo XVII, y lo primero que descu-
bres es que es terriblemente difícil parodiar la parodia, lo que en mi caso deri-
vó, como apuntaba antes, en un replanteamiento del tono humorístico, sutilizán-
dolo, e incurriendo algunas veces en el humor negro. El humor caritativo de
Cervantes o el humor misántropo de Quevedo están bien como están. No nece-
sitan palimpsestos ni remedos torpes.

Sabíamos, antes de emprender el viaje, que la parodia, en el caso de los


grandes puntales literarios aludidos, había dado como fruto la mejor narrativa de
sus autores, que, curiosamente, alcanzaron su cima no cuando se dejaron llevar
por los cánones retóricos de su tiempo, sino cuando trataron de ajustar cuentas
humorísticamente con el entorno. La novela picaresca -gran parodia de la vida-
muy pronto se autoparodió como género. Pero el humor, la parodia elegida
como punto de vista, hoy se considera como el impulsor de un perspectivismo,
de una alienación de la voz narrativa, de una definición de esa misma voz per-
dida en el entorno, sin valores ciertos, que abre, como todos sabemos, las puer-
tas de la moderna novela.

El joven autor, que acaba de sentar sus reales en el Siglo de Oro, tiene que
reconocer que hace falta un sentido del humor muy grande para sobrevivir allí.
No en vano Cervantes, en la cima de su intención paródica sobre los libros de
caballerías, de lo que finalmente se burla, con su mezcla inigualable de morda-
cidad y caridad, es de la falta de humor del héroe clásico. Había que tener cui-
dado, pues, con la ambición literaria propia en ese terreno en el que aún respi-
ran los más geniales parodiadores de las ansias humanas de grandeza.
Parodiadores que cuando rebajaban su humor, rebajaban también su genialidad:
es el Cervantes que caía en la retórica renacentista tantas veces parodiada, o el
Quevedo capaz de parodiar a Ariosto, a sí mismo como hombre de su tiempo, a
sus rivales políticos y literarios, como Góngora, y que a veces, como el alguacil
alguacilado, caía en un tipo de poesía más canónica y pretenciosa.

4.2. Lagunas. Desfases culturales propios

Imaginemos un país de contrastes en el que algunas zonas están detalladas


hasta el manierismo y en otras se representa la mancha blanca de los mapas
como tierra ignota. Eso es algo parecido a lo que descubrí en el país de la paro-
dia, es decir, en mi idea literaria del siglo XVII español. Como lector no espe-
cializado, contaba como información previa al viaje con algunas de las lecturas
esenciales del Siglo de Oro, pero esas lecturas sólo describían literariamente una
parte del país. El resto había que confiarlo a las Crónicas de la época. Las lec-
turas literarias, tan absorbentes y sugestivas, parten del corazón geográfico del
imperio y no siempre alcanzan las periferias con la mejor pluma. En los lugares
donde previsiblemente había de transcurrir la acción, me encontraba con una
desproporción notable entre las sugerencias de la España central y de Andalucía,
respecto, por ejemplo, de Barcelona. Es ahí donde surge uno de los retos a los
que me conducía la parodia: tener que recrear, sin referentes literarios antiguos,
una ciudad sólo escasamente visitada en los grandes relatos del Siglo de Oro. El
Quijote llega a Barcelona, sí, pero el ambiente de las calles, el aroma de las
cosas hay que reconstruirlo tomando apuntes de otras ciudades mejor tratadas
literariamente en esa época -Sevilla, Salamanca, Toledo, Madrid- con las suges-
tiones imposibles que rebuscaba en las crónicas catalanas de la época de los
Austrias. Eché en falta la figura de un Martí de Riquer, que tanto y tan bien se
ocupara de la época Medieval, como guía para tratar de pasear por la Barcelona
del XVII sin salirme a cada momento del decorado.

4.3. Trampa para escenógrafos exigentes: la ciudad vista con otros ojos

Y sucedió que la ciudad me brindó una curiosa sorpresa, casi una humora-
da. El mejor lugar para reconstruir documentalmente aquella época era el anti-
guo hospital donde transcurre la trama de El Jaquemart, convertido desde hace
100 años en una impresionante biblioteca de salas góticas. Naturalmente, me
había equivocado: no todas las crónicas son sumariales. Algunas, como los
libros de registro del hospital, te sumergían con todo lujo de detalles y sugestio-
nes en la época austríaca. Las horas de biblioteca - o de hospital- se prolonga-
ron, y acabé siendo la parodia de un 'paciente del siglo XVII' antes que un lec-
tor esperando más carretillas con libros solicitados. Después salías a la calle y
se obraba la maravilla: la ciudad podía ser medieval, renacentista, barroca o
engañosamente contemporánea. Todo estaba sobrepuesto esperando miradas
desde uno u otro ángulo. El problema era que la autosugestión resultaba tan
agradable que no siempre apetecía salir del perímetro urbano de la imaginación
y la historia recreada. La verdad es que resultaba un placer perderse adrede en
ese callejero fabuloso sin ninguna prisa por encontrar las calles que devolvían a
la realidad del presente.

4.4. El Burladero del documentalismo

Porque los detractores de la novela histórica siempre esgrimen que el docu-


mentalismo excesivo suele ser un recurrente entre los novelistas que cultivan ese
género. Ahora entiendo mejor ese argumento, porque nunca había sentido una
inspiración más viva que cuando documentaba el libro. Un excelente escritor de
novela histórica, Marcos Aguinis, declaraba recientemente que la novela histó-
rica exige el buen tino para elegir la documentación necesaria y la sabiduría para
rechazar o dejar de lado la prescindible, que suele ser la que ahoga, le quita aire
al proceso creativo. Y añadía que la investigación que precede a sus libros supo-
ne en realidad una gran fuente de inspiración, lo que se alegrarán de saber los
conciliadores entre historia y literatura, entre erudición e imaginación como
complementos para buscar una verdad que sabemos no alcanzaremos nunca del
todo. Pero si quieren insultar a un novelista, díganle que es eficaz, que cincela
su prosa o que es un buen artesano de las imágenes. Sólo dejo planteada la para-
doja: documentar un libro histórico impulsa, de algún modo misterioso, nuestra
parte más imaginativa. La gracia consiste en que hay un momento en que puede
vencer el documentalismo y la montaña de textos documentales se derrumbe
asfixiando la literatura.

Un corsé de erudición, por prestigioso que sea, puede llegar a ahogar el arte.
En el mejor de los casos, confiere una obvia rigidez a los personajes que preten-
de avalar y dar verosimilitud con toda clase de documentos históricos. Por lo
mismo, si concebimos el lenguaje como parte de la puesta en escena, podemos
disfrazarlo con acierto o asfixiarlo por los terciopelos de teatro. El equilibrio
entre rigor y fantasía es la clave, y si el novelista tiene bastantes ganas de jugar,
no hay nada más divertido que el acertijo continuo, planteado subliminalmente al
lector, de si cierto pasaje insólito refleja un episodio histórico bien documentado
o una fantasía bien encajada en la coyuntura histórica de la novela.

4.5. El club de los insensibles

¿Han oído hablar del club de los insensibles? La historia está llena de ejem-
plos de escritores que fueron acusados de refugiarse en la novela histórica para
esquivar un compromiso social o político. Alguna de esas "espantás" han resul-
tado una bendición para la literatura pasado el tiempo, aunque supusieron el des-
prestigio social para sus autores. Tomemos el ejemplo de Merezhkovski, el céle-
bre novelista histórico ruso, una de cuyas obras más conocidas, El Romance de
Leonardo, tuve la suerte de prologar para la última edición española. Dimitri
Merezkhovski fue acusado de negar la realidad social rusa, lo que con el tiem-
po derivaría en una denuncia formal de postura anti-revolucionaria que le llevó
al exilio. Visto desde nuestra época, su obra aparece como un intento de impe-
dir la abolición de la magia y los mitos, abonados por su gran conocimiento de
la cultura clásica. Los regímenes se han sucedido en Rusia, pero, curiosamente,
su obra se ha revalorizado. Su propuesta de sugestiones ha sobrevivido como
obra de arte pura.
Al parodiar a un escritor de novela histórica -digámoslo ya de una vez- me
molestó entrar, siquiera por la puerta falsa, en ese club imaginario de escritores
acusados de escapistas, de torremarfilistas. En ciertas épocas puede justificarse
que el recurso principal de la novela histórica - y aquí podría hablar un abogado
defensor del género- denuncia situaciones equivalentes a las de la actualidad,
sobre todo cuando es peligroso arremeter contra el poder contemporáneo del
autor. La antorcha de la parodia chisporroteaba como si estuviera a punto de
apagarse. ¿Era un buen momento para recurrir a la historia, incluso con la pre-
misa paródica, en un momento concreto de consolidación de libertades recobra-
das? Y mi conclusión no fue social ni política, sino de nuevo estética. Una nove-
la es el resultado de multitud de pequeñas decisiones, la mayor parte de las cua-
les obedecen, antes que a estrategias intelectuales, a consideraciones de orden
artístico. No estaba en el barroco huyendo de nada, en realidad, sino porque me
parecía bellísima y divertida la estampa de un hombre reflexionando sobre el
paso del tiempo dentro de la maquinaria de un reloj. Decidí que mi viaje mere-
cía la pena sólo por llevar a lo posible la vanidad de un creador que sueña con
la eternidad y concibe una máquina para rozar esa posteridad con los dedos.
Supongo que eso es intemporal y que podríamos encontrarle muchas vigencias,
pero el personaje barroco era más extremo y apasionante por su falta de subter-
fugios, por su ingenuidad y claridad de intenciones.

4.6. Parodia y metaliteratura

Uno de los momentos más interesantes de la gestación de El Jaquemart fue


el descubrimiento de la sopa de ajo. En la segunda parte del Quijote, Cervantes
parodia a sus parodiadores, acentúa su humor, y el resultado es un distancia-
miento irónico hacia la propia obra que inaugura una nueva forma de narrar y
alcanza la cima de la metaliteratura que contiene el Quijote. Pues bien, escri-
biendo El Jaquemart "descubrí"' -entre comillas- que los desvelos del relojero,
como antihéroe vencido por las aspas lentas de los relojes, podían suponer en sí
mismos una parodia del arte de novelar, ya saben, ambiciones, egocentrismos,
amor y desamor con las propias obsesiones. Hay un pasaje en El Jaquemart en
que el relojero, que acaba de reparar los mecanismos de un reloj de torre con
autómatas y sonerías, baja a la plaza, con las manos y el mandil manchados de
grasa y se confunde con la gente. Cree dominar el artificio, pero cuando la
máquina se pone en movimiento, se da cuenta de que el misterio de aquel teatro
de autómatas lo rebasa. Y se sabe afortunado porque así sea. La metanovela no
hace más que destacar los aspectos más misteriosos de la creación artística. Y
los escritores, como el relojero, nos sabemos afortunados de que así sea.

4.7. La añoranza de lo que nunca existió

Ése es el postre más dulce de la novela histórica. Y eso sucede tanto en la


llamada novela histórica clásica -bien ceñida a lo documental, respetuosa y
rigorista-, como con lo que en Hispanoamérica se viene llamando nueva nove-
la histórica, menos dócil con las rigideces de la erudición. Pobre del novelista
que no se autosugestione con su propia novela en curso, y la novela histórica,
incluso a la luz de la parodia, propicia un juego de extrañamientos, de claroscu-
ros, que potencian esa autosugestión hasta un punto en que a un novelista se le
puede ir el oficio de las manos. Todo tiene su mesura, y el exotismo intelectual
de recrear -descubriendo al mismo tiempo que la recreamos- una época distin-
ta a la nuestra, un espacio donde encajan mejor que en el presente algunas fan-
tasías, puede derivar en morosidad y empalagamiento. En una laxitud poética
resultado de haber concebido un bello refugio y no desear salir de él a su tiem-
po y en su momento, o simplemente perdiendo el ritmo iniciado, lo que acaba
perjudicando la novela.

4.8. Trampa mayor: los moralistas salen del armario

Los ilustres antecesores de la parodia remataron sus burlas con un pinácu-


lo o sombrerete moral. ¿íbamos a ser menos los parodiadores actuales?

En efecto, la piedad cervantina, su media sonrisa, su soledad asumida, cul-


minan en un remanso moral. Incluso el Que vedo de El Buscón y, sobre todo de
Los Sueños, guarda su navaja de ingenio cortante y muestra un momento su
melancolía por todo lo que puede esperarse de los hombres y el pobre espectá-
culo que casi siempre ofrecen. Antonio Machado hubiese llamado a eso "el
secreto de la misantropía".

El siglo de Oro fue una época de crisis, de extremos y contrastes, de relati-


vismos, de tránsito de ideas y creencias, de incertidumbres por el futuro. El dis-
curso moral llama a la concordia desde el mismo centro de la vida, sin pulpito.
Hoy los parodiadores descubrimos que ésa es la única puerta de salida de la
parodia: el posicionamiento moral. ¿Cómo hemos pasado de parodiar moralis-
tas disfrazados a tratar de moralizar con ellos?

La respuesta, como adivinan, es que siempre estamos en crisis, en tránsito,


y si les hablara el relojero de El Jaquemart, les diría que seguimos compartien-
do temores, como los que se derivan del paso inexorable del tiempo.

5. Conclusiones

Las revisiones históricas, entre solemnes y paródicas, están a la orden del


día: en cine, en los cómics, incluso en los videojuegos, que recurren muchas
veces a las sugestiones medievales. Aquella nueva política editorial hacia la
novela histórica ha cristalizado en una inmensidad de novelas con marchamo
histórico pero concebidas como mero entretenimiento de consumo masivo.
Como siempre, las buenas novelas históricas, como las buenas novelas en gene-
ral, son una pequeña, insignificante parte de la arrolladora producción editorial.

Miren, creo que la literatura es arte, y el arte es, ante todo, uno de los sis-
temas más valiosos de comunicación que hemos concebido. Visto desde ese
ángulo, la novela histórica no se diferenciaría casi nada de la novela futurista o
de anticipación. Nuestra intención es la misma: vivimos en la era de la informa-
ción, pero no hay nada más antiguo que un e-mail de hace unas horas. En cam-
bio, no hay nada más actual y por cierto perdurable que la esencia del humanis-
mo. Una vigencia puesta a prueba una y otra vez por los narradores, aunque sólo
sea para seguir asombrándonos de cómo viaja en el tiempo lo mejor y lo peor de
nosotros mismos.

Por mi parte, no pienso renunciar a las buenas lecturas de historiadores


imaginativos ni a las de los mejores narradores de novela histórica. Y nada de lo
que se argumenta contra la novela histórica me afectará, estoy seguro, cuando
me ronde en el futuro una de esas ideas que invitan a preparar las maletas y via-
jar a otra época con los ojos bien abiertos.
LA NOVELA HISTÓRICA

Jesús Maeso de la Torre


(Escritor)

Si tuviera que definir el concepto de novela histórica, en el que me resisto


a creer, pues no es sino una forma más de creación literaria, consideraría que la
única diferencia con cualquier otra modalidad literaria es que el marco de su
acción está basado en la reinvención de una realidad pasada.

A diferencia del relato llamémosle convencional, el hilván de sus tramas se


recompone de fragmentos de un tiempo ya acaecido, donde el autor decide dete-
nerse como mera excusa para crear un universo de ficciones con imágenes del
pasado. No obstante nunca ha de olvidar el novelista histórico que en su noble
oficio de narrador no ha de interesarle únicamente la evocación del ayer, sino
que está atado a un doble e ineludible deber, la creación de personajes y conver-
tirse en orfebre de un lenguaje estéticamente literario.

Resulta evidente que hablar de la expresión novela histórica induce de


inmediato a la reflexión pues planea un halo de contradicción y discordancia
entre ambos términos. No obstante esta denominación es ampliamente aceptada
por los críticos literarios, editores y lectores, ya que para escribir una novela his-
tórica se precisa de una documentación previa y de una arqueología documen-
tal, innecesaria en los preceptos enteramente imaginarios de la, titulémosla,
novela pura.

Asentadas estas valoraciones, no cabe duda de que este género goza en la


actualidad de excelente salud, y que el auge de la llamada narrativa histórica
obedece a la aparición en este país de valiosos creadores de este tipo de novela
y a que al ciudadano de la sociedad actual, ávida y racionalista, le urge alimen-
tarse del glamour de un pasado idílico. Los tiempos en los que nos ha tocado
vivir parecen heridos por la carencia de sensaciones y estéticas que se han ido
sustituyendo por la frialdad del lenguaje depauperado de los medios de comuni-
cación y por los conceptos simplificados y conceptistas de la expresión cotidia-

E1 hombre de hoy precisa de sensaciones de fantasía, de evocación y de ilu-


sión, de edenes perdidos donde reencontrarse, de abandonarse al pasado miste-
rioso y de entregar su ánimo a emociones que estremezcan su alma.

Borges sentía fascinación por el pasado y definía la novela histórica como


un mundo mágico donde hallar un motivo para recrearlo literariamente. Proust
manifestó que el pasado era el origen de su mundo narrativo, y Juan Goytisolo
sostiene que una obra no puede vivir en los siglos venideros si no se alimenta de
los pretéritos.

No obstante, dispuestos a buscar disimilitudes conceptuales entre los géne-


ros novelísticos, en la narrativa histórica se ofrecen más mensajes para la fija-
ción y la imaginación del lector. Su propósito no es quedarse sólo en la descrip-
ción de la Historia, sino en la invención de una ficción en la que se emplean
estrategias ideológicas, literarias y filosóficas propias del escritor, dentro de un
escenario de una época determinada del ayer. Y al igual que otros escritores, el
novelista histórico compite también con el mundo real, aunque la acción se halle
detenida en un tiempo remoto.

Como en cualquier género literario, la arquitectura de una buena novela


histórica ha de descansar sobre un doble entramado, un argumento verosímil y
creíble, y unos personajes tratados como un nítido perfil psicológico que sinto-
nicen con el interés del lector y sus resortes emocionales, única forma para con-
ducirlo a una esfera puramente mental y a su goce personal, en un proceso de
mutua comunicación.

Por otra parte, el gran asidero de la novela histórica se fundamenta en la


imaginación; y la verdadera prueba del relator ha de orientarse hacia la conci-
liación de su instinto imaginativo con la capacidad lógica, creando de un hecho
o de un personaje de antaño, una idea o un símbolo que interese en el presente.
Por lo tanto, el material arqueológico en el que se base la novela histórica
ha de dejarse en libertad y no tratar de someterlo o censurarlo, armonizando la
fantasía e intercalando el novelista sus sueños, sus peripecias íntimas y sus sen-
timientos.

Como en toda creación literaria, la labor del narrador ha de convertirse en


una terapia de supervivencia entre dos universos y en un vuelo de ensoñaciones
que sublimen su tarea y la rescaten del mero trabajo de investigador. Y para
alcanzar una jerarquía literaria en su narración, sus protagonistas han de sobre-
pasar lo meramente histórico, apostando siempre por el atractivo literario y la
pureza del lenguaje, y aunque las acciones reposen en el pasado, han de ser reco-
nocibles en la actualidad.

Sospecho que en su estructuración, la novela histórica debe ordenarse,


como cualquier género literario, dentro de un marco seductor donde se resuelva
la acción con agilidad, con unos personajes atractivos, un punto de vista llama-
tivo, un planteamiento enérgico de las escenas y unos hilos arguméntales con-
sistentes.

No obstante, en la novela histórica se corre el peligro de la sobreinforma-


ción, de las descripciones ampulosas y del excesivo rigor histórico, cuando el
lector lo que precisa es que el escenario donde se ejecuta la acción no sea un las-
tre insufrible, sino una información temporal valiosa que arrope la trama.

Las referencias de la época han de insertarse cuidadosamente, como perlas


arrojadas en el camino de la narración, y como en cualquier tipo de novela, el
argumento ha de rozar lo improbable, con fuerte dramatismo en sus acciones,
implicando emocionalmente a los personajes e intensificando página a página el
sentimiento del lector hacia ellos.

Los intérpretes de la narración han de escapar del mero estereotipo compla-


ciente y han de ostentar sus propios rasgos, sus esperanzas, ambiciones, odios,
temores y afectos, dotándolos de deseos interiores propios, de una fuerte rela-
ción y conexión interpersonal, además de colocarlos en situaciones admirables
y únicas. No alcanzará al rango de novela histórica un relato que no diseccione
los sentimientos de los protagonistas y sus emociones en todos sus contrastes
posibles.
Y como la novela contemporánea, la histórica también ha de plantear un
tema dominante de maniobra, abrir desde el principio de la trama una cuestión
donde la expectación sea continua, que despierte además curiosidades en el lec-
tor y que éste se implique en los conflictos de la trama. ¿Y acaso en una novela
histórica que se precie, el control de los actores de la misma, los entresijos de
los hilos arguméntales, el ritmo de la acción y los aspectos de la historia no están
tratados del mismo modo que cualquier obra narrativa?

Es obvio también que el novelista histórico es más audaz en su creación que


el historiador o que el biógrafo, y aunque tenga que apelar a la reconstrucción
de una época determinada de la historia, siempre lo hará a partir de una memo-
ria retrospectiva personal y galopando en el corcel indomeñable de la imagina-
ción.

Y porque el novelista histórico no es un cronista, sino un duplicador inde-


pendiente de hechos, la Historia ha de terminar subordinada a la narración, el
dato a la belleza del lenguaje y la agudeza espontánea a lo que ocurrió o pudo
ocurrir. Y es precisamente en esta dimensión donde reside la maestría del nove-
lista histórico que ha de lograr que el lector no perciba con claridad los límites
entre historia e invención.

Se trata en definitiva de captar a quien acune entre sus manos una novela
histórica con un escenario vivo e insólito y ubicar en él a los figurantes históri-
cos e imaginarios en una exposición lateralizada, intentando que se sobrepongan
a la Historia y se transformen en literarios, toda vez que en la novela histórica
son tratados subjetivamente por el autor. El narrador acometerá la ardua labor
de que se delineen con precisión sus pasiones y se describan escenas donde los
signos del espíritu de unos y otros adquieren una importancia excepcional.

Bien es cierto también que los que creamos novelas de corte histórico sole-
mos reinventar nuestra realidad fundándonos en la urgencia de algunos lectores
a los que les complace filtrarse a hurtadillas en la vida secreta y en la privanza
de las grandes figuras de la historia, y en ese viaje retrospectivo deslizarse
subrepticiamente en las aulas de los castillos, en las alcobas de los palacios, en
las ágoras de las vetustas plazas de Atenas, Roma, Aviñón, Menfis, Londres,
París, Toledo o Cartago, o en los yermos páramos donde se dirimieron batallas
que cambiaron el curso de la Historia.
Pero quien decide crear un relato con un soporte de escenarios antiguos, ha
de asumir la posición del testigo de la Historia y convertirse en un crítico impar-
cial. Ha de transmutarse en un observador omnisciente y en un testigo de excep-
ción y sobre todo en un espectador sagaz con libertad para dirigir el coro de
vocas que componen los hechos narrados.

Y en este punto cabe preguntarnos, ¿podemos hablar de novela histórica


desgajada del arte novelístico? Las historias de la Historia rondan por los domi-
nios de la fantasía escrita y por lo tanto hablemos sólo de novela y nada más. La
novela histórica no es sino un producto literario, una lección apasionada de la
historia, una bella labor para emocionar, conmover y entretener al lector.

Sin embargo siempre he sostenido que donde reside la auténtica importan-


cia de este género literario es que toda novela histórica ha de servir para la refle-
xión del lector. Y es en esta cuestión donde realmente esta literatura se acerca
más a la novela contemporánea, pues aunque sus acciones estén ubicadas en un
universo retrospectivo, reflejan conductas del presente y nos ayudan a compren-
der a nuestros semejantes, a profundizar en el camino adelantado por la huma-
nidad y en el progreso o estancamiento de nuestra civilización.

Al leer una novela histórica es como si penetráramos en otra dimensión, en


el túnel del tiempo, en un juego mágico o en un mundo paralelo, y al concluir la
lectura de una novela histórica, retornamos al presente donde nuestra mente
admite o no como reconocibles los hechos pasados en los que se ha sumergido
antes. Y es por ello por lo que creo que la imaginación en la novela histórica está
al servicio del hombre, como en cualquier género literario, y que fantasía, his-
toria, creación literaria y ficción son una misma cosa, que se obscurecerán cuan-
do se extinga la vida de los mortales sobre la tierra.

No creo en novelas históricas, creo en novelas buenas o malas que llegan o


no al alma del lector. Cuando Longo de Lesbos, Petronio, Tucídides
Chateaubriand, Walter Scott, Tolstoy, Flaubert, Lampedusa, Victor Hugo,
Dumas o M. Yourcenar recrearon sus obras fundamentándose en hechos del
pasado, estaban describiendo las mismas sensaciones, las mismas miserias, los
mismos hechos y las mismas controvertidas virtudes de los hombres del siglo
XX o XXI.
Fernando Quiñones en su Canción del Pirata, Pérez Reverte en las andan-
zas de Alatriste, Javier Sierra en el Secreto de Napoleón, Juan Eslava Galán en
su búsqueda del Unicornio, José Calvo Poyato en su Jaque a la Reina, J. L.
Corral en su Numancia, Umberto Eco en El nombre de la rosa o José M. García
López en El baile de los mamelucos, por poner unos ejemplos de autores cono-
cidos, cuando nos recrean historias del pasado, no nos hablan sino de la aventu-
ra colectiva de la humanidad, de los pretextos eternos del género humano, de la
venganza, del amor redentor de los enamorados, del ansia de poder, de la subli-
mación del dolor o del ansia de conocimiento del alma humana.

Por eso los protagonistas de las novelas históricas han de convertirse en fru-
tos de esa relación intrínseca entre literatura, historia y ficción, que aun asentan-
do sus normas a su realidad temporal, escapen de su existencia pretérita en una
ambigüedad tal que puedan transmutarse en espejos donde reflejarse el lector.

Se le adjudica la credencial de gran novela histórica cuando el autor posee


un sentido crítico de la historia y es capaz de transmitir emociones; cuando sus
héroes son más grandes que la vida, sus apuestas en la narración, poderosas, y
las situaciones en las que se les coloca, dramáticas y trascendentales, de tal
modo que impliquen necesariamente en la trama al lector.

La Historia como tal no es una puerta de acceso a la interioridad de sus pro-


tagonistas, pues nunca se suelen traspasar los límites de la historia misma. Sin
embargo con la novela histórica el lector puede apropiarse de la esencia del
pasado, desnudar a sus personajes favoritos, e introducirse en el fondo oculto de
unos hombres y mujeres cuyo fulgor aún germina en la clepsidra del tiempo,
recrearse en mundos legendarios que lo transporten a momentos placenteros y a
reconstruir mundos propios que nos puedan ayudar a vivir en el hoy cotidiano.

Sostenía Voltaire que la historia jamás se repite, pero quien sí reitera sus
comportamientos constantemente es el hombre, que ha actuado siempre con los
mismos signos de mezquindad o grandeza a lo largo de su paso por la tierra. Y
ningún género como el de la novela histórica como para confirmar esta ineluc-
table aseveración.

Igualmente, la novela que llamamos histórica, puede convertirse en un


fabuloso mundo de informaciones que nos abra la puerta del conocimiento, en
una excusa para la meditación, y en un poderoso herramental para ayudar a la
actividad docente. Aparte de la minuciosidad y el acopio de datos, la lectura
libre e íntima de la historia puede aportar al alumnado de licenciaturas históri-
cas un conocimiento más alentador y cercano de los acontecimientos del pasa-
do, aunque no hemos de olvidar que la musa de la recreación histórica, aun sien-
do más frivola que la de la ciencia histórica y sus territorios paralelos, exige cri-
terios de rigor que no pueden ser aplicables a una literatura histórica que presen-
ta elementos de ficción.

Por otra parte, este tipo de narrativa se ha convertido en los últimos tiem-
pos en el vehículo de difusión por excelencia de la Historia, pues pasan los pue-
blos, se esparcen las piedras y quedan las historias escritas por el hombre, como
consejeras, maestras y amigas de nuestras ilusiones.

De la memoria colectiva de las gentes, la novela histórica surge en la época


romántica con la intención de espolear la conciencia nacional de los pueblos que
buscaban unas raíces perdidas que respaldaran sus esperanzas nacionales. Desde
entonces este género ha sido frecuentado por grandes escritores que han mezcla-
do las figuras heroicas con otras anónimas, alternando las escenas espectacula-
res con los cuadros familiares, y los mundos épicos con los íntimos.

Dámaso Alonso, reflexionando sobre la espectacular ascensión de este


género literario en el gusto de los lectores, manifestó que la novela histórica
había propiciado un renacimiento de la narrativa en este país, reconociendo que
su atractivo se debía a unos hilos arguméntales llamativos que magnetizaban al
leyente.

Y constatada esta propensión de un público ávido de historias tentadoras, la


primera obligación del escritor de este género es interesarlo y envolverlo en un
mundo ficcional de amenidades siguiendo la estrategia de iniciar la novela con
una trama intrigante, aumentando el dramatismo conforme avanzan los capítu-
los, y envolviéndolo en insólitas alusiones al pasado, muy ilustrativas en estas
creaciones literarias, pues enriquecen a los personajes sirviendo de acicate moti-
vador para seguir leyendo.

El protagonista de la novela debe ser admirado por el lector y al menos pose-


er una virtud extraordinaria que ha de aparecer en el relato en contextos sorpren-
dentes. Los personajes, sean del bando que fueren, al servicio del mal o del bien,
deben estar enlazados a través de una fuerte conexión interpersonal, eliminando
los personajes innecesarios que distraigan la trama argumental.

Ningún arte literario tan sugestivo como la novela histórica como para que
el lector se identifique con el personaje principal, las más de las veces colocado
en situaciones heroicas, y que consiga una calidez y una comprensión absoluta
de sus actos y del pensar del hombre en la época en la que le tocó vivir. En este
tipo de narraciones el ritmo no ha de carecer de equilibrio, ejercitando las alter-
nancias de momentos dramáticos, los respiros sosegadores y los movimientos
fluctuantes, con los que el lector se sienta complacido.

En mis novelas siempre he pretendido, con el comedimiento de mi pluma,


que como una movilidad subyugadora se dosificaran las escenas de amor, de riva-
lidad política, de tragedia y de reconciliación, planteando sin tregua nuevas cues-
tiones dramáticas y procurando eliminar diálogos largos, digresiones y capítulos
llamados débiles que hacen que el lector abandone decepcionado la lectura.

Cada uno de los capítulos habrían de convertirse en una novela en miniatu-


ra donde los personajes habitaran mundos paralelos y transmitieran permanen-
temente al lector un tono misterioso e impaciente, intentando originar una exci-
tación de impacto y un final de climax de alto poder de sugestión.

La apuesta estética para la realización de una novela (histórica) suele durar


unos dos años en los que el taller de la creatividad no ha de dejar de alumbrar-
se de la naturalidad, de la capacidad de fabulación, del riesgo al adorno y de la
abierta intriga.

Las palabras han de transmutarse en herramientas precisas al servicio del


buen gusto, de la captación de maravillas de la vida cotidiana del pasado, de los
objetos humildes, de las cosas nimias, de los detalles, de las acciones vehemen-
tes y de las sosegadas, de la plasticidad, de la mezcla de lo insustancial y lo insó-
lito, de los hechos visibles y pretéritos, del secreto de la continuidad y de la
implicación emocional.

El relato histórico auténtico ha de aderezarse con una pizca de irreverencia


hacia lo establecido en los cánones de la época que se describe, aunque con
libertad para imaginar y merodear por los predios del pensamiento fantasioso,
intentando siempre la frescura de la innovación. En suma, intentar sumergirse
en el gratificante ejercicio de cumplir con la humilde labor de volver al jardín
de los orígenes del pasado del hombre, invadiendo unos territorios que no nos
pertenecen, pero con el atrevimiento del creador sin fronteras.

¿Qué he pretendido en el vuelo imaginario de mis novelas una vez asenta-


do en estos preceptos subjetivos?

Los argumentos de mis narraciones surgen, como no podía ser de otra


forma, de la cuna común de los guiones universales concebidos por los autores
clásicos, que se han ido modificando y transmutando con el tiempo. He preten-
dido modestamente en todas ellas defender una idea, un punto de vista, un sis-
tema de vida y sobre todo convertirlas en situaciones de reflexión para el lector
al que pretendo apasionar con mis invenciones literarias.

En Al-Gazal, el viajero de los dos orientes, novela sensual, poética y colo-


rista, se recrea el mundo de la Córdoba califal, el imperio residual de Bizancio
y el fascinante mundo vikingo del s. IX d.C., aderezados con búsquedas esoté-
ricas y del conocimiento que llevan al protagonista de una parte a otra del
mundo conocido. Confirmo que siempre se escribe sobre lo que se ama, y quise
recrear la vida de un personaje apenas conocido pero fascinador, como Al-
Gazal, un poeta, alquimista, diplomático y astrónomo del diwán personal del
emir de Al-Andalus.

Al-Gazal fue un buscador de la verdad que vivió una vida apasionante, y al


que adornaban unas poderosas dotes de persuasión, por lo que Abderramán II lo
eligió como su embajador plenipotenciario en las cortes del orbe, pues además
sabía cómo insinuarse dulcemente en el corazón de las mujeres. Rodeado de un
halo crítico, fue un reconocido teólogo y antifundamentalista del Islam que
luchó contra los intransigentes clérigos alfaquíes de Córdoba. Una historia del
ayer con indudable vigencia actual.

En medio de un insoslayable suspense pretendí cuidar el rigor histórico pre-


sentando al lector el inacabable drama de la lucha por el poder, la búsqueda de
la sabiduría del ser humano a través del tiempo y la eterna confrontación entre
el progreso y el inmovilismo. En la novela procuré desde un principio reconci-
liar lo inesperado con la trama narrativa de la vida en el alcázar cordobés, cre-
ando una cadena dramática que mantuviera al lector en un suspense continuo.

Esta novela sustenta su entramado a través de unos personajes que procuré


fueran cercanos y atractivos al lector, como el sensual sultán Abderramán II, su
corte de eunucos, las favoritas del serrallo, los alfaquíes de Córdoba, los empe-
radores de Bizancio, del rey de la reina de los vikingos y de un sinnúmero de
ulemas, poetas y amigos de la corte, todos implicados emocionalmente con el
protagonista o visceralmente en su contra.

En la dramaturgia de la aventura, de corte evidentemente argonáutico, mis


personajes se mueven en una intensa vivencia con otras geografías humanas,
dentro de una riqueza cromática de ambientes sorprendentes y escenarios des-
lumbrantes donde ensayé por vez primera armonizar la lógica histórica con la
fantasía más atrevida, hermoseada con un lenguaje que bien pudiera rayar lo
poético.

En La piedra del destino me adentro en la asombrosa cruzada de un grupo


de escoceses que, con el corazón embalsamado de su rey muerto por la lepra,
considerada como una maldición divina, cruzaron media Europa, Sluis,
Bruselas, París, Santiago, Silves, Sevilla y Granada, para rescatar su alma de los
infiernos, para al fin hallar un lugar y una causa donde redimir sus pecados, la
frontera de Granada, donde lucharon al lado de los castellanos contra los infie-
les nazaríes.

Robert Bruce, el rey leproso de Escocia, había sostenido una áspera lucha
contra Inglaterra y, desahuciado por los médicos al contraer la lepra, sus hom-
bres se comprometieron con la salvación de su alma llevando su corazón allá
donde se luchaba contra los enemigos de la fe.

En este díptico medieval se presenta la idea, muy empleada por los clási-
cos, de desplazar a sus héroes en el tiempo y en el espacio para cumplir una
misión sublime, en su doble acepción espiritual y material. En esta novela se
plantea la generosidad que representa una gesta heroica y desinteresada, cuyo
único propósito fue el de el servicio de unos hombres a su rey y amigo, donde
triunfan la amistad sobre la ambición y el desinterés sobre el egoísmo, en medio
de acciones audaces que se libran en Inglaterra, Flandes, Francia y Castilla.
En el siglo XIV, época donde está ambientada esta novela, la humanidad
sufre espantosas experiencias. El hombre de aquel mundo vivía otras perspecti-
vas diferentes a las de hoy. La violencia, la peste negra, el tormento del hambre
y la inseguridad, el sufrimiento y la guerra, son las dolorosas pautas de su vida.
El pecado, lo sobrenatural, el juicio final o los Juicios de Dios están presentes
en sus existencias, y la Iglesia, siempre presente y coactiva, confiere un talante
de inconsistencia a los seres humanos de aquellos años.

Me propuse que la historia fuera enternecedora pues para aquellos hombres


tan pródigos lo más importante no era la vida presente, y, despreciando su rega-
lo, estaban dispuestos a responder con una penitencia excepcional para salvar el
alma de su soberano y camarada de batallas.

Esta novela es un canto a la lealtad y al altruismo del alma humana que


intenté conectara con los resortes emocionales del lector a través de sus heroicos
personajes, templarios, cruzados, papas, reyes, cardenales y guerreros, que arro-
paban a los dos protagonistas, Thomas de Lavington y Claudine del Four, sobre
cuyos infaustos sentimientos y afectos personales gira el argumento de la obra.

En El Papa Luna, novela con tintes históricos y policíacos, traté desde el


principio que existiera una armonización entre la talla histórica del personaje
tratado, don Pedro de Luna, y el pedestal adecuado que lo sostuviera y le sirvie-
ra de marco y apoyo. Este singular eclesiástico, a las puertas mismas del
Renacimiento, mantuvo en solitario un desafío contumaz con la mitad de los
reyes de Europa, con las más prestigiosas universidades del continente, con el
emperador del Sacro Imperio y con la colosal maquinaria del Vaticano.

Siempre me había sugestionado este personaje por sus muchas virtudes y


porque posee aún una vigencia actual fascinadora, aunque sólo aparezca en la
trama a través de siete cartas ficticias. Pero Benedicto XIII me sirvió como
excusa para describir el alma y la vida de mis protagonistas, un trovador y una
cortesana y espía, ambos perdedores en un mundo de ambiciones entrecruzadas.

Consideré que esta novela podría convertirse en un canto a la libertad per-


sonal a través del espíritu insobornable, complejo, contradictorio y austero del
sabio don Pedro de Luna, que aun a pesar de sus defectos poseía una limpieza
moral intachable y una rectitud incorruptible.
Este prelado aragonés, que hizo de su firmeza una virtud, nunca había atraí-
do el desinterés entre sus contemporáneos y su firme negativa a abdicar es un
grito del derecho de los hombres que resuena en la historia como un timbal de
combate. Nadie permanece indiferente ante su dramática existencia y se impli-
ca emocionalmente en favor o en contra del Papa Benedicto XIII, desde las pri-
meras páginas hasta el insólito y sorprendente final.

Tartessos se me ofrecía como un tema muy novelable pues se brinda al lec-


tor como uno de los enigmas más sugestivos del viejo mundo, mezclado con
otros no menos sorprendentes como La Atlántida, Gadir, las Hespérides, etc. La
civilización surgida a ambas orillas del río Tertis simbolizaba para los griegos y
los pueblos de Oriente Medio el paradigma de la felicidad, de la fortuna y del
buen gobierno.

Sin embargo he querido presentar esta narración como la metáfora de los


paraísos perdidos de nuestra civilización occidental. A medio camino entre la
epopeya y el thriller histórico, procuré que constituyera una prueba para su pro-
tagonista, el orfebre Hiarbas de Egelasta, que, tras recorrer los mares del mundo
conocido, pone de manifiesto la inutilidad de la guerra, la codicia del poder y la
excelencia del diálogo entre los gobernantes para conciliar controversias, amén
de crear un mundo misterioso y fascinante.

También desvela el drama sobre el destino de los pueblos que está escrito
en el reloj de arena del tiempo, ignorándose si una catástrofe moral, histórica o
social lo extinguirá antes o después, borrando su memoria del recuerdo de los
hombres y de la Historia.

En El auriga de Roma, La Profecía del Corán, El Sello del Algebrista y La


Cúpula del Mundo, cuatro novelas que verán muy pronto la luz, recreadas la pri-
mera en la Roma del emperador Adriano (s. II d.C.), las otras dos en la Sevilla
de Pedro el Cruel y en el Aragón de Pedro el Ceremonioso (s. XIV) y la cuarta
sobre el rey Alfonso X el Sabio, he reflexionado sobre la inconsistencia del ser
humano y la fragilidad de la vida, así como en la soledad del gobernante y del
héroe de las masas.

Crecen entre sus páginas personajes atormentados pero inconformistas en


marcos históricos diferentes que me sirven de excusa para adentrarme en el alma
del hombre y crear un mundo seductor y estético. A través de tres enigmas sin
resolver, personajes conocidos y desconocidos de momentos históricos distintos
entremezclan sus existencias en una variedad atractiva de geografías distintas,
sintiendo el lector la sensación de que de un momento a otro el argumento puede
quebrarse como el frágil cristal en un suceso extraordinario, inesperado y sor-
prendente.

Novelas históricas, novelas de autor, policíacas o negras, realistas, román-


ticas, de aventuras o costumbristas, no son sino invenciones del intelecto. En
definitiva, los novelistas y fabuladores sólo somos guardianes de los sueños de
nuestros semejantes y únicamente debemos estar atados a una obligación y una
fidelidad ineludible, ser devotos de la imaginación y del lenguaje hermoso.

Y no olvidemos que todo escritor no es sino un gran embaucador que se ali-


menta de historias, ya sean remotas, ya sean cercanas o de la ignorada posterio-
ridad.
LA MIRADA AJENA
LA NOVELA HISTÓRICA ESPAÑOLA
DURANTE EL SIGLO XIX

Margarita Almela
( UNED, Madrid)

Antes de comenzar nuestro recorrido por lo que fue la novela histórica


española desde su nacimiento hasta comienzos de siglo XX conviene detenerse
un momento en este dato:

El 24 de enero de 1834, año clave para la novela histórica romántica espa-


ñola, como luego veremos, apareció en El Siglo una narración anónima, después
atribuida a Espronceda (aunque lo mismo pudiera ser de Nicomedes Pastor
Díaz, de José García de Villalta, de Ventura de la Vega, de Antonio Ros de Olano
o de cualquier otro joven romántico colaborador del periódico), en la que los dos
vates épicos por antonomasia de la antigüedad clásica, Homero y Virgilio,
exhortan a los poetas modernos a buscar la inspiración para sus obras en la his-
toria de su propio país. O lo que es lo mismo, les animan con estas palabras a
escribir novela histórica nacional, es decir, novela romántica:

Cantad como nosotros. Cantad vuestras Troyas, vuestras Romas, vuestros héroes
y vuestros dioses. [...]

Y añade la voz del narrador:

Cantando al Cid, a Gonzalo, a Cortés y a los héroes de Zaragoza y tantas hazañas


nuestras, con su fisonomía propia, no vestidos a la griega o a la romana, creemos
seguir más atinada y filosóficamente que los clásicos el verdadero espíritu de los
modelos de la antigüedad.
***
Pasemos ahora a ver de qué estamos hablando. Qué es la novela histórica.

No son muchas las definiciones de novela histórica que un estudioso del


tema puede encontrar1 ni en todos los casos estas definiciones concuerdan o son
plenamente satisfactorias, por lo que se acaba imponiendo la sensación de que
nos enfrentamos a un género de contornos difuminados 2 .

No obstante, en una primera aproximación podemos decir que la novela


histórica es aquel texto narrativo en el que conviven personajes y acontecimien-
tos inventados junto a personajes y acontecimientos históricos. Pero creo, como
Lukács, que un componente esencial de este tipo de narraciones es el distancia-
miento temporal que separe acontecimientos y personajes del momento de la
narración y de sus lectores implícitos3.

Es preciso también, en mi opinión, que se de una fusión entre el universo


histórico real y el inventado. Esta fusión ha de producirse, bien por la incursión
de personajes inventados en acontecimientos históricos, bien por la introducción
de personajes históricos en situaciones inventadas.

1. J. Domínguez Caparros, en "La novela histórica: Rasgos genéricos", Estudios de Teoría


Literaria, Valencia, Tirant lo Blanc, 2001, págs. 251 -282, somete a consideración las diver-
sas definiciones encontradas en monografías, manuales y diccionarios, tanto españoles
como franceses y anglosajones. Sin embargo pasa por alto la que ofrece Albert W. Halsall
en "Le roman historico-didactique", Poétique, 57, 1984, págs. 81-104: "Un roman
historico-didactique est un texte narratif qui affirme la coexistence, dans un mème univers
diégetique, d'evénements et de personnages històriques et dévénements et de personnages
inventés; de plus, un tel roman prétend offrir une interprétation persuasive des éléments
històriques traités." (pág. 81).
2. Véase E. Montero Cartelle y M a C. Herrero Ingelmo, De Virgilio a Umberto Eco. La nove-
la histórica latina contemporánea, Madrid, Ediciones del Orto y Universidad de Huelva,
1994, pág. 7.
3. Domínguez Caparros (2001:264) resume de este modo lo que podemos considerar la defi-
nición de Lukács, según la lectura de su conocido libro Der Historische Roman, 1964
(Traducción española de Manuel Sacristán, La novela histórica, Barcelona, Grijalbo S.A.,
1976): "Novela histórica es la que trata del pasado, con verdadero sentido histórico (es
decir, respetando las peculiaridades de tal pasado), e intenta revitalizarlo en una creación
realista que pone en primer término los acontecimientos que trasforman la vida social y los
personajes que mejor representan la época; esta recreación histórica se hace desde unas pre-
ocupaciones que tienen que ver con la época en que se escribe, y es inevitable que haya
anacronismos, pues lo contrario sería hacer historia en sentido arqueológico."
Propongo, por tanto, como definición de novela histórica la siguiente:

La novela histórica es aquella que sitúa a personajes y acontecimientos


inventados en una secuencia de acontecimientos históricos pretéritos, preten-
diendo explicar la historia pública real y la individual ficticia mediante la fusión
del mundo histórico y el inventado en un mismo universo.

Si aceptamos esta definición no es posible fijar los orígenes de la novela


histórica así caracterizada en una época anterior al periodo romántico4.

Evidentemente el siglo XIX es un siglo marcado por la Historia, y el


romanticismo literario debe mucho a las nuevas corrientes historicistas. El XIX
es el siglo en que se modifica la concepción de la historia heredada de la anti-
güedad y aparece como nueva disciplina la llamada Filosofía de la Historia.

De la crisis de fines del siglo XVIII, provocada por la revolución francesa,


derivó un nuevo modo de interpretación del pasado, centrado en lo que es origi-
nal y particular de cada cultura, quebrantándose así la creencia iluminista en el
carácter supratemporal de la Razón y el progreso indefinido de la humanidad.

4. Es cierto que los autores de novelas, como cualquier autor literario no estrictamente lírico,
se han visto tentados a lo largo de la historia del género por el "pasado" y sus enseñanzas,
pero no porque se sitúe en un tiempo más o menos lejano la acción de un relato éste es his-
tórico, ni le confiere carácter de género el hecho de insertar personajes de probada histori-
cidad en la trama. Es la peculiar disposición del novelista ante la historia, la utilización fun-
cional y estructural de ésta en el relato lo que caracteriza a la novela histórica. Ciñéndonos
a ejemplos de la literatura española vemos cómo El abencerraje y la hermosa Jarifa, a
pesar de situar la historia en un tiempo ya pasado, es una novela sentimental, y no históri-
ca, que se propone ofrecer unos modelos de cortesanía, hidalguía, valor y honor. Rodrigo
o Eudoxia, de Pedro Montengón son unas novelas didácticas que se insertan dentro de la
corriente de estas obras imperante en el siglo XVIII, y en cuanto a Inés de Castro de
Cándido María Tigueros, vemos cómo la actitud de hombre ilustrado de su autor la aleja de
la concepción de novela histórica que aquí tratamos, aunque esta obra pueda considerarse
como un "antecedente" del género. En todas las novelas anteriores al romanticismo se
observa un tratamiento del tiempo histórico muy diferente del que le otorgan los románti-
cos: es un tiempo abstracto, y sus personajes históricos no son "históricos", sino atempo-
rales, eternos, abstracciones de una idea, de un modo de comportamiento ante un hecho
prototípico, paradigmas de pensamiento o de acción. No importa en ellos ni su historicidad
ni su individualidad. En el romanticismo, sin embargo, lo importante es el tiempo históri-
co, que se intenta revitalizar, y el personaje es hijo de su tiempo y fruto de sus circunstan-
cias.
Las obras de Herder aportaron la convicción de que cada civilización, cada
pueblo, cada época, tienen un valor en sí, constituyen una unidad que se modi-
fica según su propio carácter, llevan consigo la armonía de su perfección, y, por
tanto, no son comparables a ninguna otra civilización, pueblo o época.

Así mismo se considerará que cualquier tentativa de imitación de una cul-


tura por otra está fatalmente destinada al fracaso. La conclusión natural de estas
ideas será, por un lado, la búsqueda de las raíces de cada civilización, es decir,
los nacionalismos, y, por otra, la convicción de que el progreso natural y la ori-
ginalidad sólo pueden darse dentro de una nacionalidad5.

Según lo que llevamos dicho es fácil comprender que para los románticos
la sociedades modernas, es decir, las nacionalidades europeas, poseían unas
marcas diferenciadoras del mundo grecolatino ensalzado como modelo por los
neoclásicos: al menos desde Chateaubriand el cristianismo era visto como el ele-
mento fundamental de esa diferenciación, como barrera que distanciaba moral e
ideológicamente a las sociedades modernas de las "antiguas". Por el contrario,
el medioevo, tan peyorativamente considerado por los neoclásicos, se aparecía
desde esta perspectiva con una nueva luz: era el tiempo del triunfo del cristia-
nismo, el crisol en que se habían formado y consolidado los valores morales e
ideológicos de las sociedades occidentales en lucha contra los valores antiguos
o las creencias enemigas -piénsese en la lucha contra el empuje del Islam en la
Península ibérica, por ejemplo.

No es de extrañar, pues, que la Historia se convierta en fuente de informa-


ción obligada para explicar el presente, pero también se busca en ella el mode-
lo o el ejemplo para resolver los problemas actuales. Pues de la nueva Filosofía
de la Historia deriva la idea de que los hechos se repiten, aunque los aconteci-
mientos sean únicos.

La concepción herderiana de la historia traerá también la recuperación


romántica de las culturas consideradas marginales por la historiografía clasicis-
ta -como el Oriente, Egipto o el mundo árabe- y la de las épocas tachadas de
oscuras -como la Edad Media-, al tiempo que revalorizará aspectos margina-

5. Véase I. Henares, Romanticismo y teoría del arte en España, Madrid, Cátedra, 1982.
Especialmente el capítulo "El historicismo romántico", págs. 30-48.
les de la cultura clásica, como el alejandrinismo o lo dionisíaco frente a lo apo-
líneo.

Es pues el Romanticismo el que por primera vez se cuestiona realmente el


valor del medioevo, el que reivindica este periodo con todos sus elementos, pues
barbarie, misticismo y primitivismo constituyen para ellos la síntesis de los
siglos medios y les confieren un carácter "romántico". Estos elementos, estas
marcas de primitivismo y barbarie que van a aplicarse a todo lo relativo a la
Edad Media -aunque ya venían aplicándose desde mucho antes- van a cobrar
un sentido nuevo: a la luz de las nuevas ideas ahora son valores, y no defectos.
El buen salvaje de Rousseau ha supuesto el triunfo de estos valores y, por tanto,
unos nuevos criterios se incorporan a la crítica de las obras humanas. En esta y
de esta corriente historicista surgirá la novela histórica.

Walter Scott y el nacimiento de la novela histórica

Cuando Walter Scott publica su primera novela, Waverley, en 1814, tal vez
no fuera consciente ni de lo que ésta suponía, ni de la trascendencia que iba a
tener, ni de la teoría en que se sustentaba, pues sólo más tarde manifestará en los
prólogos de sus obras una teoría y una intención consciente de género. Pero esta-
ba creando un nuevo género al proponer una lección de historia fácilmente asi-
milable: presentaba como modelo colectivo de comportamiento para Escocia e
Inglaterra la conciliación entre enemigos, el buen sentido, el punto medio, a tra-
vés de un ejemplo histórico. Y esto es, precisamente, lo que hará Galdós en
España cincuenta años más tarde tanto en los Episodios Nacionales como en La
Fontana de Oro.

Waverley se convirtió en un éxito de lectores y crítica, pero el paradigma de


novela histórica, en todos los sentidos, lo constituye Ivanhoe. Esta novela, como
es sabido, será el modelo que seguirán los imitadores de Walter Scott en toda
Europa y por ello resulta imprescindible tener en cuenta sus elementos para
estudiar y comprender gran parte de la novela histórica romántica de Europa y,
en especial, la española. En ella historia y Novela están íntimamente unidas for-
mando un todo. Entendiendo por historia los hechos, acontecimientos y perso-
najes de probada veracidad y por novela el relato de ficción referido a unos per-
sonajes inventados.
Su esquema narrativo es muy simple:

La novela comienza con una situación personal desfavorable para el héroe


novelesco, que se instala a su vez dentro de una situación histórica de desgracia,
desorden o equilibrio perdido. Sólo la restauración del equilibrio y orden políti-
co, a través de una serie de aventuras en que se aunan los destinos individuales
y colectivos, hará posible la felicidad personal de los protagonistas novelescos.

Y éste es el esquema invariable de la novela histórica romántica en España.

En cuanto a los personajes de ficción, el protagonista es un héroe mediocre,


"correcto, pero no propiamente heroico", en expresión de Lukács, que puede lle-
gar a ser oscurecido o desplazado del interés del lector por otros personajes (his-
tóricos o novelescos). Junto a él, la protagonista, la amada del héroe, es un
dechado de virtudes y belleza, que se desdibuja ante la fuerte personalidad de un
personaje femenino secundario, el cual, frente a la pasividad amorosa de la pro-
tagonista, se manifiesta ante el lector precisamente en función de su actitud acti-
va ante el amor. La nota sentimental la da, pues, este personaje femenino secun-
dario que ama sin esperanza al héroe, y no la pareja protagonista. Esta historia
de amor desgraciado, paralela a la historia de amor central, llegará a alcanzar en
algunas novelas posteriores a Scott un gran protagonismo, lo que, por un lado,
conferirá a la novela un carácter sentimental o poético, pero, por otro lado, des-
viará la acción central hacia historias secundarias.

Existen, además, en la novela de Scott una serie de elementos integrados en la


estructura narrativa que ayudan a configurar el paradigma de que hemos hablado, y
pasarán, como motivos, a la mayoría de novelas históricas posteriores, y, por tanto,
a las españolas. Estos elementos, que naturalmente no son nuevos, sino que han sido
tomados por Scott de una larga tradición, se pueden resumir en los siguientes:

1. La anagnórisis como factor determinante para la feliz solución de los conflic-


tos. A su vez, este elemento posee unas características particulares que se repe-
tirán sistemáticamente:
a) la identificación tardía de los personajes,
b) la utilización de prendas para el reconocimiento de los personajes, y
c) la utilización de disfraces para la ocultación de la personalidad.
2. Prendas y disfraces sirven también para sortear peligros (como en los cuen-
tos de hadas).
3. Reaparición en momentos clave de la trama novelesca de personajes que se
suponía muertos.
4. Presencia de astrólogos, nigromantes o videntes, que suelen pertenecer a
razas marginales -árabes, judíos o gitanos-, así como médicos, generalmente
judíos. De aquí la funcionalidad de la magia en la intriga principal.

5. Intervención de bandidos buenos en la intriga principal.

6. Descripciones de costumbres de la época en que se sitúa la acción. Entre éstas


los torneos, cacerías y juicios de Dios suelen ser las de mayor funcionalidad.

7. Digresiones del narrador para informar de cuestiones relativas a la Historia.

8. Y, por último, la función del fuego -incendios- en situaciones dramáticas.

Con estos elementos6 Walter Scott creó un subgénero novelístico que inun-
dó Europa, y América en parte, durante la primera mitad del siglo XIX, y que
había de derivar en la segunda mitad del siglo hacia un nuevo tipo de novela que
ha llegado hasta nuestros días, sin olvidar tampoco que Balzac, el padre de la
novela realista, comienza a escribir novelas con una actitud dialéctica hacia el
escocés, según manifiesta él mismo en el prólogo de su primera novela.

Tampoco podemos olvidar que cinco años antes de que Scott publicase
Waverley Chateaubriand había publicado en 1809 Los mártires, cuyo éxito no había
sido menor que el de la primera novela de Scott. Ambas obras han de constituir,
pues, el punto de partida de cualquier análisis que se haga sobre la novela históri-
ca del siglo XIX. Lo que ocurre es que, simplificando al máximo la cuestión, pare-
cen existir dos líneas que parten respectivamente de Scott y de Chateaubriand en el
desarrollo de la novela histórica moderna, cuyas diferencias radican, en principio,
en la elección del tiempo histórico: la historia de las naciones modernas, de los pue-
blos que se configuran a lo largo de la Edad Media, y la historia del mundo antiguo
(grecorromano o anterior), que se desintegra con la aparición del cristianismo.

6. Y con una estructura novelesca tomada de las novelas góticas y el propósito de hacer por
Escocia lo que Mary Edgeworth había hecho por Irlanda con El absentista y El castillo de
Rackrent.
Esta elección, pues, no es arbitraria, sino que responde a concepciones dife-
rentes de la historia y de la novela, o más bien, a la actitud del novelista ante la
historia como materia novelesca, a su intención al utilizar la historia, a lo que
pretende mostrar por medio del proceso histórico.

La novela histórica en España

Todos los críticos coinciden en admitir que la novela histórica romántica se


inicia en España como imitación de la de Walter Scott y no me parece necesa-
rio insistir en esto.

Aunque no podamos detenernos en ello, hemos de recordar una serie de


hechos históricos en relación con el triunfo del romanticismo y el nacimiento de
la novela histórica en nuestro país: las expectativas despertadas en las Cortes de
Cádiz, en las que se dieron cita los liberales aún neoclásicos, acaban en frustra-
ción política y cultural con el absolutismo de Fernando VII. Los liberales
emprenden, voluntaria u obligatoriamente el camino del exilio, hacia Francia o
Inglaterra, según preferencias y posibilidades.

En sus países de asilo muchos intelectuales y autores literarios, consagrados


o noveles, van a incorporarse de lleno a corrientes que por circunstancias histó-
ricas y políticas habían permanecido alejadas de España. Si bien no es admisible
considerar un cambio tajante de actitud en todos ellos, nuestros autores del pri-
mer romanticismo liberal se incorporan a esta corriente literaria fuera de España
y su vuelta fue determinante para el triunfo del romanticismo en España. Y así
como algunos dramas y poemas históricos se conciben y gestan en Francia -tal
es el caso de Aben Humeya, de Martínez de la Rosa-, el conocimiento de Walter
Scott en Inglaterra fue decisivo para la novela romántica española.

Es cierto que muchos españoles no conocían la lengua inglesa, a pesar de


su estancia en Inglaterra, y que algunas traducciones de las novelas de Scott se
hacen sobre versiones francesas, pero fueron los emigrados en Londres quienes
desempeñaron un papel más importante en la difusión de Scott en España7.

7. La primera mención del novelista escocés parece ser la de José Joaquín de Mora el 6 de
octubre de 1818 en Crónica Científica y Literaria. En 1822 se inserta en El Censor un artí-
culo favorable a Scott y en 1823 Aribau escribe un artículo para El Europeo en el que alaba
Las noticias y alabanzas de Scott en la prensa española comienzan a ser fre-
cuentes desde 1823, y en 1826 ya hay una edición española de El talismán, en
1828 se traduce La novia de Lamermoor en Madrid, y desde esta fecha se mul-
tiplicarán las traducciones y ediciones en Madrid, Barcelona y Valencia.

En cuanto a Chateaubriand es preciso tener en cuenta que, aunque había


publicado antes que Scott unas novelas cuya acción transcurría en tiempos his-
tóricos remotos, será rechazado por los liberales españoles cuando se produzca,
en 1814, la restauración borbónica, y con Chateaubriand rechazarán estos libe-
rales todo el romanticismo francés que representaba, con la vuelta a la tradición,
el enemigo de las reformas iniciadas en Cádiz. Chateaubriand será visto como
el odiado ministro de Relaciones Exteriores de Luis XVIII, que había inspirado
y preparado la invasión de España por la Santa Alianza (los cien mil hijos de San
Luis).

Pero a partir de la revolución de julio 1830 el romanticismo francés se hace


revolucionario y liberal, y será entonces cuando mayor peso cobre su influencia
en la novela española.

Delimitación cronológica

La historia de la novela romántica española se concentra en el periodo que


va de 1823 a 1844, pues 1823, además de ser el año en que comienza a mani-
festarse en la prensa española -tanto interior como en la de los emigrados en
Londres- una sistemática referencia a las novelas de Walter Scott, es también el
año de aparición de una novela titulada Ramiro, conde de Lucena, de Rafael de
Humara y Salamanca. Y 1844 es la fecha en que se publica El señor de

al escocés por ser el creador de un género nuevo. Sin embargo aún no ha sido traducido al
español. Es Blanco White quien ese mismo año de 1823 publica en Las Variedades o El
Mensajero de Londres (I) unos "Retazos de la novela inglesa intitulada Ivanhoe". En 1825,
en el número 14 de los Ocios de españoles emigrados, Mendíbil se lamentaba de que no
hubiese habido aún quien tradujese al español sus novelas, ya que parecía impensable un
genio capaz de imitarle en español. Pocos meses después será José Joaquín de Mora quien
traducirá para Ackerman, de Londres, Ivanhoe y El talismán. El año siguiente de 1826 ven
la luz, esta vez en Perpiñán, traducciones de El enano misterioso, Ivanhoe y Los puritanos
de Escocia. Véase V. Llorens, Liberales y románticos. Una emigración española en
Inglaterra (1823-1834), Madrid, Castalia, 3a ed. 1979.
Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco, considerada como la última de las nove-
las históricas puramente romántica.

Efectivamente, se viene considerando, desde que Vicente Llorens publicó


en 1965 su artículo "Sobre una novela histórica: Ramiro, conde de Lucena
(1823)", que esta novela de Rafael de Húmara y Salamanca es la que inaugura
en nuestro país el género histórico. Y efectivamente se trata de una novela his-
tórica, con documentación cronística, en la que un héroe novelesco, ficticio, se
ve envuelto en lances amorosos condicionados por los acontecimientos históri-
cos de la conquista de Sevilla a los musulmanes. Participa su autor, por tanto, de
la nueva corriente narrativa, y en su discurso preliminar hace mención de Walter
Scott y de Chateaubriand.

Pero mientras que Húmara se deshace en alabanzas del estilo del autor fran-
cés -aunque ni lo imita ni sigue su línea-, el escocés, en su opinión, "ofrece
poco interés" por "minucioso y repetidor", aunque reconoce que es "admirable
por la verdad de la descripción, la unidad de la intriga y la sencillez de los epi-
sodios"8.

Se ha dicho que Ramiro, conde de Lucena es una novela en la que las refe-
rencias mitológicas grecolatinas denuncian la filiación neoclásica del autor,
impidiéndole entrar de lleno en el romanticismo, y, evidentemente, éstas llaman
la atención del lector en una novela ambientada en la conquista de Sevilla en el
siglo XIII. Pero creo que es precisamente el rechazo explícito que hace Húmara
de Walter Scott y de lord Byron, dos de los modelos fundamentales del roman-
ticismo español, lo que le ha impedido formar parte de nuestra nómina román-
tica y lo que, hasta cierto punto, puede explicar que su obra, aun con lo que tiene
de común con las posteriores -como es la elección del tiempo histórico, la
ambientación orientalizante, etc.- permanezca sin continuidad próxima, y que la
verdadera novela histórica romántica española surja sin tenerla en cuenta, liga-
da a la imitación de Walter Scott9.

8. Apud Llorens, "Sobre una novela histórica: Ramiro, conde de Lucena", Revista Hispánica
Moderna, XXI, 1-4, 1965, pág. 289.
9. En el prólogo de Húmara puede leerse lo siguiente: "Walter Scott es admirable por la ver-
dad de la descripción, la unidad de la intriga y la sencillez de los episodios, pero minucio-
so y repetidor, ofrece poco interés. [...] Chateaubriand ha creado un nuevo estilo adaptado
a las sublimes concepciones de su genio. Como Ossian, presta voz a las rocas, expresión a
En 1828, 1829 y 1830 se publican en Londres, y en inglés, tres obras de un
autor español, Telesforo de Trueba y Cossío. Puesto que no son estrictamente
literatura española -por la lengua que emplean-, ni incidieron en la publicación
de las primeras novelas españolas -al ser traducida Gómez Arias en 1831, un
año después de que aparecieran Los bandos de Castilla de Ramón López Soler-,
sólo podemos tener en cuenta su existencia en cuanto a curiosidades, y en rela-
ción con la influencia de Scott en nuestros novelistas románticos exiliados.

Es 1830 el año de la publicación de la que podemos considerar sin restric-


ciones como la primera novela histórica romántica española: Los bandos de
Castilla o El Caballero del Cisne, de Ramón López Soler, editada en Valencia
por Cabrerizo. Se trata de una novela de clara filiación scottiana, en la que la
influencia del novelista escocés no es sólo la que deriva de la simple imitación
de un modelo narrativo -en este caso principalmente el de Ivanhoe-, sino que
su autor se propone, como declara abiertamente en el prólogo, dar a conocer a
los lectores españoles el estilo del escocés, no dudando para ello en traducir lite-
ralmente pasajes enteros de Ivanhoe10 -cambiando simplemente los nombres por
los de sus propios protagonistas- y en seguir la novela inglesa capítulo tras capí-
tulo en una serie de aventuras. El calco de algunos personajes completa esta más
que imitación española de Scott. Para quienes no la conozcan bastaría con men-
cionar, por ejemplo, el incendio del castillo y la novelita paralela que motiva
este incendio; el rapto de la protagonista; los cuidados del héroe herido por parte
del personaje femenino secundario enamorado del caballero del cisne; el torneo
inicial; la aventura de los bandidos que se unen al ejército en la toma del casti-

los silbos del viento, y lenguaje a las flores de la colina, une con majestuosa sencillez las
verdades del cristianismo a la poesía de la fábula y a los sueños queridos de las sombras y
los encantos. [...] Lord Byron tiene los defectos brillantes de sus dos antagonistas galos
(D'Arlincourt y Bernardin de Saint-Pierre), y con más erudición, no posee sin embargo el
secreto de interesar y de aterrar al mismo tiempo. [...] Al bello sexo estaba reservada la glo-
ria de restituirnos esta interesante parte de la literatura. Lady Morgan, Madame Cottin,
Staél, Genlis y Montolieu, adornando con el verdor del honor, de la generosidad y de la vir-
tud el árbol corrompido de las ficciones, nos devolvieron sus óptimos frutos."
10. En este prólogo dice López Soler: "La novela de Los bandos de Castilla tiene dos objetos:
dar a conocer el estilo de Walter Scott y manifestar que la Historia de España ofrece pasa-
jes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores como las de Escocia e
Inglaterra. A fin de conseguir uno y otro intento hemos traducido al novelista escocés en
algunos pasajes e imitándole en otros muchos, procurando dar a su narración y a su diálo-
go aquella vehemencia de la que comúnmente carece, por acomodarse al carácter grave y
flemático de los pueblos para quienes escribe."
lio; la copia casi literal de la carta del escudero; el disfraz del conde de Urgel
tras una armadura negra que lo convierte en trasunto de Ricardo Corazón de
León; etc.

No obstante López Soler consiguió con su novela otro de los objetivos mar-
cados en el prólogo: mostrar que la historia de España, con sus luchas entre
nobles y reinos durante la Edad Media, era tan apta como la inglesa para con-
vertirse en materia novelesca. Porque López Soler, con su adaptación de
Ivanhoe a la historia de España consigue establecer por primera vez un parale-
lo histórico. Los ejemplos empleados por Scott para ilustrar y explicar la histo-
ria presente de su país, ofrecidos como modelo para afrontar el presente, podí-
an encontrarse en la Historia de España con el mismo objetivo y el mismo resul-
tado".

En 1831, Estanislao de Cosca Vayo da a la luz, en Valencia, en la imprenta


de Mompié, La conquista de Valencia por el Cid, que subtitula "novela históri-
ca original española perteneciente al reinado de Alfonso Sexto de Castilla".

Me parece significativo y quiero llamar la atención sobre este subtítulo por-


que ahonda en la idea de que los novelistas españoles están preocupados por
contar la Historia de España, y Cosca Vayo, aunque en la práctica se limite a
narrar novelescamente un acontecimiento concreto y a ensalzar la figura del
Cid, desde el prólogo hasta la apoteosis final, con desfile de carroza y cántico
triunfal incluido, presenta a sus lectores la obra como una historia del reinado
de Alfonso VI.

Cabría decir, no obstante, que aunque el propósito declarado por Vayo en el


prólogo parece ser el de restituir la figura del Cid a sus proporciones justas, ale-
jado tanto del Romancero como de la Historia de Monláu, que había negado
existencia real a este personaje, bien distinto nos parece sin embargo el resulta-
do: no sólo la "novelización" a que se ven sometidos los personajes históricos y
el falseamiento de la historia real en función de la trama amorosa secundaria de
la novela son altamente llamativos, sino que el Cid de esta novela resulta un per-
sonaje de cartón piedra, al no conseguir su autor realizar en él la síntesis de

11. No olvidemos que sobre la escritura de todas las novelas históricas románticas españolas
planea siempre el problema de la guerra carlista.
héroe homérico semiportentoso y caballero galante y tierno padre de familia que
parecía pretender12.

Existen en la novela recuerdos del Romancero y una prosificación de las


famosas quintillas de Moratín tituladas Fiesta de toros en Madridjunto a
motivos tomados de Scott, como el de la reaparición del caballero del Armiño
después de que Abenxafa, rey de Valencia, haya ordenado su muerte y mostra-
do su supuesta cabeza a Elvira, la hija del Cid que tiene prisionera, o la presen-
cia de los reyes de Navarra y Castilla en el ejército de Rodrigo Díaz como caba-
lleros incógnitos bajo los disfraces de Caballero del Armiño y Caballero del
Águila respectivamente.

Después de estas dos novelas -la de López Soler y la de Vayo-, que coin-
ciden con los años de mayor popularidad de Walter Scott en España, a juzgar por
el número de traducciones14, habremos de esperar a 1833-1834 para encontrar
producciones importantes, pues El conde de Candespina, de Patricio de la
Escosura, aparecida en 183215, es una novelita cuyo mayor acierto es el de dar
con un tema que habrá de gozar de popularidad en años posteriores y servir de
argumento a otros novelistas tanto en el siglo XIX como en el XX: el de Doña
Urraca de Castilla, hija de Alfonso VI.

Pero el hecho más significativo para la historia de la novela histórica espa-


ñola durante el periodo romántico tiene lugar en 1833. El 21 de septiembre de
este año, siete días antes de que se produzca la muerte de Fernando VII, cuyo

12. Vayo declara en el prólogo de su obra: "Inútil fuera buscar en las historias de las naciones
más cultas un adalid que reúna el indómito arrojo y las virtudes del tierno esposo de
Jimena. [...] Parece que este espíritu emprendedor, este guerrero tan entusiasta debía eclip-
sar sus brillantes cualidades con grandes pasiones, que son comúnmente los lunares que
afean las vidas de los héroes. [...] Pero el Cid no solamente fue superior a ellas, sino que,
por el contrario, resplandecieron en su carácter todas las virtudes domésticas y sociales que
muy rara vez campean en los conquistadores."
13. Como demostré en mi artículo "Acerca de la originalidad de la novela de Estanislao de
Cosca Vayo: La conquista de Valencia por el Cid (1831)", en J. A. Hernández Guerrero
(ed.), Teoría, Crítica e Historia Literaria, Cádiz, Universidad de Cádiz, 1992, págs. 243-
254.
14. Cfr. Peers, A. y Churchman, P. H., "A survey of the influence of Sir Walter Scott in Spain",
RH, 55, 1922, pág. 227 y ss.
15. Madrid, septiembre, 1832, Imp. Calle del Amor de Dios, 15.
gobierno absolutista había dificultado la expansión de las ideas románticas en
España, el editor Manuel Delgado lanzará en Madrid un folleto manifiesto que
constituye, al tiempo que una profesión de fe, el primer intento español de lan-
zamiento editorial. Este folleto presentaba el proyecto de una "Colección de
novelas históricas originales españolas", que habría de ver la luz en la Imprenta
de Repullés, de Madrid, a partir de este año de 1833.

El primer volumen de la colección fue El primogénito de Alburquerque, de


Ramón López Soler, que apareció en octubre de este año de 1833, al que segui-
rían, en 1834: Sancho Saldaña, o El castellano de Cuéllar, de Espronceda, El
doncel de don Enrique el doliente, de Larra, La catedral de Sevilla, de López
Soler, y Los expatriados, o Zulema y Gazul, de Vayo. En 1835, Ni Rey ni Roque,
de Patricio de la Escosura, y El golpe en vago, de José García de Villalta. Y en
1836, El caballero de Madrid en la conquista de Toledo por don Alfonso el VI,
de Basilio Sebastián Castellanos de Losada.

La colección de Delgado se nos aparece como el primer proyecto conscien-


te de lanzar la novela histórica en España, pues, a pesar de que Mompié y
Cabrerizo, en Valencia, y Antonio Bergnés, en Barcelona, habían contribuido ya
a la publicación de novelas históricas de autores españoles, no dispusieron de
una colección específica como ésta. Además, el proyecto de Delgado fue acom-
pañado de una campaña propagandística bastante semejante a las que en la
segunda mitad del siglo XX han contribuido al lanzamiento de autores y obras.
La propaganda en la prensa periódica, los artículos que comentan la colección16
y los pasquines en las paredes de las calles que la anuncian, testimonian sobra-
damente la envergadura del proyecto y de la campaña que se emprendió para su
lanzamiento.

16. En el Boletín del Comercio apareció una reseña crítica de El primogénito de Alburquerque,
de López Soler, el 11-III-1834, y el editorial de ese mismo día comenta que los escritores
españoles han estado "aplastados por la censura hasta el presente" y no se han atrevido a
abordar los temas históricos hasta ahora. En el Eco del Comercio apareció la crítica de El
doncel de Larra el 15-V-1834 y un artículo comentando la colección el 2-III-1835; en la
Revista mensajero la crítica de El golpe en vago de García de Villalta el 30-V-1835. Para
estos datos cfr. A. Dérozier, "A propos des origines du roman historique en Espagne à la
mort de Ferdinand VII", Recherches sur le roman historique en Europe. XVIIIe-XIXe siè-
cles, I, París, Les Belles Lettres, Annales Littéraires de l'Université de Besançon, 1977,
págs. 83-107.
Hasta el propio Lista se hizo eco de dicho proyecto, comprendiendo, tal vez
mejor que nadie, la intención de Delgado: unir a los autores de una generación
en un proyecto histórico-literario nacional17.

Esta empresa no tuvo, sin embargo, el éxito esperado. A pesar de que El Eco
del Comercio alabase el 2 de marzo de 1835 la iniciativa y el interés "de algunos
de nuestros jóvenes literatos de publicar una colección en que, por medio de una
serie de novelas, se presentase un cuadro de cada una de las épocas más notables
de nuestra historia", ni parece que se vendieron muchos ejemplares, ni la mayo-
ría de los autores que habían colaborado en la colección continuaron dedicados
al género, ni hemos podido constatar ninguna segunda edición de estas novelas
hasta la de El doncel de don Enrique el Doliente, de Larra, en 1838.

Al observar el relativo fracaso de la novela histórica española, algunos crí-


ticos han señalado como causas el que el público lector prefiriese las traduccio-
nes de novelas extranjeras, bien por su exotismo, bien por la fama de que goza-
ban estos autores, bien por la evidente inclinación a mirar con mejores ojos lo
extraño, avalado por las preferencias de países que se reputaban más cultos y
modernos que España, y a menospreciar lo propio. Creo, sin embargo, que el
fracaso se debió a otras causas, una de las cuales es la que apunta Dérozier18: que
los autores españoles se lanzaron a escribir novelas históricas sin saber muy bien
lo que hacían, es decir, sin comprender que se les había llamado a participar en
un proyecto nacionalista, político.

Y otra causa es la incapacidad de nuestros autores románticos para escribir


buenas novelas, sean históricas o costumbristas o sociales. La tradición inte-
rrumpida del género en España pesaba demasiado. La gran novela española del
XIX tardaría aún algunos años en llegar, pero estos autores románticos fueron
los pioneros y sus obras fueron lectura de los novelistas de la generación
siguiente.

17. Cfr. el artículo de Lista "Colección de novelas relativas a sucesos y reinados de la Historia
de España", aparecido en La Estrella el 3 de diciembre de 1833. En él Lista afirma que "las
personas de pluma más ejercitada e imaginación más fecunda" son las que han sido llama-
das por Delgado para escribir las novelas de su colección con el fin de ilustrar todas las épo-
cas de la historia de España.
18. Vid. su artículo "A propos des origines du roman historique en Espagne à la mort de
Ferdinand VII", en Recherches sur le roman historique en Europe. XVIIIe-XIXe siècles, I,
París, Les Belles Lettres, 1977, págs. 83-107.
Así pues, la novela histórica española del romanticismo merece estudiarse,
en principio, como fenómeno propio del movimiento en que se inserta. En
segundo lugar porque el gran número de obras originales y de traducciones indi-
can que el género interesaba tanto a los autores como a los editores y al públi-
co, y, en tercer lugar porque, desterrada ya la idea de que en España se produjo
un vacío novelesco desde finales del siglo XVII hasta el inicio del realismo del
siglo XIX, la gran novela realista española se emparenta directamente con la
novela histórica romántica, por cuanto es, o pretende ser, una novela de historia
contemporánea o una novela histórica-didáctica, al proponerse ofrecer una inter-
pretación persuasiva de los elementos históricos tratados y hacer explícita una
tesis a partir de una opción ideológica, o, en otras palabras, al pedirle cuentas a
la historia y al proponer soluciones.

No voy a detenerme en las novelas históricas que he mencionado, ni en


otras igualmente importantes que se publicaron en este periodo fuera de la
colección de Delgado, como son La heredera de Sangumí, de Juan Cortada
(Barcelona, 1835), Isabel de Solís, reina de Granada, de Francisco Martínez de
la Rosa, publicada en 1837, Cristianos y Moriscos, de Serafín Estébanez
Calderón, aparecida en 1838, y la ya mencionada El señor de Bembibre, de
Enrique Gil y Carrasco, de 1844, pero sí quiero hacer unas cuantas considera-
ciones generales sobre este grupo de novelas.

La primera es que pese a los defectos evidentes de estas obras, sí podemos


hablar de una aportación española al género, pues tanto en El doncel de don
Enrique el Doliente de Larra como en Sancho Saldaña de Espronceda la pasión
amorosa ha cobrado un protagonismo que no tenía en las novelas de Scott que
les han servido de modelo, ya que, como señaló Adams' 9 , el autor escocés no
presentó nunca el amor como una fuerza trágica y fatal. Los novelistas españo-
les, sin embargo, ya desde López Soler, han "procurado dar a su narración y a
su diálogo aquella vehemencia de que comúnmente carece" Scott20. Esta falta de
vehemencia de Scott, procede, en opinión de críticos y novelistas españoles de
ese periodo, de no haber sabido dar "un héroe a sus obras" y de no haber crea-
do personajes "esencialmente marcados por grandes vicios, admirables virtudes
o sobresaliente valor"2'. Intentarán, por tanto, los españoles, corregir en sus

19. Adams, N. B., "A note on Larra's El donceF, Hispànic Review, IX, 1941, págs. 218-221.
20. Prólogo a Los bandos de Castilla, vid nota 10.
21. Recuérdese que Lukács definió al protagonista de las novelas de Scott como héroe mediocre.
novelas éstos que se reputan como defectos, y encontrarán en la pasión amoro-
sa un elemento fundamental. Tal vez resida en esto principalmente la originali-
dad de las novelas históricas románticas españolas frente a las de cualquier otra
nación: la expresión de un amor frustrado, trágico y destructor, es decir, amor
romántico. En este sentido son paradigmáticas las novelas de Larra y
Espronceda antes mencionadas.

Pero este no es el único rasgo distintivo de la novela histórica romántica en


España. Existe otra serie de elementos comunes que permite establecer unas
características del género en nuestro país y que trataré de resumir brevemente.
Estos rasgos se perciben en el sentido y utilización de la historia, la similitud en
los comienzos de las novelas, la presencia de recursos propios del drama más
que de la narración y la construcción de ambientes o "color local".

Veámoslos rápidamente.

Sentido y utilización de la Historia

Es evidente que los novelistas románticos españoles tienen un sentido uti-


litarista de la Historia, en la que buscan la enseñanza ejemplar para el momen-
to presente.

La crítica española del momento, con la mente puesta en la reciente prime-


ra guerra carlista, alaba el pacifismo y espíritu de conciliación que impregna las
novelas de Walter Scott: en un momento en que España estaba dividida en una
guerra fratricida, la pintura de una Escocia en situación semejante ofrecía un
fuerte atractivo, tanto más cuanto el modelo que ofrece Scott propone la unión,
la concordia y el "justo medio".

El sentimiento nacionalista es sobre todo evidente en los novelistas del ámbi-


to geográfico catalán (de Ramón Lopéz Soler a Eugenio de Ochoa, pasando por
Cortada o Basilio Sebastián Castellanos de Losada), y tanto ellos como los críti-
cos catalanes son quienes más apasionadas alabanzas a Scott hacen en sus obras,
pero de una u otra forma está presente en todas las novelas históricas románticas.

Siguiendo, pues, el modelo scottiano, elegirán preferentemente como tiem-


po histórico para situar la acción la Edad Media, y este mundo medieval evoca-
do por nuestros novelistas estará marcado muy frecuentemente por la presencia
de un rey débil y los problemas derivados de las luchas civiles o las peleas entre
nobles, pretendiendo establecer a los ojos del lector las analogías entre esos tiem-
pos oscuros de luchas fratricidas y la presente situación de la guerra carlista22.

Pero este tiempo histórico está habitado también por héroes, ofrecidos
como modelo, que intentan acabar con esa situación.

Así mismo, el medioevo español permite insertar con naturalidad en el uni-


verso novelesco el elemento exótico del orientalismo a través de la presencia de
la cultura musulmana.

Y junto a este tiempo histórico, el segundo preferido es el de los Austrias, y


especialmente el reinado de Felipe II, personificación de la tiranía, y, por tanto, sus-
ceptible de crear en el lector la asociación con la cercana figura de Fernando VII.

En cuanto al tratamiento de la Historia, en todas las novelas románticas espa-


ñolas se observa una gran fidelidad hacia los textos que utilizan como fuente, entre
los que destaca la Historia de España del padre Mariana. El caso extremo de segui-
miento de las fuentes históricas lo ofrece Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa,
que apenas se limita a intercalar episodios novelescos al hilo de la lectura de Las

22. Baste como ejemplo lo que dice Espronceda en el capítulo IV de Sancho Saldaña acerca
de la situación del reino de Castilla a la muerte de Alfonso X, que puede entenderse como
un correlato de la situación actual:

Quedó España, como es de suponer al cabo de esta discordia, tan trastornada y revuel-
ta, que al principio del gobierno de Sancho puede decirse reinaban en su lugar más que
sus órdenes los furores de la anarquía. Los odios más inveterados renacieron en el tras-
torno de la revolución, renováronse las pretensiones de la ambición, y los robos, los
desórdenes y todos los crímenes juntos hallaron ancho campo en que desplegarse,
habiendo encendido la antorcha de la discordia desde el palacio del soberano hasta el
pacífico hogar del labrador. Bastaba que una familia se declarase por un partido para
que la otra se decidiese por el contrario; así que la guerra seguía aún después de la
muerte de don Alfonso, y cada castillo, cada pueblo, era un campo de batalla donde a
sombra del interés público combatían el rencor, la codicia y la ambición de algunos
particulares. Las hordas de ladrones, que infestaban los caminos descaradamente,
estaban protegidas de oculto por los señores, que se valían de ellos para las acciones
que un resto de vergüenza les impedía cometer a las claras, haciendo instrumentos de
su amor o de su venganza a la escoria de la sociedad.
guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, con un aparato de notas a pie
de página cuyo volumen iguala, si no supera, el del texto de la novela23.

El caso más alejado de este ejemplo es el de Cristianos y Moriscos, de


Estébanez Calderón, que, aun ajustándose a la verdad histórica, no se ciñe a las
crónicas ni se observa en ella un seguimiento fiel de una u otra. Los hechos his-
tóricos conocidos están detrás de la acción novelesca, no en primer plano. Tal
vez porque Estébanez era realmente un historiador y no sentía la necesidad de
acreditar que conocía la historia.

Esta fidelidad hacia las fuentes va en detrimento de la ficción novelesca,


cuyos protagonistas parecen quedar en un segundo plano y cuyas aventuras, en
muchos casos, carecen de interés para los lectores dado que, generalmente,
saben desde los comienzos qué va a pasar. Es el caso de El señor de Bembibre,
de Gil y Carrasco, de El doncel de don Enrique el Doliente, de Larra, de La con-
quista de Valencia por el Cid, de Estanislao de Cosca Vayo, y, naturalmente, de
Isabel de Solís de Martínez de la Rosa.

Comienzos de novelas históricas españolas

Hay elementos estructurales comunes en las novelas históricas románticas,


que se ajustan a un patrón, reconocible también por los lectores desde la prime-
ra página. Así pues, podemos establecer unos comienzos prototípicos:

a) Comienzo con un viajero solitario en medio de un paraje inhóspito:

1. Ni Rey ni Roque, de Patricio de la Escosura. Esta novela comienza ya en


la "Introducción", integrada en el relato de ficción, con estas palabras:

"Caballero en un rocín cuellilargo, quijotesco y amojamado,..., paseaba yo


no hace mucho por una sierra del reino de Sevilla."

23. Como caso curioso quiero recordar aquí el caso del capítulo V del libro IV de Ni Rey ni
Roque, donde Patricio de la Escosura, al relatar el apresamiento del pastelero de Madrigal,
supuesto rey don Sebastián de Portugal, inserta en el discurso un documento histórico sin
marca de distinción, aunque aclarando en nota que es "Copia literal del inventario forma-
do en el mismo acto de la prisión de Gabriel de Espinosa por don Rodrigo Santillana, a
fines de septiembre de 1595."
2. El golpe en vago de García de Villalta comienza así:

"Érase que se era..., que en el medio de uno de los más calurosos días del
verano de mil setecientos y pico,..., se apareció por las sierras de Andalucía,
caballero en una mula coja, un personaje como hasta de cincuenta años de
edad."

3. Sancho Saldaña de José de Espronceda se inicia diciendo:

"Serían las tres de la tarde de un día del mes de agosto, cuando un mozo de
apariencia pobre..., después de haber atravesado el arenoso pinar de
Olmedo, se sentó a las frescas orillas del río Adaja..."

b) Comienzo con una localización temporal bastante precisa de la estación cli-


mática, y mucho menos precisa de la época cronológica. Ya hemos visto ese
"caluroso día del verano de mil setecientos y pico" de El golpe en vago de
García de Villalta y "las tres de la tarde de un día del mes de agosto" de
Sancho Saldaña de Espronceda, pero también aparece esa precisión temporal
en:

1. Cristianos y Moriscos de Serafín Estébanez Calderón: "Fresca y apaci-


ble tarde de otoño hacía..."

2. El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco: "En una tarde de mayo


de uno de los primeros años del siglo XIV".

3. Ni Rey ni Roque de Patricio de la Escosura comienza el capítulo I des-


pués de la "Introducción" que hemos visto en a)l diciendo:

"Como a las ocho de la mañana de uno de los primeros días del mes de julio
del año de 1595, se apeó en Madrigal, a la puerta de una pastelería, un caba-
llero joven, galán y bien portado."

4. La campana de Huesca de Cánovas del Castillo comienza realmente en


el capítulo II, ya que el primero es un prólogo introducción, de esta mane-
ra:
"De no mentir desde las primeras letras el dicho muzárabe, el día era de los
mejores de diciembre..."

5. Doña Blanca de Navarra de Navarro Villoslada se inicia sin preámbulo


ni introducción:

"Iba cayendo en brazos del invierno el otoño de 1461, cuando a la puerta


de una choza del arrabal de Mendavia..."

c) Menos frecuente, pero significativo, es el comienzo con una invocación a las


musas, a la manera clásica, en un afán de insertar la obra en la tradición épica,
emulando el "canta, musa, la cólera de Aquiles" de la Iliada de Homero:

1. Los bandos de Castilla o El Caballero del Cisne de Ramón López Soler,


primera de las novelas históricas románticas española, comienza el capítu-
lo primero diciendo:

"¿Por qué se niega a mis esfuerzos la armónica medida de la poesía? He de


expresar mis ideas en sencillo y desaliñado idioma, y ni la llama del amor,
ni el fuego de la juventud, son bastante a inspirarme el lenguaje del Olimpo.
¡Yo te invoco, oh musa de la sencillez y de la verdad! Abandona por un
momento la deliciosa montaña donde moras, y haz que fluyan de mis labios
aquellas voces que enternecen el espíritu y elevan la imaginación, blandas
como los céfiros de abril, penetrantes y ruborosas como los ojos de la
Gracia. Venid, ¡oh jóvenes que ocultáis bajo del casco vuestros rizados
cabellos!, llegaos a escuchar las proezas de los antiguos paladines."

2. La heredera de Sangumí de Juan Cortada comienza:

"¡Musa celestial de la memoria! ¡Tú, que conservas los nombres de todos


los nacidos, las proezas de los héroes..., tú, que testigo de las revolucio-
nes...! Déjame penetrar un instante en tu maravilloso archivo..."

d) Comienzo de la obra con un previo de información histórica:

1. La conquista de Valencia por el Cid de Estanislao de Cosca Vayo empie-


za, después del prólogo justificativo:
"Lanzado habían de la soberbia corte de Castilla a Rodrigo Díaz de Vivar,
hijo de Diego Laínez, la envidia y la calumnia en el reinado de Alfonso VI."

2. El doncel de don Enrique el Doliente, de Mariano José de Larra, comien-


za realmente en el capítulo II, pues, al no llevar prólogo, el primer capítu-
lo se dedica a introducción, y en él se dan al lector las bases de historia que
en otras novelas se ofrecen en el prólogo. Y así empieza la novela ofrecien-
do, de nuevo, información histórica al lector:

"A fines del siglo XIV estaba la hoy coronada y heroica villa de Madrid
muy lejos de pretender el lugar preeminente que en la actualidad ocupa..."

3. La heredera de Sangumí, de Juan Cortada, tras la invocación a las musas,


informa de que

"Cumplía ya más de cinco años que la ciudad de David y Salomón estaba


en poder de los cristianos, que resonaba por todos sus ángulos el bronce
sagrado, no oído desde la conquista de Ornar, que Godofredo de Bullón
había empuñado el cetro con el modesto título de Defensor y Barón del
Santo Sepulcro y que Amoldo de Rohes ocupó el primero la silla patriarcal
de Asia."

e) Finalmente la obra, saliéndose de los patrones comunes, puede comenzar en


plena acción. Éste es el caso, por ejemplo, de Isabel de Solís, de Martínez de la
Rosa, que, a pesar de ser la menos "novelesca", la que más se asemeja a una cró-
nica novelada y menos a una novela "moderna", tras el extenso prólogo comien-
za así el capítulo I, dejando oír, sin preámbulo alguno, la voz de un personaje en
diálogo, como si de teatro se tratase:

"-Si al bueno de nuestro amo no se le trastrueca el juicio con esta boda


-decía entre dientes un antiguo escudero del comendador Sancho Jiménez
de Solís- no se debe a los ruegos de su bendita esposa, ¡que santa gloria
haya!
-¿Qué rezas ahí, linda maula? -le gritó desde el rincón una dueña,..."
Presencia de recursos más propios del drama que de la narración

Ya nos hemos referido antes al comienzo de Isabel de Solís, en el que lo pri-


mero que encuentra el lector es el diálogo de dos criados, dos personajes secun-
darios, que sitúan la "escena", es decir, que, mediante su diálogo, informan al
lector acerca de lo que está ocurriendo, como si estuviesen en un escenario
poniendo en situación al espectador.

Pero éste no es el único caso de "teatralidad" evidente que encontramos en


las novelas históricas románticas españolas.

Es preciso recordar que estos escritores están reinventando el género nove-


lístico cuya trayectoria se había interrumpido. Y lo están reinventando a partir
del modelo de las novelas de Scott, Cervantes, ya lejano, y el drama, cuya tra-
dición no se había interrumpido en España desde el barroco.

Así pues, del teatro barroco tomarán la figura del "gracioso", asociada al
personaje del criado, para configurar a los criados y escuderos de las novelas
históricas.

Por ejemplo, en Sancho Saldaña de Espronceda, Ñuño, el escudero de


Hernando de íscar, responde a esta figura teatral del gracioso, y Duarte, el cria-
do de Saldaña no le anda muy lejano. Ñuño es fiel criado, dispuesto a dar la vida
por su amo, capaz de acciones arriesgadas y hasta heroicas, pero, sin embargo,
cae constantemente en los defectos que Luzán le achacaba al gracioso barroco:
rompe continuamente la tensión dramática con frases inapropiadas. Y no parece
que Espronceda pretenda con ello suavizar el drama de los personajes, dando un
respiro al lector mediante esas rupturas distanciadoras por parte de Ñuño, sino
que más bien tales rupturas se perciben como una interrupción improcedente,
una más de las muchas que distraen de la acción principal, es decir, uno más de
los defectos de estructura de estas novelas, cuya historia de ficción se diluye
entre tantos elementos ajenos a la misma.

En la construcción de los diálogos son también estos novelistas deudores


del teatro, esta vez el romántico, y, por tanto, pecarán de grandilocuentes y afec-
tados. Difícilmente encuentran el tono "novelesco", natural, que pretenden. En
gran medida muchos autores tratan de eludir ciertos diálogos, por ejemplo los
amorosos, y emplean el estilo indirecto narrativo, como hace Gil y Carrasco. En
su novela El señor de Bembibre el lector conoce la vehemencia del amor de
Alvaro y Beatriz no por las palabras y declaraciones de estos personajes, sino
por el discurso del narrador.

Pero cuando se trata de transcribir este tipo de diálogos es muy difícil sus-
traerse al tono teatral declamatorio, vehemente y artificioso, como ocurre en El
doncel de don Enrique el Doliente de Larra, novela en la que, además, se sien-
te el peso del drama Macias, que, con el mismo asunto y tema, acababa de escri-
bir cuando comenzó la novela.

Veamos uno de estos diálogos:

- ¡ D i o s mío! - g r i t ó despertándose la dama, al sentir su mano oprimida por la del


doncel-, ¿ D ó n d e estoy? ¡Ah! ¿Qué hacéis? ¡Abrahem! Pero, cielos, ¿qué veo?
¿Pierdo la cabeza? ¿Quién sois? Soltad... Guiomar. Guiomar - a ñ a d i ó levantándo-
se y llamando con voz apenas inteligible a una de sus dueñas que en la antecáma-
ra esperaba.
- C a l l a d , por Dios, callad —exclamó Macias mirando a la puerta—. N o llaméis a
nadie; señora, ¿qué tenéis?
- ¿ Q u i é n sois? ¡Ah! ¡Sois vos! ¿ M e engaña mi deseo?
- ¿ T u deseo? ¿Has dicho tu deseo? Repítelo otra vez, repítelo.
- N o ; no, caballero; no he dicho mi deseo. Perdonad si... no sé qué pronuncio: el
sueño, la... Pero decidme, ¿por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis? Huid, huid, ahora
que os conozco.
- ¡ C r u e l ! ¿Por qué?
- S o l t a d mi mano; soltadla, que no es vuestra...
- ¡ N o es mía! ¡Mil rayos me confundan! Perdonad si mi dolor... Pero ¿qué veo?
Este anillo... ¡Santo Dios! ¡Ella es! ¡Ella es! ¿Quién sino ella pudiera tener este
anillo! Es el mismo, le conozco, es el mismo.
- ¡ I m p r u d e n t e ! - e x c l a m ó la dama retirando y escondiendo precipitadamente su
mano.
-¡Elvira!
-¡Silencio!
- V o s sois, vos sois; no me lo ocultéis por más tiempo si no queréis que muera a
vuestros pies.
- Y bien, yo soy - r e s p o n d i ó la dama abalanzándose hacia atrás para poner todo el
espacio posible entre ella y el d o n c e l - ; yo soy, puesto que fuera inútil negároslo
por más tiempo. ¿Y qué queréis? ¿Qué exigís de mí?
- ¿ Q u é exijo, señora, qué exijo? - p r e g u n t ó el doncel arrebatado de su loco frene-
sí-, ¿Tengo derecho a exigir algo de vos?
- H u i d , pues, y no turbéis por más tiempo mi tranquilidad.
- ¿ V u e s t r a tranquilidad? Y la mía, señora, ¿quién la turbó sino vos? ¿ O no es nada
por ventura mi tranquilidad?
-¿Yo?
- ¿ Q u i é n sino vos e m p o n z o ñ ó mi existencia, antes feliz y descuidada? ¿Quién sino
vos me dijo: Macias, mírame y a m a ?
-¿Yo?
- V u e s t r o s ojos, vuestros ojos se clavaron cien veces en los míos y bien claro lo
dijeron. ¡Ah! Elvira, yo he aprendido bien a mi costa a leer en ellos.
- S a n t o Dios, ¿qué decís? 24 .

En este ejemplo, además del tono teatral, marcado por la presencia de ele-
mentos retóricos característicos del teatro en el discurso de los personajes, como
son las interrogaciones, exclamaciones y suspensiones, es de destacar cómo el
discurso del narrador que interrumpe la voz de los personajes funciona a modo
de acotaciones teatrales en frases como "levantándose y llamando con voz ape-
nas inteligible", "exclamó Macias mirando a la puerta", o "abalanzándose hacia
atrás para poner todo el espacio posible entre ella y el doncel."

Y es destacable también cómo en este diálogo aparece la voz del personaje


en un "aparte" teatral, dirigido más a unos posibles espectadores que a un lec-
tor. En una novela bien construida, nunca encontraríamos la voz del personaje
diciendo como aquí:

¡Santo Dios! ¡Ella es! ¡Ella es! ¿Quién sino ella pudiera tener este anillo? Es el
mismo, le conozco, es el mismo.

Evidentemente el narrador nos haría saber por medio de su propia voz lo


que pasó por la cabeza del personaje al reconocer el anillo en la mano de la
mujer, pero nunca le haría pronunciar unas frases como estas dirigidas a sí
mismo, o a los espectadores de un teatro, en voz alta.

Tal vez para los lectores de los artículos de Larra que no conozcan bien la
novela histórica romántica pueda resultar sorprendente encontrar algo así en un
maestro de la prosa como era Fígaro, pero así son las cosas. Para Ermitas Penas25,

24. Todo el capítulo 21 continúa hasta el final este diálogo.


25. "Discurso dramático y novela histórica romántica", BBMP, LXIX, 1993, págs. 167-193.
la inexistencia en estas fechas de una poética sólida para la novela, unido al
hecho de que gran parte de los autores de novela histórica son también autores o
críticos de teatro, explicaría en buena medida esta presencia constante de elemen-
tos dramáticos en tales textos.

La construcción de ambientes o "color local"

En cuanto a la ambientación, al escenario de la acción en estas novelas,


encontraremos todos los elementos tópicos del romanticismo, tanto en lo que se
refiere a la tipificación del mundo medieval como en lo referente a la naturale-
za y espíritu romántico.

Por ejemplo, en Sancho Saldaña, el escenario son bosques agrestes, casti-


llos sobre peñas, pasadizos, almenas, cuevas de bandidos. Las escenas noctur-
nas son frecuentes, y la luna está presente casi siempre. Hay celadas en los
corredores y en las escaleras oscuras, pero todo resulta muy tosco.

En El señor de Bembibre la noche es el marco de algunas escenas y aven-


turas, como la de la huida del convento, pero tiene un tono poético, una ambien-
tación casi irreal, cercana ya a Bécquer. En esta novela de Gil y Carrasco los
castillos y conventos no resultan sombríos, como en Espronceda o en López
Soler, sino apacibles: son lugares perfectamente "cotidianos" para los persona-
jes, mientras que los personajes de Espronceda se mueven como fantasmas por
ruinas deshabitadas. Sólo Zoraida posee en la novela de Espronceda un espacio
concreto habitable en el castillo de Saldaña, espacio que ofrece la única nota
oriental, colorista y sensual de todas estas novelas históricas.

Poco, pues, de ambientes vivos, de decorados detallistas y realistas para las


acciones y sentimientos de estos personajes románticos que se mueven por espa-
cios y tiempos lejanos y "desrealizados".

Muchos otros aspectos podríamos haber tratado para explicar la novela his-
tórica de la primera mitad del XIX, es decir, la novela romántica de raigambre
scottiana, pero he preferido ofrecer un panorama general con el simple fin de
hacer comprender lo que estaba pasando en la época. Ahora trataremos de ver lo
que ocurre en la segunda mitad del siglo.
La novela histórica tras el Romanticismo

Cuando Emilia Pardo Bazán dice en La cuestión palpitante que la novela histó-
rica ya no está de moda, ya no se escribe, ni se lee, ni es posible, Valera le replica en
Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas que Salambó de Flaubert desmiente
este aserto: "La novela histórica no puede pasar de moda", dice Valera, lo que impi-
de que se escriban más es, en su opinión, que en esos momentos la novela histórica
exige mucha preparación y estudios previos, y gran precisión arqueológica.

Efectivamente, los tiempos han cambiado, y los lectores demandan algo


más que el "color local", la novelización de hazañas históricas o las aventuras y
amores de paladines medievales.

La filosofía positivista se ha afianzado desde 1850 y ha producido en lite-


ratura la novela realista y naturalista.

A partir de 1844, con la publicación de El señor de Bembibre de Gil y


Carrasco, la novela histórica propiamente romántica se da por concluida en
España, como también el estreno en ese mismo año de 1844 del Don Juan
Tenorio de Zorrilla marca el punto culminante y el declive del romanticismo.

Pero la novela histórica no desaparece, sino que se transforma.

Hasta 1848 puede decirse que las novelas históricas centran su acción en la
Edad Media y el Renacimiento, pero a partir de aquí va a comenzar a imponer-
se una nueva tendencia, aunque no la única, como veremos, que utiliza la histo-
ria contemporánea como tema o como fondo de las novelas: será la novela his-
tórica de tema contemporáneo, en la que se insertará Galdós.

Para M.a Isabel Montesinos26, si bien la burguesía tomó conciencia de su


función histórica con la Revolución Francesa, es a partir de la revolución de
1848 cuando esta burguesía se convierte en sujeto activo real del proceso histó-
rico y, por tanto, asume el papel protagonista de la novela. Y su tiempo, el de la
burguesía, es indudablemente, la historia contemporánea.

26. "Novelas históricas pre-galdosianas sobre la Guerra de Independencia", en Mercedes


Etreros, M.a Isabel Montesinos y Leonardo Romero, Estudios sobre la novela española del
siglo XIX, Madrid, CSIC, 1977, págs. 9-48.
Hasta 1848, pues, podemos decir que la representación de la realidad his-
tórica que aparecía en las novelas era estática y, a pesar del carácter liberal de
muchos de sus autores, no tenía en cuenta la idea de progreso, que es la que va
a informar las narraciones históricas galdosianas.

En España, hasta la revolución de septiembre de 1868 no puede hablarse de


la incorporación de estas ideas que impregnan a Europa desde el 48.

A partir de ahora ya no se buscará el correlato histórico entre Felipe II y


Fernando VII, sino que se escribirán novelas de tiempos de Fernando VII. Y, lo que
es más importante, el papel del héroe individual como símbolo de la colectividad se
va a enseñorear de esta nueva tendencia de novela histórica, en la que el pueblo, a
través del héroe, va a erigirse en protagonista. Y no me estoy refiriendo al género de
los "episodios nacionales", de tradición anterior a Galdós, aunque no propiamente
novelas, sino a la novela realista propiamente dicha, ya que la novela española que
inaugura de pleno el realismo es, precisamente, una novela histórica contemporánea,
La Fontana de Oro de Galdós, primera de sus obras, aparecida en 1870.

La segunda tendencia de novela histórica surgida en la segunda mitad del


siglo XIX, es la novela arqueológica. Y de ambas tendencias, la de historia con-
temporánea con héroe colectivo y la nueva novela arqueológica, partirán las
líneas convergentes que producirán la novela histórica del siglo XX, prolonga-
da en el XXI.

La novela arqueológica no es, como parte de la crítica ha querido suponer,


la novela histórica romántica que sitúa su acción en tiempos anteriores a la Edad
Media. Nada más alejado del verdadero concepto de arqueología y de esta
misma disciplina científica que se constituye como tal a partir de la segunda
mitad del XIX27 que la novela histórica romántica.

Incluso si tomásemos como válido el concepto de arqueología que aplica


Amado Alonso a lo literario en su conocido trabajo Ensayo sobre la novela his-

27. La doctrina de la evolución favoreció un nuevo clima ideológico que propició el nacimien-
to de la "nueva geología" y de la antropología, dando lugar a la aceptación del sistema de
las "Tres Edades", y, como consecuencia de todo ello, en la década de 1860 tiene lugar el
nacimiento de la arqueología como nueva disciplina científica. Sus padres son, sin duda,
Morlot, Lubbock y Montelius.
tórica28, y admitiésemos que arqueología es simplemente el estudio de un esta-
do social y cultural en todas sus vertientes de espacio y tiempo, comprobaría-
mos rápidamente que esto es totalmente ajeno a los autores románticos, a quie-
nes sólo les interesaban los hechos históricos, las acciones de los héroes y sus
sentimientos amorosos o las causas y razones de sus odios o rencillas, pero
nunca el marco en el que el héroe se desenvuelve y actúa, condicionador, como
luego se supo, de muchos de sus actos y hazañas o aventuras.

Veamos pues algunos de los rasgos que conforman esta nueva tendencia de
novela arqueológica.

Hemos visto que la novela histórica romántica es esencialmente cristiana.


Es decir, tiene un "escenario" cultural cristiano, prefiriendo, sobre todo, el
entorno medieval en que una concepción teocéntrica cristiana del mundo se
aúna con el surgimiento de las nacionalidades "modernas".

La novela arqueológica, por el contrario, elige un marco pagano, en el que,


no obstante, puede tener cabida el cristianismo. Es decir, un cristianismo primi-
tivo en pugna con el paganismo circundante, preferentemente en ambientes cul-
turales romanizados.

Desde este punto de vista los antecedentes directos de la novela arqueoló-


gica están en ciertas novelas del periodo romántico, en primer lugar Los márti-
res de Chateaubriand, obra que sitúa la acción en un escenario helénico romani-
zado pero que, pese a esta ambientación histórica, responde como pocas a la
idea que funde en uno los conceptos de cristianismo y romanticismo, y que
constituye la plasmación en literatura de la filosofía que informaba su ensayo
sobre El genio del cristianismo19. En segundo lugar hemos de considerar como
antecedente de esta tendencia Los últimos días de Pompeya, de Bulwer Lytton,
aparecida en 183430.

28. A. Alonso, Ensayo sobre la novela histórica. El modernismo en "La gloria de don
Ramiro", Buenos Aires, Inst. de Filología, 1942.
29. Tengamos en cuenta que para Schlegel, uno de los teóricos fundamentales del romanticis-
mo, literatura romántica se identifica con literatura cristiana.
30. Esta novela fue traducida por primera vez al español por Isaac Núñez Arenas en 1847-48,
pero lo hace desde una versión francesa. La primera traducción completa desde el inglés es
la de Celestino Barallat y Felguera, Barcelona, Imprenta de C. Verdaguer, 1883, con graba-
dos de Apeles Mestres, notas del traductor, que amplían las del autor, y prólogo en el que
Se observa ahora que conforme van perdiendo fuerza las ideas del roman-
ticismo que sustentaban el historicismo de la literatura, van adquiriendo mayor
presencia en las novelas históricas elementos objetivos, tanto sociales como
científicos, entre los que hemos de destacar para el caso los aportados por los
nuevos descubrimientos de las excavaciones arqueológicas31 que comienzan a
estar presididos por un afán investigador y científico, o al menos no ya sólo por
un afán coleccionista de objetos de arte32.

En este contexto la nueva novela histórico-arqueológica buscará marcos y


entornos cada vez más alejados y ajenos o anteriores al cristianismo, porque el
positivismo realista, cuando fije su mirada en la historia, pondrá su interés en
ambientes no cristianizados en los que la religión será un elemento exótico más.

Por otra parte, técnicas realistas y naturalistas servirán ahora para estudiar,
encuadrar y analizar ambientes no cristianos en los que los personajes se move-
rán más libremente, por impulsos más naturales que los personajes propiamen-
te románticos.

Lo que interesaba a los románticos de los restos arqueológicos era la atmósfera


de ruina y de tragedia que los envuelve; mientras que al escritor de la época realista,
que heredará del romántico el interés histórico, naturalmente, lo que le interesa de
esos mismos restos arqueológicos es ya su naturaleza de testigo a partir del cual es
posible reconstruir el mundo y la cultura que los creó y presenció su esplendor. Es
decir, tendrá ya un interés verdaderamente arqueológico por dichos restos o ruinas.

Barallat dice que la novela "es un estímulo para los arqueólogos y puede servir de intro-
ducción a mayores y más completas investigaciones para quien mediante su lectura llegue
a interesarse en el conocimiento del mundo antiguo".
31. Puede observarse una relación entre la tendencia de esta nueva novela al detalle, a la
"ambientación científica" y la concepción que los nuevos arqueólogos tienen de su disci-
plina. Véase, si no, lo que en una conferencia de 1870, titulada "The Ashmolean Museum,
its History, Present State, and Prospect", decía J. H. Parker ante la Oxford Architectural and
Historical Society: "¿Qué es la arqueología? Es la historia en detalle, y los detalles resul-
tan diez veces más interesantes que los secos huesos llamados textos históricos. Los deta-
lles dan vida e interés a cualquier tema. La arqueología es también historia en la que los
ojos actúan como maestros, mostrándonos una serie de objetos tangibles [...]". Apud Glyn
Daniel, Historia de la arqueología. De los anticuarios a V. Gordon Childe, Madrid,
Castalia, 1974, págs. 139-40.
32. Vid. Glyn Daniel, Historia de la arqueología. De los anticuarios a V. Gordon Childe,
Madrid, Castalia, 1974.
Hemos de tener en cuenta también que el Oriente, cercano o lejano, ejerce una
atracción especial sobre el hombre del siglo XIX y que en este interés por las cul-
turas antiguas del Oriente se conjugan y encadenan diversos componentes: el sueño
oriental es, en principio, fruto natural del anhelo de lejanía romántico. Pero este
anhelo de lejanía está impulsado por la fascinación que siente el romántico por el
tema de los orígenes (orígenes de su nación, su religión, su cultura, etc.). Y de sus
indagaciones surge la idea de que el origen de todo está en Oriente. Los recién inau-
gurados estudios comparatistas ponen en evidencia para los ojos europeos decimo-
nónicos la existencia de religiones desconocidas que despiertan una curiosidad sub-
yugante. La cuna de la raza europea se sitúa entonces en el Pamir, y la India se apa-
rece como el último reducto de ese pasado común de la raza indoeuropea.

Por otra parte, la invasión napoleónica de Egipto, en cuyo séquito iban his-
toriadores o arqueólogos, como Champollion, promovió una oleada de noticias
sobre la antigua civilización faraónica, y, a partir de este momento, todas las
artes de Europa se resienten de la influencia egipcia.

En arqueología comienzan las primeras auténticas investigaciones de


campo, en interrelación con los textos escritos de los autores antiguos33, que van
a posibilitar el conocimiento real, y casi directo, de culturas desconocidas antes
más allá de los textos. Los museos se llenan de objetos de arte, pero también de
utensilios de la vida cotidiana de los hombres que habitaron tiempos y espacios
remotos34.

Hemos dicho que la reconstrucción ambiental de la primitiva novela histó-


rica romántica era precaria, ficticia, anacrónica y poco relevante, pero es que no

33. Recuérdese que Heinrich Schliemann (1822-1890), el descubridor de Troya, pero también
excavador en Micenas, Tirinto y Orcomenos, actuó impulsado por la firme creencia en que
los textos literarios de Homero hacían referencia a una realidad histórica, y consiguió
demostrarlo y ofrecer al mundo pruebas de la existencia de los primitivos troyanos y micé-
nicos. Y lo mismo puede decirse de Arthur Evans, descubridor de los palacios de Cnosos y
de la escritura lineal de Creta.
34. Los arqueólogos no son ya anticuarios y coleccionistas de obras de arte, sino estudiosos que
descifran la vida del hombre antiguo a través del estudio de los objetos antes rechazados
por no ser artísticos, como la cerámica común, las puntas de flecha, los arpones, las fíbu-
las, los objetos de tocador, los sellos de arcilla, etc., y tales objetos son ahora recogidos (y
no despreciados, como antes) cuidadosamente y llevados a los museos por su valor docu-
mental.
podía ser de otro modo porque no disponía de más datos que las fuentes escritas
que no suelen ocuparse precisamente de este aspecto. Ahora, en los nuevos tiem-
pos modernos del realismo, a las técnicas objetivas y positivistas se sumará la
existencia de nueva y rica información, y, por tanto, la reconstrucción ambiental
histórica será en la nueva novela arqueológica objetiva, real y "científica".

Esta nueva novela histórica hace su aparición en pleno periodo realista,


1862, y es obra de uno de los más grandes autores del movimiento: Gustave
Flaubert. La novela inaugural es Salambó, cuya acción se desarrolla en la
Cartago de Amílcar Barca, una civilización desaparecida de la historia sin dejar
una herencia tangible en el desarrollo histórico de Occidente. No es, pues, no
puede ser, un intento de búsqueda de raíces, de identidad, lo que mueve a
Flaubert a fijar su interés en esta cultura.

La crítica del momento inevitablemente estableció la relación con Los már-


tires de Chateubriand, pero Flaubert jamás aceptará una comparación con esta
obra romántica, pues, en su respuesta a la crítica que publicó Sainte-Beuve35 de
Salambó, se cuida mucho de marcar precisamente lo que le separa de lo que él
llama el "sistema de Chateubriand", "diametralmente opuesto" al suyo, cuando
afirma que el punto de vista de Chateubriand era "ideal", puesto que él

soñaba mártires típicos36. Pero yo he querido captar un espejismo aplicando a la


antigüedad los procedimientos de la novela moderna, y he procurado ser sencillo.
¡Reíros cuanto os plazca! Sí, he dicho sencillo, y no sobrio 37 .

El nuevo lector de novelas ha cambiado también. Si a los lectores románti-


cos de la novela Sancho Saldaña de Espronceda no les importaba mucho que un
personaje se comiese un tomate en pleno siglo XIII, o que una dama se peinase
a la moda del XIX, por el contrario, en opinión de un crítico de 1881 "desde que
Dikens negó a la decoración el carácter pasivo, y quiso que los detalles y acce-
sorios vivieran y vinieran a representar el papel de infinitos personajes menores

35. Este crítico publicó tres artículos sobre Salambó en el Constitutonnel durante tres semanas
seguidas. En la misma columna semanal se publicó a continuación la respuesta de Flaubert.
Vid. Maurice Nadeau, Gustave Flaubert, escritor, Barcelona, Lumen, 1981, págs. 207-209.
36. El subrayado es de Flaubert.
37. Traducción mía sobre la cita tomada de Henri Thomas, Preface de Salammbó, París,
Gallimard, 1970, pág. 13. Véase también F. A. Blossom, La Composition de Salammbó
d'après la correspondance de Flaubert (1857-1862), París, 1914.
de sus novelas, instintivamente buscamos en cada objeto un carácter, una acción
y un lenguaje"38. O lo que es lo mismo, el nuevo lector de novelas busca en la
construcción de ambientes, remotos o cotidianos, y en la descripción de objetos,
información consciente o inconsciente acerca del carácter, situación social, afi-
ciones, gustos, profesión, etc. de sus dueños. El anacronismo, a partir de ahora,
si existe, queda más al descubierto. Y la reconstrucción de los modos de vida
será tan importante en la novela arqueológica como en la novela realista o natu-
ralista contemporánea. Y, lo que es más importante, las crónicas y obras de his-
toria clásicas serán sólo una más de las fuentes, a las que se sumarán los nuevos
descubrimientos de yacimientos arqueológicos, los papiros egipcios, los
bajorrelieves de Nínive, los objetos expuestos en las vitrinas de los museos o los
grabados de los libros de arqueología.

Después de Salambó se escribirían en Europa otras muchas novelas arqueo-


lógicas, entre las que es preciso destacar, por su influencia, La hija del rey de
Egipto, de George Ebers, publicada en 1864, y, aunque no se trate de una gran
novela desde el punto de vista literario, será considerada como un "prodigio" de
reconstrucción histórica y arqueológica de las culturas egipcia y persa39. Esta
obra, muy poco conocida hoy, alcanzó siete ediciones en nueve años en
Alemania y fue traducida a todas las lenguas y comentada en todas las revistas
y periódicos. En España, aunque no fue traducida hasta 1881, influyó en algu-
nas de las novelas históricas de Valera, en las de José Ramón Mélida e, incluso,
en Vicente Blasco Ibáñez.

38. C. de la K., en prólogo a La hija del rey de Egipto, de George Ebers.


39. Hay que tener en cuenta que Ebers no era un "profesional" de la literatura, sino un
arqueólogo, catedrático de universidad, y que estamos en los inicios de una época "pro-
fesoral" de la novela histórica, cuando ésta comienza a ser patrimonio de profesores y
eruditos En el último tercio del XIX asistimos a una especie de eclosión de novelas
escritas por profesores universitarios, eruditos, historiadores y filólogos. Si echamos
una mirada a la lista de novelas históricas europeas que incluye Hannu Riikonen en su
obra Die Antike im historischen Roman des 19. Jahrunders. Eine literatur und kultur-
geschichtliche Untersuchung, Societas Scientiarum Fennica, Helsinki-Helsingfors,
1978, veremos que entre 1867 y 1899 hay 148 títulos de tendencia histórico-arqueoló-
gica de entre los doscientos veintiséis reseñados, y entre sus autores encontraremos
nombres como Gregorovius, Hamerling o Hausrath. Algo parecido ocurre en el siglo
XX. Piénsese que E. Montero Cartelle y M a C. Herrero Ingelmo, en su trabajo antes cita-
do de 1994, se hacen eco de que también en las últimas décadas del siglo XX los auto-
res de novela histórica de ambientación clásica son generalmente profesores de filolo-
gía o de historia antigua.
La situación en España en cuanto a la novela histórica en época realista y
naturalista se refiere es, como en el caso de la época romántica, de retraso, pero
también de menor producción.

La novela de historia contemporánea tiene no obstante mayor fortuna, gra-


cias, sobre todo, a Galdós, pero la novela histórica tradicional y su tendencia
arqueológica ofrecen una menor presencia. No obstante hemos de recordar que
sí existe una muestra de novela histórica en época realista, muy poco tenida en
cuenta tanto por los historiadores de la literatura de este periodo como por los
estudiosos del género. Yo sólo voy a referirme a unas de las muestras en mi opi-
nión más significativas.

En primer lugar quiero comentar que los pocos autores que se han ocupado
del tema consideran que la primera novela arqueológica española es Sortilegio en
Karnak, de José Ramón Mélida, conservador primero del Museo Arqueológico
Nacional y posteriormente su director por muchos años40. Esta novela de Mélida
apareció en 1880 y, efectivamente, es la primera que lleva como subtítulo "Novela
arqueológica". Posteriormente, en 1884 Mélida publicaría una nueva novela titu-
lada Salomón, rey de Israel, también subtitulada como "novela arqueológica"4'.

No son novelas importantes, ni tuvieron gran éxito de lectores, aunque fue-


ron comentadas y consideradas por el reducido círculo de eruditos, intelectuales
y arqueólogos españoles.

En segundo lugar he de referirme a Sónnica la cortesana, de Vicente Blasco


Ibáñez, aparecida al iniciarse el siglo XX.

Esta obra del escritor naturalista es una novela histórica arqueológica de corte
"nacionalista", que novela lo que el autor llama "el episodio más heroico de la his-
toria de Valencia"42, es decir, el cerco de Sagunto por Aníbal y el final trágico de

40. Sobre Mélida cfr. A. Almela, "La aportación de José Ramón Mélida a la consolidación de
la arqueología científica en España", en J. Arce y R. Olmos (coords.), Historiografía de la
Arqueología y de la Historia Antigua en España, (siglos XVIII-XX), Madrid, CSIC, 1991,
págs. 131-134.
41. En 1887 publicaría también el cuento Una noche en Pompeya, incluido en el volumen de
narraciones A orillas del Guadarza, Barcelona, 1887.
42. Prólogo de Blasco Ibáñez escrito en 1923 para la reedición de la obra. Vid. Obras
Completas de V. Blasco Ibáñez, Madrid, Aguilar, 1966, vol. I, pág. 667.
la ciudad y sus habitantes que prefirieron inmolarse antes que caer en manos del
sitiador cartaginés. Contiene la novela, además del espíritu de exaltación naciona-
lista, otros elementos heredados del romanticismo, como la psicología colectiva
de los pueblos, lo que los románticos alemanes llamaron el volkergeist43, pero que
entronca también con la entonces incipiente antropología arqueológica, presente
en las novelas de Rider Haggard, el popular autor de Las minas del rey Salomón.

He de decir que, curiosamente, la reconstrucción ambiental que realiza


Blasco Ibáñez se basa, naturalmente, en textos latinos y libros de historia roma-
na44, pero para conseguir ese cierto tono arqueológico se limita, sencillamente, a
seguir a Flaubert en Salambó45 e, incluso, a Bulwer Lytton en Los últimos días de
Pompeya46: el que fuera secretario del folletinista Manuel Fernández y González,
que escribía a toda prisa, no tenía tiempo de documentarse adecuadamente y, con
unas cuantas pinceladas prestadas es capaz de evocar para el lector aquellas cul-
turas y civilizaciones en pugna, aunque dicha evocación esté muy lejos de la
reconstrucción ambiental e histórica de las obras de Mélida antes mencionadas.

43. Cfr. Ricardo Olmos, "La arqueología soñada: Sónnica la cortesana, una tardía novela
arqueológica de ambientación local", I y II, Revista de Arqueología, núm. 158, junio de
1994, págs. 50-57 y núm. 159, julio de 1994, págs. 50-59.
44. En el mencionado prólogo Blasco Ibáñez confiesa haber seguido las Púnica de Silio Itálico,
obra que utilizó para la descripción del cerco de Sagunto, ya que este episodio ocupa desde
el verso 271 del libro hasta el final y todo el libro II de la obra de Silio Itálico. De este autor
hubo de tomar, sin duda, al personaje de Asbite, la reina africana de las Amazonas, virgen
guerrera, pero a la que el novelista valenciano convierte en amante de Aníbal, así como al
gigante Terón, sacerdote de Hércules o al arquero cretense Mospo. No es tan seguro que
hubiese leído directamente a Tito Livio y a Polibio, pero sí las versiones que de este hecho
histórico narrado por tales historiadores latinos se recogen en los manuales de historia del
siglo XIX. Cfr. R. Olmos, artículo citado.
45. De esta novela de Flaubert tomará Blasco Ibáñez también elementos arguméntales y temá-
ticos. Recuérdese, por ejemplo, que tanto Sónnica como Salambó se entregarán por su ciu-
dad. Pero sobre todo sigue a Flaubert en la descripción de las gentes diversas que compo-
nen los ejércitos, en la composición del personaje protagonista y en la descripción de los
ritos de la religión púnica.
46. La similitud entre la descripción de la casa de Sónnica en el capítulo III y las descripcio-
nes de las villas pompeyanas de la novela de Bulwer Lytton es más que evidente, cfr. sobre
todo la casa de Glauco en el capítulo III del libro I de la novela inglesa con ésta del valen-
ciano. No obstante es preciso recordar que Blasco Ibáñez había visitado Pompeya en 1896
y había plasmado sus impresiones en su libro En el país del arte, pero parece que le resul-
tó más fácil y productivo recurrir a la novela de Lytton para encontrar lo que buscaba.
Y finalmente me detendré en el caso de Juan Valera, el novelista español
que ofrece la primera y más significativa muestra de narraciones que podemos
encuadrar dentro de lo que he tratado de definir como novela arqueológica,
pues, si bien sólo nos dejó una novela histórica completa, Morsamor, de 1899,
ya desde su primer cuento, titulado Parsondes, de 1859, encontramos una loca-
lización temporal y espacial propia de esta tendencia, pues se sitúa en la antigua
Babilonia. Lo mismo ocurre con el cuento El bermejino prehistórico, de 1879,
cuya acción transcurre entre la Egabrón del reino de los túrdulos, la Málaga feni-
cia y la Jerusalén de Salomón. También nos dejó incompletas tres novelas ver-
daderamente arqueológicas. De dos de ellas: Lulú, princesa de Zabulistán
(1870) y Zarina (1880), que estaban concebidas para formar parte de una colec-
ción de Leyendas del antiguo Oriente, aparecieron los primeros capítulos y la
extensa y erudita Introducción en la Revista de España. Y de la tercera, Elisa la
Malagueña, que empezó a publicar en Blanco y Negro en 1903, aunque nunca
la terminó, nos dejó manuscritos los esquemas de los capítulos que no llegó a
escribir, por lo que conocemos mejor el proyecto de esta novela ambientada en
la Alejandría del siglo III y la Persia del imperio Sasánida.

En la temprana para el género fecha de 1859, Valera ofrece, como he dicho,


un relato situado en la antigua Babilonia, lo que supone la primera mirada de un
autor realista español hacia culturas y tiempos pre-cristianos, pero también, lo
que es más importante, nos presenta elementos descriptivos insólitos por estas
fechas en la literatura española, que evidencian ya esa mirada arqueológica que
caracterizará al género. Estas descripciones no proceden de la Historia univer-
sal de Nicolás de Damasco, autor griego aún no traducido en esas fechas y fuen-
te escrita evidente de este relato de Parsondes47, sino de los grabados de unas
obras de Austin Henry Layard en las que este arqueólogo y diplomático inglés
(es la época de los diplomáticos arqueólogos) dio a conocer sus colosales des-
cubrimientos de las ciudades de Nínive y Babilonia48:

47. Véase M a R. Lida de Malkiel, "El Parsondes de Juan Valera y la Historia Universal de
Nicolao de Damasco", RVH, IV, 1942, págs. 274-281 y M. Almela, "Nicolás de Damasco
y don Juan Valera. Una fuente griega de dos relatos de Valera", Epos, III, 1987, págs. 23-
44.
48. Austin Henry Layard, Discoveries in the Ruins of Niniveh and Babylon; with travels in
Armenia, Kurdistan and the Desert, Londres, 1853. Obra que es fruto de sus campañas en
Mesopotamia de 1849 a 1851. Este autor había publicado antes otras obras también cono-
cidas y utilizadas por Valera: Niniveh and its Remains, Londres, 1848-1849, y A popular
Account of the Discoveries at Niniveh, Londres, 1851. Este último libro gozó de una gran
Salí de Susa en un magnífico carro tirado por cuatro caballos árabes. Un hábil
cochero iba dirigiéndolo, y dos esclavos etíopes me acompañaban también en el
carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz, y sosteniendo
el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado, el ancho parasol de seda 49 .

Creíamos ya percibir las colosales figuras esculpidas y pintadas en las paredes


exteriores de palacios y templos; aquellos toros con cabeza de hombres y aquellos
hombres con cabeza de león; aquellos proceres y aquellos guerreros, ceñidos los
ríñones con talabartes... 50

Llevaba el rey una tiara [...], ajorcas y brazaletes [...]. Su cabellera le caía en
bucles perfumados sobre la espalda, y la barba formaba menudísimos rizos, artís-
tica y simétricamente ordenados 51 .

No estamos, pues, ante descripciones "idealizadas" de lo que Ricardo


Olmos ha llamado una arqueología soñada, sino ante unas descripciones "realis-
tas" de unas imágenes "reales" vistas y observadas, aunque se trate en este caso
aún de grabados. Y piénsese que esto está escrito en 1859.

Pero es que Valera sorprende siempre y por todos lados, pues cuando en
Italia, con 22 años estudia historia antigua y visita los museos, ya posee una
mirada más cercana al arqueólogo que al curioso admirador de obras de arte. En
una carta a Alonso Mesía Coello, fechada el 17 de junio de 1847, leemos:

Es admirable c ó m o se conservan los vasos y armas etruscas y c ó m o la delicadeza


de su dibujo y las raras formas de los trajes y adornos de las figuras nos dan una
idea de la remotísima y misteriosa civilización de la Toscana 52 .

Vemos, pues, con sorpresa, que el joven diplomático observa estos objetos
arqueológicos, no como obras de arte, que era lo habitual en la época, sino como

popularidad, sobre todo en Inglaterra, donde llegó a venderse incluso en las librerías de los
ferrocarriles británicos. Cfr. Ricardo Olmos, "La arqueología soñada: La visión de la
arqueología en la obra de Juan Valera (II). La evocación de Oriente", Revista de
Arqueología, 242, junio, 2001, págs. 50-57.
49. Juan Valera, Obras Completas, I, edición de Margarita Almela, Madrid, Fundación Castro-
Turner, 1995, págs. 7-8.
50. Ibid., pág. 8.
51. Ibid., pág. 9.
52. Juan Valera, Obras Completas, vol. III, Madrid, Aguilar.
fuentes de información, es decir, como instrumentos útiles para reconstruir las
formas de vida de los hombres que los crearon.

En 1879 publica Valera un cuento que titula El bermejino prehistórico, sor-


prendente ya desde el mismo título, pues la palabra "prehistoria", desconocida
en castellano antes, fue estampada por primera vez en letras de imprenta en la
Revista de Bellas Artes de Sevilla, fundada en 1867, en la cual se incluye una
sección titulada Arqueología prehistórica. Adoptado el término por algunos his-
toriadores, como Amador de los Ríos, entre otros, comienza a aparecer en revis-
tas especializadas53, pero en literatura resulta insólita en 1879, y no conocemos
ninguna obra literaria europea en que se haya utilizado antes.

El bermejino prehistórico es un cuento que tiene su inspiración en la lectu-


ra de un libro muy especial, pues se trata de la primera obra científica española
de dicha disciplina: Antigüedades prehistóricas de Andalucía, del arqueólogo
Manuel de Góngora y Martínez, publicado en 186854. Y en la introducción de
este cuento habla ya de Champollion, Figeac, Anquetil-Duperron, Burnouf,
Grotefend, Oppert y Lassen, estudiosos y descifradores de los jeroglíficos egip-
cios y de la escritura cuneiforme, que posibilitaron el conocimiento de textos
indescifrables antes.

En 1870 Valera había intentado inaugurar en España el género de novela


arqueológica con un proyecto que tituló Leyendas del Antiguo Oriente y empe-
zó a publicar en la Revista de España, pero quedó inacabado55.

53. Véase mi artículo "Influencia de la arqueología en la literatura realista española del siglo
XIX: algunos cuentos de don Juan Valera", en J. Arce y R. Olmos (coords.), Historiografía
de la Arqueología y de la Historia Antigua en España (Siglos XVIII-XX), Madrid,
Ministerio de Cultura, 1991, págs. 65-68. Cuando rastreé para mi tesis doctoral cuantas
revistas y periódicos de la época es posible encontrar en las hemerotecas españolas, no
pude hallar la palabra "prehistoria" hasta la mencionada fecha de 1867 en la Revista de
Bellas Artes de Sevilla, y creo recordar que Juan de Dios de la Rada y Delgado se hacía eco
de este hecho unos años más tarde.
54. Este libro podía verse hasta hace poco expuesto en una vitrina del Museo Arqueológico
Nacional junto a los restos arqueológicos procedentes de la Cueva de los Murciélagos.
55. Sólo aparecieron la extensa introducción y los siete primeros capítulos de Lulú, princesa
de Zabulistán en 1870, en los números XV, XVI y XVII de la Revista de España y los cua-
tro primeros de Zarina en 1880, en el número XXIV de Ilustración Española y Americana.
En la primera recrea un episodio de la epopeya persa de Firdusi titulada
Sha-Nameh que trata del héroe mítico Feridum, de hacia el 2284 antes de
Cristo56. Además del Sha-Nameh utiliza Valera como fuentes las obras de Layard
antes citadas y las de Rawlinson57, así como las teorías de Max Müller. Y ya
desde la Introducción, verdadero ensayo de divulgación científica, observamos
que Valera no se ha propuesto escribir como los románticos "una historia de los
tiempos de...", sino que ha tratado de crear para sus personajes una historia y
una memoria cultural. No procede, como se ha hecho en España hasta el
momento, a situar en tiempos pasados unos personajes "actuales", sino que
intenta reconstruir aquellas épocas y culturas a través de unos personajes que
sean hijos de su tiempo y cultura. Y así nos dice:

[En] un espacio histórico de cerca de dos mil doscientos años, desde Niño hasta el
primer Darío [...], se nos ha ocurrido ir escribiendo y colocando una serie de
leyendas o novelas, en donde la imaginación o la inspiración [...] complete o acla-
re la historia, la cual, a pesar de los trabajos de Rawlinson y de otros muchos auto-
res que ya hemos citado, nos deja [...] a media miel sobre los más famosos perso-
najes y los más estrepitosos acontecimientos. No despreciaremos tampoco todo lo
que se cuenta de edades anteriores a Niño, y aprovecharemos las tradiciones con-
fusas, las epopeyas y las relaciones de los libros sagrados, para que los casos de
esas edades [...] sean como el fundamento y el antecedente de nuestras leyendas,
y, al mismo tiempo, lo que crean y afirmen los héroes™.

56. Para lo referente a esta obra véase mi artículo "Una narración inacabada de Juan Valera",
en J. Romera, A. Lorente y A. Ma Freire (eds.), Ex libris. Homenaje al profesor José
Fradejas Lebrero, Madrid, UNED, 1993, págs. 505-516.
57. Henry Creswicke Rawlinson (1810-1895) descifró la escritura persa y babilónica de la roca
de Beehistum en la década de 1840, base para el desciframiento de la escritura cuneiforme.
Es autor, entre otras obras, de Memoie on the babylonian and assyrian inscriptions,
Londres, 1851, On the birs Nimrud or the great temple ofBorsippa, Londres, 1860, Notes
on the Early History of Babylonia, Londres, 1854, Outlines of assyrian history, from the
inscriptions of Niniveh, Londres, 1852, y A commentary on the cuneiform inscriptions of
Babylonia and Assyria, Londres, 1850. Su hermano Canon George Rawlinson es autor de
una popular traducción de Herodoto, que alcanzó cuatro ediciones y fue muy utilizada y
consultada, y de The five great monarchies on the ancient eastern world, Londres, 1862-
1867, obra consultada y utilizada por Valera en numerosas ocasiones. Aunque en muchos
lugares Valera cita a los Rawlinson en plural, en la mayoría de las citas hemos de entender
que al Rawlinson a que se refiere es a Canon George, y, especialmente a esta última obra,
manual de consulta obligada para él en cuantas referencias hace al oriente antiguo.
58. J. Valera, Obras Completas, I, ed. de M. Almela, Madrid, Fundación Castro-Turner, 1995,
pág. 400. El subrayado es mío.
Cuando en la primera leyenda describe una ciudad desde una perspectiva
global y lejana, con la torre del templo destacando sobre las construcciones,
Valera no hace más que describir un grabado de The five great Monarchies on
the Ancient Eastern World de Canon Rawlinson59, pero cuando describe el traje
guerrero del rey Tihur, cualquier conocedor del tema puede reconocer a los gue-
rreros tallados en piedra en los muros de Persépolis o en los marfiles de Nínive,
recién descubiertos:

Llevaba el rey en la cabeza un yelmo en forma de tiara recta o cilindrica, todo él de


bronce bruñido y refulgente. Dos alas caídas a los lados, le cubrían y defendían las
sienes y orejas. Vestía una túnica que le llegaba a mitad del muslo, toda de piel de
cabra o de estezado, en el cual estaban sobrepuestas infinitas escamas, de bronce
también, que forjaban una vistosa y fuerte armadura. [...] Del talabarte pendía un
rico puñal con puño de marfil, que representaba una serpiente, y una espada ancha,
grande, pesada y terrible, cuyo puño era de oro, obra de labor pasmosa, donde un
sabio artífice ninivita se había esmerado y lucido en figurar un león que estrechaba
entre sus garras una gacela. La aljaba [...] y el arco poderoso [...] iban pendientes a
la espalda. Las grebas eran así mismo de estezado, revestidas de escamas, como la
túnica, y ajustadas al tobillo, por cima de los borceguíes, con broches de oro primo-
rosos. Cubrían por último los muslos del rey, y llegaban hasta por bajo de las rodi-
llas, unos calzones anchos de lana, que usaron los pueblos del Norte de Asia, según
Herodoto, y que griegos y romanos designaron con el nombre de surabaras60.

Múltiples factores explican el profundo y no circunstancial interés de


Valera por la arqueología, entre los que no es desdeñable su trato con arqueólo-
gos como Layard, embajador en Madrid entre 1869 y 1877, y George Ebers, el

59. "La ciudad de Vesilah-Tefeh estaba en las orillas del Sir. Un puente de piedra unía ambas
orillas del río. Los muros que cercaban la ciudad eran altos y gruesos, hasta el punto de que
pudiese correr un carro por cima de ellos. Cuatro anchas puertas, revestidas de bronce,
daban entrada a este recinto. Dentro de él estaban las casas de los más nobles y principales
señores, un templo en lo alto del cerro, y no muy distante, el alcázar del rey Tihur. No había
calles. [...] En el templo había una torre, de forma cúbica, que terminaba en una pirámide
cuadrangular, muy aguda. Entre el extremo del cubo y la base de la pirámide quedaba un
espacio hueco, sostenido por cuatro poderosos machones. Del techo de este mirador colga-
ba, asida a una cuerda, una enorme plancha circular de cierta amalgama metálica, en extre-
mo sonora..." (pág. 423 de mi edición de Obras Completas). En mi tesis doctoral, La cul-
tura como principio organizador del realismo de la narrativa de don Juan Valera, Madrid,
UNED, 1986, reproduje el grabado de Rawlinson que sirve de modelo a esta descripción.
60. O.C., I, págs. 445-446 de mi edición de 1995.
autor de La hija del rey de Egipto61, o novelistas como Bulwer Lytton, a quien
conoció por medio de su tío Antonio Alcalá Galiano y el Duque de Rivas, en la
temprana fecha de 1847.

Como él mismo confesaba en 1879, lo que más le interesaba de esta disci-


plina era la Protohistoria, es decir, lo que él, a falta de un término acuñado, llama
entonces la "Prehistoria Filológica", "fundada en el estudio de los primitivos
idiomas y en los documentos que en ellos se conservan escritos"62.

Fruto de este interés es, sin duda, su visita al Museo Austríaco de Artes e
Industrias en 1894 para ver la exposición de manuscritos del Archiduque
Rainiero, entre los que se cuenta el célebre Papiro de El-Fayum, descubierto por
Teodoro Graff, que le motiva inmediatamente a comenzar a escribir la que será
su última novela63, que quedó también inacabada64. Se trata de Elisa la malague-
ña, cuya historia supone el narrador haber encontrado en uno de los rollos de
papiro egipcios pertenecientes a esta colección del archiduque Rainiero. Aunque
tal supuesto es evidentemente falso, y el modelo de esta cortesana lo buscó y
construyó a partir de las Epístolas de Alcifrón y de la Teletusa de que habla
Marcial, sí utilizó uno de estos testimonios egipcios para un episodio de la nove-
la. Se trata concretamente del papiro que lleva el número 272, que data del siglo
III, época en la que transcurre la historia novelesca, y que da cuenta de la suble-
vación de la ciudad de Hermópolis Magna a causa del fraude del trigo llevado a
cabo por unos funcionarios corruptos, hecho que Valera traslada a Alejandría en
su novela y del que se sirve para la reconstrucción de la sublevación de esta ciu-
dad contra el tribuno Epagato en el capítulo II.

61. Cfr. Carta a Menéndez Pelayo del 27 de agosto de 1879, en Epistolario de Valera y
Menéndez Pelayo, Madrid, Espasa Calpe, 1946, págs. 56-59.
62. El bermejino prehistórico, pág. 40 del vol. 1 de mi edición de Obras Completas.
63. Antes que la novela Valera publicó en La España Moderna, en 1894, un extenso artículo
dando cuenta de dicha exposición y de los diversos manuscritos que contiene. Así mismo
envió a la Academia de la Historia de Madrid un ejemplar del Catálogo-guía de la exposi-
ción, libro de más de trescientas páginas y con más de un centenar de facsímiles. Los auto-
res de esta guía son J. Krall (para la parte de los papiros egipcios), K. Wessely (manuscri-
tos grecolatinos) y J. Karabacek (documentos árabes).
64. El primer capítulo apareció en Blanco y Negro, XIII, núm. 635, 1903, el resto de lo que
conocemos no fue publicado hasta la primera edición de Obras Completas de Valera, a
cargo de su hija Carmen, Madrid, 1905-1935, vol. XIII, Imprenta Alemana, 1908.
Para esta obra Valera se documentó además en otras fuentes, como La
Magie et l'Astrologie dans l'Antiquité et au Moyen Age, o Etudes sur les supers-
titions païennes qui se sont perpetués jusqu 'a nous jours, de Alfred Maury, que
utilizó para describir las prácticas mágicas en la Alejandría del siglo III, la
Historia de los orígenes del cristianismo (1863-1883), de Ernest Renán, que le
sirvió para trazar la iniciación de Dióscoro en los misterios de Isis y Osiris y sus
lances y aventuras en el seno de otras sectas65 hasta entrar por último, en el capí-
tulo VII, en la comunidad cristiana66, o la History of the Decline and Fall of the
Roman Empire (1776-1788, 6 vols.), de Edwuard Gibbon, obra que Valera cono-
cía muy bien y había utilizado en otras ocasiones, que le sirvió de guía para la
expedición militar de Alejandro Severo contra los persas del capítulo VIII67.
Finalmente, para el capítulo XII en que se narra el concilio de los magos persas,
Valera ha seguido punto por punto el relato que del mismo hizo Cesare Cantú en
su Historia Universal68.

65. Véanse esquemas de los capítulos IV, V, VI y VII.


66. Compárese el capítulo XXVIII de la Séptima Parte de la obra de Renán, titulada "Marco
Aurelio y el final del mundo antiguo" con el esquema del capítulo VII de Elisa la
Malagueña y se comprobará que Valera ha utilizado las ideas de Renán con unos fines
opuestos a los de éste.
67. La parte desarrollada del capítulo VIII de Elisa es un resumen del capítulo XII de la obra
de Gibbon, como puede comprobarse fácilmente.
68. En el volumen II, pág. 606 de la traducción de Nemesio Fernández Cuesta, Madrid, 1854-
1859 se lee: "Artaxerxes se ciñó las dos diademas y tomó el título de rey de reyes, y su pri-
mer cuidado fue reanimar el espíritu nacional por medio de la antigua religión de Zoroastro,
contaminada en la esclavitud. Llamó a los magos de todo el imperio [...] y en un concilio
general reunió las setenta sectas que se habían formado al interpretar el Zendavesta.
Cuéntase que se congregaron allí ochenta mil sacerdotes del fuego, que quedaron reduci-
dos después a la mitad, y sucesivamente a cuatro mil, a cuatrocientos, a cuarenta, y por últi-
mo a siete, los más venerados por su doctrina y piedad. Entre éstos se contaba el joven
santo Erdaviravo, que habiéndose bebido tres copas de vino soporífero que le sirvieron sus
hermanos, cayó en profundo sueño; luego despertó y refirió su viaje por el cielo, y las cosas
que había visto y aprendido, según las cuales quedaron aclaradas todas las dudas acerca del
verdadero sentido del Zendavesta. Bach volvió a ser la sede del archimago, y por todas las
provincias se difundió la jerarquía sacerdotal. [...] Los demás cultos fueron prohibidos [...]
y una severa persecución exterminó a los herejes, a los hebreos y a los cristianos." Véase
ahora cómo lo narra Valera en el capítulo XII de su novela: "En los tiempos de Artajerjes,
el primero de los Sasánisas, a fin de reformar y de reorganizar la antigua religión de
Zoroastro, convocó el rey a los magos a un concilio general, al cual acudieron más de cua-
renta mil. Esta gran multitud fue, gradualmente y por elección voluntaria de los que la com-
ponían, reducida primero a cuatro mil, luego a cuatrocientos, luego a cuarenta y, por últi-
mo, a siete. Entre estos siete archimagos descollaba uno muy joven aún, pero venerado y
Con estos materiales Valera tejió una historia que podría haberse converti-
do en el ejemplo español más importante de la novela histórico-arqueológica
que triunfaba en Europa, pero ciego, enfermo y cansado no fue capaz de finali-
zar su obra. No obstante merece ser recordada, especialmente porque el perso-
naje de la protagonista es especialmente significativo por su modernidad. Se
trata de una actriz que escribe sus "Confidencias", pero esta actriz resulta un
personaje insólito en el panorama de la literatura española del siglo XIX, que
desconoce el tipo de cortesana brillante y culta. Tanto el realismo como el natu-
ralismo propiciaron la entrada en la novela de personajes femeninos "de vida
pecadora", es cierto, pero una moral harto estrecha pondrá freno al tratamiento
de estos personajes, que aparecerán como malvadas sin fisura o como víctimas
de la sociedad merecedoras de lástima. En uno u otro caso siempre sufrirán el
castigo social o divino y ninguna de estas mujeres representará al tipo de hetai-
ra libre y voluntariamente decidida a seguir un destino independiente. Ni la
barragana, ni la buscona, ni la joven humilde seducida representan el tipo de
cortesana que encontramos en Elisa la malagueña, descendiente directa de la
hetaira clásica. Esta es un tipo de mujer muy especial: hermosa, de origen
humilde, de espíritu sensible y mente cultivada, capaz de manejar conceptos
sutiles y de interesarse por asuntos que, tradicionalmente, no son del común
patrimonio de las mujeres, como la filosofía, la literatura, el arte y hasta la polí-
tica. Excluida la mujer "decente"de todos estos campos, sólo la hetaira se des-
envuelve con soltura en ellos.

La formación clásica de Valera le había permitido conocer y admirar este


prototipo femenino y al hacerlo protagonista de su novela elegirá un contexto

admirado de todos por su virtud, por su saber y por su inteligencia soberana. Este archima-
go se llamaba Arda-Viraf. Después de haber hecho purificantes abluciones y después de
haberse sometido a severos ayunos, Arda Viraf tomó una poción mágica de extraño y mis-
terioso poder, y cubierto con una blanca tela de lino, cayó en un sueño profundo que duró
siete días y siete noches. [...] Cuando Arda-Viraf despertó expuso con lucidez y orden toda
la doctrina metafísica y moral de Ahura Mazda, la cual fue escrita y conservada a la poste-
ridad por varios secretarios o amanuenses, que iban escribiendo con cuidado y fidelidad
cuanto Arda-Viraf dictaba.
Fundado el nuevo reino de Persia sobre la religión restaurada, el primer archimago, Arda-
Viraf, tuvo un poder casi igual al del rey.
Todas las religiones que no eran la de Zoroastro fueron entonces perseguidas, y muy parti-
cularmente la de los judíos y la de los cristianos." (págs. 517-518 del vol. I de mi edición
de Obras Completas de Valera).
histórico en el que no pueda ser censurado como lo había sido su personaje de
Rafaela en la novela Genio y Figura.

Como para Valera el hombre y la mujer son siempre los mismos y son las
circunstancias externas las que pueden permitirles o no actuar de la forma que
les es propia, estos hombres y mujeres parecen sentirse más cómodos, cuando
se trata de ciertos asuntos, en épocas y países remotos donde la libertad de las
costumbres es mayor, al menos literariamente, y donde la presión social no actúa
sobre la naturaleza del individuo de una manera coercitiva.

Así vemos que Elisa, al no sentir que hace daño a nadie con su vida, no se
siente culpable ante los hombres, y cuando analiza su vida y se siente en des-
acuerdo con ella es por causas personales que nada tienen que ver con la moral
social. No es cristiana y no le abruma la culpa del pecado, y, si éste existe a los
ojos del lector del momento, no habrá caído en él por razones sofisticadas o por
frustración. En su entrega hay siempre alegría y libertad personal.

Es evidente que en la composición de la obra influyeron sin duda las


Epístolas de hetairas, de Alcifrón, obra que Valera conocía muy bien69 y a cuyo
autor alude en el Preámbulo de Elisa como posible autor apócrifo de las
"Confidencias" de su protagonista. Además, estas "Confidencias" se presenta al
lector como una carta de Elisa a su amante Dióscoro de Samos, del mismo modo
y estilo que las supuestas epístolas de Alcifrón. No es tan fácil determinar si en
la elección del tema y época de esta novela de Valera influyeron las lecturas de
obras como Pericles and Aspasia (1836) de Walter Savage Landor, Aspasia
(1875), de Robert Hamerling, o Tais (1890), de Anatole France, pero es eviden-
te que al menos con la novela de France comparte algunos puntos de interés. En
la protagonista de Tais se fusionan, como en Elisa, dos tradiciones, la pagana,
clásica, que deriva del personaje de Tais que aparece ya en El eunuco de
Terencio70, y la cristiana, recogida por la monja Roswita en sus Dramas a partir
de los relatos de las Vidas de los Santos Padres del desierto. Tanto la Tais paga-
na como la cristiana son cortesanas famosas en Egipto, como lo es Elisa, pero la
que aparece en una mención de las Vidas y en la obra de Roswita se convierte
al cristianismo y se hace santa gracias a Pafnuncio71, como al parecer Elisa se

69. Ya en 1860 inserta un fragmento de esta obra en un artículo de su habitual "Revista de teatros".
70. La Tais de El eunuco de Terencio deriva, a su vez, del personaje de la Crísida de Menandro.
71. También Besarión o Serapión el Dindonita, según las versiones.
convierte por amor a Dióscoro. Anatole France construyó sobre esta tradición su
Tais, bailarina y actriz de Alejandría, como Elisa, pero que muere como una
santa, mientras que Pafnuncio, su iniciador en el cristianismo, se condena. Por
el contrario, la obra de Valera, tal y como nos ha llegado, plantea una historia
muy diferente. La vida de Elisa no es "edificante" y el fragmento acaba con la
caída al Tigris, y tal vez muerte de Elisa abrazada al sacerdote cristiano, su anti-
guo amante Dióscoro. De ser este el final nos encontraríamos ante un desenlace
trágico, el único final verdaderamente desdichado de Valera, pero tenemos a lo
largo de su dilatada obra narrativa ejemplos suficientes para suponer que una
vez más, en la lucha entre amor humano y amor divino, entre la carne y el espí-
ritu, o el primero había de salir triunfante o el narrador encontraría una fórmula
para hacerlos compatibles, sobre todo en un tiempo y un espacio en los que no
imperaba el puritanismo ni la doble moral hipócrita del siglo XIX.

Por lo que conocemos tanto de Elisa la malagueña como de Zarina y Lulú,


princesa de Zabulistán no parece demasiado aventurado suponer que estas obras
podrían haber sido los pilares del género de novela histórico-arqueológica en
España, pero su carácter de obras inacabadas les impidió tener la influencia que
sin duda habrían podido tener y no han sido consideradas suficientemente por
los estudiosos del tema.

Aparte de estos ejemplos, el siglo XX en España se inicia, en lo tocante a


novela histórica, con obras que siguen el modelo de episodios nacionales que
había marcado Galdós y con su "contestación" por Valle Inclán en sus moderní-
simas novelas del ciclo isabelino que rompen la temporalidad lineal del género.
Después Ramón J. Sender concebirá una novela histórica en la que, de nuevo,
el pasado servirá para interpretar el presente. Pero eso es otra historia.
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE SANCHO SALDAÑA
O EL CASTELLANO DE CUÉLLAR, DE ESPRONCEDA

María-Paz Yáñez
(Universidad de Ziirich)

Sancho Saldaña es una de las novelas históricas españolas menos estudia-


das - y también menos apreciadas- en el ámbito crítico del género, o, como bien
ha precisado Kurt Spang1, del subgénero. No deja de extrañar esta circunstancia,
si se tiene en cuenta la importancia de su autor, probablemente el más conocido
y estudiado entre los románticos españoles.

No descarto la posibilidad de que sea precisamente esta importancia lo que


ha influido en el poco aprecio de que goza la única novela que el gran poeta dio
a la prensa2. Los estudiosos de la obra de Espronceda han señalado a menudo la
distancia cualitativa de este texto en relación con la obra poética del autor extre-
meño, y no ha faltado quien afirme su incapacidad como novelista3. Por otra

1. Kurt Spang, "Apuntes para una definición de la novela histórica", La novela histórica.
Teoría y comentarios, edición de Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata, Pamplona,
Ediciones de la Universidad de Navarra S.A., 1995, págs. 51-87.
2. Hay quien opina lo contrario, como Domingo Ynduráin, que afirma que "si no fuera obra
del autor del Canto a Teresa, la crítica apenas se hubiera ocupado de ella". (Domingo
Ynduráin, "Espronceda novelista: Sancho Saldaña", Entre pueblo y corona. Larra,
Espronceda y la novela histórica del romanticismo, edición de Georges Güntert y José Luis
Varela, Madrid, Editorial de la Universidad Complutense, 1986, pág. 111).
3. Especialmente duro se muestra Joaquín Casalduero: "Espronceda no maneja la acción ni
con gracia ni con levedad; ni con la densidad de un Victor Hugo, ni con la artificiosa natu-
ralidad de Dumas, ni con el continuado superficial interés de Scott. Igual le acontece con
el trazado de personajes. No ya los buenos de un lado y los malos de otro, sino que siguien-
parte, como ha ocurrido a la mayoría de sus contemporáneos, el interés desper-
tado por la biografía del poeta ha perjudicado enormemente el estudio de su
obra, en la que se han buscado con demasiada insistencia las huellas de sus
vivencias. De esta perspectiva biografista no se ha librado tampoco Sancho
Saldaña, en la que se han detectado rasgos del hombre Espronceda en los dos
principales personajes masculinos -el propio Saldaña y el joven Usdróbal-, per-
sonajes antitéticos por excelencia4. Algo más detenidamente se ha ocupado de la
novela Diego Martínez Torrón en una monografía reciente, donde analiza algu-
nos aspectos de la obra, como el marginalismo o la presencia de la magia5.

Otro tanto puede decirse de los estudios dedicados a la novela histórica del
Romanticismo. Los primeros, además de atribuirle los mismos lugares comunes
que aplicaban a sus contemporáneas -influencia scottiana, exceso de volumen,
falta de profundidad en los personajes, etc.-, la trataban con dureza superior a
la de otros títulos, cuando no reducían su comentario a algunas líneas o, simple-
mente, la ignoraban. Y no ha cambiado mucho la visión de los pocos estudiosos
actuales del género que la mencionan, que, todo lo más, han añadido el resumen
de las opiniones biográficas de los esproncedistas6. La única excepción es el
conjunto de artículos dedicados a nuestra novela en el volumen titulado Entre
pueblo y corona, donde se analizan detalladamente aspectos importantes, como
el paisaje, el amor, la imaginación o las peculiaridades lingüísticas7.

do un manierismo de su época, que dura hasta muy entrado el siglo XIX, transforma el atri-
buto épico en un estribillo caracterizador. [...] Parece como si los autores que siguen este
procedimiento pensaran que caracterizar consiste en repetir hasta la saciedad el mismo
rasgo, y Espronceda lo hace con especial pesadez." Y concluye: "No creo que valga la pena
de leer Sancho Saldaña como novela." (Joaquín Casalduero, Espronceda, Madrid, Taurus,
1983, págs. 212-213).
4. Además del ya citado Casalduero, insisten en el tema biográfico, entre otros, Robert
Marrast (José de Espronceda y su tiempo. Literatura, sociedad y política en tiempos del
romanticismo, traducción de Laura Roca, Barcelona, Editorial Crítica, 1989. Versión origi-
nal: José de Espronceda et son temps. Littérature, société, politique au temps du roman-
tisme, Paris, Éditions Klincksieck, 1974) y Ricardo Landeira (Joséde Espronceda, Lincoln,
Nebraska, Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1985, págs. 132-136).
5. Diego Martínez Torrón, La sombra de Espronceda, Mérida (Badajoz), Junta de
Extremadura, 1999, págs. 34-50.
6. Tal es el caso, por ejemplo, de Juan Ignacio Ferreras {El triunfo del liberalismo y de la
novela histórica 1830-1870, Madrid, Taurus, 1976, págs. 121-123).
7. Op. cit. En este volumen se le dedican cuatro artículos: además del ya citado de Domingo
Ynduráin, Jürg Koch, "Paisaje y caminante - hacia una nueva lectura de Sancho Saldaña"
No cabe duda de que queda mucho por decir de esta novela, dado que ha
comenzado a defenderse cuando se ha estudiado con detalle, como es el caso de
la monografía esproncediana de Martínez Torrón o de los artículos específicos
de Entre pueblo y corona. Los límites de esta contribución no permiten un estu-
dio exhaustivo del texto, por lo que voy a centrarme en tres puntos que me pare-
cen esenciales. En primer lugar, en el tan traído y llevado tema de la influencia
scottiana. En segundo lugar, en lo que considero el elemento más importante en
una novela de este género, la función de la historia, aspecto que hasta el momen-
to parece no haber interesado a quienes se han acercado a nuestra novela. Y, en
tercer lugar, en cierto pasaje, en el que uno de los bandidos intenta, sin conse-
guirlo, contar una historia. El tema de la historia que pretende contar guarda
relación con la anécdota de la trama principal, y, a mi modo de ver, también la
guarda la situación en que se desarrolla el pasaje con los procesos narrativos que
articulan el texto.

1. La manipulación de los rasgos scottianos

Es cierto que la presencia de elementos procedentes de la obra del maestro


escocés son aquí más visibles que en otras novelas españolas del género, si
exceptuamos las de Ramón López Soler, que traducía pasajes enteros8. Ya en
1922 se presentó una tesis de doctorado sobre el tema en la Universidad de
Chicago, de cuya lectura resulta Sancho Saldaña un collage de Ivanhoe,
Queentin Durward, The Bride of Lammermoor y The Fair Maid of Perth9.
Cuatro años más tarde, E. Allison Peers publica su conocido estudio "Studies in
the influence of Sir Walter Scott in Spain", donde rechaza la acusación de pla-
gio sugerida en dicha tesis10. Allison Peers repasa detenidamente algunas de las

(págs. 129-141); Christine Gorlero y José Ignacio de Miguel y Val, "El amor y la política
en Sancho Saldaña" (págs. 143-153); y Martin Gysi, "Saber e imaginación en Sancho
Saldaña" (págs. 155-163). Además, se incluye un estudio lingüístico de las novelas de
Larra y Espronceda: María Antonia Martín Zorraquino, "Aspectos lingüísticos de la novela
histórica española. (Larra y Espronceda.)" (págs. 179-210).
8. Cfr. Jean-Louis Picoche, "Ramón López Soler, plagiaire et précurseur", en Bulletin
Hispanique, 82, 1-2, 1980, págs. 81-93.
9. M. B. Travis, The Influence of Walter Scott on Espronceda's "Sancho Saldaña ", University
of Chicago, 1922.
10. E. Allison Peers, "Studies in the influence of Sir Walter Scott in Spain", Revue Hispanique,
18, 1926, págs. 1-160.
correspondencias existentes con Ivanhoe y niega una relación estrecha con las
restantes novelas mencionadas, llegando a la conclusión de que, aunque induda-
blemente Espronceda había leído al autor escocés, los parecidos son fruto, o
bien de recuerdos casuales, o bien del aprovechamiento de elementos acordes
con la trama de su historia. Desde entonces, se han aludido estas corresponden-
cias, bien para desacreditar la novela, bien para defenderla, alegando un trato
diferente de los elementos comunes.

Que las correspondencias existen es innegable: se repiten algunos persona-


jes-tipo (el judío y su hija, los bandidos, el perro fiel, los criados graciosos...);
topamos con situaciones paralelas (la dama raptada para forzar una boda, el jui-
cio de Dios, los muertos "resucitados", los castillos sitiados...), y abundan los
disfraces, las anagnórisis, las supersticiones y otros recursos de la misma índo-
le, por otra parte propios del género y, por tanto, comunes a infinidad de títulos.
Pero cabría analizar las afinidades con el conocido texto scottiano desde otra
perspectiva, si lo consideramos como uno de los hipotextos que articulan el
hipertexto, es decir, la novela que estamos tratando. Hoy día sabemos que todo
texto se apoya en una red de intertextos", cuya presencia y cuya distribución
aportan significados, que clarifican, bien el discurso poetológico, bien el ideo-
lógico, cuando no ambos a la vez. A la luz de estas teorías, podemos observar la
función que el hipotexto scottiano desempeña en la novela de Espronceda y en
qué medida afecta a la significación de uno u otro discurso12.

En primer lugar, llama la atención el hecho de que tanto situaciones como


personajes de procedencia scottiana difieren del modelo, cuando no se oponen, en
los rasgos fundamentales. Si el jefe de los bandidos es similar en ambas novelas,
no %sí sus subordinados, que en Ivanhoe forman un verdadero núcleo actorial con
rasgos comunes, mientras en el texto esproncediano están divididos y, de hecho,
a l l e g a n a escindirse hacia el final en dos bandos que luchan entre sí. La misma dife-

11. Disponemos de abundantes estudios sobre Intertextualidad. Por nombrar sólo los más des-
tacados, cfr. Julia Kristeva, Semiotiké. Recherches pour une semanalyse, Paris, Éditions du
Seuil, 1969; Michael Rifaterre, "La syllepse intertextuelle", Poétique 40, noviembre de
1979, págs. 496-501; Gérard Genette, Palimpsestes. La littérature au second dégré, Paris,
Éditions du Seuil, 1982.
12. Empleo el término discurso en el sentido greimasiano de totalidad provista de sentido. Cfr.
Algirdas Julien Greimas, Sémantique structurale. Recherche de méthode, Paris, Presses
Universitaires de France, 1986 (Primera edición: Paris, Larousse, 1966).
rencia se observa en el que pudiéramos llamar su lugarteniente -Tuck en la nove-
la inglesa, Zacarías en la española-, ambos sí, dotados de signos religiosos y pro-
pensos a latinismos, unos y otros falsos, pero valorados en franca oposición por
sus respectivos textos. Tuck es un falso ermitaño, que se emborracha, se atraca de
comer, caza en vedado y canta a las bellas mozas, pero todos estos son rasgos que
infieren comicidad al personaje, sin disminuir, o más bien, aumentando la simpa-
tía que despierta en el lector. Muy al contrario, Zacarías es el "malo" oficial de la
novela esproncediana, hipócrita y sanguinario. Si Tuck se hace pasar por ermita-
ño para poder vigilar de cerca el campo de acción de los bandidos, cuando hace
uso de su idiolecto religioso es para esconderse o por broma. No así Zacarías, que
no pierde ocasión de sermonear en medio de las peleas y mata rezando el rosario:

- N o te dejes llevar por la ira de Satanás. ¿Qué quieres de mí, hijo mío?
- M i dinero o tu corazón - r e p l i c ó el morisco, furioso de la cachaza de Zacarías.
- V a y a - r e p u s o éste sin mudar de t o n o - , ¿te has e m p e ñ a d o ? Pues toma.
Un grito del morisco, que cayó en tierra nadando en sangre, f u e el primer aviso
que tuvieron los bandidos que estaban viendo la escaramuza de la especie de rega-
lo que le había hecho el justo, viendo después en la derecha m a n o de éste relucir
el cuchillo, de que había echado m a n o sin que ninguno le apercibiese. El morisco
quedó tendido sin decir palabra, y los que se acercaron a reconocerle vieron que
estaba muerto.
[...]
- B i e n puede mi maestro - d i j o U s d r ó b a l - enseñar a dar puñaladas cara a cara sin
que le vean, que no parece sino que las da por la espalda. Vaya, y qué bien sabe
aplacar la cólera de cualquiera. ¿Pero dónde está? ¿Se ha ido?
En esto, al volver la cabeza, le vio que se paseaba allí a un lado con el m i s m o aire
compungido y devoto que de costumbre, con su rosario en la m a n o y rezando con
mucha tranquilidad, c o m o si acabase de oír misa. (pág. 345a-b)' 3

Evidente es también la oposición entre la dulce Rebecca y la apasionada


Zoraida, a quien vemos a menudo con un puñal en la mano. Ambas están ena-
moradas, pero mientras el amor de Rebecca es puro sacrificio, el de Zoraida es
una pasión destructora. Rebecca es una especie de ángel tutelar de Ivanhoe, que
le ayuda, primero devolviéndole el dinero que ha pagado a su padre, después
curando sus heridas. Zoraida, en cambio, calificada por varios personajes de
"demonio", es el ángel de las tinieblas que persigue a Saldaña en sus sueños:

13. Las citas remiten las Obras Completas de Don José de Espronceda, edición, prólogo y
notas de Jorge Campos, Biblioteca de Autores Españoles, vol. LXXII, Madrid, Atlas, 1954.
La noche había cerrado ya enteramente, y la oscuridad más profunda reinaba en
aquellas temerosas galerías. Los pasos resonaron más cerca, y Saldaña apenas
osaba moverse, cuando abrió los ojos de pronto y vio o imaginó que veía una luz
pálida y moribunda a corta distancia, semejante a los fuegos fatuos que suelen
encenderse en los cementerios. Figurósele que temblaba asimismo el suelo bajo
sus pies, como si se abrieran las losas del pavimento, y que una figura cadavérica,
una mujer, en su imaginación colosal, la imagen, en fin, de Zoraida, sólo que des-
figurada ya con la muerte y de extraordinaria estatura, con el mismo puñal en la
mano con que le amenazaba el día que la asesinó, se alzaba fantásticamente a su
vista, y se encaminaba hacia él. (pág. 546a)

El final de ambas novelas no deja lugar a dudas. Para agradecer el gesto de


Ivanhoe, que se ha batido por ella en el Juicio de Dios y la ha salvado de morir
quemada, Rebecca, hurtando su turbadora presencia al hombre que quiere, se
dirige a su rival, Rowena, mostrándole su admiración sincera y sin asomo de
rencor. Zoraida, en cambio, sobrevive a todos los golpes, con la sola meta de
vengarse de Leonor, y pone fin a la historia matándola, lo que ha sido anuncia-
do en una prolepsisH, como resumen del primer retrato de la cautiva que ofrece
el narrador:
<
Si tal era su amor y la arrastraba a tales desaciertos viéndose pacíficamente corres-
pondida, ¡cuál sería su furia cuando hallase una rival que combatir, una enemiga
tan temible como Leonor! Supo para qué eran los preparativos de su amante, pene-
tró la causa de su alegría, y sin darle una sola queja reprimió su ira, calló, y sin
derramar una sola lágrima, ni siquiera exhalar un suspiro, se retiró a meditar su
venganza, determinada a morir o a llevarla a cabo, imaginándola cruel, terrible y
digna del ultraje que se le hacía. El resultado probó hasta dónde llevaba sus pla-
nes el rencor con que los trazaba(pág. 328a-b)

No voy a insistir en la oposición establecida entre otros personajes de igual


procedencia intertextual, ya que el número de correspondencias en este terreno
es bastante amplio. Pero sí vale la pena comentar dos de las situaciones, por su
importancia en uno y otro texto: el rapto de la dama y el Juicio de Dios. Maurice
Bracy, simple aventurero, participa en el atentado contra Cedric y su familia,
que, con otros fines, han organizado sus compañeros, con la esperanza de sedu-

14. Remito a la terminología temporal de Gérard Genette, Figures UI, Paris, Éditions du Seuil,
1972.
15. El énfasis es mío.
cir a Rowena y casarse con ella, emparentando así con la nobleza antigua. Al
primer desprecio de la altiva dama, desiste de su empeño. Muy diferente es el
caso en nuestra novela, donde Saldaña organiza el rapto de Leonor, aunque tam-
bién con fines matrimoniales, sin que intervengan otros intereses y en solitario.
Por otra parte, no existen aquí diferencias sociales sino enemistad familiar. Y,
sobre todo, el secuestrador no persigue fríamente un matrimonio de convenien-
cia, sino que actúa impelido por una incontrolada pasión, de modo que no desis-
tirá hasta alcanzar su meta en el último capítulo de la novela. Cabe añadir que
si en Ivanhoe, las pretensiones de Bracy son secundarias y apenas funcionales
para la historia narrada, en Sancho Saldaña son punto de partida de los aconte-
cimientos y forman el hilo por el que se desarrolla la trama.

Por el contrario, el Juicio de Dios, elemento principal del desenlace de


Ivanhoe, es en Sancho Saldaña una acción secundaria, un rasgo más de color
local, que ha llevado a muchos críticos a considerar al vencedor del combate, el
joven Usdróbal, como protagonista de la novela y a establecer una comparación
entre su trayectoria y la del héroe scottiano. Del supuesto protagonismo hablaré
más adelante; lo que ahora interesa es la relación establecida por algunos estu-
diosos entre los dos vencedores del Juicio, porque en sus diferencias reside prin-
cipalmente la función irónica que ejerce el hipotexto. Ya Georg Lukácks definió
al protagonista del modelo genérico scottiano como el "héroe medio" que tiene
por misión "conciliar los extremos cuya lucha constituye justamente la novela,
y por cuyo embate se da expresión poética de una gran crisis de la sociedad", y
añade que a través de este héroe "se busca y se encuentra un terreno neutral en
que se pueda establecer una relación humana entre las fuerzas sociales que se
hallan en extremos opuestos'" 6 . Es decir, que se trata de un discurso conciliador,
inspirado por la cosmovisión burguesa de Scott, quien encuentra en la historia
inglesa "el consuelo de que aun las más violentas idas y venidas de las luchas
de clase siempre habían desembocado en una gloriosa y tranquila 'línea
media'" 17 . Esta búsqueda de conciliación se confirma con los finales felices,
donde, efectivamente, las enemistades y las diferencias de clase quedan selladas
por un matrimonio. Muy al contrario, en la novela de Espronceda falta la conci-
liación, tanto entre las familias enemistadas como entre las clases sociales. El
hecho de que nos informen en el último capítulo de que Usdróbal, con el tiem-

16. Georg Lukács, La novela histórica, traducción de Jasmin Reuter, México D.F., Ediciones
Era, 1966, pág. 36. Versión original: Der historische Roman, Berlín, Aufbau-Verlag, 1955.
17. Ibíd., pág. 31.
po, sería armado caballero por el rey Sancho IV, no basta para asegurar que se
efectúe un cambio en los valores de clase. En primer lugar, nuestro joven no es
un "héroe medio" como Ivanhoe, quien, aunque inferior a Rowena, que descien-
de de reyes, no es tampoco un plebeyo. Usdróbal pertenece al último peldaño de
la sociedad: es un marginado, que aparece en el primer capítulo, presentado, no
por casualidad, según el esquema de la novela picaresca18. Por amor - y en cier-
to modo también por arribismo-, va convirtiéndose en caballero a través de sus
actos. Pero no por ello conseguirá el amor de Leonor, ni siquiera su aprecio. La
dama le humillará ofreciéndole dinero por su ayuda. Se realiza, pues, sólo en
parte en su programa de ascensión. Además, como veremos en el siguiente apar-
tado, no es él el héroe principal de la historia narrada, como bien indica el títu-
lo.

Un último detalle que cabe comentar es el final de ambas novelas. Si, como
hemos visto, en el texto scottiano todos los extremos acaban conciliándose, no
así en el esproncediano, donde tanto la historia ficticia como la referencial que-
dan abiertas. De las consecuencias del incierto final del marco histórico, habla-
ré en el capítulo siguiente. Baste aquí señalar que si Scott dejaba atados todos
los cabos de la trama ficcional, garantizando la verdad de su historia con la vero-
similitud de los hechos, Espronceda deja abierta una incógnita, que dota a la
novela de un elemento fantástico, privilegiando el componente novelesco al his-
tórico19. En el capítulo XXXIX, Saldaña ha matado a Zoraida y sus escuderos
sacan su cadáver al campo, donde "como no era cristiana, quedó para festín de
las carnívoras aves sin enterrar" (pág. 530a). En capítulos posteriores, una espe-
cie de espectro de Zoraida, puñal en mano, se aparece a Saldaña - y sólo a él-,
llenándole de terror, como hemos visto en un pasaje arriba citado. Al final, el
mismo espectro "se levantó de una tumba" (pág. 568a) y, después de matar a
Leonor, "tomó el camino que había traído y volvió a hundirse en la tumba" (pág.
568b). En este "espectro", a quien el narrador llama también "fantasma", reco-
nocen los presentes a Zoraida. Algunos críticos, que tratan de pasada la novela,
incluyen a la mora-judía entre los personajes muertos, sin tener en cuenta la

18. Cfr. Russell P. Sebold, "Lágrimas y héroes en Sancho Saldaña", Hispànic Review, 64,
1996, págs. 507-526.
19. Sobre la importancia en el género del sustantivo "novela" sobre el adjetivo "histórica",
véase el primer capítulo de mi estudio La historia: inagotable temática novelesca. Esbozo
de un estudio sobre la novela histórica española hasta 1834 y análisis de la aportación de
Larra al género, Bern, Frankfurt/M, New York, Paris, Peter Lang, 1991, págs. 9-33.
breve conclusión que pone punto final a la historia, donde leemos que "parece
ser no murió de la puñalada que le clavó su desconocido amante" (págs. 568b-
569a)20 y vivía escondida en el castillo esperando la hora de su venganza. La
mencionada lectura de parte de la crítica, que puede parecer errónea, se debe sin
duda al hecho de que el narrador, tan preciso en las informaciones sobre el futu-
ro de otros personajes, además de aventurar ese incierto "parece ser", deje abier-
ta una segunda incógnita a propósito del suyo:

De allí a algunos años, habiendo hecho algunas excavaciones en el castillo, halla-


ron un esqueleto de mujer, que algunos creen que fuese el de la vengativa Zoraida,
aunque la verdad es que no se volvió a saber de ella. Tal vez se reuniría con su
padre y se iria con él a Aragón. Quién sabe. (pág. 569b)

Esta ambigüedad, además de poner en entredicho la verdad del narrador21,


produce el efecto contrario del final scottiano: ese orden restablecido, que
garantiza los valores del discurso burgués. En el universo caótico esproncedia-
no, no sólo se dispersan los diferentes individuos, también se dispersan los lími-
tes entre lo verosímil y lo fantástico, restando credibilidad, tanto a la historia fic-
ticia, como a la referencial, como veremos a continuación.

Los ejemplos presentados bastan para observar la distancia irónica que


separa las correspondencias entre las dos novelas. Los mismos elementos que
sirven a Scott para desarrollar su discurso ideológico conservador y optimista,
funcionan en el texto de Espronceda como soporte del discurso opuesto. La reli-
gión, el amor, la nobleza, los ideales, todo queda en entredicho.

Ivanhoe fue la novela más leída en España en la primera mitad del siglo
XIX. La adopción de elementos, perfectamente reconocibles por el lector aficio-
nado al género -sin duda el lector virtual de la novela- garantizaban la marca
del género. El cambio de valorización de algunos de sus elementos construía, sin
embargo, un nuevo discurso, que entraba en dialéctica con el discurso burgués
scottiano. Se trata, pues, de un premeditado diálogo intertextual y no de falta de
imaginación como suele atribuírsele al autor, preocupado por los plazos de
entrega al editor.

20. El énfasis es mío.


21. La ambigüedad del final de Zoraida ha sido muy bien estudiada por Martin Gysi, "Sobre la
imaginación en Sancho Saldaña", art. cit.
2. Significación del marco histórico

Se ha insistido en el escaso espacio textual que la novela esproncediana


dedica al entorno histórico, componente básico del género. Contra lo habitual,
la historia ficticia no va precedida de un capítulo introductorio que sitúe al lec-
tor en la época elegida, sino que comienza ya en plena acción, con la presenta-
ción de Usdróbal, seguida de cerca por la del Velludo y sus bandidos. Hay que
esperar al capítulo IV, que coincide con la aparición de la figura que da título a
la novela - l o que conviene retener-, para recibir algunas informaciones sobre
los sucesos históricos contemporáneos a los hechos ficticios.

Y una de las primeras precisiones del narrador es la fuente a que remiten


dichas informaciones: la Historia del Padre Juan de Mariana22. Pero lejos de asu-
mir el discurso de la fuente en que se apoya, la voz narrante pone en entredicho
las afirmaciones del historiador:

En todas estas murmuraciones, de que nuestro historiador Mariana hace cuenta,


casi para acriminarle [a Alfonso X], tenía sin duda más parte la envidia y el inte-
rés sórdido de algunos particulares que la verdad, pero esparciéndose por los pue-
blos disponían el ánimo de muchos en contra suya, y c o m o de la murmuración al
desprecio no hay más que un paso, y de sentirlo a manifestarlo nada, bien pronto
este rey, que podría citarse c o m o modelo, se halló envuelto en discordias civiles,
vio a su familia armarse contra él, y oyó vitorear al príncipe rebelde, su propio
hijo, con el título de rey, que le concedía antes de tiempo la adulación, (pág. 323)

En efecto, Juan de Mariana, aunque guardando una discreta distancia, ofre-


ce una imagen poco halagüeña del rey Sabio:

Llevaba mal el rey don Alonso verse a causa de su vejez poco estimado de muchos:
dábale pena el deseo que sentía en sus vasallos de cosas nuevas. [...] Ninguna cosa
mas le aquejaba que la falta del dinero, cosa que desbarata los grandes intentos de

22. El narrador habla de "Crónicas" y, por lo general, suele mencionarse como fuente princi-
pal Las crónicas de los Reyes de Castilla, del siglo XIV, recopilación de datos sobre los
diferentes reinados castellanos, y fuente, a su vez, de la obra de Mariana. Personalmente,
creo que Espronceda se limitó a tomar los datos directamente de éste último, interpretán-
dolos y falseando algunos de los temporales y espaciales por economía textual. Las cróni-
cas mencionadas son de carácter ficcional, porque se suele aludir a ellas para remitir a
hechos de la trama novelesca.
los príncipes. Trataba de hallar algún medio para recogello. Parecióle que el cami-
no mas fácil sería batir un nuevo género de moneda, así de cobre c o m o de plata, de
menor peso que lo ordinario y mas bajo de ley, y que tuviese el mismo valor que la
de antes; mal arbitrio, y que no se sufre hacer sino en tiempos muy apretados y en
necesidad muy extrema. Resultó pues desta traza un nuevo daño, es á saber, que se
encendió mas el odio que públicamente los pueblos tenían concebido contra el rey,
mayormente que se decía por cosa cierta que en las causas civiles y criminales y en
castigar los delitos no tenía tanta cuenta con la justicia, como con las riquezas que
las partes tenían; y que á muchos despojaba de sus haciendas por cargos y acusa-
ciones fingidas que les imponían: cosa que no se puede escusar con ningún genero
de necesidad: y con ninguna cosa se ganan mas las voluntades de los vasallos para
con su príncipe, que con una entereza y igualdad en hacer á todos justicia. 23

Algo mejor parado resulta Sancho IV a través de su retrato, si bien se man-


tiene también una cierta reserva, como es habitual en los juicios de nuestro his-
toriador jesuita:

Por la muerte del rey don Alonso, si bien el derecho de su hijo don Sancho era
dudoso, sin contradicción sucedió en el reino y estados de su padre. [...] Tomó el
nombre de rey, de que hasta entonces se había abstenido por respeto y reverencia
de su padre. El sobrenombre de Fuerte que le dieron, le ganó por la grandeza de
su ánimo y sus hazañas hasta entonces mas dichosas que honrosas [...] Era sin
duda osado, diestro, astuto, y de industria singular en cualquier cosa á que se apli-
case. Reinó por espacio de once años y algunos días. Su memoria quedó amanci-
llada por la manera c o m o trató a su padre: cuanto a lo demás, se puede contar en
el número de los buenos príncipes. 24

El narrador esproncediano parece, en cambio, tomar partido por Alfonso.


Tacha de "vulgo bárbaro y lleno de supersticiones" a quienes no reconocían sus
altas dotes intelectuales y, tras exponer las razones que le movieron a rebajar el
valor de la moneda, tal como lo señala Mariana, añade:

Tacháronle de avaro, siendo así que nunca ha habido rey más espléndido, y le
motejaron de injusto, cuando f u e el primero en España que fijó el m o d o de admi-
nistrar justicia, (pág. 323b)

23. Cito de una edición de la segunda mitad del siglo XIX: P Juan de Mariana, Historia
General de España, Barcelona, Imprenta de Luis de Tasso, s.f., Libro Décimocuarto, cap.
V, pág. 285b.
24. Ibíd., cap. VIII, pág. 289 a-b.
Por otra parte, los personajes valorados positivamente por el narrador (la
familia de Iscar, el Velludo) son defensores del testamento de Alfonso, que nom-
bró herederos a sus nietos, los Infantes de La Cerda. Sólo Sancho Saldaña -com-
pendio de maldades- se ha pasado al campo del hijo. Pero llama la atención que
sean precisamente los partidarios del rey Sabio quienes denotan menor nivel
cultural. Dejando a un lado al Velludo, que pertenece a una capa social no cul-
turizada, la oposición entre Hernando de Iscar y el castellano de Cuéllar resulta
llamativa. Sorprendemos a Saldaña en su biblioteca, tratando de consolarse con
la lectura. Buscando entre sus libros, descarta "un tratado de astrologia de Don
Alfonso el Sabio" y acaba decidiéndose por "La Sagrada Escritura", después de
considerar una segunda posibilidad:

- V e a m o s qué es éste, y si engaña menos y sirve para más que la astrologia.


"Cantigas et trobas sagradas en alabanza de Dios, et vidas et fechos de caballe-
ros, compuestos por el famoso Nicolás de los Romances, trobador del muy noble,
muy grande Rey D. Fernando III, conqueridor de Córdoba y de Sevilla, etc., etc."
Libro es éste que me entretuvo m u c h o en mi juventud. ¡Ah, entonces yo trovaba
también, yo canté mis amores a Leonor, y ella me oía! (pág. 349b)

Aunque apartado seis años de la lectura, a causa de su vida desenfrenada,


Saldaña se revela como un hombre de extraordinaria cultura para su época, que
no sólo lee todo tipo de textos, sino que los ha compuesto él mismo, valoriza-
ción muy positiva para los románticos progresistas, siempre quejosos del bajo
nivel intelectual de ciertos sectores de la aristocracia española, representados
aquí por Hernando25. El hermano de Leonor se vanagloria, en efecto, de su igno-
rancia, mereciendo el desprecio del personaje sin duda más inteligente de la his-

25. Esta misma oposición entre letrados y analfabetos de clase elevada sirve de estrategia iró-
nica a Larra en El doncel de don Enrique el Doliente. Véase, por ejemplo, la descripción
del personaje que obtendrá el título de Mestre de Calatrava: "Todos sus conocimientos esta-
ban reducidos a los de un caballero de aquellos tiempos: habíanle enseñado en verdad a leer
y escribir; pero cuando no tenía olvidado él mismo que poseía tan peregrinas habilidades,
que era la mayor parte del tiempo, no comprendía por qué se habían empeñado sus padres
en hacerle perder algunos años en aquellos profundísimos estudios, que no le podían ayu-
dar, decía, a rescatar una espuela ni el guante de su dama en un paso honroso." (Cito de
Mariano José de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente, edición de María-Paz Yáñez,
Madrid, Espasa-Calpe, 1995, pág. 205). Cfr. a este respecto mi artículo "Particularidades
del marco histórico en El doncel de don Enrique el Doliente", La narrativa romántica. Atti
del IV Congresso sul Romanticismo Spagnolo e Ispanoamericano, Genova, Biblioteca di
Letterature, 1988, págs. 137-144.
toria narrada, el judío Abraham, quien, al darle a leer un documento de los reyes
de Francia y Aragón, recibe por respuesta:

- N o , te excusas de dármelos - r e p l i c ó el caballero-, porque no sé leer y, además,


te creo c o m o si los leyera.
El judío le echó una mirada entreverada de desprecio y lástima, c o m o apiadado de
su ignorancia.
- A s í es - l e d i j o - ; vosotros los caballeros cristianos, desdeñáis cultivar la parte
más noble y en que más semejanza tiene el hombre con la divinidad, y os ejerci-
táis en juegos de fuerza y en los demás oficios en que más relaciones tiene con los
animales, (pág. 453a)

Por otra parte, si nos fijamos en Usdróbal, el único personaje que, por sus
propios méritos, recorre el camino desde la marginalidad hasta la plena integra-
ción en la sociedad caballeresca, es de notar que sólo ayuda a los partidarios de
La Cerda cuando se trata de salvar a Leonor. Una vez muerta la dama de sus
pensamientos, se alista en las filas de Sancho IV, y será el propio rey quien va a
ordenarle caballero por sus hazañas. De forma que también en el plano históri-
co topamos con una ambigüedad que vale la pena analizar.

En primer lugar, el capítulo que esboza la situación histórica y nombra por


primera vez al rey Fuerte, es el mismo en que va a presentarse al héroe que da
título y subtítulo a la novela, Sancho Saldaña, el castellano de Cuéllar. Y no deja
de llamar la atención que los personajes centrales de ambas tramas - l a histórica
y la novelesca- sean homónimos. El nombre del padre de nuestro protagonista,
Rodrigo de Saldaña, procede también de Mariana, que lo menciona entre los
nobles implicados en cierta revuelta contra el rey Alfonso, llevada a cabo en
1272: "Don Ñuño, don Lope de Haro, el infante don Filipe eran las tres cabezas
de la conjuración. Fuera destos don Fernando de Castro, Lope de Mendoza, Gil
de Roa, Rodrigo Saldaña [...]"26. Pero no he encontrado referencia alguna sobre
un Sancho del mismo apellido. Con la homonimia, se perfila un primer parale-
lo entre la figura principal de la historia ficcional y la de la referencial, lo que
podría tratarse de simple coincidencia, si no fuera por las correspondencias que
se establecen entre ambos, tanto en el carácter de los sucesos narrados, como en
la disposición textual, que no se limita a la ya mencionada presentación de
ambos en un mismo capítulo.

26. Ibíd., Libro Décimotercero, cap. XX, pág. 278b. El énfasis es mío.
El único pasaje en toda la novela donde se pone en escena un hecho histó-
rico documentado es el situado en las Cortes de Valladolid, en el transcurso de
las cuales el rey mata a Lope de Haro (cap. XXIV). El hipotexto de este pasaje
es también la Historia de Juan de Mariana, y, aunque se producen anacronismos
e inexactitudes espaciales (el acontecimiento tuvo lugar en Alfaro y no en
Valladolid, y en fechas posteriores a las explicitadas en la novela), personajes y
hechos concuerdan con mayor o menor exactitud con la fuente. En este capítu-
lo, don Juan de Lara, antes enemigo, aparece ya reconciliado con el rey e inves-
tido de poderes en la Corte. Por el contrario, don Lope de Haro, antes amigo,
acude inadvertido al llamado de Sancho IV, y es humillado, degradado y despo-
seído de sus bienes, en presencia de los cortesanos. En un acceso de furia, don
Lope intenta cometer un magnicidio y encuentra la muerte a manos del propio
monarca. Se producen, pues, en este pasaje traslados de un bando político a otro,
humillaciones y traiciones. En el capítulo siguiente, Saldaña, a fin de conseguir
su mano, ofrece a Leonor el abandono de la causa de Sancho IV, para pasarse a
las huestes enemigas, a las que pertenece el hermano de la dama. Esta actitud es
juzgada por la humillada Leonor, cuyas convicciones políticas son inamovibles,
como una despreciable traición. Cambios de partido, humillación y traición son,
pues, los motivos centrales de los dos capítulos consecutivos, cuya figura prin-
cipal es uno u otro Sancho.

Y es precisamente en el capítulo que sigue a los dos mencionados, donde


por primera vez en la novela encontraremos frente a frente al Sancho histórico
y al Sancho ficcional, guardando un paralelismo espacial, tanto en la imagen que
ofrecen, como en la disposición textual que equipara sus correspondientes des-
cripciones:

Fuéronse pues acercando en buen orden, y cuando las tropas de Saldaña se halla-
ban cerca de las que venían, pararon aquellas, y un guerrero, cuyo melancólico
rostro formaba un singular contraste con su lujosa armadura y buen aderezo, de
majestuoso continente y gigantesca estatura, a galope de un alazán de fuego, se
adelantó de sus tropas y salió a recibir a Sancho el Bravo, que, armado todo menos
el casco, venía, rodeado de sus principales caballeros, montado en un tordo árabe,
cuya soberbia lozanía sujetaba con indecible agilidad y destreza.
Llevaba el rey en la cabeza un bonete de terciopelo color carmesí, de donde le
volaban infinitas plumas de varios y bien casados colores; vestía una aljuba sobre
la coraza, bordada toda de oro, y a su lado detrás de él llevaba un escudero su
lanza, su escudo y el yelmo, que, rodeado de puntas de hierro, y sólo adornado de
algunas plumas blancas, mostraba que no lo traía para un torneo, sino para usarlo
en la guerra. [...]
Llegó éste [Saldaña] al rey con aquella indiferencia y tristeza propia de él, y ya iba
a echar pie a tierra, cuando el rey, alargándole la mano se lo estorbó, apretándole
la suya amistosamente, (págs. 477a-478b)

Obsérvese que de Saldaña se describen los rasgos físicos de su persona,


mencionando sólo lo "lujoso" de su armadura y aderezo. Estos detalles son los
que predominan en la descripción del rey, donde faltan los rasgos físicos, como
si uno y otro retrato se completaran. Lo único que se menciona en ambos casos
es la raza de los caballos que van a acercarlos. El encuentro tendrá lugar a la
misma altura, signo de igualdad, que quedará confirmada por el apretón de
manos. Repartido está también el espacio textual, de igual volumen en ambas
descripciones.

Todavía, aunque ya no en capítulos sucesivos, vivirán ambos experiencias


similares. En el capítulo XXXIII, instigada por el astuto Abraham, que se ha
introducido en el castillo para favorecer a las tropas enemigas, la fanática her-
mana de Saldaña, Elvira, se interpone al paso del rey con ánimo de clavarle un
puñal. Sancho IV consigue esquivarla, y la enloquecida dama muere víctima de
su propia tensión. En el capítulo XXXIX, es Zoraida quien se enfrentará a
Saldaña, armada también de un puñal. Pero éste consigue arrebatárselo y herir-
la con él. Los dos pasajes ocupan el mismo espacio textual y destacan por su
brevedad, su economía de datos y su ritmo acelerado, que contrasta con la tan
criticada morosidad de la narración en la mayoría de los capítulos. En ambos
casos, un Sancho es el objeto del puñal de una mujer; y en ambos, es la mujer
la que muere, si bien la muerte de Zoraida es, como hemos visto, dudosa.

Pero sobre todo, el Bravo y el de Cuéllar coinciden en un rasgo fundamen-


tal: la rebeldía contra su padre. Hemos visto que, según Mariana, esta falta de
respeto a la autoridad paterna puso la única nota oscura en el reinado de Sancho
IV. De la actitud de Sancho Saldaña con respecto al suyo, nos da un ejemplo su
hermana Elvira:

Yo le vi, yo le veo aún sordo a la voz de mi padre moribundo, que le llamaba para
darle su última bendición, negándose a recibirla, embriagado en los deleites de su
manceba, y maldiciendo al siervo que le interrumpía en sus placeres para llamar-
le. Yo le vi cuando, furioso, hirviendo en toda la cólera del infierno, alzó el puñal,
guiado por los demonios, y lo hincó en el corazón del sacerdote que piadosamen-
te le reprendía. Yo le vi después, cubierto aún de sangre, reposarse en brazos de su
Zoraida y oí su risa y sus carcajadas emborrachándose en el festín. El infierno se
estremeció de júbilo y los demonios alargaron sus manos para agarrar su presa; yo
los oí que reían, y me horroricé, (pág. 382a-b) 27

Y este rasgo común aclara la elección del marco histórico y los paralelis-
mos establecidos entre los dos héroes, el referencial y el ficcional. Porque en
Saldaña puede detectarse el germen del héroe modélico esproncediano, Don
Félix de Montemar. Aunque son varios los estudiosos que han observado algu-
nos rasgos comunes a los dos héroes esproncedianos28, ninguno ha mencionado
el motivo de la rebelión filial, porque efectivamente, no aparece explícita en El
estudiante de Salamanca. Pero si tenemos en cuenta que Montemar, "Segundo
Don Juan Tenorio" (verso 100), es una figura donjuanesca, probablemente la
más donjuanesca de la literatura española, hay que admitir que el rasgo va implí-
cito en el personaje. Porque la rebelión contra el padre en don Juan, ya sea el
propio o el de las damas ultrajadas (el Comendador), no es otra cosa que el pri-
mer paso en su rebelión contra la autoridad, que desembocará en el enfrenta-
miento contra una instancia del universo transcendente. El pecado de soberbia
de Luzbel es el rasgo principal del estudiante salmantino, aunque no abunden las
alusiones directas, si excluimos el antológico verso 1253, donde aparece como
"Segundo Lucifer"29.

El satanismo de Saldaña, si menos patente en sus acciones, a pesar de la


rebeldía filial, es más explícito en las comparaciones: las gentes de los alrede-
dores creían "que era algún demonio revestido de figura humana por algún tiem-
po, que sentía ver acercarse la hora en que había de desaparecer para siempre y

27. Este pasaje se ha relacionado también con otro similar en Ivanhoe, la muerte del padre de
Front-de-Boeuf. Pero en la novela que nos ocupa tiene otra función, como veremos en
seguida.
28. En especial, Domingo Ynduráin, "Espronceda novelista: Sancho Saldaña", art. cit.
29. He tratado este tema en diferentes estudios sobre textos donjuanescos. Por nombrar sólo los
más relacionados con nuestro texto, remito a "El cambio de valorización del satanismo en
la cosmovisión romántica: El estudiante de Salamanca de Espronceda", Salina, 10, 1996,
págs. 116-126; y "Figuras donjuanescas en el Romanticismo: España-Francia, ida y vuel-
ta", Interkultureller Austausch in der Romania im Zeichen der Romantik. Akten der Sektion
14 des Deutschen Romanistentages 2003 in Kiel, editadas por Michaela Peters y Christoph
Strosetzki, Bonn, Romanistischer Verlag, 2004, págs. 31-39.
volver a los fuegos de que había salido" (pág. 325b); "yo creo que es el mismo
diablo en persona", dice el Velludo (pág. 347b); "¿no soy yo el infierno?", se
pregunta él mismo (pág. 348a); y un largo etcétera. Y, sin embargo, dista mucho
todavía del héroe satánico por excelencia que es Montemar. Si el estudiante pasa
sin vacilar por la vida y la muerte, hace burla de la contemplación de su propio
entierro y desafía a Dios abiertamente, son muchas las debilidades que caracte-
rizan a nuestro castellano. En numerosas ocasiones, se le acusa de supersticio-
so, y, por ello, en lugar de bailar, como hace Montemar, con el espectro de
Elvira, lanza gritos de terror ante lo que cree el espectro de Zoraida.

Por otra parte, son muchos los pasajes en los que se ponen de relieve sus
propósitos de arrepentimiento, actitud impensable en el satánico estudiante. El
arrepentimiento parece ser el móvil que pone en marcha la acción de la historia
narrada en la novela, porque Saldaña ve en Leonor al "ángel" que ha de salvar-
le (pág. 348). En lugar de acabar integrándose en el universo infernal, fin del
libertino don Félix, el castellano de Cuéllar acabará sus días "en la Trapa, ves-
tido de estameña y llorando sus pasadas culpas" (pág. 569a). Pero, a pesar de la
distancia que todavía lo separa del héroe ideal romántico, Sancho Saldaña es el
esbozo de lo que será la grandiosa figura de Montemar, encarnación del indivi-
duo aislado de la sociedad, que no reconoce autoridad, ni humana ni divina. De
ahí la ambigüedad de nuestro héroe, que se corresponde con la ambigüedad de
los valores del marco histórico. Porque, a pesar de sus crímenes, Saldaña es el
personaje más atrayente de la novela. Y casi no hace falta mencionar el impac-
to que, a pesar de los suyos, produce la "grandiosa satánica figura" (verso 1245)
de don Félix de Montemar.

Russell P. Sebold ha calificado a Saldaña de "héroe artístico", por oposición


a Usdróbal, a quien considera "héroe moral", insistiendo en que "el castellano
de Cuéllar es el protagonista" por ser el héroe "ajustado a la poética del roman-
ticismo"30. Cabe añadir que este protagonismo es avalado por varios elementos
textuales. En primer lugar, queda reforzado por el título, considerado por Gérard
Genette "sinécdoque generalizada" del "todo" que representa el texto31. En el
que nos ocupa, el héroe aparece doblemente mencionado, una vez con su nom-
bre, Sancho Saldaña, otra con su estado y patronímico, el castellano de Cuéllar.

30. Russell R Sebold, "Lágrimas y héroes en Sancho Saldaña", art. cit., pág. 508.
31. Gérard Genette, Seuils, Paris, Éditions du Seuil, 1987, pág. 78.
Y es de tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, el doble título de las
novelas históricas sirve para informar por separado sobre el hecho central y
sobre su héroe. Baste recordar Los bandos de castilla o El caballero del Cisne,
de Ramón López Soler, Amaya o Los vascos en el Siglo VIII, de Francisco
Navarro Villoslada o Gómez Arias o Los moros de las Alpujarras, de Telesforo
de Trueba y Cossío, por no dar más que algunos ejemplos.

En segundo lugar, confirma su condición de héroe principal el claro para-


lelismo establecido con la figura central del marco histórico, el rey Sancho IV,
el Bravo, tanto en el plano del contenido, por los rasgos que tienen en común,
como en el plano de la expresión, por medio de la disposición textual32. Y, en
tercer lugar, es el personaje más destacado, por encarnar el discurso poetológi-

3. Un cuento inacabado

Continuando en el terreno de la disposición textual, quiero llamar la aten-


ción sobre cierto pasaje que, al parecer, ha pasado hasta ahora desapercibido.
Los que defienden la tesis del protagonismo de Usdróbal se basan, entre otras
razones, en que la novela comienza con su presentación y acaba con las infor-
maciones sobre su futuro. Pero ya he señalado que, a diferencia de otras nove-
las del género -la de Larra, por ejemplo-, la situación histórica en la que van a
desarrollarse los hechos no se menciona hasta el capítulo IV, el mismo en el que,
a continuación, aparecerá Saldaña. A este capítulo precede un elemento que se
ha interpretado como preludio a la teatral aparición de la misteriosa maga: el ini-
cio de un cuento que, infructuosamente, pretende contar uno de los bandoleros.
Aunque la cita es bastante larga, voy a permitirme su transcripción por parecer-
me un pasaje fundamental para la comprensión del texto:

- É r a s e que se era un señor de Castilla, que era dueño del castillo de Rocafría y de
otros muchos castillos, lugares y tierras, y capitán de más de trescientas lanzas.
Tenía este hombre muy mala vida, y no creía en Dios ni en el diablo, y juraba que
desearía verse a solas con Lucifer... ¡Jesús me valga! - i n t e r r u m p i ó con voz más

32. Para la oposición /plano de la expresión/ versus /plano del contenido/, cfr. Louis Hjelmslev,
"La stratification du langage", Word, 10, 1954, págs. 163-188. Reproducido en Essais lin-
güístiques, Paris, Éditions de Minuit, 1971, págs. 45-77.
fuerte el historiador, y todos se estremecieron.
En este tiempo el mastín se había levantado de donde estaba, y con más muestras
de miedo que de arrogancia, se acercó a la boca del subterráneo, y en dando dos o
tres ladridos volvió atrás todo trémulo, rabo entre piernas, y despidiendo aullidos
tan prolongados y lúgubres que podían cuando menos entristecer el ánimo más
esforzado.
-Silencio, Sagaz -le gritó su amo-: ¿qué diablos tienes que estás temblando?
El perro calló a la voz del Velludo, y se volvió a echar a sus pies todo azorado,
como si viese delante de él sueños o sombras de aparecidos, que era lo que se creía
entonces cuando los animales, sin motivo aparente, se agitaban y entristecían.
-Me parece que oigo un ruido como de muchas cadenas -dijo uno de los ladrones.
-Es el viento, que grita con la voz de cien condenados -replicó el morisco.
-Pues como iba diciendo -continuó el veterano-, tenía este caballero amores con
una dama, y no la podía alcanzar, porque era muy honesta y hermosa, que me pare-
ce que la estoy viendo. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días, el caballe-
ro se desesperó, salió al campo, y compró una cuerda para ahorcarse muy retorci-
da, e iba maldiciendo el día que nació, y la hora en que vio a la dama, y maldijo
luego su alma, y llamó al demonio, ¡Jesús me valga! -interrumpió de nuevo, per-
signándose como tenía de costumbre.
-Y como digo -continuó- que iba desesperado, se levantó de repente una tempes-
tad tan negra que no se veía a sí mismo, y el viento era tan recio que tuvo que
echarse al suelo más de una vez para que no se lo llevase como una paja; un relám-
pago...
En este momento la luz que penetró en la cueva fue tan viva, que deslumhrándo-
los y asustándolos interrumpió el cuento tercera vez. (pág. 321a-b)

En efecto, estalla la tormenta, lo que aprovecha Elvira para entrar en la


cueva y rescatar a Leonor, de forma que el cuento queda sin concluir. Salta a la
vista que el caballero retratado por el bandido reúne todos los rasgos de Saldaña,
por lo que el cuento puede considerarse, ya en una primera lectura, como mise
en abyme de la historia principal narrada en la novela33. Pero no es esta que
podríamos llamar "introducción al héroe" lo más interesante del pasaje. Se trata,
como hemos visto, de una especie de "cuento de nunca acabar" con reminiscen-
cias cervantinas, cuyas interrupciones producen un efecto cómico de distancia-
miento. Esta distancia es similar a la del narrador de la historia principal, que
también interrumpe la acción una y otra vez, más interesado por otros aconteci-

33. Para la historia y significados del término mise en abyme, cfr. Lucien Dallenbach, Le récit
spéculaire. Essai sur la mise en abyme, Paris, Editions du Seuil, 1977.
mientos, y que, si bien concluye la historia que pretende contar, deja, intencio-
nadamente, algunos cabos sueltos. Ya hemos visto el concerniente a la muerte
de Zoraya. Pero hay otro que afecta al marco histórico, porque todo lo que añade
sobre el monarca es: "y en cuanto a Don Sancho, rey de Castilla, es harto cono-
cida su historia para que tengamos que dar cuenta de sus sucesos" (pág. 569b).
La aclaración resulta demasiado brusca, habida cuenta, además, que la mayoría
de las novelas del género suelen informar sobre el desarrollo posterior de los
hechos históricos. Por otra parte, el bandolero es designado con el título de his-
toriador -"interrumpió con voz más fuerte el historiador"-, y la voz que relata
la historia principal dice respetar las crónicas que le han servido de fuente. Y, sin
embargo, el bandido interrumpe su historia con exclamaciones de espanto, ante
lo que cree fenómeno sobrenatural; y el narrador principal deja sin aclarar situa-
ciones que escapan al dominio de lo natural.

De forma que, dadas las características del héroe del cuento interrumpido
del bandido y de las equivalencias entre su narrador y el de la historia principal,
diríase que el capítulo que sigue a la interrupción, en el que se presenta por pri-
mera vez a Saldaña, es la continuación de ese a modo de prólogo narrado por el
bandolero. Podrían, pues, considerarse los capítulos anteriores como marco de
una posible versión de la historia, lo que realzaría su carácter legendario, que ya
he comentado a propósito de la duda sobre el destino de Zoraida. Estas dudas,
que recuerdan el famoso "como me lo contaron, te lo cuento", que pone fin a El
estudiante de Salamanca, se repiten en varios pasajes. Por ejemplo, cuando se
descubre la verdadera identidad de Zoraida, que resulta no ser mora, sino judía,
lo que resulta un tanto confuso, el narrador asume lo insólito de la aclaración,
añadiendo:

Y esta es la solución que da la crónica de que estractamos nuestra historia a las


dudas que pudieran ocurrir acerca de este maravilloso acontecimiento, no salien-
do nosotros responsables de las que acaso ponga, además, algún lector quisquillo-
so. (pág. 513b).

*H=*

La novela se organiza, pues, sobre dos diferentes hipotextos: uno literario


y modélicamente genérico (Ivanhoe), y otro historiográfico (la Historia de
Mariana). Cada uno de ellos aporta significaciones que afectan a un diferente
discurso. Cabría pensar que el hipotexto histórico sería el adecuado para
desarrollar el discurso ideológico, apoyándose el poetológico en el hipotexto
literario. Pero de nuevo se produce el efecto contrario a las expectativas. El cam-
bio que sufren personajes y hechos scottianos establece una relación irónica de
carácter ideológico con el texto escocés. El discurso conciliador de Scott queda
así transformado en un nuevo discurso que destruye los valores en que se funda
la sociedad. En cambio, los hechos tomados de Mariana sirven para destacar el
protagonismo del héroe en cuyos rasgos apunta la simiente del discurso poeto-
lógico esproncediano.

Y el cuento inacabado añade una significación que afecta al propio género:


¿Historia o leyenda? ¿Crónica o invención fantástica? La novela no sólo deja
abierto el destino de Zoraida. También quedan difusas las fronteras entre la ver-
dad histórica y la mentira imaginaria. Y eso es la novela histórica, al menos
como la conciben los románticos: una narración novelesca en la que lo históri-
co es un elemento más de significación, que, integrado en una anécdota ficcio-
nal, cuyas situaciones rayan el límite de lo inverosímil, sirve, además, para
poner en evidencia la falacia de toda verdad reconocida.
L

LA HISTORIA EN LA NOVELA HISTÓRICA


Celia Fernández Prieto
(Universidad de Córdoba)

La narrativa histórica y la narrativa literaria han mantenido desde siempre


unas relaciones muy estrechas. No es cuestión de remontar ahora el trayecto que
del mito conduce a la épica, luego a la historia y de ésta a la novela; baste recor-
dar que en sus orígenes la prosa de ficción, desde las llamadas novelas griegas
hasta los libros de caballerías españoles, se valió de temas, formas y procedi-
mientos retóricos propios de la historiografía, y que, a la inversa, los historiado-
res se apoyaron en las estrategias figurativas creadas por los novelistas para
lograr una representación convincente del pasado (Fernández Prieto, 2001).
Estas interferencias no eliminaron, claro está, las diferentes funciones cultural-
mente atribuidas a cada una, pero evidenciaron las dificultades para trazar una
separación nítida entre ellas. Las protestas de preceptistas, moralistas, censores,
e incluso de los propios historiadores contra quienes contaban como verdadero
lo que era inventado - y por tanto falso-, y sembraban la confusión en las men-
tes de los lectores (el ejemplo irónico de Don Quijote es de sobra ilustrativo),
demuestran la imposibilidad de ponerle puertas al campo de la narración. Y es
que las fronteras pragmáticas entre verdad histórica y verosimilitud novelesca,
entre el relato real y el relato de ficción, han sido siempre inestables, porosas y
movedizas, de modo que no parece pertinente considerarlas como categorías
opuestas sino más bien como puntos de un continuum que según las épocas, las
culturas o los géneros se sitúan a mayor o menor distancia o se definen con más
o menos claridad.

Pero, sin duda, hay un género en que las interferencias entre historia y
novela cristalizan de manera explícita y ofrecen la posibilidad de indagar en su
enorme complejidad: me refiero a la novela histórica, que se configura como tal
en el Romanticismo y que ha ejercido desde entonces, con pocos altibajos, una
sostenida atracción para escritores y lectores hasta llegar a ocupar un lugar de
privilegio en el sistema literario contemporáneo.

La novela histórica se identifica como género porque extrae buena parte de


sus contenidos de la historiografía, esto es, se nutre de personajes y aconteci-
mientos codificados previamente a la escritura de la novela en narraciones his-
tóricas, y que a menudo están registrados (con mayor o menor amplitud y pre-
cisión) en la enciclopedia1 histórica de los miembros de una comunidad social,
cultural y política. Por supuesto, las entidades históricas conviven en la trama
narrativa con entidades ficcionales lo que provoca una contaminación de atribu-
tos (los elementos históricos se ficcionalizan y los ficticios se revisten de histo-
ricidad), que el novelista puede explotar en la dirección que considere más efi-
caz para sus propósitos estéticos e ideológicos.

El tiempo y el espacio diegéticos se ajustan también a pautas genéricas. La


acción se localiza en un pasado constituido como histórico, en un contexto tem-
poral y cultural concreto y reconocible mediante datos cronológicos, alusiones
a personajes o sucesos relevantes de la época, descripciones de usos y costum-
bres, objetos, indumentaria, gustos estéticos, etc. Los espacios nombrados y des-
critos remiten a lugares geográficos también reconocibles.

La novela histórica establece, así, una distancia temporal y cultural entre su


universo diegético, situado en el pasado, y el presente del autor y de los lecto-
res, distancia que genera diversos efectos de sentido y que a menudo es integra-
da y tematizada en los propios textos, generalmente mediante las figuras de la
enunciación narrativa.

Los materiales tomados de la historiografía no son, por tanto, meras citas o


factores de verosimilitud, no son un decorado o un añadido prescindible, sino
ingredientes necesarios y determinantes de la conformación temática, estructu-

1. Utilizo este concepto de acuerdo con la acepción propuesta por Umberto Eco (1976: 184-
193), que opone la teoría de la competencia ideal de un hablante ideal de Katz y Fodor,
basada en el modelo semántico del diccionario, a la teoría de la competencia histórica,
basada en el modelo semántico de la enciclopedia, que toma en consideración las creencias
y opiniones corrientes en contextos socio-históricos concretos.
ral y pragmática, a veces incluso estilística de este género. La novela histórica
supone no tanto una reconstrucción cuanto una reescritura de la Historia desde
la ficción literaria. Y es una reescritura en la medida en que se elabora a partir
de documentos y de relatos ya establecidos sobre la época, el personaje, o los
episodios que va a recrear imaginariamente; de ahí su dimensión hipertextual
(G. Genette, 1982).

En consecuencia, el novelista histórico tiene que afrontar al menos dos pro-


blemas fundamentales e interrelacionados: el tratamiento de los materiales his-
tóricos dentro de la ficción, asunto que suscitó y suscita no pocos debates y des-
calificaciones del género2, y el modo de incorporar en la novela la información
histórica que se supone que la mayoría de los lectores no posee y que es nece-
saria para poder seguir la trama3. Siempre se corre el riesgo de ahogar la acción
novelesca y de abrumar al lector con un exceso de detalles y pormenores4.

Como es obvio, el escritor es en principio absolutamente libre para utili-


zar a su conveniencia esos materiales puesto que no operan sobre él las restric-
ciones que pesan sobre el trabajo y la escritura del historiador. Ahora bien, en
la práctica, los novelistas históricos asumen ciertas limitaciones a su libertad
creadora en función de las expectativas del público lector, derivadas del cono-
cimiento que posea de la historia recreada. Y ello es así porque, aunque en teo-
ría podamos admitir que desde el momento en que cualquier personaje históri-
co es incorporado a una trama ficcional se vuelve tan ficcional como cualquie-
ra de los demás personajes inventados, lo cierto es que las cosas no son tan cla-
ras. Los nombres propios de ciertos personajes o la denominación de fenóme-
nos históricos relevantes (pensemos en Julio César, en Carlos I o en Napoleón,

2. Algunas de las opiniones críticas más interesantes sobre los problemas que se derivan de la
mezcla de elementos históricos y elementos ficticios se encuentran en el tratado de
Alessandro Manzoni "Del Romanzo storico e, in genere, de'componimenti misti di storia
e d'invenzione" publicado en 1850, en Ideas sobre la novela (1925) de Ortega y Gasset, o
en Ensayo sobre la novela histórica. El modernismo en La gloria de don Ramiro (1942) de
Amado Alonso.
3. Téngase en cuenta que la novela histórica se construye orientada hacia unos lectores a los
que supone dotados de un determinado saber sobre el asunto elegido. El discurso se estruc-
tura desde y sobre esa competencia supuestamente compartida: bien para confirmarla,
ampliarla o matizarla; bien para cuestionarla o subvertirla. Sobre estas cuestiones me he
ocupado ampliamente en mi libro de 1998 (segunda edición, 2003).
4. Es el caso de lo que se ha llamado la novela histórica arqueológica o la historia novelada.
en la guerra civil española o en la caída del muro de Berlín) funcionan, tal
como argumentó Umberto Eco (1976:162), como una unidad cultural de mane-
ra que quedan asociados a una serie de marcas semánticas que los lectores
actualizan cuando los encuentran en un texto. Y lo mismo puede valer con res-
pecto a las épocas. Dado que la historia constituye materia de enseñanza en los
programas de los sistemas educativos básicos, la aparición de estos nombres5
activa redes connotativas que forman parte de la enciclopedia de los lectores,
y genera unas expectativas en relación a ellos6. Sin duda, un novelista puede
hacer que Felipe II cuente entre sus victorias la expedición de la Armada inven-
cible o que Napoleón muera en Sevilla, pero tal ruptura de lo establecido empu-
ja el relato hacia los territorios de la sátira y la parodia. Valerse de una historia
ya contada y conocida tiene sus ventajas (parte del camino andado, el atractivo
que ciertos individuos históricos despiertan), pero también sus servidumbres,
especialmente si esos elementos históricos adquieren el protagonismo en la
novela.

Por eso muchas novelas históricas sitúan los sucesos y las figuras históri-
camente conocidos en el fondo del relato, como personajes secundarios, y con-
ceden el protagonismo a personajes inventados o a personajes históricos de
segunda fila, cuyos avatares biográficos apenas están registrados, lo cual ofrece
un margen mucho más amplio para la imaginación del novelista. Así lo hicieron
los pioneros del género como Walter Scott (Ivanhoe, Rob Roy) y tantos otros
escritores de novela histórica romántica: pensemos por ejemplo en Víctor Hugo
y su novela Notre Dame de París (la gitana Esmeralda, el contrahecho
Quasimodo), o en Mariano José de Larra con El doncel de Don Enrique el
Doliente, cuyo protagonista es el trovador gallego Macias O Namorado, cuya
leyenda de amador con final trágico corre en la tradición popular y en la litera-
tura del siglo XV en adelante.

5. En lo que llamamos personajes históricos incluimos también figuras codificadas en la his-


toria de la literatura, del arte, o de la ciencia (por ejemplo, Virgilio, Leonardo da Vinci,
Santa Teresa, Quevedo, etc.).
6. Como precisa Carlos Reis (1992, 1993), el personaje sólo funciona como histórico si es
reconocido como tal por los lectores, es decir, siempre que exista un código común al escri-
tor y a su público. Con el paso del tiempo, puede ocurrir que los lectores ya no estén en
condiciones de reconocer esas entidades como pertenecientes a la historiografía y por tanto
las traten como ficcionales, dejando sin activar su dimensión histórica.
Ésta sigue siendo una opción frecuente en obras contemporáneas: Manuel
Mújica Laínez construye su espléndida Bomarzo (1962) en la forma de unas
memorias de un noble italiano del XVI, el duque Pier Francesco Orsini, de existen-
cia histórica documentada pero del que apenas se conocían unas cuantas referen-
cias salvo el hecho de haber construido el fantástico bosque de los monstruos en
Bomarzo; Umberto Eco en El nombre de la rosa (1980) articula la trama median-
te la pareja de maestro y discípulo (Fray Guillermo de Baskerville y el joven Adso
de Melk), de larga tradición en la literatura y que convoca por vía intertextual a la
pareja de detectives de las novelas de Conan Doyle; o, en fin, La cuadratura del
círculo (1999) de Alvaro Pombo, situada en la Aquitania del siglo XII, cuyo eje es
la evolución del joven Acardo que llega a ser secretario de Bernardo de Claraval, y
a participar en la Cruzada de 1148 a Tierra Santa. Novelas, por cierto, que se esme-
ran en la caracterización de los personajes, en la evocación del ambiente, de las cre-
encias y las formas de vida, y en la descripción de los espacios (ciudades, calles,
monasterios, castillos) y de las obras de arte del periodo recreado.

Conceder el protagonismo a un personaje histórico destacado o a un perso-


naje inventado obedece no sólo a motivaciones estéticas y pragmáticas, como
las que he apuntado, sino que además se relaciona con los planteamientos ideo-
lógicos del autor sobre los sujetos de la historia, y sobre los factores que inter-
vienen en los procesos históricos. No es casual que los novelistas románticos
hicieran recaer el peso de la acción en personajes inventados, pertenecientes a
la clase burguesa, héroes mediocres, comunes, precisamente en el momento en
que la historia política, patrimonio de los grandes individuos (reyes, príncipes,
nobles, generales) y centrada en los acontecimientos bélicos, estaba siendo des-
plazada por una historia más atenta a los procesos sociales7. El protagonismo
colectivo encuentra su lugar en la narrativa histórica realista, aunque ya en
Guerra y paz (1865-69) de Tolstoi se advierta una visión pesimista, casi fatalis-
ta, del devenir humano, acompañada de una actitud muy crítica hacia la versión
que los historiadores ofrecen de los acontecimientos (Fernández Prieto, 1998:
120-124). Por ejemplo, el relato de una batalla, basado en los informes de los
generales, crea la falsa imagen de una multitud de soldados que funcionan dis-
ciplinadamente, cuando lo cierto es el desorden, el miedo y la confusión. Ya lo
había percibido así el joven Fabricio del Dongo cuando participa en la batalla de

7. Recordemos que G. Lukács, en su estudio de 1937 sobre la novela histórica, la entendía


como un efecto de acontecimientos como la revolución francesa y las guerras napoleóni-
cas, que convirtieron la historia en una vivencia de masas a escala europea.
Waterloo en La chartreuse de Parme (1839) de Stendhal, y lo subraya Tolstoi en
el epilogo de su novela:

Recorred todas las tropas inmediatamente después de una batalla, aún al segundo
o tercer día (hasta que se hayan escrito los informes), y preguntad a todos los sol-
dados y oficiales, desde el más alto al más bajo, cómo se ha desarrollado la acción.
Esos hombres os contarán lo que han experimentado y visto, y en vuestra mente
surgirá una impresión majestuosa, complicada, multiforme hasta el infinito, peno-
sa y confusa; pero de ninguno de ellos, ni siquiera del general en jefe, podréis
saber cómo se ha desarrollado la batalla (1988: 1467).

Sin embargo, a pesar de los riesgos, las figuras históricas de primer plano
han logrado atraer y despertar la imaginación de muchos novelistas que, en
general, apenas alteran los datos consignados en sus biografías oficiales, referi-
dos sobre todo a sus actividades públicas, y se centran en representar aspectos
de su vida privada e íntima. Esta representación puede consolidar la imagen
canónica, incluso mítica, que la Historia nos ha legado o puede atentar contra
ella, rebajándola y satirizándola si es positiva, justificándola y reivindicándola
si es negativa.

Un ejemplo de lo primero lo tenemos en Memorias de Adriano (1951) de


Marguerite Yourcenar, que presenta al emperador, cansado y solo, escribiendo
una carta al que será su sucesor, Marco Aurelio, para informarle acerca de los
avances irreversibles de su enfermedad. Pero la necesidad que siente de analizar
su vida termina convirtiendo la escritura en "la meditación de un enfermo que
da audiencia a sus recuerdos". No son las grandes empresas de gobierno las que
ahora importan, sino la indagación en sus relaciones personales privadas, el aná-
lisis de las motivaciones íntimas, oscuras e ignoradas, de sus actos. La Historia
se tiñe de emociones y recuerdos, y el pasado se vuelve cercano: Adriano se
revela nuestro contemporáneo, aunque ello no disminuye sino que aumenta su
grandeza histórica.

Para ilustrar la segunda posibilidad podemos citar algunas novelas que des-
montan la figura mítica de Cristóbal Colón8: desde El arpa y la sombra (1979)
de Alejo Carpentier hasta Vigilia del almirante (1992) de Augusto Roa Bastos.

8. Sobre la nueva novela histórica en América Latina puede verse el documentado y valioso
trabajo de Seymour Mentón (1993).
Así pues, atendiendo al uso de los materiales históricos, podemos dibujar
tres grandes líneas en la tradición de la novela histórica9:

La primera se corresponde con la novela histórica tradicional, que arranca del


romanticismo y se continúa en la novela histórica realista (de Scott a Tolstoi).
Verosimilitud y didactismo se conjugan en la elaboración del mundo ficcional, que
sigue pautas retóricas miméticas en aras a producir un efecto de historia. Desde
estos supuestos, los elementos históricos (personajes, acontecimientos, cronolo-
gía, referencias a objetos, arquitectura, costumbres, etc.) se incorporan a la ficción
sin modificar apenas las propiedades establecidas en la versión histórica de la que
proceden. Este respeto hacia la base documental de la novela se proyecta también
en el control de los anacronismos. Como advierte Brian McHale (1987: 86-88), la
invención queda limitada a las áreas oscuras de la historia, o sea, a aquellas situa-
ciones sobre las que no se poseen datos fiables y que precisamente por eso ofre-
cen la oportunidad de que las figuras históricas conecten con elementos de ficción.

Para incorporar la documentación histórica, este tipo de novelas se vale de


un narrador autorial omnisciente, que asume una posición de historiador y se
dirige al lector disculpándose por tener que detener la acción para informarle de
tales o cuales sucesos. Por ejemplo en El Señor de Bembibre (1844) de E. Gil y
Carrasco, el narrador interrumpe la acción en el capítulo XII para dar detalles
sobre el contexto político:

En tanto que allá llega y se junta la hueste del rey don Fernando IV, forzoso será
que d e m o s a nuestros lectores alguna idea de las nuevas turbulencias que en diver-
sos sentidos llamaban a los pueblos y a los ricos hombres a las armas. La familia
de los Laras, poderosísima en Castilla, tenía vinculados en su casa la turbulencia
y el desasosiego, no menos que la nobleza y la opulencia. El j e f e actual de este
linaje, don Juan Núñez de Lara, había estado largo tiempo desnaturalizado de
Castilla, y entrado en ella a m a n o armada cuando la gloriosa reina Doña María
tenía las riendas del gobierno; pero desbaratado su escuadrón por Don Juan de
Haro, cayó, en poder de la reina, prisionero... (166-167)

También era recurso habitual incluir en los primeros capítulos un diálogo


entre algunos personajes secundarios - a menudo criados de los señores-, que

9. Las tres se siguen cultivando en la narrativa histórica contemporánea. Lo que aquí señala-
mos es su correspondencia con el desarrollo del género desde el XIX.
proporcionase a los lectores los datos necesarios para situar la trama en su con-
texto histórico y para entender los conflictos de los protagonistas. En Ivanhoe
esta tarea la desempeñan el bufón Wamba y el porquero Gurth, criados de
Cedric el Sajón, y en El doncel de Don Enrique el Doliente, el juglar Ferrus y
el escudero Fernán Pérez de Vadillo.

Un ejemplo reciente nos lo proporciona El hereje (1998) de Miguel


Delibes. La historia se inicia en el momento en que un pequeño barco de carga,
el Hamburg, se aproxima a Laredo a principios del mes de octubre de 1557 tra-
yendo a bordo a Cipriano Salcedo, el que será personaje central de la acción. En
una conversación que mantiene durante el almuerzo con el capitán del barco
(Heinrich Berger) y con Isidoro Tellería, un sevillano calvinista que venía de
Ginebra, Cipriano les comenta - a ellos y al lector-, que regresa de Alemania tras
haber cumplido una misión que le había encargado el doctor Agustín Cazalla:
entrevistarse con Felipe Melanchton (Lutero ya ha muerto) y adquirir los libros
de reciente edición que no entraban en España por la vigilancia del Santo Oficio.
Se confiesa integrante del grupo luterano de Valladolid. Los comensales discu-
ten sobre las ideas de la Reforma luterana, sobre la situación de sospecha e
intransigencia religiosa que se vivía en España (censura de Biblias, quema de
libros), sobre las actividades de los núcleos luteranos como el de Valladolid... En
fin, al llegar a Laredo, los lectores ya contamos con información suficiente para
internarnos en la trama histórico-ficcional que sigue10.

La segunda línea se abre con la novela histórica moderna de finales del XIX
y principios del XX (pienso en Unamuno, Baroja, Valle-Inclán; en Virginia

10. El problema es distinto cuando la novela se fija en hechos ocurridos en un pasado próximo
al presente de los lectores. En este caso, se supone que éstos ya poseen una información
suficiente sobre los personajes o sucesos novelados, y por lo tanto no es necesario ofrecer-
la en el texto. Además los acontecimientos se muestran haciéndose, recreando imaginaria-
mente el momento en que se reciben las noticias, se disparan los rumores, se temen las con-
secuencias. La información, por tanto, no queda limitada al narrador sino que se incorpora
en la trama mediante recursos como las tertulias, los diálogos entre los personajes, las car-
tas, las noticias en la prensa etc. Así lo encontramos en los Episodios Nacionales de Galdós
o en el ciclo del Ruedo ibérico de Valle Inclán (Fernández Prieto, 1997 y 1998).
Comentario aparte, en el que ahora no podemos detenernos, merecerían novelas como
Galíndez de Vázquez Montalbán o Soldados de Salamina de Javier Cercas, que problema-
tizan la escritura de la historia, y podrían incluirse en lo que Linda Hutcheon (1988) deno-
mina metaficción historiogràfica.
Wolf, Thomas Mann, etc.), que mantiene el respeto hacia los datos históricos
básicos, pero la perspectiva con que los maneja resulta muy distante de la tradi-
cional. La verosimilitud y el didactismo pierden peso. No interesa reconstruir el
pasado en sus aspectos exteriores o materiales sino transmitirlo desde la interio-
ridad de los personajes o desde el filtro moral e ideológico del narrador. Por eso
el rasgo más destacado de esta línea es la subjetivización de la historia, lo que,
entre otros efectos, provoca la disolución de las fronteras temporales entre el
pasado de la historia y el presente enunciativo. Por subjetivización" de la histo-
ria entendemos el abandono de la perspectiva de omnisciencia autorial dominan-
te en la narrativa romántica y realista en favor de visiones parciales, subjetivas,
expresadas mediante opciones modalizadoras en primera persona o con focali-
zación selectiva en uno o varios personajes.

Este tipo de novelas se distancia abiertamente de la escritura histórica al


incorporar técnicas y procedimientos retóricos propios de la ficción, tales como
el acceso a la intimidad de los personajes históricos mediante el recurso al
monólogo citado, narrado, e interior; la construcción de una temporalidad cícli-
ca frente a la temporalidad horizontal de la historia, la subordinación de la des-
cripción de los hechos a su interpretación moral, ideológica y emocional, y la
tendencia a proyectar lo narrado en una dimensión mítica. Dos novelas actuales
pueden ilustrar esta tendencia: Flores de plomo (1999) de Juan Eduardo Zúñiga,
y La fiesta del chivo (2000) de Mario Vargas Llosa.

Flores de plomo revive imaginariamente la tarde del 13 de febrero de 1837,


lunes de carnaval, en las horas anteriores y posteriores al momento en que el
famoso periodista madrileño Mariano José de Larra, Fígaro, se suicida en su
casa disparándose un tiro en la sien. El fondo histórico que sirve de base al rela-
to se corresponde con sucesos realmente sucedidos; los personajes principales
evocan figuras literarias conocidas, el propio Larra, Mesonero Romanos, José
Zorrilla, pero lo que aquí interesa subrayar son los contrastes (y paralelismos)
entre los dramas íntimos que angustian a los personajes y el ambiente de las
calles madrileñas en aquella tarde gélida y lúgubre en la que todo, objetos, per-

11. Véase el capítulo IV del libro de Elisabeth Wesseling (1991: 67-92) en el que ofrece un
interesante análisis sobre las innovaciones de la novela histórica en el contexto del moder-
nismo, dentro de la tradición literaria anglosajona: Henry James, The Sense of the Past
(1917); Virginia Wolf, Orlando (1928); William Faulkner, Absalom, Absaloml (1936),
entre otros.
sonas, ruidos, silencios, se tiñe de una inquietante amenaza. Las máscaras que
llenan las plazas oscuras y encharcadas con sus aullidos y obscenidades, los
borrachos que bailotean con panderos y trompetas, y se pelean con navajas, las
prostitutas pintarrajeadas y desafiantes, reflejan la España que Larra odiaba y
que acaba venciéndole, la España que Goya intuye en sus pinturas negras.

La novela se organiza en capítulos que van ofreciendo escenas diversas de lo


que hacen los personajes en un mismo tramo temporal; en lugar de abordar el des-
arrollo de los hechos en el tiempo (la dimensión horizontal de la historia), se con-
centra la acción en esas horas tensas, cargadas de presagios de muerte. No hay una
perspectiva omnisciente, única, sino múltiple; los diversos capítulos desgranan la
visión particular de cada personaje, y así conocemos sus reacciones íntimas, sus
actitudes hacia Larra: la envidia de Mesonero, la indiferencia de Dolores Armijo,
la admiración enamorada de una mujer que acude de madrugada clandestinamen-
te a ver el cadáver en la cripta... Los hechos históricos son el punto de partida para
la invención de una trama en la que no importa reconstruir ni analizar lo que pasó;
interesa sugerir la dimensión simbólica de ese carnaval de pesadilla, reflejo de la
incuria y degradación del país, y las repercusiones que la acción de alguien tiene
en las vidas ajenas. La distancia temporal entre los hechos narrados y el presente
del lector se anula pues lo que leemos se ha vuelto intemporal12.

El caso de la novela de Mario Vargas Llosa es algo diferente, entre otras


razones porque recrea sucesos de la historia reciente de la República
Dominicana, algunos de cuyos protagonistas viven todavía. La documentación
que sustenta la trama novelesca es consistente y rigurosa; son personajes histó-
ricos el dictador Trujillo y su familia, el jefe del servicio de inteligencia, los cua-
tro ejecutores del dictador cuyas biografías se ajustan con bastante exactitud a
los hechos; los personajes inventados, como Urania o su padre, Agustín Cabral,
se inspiran en modelos reales. Pero Vargas Llosa encarna esa información en el
interior de sus personajes mediante el predominio de la focalización interna, lo

12. El último capítulo se traslada a los años de la primera guerra mundial, y evoca al escritor
Felipe Trigo en su chalet de las afueras de Madrid, leyendo un libro de artículos de Larra
y luego lo sigue en su paseo hasta la casa donde éste se suicidó, en la calle Santa Clara;
aquí observa la placa conmemorativa, igual a una lápida de cementerio, en la que se reco-
nocía la cara del escritor en un suave relieve. A Trigo le pareció que desde allí "le transmi-
tía su insatisfacción dolorosa". Extrañas analogías entre los dos escritores, igualmente insa-
tisfechos con su vida y con su obra, les conducen al mismo final trágico.
que le permite presentar al dictador no sólo desde fuera, como un ser despiada-
do y perverso, sino desde dentro, de modo que su figura se perfila de manera
más compleja, perturbadora e inquietante. La abundancia de diálogos y de dis-
cursos interiores incorpora voces y perspectivas múltiples, y los juegos con el
tiempo mezclan sin solución de continuidad el pasado con el presente y provo-
can el efecto de que ese pasado gravita imperiosamente sobre el presente de la
sociedad y de los individuos particulares. La novela se desliza hacia la trascen-
dencia mítica y sobrepasa el caso concreto de la dictadura de Leónidas Trujillo
para adquirir una dimensión universal: la corrupción que las dictaduras extien-
den en la sociedad a la que convierten en cómplice de las mayores indignidades.

La tercera línea la encontramos en la novela histórica postmoderna que pro-


pone un modelo genérico en abierta ruptura con las normas básicas de la nove-
la histórica tradicional, pues uno de sus ejes consiste precisamente en la distor-
sión de los materiales históricos al incorporarlos a la diégesis ficcional. Esta dis-
torsión se hace patente mediante tres procedimientos fundamentales: a) la pro-
puesta de historias alternativas, apócrifas o contrafácticas sobre sucesos o per-
sonajes de gran relevancia histórica; b) la exhibición de procedimientos meta-
ficcionales e hipertextuales (parodia, pastiche, travestimiento satírico, etc.). Ya
se ha dicho que toda novela histórica supone una reescritura de la historia, a la
que remite de manera más o menos explícita. De ahí que los novelistas del géne-
ro hayan mostrado una fuerte conciencia genérica y hayan incorporado a sus
obras fragmentos autorreflexivos sobre la relación entre lo histórico y lo inven-
tado. Pero la novela histórica postmoderna manipula el relato histórico original
con el propósito de poner en evidencia su carácter textual y narrativo; c) la mul-
tiplicación de los anacronismos cuyo objetivo es desmontar el orden cronológi-
co supuestamente natural de la historiografía.

Un ejemplo radical de distorsión satírica de la historia lo tenemos en Los


perros del paraíso de Abel Posse (1983), una reescritura del reinado de los
Reyes Católicos, a quienes se presenta en una orgía continua de erotismo y afán
de poder, degradados y corruptos, y a un Colón, visionario e impostor, que va
en busca del Paraíso terrenal. Los indios creen que los europeos son dioses sal-
vadores y de este malentendido proceden el saqueo y la destrucción del Paraíso.
Anacronismos chocantes, lenguaje chabacano, degradación de las figuras histó-
ricas, burla de la cronología oficial son algunos de los procedimientos con los
que el autor argentino destruye las versiones canónicas del descubrimiento.
Hay que decir que la novela histórica española se muestra poco inclinada a
seguir estas propuestas, que sin embargo abundan en la narrativa histórica his-
panoamericana y angloamericana. En la primera, como consecuencia del afán
por reescribir la historia de la conquista desde la perspectiva de los conquista-
dos, cuestionando la interpretación eurocéntrica dominante (Seymour Mentón,
1993: 46-56). Tal intención se advierte en títulos como Terra nostra (1975) de
Carlos Fuentes, Crónica del descubrimiento (1980) de Alejandro Paternain, o
Maluco (1989) de Napoleón Baccino Ponce de León, entre otras.

En la literatura angloamericana también pueden detectarse implicaciones


políticas en muchas de estas historias contrafácticas o fantasías ucrónicas (por
ejemplo, The Sot-Weed Factor (1960) de John Barth, Turkenvespers (1977) de
Louis Ferron, Chatterton (1987) de Peter Ackroyd, Mumbo Jumbo (1972) de
Ishmael Reed, o Ragtime (1975) de Doctorow). Según E. Wesseling (1991: 155-
190), estos novelistas no distorsionan la historia establecida por mero capricho,
ni juegan irresponsablemente a confundir lo histórico y lo ficcional, sino que
tratan de inventar historias alternativas que puedan compensar los más graves
defectos de la historia occidental: el etnocentrismo, el androcentrismo y el impe-
rialismo. Frente al análisis negativo de teóricos como Fredric Jameson (1984),
que ve en estas falsificaciones postmodernas de la historia una demostración de
la pérdida de los referentes históricos de nuestra cultura, Wesseling propone una
lectura más positiva y matizada y las interpreta como "uchronian speculations
about possibilities for shaping the future" (196).

Estos casos mencionados nos dirigen hacia la segunda cuestión que deseo
desarrollar aquí. El uso de la Historia por la novela histórica planteó desde el
primer momento no sólo los problemas derivados del respeto o la distorsión de
los datos, sino además la necesidad de validar las fuentes del relato, al modo del
historiador que se ve obligado a justificar la fiabilidad de la fuente que le sumi-
nistra la información sobre los sucesos del pasado. La novela histórica clásica
se sirvió con mayor o menor seriedad del artificio del manuscrito encontrado,
bien integrándolo funcionalmente en la novela como coartada de verosimilitud,
bien como mera reiteración de un tópico sin la menor función (El Señor de
Bembibre de Gil y Carrasco), o bien con cierto tono paródico y cervantino (Los
novios de Manzoni). Pero en ningún caso hallamos aquí un cuestionamiento
epistemológico de la Historia, esto es, la duda sobre la capacidad de los histo-
riadores para conocer el pasado tal como ocurrió, ni un cuestionamiento ontoló-
gico sobre los hechos mismos, sobre la realidad efectiva de lo que la historio-
grafía afirma que ocurrió.

Esta sospecha se inicia en las últimas décadas del siglo XIX como queda
puesto de manifiesto en el ensayo de Nietzsche titulado "De la utilidad y los
inconvenientes de la historia para la vida", incluido en el libro Consideraciones
intempestivas de 1874. Nietzsche niega la supuesta objetividad del historiador,
a la que califica de una ilusión. Por otra parte, las visiones pesimistas de la exis-
tencia humana que destilan pensadores como Joseph de Maistre o
Schopenhauer, y que tanto influyen en la visión de la historia que nos ofrece
Tolstoi en Guerra y paz, descreen del progreso, y conciben el devenir histórico
como producto de fuerzas irracionales, atávicas e incontrolables. No es ajena a
estas concepciones la defensa de la intrahistoria que llevan a cabo algunos
noventayochistas, y que cuaja en una novela histórica muy renovadora, centra-
da en el pasado reciente (Paz en la guerra de Unamuno, El Ruedo ibérico de
Valle-Inclán).

Esta posición crítica se acentúa en la narrativa histórica postmoderna, en


paralelo a los debates entre los historiadores. Precisamente a principios de los
70 se detecta un giro fundamental en las discusiones de los historiadores que
reflexionan sobre su disciplina: no es ya la cuestión del "oficio" lo que les pre-
ocupa, sino la escritura de la historia (Noiriel, 1996: 94). Algunos de los nom-
bres más destacados en estos debates son Roland Barthes, Georges Duby,
Michel de Certeau, Paul Veyne, además de la fuerte influencia de Michel
Foucault. Es el libro de Veyne, Cómo se escribe la historia. Ensayo de episte-
mología (1971), el que representa de manera más radical la relevancia de la
reflexión epistemológica en la tarea del historiador: "No existe una verdad de
las cosas y la verdad no nos es inmanente. Somos nosotros quienes fabricamos
nuestras verdades y no es la realidad la que nos hace creer. Pues esta es hija de
la imaginación constituyente de nuestra tribu" (citado en Noiriel, 1996: 106).

Por otra parte, Hayden White, desde la publicación en 1973 de su polémi-


co Metahistory: the Historical Imagination in the Nineteenth-Century Europe,
ha venido insistiendo en que la historia es una construcción narrativa13 en la que

13. Otro de los debates fundamentales acerca de la capacidad de la Historia para ofrecer una
representación verdadera del pasado se centró en la narración. No puedo ahora detenerme
en ello. Baste indicar que la narración no es una forma neutra y transparente, un contene-
se trata de determinar no sólo lo que ocurrió sino el significado de ese aconte-
cer para el pasado y para el presente. La historia es, pues, un medio de produc-
ción de significado. Los historiadores constituyen el pasado como un tema para
una narrativización y esta actividad constitutiva requiere tanto de la imaginación
como del conocimiento (2003: 52). Dicho de otra manera: los hechos históricos
no vienen dados ni se consignan como hechos en el registro documental; se
constituyen - s e inventan- como tales para servir como base de la descripción de
un fenómeno histórico complejo, que puede a su vez servir como un objeto de
explicación e interpretación.

A mi modo de ver (y aquí citaría nuevamente a Collingwood), el rol de la


imaginación es primario en la construcción de cualquier relato histórico y no
importa cuán "dura" sea la investigación involucrada, ya que los hechos son, por
así decirlo, materia bruta a partir de la cual una consideración propiamente his-
tórica tiene que ser construida. (2003: 56)

La relación entre Historia y Literatura no puede plantearse ya en forma de


oposición, pues ambas funcionan como estructuras simbólicas y comparten técni-
cas discursivas más tropológicas que lógicas'4. Todo ello no significa negar la exis-
tencia real de los hechos ni la posibilidad de alcanzar un conocimiento verdadero
del pasado, pero desde luego obliga a replantear radicalmente esas categorías, en la
medida en que el pasado sólo nos es accesible a través de su representación tex-
tual15. Estas cuestiones informan la poética de un conjunto de novelas postmoder-
nas que Linda Hutcheon (1988) engloba bajo la categoría de metaficción historio-
gráfica (por ejemplo Doctor Copernicus (1976) de John Banville, The Public
Burning (1977) de Robert Coover, o Foe (1986) de Coetzee), cuya característica

dor aséptico de contenidos, sino una operación mental y discursiva que no copia sino que
crea sus referentes. Su contenido es su forma. (cfr: Paul Ricoeur, 1983, 1984 y 1985; H.
White, 1987, 2003).
14. "El discurso literario puede diferir del discurso histórico en virtud de sus referentes prima-
rios, que son considerados acontecimientos imaginarios más que reales, pero los tipos de
discurso son semejantes y no diferentes, ya que en ambos se maneja el lenguaje de tal modo
que cualquier distinción clara entre forma discursiva y contenido interpretativo resulta
imposible" (H. White, 2003: 151).
15. Una discusión sobre estos planteamientos puede verse en Keith Windschuttle, The killing
ofhistory (1996), cuyo subtítulo resulta muy significativo de su posición crítica: "How lite-
rary crítics and social theorists are murdering our past". También pueden leerse las consi-
deraciones de Carmen Iglesias (2002).
fundamental es que neutralizan la oposición entre representación histórica y repre-
sentación ficcional y no sólo cuestionan la capacidad del discurso histórico para
ofrecer una versión fidedigna de lo que ocurrió en el pasado, en la medida en que
los hechos narrados son inseparables de quien los narra (en una versión más radi-
cal: las narraciones históricas funcionan como discursos de legitimación de pode-
res políticos o religiosos), sino incluso la ontologia de los propios hechos. Es decir,
exhiben una intensa autoconciencia acerca de la naturaleza discursiva e intertextual
del pasado, pues esos hechos son construidos como hechos históricos por la misma
narración16. El pasado siempre nos aparece semiotizado, codificado e interpretado.

El carácter metaficcional de estas novelas se manifiesta en que la historia


que narran es constantemente mostrada y/o analizada en el proceso de su narrar-
se, con el fin de desvelar las dificultades de alcanzar testimonios fidedignos, las
dudas e incertidumbres que asaltan al narrador-investigador, las versiones diver-
sas e incluso contradictorias de un mismo suceso, la imposibilidad, en fin, de
trazar límites precisos entre realidad y ficción, historia y novela.

Analicemos el caso concreto de una novela, Santa Evita (1995) de Tomás


Eloy Martínez17. El narrador se identifica explícitamente con el autor y declara
los motivos que le impulsaron a escribir, las interrupciones y revisiones del
manuscrito, y cómo él mismo sufrió la maldición que desprendía el cadáver de
Eva Perón y quedó atrapado en sus redes mágicas y terribles. El novelista-narra-
dor cuenta la historia de la escritura de esa novela cuya trama se bifurca en dos
líneas arguméntales: una corresponde a la biografía de Evita, y la otra recons-

16. Como explica Linda Hutcheon (1988: 93), "la metaficción historiogràfica refuta los méto-
dos naturales o de sentido común para diferenciar hecho histórico y ficción. Se opone al
argumento de que sólo la historia pueda reivindicar la verdad, cuestionando las bases de tal
pretensión en la historiografía y afirmando que historia y ficción son discursos, construc-
tos humanos, sistemas de significación, y desde esa identidad ambos pueden alcanzar la
verdad". La traducción es mía.
17. Evita muere el 26 de julio de 1952; tres años después se produce el golpe de estado contra
Perón. El nuevo gobierno, deseando borrar toda huella de Evita, ordena el secuestro de su
cadáver embalsamado y su enterramiento secreto en un lugar desconocido y lejano. Se pier-
de el rastro del cuerpo hasta que entre 1972 y 1973 fue rescatado de una tumba anónima en
Milán y devuelto a su viudo en Madrid. En 1974 fue trasladado al cementerio de La
Recoleta en Buenos Aires donde actualmente reposa. Estos son los referentes históricos en
que se apoya la novela, que avanza en busca de los espacios inexplorados e inexplicados
de esos hechos: quién era Eva antes de ser Evita, qué ocurrió con su cadáver durante los
más de quince años en que anduvo perdido.
truye el secuestro y los incesantes traslados de su momia. Estas acciones nos lle-
gan a través de las entrevistas que el narrador realiza a diversos personajes de
los que se aportan todos los datos necesarios para hacerlos parecer reales18: la
madre de Eva, su peluquero Julio Alcaraz, su mayordomo Atilio Renzi, el
embalsamador doctor Pedro Ara, el coronel Koening y su ayudante, Aldo
Cifuentes, etc. A ellos hay que añadir la intensa intertextualidad de la novela,
plagada de referencias a otros libros, notas a pie de página, reproducción literal
de los discursos de Eva Perón, fragmentos de cartas, etc.

Los testimonios orales dan pie a comentarios y reflexiones metanarrativos


sobre la inevitable multiplicación de versiones sobre los mismos hechos: "Nada
se parece a nada, nada es nunca una sola historia sino una red que cada persona
teje sin entender el dibujo" (170), y sobre la distorsión que sufren estos testimo-
nios al pasarlos a la escritura19. La historia resulta así un haz de voces y relatos
diversos que se yuxtaponen sin que ninguna versión se imponga sobre las otras.
Todas dejan preguntas sin contestar, vacíos informativos, oscuridades que impi-
den cerrar la historia, ordenar la novela. El lector acompaña al autor en su reco-
rrido moviéndose de la credulidad a la incredulidad, preguntándose si es una
novela lo que lee como el escritor se pregunta si es una novela lo que escribe:

¿Santa Evita iba a ser una novela? No lo sabía y tampoco me importaba. Se me


escurrían las tramas, las fijezas de los puntos de vista, las leyes del espacio y de
los tiempos. Los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz
ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que la verdad
nunca es como parece. (65-66)

La novela histórica, en fin, es un arriesgado desafío, porque su naturaleza


híbrida requiere una buena documentación histórica y un uso muy diestro y sagaz

18. Por ejemplo, el nombre propio, la profesión, y su relación con la protagonista.


19. "A fines de 1959 transcribí los monólogos de Alcaraz por pura inercia intelectual, y se los
llevé para que los revisara. Tenía la impresión de que, al pasar su voz por el filtro de mi
voz, se perderían para siempre la parsimonia de su tono y la sintaxis espasmódica de sus
frases. Esa, pensaba, es la desgracia del lenguaje escrito. Puede resucitar los sentimientos,
el tiempo perdido, los azares que enlazan un hecho con otro, pero no puede resucitar la rea-
lidad. Yo no sabía aún - y aún faltaba mucho para que lo sintiera- que la realidad no resu-
cita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que
la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tami-
ces del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa" (85-86).
de la misma para no sepultar las libertades de la ficción. Precisamente en ese
carácter híbrido radica su seducción para los lectores cuyo saber y curiosidad his-
tóricos son aprovechados y estimulados por el texto para trasladarlos imaginaria-
mente a un tiempo lejano y distinto que, sin embargo, se convierte en imagen
especular del presente. Pero además su dimensión hipertextual, el ser reescritura
de textos historiográficos (o de otro tipo de fuentes escritas) que presentan un
pasado ya elaborado, explicado e interpretado, la convierte en un género privile-
giado para dramatizar y explorar los problemas epistemológicos y ontológicos
que plantea el conocimiento del pasado, los inciertos y a la vez necesarios lími-
tes entre lo verdadero y lo inventado, y las implicaciones morales y políticas del
discurso histórico. Las posibilidades de usar la Historia son, pues, múltiples y
abiertas: desde la seriedad a la ironía, desde el respeto a las versiones canónicas
hasta las más atrevidas formas de distorsión y cuestionamiento.

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TRADUCCIONES Y REESCRITURAS DE LA HISTORIA:
EL EJEMPLO DE LA NOVELA POSMODERNA*

Ma Carmen África Vidal Claramonte


(Universidad de Salamanca)

I can't think why it should be so dull, for a great deal of it must


be invention.
Jane Austen

Memory. It is unstable, fragile and problematized. At present,


it is not a matter of whether or not one is capable of remem-
bering, but of what is remembered and its relation to what is
not remembered, or to its "reality." History. It is no longer
constituted by the facts but by just so many memòries,
informed not by events but by their representations.
William Olander

Writers are like that: remembering where we were, what valley


we ran through, what the banks were like, the light that was
there and the route back to our original place. It is emotional
memory -what the nerves and the skin remember as well as
how it appeared. And a rush of imagination is our "flooding".
Tony Morrison

Este ensayo forma parte del Proyecto de Investigación HUM 2004-03229/FILC).


Si echamos una ojeada al diccionario nos daremos cuenta de que en él se
define la historia como la exposición sistemática y cronológicamente organiza-
da de una serie de hechos y acontecimientos importantes para una comunidad,
pueblo o nación. Pero, como todas las definiciones, no se trata de una descrip-
ción pura, sino que remite a otras definiciones, o, al menos, nos obliga a pregun-
tarnos sobre algunos de los términos que en ella aparecen. Por ejemplo, qué es
en realidad un hecho, a qué remite, qué es importante (quién dice que lo es, para
quién es importante un evento o por qué). Al formular todas estas preguntas
sobre una definición tan aparentemente obvia como la ofrecida por los dic-
cionarios lo que pretendo es hacer ver algo por otro lado ya sabido: que la his-
toria, o mejor, la historiografía, nunca puede ser una simple exposición bien
organizada de hechos que han ocurrido realmente, sino que más bien será la
interpretación que determinadas personas o instituciones hagan de una realidad
en unas determinadas circunstancias y para unos fines concretos. No quiere esto
decir que los historiadores manipulen conscientemente a sus lectores, pero sí
que ningún texto es neutro, y que cada uno de nosotros interpreta cuanto nos
rodea según nuestras circunstancias personales. Lo que pone en tela de juicio la
posmodernidad es que la historiografía sea una actividad inocente.

Por eso el concepto de la historia es tan importante, porque engloba otros


como los de teleología, verdad, linealidad, causalidad, progreso o representa-
ción, y porque nos obliga a reflexionar sobre cuestiones de extrema relevancia
hoy en día. Frente a la concepción modernista de la historia, el posmodernismo
se planteó la imposibilidad de concebirla como desarrollo único y, en cambio,
prefirió, leemos en El entusiasmo de Lyotard, vivir positivamente la pérdida de
unidad y pasar revista a las diferentes familias de proposiciones que entran en
juego en las presentaciones de lo histórico-político. O, según señala Derrida en
su Gramatología, la palabra "historia" ha estado siempre asociada al esquema
lineal del desarrollo de la presencia, pero la posmodernidad la concibe como una
serie diferenciada y contradictoria, no como una historia general sino como his-
torias desplazadas; la historia como "his-story", diría el poeta norteamericano
Charles Olson (como "her-story", en una evolución posterior), como la función
de cada uno de nosotros, leemos en su libro The Special View of History: no
como un modo de ordenar la experiencia sino como el acto de dar forma a la
condición o estado de la realidad en el momento de nuestro nacimiento.

La posmodernidad ya no cree en el Progreso, y reinterpreta paródicamente


la historia, dialoga irónicamente con el pasado, vuelve a él para dar voz a la
heteroglosia, a las múltiples interpretaciones que pueden darse de un mismo
hecho, con el fin de que no dejemos de recordar lo que algunos intentan hacer-
nos olvidar: que la historia no está formada por hechos sino por sus representa-
ciones, y que éstas, como advierte Roland Barthes, son formaciones pero tam-
bién deformaciones. El discurso histórico, comenta este autor en "El discurso de
la historia", es en esencia una forma de elaboración ideológica, una construcción
imaginaria: el historiador no es tanto un coleccionista de hechos como de signi-
ficantes, significantes que organiza con el fin de crear un significado y llenar así
el vacío. Como se lee en una conocida novela muy actual, "...history is always
written by the winners. When two cultures clash, the loser is obliterated, and the
winner writes the history books -books which glorify their own cause and dis-
parage the conquered foe. As Napoleon once said, 'What is history, but a fable
agreed upon?'... By its very nature, history is always a one-sided account."1 Al
entender la historia como un constructo cultural y lingüístico, los textos se con-
vierten en documentos representativos de una época, a la vez que plantean pre-
guntas como ¿a quién pertenece la historia que sobrevive? ¿quién la cuenta?
¿por qué? ¿para quién? ¿de quién son las verdades que nos cuentan? ¿por qué se
intenta que la historia sea un discurso universal, lógico y homogéneo?

En la posmodernidad, la historia ya no nos sirve para buscar valores univer-


sales, homogéneos, seguros. Los hechos no tienen significado por sí mismos sino
que se les da ese significado. El conocimiento histórico se transmite a través de la
semiótica; no se intenta negar dicho conocimiento sino desconstruirlo: lo que la
escritura posmoderna de la historia y de la literatura nos ha enseñado es que tanto
la historia como la literatura son discursos, y ambas, la historia y la literatura, son
sistemas de significación mediante los cuales construimos el significado del pasa-
do. Y esto se refleja tanto en la literatura como en muchas otras manifestaciones
culturales: el arte, por ejemplo, ha recogido en la obra de muchos autores estos
conceptos. Así, un caso relevante es la obra de Sarah Charlesworth titulada
Modern History, que convierte la historia moderna en diez sucesos aparecidos en
150 periódicos, reflejando la idea tan posmoderna de la historia como ficción cuyo
significado depende de las interpretaciones que se hagan de un determinado acon-
tecimiento, como revela la cita de William Olander mencionada al principio de
este artículo, extraída de su texto para el catálogo de la exposición The Art of
Memory/The Loss of History (Main Gallery, 1985, con obra de artistas tan impor-

1. Dan Brown, The Da Vinci Code (Doubleday, 2003), pág. 276.


tantes como Bruce Barber, Judith Barry, Troy Brauntuch, Sarah Charlesworth,
Louise Lawler, Adrián Piper o Richard Prince, entre otros). También cabe recor-
dar otra obra como On New York II, de Christopher Williams, donde la historia
queda reducida a procesos de impresión y a fotografías cuyos efectos son diferen-
tes según se amplíen o se reduzcan. En otros contextos, deberíamos destacar la
peculiar vuelta a la historia de la arquitectura de Paolo Portoghesi, Charles Jencks
y tantos otros; de músicos como Michael Nyman; o de cineastas como Peter
Greenaway, manifestaciones todas ellas que nos hacen recordar que, como decía
Umberto Eco, la respuesta posmoderna consiste en reconocer el pasado, ya que no
es posible destruirlo, y volver a él pero con ironía, nunca inocentemente. Así, las
sospechas de Hayden White, Paul Veyne, Dominick LaCapra o Michel de Certeau
hacia la historiografía no sólo han dado lugar a un escepticismo respecto a la his-
toria como disciplina sino también a recelos, que en el campo de la literatura cris-
talizan en novelas como Welcome to Hard Times, Shame o The Public Burning.
Porque el posmodernismo postula que la dicotomía entre hechos y ficción no es
más que una construcción cultural, que no hay historia sin narrativa, advierte
Hayden White en The Content of the Form.

La literatura posmoderna sugiere que volver a representar el pasado es


abrirlo al presente, es evitar que sea un pasado concluso y teleológico. Novelas
posmodernas como Flaubert's Parrot o A Maggot subrayan esa verdad tan pos-
moderna (!) de que no hay una sola verdad sino verdades, no existe un sólo
orden sino órdenes diversos, tan arbitrarios unos como otros - y si no
recordemos Alphabetical Africa o How Germán Is It. El lenguaje posmoderno
muestra que el recuerdo no es un instrumento para explorar el pasado sino su
representación. Y esas representaciones del pasado tienen, evidentemente,
implicaciones ideológicas (¿a quién pertenecen? ¿quién las ha construido?), y
nos obligan a reflexionar, además, sobre la naturaleza impuesta del significado,
según advertimos al leer novelas como The Public Burning. "All writers are
concerned with memory, since all writing is a remembrance of things past; all
writers draw on the past, mine it as a quarry. Memory is especially important to
anyone who cares about change, for forgetting dooms is to repetition"2.

La posmodernidad traduce y reescribe la historia. De los cuentos tradicio-


nales pasamos a las lecturas más satíricas y menos inocentes, como Donald

2. Gayle Greene, "Feminist Fiction and the Uses of Memory", Signs, 16, 2, pág. 304.
Barthelme con su Blancanieves, las distintas Cenicientas en versiones mucho
más políticamente correctas o Kathy Acker y su Quijote ("al repetir el pasado lo
transformo -dice la novelista. Intento destruir toda ley, toda limitación") o su
Toulouse Lautrec. En todos estos casos, la historia lineal, entendida como un
todo coherente, se ha evaporado, y las historias que nos quedan se sitúan en los
márgenes del significado, de la sintaxis, allí donde se siente más de cerca el vér-
tigo de la representación de lo que no se puede representar porque carece de
referente. La historia que plantean novelas como las de Acker cuestiona la con-
vención, la originalidad, la idea misma de autor desde dentro mismo del siste-
ma, porque la posmodernidad es, por definición, paradójica: critica y es cómpli-
ce de cuanto la precede. Su relación con el pasado es irónica, pero al mismo
tiempo está íntimamente ligada a lo que desea minar. Cada texto son muchos
textos; cada palabra, parafraseando a Julia Kristeva, intersección de palabras; y
cada discurso, absorción y transformación. "Los personajes deberían poderse
intercambiar entre un libro y otro -leemos en At-Swim-Two-Birds. Todo el cor-
pus de la literatura existente debería entenderse como un limbo del cual los auto-
res pudiesen sacar sus personajes, creándolos solamente en aquellos casos en los
que no encontrasen una marioneta adecuada".

Tal vez por eso Derrida asegura que toda la crítica tan necesaria que
Althusser ha propuesto del concepto hegeliano de historia y de la noción de la
totalidad expresiva está encaminada a demostrar que no hay una sola historia, una
historia general, sino historias diferentes diseminadas. Y es que en este contexto
la historia no se concibe como un desarrollo lineal con un comienzo y un fin defi-
nidos sino como un concepto que remite a otros tan característicos de lo posmo-
derno como los de copia, fragmentación o antiteleología. Hay que usar la histo-
ria, y no ser usado por ella. No se trata tanto de la negación de la historia cuanto
de una aceptación desjerarquizada y crítica de todas sus etapas: por eso las histo-
rias posmodernas están irremediablemente ligadas al pastiche, a la construcción
de obras con trozos de la historia, con citas y guiños a los grandes maestros que
se integran tranquilamente junto a otras aparentemente irrelevantes (y si no recor-
demos las fotografías de Sherrie Levine que son a su vez fotografías de fotogra-
fías de Walter Evans o Joan Miró -el aura original genuino sustituido aquí, según
anunciara Benjamín, por la reproducción mecánica de los fragmentos de la his-
toria-, los cuadros de David Salle -que mezcla citas de comics con otras de
Magritte- o el descubrimiento de Umberto Eco cuando asegura que "los escrito-
res han sabido siempre que los libros siempre hablan de otros libros, y que cada
historia cuenta una historia que ya se ha contado"). Por eso Levine advierte en
"Five Comments" que un cuadro no es más que un espacio en el que hay una
serie de imágenes, ninguna de ellas original, que chocan entre sí. Un cuadro,
sigue diciendo a lo Roland Barthes, es un tejido de citas sacadas de innumerables
centros de la cultura. Cada gesto imita otro anterior, nunca original. Los textos,
los cuadros, son membranas permeables por ambos lados que permiten que haya
un flujo entre pasado y futuro, entre una historia y otra. De esta forma, el concep-
to de historia se une en la posmodernidad a los de copia, reescritura, traducción,
interpretación, y se aleja de otros como los de sujeto, progreso y originalidad. La
concepción posmoderna de la historia configura así una ética, una manera pecu-
liar de apresar el mundo y, sobre todo, de reflejarlo.

La historia, pues, es ahora la posibilidad de leer/interpretar/traducir los dis-


cursos de otra manera. ¿Por qué nos fijamos siempre en 1492 y no en 1493?
Celebremos, como sugiere Julián Barnes en su Historia del mundo en 10 capítu-
los y medio, esta segunda fecha, que es cuando Colón se embolsó los 10.000
maravedíes que había prometido al primer hombre que avistara el Nuevo Mundo.
La había ganado un marinero cualquiera, pero Colón la reclamó para sí, y el
marinero, según dicen, se convirtió en un renegado. Un año interesante, 1493. La
historia no es lo que sucedió, insiste Barnes, es lo que los historiadores nos cuen-
tan, un tapiz, un flujo de sucesos, una narración llena de interconexiones. "Y
nosotros, los lectores de la historia, los sufridores de la historia, escudriñamos las
pautas en busca de conclusiones esperanzadoras, del camino hacia delante. Y nos
aferramos a la historia como una serie de cuadros de salón, retazos de conversa-
ción a cuyos participantes podemos imaginar fácilmente devueltos a la vida,
cuando en realidad es siempre más bien como un collage de técnicas múltiples,
en el que la pintura está aplicada con un rodillo en lugar de con un pincel de pelo
de camello. ¿La historia del mundo? Sólo voces que hacen eco en la oscuridad;
imágenes que arden durante unos siglos y luego se apagan; cuentos, cuencos vie-
jos que a veces se superponen; extrañas conexiones, impertinentes relaciones...
Nos inventamos una historia para tapar los hechos que ignoramos o que no pode-
mos aceptar; conservamos unos cuantos hechos verdaderos e hilamos una nueva
historia en torno a ellos. Nuestro pánico y nuestro dolor sólo se alivian con una
fabulación tranquilizadora; a eso le llamamos historia"3.

3. Julián Barnes, Historia del mundo en diez capítulos y medio (Anagrama, 1990. Trad.
Maribel de Juan), págs. 280-281.
MUJER E IDENTIDAD EN LA NARRATIVA
HISTÓRICA FEMENINA

María Teresa Navarro Salazar


(UNED, Madrid)

0. Introducción

La novela se presenta unida al futuro del hombre y proyecta la incertidum-


bre ante la insegura evolución del mundo en el que está inmerso y, aunque en per-
manente crisis, la realidad es que anualmente se siguen escribiendo novelas en
número nada desdeñable. Se trata de un género literario que goza de gran predi-
camento por su capacidad para comunicar con el lector y, entre todas sus mani-
festaciones, la novela histórica1 es, sin duda, una de las más apreciadas, quizá
porque, como recordaba Lukács ésta se suele desarrollar en épocas de crisis y de
transformación y aparece directamente relacionada con los cambios sociales.

1. Para el problema del género novela histórica véase: Georg Lukács, La Novela histórica,
Barcelona, Grijalbo, 1976 (I a ed. Le roman historique, Paris, Playot, 1955); Giorgio
Bàrberi Squarotti, "11 problema del romanzo storico", en Rinnovamento del códice narra-
tivo in Italia dal 1945 al 1992. Vol. I I tempi del rinnovamento, Roma, Bulzoni
Editore/Leuven University Press, 1995, págs. 19-47; Ibidem Ermanno Paccagnini, "La for-
tuna del romanzo storico", págs 79-133; Gigliola De Donato, Gli archivi del silenzio: la
tradizione del romanzo storico italiano, Fasano, Schena, 1995; Celia Fernández Prieto,
Historia y novela: poética de la novela histórica, Pamplona, EUNSA, 1998; José
Dominguez Caparros, "La novela histórica: rasgos genéricos", en María Teresa Navarro
(ed.), Novela histórica europea, Madrid, UNED Ediciones, 2000, págs. 15-35; Dominique
Peyrache Leborgne et Daniel Couégnas, Le roman historique: récit et histoire, Nantes,
Pleins Feux, 2000; Bertrand Solet, Le roman historique: invention ou verité? Paris,
Editions du Sorbier, 2003.
Las nuevas perspectivas que confluyen en la conjunción de este cambio de
siglo han propiciado otras formas de expresión en la novela histórica, que abar-
can nuevas tendencias, entre las que ha se afianza el punto de vista femenino,
opaco e invisible a lo largo de la historia. En la narrativa histórica escrita por
mujeres, como sucede con otras vertientes de la creación literaria femenina, se
da un condicionamiento previo al proceso de creación: la superación de la des-
igualdad que la mujer tiene todavía que afrontar en múltiples campos de la vida
en sociedad. Y es por el deseo de mostrar su especial punto de vista por lo que
"las autoras buscan un estilo original que ponga en evidencia el 'yo' femenino
en su complejidad" 2 , un estilo que les permita concebir y construir personajes
femeninos autónomos.

Durante las últimas décadas tanto en Italia como en España son numerosos
los escritores que han elegido la historia como base de sus narraciones, demos-
trando con el éxito de sus obras la vitalidad de que goza el género. Simultá-
neamente y de acuerdo con el renacimiento de una novela que se basa en la
relectura de la historia, fluye una corriente de novela historiogràfica femenina 3 ,
de la que se tratará en este trabajo, cuyo principal objetivo está en recuperar la
imagen histórica de las mujeres.

1. Narrativa histórica femenina en Italia

En el panorama de la actual novela histórica femenina italiana están pre-


sentes una serie de escritoras que componen sus novelas dando vida a persona-
jes históricos femeninos de diferentes procedencias y épocas. Son entre otras:

2. Biruté Ciplijauskaité, La novela femenina contemporánea (1970-1985), Barcelona,


Anthropos, 1988, pág. 124.
3. Ejemplos italianos son, entre otros: Maria Bellonci, Rinascimento privato, Milano,
Amoldo Mondadori Editore, 1985; Dacia Maraini, La lunga vita di Mariana Ucría,
Milano, Rizzoli, 1990; Maria Attanasio, Correva l'anno 1698 e nella cittá avvenne ilfatto
memorabile, Palermo, Sellerio, 1994; Silvana La Spina, Un inganno dei sensi maliziosi,
Milano, Amoldo Mondadori Editore, 1995; Maria Antonietta Macciocchi, L'amante della
rivoluzione, Milano, Mondadori, 1998; Simona Séller, Una rosa nel cuore, Cava de'
Tirreni, Avagliano editore, 2000; Elena Gianini Belotti, Prima della quiete. Storia di Italia
Donad, Milano, Rizzoli, 2003; Edgarda Ferri Letizia Bonaparte, Vita, potere e tragedia
della madre di Napoleone, Milano, Mondadori, 2003; Melania Mazzucco, Vita, Milano,
Rizzoli, 2003.
Edgarda Ferri autora de L'ebrea errante (2000)4, Patrizia Carrano5 con la obra
llluminata (2000), Daniela Pizzagalli que recrea la vida de Bianca María
Visconti en La signora di Milano (2000)6 y Francesca e Nunziata de Maria
Orsini Natale (1996)7.

En ámbito español la producción de novela histórica femenina 8 marca una


tendencia ascendente a lo largo de la ultima década del siglo XX y primeros
años del nuevo siglo. Pero un rasgo diferenciador, respecto a lo que sucede en
Italia, es que aquí la mayor parte de sus protagonistas femeninas están elegidas
siguiendo un criterio de celebridad9. Es notable el caso de que una de nuestras

4. Edgarda Ferri, L'ebrea errante, Milano, Mondadori, Le Scie, 2000. En Francia el persona-
je de mujer poderosa que se mueve inteligentemente en los ambientes de cualquier corte
está descrito en la obra de Juliette Benzoni, La florentine, Plon, 2000 (Volumen único que
agrupa: Fiora et le Magnifique (1998), Fiara et le Téméraire (1998), Fiora et le pape
(1989), Fiora et le roi de France (1990)).
5. Patrizia Carrano, llluminata, Milano, Mondadori, 2000.
6. Daniela Pizzagalli, La signora di Milano, Milano, Rizzoli, 2000. La vida de mujeres gober-
nantes tiene antecedentes en el tratamiento que de la figura de Isabel de Este habían hecho
Maria Bellonci, op. cit., o Jacqueline Park, The Secret Book ofGrazia dei Rossi, 1997. [El
libro secreto de Grazia dei Rossi, Barcelona, Salamandra, 2001].
7. Maria Orsini Natale, Francesca e Nunziata, Napoli, Avagliano Editore. I Tornesi, 1996.
8. Véase: María del Carmen Bobes Naves "Novela histórica femenina" en La Novela históri-
ca a final del siglo XX, José Romera Castillo, Francisco Gutiérrez Carbajo y Mario García
Page (eds.), Madrid, Visor Libros, 1996, págs. 39-54; María Isabel de Castro "La novela
contemporánea de mujer (1975-2000). De la ficción autobiográfica, la autobiografía y la
novela-crónica" en Las mujeres escritoras en la historia de la Literatura española, Lucía
Montejo y Nieves Baranda (Coordinadoras), Madrid, UNED Ediciones, 2002, págs. 167-
188.
9. En la que abundan reinas y santas, tipos de mujeres no siempre considerados referentes de
prestigio hoy en día, como ha visto María Milagros Rivera, "La historia de las mujeres y la
conciencia feminista en Europa" en Lola Luna, Mujeres y sociedad. Nuevos enfoques teóri-
cos y metodológicos, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1991, pág. 131. A título ilustrati-
vo se citan algunos ejemplos: Ángeles de Irisarri, El viaje de la reina (Toda Aznar, reina de
Navarra en el s. X), 1991; Josefina Molina, En el umbral de la hoguera (Teresa de Jesús),
1999; María Teresa Álvarez, La pasión última de Carlos V, 1999, Isabel II. Melodía de un
recuerdo, 2001; Almudena de Arteaga, La vida privada del emperador, 1999, Eugenia de
Montijo, 2000, La princesa de Eboli, 2001, Catalina de Aragón. Reina de Inglaterra, 2002,
Juana la Beltraneja: el pecado oculto de Isabel la Católica, 2001, María de Molina, 2004;
Alicia Gaspar de Alba, El segundo sueño (Sor Juana Inés de la Cruz) (traducción del inglés),
2001; María Pilar Quiralt del Hierro, Los espejos de Fernando VII (sus cuatro mujeres),
2001, Inés de Castro, 2003; Carmen Güell, La duquesa de Alba, 2002; Toti Martínez de
Lecea, La Abadesa, 2002, La comunera. María Pacheco, una mujer rebelde, 2003.
soberanas, la reina Urraca, ha sido novelada por tres autoras distintas'0. Sin
entrar a valorar el mérito literario e histórico indudable de estas novelas, nues-
tro interés se centra en obras de narrativa histórica que tienen como protagonis-
tas a mujeres con un determinado perfil 'profesional' que, moviéndose con dili-
gencia y acierto en ambientes secularmente reservados a los hombres, muestran
su capacidad para culminar con éxito el objetivo que se han propuesto. Son per-
sonajes redivivos, elegidos de acuerdo con el criterio de visibilidad.

La línea de desarrollo que define la narrativa histórica femenina comparte


calidad y características con la novela histórica sin otros adjetivos, pero se dis-
tancia de ésta porque aparece enriquecida con formas específicas que, bien sea
en sus intenciones, bien sea en la elección de personajes y ambientes, apuntan a
delimitar y crear una nueva historia y poner de relieve el escaso papel concedi-
do a la mujer por la historiografía tradicional.

Si hay dos palabras que han viajado juntas a lo lago de la historia estas son,
sin duda, mujer y silencio. Precisamente por eso, al rendirse el viejo siglo, las
mujeres, habiendo adquirido conciencia de su individualidad, emprenden nuevas
relecturas de la historia. Se remontan a épocas en las que la mujer vivía silencia-
da, para concederle una autonomía capaz de rescatarla de la continuada margina-
ción. Y si en gran parte la transformación tiene que ver con el trabajo llevado a
cabo para "deconstruir los paradigmas que un conocimiento supuestamente cien-
tífico había impuesto y proponer otro conocimiento que no distorsione a las
mujeres, las reduzca a estereotipos o las rinda invisibles"11, no es menos cierto
que el cambio de actitud está íntimamente ligado al movimiento'2 feminista.

La historiografía femenina trabaja con el objetivo de recuperar la imagen


de la mujer en la historia. En un reducido espacio de tiempo se publicaron tres
obras de notable interés: Historia de las mujeres en Occidente, Mujeres en la
historia de España, e Historia de las mujeres: una historia propia11. La última

10. Lourdes Ortiz, Urraca, 1982; Julia Ibarra, Sasia la viuda, 1988; Ángeles de Irisarri, La
reina Urraca, 2000.
11. Marysa Navarro Aranguren, "Mirada nueva, problemas viejos", en Lola Luna, op. cit., pág.
101.
12. Entendido, por supuesto, como movimiento inteligente e integrador.
13. Editadas respectivamente por Taurus (Trad. de Storia delle donne, 2000), Planeta, 2000, y
Crítica, 3a ed. 2000.
de estas obras comprende 250 biografías de mujeres conocidas en el campo de
la política o la sociedad, elegidas siguiendo el criterio ya aludido de visibilidad
y no de celebridad.

Trataremos, pues, de reflexionar sobre las principales causas que motivan la


presencia de un tipo de novela femenina escrita con el objetivo de narrar histo-
rias de mujeres. Son razones con puntos de partida en dos planos opuestos: por
una parte el plano universal de la historia y su evolución, por otra el plano ínti-
mo de la mujer, en el momento en el que toma conciencia de su propia identidad.

2. Las lagunas de la historia

La crisis planteada por los nuevos historiadores, al darse cuenta de que no


es posible construir una historia científica que pueda identificarse con el cuan-
titativismo formal, se resuelve en un retorno a la historia narrativa, que no se
limita a la mera vuelta a la narración14, sino que introduce cambios significati-
vos. Bajo el empuje del movimiento feminista las mujeres empiezan a pensar en
sí mismas como sujetos reales de la historia y, por lo tanto, se convierten de
pleno derecho en objetos de estudio histórico. Todo ello unido al interés por el
estudio de otros aspectos de la historia, ha favorecido la escritura de novelas his-
tóricas femeninas. Los nuevos estudios históricos sobre las familias Visconti,
Sforza, o el Ducado de Milán, publicados a partir de la década de los setenta,
han facilitado y, quizá, han servido de estímulo para que Daniela Pizzagalli diera
nueva vida al personaje de Bianca María Visconti". Distintas estudiosas miran
hacia el pasado para entender la situación de la mujer. Era un acto necesario
"...para crearnos una nueva identidad, necesitábamos memoria, modelos y ejem-
plos [...] Una nueva generación de historiadoras empezó así a redefinir el campo
de la investigación histórica [...] al construir una narrativa histórica en la que las
mujeres ocupaban una posición central" (Navarro Aranguren, 1991:103).

A falta de modelos, dada la exclusión de la mujer de la historiografía tradi-


cional, o de su presencia resuelta en formas enquistadas no siempre atractivas,
las narradoras de estos últimos años han concebido y dado vida a nuevos tipos

14. Lawrence Stone, The Revival of Narrative in Past and Present, 1979, (según Bel, pág. 12).
15. Existía un precedente: G. Terni de' Gregori, Bianca María Visconti duchessa di Milano,
Bergamo, 1940.
de personajes femeninos. Después de siglos de androcentrismo dominante, ante
renovadas actitudes de la mujer en la sociedad, se han abierto nuevas líneas de
análisis sobre las condiciones de la mujer en la historia, marginada porque ésta,
como afirma Maria Antonia Bel, se ocupaba sobre todo de los grupos sociales o
de sus relaciones con las instituciones y el poder y la actividad de la mujer
entonces sólo hubiera podido ser tomada en cuenta desde la perspectiva de la
vida cotidiana. Pero la vida cotidiana no es algo marginal, no está "fuera" de la
Historia, sino en el centro del acaecer histórico: es la verdadera esencia de la
sustancia social (Bel, 1998:96-7). Por lo tanto, al volver a releer la historia, se
integra la búsqueda de acontecimientos que tengan que ver con la mujer y su
evolución histórica. Surge entonces, como consecuencia, la elaboración de
novelas inspiradas en el pasado, con mujeres como protagonistas, que entrela-
zan en el relato la afinidad entre historia y quehacer cotidiano, dando vida a tan-
tas microhistorias.

A pesar del tiempo transcurrido desde que Christine de Pizan (1364-1430)


con Le livre de la Cité des dames16 introdujo temas específicos relacionados con
la Querelle des femmes, han tenido que pasar varios siglos antes de que la mujer
haya conseguido situarse más o menos precariamente en la historia, haya logra-
do estar y ser visible para la sociedad, sin tener que renunciar a su propio cuer-
po, para huir de la imagen perpetuada de mulier virilis (Rivera, 1991:128)17.
Todavía en el siglo XIX, bajo el apelativo despectivo de mujer literata se recono-
cía a las burguesas ilustradas que pretendían demostrar una superioridad intelec-
tual en detrimento de la categoría moral. Por consiguiente, hasta el siglo XX la
mujer ha sido protagonista "in absentia" de la historia, pero en las últimas déca-

16. Cristhine De Pizan, Le livre de la Cité des Dames. Thérèse Moreau et Éric Hicks (eds.),
Paris, Editions Stock/Moyen Age, (1405), 2004.
17. En el caso de Grazia Nasi, protagonista de L'ebrea errante, su pericia en el manejo de los
asuntos económicos la aproxima al hombre, en opinión de sus contrincantes en los nego-
cios: "È una donna con la corazza di un maschio. Inarca le reni e arma il suo braccio come
un uomo". Diceva di Grazia Nasi il poeta Saadia Lungo capo della comunità ebraica di
Salonico" (pág. 201). "Donna pericolosisima" l'aveva definita un ambasciatore francese.
"Direbbe la stessa cosa se io fosse un uomo?" aveva commentato amara Beatrice di Luna
(pág. 118). En la historia se encuentran ejemplos de mujeres obligadas por supervivencia a
disfrazarse de hombres como la pobre Francisca que, acusada de ello, declara ante el juez:
"Fimmina intra e masculu fora. E per tanto fazzo questa cosa che di donna adivento huomo.
Lo fazzo per travagliari, per moscarmi un tozzo di pane. [...] Ijo per questa cosa a chui
fazzo danno, a chiu dugnu fastidio, mi Patrone?", Maria Attanasio, op. cit., pág. 89.
das, al reencontrase con mujeres como ellas mismas, ha querido poner fin a su
propio aislamiento y prestar voz a las vivencias de otras mujeres del pasado.

Así pues, parece que hoy las mujeres escriben sobre mujeres para destacar
las lagunas de la historia, partiendo de un enfoque individual que trace el cami-
no hacia una nueva lectura histórica, en la que la mujer se convierta en referen-
te y comparezca con el estatus de sujeto autónomo. Tendencia de la nueva his-
toria es tratar de individuos y no de categorías, haciendo de la individualidad el
punto de referencia y, por lo que respecta a nuestras narradoras, hablar de mujer
en singular más que de mujeres en general (Bel, 1998:17-8). Es una tendencia
que empuja a determinadas escritoras a construir ahora la "historia de las muje-
res" en la investigación18 y reinterpretación de documentos, en la que se enmar-
can las narraciones históricas femeninas que prestan voz a otras mujeres.

3. Mujer, identidad y autoconciencia

En el momento en el que la mujer toma conciencia de su propia identidad,


o más exactamente, su verdadera autoconciencia, término que adopta Carla
Lonzi "...per significare che la donna è principio origínale di sé"19, es cuando
empieza a proponerse el logro de determinados objetivos. Y en primer lugar, el
fin primordial es alcanzar dos metas necesarias: la construcción del yo (para la
que Victoria Camps20 establece un proceso de acciones encadenadas: identidad,
reconocimiento social, autonomía y responsabilidad) y la visibilidad.

Con la llegada del cambio de milenio la mujer expresa una fuerte voluntad
de presencia, aspira a encontrar y sentir su propria visibilidad, y especialmente
a ser visible para los demás. Todo ello porque durante un larguísimo periodo ha

18. "Solo di recente, negli ultimi venti anni, sotto la spinta dei fermenti culturali legati alia
composita area del movimento femminista, questa storia priva di storia è stata messa in di-
scussione [...] In questo senso si può ormai ritenere consolidato un indirizzo di ricerca, defi-
nito "storia delle donne", .... Carmela Covato, "Educata a non istruirsi: un'introduzione al
problema", en AA.VV., E l'uomo educó la donna, Introducción de Mario Alighiero
Manacorda, Roma, Editori Riuniti, 1989, págs. 29-30.
19. Librería delle Donne di Milano, Non credere di avere dei diritti, Torino, Rosenberg &
Sellier, 1987, pág. 32.
20. Victoria Camps, El siglo de las mujeres, Madrid, Ediciones Cátedra, Universitat de
Valencia, 1998, págs. 84-85.
vivido privada de su identidad, sin posibilidades de elección ni de autonomía, y
se propone ahora abrir las verjas que le han impedido acceder a determinados
dominios e identidades, identidad y autonomía que se proyectan dentro de cam-
pos reservados por tradición al hombre. El ámbito de la política, como centro de
toma de decisiones, del que la mujer ha permanecido siempre alejada; el mundo
del trabajo, que ofrece la posibilidad de modificar las estructuras que confinan
a la mujer al estado de mano de obra no cualificada, cuando tiene plena capaci-
dad para manifestarse como empresaria; la instrucción, la formación intelectual,
el universo de las ideas y del estudio y la investigación, en el que la mujer no ha
estado nunca convenientemente21 representada.

No es casualidad que en las obras narrativas de las que tratamos estén pre-
sentes, y obtengan notable éxito, mujeres que han logrado una amplia autono-
mía en su recorrido hacia la búsqueda de una identidad, que se desarrolla en ter-
renos poco propicios a la fertilidad del ejercicio femenino. Así vemos como
Bianca Maria Visconti, Duquesa de Milán, experta en política y diplomacia, es
capaz de desenvolverse positivamente en el complejísimo mundo político de
Italia en el Quattrocento y "Non si è mai sentita rimpicciolita nel dover stare alia
pari con un uomo, [Francesco Sforza], che fu fautore dell'equilibrio della poli-
tica italiana 'il vero ago della bilancia della política italiana'" (Pizagalli,
2000:243). O encontramos, también, a la dama Grazia Nasi, la judía errante, que
a mediados del Cinquecento, asediada por el emperador, por la regente de los
Países Bajos y por la República de Venecià, no sólo es capaz de mantener "il pri-
mate del commercio portoghese delle spezie in tutta l'Europa" (Ferri, 2000:21-
22) heredado de su marido, sino que es capaz de proteger a muchos judíos en
fuga y acaba creando un campo de acogida para ellos en la región de Tiberiades
(¿precursor del actual estado de Israel?). Mujeres de negocios, emprendedoras,
aunque se trate de niveles más modestos, son Francesca e Nunziata que, a
mediados del siglo XIX y principios del XX consiguen transformar una peque-
ña empresa familiar de fabricación de pasta, situada en las faldas del Vesubio,
en una floreciente y moderna sociedad industrial. Por último, Elena Lucrezia
Cornaro, Il/uminata, es una patricia veneciana capaz de mantener una disputa-
ño filosófica sobre la República de Platón y de desafiar a la Serenísima recor-
dando que había muchas leyes "che ignoravano le donne o addirittura le puni-
vano per la loro femminea natura..." (Carrano, 2000:198). Esta joven estudiosa,

21. Ni lo está todavía; véase Marisa García de Cortázar, Las académicas, Madrid, Instituto de
la Mujer, 2001.
que vivió en la segunda mitad de siglo XVII, fue capaz de conseguir que le
abrieran las puertas del Studium de Padua para recibir el Doctorado en
Filosofía22 (no en Teología como hubiera deseado ella), y convertirse, según
parece, en la primera mujer Licenciada del mundo

Si, como se ha dicho "La identidad nace de la dialéctica entre individuo y


sociedad" (Camps, 1998:85), las mujeres a las que estamos haciendo referencia
logran la identidad ansiada en el desarrollo de sus relaciones, no siempre armo-
niosas, con la sociedad. Y así lo hicieron también mujeres heroicas como
Eleonora Pimentel Fonseca y Luisa Sanfelice, heroínas23 de la revolución de
Nápoles.

No obstante, la escritura femenina no aparece siempre motivada por facto-


res negativos, como son la omisión y el silencio. En el siglo XVI, las mujeres
ya no escriben para darle color al silencio, sino para reivindicar sus méritos. Así
reza el título de la obra de una noble veneciana Modesta Pozzo que, con el pseu-
dónimo de Moderata Fonte, escribe II mérito delle donne24, tema sobre el que
discuten un grupo de mujeres cultas venecianas:

La 'nobiltà et eccellenza' della donna colta viene suggellata dalla stampa di un


libro, prodotto di un ingegno che si manifesta in una férvida attività scrittoria.
Grazie ad esso, la donna entra di diritto nella 'società letteraria'. La 'nobiltà delle
lettere diventa equiparabile alia 'nobiltà' di nascita.

22. Pero otras mujeres sabias ya habían ocupado precedentemente algunas cátedras: Christine
de Pizan, op. cit. (Livre II, XXXVI, pág. 179): "...Giovanni Andrea, le célèbre légiste qui
enseignait à Bologne il y a à peu près soixante ans, ne croyait pas que c'était un mal que
d'éduquer les femmes. On le vit avec sa filie chérie, la belle et excellente Novella, à qui il
fit apprendre les lettres et le droit canon. Ainsi, quand d'autres devoirs l'empéchait de mon-
ter en chair devant ses étudiants, il pouvait envoyer sa filie faire le cours magistral à sa
place. [...] C'est ainsi que la filie pouvait suppléer son père et alléger ses charges". También
Thérèse Oettel, "Una catedrática en el siglo de Isabel la Católica: Luisa (Lucía) de
Medrano", Boletín de la Academia de la Historia, CVII, 1935, págs. 289-368. Lafemme
italienne à l'époque de la Renaissance habla de Dorotea Bucca (1400-1436) que ocupó una
cátedra de medicina en Bolonia.
23. Su trágica epopeya ha sido descrita en dos novelas: Enzo Striano, II resto di niente, Cava
de' Tirreni, Avagliano Editore, 1997 (antes, Loffredo, 1986), y Maria Antonietta
Macciocchi, L'amante della rivoluzione, op. cit.
24. Modesta Del Pozzo (Moderata Fonte), 11 mérito delle donne, Venezia, Editrice Eidos, ed. al
cuidado de Adriana Chemello, 1988, pág. X.
La idea de que la nobleza literaria es comparable a la de la cuna supone un
adelanto en la posición que, hasta entonces, la mujer intelectual ha ocupado en
la sociedad. Dos siglos más tarde las circunstancias han cambiado, afortunada-
mente, y "desde finales del siglo XVIII las mujeres escribieron para fomentar el
cambio social a través de la acción, no sólo para cambiar la mentalidad de la
gente" (Rivera, 1991:132).

Analicemos ahora en las obras ya mencionadas: La signora di Milano,


L'ebrea errante, Illuminata, y Francesca e Nunziata otros rasgos caracterizan-
tes como: la elección de los personajes femeninos y su ambiente, la tipología
narrativa, la base documental y las motivaciones individuales.

4. Figuras de mujer

La elección de los personajes femeninos con función de protagonistas se ha


llevado a cabo partiendo de elementos biográficos, puesto que son mujeres que
han existido realmente25, con excepción de Francesca y Nunziata26. Estas muje-
res protagonistas: Bianca María Visconti, Grazia Nasi, Elena Patrizia Cornaro,
y Francesca y Nunziata, se presentan ante el lector en calidad de símbolos, inser-
tas en narraciones históricas redactadas por mujeres con una intención clara-
mente ejemplificadora, puesto que se trata de mujeres que en mayor o menor
grado llevan impreso el signo de emancipación de la mujer. Mujeres emancipa-
das como la protagonista de L'Allée du roi (1981) en la que Françoise
Chandernagor reconstruye la historia del reinado de Luis XIV (Ciplijauskaité,
1988:138) partiendo de cartas; documentos, memorias de una sola mujer y mos-
trando que, a veces, una mujer lista es capaz de manipular incluso las situacio-
nes públicas.

Se deduce, pues, que partiendo de una nueva forma de analizar la realidad,


surge el deseo y la voluntad de volver a escribir la historia de personajes feme-

25. Tal y como aparece documentado al final de cada volumen.


26. Dice Maria Orsini antes de iniciar la novela: "Questo è 'un cunto' un racconto di pura fan-
tasia. E se gli agganci a realtà lontane o perdute sono precisi e documentati, proprio per
questo la storia è ancora piü fantastica". No obstante la novela, que ha sido llevada al cine,
con Sofía Loren en el papel de Francesca, está basada en personajes que trabajaron en los
alrededores de Nápoles conocidos por la autora a través de relatos directos.
ninos que han permanecido olvidados, ocultos o, incluso, que se han mantenido
como desconocidos para la gran masa de lectores. Se cumple así un doble obje-
tivo: se les devuelve a la vida entrelazando su historia con motivos de ficción y
se les eleva a la categoría de modelos.

Así, Bianca Maria Visconti, que ejerce el papel de regente del ducado en
tres ocasiones se convierte en un modelo simbólicamente revitalizado:

evidentemente Francesco nei sette mesi del loro matrimonio aveva avuto modo di
apprezzare le risorse d'intraprendenza, di equilibrio, e di sensibilità della moglie,
se affidava il governo a lei piuttosto che a un fratello (pág. 70),

porque mientras su marido permanece alejado de Milán, activo en la gue-


rra, en el agitado mundo político del Quattrocento italiano, ella es capaz de
manejarse con acierto dentro de la intrincada y densa red de sospechas y conju-
ras políticas que se ciernen sobre los pequeños estados de la península:

Donna del suo tempo ma anche figura política dai vasti orizzonti, Bianca Maria
Visconti fu un'attiva coautrice di quella strategia che nell'angusto scenario dei
molti piccoli Stati regionali mirava alia creazione di un equilibrio italiano ed euro-
peo, che i suoi figli non seppero coltivare (pág. 329).

Mujer moderna y adelantada a sus contemporáneas, al pensar en la instruc-


ción de sus hijos, preparó un plan de estudios en igualdad para todos ellos, con
independencia del género; de hecho su hija Hipólita "seguí gli stessi studi dei
fratelli" (pág. 185) y con mucho más provecho que sus hermanos, como recono-
cía el mayor, Galeazzo, y ya a los catorce años fue capaz de componer una ora-
ción en latín que recitó ante el Papa Pió II en mayo de 1459.

Se comporta asimismo como modelo, esta vez en el campo de la economía,


donna Grazia Nasi, ya que demuestra facultades, no sólo para continuar y aumen-
tar el ya ingente volumen de negocios que su marido le había dejado en herencia,
sino que hace gala de una gran habilidad para organizar y dirigir con acierto la
vida de cuatro mujeres solas: ella misma, su hija, su hermana y su sobrina.
Además se maneja con extraordinaria destreza para defender su enorme patrimo-
nio de la codicia de los venecianos, de la avidez del Ducado de Ferrara y, de la
ambición del Papa. Demostrando un carácter férreo emprende una acción,
impensable entonces en una mujer, organiza y mantiene un feroz boicot contra el
puerto de Ancona, promocionando en su lugar el de Pesaro, en represalia por la
terrible redada convocada por el Papa Pablo IV contra los judíos de la ciudad:

È giunto il tempo che gli ebrei sparsi in ogni parte del mondo dimostrino di esse-
re solidali fra loro. II duca di Urbino ha accolto i marrani, è giusto premiarlo.
D'ora in avanti, tutti i mercanti ebrei che controllano il commercio dell'impero
turco eviteranno qualsiasi contatto con il porto di Ancona. Era un progetto terribi-
le. Ancona deve diventare il monumento alia ferocia del papa aveva mandato a
diré a tutti i saggi e i rabbini dell'impero, chiedendo il loro appoggio (pág. 185).

En otro ámbito a Elena Patrizia Cornaro hay que asignarle una vez más el
estatus de modelo, ejemplo singular dentro de la "secolare controversia sugli
studi femminili, sul rapporto della donna con la lettura, la scrittura, la cultura, il
sapere e, in definitiva, la parola". Como las protagonistas que ya hemos citado
anteriormente, tuvo la fuerza de imponer su voluntad y seguir un camino poco
recorrido hasta entonces por las mujeres: renunció a la vida de familia para dedi-
carse por entero a la ciencia y se enfrentó a la tendencia "presente nella storia
della mentalità collettiva, a considerare eversiva la figura della donna colta,
tollerata solo se rinchiusa nell'ambiguo recinto delle donne celebri" (Covato,
1989:34-5). Problema al que todavía hoy se enfrentan muchas escritoras que tie-
nen que superar el conflicto entre vida familiar y escritura, como denunció en su
día Natalia Ginzburg. No obstante, en la Venecià de Illuminata existían prece-
dentes de mujeres doctas: (Christine de Pizan), Gaspara Stampa, Verónica
Franco y Modesta Pozzo.

Más próximos en el tiempo están los modelos de Francesca y Nunziata, las


dos pastifícadoras napolitanas, mujeres emprendedoras que sacan adelante sus
establecimientos en momentos históricos complejos: Francesca en los albores de
la Unificación de Italia y de la revolución industrial y más tarde Nunziata en vís-
peras de la Segunda guerra mundial, ambas con pleno dominio de la actividad
empresarial. Nunziata, la huérfana recogida por Francesca, siente tal amor y dedi-
cación por la elaboración de la pasta que, cuando su protectora le ofrece que esco-
ja entre varias joyas valiosas su regalo de bodas, la joven se decanta por una elec-
ción poco común: le pide como obsequio dos máquinas para hacer macarrones.

Però io... a parte ti voglio fare un regalo personale... perché tu mi hai sempre aiu-
tata, piü dei figli miei, hai lavorato assai e ti voglio ricompensare... Dimmi tu che
vuoi... Un ruotolo d'oro... Una parure di diamanti... I bracciali di zia Luigina...
Che vuoi?
E Nunziata si era fatta coraggio e aveva alzato gli occhi nel risponderle... Per un
attimo gli sguardi si erano incontrati:
Voglio due 'ngegni per fare i maccheroni (pág. 274).

Desde puntos de vista no equidistantes que reflejan, además, estilos y for-


mas de expresión diferentes, narrando vidas de mujeres que se desenvolvieron
en sociedades temporal y espacialmente muy distintas, hicieron frente a proble-
mas claramente desiguales, hay un aspecto en el que todas las autoras parecen
estar de acuerdo y, en ello, coinciden con las palabras del grupo de la Librería
de Mujeres de Milán:

Anche in una societá dove tutte le misure di valore sono maschili e dove le ric-
chezze di origine femminile circolano sotto un segno neutro, le donne fra di loro,
pur mancando di misure, non mancano di sentire che ció che desideravano per sé
è tanto piü desiderabile e conveniente a sé quando lo vedono realizzato da una
donna. (Librería: 134)

El éxito de mujeres reales como éstas, a las que sus autoras han aplicado
una relectura fictiva, se convierte a pesar del tiempo transcurrido en el éxito de
todas las mujeres y justifica y explica, a la vez, la profusión de novelas de carác-
ter histórico y autobiográfico que se han publicado en estos últimos años, en los
que la mujer sobrepasa ampliamente en porcentaje de lectura al hombre.

5. Tipología narrativa

Desde el punto de vista tipológico las cuatro obras a las que hemos hecho
referencia contienen elementos como para ser catalogadas dentro del género o
subgénero de novela histórica. Siguiendo la clásica definición propuesta por
Lucáks son novelas históricas Francesca e Nunziata e L'ebrea errante. En las
dos novelas está presente el rasgo formal fundamental que define la novela his-
tórica: la confrontación entre historia y ficción, formulación que aclara Manzoni
en sus escritos teóricos27, pero, en ciertos aspectos, también podría serlo
llluminata.

27. Del romanzo storico e, in genere, dei componimenti misti di storia e invenzione (1850) y
Dell'invenzione (1850).
Francesca e Nunziata es una novela saga con eficaces golpes de escena que
no sólo plantea la relectura de la línea de una anterior novela histórica que une
I viceré a II gattopardo28, sino que vuelve a proponer un elemento constante en
la novela italiana, incluida la no histórica, como es el de la presencia del micro-
cosmos, entendido como metáfora de la existencia29. Se trata de una novela his-
tórica de estructura tradicional que vuelve sobre la memoria personal.

También L'ebrea errante es una narración histórica pero con rasgos no tra-
dicionales, como son el hecho de verse ampliada por dos páginas de bibliogra-
fía y un índice onomástico, elementos más conformes a la escritura de una ensa-
yo crítico que a la redacción de una novela. Para la autora es importante dejar
constancia de las pruebas historiográficas que pueden validar acontecimientos
realmente sucedidos: la diàspora, la vida de los judíos en distintos países de
Europa, los autos de fe, las noticias sobre Grazia Nasi y su familia, que se entre-
mezclan con los elementos fictivos.

Incluso la historia de Illuminata se presenta, en principio, como una nove-


la y no como una biografía. A modo de epílogo, en una Nota del autor en la que
se recuerda a Borges y se habla de la biografía como paradoja, Patrizia Carrano
dice que ésta "non è una biografía. Semmai un ritratto, che coniuga il puntiglio
del miniaturista alia piena libertà deirinvenzione". Se trata de un conjunto de
historia e invención construido como un juego de taracea. Una vez más, al final
de la novela se incorporan dos páginas de bibliografía razonada en la que se dan
cuentas de fuentes e investigaciones realizadas sobre el tema.

La signora di Milano. Vita e passioni di Bianca Maria Visconti es una bio-


grafía histórica reconstruida sobre "carteggi originali, documenti d'archivio e
studi recenti" también incluidos en la bibliografía correspondiente. Como se ha
visto, la tipología no es uniforme: una novela histórica Francesca e Nunziata,
dos biografías noveladas, L'ebrea errante e Iluminata, y una biografía histórica,
La signora di Milano.

28. "Questo è un romanzo storico come se ne facevano una volta, bello polposo, con i colpi di
scena, le orfanelle, le scalate sociali, le gelosie tra parenti, lo sfondo d'epoca dettagliato:
trattandosi di una saga familiare ambientata a Napoli tra l'Ottocento e il periodo fascista,
si colloca nella linea che va da 1 viceré al Gattopardo, con un occhio anche a Mastro don
Gesualdo". C. Covito, Donna.
29. Stefano Tani, II romanzo di ritorno, Milano, Mursia, 1990, pág. 18.
¿Por qué el género biográfico ocupa un mayor espacio en el conjunto de las
narraciones? Quizá, porque "El sentido y la finalidad de la vida son el gran asun-
to de la Historia" (Bel, 1998:15). De hecho, ya desde sus orígenes el género bio-
gráfico aparece relacionado con la historia30, la literatura y la filosofía y la bio-
grafía será de uno u otro tipo según los intereses y objetivos que persiga el autor.
Furio Diaz31 considera que la biografía, (y en eso no se diferencia de la novela)
es un género, a la vez, en crisis y expansión. Por una parte se da un revival, que
en Italia aparece después de una época bastante oscura por lo que respecta a la
producción biográfica32, por otra se aprecia una crisis esclava de la "nueva" his-
toria propugnada por Braudel, Bloch y Febvre que anula el hecho individual en
el devenir histórico.

A la "biografía-elogio" de tipo tradicional33 se opone otro modelo: el de la


biografía emergente en la que el personaje-modelo abstracto ha sido superado
por el personaje-modelo "representativo" de una situación o un movimiento.
Con esta renovada categoría del personaje representativo se plantea un nuevo
objetivo: considerar al personaje, en este caso a nuestras protagonistas, de acuer-
do con la capacidad que demuestran para interpretar la historia de un momento
concreto, de un periodo determinado, de una sociedad específica. Por otra parte34
ya no se analiza la historia como una mera sucesión de acontecimientos histoi-
re événementielle y, en consecuencia, se reconoce en la historia un elemento de
creatividad humana que tiene su principal portavoz en la biografía, en la que se
combina lo universal y lo privado35. En el espacio concedido a lo privado se tien-

30. El interés por lo íntimo y subjetivo que tienen en común novela histórica y autobiografía
queda reflejado en la obra de Enrichetta Caracciolo Misteri del chiostro napoletano que fue
publicada por su amiga la baronesa d'Estraignes en Florencia en 1864 y reeditada en 1998
(Florencia Giunti Gruppo Editoriale) para recordar la vida de la joven novicia. Obligada a
profesar contra su voluntad supo sobreponerse a su tragedia personal y desde el convento
estuvo en contacto con los cenáculos de patriotas napolitanos para luchar por su libertad y
la de tantas mujeres del sur de Italia. Su rebelión personal contra la clausura no voluntaria
la sitúa con pleno derecho entre las mujeres pioneras de reconocida valentía.
31. Furio Diaz, en AA. VV„ Biografia e storiografia, Alceo Riosa (ed.), Milano, Franco Angeli,
1983, págs. 24-25.
32. Para la relación entre historia y biografía véase María Teresa Navarro, "Entre genealogía y
vida: dos historias para Leonardo Sciascia", en José Romera y Francisco Gutiérrez Carbajo
(eds.). Biografías literarias (1975-1997), Madrid, Visor Libros, 1998, págs. 557-569.
33. Brunello Vigezzi en AA.VV., Biografia e storiografia, cit. pág. 32.
34. Rosario Romeo, Ibídem , págs. 38-39.
35. Cabe recordar como precursora la novela histórica Artemisia (1944-47) de Anna Banti en
de a analizar la realidad como elemento interpretable a través de un proceso
interior, en el que intervienen los sentimientos y la forma subjetiva de expresión.

En el fondo "...la 'nueva historia política' o 'historia política reencontrada'


[...] recupera el elemento narrativo como forma propia y legítima de escribir la
historia, pero asumiendo todo el proceso de revisión historiogràfica que ha
caracterizado a la segunda mitad de nuestro siglo" (Bel, 1998:16). Y la revisión
historiogràfica enlaza con el factor no menos importante de la documentación.

6. Documentación

En la narración histórica publicada alrededor de los años ochenta gran parte


de las novelas estaban ambientadas en periodos históricos muy alejados de la
época actual. Este hecho tenía un fundamento histórico, basado en los muchos
estudios realizados sobre la Edad Media, por historiadores como Le Goff 6 , de los
que se fueron haciendo numerosas reediciones, y uno literario fundamentado en
que la lejanía histórica permite al autor trabajar con menos ataduras. Pero aun así,
la Edad Media representada en las novelas del siglo XIX es bien distinta de la
descrita en novelas del siglo recién terminado o del actual, porque en el trata-
miento de los temas históricos "Una rigurosa documentación es hoy imprescin-
dible..." (Ciplijauskaité, 1988:127). Nuestras protagonistas literarias no viven en
los siglos oscuros, sus vidas transcurren en coordinadas temporales posteriores,
a partir del Renacimiento porque, a pesar de la atracción que ésta pueda ejercer
en general, la Edad Media no está reconocida como una época histórica en la que
el progreso de la mujer se viera especialmente favorecido. Por otra parte la docu-
mentación sobre la que están basadas estas obras, sea escrita o de tradición oral,
sea primaria o secundaria, aparece integrada en el cuerpo de la narración.

Daniela Pizzagalli, la autora de La signora di Milano da cuenta de los epis-


tolarios y demás documentos utilizados en la redacción de la biografía de Bianca

la que confluyen el plano histórico y el autobiográfico. En el personaje de Artemisia


Gentileschi está también inspirada la novela de Alexandra Lapierre Artemisia, Paris, Robert
Laffont, 1998.
36. Les Intellectuels au Moyen Age, Paris, 1957; Le Moyen Age, Paris, 1962; L' imaginaire
medieval, Paris, 1985; L' homme médiéval, Paris, 1989; [El hombre medieval, Madrid,
Alianza Editorial, 1995].
Maria Visconti y proporciona una bibliografía, puesta al día, que le ha servido para
cimentar la narración. Como signo de modernidad y pensando en facilitar al máxi-
mo la comunicación con el lector, le advierte de que ha modificado, adecuándolo
a la grafía actual, la transcripción de documentos antiguos, así como el sistema
horario. La narración se basa en gran parte en el epistolario mantenido entre
Bianca Maria y su marido Francesco Sforza e, intencionalmente, la elección docu-
mental queda recogida en los títulos asignados a cada capítulo, para los que se pro-
ponen frases extraídas de documentos de la época: "Quantunque fosse in teñera
età, altri non volle che il conte Francesco" (cap. IV) o también, "lo morirei dispe-
rata se non vincessi questa battaglia, sicché contentami" (cap X)37. Hace uso ade-
más de cartas en clave como las que se refieren al fallido casamiento entre su hijo
Galeazzo y Dorotea Gonzaga, rechazada por éste debido a su joroba (pág. 254).

Tanto la vida como el prolongado viaje de Grazia Nasi hacia la Tierra pro-
metida aparecen fuertemente documentados38 en L'ebrea errante de Edgarda
Ferri: textos sobre la Inquisición española y portuguesa, la historia de los judí-
os de Venecià, las colonias de mecaderes de Amberes, los judíos y la dinastía de
Este, la relación entre judíos y musulmanes, las citas de libros sagrados judíos
que Grazia Nasi mandó editar:

Dopo aver preso contatto con gli stampatori ferraresi, innanzitutto aveva finanzia-
to il Lybro de oracyones de todo el año, il primo testo di preghiere ebraiche in
spagnolo proposto dal rabbino Yom Tob per i marrani che ancora non conosceva-
no la lingua dei loro padri. (pág. 143)

Como si se tratara en realidad de un ensayo histórico tanto los personajes


verdaderos como los inventados aparecen consignados en el índice nominal al
final del volumen.

La novela biográfica llluminata de Patricia Carrano se nutre de datos his-


tóricos sobre la intelectual veneciana de los que que se rinde cuentas al final de

37. En el primer caso la decisión tomada por Bianca está confirmada por el novelista Sabatino
Arienti; en el segundo el título procede de una carta enviada por Bianca María a su mari-
do.
38. Es una pena que se haya deslizado algún error de documentación: "frate Tomás de
Torquemada, il livido francescano" (pág. 26) que nunca fue franciscano, sino dominico, y
el Menorah aparece siempre como "il candelabro a sei bracci" cuando en realidad son siete
los que tiene.
la obra: "Alcuni dati sulla sua vita sono conservad nella biblioteca dell'Abbazia
benedettina di S. Vincent, a Latrobe, in Pennsylvania" (pág. 249). La autora afir-
ma que "Un libro del genere nasce dal lavoro di molti" (pág. 252). Y es cierto
que la escritora ha utilizado muchos recursos documentales para recrear y des-
cribir la interesante ciudad que fue Venecià en esa época, documentando la vida
científica y literaria del momento, los contactos entre Venecià y Bizancio y la
influencia ejercida por Oriente en la vestimenta y la decoración de las casas
venecianas (pág. 39) las reglas de modestia impuestas a las jóvenes venecianas
según las cuales "le figliole non dovevano affacciarsi alie finestre che davano
sul Canal Grande, se non in occasioni ufficiali e in compagnia dei genitori..."
(pág. 41), la riqueza de las bibliotecas privadas de una ciudad en la que "si stam-
pavano piú libri che a Parigi e a Firenze" (pág. 55), la medicina popular realiza-
da a base de tisanas y decocciones de hierbas traídas directamente del famoso
jardín de plantas medicinales de la universidad de Padua (pág. 63), la decaden-
cia del Mediterráneo (pág. 83), la primera temporada de ópera en Venecià (pág.
104), la organización política (pág. 106), los sistemas de bibliotecas y de cata-
logación de libros (pág. 125), las ordenanzas para la construcción de las góndo-
las en el arsenal que tenían que constar obligatoriamente de 280 piezas para
seguir la "piena osservanza delle rególe" (pág. 172), las leyes universitarias
(pág. 209) y muchos otros elementos que formaban parte de la vida de las muje-
res en la Venezia del Seicento. La inclusión de determinados registros y voces
dialectales venecianas aporta a la narración un colorido lingüístico39 notable y
precisa determinados referentes, propios exclusivamente de la cultura veneta.

Por lo que respecta a la documentación la novela Francesca e Nunziata que


se desarrolla cronológicamente como la más cercana a nuestro tiempo, difiere
sensiblemente de las anteriores y, aunque incluye algunos documentos históri-
cos como pasquines y bandos relacionados con la llegada de Garibaldi a
Nápoles y la huida de los Borbones, se basa especialmente en la tradición oral
y en usos y costumbres de la ciudad de Nápoles y sus alrededores y en las apor-
taciones de la cultura material. Encontramos descripciones detalladas de las
prendas de vestir femeninas (pág. 94), de los usos nupciales (pág. 104), del ban-
didaje (pág. 121), de la cultura material, tipos diferentes de trigo (pág. 139), etc.
Desde el punto de vista lingüístico la autora ha conservado el ritmo de un italia-
no regional, tejido con el italiano normativo y el dialecto napolitano. Es el len-

39. Codega (una especie de guía de la ciudad avant la lettre) o la muda (convoy de escolta para
proteger a las naves de los ataques corsarios).
guaje que utilizan las mujeres de la fábrica de pasta y el que usa Francesca, a
pesar de su estatus adquirido de nobleza.

7. Motivaciones individuales

Prescindiendo del hecho de que, como en toda obra de creación literaria, exis-
ten motivaciones individuales, vinculadas a las circunstancias vitales y, quizá, a la
investigación personal de cada una de las escritoras, en estas obras subyace una
intención común a todas ellas: la búsqueda de la identidad femenina.

Así la duquesa de Milán no se comporta como duquesa consorte, sino como


mujer autónoma que lucha en igualdad con otros poderosos para defender su
estado en la voluble y peligrosa Italia del Quattrocento. Grazia Nasi, la judía
errante, en tanto que cristiana nueva, había sido obligada a renunciar a su pro-
pio nombre y a adoptar el de Beatriz de Luna, y su hija Regina, el de Brianda.
Esperarán pacientemente el momento propicio, al llegar a Ferrara40, para poder
reconquistar su identidad de judías, llluminata, la erudita veneciana es conscien-
te desde muy joven de que quiere ser distinta41 y, en su forma de ser diferente,
Elena busca ya siendo niña su propia identidad. Para Francesca, en un primer
momento, y para Nunziata, posteriormente, todo está claro: saben lo que quie-
ren y en la elección libre de crear nuevas formas de trabajo adquieren la identi-
dad de mujeres empresarias.

Pero, a la hora de seleccionar a los personajes femeninos, protagonistas de


sus historias, las autoras, que son todas periodistas, (Daniela Pizzagalli trabaja
como periodista y psicòloga en Milán, su ciudad natal, y ha publicado obras de
narrativa; Edgarda Ferri también es periodista y cuenta con diferentes publica-
ciones; Patrizia Carrano, veneciana, además de periodista se dedica a la crítica
de cine, escribe narrativa y teatro, y colaboraciones en radio y televisión; Maria
Orsini Natale, napolitana, también periodista y escritora) se han planteado, ade-
más, otros problemas relacionados con su forma de entender el papel que la
mujer puede y debe desempeñar en la sociedad.

40. "poco dopo il suo arrivo a Ferrara Beatrice di Luna si era fatta ebrea insieme alia figlia
Brianda" (pág. 140).
41. "Voleva essere diversa. Diversa da com'era stata la sorella maggiore, Caterina, diversa da
sua madre Zanetta, l'una fragile e vanesia, l'altra concreta e consapevole" (pág. 80).
Bianca Maria Visconti se convierte en metáfora de la mujer que demuestra
la capacidad para gestionar asuntos de estado. Se hace visible en el mundo de la
política en el que la mujer, por tradición, ha tenido siempre tan poco peso y rei-
vindica el reconocimiento, por parte de la sociedad, de una serie de capacidades
femeninas, secularmente ignoradas, como su habilidad42 en el gobierno de
Milán, tomando prudentes e inteligentes decisiones.

Grazia Nasi, la judía errante, es una mujer que brilla en el intrincado mundo
de las finanzas. Se mueve con extrema facilidad por las cortes europeas, prestando
dinero a los poderosos, para obtener algo que considera más importante que el dine-
ro y el poder. Bajo el talante de agresiva economista, para la que los negocios no
serán nunca un fin, sino un medio, oculta un ansiado anhelo: el de mantener viva
la memoria del martirio43 de su gente. Con esta novela Edgarda Ferri pone ante los
ojos del lector no sólo la viva memoria del holocausto: "noi potremo sopravvivere
anche al piü atroce destino sol tanto se vivrà la memoria di ció che noi fummo"
(pág. 45), sino el atroz sufrimiento de tantas mujeres judías: "II nostro destino è
comprare a caro prezzo ogni istante della nostra sopravvivenza" (pág. 80).

A lo largo de las páginas de la novela biográfica llluminata se manifiesta la


lucha constante que trata de extirpar del imaginario colectivo la idea secular de
mirar y juzgar a las mujeres sabias con desagrado y disgusto. En el fondo de la
narración subyace una propuesta formulada por la autora, que no hace referen-
cia al pasado, como podría parecer, sino que es un manifiesto para el presente y
el futuro inmediato: "Forse... la condizione delle donne dovrà diventare un tema
centrale nella discussione sulla condizione umana" (pág. 198). Y es posible que
los materiales para la construcción del nuevo imaginario se puedan captar en la
conversación que mantienen el árabe 'Umar ibn al-Fárid, enviado desde España
por el Duque de Olivares, para que estudie la biblioteca de la familia Cornaro,
y Elena Lucrecia, la joven protagonista:

42. "Se i contemporanei lessero la vita di Bianca Maria Visconti come una parabola determi-
nata da tre uomini: il padre che scelse il suo destino, il marito che le conquistó un trono e
il figlio che glielo tolse, oggi si deve valutare diversamente la dimensione storica e umana
di questa donna fedele alie proprie scelte durante Tintero arco della sua vita." (pág. 328)
43. "Adesso che era al sicuro, Grazia Nasi poteva finalmente occuparsi di quanto aveva piú
caro al mondo oltre sua figlia Regina, perché le pareva che la pace non sarebbe mai giun-
ta se non avesse lavorato per garantiré la trascrizione della cultura ebraica e la memoria del-
l'ininterrotto martirio della sua gente." (pág. 143)
[Dice 'Umar] ...io appartengo a un paese senza confini, che non finirò mai di attra-
versare e che ogni giorno mi ricorda la mia pocchezza.
Elena era rimasta in silenzio: aveva capito che Umar alludeva al mondo del sape-
re, quello stesso mondo che lei voleva traversare con pieno diritto, nonostante la
sua natura di donna (pág. 154).

La situación de Francesca e Nunziata difiere de las anteriores, porque nin-


guna de las dos mujeres empresarias procede de ambientes cultos o refinados.
Al contrario: Francesca procede de una humilde familia de molineros, que
empiezan a fabricar pasta de manera artesanal y que, poco a poco, consiguen ir
progresando, aunque será Francesca la que logre dar el empuje definitivo al pro-
ceso de elaboración de la pasta, gracias a un procedimiento especial de secado.
Nunziata es una pobre huérfana recogida por Francisca, a la que instruye en los
secretos del negocio, que se convertirá en su sucesora: "Quanta fatica... Quanta
fatica... Non basta usare il grano migliore se poi non sai fare l'asciugamento. Li
cade l'asino" (pág. 286). Partiendo desde cero, Nunziata se muestra capaz de
crear una planta industrial para la fabricación de la pasta, para seguir elaborán-
dola según las normas de la tradición. Decidirá abandonar su puesto cuando "los
hermanos del norte" aprenden a hacer pasta con nuevas máquinas y nuevos
métodos. Recordará entonces, con nostalgia, las palabras44 de su benefactora.

En la comunicación que se establece entre Francesca, madre de varios


hijos, y la huérfana a la que educa y con la que mantine una armónica relación,
mucho más profunda que la que mantiene con sus propios hijos, se delinea una
clara relación de affidamento4S, entendido "...primariamente, come forma di rap-
porto fra donne adulte"46.

44. "lo ho l'arte... a me basta l'acqua, la farina e il solé... e i piemontesi il mestiere non me lo
possono rubare perché hanno l'acqua, la farina, ma non tengono il solé e l'arte...
E invece quegli ingegni, dopo l'essiccamento meccanico, erano ancora un passo avanti per-
ché tutti potessero fare la pasta e la pasta si potesse fare dappertutto" (pág. 338).
45. "11 nome " affidamento" è bello, ha in sé la radice di parole come fede, fedeltà, fídarsi, con-
fidare. Però non è piaciuto ad alcune perché richiama un rapporto sociale che il nostro dirit-
to prevede fra adulto e bambino. L'affidarsi di una donna alia sua simile può in effetti sta-
bilirsi tra una bambina e una adulta ma questa è una sua derivazione possibile. Noi lo abbia-
mo pensato, primariamente, come forma di rapporto fra donne adulte. Che una delle due
venga cosí assimilata ad una bambina, ad alcune è parso urtante". (Librería, pág. 13).
46. "Tenevo un regno, tenevo danari, terre e palazzi ma la perdita del mulino e del pastifício è
stata una cosa troppo grossa.... lo non ne parlo piü con nessuno... e ne sto parlando adesso a
te, Nunzià, perché tu la fatica mia la sai e il dolore mió puré lo puoi capiré. E un'altra cosa ti
9. Dos ejemplos españoles

Elementos presentes en las novelas históricas italianas citadas se pueden rastre-


ar también en dos narraciones históricas españolas, de autoría femenina: El último
Catón de Matilde Asensi47 y La hermandad de la sábana santa de Julia Navarro48
que, con múltiples ediciones, han cosechado un imprevisible éxito de público, no
siempre ratificado en idénticos términos por la crítica. Las dos españolas son, como
sus colegas italianas, avezadas periodistas con largos años de actividad a sus espal-
das y sus novelas son comparables con las anteriores en temas y tratamiento.

Figuras de mujer. Las dos mujeres protagonistas son visibles en sus respec-
tivos ámbitos de trabajo y se miden con éxito a personajes masculinos que for-
man parte de una élite profesional. La Dra. Ottavia Salina (El último Catón) es
una monja paleógrafa de reconocido prestigio, ganadora dos veces del premio
Getty de investigación paleogràfica, directora del archivo secreto del Vaticano y
experta en reconstrucción de antiguos manuscritos. Sin su aportación paleogrà-
fica, su erudición y sus conocimientos sobre lenguas antiguas no se hubiera
podido desentrañar el misterio principal del relato: descubrir el paraíso terrenal
en el que viven los staurofilakes, o secta de los adoradores de la Cruz.

Por su parte Sofía Galloni (La hermandad de la sábana santa) con destino en el
Departamento de Arte de la policía italiana es licenciada en Historia del Arte, Lenguas
muertas y Filología Italiana y su preparación será determinante para descubrir el enig-

devo diré. Tu sei stata la colonna e il buon augurio della mia casa... Quando te ne sei andata
ti sei portata con te la fortuna, la salute, l'abbondanza e la mia casa si è seccata" (pág. 300).
47. Barcelona, Plaza y Janés, 2001. Matilde Asensi nació en Alicante. Cursó estudios de
Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha trabajado en el equipo de infor-
mativos de Radio Alicante-SER y en RNE como responsable de los informativos locales y
provinciales. Ha sido corresponsal de la agencia EFE, y colaboradora de los diarios provin-
ciales La verdad e Información. Finalista de los premios literarios Ciudad de San Sebastián
(1995) y Gabriel Miró (1996) y ganadora del primer premio de cuentos en el XV Certamen
Literario Juan Ortiz del Barco (1996), de Cádiz, y la XVI edición del Premio de Novela
Corta Felipe Trigo (1997), de Badajoz. Ha publicado la novela El Salón de Ámbar (Plaza
& Janés, 1999), Iacobus (Plaza & Janés, 2000), Peregrinado (Planeta, 2004).
48. Barcelona, Plaza & Janés, 2004. Julia Navarro es periodista y ha trabajado en la Cadena
SER, Televisión Española y Telecinco. Es analista política de la agencia OTR/Europa Press
y tertuliana en el programa La Tarde de la Cadena COPE, en La Mirilla de Canal Sur Radio
y en El Observatorio de Canal Sur Televisión. En su obra Señora Presidenta (Plaza &
Janés, 1999) había tratado temas sobre la mujer desde la I República a nuestros días.
ma de la lucha por la posesión de la Síndone, por la que pelean una antigua secta, la
Comunidad de la Sábana Santa, y un grupo organizado de modernos templarios.

La Dra. Salina que, dada la particularidad de su trabajo no vive en comu-


nidad, ni viste hábito, se demuestra capaz de dirigir la restauración de un códi-
ce de pergamino en lamentables condiciones: "Apenas se vislumbraban man-
chas y sombras, como una acuarela sobre la que se hubieran dejado caer varios
vasos de agua" (Asensi: 87) que resultará la clave para progresar en la investi-
gación. A través de una larga y cuidadosa indagación Sofía Galloni revela el
secreto de un grupo de hombres modernos, cultos, inteligentes, poderosos y sol-
teros que resultarán ser los siete grandes maestres del Temple. En el éxito de la
investigación colabora también otro personaje femenino, la joven periodista
española Ana Jiménez.

Se trata de mujeres cuya identidad se fortalece en el éxito de su profesión


y en el dominio del arte y de la ciencia, como otros personajes históricos que
Asensi trae intencionadamente a colación: Trotula De Ruggiero e Hildegarda
von Bingen49, modelos, junto a León Bautista Alberti y Leonardo da Vinci, como
representantes de una época en la que la educación "estaba encaminada a con-
seguir la plenitud...." (Asensi: 298).

Tipología narrativa. El patrón de estas dos narraciones se encuentra en el


límite entre la novela histórica y la novela de aventuras. En repetidas ocasiones
al ser entrevistadas tanto Matilde Asensi50 como Julia Navarro51 han reconocido

49. Trotula De Ruggiero enseñó a finales del s. XI obstetricia y cirugía en la famosa escuela de
medicina de Salerno. Redactó varias obras médicas: Passionibus mulierum curandarum,
primer tratado de ginecología escrito por una mujer, y un tratado de cosmética: De ornatu,
en el que estudia algunas enfermedades de la piel. En colaboración con su marido y sus
hijos escribió una enciclopedia médica: Pratica Brevis. Hildegarda von Bingen, monja
benedictina y erudita alemana, durante el siglo XII mantuvo correspondencia con intelec-
tuales religiosos y laicos y fundó algunos conventos.
50. En una entrevista (30-X-2003) en Bañeres (Alicante) realizada por José Ferrándiz Lozano, colum-
nista de Información, Matilde Asensi reconoce que escribe novelas de aventuras: "Las críticas que
el género de aventura despierta siempre son las mismas. Y eso también es tópico. A mí que me
vengan y me digan: mire, usted escribe muy mal. Ah, vale, pues estupendo. Pero que no me digan:
sus personajes son planos, sólo se fija en el argumento. Yo escribo género de aventura."
51. Julia Navarro dice textualmente que su novela "Es una novela de aventuras, de intriga con
una única pretensión que es entretener" y añade "que a la gente le interesa el pasado, pero
sólo, o especialmente quizás, si se le narra de forma amena". Europa Press 4 de mayo de
2004 y en http://www.ociocritico.com/oc/actual/servicios/entrevistas/navarro.jsp
que escriben novelas de aventuras en las que tratan de combinar entretenimien-
to y calidad. Y, aunque Julia Navarro se lamente en la misma entrevista de la
falta de modelos, hay uno, ya lejano en el tiempo pero que marcó en Italia la
vuelta al género histórico, que es El nombre de la Rosa, novela en la que se hace
referencia a sectas contemporáneas a la de los Fedeli d'amore o Fidel d'amore
grupo que tiene asignado un papel importante en el desarrollo de El último
Catón. En una época de reconocido escepticismo en las creencias los dos rela-
tos tienen como base de la trama acciones de carácter religioso, con puntos de
partida en el Vaticano y en la catedral de Turín.

Ambas novelas recurren a la técnica de la investigación policial52 porque el


origen de los acontecimientos no se puede desentrañar sin conocer los lejanos
antecedentes de las sectas que protagonizan los robos de las reliquias de la Vera
Cruz y de la Sábana Santa. Se indaga el pasado partiendo del presente, combi-
nando la técnica de capítulos en presente y otros en diferentes momentos del
pasado, en el caso de La hermandad de la sábana santa, o bien situándose en el
presente en diferentes espacios geográficos, con objeto de recorrer, en sentido
inverso, un camino iniciático, cuya prueba final abre las puertas del Paraíso, en
el caso de El último Catón. No obstante, mientras en ésta la trama se agota, en
la novela dedicada a la Síndone parece quedar todavía algo por desvelar: la loca-
lización del verdadero Sudario, que desaparece camino de Escocia y, es posible,
que dé lugar a una nueva entrega de la aventura de la Sábana santa.

Está ya lejos el momento en el que Balzac consideraba que para escribir


una buena novela eran necesarios dos personajes: el o la protagonista y la ciu-
dad en la que se desenvolvía la trama. En el siglo XXI, acostumbrados a los
movimientos del cine, las novelas se vuelven cosmopolitas y sus personajes via-
jan de un lado a otro: Turín, Roma, Nueva York, Boston, Londres, París,
Turquía, los Santos lugares, etc., son escenario de los acontecimientos relacio-
nados con la Síndone. Las siete ciudades donde hay que redimir los siete peca-
dos capitales, Roma (soberbia), Rávena (envidia), Jerusalén (ira), Atenas (pere-

52. De la que han sido cultivadores Leonardo Sciascia y Andrea Camilleri en Italia y Vázquez
Montalbán en España.
za), Constantinopla (avaricia), Alejandría (gula) y Antioquia (lujuria), son parte
del teatro en el que se representa el drama que conduce al descubrimiento del
paraíso terrenal.

Hoy en día el manejo reiterado de las mismas estructuras narrativas ha lle-


gado a producir hastío por las formas precedentes y ha generado una búsqueda
de formas de contar nuevas y originales que se presentan como descubrimientos
de otros mundos y culturas. En la actualidad una novela es el resultado de un
proceso alquímico que funde elementos muy heterogéneos, esenciales para
entrelazar trama, personajes y espacios geográficos. Ambas novelas responden
al nuevo tipo de novela mestiza que se construye amalgamando elementos fic-
tivos en presente con toda suerte de elementos históricos en pasado.

Documentación histórica. La novela de Julia Navarro ilustra la controver-


sia sobre la veracidad o falsedad de la sábana santa y parte de hechos contem-
poráneos y documentos periodísticos53 para luego investigar la historiografía de
los Templarios y su relación con el sagrado lienzo. En la narración de Matilde
Asensi la documentación histórica es realmente abundante54, pero es determi-
nante la documentación literaria. Para llevar a cabo las pruebas de iniciación,
Ottavia Salina y sus dos compañeros siguen al pie de la letra determinados can-
tos55 del Purgatorio de la Divina Comedia de Dante y de la misma obra se citan
los conocidos versos del Infierno IX 61-6356 donde se alude a la secta de los

53. En la citada entrevista explica cómo empezó a escribir la novela: "Leyendo una noticia en
un periódico. Hablaba de la muerte de un científico, Walter Me Crone, microanalista foren-
se que había estudiado la Sábana Santa, llegando a la conclusión de que era falsa. Junto a
la noticia de la muerte de este científico, había una pequeña historia sobre la Sábana y la
controversia, aún ahora, entre la comunidad científica sobre su autenticidad, y ahí me saltó
la chispa y empecé a imaginar..."
54. Cita la Legenda aurea de Santiago de la Vorágine (pág. 62), las Vidas paralelas de Plutarco
(pág. 96), a Séneca y Valerio Máximo (pág. 98), el Itinerarium de la monja Egeria (pág.
100), etc., y suele dar una explicación en nota para cada autor. Además el ms. fundamental
para la resolución del caso procede del Monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí
(pág. 58) que por su riqueza de manuscritos está considerada la segunda biblioteca del
mundo, después de la Vaticana.
55. Son los números: I-IX-X-XI-XII-XIII-XV-XVI-XVII-XVIII-XIX-XX-XXV-XXVI y
XXVII. En la mayoría de los casos se ha optado por la traducción en español, mejorable,
con pérdida de la rima de los tercetos encadenados.
56. "O voi ch'avete gl'intelleti sani,/ mirate la dotrina che s'asconde/ sotto il veíame de li versi
strani" (pág. 119).
Fedeli d'amore, de la que se cree formó parte el escritor medieval. Tomando
como referencia la interpretación de la Comedia en clave esotérica y alquímica57
y reinterpretando el código secreto desplegado por Dante en su obra (simbolis-
mo numérico, lenguaje críptico58), los protagonistas llegan a descubrir en la
actual Etiopía el paraíso terrenal.

Los templarios, sobre los que se incluye una gran documentación59, se con-
vierten en el nexo de unión entre ambas novelas, ya que la secta de los Fedeli
d'amore. (s. XIII) es un grupo medieval de tipo iniciático, de origen templario,
igual que las Massenie que surgieron en Francia, fundadas por personas instrui-
das de la aristocracia o la alta burguesía como los personajes de las dos nove-
las. Se cree que la primera corriente de la secta se manifiesta en La escuela poé-
tica siciliana y posteriormente en el Dolce stil novo, movimiento poético tos-
cano del que formó parte Dante y cuyas poesías de carácter iniciático son men-
sajes encriptados para los adeptos y para no incurrir en castigo de la
Inquisición.

Quizá para enlazar con la primera manifestación de la secta en Sicilia,


Matilde Asensi otorga a su protagonista Ottavia procedencia siciliana y le con-
fiere un apellido, Salina, de resonancia histórica60. Por otra parte, el proceso de
iniciación, que culminará en el paraíso, empieza en el infierno de los pasadizos
candentes de la iglesia de Santa Lucía de Siracusa.

57. Según la vía de la alquimia que trata de transformar al hombre carnal en hombre espiritual,
transformar al hombre inferior en superior física, mental y espiritualmente y así lo transmi-
te Dante en la D.C. y también se transmite en los Cantares de Gesta, y a través de los
Trovadores que eran en realidad iniciados. Véase a propósito: René Guenon, L'esoterismo
di Dante, Milán, Adelphi Ed., 2001.
58. Estudiado por Luigi Valli, 11 linguaggio segreto di Dante e dei Fedeli d'Amore, Milán, Luni
Ed., 1994.
59. En consonancia con nuevas tendencias de revitalización del Temple: en 1973 fue refunda-
da en Tourney una Massenie templaría que databa del siglo XIV. En 1980 nacía La Loge
Intérieure et Universelle du Temple que en 1994 se convirtió en AURORA (Academie
Universelle de Recherches sur les Ordres et Religions Anagogiques).
60. El príncipe de Salina es el protagonista del Gatopardo, la conocida novela de Lampedusa,
y a la familia contrincante en la dirección de la mafia les da el apellido de Sciarra, presen-
te en otra novela histórica que transcurre en Sicilia: Los Virreyes de Federico De Roberto.
La gran cantidad de información histórica y documental obliga a incluir un
número considerable de notas explicativas y la localización geográfica algunos
términos locales61 para dar color lingüístico.

Conclusión

Cabría concluir que las obras italianas estudiadas hablan de la "historia par-
ticular" de todo lo privado que hubiéramos querido conocer por su interés, pero
que no ha llegado hasta nosotros porque la "historia general" no lo ha conside-
rado suficientemente importante como para transmitirlo (Bel, 1998:14). Tratan,
en su conjunto, de la necesidad de que la mujer reciba una educación cualitati-
va y no discriminatoria, de situar a la mujer en los centros de poder, donde se
toman decisiones, de los que, desgraciadamente, siempre ha vivido alejada.

En las dos narraciones españolas, además de múltiples objetivos como la


evasión de la realidad cotidiana, el reflejo de la soledad del hombre que siem-
pre ha buscado el amparo del grupo, sean templarios o fedeli d'amore, la crítica
a los poderes establecidos, se puede entrever una de las razones de ser de la
novela histórica: la búsqueda de claves en el pasado que nos permitan entender
el presente, porque como afirman ambas escritoras, para descubrir la sabiduría
del pasado "sólo hacía falta cambiar la forma de mirar el mundo" (Asensi: 180),
entre otras cosas porque "la historia no está del todo escrita" (Navarro: 243).

Pero como sus precedentes italianas, Bianca, Grazia, Illuminata, Francesca


y Nunziata, las protagonistas del siglo XXI aspiran a "una política de la presen-
cia62". Lo que, en palabras de Victoria Camps, "Debería significar la presencia
de una cultura, un hacer, no exactamente femenino sino diverso, diferente, que

61. En El último Catón frente a la nota 10 que explica el término técnico ductus y la 23 que
ilustra una transcripción fonética del griego, otras parecen menos justificadas como la 25
en la que se traduce el apellido italiano Bonuomo. Algunas adaptaciones léxicas presentan
ciertos desajustes de número: "Acaba de salir de la giudiziarie" (pág. 44), un campieri (pág.
346). También son visibles algunos desaciertos en La hermandad de la sábana santa: la
Banca Nacional (Banco Nacional), el Departamento del arte (Departamento de arte o
"dell'arte") (pág. 47), "piazza del Castelo" (Castelló) (pág. 82).
62. "una "política de la presencia" como estrategia feminista debe significar algo más que la
presencia material de más mujeres en el poder, incluso en el alto poder en los cargos de
responsabilidad." (pág. 107)
haga más compatibles la vida privada y la pública a la vez que impregne a la
vida pública de los valores de la vida privada. Es a lo que llamo 'la otra gramá-
tica del poder'".

Nuestras protagonistas no aspiran, sino que practican una política de pre-


sencia: en los círculos de la alta política, en el de las finanzas, en el reducto inte-
lectual de la universidad y en el mundo, entonces naciente, de la empresa
moderna o en el mundo profesional de la policía y la alta investigación. Las pro-
fesionales de nuestro siglo no dudan en imponer su "presencia" en un mundo
doblemente reservados a los hombres poderosos: el de las sociedades secretas,
el de los grupos de poder, corriendo el riesgo de morir en la aventura o ver muti-
lada su belleza, a la que no siempre valoran por encima de la vida interior y la
inteligencia.

Si como se ha afirmado en el feminismo actual se tiende a que las mujeres


puedan encontrar sus genealogías en voces de mujeres del pasado (Rivera,
1991:138-9), las narraciones que acabamos de presentar coinciden con las teo-
rías del feminismo de hoy, entendido tal y como lo propone María Antonia Bel,
(1998:145) como "...un feminismo culto que quiere conectarse con las manifes-
taciones de la sensibilidad actual..." y también con los objetivos del feminismo
reciente: "la educación, el empleo (trabajo), la política (toma de decisiones) y
los valores éticos" (Camps, 1998:10).

Para terminar no estaría de más recordar que, a pesar de los siglos transcu-
rridos, los objetivos perseguidos enlazan íntimamente con el pensamiento de
Christine de Pizan que ya valoraba "la disposition naturelle" de las mujeres para
la política, los negocios y la ciencia63 y se convierten en herramientas útiles para
conectar directamente a las mujeres con el mundo, sin necesidad de intermedia-
rios.

63. Referente a la política "Et pour te montrer que les femmes sont capables d'un tel discerne-
ment, méme dans les taches les plus hautes, je vais te citer l'exemple de plusieurs femmes
politiques" (Livre I, XLVI, pág. 119 e ss.) y cita los nombres de Dido y Lavinia. Por lo que
se refiere a la ciencia en el diálogo entre Cristina y la Razón, ésta responde: "Je te le redis,
et n'aie plus peur du contraire; si c'était la coutume d'envoyer les petites filles à l'école et
de leur enseigner méthodiquement les sciences, comme on le fait pour les garçons, elles
apprendrainet et comprendrainet les difficultés de tous les arts et de toutes les sciences tout
aussi bien qu'eux" (Livre I, XXVII, págs. 91-92).
NOVELA HISTÓRICA ESPAÑOLA (1975-2000):
CATÁLOGO COMENTADO

Santos Sanz Villanueva


(Universidad Complutense de Madrid)

Me acojo a la amistosa hospitalidad de José Jurado Morales para darle una


nueva vida al artículo que hace ya un lustro salió en el número de la revista
navarra Príncipe de Viana dedicado en memoria de mi maestro don Francisco
Ynduráin1. El trabajo figura en una miscelánea y su rescate se justifica por la
oportunidad de aparecer en un marco propicio: el de este volumen monográfico.
Lo recupero con bastantes cambios respecto de su primera salida: añado nada
menos que una cuarentena larga de nuevos títulos al catálogo, cuyo tope abarca
aquí también el año 2000, hago un puñado de adiciones y modificaciones varias
y le pongo un nuevo título más cercano a su estado actual. Además, lo abro con
este delantal, conveniente, me parece, para indicar el estado de cosas de última
hora y subrayar que el panorama de ayer apenas ha cambiado en su tendencia
dominante; en todo caso, podría decirse que ha empeorado.

Hice bien en cortar la trabajosa anotación de novelas históricas que forman


el catálogo que sigue luego al cerrar el pasado siglo, porque el haber seguido
hubiera acarreado quebrantos para la salud. El número de novelas históricas ha
ido creciendo y creciendo, a pesar de haber alcanzado ya unas dimensiones difí-
ciles de superar. Lo que entonces, hace cinco años, era una marejada tirando a
mar gruesa, dicho con tecnicismo de meteorólogo, se ha convertido en tsunami

1. "Contribución al estudio del género histórico en la novela actual", Anejo 18, año LXI, 2000.
con los naturales efectos arrasadores. Lo son, en verdad, la pura conversión de
un modo creativo de explorar la existencia en una práctica rutinaria en la cual
- y salvando legítimos empeños- caen autores y editores en busca de una renta-
bilidad inmediata. La moda ha convertido la novela histórica en puro objeto de
consumo y le ha venido a dar, ya a estas alturas, un valor de algo fungible pro-
pio de los productos subliterarios. Sólo que bajo un barniz de objeto cultural de
muy peligrosas consecuencias: el lector común cree frecuentar Literatura cuan-
do no hace otra cosa que pasar el rato entre invenciones absurdas y gratuitas.
Libros entontecedores y dañinos para la República, como los que quebraron a
don Quijote, y falta haría un quijote de la novela histórica (más adelante se cita
uno, pero sin gran fortuna y sin el menor efecto) que acabara con tanto manie-
rismo y con todos los oportunistas que crecen a su sombra.

A más ha ido, y a las pruebas me remito. Hoy es normal que los espacios
libreros grandes tengan su generosa sección dedicada en exclusiva a este tipo de
novelas. Alguna editorial se mantiene prácticamente de fabricar este producto y
todas le hacen un buen hueco con la intención de sanear la cuenta de resultados.
El modesto premio específico para este género que luego se anota ha sido rele-
vado no por otro sino por varios galardones, de cierto fuste y con ayudas oficia-
les. El primero y de mayor resonancia de estos concursos es el Premio Nacional
de Novela Histórica Alfonso X el Sabio, nacido el año 2001, patrocinado por la
Caja Castilla La Mancha, con apetecible dotación (ronda los 10.000.000 de
pesetas), y promovido por un sello, Ediciones Martínez Roca, integrado en el
poderoso holding editorial Planeta. Tiene la finalidad, según los convocantes,
"de promover la creación y divulgación de novelas con calidad literaria que ayu-
den al lector a profundizar en el conocimiento de la historia". Vistos, sin embár-
go, los autores y obras elegidos (entre ellos algunos de los stajanovistas del
género) esas buenas intenciones nada más son una coartada para aprovechar una
tendencia del mercado. Más que profundizar en el conocimiento de la historia,
con Juana de Arco. El corazón del verdugo (2003) se daba una plataforma a la
cubana exilada María Cruz Varela para difundir un propagandístico alegato anti-
castrista. He aquí la descripción de la novela ganadora de la X convocatoria, El
anillo, de Jorge Molist, que hace Esther L. Calderón en elmundolibro.com
(3/TV/2004):

Ambientada en la actualidad, es una novela atípica que discurre entre


Barcelona y el Mediterráneo, siguiendo el rastro del último de los Templarios.
Cristina cumple veintisiete primaveras y entre la vorágine de regalos y cele-
braciones recibe dos anillos. Esta prometedora abogada neoyorquina, algo engreí-
da y con punto snob, está segura que uno de ellos, el que tiene un gran brillante de
compromiso, es de un rico agente de bolsa. El otro, el que tiene un rubí rojo, no
tiene remitente.
Viaje interior y geográfico
Ahí comienza la historia de un viaje exterior e interior. Acepta ambos, sin
saber que son incompatibles y, con ello, Cristina empieza una aventura con nue-
vas perspectivas sobre la vida, el amor y la muerte. Su visión del mundo ya nunca
volverá a ser igual.
El periplo geográfico se desarrolla en el Mediterráneo, en las costas Brava
y Valenciana, donde el último de los Templarios, capitán de una poderosa gale-
ra, se erige como protagonista. También la ciudad de Barcelona aparece como
un personaje vivo en la novela, a veces palpitando como ciudad modernista, a
veces en la del Medievo encerrada entre murallas y otras, en la cosmopolita de
nuestros días.
La flota de la Orden del Temple
Poco hay escrito sobre la faceta marinera de la Orden del Temple, sin embar-
go su importancia fue relevante, ya que en sus doscientos años de existencia llegó
a constituirse como la mayor potencia marítima de su época. Además de transpor-
tar tropas, caballos y mercancías varias para sostener las cruzadas en Tierra Santa,
frenó, gracias a sus galeras de combate, la expansión marítima del Islam.
Sobra con este comentario ajeno para calibrar el auténtico alcance de las inten-
ciones declaradas por los convocantes del concurso.

Al menos otros dos premios con soporte institucional están dedicados a la


novela histórica. La Diputación de Cuenca patrocina el Alfonso VIII, dotado con
9.000 € y publicado por una editorial privada, Edaf. La capital aragonesa va
más lejos con un Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza,
que alcanza los 15.000 € para una obra inédita y, además, establece un Premio
Honorífico en reconocimiento de una trayectoria profesional, concedido por pri-
mera vez al norteamericano Noah Gordon, autor de una bestsellera y absurda
saga histórico familiar.

La difusión del género cuenta con otros apoyos. No se ha liberado la nove-


la histórica de esa tendencia actual de la prensa a convertir los quioscos en mer-
cadillos, y el periódico de más circulación de España, El País, ha centrado una
de sus promociones en la venta de obras de esta clase, con el previsible efecto
favorable a su reconocimiento. Que en la lista de títulos elegidos los hubiera
muy valiosos no quita para lo que decimos: la fabulación histórica tiende a
monopolizar, al menos de puertas afuera, la categoría total de lo novelesco.

Dos tendencias ya observadas en las páginas aquí rescatadas se han acen-


tuado significativamente. Ha ocurrido con la postura de los autores digamos
serios relativa a negar que hagan novela histórica cuando disponen su inven-
ción sobre escenarios pretéritos. Uno no entiende muy bien por qué (salvo lo
obvio: negarse a compartir mesa y mantel con una escritura escandalosamen-
te de moda) esa tajante negativa a reconocer la condición histórica de relatos
que la tienen sin la menor duda. Ha de anotarse, sin embargo, una postura con-
traria, la defensa de la virtualidad de una explícita novela histórica que lleva
a cabo Alvaro Pombo, autor de la extraordinaria fábula medieval La cuadra-
tura del círculo, que vuelve al cultivo ocasional del género con Una ventana
al norte (2004).

También ha ido a más - o sea, a peor por lo general- la confusión que


luego anotamos acerca de los límites de lo novelesco y lo histórico. Esta impa-
rable avalancha narrativa ha venido a debilitarlos, y podemos temernos que,
en órbita con el escepticismo antirracionalista de la postmodernidad, y con un
sentido muy conservador, a favor de sustituir el conocimiento científico del
pasado por el subjetivismo de la fabulación. O tal vez sólo sea una estrategia
comercial inteligente. Con lo cual se viene abajo aquella creencia decimonó-
nica, la centuria del nacimiento de esta modalidad, que expresaba con nitidez
Clarín en su folleto Apolo en Pafos: no hay, dice Leopoldo Alas, "en rigor,
entre la historia y la novela más diferencia que la del propósito al escribir",
pues "el objeto es para ambas la verdad en los hechos". El caso es que en algu-
na serie editorial aparecen juntos, aunque diferenciando su rango, trabajos de
historia y ficciones. Así lo hace una colección de "La esfera de los libros", la
rotulada "Historia divulgativa", que incluye tres géneros: novela, ensayo y
biografía. Al primero pertenece La Beltraneja, de Almudena de Arteaga; en el
siguiente figuran dos libros de un autor de best sellers divulgativos, Juan
Antonio Cebrián, La aventura de los godos y La Cruzada del Sur; al tercero
corresponde una exploración de los aspectos más misteriosos de Isabel la
Católica, Regina beatíssima, de Juan G. Atienza, un especialista, por otra parte
y no por casualidad, en fabulaciones de la España mágica. La lectura de estas
obras revela el magma movedizo en que se mueve el relato del pasado, pues,
a pesar del género específico al que pertenecen cada una, resulta muy difícil
establecer frontera alguna entre ellas, y más bien todas se deben a un mismo
tipo de narración anecdótico-costumbrista-inventiva. El objetivo de buena
parte de la prosa histórico narrativa predominante en el momento actual podría
sintetizarse en la descripción que una de sus más constantes cultivadoras,
auténtica destajista del género, Almudena de Arteaga, hace Juan Antonio
Cebrián: dice que su colega "narra la historia como si fuera un cuento".
Sobran los comentarios.

Un catálogo orientativo

La presencia, hasta los límites del agobio, de novelas históricas es uno de


los más llamativos fenómenos de la narrativa reciente española. Seguidor aten-
to y curioso de la actualidad, vengo desde hace tiempo recopilando notas suel-
tas acerca de este singular episodio, cuyo análisis en profundidad quizás escapa
a las fuerzas y al entusiasmo de una sola persona, pues su volumen más bien
requiere el trabajo en equipo. Pero algo, pienso, puede uno colaborar a su estu-
dio, avanzando materiales y dejando en el aire sospechas fundadas y conjeturas
pendientes de comprobación. Así pues, tómense estas páginas como una provi-
sional contribución que aporta un catálogo incompleto y un puñado de observa-
ciones que ojalá otros se sientan con ánimos de verificar o ampliar.

La narrativa histórica figura de antiguo en nuestras letras y no quisiera caer


en la repetición de hechos pasados de sobras conocidos, que sólo me robarán
unas líneas preliminares. Sabida es la afición romántica por la recreación del
pasado con tendencia a un arqueologismo exótico e inventivo. Que coincidan las
visitas al ayer en aquel periodo y en los tiempos actuales, que han rescatado el
prestigio de la subjetividad, acaso no sea simple azar. Otros planteamientos bien
distintos trajeron, a caballo entre el ochocientos y el siglo XX, los dilatados fres-
cos de Pérez Galdós y Pío Baroja y, a su manera, también de Valle-Inclán.
Precisamente con Galdós enlaza una de las grandes orientaciones de esta clase
de novelaciones en la postguerra, la que se siente deudora explícita de los
Episodios nacionales.
Se quejaba uno de los más certeros cultivadores de este auténtico subgé-
nero, Juan Antonio Gaya Ñuño, de la escasa resonancia de tan oportuno mode-
lo, y en parte justificaba su empeño en acometer su Historia del cautivo, una
novela tan notable como desconocida, en el deseo de actualizarlo, pero se
equivocaba. Ya hay alguna aproximación a la herencia del episodio poco des-
pués de la guerra civil, y bastará para corroborarlo con recordar, casi a vuela-
pluma, unos cuantos textos relacionables por su condición de herederos gal-
dosianos. Con qué acierto lo hagan y cuánto traicionen el espíritu del canario
son harina de otro costal. Lugar sobresaliente ocupa, sobre todo por su volu-
men, la serie del matrimonio Ricardo Fernández de la Reguera y Susana
March, Episodios Nacionales Contemporáneos (desde 1963). Se acogió asi-
mismo a esa prestigiosa fórmula Francisco Camba en sus Episodios contem-
poráneos, aunque con intencionalidad ideológica contraria a la galdosiana, y
con el esquema decimonónico quiso vincular Rafael García Serrano su trilo-
gía acerca del comienzo y desarrollo de la sublevación militar del 36, vista
desde la perspectiva falangista.

Tampoco entre los derrotados en la guerra faltó el espíritu de los "episo-


dios" y su larga sombra planea en títulos sueltos y en varios ciclos novelescos
del exilio: una similar inspiración anima el recorrido autobiográfico por el pri-
mer tercio de siglo de Arturo Barea en La forja de un rebelde y explícitamente
beben en esa fuente las Vísperas de Manuel Andújar. Incluso, la etiqueta deci-
monónica, que viene a exigir un distanciamiento temporal entre los hechos refe-
ridos y su escritura, la pone sin cumplir este requisito uno de los narradores tras-
terrados, Virgilio Botella Pastor, al frente de su vasta rememoración de la lucha
y del destierro: Nuevos episodios nacionales. Novelas de la guerra y del exilio
titula su extenso ciclo narrativo, el cual, dado a conocer a comienzos de los cin-
cuenta (el primero de los libros, Porque callaron las campanas, data de 1953),
resulta bastante cercano de los episodios recreados.

Por otra parte, y al margen del modelo galdosiano, constituye uno de los
rasgos caracterizadores de la novela exilada su frecuentación del relato históri-
co. Conocida es la afición de Ramón J. Sender a este tipo de fábula, tanto en su
variedad imaginativa como documental o memorialística, que cultiva, respecti-
vamente, en Bizancio o La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, y en la
dilatada Crónica del alba. También frecuentó esta modalidad Max Aub. Y
empeño monumental fue el de Salvador de Madariaga al atravesar la historia
española desde las postrimerías medievales hasta la Ilustración con sus
"Esquíveles y Manriques". En fin, por no prolongar la lista, agavillando un con-
junto de relatos históricos, Los usurpadores, reanudaba Francisco Ayala su acti-
vidad como prosista tras el hiato de la contienda, la traumatizante experiencia
que da desde entonces el característico timbre moral de su escritura.

No se agota nuestra materia, volviendo a la novela peninsular de postgue-


rra, con esos libros que parten de una voluntad testimonial, y se complementa
con otros de caracteres muy distintos. Ha habido, por una parte, un pasado fan-
taseado y culturalista, tal y como lo reverdecen Alvaro Cunqueiro o Juan
Perucho y como fue grato a un sector de prosistas de la Falange, según lo mues-
tran fabulaciones legendarias, con un retorno incluso a la novela de caballerías,
de Ángel María Pascual o Rafael Sánchez Mazas; por otra, una afición a cierto
cosmopolitismo de pueblos de antaño, a la manera de las fabulaciones referidas
a primitivos países mediterráneos que llevó a cabo Alejandro Núñez Alonso en
torno a sucesos ocurridos en el Imperio Romano o en Judea o acerca de la figu-
ra de la reina Semíramis.

La lista completa de relatos históricos durante el último medio siglo -por


desgracia, lamentable laguna de nuestros estudios- arrojaría un saldo nada des-
preciable, desde luego no escaso, en contra de afirmaciones inexactas. Ese índi-
ce mostraría un cultivo discontinuo pero persistente. Nos encontramos, pues,
con una práctica conocida, novedosa, eso sí, en las dimensiones insólitas que
alcanza hogaño lo que anteayer fue inclinación ocasional. Al no existir reperto-
rios documentales, resulta difícil determinar el momento en que empieza el auge
reciente este género. A nuestros efectos, y en respuesta a la necesidad de poner
un punto de partida, tomaremos el de 1975, fecha cuya trascendencia en todos
los órdenes de la vida española no habrá que ponderar. La evidencia del fenó-
meno, por otra parte, hizo que ocupara ya un lugar en las crónicas de la actuali-
dad literaria. Darío Villanueva le dedicaba un apartado, de indicativo título,
"Florecimiento de la novela histórica", dentro de una panorámica colectiva de
las Letras españolas. 1976-1986. Poco después, Carlos Galán rotula un aparta-
do de su crónica de las Letras españolas 1989 entre interrogaciones: "¿Decae la
novela histórica?". Ese año no se le muestra al crítico pródigo en este tipo de fic-
ciones y hace cábalas razonables: "Puede que estemos llegando a la saturación,
a un cambio de rumbo o puede que sea meramente coyuntural". Las abundantes
muestras publicadas en el lustro posterior desmentían el abuso insinuado y con-
firmaban un desfallecimiento nada más circunstancial, compensado con creces
por lo que quedaba por venir.

Pero vayamos ya a las pruebas de cargo, el provisional catálogo aquí


expuesto y que precisa de algunas observaciones preliminares para fijar su
alcance real. El catálogo sólo recoge obras de autores españoles y escritas en
castellano. Las otras lenguas peninsulares aportarían, hasta donde se me alcan-
za, un puñado no desdeñable de contribuciones. Nada más figuran novelas
extensas o novelas cortas, pero no cuentos sueltos, aunque estén recopilados en
volumen. Sí he incluido algún libro compuesto por conjuntos unitarios de rela-
tos cortos o cuentos. El cuento, recogido en volumen o publicado independien-
te, incrementaría un tanto este catálogo, pero los datos a mi alcance son tan par-
ciales que me limito a añadir en nota unos pocos títulos a manera de coletilla
provisional2. Me atrevo, ya que he mencionado el cuento, a arriesgar una hipó-
tesis que dejo para su comprobación por quien se sienta interesado en ello: pro-
porcionalmente, el cultivo de la historia en el cuento queda a una distancia abis-
mal de la novela. Tal vez, pienso, lo histórico pide un desarrollo de ambientes
contradictorio con el trazo sucinto propio del cuento. Algo parecido a lo dicho
acerca del cuento tendría que añadir respecto de la narrativa con un destinatario
infantil o juvenil. En la lista que viene enseguida figura alguna narración pensa-
da para este destinatario específico, pero, al tratarse de una modalidad que sigo
sin gran atención, faltarán, con seguridad, muchas entradas de esta clase, pues
también la moda histórica ha afectado a la novela no para adultos. En fin y antes
de dar ya paso al catálogo, una observación seguro que innecesaria pero inevi-

2. Relación de algunos volúmenes de relatos total o parcialmente históricos publicados desde


1985 y hasta 1999:

AA.VV., 10 relatos históricos (1999)


Rubén CASTILLO, Imágenes prohibidas de la Biblia (1997)
Antón CASTRO, El testamento de amor de Patricio Julve (1995)
Javier DELGADO, Memoria vencida (1992)
Paloma DÍAZ MAS, Nuestro milenio (1987) (PP)
Luis Mateo DÍEZ, Brasas de agosto (1989)
Javier GARCÍA SÁNCHEZ, Los amores secretos (1987)
Manuel JURADO LÓPEZ, Relatos de Taifas (1994)
José María MERINO, Cuentos del reino secreto (1982)
Ana Mana NAVALES, Zacarías, Rey (1992)
Soledad PUÉRTOLAS, Una enfermedad moral (1983)
Manuel TALENS, Venganzas (1994).
table: si se agregaran las traducciones de obras de autores extranjeros, la masa
de narrativa histórica de este periodo resultaría pavorosa, y no exagero; seguro
que supera la decena de millares de títulos.
El catálogo, pues, a mi pesar, es incompleto y está abierto a otras contribu-
ciones - o , mejor, las busca- que lo hagan exhaustivo: tiene más de incitación a
colegas y lectores interesados que de propuesta definitiva3. He tomado como
frontera de lo histórico la guerra civil, lo cual resulta relativo y, desde luego, dis-
cutible. Me baso en que el tiempo transcurrido la convierte en materia del pasa-
do y no de la actualidad, por lo menos para las generaciones que no contendie-
ron activamente en el conflicto. En fin, una confesión personal seguro que inne-
cesaria: he leído buena parte de las obras censadas, pero no todas. En un porcen-
taje, pequeño, de casos, doy la referencia basándome en noticias ajenas (reseñas,
notas informativas de prensa o revistas)4.

3. Entre los colegas interesados por el fenómeno se encuentra Tomás Yerro Villanueva, quien
preparaba una relación de novelas históricas en paralelo a este catálogo. Conocedor de mi
censo, me ha proporcionado una copia del suyo, gentileza que le agradezco. Las siglas (TY)
al final de unas cuantas fichas de mi catálogo indican que la noticia procede de ese trabajo
inédito.
4. En algunos artículos anteriores a éste se encuentran noticias diversas acerca de fabulacio-
nes de nuestro subgénero, que califico así, por cierto, sin ningún ánimo peyorativo.
Interesan en especial para nuestro catálogo los de Fernando Valls ("Historia y novela espa-
ñola actual", Historialó, núm. 163, noviembre, 1989) y Femando Gómez Redondo ("Edad
Media y narrativa contemporánea. La eclosión de lo medieval en la literatura", Atlántida,
núm. 3, 1990). Francisco Javier Diez de Revenga parte de un corpus selecto de obras cas-
tellanas y extranjeras en "La Edad Media y la novela actual" (Medievalismo, año 3, núm.
3, 1993). El mismo criterio de conjugar textos españoles y foráneos siguen Enrique
Montero y M a Cruz Herrero en De Virgilio a Umberto Eco. La novela histórica latina con-
temporánea, Madrid y Huelva, Ediciones del Orto y Univ. de Huelva, 1994. El análisis de
Víctor M. Fernández Martínez ("La arqueología de la imaginación: notas sobre Literatura
y Prehistoria", Arqriteca, núm. 2, 1991) revela una de las lagunas de la ficción española, la
del escenario anterior a la escritura, presente en El tesoro, de Miguel Delibes, pero sólo
como trasfondo de otras preocupaciones. El asunto de la narrativa histórica actual ha inte-
resado también a María Dolores de Asís y a Pilar Palomo y le han dedicado sendos artícu-
los.
REPERTORIO EN ORDEN ALFABÉTICO

Antonio ABAD, Quebdani. El cerco de la estirpe (1997)


Gabriel ALBIAC, Ahora Rachel ha muerto (1994)
Josefina ALDECOA, Historia de una maestra (1990)
Martín ALFAS, Atardecer en Brunsparken (1997)
Javier ALFAYA, Eminencia o La memoria fingida (1993)
Ángel ALMAZAN DE GRACIA, Los códices templarios del río Lobos. Los
custodios del Grial (1998?)
Eduardo ALONSO, El insomnio de una noche de invierno (1984)
, Los jardines de Aranjuez (1986)
, Flor de jacarandá (1991)
Carolina-Dafne ALONSO CORTÉS, Villamediana (1984)
, Sota de copas, reina de espadas (1986)
, Los dioses y los caníbales (1991)
, La aventura increíble (s.f., 1996)
José María ÁLVAREZ, La caza del zorro (1990)
María Teresa ÁLVAREZ, La pasión última de Carlos V, Bárbara Blomberg, la
nostalgia de la amante (1999)
Nuria AMAT, El país del alma (1999)
/ /

ANONIMO, Vida de Iñigo de Esgueva, picaro de estos tiempos (1993)


Pablo ANTON ANA, Pequeña crónica (1975) (TY)
, Relato cruento (1978) (TY)
Juan Pedro APARICIO, La forma de la noche (1994)
Fulgencio ARGÜELLES, Letanías de lluvia (1993)
, Los clamores de la tierra (1996)
Miguel Ángel ARAGÜÉS, Omeya, el fugitivo de la muerte (1991)
Santiago ARAÚZ DE ROBLES, De cómo Enriquillo obtuvo victoria de su
majestad Carlos V (1984)
Juan Carlos ARCE, Melibea no quiere ser mujer (1991)
Fernando ARIAS, Pájaros de altura (2000)
J. J. ARMAS MARCELO, Las naves quemadas (1982)
, El árbol del bien y del mal (1985)
Almudena de ARTEAGA, La princesa de Éboli (1998)
, La vida privada del Emperador (1999)
Carlos ASENJO SEDANO, El ánima del maestre (1993)
, Aben Humeya rey de los andaluces (1990)
, Yo, Aben Humeya, rey de Granada (razones personales de un
alzamiento) (1999)
José ASENJO SERRANO, Memoria de Valerio (1999)
Matilde ASENSI, Iacobus (2000)
José Ramón AYLLÓN, Querido Bruto (1999)
Leopoldo AZANCOT, La novia judía (1977)
, Fátima la esclava (1979)
, La noche española (1981)
, El rabino de Praga (1983)
, Mozart. El amor y la culpa (1988)
, Tribulaciones eróticas e iniciación carnal de Salomón, el
Magnífico (1992)
Félix de AZÚA, Mansura (1984)
Vicente BAQUERO VÁZQUEZ, Bucoleón (1998)
Carmen BARBERÀ, Juana la Loca (1992)
Eloy BÁRCENA, Como una copla (1992)
Luis B ARRETO, Los días del paraíso (1988) (TY)
Mila BELDARRAÍN, Oria, la sultana vascona (1994)
, Petriquilla, Graciosa y el Verdugo Negro (De San Sebastián a
Madrid en diligencia) (1995)
_, El examen (Petriquilla en Madrid) (1996)
Juan BENET, Herrumbrosas lanzas (Libros I a XII) (1983, 1984, 1986)
, El caballero de Sajonia (1991)
Alvaro BERMEJO, El reino del año mil (1998)
Daniel BIDAURRETA OLZA, El espejo de la sirena (1995)
Carlos BLANCO AGUINAGA, En voz continua (1997)
Fermín BOCOS, El resplandor de la gloria (1999)
José Miguel BORJA, Alegretto a la turca (1992)
Joaquín BORRELL, La esclava de azul (1992)
, La lágrima de Atenea (1993)
Rodrigo BRUNORI, Me manda Stradivarius (1999)
Ignacio del BURGO, La conspiración del Temple (2000)
Rubén CABA, Las piedras del Guairá (1993)
Emilio CALLE, ¡Linda maestra! (1995)
José CALVO POYATO, El rey hechizado (1995)
, Conjura en Madrid (1999)
, La Biblia negra (2000)
Juan CAMPOS REINA, Santepar (1988)
, Un desierto de seda (1990)
, El bastón del diablo (1996)
Francisco CANÓS FENOLLOSA, Del breviario de Juan Morena (1981)
Eliacer CANSINO, El misterio de Velázquez (1998)
Ramón CARNICER, Las jaulas (1990)
Luis María CARRERO, La cámara de las maravillas (1997)
Pedro CASALS, Las hogueras del rey (1989)
, El infante de la noche (1992)
Antonio CASCALES, Rodafortuna (1988)
Ángeles CASO, El peso de las sombras (1994)
, Elisabeth, emperatriz de Austria-Hungría o el hada maldita (1995)
, Un largo silencio (2000)
Fernando CASTAÑEDO, Triunfo y muerte del general Castelló (1999)
Enrique CERDÁN TATO, Todos los enanos del mundo (1975)
Eduardo CHAMORRO, La cruz de Santiago (1992)
Joaquín CHAMORRO, Ámame, Nefertiti (1993)
Víctor CHAMORRO, El pasmo (1987)
María CHARLES, Etxezarra (1993)
Ricardo de la CIERVA, El triángulo. Alumna de la libertad (1988)
, El triángulo. La cuestión de Palacio (1990)
, Os acordaréis de la doncella (1993)
Juan Luis CONDE, El largo aliento (1993)
José COSTA SANTIAGO, A la sombra de la espada (1997)
José Luis CORRAL LAFUENTE, El salón dorado (1996)
, El amuleto de bronce. La epopeya de Gengis Kan (1997)
, El invierno de la corona. Pedro el Ceremonioso (1999)
, El Cid (2000)
Álvaro CUSTODIO, Mil ochenta y seis demonios (1988) (TY)
Fernando DELGADO, Escrito por Luzbel (1998)
Miguel DELIBES, 377A, madera de héroe (1987)
, El hereje (1998)
Fernando DÍAZ-PLAJA, El desfile de la victoria (1976) (TY)
Miguel, el español de París (1985)
, El guerrillero (1997)
, El afrancesado (1998)
Paloma DÍAZ MAS, El rapto del Santo Grial (1984)
, Tras las huellas de Artorius (1984)
, El sueño de Venecià (1992)
, La tierra fértil (1999)
Luis Mateo DÍEZ, El apócrifo del clavel y la espina (1977)
, La ruina del cielo (Un obituario) (1999)
Carlos DOMINGO, El tigre rojo (1991)
Emilio DURÁN, La última batalla de Fernando de Abertura (1995)
Luciano G. EGIDO, El cuarzo rojo de Salamanca (1993)
, El corazón inmóvil (1995)
, La fatiga del sol (1996)
Antonio ENRIQUE, La armónica montaña (1986)
, Kalaát Horra (1991)
, La luz de la sangre (1997)
, El discípulo amado (2000)
Juan ESLAVA GALÁN, En busca del unicornio (1987)
, Guadalquivir (1990)
, Catedral (1991)
, El comedido hidalgo (1994)
, Señorita (1998)
José ESTEBAN, El himno de Riego (1984)
, La España peregrina (1988)
José Manuel FAJARDO, La epopeya de los locos (1990)
, Carta del fin del mundo (1996)
, El converso (1998)
Serafín FANJUL, Los de Chile (1994)
, Habanera de Alberto García (1996)
Fernando FERNAN-GÓMEZ, El mal amor (1987)
, La Puerta del Sol (1995)
, La cruz y el lirio dorado (1999)
, Oro y hambre (1999)
Pedro Jesús FERNÁNDEZ, Peón de rey (1998)
, Tela de juicio (2000)
José FERNÁNDEZ DE CASTRO, De un verano a otro (1993)
Jesús FERNÁNDEZ SANTOS, Extramuros (1978)
, Cabrera (1981)
, El griego (1985)
Lourdes FERNÁNDEZ VENTURA, Donde nadie nos encuentre (1997)
Jesús FERRERO, Belver Yin (1981)
, Opium (1986)
, Los reinos combatientes (1991)
, Juanelo o el hombre nuevo (2000)
José Luis FERRIS, El amor y la nada (2000)
Elsa FRAGA VIDAL, ver Silvia PLAYER
Víctor FREIXANES, El ajuar de la novia (1988) (TY)
José Antonio GABRIEL Y GALÁN, El bobo ilustrado (1986)
Antonio GALA, El manuscrito carmesí (1990)
Gregorio GALLEGO, Asalto a la ciudad (1984)
, Fuga de pasiones (1991)
, Encrucijada de caminos (1992)
, El festín de los buitres (1992)
, Campo de Gibraltar (1992)
Salvador GARCÍA AGUILAR, Regocijo en el hombre (1984)
, Granada Cajin (1990)
, Epílogo para una reencarnación (1995; Sonata a una puesta de
sol en 2003).
Gabriel GARCÍA BADELL, De las Armas a Montemolín (1980) (TY)
, Nuevo auto de fe (1980) (TY)
José María GARCÍA LÓPEZ, La ronda del pecado mortal (1992)
Francisco GARCÍA MARQUINA, Cosas del Señor (1998)
Juan GARCÍA MONTALVO, El intermediario (1983)
, Una historia madrileña (1988)
Salvador GARCÍA DE PRUNEDA, Ceuta en el umbral (1977)
Javier GARCÍA SÁNCHEZ, La dama del Viento Sur (1985)
, Ultima carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina
Brentano (1986)
, El sueño de Escipión (1998)
Ignacio GARCÍA VALIÑO, Urías y el rey David (1997)
Eduardo GARRIGUES, Al oeste de Babilonia (1999)
Severiano GIL RUIZ, Prisioneros en el Rif( 1990)
, El cañón del Gurugú (1992)
Alicia GIMÉNEZ BARTLETT, Una habitación ajena (1997)
Pere GIMFERRER, Fortuny (1981)
José María GIRONELLA, A la sombra de Chopin (1990)
Luis GÓMEZ-ACEBO, A la sombra de un destino (1987)
F. GONZÁLEZ, Kábila (1980)
Juan Manuel GONZÁLEZ CREMONA, Intriga en palacio (1997?)
Francisco GONZÁLEZ LEDESMA, Los Napoleones (1977)
Pedro GORDON, La estrella de Robespierre (2000)
José Ignacio GRACIA NORIEGA, Viaje del obispo de Abisinia a los santuarios
de la cristiandad (1987)
, El paso de Faes (1988)
, El muro de la eternidad (1991)
, En un jardín tenebroso (1998)
Jeus GREUS, Ziryab. La prodigiosa historia del sultán andaluz y el cantor de
Bagdad
Juan GUERRERO ZAMORA, El libro mudo (1999)
Magdalena GUILLÓ, Entre el ayer y el mañana (1984)
, Un sambenito para el señor Santiago (1986)
Olga GUIRAO, Mi querido Sebastián (1992)
Javier GURPIDE, Las agujas del Templo (1994)
Ángel GUTIÉRREZ, ver David ZURDO
Balbino GUTIÉRREZ, La última noche del ingeniero Santa Cruz (2000)
Moisés de las HERAS, Escuchando a Filomena (2000)
Jesús HERNÁNDEZ YÁÑEZ, Dánae. La España de Carlos V (1999)
Ramón HERNÁNDEZ, Golgothá (1989)
, Cristóbal Colón. "Llora por ti la tierra" (s.f., h. 1992)
, El secreter del rey (1995)
, El joven Colombo (1995)
Julia IBARRA, Sasia la viuda (1988)
Ángeles de IRIS ARRI, Toda, Reina de Navarra (1991)
, El estrellero de San Juan de la Pena (1992)
, Ermessenda, condesa de Barcelona (1994)
, Siete cuentos históricos (1995)
, El viaje de la reina (1997)
, Relatos de Goya y su tiempo (1997)
, La cacería maldita (Historia de brujas medievales. 1) (1999)
, Las damas del Fin del Mundo (1999)
, La cajita de lágrimas (1999)
y Magdalena LAS ALA, Moras y cristianas (1998)
Juan ITURRALDE, Días de llamas (1979)
Marian IZAGUIRRE, El ópalo y la serpiente (1996)
José JIMENEZ LOZANO, Duelo en la Casa Grande (1982)
, Parábolas y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda (1325-1402)
(1985)
, Sara de Ur (1989)
, El mudejarillo (1992)
Manuel JURADO, Olvida Paros (1991)
, El caballero de la melancolía (1992)
Teresa JUVÉ, El último guerrero (1986)
Ángela LABORDETA, Bombones de licor (2000)
Carlos LAREDO VERDEJO, El regalo de Centla (1999)
Magdalena LAS ALA, La estirpe de la mariposa (1999)
, ver Ángeles de IRISARRI y
José María LATORRE, Sangre en el nombre del amor (1987)
, Osario (1987)
Luis LEANTE, La edad de plata (1998)
Joaquín LEGUINA, La fiesta de los locos (1989)
, Tu nombre envenena mis sueños (1992)
José LEYVA, Europa (1988)
Manuel LONGARES, La novela del corsé (1979)
, Soldaditos de Pavía (1984)
David LÓPEZ GARCÍA, Raisuni (1991)
Antonio LÓPEZ HIDALGO, La vida inventada de Máximo Español (1999)
Basilio LOSADA, La peregrina (1999)
Torcuata LUCA DE TENA, El futuro fue ayer (1987)
Santiago LOREN, Mi Señor Don Fernando. La conquista de un reino (1992)
Néstor LUJÁN, Decidnos, ¿quién mató al Conde? (1987)
, Por ver mi estrella María (1988)
, La puerta del oro (1990)
, Los espejos paralelos (1991)
, En Mayerling, una noche... (1991)
, La mujer que fue Venus (1993)
, La cruz en la espalda (1996)
Julio LLAMAZARES, Luna de lobos (1985)
Jesús MAESO DE LA TORRE, Al-Gazal, el viajero de los dos Orientes (2000)
Javier MAQUA, Invierno sin pretexto (1992)
, Amor africano (1999)
Antoni MARÍ, El camino de Vicennes (1995)
Alfredo MARCOS, El testamento de Aristóteles (2000)
Luis G. MARTÍN, La dulce ira (1995)
Santiago MARTÍN, El suicidio de san Francisco (1998)
Carmen MARTÍN GAITE, El castillo de las tres murallas (1981)
Gustavo MARTÍN GARZO, El lenguaje de las fuentes (1993)
Ignacio MARTÍNEZ DE PISÓN, Una guerra africana (2000)
Luis MARTÍN-SANTOS, El combate de Santa Casilda (1980)
, Encuentro en Sils-María (1986)
, La muerte de Dionisos (1987)
María Amor y Javier MARTÍNEZ FERNÁNDEZ, El juego de las aguas (1998)
Dimas MAS, Nadie en persona (1997)
Miguel Ángel MATELLANES, El libro de los pájaros (1999)
Ana María MATUTE, Olvidado Rey Gudú (1996)
José MEDINA, La sinfonía del adiós (1990)
Mari Luz MELCÓN, Guerra en Babia (1993)
Antonio MENCHACA, Las cenizas del esplendor (1987) (TY)
, La rosa de los vientos (1999)
Gloria MÉNDEZ, El informe Kristeva (1997)
Ernesto MÉNDEZ LUENGO, El último templario (1983)
, Llanto por un lobo muerto (1988)
, Guerreros de bronce (1995)
Eduardo MENDOZA, La verdad sobre el caso Savolta (1975)
, La ciudad de los prodigios (1986)
Ignacio MERINO, Amor es rey tan grande (Leonor de Guzmán) (2000)
José María MERINO, El caldero de oro (1981)
, El oro de los sueños (1986)
, La tierra del tiempo perdido (1987)
, Las lágrimas del sol (1989)
, Las visiones de Lucrecia (1996)
Juan MIÑANA, El jaquemart (1991)
Ana María MOIX, Vals negro (1994) (TY)
Terenci MOIX, Nuestra virgen de los mártires (1983)
, No digas que fue un sueño (1986)
, El sueño de Alejandría (1988)
, La herida de la Esfinge (1991)
Josefina MOLINA, En el umbral de la hoguera (1999)
Vicente MOLINA FOIX, La misa de Baroja (1995)
Pilar MOLINA LLORENTE, Aura gris (1988)
Bernat MONTAGUD, El alcázar de las sombras ¿Quién mató a Velázquez? (1999)
Isaac MONTERO, Ladrón de lunas (1998)
Manuel MOR AGÓN, El sueño de la liebre (1992)
Angelina MUÑIZ-HUBERMAN, Tierra adentro (1977)
, El mercader de Tudela (1998)
Adolfo MUÑOZ, Tengo palabras de fuego (1998)
Antonio MUÑOZ MOLINA, Beatus ille (1986)
, El jinete polaco (1991)
Vicente MUÑOZ PUELLES, El último manuscrito de Hernando Colón (1992)
, Tierra de Humo (1992)
, La emperatriz Eugenia en Zululandia (1994)
, El cráneo de Goya (1998)
Eduardo Luis MUNTADA, El Cid {1998)
José Ignacio NÁJERA NIETO, Hermanos mayores (1987)
Justo NAVARRO, El doble del doble (1988)
Francisco NIEVA, El viaje a Pantaélica (1994)
, Granada de las mil noches (1994)
, La llama vestida de negro (1995)
Pedro L. ÑUÑO DE LA ROSA Y AMORES, El enano (1995)
José Luis OLAIZOLA, El Cid, el último héroe (1989)
, Los amores de san Juan de la Cruz (1999)
, El caballero del Cid (2000)
Joaquín ORDAZ, Las confesiones de un bibliófago (1989)
, La Perla del Oriente (1993)
Antonio OREJUDO, Fabulosas narraciones por historias (1996)
José ORTEGA ORTEGA, Khol, Gilgamesh y la muerte (1990)
Lourdes ORTIZ, Urraca (1982)
, Los motivos de Circe (1988)
, La liberta (1999)
José Luis ORTIZ DE LANZAGORTA, Discurso de las postrimerías de don
Miguel Mañara (1979) (TY)
Alfonso O'SHANAHAN, Solsticio de verano (1989)
José OVEJERO, Añoranza del héroe (1997)
José María PÁEZ BALGAÑÓN, El don prodigioso (1991)
Fernando PALAZUELOS, La trastienda azul (1998)
Josep PALOMERO, El secreto de Meissen (1999)
José Vicente PASCUAL, Juan Latino (1998)
, El pescador de pájaros (2000)
Pilar PEDRAZA, Las joyas de la serpiente (1984)
, La fase del rubí (1987)
, Las novias inmóviles (1994)
Pedro J. de la PEÑA, Ayer, las golondrinas (1997)
Antonio PÉREZ HENARES, Nublares (2000)
Arturo PÉREZ REVERTE, El húsar (1986)
, El maestro de esgrima (1988)
, La tabla de Flandes (1990)
, El capitán Alatriste (1996)
, El sol de Breda (1998)
Ramón PERNAS, Paso a dos (1999)
, Brumario (2000)
Alberto PORLÁN, Luz del Oriente (1991)
Juan PERUCHO, Las aventuras del caballero Kosmas (1981)
, Pamela (1983)
, La guerra de la Conchinchina 1986
, Los emperadores de Abisinia (1990?)
Antonio PIÑERO, La puerta de Damasco (1999)
Pedro PLASÈNCIA, El tiempo de los cerezos (1996)
Silvia PLAYER y Elsa FRAGA VIDAL, Nostalgias de Malvinas. María Vernet,
la última gobernadora (1999)
Álvaro POMBO, La cuadratura del círculo (1999)
Gonzalo-Millán del POZO PORTILLO, Maldito (1995)
Juan Manuel de PRADA, Las máscaras del héroe (1996)
Antonio PRIANTE, Lesbia mía (1992)
Antonio PRIETO, El embajador (1988)
, La enfermedad del amor (1993)
, El ciego de Quíos (1996)
, Isla Blanca (1997)
, Libro de Boscán y Garcilaso (1999)
, Reliquias de la llama (2000)
Carlos PUJOL, La sombra del tiempo (1981)
, Un viaje a España (1983)
, El lugar del aire (1984)
, Es otoño en Crimea (1985)
, La noche más lejana (1986)
, Jardín inglés (1987) (TY)
, 7900(1987) (TY)
, El espejo romántico (1990) (TY)
Fernando QUIÑONES, La visita (1998)
Javier QUIÑONES, Años triunfales. Pasión y muerte de Julián Besteiro (1998)
Antonio RABINAD, Memento mori (1983)
Luis RACIONERO, La cárcel del amor (1996)
José A. RAMÍREZ LOZANO, La historia armilar (1991)
Andrés RECIO BELADÍEZ, Las tribulaciones del verdugo (1988) (TY)
Rosa REGÁS, Luna lunera (1999)
Juan REY, Un hombre cualquiera (1991)
Manuel RICO, El lento adiós de los tranvías (1992)
Lucila RODRÍGUEZ DE AUSTRIA, El retrato de don Juan de Austria (2000)
Carlos ROJAS, Mein Führer, mein Führer! (1975)
, Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera (1977)
, El Valle de los Caídos (1978)
, Lorca, hidalgo y poeta en el infierno (1980)
, El sueño de Sarajevo (1982)
, Alfonso de Borbón habla con el demonio (1995)
Carmelo ROMERO, Calladas rebeldías (1995)
Felipe ROMERO, El segundo hijo del mercader de sedas (1995)
Julio Manuel de la ROSA, Crónica de los espejos (1994)
Raúl RUIZ, El tirano de Taormina (1980)
, Sixto VI. Relación inverosímil de un papado infinito (1981)
, La peregrina y prestigiosa historia de Arnaldo de Montferrat
(1984)
Emilio RUIZ BARRACHINA, Calamarí (1998)
Tomás SALVADOR, El arzobispo pirata (1982)
, Las compañías blancas (1984)
Lola SALVADOR MALDONADO, serie "El olivar de Atocha"
, La sonrisa de Madrid (1988)
, Mamaita y Papantonio (1988)
, El mar de la leonera (1989)
José Luis SAMPEDRO, Octubre, octubre (1981)
, La vieja sirena (1990)
, Real Sitio (1993)
, La estatua de Adolfo Espejo (1994)
, La sombra de los días (1994)
Jesús SÁNCHEZ ADALID, La luz del oriente (2000)
Germán SÁNCHEZ ESPESO, De entre los números (1978)
, ¡Viva el pueblo! (1981)
, La reliquia (1983) (TY)
Rafael SÁNCHEZ FERLOSIO, El testimonio de Yarfoz (1986)
José SÁNCHEZ LUENGO, Trajines y peripecias del Licenciado don Francisco
de Ordovás (1992)
Gonzalo SANTONJA, Incierta memoria de las tempestades y el terremoto de
1680 (1998)
Blanca SANZ, Viaje a la Gascuña (1994)
, La bella vizcaína (1997)
, Aquellas costas de Inglaterra (1999?)
Fernando SAVATER, La escuela de Platón (1991)
, El jardín de las dudas (1993)
Berta SERRA MANZANARES, El otro lado del mundo (1997)
Lorenzo SILVA, La sustancia interior (1996)
Antonio SOLER, El nombre que ahora digo (1999)
Andrés SOREL, Babilonia, la puerta del cielo (1990)
, El libertador en su agonía (1992)
, Jesús llamado el Cristo (1997)
Gonzalo SUÁREZ, Ciudadano Sade (1999)
Daniel SUEIRO, Balada del Manzanares (1987)
Manuel TALENS, La parábola de Carmen la Reina (1992)
, Hijas de Eva (1997)
Ramón TAMAMES, La segunda vida de Anita Ozores (2000)
Jesús TORBADO, El peregrino (1993)
Gonzalo TORRENTE BALLESTER, La Isla de los jacintos cortados (1980)
, La rosa de los vientos (1985)
, Filomeno, a mi pesar (1988)
, Crónica del rey pasmado (1989)
, Los años indecisos (1997)
Miguel Ángel de la TORRE, Miel de avispas (2000)
Antonio TORREMOCHA SILVA, Historia verdadera del picaro Juan Pedroche
(1998)
Carmen TORRES, Leonora (1997?)
Rafael TORRES, Ese cadáver (1998)
Pedro TORRES CURIEL, Bajo la absolución de los árboles (1991)
Andrés TRAPIELLO, Días y noches (2000)
Francisco UMBRAL, El fulgor de África (1989)
, Leyenda del César visionario (1991)
, Las señoritas de Aviñón (1995)
, Capital del dolor (1996)
Ángel de UTRERA, Hecatombes perfectas (2000)
Álvaro VALDERAS, Bloody Mary (1999)
Eduardo VALERO, Días de luz (1994)
Juan Antonio VALLEJO NÁJERA, Yo, el Rey (1985)
, Yo, el intruso (1987)
Joaquín VALVERDE SEGURA, Sancho el Gordo (1997)
Juan VAN-HALEN, Secreta memoria del hermano Leviatán (1988)
Carlos VARO, Rosa Mystica (1987)
Alberto VÁZQUEZ-FIGUEROA, Piratas (1996)
, El inca (1999)
Manuel VÁZQUEZ MONTALBAN, Galíndez (1992)
, Autobiografía del general Franco (1992)
, O César o nada (1998)
Horacio VÁZQUEZ RIAL, Frontera Sur (1994)
, El soldado de porcelana (1997)
, Las leyes del pasado (2000)
César VIDAL, El maestro de justicia (1997)
, Las cinco llaves de lo desconocido (1998)
, El caballo que aprendió a volar (1999)
, Hawai 1898 (1999)
Justo VILA, La agonía del buho chico (1994)
, Siempre algún día (1998)
Enrique VILA MATAS, Historia abreviada de la literatura portátil (1985)
Guillem VILADOT, Juana la loca (1993?)
, Carlos. Hijo y víctima de Felipe II (1995)
Fernando VILLACORTA BAÑOS, El castellano Domingo de Guzmán (1998)
Manuel VILLAR RASO, Las Españas perdidas (1984)
, El último conquistador (1992)
Alfredo VILLAVERDE GIL, Don íñigo: crónica y ficción del Marqués de
Santillana (1985)
Fernando de VILLENA, Relox de peregrinos (1988)
Luis Antonio de VILLENA, En el invierno romano (1986)
, Para los dioses turcos (1980)
, Divino (1994)
, El burdel de Lord Byron (1995)
, El charlatán crepuscular (1995)
, Oro y locura sobre Baviera (1998)
, Caravaggio, exquisito y violento (2000)
Fernando VIZCAÍNO CASAS, Isabel, camisa vieja (1987)
, Los rojos ganaron la guerra (1989)
Juan Eduardo ZÚÑIGA, Flores de plomo (1999)
David ZURDO y Ángel GUTIÉRREZ, Sindonen. Una novela sobre el enigma
del Santo Sudario (2000)

Un puñado de apostillas

A golpe de vista, el catálogo anterior muestra una presencia notable, pero


moderada, de fabulaciones históricas desde 1975 y durante el decenio posterior
y una imparable explosión a partir de la segunda mitad de los ochenta. Este
espectacular auge se prolonga en los noventa y los datos del momento en que se
cierra este censo, finales de 2000, no indican ningún decaimiento. Las cifras glo-
bales revelan, en números redondos, que de 1985 a 1994 se publican ciento seten-
ta y cinco obras. El récord de ese decenio se alcanzó en 1992, cuando se rozó la
treintena de títulos. Parecen cantidades muy abultadas y difícilmente superables,
pero esa marca cayó enseguida. En el lustro posterior, entre 1995 y 1999, se
suman más de ciento cincuenta títulos. En el conjunto del cuarto de siglo que
abarca nuestro catálogo tenemos prueba fehaciente de haberse rozado una des-
concertante cifra cercana al medio millar de títulos. Y en el límite mismo del
cambio de siglo se alcanza un nuevo récord: más de cuarenta títulos en 19995.

5. Ya en pruebas la primera salida de este catálogo, pude añadir una nota para dejar constan-
cia de un libro colectivo coordinado por J. Romera Castillo, F. Gutiérrez Carbajo y M.
García-Page, La novela histórica a finales del siglo XX (Madrid, Visor, 1996), donde
Alfredo Caunedo Álvarez aporta un sintomático banco de datos sobre el tema: "Novela his-
tórica en España y recepción crítica en El País y ABC (1980-1991). Una bibliografía".
Aunque con limitaciones inevitables por la restrictiva fuente de información utilizada,
amplía nuestro repertorio en lo relativo a narraciones históricas de autores hispanoameri-
canos y a obras traducidas, y da idea de la acogida crítica en la prensa.
Una operación aritmética elemental con las cifras anteriores nos dice lo
siguiente: si se suprime el periodo de inactividad editorial -julio y agosto-, cada
mes del año 1999 nuestras prensas echaron al mundo algo más de cuatro nove-
las históricas. Datos semejantes valen para 2000. ¿No está el género al límite de
la saturación? ¿Hay lectores suficientes para esta avalancha en un país con índi-
ces de lectura muy pobres?

Los datos precedentes son, además, algo engañosos porque no figuran en el


repertorio muchas biografías anoveladas que podrían, o deberían, incluirse con
todo derecho. Si las sumáramos y si tenemos en cuenta las ausencias debidas a
desconocimiento, alcanzaremos con seguridad ese volumen global indicado que
supera con holgura el medio millar de ficciones históricas en un periodo de un
cuarto de siglo. Otra interesante indicación general se deriva de ese catálogo: la
práctica de este subgénero es común a todas las promociones de narradores en
activo, desde la primera de postguerra hasta los recién llegados.

El dato de verdad elocuente es la voluminosa dimensión del fenómeno


comentado. Por sí mismo, sin embargo, dice poco más, pues no se trata de una
materia homogénea, ni mucho menos. La etiqueta "novela histórica" apenas
tiene en el momento presente un valor denotativo del único carácter común a
todas las concernidas, y debajo del elástico rótulo se cobijan planteamientos
muy distintos. Esta variedad salta a los ojos con sólo apuntar unos pocos títulos:
El cuarzo rojo de Salamanca, de Luciano G. Egido; La ronda del pecado mor-
tal, de José María García López; El sueño de Alejandría, de Terenci Moix; El
himno de Riego, de José Esteban o La fase del rubí, de Pilar Pedraza. Nos
encontramos, a la vista de esta selección hecha un tanto al azar, con modos
narrativos que van desde la introspección neonaturalista - l a novela de Egido-
hasta el subtipo de narración de romanos -aunque no se trate exactamente de
romanos- cultivado por Moix o la pura fantasía de Pedraza. Y otra modalidad
distinta a todas estas ejemplifica la serie El capitán Alatriste, el apabullante
éxito comercial de Arturo Pérez-Reverte, inductor de una auténtica formula que
en alguna ocasión he llamado "revertismo", teniendo para ello en cuenta las
peripecias de este ya famoso espadachín y otras narraciones de su autor. Ante
semejante variedad de contenidos y de formas surge el interrogante sobre los
caracteres comunes y los rasgos genéricos que puedan existir. Por ello plantea-
remos, a continuación, unas pocas cuestiones: ¿qué actitud adopta el autor res-
pecto de la materia histórica?, ¿hay épocas o países preferidos en estas novela-
ciones?, ¿existen estructuras narrativas específicas o más comunes? Y para últi-
mo lugar guardamos la pregunta más espinosa: ¿existen razones que expliquen
esta auténtica avalancha?

* * *

Son no pocas las ideas que tanto creadores como teóricos han expuesto
desde antaño para explicar la utilidad o el sentido de la historia y de la fabula-
ción histórica. A propósito de ésta, a veces se ha advertido su utilitario entrete-
nimiento y, a veces, su capacidad de revelar transformaciones colectivas (según
la manera de entenderla, por ejemplo, de un Lukács); para algunos ha tenido un
carácter aleccionador (así concebía su magna empresa Pérez Galdós) mientras
que para otros resultaba un agradecido soporte de puras invenciones. Ello ha
determinado un tratamiento particular del contenido, pues quienes persiguen
unos y otros fines requieren documentación, exactitud de los datos o imagina-
ción en muy distinta medida.

La primera gran observación en este terreno, y a lo que se me alcanza, refe-


rida a la abundante novela histórica reciente es que ésta no ha aportado perspec-
tivas o planteamientos de radical novedad respecto de lo ya conocido por haber-
se cultivado en el pasado6. En general, las obras del catálogo anterior pueden
englobarse en unos pocos bloques fundamentales. Uno estaría integrado por
novelas inspiradas en un criterio utilitario. Dentro de éste, podrían separarse dos
tendencias. Por un lado, la que se acoge a la dicha idea según la cual historia es

6. La abundante bibliografía documental y ensayística sobre la novela histórica clásica, desde


el siglo XIX, no había tenido, curiosamente, una correspondencia en tiempos tan abundan-
tes en estas ficciones. Su permanente auge ha estimulado, por fin, una labor analítica ya no
escasa. Entre otras publicaciones, anoto las siguientes: el libro de Celia Fernández Prieto,
Historia y novela: poética de la novela histórica (Navarra, Eunsa, 2a ed., 2003), las actas
del congreso Literatura e historia de la Fundación Caballero Bonald (Jerez, 2006), cuyos
artículos, de variados enfoques, están en buena medida centrados en la narrativa, los núme-
ros dedicados a la novela histórica de las revistas ínsula (641, mayo, 2000) y Clío (3, enero,
2002), y los artículos que abordan interesantes aspectos específicos de Ángel Luis Hueso,
"O 'histórico' como categoría interastística: cine, teatro e novela" (Boletín Galego de
Literatura, 27, 1er sem., 2002) e Ignacio Corona, "Mercado, posmodemismo y literatura:
aproximaciones a la novela histórica" (España Contemporánea, t. XIII, 2, otoño, 2000).
magister vitae; por otro, la que sirve para el reconocimiento de la propia perso-
na, para su maduración o para la reflexión sobre asuntos intemporales. El segun-
do gran bloque está constituido por narraciones donde predomina lo inventivo o
la fantasía. A su vez, en éste es posible distinguir un par de orientaciones dife-
renciadas: por una parte, recreaciones culturalistas o míticas; por otra, preferen-
cia por resultados evasivos mediante el cultivo de la invención.

Sin haber hecho una constatación título por título de cada uno de los enume-
rados que conozco, un buen número de ellos podría acogerse a la creencia de rai-
gambre clásica según la cual la historia vale como magister vitae. La reconstruc-
ción del pasado tiene como sentido prioritario servir de espejo a unos tiempos
actuales, a problemas y a amenazas más o menos veladas del presente. Esta acti-
tud se halla, sobre todo, en autores vinculables con una concepción comprometi-
da de la literatura. Es el caso de José Esteban, cuya obra inicial, El himno de
Riego, constituye una proclama de la libertad y un aviso de caminantes sobre las
asechanzas que puedan acabar con ella. El sentido utilitario se obtiene por una
coincidencia general percibida por el lector entre los tiempos descritos y las acti-
tudes recientes. Ocurre alguna vez que el autor, entregado a la propaganda, pare-
ce desconfiar de la nitidez de su mensaje y por ello incorpora el sentido aleccio-
nador, la moraleja, al propio texto, según hace Andrés Sorel en Babilonia, la
puerta del cielo. En otros casos, su utilitarismo no se centra en lo colectivo, social
o político, sino en lo individual y busca iluminar las perplejidades intemporales
de los seres humanos. Ésa parece ser la desiderata de En busca del unicornio, de
Juan Eslava Galán, o de Los amores secretos, de Javier García Sánchez, que
merodean los misterios de la vida, en particular las pasiones.

Otras no pocas novelas históricas recientes reinventan un pasado imagina-


rio sobre un soporte culturalista que se centra en cuestiones artísticas o en fabu-
laciones literarias o míticas. Así ocurre en algún título relacionado con el ciclo
artúrico -En busca del Santo Grial, de Paloma Díaz Mas-, en otro más próxi-
mo a la fundamentación documental -Mansura, de Félix de Azúa- o en la ins-
piración clásica de Los motivos de Circe, de Lourdes Ortiz, y a lo largo de toda
la amplia y sugestiva serie de Raúl Ruiz. Estas obras con mayor dosis imagina-
tiva no se pierden en el puro placer de la invención. En otras muchas, sin embar-
go, el cultivo de la fantasía o de la aventura tiene un valor intrínseco y terminan
en las lindes de la literatura evasiva, de puro y fugaz entretenimiento. Hacia ello
se inclinan varios relatos de Terenci Moix, y ahí se halla la raíz de la intriga y
de la hojarasca costumbrista de que tanto gusta Néstor Luján. Ese espíritu pre-
side también la bizantina peripecia de amores y peligros tramada por José Luis
Sampedro en La vieja sirena, aunque la aureole con difusas apelaciones pseudo
trascendentes.

Las precedentes parcelaciones implican algún tipo de rigidez que por for-
tuna los textos desmienten con frecuencia. Las fronteras formales no suelen
resultar del todo nítidas, y más de un título asienta un pie en uno de esos supues-
tos modelos, pero el otro descansa sobre el contrario. La mencionada y valiosa
serie de Raúl Ruiz, desgraciadamente interrumpida por la prematura muerte del
escritor, ofrece un magnífico ejemplo de convivencia de estímulos múltiples.
Parte de una recreación culturalista, revela un acendrado gusto por contar y se
vincula sin empacho con los relatos de aventuras; semejante esquema mestizo
no excluye anotaciones bastante explícitas sobre asuntos contemporáneos, los
cuales se infiltran de manera parabólica o alegórica, pero transparente, entre
peripecias palatinas y sutilezas vaticanas.

Esta provisional y sumaria disección de las actitudes del narrador ilustrada


con referencias a textos del periodo acotado muestra lo poco que va de ayer a
hoy. Tampoco encontramos cambios revolucionarios en el tratamiento de los
datos de la realidad histórica. No existen criterios uniformes en esta cuestión y
podemos recorrer un gran arco que va de la información documentada y riguro-
sa hasta lo que podríamos llamar el grado cero de la historicidad. Hay quienes
llevan a cabo una reconstrucción minuciosa del periodo novelado, que bien se
ofrece de forma explícita, bien se camufla con habilidad. Algunos narradores
tienen particular empeño en dar fe de las fuentes utilizadas y hasta en exhibir
una investigación personal. De este modo introduce Antonio Enrique en Kala-
Horra una bibliografía comentada de una docena de páginas:

Con frecuencia el lector de a pie, al término de una de estas novelas llama-


das históricas, se pregunta por los orígenes bibliográficos de ella, para así andar
encaminado acerca de su veracidad. Hace conjeturas, funda hipótesis y, en suma,
ha de leer entre líneas. No es la costumbre, ya sé, ésta de justificar la bibliografía.
Pero no encuentro otro medio mejor para que el lector discreto, por minoritario
que éste sea, discierna entre ficción e historia. Así pues éste es el empeño que
ahora me guía; cuanto más que me es cometido bien grato, ya que de esta manera
tributo con su mención homenaje a los hombres de ciencia, anónimos o casi, que
han estudiado en solitario aspectos que inciden en esta obra (pág. 235)
Algún autor reconoce el socorro que le presta un trabajo de investigación y
no sería improductivo el cotejo de ambos textos para ilustrar cómo un tratado se
convierte en narración. Estoy apuntando a El himno de Riego, donde se declara
que

Este libro ha sido posible gracias a la obra del profesor Alberto Gil Novales,
"Rafael del Riego. La revolución de 1820, día a día", origen y fin de mi novela. Y
quiero asimismo hacer constar que los acontecimientos anecdóticos han sido
tomados de "Riego, héroe de España" de G. Revsin, y que se han apropiado de
ideas, y hasta frases, de Quintana, Argüelles, Evaristo San Miguel y otros escrito-
res del XIX (pág. 225)

No faltan, en fin, quienes añaden una "Bibliografía", un dato sorprendente


en el muy imaginativo Terenci Moix, e indicio expreso del propósito de veraci-
dad cronística de la ficción en El secreter del rey, de Ramón Hernández. La pre-
sencia manifiesta de lo histórico comprobable se guía por criterios autoriales
distintos y produce efectos diferentes. A veces se agrega una dosis de divulga-
ción histórica al hilo del relato novelesco. Resulta bastante común la informa-
ción de tipo político, institucional o militar. También aparece con frecuencia la
de carácter anecdótico, costumbrista o cultural y, por ejemplo, casi todas las
obras de Néstor Luján abusan tanto de ella que al final ahoga lo narrativo y las
novelas se convierten en simple centón de curiosidades. Un proceder distinto
revela Las jaulas, de Ramón Carnicer, porque la trama bascula alternativa o
esporádicamente hacia lo novelesco o hacia la información histórica (las pági-
nas 212-215 no desmerecerían en un estudio de la situación de Filipinas en las
vísperas de su emancipación). En otros casos, tal el de la citada En busca del
unicornio, el sustrato histórico minucioso y documentado demuestra conoci-
miento de la época - y no sólo de datos materiales, también de la mentalidad-,
pero no sirve por sí mismo, sino en cuanto atractivo soporte de una fabulación.

Los títulos señalados no dejan de representar, con todas sus variantes, ejem-
plos de prácticas conocidas dentro de la tradición de la novela histórica, pero con-
tamos con uno muy interesante en sí mismo y como punto de partida para una
meditación acerca de los movedizos límites entre historia y novela, que en esta
ocasión llegan a desvanecerse por completo. Me refiero a La epopeya de los locos,
de José Manuel Fajardo. ¿Qué es este libro, una novela o un trabajo de historia?
No hay, en principio, signo formal o de contenido que nos permita declararlo.
Alguna vez se ha dicho, con boutade nada despreciable, que una novela es una
obra en cuya cubierta se pone el término novela. También podríamos defender que
un libro pertenece al género histórico cuando figura en una serie de monografías
históricas. Ni siquiera ese factor externo nos ayuda en este caso, porque el volu-
men se editó en una colección no marcada en ningún sentido, pues tiene un carác-
ter misceláneo, aunque en ella predomina la ficción. La incertidumbre sobre la
cualidad del texto no es exclusivamente nuestra; igual desorientación muestran los
primeros reseñistas de la obra, quienes utilizan la indefinición genérica para res-
tar o negar valor a su contribución histórica, por decirlo de algún modo.

Entre los comentarios que surgieron al hilo de la novedad editorial, y que


no se detallan aquí por mor de la concisión, se desprenden posturas contradicto-
rias, al margen de una apreciación positiva del libro en casi todos ellos. Hubiera
podido ser -vienen a decir- una monografía novedosa, contribución notable a
un episodio oscuro del pasado, a no ser por la ligereza inconveniente de la expo-
sición. Sin duda, lo que se echa en falta y hace que no se tenga por análisis pro-
fesional son algunas rutinas académicas: la ausencia de notas a pie de página y
de citas aducidas como pruebas de autoridad; también el que no emplee la
impersonalidad estilística que produce distanciamiento, resalta la presunta obje-
tividad de los hechos y evita que la figura del autor respire entre las páginas del
texto. En suma, el conjunto de elementos formales - n o muy apreciados, por
cierto, en las tendencias historiográficas más narrativistas- tras los cuales se
parapeta la ficción -ésta sí que lo es muchas veces- de autenticidad histórica.
También se aprecia en algún comentario la postura contraria: leída la obra como
relato, el contenido documental resulta un lastre.

El vigoroso, ameno e interesante libro de Fajardo, dicho todo ello desde mi


perspectiva literaria, y de lego en los episodios de la revolución francesa de que
trata, supone una prueba de fuego para el deslinde de los géneros novelesco e
histórico. Pero las anteriores observaciones proceden de la óptica del receptor y
algo tendríamos que considerar la del emisor. ¿Qué pretendió el autor? ¿Trabajó
como fabulador o como historiador? El propio José Manuel Fajardo ha reflexio-
nado sobre estas materias y merece la pena conocer su actitud descrita en el
siguiente texto inédito hasta su inclusión en la primera salida de las presentes
páginas y luego incluido como epílogo de la nueva edición, profundamente revi-
sada, de La epopeya de los locos (Barcelona, Ediciones B, 2002).
LA HISTORIA TIENE CORAZÓN DE NOVELA

Al escribir La epopeya de los locos, el primer problema que se me planteó


fue establecer un marco de relaciones entre los dos elementos que debían dar
forma al libro: la documentación histórica y la construcción narrativa. Mi pri-
mera determinación fue cerrar el paso a la fabulación. Tan sólo me atendría a
aquellos hechos documentados históricamente y no me permitiría más hipótesis
que las que pudieran avalarse racionalmente con los hechos conocidos. Eso
limitaba notablemente el campo de maniobra de mi imaginación pero, en cierto
modo, venía a ser lo que la métrica del soneto al poema: una disciplina formal
que, una vez dominada, se convierte en acicate creativo más que en cortapisa.
Además, al desarrollar el trabajo preciso de documentación (que consis-
tió no sólo en la lectura del disperso material bibliográfico existente sino tam-
bién en la investigación en fuentes documentales de archivos españoles y fran-
ceses), comprendí que, en el fondo, la estructura y el tratamiento narrativos
tenían una ligazón natural con la actividad del historiador porque la Historia
tiene un corazón de novela. Contra las pretensiones de quienes defienden una
visión de la Historia cual si de una ciencia más o menos exacta se tratara, pude
comprobar por mí mismo que la ficción es parte sustancial de ella. En primer
lugar, porque muchos de los elementos sobre los que se trabaja (cartas de par-
ticulares, informes policiales, correspondencias diplomáticas y políticas, artí-
culos de prensa, textos autobiográficos, etc...) no son sino versiones que deter-
minados individuos dan sobre la realidad, versiones interesadas que, en
muchas ocasiones, poco o nada tienen que ver con la realidad. O para mejor
expresarlo: son versiones cuyos elementos de ficción forman parte de la reali-
dad, de la realidad de su tiempo (las patrañas inventadas por la policía fran-
cesa sobre el abate Marchena tuvieron la muy real consecuencia de determi-
nar su expulsión de Francia, por ejemplo) y de la realidad histórica, que es
otra cosa. Porque la realidad histórica, es decir, la recreación y análisis del
pasado, también contiene una enorme dosis de ficción. A las ficciones de los
propios sujetos históricos hay que añadir la dosis de imaginación que ha de
aportar el historiador a la hora de interpretar los datos que va encontrando.
Esa actividad, por cierto, tiene mucho de detectivesco. Una hojita de papel
donde un soplón de la policía comunica que la mujer de cierto personaje le
pone los cuernos con un famoso militar, la anotación del funcionario francés
de turno que, al trastocar el nombre español del sujeto (Martínez Ballesteros,
por ejemplo) oculta sin querer la vedadera fecha de su fallecimiento, el repa-
so de interminables hojas de detención durante el periodo del Terror jacobino
para comprobar si determinado personaje estuvo o no arrestado en dicho
periodo y dónde. En fin, un trabajo de sabueso que va descubriendo cabos
sueltos que hay que atar. Y en esa atadura es donde entra también la ficción.
Porque hay pasos imprescindibles para poder explicar hechos y actitudes que,
sin embargo, no están avalados incontestablemente por datos. Entonces hay
que arriesgarse y sugerir hipótesis que, aunque razonables, no dejan de ser
pura ficción (al menos hasta que posteriores averiguaciones las confirmen o
nieguen). Tal es el caso, por ejemplo, de la relación entre Picornell y el abate
Marchena: todos los datos apuntan a que tal existió pero no he podido hallar
rastro epistolar alguno que la confirme.
A estos elementos de ficción se une el hecho de que, como apunta Roger
Chartier en El mundo como representación, la Historia siempre tiene un sopor-
te narrativo. Al fin de cuentas lo que todo historiador hace es contar el pasado.
El modo de contarlo dependerá del propósito de su trabajo. En mi caso, la elec-
ción de una narración literaria, con aires novelescos, responde por un lado a la
convicción de que era la mejor manera no sólo de contar unos hechos sino de
recrear una atmósfera, un estado de ánimo: el de las convulsiones sociales y
personales que acompañaron a la Revolución francesa. Por otro lado, la orde-
nación cronológica de la vida, el juego de las pasiones, la intervención de lo
fortuito, son elementos de la realidad que hace que, como apuntaba antes, toda
historia contenga en su interior una novela. ¿Qué más adecuado, pues, que
ofrecer esa forma a su narración?
Desde ese punto de vista emprendí la redacción del libro. Para hacerlo,
decidí utilizar los elementos históricos como ideas-fuerza, dejándoles inter-
relacionarse entre sí libremente en mi imaginación pero sometiendo el resulta-
do de ese proceso (válido para la definición de caracteres o la recreación de
ambientes) a una posterior revisión crítica que corrigiera los posibles excesos
imaginativos (aquellos que iban más allá de la interpretación racionalmente
aceptable y suficientemente avalada por datos) y que explicitara los elementos
analíticos necesarios para la comprensión del conjunto de procesos narrados:
los avatares personales de unos individuos y los de unas sociedades, las ideas
de aquéllos y las mentalidades de éstas.
Para lograr esa síntesis de impulso creativo irracional y de reflexión críti-
ca procedí por sobresaturación: leí cuanto pude no sólo sobre los personajes en
cuestión sino sobre los más diversos elementos de la sociedad de su tiempo
(música, comida, urbanismo, costumbres amorosas, vida militar, etc) y limité
mis experiencias, durante los cuatro meses que duró la redacción definitiva del
texto, a ese mundo perdido, a oír la música de aquella época y visitar los luga-
res que ellos visitaron (la ciudad de Bayona, Perpignan, París y, dentro de ella,
la Conciergerie, el barrio de Les Halles o lo que queda de él, la iglesia de San
Eustaquio; el barrio madrileño de Lavapiés, etc.). Puedo decir sin exagerar que
llegué incluso a soñar con los personajes. De esa manera, la ordenación del
material histórico se hizo con un criterio emocional, propio del novelista y se
corrigió con un criterio racional, propio del historiador.
Para afinar la síntesis, decidí finalmente no poner notas al pie de página,
que introducían un distanciamiento entre el lector y el texto, sino incorporar las
notas al propio texto. Ello exigía un arduo trabajo de ligazón entre la descrip-
ción dramática y los elementos analíticos. Para solventar el problema busqué
un estilo que me permitiera deambular en ambos terrenos sin fallas internas y
que, al tiempo, sugiriera la atmósfera de otro tiempo. Apliqué al idioma el
mismo criterio que el novelista Christoph Ransmayr aplica a la historia en su
novela El último mundo: busqué un idioma del pasado, pero no de un pasado
concreto sino de una especie de pasado imposible síntesis de todos los pasados.
Un idioma que sonara antiguo sin pretender pasar por antiguo. Y, junto a ello,
que estuviera tamizado por una cierta retranca irónica, muy adecuada a mi
modo de ver el talante ilustrado de la época en cuestión. Del acierto a la hora
de elegir el registro del lenguaje dependía la solidez de todo el texto, pues al
reproducir textualmente fragmentos de cartas o informes policiales de fines del
siglo XVIII y principios del XIX necesitaba crear un colchón verbal que hiciera
que su aparición en el texto general no rompiera el tono del discurso narrativo.
El doble propósito de tales empeños no era otro que lograr integrar en un
mismo texto el análisis de una época con la narración de las vidas de unos per-
sonajes que fueran creíbles, literariamente activos, y con la evocación de la
atmósfera social, moral y emocional de su época. Todo ello sin que unos ele-
mentos anulasen a los otros. Un libro, en definitiva, que rescatara del olvido a
unos personajes dignos de recuerdo y que, de su mano, transportara al lector al
corazón mismo de su aventura vital.

José Manuel FAJARDO

Desde mi percepción personal, La epopeya de los locos no es una novela.


Tampoco resulta un libro canónico de historia en el entender aludido de los his-
toriadores. Se trata de un ejemplo relevante de indefinición respecto del género
¿Aclaramos algo si definimos la obra como relato histórico? Seguramente no,
pero con esta fórmula dejamos, al menos, constancia tanto de nuestra incertidum-
bre como de los problemas intrínsecos del deslinde de lo histórico y lo noveles-
co. A la vez, abrimos las posibilidades a una consideración desde otro punto de
vista, el de la pragmática, que reconoce la importancia del receptor en la defini-
ción de la cualidad de un texto. Esta perspectiva resulta fundamental para unas
narraciones, muy abundantes, que plantean problemas semejantes, aunque a par-
tir de supuestos un poco distintos. Estoy pensado en las que relatan la trayectoria
biográfica de un personaje notable del pasado, al modo de Yo, Lucrecia Borgia,
de Carmen Barberà, Yo, Conde-Duque de Olivares, de Eduardo Chamorro, Yo,
Aníbal, de Eslava Galán, Yo, Mahoma, de José María Gironella, Yo, José de
Salamanca, el "Gran Bribón", de Eduardo G. Rico, Yo, Pablo de Tarso, de Jesús
Torbado, Yo, Miguel Ángel Buonarroti, de Luis Antonio de Villena...

Al figurar estas obras en colecciones históricas, a pesar de que se socorran


de la fórmula de un autobiografismo fingido, parecen responder a una intencio-
nalidad de veracidad documental. ¿Qué hubiera ocurrido si esos libros hubieran
aparecido en una colección de novela en lugar de publicarse dentro de una serie
de historia, aunque rebajada por su traza divulgativa? Mi parecer es que, al
menos alguno, hubiéramos podido tenerlo por novela. ¿Qué distingue en tales
casos a la novela de la historia? Acaso nada más la actitud que adopta el recep-
tor ante el libro. Aún podemos añadir más leña al fuego. Ninguna duda respec-
to de su condición novelesca han suscitado El caballero de Sajonia, de Juan
Benet, y Autobiografía del General Franco, de Manuel Vázquez Montalbán. Al
parecer, ambas obras surgieron de un encargo de dicha colección de biografías.
¿Qué pasaría si hubieran aparecido en ella, quizás cambiando el título de Benet
por otro más explícito, Luterol ¿Por qué, en última instancia, se presentaron
como ficciones? Y todavía aumentaremos la confusión: Néstor Luján utiliza en
La vida cotidiana en el siglo de oro exactamente los mismos materiales que en
sus varias novelas sobre la edad áurea. ¿Sólo la falta de la débil peripecia de
éstas, citadas en el catálogo, convierte a aquél en libro de historia? En realidad,
estamos ante un problema bastante falso porque las opciones no dependen,
como ha ocurrido en la gran tradición del género, de una poética de la narración
histórica sino de cálculos e intereses inmediatos de los escritores. No le falta
razón a un conocedor del fenómeno desde la sala de máquinas, Mario Muchnik,
al observar lo siguiente en Lo peor no son los autores (1999). Escribe este edi-
tor en su autobiografía: "Muchos autores, fascinados por el éxito de algunas
novelas llamadas históricas, confunden novela e historia. Escriben libros de his-
toria novelados, algo muy distinto" (pág. 289). En efecto, el éxito comercial
parece ser lo que aporta el criterio narrativo básico de muchas obras actuales.

(Aduciré entre paréntesis un testimonio curioso, si no ejemplar, de la per-


meabilidad de fronteras entre lo histórico-biográfico y lo novelesco. Se trata del
proceso seguido por una biografía novelada de la popular y desventurada Sissi,
Elisabeth, emperatriz de Austria-Hungría o el hada maldita (1993), escrita por
Angeles Caso y aparecida en una serie de divulgación histórica. El mismo texto,
con igual planteamiento, con título e índice idénticos, aunque con algunos leves
retoques, aparece en 1995 dentro de una colección de novela. El cambio más
significativo radica en que al presentarlo de esta nueva forma se ha suprimido la
cronología y el índice onomástico finales. ¿De tan poca cosa, de tan superficial
apariencia de historicidad, depende que la misma narración posea caracteres en
principio tan diferentes? Lo de verdad novelesco quizás sea la capacidad de un
comerciante, dicho sin mala intención, de convertir la historia en novela, se
supone que con la complicidad del autor. Y lo preocupante, que alguien, si se lo
propone, pueda transformar una novela en historia. Todo se puede andar).

En el otro extremo del arco se hallan, como decía, los textos despreocupa-
dos por la veracidad histórica. Para ellos el escenario temporal no tiene más
valor que el de una sugerente e imprecisa evocación de usos aproximados de la
época en la cual se emplaza la acción. Están regidos por el principio de la estam-
pa colorista, dibujada según criterios de folklorismo anecdótico o de pintores-
quismo neorromántico. Incluso es posible que la reconstrucción no proceda de
fuentes historiográficas, sino de otras secundarias como las literarias o cinema-
tográficas. En aquéllas asienta Fernando Fernán-Gómez El mal amor. ¿Ha tra-
bajado el popular cómico sobre datos fehacientes de la vida castellana de la baja
edad media? Creo que no, que toca de oído y en mi socorro podría aducir algu-
na severa reseña que apuntaba en esta dirección, así la de Nicasio Salvador
(Diario 16, 14/IX/1987), quien, tras señalar la cronología indefinida y confusa
de la obra, censuraba al autor el haber "perpetrado una mascarada". Pero no han
de tomarse las deficiencias informativas, me parece, como reserva fundamental
hacia el libro. Este no va más allá de una insinuadora evocación medieval con
el propósito de hablar, a raíz de la difusión por Castilla de las teorías del amor
cortés provenzal, de algo que también podría haber emplazado en otros momen-
tos: una crisis generalizada con motivo de la irrupción de una rupturista concep-
ción de los usos amorosos. En vano buscaríamos su soporte en los documentos,
porque donde está es en el ambiente descrito - y leído por Fernán-Gómez bien a
su aire- en el Libro de buen amor. Entre las inspiraciones cinematográficas hay
que destacar los fantaseamientos de Terenci Moix, según él mismo ha explica-
do con reveladora expresión: el mundo romano de alguna ficción suya no ha
tenido lugar en la realidad porque lo ha tomado de "el cine de los sábados".

Los datos de la historia se pueden encontrar con un espíritu puntualizador


de contundente minuciosidad, pero también con tal imprecisión, con una presen-
tación tan vagorosa del tiempo y espacio pasados que dan como resultado nove-
las históricas en las que, valga la paradoja, predomina la acronía, al estilo de La
vieja sirena, de José Luis Sampedro. En el medio se hallan relatos más proble-
máticos desde esta perspectiva porque siendo fieles en esencia a la verdad his-
tórica, deslizan inexactitudes o errores. Hay novelas en las cuales, sencillamen-
te, al autor se le escapan indeliberados anacronismos. La infidelidad histórica,
en otras, sin embargo, resulta más sugestiva. No es fácil comprender cómo uno
de los más acertados creadores de novela histórica, Eduardo Alonso, comete
alguna inexactitud en Flor de jacarandá, pues tanto este título como otros suyos
se mueven con solvencia en el pasado. También hay casos en que el anacronis-
mo salta a la vista casi con ostentación, y ello requiere prudencia en el enjuicia-
miento. Veamos, por ejemplo, este caso, tomado de Regocijo en el hombre.
Cuenta Salvador García Aguilar cómo el obispo que narra la primera parte de su
novela es acogido un tiempo por un anciano solitario y sobrio, el cual proveía a
su alimentación con una pobre huerta en la cual, "junto a las coles y nabos, cul-
tivaba primorosos rosales, al tiempo que razonaba: cuando desaparece la ética
debe procurarse al menos la estética" (pág. 52). Ni la idea ni la expresión son de
recibo en el primitivo y lejano marco medieval de la historia, y no ha de atri-
buirse a negligencia del autor. Nos hallamos ante un juego que ya no depende
solo del autor sino de la complicidad del lector, que algunas de estas novelas dan
por supuesta. El lector suspende el enjuiciamiento, renuncia establecer una dis-
tancia con la historia y se entrega voluntaria y conscientemente al engaño de la
ficción, a los tópicos del relato aventurero. La línea del tiempo se quiebra y no
debe buscarse la exactitud factual, pues sus irregularidades saltan a la vista de
un lector común mínimamente culto. Reparemos de nuevo en Regocijo en el
hombre. En la segunda parte, su nuevo narrador, y también protagonista, el rey
nórdico Avengeray, llega a España, entra en contacto con el califa de Córdoba y
le proporciona información que el Príncipe de los Creyentes aprovecha para
movilizar un formidable ejército a cuyo frente pone al temido "Almansur". En
la tercera y última parte se vuelve al escenario vikingo de la acción principal, y
otro nuevo narrador, el príncipe Haziel, sólo una generación posterior a
Avengaray, refiere la trayectoria coetánea de su preceptor, Mintaka, el cual,
entre otras andanzas, aprendió en "la corte del gran Carlomagno". El horizonte
histórico se muda en evocación legendaria para que puedan convivir en el
mismo plano del pasado Carlomagno y Almanzor.

Los no inusuales deslices, en general, de no pocos títulos plantean otra


cuestión: ¿qué nivel de instrucción se pide al lector? Porque quien quisiera estar
al cabo de buen número de ellas y poder juzgar de su exactitud tendría que pose-
er una cultura sólida y enciclopédica. Se precisaría la suma de varios Mommsen
para moverse con soltura en este mundo de ficción. Con frecuencia, los despis-
tes nada más puede detectarlos un especialista en el periodo correspondiente,
pero los autores se dirigen a un lector común.

¿Qué importancia tiene, pues, el rigor del dato? Tenemos un caso curioso y
muy interesante. Eduardo Mendoza comete en La ciudad de los prodigios algún
error de tanto bulto y tan detectable como confundir la fecha de la muerte de
Alfonso XIII. ¿Puede reprochársele ignorancia o descuido? En principio, sería
temeridad hacerlo sin más, sin buscar otra explicación. Puesto que en La ciudad...
conviven con toda comodidad historia e imaginación y puesto que también existe
una vena irónica y sarcàstica, podríamos arriesgar que se trata de un juego delibe-
rado que sirve a relativizar la solemnidad de la materia narrada. Esta razonable pos-
tura la ha confirmado en parte el autor, quien ha declarado fallos intencionados con
el propósito de crear un clima de confusión entre lo verídico y lo imaginado. Pero
sólo en parte, porque en unas "Confesiones de autor" ha explicado que se deben a
que "muchas veces no suelo verificar las fuentes, o cojo notas a mano que luego al
transcribir confundo". Y respecto del error señalado, ha reconocido que fue "tan
grande que decidimos", dice refiriéndose conjuntamente a él mismo y al editor, "no
cambiarlo en las posteriores ediciones por formar parte ya de la novela".

* * *

No merece la pena gastar mucha tinta en censar las épocas y los espacios
reflejados en nuestro catálogo porque acabamos en corto diciendo que casi toda
la peripecia de la humanidad, en mil ámbitos y momentos, aun los más insólitos
o insospechados, se puede revisitar. En la imposibilidad de acometer esa cicló-
pea tarea, me limitaré a subrayar un par de síntomas. Por un lado, hasta una
decena de títulos versan, en su totalidad o en parte, sobre la guerra de la
Independencia y el reinado de Fernando VII, época que parecería menos estimu-
lante al contar ya con la magistral exposición galdosiana. Quizás se vuelva a ella
porque aquellos ajetreados tiempos provocan inquietantes analogías con un
incierto presente. Por otro lado, la guerra civil del 36 ha tenido un curioso pro-
ceso. La narrativa del medio siglo rompió con la recreación de este tema, aban-
donó su tratamiento directo y lo sustituyó por la visión, el recuerdo o vivencias
infantiles de aquella lucha cainita. Luego, cuando parecía que esta materia había
quedado superada por reiteración o falta de interés tanto de lectores como de
autores, se produce un resurgimiento protagonizado, salvo excepciones nota-
bles, como las de Delibes o Benet, por narradores jóvenes. Además, hay un
fenómeno singular, el cambio producido en su tratamiento, un vaivén curioso:
la novela de la guerra en esta etapa más reciente en un primer momento se dis-
tancia del enjuiciamiento político o social y la considera como experiencia que
se trasciende a un ámbito mítico o universalizador, según he subrayado en otras
ocasiones; avanzados ya los 90, se vuelve a la concreta dimensión ideológica de
aquella contienda cainita y al alcanzar el nuevo siglo se convierte en un modo
de reivindicar una memoria histórica suspendida por el pacto colectivo que dio
lugar a la transición política hacia la democracia.

* * *

En principio, una novela histórica no tiene por qué ser distinta de otra sin
apellido. A falta de rasgos formales específicos, sí se dan dentro del catálogo
precedente algunas curiosas coincidencias. Una posee, a mi parecer, mucha
importancia: con bastante frecuencia la narración histórica reciente adopta el
relato en primera persona, la cual suele adoptar la forma de la autobiografía.
Este hecho requeriría un análisis en profundidad, que no echara en saco roto la
irrupción del yo confesional en las letras peninsulares recientes con una pujan-
za desconocida, pero de manera muy provisional podemos achacarlo a una
doble causa. Por un lado, se fomenta la impresión de verosimilitud, pues lo así
relatado tiene un grado mayor de certeza al ser referido por quien se dice testi-
go o protagonista de los hechos. Por otra, se relativiza todo, la propia narración
y su sentido, al depender de una mirada personal y subjetiva. En todo caso, sí
merece subrayarse el hecho de que muchas de estas obras históricas se concen-
tren en el ámbito de lo privado, abandonando una antigua intencionalidad de
reflexión colectiva. Muchas se sitúan sin reservas en el terreno de los problemas
emocionales, sentimentales, de comunicación, de aspiraciones frustradas, de
creencias religiosas. Por tanto, se aborda la dimensión individual o existencial
de la persona a través de una fabulación histórica.

Llama la atención el alcance de este fuerte acento individualista presenta-


do mediante una narración en primera persona: su efecto inmediato de subrayar
la mirada subjetiva resulta en las antípodas de la objetividad o neutralidad inhe-
rentes a la reconstrucción histórica. Napoleón, o Cristóbal Colón, o Felipe II
hablan por sí mismos, por su propia boca, e igual hacen testigos menudos de su
tiempo pretérito, con lo cual la novela no nos da la verdad, sino la versión per-
sonal y, por siguiente, interesada de los sucesos. Estas actitudes tienen que ver
con el escepticismo característico de nuestro tiempo, con las dudas acerca de
conocer la verdad y, a la postre, con una relectura desconfiada del pasado, en
línea con lo que algunos teóricos han considerado propio de la novela histórica
reciente, su carácter -dicho con el término que suelen emplear- metanarrativo.
La historia es una narración del pasado, y la novela narra a su vez esa narración,
y, con frecuencia, la desmonta o la cuestiona. De ahí que la novela histórica sea,
en las sociedades occidentales, el gran género de las postrimerías del milenio, y
de ahí el otro rasgo que se señala en otro lugar de estas páginas, su cercanía con
la narración imaginativa o incluso fantástica.

La otra coincidencia notable consiste en la alianza de relato histórico e


intriga: un buen puñado de aquéllos se atienen a un planteamiento de suspense
que en algunos se convierte en adaptación pura de los procedimientos de la lite-
ratura negra y policiaca. Estas dos formas narrativas -las más reiteradas, según
creo, de nuestra última narrativa- precisan de una mínima apostilla que las sitúe
en su contexto. La novela española del postfranquismo, en visión panorámica
cuyo detalle no cabe aquí, ha coincidido en una intensa formalización que ha
dado lugar a varios subgéneros, uno de los cuales es precisamente el que veni-
mos glosando. Pues bien, éste se ha contaminado de los restantes subgéneros, ha
renunciado a señas de identidad distintivas y no es extraño encontrarlo en mari-
daje con otro u otros. Incluso, a veces el elemento histórico sirve de simple sus-
trato, por lo común de corte ambiental, a fabulaciones en las cuales los compo-
nentes restantes predominan. Un pequeño puñado de ejemplos avalan esa mez-
cla de modelos. La historia va al lado de lo policiaco, como he dicho, en Bajo
la absolución de los árboles, de Pedro Torres Curiel; se marida con lo erótico en
El don prodigioso, de José María Páez; en fin, se entremezcla con lo fantástico
o lo gótico en Las joyas de la serpiente y La fase del rubí, de Pilar Pedraza, o
en Osario, de José María Latorre. Este mestizaje de géneros practica Carlos
Ruiz Zafón en un best seller último, y posterior a nuestro catálogo, La sombra
del viento, también en parte novela histórica, aunque ni mucho menos solo eso.
Llegados a este punto, tenemos asimismo la narración histórica que actúa como
referente de otra narración histórica, percibida como una forma muy codificada,
y un hábil fabulador, Joaquín Borrel, traza con La esclava de azul una divertida
parodia del propio subgénero, amena y curiosa literatura de segundo grado. Y
muestra, además, muy característica por su carácter paródico de los gustos post-
modernos.

* * *

Sería más bien un lingüista quien tendría que detallar lo que sucede en el
campo de una de las exigencias más costosas de la narración histórica, la del
estado diacrónico de la lengua utilizada. Con su habitual perspicacia ha resumi-
do el problema Umberto Eco a propósito de La isla del día de antes: "Yo no
sabía cómo escribir un libro que se desarrolla en el barroco. ¿En mi lenguaje de
hoy? Se perdería el sentido histórico. ¿En la lengua del barroco? Hubiera sido
insoportable". De todo hay entre los usos de nuestro catálogo y no falta ni
siquiera el voluntario remedo de la prosa renacentista, por ejemplo. Por haber
hay hasta un contrafacta de la picaresca, incluso en la condición anónima del
relato, Vida de Iñigo de Esgueva, picaro de estos tiempos. En general, la lengua
arcaizante, quizás por la dificultad que ofrece a autor y lector, no goza de mucho
predicamento, y se suele preferir la prosa actual, con algún rasgo léxico o sin-
táctico que evoque un aroma de época, y hasta sin ninguna marca del pasado.

* * *

Tras estas observaciones nos queda todavía por decir unas palabras acerca
de la cuestión más dificultosa: exponer una razón o, al menos, una conjetura
sobre el porqué de este florecimiento bastante repentino de nuestra novela his-
tórica en un periodo de tiempo tan corto. Sin duda, como en todas las manifes-
taciones culturales de cierta complejidad, existe una enmarañada suma de cau-
sas, que acaso ahora mismo no somos capaces de distinguir con precisión ni niti-
dez, y no un único motivo. Conviene destacar que no estamos ante un fenóme-
no aislado, ni ante un rasgo propio de una literatura nacional, pues bien se sabe
su éxito en todo el mundo. Coincide con una época en la que la revisión de tiem-
pos pretéritos ha despertado un gran interés. Distintos e importantes programas
de notables empresas editoriales lo confirman. Algunos se centran en la ficción.
La "Biblioteca de Novela histórica", iniciada por Ediciones Orgaz en 1988, se
difunde por canales populares. La editorial Edhasa tiene en su catálogo la colec-
ción "Narrativas históricas", con presentación cuidadosa y alto precio y cuyos
títulos vienen obteniendo acogida de best seller. También en el fondo selecto,
minoritario y un punto caprichoso de la editorial Siruela (sello que tiene algo de
emblema de un sector de la sociedad lectora - o compradora- de nuestra época)
se encuentra una serie donde se incluyen títulos antiguos, unos cuantos vincula-
dos con las fabulaciones del ciclo artúrico, patrimonio lógico hasta ahora de
especialistas, y que sorprendente y significativamente logran buenos niveles de
difusión. Un carácter distinto tiene la colección "Memorias de la historia", de la
editorial Planeta, también editada con éxito comercial a partir de 1988. Sus títu-
los suelen originarse en encargos editoriales y no obedecen a estímulos creati-
vos o comunicativos de los autores; las obras frecuentan una perspectiva curio-
sa o costumbrista de episodios o personajes del ayer; tiene un carácter de divul-
gación y un tono muy narrativo y literario. En ella se incluye, además, la men-
cionada serie de presuntas autobiografías. Al mismo tiempo, la editorial Salvat
comercializa en quiosco la colección "Novela Histórica".

Nuestra novela histórica está arropada, pues, por un amplio movimiento


editorial e industrial. Pronto ha dispuesto incluso de un premio literario especí-
fico, de rótulo esperable, Adriano, con su dotación económica, un millón de
pesetas, que adelantan por los derechos de autor las barcelonesas Ediciones
Apostrofe. Todo ello la sitúa en la órbita de los productos de consumo. Y en el
contexto, también, de otros procesos de dimensión internacional como el éxito
de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, o de la versión televisiva de Yo,
Claudio, de Robert Graves. Este ambiente podría servir de explicación a un
hecho curioso. Memorias de Adriano, de Yourcenar, se publica en 1951 y la tra-
duce al castellano Julio Cortázar en 1954. Esta edición pasó desapercibida y lo
que en los cincuenta fracasó, triunfa en los ochenta y obtiene ventas muy volu-
minosas en la Península, que habían alcanzado a comienzos de 1988 la cifra de
doscientos cincuenta mil ejemplares según los datos aportados por Jean-Pierre
Castellani en el Bulletin de la Société Internationale de Etudes Yourcenariennes
(núm. 3, febrero, 1989). El mismo Castellani señala una anécdota que podría
haber servido para engrosar esas cifras -el que el presidente del Gobierno espa-
ñol confesara en una entrevista que estaba leyendo esa novela-, aunque prefie-
re considerar coincidencias entre la época del Emperador romano y la nuestra
para explicar el éxito actual.

Este triunfo de lo histórico en forma de relato imaginario o de divulgación


genera una honda de poderoso arrastre. Si el editor busca la novela histórica por
su probable éxito, más de un autor se sentirá decidido a escribir dentro de sus
reglas porque ello le abre, en principio, mayores posibilidades de encontrar edi-
tor. Eso si no convierte cierta habilidad formal y un bagaje de noticias, anécdo-
tas y curiosidades de una época pasada en un lucrativo negocio, ajeno a los
impulsos de la creación auténtica. Ese parece ser el descarado propósito de
Néstor Luján, que ha sumado millonarias cantidades, solo en premios, con obras
de simple fórmula. ¿Y cómo no sospechar un cierto oportunismo, o al menos
una entrega a la moda, y no la necesidad de abordar una causa justa, en la
blandenguería emocional y política con que alguna narradora se ha empeñado
en rescatar en serie figuras femeninas del pasado?

Razones más nobles parecen estimular a otros narradores. El impulso de los


nacionalismos y la nueva organización autonómica del Estado español está en el
trasfondo de algunas obras que quieren patentizar las peculiaridades históricas
regionales, su postergamiento por una visión centralista del poder o subrayar la
particular contribución regional en el pasado. El mencionado libro de Santiago
Lorén surge de una reivindicación de este tipo: la monarquía aragonesa sacrifi-
có demasiado al proyecto nacional y el rey Fernando estuvo muy por encima, en
todos los sentidos, de su regia, tozuda e intrigante consorte, aunque otra sea la
versión de la historiografía castellana, que ha cometido la injusticia de sobreva-
lorar a la reina Isabel. Una voluntad de demostrar la presencia vascongada inclu-
so entre los musulmanes cuando estos imponían su ley en España está en la raíz
de las páginas de Mila Beldarrain. Ese hecho diferencial autonómico lo exhibe
como una bandera Antonio Enrique en la también mencionada Kalaát Horra:
C o m o bien se comprende, esta novela no es en el fondo más que la búsque-
da de la identidad histórica de una de las tierras de España que de f o r m a más sis-
temática ha visto destruidos, sea por interés o ignorancia de sus gobernantes, sus
signos de identidad (últimamente lo f u e su bandera, que resultó ser la de Portugal)
(pág. 331)

Sospechamos que los anteriores argumentos no agotan los que explican las
nutridas filas de nuestro catálogo. También las propias tendencias de nuestra
narrativa reciente avalan ese auge: la recuperación de lo fantástico y de lo inven-
tivo, en general, alientan ese desarrollo y todo ello no deja de formar parte de
una reacción contra usos anquilosados. Asimismo, razones de dinámica social
profunda tendrían también que considerarse. La sociedad española no ha queri-
do hurgar en el pasado inmediato ni cuestionar el presente debido al peculiar
proceso de la transición política y el decenio de los ochenta se abre bajo sospe-
cha. Se extiende un sentimiento de "desencanto" que lleva a desentenderse del
hoy y, en consecuencia, a volver la vista al ayer. Esto se hace con una doble ópti-
ca que explica las dos orientaciones más generales de nuestra novela histórica
próxima. Por una parte, quienes rehuyen enfrentarse a la actualidad se abisman
en una ficción que tiene propiedades evasivas. Quienes, al contrario, perciben
que vivimos tiempos de crisis y de mudanza, pero desconfían del sentido de los
hechos del día, se lanzan al pasado en busca de modelos que permitan conocer
mejor la actualidad sin sentirse complicados en ella. Cuando el presente no tiene
un sentido claro, el pretérito puede ayudar a entenderlo y proporcionar una pers-
pectiva iluminadora de lo cotidiano. Que a lo mejor no consiste en otra cosa que
en ver con claridad entre el caos de la existencia. De esa creencia parte
Francisco Nieva en El viaje a Pantaélica. Según el narrador, "todo eso que pare-
ce delirio" - s e refiere a la historia como leyenda rebajada y a los datos fabulo-
sos que ésta añade- "es en el fondo la verdad del mundo, cuando a éste se le
mira a distancia".

Con todo sería parcial atribuir a la novela histórica reciente el papel exclu-
sivo de literatura evasiva, comercial y fungible que cabe deducir de algunas insi-
nuaciones vertidas en estas páginas. Muchas obras obedecen a intereses espu-
rios de autores y editores, pero también algunas contribuyen al conocimiento de
la naturaleza humana proyectando su ejemplaridad moral hacia el presente y el
futuro. A este propósito responde un sorprendente y múltiple rescate de un epi-
sodio ominoso de nuestra historia que yacía en la ignorancia de las jóvenes
generaciones españolas, y que ayuda tanto a entender un pasado nacional como
a visualizar la suma de egoísmos que dirige el curso de la historia. Me refiero a
la recuperación de los terribles sucesos del Rif en los años 20. El nuevo milenio
continúa con la recreación de tales episodios acometida a finales de la anterior
en las obras de Severiano Gil Ruiz, Fernando Marías, Ignacio Martínez de Pisón
o Eduardo Valero en otros varios títulos, firmados, además, no por narradores de
una edad madura, sino por autores de las recientes promociones como Lorenzo
Silva (El nombre de los nuestros, 2001, además de un reportaje en busca de las
raíces familiares, Del Rif al Yebala. Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos,
2001), Fernando Marías (El vengador del Rif 2001) y José Luis de Juan
(Kaleidoscopio, 2002). Es notable que la aventura colonial marroquí produzca
desde 1990 casi una decena de relatos históricos. Algo semejante ocurre en el
papel de vehículo para la recuperación de la memoria histórica de la guerra y de
la represión franquista de otros títulos. Aquí la lista sería más larga y menciona-
ré para confirmar esa intencionalidad sólo uno, pero de singular fuerza conmo-
vedora, Las trece rosas (2003), de Jesús Ferrero.

Si enfoques como éstos devuelven la dignidad a un género maltratado por


los intereses industriales, no cabe, sin embargo, ignorar que los intereses se han
impuesto al punto de dictar una auténtica moda, con un desarrollo cuantitativo
que ha llegado a extremos asfixiantes, tanto que incluso se ha convertido en
objeto de diatribas. Ásí expresa su cansancio un comentarista cultural, Manuel
Rodríguez Rivero, en un gracioso artículo, "Por una nueva novela" (ABCD,
730/28-1 a 3-2/2006) de las mismas fechas en que cierro estas páginas:

Trepo por la montaña de libros que preside el salón de mi casa a la caza de


alguna novela en la que no salgan místicos cátaros perseguidos por la Iglesia
(católica, claro), esforzados templarios, o artistas cuyas obras encierran ominosos
arcanos. Busco narraciones sin intrigas medievales o renacentistas o barrocas o
neoclásicas en las que siempre se revela la iniquidad de las religiones estableci-
das, sus recónditas vergüenzas ocultas durante siglos por una jerarquía voraz que
mata y corrompe para seguir gozando de sus seculares privilegios. Estoy harto de
prioratos y de arqueólogos; de enigmas ocultos en monasterios cistercienses, de
robos de reliquias, de turbios testamentos, de sarcófagos de Reyes Magos, de
conspiraciones que obligan a sus desfacedores a dar la vuelta al m u n d o según iti-
nerarios marcados por las guías Lonely Planet, de la ferocidad de las hordas de
Atila, de las ardientes arenas del desierto holladas por hashs-hashin ciegos de
costo, de la niñeras de María Antonieta que relatan su historia mientras "las calles
de París huelen a muerte", de pintores del Conde de Villamediana en el peligroso
Madrid de los Austrias, de la cautivadora sensualidad de la geisha Sayuri en su
cinematográfico escenario de entreguerras, de los mil peligros que afronta la pobre
Aalis de Sainte-Noire en su Edad Media "espléndida y terrible". Ya no puedo más,
créanme.

Y no es ésta una muestra única o excéntrica de alarma y hastío. En sentido


semejante la había precedido un artículo bien razonado de Manuel Hidalgo cuyo
título habla por sí solo, "Historia, ¡socorro!" (El Mundo, 5/3/2005). Empieza el
periodista y escritor Hidalgo describiendo la situación con humorística hipérbo-
le:

Con perdón de la comparación, un tsunami devastador se abate sobre las


mesas y estanterías de las librerías españolas, y se lleva por delante miles de libros
de ficción, poesía o ensayo, y deja, sin embargo, esas playas y puertos de la lite-
ratura anegados por montañas y montañas de novelas históricas. N o recuerdo una
catástrofe semejante.

Apunta después el punto nuclear de este auge, el comercial: "lo que ahora
tenemos, además de un género, es una industria de la novela histórica". Y saca,
al fin, unas conclusiones poco objetables:

Pero ahora es ya la industria editorial, a la vista del alto rendimiento econó-


mico del género, la que ha promovido con sus directrices, sus premios y sus colec-
ciones un gigantesco taller de novelas históricas - e n paralelo a la m o d a de las bio-
g r a f í a s - que nos tiene acogotados. Donde falta la calidad literaria resplandece la
efectividad de prolijos artefactos arguméntales. Y, sobre todo, nadie de nosotros
morirá sin saber algo más de los templarios.

Nos tememos, sin embargo, que ni siquiera sarcasmos tan merecidos y bien
fundados sirvan para contener una tendencia hoy por hoy imparable, y que nos
quedan templarios y otras especies parecidas, y aun más exóticas, para rato.
LA NOVELA HISTÓRICA
DE TEMA GRECORROMANO

Enrique A. Ramos Jurado


(Universidad de Sevilla)

Con la novela histórica acaece una situación paradójica, cuanto más es ata-
cada por los críticos más parece ser apreciada por el gran público. Nada más hay
que ojear los escaparates de las librerías, los catálogos destinados al gran públi-
co, las colecciones de este tipo de relatos que se ofrecen a través de los medios
de comunicación y la existencia de editoriales especializadas en este tipo de lite-
ratura. La verdad es que, como es sabido, el crítico y el gran público no suelen
coincidir y, en este caso concreto de la novela histórica, no sólo intervienen
mostrando su opinión sobre una obra determinada el crítico literario sino tam-
bién el historiador y el filólogo, en el caso de la novela de tema grecorromano
el filólogo clásico. Y la verdad es que cuando un filólogo clásico, y lo digo por
propia experiencia, lee una novela de este tipo con espíritu crítico puro, atenién-
dose al marco histórico en el que la novela discurre, lo usual es que sufra. Cada
uno encontrará "errores" o "fallos" en la recreación del ambiente histórico y de
los personajes de época. Mas creo que esta perspectiva es equivocada. Nunca
debemos olvidar que lo que tenemos en la mano es una novela, por muy "histó-
rica" que pretenda ser, y que por muy documentado que esté un escritor, sea
incluso Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Mary Renault, si los buscamos,
encontraremos anacronismos, errores, omisiones o falsas interpretaciones, desde
nuestro punto de vista. Desde el Espartaco de Koestler (1938) al Yo, Claudio de
Robert Graves (1934), pasando por las magníficas Memorias de Adriano de
Marguerite Yourcenar (1934) o No digas que fue un sueño de Terenci Moix
(1986).
Y es que la novela histórica es un género híbrido, participa de la novela y
de la historia, participa de la ficción y de la "realidad". Es un hiato, como decía
G. Kebbel (1992), entre ficción e historia. La historia siempre ha sido un filón
para la literatura. Recordemos desde los poemas homéricos al Cantar del Mío
Cid e incluso nos ha llegado una tragedia griega de tema histórico como Los
Persas de Esquilo. Mas, en el fondo, el novelista "histórico" intenta armonizar
las dos tareas originariamente separadas de las que nos hablaba Aristóteles en su
Poética. En efecto, decía Aristóteles (Poética 1451 a 36-1452 a l l ) que el his-
toriador y el poeta no se diferencian por decir las cosas uno en verso y otro en
prosa, pues podríamos versificar la obra de Heródoto y no por ello dejaría de ser
historia. La diferencia, desde su punto de vista, estriba en que el historiador dice
lo que ha sucedido, y el poeta lo que podría suceder; "esto es, lo posible según
la verosimilitud o la necesidad"; por ello, añadía el discípulo de Platón, es más
filosófica y elevada la poesía que la historia, pues la poesía dice más bien lo
general y la historia lo particular, en el sentido de que la poesía se refiere a un
tipo de hombres y la historia a hombres particulares, a individuos concretos. Los
nombres propios pertenecen a los individuos, pertenecen a la historia. La poesía
en sí no los necesita, viene a decir Aristóteles; puede haber, y los hay, poemas
sin ningún nombre propio; hay géneros poéticos, como la comedia, donde los
nombres propios son, casi siempre, ficticios y ligados a tipos a los que para
mayor realismo se les da un nombre cualquiera; y si la tragedia se atiene gene-
ralmente, por su material mítico, a nombres existentes a ese nivel, lo hace bus-
cando para los acontecimientos trágicos, que no suelen ser los cotidianos, mayor
credibilidad, algo así como un refuerzo de verosimilitud. El héroe como mode-
lo humano.

Mas esta diferenciación tan clara aristotélica el devenir de la literatura no


ha hecho sino quebrantarla. El novelista "histórico" lo que pretende es compa-
ginar ambas facetas. Ahora bien, sí es verdad, creemos, que la actitud de no
pocos novelistas "históricos" está más en la línea de lo que exigía Aristóteles a
la poesía, "lo posible", que lo que reclamaba a la historia, lo que es o ha sido en
verdad. La historia quiere reflejar y explicarse los sucesos, observándolos críti-
camente desde fuera, la poesía y la novela quiere "vivirlos desde dentro", por
utilizar palabras de Amado Alonso (1984, 12). Pero ello, pensamos, tampoco es
censurable. La pretensión del novelista "histórico" no es hacer historia sino fun-
damentalmente novela, aunque con fondo histórico. La historia exige un acerca-
miento "científico" a la realidad histórica, la novela un acercamiento artístico,
literario. Mas ambas se complementan. En la historia cuenta la "verdad", la
"objetividad", en la novela "la verosimilitud", "lo posible". La frontera que
separa los territorios de la historia y la literatura siempre han sido y son, afortu-
nadamente, permeables. La literatura se puede nutrir de la historia y de la intra-
historia y la literatura, a su vez, es una fuente, si bien secundaria, para el cono-
cimiento histórico.

Realmente toda novela, sea o no de temática histórica, es hasta cierto punto


"histórica", en tanto que los personajes no pueden prescindir del devenir histó-
rico en que se hayan inmersos. Mas ya Walter Scott, quien pasa para la mayoría
de los investigadores como la cabeza de la novela histórica, exigía una cierta
distancia entre el autor y la época "historiada", que para él eran sesenta años,
mas otros, como H. Müller (1988), exigían un mínimo de treinta, o B.
Ciplijauskaité (1981, 13) cincuenta años, o, en líneas generales, que el autor no
haya vivido personalmente la época evocada en la narración. En el caso de la
novela histórica grecorromana, cualquiera que sea el punto de vista que se adop-
te, se cumple la "condición" con creces por parte del autor.

Enmarcar una acción en una época pretérita no es tarea fácil, pues o se


puede caer en los más burdos anacronismos o en la más soporífera erudición. La
virtud, como siempre, está en el término medio. Ya decía Ortega y Gasset (1982,
47) que la tarea del novelista histórico era muy difícil porque "el intento de
hacer compenetrarse ambos mundos produce sólo mutua negación de uno y
otro; el autor -nos parece- falsifica la historia aproximándola demasiado, y des-
virtúa la novela, alejándola en exceso de nosotros hacia el plano abstracto de la
verdad histórica." Conocida es la actitud de Manzoni (1785-1873), quien en su
Del romanzo storico e in genere del componimenti misti di storia e d'invenzio-
ne (1845) ve imposible conciliar estéticamente el suceso real, propio de la his-
toria, con el inventado, propio del arte. Concluye que es imposible alcanzar una
síntesis estética de historia y ficción, condenado con ello a la novela histórica.
Pero la realidad no es así. Es más simple. Lo usual es situar el devenir históri-
co, salvo cuando sean personajes históricos los centros de las obras (casos de un
Alejandro, un César o un Claudio), como simple telón de fondo. La historia se
convierte así en un elemento secundario respecto a la trama novelesca inventa-
da. El autor actúa como una Penélope que teje con dos hilos: uno con el de los
personajes que pertenecen al ámbito de la ficción y otro con el devenir históri-
co de la época en que hace vivir a los personajes e incide en la vida de éstos. El
grado de historicidad y de ficción varía de una novela a otra y de un autor a otro.
De la trilogía sobre Alejandro (Fuego del paraíso, El paraíso persa y Juegos
funerarios) de Mary Renault, fundada en datos históricos, a las novelas policia-
cas en la Roma imperial de Lindsey Davis median un abismo. Asimismo el autor
puede intentar reconstruir grandes cuadros históricos, que es lo importante en la
obra, o dar de vez en cuando sólo determinadas pinceladas, capítulos o breves
resúmenes históricos, que son secundarios, pues lo importante es la acción y los
lances de los protagonistas (Mata Induráin, 1995, 47-48).

Ahora bien, lo usual es que la historia sea ancilla de lo novelesco. Pero, aún
así, el buen novelista histórico es el que se documenta bien, aunque luego no
refleje todo lo que ha aprendido, para evitar el tedio al lector, a lo largo de la
obra. Pero ello le permite recrear con verosimilitud el ambiente histórico. Si el
personaje es histórico, una fuerte personalidad histórica, la historia e incluso, en
ocasiones, su interpretación se convierten en documentalmente importantes. En
caso contrario, si los personajes son inventados, las novelas que mejor nivel
manifiestan son aquellas en que los personajes se enfrentan a problemas eternos
como el amor, la muerte, la desventura, la envidia o la ambición, por poner unos
ejemplos, y en este caso la época histórica actúa como telón de fondo con más
o menos exactitud según la capacidad de los distintos autores.

En cuanto a los orígenes de este género lo usual es seguir a G. Lukácks


(1977, 15-29) quien sitúa su nacimiento a la caída del imperio napoleónico, de
hecho la primera novela de Walter Scott, pionera en época moderna, es
Waverley (1814), aunque, creemos que, con razón, Carlos García Gual (1995,
259) sitúa los precedentes ya en época grecorromana, en la propia novela grie-
ga, pues de las cinco que nos han llegado no fragmentarias (Antía y
Habrócomes, Leucipa y Clitofonte, Dafnis y Cloe, Teágenes y Cariclea,
Quéreas y Calírroe), una de ellas, por ejemplo, la de Caritón de Afrodisias,
Quéreas y Calírroe, se sitúa históricamente siglos antes del autor, concreta-
mente en la época de las Guerras del Peloponeso, pues el padre de la protago-
nista, Hermócrates, es el que venció a los atenienses en una batalla naval acae-
cida en el 414 a.C., mientras que a Caritón, el autor, se le suele situar en el I
p.C., esto es, unos seis siglos después. Por otra parte, tenemos la famosa Vida
y hazañas de Alejandro de Macedònia del Pseudo Calístenes, de tan larga tra-
dición posterior, a la que se le suele situar en torno al siglo III p.C., esto es, casi
siete siglos después del hijo de Filipo.
En cuanto a las épocas Carlos Mata (1995, 22-23) dice que "si quisiéramos
esbozar un brevísimo panorama de la novela histórica, podría resumirse en tres
fases: unos antecedentes más o menos cercanos antes de Scott; Scott y toda una
multitud de imitadores en el siglo XIX; y la novela histórica post-scottiana del
siglo XX, más diversificada en sus técnicas y estructuras", mas Carlos García
Gual, en la parte final de la obra antes citada (1995, 259), cree que estos ante-
cedentes podemos encontrarlos ya, como dijimos, en época grecorromana y
llega a distinguir cuatro épocas:

He intentado distinguir cuatro épocas de ese desarrollo: una aparición en la época


helenística tardía de dos estupendos relatos que indican ya las posibilidades del
género; el resurgir de la temática b a j o la f o r m a de relatos de viaje en el siglo
XVIII, su apogeo polémico en el siglo XIX, y los destacados intentos de relanzar-
los en el X X .

En efecto, aparte de los precedentes de los que ya hemos hablado en el


mundo clásico, con el redescubrimiento en el siglo XVIII de la Grecia clásica,
de su esplendoroso pasado, los intelectuales de la época viajan a ella y no siem-
pre físicamente sino espiritualmente, como en el túnel del tiempo, con la imagi-
nación, y surgen obras como el Voyage du jeune Ancharsis en Grèce vers le
milieu du quatrième siècle avant l'ère vulgaire de Jean Jacques Barthélemy
(1716-1795), que apareció en cuatro volúmenes en 1788, siendo traducida a
nuestra lengua en 1811 y 1813, y Los viajes de Antenor por Grecia y Asia con
nociones sobre Egipto, manuscrito griego de Herculano que tradujo a la lengua
francesa Etienne François Lantier (1734-1826), cuya edición corresponde a
1797, siendo traducida a nuestra lengua en 1802, y Las aventuras de Telémaco
de François Salignac de la Motte Fénelon, publicada furtivamente en 1699 y en
edición autorizada en 1717, en la que el hijo de Ulises continúa las aventuras de
su padre.

El siglo XIX fue un siglo clave para la novela histórica y surgieron muchas
que marcaron generaciones de lectores incluso en nuestro siglo. El siglo XIX,
además, fue un siglo de grandes polémicas que se reflejan en las grandes nove-
las históricas de la época. En efecto, como dice Gilbert Highet (1978, II, 241-
258) la novela histórica se utiliza, por ejemplo, en la pugna entre detractores y
defensores del cristianismo. En el siglo XIX muchos escritores aborrecían el
mundo en que vivían, le dieron la espalda y se volvieron a Grecia y Roma, por-
que era un mundo hermoso, caso del movimiento parnasiano, que debe su nom-
bre al Parnaso, montaña en que habitan las Musas y cuyo nombre sirvió además
para una revista fundada por poetas franceses, en la que éstos entre 1866 y 1876
publicaron sus obras y que defendía los ideales estéticos griegos y latinos. En el
movimiento parnasiano encontramos autores como Charles-Marie-René
Leconte de Lisie, Giosuè Carducci, Tennyson o José María Heredia (1842-
1905). Eran grandes amantes de los clásicos y, llevados por su admiración, des-
preciaban el cristianismo. En esto le habían llevado la delantera los poetas revo-
lucionarios como Shelley, Hòlderlin y otros, pero sus sucesores del XIX fueron
mucho más decididos y rencorosos. Amaban el paganismo en tanto no era cris-
tiano y aborrecían al cristianismo en tanto no era grecorromano. Eran tres los
argumentos que se desplegaban tras las obras de los anticristianos:

1) El cristianismo no forma parte de la tradición europea, sino que es algo


oriental y, por tanto, bárbaro y repulsivo. Esta apreciación aparece ya en la
célebre Oración sobre la Acrópolis del eminente orientalista Ernest Renán
(1823-1902), en que habla del cristianismo como de "un culto extranjero,
que vino de los sirios de Palestina", y en Los orígenes del cristianismo, en
el que, aunque trata a Jesús con respeto, recalca que era judío y, por tanto,
representante de una tradición asiática. Esta perspectiva es compartida con
matices por intelectuales de la talla de Anatole France (1844-1924), ahí está
su famoso cuento El procurador de Judea o su Tais (1890), novela históri-
ca en que se narra la conversión de la hetera Tais en el Bajo Imperio al cris-
tianismo y, por el contrario, la condena del abad Panufcio, enamorado y
tentado por la belleza de Tais.

2) El cristianismo significa represión, mientras que el paganismo significa


libertad. Esta creencia ya se notaba en Shelley, pero quien le dio más vigo-
rosa expresión fue Guarducci (A Satanás, Junto a las fuentes del Clitumno).
Aquí entrarían también Leconte de Lisie con su Historia popular del cris-
tianismo y su poema Hypatie, Louis Ménard (1822-1901) con su
Politeísmo helénico, Pierre Louys (1870-1925) con Las canciones de B i litis
(1895) y Aphrodite, moeurs antiques (1896). En Aphrodite de Pierre Louys
el autor quiso ofrecernos en su novela un cuadro muy cálido y colorista de
la Alejandría de los tiempos de Berenice a través de la pareja protagonista:
Crisis, bellísima cortesana, y Demetrio, un bello escultor, finalizando con
la muerte de la cortesana. La novela de Pierre Louys fue considerada por la
crítica francesa la novela "parnasiana" más popular y conseguida.
3) El cristianismo es tímido y débil, mientras que el paganismo es fuerte e
intenso. Es la doctrina de Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900).
Gustave Flubert (1821), el autor de una gran novela histórica, Salambó
(1862), despreciaba el cristianismo contemporáneo como inadecuado para
una persona inteligente y decía que el mundo había pasado por tres etapas,
de las que la última era la peor: paganismo, cristianismo y "patanismo" o
era gobernada por patanes mezquinos. Su Salambó, tiene como personaje
principal a una sacerdotisa de Tanit y desarrolla la acción durante la suble-
vación de los mercenarios que Cartago había contratado para su lucha con-
tra los romanos en la Primera Guerra Púnica (c. 241 a.C.), basándose en
textos de Polibio y Apiano.

Pero el cristianismo, a pesar de esta oposición, en el siglo XIX seguía tenien-


do una gran fuerza social y muchos escritores del XIX desenvainaron su cálamo
para defenderlo, y se escriben grandes novelas históricas como defensa y propa-
ganda del cristianismo, muchas de las cuales, a partir de la aparición del cine, han
sido llevadas a la gran pantalla. Ya a comienzos del XIX, 1809, publica
Chateaubriand (1768-1848) su famosa epopeya en prosa Los mártires del cristia-
nismo, que narra la persecución de los cristianos bajo Diocleciano y termina con
el martirio del héroe, Eudoro, y la heroína, Cimodocea, y la conversión de
Constantino al cristianismo. Según Highet (1978, II, 170) "es un fascinante ejem-
plo del fracaso a que un buen escritor se expone cuando elige un molde literario
equivocado [...] Chateaubriand trató de ser en Los mártires un Milton francés y
católico; pero lo que resultó fue un hinchado precursor de Ben-Hur y Quo vadis?".
Según García Gual (1995, 109) "acaba siendo poco más que una novela histórica
lastrada de ideología conservadora y un extraño aparato poético impropio de un
relato en prosa". Es una novela apologética del cristianismo, en la que los paga-
nos son terriblemente malvados y los cristianos tremendamente buenos. El cristia-
nismo es la luz y el paganismo las tinieblas. Es la plasmación novelada de su tesis
mantenida en El genio del cristianismo, que marca el comienzo de una reacción
cristiana contra el paganismo intelectual del siglo XVIII. Con su obra replica a los
ilustrados que, como Gibbon (Decadencia y caída del Imperio Romano), veía en
la caída del Imperio el triunfo de la barbarie y de la religión de las tinieblas de los
cristianos. Ya las palabras del comienzo delatan el tono de la obra: "Quiero refe-
rir los combates de los cristianos y la victoria alcanzada por los fieles sobre los
espíritus del abismo, merced a los gloriosos esfuerzos de dos esposos mártires."
Esta novela inaugura toda una línea ideológica de la novela histórica que dará
lugar a un grupo de novelas, de las más señeras y que marcan una época para la
literatura y el cine, las novelas de los difíciles tiempos de la implantación del cris-
tianismo con sus persecuciones y catacumbas.

En efecto, en 1834 se publica la novela de Edward Bulwer-Lytton, más tarde


Lord Lytton, Los últimos días de Pompeya, descripción melodramática de la
lucha entre paganismo y cristianismo, subrayada por la simbólica destrucción de
una perversa ciudad pagana merced a la famosa erupción del Vesubio del 79 en
el que perecen los malos, los paganos, y triunfan los buenos, la pareja protago-
nista, Glauco e Ione. También E. Bulwer dejaría inacabada (1876) su Pausanias
the Spartan. La obra de Bullwer-Lytton, Los últimos días de Pompeya, marcó una
época para la novela de tema grecorromano, aunque había sido precedida por
otras obras de tema clásicos como El epicúreo (1827) de Thomas Moore, que
narra las fingidas confesiones del epicúreo Alcifrón, escritas en el II p.C., en las
que éste cuenta cómo él, que a sus veinticuatro años era el jefe de la escuela epi-
cúrea, acabó convirtiéndose al cristianismo por influencia de la dulce Alete, o
Valerius. A Roman Story (1821) de J. G. Lockart. Dos años después de Los últi-
mos días de Pompeya, aparecería el Perícies and Aspasia (1836) de W. S. Landor
y en 1838 Akté de A. Dumas. Mas en 1853 aparecería en Londres una gran nove-
la histórica centrada en la atractiva filósofa neoplatónica de Alejandría, Hypatia
or New Foes with an Oíd Face de Charles Kingsley (1819-1875), profesor de his-
toria en Cambridge y párroco de la Iglesia anglicana, quien nos narra el famoso
hecho histórico del escandaloso asesinato de la filósofa neoplatónica Hipatia en
Alejandría, cometido por una turba de monjes cristianos fanáticos. El subtítulo de
la obra, Enemigos nuevos con rostro viejo, era significativo para el autor y su
época, la intolerancia religiosa de la que fue víctima la filósofa neoplatónica esta-
ba produciendo nuevos frutos, a juicio de Kingsley, en su época.

Al año siguiente, 1854, aparecería otra gran obra de propaganda cristiana


que ha marcado a los lectores, sobre todo juveniles, hasta la primera mitad del
siglo XX, y que fue llevada al cine, Fabiola o la iglesia de las catacumbas del
cardenal Wiseman (1802-1865), prelado católico de Westminster, reconstruc-
ción de los años de prueba más terribles que sufrió la Iglesia en sus primeros
siglos, la persecución de Diocleciano. Fabiola, el personaje central, es una dama
romana que se convierte al cristianismo movida por los nobles ejemplos de sus
amigos y servidores cristianos. Dos años después, 1856, aparecería Callista: a
Tale ofthe Third Century de J. H. Newman.
Otro gran éxito editorial y cinematográfico supondría la famosa novela
publicada en 1880 por Lewis Wallace (1827-1905) Ben-Hur. L. Wallace, que
militó como mayor general en el ejército del Norte durante la guerra civil ame-
ricana y salvó a la ciudad de Washington del avance de los confederados, llegan-
do a ser gobernador del estado de Nuevo México, nos dramatiza en su novela,
en magníficas escenas, la interacción de romanos, judíos y cristianos en época
de Jesús de Galilea. Su héroe central, ese judío noble, que inicuamente se ve
sometido a galeras para finalmente vencer en la apasionante carrera de carros,
se cuenta entre las más vividas descripciones que se han publicado del mundo
antiguo.

Cinco años después, en 1885, aparece Mario el epicúreo de Walter Pater,


que es un estudio del proceso de la conversión cristiana, no por la vía de la
pasión o el milagro, sino por la vía de la reflexión, de un joven romano, noble y
pensador, que vive en época de los Antoninos. En sus primeros años, a nuestro
héroe la religión tradicional le basta, pero la muerte de su madre y la de un
amigo íntimo, un escéptico, le hunden en la duda. Se hace epicúreo, de ahí el
título de la obra, mas encuentra a Marco Aurelio, profundiza espiritualmente y
se hace estoico, como el emperador, pero va penetrando más en el reino del espí-
ritu y va convirtiéndose poco a poco al cristianismo, asistiendo a sus reuniones,
donde es apresado y sufre martirio. Cuatro años después, en 1889, aparecería la
Cleopatra de Henry Ridder Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón
(1885) y Ella (1886), en la que narra los amores de Cleopatra y Marco Antonio,
y en estos mismos años aparecería la famosa trilogía de Dmitri Serguéoevich
Merezhkovski (1865-1941) titulada Cristo y Anticristo que comprende: La
muerte de los dioses: Juliano el Apóstata (1894), La resurrección de los dioses:
Leonardo da Vinci (1901) y Anticristo: Pedro y Alexei (1902). El gran tema de
la trilogía es la lucha entre paganismo y cristianismo, la sabiduría helénica y la
belleza clásica frente a una espiritualidad que busca valores transmundanos, el
cristianismo.

En 1905 recibiría el premio Nobel fundamentalmente por Quo vadis?


(1896) el eminente novelista polaco Henri Sienkiewicz (1846-1916). Quo
vadis? es un relato laboriosamente detallado de la penetración en Roma del cris-
tianismo durante el reinado de Nerón y el ministerio de Pedro y Pablo, y que
contiene las escalofriantes escenas de las persecuciones y ajusticiamiento de los
cristianos. En la oposición cristianos/paganos Sienkiewicz plasma la oposición
polacos/alemanes y rusos, enemigos y perseguidores crueles de su pueblo pola-
co. Como dice G. Highet (1978, II 255) "el relato es en realidad un manifiesto
patriótico: la pequeña comunidad de cristianos primitivos, vindicándose, a pesar
de sus tremendos sufrimientos, contra la opresión de un imperio vasto y pode-
roso, expresa la admiración de Sienkiewicz por su Polonia y su esperanza en
ella. La correspondencia está un poco exagerada por el hecho de que la heroína
es una princesa cristiana traída de la Europa septentrional que más tarde fue
Polonia". Tanto Ligia, la protagonista cristiana, como Urso, su protector, son
ligios, quienes, para Sienkiewicz, eran verdaderos polacos del siglo I p.C. Sus
retratos de Nerón, Petronio y el apóstol Pedro marcan la novela y su posterior
puesta en escena para el cine.

En este siglo XIX la novela histórica se utilizó también con fines naciona-
listas. No es cuestión de hablar del propio Walter Scott, pero sí recordar que se
escribieron novelas como Ein Kampf um Rom (1876) de Félix Dahn (1834-
1912) que enaltecía el alma germana y alcanzó numerosas ediciones en
Alemania. En el caso español de todos es conocido cómo el nacionalismo vasco
busca en novelas presuntamente históricas de aquella época, como Amaya, el
refrendo de sus ideas. En nuestro país, aunque surgen imitadores de la novela
histórica marcada por Walter Scott, como son Gertrudis Gómez de Avellaneda
(<Guatemotzin, último emperador de Méjico, 1846), Larra (El doncel de don
Enrique el Doliente, 1834), Gil y Carrasco (El señor de Bembibre, 1844) o
Navarro Villoslada (Doña Blanca de Navarra, 1846, Amaya o los vascos en el
siglo VIII, 1877), entre otros, no tiene lugar la aparición de obras de tema gre-
corromano de cierto éxito y reconocimiento. Sólo, creo, tendríamos que aludir
al Nerón (1866) de D. Emilio Castelar, autor asimismo del famoso Fra Filipo
Lippi, centrada en la vida florentina del siglo XV (cf. A. Alonso, 1984, 36-41;
C. Mata, 1995, 24).

Dejamos a un lado los denominados dramas de toga, esto es, versiones tea-
trales de temas grecorromanos (Claudian, 1883, de W. G. Wills y H. Hermán,
The Sing of the Cross, 1896, de W. Barret y Ben-Hur de W. Young, 1899), que
insisten en la decadencia y maldad pagana frente a la bondad y renovación cris-
tiana (cf C. García Gual 1995, 201-207) y el cine de tema grecorromano (cf A.
Duplá & A. Iriarte, 1994; F. Lillo, 1994, 1997; R. de España, 1997; J. Solomon
1979; M. M. Winkler 1991) ya que escapan a nuestro propósito en el momento
actual.
Centrándonos ya en la novela histórica del siglo XX, conocida es la posi-
ción de Amado Alonso (1984, 41) en el sentido de que "la novela histórica está
en crisis casi desde su nacimiento" y en la época en que Amado Alonso escribió
su Ensayo sobre la novela histórica (1942) consideraba (1984, 80) que el géne-
ro estaba "prácticamente abandonado. Cierto es que todavía en el siglo actual
Mereshkovski lo cultiva hermosamente con temas de la antigua Roma o del
Renacimiento italiano o de la antigua Creta; pero si bien en todos los países hay
algunos escritores secundarios que no la dejan morir del todo, en general desde
Salammbó la novela histórica no tiene ya más que apariciones esporádicas en la
obra de unos pocos autores de importancia: Anatole France escribió Thaïs y Los
dioses tienen sed\ Pierre Louys, Aphrodite; Mereshkovski, La muerte de los dio-
ses, La resurrección de los dioses, Tutankhamón en Creta, etc.; entre los nues-
tros Blasco Ibáñez, Sónnica la cortesana (no histórica y seudoarqueológica), y
Enrique Larreta La gloria de don Ramiro."

La perspectiva negativa que dominaba el pensamiento de Amado Alonso


afortunadamente no se ha cumplido. Mas fijémonos en que de las novelas espa-
ñolas de tema grecorromano destaca el estudioso Sónnica la cortesana de
Vicente Blasco Ibáñez. En efecto, sin ser una gran novela histórica, esta obra de
Blasco Ibáñez no ha tenido, pensamos, la atención que se merece. Escrita el año
del estreno de la Electra de Galdós, del cierre temporal por orden gubernativa
de "El Pueblo", de su elección por tercera vez de diputado y de su nombramien-
to como jefe absoluto de Fusión Republicana, esto es, en 1901, es la obra fun-
damental, dentro de la producción del autor, en lo referente al mundo clásico. Se
enmarca en el período de 1893 a 1902, que comprende Arroz y Tartana, Flor de
Mayo, La barraca, Entre naranjos, Sónnica la cortesana, Cañas y barro y dos
colecciones de cuentos (Cuentos valencianos y La condena y otros cuentos),
período valencianista, regionalista intenso del autor, que coincide con un movi-
miento propio de ciertos escritores de fines del siglo XIX, que se caracteriza por
el recogimiento regionalista y de intimidad con lo local. Es la época en que fra-
guan el catalanismo, el vasquismo y el gallegismo como movimientos políticos,
aunque Blasco en este sentido se sentía español, pero valenciano hasta la médu-
la. Este localismo impregna la zarzuela, la novela y la lírica. Baste recordar las
figuras de Vicente Medina con sus poemas dialectales del murciano, José María
Gabriel y Galán con su dialecto extremeño-salmantino y el propio Blasco Ibáñez
con su amor a todo lo valenciano.
Pues bien, dentro de este amor por el terruño, por el presente y por su pasa-
do, se enmarca Sónnica la cortesana, en la que se nos narra la heroica resisten-
cia de Sagunto frente a las tropas de Aníbal a través de los amores de dos grie-
gos, Sónnica y Acteón, que dejan su vida en su defensa.

En su prefacio, dirigido "Al lector", escrito veintidós años después, en


1923, nos proporciona una serie de claves para comprender la obra, tanto en el
ámbito de las razones que le impulsaron a escribir esta novela como a las fuen-
tes que, según dice, utilizó. En efecto, nos informa de que "esta obra la escribí
en 1901, para completar con ella la serie de mis novelas que tienen por escena-
rio la tierra valenciana", pues "había publicado ya Arroz y tartana, Flor de
Mayo, La Barraca y Entre naranjos, que son la novela de la vida en la ciudad,
de la vida en el mar, de la vida en la huerta y de la vida en los naranjales. Tenía
entonces el proyecto de escribir Cañas y barro, y para ello estudiaba la existen-
cia de los habitantes del lago de la Albufera. Pero antes de producir esta última
obra sentí la necesidad de resucitar el episodio más heroico de la historia de
Valencia, sumiéndome para ello en el pasado, hasta llegar a los albores de la
vida nacional. Y abandonando la novela de costumbres contemporáneas, la des-
cripción de lo que podía ver directamente con mis ojos, produje una obra más o
menos fiel, una novela de remotas evocaciones", "con esto", prosigue, "realicé
un deseo de mi adolescencia, cuando empezaba a sentir las primeras tentaciones
de la creación novelesca", pues "siendo estudiante, en vez de entrar en la
Universidad, huía de ella las más de las mañanas para vagar por los campos o
por la orilla mediterránea, encontrando a esto mayor seducción que al conoci-
miento de las verdades, muchas veces discutibles, del Derecho. Al caminar por
los senderos de la huerta valenciana se ve siempre en el horizonte, por encima
de las arboledas, una colina roja, que es la estribación más avanzada de la sierra
de Espadán, el último peldaño de las montañas que se escalonan en descenso
hasta el mar. Sobre su cumbre, como amarillentas y sutiles pinceladas, se colum-
bran los muros de un vasto castillo. Allí está Sagunto. También al vagar por la
playa, ante la llanura del Mediterráneo, azul a unas horas, verde a otras o de
color violeta, pensaba en todos los personajes interesantes que dominaron este
mar, saltando sobre él en sus caballos de leño, desde los navegantes homéricos
hasta los corsarios cristianos y los piratas berberiscos, que sostuvieron una gue-
rra milenaria. Y muchas veces me dije, con mi entusiasmo de novelista apren-
diz, que algún día escribiría dos novelas; una, sobre Sagunto y su desesperada
resistencia; otra, que tendría por héroe el Mediterráneo. Esta novela tardé
muchos años en producirla, y es Mare nostrum. Mi novela de Sagunto nació
antes. Tal era mi deseo de hacerla, que, como ya he dicho, interrumpí mis nove-
las valencianas contemporáneas para que pasase delante de Cañas y barro".

Para escribirla tuvo que realizar, dice, "grandes labores preparatorias",


como fue el refrescar sus "estudios latinos del bachillerato para leer algunas
obras antiguas que tratan de la heroica resistencia de Sagunto y su destrucción",
acudiendo a las fuentes clásicas, fundamentalmente, según reconoce, a Silio
Itálico. La obra que consta de diez capítulos narra la heroica resistencia de
Sagunto ante Aníbal (marzo a noviembre de 218 a.C.) a través de los amores de
Acteón, un ateniense culto, soldado de fortuna y comerciante, cuyo nombre se
silencia al principio, quien llega a Sagunto en "la nave de Polianto, piloto sagun-
tino", "liberto de Sónnica", y Sónnica, excortesana merced a "un joven ibero",
Bomaro, quien la traslada a Zacinto, la hace su esposa, pero fallece en un nau-
fragio, quedándose ella a vivir en Sagunto, donde unos, "los maldicentes de la
ciudad la llamaban "Sónnica la cortesana" y los pequeños comerciantes
"Sónnica la Rica".

A Blasco en realidad no le preocupa relatar con toda exactitud la verdad


histórica del conflicto de Sagunto, pues en caso contrario, al hablarnos de sus
fuentes, podía haber citado a Polibio y a Tito Livio. Por el contrario, su fuente
primordial confesada es Silio Itálico, un admirador de Virgilio y Cicerón, quien
para los libros I-II, a su vez, recurrió, al parecer, a Valerio Antias y éste a Fabio
Pictor. Blasco no insiste en el insulto que suponía para los cartagineses la alian-
za de los saguntinos con los romanos, ni el tratado del Ebro y las posiciones ante
él, por citar unos ejemplos, esto es, no valora más a Polibio y Tito Livio que a
un poeta épico del siglo I p.C., Silio Itálico, quien, como alumno de Virgilio,
toma como objeto de su canto la segunda guerra púnica, con la figura descollan-
te de Aníbal. La distancia entre unos y otros se manifiesta, por ejemplo, en que
Silio Itálico sigue insistiendo como causa belli en la historia de Dido y el odio
de Juno. Y la mayoría de los episodios y personajes que aparecen en Silio Itálico
(Asbite, Mopso, Terón, Aníbal, etc.) se reproducen en Blasco. Blasco insiste en
que acudió directamente a las fuentes clásicas, Silio Itálico en concreto, mas
nosotros pensamos que, dados sus conocimientos de latín, lo más probable es
que acudiese a las traducciones francesas del tipo de las de E. F. Corpet & N. A.
Dubois o de M. Kermoysan, en la Collection d'auteurs latins.
Frente a la decadencia de que hablaba A. Alonso, en los últimos decenios
asistimos, pues, a una auténtica eclosión que "ha querido explicarse por la falta
de interés y por la insatisfacción de lo cotidiano como tema literario. También
por el cansancio de nuestro siglo por tantos istmos mentalistas como surrealis-
mo, racionalismo, psicologismo o subjetivismo que ha hecho que la balanza se
incline por la narración [...] y no hay razón para suponer que estemos en el final
de sus metamorfosis potenciales" (G. Santana Henríquez, 2000, 201). Pero hay
quien incluso, creo que erróneamente, llega a afirmar que "la novela histórica de
este final de siglo contribuye con sus símbolos a construir el emblema de la
decadencia de las Democracias Occidentales, comienzo del fin del imperio del
espíritu burgués, exaltador del individuo y nacido de la Revolución francesa y
del Romanticismo, que hoy agoniza en la cima de la soledad del poder econó-
mico y del bienestar, símbolo de Europa y los Estados Unidos" (J. M. Querol
Sanz, 1996, 371).

Lo que sí notamos en las novelas históricas de tema grecorromano en nues-


tro siglo es que no están tan ideologizadas, por ejemplo por la pugna entre cris-
tianismo y paganismo, como lo estuvo la del siglo XIX. La pugna religiosa ha
ido quedando arrinconada como ha acaecido en la propia sociedad. No tanto, al
menos, en la primera mitad del siglo XX, ha dejado de estar presente la pugna
entre capitalismo y comunismo en la novela histórica, como lo muestra la inter-
pretación por parte de determinados novelistas del tema de la rebelión, en el
siglo I a.C., de Espartaco, prototipo para algunos de la rebelión del proletariado,
tal y como lo hicieron dos grandes escritores, en sus novelas históricas que tie-
nen como centro la figura del rebelde, me refiero a las famosas novelas de
Koestler (1938) y Fast (1951), quienes indudablemente leyeron la historia como
quisieron leerla, pues la visión de estos novelistas no es la que encontramos en
las fuentes clásicas, trátese de Plutarco, Apiano, Livio o Floro, quienes nos pre-
sentan una sublevación de unos forajidos audaces, desesperados y feroces.

Nuestro siglo, en opinión de C. García Gual (1995, 215), se caracterizaría,


en el ámbito de la novela histórica grecorromana, "ante todo por la variedad de
enfoques y la diversidad de estilos, mucho más que por la novedad de los temas.
No es ahora frecuente poner un énfasis retórico o ideológico como telón de
fondo ni agudizar los conflictos religiosos o morales como pautas para subrayar
lo actual o lo moderno de los dramas representados. No hay un empeño -en
general- por demostrar la cercanía de los antiguos a nuestros hábitos. El exotis-
mo, la invitación a la evasión del presente, y muy raramente la nostalgia del
pasado, siguen siendo acicates en la recreación de esos escenarios antiguos, pero
ha disminuido mucho el didactismo, tanto implícito como sobre todo explícito,
en esas narraciones. Incluso en el aparato de notas y de citas, de frases o pala-
bras en latín y en griego, que daban ya a primera vista una nota distinguida a los
textos decimonónicos". Resultan indudables, pensamos, sus apreciaciones.
Actualmente, por ejemplo, con el empobrecimiento que el público lector e inclu-
so el autor tiene de las lenguas y de la cultura clásicas pedirle este toque de len-
gua a una novela histórica actual resulta casi imposible. Normalmente el com-
promiso que suele utilizar el autor en el caso de la lengua es dejar hablar al
narrador y a sus figuras en el idioma materno del autor y en el estado contem-
poráneo a la creación de la novela y sólo de vez en cuando, a lo sumo, introdu-
ce una forma arcaizante o dialectal para que tanto el diálogo de las figuras como
las intervenciones del narrador tengan cierto aire de autenticidad (K. Spang,
1995, 107). El que autores como Robert Graves o M. Yourcenar nos expongan
en apéndice sus referencias bibliográficas pertenece a otros tiempos, de mejor
conocimiento de nuestras raíces.

En líneas generales el autor suele escoger del mundo grecorromano un tema


que resulte atractivo, emocionante, sobre todo de épocas de crisis, de fuertes
personalidades, trátese de César, Alejandro, Hipatia, Nerón, o bien de amores
que se desarrollan en épocas muy interesantes históricamente o de personajes
míticos y sus aventuras que están realzados por la distancia y majestuosidad del
mito. De todas formas hemos de destacar que la novela de tema romano (E.
Montero Cartelle & M. C. Herrero Ingelmo, 1994) es muchísimo más abundan-
te que la de tema griego. Abundan más las figuras de la Roma imperial que las
griegas de época clásica o helenística, aunque aparezcan novelas sobre Perícies
y Alejandro, sobre todo de éste último con asombrosa frecuencia.

En efecto, novelas históricas, centradas en personajes históricos griegos,


son menos frecuentes que las latinas. Así sobre Safo, aparte de Safo de J. Fernau
y La novela de Safo de A. Krislov, tenemos las de Michael Darius (Alexander
Trocchi), I, Sappho of Lesbos (1960), de Martha Rofheart, Burning Sappho
(1974), o la de Ellen Frye, The Other Sappho (1989), entre otras. Sobre Esopo
incluso tenemos novelas como las de A. D. Wintle, Aesop (1943) y John
Vornholt, The Fabulist (1993). Sobre Perícies y/o Aspasia, entre otras, tenemos
las novelas de W. Savage Landor, Perícies and Aspasia (1836), de Robert
Hamerling, Aspasia (1875), de Rex Warner, Perícies the Athenian (1963), de
Madelon Dimont, Darling Perícies (1972), o de Taylor Caldwell, Glory and the
Lightning (1974). Sobre Alcibíades, entre otras, tenemos las de Charles H.
Bromby, Alkibiades (1905), de C. E. Robinson, The Days of Alcibíades (1925),
las dos sobre esta figura de Vincenz Brun (1935-1936), Alcibíades, beloved of
Gods and Men (1935) y Alcibíades, forsaken by Gods and Men (1936). En cuan-
to a Sócrates, entre otras, tenemos las novelas de Fritz Mauthner, Mrs. Sócrates
(1926), la de O. F. Grazebrook, Sócrates among his Peers (1927), la de Arnold
Trinder, O Men of Athens (1947), la de Cora Masón, Sócrates (1953) o la de
Robert Pick, The Escape of Sócrates (1954). Sobre Alejandro, aparte de las de
Mary Renault o las recientes de Valerio Máximo Manfredi, tenemos, entre otras,
las de A. J. Church, A Young Macedonian in the Army of Alexander the Great
(1890), las de Marshall Monroe Kirkman, The Romance of Alexander and
Roxana (1909) y The Romance of Alexander the King (1909), la de Konrad
Bercovici, Alexander (1928), la de Mary Butts, The Macedonian (1933), la de
Nikos Kazantzakis, Alexander the Great (1941), la de Harold Lamb, Alexander
of Macedón (1946), la de Jakob Wasserman, Alexander in Babylon (1949), la de
Robert Payne, Alexander the God (1954), la de Karl V. Eiker, Star of Macedón
(1957), la de Alfred Powers, Alexander's Horses (1959), la de Maurice Druon
(Maurice Kessel), Alexander the God (1960), la de Edison Marshall, The
Conqueror (1962), las de de Helga Moray, I, Roxana (1965), A Sonfor Roxana
(1971) y Roxana and Alexander (1971), las de David Gemmell, Lion of
Macedón (1990) y The Dark Prince (1993) y la de Anna Apostolou (P.C.
Doherty), A Murder in Macedón (1997). Sobre Cleopatra, aparte de la famosa
de H. Rider Haggard (1889) y Terenci Moix, tenemos, entre otras, bajo el título
común de Cleopatra las de Georg Ebers (1894), la de Emil Ludwig (1959), la
de Jeffrey Gardner (1962), la de Douglas Keay (1962), la de Teresa Crayder
(1972), aparte de las de Claude Ferval (Marguerite Aimery de Pierrebourg), The
Life and Death of Cleopatra (1924), la de Talbot Mundy, Queen Cleopatra
(1929), la de Jack Lindsay, Last Days with Cleopatra (1935), la de la de Dorothy
Cowlin, Cleopatra, Queen ofEgypt (1970), la de Naomi Mitchison, Cleopatra's
People (1972), la de William Bostock, /, Cleopatra (1977) y la de Margaret
George, Memorias de Cleopatra, entre otras. Todos ellos son personajes muy
queridos por los escritores de novelas históricas.

En cuanto a la forma de presentación del relato el narrador como voz narra-


tiva en la novela histórica no se distingue de los demás tipos de novelas. Lo más
usual es el narrador omnisciente en tercera persona que desde el principio cono-
ce los orígenes y el final de la historia y también los caracteres de los protago-
nistas. Es una visión "desde arriba", comprehensiva, total. Pero en otras ocasio-
nes cabe la narración en primera persona, fórmula común de los diarios, las
memorias, las cartas y las autobiografías, en las que el narrador es el propio pro-
tagonista, como, por ejemplo, Yo, Claudio, Memorias de Adriano, Memorias de
Cleopatra de Margaret George o Casandra de Christa Wolf, aunque también el
"yo" puede ser un amigo íntimo, un testigo próximo a los acontecimientos como
es Anaxágoras en el caso de Pericles el ateniense o el eunuco Bagoas en El
muchacho persa de M. Renault. Mas también puede darse la variante de un
narrador múltiple como ocurre con la novela epistolar, en las que todos los
corresponsales se convierten en narradores y figuras, y asistimos a un polipers-
pectivismo de los acontecimientos que se nos narran, como sucede con novelas
históricas como Los idus de marzo de Th. Wilder, Roma bajo Nerón de
Krascewski, Safo de J. Fernau o Lesbia mía de A. Priante. En este caso lo nor-
mal es que el narrador vea la historia "desde abajo", observa, como uno más y
con limitaciones, lo bajo, lo cotidiano (c/. C. García Gual, 1995, 216; K. Spang,
1995, 96-98; G. Santana Henríquez, 2000, 203).

En cuanto a la tipología Carlos García Gual (1995, 217) distingue cinco


tipos: novelas mitológicas o de tema mítico, biografías novelescas de grandes
figuras históricas, relatos de gran horizonte histórico, novelas de amor y aven-
turas y relatos de intriga. El primer tipo, novelas mitológicas, como su nombre
indica, serían aquellas que tienen como base un mito clásico y en este grupo
entrarían desde El vellocino de oro (1945) de Robert Graves a las novelas sobre
Casandra de Hilary Bailey y Christa Wolf, pasando por las novelas de Mary
Renault centradas en Teseo (El toro del mar y Teseo rey) entre otras, aparte de
una novela desgraciadamente muy olvidada, Menesteos, marinero de abril de
M a Teresa León. En cuanto al tipo de biografías novelescas, hoy día en auge,
acogería en su seno las dedicadas a personajes históricos, políticos, como la
multitud de novelas sobre Alejandro, desde la trilogía de Mary Renault a las
recientes de Valerio Massimo Manfredi, pasando por La jeneusse de Alexandre
de R. Peyrefitte, Alejandro de G. Haefs, Pericles de Rex Warner, Yo, Aníbal
(1988) de Juan Eslava, Yo, Trajano de J. Pardo, La leyenda del falso traidor
(1994) de A. Gómez Rufo, centrada en la figura de Bruto, o Apócrifo Cleónico.
Primera biografía de Pericles (1996) de M. M. Rubio Esteban o las culminacio-
nes de este tipo, Yo, Claudio y Claudio el dios de R. Graves o Memorias de
Adriano (1948) de M. Yourcenar, entre otras. En cuanto a biografías noveladas
centradas en famosos escritores clásicos tendríamos que citar La séptima carta
de Vintila Horia, que evoca la vida de Platón, Safo de J. Fernau y La novela de
Safo de A. Krislov, El cantante de salmos de M. Renault, que evoca al poeta
Simónides, Lesbia mía de A. Priante, que evoca naturalmente al poeta Catulo,
La encina de Mario. Autobiografía de Cicerón también de Priante, La muerte de
Virgilio (1951) de H. Broch y El largo aliento de Juan Luís Conde sobre Tácito,
entre otras. En cuanto a novelas de gran horizonte histórico, seguimos utilizan-
do la terminología de C. García Gual, serían aquéllas en las que no es tan impor-
tante el héroe como el amplio escenario de sus aventuras, donde entrarían la
Creación de Gore Vidal (1981), Aníbal de G. Haefs (1990), Nerópolis de H.
Monteilhet (1984), entre otras. En el apartado de novelas de amor y aventuras
entrarían novelas como Laureles de ceniza de Norbert Rouland o Aphrodite in
Aulis (1931) de George Moore (1852-1933), novela de amor que se desarrolla
en la Grecia del siglo V a.C., entre otras. En cuanto a novelas históricas que son
auténticos relatos de intriga, policiacos, entrarían la serie cuyo protagonista es
el detective Marco Didio Falco en las novelas de Lindsey Davis -El oro de
Posidón, La plata de Britania, La estatua de bronce, La Venus de cobre, La
mano de hierro de Marte y Último acto en Palmira- o el detective Gordiano el
Sabueso creado por Steven Saylor {Sangre romana, El brazo de la Justicia, El
enigma de Catilina y La suerte de Venus o Asesinato en la vía Apia).

Pero también el propio C. García Gual (1996, 55) nos dice que básicamen-
te podemos distinguir en las novelas históricas "dos esquemas básicos y distin-
tos, repetidos con frecuencia: las de tramas que podemos llamar romántica, en
los que los protagonistas son una joven pareja, y otras que están centradas sobre
la figura de una personalidad de gran relieve histórico. El primer tipo es bien
conocido por ser el más frecuente en el período romántico, tanto en las obras de
W. Scott, como en Los novios de Manzoni o en Quo vadis? de Sienkiewicz, por
ejemplo. El segundo tipo podemos ejemplificarlo en novelas como las de
Merezhkovski, Juliano el Apóstata o la de H. Kesten, Felipe II (traducida con el
título de Yo, la muerte, Edhasa, 1994) o los dos tomos de Enrique IV de Heinrich
Mann".

Por su parte Kurt Spang (1995, 83-94) distingue tan sólo dos tipos de nove-
las históricas, la novela histórica ilusionista y la novela histórica antiilusionista.
La primera caracterizada por el afán de los autores de crear la ilusión de auten-
ticidad y de veracidad de lo narrado, por tratar de infundir en el lector la sensa-
ción de que está asistiendo a la reproducción auténtica del devenir histórico, cre-
ándose la apariencia de que historia y ficción coinciden, y el autor suele afirmar,
incluso con pruebas documentales, que lo que narra es verdadero. En ella todo
resulta lógico y coherente. Generalmente enaltece al individuo. Es el tipo de
novela que, según Spang (1995, 94), se adapta más a la novela histórica deci-
monónica y anterior. La novela antiilusionista para Spang es aquella que corres-
ponde en grandes rasgos a la novela histórica que se cultiva preferentemente a
fines del XIX y el siglo XX, que asume el hiato entre historia y ficción, que no
trata de crear "ilusión" de autenticidad en el receptor, que si existen incongruen-
cias éstas se presentan como tales, y donde juegan un papel mucho más impor-
tante los grupos sociales e ideológicos, donde entrarían, según Spang (1995, 91),
por ejemplo, Los negocios del Sr. Julio César de B. Brecht o Los idus de marzo
de Thornton Wilder.

Por su parte Enrique Montero Cartelle y Ma Cruz Ingelmo (1994, 41-42),


que centran su estudio sólo en la novela latina, reconocen que se podrían esta-
blecer diversas tipologías atendiendo a criterios históricos o literarios, aunque
reconoce que "el más evidente y el que más llama la atención del lector es el cri-
terio temático, a la vez que la finalidad o intención con la que se escribe la nove-
la. Estos criterios se solapan porque no son incompatibles, razón por la cual
algunas de las novelas podrían tener cabida en más de una categoría", llegando
a distinguir dentro de las novelas históricas latinas correspondiente al mundo
antiguo la siguiente tipología:

1) Novela biográfica sea cual sea el la forma de narración que se adopte,


donde entrarían, por ejemplo, entre otras, La columna de hierro. El gran
tribuno (novela sobre Cicerón y Roma) de Taylor Caldwell (Barcelona,
1983), las novelas sobre Claudio de Robert Graves, Los Idus de Marzo de
Thorton Wilder (Barcelona, 1990), El joven César y César Imperial de Rex
Warner (Barcelona, 1987), Applaudite, se lo spettacolo è stato bueno. I
diari segreti del divino Augusto de Philip Vandenberg (Milano, 1988), el
Augusto y Tiberio de Alian Massie (Barcelona 1990 y 1992 respectivamen-
te), La Memoria del tirano. Trece espejos para el emperador Tiberio de
Pierre Kast (Barcelona, 1990), Mesalina. Emperatriz y esclava del placer
de V. Vanoyeke-G. Rachet (Madrid, 1989), Agrippina, la donna dei Cesari
de Furio Sampoli (Roma, 1988), Memorias de Agripina. La Roma de Nerón
de Pierre Grimal (Barcelona, 1993), No digas que fue un sueño (Marco
Antonio y Cleopatra) de Terenci Moix (Barcelona, 1986), Aníbal de Gisbert
Haefs (Barcelona, 1991). Como variante, dentro de este primer tipo, los
autores incluyen la biografía antihistórica o contrahistórica de Alberto
Arbasino, Super-Heliogábalo (Barcelona, 1973).

2) La novela analística, esto es, los hechos son presentados año a año al modo
de la analística antigua, está representada por la saga republicana de las
novelas de C. McCullough, El primer hombre de Roma y La corona de
hierba (Barcelona, 1990 y 1991 respectivamente).

3) La novela biográfica religioso-filosófica, donde entrarían obras maestras


como las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar (Barcelona,
1974), Juliano el Apóstata de Gore Vidal (Barcelona, 1983) o Julián. La
mort du monde antique de Claude Fouquet (París, 1985), entre otras.

4) La novela biográfica literaria con su típica representante, La muerte de


Virgilio de Hermann Broch (Madrid, 1989), El último mundo de Christoph
Ransmayr (Barcelona, 1989), Lesbia mía de Antonio Priante (Barcelona,
1992), El largo aliento de Juan Luis Conde (Barcelona, 1993).

5) La novela biográfica ideológica o politizada, donde entrarían, lógicamente,


el Espartaco de Howard Fast (Buenos Aires, 1976), la inacabada novela,
publicada post mortem en 1956, de Bertol Brecht, Los negocios del señor
Julio César (Barcelona, 1984).

6) La novela de orientación cristiana bien a favor bien en contra, que tuvo una
larga tradición en el siglo XIX, como hemos visto, y que estaría represen-
tada por Dios ha nacido en el exilio de Vintila Horia (Madrid, 1968),
Nerópolis. Novela sobre los tiempos de Nerón de Hubert Monteilhet
(Barcelona, 1985), Elena, la madre del emperador Constantino, de Evelyn
Waugh (Barcelona, 1990), Médico de cuerpos y almas, sobre la vida de S.
Lucas, de Taylor Caldwell (Barcelona, 1991), Los conversos, que describe
el periplo intelectual de S. Agustín, de Rex Wagner (Barcelona, 1986),
entre otras. Desde la perspectiva anticristiana destacan Un gusto a almen-
dras amargas de Helia S. Haase (Barcelona, 1991) o Amantía de M a Xosé
Qeizán (Vigo, 1984).
7) La novela pedagógica, escrita por profesores para formación y deleite de
sus alumnos, donde entraría, por ejemplo, Laureles de ceniza de Norbert
Rouland (Barcelona, 1990).

8) La novela policiaca, el tipo más curioso e insospechado, que supone el tras-


lado a Roma del género policiaco, donde entrarían El pompeyano (La vida
en la antigua ciudad del placer) de Philipp Vanderberg (Buenos Aires,
1987), las novelas de Lindsey Davis y de Steven Saylor, ya citadas, o
Noches de Roma (Una intriga en tiempos de Marco Aurelio) de Ron Burns
(Barcelona, 1993), entre otras.

En cuanto a la clasificación que hace Germán Santana Henríquez (2000,


203-207), el propio autor reconoce que existen otras posibilidades y prácticamen-
te sigue la clasificación anterior, esto es, la de E. Montero Cartelle y M. C.
Herrero Ingelmo, pues distingue entre novela biográfica, novela analística, nove-
la biográfica religioso-filosófica, novela biográfica literaria, novela biográfica
ideológica o politizada, novela cristiana, novela pedagógica, novela policiaca y
finalmente, la tipología que sería una cierta innovación respecto a la clasificación
ya citada de Montero Cartelle y Herrero Ingelmo, pero que ya encontrábamos en
la clasificación de C. García Gual, la novela mitológica (El vellocino de oro de
R. Graves, Final Troyano de Laura Riding o Jasón de Henry Treece, etc.).

Como se ve las clasificaciones pueden ser variopintas y nacen de nuestro


afán de sistematizar. La más convincente, desde mi punto de vista es la de
García Gual, aunque siempre encontraremos novelas que queden a caballo de
dos tipos, admitiendo que son posibles otros tipos de clasificaciones.

Indudablemente no todas están al mismo nivel. Los máximos exponentes,


desde mi punto de vista, son las novelas de Marguerite Yourcenar, Robert
Graves o Mary Renault. Mas permítaseme profundizar un poco más en la nove-
la mitológica en general y en una en especial, aunque sea muy someramente. Se
trata de una novela de una autora española, desgraciadamente desatendida
durante años por los estudiosos, me refiero a la novela mitológica de la primera
esposa de Rafael Alberti, María Teresa León, Menesteos, marinero de abril.

En efecto, novelas centradas en el mundo mítico se han escrito muchas y de


los más diversos héroes, sagas y épocas. Así, por ejemplo, si nos fijamos en el
mundo cretense, tendríamos el caso de Dédalo e ícaro en las novelas de Ernst
Schnabel (Story for Icarus, 1938) o de Michel Ayrton (The Testament of
Daedalus, 1962). Si atendemos al mito de Teseo, Ariadna y Fedra, tendríamos las
novelas de Eleanor Farjeon (Ariadne and the Bull, 1945), la centrada en Teseo de
André Gide (1946), las de Mary Renault (El toro del mar y Teseo rey), las de J.
Rachuy Brindel (Ariadne, 1980; Phaedra, 1985), entre otras. Sobre Heracles y
Jasón, aparte de El vellocino de oro de R. Graves y el Jasón de Henry Treece,
podríamos citar la Medea: A Novel de Christa Wolf (1998) o las diversas novelas
de Hercules de Timothy Boggs (1996-1997). Si atendemos al ciclo troyano, apar-
te de Final Troyano de Laura Riding, tendríamos, entre otras, la Cressida 's First
Lover (1931) de Jack Lindsay, The Trojan Horse (1937) de Christopher Morley,
The Luck ofTroy (1961) de Roger Lancelyn Green, The Trojan (1962) de Noel
B. Gerson, Klytaimnestra, Who Stayed at Home (1980) de Nancy Bogen, The
Song ofTroy (1998) de Colleen McCullough, The Prívate Life ofHelen ofTroy
(1925) de John Erskine, Helen (1925) de Edward Lucas White, Scandal in Troy
(1956) de Eva H. Hansen, Helen ofTroy (1965) de Kevin Mathews. En cuanto a
Casandra, aparte de la famosa de Christa Wolf, tenemos Priam 's Daugther de
Georgia Sallaska (1970), The Autobiography of Cassandra, Princess and
Prophetess ofTroy (1979) de Ursule Molinaro y Cassandra, Princess ofTroy
(1993) de Hilary Bailey, entre otras. En cuanto a Ulises y sus aventuras, aparte
de la novela centrada en la figura de Telémaco de F. Fénelon (1699), podemos
citar entre otras, Circe's Island (1926) de Edén Phillpotts, Penelope's Man: The
Homing Instinct (1928) de John Erskine, Return to Ithaca (1952) de Eyvind
Johansson o las novelas de Tony Robinson & Richard Curtis, Odysseus: The
Journey through Hell (1986) y Odysseus: The Greatest Hero ofThem All (1987).
Aparte estarían otras novelas de temas míticos diversos como The Gorgon 's Head
(1961) de Ian Serraillier, la Electra (1963) y el Oedipus (1964) de Henry Treece,
Chimera (1972) de John Barth, Medea (1972) de Miranda Seymour o The
Marriage ofCadmus and Harmony (1993) de Roberto Calasso. Son sólo algunos
ejemplos, entre los muchos disponibles, de las posibilidades que presentan las
novelas que asumen el fondo mítico clásico.

Mas, como dijimos, centrémonos, como ejemplo no analizado, aunque sea


someramente, en una novela mitológica, de tema griego, centrada en un héroe
prácticamente no tratado, Menesteo, fundador, según la tradición, del Puerto de
Santa María, de cuyas andanzas escribió una magnífica novela, el amor de
juventud y de madurez de Rafael Alberti, M a Teresa León, Menesteos, marine-
ra de abril, que toma como base un poema de su marido, Rafael, me refiero al
poema consagrado a Menesteo en la Ora marítima, el cual reproduce íntegro la
autora como proemio a su novela, que apareció en el exilio, en México, en 1965,
doce años después de la Ora marítima. Era la tercera novela de Ma Teresa, tras
Contra viento y marea y Juego limpio, que como dice Gregorio Torres Nebrera
(1996, 121), es "una prueba de cómo la literatura de la mujer marcha tras los
surcos que abren los versos del esposo, del poeta, pues la novelada historia del
mítico fundador de El Puerto de Santa María no es sino el desarrollo prosístico
- y de excelente factura- de un libro, y especialmente de un poema, que en la
bibliografía de Alberti se llamó Ora marítima (1953)".

En cuanto a las fuentes del mito de Menesteo en el caso de Rafael, de quien


lo toma María Teresa, es lógico pensar, por sus propias manifestaciones, que ya
tuvo conocimiento de él en sus primeros años, en su etapa anterior a su marcha
a Madrid, en su ciudad natal, el Puerto de Santa María. Luego lo retomaría, con
el paso de los años, para unirse en la distancia a través del mito con sus oríge-
nes y, a partir de Rafael, la mujer que le acompañó más de cincuenta años, María
Teresa León, lo retoma, como estela del cometa, para encarnar en Menesteo la
imagen de todo exiliado, la agonía, en tanto lucha, entre la memoria y el olvido.

La estructura es muy similar. Si la Ora marítima se abría con una dedica-


toria por parte de Rafael a Cádiz, en su trimilenario, M a Teresa lo hace con una
dedicatoria a Rafael, y si Rafael encabezaba cada uno de sus doce poemas con
un texto introductorio, en su inmensa mayoría de autores clásicos, entre ellos
Estrabón y Homero, M a Teresa lo hace también, utilizando los mismos textos
clásicos que Rafael en su poema dedicado a Menesteo. Y si en Rafael tenemos
doce poemas, en María Teresa tenemos esencialmente doce secuencias en su
novela, doce como los trabajos de Heracles, en las que Menesteo, el héroe ate-
niense en Troya, arriba a las costas de Tartesos y tras diversas peripecias, en
peregrinaje de amor, como la novela griega, como antes en pos de Eneas, muere
en el lugar en el que se elevará su fundación, Puerto de Menesteo, hoy día
Puerto de Santa María, la tierra natal de su querido Rafael, al que conoció y se
unió tras un precoz matrimonio fracasado, con diecisiete años, y con dos hijos
ya en el mundo.

Las doce secuencias de Menesteo se organizan a partir de una primera, la


más breve de toda la novela, en la que nuestro héroe hace suya, recién llegado,
en la playa, a una hermosa virgen de cuya realidad al final únicamente quedaba
una cinta, dunas y sol, una imagen de Venus Afrodita, y en pos de la cual reco-
rrerá nuestra tierra, llevándole incluso su peregrinaje, como Orfeo, hasta el
Hades, siendo ayudado en sus andanzas de amor, en lo que coincide con la nove-
la griega, por diversos personajes, desde el bello joven homosexual al viejo feni-
cio Pephrásmenos, hasta morir en lo que será su fundación, Puerto Menesteo,
Puerto de Santa María, tierra natal de Rafael Alberti.

Este Menesteo de M a Teresa que llega a nuestra tierra es un Menesteo exi-


liado, cansado, nostálgico de su tierra y de su gente, hastiado de la guerra, de
una guerra, la de Troya, que se la habían pintado como de amor, pero que en el
fondo estuvo motivada por turbias cuestiones económicas, y que siente la tenta-
ción del olvido, que se le ofrece, representado por su bajada al Hades, pero que
él rechaza, porque el olvido es sinónimo de la nada más absoluta, más aterrado-
ra. Del Hades, del olvido, escapará de la mano de la mujer-niña, la propia infan-
cia en la Hélade, a la que, como en la relación Orfeo-Eurídice en su salida del
Hades, afecta un tabú visual, no podrá mirarla de frente. Menesteo renuncia al
olvido, la gran amenaza, desde el punto de vista de María Teresa, de todo exi-
liado. Porque el olvido era perder las raíces, perder la identidad, ser tragados por
los muertos anónimos, que viven y yacen en tierra ajena. Menesteo es símbolo
de todo exiliado, de María Teresa y Rafael, que llevaban en la fecha de publica-
ción de la novela ya veintiséis años fuera, que habían sufrido una guerra, una
durísima guerra en la que se habían implicado profundamente, y que, como
Menesteo, estaban cansados, añorantes, aunque no estaban dispuestos a olvidar,
indudablemente lo más tentador, lo más fácil, esto es, beber de las aguas del
Leteo, sino que querían mantener su identidad, sus raíces, y por ello se unen
ambos íntimamente en la lejanía a través del mito, los mitos clásicos ligados a
su tierra, que les hace retornar a los orígenes. Para María Teresa los exiliados
tenían un compromiso del que eran depositarios y no había lugar para la resig-
nación y el olvido, el gran enemigo agazapado en nuestro cerebro que puede
vaciarnos totalmente. Había que luchar bravamente por la memoria. Como
Menesteo, no quedarse en el Hades, en el olvido, sino volver a la luz, a la memo-
ria. Menesteo se niega a olvidar, aunque ello le suponga dolor, porque el dolor
es consustancial al ser humano.

María Teresa, pues, voluntariamente se convierte en la estela del cometa,


Menesteos, marinero de abril sigue la estela de la Ora marítima, como ya había
sucedido años atrás con otros textos de M a Teresa León, que son reflejos amo-
rosos de hallazgos previos de Rafael. Menesteo, pues, se lo debe M a Teresa a su
compañero sentimental, a su mundo mítico de los orígenes, ya que a ella, natu-
ral de Logroño y criada entre Madrid, Barcelona y Burgos, le atraía más y así lo
plasma en el resto de su obra figuras de su entorno vital como el Cid y Doña
Jimena, otros dos desterrados, como Rafael y ella, que quedan reflejados en su
Don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador y Doña Jimena Díaz de Vivar,
gran señora de todos los deberes. Menesteo está ligado a su compañero senti-
mental, por él lo pone en primera línea de sus quehaceres literarios, como para-
digma del exiliado.

Como se ve el objeto de la novela mitológica de María Teresa León tras-


ciende los objetivos que suelen marcarse usualmente las novelas mitológicas al
uso. En Menesteo identifica a todo exiliado, que debe negarse a olvidar, pues no
puede perder sus raíces.

Resulta evidente, pues, que tenemos novelas históricas de tema grecorro-


mano de las más variopintas en temas, estructuras, estilos, más de tema romano
que griego, y que, afortunadamente, en contra de la opinión de Amado Alonso
hace años, no se le vislumbra su final, sino continuidad y, a lo sumo, adaptacio-
nes a los nuevos tiempos, en los que se irán abandonando temas que socialmen-
te ya no son relevantes y, en cambio, se incidirá en otros que reflejen los avata-
res del presente.
BIBLIOGRAFÍA CITADA

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Teresa León), Madrid, Ediciones de la Torre, 1996.
M. M. Winkler (Ed.), Clàssics and Cinema, Londres-Toronto, 1991.
UNA NOVELA HISTÓRICA MODELO:
MEMORIAS DE ADRIANO DE MARGUERITE YOURCENAR

Fanny Rubio
(Universidad Complutense de Madrid)

Marguerite Yourcenar, nacida Marguerite de Crayencour (Bruselas, 1903-


Mount Desert, Maine, EE.UU, 1987), realizó un gran esfuerzo de reconstruc-
ción por la historiografía del mundo clásico. Eligió un tipo de novela que le iba
obligar a investigar sin descanso, a perderse entre miles de fichas que le ayuda-
ron a evocar la Roma del Imperio, a centrarse como una arqueóloga de época en
la primera mitad del siglo II, en esa Roma fascinada por el arte helenizado
poblada de guerreros, pero también de poetas y de filósofos, una época gober-
nada por el emperador Adriano que relata su propia vida desde un presente fijo
que lo sitúa ante el pórtico de la enfermedad y de la muerte.

La narradora ha cuidado todos los detalles. Desde que era casi adolescente
sentía que entrar en la literatura era un acto casi sagrado, pleno de responsabili-
dad, y aquí lo demuestra dando vida al personaje de Adriano, el gran reforma-
dor. Pero su interés como novelista radica en no caer en la excesiva adoración,
sino acercar a través de la autorreflexión que nos informa de una concepción del
mundo visto por la mirada de un hombre que estuvo más cerca de los dioses que
de los hombres. Yourcenar evita caer en la hagiografía desde que en 1936 recu-
pera el manuscrito que ella creía extraviado y comprendió que nada le importa-
ba más que continuar esa historia.

El modelo seguido por Memorias de Adriano es el de una novela-carta que


un abuelo poderoso dirige a su nieto en un estadio de su vida en que quiere con-
tar sus males y, de paso, escribir su verdad desde un presente fijo que mezcla en
el cerebro de Adriano los tiempos: "las fechas se mezclan: mi memoria compo-
ne un solo fresco donde se acumulan los incidentes y los viajes de diversas tem-
poradas".

En la primera sección asistimos a la presentación de la persona de Adriano


en la corte de Trajano y la de los tipos humanos que rodean a ambos (Plotina, la
mujer del primero) a partir de un método objetivo. Adriano encuentra protección
en su razón, y desde esa razón enjuicia la rutinaria complicidad de los servido-
res, los temores ante el amor, el efecto que el poder causa en quienes lo rodean:
"La idea de que un ser se altera y cambia en mi presencia, por poco que sea,
puede llevarme a mientes de mi fortuna tal como un pobre sufre los de su mise-
ria. Un paso más, y hubiera aceptado la ficción consistente en pretender que se
seduce, cuando en realidad se domeña. Por allí empieza el riesgo del asco, o
quizá el de la tontería". Avanza a relatar su época de cónsul y de gobernador de
Siria, su condición de admirador de la poesía virgiliana, las pruebas a que es
sometido como candidato a la confianza de Trajano. El segundo bloque encierra
curiosas disecciones acerca de la situación de las mujeres, "sometidas y protegi-
das a la vez", sus intereses, su concepto de libertad, reconociéndose el empera-
dor en la condición de fundador de ciudades, su idea de la guerra, y termina con
el descubrimiento del bello Antínoo, la pasión de Adriano, que eclipsa a los favo-
ritos de la corte y lo aleja en parte de los negocios del estado. Este amor casi
sagrado y ritual que le hace sentirse dios. La fiesta dada en su honor por el jefe
de los partos es el escenario donde Adriano repara en un torso desnudo y descar-
nado de hombre perteneciente a la casta de los brahmanes que termina arroján-
dose sin muestras de dolor al fuego. Esa fiesta cambia el sentido de su vida.
Adriano llega a la conclusión de que su matrimonio ha sido una ceremonia ficti-
cia: "aquella española prematuramente envejecida se mostraba grave y dura (...)
Solía pensar en ese matrimonio ficticio que, la noche de las fiestas de Eleusis,
tiene lugar entre la gran sacerdotisa y el hierofante, matrimonio que no es una
unión, ni siquiera un contacto, pero sí un rito, y como tal sagrado". La conclusión
es paralela al descubrimiento del joven de Bitinia, Antínoo, que pasa de pastor a
príncipe en su imaginación. "Había mucho de angustia en mi necesidad de herir
aquella sombría ternura que amenazaba complicar mi vida". El relato avanza en
contar la memoria de esta pasión, los viajes con Antínoo, las ceremonias rituales,
las cacerías en el desierto, su creencia en el Amor "el más sabio de los dioses..."
Así hasta el suicidio del joven, ("que obedeció la orden del cielo", interpreta
Adriano), hecho con el que Adriano conoce de verdad el acto del morir. "La
muerte asomaba por doquier". Tras el duelo por el amor más que por Antínoo, la
última gira oficial a Grecia, revisa sus poemas. "A orillas del Adriático, en la
pequeña ciudad de Adria de donde cuatro siglos atrás mis antepasados habían
emigrado a España, recibí los honores de las más altas funciones municipales:
junto a un mar tempestuoso cuyo nombre llevo, volvía a encontrar las urnas fami-
liares en un columbario en ruinas. Pensaba en aquellos hombres de quienes no
sabía casi nada, pero de los cuales había salido; su raza terminaba en mí".
Adriano se preocupa de promover un centro de cultura griega en Roma y se refu-
gia en su Villa a la que traslada sus colecciones. Una vida que, ahora, representa
la cordura. Comienza a desmoronarse el equilibrio de sus mejores tiempos. Se
agudiza el fracaso de la guerra con los judíos, y, sin embargo, todavía Adriano
entiende la obcecación de los rebeldes, aunque no la comparta. Sigue una última
sección con los acuerdos sucesorios de Adriano. "Amargamente había reprocha-
do a Trajano que vacilara durante veinte años antes de resolverse a adoptarme
(...), repasa a los posibles candidatos. Muerta su mujer, adopta a Antonino (quien
"más que ampliar mi obra la continuará, y la continuará bien: el Estado tendrá en
él un servidor honesto y un buen amo."), que a su vez adopta a Marco Aurelio
por decisión del emperador: "He hecho lo necesario para que fueras adoptado por
Antonino; bajo tu nuevo nombre, que se incorporará un día a la lista de los empe-
radores, eres desde ahora mi nieto", escribe a Marco Aurelio antes de decidir
entrar "en ese retiro que se llama enfermedad, experimentar con mis sufrimien-
tos". Al fin asistimos a la narración de la espera desolada, el avance de la enfer-
medad y la muerte, tras la agonía del protagonista.

El entorno de Memorias de Adriano es la Roma del imperio, foco del arte


helenizado, neoclásico, que genera un estilo propio en tanto que el protagonis-
ta, pieza política fundamental, se entrega como individuo y como estadista a los
combates de la historia. Para Adriano como para Yourcenar, escribir la verdad
que no es excesivamente escandalosa, lo es en la medida que toda verdad es
escándalo. De esa manera Adriano escribe y confía a Marco Aurelio su lección
personal, que es, en un sentido, la lección del poder, la lección de la guerra, y,
por otro, la lección del amor. La política para Adriano es un acto de reorganiza-
ción prudente del mundo. A sus ojos, la historia parece que no cambia. Los hom-
bres apenas lograrán, dice, suprimir la esclavitud; sin embargo, hay que esfor-
zarse por mejorar la condición humana hasta hallar una visión racional de la
conducta de los hombres. En cambio, la lección del amor lo realiza más profun-
damente: Adriano soñaba con "elaborar un sistema de conocimiento humano
basado en lo erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad
del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese
otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más
completa, pero también más especializada, de este acercamiento al Otro, una
técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo. Aún en
los encuentros menos sensuales, la emoción nace o se alcanza por el contacto:
la mano un tanto repugnante de esa vieja que me presenta un petitorio, la fren-
te húmeda de mi padre agonizante, la llaga de un herido que curamos. Las rela-
ciones intelectuales o más neutras se operan asimismo a través de este sistema
de señales del cuerpo: la mirada súbitamente comprensiva del tribuno al cual
explicamos una maniobra antes de la batalla, el saludo impersonal de un subal-
terno a quien nuestro paso fija en una actitud de obediencia, la ojeada amistosa
del esclavo cuando le doy las gracias por traerme una bandeja, o el mohín apre-
ciativo de un viejo amigo frente al camafeo griego que le ofrecemos."

En esta novela de Yourcenar, Adriano repasa los enigmas de la naturaleza


y de la historia y es capaz de adentrarse en los entresijos del tiempo y del placer
humano, sin temor: la amistad, la muerte, la venganza, el avance bélico, el esta-
do de las mujeres, el papel del gobernante, y muchas anécdotas de su gobierno,
son juzgadas con esa tarea en la que el emperador yacente se implica tratando
de reorganizar prudentemente el mundo. A veces da la impresión de asistir al
relato de una crónica de viajes enmascarada de lección de historia puesta en
boca de un hombre que va muy por delante de su tiempo. Lección de historia a
través de una crónica viajera que no abandona nunca la perspectiva de intercam-
bio. Ese cuaderno de viaje hace continuas referencias a España (Córdoba,
Gades) o Africa, creando cuadros de costumbre de las civilizaciones con las que
Roma ha tomado contacto. Las fiestas, la situación de la mujeres, la admiración
por el comercio y los hombres de negocios contribuyen a fijar la verdadera
dimensión de este gobernante perfeccionista que empieza a sentirse dios, como
escribe de sí mismo, "toro, águila, hombre, cisne, falo y cerebro."

Cuando la autora redacta los "Carnets de notas" que aparecían como apos-
tilla sólo en las ediciones más cuidadas, enumera y discute como una historia-
dora los tramos por los que hubo de pasar antes de volcarse en la escritura de la
novela, una vez se siente capacitada para poder abarcar "por completo" esa vida
que ya estaba fijada por la historia y de contar con el punto de vista del relato.
También contribuye a reestructurar su memoria y su propia vida como paso obli-
gado para acercarse al personaje principal: volver a pasear por Villa Adriana,
volver a contemplar las estatuas clásicas del Louvre, recorrer Asia Menor o las
colinas de Atenas. Simultáneamente, el estudio con millares de fichas en las que
la autora toma nota de los trabajos eruditos sobre la época y los personajes. En
los rastreos museísticos acrecienta la necesidad de leerlo todo, leyéndose a la
vez a sí misma, interrogando a los expertos a los que tiene acceso hasta hacer
que coincidiesen los dos planos, el real-histórico y el real-imaginario de una
época reformadora conocida con la Pax romana. Los modelos que tiene a mano
son Lawrence, Tolstoi, Proust, Flaubert, Camus. De cada uno toma ideas y
marca diferencias. Lo mejor, el tiempo recobrado de Proust.

Persigue datos de la mano del historiador griego Dion Casio, autor de una
Historia Romana que dedica un capítulo a Adriano cuarenta años después de su
muerte, y del latino Esparciano, autor de una Vita Hadriani basadas ambas en
unas Memorias adrianísticas hoy inexistentes. Pero además rebusca en la corres-
pondencia del emperador, la iconografía de este reinado, las crónicas, los infor-
mes de la época. Y ante la duda, confirma sus sospechas en los textos de los poe-
tas eróticos, las biografías, inscripciones, jeroglíficos, tratados arquitectónicos,
religiosos, etcétera. La historia de Roma ha pasado de la mano de un reducido
grupo de historiadores romanos y alguno griego a los compendios del conoci-
miento, siendo estos historiadores de Roma los culpables de los esquemas que
retratan a sus emperadores; y pone el ejemplo de Tiberio que figura siempre por
culpa de Tácito como "prototipo del tirano misántropo y Nerón como el del
artista fracasado". También se apoya en la Historia Augusta, trabajo de seis his-
toriógrafos que componen veinticinco retratos de emperadores, comenzando
con Adriano y sus sucesores Antonio y Marco Aurelio, aquel período de apogeo
al borde de un final, desde mediados del siglo segundo a finales del cuarto. Ante
la falta de documentos alusivos a las reformas económicas y administrativas de
Adriano, debe completar las menciones de un historiador como Espartiano con
todo tipo de rastreos. Yourcenar reinicia una tarea que logra sobrepasar la histo-
ria para "tratar de reintegrar a esos rostros de piedra su movilidad, su flexibili-
dad viviente". Para ello no encuentra tarea tan apasionante como la de confron-
tar los textos, desde el poema que Adriano consagra al amor y a la Venus
Uraniana en las colinas del Helicón, junto a la fuente de Narciso confrontado
con un pasaje de Plutarco, a la discusión acerca de la hermosura de los retratos
de Antínoo que abundan aún en los bajorrelieves italianos. Todo es exponente
de la dura tarea de entregarse a esta obra, incluido el hecho de vivir en los pai-
sajes del relato, hasta "la ruta fúnebre frecuentada por Chabrias, Celer y
Diótimo", los últimos amigos del emperador en la corte de Tíbur.

Sabrosas páginas escribe Yourcenar acerca de personajes históricos cuya


característica no está tomada de estas figuras sino de otras ligadas al protagonis-
ta, como es el caso de Marulino, "cuyo rasgo principal, el don adivinatorio, está
tomado de un tío y no de un abuelo de Adriano; las circunstancias de su muerte
son imaginarias", así como es tradicional el sacrificio de Antínoo. O el caso de
Pompeyo gobernador de Bitinia, se mueve algo de fecha para ajustarse a la visi-
ta del emperador. Igualmente ocurre con otras visitas inciertas, adaptadas al hilo
del relato, como la descripción del entorno familiar de Antínoo y los vínculos
amistosos finales de Adriano, no tanto testimonios históricos como representa-
ción del gesto de Yourcenar de optar por la vida y la verosimilitud de lo conta-
ble cuando la historia calla. Y hasta cuando la historia es insuficiente, parece
dispuesta a reconstruir con erudición lo que falta, desde determinadas recetas de
magia de la obra que halló en papiros egipcios, a la creación original de algunos
personajes secundarios.

No obstante el resultado literario, Yourcenar respeta las señales históricas


hasta niveles de neurosis, y prueba de ello son los cientos de títulos que la escri-
tora maneja en el apartado biográfico de Adriano para decirnos sencillamente
que no han acabado de satisfacerla; que, por el contrario, se ha apoyado un ápice
en los textos o que no los halló, lanzando el guante a futuros investigadores, lo
cual habla de su enorme honestidad intelectual y de su generosidad como aca-
démica. El lector puede hacer una cala en todas las noticias presentadas, si lo
desea. Ahí, en su correspondencia, acostumbraba a citar la documentación de la
que se había servido para reconstruir fielmente, desde adentro, desde la perspec-
tiva más humana, el retrato completo de un hombre que llegó a la sabiduría en
un mundo investigado desde afuera por los arqueólogos del siglo XIX. Su lema
fue: "No perder nunca el diagrama de una vida humana, que no se compone, por
más que se diga, de una horizontal y de dos perpendiculares, sino más bien de
tres líneas sinuosas, perdidas hasta el infinito, constantemente próximas y diver-
gentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue".

El resultado de todo ello es llegar a la comprensión del destino del perso-


naje, incluso cuando este personaje miente. Comprender que el personaje pueda
mentir, aceptar sus fallos, como en el caso de las ejecuciones de sus enemigos:
"La ejecución de los cuatro cónsules (fue...) un simple ajuste de cuentas nece-
sario (...) Tres de los cónsules parecen haber sido políticos turbios, y el cuarto
un bandido. Mucho más tarde, en el momento de la ejecución de su viejo her-
mano político, él ya está enfermo (es...) una muerte más o menos, incluida la
suya... En ese momento pasó el umbral. Ya sea Lenin, o Pedro el Grande, o
Napoleón, todo hombre de Estado llega por otra parte bastante rápido, trágica-
mente, lo admito, a ese tipo de indiferencia (...) No respondo de todos, pero en
el caso de Adriano ganó el pragmatismo".

Aún después de escribir la novela, Marguerite Yourcenar vuelve sobre sus


fuentes, las discute y tiene la libertad de reconocer sus lagunas, como en una
carta fechada el 28 de Agosto de 1951 a propósito de la obra del analista de la
política oriental de Adriano René Grousset: "No tiene las mismas razones que
yo para abstenerse de términos demasiado modernos... no obstante, como la
palabra cuestión y la palabra Oriente son de todos los tiempos, como hay abso-
luta analogía de los hechos, creo que mantendré la fórmula".

A la intención de recobrar el pasado a la manera de revivencia contempo-


ránea observada por Marguerite Yourcenar, debemos añadir la sensación que
experimentaría en los años cuarenta cualquiera que contara con un mínimo de
racionalidad a la hora de emitir un pensamiento moral a propósito del fanatis-
mo, la repetición de errores por parte de la comunidad humana u otros condicio-
nantes de ese tiempo apocalíptico que es semejante, salvando las distancias, al
tiempo de Adriano. Cuando escribe su larga carta a Marco Aurelio, Adriano ha
realizado casi todo su recorrido vital. En su día tuvo las estrellas a favor. Predice
la ruina para el tiempo futuro. Pero tiene la serenidad de anunciar que no todo
va a perecer, ya que algunos hombres reflejarán el pensamiento que él ha defen-
dido: "Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán
obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a
nosotros (...): no será tan diferente de nosotros como podría suponerse". La cita
nos habla de la condición humana, que es atemporal y, al mismo tiempo, coetá-
nea de la generación del lector, pues muestra los ciclos de destino.

Las palabras escritas por alguien que reflexiona y dialoga consigo mismo,
ya en la cima de la edad y en la posada de la enfermedad, lo encaminan a la con-
clusión de su existencia sin rebelarse. Si la enfermedad lo lleva a escribir esa
larga carta a Marco Aurelio, pues la enfermedad obliga a las últimas confiden-
cias, no menos cierto es que estas palabras yacentes propician la confesión bajo
el impacto de la cercanía de la muerte. Y es en ese trance cuando Yourcenar nos
representa el símil de la naturaleza a través del árbol, la luz, el ave, que, como
antes el amor, representan el doble que ha de permanecer, la idea de pureza cícli-
ca. De ahí que en estas páginas asistamos a la confirmación de que la historia se
libra siempre en el individuo, y esa idea asciende a lección narrativa. El indivi-
duo depende de su condición frágil que, en ocasiones, es también cínica. De la
misma manera que Adriano duda de que "toda la filosofía de este mundo consi-
ga suprimir la esclavitud, porque, a lo sumo, la cambiarán de nombre",
Yourcenar espera poco del mundo. Pero aun esperando lo justo de los seres
humanos, ni Yourcenar ni Adriano se rinden en manos del nihilismo, es más, los
momentos de celebración de la escasa felicidad que viven los personajes se
valora ampliamente. A veces es la esperanza de la felicidad, como la que le hace
recurrir -comentan los historiadores- el uno de enero a la adivinación para saber
lo que le va a suceder cada uno de los días del nuevo año. Otras, es la certeza de
haber sido señalado favorablemente por el destino, como cuando tiene a bien
esparcir imágenes de Antínoo por el imperio a pesar de la resistencia de quienes
no están dispuestos a admitir su ideal pasional. El ideal político, el ideal huma-
nista y el ideal amoroso de Adriano producen en él los más importantes cambios
de su vida. Lo mismo ocurre con el tema religioso: el estadista se congratulaba
asimismo de que las religiones asociaran a los hombres a los más antiguos sue-
ños, "pero sin vedarnos una explicación laica de los hechos, una visión racional
de la conducta humana". Posición dialéctica que lo define. Como cuando lee-
mos que el pasado es lo suficientemente abierto como para que ningún modelo
nos aplaste. En el fondo, existe aún en aquel tiempo una perspectiva ilustrada
que observamos en la aceptación del desarrollo que facilita la higiene en la ciu-
dad sin tener que sacrificar luego a los hombres cargándolos con inutilidades; y
una perspectiva romántica de largo alcance, como la que los lleva a suscribir que
el placer es una obra maestra. Ambas dependen de la idea de pureza inicial: Es
la naturaleza la que guarda las razones del bien y las razones del mal, y ambos
son imprevisibles, itinerantes y rotativos y el hombre ha de ser consecuente con
ello.
DIVULGACIÓN Y FALSIFICACIÓN
EN LA NOVELA HISTÓRICA: EL CASO "ÁRABE"
Serafín Fanjul
(Universidad Autónoma de Madrid)

Una revisión somera de los catálogos de los escaparates y mostradores de


las librerías nos muestra la profusión abrumadora de novelas del subgénero
narrativo denominado novela histórica; sin embargo, su misma omnipresència
quizá nos exime de realizar la incómoda labor de encuesta exhaustiva. La exis-
tencia de alguna editorial especializada sólo y exclusivamente en ella corrobora
que el volumen de negocio (es decir, de montañas de papel vendido) permite su
prosperidad y subsistencia. Tal fenómeno sociocultural parece merecer, pues,
nuestra atención.

La función lúdica y el placer consiguiente aparecen relacionados con el


dominio técnico, tanto al crear como al recibir (leer). El lector se procura una
satisfacción abordando obras armónicas con sus propias experiencias, emocio-
nes, saberes, reconociendo y reconociéndose en el texto. De ahí el sumo grado
de identificación y de placer cuando se superan las dificultades iniciales de un
texto: el receptor entra en el juego y ve partes de sí mismo reflejadas en la narra-
ción. Por ello se incurre, de modo cada vez más descarnado, en el notable abuso
expositivo de facilitar y abaratar intelectualmente la trama propuesta y el vehí-
culo de expresión para no alejar compradores. Eso ante todo. El autor lo cuenta
todo, sin dejar resquicios para la búsqueda: todo está digerido y aclaradito,
según la tónica habitual en nuestro tiempo de considerar retrasados mentales a
los lectores, explicitando detalles, comentando léxico y convirtiendo la cons-
trucción literaria en harina bien molida. Al colmo se llega con la inclusión de
glosarios (dentro del idioma, como si no existiesen los diccionarios) o imáge-
nes, tan frecuente, denotando poca confianza en la fuerza y expresividad del
texto y desvelando el intento editorial de obviar llamadas a la fantasía o la par-
ticipación del receptor que toda obra debe pretender. El objetivo, nada enmas-
carado por otra parte, es conseguir un tipo medio de ciudadano -en este caso, de
lector- pasivo, acrítico y fácil presa de la comercialidad dominante. Por añadi-
dura, el arte por excelencia del siglo XX, el cine, que contribuyó a consolidar el
concepto de género fijando todo un conjunto de determinadas convenciones
temático-formales mediante la presencia de signos visuales y sonoros, ha coad-
yuvado a entenebrecer el discernimiento del espectador, pendiente ahora de una
realidad imaginaria, ente de ficción puro, que superpone a la verdadera y a la
cual prima y beneficia con un grado de credibilidad y atención mayor que al
mundo auténtico que le rodea. La representación cinematográfica se convierte
en realidad y ésta -la tangible- ha de acomodarse a la ficción, al menos en la
mente de quien tales evocaciones hace: así se consuma el despropósito y se cie-
rra el proceso alienador.

El esquema de los telefilmes o de la mayor parte del cine comercial, de


veras repetitivo, se ha trasladado también a la literatura. El resultado es una pro-
ducción paulatinamente más deleznable y encanallada cuyo objetivo es vender
montañas de papel impreso. En España se publican 50.000 títulos anuales, de
obras de todos los géneros y temáticas y no puede decirse que tal volumen -en
verdad enorme- se corresponda con una envidiable floración literaria, un nuevo
Siglo de Oro. Tal vez al contrario.

El primer problema planteado a quien aborda la escritura de una novela his-


tórica es salvar el vano -con frecuencia, abismo- existente entre la cultura de su
entorno inmediato y la de la época y la sociedad novelada. Se trata de dotar de
credibilidad al texto, dentro de unos límites de seriedad y de la imprescindible
garra que todo relato debe revestir para atrapar al lector. Un cometido ambiva-
lente nada sencillo de cumplir. Bienvenida sea la divulgación histórica.
Felicitemos al erudito que se acuerda del público de cultura media-baja y a la
editorial correspondiente; pero exijamos también respeto en el envoltorio y el
contenido del alfajor. Un caso paradigmático es el de Hugh Thomas, historiador
hispanista que acomete en Yo, Moctezuma, mediante la ficción de unas declara-
ciones autobiográficas, un relato de historia novelada, atraído por el cataclismo
social e ideológico que significa la conquista de México, tema que ya concitara
con varia fortuna otros intentos similares: desde los más apreciables (László
Passuth o Madariaga) hasta otros menos dignos de tomar en serio (el hambur-
guesa-Azteca de G. Jennings). Con soltura, Thomas repasa los materiales que
otros autores (Soustelle, Sejourné, Monjaras o Moreno), más convencionales o
menos confiados en sus dotes literarias, nos ofrecieron en espléndidas obras
sobre la vida cotidiana, el pensamiento y la religión de los aztecas, su organiza-
ción política y social o las interrelaciones de la nobleza mexicana.

Aunque el género de la novela histórica no es un invento de Mika Waltari,


el ejemplo de su éxito ha causado estragos infinitos, en bolsillos e ideas erróne-
as, porque no basta con ser un buen conocedor de los acontecimientos narrados
(dentro de las lagunas e inevitables dubitaciones que toda historia conlleva),
además es preciso convertir en creíbles los personajes historiados y - l o más difí-
cil- sus mentalidades respectivas, aproximándolos simultáneamente al tiempo
real que viven los lectores. En el caso de Yo, Moctezuma, pese a la triunfalista y
comercial declaración de la contracubierta ("Cuya mentalidad, magníficamente
reconstruida por el autor, retrata de un modo apasionante y vivísimo la
época..."), el resultado queda muy lejos del propósito, si tal hubo, y el mismo
Thomas -con más modestia o cautela- en una entrevista en TVE reconocía las
dificultades del salto.

En la novela el desarrollo de los sucesos se presenta de modo correcto en


términos generales y el autor sabe captar el valor dramático de su mercancía, sin
embargo el intento hace agua por los cuatro costados en el vehículo expresivo
(la lengua utilizada) y en no pocos anacronismos y extrapolaciones a ideas o
conflictos de nuestros días que difícilmente pudo ni fantasear Moctezuma, por
más peyote que le dieran: tal colocar en su boca la divertida y actualísima obser-
vación "¡es sevillano, ¿qué se puede esperar de él?, diría Malinche!", o "son vas-
cos, gentes toscas y primitivas, en su opinión" y, por cierto, ¿de dónde saca H.
Thomas, repitiéndolo varias veces, que todos los miembros, ni la mayoría, de la
expedición de Narváez eran vascos? No se trata de negar las rivalidades entre
los conquistadores de una u otra procedencia, sino de dudar de que el empera-
dor azteca tuviese ni pajolera noción de qué cosa era un vasco o qué le diferen-
ciaba de riojanos o burgaleses.

Al utilizar las palabras con desenfado induce subliminalmente al lector no


especialista a forjarse imágenes más que equívocas. Así al hablar de papel, cho-
colates, uniformes, toma de posesión, colegas, libros, ojos café, unos incontro-
lados, complot, reclutas... Pero no hay sólo anacronismos léxicos: a cada paso
saltan párrafos enteros que reflejan un pensamiento imposible de adjudicar a
Moctezuma: desde preocuparse por "métodos humanos" de matar, o por el des-
gaste del cutis de los campesinos hasta "crear nuevos puestos de trabajo". Etc.

El comentario de la obra de Thomas no es en modo alguno un ataque contra


el autor o su libro, sino un camino para ilustrar y ejemplificar de manera concre-
ta algo que vemos con profusión representado en infinidad de novelas históricas,
un pastiche donde se mezclan sistemas de valores, ideologías y hasta formas de
expresión lingüística de nuestra contemporaneidad con una superestructura de
nombres exóticos y un cauce argumental que sigue, más a menos, el hilo de los
sucesos históricos. Entre las motivaciones de los autores para acudir a tales vías
de producción cabe señalar el designio deliberado de no presentar un texto con
dificultades que exijan un esfuerzo al lector, sino un entretenimiento grato pero
intranscendente; y la mera incapacidad, o desconocimiento de la época o los acon-
tecimientos novelados, junto a notables dosis de osadía o desprecio por los lecto-
res. El lector vendría así a admitir una ficción lejana, pero en la justa medida que
no se le hiciera en exceso distante, pudiendo verse reflejado en la trama, no por-
que en ella se aborden inquietudes, emociones o anhelos universales comunes a
todos los seres humanos, sino por habérsele acercado la escena con medios espu-
rios o de simple ignorancia del escritor. De tal guisa, la China de la dinastía Ming,
la Etruria prerromana, o los tainos prehispánicos de Cuba serían -son, en muchos
casos- intercambiables en reacciones, perspectivas vitales e incluso modismos
lingüísticos, entre sí y con los habitantes actuales de Berlín, Madrid o Caracas.

El pretexto moruno excita al escritor romántico español, espoleado por sus


arquetipos europeos, más que ningún otro, pues se trataba de competir con ellos
en el supuesto marco geográfico y vital en que habrían acaecido los sucesos ins-
piradores de la ficción: no había Aixas, Zulemas o Zegríes franceses, ingleses o
alemanes y éstos se veían forzados a echar mano de un pasado y unas tierras aje-
nos; por el contrario, entre tales adornos exóticos no hay tal vez ninguno más
seductor para los románticos españoles que el orientalismo. En efecto, la acu-
mulación de lugares y personajes remotos en tiempo y espacio iba acompañada
del golpe psicológico del verismo de haber sido de aquí los protagonistas. Nada
sorprenden más tarde las influencias en una cadena de autores posteriores como
P. A. de Alarcón, S. Estébanez y hasta Galdós, deslumhrados en mayor o menor
medida por aquel yacimiento aurífero.
La desafortunada coyunda de los arrebatos románticos con la búsqueda de
pintoresquismos locales a manos de viajeros foráneos convierten a España,
sobre todo a Andalucía, en campo de tiro para sus desvarios, por mucho que
chocaran con la realidad, pues bien sabido es que quien busca, siempre halla.
Así, El Solitario trueca, como los románticos europeos, a España en un país
oriental, sin procurar la apoyatura sociológica o histórica de sus afirmaciones.

Huelga recalcar que la reiterada idealización de los moros pretéritos no es


parte suficiente para imitar a los de su tiempo, ni en Estébanez ni en otros escri-
tores de la época como Alarcón. Éste representa un ejemplo paradigmático de la
esquizofrenia maurófila que aqueja por motivos esteticistas, sentimentales o - l o
que es peor- de oportunismo comercial o político, a algunos contemporáneos
nuestros. La realidad cultural y social árabe camina por un lado y repugna al
autor, así al darse de bruces con la sociedad marroquí en el Diario de un testigo
de la guerra de África, pero su "morófilo espíritu" -dice de sí mismo- le indu-
ce a montar una y otra vez en la jaca del romanticismo coetáneo, de maurofilia
a buena distancia, proclamando sin tregua concomitancias y semejanzas entre
Marruecos y Andalucía que en la mayoría de los casos son puras coincidencias
superficiales, debidas a fenómenos poligenéticos o al trasfondo mediterráneo
común, cuando no a errores de apreciación por ignorancia; y el escritor acude
con tesón a las fantasías no poco rutinarias bebidas en la literatura romántica del
momento: odaliscas, tez bronceada, frescas penumbras, airosos caballeros bar-
bados de albornoz y cimitarra.... Los verdaderos moros son -para él- los de los
libros.

En nuestra opinión, el modo de abordar esa anchurosa parcela de nuestra


historia permanece embarrancado en la misma fosa de prejuicios políticos, sin
que, en especial desde la perspectiva de izquierda, se haya producido avance
alguno en pro de una racionalización de los fenómenos históricos, en procura de
una cierta y necesaria desmitificación que no divida el pasado en buenos y
malos, sino que intente - y reconozca que sólo intenta, sin catecismos progres-
conocer y comprender. La izquierda se sigue moviendo en un panorama poco
informado al cantar con tintes sonrosados al islam de la Península Ibérica o a un
mundo árabe del que, de hecho, sabe muy poco. Como lo hace Alarcón. Nuestro
aguerrido cronista norteafricano quedaría perplejo, o incrédulo, caso de alcan-
zar a aclararle el auténtico origen (Mesoamérica) de esas plantas almerienses
que él, como tantos escritores no muy enterados, estima morunas sin remedio:
"En cuanto al aspecto del paisaje, dijérase que habíamos entrado en territorio
africano. Pitas e higueras chumbas mostraban sus feroces pencas en los barran-
cos expuestos al Mediodía." 1

La falta de mejor información puede ser un atenuante al enjuiciar las extre-


mosidades filomoriscas (sinceras o afectadas) de aquellos escritores, indulgen-
cia que en modo alguno merecen nuestros contemporáneos, mixtificadores a
ciencia y conciencia. Américo Castro abre la senda y por ella se precipita un alu-
vión de seguidores, peor que mejor informados:

mientras los españoles no se resignen a aceptar el hecho de haber sido como han
sido, a percibir el latir de su pasado en su presente, y a rectificar heroica y serena-
mente lo nocivo de su pasado, las discusiones acerca de su futuro se basarán en
vocablos y exclamaciones. La secular y falsa imagen del pasado...2

Así pues, a las ensoñaciones y, en el fondo, inofensivas fantasías de los roman-


ces moriscos, o las desmelenadas narraciones del XIX se agrega en nuestros días el
purgatorio por un pasado en el que no intervinimos y cuya imagen, naturalmente,
pretenden monopolizar los profetas de la nueva religión. No se incita a estudiar
más, a reflexionar, a saber más: no, se trata sólo de "resignarse", aceptar "lo noci-
vo" y desterrar la "falsa imagen" que hemos mamado. Es decir, purgar pecados
como emocionarnos en las iglesias románicas, divertirnos leyendo a Quevedo o
sugerir que la unificación político-religiosa del estado absolutista nos libró - y nos
sigue librando- de horripilantes conflictos interiores que otros padecen. Y como la
realidad no gusta se pretende cambiarla, o al menos negar su existencia. A. Castro,
precursor inconsciente de lo políticamente correcto, da cancha a nuevas distorsio-
nes en autores contemporáneos vivos, como A. Gala y J. Goytisolo. Y aunque la
propuesta de fondo de Goytisolo (la rearabización de España) pueda valer como
juego literario, brillantemente desarrollado en su Reivindicación del conde don
Julián, sus disloques maurófilos poco tienen que ver, fuera de su ombligo, con la
historia a nuestro alcance (sin falsificaciones pro o antiárabes) o con la sociedad
visible en Andalucía: no digamos de Asturias, Galicia o León.

No nos interesa entrar a discutir la flojera literaria del Manuscrito carmesí3


por no concernir a estas páginas, aunque debamos tenerlo en cuenta como telón

1. R A . de Alarcón, Últimos escritos, pág. 25.


2. A. Castro, La realidad histórica de España, pág. 29.
3. A. Gala, El manuscrito carmesí, Barcelona, Planeta, 1990.
de fondo revelador de la solidez de la abra, con su Granada de los Picapiedra, al
abordar el contenido temático-ideológico, que discurre por una doble vía: la fal-
sificación histórica de al-Andalus - a remolque de los gozosos ensueños de
Gala- y de nuestra Edad Media en general; y la exaltación de "los andaluces",
el ser andaluz, las esencias de Andalucía, que trascienden a la historia, la socie-
dad tangible, el tiempo. A. Gala oficia de andaluz de profesión y, por tanto, a la
Granada monocultural, monolingüe y de ninguna tolerancia religiosa del siglo
XV la transmuta en el lugar común, tan frecuentado en la actualidad, del crisol
de moros, judíos y cristianos (y de todas sus variantes posibles, incluidos los his-
panorromanos e hispanogodos), llegando a la estupenda declaración en boca de
Boabdil: "Todos somos aquí andaluces, que es bastante". Es grave el confusio-
nismo que cuela de rondón en lectores de buena fe induciéndoles a creer en la
existencia de una conciencia andalucista en al-Andalus, separada de la noción
de pertenencia al mundo islámico y contrapuesta a "los cristianos", falacia
impresentable donde las haya, pues enfrenta dos categorías no homogéneas: un
concepto gentilicio de adscripción territorial a otro religioso de una vaguedad
insuperable. Pero, como hay que nadar y guardar la ropa, se apunta a un anda-
lucismo no estrictamente musulmán ni árabe, demasiado indigerible para cual-
quiera un poquito instruido. Y, a fin de cuentas, es menester convivir con los
nacidos en Ciudad Real: "De ahí que sea mayor nuestra afinidad con los cristia-
nos de la Península que con los musulmanes africanos". Es obvio que el autor
está hablando del Boabdil-Gala cuya opinión en nada se asemeja a la de ningún
musulmán de carne y hueso: sería bueno que A. Gala se hubiese molestado en
consultar este punto de vista entre los fieles de esa confesión para conocer sus
reacciones acerca de tal ruptura de la umma, la comunidad de creyentes, concep-
to decisivo por encima de etnias, lenguas, culturas y desde luego geografía. Para
un musulmán es inadmisible aceptar como más próximos a no mahometanos
que a quienes lo son, en función de un criterio de cercanía física.

El autor desprecia las precisiones históricas, como si no pudiera construir-


se una ficción atractiva respetándolas -eso sí, con más esfuerzo-, pero además
incurre en errores evitables (incluso dentro de los márgenes de sus insuficien-
cias) con sólo ejercitar la prudencia y moderar un poco su incontinencia verbal.
Se apunta encantado a la majadera mixtificación histórica de I. Olagüe según
la cual no hubo invasión islámica sino una integración espontánea de la
Hispania romano-visigótica en el ámbito cultural árabe, por simple osmosis. La
repetición resumida de las boberías de Olagüe lleva al autor a deslizar nuevos
dislates como negar la existencia de referencias a caudillos anteriores a
Abderrahman I ('Alqama, Yusuf al-Fihri, 'Abd ar-Rahman al-Gafiqi, los mis-
mos Tariq b. Ziyad o Musa b. Nusayr, etc. no existieron pues). En líneas gene-
rales, se explota el desconocimiento del público lector español y, en algunos
casos, la confusión de ciertos términos como al-Andalus/Andalucía, así
Gonzalo Fernández de Córdoba se explica: "También yo soy andaluz. He naci-
do en Montilla; ya mis tatarabuelos fueron andaluces [...] Andalucía hace cien-
tos de años que no es vuestra del todo". Más bien la situación sería la contra-
ria: Andalucía era la cristiana (las actuales provincias de Huelva, Sevilla,
Cádiz, Córdoba y la mayor parte de Jaén), mientras lo otro eran los restos de
al-Andalus, porque esta palabra - y casi produce sonrojo tener que aclararlo por
enésima vez- utilizada corrientemente por los historiadores, literatos y geógra-
fos árabes no significa "Andalucía" sino "la España musulmana" en general, ya
estuvieran sus fronteras en el Duero (siglo X) o en Gibraltar (siglo XIV). Sin
entrar ahora en el origen del término "al-Andalus" sí cumple dejar clara la dis-
tinción entre "Andalucía" y el "Reino de Granada", que perduró hasta el siglo
XIX.

Y si el concepto de España, imbricada en un cierto sistema de valores en


que nos identificamos, no cristaliza con claridad hasta el siglo XVI, la noción de
Andalucía, tal como hay la concebimos y vivimos, no rebasa en antigüedad el
siglo XVIII, volviendo quiméricas o falaces cuantas perspectivas inventoras se
proyectan hacia el pasado. Podemos rebuscar en el baúl de los manuales de his-
toria y proclamar que Indortes e Istolacio, Indíbil y Mandonio o Viriato eran
españoles, como útiles orígenes de remotos mitos fundacionales, misma base
con que reclutaríamos para tal hueste a Séneca, Marcial o Trajano; es decir, con
el mero argumento geográfico, al dotar a la tierra de poderes metafísicos que
insuflan a sus habitantes un carácter determinado, con independencia de los fac-
tores económicos, tecnológicos, religiosos, lingüísticos, culturales en general, y
hasta de sucesos políticos concretos que rodean a la vida humana, ignorando el
cambio constante de todos esos agentes. Tal concepto de identidad rígida y
sacralizada no sólo desconoce las modificaciones del tiempo y de los movimien-
tos sociales, también soslaya -por incómoda- la idea que de sí mismos y de su
entorno tenían todos esos personajes, confundiéndose la nostalgia esporádica,
anecdótica y accidental del terruño (cuando se produce) con la esencia de cuan-
to ellos mismos se sentían y por lo que actuaban: el ser romanos.
De modo paralelo - y más categórico- se puede definir como grave falsifi-
cación histórica (en la que incurren por igual Américo Castro y Sánchez-
Albornoz y sus gavillas respectivas) pretender que los musulmanes de al-
Andalus eran españoles, sin responder a las notas definitorias de este grupo
humano y simplemente por nacer en un espacio determinado. Puede argumen-
tarse que esas notas no gustan, o que se deben cambiar (cuestión opinable) en
una u otra dirección y en mayor o menor medida, forzando la historia o deján-
dola correr, pero nadie debería enojarse, mostrarse airado y hasta insultar a quie-
nes creen -creemos-, en líneas generales, que las definiciones del diccionario
suelen ajustarse bastante a la realidad: los andalusíes, antes que nada, se sabían
- y comportaban en consecuencia- musulmanes, cualidad indeleble, primordial
y determinante. En segundo término - y aunque el concepto político del arabis-
mo sea recientísimo- los andalusíes se veían partícipes de un pasado árabe míti-
co con el cual rabiaban por entroncar dado el prestigio racial que implicaba: de
ahí la pervivencia en avanzadísimos momentos de la historia de al-Andalus
(siglos XII, XIII, XIV...) del prurito de búsqueda de antepasados árabes emigra-
dos a la Península, con la consiguiente falsificación de linajes.

* * *

Abordamos a continuación el análisis de algunas novelas históricas espe-


cialmente significativas, empezando por una que, en el plano cronológico, ven-
dría a cerrar nuestra Edad Media. El último judío4 de N. Gordon oscila entre la
historia-hamburguesa y la novetelepizza. Si bien aligera la carga de las largas
explicaciones históricas que aquejan a otros de estos libros, el contenido queda
tan desleído e inocuo que resulta digerible para cualquier lector-comprador,
objetivo de las ganancias editoriales. En nuestra opinión, no se deben complicar
innecesariamente la construcción, la lengua y los artificios de estilo, pero al ten-
der a abaratar y despojar de valor literario cualquiera de esos factores no sólo se
está haciendo un flaco favor a la literatura, también se impide la mejora del nivel
cultural y el gusto literario del lector que -creemos- ha de alcanzar áreas cada
vez más profundas y sofisticadas en los distintos géneros, no a la inversa. Y si
fomentar la lectura de tebeos y cuentos infantiles entre los niños es un buen

4. N. Gordon, El último judío, Madrid, 2000.


medio de iniciación, no parece conveniente confinar y condenar al adolescente
y luego al adulto a permanecer en esos grados, divertidos y útiles en su momen-
to pero elementales y nada enriquecedores a la larga para la personalidad y su
perfeccionamiento paulatino como ser humano. Esta ¿novela? de N. Gordon
reúne todas las características de la literatura de consumo: diálogos abundantes,
ningún rigor en la ambientación histórica y social, inclusión de algún capítulo
que justifique el escenario de época, como el inevitable del auto de fe, natural-
mente no sólo injusto en origen -como eran todos los autos de f e - sino, por
ende, equivocado en la víctima, pues se quema a un buen y sincero cristiano. Y
tampoco faltan la considerable longitud de la obra (444 páginas) y que justifica
el precio de solapa, ni el vocabulario hebraico salpicado, para "ambientar", con
su correspondiente glosario incorporado al final. Mal asunto es que el autor se
aplique a explicar lo que dice y lo que quiere decir en realidad: por ese camino
se acaban las llamadas a la fantasía del lector y su participación más ardua pero
también más gratificante; por igual se esfuman los sobreentendidos, el disfrute
de metáforas, de hallazgos lingüísticos y de todo intento de realizar y presentar
una obra de arte, que es lo que a nuestro juicio debe ser una novela, o al menos
pretenderlo. Pero el autor renuncia a toda búsqueda literaria y se lanza en el
mejor estilo de las teleseries-basura a concatenar historietas de una notable
insulsez. Según su propia declaración en el prólogo (tampoco aquí renuncia a
explicarlo todo), a medida que iba fabricando el texto lo remitía a Barcelona
para su traducción, tal como hacen los guionistas de teleseries, que ajustan los
episodios a contingencias inmediatas, incluso de festividades, calendario o
acontecimientos próximos.

Siguiendo una estructura de novela picaresca (por el personaje, la naturale-


za de sucesos y el movimiento) va presentando una serie de situaciones y acto-
res con el eje central del proscrito protagonista en su deambular por la España
de fines del XV y principios del XVI. Pero ahí se queda su similitud con la pica-
resca española: es mucho más aburrida y está infinitamente peor escrita.
Presenta menos errores que otras producciones de esta naturaleza, quizás por
eludir los detalles y las precisiones (excepción hecha de rituales judíos), pero
tampoco está exenta de patinazos delatores de un autor que cree suficiente pose-
er unos conocimientos superficiales sobre España y los españoles para meterse
a pergeñar un texto. Tal vez para hacer lo que él ha hecho basten, pero en modo
alguno para escribir una obra memorable. Así, en el siglo XV, un personaje reza
novenas (pág. 32), cuando éstas comenzaron su existencia en el XVII; otro reci-
be el nombre de Paco (pág. 105), en ese mismo siglo, denotando (no sólo en ese
nombre) que N. Gordon desconoce la onomástica hispana de la época; en otro
pasaje "tres mujeres estaban pisando uva" (en Toledo, ¡en el mes de marzo!,
pág. 48), etc. Aunque lo más grave, por la secuela ideológica y de falsificación
nada inocente que deja, estriba en las cifras de hebreos muertos o convertidos
en el curso de los pogroms de 1391: "Desde las matanzas del año 1391, en las
que habían muerto nada menos que cincuenta mil judíos [...], centenares de
miles habían aceptado a Cristo" (pág. 31), cuando sabemos (véanse al respecto
las cifras del historiador judío I. Baer) que el monto de la población hebrea de
España era mucho más modesto y a fortiori, el mismo Gordon tres páginas más
adelante (¿olvidado ya de lo que escribiera tres atrás?) declara tan tranquilo: "la
comunidad judía (en Toledo) era lo bastante reducida como para que todo el
mundo supiera quién había abandonado la fe" (pág. 34). Estas contradicciones
o distorsiones numéricas proliferan entre los autores más ideologizados, así
León Feuchtwanger (La judía de Toledo5) refiere que en el siglo XII vivían en
Toledo "más de veinte mil judíos y otros cinco mil fuera de sus muros" (pág.
63), pero no tiene empacho más adelante en afirmar "los cientos de miles de
judíos de Toledo" (pág. 416). No parece ser una cuestión baladí, no ya por la
seriedad que cabe exigir a un escritor cuyos textos leemos y pagamos, sino por
la carga de propaganda política subliminal subyacente: a mayor número de
hebreos, mayores habrían sido también el supuesto peso de esa "cultura" y la
injusticia cometida con ellos.

Son características comunes a este tipo de literatura de consumo la utiliza-


ción de tipos de letra grandes, el considerable grosor del papel y las vistosas y
sólidas encuademaciones que coadyuvan a: 1) Incrementar el número de pági-
nas justificativas del precio; 2) Hacer más agradable la posesión a personas sen-
sibles ante los aspectos externos y no tanto por los de contenido; 3) Facilitar el
esfuerzo a otros no muy habituados a leer.

Y si bien en algún escritor, caso de N. Gordon, no se entra en mucho deta-


lle para que el texto sea ligero en primer término, otros muchos parecen obsti-
nados en reescribir - m a l - una nueva historia de al-Andalus, por la que el didac-
tismo pintoresco, la acumulación abigarrada de datos y descripciones se vuelven
de un volumen cargante, según la idea que del "Oriente" tiene el autor y tal

5. L. Feuchtwanger, La judía de Toledo, Madrid, Edaf, 1999.


como veíamos más arriba en el caso del Manuscrito carmesí. J. Greus6 lo expli-
ca todo, así por ej., un capítulo entero (el 5 o ) está dedicado a contarnos la histo-
ria de la conquista de Hispania por los musulmanes, con la consiguiente ruptu-
ra del discurso narrativo -por otra parte sumamente endeble- y desconociendo
el ineludible equilibrio que debe existir entre ficción argumental y ambientación
histórica; mismo abuso de continuo repetido al detallar el ceremonial de jura-
mento ante el nuevo emir (pág. 45 y ss.), la Revuelta del Arrabal (pág. 42 y ss.),
la liturgia de la oración (pág. 74 y ss.), la enumeración y descripción prolija de
las puertas de Córdoba (pág. 36), las del gremio de artesanos o las aclaraciones
sin cuento: "mozárabes, es decir arabizados -derivado de mustaarab: el que
pide vivir como árabe-" {Ziryab, pág. 70). La minuciosidad para detallar los
aspectos de ambientación resulta excesiva, como lo muestra el gran volumen de
páginas a ella dedicada. Quizás por el prurito de evitar la acusación de poco cui-
dadoso con el entorno histórico y social cae el escritor en una hipertrofia de fac-
tores "de marco" que, en una novela, estimamos deben cuidarse pero en un
plano secundario. Parece como si el autor quisiera demostrar sus conocimientos
sobre el tema y en ese punto incurre en farragosidad y en errores de camisa de
once varas.

Por fortuna, los arabistas no tenemos el monopolio de los temas árabes ni


es nuestra misión extender certificados o licencias para entrar en esos predios,
pero sí podemos y debemos emitir valoraciones sobre los trabajos de quien tal
haga. Sobre todo por orientar al lector inocente y manipulable. Y es también una
circunstancia muy repetida la multiplicación de equivocaciones leves, cuando
no de barbaridades morrocotudas, al pretender adornarse el autor con plumas
que no le corresponden:

1- En el terreno lingüístico

Dejando aparte los fallos imputables a los traductores - d e tratarse de tra-


ducciones- que emplean una lengua de llegada que hace agua por todos lados
(inadecuación del léxico a los giros actuales para describir el pasado, mal cono-
cimiento de palabras españolas utilizadas, etc.)7, los intentos de vestir ropajes
que vienen grandes al escritor producen:

6. J. Greus, Ziryab. La prodigiosa historia del sultán andaluz y el cantor de Bagdad, Madrid,
1987.
7. En La judía de Toledo, v.g., encontramos "romanza" por "romance" (pág. 177), "alfaquí"
a) Uso de topónimos en forma actual coexistiendo con formas árabes o ara-
bizadas según un criterio por completo arbitrario y asistemático, lo cual puede
producir en lectores poco avezados confusiones graves8.

b) Errores conceptuales serios como "califa" por "emir" (al-GazaP, págs.


13, 27); o hablar de "clérigo musulmán" (al-Gazal, pág. 13); o de "apariciones
teatrales" (al-Gazal, pág. 25), expresión imposible porque la noción de teatro
entre los árabes fue prácticamente desconocida hasta el siglo XIX; o usar Azora
por "Parte de libro" (pág. 45); no creo que los musulmanes, de verlo, aplaudan,
más bien pensarán que es una falta de respeto para el Corán; o situar un subha
(rosario, pág. 73) en el siglo IX, o una medersa (madrasa, págs. 74, 553) en ese
mismo siglo.

c) Alardes de conocimiento a base de vocabulario ár. por completo innece-


sario pues existe la traducción castellana. El objetivo, desde luego, es ambien-
tar e impresionar -sospechamos- con exhibiciones baldías (jimar por "velo", al-
Gazal, pág. 15), bien de voces árabes transcritas o con el empleo de arabismos
rebuscadísimos y hasta inventados, o mal copiados, por el autor10. Porque cuan-
do alguien que no sabe ár. se limita a reproducir topónimos, onomástica o sus-
tantivos ár. tal como los ve escritos, sus trabajos pueden -quizá- resultar incom-
pletos pero difícilmente equivocados; ahora bien, si esa persona se aplica
haciendo pinitos o fingir conocer lo que ignora, no sólo se detectan sus errores
de inmediato, además el final es lamentable, un ciempiés paticorto y patilargo,

(?) del rey de Castilla (pág. 26); transcripciones árabes a través del alemán mal vertidas
(ichatib por jatib, pág. 39); nombres como Rodrigue, infinitas veces, por Rodrigo, etc.
8. En Ziryab, Qashtala (pág. 77) / Castilla (en la época, Bardulia); Chilikiyah (pág. 65) /
Galicia; Zaracosta (pág. 63) / Zaragoza; Balansiya (pág. 63) / Valencia; Qurtuba (pág. 35)
/ Córdoba; Isbilia / Sevilla; Chesirat al-Jadra (pág. 33) / Isla Verde (en realidad, Algeciras),
siendo estas transcripciones del ár. poco o nada sistemáticas, por añadidura.
Soslayamos abundar en errores en español que, a veces, resultan cómicos: "juramos y per-
juramos por el mismísimo Profeta" (al-Gazal, pág. 16), dice el protagonista, enormidad
inadmisible para un muslim, si es que el autor sabe qué significa "perjurar" en nuestro idio-
ma. También en esta novela "zarcillos" por "ajorcas".
9. J. Maeso de la Torre, Al-Gazal, el viajero de los dos Orientes, Barcelona, Edhasa, 2000.
10. Moharrache por bufón (Ziryab, pág. 117); alborgas par alpargatas (Ziryab, pág. 117); alben-
gala (Ziryab, pág. 67), viéndose obligado a explicar de seguida el significado para que le
entiendan: "tela larga de turbante".
A veces el autor inventa arabismos inexistentes en los diccionarios: azonaicas (Ziryab,
págs. 62 y 98; y al-Gazal, pág. 27); y alburma (al-Gazal, pág. 78) "donde cocía el agua".
todo a un tiempo. Y aparecen: I o ) Errores en transcripciones que denotan haber
tomado los vocablos de textos en inglés o francés"; 2 o ) Errores en arabismos,
como "azud"12 en vez de "noria" (en realidad "azud" significa "presa"), o "ali-
fafe"13 en vez de "almalafa" (en realidad "alifafe" es una enfermedad del gana-
do); 3 o ) Empleo inadecuado de plurales ár. con sentido, en el contexto, de
sing.14; 4 o ) Errores diversos imputables a la ignorancia del autor15, de los cuales
aquí sólo destacaremos dotar de artículo determinado al topónimo Qurtuba, que
nunca lo tuvo, escribiendo al-Qurtuba (al-Gazal, pág. 571) e introducir una
divertida barbaridad en la jaculatoria la galiba illa Allah que aparece (al-Gazal,
pág. 38) en la forma le galib ibn-Allah y traducida como "Sólo Él es el vence-
dor": lo peor no es que trabuque las palabras (le por la e ibn por illa) -tal vez
por escribir de memoria-, sino que introduce un patinazo conceptual que no
hará felices a los musulmanes que lo vean al hablar del "hijo de Dios" (ibn
Allah).

2 - En el terreno temático-conceptual

Las novelas históricas, en líneas generales, proporcionan la reconfirma-


ción de lugares comunes, clichés y estereotipos ya establecidos pues, a causa
de la flojera argumental y documental que suele aquejarlas, no hacen sino
reforzar esos tópicos, vía fácil para no crearse conflictos con editores y públi-
co y que podrían empezar por dificultades para la publicación, caso de poner
en tela de juicio las verdades oficiales admitidas, es decir "lo políticamente

11. Az-zulaj (sic) por "azulejo", en ár. zullay, zilliy (al-Gazal, pág. 101). Mahgrib (sic) (al-
Gazal., págs. 34 y 119): el autor lo reproduce de memoria a partir del francés maghrib al
ignorar la innecesidad de la /h/, que coloca mal, en el paso al castellano. Ja 'far (al-Gazal,
pág. 89), transcribiendo la yim por jota española. En realidad: Ya'far.
12. Al-Gazal, pág. 176.
13. Id. ibid., pág. 187.
14. "La esclava qiyan (al-Gazal, págs. 14, 87, 125, etc.); o saqaliba (id. ibid., pág. 59), con el
mismo uso equivocado que en el lenguaje periodístico se dice "el paparazzi" o "el feday-
yin", etc.
15. Un personaje se llama Benu (sic) Hudair (al-Gazal, pág. 79); Dejenet (sic) por paraíso (id.
ibid., págs. 87, 544); Qars (sic) por palacio (id. ibid., págs. 95, 549); bagdalí(id. ibid., pág.
268); Qasin (sic) (id. ibid., págs. 11, 23, etc.), suponemos que por Qasim; yumada al-Qula
(sic) (id. ibid., pág. 11); "mes de mudarán" (?) (id. ibid., pág. 15); "el noble beniatar" (id.
ibid., pág. 18), ininteligible lo que quiere decir: ¿"beniatar" pretende ser un patronímico o
un sustantivo? "Oración de al-mugrib" (al-Gazal, pág. 18) por magrib (puesta de sol), pues
mugrib significa "extraño, sorprendente".
correcto" de cada momento que, desde luego, cambian. Así pues, si difícilmen-
te un escritor habría osado -caso de ocurrírsele- en el siglo XVII defender, en
serio, a los piratas moriscos o norteafricanos porque chocaría de plano con la
sociedad circundante, en la actualidad es poco imaginable que alguien corra el
riesgo de presentar a la sociedad andalusí sin embellecer la ambientación (es
decir, en términos más realistas y razonables que lo habitual), pues el pensa-
miento único dominante exige abundar una y otra vez en los carriles canoniza-
dos por editoriales, medios de comunicación y verdades indiscutibles admiti-
das por la sociedad. Es obvio que esas verdades oficiales varían con el tiempo
en función de nuevas situaciones políticas, socioeconómicas y culturales, pero
tales modificaciones no afectan a los hechos del pasado en sí, sino a la manera
de abordarlos, comprenderlos y utilizarlos. Y si en las centurias XVI-XVII
nadie se atrevería a romper una lanza a favor de los moros, en nuestra contem-
poraneidad es inusual que alguien se atreva a lo contrario. No ya porque la
sociedad española se haya vuelto filoárabe, sino porque en los últimos treinta
años se ha generado una imagen por entero edulcorada y victimista que ocupa
toda la escena y por tanto raramente se discute en público, so pena -abrumado-
ra en nuestros días- de ser acusado el infractor de racismo, intolerancia, xeno-
fobia, etc.: ahí es nada. Y tenga o no tenga el acusado tales componentes ideo-
lógicos.

Por consiguiente, el subgénero histórico suele exhibir:

a) Tópicos.- En el caso que nos ocupa los tópicos sobre los árabes son con-
tinuos y nada benefician a éstos al insistir en las ideas que circulan sobre ellos,
incluidas las positivas16 o ambiguas. Por supuesto, las ambientaciones estereoti-
padas de "oriental" se comen la acción y la difuminan hasta convertirla en una
sucesión de estampas pintorescas17, cuando no rechinan por inexactitudes o fala-
cias.

16. "En el más puro estilo árabe, con zalemas y palabrerías respetuosas, no exentas de doble-
ces" (Ziryab, pág. 61); "los sensuales andalusíes" (Ziryab, pág. 60); "hijo de Omeyas y, por
tanto, un adicto a la sensualidad y a los placeres" (Ziryab, pág. 61).
17. La novela Ziryab comienza (pág. 21): "A través de la ventana, por encima de las azoteas
vecinas, entreveía uno de tantos canales de Bagdad, la tarde caía con un celaje de púrpuras
sobre las cúpulas y los alminares de las mezquitas. De lejos llegaba el canto melancólico
de un almuédano llamando a la oración del sol poniente. Era un lamento largo y arrastra-
do, que recordaba a los hombres la infinita grandeza de Alah".
En la novelística "andalusf' (o sobre la España medieval) proliferan los este-
reotipos hispanos, a partir de la pretensión (mamada en Sánchez-Albornoz y A.
Castro) de que aquellos habitantes de la Península eran "españoles" y, por descon-
tado, iguales a nosotros en sentimientos, conductas, expectativas, ya por la conti-
nuidad vital desde Altamira hasta nuestros días (tal vez diría Sánchez-Albornoz),
ya por la "impregnación" ideológica "semítica", en versión Castro18. Es decir, se
adjudican a los habitantes de al-Andalus las virtudes y defectos convertidos mucho
después en paradigma imaginario del "carácter español"19, con el añadido de la con-
dición única y exclusiva en la historia islámica y humana de la sociedad andalusP.

Pero al otro lado de la frontera, el norteño, también le cae su dosis de tópi-


cos, a base de imágenes forjadas a posteriori o sobre la sociedad del siglo XIX:
"su pobre y severa Castilla"21, "en el bárbaro norte sólo se respetaba al guerre-
ro"22. Porque no hay razones sólidas para suponer que "en el sur" los criterios
básicos de comportamiento fueran distintos de los del "norte". Sin embargo, se
extraen conclusiones de interpretación histórica que pretenden ser decisivas y,
en realidad, se quedan en la reiteración de estereotipos construidos a toro pasa-
do y desconociendo la totalidad del coetáneo entorno europeo, mediterráneo e
islámico, como si los fenómenos de nuestra Península hubieran constituido
casos excepcionales en todos los ámbitos: "Al guerrero religioso musulmán, que
esperaba ganarse el paraíso en la "guerra santa" contra los infieles, los cristia-
nos opusieron las órdenes caballerescas, los monjes guerreros, uno de los fenó-
menos más nefastos de la Edad Media. La tendencia a la intolerancia y la supre-
macía de la Iglesia y el Ejército, cargas que España ha seguido soportando hasta
el presente, son herencia de aquella larga lucha que no terminó hasta 1492"23.
Presumimos esfuerzo baldío explicar al escritor que las etapas de endurecimien-

18. "...acogió al músico con hispana generosidad" (Ziryab, pág. 188); "los inquietos españo-
les" (Ziryab, pág. 111), considerando tales a los del Arrabal emigrados a Alejandría; "la
dinastía española" (Ziryab, pág. 105).
19. "Acababan siempre por discutir, con esa pasión por hablar y discrepar a cualquier hora y
de cualquier cosa que caracterizaba a los andalusíes" (Ziryab, pág. 62).
20. "También la cultura, la lengua y el carácter españoles influyeron en los inmigrantes musul-
manes contribuyendo a la formación de ese fenómeno único dentro de la nación islámica
que era al-Andalus, donde las mujeres gozaban de una libertad inusitada..." (Ziryab, pág
70).
21. La judía de Toledo, pág. 22.
22. Id. ibid., pág. 50.
23. Baer, Frank, El puente de Alcántara, pág. 706. Barcelona, Edhasa, 1991.
to social y refuerzo de la intolerancia religiosa en España corrieron parejas con
la pérdida de peso y poder de las órdenes militares y que, por tanto, difícilmen-
te éstas pudieron llegar a influir hasta el militarismo africanista del siglo XX (en
el que, desde luego, está pensando), o incluso recordarle que la intransigencia
de fe y culto en la España medieval y moderna fue bien acompañada por movi-
mientos similares en Europa. Y no digamos en el norte de Africa.

b) Paradójicamente, una temática basada por definición en la perspectiva


temporal, la ignora en su noción de cambio, sucesión y modificación de los fenó-
menos sociales. Así, errores cronológicos aparte, el tiempo ambiental está fijo,
congelado en un momento ideal que el autor no acota ni define pero que ignora
el decurso real de los acontecimientos, la evolución de hábitos y creencias. Y un
período tan dilatado como la Edad Media (476-1454) se aborda de manera uni-
forme, como si los andalusíes del siglo IX fueran intercambiables con los del XV,
por ej., (la norma implícita vale también para los cristianos), según un tiempo
inmutable, endosándose al siglo IX sucesos, productos, ideas del XI, el XII o
hasta el XIV o XV. Y viceversa. Y si en el terreno de la vida material esto es rela-
tivamente fácil de detectar, en aspectos abstractos, ideológicos, es mucho más
dificultoso con lo que de modo inexorable terminan apareciendo los criterios y
opiniones de la actualidad. Es bastante sencillo localizar (v.g. en la novela
Ziryab) anacronismos como presentar a los personajes ingiriendo té de menta o
hierbabuena en el siglo IX24, situar en ese siglo las inevitables chumberas en
Andalucía25, o azulejos26 o "cerámica vidriada de Valencia"27, amén de kiwis28 y
buganvillas29, o hablar en esos tiempos de "saudíes"30, pero no lo es tanto perca-
tarse de patinazos conceptuales (con su correspondiente carga ideológica) como
afirmar: "Dada la indudable superioridad de la cultura aportada a la Península por

24. Págs. 72 y 112.


25. Ziryab, pág. 188. Entre otros productos difundidos en el norte de África por los moriscos a
partir de España y traídos de América se cuentan el maíz, el tomate, los frijoles, el pimien-
to, el higo chumbo (Opuntia ficus Indica= Figue de Berbérie en francés= al-hindi, en ár.).
Vid. art. de Latham "Contribución al estudio de la inmigración andalusí y su lugar en la
Historia tunecina", en Études sur les Moriscos andalous en Tunisie, págs. 56-57, Madrid.
1973)
26. Id. ibid., págs. 38, 94.
27. Id. ibid., pág. 195.
28. Id. ibid., pág. 62.
29. Id. ibid., pág. 38.
30. Id. ibid., pág. 35.
los musulmanes, los cristianos acabaron por arabizarse..."31. Porque en la época
elegida por el autor (primera mitad del siglo IX), la gran cultura árabe se hallaba
en fase de formación y a al-Andalus apenas comenzaban a llegar algunos ilustra-
dos orientales, vayan dos botones de muestra del panorama: la producción litera-
ria local hasta dos siglos más tarde no presenta autores y obras de categoría uni-
versal (excepción hecha de Ibn 'Abd Rabbihi), mientras la pobreza técnica así
como la ausencia de criterios estéticos propios en arquitectura induce a los cons-
tructores de las primeras fases de la mezquita de Córdoba a reutilizar columnas,
basas, capiteles de edificaciones romanas, delatando una escandalosa incapaci-
dad, en definitiva comprensible en descendientes cercanos de rudos montañeses
norteafricanos o de beduinos árabes nómadas.

c) Una generalizada fantasía idealizadora - No se trata sólo de inexactitu-


des32, de sugerencias difíciles de probar como insinuar, en el siglo XII, la pre-
sencia de cuentos de Mil y Una Noches en al-Andalus33 o de afirmaciones inad-
misibles imposibles de imaginar en sus enunciadores34; las ficciones desmesura-
das oscilan entre la ignorancia, la propaganda de grupo o la simple moda anda-
lusista actual. Así por ej., la pretensión de dos judíos alemanes, autores de sen-
das obras {El puente de Alcántara, La judía de Toledo), de presentar el hebreo
como una lengua viva en al-Andalus35 -ficción inaceptable en el plano históri-
c o - se corresponde bien con la explosión nacionalista-chovinista judía de los
años 50, inmediatamente después de la creación del estado de Israel.
Exageración notable cuando al irredentismo judío36 se agrega una arrogancia

31. Id. ibid., pág. 70.


32. V.g., denominar "cristianos árabes" a los mozárabes (La judía de Toledo, pág. 427).
33. La judía de Toledo, pág. 180.
34. "...en mi corazón siempre he considerado la fe de los hijos de Agar (el islam) un brote semi-
verdadero de nuestra vieja fe", dice Yehudá (La judía de Toledo, pág. 33), opinión impen-
sable sobre el islam en una judía creyente de ningún tiempo.
35. "Don Jehudá mantuvo la conversación en hebreo, en un hebreo culto y muy escogido" (La
judía de Toledo, pág. 32); "[Raquel] aprendió con facilidad y pronto pudo leer el Gran
Libro" (La judía de Toledo, pág. 41); "la carta en la que él [el rey] escribía jubiloso en las
tres lenguas de su reino" (La judía de Toledo, pág. 215), como si el hebreo fuera una len-
gua de uso general en la Castilla del siglo XII, o como si la minoría de judíos hubieran sabi-
do habitarla; "los andaluces bilingües (los andaluces judíos cultos hablaban además el
hebreo) poseían gracias a esto un cosmopolitismo raro aun en nuestros días" (El puente de
Alcántara, pág. 712).
36. "Los oprimidos se convirtieron de pronto en los señores y los anteriores opresores en escla-
vos" [gracias a la conquista árabe] (La judía de Toledo, pág. 63).
que, con benevolencia, podemos calificar de propaganda desmedida: "-En todo
lo que de grande hay en esta tierra de Sefarad, ya sea en el espíritu o en la pie-
dra -dijo con gran convencimiento- han participado los judíos"37.

Sin embargo, la mayor carga ideológica expresada a través de la imagen


sublimada de al-Andalus se centra en torno a la civilización islámica, el impe-
rio árabe, la exaltación mítica de la tierra andaluza (con frecuencia confundida
con andalusí, como si fueran sinónimos): "Ochenta años después de la muerte
de su profeta Mahoma los musulmanes ya habían construido un imperio [...] los
nuevos señores trajeron consigo una rica cultura y convirtieron el país en el más
hermoso, populoso y mejor organizado de Europa"38, imponiéndose de nuevo el
recordatorio de las matizaciones temporales antes señaladas; "las artes y las
ciencias florecieron como nunca hasta entonces bajo ese cielo"39, naturalmente
si olvidamos los siete siglos de romanización; "...todo aquello había sido mucho
más hermoso cuando todavía lo cuidaban los musulmanes"40, con la subjetividad
embellecedora envolviéndolo todo. Los tópicos idealizantes se deslizan por el
tobogán de las vaguedades o por la insistencia en mitos hoy día insostenibles,
tal el de la "libertad" de las mujeres de al-Andalus41; el del trato cariñoso a los
esclavos42 (aunque la mera compra masiva de eunucos debiera inducir a ser algo
más prudentes); la idea, basada en las primeras conquistas del islam, de que
"jamás obligaban a convertirse al islamismo, pues confiaban en que muchos se
convertirían por mera atracción..."43; la absurda fe en que la totalidad de la
población gozaba de unos grados de ilustración inigualable44; la pretensión de

37. Id. Ibid., pág. 64; también en pág. 14.


38. Id. ibid., pág. 11.
39. Id. ibid., pág. 12.
40. Id. ibid., pág. 52.
41. Id. ibid., pág. 52. Vid. al respecto el bien documentado y razonado art. de M. Marín, "Dos
caras de un mito: las mujeres andalusíes", Revista de Occidente (Madrid), n° 224 (enero de
2000), pág. 79 y ss.
42. "En condiciones menos penosas [los esclavos] que bajo los visigodos [...] el esclavo dis-
frutaba en el mundo islámico de una posición muy diferente a la de otras culturas" (Ziryab,
pág. 63). Aunque en la fabricación de eunucos europeos los judíos de Verdun y Lyon mar-
chaban destacados, tan repugnante práctica se encaminaba al mercado andalusí y bien sabi-
do es que sin mercado no hay producción.
43. Ziryab, pág. 70.
44. "No menos cierto era que, a diferencia de Europa, la enseñanza primaria se había difundi-
do en la España musulmana hasta el extremo de que la mayor parte de la población sabía
leer y escribir" (Ziryab, pág. 89).
"la estrecha convivencia de musulmanes, judíos y cristianos, de las culturas
árabe, judía y occidental, sobre el suelo de la Península Ibérica"45... Un conjun-
to de buenos deseos cuyo voluntarismo gravita sobre la confusión, buscada o
fruto de la ignorancia, entre andaluces y andalusíes46, sobre la irrealidad del pre-
sunto mestizaje tolerante47 y sobre una imagen de coexistencia idílica entre las
tres comunidades, forzando al tiempo el concepto de "español" para colar de
rondón la idea de que unos españoles (los cristianos) perseguían a otros (los
musulmanes), cuando los perseguidos históricos serían los primeros en no reco-
nocerse como hispanos por detestar cuanto la España de la época era y represen-
taba, aunque, en efecto, una parte del pasado de la Península Ibérica - n o de
"nuestro" pasado, porque éste depende del grupo humano a que pertenezcamos-
fue marcada por la presencia islámica, dando lugar al híbrido sociocultural que
-para entendernos- hemos dado en denominar "hispanoárabe", aceptando una
terminología convencional acuñada por el uso y fácilmente inteligible por el
español culto medio. Lamentablemente, el balance de la novelística que de todo
ello se ocupa, entre la fantasía y el victimismo, dista mucho de ser satisfactorio.

45. El puente de Alcántara, pág. 711.


46. Id. ibid., pág. 710 y ss. F. Baer lo hace a sabiendas y hasta lo declara pese a conocer el error
a que induce.
47. A las prohibiciones de los cristianos, hasta el siglo XV, se sumaban las de los moros en sen-
tido contrario: vid. el diálogo entre un clérigo y el autor, referido por al-Hayari, en que el
morisco refleja no sólo odio a los cristianos, también un afán proselitista notable (Ahmad
Ibn Qasím al-Hajari, Kitab nasir al-din 'ala l-qawm al-kafirin, Libro del defensor de la fe
contra los infieles, págs. 33-34 del texto ár., Ed. Van Koningsveld, Madrid, CSIC, 1997).
LA NARRATIVA DE TEMÁTICA MEDIEVAL:
TIPOLOGÍA DE MODELOS TEXTUALES

Fernando Gómez Redondo


(Universidad de Alcalá de Henares)

Representa la novela histórica - y da igual la indagación temporal que se


plantee- una de las direcciones fundamentales de la narrativa contemporá-
nea1; cabe señalar que el origen de la novela moderna, en las primeras déca-
das del siglo XIX, se asentaba en planteamientos historicistas similares 2 ;
parece, por tanto, en estos compases iniciales del siglo XXI, estar cerrándo-
se un círculo que sirve, también, para recordar que muchas de las orientacio-
nes éticas y estéticas formuladas por el Romanticismo siguen conservando su
vigencia, posiblemente porque esos esquemas ideológicos y culturales conti-

1. A pesar de esta paradoja planteada por Carlos García Gual: "La novela histórica ha estado
"permanentemente devaluada", como anota Harold Bloom. Como un género popular, pese
a ese descrédito, ha gozado de éxito desde el Romanticismo hasta hoy. Se ha repuesto del
eclipse que pronosticaron G. Lukács y otros críticos hacia mediados de nuestro siglo",
"Apología de la novela histórica" [1999], en Apología de la novela histórica y otros ensa-
yos, Barcelona, Península, 2002, págs. 11-29, pág. 26.
2. Indica Celia Fernández que "desde el punto de vista literario, este tipo de novela, al menos
la que corresponde a la primera etapa de su desarrollo (1830-1850), cumple un destacado
papel en el sistema cultural y literario del Romanticismo español si se entiende como res-
puesta a un haz de demandas literarias y culturales", ver su Historia y novela: poética de
la novela histórica, Pamplona, Eunsa, 1998, pág. 99.
3. De ahí, el arco cronológico que traza Madeleine de Gogorza Fletcher en su The Spanish
Historial Novel. 1870-1970, Londres, Tamesis Books, 1974, más el análisis de Rebeca
Sanmartín Bastida que demuestra la pervivencia de lo medieval en el núcleo central del rea-
lismo decimonónico: Imágenes de la Edad Media: la mirada del realismo, Madrid, CSIC,
núen siendo válidos 3 . En el arranque de este milenio, las novelas históricas
que se escriben, traducen y publican se cuentan por centenares; este extraor-
dinario florecimiento del género ha llamado la atención de la crítica y de
estudiosos de diversa procedencia; se han organizado seminarios o cursos
centrados en esta materia 4 , se han publicado suplementos culturales de perió-
dicos para analizarla 5 y monografías valiosas, dedicadas a alguna de sus
manifestaciones temáticas, como ocurre con la "novela histórica latina o clá-
sica" 6 , o al conjunto de algún proceso creativo 7 , como sucede con el de la

2002, con pról. de Ángel Gómez Moreno, quien había sostenido similar empeño en
"Modernismo y Edad Media", La transformación de los lenguajes literarios. I: Edad
Media, ed. T. Albaladejo, J. Blasco y R. de la Fuente, Valladolid, Universidad, 1990, págs.
81-91.
4. Así, el pionero Edad Media y literatura contemporánea, celebrado en la Univ. Menéndez
Pelayo en agosto de 1984, con conferencias luego publicadas en Madrid, Trieste, 1985; en
el mismo marco, del 14 al 18 de julio de 1986, se disertó sobre "La novela histórica: excur-
siones por el mundo antiguo", bajo la coordinación de Carlos García Gual; más tarde en La
Coruña, del 20 al 24 de julio de 1992, se realiza el Seminario sobre La novela histórica con-
temporánea-, con todo, el más importante ha sido el quinto seminario internacional del
Instituto de Semiótica Literaria y Teatral de la UNED, reunido en julio de 1995, aparecido
luego como La novela histórica a finales del siglo XX, ed. de José Romera Castillo,
Francisco Gutiérrez Carbajo y Mario García-Page, Madrid, Visor, 1996; cabe añadir el
Seminario "Novela histórica europea", organizado en Madrid en abril de 1998, y que cuaja
en Novela histórica europea, ed. de María Teresa Navarro Salazar, Madrid, UNED, 2000.
El 10 de diciembre de 2002 se celebró, por último, en la Univ. de Navarra un encuentro
centrado en "La Edad Media vista por la novela histórica".
5. El Babelia de El país deHO de agosto de 1996, o el Cultural de ABC del 15 de noviembre
de 2003, con una importante presentación de Peter Burke; las reseñas dedicadas a esta pro-
ducción han sido valoradas por Alfredo Caunedo Álvarez, "Novela histórica en España y
recepción crítica en El País y ABC (1980-1991). Una bibliografía", en La novela histórica
a finales del siglo XX, págs. 411-426.
6. Y resulta fundamental, a este respecto, Enrique Montero Cartelle y M a Cruz Herrero
Ingelmo, De Virgilio a Umberto Eco. La novela histórica latina contemporánea, pról. de
Darío Villanueva, Madrid, Ediciones del Orto-Univ. de Huelva, 1994, o las dos pesquisas
practicadas por Carlos García Gual: La antigüedad novelada: las novelas históricas sobre
el mundo griego y romano, Barcelona, Anagrama, 1995 y su citada Apología de la novela
histórica y otros ensayos.
7. Cuando no al de su totalidad, arrancando del mismo siglo XV como ha planteado María
Paz Yáñez, La historia: inagotable temática novelesca, Berna, Peter Lang, 1991.
8. Y resultan de gran interés las aportaciones de Seymour Mentón, La nueva novela histórica
de la América Latina (1979-1992), México, F.C.E., 1993, de Amalia Pulgarín, Metaficción
historiogràfica: la novela histórica en la narrativa hispánica posmodernista, Madrid,
novelística hispanoamericana 8 , italiana9 o inglesa10, o al caso particular de un
solo autor". Falta, sin embargo, un estudio que se ocupe sistemáticamente de
las novelas sobre la Edad Media; en 1990 ofrecía una primera aproximación
a este ámbito genérico12, abriendo una línea de investigación que retomo,
ahora, con este trabajo que pretende sentar las bases para una valoración pos-
terior de todos los problemas y aspectos que presenta esta tendencia de la
novelística actual.

0. Presentación

De verdadero fenómeno literario puede considerarse, entonces, la producción


y el consumo de textos narrativos de temática medieval; las causas de este hecho
no pueden achacarse al éxito que alcanzara en 1980 El nombre de la rosa de U.
Eco -aunque él haya sido uno de los artífices de lo que ha venido en llamarse
"divulgación erudita"- o a las consiguientes incertidumbres que ocasiona todo
cambio de milenio, envuelto en profecías y seguras premoniciones de destrucción
de "mundos reales"; es cierto que estas dos circunstancias permiten comprender
la atracción que pueden sentir autores, profesionalmente cultos, por estas propues-
tas de ficción, tan absorbentes y complejas por otra parte, como para encandilar a
devotos lectores que no cesan de aumentar. Pero una y otra circunstancia no bas-
tan para comprender el auge adquirido por una narrativa que sigue creciendo de
modo constante: como se ha indicado, son tantos los títulos que se publican, que

Fundamentos, 1995, de J. Carbajal Brent, Historia ficticia y ficción histórica: Paraguay en


la obra de Augusto Roa Bastos, Madrid, Pliegos, 1996 y de Antonio Ángel Usábel
González, La novela histórica hispanoamericana: desde 1931 hasta nuestros días, Madrid,
Univ. Autónoma, 2000.
9. Ver María de las Nieves Muñiz Muñiz, La novela histórica italiana. Evolución de una
estructura narrativa, Càceres, Univ. de Extremadura, 1980.
10. Ver Román Alvarez Rodríguez, Origen y evolución de la novela histórica inglesa,
Salamanca, Ediciones de la Univ. de Salamanca, 1983.
11. Ya clásicos como Galdós - J . Ignacio Ferreras, Galdós y la invención de la novela históri-
ca nacional, Madrid, Endymion, 1998-, Pío Baroja - C . Longhurst, Las novelas históricas
de Pío Baroja, Madrid, Guadarrama, 1974- o Valle -Leda Schiavo, Historia y novela en
Valle-Inclán. Para leer "El ruedo ibérico", Madrid, Castalia, 1984—, ya coetáneos como
Pérez-Reverte -Territorio Reverte: ensayos sobre la obra de Arturo Pérez-Reverte, ed. de
José Manuel López de Abiada, Madrid, Verbum, 2000.
12. "Edad Media y narrativa contemporánea. La eclosión de lo medieval en la literatura",
Atlántida, 3 (1990), págs. 28-42.
las grandes editoriales -Planeta, Edhasa, Martínez Roca- han creado, dentro de
sus fondos, colecciones específicas para ordenarlos y difundirlos, además de pre-
mios -el "Novela histórica Alfonso X el Sabio", por ejemplo- con que fomentar
la indagación que sobre el pasado practican estos creadores; tan compleja resulta
esta pesquisa que seduce no sólo a los novelistas especializados en esta materia
-por citar dos: José Luis Corral o Ángeles de Irisarri-, sino a creadores de la más
variada índole, que completan -Ana Ma Matute- o complementan - M . Vázquez
Montalbán- su obra con este tipo de novelas.

En paralelo a este desarrollo, las posibilidades de examen que encuentra la


crítica literaria son cada vez mayores; de hecho, diversas metodologías de aná-
lisis, surgidas del cuño estructuralista, se revelan fundamentales para examinar
un corpus textual que, por sus rasgos y características comunes, ha construido
un arquetipo narrativo de formas y límites muy precisos; la literatura compara-
da, por ejemplo, sólo puede afirmarse mediante recorridos textuales que posibi-
liten contrastes entre procesos literarios que afectan a lenguas diversas o a
modelos narrativos de distinta naturaleza; la noción de intertextualidad es fun-
damental para reconocer la serie de relaciones que permite vincular un texto a
la memoria de referencias de donde surge; la tematología propicia el reconoci-
miento de motivos temáticos que de una obra pasan a otra, en un continuo juego
de transformaciones, así como la construcción de esquemas arguméntales que se
reiteran en virtud de concretas necesidades receptivas, identificables precisa-
mente por este hecho; con todo, la narratología es la corriente que suministra un
mayor número de perspectivas de análisis para poder considerar este conjunto
de obras13.

Debe repararse en que una vez identificado lo que puede llamarse "grupo
genérico", por los principios formales y temáticos compartidos14, las posibilida-
des de estudio son múltiples; desde una concepción pragmática, interesaría eva-
luar las perspectivas de la autoría que se ponen en juego cuando se construye
una obra de estas características, ya que siempre existe un desafío intelectual
para el creador, al margen de las otras dificultades inherentes al propio proceso

13. Sobre los rasgos y características de estas corrientes remito a mi ensayo global La crítica
literaria del siglo XX. Métodos y orientaciones [1996], Madrid, Edaf, 1999, 2a ed. amplia-
da y revisada.
14. Sigue siendo imprescindible el estudio de G. Lukács, Le roman historique [1965], París,
Payot, 1977.
narrativo15; en el dominio de la recepción se reiteran parecidas circunstancias -el
deseo de una erudición asequible, la búsqueda de conocimientos históricos- que
sirven, además, para fijar los "horizontes de expectativas" que regulan la
demanda de este tipo de obras. La indagación, también, sobre la naturaleza del
concepto mismo de la ficción puede ofrecer resultados sorprendentes si se apli-
ca a esta narrativa en la que, por lo común, se generan varios niveles de ficcio-
nalidad16 o se determinan complejos mecanismos metaficticios, con autores que
descienden al interior del libro que están escribiendo o con personajes que se
mueven en distintos órdenes de realidad17.

Las tres instancias del lenguaje narrativo ofrecen sugerentes pautas de exa-
men18: el autor debe ajustar el proceso de la narración -el de la escritura o com-
posición del texto- al mundo que se esfuerza en evocar, con las correspondien-
tes reconstrucciones estilísticas o conceptuales que le permitan transmitir un
grado de verosimilitud aceptable por el receptor; el narrador tiene que construir
un relato - e s decir, la estructura o el sistema de pensamiento- que torne en ase-
quible ese dominio referencial y que posibilite que cualquier lector pueda asu-
mirlo; el personaje, por último, debe prestar al ámbito de la historia -al de las
relaciones arguméntales, al "mundo posible" que ha sido creado a su costa- los
contornos más precisos para que, con su mirada y su voz, esa realidad pueda ser
habitada por los destinatarios del texto. Lo mismo sucede con las categorías del

15. Lo indica Joan Oleza: "Desde mi punto de vista es en esta concepción pragmatizada de la
Ficción, cuyo origen radica en la intención de ficcionalizar del autor, que es definida como
literatura por el uso social que los lectores hacen de ella, que vehicula macroactos de habla
eficaces sobre un entramado de actos de habla simulados y verídicos, donde podemos
encontrar una clave de comprensión para los experimentos novelescos de la hibridez, que
desafían toda delimitación estricta entre las naturalezas de lo literario y de lo histórico, o
de lo verídico y lo ficticio", "Una nueva alianza entre historia y novela. Historia y ficción
en el pensamiento literario del fin de siglo", La novela histórica a finales del siglo XX,
págs. 82-107, pág. 92.
16. Resumo: "la ficcionalidad permite describir el modo en que el autor transforma todos los
conocimientos que posee en planos constituyentes de la materia textual", ver mi El lengua-
je literario. Teoría y práctica, Madrid, Edaf, 1994, pág. 131.
17. Indica Celia Fernández que "la nueva novela histórica se centra precisamente en el cues-
tionamiento de la historiografía y esto determina la estructura, la semántica y la pragmáti-
ca de los textos que se presentan como novelas de metaficción historiogràfica", Historia y
novela, pág. 159.
18. Estoy aplicando el modelo de análisis del discurso narrativo que he formulado en el estu-
dio citado de El lenguaje literario, ver págs. 125-246.
tiempo y del espacio, dada la pretensión del autor y del narrador por arrancar a
los lectores de su presente para arrastrarlos hacia un pasado -cronológico y
ambiental- en el que acabarán descubriendo circunstancias muy similares a las
que responde su vivir19.

Conviene examinar la novelística de tema medieval desde presupuestos


narratológicos, siendo necesario para ello fijar una tipología de modelos textua-
les que permita reconocer el ámbito genérico sugerido, así como la dimensión
ficticia -el grado de ficcionalidad- apuntada por cada una de esas obras. Tales
son los valores de la autoría ligados a esta producción: la experimentación for-
mal, la búsqueda de nuevos procesos de comunicación textual, de construcción,
en suma, de "mundos posibles".

1. Los modelos textuales: una noción narratológica

En principio, el modelo es la representación formal de un proceso textual o


de una serie de rasgos o de fenómenos comunes; es el soporte, por tanto, de la
imagen de la realidad que el texto formula, el espacio referencial que se cons-
truye para otorgar a los personajes una existencia propia y convertir en comuni-
cables las ideas que alimentan su vida.

Se antoja necesario fijar una noción de estas características para plantear un


análisis de esta naturaleza, dedicado a obras que suelen manejar, como se ha
apuntado, dos o más niveles de representación de la realidad: el del marco his-
tórico -que se puede reflejar directamente o manipular tanto como se considere
preciso- y el de la historia construida, que es el que ha de facilitar la integración
del lector en el "mundo" construido.

Toda pesquisa del pasado se practica para iluminar con ella el presente; no
se ponen en pie estos "mundos posibles" por simple ejercicio de arqueología

19. Indica José Domínguez Caparros, en uno de los mejores intentos de definir este género: "La
novela histórica es un acercamiento literario al pasado en el que importa la revitalización rea-
lista -lo literario para Lukács es fundamentalmente realista- de los aspectos humanos y sen-
timentales. La autenticidad histórica está en llegar a la calidad de la vida interior", "La nove-
la histórica: rasgos genéricos", en Novela histórica europea, págs. 15-35, pág. 17. Recogido
en sus Estudios de teoría literaria, Valencia, Tirant lo Blanch, 2001, págs. 251-282.
literaria, sino porque se considera que el espejo textual que conforma esa ficción
puede reflejar - o satisfacer- de un modo más claro los deseos y los anhelos de
receptores a quienes no sólo desasosiega vivir en la prisión de un único destino,
como diría M. Vargas Llosa, sino también en los límites de un solo tiempo o de
una sola época histórica20.

Los modelos textuales -en cuanto sistemas formales y redes de referencias


temáticas- dependen de la memoria literaria de los autores; de sus lecturas, de
su conocimiento real de la Edad Media surgen esquemas de representación
narrativa que remedan los grupos genéricos esbozados a lo largo de esos siglos;
el propósito no es otro que el de conseguir el efecto de verosimilitud, del mismo
modo que los libros de caballerías pretendían ser una crónica verdadera de los
hechos realizados por ese personaje.

Por tanto, y es la propuesta de análisis que aquí se va a desarrollar, cabe


reconocer modelos textuales que imiten las formas narrativas de la Edad Media,
junto a otros que planteen una distinta indagación textual, más rica y variada
porque se tiende a crear productos híbridos, ya sea mediante la combinación de
dos líneas de ficción o tramas temporales, ya mediante la creación de un nivel
alegórico que conduzca al orden de las referencias medievales.

2. Los marcos genéricos de ia Edad Media

Habría que incluir en este grupo, de modo preferente, las que la crítica
denomina ya como "novelas de medievalistas", es decir las de aquellos autores
que, siendo conocedores profesionales de la Edad Media por su investigación
filológica o histórica, aplican ese saber para reconstruir los modelos genéricos
de aquellos textos -obras literarias, documentos históricos- con los que están
acostumbrados a trabajar; sería el caso de Paloma Díaz-Mas o de Angeles de
Irisarri por citar a dos representantes de cada uno de los dos dominios apunta-
dos.

20. Retomando otros trabajos, lo señalaba en el discurso de recepción del Premio Cervantes en
1994: "Una ficción es un entretenimiento sólo en segunda o tercera instancia, aunque, por
supuesto, si también no lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero, un acto de rebeldía
contra la vida real y, en segundo, un desagravio a quienes desasosiega el vivir en la prisión
de un único destino", Alcalá, C.E.C., 2001, pág. 198.
No obstante, cualquier creador posee - o consigue- una memoria de lectu-
ras lo suficientemente dúctil como para poder indagar en otros registros temáti-
cos o dominios formales, a fin de asentar en ellos el orden de su creación. Como
se ha advertido, además, la imitación de los modelos narrativos medievales ase-
gura la verosimilitud que debe otorgarse a un texto que pretende, siempre, trans-
mitir el conocimiento de unos hechos que deben ser percibidos como reales,
generando a la par un primer nivel de distorsión que le permita al lector alejar-
se del ámbito temporal en que se encuentra para dejarse absorber por el que el
texto logra definir.

Pueden, a este respecto, distinguirse cinco modelos narrativos asentados en


la imitación - y consiguiente indagación- de los grupos genéricos medievales:
las biografías, las memorias, las crónicas, los informes o documentos y las
estructuras narrativas de la ficción.

2.1. Biografías

El registro de las pocas biografías medievales conservadas es puramente cro-


nístico y era ejecutado por un autor que trabajaba como escribano o como letrado
al servicio del noble, nunca de un rey, cuyos hechos procedía a referir para con-
servar la memoria de los mismos o bien para justificarlos; por este motivo se escri-
bieron las vidas de Pero Niño, de Miguel Lucas de Iranzo o de don Álvaro de
Luna; se forma, así, el conjunto textual de las llamadas crónicas particulares.

Este es uno de los esquemas preferidos por autores que seleccionan figuras
históricas de fuerte complejidad o relevancia para reconstruir la trama de sus
vidas, desde una perspectiva que suscite la curiosidad o la atracción necesarias
como para captar el interés del lector.

Los monarcas medievales se prestan a este tipo de reconstrucción litera-


ria. Parecen oponerse, en este sentido, los mecanismos de la ficción con el
rigor de la documentación histórica; no hay mucha diferencia, por ejemplo,
entre las vidas de doña María de Molina contadas por una historiadora como
Mercedes Gaibrois de Ballesteros21 o por una novelista como Almudena de

21. En su María de Molina [1936], Madrid, Espasa-Calpe, 1967.


Arteaga22, sobre todo cuando ambas obras pretenden rendir un homenaje a la
mujer que fuera "tres veces reina"; les diferencia sólo el uso del estilo directo
para dar vida y ánima al retablo de personajes con que se construye el relato de
unos acontecimientos y de unas intrigas que, por muchas vueltas que se le dé,
siempre vienen a ser los mismos23. Sucede, así, que muchos de estos seres his-
tóricos son tan atrayentes que, por sí mismos, se bastan sus vidas para posibili-
tar argumentos que superan con creces cualquier esquema de invención litera-
ria24: tal sucede con el infante don Enrique, el hermano de Alfonso X, con Pedro
IV, con el papa Luna, con el mencionado don Alvaro o con los Reyes Católicos
por citar una breve muestra25; suelen, en ocasiones, defenderse intereses ideoló-
gicos, como el aragonesismo que rezuma Mi señor don Fernando. La conquis-
ta de un reino (1992) de Santiago Lorén; la biografía del monarca la redacta su
servidor, un tal Diego de Sada, nombrado paje del rey como beneficio otorgado
por haber nacido el infante en su casa de Sos; la conciencia de este cronista se
afianza en los principios que asimila durante su formación:

Cosas como que en Aragón "antes hubo leyes que reyes", cosas como que los
nobles aragoneses en alguna ocasión dijeron a sus reyes: "cada uno igual que vos,

22. Ver su María de Molina. Tres coronas medievales, Madrid, Martínez Roca, 2004; ha sido
la ganadora del premio de novela histórica "Alfonso X el Sabio".
23. Matizan, a este respecto, E. Montero y Ma Cruz Herrero: "El novelista, además, tiene un
terreno que le pertenece por derecho de propiedad en la misma medida que al historiador,
arqueólogo o filólogo: cuando los datos no llegan adonde se quiere llegar, el historiador, el
filólogo o el arqueólogo teorizan sobre estos aspectos desconocidos a partir de los conoci-
dos. El novelista, por su parte, hace lo propio con la libertad poética que le da su condición,
mientras mantenga la verosimilitud", De Virgilio a Umberto Eco, págs. 23-24.
24. Indica Celia Fernández: "El nombre del personaje histórico incorporado al mundo ficcio-
nal genera unas expectativas en el lector diferentes a las que puede generar un personaje
imaginario, cuya existencia comienza en el instante en que es nombrado en el texto por el
narrador o por otro personaje. El nombre propio pulsa resortes de la memoria, activa redes
connotativas que integran la competencia cultural de los lectores, y plantea determinadas
restricciones al escritor", Historia y novela: poética de la novela histórica, pág. 183.
25. Al calor del quinto centenario de la muerte de Isabel la Católica (2004), se ha producido
una eclosión de biografías noveladas en las que se reconstruyen las vidas de los personajes
más destacados de este momento histórico, empezando por la rival al trono de la reina, a
quien Almudena de Arteaga dedica La Beltraneja. El pecado oculto de Isabel la Católica,
Madrid, La Esfera de los libros, 2001; la misma autora recrea la trayectoria de Catalina de
Aragón. Reina de Inglaterra, Madrid, La Esfera de los libros, 2002, a quien se acerca tam-
bién Luis Ulargui, Catalina de Aragón, Barcelona, Plaza & Janés, 2004; a la propia reina
se acerca Ángeles de Irisarri con Isabel, la Reina, Barcelona, Grijalbo, 2001.
todos juntos más que vos". También me dijo en cierta ocasión, que el último y ver-
dadero Rey de Aragón fue Martín el Humano, muerto sin haber hijos a principios
de este mismo siglo y como vio que no me escandalizaba añadió una cosa tremen-
da:
-La casa de Trastámara nació de una bastardía y un fratricidio. Habrá que
derramar mucha sangre para lavar aquellos pecados nefandos.
Y ahora voy yo, Diego de Sada, a servir al que será el siguiente Trastámara
de Aragón (12)26.

Por supuesto, cualquier orientación castellanista será severamente censurada.

Al mismo rey don Fernando se dirige un largo memorial redactado en


1513 por la supuesta condesa de Olite para reclamar el señorío que se le había
usurpado, alegando la manda testamentaria con que la reina doña Toda, qui-
nientos años antes había legado ese dominio territorial a sus antepasados; tal
es el cierre a que llega la espléndida novela Toda, reina de Navarra (1991) de
Ángeles de Irisarri; se construye un complejo marco de verosimilitud en el que
se recortan tres presencias femeninas para afirmar la biografía de la reina
navarra:

Quería la reina Toda, Alteza, y ansí lo dejó escrito que doña Lambra de Sisamón,
mujer sabia y dada a la trova, escribiera una memoria della y de su esposo Sancho
Garcés I, glorioso rey deste reino, para conocimiento de las generaciones poste-
riores y gloria dellos. Y ansí lo dejó dicho en testamento (333)27.

No pudo llevar a cabo aquel encargo, pero "las cartas y anotaciones" reu-
nidas para aquel empeño se guardaban "en un arca grande y sellada" para que
esta descendiente de doña Alhambra -doña Gaudelia Téllez de Sisamón- las
pusiera en orden, demostrara la antigüedad de su linaje y sostuviera su deman-
da ante el rey Católico:

Me vi, pues, Alto señor, en la necesidad de abrir el arca de doña Lambra y de


tomar cálamo y papel para recuperar el señorío, que era mío. Y me puse a ello,
señor... (334).

26. Zaragoza, Mira Ediciones, 1992.


27. Cito por Iruña, Mintzoa, 1991; ha sido luego reimpresa en Barcelona, Emecé, 1998 y
Barcelona, Salamandra, 2001.
Esta noble manifiesta la misma voluntad y entereza con que la legendaria
Toda viajara hasta Córdoba para curar a su nieto Sancho el Gordo de la obesi-
dad que le impedía regir el reino; ambas luchan por defender lo que es suyo, de
donde la oportunidad de contar aquella heroica vida para apoyar unas pretensio-
nes que aparecen arropadas por aquella venerable autoridad.

Algunas figuras literarias han sido también biografiadas. Así sucede con
don íñigo López de Mendoza, el marqués de Santillana por el que se ha intere-
sado Alfredo Villaverde Gil en su Don íñigo: crónica y ficción del Marqués de
Santillana1*, o con don Enrique de Aragón, el marqués de Villena, que cuenta
con la aportación de Felipe Ximénez de Sandoval, Don Enrique de Villena29. De
trazar la vida de Jorge Manrique se ocupa su paje, Pericón el Corto, tal y como
lo refiere Pedro L. Ñuño de la Rosa y Amores en El enano (1995), bajo cuya
cobertura novelesca se alberga la Crónica de Pericón el Corto y su señor don
Jorge Manrique30; su trama de hechos, asentada en la poesía manriqueña, se
apoya en este juego de voces narrativas:

Menester será, para quienes accedan a las siguientes explicaciones, vengan en


entender el hablar de dentro afuera de Pericón el Corto, cual forzado narrador,
mientras mi amo y señor, caballero y capitán de todos reconocido por su linaje y
nobleza tan crecidos, hablará de fuera a dentro; y no he de aplicarme mucho para
ello porque don Jorge, cuando le apretaba el alma, se mitigaba con vino y llantos,
que nadie, salvo y aparte un servidor, pudo escuchar y aún menos presenciar de
tan entero y bravo Comendador de Montizón, al que ahora el mundo quiere admi-
rar como poeta excelso (13).

Se perfila, oportunamente, el tópico de las armas y las letras, porque ambos


conceptos van a ser los pilares sobre los que se sostenga esta sorprendente bio-
grafía.

Y es que la que puede llamarse "ilusión biográfica" es tan importante que no


se necesita que el personaje sea real; Ángeles de Irisarri construyó El estrellero
de San Juan de la Peña (1992) con este artificio; acotada en seis momentos cro-
nológicos diferentes, se refiere la vida del monje Aimerico de Thomières, a quien

28. Guadalajara, Grupo Enjambre, 1985.


29. Madrid, Organización Sala Editorial, 1972.
30 . Alicante, Instituto de Cultura "Juan Gil Albert", 1995.
se muestra en el año 1066, "encaramado en su observatorio astronómico", a la
espera de ver pasar un extraordinario cometa que aún no se llamaba Halley:

En su oscura soledad, fray Aimerico recordaba tiempos pasados. Tal día como hoy
(a dos días saliente el mes de mayo), don Hugo, el abad de San Ponce de
Thomières le encomendó viajar a San Juan para sanar al abad Paterno que estaba
muy enfermo, y ya no volvió... (10)31.

Su presencia en el monasterio sanjuanista es aprovechada para reflejar las


costumbres de la vida monacal y enmarcar con ellas la historia de un sueño, de
cuya realización quedó constancia en un epitafio.

2.2. Memorias

Los discursos medievales no son propicios a las confesiones, más allá de la


"escriptura" que decidiera promover doña Leonor López de Córdoba para justi-
ficar unos comportamientos y solicitar, quizá, su regreso a la corte; también don
Juan Manuel dejó prendidos en sus prólogos, en algunos capítulos del Libro de
los estados, además del Libro de las tres razones, fragmentos de su vida, refle-
xiones sobre su linaje; sin embargo, en los últimos decenios del s. XV, casi todo
un género como el de la ficción sentimental se sostiene sobre este procedimien-
to de la autobiografía, puesto que un "auctor" procede a dar cuenta de las cala-
midades sufridas - y "fingidas"- tras haber sido vencido por la pasión amorosa:
las epístolas se revelan piezas fundamentales de ese análisis introspectivo.

El descenso por la conciencia de un personaje, posibilitado por la escritura


autobiográfica, constituye uno de los esquemas textuales más utilizados por esta
narrativa. Ya se trate de una figura regia o de un testigo privilegiado, el conoci-
miento directo de los hechos por quien los ha vivido o presenciado permite tra-
zar tensas indagaciones sobre cada una de las épocas en que se inscribe la exis-
tencia de esos narradores homodiegéticos, que suelen rememorar su vida en los
últimos compases de la misma y en una situación muy diferente a la del honor
y la gloria que han conocido. Esta dislocación temporal, necesaria por otra parte,
otorga credibilidad a esas voces que manifiestan un profundo desengaño con
respecto al tiempo que les tocó vivir; por lo común, son personajes que defien-

31. Zaragoza, Mira Editores, 1992.


den su "historia" personal de las circunstancias de la Historia que acabó por
sojuzgarlos, además de enjuiciarlos; tal es lo que se desprende de las memorias
construidas por Boabdil, el último rey de Granada en El manuscrito carmesí
(1990) que rescatara Antonio Gala:

Escribo en los últimos papeles carmesíes de cuantos saqué de la cancillería de la


Alhambra. Quizá sea un buen motivo para no escribir más. No estoy seguro -no
lo estoy ya de nada-, pero creo que hoy cumplo sesenta y cuatro años. Desde que
llegué a Fez mi vida ha transcurrido como un único día largo y soñoliento. Y ade-
más nunca supe con exactitud la hora en que nací; de ahí que los astrólogos no
pudiesen establecer sin errores mi horóscopo. (Para un rey, eso tal vez sea desea-
ble) (ll)32.

Sobre todo, para quien ha sido condenado a sufrir la pérdida de un reino


como es su caso, o para quien tendrá que padecer que le sea arrebatada la coro-
na por los nobles principales de su corte, incluido su propio hijo, tal y como lo
refiere la Urraca (1979) que novelara Lourdes Ortiz; la descendiente de Alfonso
VI, apresada en un monasterio, sometida a fatigoso silencio, rememora su agi-
tada existencia con el fin de que se le haga justicia:

Una rey necesita un cronista, un escriba capaz de transmitir sus hazañas, sus amo-
res y sus desventuras, y yo, aquí, encerrada en este monasterio, en este año de
1123, voy a convertirme en ese cronista para exponer las razones de cada uno de
mis pasos, para dejar constancia -si es que fuera la muerte lo que me espera- de
que mi voluntad se vio frustrada por la traición y tozudez de un obispo ambicioso
y unos nobles incapaces de comprender la magnitud de mi empresa.
Ellos escribirán la historia a su modo; hablarán de mi locura y mentirán para
justificar mi despojamiento y mi encierro.
Pero Urraca tiene ahora la palabra y va a narrar para que los juglares recojan
la verdad y la transmitan de aldea en aldea y de reino en reino (10)33.

32. Barcelona, Planeta, 1990. Como apunta Ma Carmen Aldeguer Beltrá: "El carácter ficticio
de El manuscrito carmesí ya se manifiesta en la etiquetación léxica del mismo título. Lo
importante no es la faceta pública del personaje histórico elegido, la cual nos es dada a
conocer a través de los textos históricos, sino su vida privada, que se presta más a la recre-
ación imaginaria del autor", "Técnicas de reconocimiento en una novela histórica de
memorias: El manuscrito carmesí, de Antonio Gala", en La novela histórica a finales del
siglo XX, págs. 119-126, pág. 120.
33. Madrid, Debate, 1991. Con razón señala Amalia Pulgarín: "En Urraca se cuestiona tanto
la escritura histórica en sí como la complejidad del sujeto femenino; ambos problemas que-
Una trama de confesiones, articulada de esta manera, resulta incontestable,
aunque sólo sea porque estos personajes, vencidos por la historia, no escriben
para su presente, sino para el futuro en que se encuentran instalados sus recrea-
dores -los novelistas- y los lectores, obligados a encontrar en sus confesiones
una suerte de proyección de sus propias vidas34.

Es posible que uno de los personajes a los que más se ha requerido para
construir estos registros memorísticos haya sido la reina Juana de Castilla; des-
taca la recreación de Carmen Barberà, Juana la Loca (1992), por el modo en que
la memoria se convoca desde una primera anécdota de la niñez, hasta vincular-
la ya a los contradictorios hechos que acaban cercando a esta mujer en la prisión
de Tordesillas:

A partir de aquel instante el ejercicio de la memoria fue un divertido entreteni-


miento durante mi infancia y la salvación de mi equilibrio espiritual cuando la
soledad y la traición me destrozaban el alma. Nacida para reina, los tres seres más
queridos de quienes yo pude recibir ayuda usurparon mis derechos al trono sin el
menor remordimiento y me obligaron a llevar la más desgraciada de las existen-
cias. Sin duda alguna la concertación de mi boda, el obligado regreso a España,
mi ineludible permanencia en la península y el forzado ingreso en el castillo de
Tordesillas, donde iniciaría un mal disimulado cautiverio, fueron intereses de
Estado ante los cuales nadie vaciló en hacerme víctima (15)35.

Distinta es la Juana la Loca (1994) que propone Guillem Viladot, construi-


da desde una perspectiva más humana y no tanto enfrentada a la historia como
a su propia condición de mujer, explorada a través de las tres situaciones de hija,
esposa y madre; la acción narrativa se ajusta al modo en que va perdiendo estas
tres condiciones de ser36.

dan unidos y equiparados en el mismo texto. De ahí la duda acerca de qué materiales ele-
gir para ser incluidos en su crónica, o de qué estilo o género poner en práctica para contar
su historia", "La necesidad de contar por sí misma: Urraca de Lourdes Ortiz", en
Metaficción historiogràfica, págs. 153-201, págs. 166-167.
34. Anjouli Janzon estudia el modo en que "la narración de Urraca subvierte el discurso ofi-
cial, la crónica, al parodiarla y yuxtaponerla a otros géneros como la confesión, el diario,
el cuento, incluso la novela rosa y la tradición oral, siempre cuestionando el mismo acto de
narrar", "Urraca: un ejemplo de metaficción historiogràfica", La novela histórica a finales
del siglo XX, págs. 265-273, pág. 266.
35. Barcelona, Planeta, 1992.
36. Madrid, Ediciones Apostrofe, 1994.
Lejos de las cortes regias, nobles y prelados confían a sus memorias verda-
deras, sólo por ellos conocidas y necesarias para comprender las posturas que se
han visto obligados a adoptar ante unos determinados hechos; el Yo, don Juan
Manuel (1993) de Reinaldo Ayerbe-Chaux -uno de sus mejores estudiosos- no
persigue otro fin, como lo declara el subtítulo de la obra: Apología de una vida-,
el noble escritor, cerrado el Libro de las tres razones, decide seguir aprovechan-
do el hilo de unos recuerdos con el solo propósito de preservar su discutida y
contradictoria imagen:

Terminado ese librito, es como si mil detalles de mi vida hubieran salido del
ensueño y de ese pasado nebuloso; como si pidieran a gritos ser de nuevo actuali-
zados y analizados, quizá para bien de mi conciencia. La confesión de mi primo,
el rey don Sancho, que allí puse en su substancia, me llama para que también narre
yo mi vida y explique mis acciones.
Me han tachado abiertamente el que haya escrito libros y tratados por ser ésta ocu-
pación de clérigos con letradura y no de caballeros a quienes sólo está encomen-
dado el ejercicio de las armas. Mi vida que ahora aquí escribo será mayor escán-
dalo. Por eso no la dicto. La escribo yo mismo en la soledad de Peñafiel y al ter-
minarla, no sé a quién la deje encomendada (7)37.

La hostilidad del presente atrapa a estas figuras en una red de acusaciones


y de críticas de la que pretenden escapar dejando distinto rastro de sí; Tomás
Salvador persigue la vida de don Pedro de Urrea para componer El Arzobispo
pirata (1982) y recorrer con este mitrado las aguas del Mediterráneo en los tur-
bulentos años del papado de Calixto III, de quien fue capitán de galeras; todo
ese tiempo ya pasado se evoca desde estas perspectivas:

Y ahora que la Santa Madre Iglesia tiene un nuevo Pontífice y que yo, el llamado
Pere, o Pedro de Urrea, estoy sentado ante una ventana, cabe las murallas de mi
vieja ciudad, bajo el tibio sol de setiembre, recuerdo. ¡Ya lo creo que recuerdo!
Tanto y tan intensamente que me duelen todos los sentidos y no creo que exista un
físico que pueda aliviarme (15).

A ese pontífice, Alonso de Borja, le dedica Luis Gómez-Acebo A la som-


bra de un destino (1985), conformando una exhaustiva trama de recuerdos, ini-
ciada en el mismo día de su nacimiento, con este propósito:

37. Madison, H.S.M.S., 1993.


Quisiera relatar, aunque sea a grandes rasgos, lo que me ha ocurrido, hablar de las
gentes que he conocido y de algunas de las alegrías y tristezas que he padecido.
No pretendo inventar nada, todo lo que a continuación relato ha ocurrido realmen-
te, y si alguna cosa me callo es por no ofender la memoria de alguno de mis ami-
gos ya fallecidos (9)38.

Es continua, por tanto, la perspectiva del acabamiento, de la terminación de


una vida que precisa, antes de extinguirse, ser explicada.

Más allá de la circunstancia personal, toda una época puede ser explicada
desde la visión autobiográfica, no de uno, sino de varios personajes, como ocu-
rre en la novela de Regocijo en el hombre (1984) de Salvador García Aguilar:
un obispo, un rey y un príncipe reconstruyen su circunstancia, dotado cada uno
de ellos de un dominio de relato propio, con la intención de reflejar las incerti-
dumbres que en el mundo anglosajón causaba la amenaza de las invasiones
vikingas; la raíz de la paradoja se refleja en las titulaciones de cada una de las
tres partes -las "confesiones de un obispo inconfesado" (7), las "aventuras de un
caballero desventurado" (125), las "ilusiones de un príncipe desilusionado"
(229)- que parecen confluir en un final común para los tres:

Por detrás del mar, más allá del resplandor de la hoguera, quedaba la interrogante
brumosa del finisterre, que también estábamos dispuestos a iluminar. Pues la espe-
ranza moraba ahora entre nosotros (336).

Las mejores memorias son las que escriben los propios personajes configu-
rados en la Edad Media, sin necesidad de que tengan que ser reales; Manuel
Mújica Laínez recoge en El unicornio (1965) la voz de una de los principales
mitos de los siglos medios:

Me llamo Melusina y la sola mención de mi nombre debería bastar. Pero no basta


¡ay! nada basta en un siglo como el actual en que los escolares deben aprender tan-
tas cosas difíciles e inútiles que no les queda ya tiempo para las fundamentales
(13)39.

Una de ellas consiste en creer en las hadas, que tal es la sustancia que anima
la vida de esta narradora, tal y como ella advierte:

38. Barcelona, Salvat, 1995.


39. Barcelona, Seix Barral, 1994.
Es la historia de un hada, la vida de un hada; que quien no crea en las hadas, cie-
rre este libro y lo arroje a un canasto o lo reduzca al papel suntuario de relleno de
su biblioteca, lamentando el precio seguramente sustancioso que habrá pagado por
su gruesa estructura (11).

Porque muchas veces el pasado no tiene otro objetivo que el de retrucar las
circunstancias del presente40.

2.3. Crónicas

Las vidas de reyes, que la novelística medieval transmite en forma de biogra-


fías o memorias, constituían el soporte fundamental de las crónicas medievales.
Los autores contemporáneos eligen este formato para configurar el orto y el ocaso
de míticas civilizaciones, como ocurre en el caso de El testimonio de Yarfoz (1986)
de Rafael Sánchez Ferlosio, o de singulares empresas militares, como plantea
Félix de Azúa en su Mansura (1984); es más claro este último caso puesto que se
trata de una adaptación de la crónica medieval de Joinville, vinculada a la partici-
pación de los catalanes en tal empeño; la tópica de los exordios medievales vuel-
ve a insistir en una de las intenciones básicas que anima a este tipo de obras:

Sin embargo, como dice el señor Salustio, los griegos no lucharon mejor que nos-
otros, pero tuvieron grandes cronistas. Y ¿qué queda de una batalla si la memoria
muere con el vencedor o con el vencido? Por esta tercera y mejor razón he queri-
do poner por escrito los hechos y palabras de mi rey, no fueran a desaparecer con
el último crujido de mis huesos, cuando la tierra los devuelva al lodazal en el que
se formaron (12)41.

A la propuesta de Sánchez Ferlosio le conviene el apelativo de "crónica"


sobre todo por la concepción inicial del amplio proyecto en el que este opúscu-
lo debía inscribirse:

40. "El pasado se considera interesante para el presente en algún aspecto. Y esto no tiene más
remedio que ser así si seguimos pensando que la reconstrucción del pasado es un acto simi-
lar al de toda interpretación, y que el problema hermenéutico integra como uno de los
momentos esenciales el de la aplicación del texto que se quiere comprender a la situación
actual del intérprete", subraya J. Domínguez Caparros en "La novela histórica: rasgos
genéricos", pág. 20.
41. Barcelona, Anagrama, 1993.
El presente texto, titulado "El testimonio de Yarfoz", relato biográfico escrito por
un oscuro hidráulico, Yarfoz, sobre su querido y admirado amigo el príncipe
Nébride, fue introducido por el que la crítica moderna reconoce hoy como primer
y principal autor de la magna obra historiogràfica (La) Historia de las guerras bar-
cialeas, Ogai el Viejo, como apéndice al libro II, por el interés que, en la breve
introducción, él mismo declara haber hallado en el manuscrito (ll)42.

Se perfila un marco de ficción en segundo grado que otorga verosimilitud a


la narración principal que se va a ofrecer; sin embargo, parece cierto que Sánchez
Ferlosio había abrigado la intención de construir un magno retablo cronístico
dedicado al mítico mundo que había alumbrado en una novela que sólo se avino
a publicar por presiones -amistosas- de los editores. El testimonio acuerda,
entonces, con numerosos relatos cronísticos que quedaron sin terminar por pro-
blemas de compilación de datos; aun así, es reconocible en esta obra una visión
enciclopédica, muy cercana a la de una imago mundi, entreverada con la dimen-
sión épica que se confiere a las luchas de los pueblos que viven a orillas del río
Barcial: una geografía que, frente a la del Jarama, se sume en la pura leyenda.

2.4. Registros documentales

Para las cancillerías regias se preparaban documentos de muy variada natu-


raleza -relaciones de viajes o de campañas militares, cuadernos o memoriales
con peticiones diversas, discursos y arengas cortesanas- que, por lo común, se
utilizaban para la redacción de crónicas. De este modo, la presentación de un
texto narrativo bajo esta cobertura otorga al relato una firme verosimilitud, amén
de propiciar la inserción del receptor en el mundo evocado; aunque se incluya
en otro epígrafe (3.2), Peón de rey (1998) de Pedro Jesús Fernández se presen-
ta de esta manera:

-Bueno, ¡ahí estaba! -se dijo. Primorosamente caligrafiado con letra diminuta, en
una extraña mezcla de latín, francés y castellano que le hizo sonreír en más de una
ocasión, por fin había encontrado el famoso Informe del maestro Raoul de
Hinault. Conforme fueron pasando los capítulos ante los asombrados ojos de don
Çag, se iban restableciendo los acontecimientos (ll)43.

42. Madrid, Alianza, 1986.


43. Madrid, Alfaguara, 1998.
La investigación detectivesca que realiza ese clérigo parisino cobra, así,
extraordinaria veracidad.

Enrique Cerdán Tato construye una breve - y poliédrica- novela, titulada


Todos los enanos del mundo (1981) con el fin de describir los últimos tiempos
del feudalismo; la historia principal se centra en Sigfrido de la Gorce, comple-
mentada por la perspectiva de un personaje visionario al que se cede directa-
mente la palabra, mediante la transcripción del que se llama "Manuscrito (quizá)
apócrifo de un alquimista", realizada con ciertas pretensiones paleográficas por
el ajuste de los márgenes de la línea al que sería la caja de escritura del docu-
mento:

Me llaman Bardas y tengo por oficio la / práctica de la alquimia, la astrologia y /


las artes de curar. Nací, no sé de cierto / en qué año del Señor, en una aldea / de la
Lombardía asolada por la peste, / y fue mi vida de joven azacanada y / taciturna...
(61)44.

Los libros de viajes propician estructuras narrativas en las que se multipli-


can los espacios visitados -también las peripecias sufridas- por protagonistas
que, por causas diversas, inician un determinado itinerario. Una de las mejores
adaptaciones de este modelo textual la ofrece Jesús Torbado en El peregrino
(1993), abierto a la ruta jacobea que recorre, en torno al año mil, Martín de
Chàtillon; en las diversas aventuras por que pasa -por lo general, asaltos de toda
índole- se entremezclan varios niveles de intriga, alguno de ellos atenido a la
estrategia del manuscrito que debe ser descifrado45:

El obispo greñudo desenrolló con gran rapidez el pergamino e intentó descifrar a


la imprecisa luz del alba los signos que contenía.
-No te esfuerces, santo obispo -dijo Martín mientras masticaba, mirando al otro
con una sonrisa-. Nadie sino yo sabe interpretar esos signos, ya que le pedí a aquel
piadoso varón que alterase algunas líneas y mudase de sitio los lugares, a fin de

44. Barcelona, Laia, 1981.


45. La técnica es conocida y la recorre, con numerosos ejemplos, Carlos García Gual: "Como
hemos visto, a falta de documentos auténticos, de esos que emplea el historiador, a falta de
un testigo real, como esos que ha conocido el cronista, el novelista histórico se inventa un
manuscrito antiguo o incluso un libro impreso, pero raro, perdido en la balumba de las
bibliotecas y accesible sólo a un erudito muy tenaz", "Trucos de la ficción histórica: el
manuscrito reencontrado", en Apología de la novela histórica, págs. 29-56, pág. 55.
que nadie descubriera el secreto si alguna vez me robaban el itinerario. Ya te dije
que jamás llegarías a él si me matabais (21 )46.

Tesoros ocultos, falsas reliquias, burgos con poblaciones recién asentadas,


extraños cenobios en que se practican sorprendentes ritos de iniciación jalonan
el recorrido de este peregrino hacia Santiago en cumplimiento de una promesa
que da sentido a toda una vida.

Una de las mejores recreaciones de los "registros documentales", en lo que


supone de compendio de datos y de transmisión de noticias extraordinarias, la
consigue Juan Eslava Galán con su En busca del unicornio (1987), tal y como
se puede comprobar por su arranque, calco perfecto de un incipit medieval:

En el nombre de Dios Todopoderoso, yo, Juan de Olid, empiezo este libro el día
de Navidad de 1498, y porque de toda obra son comienzo y fundamento Dios y la
Fe Católica, como dice la primera Decretal de las Clementinas, que comienza
Fidei Catholicae fundamento, así yo comencé mi libro en nombre de Dios y en
sus manos, que han de juzgarnos estrechamente, deposito cuanto en él se dice y
cuenta y a Dios y a Santa María pongo por testigos de la verdad que aquí se con-
tiene y encierra, cuanto más que las maravillas aquí expuestas vistas fueron de
estos mis ojos, oídas de estos mis oídos, sentidas de este mi corazón, y si en algo
mintiera o me apartase de la verdad, páguelo luego con el estipendio de la eterna
condenación de mi alma (7)47.

La pretensión de verosimilitud es aquí más urgente si cabe, puesto que se


refiere el largo viaje que este escudero, Juan de Olid, criado de don Miguel
Lucas, realiza por el continente africano en busca de un cuerno de unicornio con
el que, supuestamente, habría de remediarse la impotencia del malhadado
Enrique IV, del que se traza un atinado retrato; obsérvese, además, el modo en
que Eslava Galán logra imitar el estilo -construcciones fraseológicas, vocabula-
rio- de los documentos que se redactan para ser guardados en una cancillería:

Muchas veces me han preguntado luego diversas gentes cómo era el Rey y si se
parecía a su retrato que traemos en las monedas y yo a todos he dado pelos y seña-
les y he dado a entender que tuve con él más familiaridad y trato del que en ver-

46. Barcelona, Planeta, 1993.


47. Barcelona, Planeta, 1987. Premio Planeta en ese año; uno de los títulos de mayor éxito de
este galardón.
dad tuve [...], pero ahora tengo que declarar, puesto que he jurado ajustarme a la
verdad, que no hablé con el Rey más de lo que queda dicho y que tan breve fue mi
comparecencia que no sabría decir si tan alto señor era joven o viejo. Alto sí sé
que era y muy membrudo, aunque, a lo que me pareció, de carnes blandas y poco
trabajadas, como las del que lleva vida regalada y de no mucho ejercicio. Y del
rostro no era feo, mas tampoco guapo, que tenía grande la quijada de abajo y esta
tacha le descomponía un tanto el semblante (14-15).

Las semblanzas del monarca fijadas por Pulgar, Valera o Enríquez del
Castillo - n o por Palència- coinciden con esta imagen que conserva en su memo-
ria este Juan de Olid y que enmarca el azaroso itinerario en que se va a embar-
car y que permite que la novela inscriba en su interior un libro de viajes, con
todo el repertorio de los mirabilia imaginable, no porque se vean monstruos o
se describan razas sobrenaturales, sino por el continuo descubrimiento de un
mundo desconocido.

2.5. El orden de la ficción medieval

De las estructuras narrativas de la ficción medieval, la materia artúrica es la


que cuenta con un número mayor de adeptos, tanto por parte de autores, que segu-
ramente pagan una deuda de formación, como de lectores que se sienten atraídos
por personajes y líneas arguméntales que prefieren conocer desplegadas en un len-
guaje más asequible o vinculadas a problemas de su presente48. Una de las siete
identidades que adopta el protagonista de La saga/fuga de J.B. (1972) de Gonzalo
Torrente Ballester corresponde a una configuración artúrica, descubierta en el
curso de una suerte de investigación periodística iniciada de esta manera:

Yo no sé si fue allí mismo, o, más tarde, en la redacción (incorporado a la trinca


Pito Bebendo), donde se acordaron las líneas generales de la estrategia a seguir, en

48. Y aunque se trate de un ensayo, puede incluirse aquí el análisis que Felipe Mellizo realiza
de Arturo, rey (Una especie de vida), Madrid, Novelas y Cuentos, 1976, porque se intere-
sa por la proyección del mito de Arturo a lo largo de la historia, en sus distintas manifesta-
ciones políticas y sociales, además de literarias; éste es uno de los sugerentes objetivos que
persigue: "He escrito este libro, o lo que sea [...] porque creo que conocer con cierta pro-
fundidad el sentido y el alcance de los relatos arturianos y del mito artúrico, puede servir-
nos a los españoles para interpretar algunos de los aspectos más oscuros del espíritu britá-
nico, si es que existe ese espíritu", pág. 17.
la que a mí me tocaba nada menos que un artículo diario -firmado J.B.- por el que
se informase a la gente, ignorante u olvidadiza, de lo que La Tabla Redonda había
sido y hecho, y de lo que podía en el futuro ser y hacer (64)49.

Es frecuente esa dislocación de tiempos que se produce en la historia, con


personajes que se encuentran en un presente, que coincide con el del lector, y
que, en virtud de extrañas combinaciones y lecturas, son trasladados a épocas
pretéritas para fundirse con una circunstancia de su ser totalmente desconocida
y proyectarse en un orden de aventuras que les permitirá, como es obvio, resol-
ver una serie de carencias iniciales que tampoco sabían muy bien a qué podían
obedecer50; tal es lo que ocurre en una de las más importantes - y pioneras- obras
de esta narrativa, el Libro de caballerías que construye Joan Perucho en 1957;
su acción sucede en dos niveles temporales -el contemporáneo y el medieval-
por los que es arrastrado Tomás Safont en pos de una herencia familiar que debía
reclamar, tal y como se lo explica un anacrónico abogado llamado señor
Dupont:

Habló a Tomás de Chipre y de una compañía petrolífera con conductos en Siria y


ramificaciones en Israel. Le habló también de una historia llena de irregularidades
cometidas por un tal Paleólogo Dimas. Pero lo más importante eran unos intere-
ses fabulosos que era necesario reivindicar, unos intereses que no quedaban cla-
ros, pero que eran muy ciertos. Tomás Safont, posiblemente, había adivinado algo
de todo ello -estaba convencido- a través de unos viejos manuscritos apenas des-
cifrables (23)51.

Ese descenso al "otro mundo" medieval llevará a este caballero catalán a


recorrer parajes similares a los que aparecen en los libros de caballerías, con una
ambientanción básicamente oriental, en la que no falta la obligada visita a las
tierras del Preste Juan52. Este mismo recurso es el que utiliza Jorge Molist en El

49. Barcelona, Destino, 1980.


50. Así, señala M a Isabel de Castro García: "La frecuente introducción de un nivel narrativo
metaficcional suele poner de manifiesto la inseguridad del narrador ante la materia históri-
ca; también puede interpretarse como una metáfora de la imposibilidad del hombre contem-
poráneo para aprehender la realidad", "El cuestionamiento de la transmisión histórica en la
novela contemporánea. Ejemplos en la narrativa española", Novela histórica europea,
págs. 93-104, pág. 97.
51. Madrid, Alianza, 1986.
52. "El reino del Preste Juan era un país como nadie puede imaginarse. En medio de una vege-
tación fabulosa, aparecían montañas de piedras preciosas, de una brillantez y transparencia
Anillo. La herencia del último templario (2004), otorgando a ese objeto, siem-
pre mágico, la facultad de conectar dos líneas temporales".

Puede, también, el ámbito de las relaciones medievales traerse hacia el pre-


sente, como plantea M. Vázquez Montalbán en Erec y Enide (2002); las aven-
turas y las pruebas que sufre esta pareja de amadores artúricos se proyecta en los
peligros e incertidumbres que deben arrostrar dos jóvenes voluntarios de una
ONG, Pedro y Myriam, en un país centroamericano; Vázquez Montalbán ajus-
ta las peripecias del roman de Chrétien de Troyes a las tribulaciones a que son
sometidos estos dos jóvenes del siglo XX, obligados a padecer un verdadero
proceso de purificación; mientras, en el orden de la realidad continental, como
si se trataran de un decadente rey Arturo y de una agónica reina Ginebra, se
refieren las vidas del catedrático Julio Matasanz, especialista en literatura artú-
rica, y de su esposa Madrona, vinculada a la alta burguesía catalana, cuya exis-
tencia se enmarca en una espléndida finca llamada "La Alegría de la Corte"; uno
y otro son los tutores del joven médico; precisamente, la novela comienza cuan-
do el catedrático emérito va a recibir un homenaje internacional, con la entrega
del premio Carlomagno, en la isla de San Simeón, poetizada por Meendinho en
el s. XIII, en una deliciosa cantiga de amigo que se sitúa al frente de la novela,
como pórtico de entrada a la misma; en ese acto, va a pronunciar una conferen-
cia en la que va a desvelar el sentido del roman de Erec y Enide sin saber que
en esa trama argumental, en ese mismo momento, se están recortando las situa-
ciones por las que pasa su ahijado:

¿Qué nos importa a nosotros, catedráticos de literatura medieval, el uso contingen-


te que cada promoción lectora haga de esos mitos? El más joven caballero de la
Mesa Redonda se enamora de y se casa con Enide para iniciar entonces una reti-
rada vida amorosa muy criticada por los otros caballeros, infradotados para com-
prender que Erec prefiera el amor a la guerra. Y es entonces cuando, sabedor de
estas críticas, Erec dispone una aventura sin límites: Enide marchará ante él, sola,
expuesta a los peligros del mundo y cuando se presenten las amenazas, Erec sal-
drá a defenderla, a recuperarla en cada lance (19)54.

inigualables. Podían verse enormes aguamarinas, ágatas, brillantes, rubíes, amatistas y


topacios, en un concierto de reflejos y tonalidades variadísimos" (69).
53. Madrid, Martínez Roca, 2004.
54. Barcelona, Areté, 2002.
El resumen que realiza acto seguido de los núcleos arguméntales que inte-
gran el Erec comprime la trama narrativa que se va a dedicar a los otros dos
héroes del siglo XX, que se aman con la misma intensidad que los medievales.

A las pasiones del rey Arturo dedica X. L. Méndez Ferrin su Amor de Artur
(1990), un complejo análisis del dolor que el mítico rey siente al conocer la rela-
ción entre Lanzarote y Ginebra:

Consumada y conocida la traición, apurado el dolor hasta el último fondo en el que


navegan oscuras dudas y disculpas deseadas, rey Artur sólo ansia, derrumbado en
la tarde, recuperar, recuperar la piel de Ginebra, volverla hacia sí, descubrir de
nuevo el calor de las horas pasadas y líquidos grumosos de deseos satisfechos y
de ensueños acoplados en los atardeceres de la gloria y de los floridos banquetes,
que Ginebra, garza, grulla, galana, vuelva, y que Lanzarote no regrese jamás de
Armórica si no es para recibir el deshonor de manos de rey Artur, que llora de
nuevo por el paseo de los helechos mientras llama a voces a Galván (12)".

Comparece así el primero de los héroes de este universo al que pronto se


sumará el inefable Merlín, acompañado en este caso por un extraño hermano, el
mago Roebek.

Precisamente al sabio encantador de la materia artúrica se ha dedicado un


número mayor de recreaciones narrativas; una de las primeras es el Viviana y
Merlín (1930) de Benjamín Jarnés, que ahonda en la trágica relación amorosa
de estos dos personajes; de la fantástica biografía del mago, asentada en un
ambiente galaico, se ocupa Álvaro Cunqueiro en su Merlín y familia (1969),
referida por uno de sus servidores, buen conocedor de sus costumbres y vicisi-
tudes:

El señor Merlín, según se sabe por las historias, era hijo de soltera y de ajena
nación, y vino heredado para Miranda por una tía segunda por parte de madre [...]
Por don Merlín no pasaban años, y de esto se quejaba como de un maleficio, pero
pocas veces, que el ser de él era aparentar muy franco y abierto, contento del
mundo y hablador, y sonreía muy fácil (17)56.

55. Madrid, Debate, 1990.


56. Barcelona, Destino, 1986.
La longevidad es la misma circunstancia de la que arranca el Merlín (1989)
de Michel Rio57, una autobiografía en la que se revisan los principios fundamen-
tales de la materia artúrica por quien había sido su principal ideador.

A la emblemática empresa de esta materia dedica Paloma Díaz-Mas El rapto


del Santo Grial (1984), localizado en el castillo de Acabarás, hacia donde cabalgan
los ya ancianos caballeros de la Mesa Redonda para intentar, por fin, resolver la
prueba a la que todos habían dedicado sus vidas, como se recuerda en el comienzo:

Los caballeros fingieron gran alborozo: desde aquellos tiempos lejanos en que
eran jóvenes y no tenían el pelo cano y hasta eran capaces de subir a la montura
de un salto, sin necesidad de encaramarse penosamente a un escabel, no habían
luchado más que porque llegase el ansiado momento de recuperar el Grial (11)58.

Aun perteneciente al dominio de la historia real, merece incluirse en este


apartado Las Compañías Blancas (1984) de Tomás Salvador, consagrada a las
guerras fratricidas que sostienen el rey Pedro I y su hermanastro Enrique de
Trastámara; aunque el relato se concibe como una especie de crónica, su confi-
guración pragmática se ajusta a la de las obras de ficción, transmitidas por un
especial recitador que aprovecha la llamada al auditorio para recordar las figu-
ras históricas de que va a hacer mención:

Y es en este punto cuando voy a comenzar mi romance de las Compañías Blancas, que
son, ciertamente, las mismas Grandes Compañías de las que os hablé. Y esto sucedió
hace cincuenta años, cuando reinaba en Aragón En Pere Quart, en Castilla don Pedro el
Primero, al que disputó el trono su hermano Enrique de Trastamara, padre de Juan
Primero, padre a su vez de don Enrique Tercero el Doliente, progenitor a su vez de nues-
tro soberano Juan Segundo, cuya mayoría de edad y entrega del regimiento y goberna-
ción de Castilla se ha acordado en las cortes de Madrid, y cuyo fasto celebramos (14).

No erraba el novelista al elegir el marco temporal desde el que la acción se


iba a evocar, puesto que en la minoridad de Juan II se produjo una reivindica-
ción de la memoria petrista.

57. "Tengo cien años. Un siglo de vida es una eternidad y, una vez que se ha vivido, un pensa-
miento fugitivo donde todo -los comienzos, la conciencia, la invención y el fracaso- se
condensa en una experiencia al margen del tiempo. Llevo luto por un mundo y por todos
quienes lo poblaron", Madrid, Debate, 1994, pág. 7.
58. Barcelona, Anagrama, 1984.
Como recreación de estructuras narrativas deben acogerse, en este grupo,
las obras en las que se pretende evocar el ambiente literario del que surgen tex-
tos emblemáticos y canónicos de la producción medieval; el Libro de buen amor
y su autor, Juan Ruiz, son recreados por Fernando Fernán-Gómez en El mal
amor (1987), que dedica al de Hita una presentación inequívocamente goliárdi-

Ágil, muy suelta de caderas, y también de tetas, Inés, la moza de la taberna, corría
de un lado a otro sobre el suelo cubierto de paja, llenando jarras y vasos.
Acompañado al salterio por Antón, el de Lobera, como tantas otras veces, canta-
ba yo entre jaleos y risas de los demás: "Mis ojos no verán luz, / pues me he que-
dado sin Cruz" (13)59.

Poco importa modernizar el texto cuando a este Arcipreste lo único que le


interesa es formular disquisiciones sobre el amor en función de las experiencias
padecidas.

Lejos de las estructuras narrativas, debe valorarse el intento de Basilio


Losada por reconstruir una de las Cantigas de Santa María, la n° 268, dedicada
a una "dona filladalgo de França" que acude en romería ante la imagen de Vila-
Sirga para curar de su mal, porque "avia todo-Ios nenbros do corpo tolleitos";
esa cantiga se sitúa en las páginas preliminares de La peregrina (1999), confor-
mando un pórtico -referencial y poético- de entrada a un mundo que va recre-
ando, con morosidad y detenimiento, las imágenes y las situaciones acuñadas en
el milagro alfonsí:

Todos la llamaban Princesita de Francia. Todos, aunque el rey que escribió su his-
toria, Alfonso el Sabio, no lo dijo todo, porque quizá, y a pesar de ser rey y sabio,
no lo sabía. Y es que Francias hay muchas, tantas que algunas no vienen en los
mapas, y francos eran todos los que venían de otras tierras. Tampoco nos dijo el
nombre de la niña, que a todos nos gustaría saberlo. Dijo, eso sí, que era una dama,
pero también una niña puede ser una dama, si lo es su madre y su padre es caba-
llero (5)60.

59. Barcelona, Planeta, 1987.


60. Barcelona, Grijalbo, 1999, con prólogo de José Saramago, en el que señala la articulación
de los dos planos que se integran en el texto: "Para relato antiguo, fábula moderna", pág.
vii.
Se trata de "releer" el decir poético que se entreteje en los versos de la can-
tiga, para reconstruir los escenarios y los personajes de una vida que se va tor-
nando real, asumible como experiencia lectora, en cuanto los seres dibujados en
el poema cobran carne y los versos, tensados por la estructura rítmica, se preci-
pitan en situaciones narrativas.

Similar interés persigue Juan Carlos Arce en Melibea no quiere ser mujer
(1991), reconstrucción de la vida del bachiller Fernando de Rojas desde el
momento mismo en que cae en sus manos el manuscrito con el arranque de la
comedia que él decide continuar, a pesar de las persecuciones que contra él des-
ata el inquisidor fray Pedro de Mahora; en esta libre recreación del mundo de La
Celestina, consiente Arce en que Rojas conozca al iniciador de la obra, ponde-
rada por el bachiller con los mismos elogios que aparecen en el prólogo; antes
había tenido que localizar la casa de la alcahueta, tratar con ella y enamorarse
de una de sus pupilas, de apodo la Lisona, que resulta ser la responsable de la
autoría del primer acto; por ello, Fernando de Rojas no continúa él solo con ese
proyecto literario:

Para acabar con aquella extraña situación en la que ambos se sentían, sin embar-
go, complacidos, Fernando extrajo el manuscrito de una pila de papeles deposita-
da en un rincón. Añadió a esto unas hojas de papel escritas de su puño y se sentó
al lado de la Lisona, comprobando con sorpresa que en esta ocasión el autor admi-
tía no mantener distancias.
-Sería de mucha utilidad continuar el acierto de esta obra escribiendo desde
aquí hasta su final, cosa que según me decís no habéis hecho.
-Ni intentado siquiera. Cumplí con mi propósito al completar ese acto. Quise
sólo hacer lo que hice. Pero desde anoche, cuando vos hablasteis de ese texto,
tengo interés en ver qué otras situaciones pueden añadirse a los personajes que en
él hablan (106)61.

Ramón Gómez de la Serna, por citar un tercer caso, reconstruye la vida de


los Siete Infantes de Lara desde la perspectiva de la "superhistoria" que él
inventa; como los antiguos juglares convoca también a su auditorio con una lla-
mada que vincula directamente a su pesquisa:

61. Barcelona, Planeta, 1991.


¿Sabe nadie quiénes fueron los Siete Infantes de Lara?
La historia mete un ruido desusado y complica en anacronismos las figuras
históricas con tal de justificarlas.
La verdad es muy distinta y sólo por el procedimiento superhistórico, sonám-
bulico y extraviado se podrá encontrar el porqué del influjo que tienen ciertas figu-
ras o ciertas familias, como en el caso de la sola evocación o enunciado de los
Siete Infantes de Lara (101 )62.

Le basta a Ramón el contexto sugerido por un nombre para construir una


divertida e inopinada revisión de la leyenda épica.

3. Los modelos de experimentación medievalista

Lejos ya del conocimiento literario de la Edad Media, el marco de estas refe-


rencias puede propiciar procesos de indagación formal atenidos al montaje de las
estructuras narrativas o al desarrollo mismo de las líneas arguméntales. Al contra-
rio de los casos ya considerados, se produce ahora una traslación de modalidades
genéricas actuales -la novela policiaca, la de misterio- a los siglos medios; de este
modo, las reconstrucciones históricas o las recreaciones temáticas se acercan a los
esquemas de pensamiento del grupo de receptores a quien la obra se dirige. Cinco
van a ser, también, los grupos con que se proceda a distinguir estos modelos tex-
tuales, en los que se cifra la tensión entre lo "medieval" y lo "moderno"63.

3.1. Novela de experimentación formal

Se trata de textos que buscan una diferente manera de acercamiento a la


realidad medieval que pretenden reflejar; algunas de las novelas ya considera-
das hubieran podido ser incluidas en esta rúbrica, sobre todo aquellas en que se

62. Doña Juana La Loca (Seis Novelas Superhistóricas), Buenos Aires, Clydoc, 1944.
63. A ella dedica Juan Benet su participación en el encuentro de Edad Media y literatura con-
temporánea, formulada desde estos presupuestos: "Por cuanto en cualquier trabajo, sea de
investigación o de creación, se siguen utilizando los términos medieval y moderno, debo
inferir que siguen plenamente vigentes, aun cuando hayan venido a complementarse con
otros de más reciente cuño, de menor ámbito y mayor precisión [...] y que completan aque-
llos con tantas subdivisiones cuantas necesita el técnico para calificar y adjetivar la crono-
logía", págs. 89-106, pág. 89.
produce una discordancia o mezcla de líneas temporales, como se ha visto en los
casos de Erec y Enide, Libro de caballerías o La saga/'fuga de J.B.\ sin embar-
go, se trataba de novelas en las que prevalecía la recreación de las materias
narrativas de la Edad Media; lejos de esa pretensión, José María Latorre cons-
truye una delirante exploración literaria en Osario (1987), arrastrando a su pro-
tagonista -un gacetillero llamado Sergio Begana- a la lectura de unos sorpren-
dentes folios que lo alejan de su presente y le obligan a retroceder hacia un
punto en el que encuentra a un anciano condenado a escribir eternamente:

Al entrar, casi tropecé con un anciano que obstaculizaba mi camino. Se hallaba


sentado en un diminuto taburete, ante un pupitre de idénticas proporciones, empe-
ñado en escribir con una pluma de faisán en las páginas de un voluminoso libra-
co, cuyo peso era excesivo a todas luces para el frágil soporte de la mesita que, sin
embargo, lo aguantaba con una resistencia extraordinaria [...] El anciano seguía
escribiendo con lentitud, de un modo ceremonioso, sin dar muestras de haber
advertido mi presencia (46)M.

Se traspasa, así, el primer umbral de los círculos de tiempo y de historia por


los que este periodista cruzará: ese monje benedictino se esfuerza agónicamen-
te en conciliar las ideas de la resurrección de la carne con la descomposición de
los cuerpos; esa obsesiva búsqueda de la verdad se proyecta, a la vez, como
metáfora que sirve para explicar el sentido de la novela.

Sin que se mencione la Edad Media, una de las mejores recreaciones de ese
espíritu se condensa en Las catedrales (1965) de Jesús Fernández Santos, una
suma narrativa dedicada a la reconstrucción de la vida intemporal que anima
entre los muros de cuatro templos, por los que atraviesan presencias, miradas,
sueños e, incluso, algún documento que sirve para datar la construcción de edi-
ficios65, que imponen su realidad sobre la misma historia de la que emergieron:

De pronto, la torre, la catedral entera es como una cárcel mayor, enorme y dora-
da, rodeada de pináculos, ceñida por el rumor de los tambores. De repente es tan
cárcel como esa de la calle mayor, casi maciza, con su puerta claveteada, enorme

64. Barcelona, Montesinos, 1987.


65. "Yo, Juan de Castro, canónigo fabriquero desta catedral, requiero una, dos y tres veces y
las más que de derecho sean necesarias a Diego Arnao, maestro de obras, vecino desta villa,
a cuyo cargo está la traza de los dos pulpitos para esta santa iglesia para que los acabe",
Madrid, Argos Vergara, 1979, pág. 83.
y sus rejas enormes también que parecen, más que guardar a los de dentro, ame-
nazar a los que pasan por fuera (31).

No hay tiempo alguno en una descripción de esta naturaleza, sino la segu-


ra visión de un mundo condenado a existir eternamente.

3.2. Novelas policiacas medievalistas

No se han creado en la novelística española figuras de monjes detectives


como el fray Cadfael que ideara la británica Ellis Peters66; sí existen, en cambio,
tramas de investigación policiaca montadas sobre documentos que inducen a la
búsqueda de un asesino o a la resolución de un misterio; en el primer caso, ya
se ha mencionado el Peón de rey (1998) de Pedro Jesús Fernández, una novela
en la que un clérigo parisino deberá trasladarse a Santiago de Compostela para
averiguar el grado de implicación de un amigo del Rey Sabio en un asesinato;
el viaje conduce a este Hinault a las ciudades más emblemáticas de la Península
por una ruta que presupone un adentramiento en el saber y en la misma circuns-
tancia del tiempo, como se plantea al frente del cap. XIII, "El tablero de aje-
drez":

Durante horas fui desplegando sobre la mesa los manuscritos para repasar los por-
menores del viaje. No quise leerlos. A pesar de ello, permanecí largo tiempo, tal
vez horas, frente a las hojas de papel, meditando sobre los meses pasados. Ahora,
entre los anillos de humo del tiempo, me esfuerzo por recobrar esos instantes. No
es fácil. Es más sencillo olvidar... (401)67.

Antes de que se escribieran las exitosas El Código Da Vinci de Dan Brown68


o El Club Dante de Matthew Pearl69, Matilde Asensi, autora también de Iacobus,
había construido El último Catón (2001), con una trama narrativa que arranca

66. La editorial Edhasa llegó a crear una colección llamada "Detectives medievales".
67. Se trata de "novelas fenoménicas", como recuerda Celia Fernández cuando señala que "en
la novela histórica esta función de autentifícación de los personajes y hechos narrados no
basta; al modo del historiador, el narrador tiene que justificar su saber acerca de esos suce-
sos que han tenido lugar en el pasado", Historia y novela: poética de la novela histórica,
págs. 203-204.
68. Traducción: Barcelona, Umbriel, 2003.
69. Traducción: Barcelona, Seix-Barral, 2004.
del desciframiento, por una monja paleógrafa que trabaja en el Archivo Secreto
del Vaticano, de unos signos tatuados en el cuerpo de un etíope, portador de
unos restos de madera que podían corresponder a la Cruz de Cristo; son siete
letras griegas y siete cruces, rematadas de esta manera:

Justo debajo de la letra alfa y por encima de la rho, en la zona de los pulmones y
el estómago, se veía un gran Crismón, el conocido monograma, tan habitual en los
tímpanos y altares de las iglesias medievales, formado por las dos primeras letras
griegas del nombre de Cristo, XP -ji y rho-, superpuestas (39)70.

Cada uno de esos signos se relacionará con los siete pecados capitales,
requiriéndose, para la resolución del misterio, una vasta y prolija indagación de
los textos básicos - d e donde la referencia a Catón- del saber medieval.

Esa misma recreación "culturalista" es la que pone enjuego Antonio Prieto


en Secretum (1986); en un utópico futuro en el que han desaparecido la vejez y
la muerte, los hombres viven eternamente pero están obligados a no procrear; un
poeta transgrede la prohibición y engendra un hijo; es condenado, por ello, a
morir, fundiéndose en ese momento su vida con la de Petrarca, sometido a un
proceso similar; las vidas de ambos se integran en una sola, en la que se recons-
truye la pasión amorosa del aretino:

La encontré inesperadamente, un lunes, y el sol caía sobre sus cabellos refleján-


dolos en oro (Era il giorno ch'al sol si scoloraro...). No recuerdo de dónde venía
porque sus ojos, con su inmensa luz, dejaron en sombra mi memoria. Comencé a
morir de vida. Tuvo sus ojos en mí un instante y yo los recogí en eternidad.
Después (dejándome ya herido) se marchó con un caminar suave sabiéndose luz y
amada (27)71.

El presente del lector queda trascendido por esta infinita fuga de perspecti-
vas temporales -el futuro y el pasado- arrastradas por la poesía.

70. Barcelona, Debolsillo, 2004.


71. Barcelona, Planeta, 1986.
3.3. Novelas de reconstrucción temática

De hecho, toda esta narrativa plantea una recreación de ambientes o de


figuras medievales como se ha ido viendo en los anteriores epígrafes; se reser-
van, sin embargo, para este apartado aquellos textos en los que no se produce un
calco directo de estructuras literarias de la Edad Media, más allá de lo que supo-
ne la metódica y detallista evocación de las épocas pasadas; la mayoría de estas
obras se centra, una vez más, en los principales monarcas de los reinos peninsu-
lares: a Alfonso X, Yael Guiladi dedica La copista del rey Alfonso (1998), eli-
giendo una perspectiva acertada -la del scriptorium del monarca- para adentrar-
se en el saber de su figura72; a Alfonso XI, Ignacio Merino consagra Amor es rey
tan grande. Leonor de Guzmán (2000), un rastreo pormenorizado de las relacio-
nes sentimentales de este monarca, proyectadas en un completo registro de
hechos históricos73; a Pedro IV, en fin, José Luis Corral ofrece El invierno de la
corona. Pedro el ceremonioso74. También con la excusa de reconstruir las rela-
ciones que Alfonso XI mantiene con la reina doña María y con su amante
Leonor de Guzmán, Moisés de las Heras reconstruye las formas de vida -histó-
ricas y literarias- de la primera mitad del siglo XIV en su Escuchando a
Filomena (2000); el registro de datos lo asume un viejo criado de la corte, Gutier
García, que a la par de rememorar las agitadas relaciones sentimentales del
monarca, da cuenta de los contactos que mantuvo con figuras como don Juan
Manuel o Juan Ruiz, con quien comparte la aventura de escribir su heterogéneo
cancionero:

En fin, que le manuscribí el libro con alguna enmienda que me pareció, porque él
me pedía que opusiera a su juglaría algo de mi clerecía y, con esto, se me olvida-
ron las torturas de preparar comidas, llenar y traer encargos, limpiar sótanos, obe-

72. Barcelona, Edhasa, 1998.


73. La información preliminar sobre la época y las circunstancias de la historia que se va a refe-
rir se considera tan necesaria que el autor construye un "Introito" con toda suerte de datos,
amén de acompañar la novela de notas a pie de página en las que explica términos de la
época y justifica actitudes de los personajes; requiere este grado de compromiso con el
receptor: "Este umbral que cruzas, lector, es pórtico de la historia, zaguán de la memoria.
Estas páginas aún sin recorrer, cuidadosamente cerradas, contienen retazos de un tiempo
ido que palpitó hace setecientos años, vidas que ocurrieron en una Europa medieval distin-
ta a la acartonada y fúnebre que a menudo desfila en ciertos libros de Historia", Madrid
Maeva, 2000, pág. 19.
74. Barcelona, Edhasa, 1999.
decer a duques... Eché pluma y en estos menesteres me detuve: aquí ponía yo:
"Mucho hace el dinero y es de mucho amar, al torpe le hace bueno y hombre de
prestar", ¡qué verso!, ¡qué verdad!, pero ¡cómo lo mejoraba Juan Ruiz repitiendo:
"Hace al cojo correr y al mudo hablar, el que no tiene manos quiere dinero
tomar!", porque en la repeticioncica la rima sale ganando, que a todos gustan los
cánticos estos que se repiten mucho (110)75.

Desde el interior mismo de las obras medievales, se trazan líneas de pensa-


miento que envuelven a los personajes y los acercan a los lectores.

Se pueden reconstruir épocas enteras, siguiendo la peripecia vital de perso-


najes que, movidos por sus circunstancias, atraviesan distintos espacios cortesa-
nos o religiosos, para asistir como testigos a la formación de los sucesos que
definen un determinado período histórico; tal sucede en El salón dorado (1996)
de José Luis Corral Lafuente, cuyo propósito queda apuntado en el subtítulo:
"De Constantinopla a la España del Cid. Una novela del siglo XI"; en el fondo
se trata de una novela de formación, ajustada al itinerario de su protagonista -un
muchacho eslavo- desde que es raptado por los piratas en su aldea a orillas del
río Dniéper hasta que llega al centro mismo de la Península, recorriendo sus
principales ciudades, tras trabajar como copista e intérprete en Constantinopla y
verse involucrado en oscuras tramas de intereses en Roma; las mejores páginas
se dedican al descubrimiento de la brillante ciudad islámica que fue Zaragoza en
el s. XI, antes de ser reconquistada por los cristianos; a uno de ellos, a Rodrigo
Díaz de Vivar lo conoce precisamente cuando el burgalés ayuda al monarca al-
Muqtádir; la conversión del protagonista al Islam es lógica consecuencia de las
costumbres observadas en su largo viaje y de las similitudes entre las distintas
"leyes" o religiones que había conocido:

Juan acudió a casa de su antiguo amo para comunicarle sus deseos de abra-
zar la fe del profeta Mahoma [...]
En un libro había leído que la llegada del profeta Mahoma había sido anun-
ciada por el propio Jesús en el Evangelio de san Juan, aunque bien sabía que aqué-
lla era una tergiversación de la realidad, pues allí se comunicaba la próxima veni-
da del Espíritu Santo y no la de un nuevo profeta. Era consciente de que todas las
religiones necesitan de un sustento profético (308)76.

75. Barcelona, Muchnik Editores, 2000.


76. Barcelona, Edhasa, 1996.
Como se comprueba, el esquema es muy parecido al de las diversas novelas de
Amin Maaluf: Las cruzadas vistas por los árabes (1984), Samarcanda (1989) -la
recreación de la vida del médico y astrónomo Ornar Khayam- o León el Africano
(1988), con la que presenta un número mayor de similitudes, aunque las relaciones
se inviertan, puesto que aquí el héroe -nacido en Granada antes de ser conquistada
por los Católicos- llegará hasta Roma para ser protegido por León X y bautizado
con el nombre de León Giovanni de Médicis, enseñando árabe y escribiendo la
Descripción de África, hasta regresar a Fez para morir en la fe de sus padres.

Fulgencio Argüelles elige también la perspectiva de un joven -en este caso,


escudero- para rehacer, en Los clamores de la tierra, la turbulenta época del rei-
nado de Ramiro I, un monarca empeñado en construir un orden político que ase-
gurara el proceso de la Reconquista y liquidara los últimos vestigios de las
remotas creencias paganas que pervivían en las montañas de Asturias77; varios
núcleos arguméntales -la edificación de palacios y de iglesias, la impartición
rigurosa de la justicia- dan consistencia a un mundo que se localiza a orillas del
río Uriés, en los mismos parajes de que procede el novelista, que rinde de esta
manera homenaje a su tierra, como puede verse por esta evocación:

Los dos lanzan sus caballos al galope por un camino rocoso que sube hacia el sur
entre abedules y alisos negros. Se van dispersando los grupos. Ellos ascenderán
hasta la Peña de las Cabezadas y desde allí, siempre evitando los valles, irán cru-
zando las sierras hasta las fuentes del río Uriés, junto a la Peña del Cuervo (135-
136)78.

Los ambientes culturales de la Florencia medicea han sido objeto de conti-


nua recreación; una de las más originales se debe a Néstor Luján, en La mujer
que fue Venus (1993); describe en ella el complejo proceso del que surge el
"Nacimiento de Venus" de Botticelli, con el rostro de Simonetta Vespucci y el
cuerpo de una joven, Bettina, que acaba enloqueciendo, confundida con la
amante de Giuliano de Médicis y admirada por los humanistas florentinos:

Lorenzo, Antonio y Amedeo estuvieron de acuerdo. Sólo Angelo Poliziano,


el poeta, observó:

77. El período ha sido también recreado por Pablo Vega, Pelayo, rey, Madrid, Imágica
Editores, 2004.
78. Madrid, Alfaguara, 1996.
-La auténtica belleza, como un agudo dolor, quiere ser contemplada. En el
caso de Bettina, la belleza y el dolor son auténticos, debidos a esta extraña fatali-
dad, a la que Bettina cedió, incapaz de resistirse.
Sandro Botticelli continuó tristemente, con voz de suave melancolía:
-No la vi durante un tiempo, pero no podía olvidarla (134)79.

Desde el fondo mismo del cuadro, la intriga se anuda para devolver, a los
personajes que crearon y requirieron esa pintura, la vida de la que surgió80.

3.4. Novelas de recreación temática

No importa en este caso la reconstrucción de la historia, sino la de las ideas


que posibilitaron los mundos evocados; es, de nuevo, frecuente la alternancia de
registros temporales, puesto que la indagación se realiza desde un presente en el
que se encuentran no sólo los lectores, sino los personajes de la historia que, por
motivos diversos, acaban adentrándose en el ámbito medieval; tal es el experi-
mento que plantea Juan Goytisolo en La reivindicación del conde don Julián de
1970, centrándose en una de las figuras más vituperadas de la historia española;
el novelista repara tanta afrenta sobre él arrojada, destruyendo de paso los mitos
y los símbolos de esa España sagrada -pero tétrica- que en la alteridad de la
culpa esconde su verdadero rostro, el único que ve el protagonista de la novela
-el narrador anónimo- cuando se aleja de la Península:

adiós, Madrastra inmunda, país de siervos y señores : adiós, tricornios de charol, y tú,
pueblo que los soportas : tal vez el mar del Estrecho me libre de tus guardianes : de
tus ojos que todo lo ven, de sus malsines que todo lo saben : comprobando una vez
más, con resignación quieta, que la invectiva no te desahoga : que la Madrastra sigue
allí, agazapada, inmóvil: que la devastadora invasión no se ha producido (88)8'.

Hacia el pasado se desplaza también Raimundo Silva, el corrector de prue-


bas que crea José Saramago, empeñado en cambiar la Historia del cerco de

79. Barcelona, Planeta, 1993.


80. A este mismo pintor y a las supuestas - y ambiguas- relaciones que mantuvo con la tal
Simonetta dedicó Richard Bums su Sandro y Simonetta (1992), Barcelona, Emecé, 1995,
convertido el protagonista en "Sandro el Loco", como evocador de un pasado muy poco
luminoso.
81. Me sirvo de la ed. de Linda Gould Levine, Madrid, Cátedra, 1985.
Lisboa (1989), acompasada a la relación amorosa que él mismo vive, asediando
en cierta manera, y en clara correspondencia con la imaginería medieval, a la
mujer a la que ama; le basta una sola palabra añadida al discurso del libro que
corrige para modificar de raíz los sucesos reales:

...es evidente que ha acabado de tomar una decisión, y que fue mala, con mano
firme sujeta el bolígrafo y añade una palabra a la página, una palabra que el his-
toriador no escribió, que en nombre de la verdad histórica no podía haber escrito
nunca, la palabra No, ahora lo que el libro ha pasado a decir es que los cruzados
No auxiliarán a los portugueses a conquistar Lisboa, así está escrito y, en conse-
cuencia, ha pasado a ser verdad (44)82.

Y para que lo sea, tal y como lo ha propuesto, este corrector se convierte en


autor de un relato -por supuesto de temática medieval- que se va entreverando
en la relación que mantiene con su amada.

De manera contraria procede Luis Mateo Diez con su Apócrifo del clavel y
la espina (1988), trazando dos líneas cronísticas que arrancan del ámbito de lo
medieval, de los símbolos sugeridos en el título, para seguir la historia de un lina-
je, el de los Alcidia, vinculado a una región, Valbarca, en la que es dable recono-
cer la geografía leonesa de su autor; así presenta la saga narrativa de esta familia:

El linaje de los Alcidia tiene los símbolos del clavel y la espina sobre campo mora-
do, una franja gualda tachonada de estrellas que conmemoran las batallas libradas
al moro, y la leyenda: "Alí Cidia fue vencido y éste será tu apellido", referencia al
Caudillo almohade derrotado en los bastiones del Castro Seribe por don Rodrigo
Sobrado de Polvazares, cuña del futuro linaje que tomó el apellido de la concesión
real (18)83.

Sobre este firme cimiento histórico, un hilo de evocaciones y recuerdos


comenzará a atravesar la memoria de diversos personajes hasta alcanzar el siglo
XIX.

Una de las más sorprendentes reconstrucciones del saber medieval es la for-


mulada por Alvaro Pombo en La cuadratura del círculo (1999), un texto

82. Barcelona, Seix-Barral, 1990.


83. Madrid, Alfaguara, 1992.
ambientado en el s. XII y que persigue la vida del joven Acardo a través de su
proceso de iniciación a la caballería, a las relaciones cortesanas, a la vida mona-
cal también, puesto que atraviesa los espacios ocupados por el duque de
Aquitania y por San Bernardo de Claraval, a quien acompaña en su labor pasto-
ral, acercándose de esta manera a alguno de los personajes fundamentales de su
época:

Bernardo se ha detenido, con su pequeña comitiva, en un lugar cercano a Troyes.


Llama a Acardo para que vaya con recado a un lugar a orillas del Ardusson, donde
se halla el convento del Espíritu Paráclito. El abad desea avisar en el convento que
pasará por ahí, y quisiera saludar a la abadesa. El corazón de Acardo late descom-
pasado, c o m o un animal repentinamente atrapado, al oír el mensaje. Acardo sabe
quién vive ahí. Todo el m u n d o está al tanto por aquellos años acerca de quién es
Eloísa, convertida en abadesa contra su voluntad, por mandato de quien f u e su
amante en el m u n d o y ahora es su padre espiritual: Pedro Abelardo (254) 84 .

La novela se estructura mediante una sucesión de encuentros de esta natu-


raleza que le permiten al novelista rastrear las imágenes y los símbolos básicos
del pensamiento medieval, para alumbrar alguna de las contradicciones del
tiempo presente.

3.5. Novelas de indagación medievalista

Las mejores muestras de esta narrativa corresponden a aquellas novelas en


que se persigue no el rastro de un personaje o la reconstrucción de una idea o de
una época, sino la misma conciencia de lo medieval, en cuanto fenómeno cultu-
ral, aún vivo en la visión del mundo presente en el que se encuentran autores y
lectores; se trata de novelas en las que se produce una recreación de la leyenda,
como en Olvidado Rey Gudú (1996) de Ana María Matute, o de la memoria lite-
raria que ha transmitido el conocimiento de la Edad Media, como en La tierra
fértil (1999) de Paloma Díaz-Mas; tanto una como otra creación construyen
representaciones totales de la realidad que logran afirmar. La pretensión de
Sánchez-Ferlosio de recrear la historia de una civilización, de la que sólo ofre-
ce El testimonio de Yarfoz, es conseguida por Matute al fundir en su vasta crea-
ción lo histórico y lo legendario como soporte del mítico Reino de Olar, del que

84. Barcelona, Anagrama, 1999.


importa tanto el paisaje sugerido como el descubrimiento, por los distintos per-
sonajes que pueblan el libro, de la vida y de sus valores esenciales, como suce-
de con el amor:

"Ésta es la más bella noche", pensaba Gudulina; y el mismo Gudú se decía: "Es
particularmente hermosa, esta noche". Y lo era: pues el aire cálido, la hierba y las
flores llevaban su perfume a todos los rincones de Olar [...] Cuerpo desnudo sobre
su cuerpo desnudo, despojados de todo ornamento superfluo, Gudulina supo que
jamás, aderezada con los más ricos ropajes, ni ciñendo corona alguna [...] sintió a
Gudú como Rey, entre todos los reyes de la tierra (624)85.

El amor al que se enfrentará el odio, la paz que será destruida por la gue-
rra, con el fondo de las incertidumbres del destino humano, son los principios
básicos de este magno retablo de fabulación épica.

Veinticinco años llevaba Ana María Matute sin publicar una novela, y la ante-
rior, La torre vigía, de 1971, aun siendo más breve, coincide en bastantes aspec-
tos con la de 1996, porque no se trata tanto de contar una historia -en este caso,
atenida a la formación caballeresca del menor de los hijos de un tosco y anciano
caballero- como de atrapar en su esencia el espíritu de la Edad Media: la pasión
del amor, la violencia de la guerra, las torvas persecuciones religiosas, los altos
ideales caballerescos, a través de secuencias que parecen, en muchas ocasiones,
carecer de relación entre sí; el texto se presenta en forma de memorias, escritas
desde un presente desdibujado86, desde el que se van recordando situaciones vivi-
das o ensoñadas -tal es el valor que adquiere el vigía que desde la torre custodia
los caminos- en el entorno del castillo del Barón Mohl, señor feudal, ogro tam-
bién por sus costumbres devoradoras, a cuyo destino iba a unir el suyo el joven
narrador hasta llegar a alcanzar la condición de caballero y, con ello, la propia
muerte, como se señala inequívocamente en el curso de esa ceremonia:

Entonces, los pálidos Señores de la Guerra me ofrecieron las prendas que simbo-
lizaban lo más esencial e imperioso de su encomienda: camisa blanca y nueva de

85. Madrid, Espasa-Calpe, 1996.


86. "La torre vigía no tiene un cronotopo preciso que sirva de marco a las experiencias del pro-
tagonista, y únicamente los previos conocimientos del lector le permiten situar los hechos
en un espacio centroeuropeo y en una época medieval", señala M a Carmen Bobes Naves,
"Novela histórica femenina", La novela histórica a finales del siglo XX, págs. 39-54, pág.
44.
lino, cota negra y manto rojo. Colores que portaban consigo, y para siempre, con-
signas de pureza - o acaso ignorancia-, de muerte y de sangre (201) 87 .

Paloma Díaz-Mas construye sus novelas de temática medieval desde un


profundo conocimiento de la materia a que dedica su labor de investigadora;
pero más allá de esa circunstancia, debe señalarse en su obra un continuo esfuer-
zo por proponer variadas formas -estilísticas, estructurales- de adentramiento
en los mundos inventados de la Edad Media. Si El rapto del Santo Grial (1984)
constituía una fascinante evocación de la materia artúrica, en Tras las huellas de
Artorius (1984) Díaz-Mas se adentra en el ámbito de la metaficción88 para nove-
lar la experiencia de escribir una novela de temática medieval, que versa sobre
un breve texto hagiográfico, compuesto por un tal Artorius y cuya lectura se
ofrece en las primeras páginas, para seguir después el curso de la investigación
que sobre el mismo se realiza:

Fue el propio Santiago quien me sugirió la idea de estudiar la Conversión y peni-


tencia de San Florio el ermitaño. Yo me había presentado aquí en busca de un
tema para mi tesis. Buscaba algo tan concreto c o m o "algún texto apócrifo"... en
un departamento que se llama, precisamente, Textos apócrifos y anónimos medie-
vales (19)89.

De un modo inequívoco, la primera novela que escribiera Díaz-Mas arran-


ca de su condición de medievalista, de la que surge también, aunque con otro
calado, La tierra fértil de 1999; la imagen del título, amén de evocadora del
espacio en que se va a desarrollar la acción, designa metafóricamente la memo-
ria de lecturas - y vivencias- de donde procede la mayor parte de las imágenes
y de las situaciones con que se construye esta espectacular crónica o biografía
de un noble catalán, don Arnau de Bonastre; lo más importante de esta novela
es la voz narrativa que crea su autora, ajustada a los modos elocutivos de los
siglos medios: el texto parece leído por un recitador clerical instruido en la
importante labor de dirigir la atención del público hacia las ideas más singula-
res; véase como muestra el momento inicial en que el protagonista decide con-
vertirse en cruzado:

87. Barcelona, Lumen, 1986.


88. "Pues la novela histórica se presenta también a la reflexión sobre la literatura cuando se dis-
cute acerca de su esencia como ficción, como mimesis", J. Domínguez Caparros, "La nove-
la histórica: rasgos genéricos", pág. 27.
89. Càceres, Institución Cultural "El Brócense", 1984.
Más de un año estuvo Arnau de Bonastre alborotando la tierra en compañía de su
amigo Bertrán Guerau. Al cabo de ese tiempo, sucedió que el buen rey Jaume, el
que conquistó Mallorca y Valencia a los sarracenos, quiso hacer una nueva cruza-
da contra los infieles; porque, aunque ya era entrado en años, este rey no desma-
yó nunca a la hora de combatirlos (30) 90 .

O el modo en que se describe su llegada a Tierra Santa, de manera idéntica


a como se hacía en los libros de peregrinación o en las crónicas de Ultramar:

Estas naves arribaron al puerto de Acre, que es una ciudad que fortificaron los
caballeros del Temple en Tierra Santa y tiene un buen puerto y murallas muy fuer-
tes sobre la tierra y el mar. Allí fondearon las naves, desembarcaron los cruzados
y se quedaron unos cuantos meses, al cabo de los cuales se tornaron a su tierra,
porque no quiso Dios que pasasen más adelante ni se adentrasen en tierras de
infieles (31).

Desde dentro de la misma Edad Media se relatan los hechos, con las locu-
ciones y los giros que pueden encontrarse en los textos narrativos medievales. Y
no se trata de imitar con mayor o mejor fortuna unos modos estilísticos, sino de
lograr reconstruir la forma de pensar con que esas obras eran concebidas para
adueñarse - y orientarla- de la conciencia de los receptores a los que se destina-
ba una producción tan variada como la que va formando los registros temáticos
de La tierra fértil.

4. Conclusiones

La narrativa histórica de temática medieval -por el número de títulos publi-


cados y la coherencia de sus planteamientos- constituye uno de los fenómenos
literarios más singulares de las últimas décadas.

En este orden de producción, debe apreciarse, por una parte, el esfuerzo de


los autores por reconstruir mundos que les obligan a asumir otros esquemas de
pensamiento o a recrear circunstancias muy diferentes a aquellas en las que se
desarrolla su existencia, pero que merecen ser recorridas porque, en las mismas,
se encuentran claves para descifrar problemas, siempre universales, de la condi-

90. Barcelona, Anagrama, 1999.


ción humana. Lo propio le ocurre al receptor de estos textos, urgido a alejarse
de su circunstancia temporal y espacial para alcanzar, finalmente, un conoci-
miento más profundo de la singularidad que envuelve su ser, una vez proyecta-
da en esas otras vidas, tan distantes pero a la vez tan necesarias.

Más allá de esta articulación pragmática, debe valorarse de esta narrativa el


empeño puesto en la indagación formal y en la recreación de estructuras temá-
ticas que mantienen plenamente su interés a nada que se articulen nuevas pers-
pectivas de adentramiento en la realidad que conforman los textos: los juegos
con las voces narrativas, los diversos procesos de focalización, la pluralidad de
registros textuales, la combinación de variadas líneas de temporalidad, el descu-
brimiento de espacios desconocidos representan los mecanismos más novedosos
con que estos textos se construyen.

Por último, conviene reparar en la reflexión que sobre el fenómeno mismo


de la ficción se incluye en unas obras que, por lo común, arrancan de otras pro-
puestas -más o menos canonizadas- de ficcionalidad; por ello, se ha considera-
do pertinente, en la tipología aquí trazada, distinguir los modelos textuales que
imitan - o remedan- los marcos genéricos propios de la Edad Media de aquellos
en que se produce una experimentación con ese orden de ideas o de imágenes
medievales, que se van a someter a todo tipo de transformaciones: de las mis-
mas depende el entretenimiento que se entrega al lector, claro es, pero también
la posibilidad de participar en ese proceso de creación textual -tal es el sentido
de los mecanismos metaficticios- que lo acaba envolviendo por completo, del
mismo modo que la circunstancia de su presente se disuelve en la trama de refe-
rencias del pasado que se evoca: porque sólo lo que es o se presenta como his-
tórico puede permanecer, aunque sea inventado.
ESTUDIO CRÍTICO DE LA VISITA DE FERNANDO QUIÑONES

Marcelo Militello
(Escritor, crítico)

En primer lugar, La Visita de Fernando Quiñones podría definirse aproxima-


damente, muy aproximadamente, como un relato largo fantástico. Esta dirección
nos ayuda a precisar y a matizar la naturaleza de este invento creativo del autor,
en una nota suya en la que opta por la versión novela, una versión puntual y obser-
vada en el espectro polisémico de la palabra, en el que conviven el significado lite-
rario citado, el menos culto y especialista de ficción, y nada menos que el de
"mentira", que es forma hiperbólica de ficción, como para evidenciar a posteriori
la cifra ideal, irreal, ficticia de la obra. Es decir, en palabras simples, que el
encuentro de Clarín con el joven Proust no ha existido nunca en la realidad pero
sí en la cabeza espumosa de Quiñones, según los momentos de ingeniería mental
que busca y procura echar abajo confines entre la base de la verdad y lo volátil de
las hipótesis, entre la sólida documentación y la libertad de la ficción, donde todos
los imposibles son posibles para casar lo no ocurrible con lo ocurrido.

Al final, el gran juego de prestidigitador de Fernando es aquel de echar a la


confusión las cosas que nos recuerdan la ontologia y lo que nos vuelve a la lógi-
ca, como realidad autónoma de pensar y crear. En este juego se verá envuelta
también la rosa de los personajes que Fernando mismo adelanta, cada posible
excepción, se procurará ver en "Personajes reales" y en "Personajes de ficción",

1. Artículo traducido del italiano al español por Nadia Consolani, viuda del escritor Fernando
Quiñones.
una forma que no usará en el inventario de "Lugares", como si hubiese de con-
solidar, y más bien acreditar la impronta de la verosimilitud. Los lugares inven-
tados, por otra parte, procuran tapizar el relato, la leyenda, el misterio, la saga,
etc., más que lo que cuenta. Precisamente un lugar real, realísimo, España, que
quedaba allí a los pies de Francia, cerrado, huraño; no obstante, la continuada y
discreta presencia de exploradores franceses: Merimée, Courier, Dumas padre,
etc., llamará la atención del joven Proust; un país por el que, ironía de la suerte,
no sentía ningún interés, que sentía "remoto", "transoceánico", "africano", afli-
gido por la desolación y por la miseria de las personas y de las cosas, mal comu-
nicado o bárbaramente alejado, fuertemente atrasado respecto al "Nord" rico y
adelantado. Dicha anotación es la génesis de una corrosiva poesía de Fernando,
de un nord del cual Francia representaba una ejemplar evolución social y tecno-
lógica. Brevemente antes de conocer a Clarín, el futuro autor de la Recherche
será obligado a conocer la tierra de Clarín, las múltiples incomodidades y, en par-
ticular, la fatigosa incomodidad de sus trenes, desdentadas carreteras ferroviarias,
humo, sacudidas y sobresaltos, se sentirá obligado pues a darse cuenta en prime-
ra persona de lo "viejo" que era "el viejo País". Ningún lector, en este punto,
puede renunciar al derecho de preguntarse las "verdaderas razones" de este ator-
mentado y tormentoso viaje por parte de un viajero con un sello biológico resu-
mido en la tranquila y reveladora declaración "ma santé délicate" (Du cote de
chez Swann), que no quería oír razones frente a las sensatas y reales razones de
su médico; el calor, muchos kilómetros, malas comunicaciones, ni se había pre-
ocupado de sacar ventajas de la experiencia militar del padre en Orleans donde
se había enterado de las desdichas y calamidades que ocurrían en España.
Precisamente España, sin embargo, con sus asperezas, con la determinación cas-
tigada, la Contrarreforma con su pintura (sobre todo Goya), sus rituales, sus mis-
ticismos y toda la oscura y fanática religiosidad, será meta de este singular viaje-
ro francés frágil y enfermo, sus prejuicios y compuesto gozador de amores eter-
nos y aún más de amores homo, sereno portador de estigmas masoquistas y artis-
ta no insensible a los tormentos y turbaciones de origen decadente.

No son del todo claras o del todo secretas, por lo menos a ojo de buen cube-
ro, las razones que han empujado al joven parisino, tan acostumbrado al lujo y
al confort, al bienestar y a los miramientos, a enfrentarse a un viaje que le obli-
gará a echarse encima un calvario de trenes, antes de llegar a ver al hombre, a
ese escritor de Oviedo del que el joven Marcel no se considerará discípulo, ni
deudor de temas, de formas y técnicas de estilo narrativo.
De pronto, el endemoniado Fernando Quiñones, que entra en escena, el
brujo que toma el capirucho, empieza a batallar entre trucos y sorpresas y se
cumple el milagro. Una marcha atrás de corrección, una marcha atrás integrado-
ra. El tren ya no es molesto, no irrita, no atormenta sino consuela, serena, vol-
viendo al valioso pasajero a sus primeras primaveras, a los años de una adoles-
cencia despreocupada y sin asma.

Efecto de la proximidad de su meta "cerca de su objetivo", del inminente


encuentro con "un distante escritor desconocido en Francia", con un "lejano
señor" de Oviedo que ya viejo, no hubiese podido ir a París, cuyo estilo litera-
rio, de todas formas, había renovado, provocado, ampliado el repertorio temáti-
co y la construcción lingüística expresiva de la novela española, terminando por
suscitar en el todavía joven parisino el deseo de conocerlo, justificando así las
desagradables pero imperiosas peripecias de un viaje reprochado más de una
vez. Un intercambio de cartas, una recíproca correspondencia no hubiesen sido
suficientes. Ahora, sin embargo, podía conocerle, hablarle, preguntarle lo que
había rumiado; no obstante, todas las reservas, la inseguridad, las dudas, las reti-
cencias que Clarín había podido tener, para lo que pudiera en su fuero interno
supuestamente ocurrirle al Proust de la "sensibilité nervense" e inquietudes ima-
ginarias y no por esto menos inquietantes. Se impone la obligación, después de
este preludio crítico descriptivo, señalar cómo la estrategia narrativa de
Fernando Quiñones se funda en la base alternativa de informaciones negadas y
por contra informaciones de datos y hechos presentados como seguros y segui-
damente después desmentidos o desautorizados, de descripciones, definiciones,
sentimientos que, después de algunas páginas, volvemos a encontrar rectifica-
dos y diversos. Hay un país, como España, por cuya realidad Proust no siente
ningún interés y que termina, por algunas de sus típicas prerrogativas antropo-
lógico-culturales, por sorprenderlo, por embrujarlo, así como el escritor Clarín,
antes desconocido, casi ignorado, será luego objeto de admiración y de punzan-
te curiosidad. Ante esta singularidad está la tentación, por la aparente postura de
inestabilidad, de acreditar las nociones de antítesis injustificadas o de arbitrarie-
dad de composición.

Nos estimula más la conjetura de dar por hecho una vigente afirmación y
una también no afirmación, en la cual se realizan las experiencias de la transfor-
mación o mutación de la evolución, de la emancipación y la autocrítica.
Un macrosignificado sostiene bajo cuerda el entramado que gravita alrede-
dor de lo virtual, de lo no ocurrido y de lo que pueda ocurrir en el encuentro
Clarín-Proust. Coincide con la intención del autor de La Visita que parece dis-
puesto, con sus intenciones ocultas para su inenarrable historia, a la invasión de
la hispanidad en el país con el que confina, incluyendo en esta operación tam-
bién la transformación de las formas de antihispanismo en manifestaciones de
filohispanismo.

Para favorecer este proceso oculto, de conocimiento interétnico, Quiñones


quita los escombros del camino allanando los Pirineos. Nos cuenta, desde luego,
todo lo que ha configurado contarnos como si los Pirineos no existiesen.
¿Omisión voluntaria o involuntaria? La alternativa deja arduo o imposible el tra-
bajo de escoger, de desenredar el mundo gordiano del problema que insinúa.
Omisión voluntaria o no, el hecho es que los Pirineos, además de un confín repre-
senta siempre, un obstáculo, un diafragma, una barrera determinante.

Los escritores y pensadores franceses de 1700/1800, sostenedores de la


relatividad de los sistemas de organización social y cultural de los pueblos, con-
sideraban una referencia divisoria la afirmación "Justo por este lado de los
Pirineos", equivocando el aquí o allá, o viceversa. La última significativa juga-
da de Fernando Quiñones es la de haber escogido, sutilmente, diplomáticamen-
te, un buen deseo de venganza, como colaborador, embajador, mediador de su
misión, precisamente a un francés; aquel Marcel Proust que será el escritor más
representativo de la opulenta Francia "fin de siécle", de la Francia festiva de la
Belle Époque.

II

Llegado a la estación de Oviedo y después de "haber cubierto el más largo


y duro trayecto de su vida" (pág. 27), Proust está perdido, desorientado, en un
país desconocido; también el idioma le es extraño, "sin saber tres palabras de
español" (pág. 27), aunque más adelante, en la novela confesará "su disgusto
por conocer del español sólo ocho o diez palabras y seguramente turísticas"
(pág. 34), un país del que no conoce sus costumbres ni las vestimentas, ni la cul-
tura, ni el grado de civilización, un país desconocido e ignorado. La mofa del
viaje París-Oviedo, a posteriori, es aún más quemante puesto que nadie había
advertido a Proust que la actitud del Clarín actual ya no correspondía a la que
había inspirado La Regenta: el mismo Proust la tendría además que traducir al
francés. Será el mismo Clarín al declararle personalmente "yo estoy ahora en
otras aguas, en otra mentalidad" (pág. 42), quien revelará a Proust la "verdadera
razón" de su viaje: "Así que es La Regenta lo que le ha traído aquí" (pág. 42).

Como hubiese querido que allí en la estación estuviese su madre esperán-


dolo. No estaba porque él no había querido tampoco escucharla cuando le había
hecho ver ese viaje solitario a España como una aventura peligrosa e inoportu-
na: "esta loca salida a España, hijo" (pág. 56). ¡Sólo angustia pues!

Y con otra pirueta Fernando se vuelve a proponer como autor de caprichos


temáticos, de sobresaltos narrativos. Por eso en la estación de Oviedo el lector
tiende a oler "aria" de "suspense", como si de un momento a otro tuviera que aso-
mar la sonrisa enigmática o llena de presagios de Hitchcock. Los presagios no son
los que son, no tienen DNI, no tienen un nombre y apellido, cumplen acciones
insólitas, todo está velado y por descubrir como una novela policíaca "en clave"
un fragmento sintético que anuncia la atmósfera del suspense; de repente, el aña-
dido de novela policíaca: "Pero algo imprevisible ocurrió entonces" (pág. 26).
Esta vez, como salido por el sombrero de copa de un mago, aparece un "chaval"
que arranca con fuerza la maleta de Proust, mientras un señor, más bien "un señor
mayor" le sonríe "con una sonrisa tan cortés como falta de alegría" (pág. 26).

El escritor de Oviedo nunca viene nombrado directamente sino traducido


en léxicos alternativos: "el hombre" o con frases periféricas como "el hombre
mayor", "lejano señor", "el señor mayor", "el distante escritor", "el maduro
escritor", "el catedrático de Derecho", "lejano narrador", etc., así como no nom-
brado; "será el autor de la Recherche", "el viajero", "joven francés", "señorito
de París", "ese joven escritor francés", "un autor joven".

En fin, los dos ilustres escritores vienen tratados por Quiñones casi casi
como dos ilustres desconocidos. Sólo más adelante Clarín decidirá en la intimi-
dad de una conversación entre los dos, llamar a Proust Marcel: "¿Y su vida en
París, Marcel?" (pág. 47).

Una vez identificado el "muchacho" que arrancó la maleta de Proust como


un alumno de Clarín y como joven poeta de inspiración clásica horaciana, tene-
mos el cuadro completo de las revelaciones postumas. Una vez más Quiñones
ha contado y descrito, dando lugar a conjeturas y suposiciones, a barruntos y
sospechas, que barrerá más adelante con las debidas precisiones y las oportunas
integraciones.

La hora de la cena, después de la llegada, nos devuelve el fluir natural de


los acontecimientos, ofreciendo a Fernando la ocasión para informarnos con
más exactitud de las costumbres del Proust parisino, que parece conocer muy
bien, seguramente por haber leído algunas biografías. En efecto, en el Proust de
Fernando Quiñones conviven dos Marcel: "el viajero" y "el señorito de París".
De este último, el autor de La Visita no se olvida de señalarnos los gustos, ten-
dencias, posturas, deseos, preferencias literarias, modalidades narrativas, etc.
Además de su conocida propensión a la homosexualidad; "su deseo de hombre"
(pág. 40) nos recuerda que entre "sus faunas de salón" (pág. 38) y "las de los
restaurantes", opta por estas últimas, porque "los restaurantes son observadores
desconocidos por la humanidad, más ricos, más expertos" (pág. 40), sin por esto
renunciar del todo a la vida de salón: "aquella vida de salón [...] tornaba a con-
siderarla como su primera, básica fuente de conocimiento del extraño animal
humano" (pág. 49).

Fascina también, en un pasaje de gran agarre y sugestión, la costumbre de


"tirar matin", llegar hasta el principio del día, así como Marcel podía hacer, de
la nueva "jeunesse dorée" parisina en rosácea desesperación airavenue Marceau
o a los Champs Elysées, tras el "amanecer" y la "madrugada", sorprendidos
como una especie de precipitación narrativa con sabor impresionista, en la hora
de un bodelerismo "crepúsculo du matine vivido con un espíritu más sereno,
más desintoxicado, menos sufrido, en la cual antes que un París que se despier-
ta, se insinúa un París que no ha dormido en toda la noche, al París de todos los
que han sobrevivido, de todos los despojos de la vida nocturna que, con la pri-
mera luz del día, se reencuentra a arrastrar cansancios y pecados por las calles
de la capital tentadora".

Aclaradas las situaciones oscuras y ambiguas, dado ya un rostro a los per-


sonajes sin rostros y una precisa función apropiada a los que actúan fuera de sus
propias competencias y costumbres, el relato ahora fluye con más soltura, sin
altibajos o retornos retrospectivos, sin aliento suspendido por la novela de sus-
pense, sin vueltas a pensar y piruetas correctivas.
III

Con la cena, después de la llegada, parece retomar todo al cauce natural de


los acontecimientos. Pero a Fernando no le gusta lo obvio, lo que se da por des-
contado de las realidades. Por lo tanto, también la cena se transforma en algo
peculiar a los designios, asume una forma transgresiva en comparación a un
inventario de léxicos constituidos de antemano. Más que una cena es un cenácu-
lo, la degustación es más bien literaria en vez de gastronómica y en consecuen-
cia la mesa se transforma en una mesa redonda, en la cual los dos protagonistas
están sentados con algunas comparsas: Clarín y Proust, y detrás de los bastido-
res, pero fuertemente presente, influyente, interferente, Quiñones mismo, en cali-
dad de mediador y rector de los intercambios, de las ópticas paralelas o cruzadas.

La conversación es muy abierta, como entre amigos de toda la vida, de


ideas sustanciosas, conocimientos, competencias, convencimientos, todo esto
inspirado con el imperativo bilateral, comparativo del conocimiento. Un verda-
dero desfile de temas y reflexiones. Clarín abre una ventana en la narrativa fran-
cesa citando a Hugo, Sue, Zola, Flaubert: "a esa Emma Bovary española" (pág.
101) y (pág. 105), en la poesía francesa, nombrando a Henri Bergson.

En la cena entra también el mismo Proust del cual Clarín conoce cada
minucia de su vida y las andanzas eróticas y literarias, y no solamente sino tam-
bién la técnica narrativa y la construcción organizativa de la Recherche, "esa
manera de escribir...", que transformaba la pluma en un bisturí y en un micros-
copio, también pedía una dinámica distinta del espacio y del tiempo, quince,
veinte líneas para tratar de meses, de años y, por el contrario, páginas y páginas
para la intensidad de unos instantes (pág. 53), "Me importa... el mundo para
expresar el tiempo en distintos pasajes de la novela" (pág. 64). Fernando no
tiene interés, evidentemente, en la "verdad realista".

IV

La "Noche primera" es el título de un capítulo de La Visita, y es también,


lingüísticamente hablando, una locución corriente e incolora. Pensará Fernando
en transformarla en original y colorida. Entre las flechas de su arco milagroso
está también la que transfigura y desfigura las cosas y las palabras para driblar
al lector. En esa "noche primera" no solamente se trata de colocar en el alber-
gue a un viajero que llega a una ciudad nueva. Fernando consigue un núcleo en
el cual se juntan los sentidos de luna de miel, de primera cita galante, primer
encuentro entre parejas de amantes, el primer acercamiento furtivo entre homo-
sexuales, etc. Fernando Quiñones sale del campo sembrado para sembrar más,
para sembrar dejando espacios y paseando en lenguaje fino y encontrar la oca-
sión más idónea para entablar y puntualizar públicamente, como ocurre con la
publicación de un libro, problemas quemantes y ocultos, hechos prohibitivos y
condenados como lo relativo al ejercicio de la libertad sexual, detrás de la cual
urge en sustancia una fuerte demanda de libertad individual unida a una íntima
condena de la omnipotente censura religiosa. El tema se llena de un ulterior ele-
mento evasivo en su género: el amor de un cura con una mujer, que es el centro
temático de La Regenta, sin por eso ser una novedad literaria.

Vuelve al aire y en el mundo del amor de confines, escándalos, como es por


descontado la homosexualidad, todas las luchas, las pruebas, las tentativas que
defiende Proust juntándose o tratando de juntarse, con mujeres más o menos
provocativas o atractivas, saltando de una prostituta a otra, de un prostíbulo a
otro, rindiéndose a la evidente incapacidad de amar como los demás, como la
mayoría de los demás, en la cual "su inoperancia con mujeres" (pág. 77) se
cruza con una "conciencia de su homosexualidad" (pág. 74) hasta asumir el filo-
sófico dilema: "esa eterna, enigmática realidad de la condición homosexual
sobre el misterio y las causas de su por qué primero y último" (pág. 96).

La casuística del amor es una acumulación de argumentos y argumentacio-


nes. Fuente de numerosas consecuencias intersubjetivas y supuestamente histó-
rico-sociales, no podía escapársele a Fernando la oportunidad de volver a abrir
las no resueltas vertientes existenciales entre monogamia y poligamia. En el
relato alguien es escogido como portavoz, como el que se encarga de informar
con palabras la opinión del autor. "Reglamentos sociales, papas, emperadores,
decretaron nuestra monogamia hasta que la muerte nos separe. Monogamia qui-
zás indispensable para cierto orden [...] pero desde luego falsa, biológicamente
falsa. Somos polígamos. Los dos sexos [...] no vamos a serlo los hombres y ellas
no" (pág. 90).

Todo esto le sirve a Fernando para poner en escena una especie de


Kamasutra a la occidental: "tan posada las cien variantes del amor en la cama"
(pág. 86), sosegado y experimental, exorcizado a menudo por confesiones y
confidencias serias y además autoirónicas, que previenen cada tentación para
interpretar las cosas en fórmula "hard", que está lejos, a mil millas del desinhi-
bido espíritu oriental del autor. Pero la cuestión no termina aquí ni así. Fernando
encuentra la fórmula para divertirse al máximo rectificando nada más y nada
menos que la geografía. Coloca y vuelve a colocar Hyde Park de Londres con
los "speaker's córner" en París donde se alternan oradores que sostienen unos
las tesis morales de la Iglesia, otros, las tesis biológicas de la Ciencia. ¡Qué lejos
está la atrasada, hipócrita y beatona España de entonces a estos cambios radica-
les!: "En que por todo el amplio y crítico cuadro humano de La Regenta no aso-
maba prácticamente la homosexualidad, cosa curiosa. En Oviedo-Vetusta no
había homosexuales, sexo sí" (pág. 101). El aislamiento hispánico viene escar-
necido sin piedad por una corrosiva pelea de palabras que se encuentra registra-
do justamente en la Recherche en "A l'ombre desjennes filies en fleur" (pág.
76): "L'Espagne est a la mode, i ollé ollé!". Tendrá el gobierno nada menos que
poner el final a las disensiones o mejor a la "disensión homosexual" (pág. 98),
a los desordenes y las contiendas.

El capítulo se concluye y corona con un gran homenaje precisamente al


sexo. Representado por Ana Ozores, la protagonista de La Regenta, representa-
da por un fresco del autor profano de vida y de eros, visceral y escenográfico,
donde se cuenta cómo sus encantos carnales consiguen poner patas arriba a toda
la ciudad con sus habitantes desarmando y demoliendo las defensas morales y
las inhibiciones religiosas. La apoteosis amorosa ofrece, de todas formas, el
motivo a Fernando para subrayar las relaciones literarias que unen las estrate-
gias narrativas de los dos escritores: "la del manejo del tiempo y la lenta profun-
dización en la condición de los personajes" (pág. 105). Los quince primeros
capítulos, tenía observado el viajero, se desarrollan en sólo tres días, pero abar-
can mucho tiempo y lugares. En otro pasaje de la novela, unos minutos en una
habitación se convierten en años evocados.

Es decir, allí estaba, y en una fórmula distinta, el libre desfile de hechos y


memorias en que el viajero pensaba dar espacio a lo que empezaba a llamar "el
tiempo perdido" y que Clarín había llamado "perspectiva del recuerdo", con el
escurridizo pero enorme peso de las horas yéndose entre hoja y hoja. "Un tiem-
po casi más psicológico que cronológico, tan del reloj como del alma que lo
vivía a su manera" (pág. 107).
V

El extraño, curioso, imprevisible, extravagante, imaginativo narrador que


convive con Fernando Quiñones continúa su relato como si fuera un cuento
"canónigo" hecho por arte de magia. Al despertar después de la primera noche
vivida en un albergue, como en una novela realista se toma un desayuno: "El
desayuno", que es el título del IV capítulo. El que conozca a Fernando, tan astu-
to "driblador" de las expectativas del lector y de la consecuencialidad de la
novela, tiene que preguntarse enseguida si todo será tan sencillo, normal, obvio,
dado por hecho, como ocurre en la realidad de todos los días. No es de su esti-
lo. Como mínimo, hay que esperarse los cambios de rumbos, extemporáneos y
calculados por un pirata de los engaños. Hay que reconocer que a Fernando no
le interesa dar a su obra un porcentaje de credibilidad, de fiabilidad, de coheren-
cia, como es normal en los tradicionales quehaceres de la novela realista al des-
nudo.

Sin embargo, este realista desayuno de Fernando tiene una fuerte medida de
ontonegación, no es, ni quiere que sea un desayuno como tal, sino un pretexto
para el momento de un encuentro-combate de ideas y sentimientos, de formas
de ver y concepciones, de convencimientos y predilecciones, de escoger o
rechazar, de contestaciones y aceptaciones, de noticias e informaciones, entre
los dos enzarzados protagonistas, con la tácita complicidad de Fernando y bajo
su dirección con falta de perjuicios. Es sintomático, no se sabe exactamente si
casual o con propósito, que el desayuno tenga lugar a las quince páginas des-
pués de empezar el capítulo y quince páginas antes del final del mismo: "Las
nueve y siete cuando se sentaron a desayunar" (pág. 123).

Más que de comida, se habla y se escribe del habla o de cómo escribir. No


solamente, sino también de hechos que han descrito detalladamente los ritmos
del progreso y la historia de la Humanidad. Es suficiente, por ejemplo, la mira-
da de un coche en Oviedo para saber los daños que la presión automovilística
provocará en todo el mundo: velocidad, accidentes, falta de espacio, formas de
asfixias, presagios de contaminación, etc. O en el cine: "el más llamativo y
maravilloso de los inventos del siglo" (pág. 121). Muy a menudo Fernando recu-
rre a la ironía para golpear, escarnecer, devaluar. El militarismo es una de sus
dianas y de sus víctimas, acordándonos de las puntas, los rasguños, arañazos,
golpes mordaces tipo Voltaire, aun no habiéndolo leído nunca: "Sin dejar [...] las
ironías finas: jamás había leído a Voltaire" (pág. 111). Junto al militarismo, tam-
bién el clero recibe su cantidad de escarnio: "y las descargas anticlericales"
(pág. 111). Pero la Literatura y el Arte tienen la preponderancia en los intereses
de Fernando. Una rápida incursión en la pintura paisajística se registra al inicio
del capítulo, señalando la cadena de los estereotipos románticos y las oleogra-
fías que traicionan y traducen el falso manierismo, excesos de rarezas, la dure-
za real, visible y palpable de la tierra y de la vida española.

La Literatura ocupa de todas formas un lugar privilegiado. Proust empieza


valorando en Clarín su postura romántica, cariada por un espíritu de parodia,
una apreciación disminuida también por una vistosa exhibición de temas eróti-
cos, de la personalidad y mentalidad del autor respecto a sus propias ideas per-
sonales, de cierta tendencia a las truculencias patéticas.

Proust no tiene más remedio que someterse a la exigencia de poner de


manifiesto también los logros: "la concienzuda penetración en sus personajes"
(pág. 110), la alegría de unos ahondamientos literarios en el análisis crítico de
la organización temático-narrativa de La Regenta.

Clarín, por su parte, llega a citar a Swann, un personaje emblemático de la


Recherche (pág. 117) y el famosísimo episodio de la "magdalena": "Algo tan
leve como el sabor de la magdalena que acababa de comerse" (pág. 130). Para
Clarín, sin embargo, ha pasado ya el tiempo de las revoluciones sexuales, de los
jovencísimos primeros sobresaltos de rebeldía. La madurez ha sosegado, ha
tranquilizado al contestatario. Los valores de Clarín, ahora, están en el lado
opuesto: "la religión, la familia, el país, el deber..." (pág. 126).

Es difícil afirmar que se trata de una involución o regresión, más correcto


es decir y más bien señalar un camino evolutivo que desemboca en un fundado
anclaje de la madurez: "se contentó con dar por comprensible, que en una vida
pudiera cambiarse sinceramente de ideas" (pág. 127). Con estas palabras Clarín
ha borrado cada posible sospecha de transformismo.

Hay un dato fundamental que hermana a Clarín con Proust y a Proust con
Clarín: es una pasión común por la Literatura, una afinidad insospechada pero
importante, puesto que borra la diferencia de edad, de mentalidad, de sentimien-
to, de dirección narrativa y más aún.
Otra vez Fernando nos ha llevado lejos del argumento del capítulo, que con
él se vuelve presumible y volátil, para llevarnos por itinerarios extra-gastronó-
micos. Todas las desviaciones, las derivas, las diásporas, son de tal intensidad
cultural, de un multiforme tejido en la escala de valores artísticos-literarios, para
poner a pensar a un ensayista que se compare con la novela y a un novelista que
se compare con el ensayo. La Visita se alimenta de los conocimientos y de la
savia de los dos, convirtiéndose en un híbrido que se transforma en un género
distinto, no catalogable, no acoplable a los filones, a las corrientes, a escuelas de
las categorías. Haciendo lo que no hacen o no han hecho los demás, entramos
en la originalidad. Por esto Fernando Quiñones merecería a título pleno un sitio
en las colecciones internacionales de "Les écrivain de toujours".

VI

Fernando Quiñones hubiera podido muy bien cambiar "La mañana" (El día
siguiente) con una "Visita a Oviedo". Pero en vez de la tendencia turística, pre-
fiere una genérica sugerencia temporal para jugar mejor al juego extemporáneo
de las regresiones, de las improvisaciones, del cual es maestro, e ir juntos a una
mayor libertad en las profundizaciones históricas y sociológicas de la ciudad,
una ciudad vivida en primera persona, desde lo profundo, material y espiritual-
mente como una estrecha ligazón de sangre como la que une el hijo a la madre,
además evitando caer en las sequías de la sosa y estereotipada anécdota en la
cual se inspiran las inciertas demostraciones de las guías turísticas para los ino-
centes y estúpidos turistas.

En ningún lugar del relato como en este capítulo se nota su instinto, ese ins-
tinto que es la revelación más genial de las involuntarias lagunas. Fernando se
vuelve a asomar a la luminosa recomendación de Goethe: "Wer einen Dichter
will verstehen in Dichters Land muB gehen" (El que quiere conocer a un poeta
tiene que ir a la tierra del poeta), que de alguna forma se parece a una aguda
reflexión precisamente de Proust en Du cote de chez Swann (pág. 104): "Si mes
parents m'avaient permis, quand je lisais un livre, d'aller visiter la región qu'il
décrivait, j'aurais cru faire un pas inestimable dans la conquete de la vérité" (Si
mis padres me hubiesen permitido, cuando leía un libro, ir a ver la región des-
crita, me hubiese parecido un paso inestimable en la conquista de la verdad).
Proust ha hecho justamente como sugiere Goethe. Ha salido de París hacia
Oviedo para entender mejor al escritor asturiano y a su ciudad, que por otra parte
es un fragmento, una pequeña parte de la variada y multiforme civilización
española. Para conocer Oviedo, Proust no podía escoger un mejor guía que un
ovetense tan competente, omnisciente, eufórico. Son verdaderas lecciones de
historia y de sociología que Clarín ofrece cuando encara el tema de las estratifi-
caciones y de los seguimientos sociales en su ciudad, ciudad atípica en la cual
presenta una mezcla heterogénea, conviven en continua rivalidad iglesia y pro-
letariado, ejército y campesinado, capitalismo y burguesía, además con una mul-
titud de vagabundos, de gente sin metas, desempleados, de los que no hacen
nada, etc.

Sobre las revueltas de los obreros y luchas sociales, Proust, como buen
representante de la alta y rica burguesía, no duda un momento en tomar las dis-
tancias: ""No estoy en esas cosas" [...] su distanciamiento de las luchas socia-
les, un penoso revoltijo para él de partidos, forcejeos y miserias" (pág. 146).

Proust se siente más cómodo con el arte y la historia. La visita a la catedral


de Oviedo, bajo la iluminada guía de Clarín, le recuerda una traducción suya de
Ruskin sobre la catedral de Amiens y su "ensayo en torno a la catedral de
Chartres, aunque prefiriendo siempre al tema religioso, el lado artístico y el his-
tórico" (pág. 140).

Junto a la arquitectura sagrada de la catedral, está cerca la profana de la


acumulación urbana en Oviedo, de la cual Clarín señala con orgullo algunos
barrios modernos que, para Proust, traicionan claramente su derivación france-
sa. Por otro lado, en este momento, Francia está muy de moda en España. Son
famosos los quesos como el "gruyere" o el "roquefort", los vinos como el
"champagne", el "bordeaux", los licores como el "chartreuse", el aguardiente
como el "cognac", hasta las sopas vienen a honrar las mesas españolas, se llega
nada menos que a bailar una vieja danza francesa como el "rigaudon", en un
vivaz pueblo de bailes y bailaores como España.

Una breve infiltración artística en versión musical va señalada con ocasión


de los conciertos que se celebran en Oviedo, en los cuales brillan Mussorki y
Ravel. Si a Clarín le gusta revelar los méritos y aciertos de su ciudad tan desco-
nocida en el extranjero, a Quiñones le interesa poner en escaparate la gama
"enciclopédica" de sus conocimientos, hacer valorar su habilidad para profundi-
zar en las sondas impacientes, insatisfechas, y su dada curiosidad. Y con la vuel-
ta de la música vuelve la problemática pictórica, en particular las estudiadas por
Proust: "un artículo sobre las grandes diferencias y algunas secretas confluen-
cias entre la pintura de Botticelli y la de Vermer" (pág. 164). Charlas de espe-
cialistas, de todas formas complicadas, variadas, valientes, enriquecidas además
por temas sobre política, sobre el socialismo, sobre sindicalismo, sobre el pro-
greso humano, sobre la relación entre lo social y lo moral: "La revolución moral
vale más que la social" (pág. 163), hasta llegar a las cimas inaccesibles de la
escatologia: "parece difícil que el mundo vaya a mejor" (pág. 163).

Fernando no puede pararse. Habría que atarlo, inmovilizarlo. Los franceses


dirían que tiene el "mal de bougeotte" (la manía de viajar, de desplazarse).
¿Cómo se puede, sin embargo, atar, inmovilizar el indócil desplazamiento ima-
ginativo? Obviamente imposible. La atadura asociativa no soporta ataduras de
ninguna clase, por lo cual con Fernando hay que resignarse, más bien abando-
narse en el deleite de los acontecimientos, que van y vienen, de los desplaza-
mientos que van y vuelven y vuelven a desplazarse. En nuestro caso desde
Francia a España, y de España a Francia, y así viajando. Ha sido suficiente que
Proust viera en Oviedo caminar a dos enfermeras en la calle para que su mundo
volviera a París, volver a ver la figura de una amiga de la familia, Cecilia
Brasseur, para contarnos su historia dolorosa, la vida devastada de una enferma
que decide hacerse enfermera en el Chad. La voz de Clarín lo hará regresar a
España, interrumpiendo su momentánea estancia en París. Los hilos siempre se
mueven naturalmente para el preciso Fernando que no termina de trabajar detrás
del bastidor. Volverá a tener entre las manos las vidas de los dos protagonistas
para zambullirlos en la vastedad de sus disensiones preferidas, las literarias y las
artísticas, en las cuales la perspectiva coloquial tiene un horizonte infinito, hui-
dizo pero gratificante para todos a los que esta disciplina consigue gratificar y
saciar.

VII

Otro capítulo y otra comida: el almuerzo. En el capítulo anterior, la genéri-


ca indicación de la hora, del tiempo, se casa con un componente gastronómico no
solamente más riguroso y más presente sino también más expresivo en sentido
simbólico. Otro desplazamiento del lector que esperaba quizás percibir y ver otra
cosa en una comida, por una manipulación con pretexto, como había sucedido en
el desayuno: es una especie de "otro paso raro" en el que Fernando se exhibe con
una forma de antropología del saber. Por otro lado, Quiñones nunca es el mismo
y al mismo tiempo siempre es él mismo; más apropiado es afirmar que Fernando
es él mismo solamente para no ser, sólo en la desintegración y dispersión del sí
mismo en la diversidad, que es un fuerte pigmento de la originalidad. En fin, el
autor nos ofrece la efigie de su personalidad, una y múltiple, compacta y multi-
forme asignación y "multivaga". En Fernando Quiñones hay un matador que
quiere absorber el papel de autor omnisciente y omnipresente.

A Clarín, y también a Fernando, le gustan las conversaciones de la convi-


vencia (convivenciales). Este capítulo, más que los anteriores, demuestra una
potente auto-certificación. En estas conversaciones vuelven los argumentos
políticos queridos por el ovetense: la puesta en discusión del socialismo y de su
socialismo, del conservadurismo y de su conservadurismo, de la religión y de
sus relaciones con la religión. Pero un nuevo elemento hace su corrosiva apari-
ción: las acusaciones contra el centralismo de la capital española: "Esos abusos
de Madrid" (pág. 172). Es el Clarín provincial, como Fernando por otra parte,
que defiende su propia ciudad, su propia provincia, su propia región. En estas
acusaciones se advierte, como por un presagio, la demanda de alguien que cree
en la descentralización, en las ventajas de la autonomía local y, más generalmen-
te, en la creación de una moderna "Generalidad". Parece apropiarse de lo que ha
de llegar, en versión española, del principio político estadounidense: "Pluribus
in unum", y un manifiesto rechazo del opuesto principio político centralista:
"Unum sine pluribus".

El horizonte federalista retumba también en su peculiar gastronomía, vol-


viendo a proponer implícitamente la idea de una identidad asturiana distinta de
todas las otras entidades de España, parecida a las huellas de las orgullosas rei-
vindicaciones catalanas. Por eso Clarín, y con él Quiñones, se para con tanta
insistencia en los platos y bandejas de comidas. La vocación político-sociológi-
ca toma ventaja, en esta ocasión, con las aficiones narrativas y ensayísticas. Y
es una ulterior cuña intelectual del mosaico poliédrico de La Visita.

La convivencia favorece también los placeres de las conversaciones litera-


rias, más agradables y gratificantes porque los literatos son cultos y refinados.
Y también hay muchas ventajas: lo de anular la diferencia de edad, de mentali-
dad, de nacionalidad y hacer que nazca una amistad: "la literatura los hacía ami-
gos" (pág. 192). Vuelve la confrontación franco-española entre escritores por un
lado: Balzac, Hugo, Flaubert, Zola, Renán, Jammes, Huysmans, Bourget, León
Bloy y escritores como Galdós, Palacio Valdés, Narcis Oller, Valera, Pereda,
Blasco Ibáñez y Valle-Inclán. Sólo que los escritores españoles toman como
modelos a los escritores franceses, como las apretadas sopas francesas en la
cocina española. Proust hubiese querido completar la lista "virtuosa y católica
[...] de últimos autores franceses" con los nombres de dos poetas "irregulares",
enemigos de los "bienpensantes", como Baudelaire y Verlaine, "espléndidos
malditos" (pág. 187).

Vuelve también el interés pictórico. Esta vez le toca a la "nature morte"


traída con un pellizco de ironía.

Se le añade el recurrente tema filosófico de la naturaleza del tiempo: "una


cosa es el tiempo del reloj y otra el tiempo con mayúscula" (pág. 179); "pueden
ser la idea o el sentimiento del tiempo, su peso y su obsesión" (pág. 192). Para
evidenciar mejor la física del tiempo y apelar a un cuento de Hawthorne en el
que el tiempo es metáfora en un hueco enorme, en un abismo en el cual todo se
precipita, se desperdicia, se pierde (pág. 193).

El perímetro de lo tratado y de las reflexiones se extiende para añadirse a


una nueva especialización: la de la hipótesis lingüística detrás de la cual vuelve
el horizonte federalista como afirmación de los valores de identidad, de diversi-
dad, de singularidad, valores étnico-culturales ya recordados en las especialida-
des gastronómicas del almuerzo. ¿Es el asturiano un idioma o un dialecto? La
respuesta de Clarín es muy problemática: "¿Es una lengua? No estoy nada segu-
ro de lo que sea. Interesante sí. Se llama bable" (pág. 183), que es además el
idioma hablado por un empleado del hotel en el cual está Proust: "aquel habla
un dialecto acaso" (pág. 182). La hipótesis lingüística se prolonga, luego, en la
valoración multilingüística finalizada para poner a salvo la lengua española de
la infiltración de galicismos o anglicanismos: "y estamos demasiado plagados
de galicismos como para que empecemos a llenarlos de anglicismos" (pág. 191).
Con tal propósito Clarín observa con extrema satisfacción que Proust cita el ada-
gio inglés: "Time is money", en versión española: "El tiempo es oro". También
hay que tener en cuenta la rama histórico-sociológica de Clarín, enseguida
demandada cuando a lo largo de las conversaciones con Proust se abren posibi-
lidades o aparecen nuevas perspectivas: "Todopoderes y primacías de la Iglesia,
el Dinero, las Armas" (pág. 195). Con el placer del encuentro, de conocerse, de
las conversaciones, de los paseos, por contra la profunda desilusión de Proust
por constatar que se encuentra con otro Clarín, no con el Clarín de "La Regenta"
sino con el Clarín de "la religión de la familia", de "la religión del hogar", "la
familia es lo que me queda, y también lo que me importa. La literatura, bien...
la buena. Pero la familia sobre todo" (pág. 184). La transformación del escritor
de Oviedo está descrita con sinceridad, casi con dureza: "le resultaba ya eviden-
te la mutación del hombre que tenía delante y que desde luego no era el que
esperó encontrar, no era el jugador con deudas fuertes de billar y naipes, no era
el escritor al borde de la excomunión y en erizado litigio público con el obispo
de Oviedo, con la Iglesia tan justificada por él" (pág. 197).

Leyendo La Visita el lector se divierte, aprende pasándoselo bien, queda


compensado por mil y una sorpresas que Fernando Quiñones le prepara, le cons-
truye, con su natural habilidad, pero quien debe organizar un discurso crítico
orgánico se encuentra empachado, cae en crisis frente a un escritor con tantas
facetas. Añádesele el juego del doble juego que mete en juego al autor mezclan-
do continuamente las cartas; ahora se adentra en Proust, habla, ve, piensa, juzga
con la boca y la cabeza del escritor francés, de pronto se adentra en Clarín y hace
todo lo que hace Clarín. De todo esto sale un espesor semántico, diría casi un
magma, que hace que el lector se distraiga, atrapado por la sucesión, la super-
posición de las variedades temáticas, y que, distrayéndolo, no le consiente reco-
ger, más o menos latente, la omnipresència del autor, de un autor insólito y en
apariencia fuera de lugar, de un autor que mueve las fichas sobre el tablero de
la escritura y de la narrativa, según los antojos, los cambios de humor, y en la
base nada menos que de la volátil intercambiabilidad entre ficción y realidad.

VIII

El lector ya sabe que Fernando tiende a escudarse obstinadamente en un


apoyo temporal para entablar otra vez el relato, para volver de capítulo en capí-
tulo a sus entramados narrativos. La "primera tarde" es una ulterior confirma-
ción. El lugar como apoyo temporal conlleva, sin embargo, en esta nueva situa-
ción, una implicación de orden analógico. Es decir, que esa tarde llegó lo que
llegó, y viceversa, que lo que ocurrió tuvo lugar en esa tarde. Pero en Fernando
no todo es tan obvio, tan por descontado, tranquilizante. Al contrario, debe ser
sorprendente, impredecible. El lector debe mantenerse en vilo, debe quedarse
con el aliento suspendido, como ocurre en la apertura de este capítulo en el cual
no se sabe, no se entiende, en un primer lugar, adonde se quiere ir a parar, aun-
que haya la presencia de algunas unidades léxicas que podrían darnos a enten-
der o intuir el acontecimiento en acto: disparóse "el arma", "el fogonazo", "la
detonación", etc.

Para decirlo rápido, se trata de un imprevisto duelo con pistola entre Proust
y Samaing, descrito con la sensibilidad y el cuidado de un director de cine que
está haciendo tomas de un exterior, construyendo una escena cinematográfica,
además de un lenguaje colorista atento para recoger las difíciles e inseguras
coloraciones difuminadas de la escenografía natural en determinadas horas. Es
el primer añadido dramático enfrentado en la construcción narrativa con el
opuesto de los pasos relajantes de la abuela Adele a lo largo de las playas de
Dieppe, Trouville o Cabourg. Tensión y distensión son los términos dialécticos
de esta primera parte del capítulo.

Fernando Quiñones nunca se cansa de poner en relieve y hacerle saber al


lector el retraso social y cultural de España, su país. Se ocupa Proust de resumir-
lo en un apunte telegráfico: "Mucha Francia aquí en Ovi" (pág. 201) y en una
observación brutal punzante, un latigazo: "un país de atrasos" (pág. 203).

La conversación del Clarín libre de prejuicios al Clarín conformista, del


Clarín anticlerical al Clarín clerical vuelve a invitar al lector a replantear el dis-
curso sobre la naturaleza de aquel tiempo que se ha vuelto ya una fijación inte-
lectual y filosófica. El tiempo como motor transformante es el objeto de un pasa-
je donde aparecen como sustento los nombres de Bergson y de Heráclito.

El problema del amor en sus variantes homosexuales y heterosexuales


vuelve a plantearse y replantearse en el contraste de las distintas teorías. A la
homosexualidad está dedicada la relación entre Proust y el "muchacho" o
Rodrigo Suárez el Hermes, y el amor heterosexual, comprendido como relación
erótica entre hombre y mujer, empuja la fantasía libertina de Fernando a desen-
cadenarse en un multiforme muestrario amplio, picante y "oses", tanto como
para volver a la imagen de un kamasutra occidental. Se vuelve a descubrir ade-
más la equivalencia: amor igual a enfermedad, probablemente bajo la presión de
las locuciones francesas "tomber amoureux, tomber malade", llamando a la
ciencia en pleito: "una enfermedad a observar y a seguir con tanto cuidado como
si él mismo se la hubiese inoculado para estudiarla" (pág. 219). Al mismo tiem-
po se plantea en el amor de tipo animalesco, zoológico, bestial aplicado a lo
humano y a lo inhumano. Se llega nada menos que a rozar el problema queman-
te y latente de la pedofilia: "metiendo furtivamente a chicos" (pág. 217).

A lo largo de la novela cada ocasión es válida para discutir sobre La


Regenta, la razón principal por la que Proust llega a Oviedo para conocer a su
autor, según la imaginación de Quiñones. Señaladas las ventajas y también los
defectos representados, en línea de máxima, por golpes retóricos, por sobresal-
tos románticos, por un falso misticismo, acompañados por secuencias sentimen-
tales llenas de corazón, almas, alas, etc., en una novela como La Regenta que
quiere ser realista. Con esta alteración parece no ser rara la traducción de
Belleville, una observación, ésta, que pone a Fernando en sintonía con los jui-
cios negativos y la prensa negativa en la cual concurren las malas traducciones
y los malos traductores.

En La Visita la página no es concebida como espacio de privilegio, exclu-


sivo, reservado, selectivo, sino como un espacio abierto, total, donde cualquier
argumento puede encontrar sitio y ser enseñado, según las intenciones del autor.
Se puede muy bien afirmar que la característica más innovadora, menos confor-
mista de esta novela, es la tendencia acentuada, obsesiva en un contexto multi-
temático. Fernando no se quita el placer, por ejemplo, de ensamblar en su nove-
la un pasaje exquisitamente teatral, representado por el compás de un primer
acto de una comedia (pág. 226).

Otro argumento siempre planteado y nunca resuelto es aquel concerniente a


la relación entre el autor y sus personajes: "un novelista no suele ser la novela
pero, mientras la levanta de una manera u otra, tiene que transformarse en sus
personajes" (pág. 227), "un narrador de verdad, es un minero, una prostituta, un
pirata, un hindú centenario, un homosexual" (pág. 226). Es verdad que narrador
de verdad parece más el Clarín primero que Fernando, que, sin embargo, encuen-
tra su radiografía de intelectual inquieto y creativo, cambiante y valiente, en la
siguiente reflexión: "En la escritura narrativa se funde el autor con su gente
impresa, la ficción con la verdad, la vida real con la vida inventada" (pág. 227).
En el juego entre realidad y ficción o entre ficción y realidad está sustenta-
da la libre invención de acontecimientos verdaderos y presuntos, que no se dejan
gobernar por reglas o cánones, pero que van más allá de reglas y cánones, inter-
nacionalmente violados para hacer más novela, lo más apretada posible. Esto ha
hecho Fernando, asombrándonos una vez más.

IX

En este capítulo las referencias son implícitas o contextualizadas


"Oscurecía ya" (pág. 234). Asimismo, la "tarde" se desliza hacia la "noche".
Pero la conversación, obviamente, tiene ventaja sobre la hora, deja espacio con
tal intensidad y en espacios tan amplios como para aturdir o desorientar al lee-

Fernando no deja escapar nada, ningún argumento, con tal de entablar una
discusión con los defensores de sus pensamientos distintos y contrastantes. La
conversación por lo tanto se convierte en un debate, mesa redonda y las razones
o motivaciones de unos y otros sirven para socavar, y desenroscar, para proble-
matizar, para tomar conciencia de la gravedad y de la complejidad de los temas
inaccesibles y sin solución. Los hechos del enredo resultan, si no anulados, dis-
minuidos y apagados por las demandas de invasiones culturales. Las conversa-
ciones en boca de los personajes son más bien de tipo cognitivo que de eventua-
lidades. Estas consideraciones sirven para definir mejor, compatibilizar lo
inadecuado y las insuficiencias expresivas del lenguaje crítico, el perfil atípico
de esta indefinible novela.

Este es sin duda el capítulo más intenso y más construido del relato. Se
plantea en él si no de todo, sí de mucho. Teniendo en cuenta que hasta ahora
hemos obviado señalar los efectos graciosos, divertidos de la parte irónica de
Fernando, una vena que atraviesa toda la novela, divirtiendo y haciendo reír.
Mírese, por ejemplo, cómo un sombrerito llevado con mucho valor por Regina
se transforma en un "plato de ciruelas machacada" (pág. 234) o cómo Fernando
retrata al pintor Boldini: "una bola de carne con manos y ojos" (pág. 209) o
cómo se ríe de Hermes: "aquel Hermes entre infantil y fálico" (pág. 206) o la
excitación masculina "el falo en pie de guerra" (pág. 206) y más "cuya voz...
que Reynaldo comparó a la de un cuervo hervido en mayonesa" (pág. 20) y oír
con qué ojo burlón Clarín por primera vez ve a Proust: como "un biscult de
bigotillo" (pág. 28), y así burlándose en un inventario apretado de hallazgos más
o menos apocadamente arañantes.

Proust acompañado por Clarín va a la "Exquisira", que está en el centro de


la ciudad y es lugar "agradable" (pág. 233). Nada más llegar el joven parisino
se da cuenta enseguida de la ligazón de España o, la misma Oviedo, a los mode-
los urbanísticos franceses y, más en particular, de esa París suya de la cual está
tan orgulloso: "en cuanto a su condición de expansiva fuente cultural para el
mundo abierto a todos y a todo"; una afirmación, ésta, que hace eco a lo dicho
según lo cual París, contrariamente a Londres, ha sido hecha para todo el mundo
y no solamente para los franceses.

Se replantea, aunque para temáticas distintas, la conversación pictórica que


en la novela apela con la insistencia de una obsesión, de un verdadero "clavo":
un verdadero enojo profundo y constante. Ahora le toca, en este capítulo de la
pintura impresionista a la cual Proust se ha acercado, por una copia de "Los
muelles de Rúan" de Camilie Pisarro, que no tiene miedo a juntar a sus pintores
preferidos: Vermeer y Mantegna.

"L'affaire Dreyfus" tuvo una resonancia europea si no intercontinental, sepa-


rando el mundo en dos opuestos partidos: el favorable y el contrario a Dreyfus.
Por la importancia de la difusión, no podía más que rebotar también en La Visita
y no aparecer en las preocupaciones de Fernando, no menos atento a los aconte-
cimientos internacionales. Mientras Proust afirma abiertamente que Dreyfus es
inocente. Clarín, aun creyéndolo también inocente, predica la prudencia porque en
el proceso vienen implicadas las instituciones de alto nivel como "el Estado y
hasta la Iglesia" (pág. 235). Dejando la culta compañía, Hermes, dividido entre la
obligación de irse y el placer de quedarse, una duda que Clarín-Quiñones vuelven
a poner en la superficie con la versión española: "Partir es morir un poco", reso-
nancia de lo implícito y celebérrima transcripción de Haraucourt: "Partir, c'est
mourir un peu" (pág. 240), deudoras las dos de Anfíbraco de Délo, pone en cruz
al joven Rafael Altamira, uno de los mejores defensores de la novela naturalista
en España (pág. 241), que va a engrosar las filas de las comparsas. No duda en
enseñar su espíritu crítico y su "vis polémica" sobre todo en política, en contra de
la política endeble y remisiva del estado español, en particular en contra del
"Ministerio de Ultramar" que se ha dejado arrancar algunas colonias españolas
por otros estados. Ruge en el interior un furor anti-estadounidense, al cual España,
bajándose los calzones: "una bajada de pantalones" (pág. 242), ha tenido que
ceder las Filipinas. Para equilibrar, él teje el elogio de Francia. "Francia, claro,
tiene a la espalda una historia y una tradición imponente" (pág. 224). Así el anti-
americanismo español se encuentra alineado con el tradicional de Francia. Había
necesidad de otro portavoz de sus ideas, Fernando lo ha encontrado justamente en
Altamira. Pero Altamira se proyecta todavía más allá en el futuro. Él es un
ambientalista, de todas formas un precursor convencido de los ambientalistas
modernos. Denuncia la demolición de un árbol antiguo que era el símbolo de la
vieja Oviedo, los incendios de los bosques de hayas, etc. No solamente es un
defensor del naturalismo en la novela española, además lo es también del natura-
lismo en la naturaleza. Las contradicciones de Clarín, después de la conversión,
vienen declaradas abiertamente aquí y en otros lugares reforzadas con la misma
franqueza, con obsesión realista, con fidelidad autobiográfica: "el que ha escrito
La Regenta era un joven contestatario lleno de salud, que ni es ya el que está aquí,
ni tampoco el crío y el adolescente que fue antes de escribirla" (pág. 248).

Con un gran salto "idealista" Clarín pasó desde sus primeras obras: "Flores
a María, poesías morales y religiosas" a "La Regenta", "autor de un agresivo y
burlón ideario contra de la Iglesia" (pág. 248). También en lo político Clarín se
revela metido en un enredo de contradicciones, de reniegos: "en cuanto a
España un firme, convincente federalista y luego un firme, convincente anti-
federalista" (pág. 248). De la misma manera son inconstantes y contradictorios
sus juicios literarios: rigurosos, racionales, lógicos y además llenos de fantasía,
de flexibilidad, de libertad.

Fernando Quiñones no consigue resistirse a su naturaleza omnívora y enci-


clopédica como lector de numerosas y disparatadas lecturas. "Tocar otro asun-
to" (pág. 257) podría ser el lema de Fernando, como escritor insaciable, cons-
tructor de un sistema tan poliédrico y politemático, para volver a aquello que los
franceses llaman un "touche-á-tout". La reseña temática, en efecto, no se termi-
na, es enriquecida, al contrario, por la anexión de una nueva disciplina: la de la
"historia de la filosofía" contemporánea en Francia. Desfilan todos los filósofos
o casi todos los que han intentado imponer el valor de la metafísica contrastan-
do con los valores del siglo positivista: desde Renouvier a Lachelier, a
Boutroux, que se esfuerzan en derrotar el primado del determinismo, abriendo
un camino prestigioso e infinito en el tema metafísico. En la lista está además el
remoto santo Tomás de Aquino y se cierra con el muy citado Bergson: "está...
por lo menos, en buena parte, en un espiritualismo esperanzado", "y la nueva
teoría de la contingencia quiere corregir ese maldito fatalismo mecánico de los
positivistas" (pág. 250). El inventario temático y problemático de Fernando no
conoce ni cierra ni trae conclusiones adelantadas, está abierto a los conocimien-
tos también más modernos. Viene a colación, por ejemplo, Charcot, un estudio-
so del sistema nervioso y del histerismo que por esta razón será un ídolo de los
surrealistas, y un austríaco llamado Freud (pág. 253).

Fernando no tiene miedo de ir encerrándose en problemas espinosos y


cerrados a toda solución, como los de la responsabilidad o de la irresponsabili-
dad de un individuo que mata sin motivos (pág. 252), como los de los atascos
genéticos que oponen el santo al criminal, el determinismo al libre albedrío,
resolviendo aceptar que el individuo depende de su ADN, o sea, de su progra-
ma genético modificado, pero, por las relaciones sociales de un determinado
ambiente: "los legados de la sangre, sumados a como nos fue después..." (pág.
254). Van añadidos los problemas morales y teológicos, como los del bien y del
mal, del premio y del castigo ante la casualidad de los eventos.

Clarín se sitúa lejos de estas problemáticas porque ya tiene sus ideas y ha


llegado a sus conclusiones. Clarín se pone de parte de las leyes porque aseguran
el orden: desde el hombre del desorden a hombre de orden, desde hombre con-
testatario a hombre de la negación de las contestaciones, desde el hombre sub-
versivo a hombre de la conversión. Junto a las leyes. Clarín acepta también la
perspectiva de los encarcelamientos aunque admitiendo que puede haber erro-
res. La fe religiosa es su definitiva postura.

Además de lo señalado anteriormente, hay una vuelta musical a Chopin que


hace volver a Proust al París de los teatros líricos, con Debussy, que Reynaldo
prefiere a Chopin y al pomposo Liszt, y nada menos con el vals de Lehár.

El siglo tiene eco de batallas desencadenadas por las sufragistas inglesas.


Fernando no hace tampoco oídos sordos a esta novedad moderna que abrirá nue-
vos horizontes en política y en la historia de la sociedad.

Un capítulo apretado y trabajado aún más que los otros, donde los argumen-
tos y las argumentaciones se suceden los unos a los otros sin tregua, mantenien-
do al lector en continua carga y tensión. Un aplauso merece el que consiga tra-
ducir en breve síntesis toda la carga cultural que Fernando Quiñones vuelca a
manos llenas en su anómala narración, desvinculado de toda atadura y con la
ebriedad gratificante de una total libertad intelectual.

También el título de este capítulo, "Últimas horas", subraya y confirma el


global modo temporal de esquivar el punto de apoyo de La Visita. No obstante,
en este caso, será conseguida, por amor al conjunto, una ligera seña de identi-
dad. En las conversaciones se filtra ya la alusión a la vuelta: "su billete de vuel-
ta a París" (pág. 268), a la partida con un sutil sentimiento de nostalgia, como
ocurre en las separaciones entre amigos: "Su despedida de Asturias" (pág. 279).

Vuelven a presentarse los recuerdos de París, los parientes, los quehaceres,


las juergas. Asoman promesas para dar continuidad a la amistad en una serie de
estrechos intercambios culturales. Lola Uría pregunta a Proust si puede enviar-
le a la universidad todas las publicaciones que saldrán (pág. 267), Clarín y Lola
esperan recibir una copia del libro Los placeres y los días (pág. 211), etc. Esto
no basta, sin embargo, para olvidar la amargura de la salida. La partida inspira
la dolorosa confesión de Clarín: "Hora muy mala para mí, y más en un día como
el que me espera mañana" (pág. 278).

La discusión aún no ha terminado, aunque sea inminente la salida, con pre-


sumibles sacudidas al aire de pañuelos, entre lágrimas más o menos tragadas por
el clásico adiós en una estación. Empieza Lola abriendo una ventana en el pro-
blema de los grandes hechos culturales que todos o casi todos procuran ignorar.
Se trata naturalmente del encuentro Clarín-Proust: "Se encuentran dos escrito-
res grandes, históricos, un francés, un español, y nadie va a saber de este
encuentro ni a contarlo" (pág. 278).

Sabemos ya que el encuentro es el parto original de la mente de Fernando,


la fértil ficción de su "duende" evocatorio; sin embargo hay que señalar cómo
sobre este vacío de la realidad llenado por un presunto acontecimiento imagina-
do, se injerta una realidad prepotente, inexpugnable y desagradable: la de la
indiferencia de la gente frente a hechos culturales, también de alto, altísimo
nivel. Esta realidad, olisqueada y quizás sin saberlo removida por el autor, ame-
naza con borrar o demoler la consistencia, la puesta en evidencia de la misma
obra que cuenta esta "historia" iluminada y determinante en el panorama litera-
rio de la narrativa moderna. Olvidarla, ignorarla o, en la peor hipótesis "snob-
baria" -dejarla de lado- sería condenable, injusto, absurdo, dañino por la des-
aparición sucesiva de los que nutren la pasión por la lectura y la literatura,
poniendo en peligro la necesaria, antes o después inevitable, insurrección de las
conciencias a la que procura promover la acrobática, la caleidoscópica adrena-
lina producida por la sangre rebelde, a contracorriente, de Fernando. Hay que
tener en cuenta que el objetivo de las denuncias de Fernando, como en cualquier
otro pasaje -"políticos, periodistas y comadres" (pág. 37)-, se encuentra otra
vez en la prensa, bajuna manipuladora de la noticia: "los cronistas siempre
agrandan esas cosas o las achican. Las cambian" (pág. 278).

Las contradicciones que se derivan por el cambio de Clarín son difíciles de


desenredar, una enredada madeja de ruidos y más ruidos: "Miró a la cara del via-
jero, que otra vez tuvo la impresión de estar hablando con un inconcebible con-
servador izquierdista, o al revés" (pág. 279), "alguien en múltiple y contradicto-
rio camino, un Quijote de imposibles reconciliaciones ideológicas" (pág. 281),
"me han vuelto por suerte a un sentimiento religioso y un idealismo que había
perdido. Se lo digo porque me sentiría mal contándole solo lo que usted espera-
ba y quería oír de mí" (pág. 280), "un Clarín enfermo, envejecido... De algún
modo, junto al religioso de hoy, también podía distinguirse al escritor que había
deducido de su lectura y que, aún con tanto cambio, seguía siendo un reverso de
las regias y estratagemas del gran ajedrez social" (pág. 281). ¿Involución o evo-
lución? Ninguna respuesta viene pronunciada o es pronunciable. El hecho queda
abierto y es problemático, y sería como hacer un boquete en el agua decidirse
por el pro o el contra.

Queda de todas formas la desilusión de Proust que se reencuentra frente a


un hombre, a un escritor, a un intelectual, distinto del que en París se había ima-
ginado. Vienen discutidas las especializaciones que tienen que ver con el placer
literario, el hecho de escribir y la causa que definen lo uno de lo otro, "lo que es
hoy, pocas cosas mejores que un libro. Por lo menos para nosotros, ¿no es ver-
dad? Disfrutar leyéndolo, ya es mucho; escribirlo sí es arte, no entiendo como
puede habernos sido concedido. Ni como llegamos a hacerlo. Por un instinto"
(pág. 284). Al conjunto vienen añadidos el intento de averiguar la necesidad
interior que empuja al hombre a convertirse en escritor y, además, la voluntad
de definir el papel y su real función. La fórmula lapidaria de "Ser los otros"
(pág. 289) sugiere un camino a seguir: alienarse, olvidarse, para identificarse
con los demás. A las temáticas presentadas hay que poner en relieve también la
intuición aguda de Clarín cuando presagia, como agudo cultivador del arte
narrativo, la grandeza futura de su joven interlocutor: "que puede haber en ti un
gran escritor futuro" (pág. 285). El joven interlocutor revela a Clarín sus prefe-
rencias, sus predilecciones técnico-formales y su desinterés por los contenidos,
los enredos, la anécdota, etc.: "Pero quiero dejarle claro que no es ella, ni lo que
cuenta el libro, lo que realmente me trajo aquí. Fue su buena ejecución y cuatro
detalles de su técnica" (pág. 294). Lo que es más importante para Clarín: "lo que
debía ser lo más importante de la novela: su contenido" (pág. 295) deja indife-
rente a Proust que será más escritor que novelista, o sea, narrador cíclico, ani-
mado por innumerables intereses: creador de atmósferas sugestivas, cantor dis-
creto, sumiso, del amor y los amores, incansable explorador de los laberintos
psicológicos de las psicologías de sus mil personajes, demostrador de persona-
les niveles lingüísticos y, por último, atento y sorprendente observador en espar-
cidos y sintéticos fragmentos de contenido científico variado.

Está claro que Clarín ama a su ciudad profundamente. Su alegría alcanza


las cimas del entusiasmo y de la glorificación cuando descubre repartos semiar-
queológicos en el centro de Oviedo donde lo viejo y lo antiguo conviven con lo
moderno, aunque sobre el modelo siempre presente e invasor de París. El pasa-
do (personas y cosas) gusta a Clarín porque representa un componente típico e
indispensable para conocer la historia y la civilización ovetense y más en gene-
ral asturiana. También la presentación del médico empírico, conocedor, que cura
y saca adelante a sus pacientes con hierbas y tisanas, es un representante de la
medicina alternativa y además una supervivencia histórica que sirve como con-
traste a lo moderno, en particular a la medicina oficial.

Fernando Quiñones se encamina hacia el final de la novela. Pero lo hace a


su estilo, removiendo sus obsesiones y reforzando sus "manías fijas" con la
acostumbrada sinceridad inventiva y el espesor cultural del intelectual famélico,
que quiere saberlo todo, casi para desmentir lo dicho por Sócrates: "Sólo sé que
no sé nada".
XI

En el último capítulo de la novela, "La partida", concluye la venturosa pero


fértil experiencia de Proust en Oviedo. Entre las coincidencias y las divergen-
cias con Clarín, el escritor francés admite: "la felicidad de esos entendimientos,
ceñido casi siempre a la literatura. Esa felicidad enteramente compartida con el
hombre al nombrar libros, autores, versos o al cruzar con él más palabras sobre
los placeres y las fatigas del escritor" (pág. 300). Viaje por tanto feliz, pese a
todo, rico en enseñanzas y lecciones para los dos protagonistas en el persisten-
te debate franco-español. Menos feliz será, en cambio, el viaje de vuelta que
ocurre en una atmósfera triste y dolorida, con la aparición de "dos guardias civi-
les" que acompañan a la estación, y en todo el viaje, a un prisionero de nombre
Sotelo "El Largo", famoso en la zona.

Con la sonrisa bonachona de un geómetra literario, Clarín define "La


Recherche" proustiana como una "kilométrica obra en proyecto" (pág. 300), con
una vuelta realística más adelante: "debía empezar la nueva novela, la intermi-
nable" (pág. 308). Los juicios críticos no paran, no se concluyen, ni siquiera con
la inminente partida en la cual normalmente los preparativos ocupan la mente
con otros pensamientos: las maletas, los horarios, las despedidas, los saludos, la
puntualidad, etc. Así que Proust encuentra el tiempo para ver en Clarín: "un
talante fino y débil" (pág. 300), en Gide: "nuevo santón literario en boga, el pre-
dicador de los placeres" (pág. 302). No faltan ni siquiera las acostumbradas
reflexiones sobre la naturaleza y el papel del autor, concebido como salvavidas,
en contra de los estropicios del tiempo, como memoria escrita de la abundancia
de recuerdos contrastados con el "realismo activo del siglo agonizante" (pág.
316), como desafío a la "page blanche" de Mallarmé: "Sentarse ante un mudo
rectángulo blanco, con la urgencia de llenarlo de palabras vivas" (pág. 317),
como deseo de vida interior: "la visita a Clarín llevaba a íntegro rigor y defini-
ción su propósito de no vivir más que para escribir, por ello más que de ello,
como una religión" (pág. 316). Una última estocada va a las malas traducciones:
"trasladar al molde falso de Regina" (pág. 311).

Antes de irse Marcel recibe un signo de amor de Rodrigo el Hermes que,


corriendo o, casi mejor, caminando a la vez del tren en su inicial movimiento,
consigue estrechar y besar la mano del amado viajero. Patético pero fiel y sen-
sible a los pellizcos de un corazón desesperado e inconsolable.
En el vagón Proust se abandona a la reflexión. Se imagina en una especie
de "tebaide" ciudadana (de ciudad tomada) luchando con "su vasta obra seden-
taria" (pág. 317), juntándose a uno de los "padres del desierto", que la alada fan-
tasía de Fernando Quiñones recuerda en las místicas contingencias de una vida
aislada y dificultosa, dura y serena, finalizada para un encuentro con Dios.
Reconoce además, con la sugerencia de Fernando, apuntador omnipresente, que
"su llegada a Oviedo, le salvó mejor o peor las barreras, le propició un afecto y
una afinidad con Clarín, la mutua percepción de que eran destinados, fatales
hombres de letras y, cualquier otra cosa para ellos, obligación, circunstancia o
estorbo" (pág. 317). Una prolongación se proyecta en una serie de meditado
conjunto de la visita a Clarín: "ya no le era posible sospechar que el viaje había
sido una molestia inútil, como llegó a temer, ni seguir reduciendo cómodamen-
te España a un álbum de imágenes y conceptos estereotipados y trasmitidos"
(pág. 326).

La literatura vuelve con Barrés, gran admirador de inolvidables ciudades


españolas como Sevilla, Granada y Toledo, en las cuales el escritor francés
encuentra una confirmación a sus convicciones intelectuales: el amor del con-
servador por el conservadurismo. Pero sobre todo Toledo, la Toledo imperial,
oriental, rica en castillos, besada por un aura de misticismo, alimentan sus incli-
naciones, sus entusiasmos, sus creencias políticas. El encuentro de Barres con
Toledo funciona como un muelle análogo para despertar al brujo, al nigroman-
te, que agitan las noches y los pensamientos de Fernando. Y así sobre ese mode-
lo, que recuerda el encuentro de El Greco con la misma ciudad.

Esto es suficiente para que el autor de La Visita se lance a la estela de un san-


guíneo conjunto artístico en la cual su desencadenada fantasía visionaria se une
con la del pintor que interpretó con apasionada y dramática lucidez los lugares
religiosos toledanos. A pesar de todo, los reconocimientos, las apreciaciones, las
valoraciones positivas, el país siempre es un país cerrado, huraño, poco dispues-
to a dejar entrar ráfagas de modernidad que habían revitalizado hasta Italia, la
Italia recién nacida: "aquella nación nueva, la Italia unida" (pág. 327). Por eso
Marcel no hubiese podido vivir en España: "Nunca iba a desear vivir en España...
No hubiera podido más allá de un mes con las asperezas del país, su extremosi-
dad, sus descuidos y sus atrasos" (pág. 326), "Una España llena de contrastes
abrasadores, hermosuras y durezas sin número, grandes pasos torpes, antiguos y
recientes, realidades tan difíciles de concretar como temibles" (pág. 327).
Para la salida se podía prever el consuelo de los amigos, el saludo con la
mano, los pañuelos al aire, las lágrimas más o menos visibles, sin embargo nada
de todo esto, aparte de la inesperada llegada de Rodrigo el Hermes. Proust se
encuentra en un vagón con la triste compañía de un delincuente controlado por
"dos guardias civiles", de una joven campesina y un cura. Lo anima la vista de
una imagen de buen augurio, una imagen simple envuelta por una paz "invulne-
rable en apariencia, como resistente a toda alteración, cambio o malaventura, a
los crudos azares de la suerte y de las estaciones" (pág. 329). El paisaje le sirve
de ayuda. Desde la ventanilla del tren observa una escena de un rústico arcaico:
la fraternal continuidad de una vaca tumbada en la pradera y dos niños, herma-
no y hermana, que saludan al tren que pasa, como ocurre en algunos pueblos
atrasados, mientras tres hombres pasan al lado de la pradera, gente simple, des-
conocida, anónima. Quién sabe si Fernando ha percibido o le ha llegado el
encanto del conjuro sagrado del número tres, como un presagio de suerte por su
obra, en la cual Marcel, justo antes del punto final, deje caer el telón sobre los
escenarios descritos y analizados, entrecierre los ojos "para ver mejor" (pág.
.329), como algunos monjes medievales que se agujereaban los ojos para ver
mejor a la Virgen, una manera que se asocia a la meditación y la contemplación
para ampararse, en general, el narrador desde el principio y a lo largo de la
narración.

En este capítulo Fernando vuelve a plantear lo propuesto de las afirmacio-


nes precipitadas de Goethe y de Proust y vuelve a lanzar la idea del viaje exóti-
co, del peregrinaje intelectual, como progresiva transformación de sí mismo a
través del conocimiento de los demás, como posible y remunerador proceso
didáctico y ético directo a promover la pedagogía del aprendizaje y el creci-
miento cultural además de la formación y la reforma de la persona y de la per-
sonalidad.

Conclusión

La Visita, de Fernando Quiñones, tiene en sí el sello de la originalidad, de


la modernidad, de la actualidad. Original puesto que está concebida y redactada
fuera de los cánones y los esquemas corrientes de la narrativa más usual y más
alineada; actual porque su punto de enfoque obliga a meditar sobre la historia y
la civilización española; moderna puesto que se enfrenta implícitamente, sub-
conscientemente, a los problemas que angustian y en los que se debaten los con-
temporáneos. Si el franquismo había obligado al país al aislamiento y al retro-
ceso, el postfranquismo se organiza y se realiza como una especie de carrera
desenfrenada hacia la libertad, la apertura, el conocimiento de lo que antes no se
había podido conocer: una potente gana de evolución y de modernización. El
tiempo histórico de La Visita no es, obviamente, el tiempo de Franco pero pare-
ce anticipar su contenido, visualizarlo, etc., se configura como un presagio, un
presentimiento que tendrá lugar en un futuro que ya pasó.

Fernando Quiñones ha hecho de Clarín español, de Proust francés y de sí


mismo, los campeones, los precursores de esta pacífica revolución que no pare-
ce desde luego terminada. Ya es sabido que la España de hoy quiere ponerse a
la altura de Europa, con el mundo que busca aparentar, estar entre los países que
tienen fuerza, que deciden los destinos de la Humanidad. Se da por obvio que
para poder estar de ese lado, hay que salir de las propias fronteras, sacudiéndo-
se el arcaico vaivén de las propias perezas, de los interminables parones socio-
culturales, de los intempestivos empujones nacionalistas.

Fernando Quiñones no escribió una novela como comúnmente se entiende,


sino que sacudió, hizo cortocircuitos, desafíos, sorpresas. Quiso ofrecer el des-
pertar de un pueblo, mejor dicho, de su pueblo, de su país. El duende, él lo tiene
en su cabeza y en su forma de escribir, en sus pies, piernas, muslos, tórax, en sus
sentidos, en los brazos, en su forma provocadora e impertinente, rompiente,
demoledora y descarada, como las de sus paisanas bailaoras andaluzas.

Más allá y por encima de la historia contada, se desarrolla interiormente,


paralelamente, en una especie de hueco subterráneo, una futura macro-enseñan-
za. Esa enseñanza tiene que ser recogida, señalada, desentrañada oportunamen-
te, si se quiere tomar conciencia de la elaboración intelectual y del sentido polí-
tico que está debajo y que informa con el mensaje universal y optimista que
Fernando Quiñones nos entrega a los contemporáneos y a la posteridad.
RECUENTO BIBLIOGRÁFICO DE LA NOVELA HISTÓRICA

José Jurado Morales


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: 1616: Anuario de la Sociedad Española de Literatura General y


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_: Una nueva novela histórica, monográfico de ínsula, núm. 641 (mayo de
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ñola en el último medio siglo. Actas del congreso sobre Literatura y
memoria celebrado en Jerez de la Frontera (Cádiz) los días 19, 20 y 21
de septiembre de 2001, Jerez de la Frontera (Cádiz), Fundación
Caballero Bonald, 2002.

"Memoria, autobiografía y diario: coincidencias y divergencias", mesa


redonda moderada por Luis García Montero, participantes: José María
Pozuelo Yvancos, Luis Antonio de Villena, Antonio Martínez Sarrión, en
AA.VV, Literatura y memoria, op. cit., págs. 27-45.

.: "Escritura y memoria: del tiempo perdido al tiempo recobrado", mesa


redonda moderada por Jesús Fernández Palacios, participantes: Celia
Fernández Prieto, Luis García Montero, Eduardo Haro Tecglen, en
AA.VV., Literatura y memoria, op. cit., págs. 61-78.

.: "Género memorialístico y género de ficción", mesa redonda moderada


por Jesús Fernández Palacios, participantes: Carlos Castilla del Pino,
Felipe Benítez Reyes, Manuel Ramos Ortega, en AA.VV., Literatura y
memoria, op. cit., págs, 105-120.

: "La memoria como crítica de la Historia", mesa redonda moderada por


Felipe Benítez Reyes, participantes: Jaime de Armiñán, Alberto Oliart,
Manuel Cruz, en AA.VV., Literatura y memoria, op. cit., págs. 145-157.

.: "El memorialismo en la literatura española contemporánea", mesa


redonda moderada por Juan Salguero Triviño, participantes: Anna
Caballé, José Romera Castillo, Javier Tusell, en AA.VV., Literatura y
memoria, op. cit., págs. 179-203.

: Literatura y sociedad. Actas del congreso sobre Literatura y sociedad


celebrado en Jerez de la Frontera (Cádiz) los días 8, 9 y 10 de octubre
de 2003, Jerez de la Frontera (Cádiz), Fundación Caballero Bonald,
2004.

: Literatura e historia. Actas del congreso sobre Literatura e historia cele-


brado en Jerez de la Frontera (Cádiz) los días 20, 21 y 22 de octubre de
2004, Jerez de la Frontera (Cádiz), Fundación Caballero Bonald, 2006.

: "La literatura 'creadora' de historia", mesa redonda moderada por Juan


Salguero Triviño, participantes: José Carlos Mainer, Miguel Artola,
Fernando Cabo, en AA.VV., Literatura e historia, op. cit., págs. 75-88.

: "Verdad histórica y ficción novelesca", mesa redonda moderada por


Jesús Fernández Palacios, participantes: Celia Fernández Prieto, José
María Pozuelo Yvancos, Luis Landero, en AA.VV., Literatura e historia,
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Se terminó de imprimir este libro
el día 17 de agosto de 2006
en los talleres de Imprenta Sur
en Chiclana de la Frontera (Cádiz)
Estas Reflexiones sobre la novela histórica constan de los juicios y análisis
de escritores y teóricos que aportan una visión complementaria desde sus
respectivas posiciones de creadores e investigadores sobre un tipo de narrativa
ampliamente promocionada por las editoriales y demandada por los lectores:
los primeros consideran cómo conciben y cómo se enfrentan a la escritura
de una novela histórica y los segundos presentan un balance interpretativo
de la trayectoria del modelo en España con una particular y más extendida
atención al presente literario. Los trabajos aquí reunidos desde luego no
persiguen agotar el estudio del género ni mucho menos servir de catecismo
teórico, sino todo lo contrario; buscan antes que nada plantear lecturas e
interpretaciones remozadas de textos clásicos y actuales, infundir curiosidad
al lector por los entresijos de lo que se llama el taller del escritor, proponer
ideas metodológicas y analíticas que enriquezcan las ya existentes, procurar
una información abundanté pero asimilada y contextualizada, y cuestionar el
bien o el mal que a las letras actuales le hace una narrativa que tiende ya al
estereotipo y'que supone, una de las apuestas más firmes de la literatura
española de los últimos años.

Universidad ISBN 8 4 - 9 8 2 8 - 0 5 0 - 8
UCA de Cádiz

F U N D A C I Ó N
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FERNANDO QUIÑONES

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