2013 Díaz
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Resumen.
Entre el gran número de fenómenos de la experiencia humana que fueron resignificados
por la medicina como enfermedad, este artículo se centra en aquellas personas con una
identidad de género distinta a la que les fue asignada al nacimiento. Estas personas han
sido nombradas por la medicina como transexuales y el fenómeno correspondiente con
el nombre común de transexualidad.
Usando los datos de un trabajo de campo desarrollado entre los años 2001 y 2006, junto
a una última revisión documental, el autor muestra la evolución de las reivindicaciones
del movimiento asociativo transexual en el Estado español. En un primer momento, las
asociaciones transexuales asumieron el discurso de la enfermedad que permitió solicitar
la inclusión de los tratamientos asociados en el sistema público sanitario. Sin embargo,
desde hace unos diez años, líderes del movimiento transexual español se manifiestan en
contra de esta psiquiatrización de las identidades trans. Esta petición desemboca en la
campaña STOP PATOLOGIZACIÓN 2012 cuyos objetivos principales son la retirada de
la categoría de “disforia de género” / “trastornos de la identidad de género” de los catálogos
diagnósticos (DSM de la American Psychiatric Association y CIE de la Organización
Mundial de la Salud), en sus próximas ediciones previstas para el 2013 y 2015, así como
la lucha por los derechos sanitarios de las personas trans.
El filósofo francés Michel Foucault demostró un precoz interés por estudiar el proceso
histórico por el que el saber y la tecnología de la medicina se convirtieron en un
instrumento de control social en los estados europeos. Foucault define la medicalización
como «el hecho de que la existencia, la conducta, el comportamiento, el cuerpo humano,
se incorporaran a partir del siglo XVIII en una red […] cada vez más densa y más amplia,
que cuanto más funciona menos se escapa a la medicina» (1990: 122). Tal densidad y tal
amplitud dan cuenta de que un cada vez mayor número de fenómenos de la experiencia
humana fuera re–significado como un problema médico, sea esto nombrado como
patología, enfermedad o trastorno.
Durante este proceso, una vez afianzadas sendas alianzas con el Estado y la Iglesia, la
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medicina asumió un mayor número de competencias1. Así, a modo de ejemplos, la
disciplina médica decidió sobre la vida y la muerte; las normas de crianza a observar
por las madres, cuidadoras “naturales” de las nuevas generaciones de la patria; convirtió
la mayor parte del ciclo vital de la mujer en una sucesión de etapas mórbidas; asesoró
sobre las condiciones laborales óptimas para la salud; quiénes podían trabajar y quiénes
no; quiénes eran sujetos a tutelar por el Estado; se encargó de las alteraciones de la
productividad y el consumo. Pero también, en un periodo en el que la sexualidad fue
situada en el centro del discurso social (Foucault,1998a) no obstante como energía
peligrosa a la que convenía controlar para asegurar la paz y la tranquilidad sociales
(Weeks, 1993), a la vez que las mujeres reivindicaban unos derechos que exigían revisar
el orden socio-sexual y la relaciones entre los grupos sociales de género, la medicina
definió tanto las características del hombre y de la mujer normales como las prácticas
sexuales adecuadas. O expresado en otros términos, como disciplina encargada de
velar por la salud del orden social, la medicina asumió la competencia de diagnosticar y
curar a todas aquellas personas cuyos cuerpos y experiencias rebasasen los límites de lo
socialmente permitido.
Es en este contexto de vasos comunicantes entre el interés social y el interés científico,
donde deseo encuadrar el exacerbado interés de los médicos que constituyeron el grupo
de sexólogos pioneros decimonónicos, por estudiar a todas aquellas personas que, por
transgredir las normas sociales sobre los cuerpos, los sexos, los géneros, las sexualidades
y, por último, las identidades como seres sexuados, ocasionaban tanta pestilencia social2.
A ellos, los sexólogos, correspondió la tarea de redefinir las prácticas y experiencias
socialmente molestas –en los ámbitos de la erótica, el género y la identidad de género–
como prácticas enfermas. Nacieron de este modo tres diagnósticos y tres especies
enfermas de otros sexuales: homosexuales, transvestistas y transexuales, que comenzaron
a desfilar por unas consultas médicas convertidas en templos destinados a la salvación
(Tena, 2010: 5).
1. Comelles y Martínez escriben que los médicos desarrollaron “estrategias corporativas destinadas a
asegurar el monopolio sobre la atención en salud” (1993: 8) que incluyeron su alianza con las élites
poderosas de los estados europeos de tal manera que, derribando uno de los mitos de la historia épica de
la medicina, los médicos afianzaron su poder históricamente desde su oficialidad y no desde su eficacia
(Ehrenreich y English, 1984).
2. La mayoría de estos sexólogos participaban de las normas morales de su mundo social. Por este motivo
tradujeron a problema teórico el problema social planteado por quienes no cumplían las prescripciones
culturales sobre la orientación sexual –la dirección del deseo erótico hacia uno u otro sexo–, el género
–permítaseme, aunque de forma simplista, definirlo como el conjunto de características culturalmente
asignadas a los hombres y a las mujeres– o la identidad de género –el sentimiento de ser un varón o una
mujer (Tena, 2010: 5). Y lo hicieron así porque cualquier experiencia que resultara una desviación de las
normas morales podía ser potencialmente considerada como una enfermedad (Weeks, 1993: 130).
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Centrándonos en el último de los grupos enumerados, el constituido por quienes
manifestaban una identidad de género distinta a la asignada a su nacimiento en función de
sus genitales externos, a lo largo del siglo XX la medicina había conseguido la tecnología
médico-quirúrgica elemental que permitía la transformación de sus cuerpos. En efecto,
los descubrimientos biológicos y el perfeccionamiento de las técnicas quirúrgicas no
dejaron de sucederse durante sus primeras décadas: cromosomas, hormonas esteroides,
procedimientos anestésicos, técnicas específicas para “solucionar” la ambigüedad genital
de las personas hermafroditas… Llegada la década de los años veinte, la tecnología
médica de género para reconducir a los cuerpos y experiencias disidentes de la norma
social, se encontraba ya disponible. Hacían falta dos claves: la primera, que la medicina
justificara que era el cuerpo transexual –como ya lo había hecho en el caso del cuerpo
hermafrodita– el elemento a modificar (Dreger, 2000); la segunda, que los y las pacientes
solicitaran esta metamorfosis corporal para aliviar su sufrimiento.
La publicidad otorgada a casos como los de Christine Jorgensen3 –y otros más que colmaron
los medios de comunicación– durante los años cincuenta del pasado siglo mostraron a
la comunidad científica y a la población general los hechos extraordinarios, casi épicos,
de machos fenotípicos transformados en hembras–mujeres gracias a la medicina. Así,
a partir de la publicación del caso de la citada Christine y de su autobiografía (1967),
aumentaron de forma espectacular las peticiones de hormonación y transformación
4. Harry Benjamin fue un endocrinólogo y sexólogo alemán que emigró a Estados Unidos. Trató a la
mujer transexual más famosa del siglo XX, Christine Jorgensen, junto a un equipo médico danés liderado
por el endocrinólogo Christian Hamburger (1953). Benjamin es autor del libro referencia de este modelo
clínico, The Transsexual Phenomenon (1966).
5. Se trata de sendos manuales taxonómicos de enfermedades; el primero, la Clasificación Internacional
de Enfermedades (CIE), publicado por la Organización Mundial de la Salud; el segundo, el Manual
Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM), por la Asociación Americana de Psiquiatría.
6. Nicole Claude Mathieu establece esta homología entre el sexo y el género –el género traduce al sexo,
también expresa la autora (1991: 232)– como característica de una específica lógica identitaria que
denomina “identidad sexual”, la más frecuente tanto en la Academia como en el pensamiento común.
7. Los datos etnográficos han sido extraídos de la tesis doctoral titulada Los cuerpos equivocados. El
proceso de medicalización de las transgresiones de género: el caso de la población transexual andaluza,
defendida por el autor en el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Sevilla en el año
2008.
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contextos de investigación, el trabajo de campo incluyó historias de vida y entrevistas
semiestructuradas a personas con una identidad de género distinta a la asignada tras
su nacimiento, además de revisión documental y observación participante en diversas
asociaciones transexuales españolas en varias campañas comprendidas entre los años
2001 y 2006. Este trabajo de campo recogía la emergencia de un por entonces tímido
discurso transexual, ahora consolidado y visible, que revisaba la construcción mórbida
de su experiencia vital. Y no solo un discurso. Varias asociaciones transexuales españolas
comenzaron a advertir, una cuestión sobre la que avanzaremos en el siguiente epígrafe,
la necesidad de intervenir activamente en las instituciones políticas y científicas –sobre
todo la Organización Mundial de la Salud, la Asociación Americana de Psiquiatría y
la Harry Benjamin International GenderDysphoriaAssociation (HBIGDA)–, aquéllas
desde las que se había legitimado la consideración de las personas transexuales como
enfermas mentales y habían definido el necesario itinerario terapéutico y los estándares
de calidad para su curación.
8. Un ejemplo que ilustra esta cuestión es Agnes, paciente estudiada en los pasados años cincuenta y
sesenta por el psiquiatra estadounidense Robert Stoller, figura destacada en el abordaje médico de la
transexualidad. Agnes fue entrevistada en varias ocasiones por el sociólogo Harold Garkinfel que, además,
observó la compleja negociación diagnóstica, destacando la insistencia de Agnes para apartarse de “niños
que actuaban como maricas… de cualquiera con un problema anormal” (2006: 150) y, finalmente, cómo
engañó al equipo terapéutico con un relato biográfico que, entre otras cuestiones, ocultaba la toma de
hormonas esteroides. A partir de este caso, Garfinkel nos recuerda la común aspiración de ser reconocidos
socialmente como sujetos adultos competentes y normales. La consideración de Agnes como sujeto
adulto competente pasaba, entonces, por apartarse de la contaminación que suponía la homosexualidad
y conseguir la transformación hormono–quirúrgica de su cuerpo para que su identidad como mujer
-biológicamente había nacido macho y había vivido un tiempo como varón– fuera autorizada.
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reclamaban palabras no médico–dependientes tales como gays o lesbianas. En esta
resistencia a la explicación médica de su existencia, una de las prioridades políticas del
movimiento gay/lésbico durante la década de los pasados años setenta fue extraer el
diagnóstico homosexualidad del catálogo de psicopatologías. El movimiento gay/lésbico
intentaba generar un discurso propio que sustituyera el «discurso de las instancias del
control social» (Guasch, 2000: 92) y, en este sentido, cobró especial relevancia combatir
el estigma asociado a la condición patológica. Tal objetivo fue alcanzado cuando la
homosexualidad fue descatalogada como enfermedad mental por las Asociaciones
Americanas de Psicología y de Psiquiatría –antes por la primera que por la segunda– en
la década de los setenta9. Casi de forma paralela, la transexualidad entraba codificada
como enfermedad en la Clasificación Internacional de Enfermedades en el año 1977 y,
poco después, lo hacía en el manual más extendido entre psicólogos y psiquiatras para
construir sus diagnósticos (DSM-III, 1980).
Así, mientras gays y lesbianas recorrieron un camino hacia el estatus de sano, la
población transexual asumió el discurso de la enfermedad como un instrumento que
ayudaba a alejarla en el imaginario social de las ideas de perversión y vicio. Además,
como hecho diferencial de gays y lesbianas, la población transexual reclamaba cada
vez con mayor fuerza el abordaje terapéutico centrado en su transformación corporal.
En este sentido, la petición de hormonación y cirugía cobraba mayor fuerza si se hacía
depender de la necesidad de corregir una situación patológica, aunque los científicos
biologicistas aún no supieran explicar si como alteración cromosómica, si como
alteración hormonal (Benjamin, 1966). En cualquier caso, este argumento parecía tener
una mejor perspectiva para combatir el rechazo social. Por último, en relación con esta
idea, el discurso de la enfermedad pareció imprescindible para que las asociaciones
transexuales pudieran argumentar su petición de que tanto los sistemas nacionales de
salud como las pólizas privadas de asistencia sanitaria cubrieran los elevados gastos del
proceso transexualizador: psicólogos, psiquiatras, endocrinólogos, cirujanos plásticos,
urólogos, ginecólogos, analistas clínicos, incluso foniatras, logopedas y especialistas en
medicina estética.
En esta misma línea, como ya adelantábamos, las organizaciones transexuales surgidas
en el Estado español desde finales de la década de los ochenta centraron buena parte
de sus reivindicaciones en la inclusión del tratamiento transexualizador dentro de los
servicios sanitarios públicos (Ramos, 2003) y entendieron el itinerario terapéutico
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cultural sujeto al análisis antropológico y que, por lo tanto, permite estudiarla como
«una etnomedicina más aunque fisiológicamente orientada» (Comelles y Martínez,
1993: 57); y, por último, a una variedad de estudios aportados desde la teoría social,
la historia, los estudios gays/lésbicos/queer, incluso desde las mismas entrañas de la
Biología con autoras feministas como Anne Fausto-Sterling (1993) que revisa nuestro
modelo dicotómico macho/hembra y propone la existencia de, al menos, cinco sexos.
Este vasto conjunto de pensamientos críticos ha calado de lleno en líderes del MAT
español: andaluzas como Kim Pérez y Carla Jiménez, y no andaluzas como Juana Ramos,
Yliana Sánchez y Natalia Parés. Muchas de ellas comparten su formación universitaria
–filósofa, ingeniera, economista–, su prolongada experiencia en el ámbito asociativo, su
lectura de bibliografía antropológica y sociológica –crítica con la terapéutica y explicación
médicas del fenómeno transexual–, sus vínculos con asociaciones transexuales de otros
estados y sus contactos con el movimiento feminista y de gays, lesbianas y bisexuales.
Estos factores intervienen para la construcción de un discurso teórico emic, cada vez más
alejado de la referencia a la enfermedad aunque sin descartar la explicación biológica
–defendida por autores como Zhou et als (1995)– sobre la discordancia entre cuerpo
sexuado e identidad de género.
Las manifestaciones de Juana Ramos, Yliana Sánchez y Carla Jiménez, por ejemplo,
informan sobre su crítica a los rígidos modelos de género de nuestro mundo cultural,
incapaz de admitir ni la existencia de más de dos sexos ni la posibilidad de un continuum
del género que nos ayude a mirar más allá de la polarización.
[…] Aunque no quieras, tienes que elegir entre ser hombre o ser mujer [...] En
nuestra sociedad hay dos grupos en el tema de los géneros. Podría haber más, pero
hay dos grupos: el grupo de los hombres y el grupo de las mujeres (Juana Ramos).
De forma que no me siento un hombre, ¿entonces qué soy? [En nuestro sistema
dicotómico, la única respuesta socialmente autorizada es: mujer] (Yliana Sánchez).
[…] Yo creo que si los demás fueran más tolerantes, y si no existiera ese estereotipo
de hombre y mujer tan definido y tan marcado, no tendríamos tantos problemas
(Carla Jiménez).
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La sociedad no quiere tener maricones con tetas y polla, quiere tener mujeres para
que encaje todo, ¿entiendes? (Declaraciones de Bianca Fox, en Pierrot 2006: 94).
Nadie debe obligar o condicionar a las personas transexuales para que se operen.
Cada transexual debe ser quien decida si debe operarse o no debe operarse. Sin
embargo, observamos cómo el sistema fuerza a la operación. Operarse para que
el forense dictamine que sí puede cambiar el nombre. Entonces, se está forzando el
cambio de sexo (Julio, militante de Lambda, Valencia)10.
Estas voces están recogidas antes de que la conocida como Ley de Identidad de Género,
aprobada por el Parlamento español durante el año 2007, posibilitara el reconocimiento
legal de la identidad como varón o como mujer sin la necesidad de tributar los genitales
en el altar quirúrgico. Hasta ese momento, si la persona transexual demandaba este
reconocimiento legal, el juez podía solicitar un certificado del profesional autor de la
cirugía (CRS) o bien requería un peritaje profesional. En este último caso, el experto
científico–sexuador era un médico forense que inspeccionaba la conformación de los
genitales externos de el/la demandante y, en función de lo observado, sancionaba la
condición de macho fenotípico –ergo varón– o hembra fenotípica –ergo mujer.
Los dos tipos de actuaciones se ilustran con sendos ejemplos en los que el juez, en el
primer caso, solo valora la documentación presentada por la demandante y, en el
segundo, solicita la intervención de un forense para examinar a el demandante.
Caso A. En mi caso fue todo muy suave porque por la experiencia de [nombre de
mujer], yo sabía que convenía hacerlo de la manera más rápida posible. Es decir,
no sobrecargar al juez con pruebas sino, a ser posible, presentar el certificado de
operación y santas pascuas. Y que él pregunte si acaso. Entonces lo hice así. El juez
preguntó algunas cosas. Tuve una entrevista con él; también me pidió que llevara a
testigos. Los testigos eran amigos míos que dijeron que, efectivamente, vivía como
mujer y todo esto. Se notaba que el pobre no sabía muy bien qué preguntar. Me dio
el cambio de sexo al cabo de seis meses, lo cual no es demasiado. [El juez] me pidió
el certificado de que me había operado. No me vio el forense (Débora, Granada).
10. Sobre la cuestión que plantea este informante, se hace necesaria una aclaración. En realidad no era
el forense quien dictaminaba si se podía o no cambiar de nombre. Existía la posibilidad de realizar
este cambio, vía judicial, sin otros requisitos que disponer del dinero suficiente para sufragar los gastos
derivados y elegir un nombre ambiguo –como Rosario, Trinidad o Reyes, entre otros– incluido en un
listado disponible en el Registro Civil y que no implicara confusión en relación con la identidad de
género demandada (Bustos, 2008).
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Caso B. Acudí al Juzgado, muy bien vestido, con traje de chaqueta y con barba. El
forense me dijo que me bajara los pantalones. Yo creo que se quedó un poco extrañado
por la cara que puso. Tengo un pene pequeñito [se sometió a una metaidoplastia
–construcción quirúrgica de un falo a partir del clítoris– y a la inserción de dos
prótesis testiculares], pero desde luego no tenía una vagina. El forense me dijo que
me subiera los pantalones y certificó que yo era un hombre (Pedro, Madrid).
Bajo mi punto de vista las personas transexuales somos víctimas y resultado de este
sistema esclavizante de los sexos-géneros (Ramos, 2004: 87).
La norma sexual basada en una concepción dicotómica de los sexos y géneros ha
empujado a las personas trans (de igual forma que al resto de personas) hacia
dos y solo dos modelos a reproducir para adaptarse al sistema social. Los avances
tecnológicos en el ámbito de la medicina han hecho posible modificar la propia
morfología sexual para contribuir a este proceso de adaptación a los modelos
establecidos de cuerpos sexuados (Juana Ramos, 2009).
Seguramente no es que mi naturaleza esté equivocada, sino que la sociedad en la que
he nacido está equivocada (Yliana Sánchez, notas de campo)
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hacer traducciones trans-culturales tan automáticas.
Planteado el fenómeno transexual en estos términos; a saber, como un cuerpo verdadero
en una cultura equivocada –y violenta con aquellas diferencias que dota de especial
significado contaminante–, los conflictos para muchas personas transexuales y, también,
dentro del MAT, están abonados. Así, el debate sobre si las personas transexuales son o
no son enfermas, se ha reabierto de forma intermitente en el seno de las asociaciones y
se observó con gran vehemencia en nuestro país justo cuando se discutían los contenidos
de la conocida como Ley de Identidad de Género 3/2007.
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transexuales (Stone, 1991; Cambasani, 2003)11–, ella consideraba necesario que un
mayor número de mujeres transexuales los rechazaran. Y compartía con otras personas
transexuales la lucha contra los dos poderosos tentáculos de este mito tan común: una
persona, si no se opera, ni puede ser feliz ni es transexual. Con un tono enérgico y una
voz tan grave como ronca, exclamó que ella se sentía mujer, que tenía pene y que no tenía
ninguna necesidad de tener una vagina.
En la sala había otras dos mujeres transexuales que pidieron turno de palabra. Y opinaron
en la misma línea de la intervención de su compañera. Las dos llevaban peluca, faldas
estrechas y botas altas de cuero. Ambas nos comunicaron su condición de mujeres
transexuales lesbianas –un dato a todas luces disruptivo con la imagen heteronormativa,
la más extendida sobre la mujer transexual– y, añadieron, formaban una pareja estable.
No existía para ellas, en aquel momento, ninguna necesidad de transformar sus genitales
y exigían al gobierno español la aprobación de una ley que permitiera el cambio de sexo
legal “sin necesidad de pasar por el quirófano” –exclamaba una de ellas.
Sentada delante de mí había otra mujer transexual, Lucy, a la que describí en mi diario
de campo como representante de la feminidad más idealizada en el pensamiento común.
Lucy era una admiradora de lo que denominaba “las bellezas” que aparecían en la web
de Carla Antonelli; un modelo de mujer al que ella aspiraba. En un momento del debate,
sabiendo que yo era antropólogo y el motivo de mi asistencia, volvió su cabeza hacia mi
asiento y con su pregunta marcó los límites de su concepto de transexualidad:
Fue entonces cuando un joven hombre transexual pidió al moderador de la mesa que
le concediera el turno de palabra. Con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada se
dirigió a toda la sala y, en especial, a las tres mujeres trans que anteriormente habían
denunciado que las presiones sociales explicaban, por ejemplo, el interminable recorrido
11. Despues de presentar algunos relatos autobiográficos de mujeres transexuales publicados en Gran
Bretaña y Estados Unidos y, tras observar que las cuatro mujeres seleccionadas (LilliElbe, Heddy Jo Star,
Christine Jorgensen y Canary Conn) reproducen los estereotipos de género sin mostrar ambigüedad
alguna, Sandy Stone concluye: “No me extraña que las pensadoras feministas tuvieran sus sospechas.
Cómo no, yo también” (1991: 10). Para el caso de una autora transexual española como Olga Cambasani,
su planteamiento es que «la mimesis social de la persona transexual dependerá en gran medida de la
configuración de los colectivos de género “disponibles” en cada momento histórico, y me temo que
ahí no hay sorpresas” (2003: 88). Por supuesto, las transmujeres tienen todo el derecho del mundo a
reproducir estereotipos y restablecer la homología entre el sexo y el género, tal y como explica Mathieu
(1991). Lo único que señalamos es la dificultad para poder adjetivar, si esto es así, tal experiencia como
transgresora.
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poliquirúrgico de muchas de sus compañeras:
Yo lo entiendo. Bueno, entiendo que vosotras no queráis operaros, por lo que sea.
¡Pero por favor, por favor! ¡Yo no puedo vivir así! ¡Yo no puedo vivir más con este
cuerpo! ¡Mi única esperanza es la operación! ¡De verdad, es que si decís eso, pues yo
no sé qué va a ser!
En otra ocasión, durante una de las reuniones mantenidas en una asociación transexual,
se había generado el debate cuando la moderadora requirió nuestras opiniones sobre si
la transexualidad era una enfermedad o, por el contrario, era una opción más dentro de
las posibilidades del ser humano.
Yo no pienso que la transexualidad sea una opción –dijo una asistente. Una opción
es irse a Turquía un fin de semana.
Este mismo debate surgió mientras participaba en un grupo de trabajo que, convocado por
una asociación GLTB andaluza, tenía la tarea de confeccionar un texto divulgativo sobre
la transexualidad. La redacción del texto había quedado atascada en un punto central para
los intereses de este artículo. Había un párrafo significativamente comprometido cuando
hablaba de la transexualidad como “un trastorno”, expresión sobre la que los autores
de ese epígrafe –dos mujeres transexuales y el presidente de la asociación–no habían
llegado a un acuerdo tras varias horas de trabajo. La propuesta para solucionar tal atasco
era ampliar el debate al resto del grupo. Cuando se me pidió opinión, decidí aportar una
alternativa sobre la que discutir: en vez de “la transexualidad es un trastorno”, podíamos
escribir que “la transexualidad es pensada en nuestra cultura como un trastorno.” Pipi,
una transexual de unos cincuenta años, no estaba de acuerdo:
Yo sí creo conveniente que [el texto] diga que es un trastorno; que quede muy claro que
necesitamos que la Seguridad Social pague los tratamientos porque si no...
Si no ponemos que es un trastorno parece que lo que decimos no tiene nada que ver con
nosotras sino que está fuera, que nos catalogan así pero que nosotras no somos así. Y
eso no es verdad.
Finalmente pudo ser consensuada una forma de redacción que intentaba recoger todas
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las observaciones y salvar los miedos a que el texto pudiera ser utilizado por quienes aún
criticaban la inclusión de los tratamientos transexualizadores en la cartera de servicios
del Servicio Andaluz de Salud:
“En realidad, la transexualidad se concibe como un trastorno que, en numerosas
ocasiones, requiere la intervención clínica”.
La cuestión sobre la obligatoriedad de la CRS generó un intenso debate en el ámbito
del asociacionismo transexual cuando, en noticia recogida por Europa Press el 22 de
septiembre de 2003, una asociación llamada Transexualidad Clínica (Madrid) –aunque
nunca supimos dónde se reunían ni quiénes la componían– realizaba un llamamiento
a toda la población transexual residente en nuestro país –que estimaba en unas 3.000
personas– para que iniciara inmediatamente una huelga de hambre “con carácter
indefinido” y lo declarara públicamente hasta que la Ley de Identidad de Género fuera
aprobada. Dicha asociación reivindicaba la inmediata consideración del tratamiento
transexualizador con cargo a los fondos públicos y las medidas legislativas necesarias
para que, posteriormente, los cambios de nombre y de sexo en el registro civil estuvieran
asegurados. Esta postura reforzaba el modelo clínico porque hacía depender tales
rectificaciones de la comprobación legal de un hecho: el o la demandante debía poseer
los genitales acordes a su identidad de género. Y esto significa, ni más ni menos, la
obligatoriedad de –y no la libertad de elegir sobre– la CRS.
El comunicado de Transexualidad Clínica provocó la rápida reacción de varias
asociaciones que se manifestaron públicamente en su contra. Destacaré las respuestas del
Colectiú de Transsexuals de Catalunya (Barcelona) y de la A.T.E.-Transexualia (Madrid).
El colectivo catalán publicó un texto rotundo y, desde mi punto de vista, especialmente
novedoso en su formulación. Y lo era porque dicha asociación llegaba a comparar la
obligatoriedad de la CRS con la ablación del clítoris –una ley ablacionista, afirmaba,
refiriéndose al borrador de la Ley de Identidad de Género–, una posición que situaba el
debate asociativo –impensable hasta entonces– lejos de la arena de “lo biológico” para
acercarlo a la arena de “lo cultural.”
La asociación A.E.T.–Transexualia también emitió el correspondiente comunicado
donde, tras oponerse a la acción de la huelga de hambre, dejaba clara su posición en
relación con la obligatoriedad de los tratamientos quirúrgicos –las negritas son mías:
- […] creemos que las enmiendas que mejoraban el texto inicial (con el que disentimos
en algunos puntos, como la imposición de las operaciones genitales para acceder
al cambio de sexo legal), como las de IU, IC-V, ERC, etc, no serían aprobadas […].
- […]Apoyamos la protesta del CTC con particulares matices diferentes: 1) No
consideramos ablaciones ni castraciones a las intervenciones de genitales,
siempre que la persona que se somete a ellas lo haga sin presión, ni imposición
alguna. No nos parece adecuado instrumentalizar la lucha contra la ablación
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del clítoris para argumentar y dar fuerza a nuestras reivindicaciones. […]3) La
C.R.S. no debe ser un requisito para poder acceder al cambio de nombre y sexo
legal, ya que las técnicas no están muy logradas, especialmente en el caso de
transexuales MaH [mujer a hombre] y el someterse a tal intervención es un
asunto muy serio, e íntimo, y no debe estar sujeto a presiones. […] Consideramos
que el sexo psico-social debe prevalecer sobre el genital. […] 4) Para terminar
consideramos el derecho al propio cuerpo como fundamental e inviolable (y
sobre todo sin injerencias del Estado y Administraciones), y reivindicamos una Ley
que posibilite el cambio de sexo y nombre legal, desde el momento mismo en que
se inicia el proceso de cambio, sin tener que haber pasado por la C.R.S. […] 5)
Entendemos que el sexo-género de las personas debe perder la importancia que
tiene actualmente, pasando a ser considerado un aspecto secundario más de la
persona, sin que tenga que estar presente en el DNI, ni documentos similares.
Saludos Junta Directiva de AET–Transexualia Madrid, 25 de septiembre, 2003.
El C.T.C. publicó un segundo texto, si cabe más contundente que el primero, donde
encontramos antecedentes de una de las reivindicaciones centrales del MAT español
durante los últimos años. En un comunicado fechado el día 30 de septiembre del año 2003
se nos informaba que el C.T.C. había dirigido peticiones a diferentes instituciones para
conseguir que la transexualidad dejara de ser considerada una patología psiquiátrica. La
idea de la construcción cultural de la enfermedad tomaba consistencia: para el C.T.C., el
sufrimiento de la persona transexual no dependía de ninguna condición patológica sino
de “una sociedad transfóbica” que la incluía en la categoría cultural de “anormal” y, no
menos importante, era un error plantear que la demanda de tratamiento transexualizador
dependía de la voluntad y libre albedrío cuando, en realidad, “los patrones sociales”
estaban actuando para que no existiera otra salida viable –por autorizada– más que la
cirugía.
El CTC reunido para tratar este tema y consciente de las implicaciones que conlleva
su decisión ha decidido solicitar de las instituciones médicas internacionales, tanto
públicas como profesionales, la desclasificación de la Transexualidad como trastorno
o enfermedad psiquiátrica. [...] El transexual es una persona como cualquier otra
y sus conflictos no provienen propiamente de su identidad, sino de una sociedad
transfóbica, cargada de complejos y represiones que pretende aniquilarlo. No
es por tanto la transexualidad enfermedad alguna, como nadie es enfermo por
ser como es; se trata de una identidad, muy variada en matices, pero que se
materializa y uniformiza ante la represión de la sociedad sexista que delimita
su contorno y naturaleza.
Si un trans sufre por la crueldad social que experimenta, si enloquece víctima
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de la incomprensión y los malos tratos, ello no implica enfermedad o locura
alguna. Si la personalidad sexual del transexual inmerso en una sociedad
sexista demanda atención médica transexualizadora, ello no es inherente a la
transexualidad, sino que es el fruto de los patrones sociales con que debe vivir
el transexual.[...] Es hora de que la sociedad médica rectifique y se enmiende
de sus errores, restableciendo la naturaleza e identidad transexual al lugar de
dignidad que legítimamente le corresponde, desterrando de su formulaciones
cualquier prejuicio y planteamiento transfóbico [las negritas son mías] (CTC,
2003).
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la cartera de servicios del sistema sanitario público de Andalucía, elabora una crítica a
la posición protagonista de la disciplina médica e invita a pensar en un nuevo marco de
asistencia en el que los profesionales –médicos y psicólogos– no ostenten el poder para
decidir sobre asuntos tan importantes en la vida de muchas personas.
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de vista que la funcionalidad social del tratamiento es anterior a su objetividad científica.
Y para una segunda cuestión no es menos importante recordar tanto a Foucault cuando
escribía que “el control de la sociedad sobre los individuos no se opera simplemente por
la conciencia o por la ideología sino que se ejerce en el cuerpo, con el cuerpo” (1977:
5); como a la socióloga feminista Colette Guillaumin cuando nos recordaba que “el
cuerpo es el primer indicador del sexo” y que éste siempre parece advertirse socialmente
con la necesidad de que sea “cuerpo sexuado” (1992:1). Con este encuadre propongo
entender la paradoja terapéutica del modelo clínico de transexualidad que tan poco
aborda lo psíquico y tan ampliamente aborda lo corporal; pero que tan funcional resulta
para borrar los cuerpos que cuestionan no solo el orden dicotómico sino nuestra lógica
identitaria hegemónica caracterizada por la relación homológica entre sexo y género.
Señaladas estas paradojas reveladoras, tanto como su resolución “científica”, no es
menos importante destacar que al reservarse el derecho al diagnóstico, la medicina
también reservaba su derecho a decidir cuáles eran las tecnologías de género aplicables.
Y a quién. Para tal fin, diversos autores fueron construyendo los criterios diagnósticos
después reconvertidos en criterios para elegir y disponer quiénes sí y quiénes no tenían
la autorización para continuar los tratamientos hormonales y quirúrgicos (Tena, 2010).
Las consecuencias fueron importantes: las decisiones de la población transexual, ahora
población de pacientes que debía asumir la autoridad experta, quedaban supeditadas a la
aprobación de esta última. Para ello, además, las personas que aspiraban al diagnóstico
de transexualidad, en una relación clínica claramente asimétrica, tenían que asumir
su condición de enfermas psiquiátricas. Las palabras de Soledad, una joven transexual
andaluza vinculada a varias asociaciones G.L.T.B., son clarificadoras al respecto:
Todo lo anterior ha sido motivo de reflexión y análisis por parte de autoras y transactivistas
como Kim Pérez. Aunque ella no pretende restar competencias a los médicos en campos
como la prescripción y evaluación de los tratamientos farmacológicos con hormonas
esteroides, lo que sí critica es el poder de los médicos –y psicólogos– para decidir si una
persona es o no es transexual.
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médicos han hecho es asumir unos poderes sociales que no le corresponden.
12. Es el caso del movimiento transexual británico que solicitó la aprobación de una Ley de Identidad de
Género que restara autoridad a las decisiones médicas. Por ahora, la Ley Argentina, sancionada el 9 de
mayo de 2012, es la única que no patologiza la condición trans pues señala que “[…] en ningún caso será
requisito acreditar intervención quirúrgica por reasignación genital total o parcial, ni acreditar terapias
hormonales u otro tratamiento psicológico o médico” (Ley 26743).
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resulta, desde un punto de vista humano, y si se quiere a nivel político, inaceptable
para las personas transexuales.
La cuestión política que Kim está planteando en estas palabras y de forma tan temprana
como el año 2004, junto a otras líderes del MAT español, es conseguir que el anterior
modelo de autorización pueda ser sustituido por un nuevo modelo de certificación. En este
último caso, el protagonismo no es otorgado al experto sino a la persona que demanda el
reconocimiento legal de su identidad de género.
Es necesario aquí retomar la idea de que durante varias décadas, un gran número de
personas transexuales, fundamentalmente a partir de las propuestas del equipo de
55
Hamburger en Europa (1953) y de Benjamin en Estados Unidos (1966), asumieron el
modelo clínico de la transformación corporal como la solución vital para intentar ser
aceptados en nuestro mundo social como adultos competentes, con más o menos éxito
en función de que tal transformación les permitiera alcanzar con éxito el objetivo de
“pasar por una mujer” o “pasar por un hombre” (Garfinkel, 1967; Warren, 1993).
Este modelo médico o clínico tenía varios ejes centrales que configuraban los perímetros
de la experiencia permitida; a saber, la repugnancia hacia los genitales de nacimiento que
explicaba la demanda de eliminarlos quirúrgicamente y construir los correspondientes
al género reclamado, la homología entre sexo y género, la condición heterosexual en
el género de destino y, finalmente, su deseo por incorporarse a los grupos sociales de
género interpretados como verdaderos: los hombres o las mujeres (Benjamin, 1966).
Este modelo se podría resumir en el slogan “cuerpo equivocado”, una expresión tantas
veces repetidas entre la población transexual –y entre el personal de medicina–, sobre
el que era necesario aplicar las tecnologías médicas del género para, desde su misma
lógica, transformarlo en un “cuerpo verdadero.”De este modo, en cuanto completaban
el proceso de transformación sexuada, abandonaban la categoría transexual. Y no nos
parece menor destacar que de este abandono se derivaban dos cuestiones: en primer
lugar, se desactivaba la estabilidad de la participación en un movimiento asociativo y,
en segundo lugar, se cercenaba la posibilidad de hacer visible socialmente una posición
de sexo-género supernumerario. La posibilidad trans quedaba neutralizada y el sistema
dicotómico de sexo-género quedaba a salvo porque, como escribía Nicole Claude Mathieu,
el sistema social “intenta reconducir a esos terceros sexos y terceros géneros hacia un
pensamiento bicategorizante” y, desde esta perspectiva de análisis, la transexualidad
clínica no es una transgresión sino una desviación institucionalizada (1991: 299-230).
La disciplina médica había impuesto unos determinados límites a las experiencias trans
que han estado borrando durante muchos años toda esa variedad y posibilidades a las
que tanto Kim Pérez como el comunicado del CTC hacían referencia. Pero en los últimos
años hemos observado cómo tales límites han sido traspasados desde múltiples frentes.
Así, de un modelo clínico homogeneizador en el que solo parecía tener cabida un perfil
transexual como producto representativo de nuestro orden social –y moral– sobre el
cuerpo, el género, la práctica sexual y la identidad, se ha pasado a un conjunto diverso de
transexualidades. Existe una presencia cada vez más visible de trans que ya no quieren
“pasar por” un hombre o “pasar por” una mujer (Warren, 1993) y, por este motivo, politizan
la construcción sexuada del cuerpo y reclaman con orgullo su específica condición trans.
A ellxs –y utilizo ellxs para ampliar el modelo dicotómico con una fórmula emic– se
suman los transhombres con mamas desarrolladas que no desean amputar, y quienes se
sienten hombres con vagina sin necesidad de un falo construido; las mujeres transexuales
que no requieren intervenciones de mamoplastias, ni cirugías transgenitales; mujeres
con pene y testículos. Estas experiencias, que politizan la anatomía, nos han ayudado a
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pensar en una identidad de género que no depende de la marca genital y, por lo tanto, a
cuestionar la obligatoriedad de la CRS. También se une la población transdisidente de
la heterosexualidad que nos muestra la pluralidad con la que los deseos se manifiestan:
hombres transexuales gays, mujeres transexuales lesbianas, hombres y mujeres
transexuales bisexuales que, como ilustración del régimen político heterosexual (Wittig,
1992), no fueron contemplados como posibilidad en el DSM-III (1980) (Martínez, 2002;
Mejía, 2005). Y la población de transvestistas, de drag-queen y de drag-kings que juegan
con las representaciones del género y nos muestran la artificialidad de tal categoría. Y la
población transeúnte del género que muestra la flexibilidad, mutabilidad, inestabilidad y
artificialidad de las identidades frente al esencialismo biomédico (Nieto, 1998). A ellas,
además, hay que sumar la población de personas intersexuales –término que amplía la
categoría hermafrodita– ya organizada en asociaciones que denuncian las cirugías a las
que fueron sometidas durante su infancia y adolescencia, y las califican de “intervenciones
normalizantes, innecesarias, no consentidas y mutilantes” (Cabral, 2012) porque sus
cuerpos ambiguos provocan malestar social y, por ello, son borrados quirúrgicamente
para negarles la existencia (Kessler, 1990). Sin duda, el eco de su denuncia resuena con
fuerza en el discurso crítico con las terapias médicas transexualizadoras.
Todas las experiencias anteriormente señaladas son resistencias y fugas –también señalan
caminos para rescatar nuestra autonomía– de las normas sociales que prescriben lo que
un hombre y una mujer son y deben ser. Todas ellas escapan al itinerario terapéutico
institucionalmente previsto para quienes incumplen la homología entre el sexo y el género;
y constituyen, cada una con sus especificidades, itinerarios políticos porque cuestionan
los límites impuestos a partir de lo que las disciplinas biomédicas han definido como
cuerpos, sexos, géneros, sexualidades e identidades de verdad.
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pasado a reconocer los paralelismos tanto de la CRS con la mutilación genital –aunque
comparto con Nieto la limitación de esta comparación (2008)– como de la extirpación de
gónadas con aquella corriente eugenésica que impedía la reproducción de los socialmente
considerados como no-normales. Y la consideración de un cuerpo que aprisionaba se ha
deslizado hacia la consideración de un régimen cultual opresor que borra la posibilidad
material de cuerpos disidentes. Este planteamiento está en el núcleo de las declaraciones
de algunas transactivistas:
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género de las que participa el pensamiento común y la definición médica (Tena, 2010:
16)– y someterse a un tratamiento con hormonas esteroides para alcanzar un cuerpo
adecuadamente sexuado que no ocasione molestia social. El grado de acomodación de
cada paciente se nos revela, entonces, como el criterio evaluador del éxito terapéutico.
Una vez que la citada Ley de Identidad ha ayudado a que las personas transexuales
se constituyan como sujetos de derechos (Ramos, 2009), se ha extendido un discurso
crítico con el modelo médico de transexualidad, al menos en tres aspectos principales:
1º. En la consideración de las identidades disidentes de las asignadas al nacimiento
como enfermedades psiquiátricas; 2º. En el régimen terapéutico impuesto para el
reconocimiento legal de la identidad de género; 3º. En el poder médico para decidir sobre
la veracidad de la identidad de género reclamada. Y este discurso crítico , tal y como
hemos mostrado a lo largo del texto, puede ya sondearse en el modelo de certificación
propuesto por Kim Pérez, y en los comunicados firmados tanto por la ATE–Transexualia
(Madrid) como por el Colectiú de Transsexuals de Catalunya en el año 2003.
La extensión de este discurso crítico, sobre todo entre la generación trans más joven,
ha aglutinado al MAT en el Estado español en torno a nuevos objetivos. Así, tras
una agenda política en la que, conseguida la despenalización de la CRS en 1983, era
urgente la inclusión de los tratamientos médico–quirúrgicos como prestaciones debidas
de los distintos sistemas nacional de salud de las Comunidades Autónomas, aquélla
deviene ahora dotándose de un contenido en principio paradójico: la lucha contra la
patologización que se consolida en el movimiento STOP PATOLOGIZACIÓN TRANS
2012 –abreviado STP 2012– extendido por multitud de países a partir del año 2006. Se
trata de una campaña organizada por muchos grupos y activistas de diferentes partes del
mundo englobados en la Red Internacional por la Despatologización Trans que intenta
recabar todos los apoyos posibles –de científicos, asociaciones de profesionales sanitarios,
movimientos sociales e instituciones nacionales y supranacionales– para conseguir que
la transexualidad deje de constituir un diagnóstico en las principales clasificaciones de
enfermedades, tanto la Clasificación Internacional de Enfermedades como el Manual
Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales, cuyas últimas versiones están
pendientes de publicación para los años 2013 y 2015, respectivamente.
En esta línea de la despatologización, algunos cambios ya se están produciendo
y nos plantean un horizonte de esperanza para que las personas puedan decidir
autónomamente sobre su identidad de género, sin tutela médico–psicológica. En primer
lugar, el Parlamento Europeo acordó, el pasado 28 de septiembre de 2012, eliminar la
consideración patológica de la transexualidad. En esta línea, algunos cambios nominales
ya se han producido y, situándonos en Andalucía, la que fue aprobada en 1999 como
Unidad de Trastornos de la Identidad de Género (UTIG), ubicada en el Hospital Carlos
Haya de Málaga, ahora se denomina Unidad de Transexualidad e Identidad de Género.
La antes T de Trastorno ahora es T de Transexualidad. En segundo lugar, asociaciones de
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ámbito supranacional que luchan por los derechos de las minorías sexuales, tales como
ILGA-Europa, han recogido esta prioridad del movimiento trans por escapar del discurso
que los confirma como pacientes psiquiátricos y los obliga a un determinado itinerario
terapéutico. Por este motivo, el informe de ILGA–Europa titulado Annual Review of the
Human Rights Situation of Lesbian, Gay, Bisexual, Trans and Intersex People in Europa.
2011 evalúa negativamente, para el caso de España, dos cuestiones relacionadas con la
autoridad médica de la que depende el cambio registral de la mención de sexo (legal
genderrecognition): 1º. No debería ser necesario ni la opinión médica/psicológica ni el
diagnóstico de disforia de género; 2º. No debería ser requerida la intervención médico–
quirúrgica (McKenzie et als., 2012: 153).
Las experiencias transgeneristas han llegado para plantear una encrucijada. En una época
donde la explicación y terapéutica de cualquier fenómeno socialmente molesto ha sido
fagocitado por esa medicina anclada en el determinismo biológico, la identidad construida
sobre la premisa de una enfermedad parece contener mayores cotas de comprensión
social y, además, sustenta más fácilmente la reivindicación de que los tratamiento
hormono-quirúrgicos, necesarios para una parte de la población trans, queden incluidos
en la cartera de servicios de los servicios nacionales de salud. Por el contrario, el estigma
de la enfermedad viene a sumarse a otros a los que ha de hacer frente la población trans.
no sano
que sean médicos y psicólogos quienes ostenten el poder para decidir sobre la verdadera
identidad de una persona, el acceso a los tratamientos y la tutela de sus decisiones.
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que saben para aliviar el sufrimiento y que, por último, la CRS es la única salida posible
para que consigamos tomar las riendas de nuestras vidas; nos recuerda que seguimos
los test de género –de masculinidad y de feminidad para detectar, respectivamente, a los
de verdad
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Deseo expresar mi gratitud a todas las personas que participaron como informantes
para la elaboración de este texto. Y también deseo expresarlo a todas las personas que,
de una u otra manera, con unas u otras estrategias, han dedicado parte de su tiempo, su
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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63
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Zero
Presidencia.
modernas
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